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La fiesta ajena-Liliana Heker

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no
le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un
cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te
dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
—No me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos.
—Los ricos también se van al cielo —dijo la chica, que aprendía religión en el
colegio.
—Qué cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita, le
gusta cagar más arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve
años y era una de las mejores alumnas de su grado.
—Yo voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es
mi amiga. Y se acabó.
—Ah, sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa—. Oíme, Rosaura —dijo por
fin—, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la
sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
—Callate —gritó—. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes
mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban
secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente
también le gustaba.
—Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo.
Va a venir un mago y va a traer un mono y todo.
La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las
caderas.
—¿Monos en un cumpleaños? —dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las
pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las
personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica,
¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer
tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.
—Si no voy me muero —murmuró, casi sin mover los labios.
Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de
la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la
tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para
que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido
blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
—Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la
fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de
conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
—Está en la cocina —le susurró en la oreja—. Pero no se lo digas a nadie porque es
un secreto.

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Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba
meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y
después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que
tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí pero
ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo”. Rosaura, en cambio, no
rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó
desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso
que la señora Inés le había dicho: “¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan
grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la
rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
—¿Y vos quién sos?
—Soy amiga de Luciana —dijo Rosaura.
—No —dijo la del moño—, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y
conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
—Y a mí qué me importa —dijo Rosaura—, yo vengo todas las tardes con mi
mamá y hacemos los deberes juntas.
—¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? —dijo la del moño, con una risita.
—Yo y Luciana hacemos los deberes juntas —dijo Rosaura, muy seria.
La del moño se encogió de hombros.
—Eso no es ser amiga —dijo—. ¿Vas al colegio con ella?
—No.
—¿Y entonces de dónde la conocés? —dijo la del moño, que empezaba a
impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
—Soy la hija de la empleada —dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la
hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha
honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.
—Qué empleada —dijo la del moño—. ¿Vende cosas en una tienda?
—No —dijo Rosaura con rabia—, mi mamá no vende nada, para que sepas.
—¿Y entonces cómo es empleada? —dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shhshh, y le dijo a Rosaura
si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
—Viste —le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era
Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de
embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en
equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su
equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas.
Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y
Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le
gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía
derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener
derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y
a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago
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de verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban
cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy
raro el mago: al mono lo llamaba socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía.
“No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”.
La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en
brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.
—¿Al chico? —gritaron todos.
—¡Al mono! —gritó el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al
mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo
que sí con la cabeza.
—No hay que ser tan timorato, compañero —le dijo el mago al gordito.
—¿Qué es timorato? —dijo el gordito.
El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había
espías.
—Cagón —dijo—. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el
corazón.
—A ver, la de los ojos de mora —dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a
ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al
mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura,
dijo las palabras mágicas... y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus
brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su
asiento, el mago le dijo:
—Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo
primero que le contó.
—Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba
enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no
era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
—Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy
sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”.
Ahí la madre pareció preocupada.
—¿Qué pasa? —le preguntó a Rosaura.
—Y qué va a pasar —le dijo Rosaura—. Que fue a buscar los regalos para los que
nos vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al
lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque
había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés
le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le
gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz
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que le decía: “Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?”. Era así su
madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta.
En cambio le dijo:
—Yo fui la mejor de la fiesta.
Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa
celeste y una bolsa rosa.
Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y
el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que
había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y
eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que
a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
—Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera
y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el
movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento.
Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa
rosa. Buscó algo en su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
—Esto te lo ganaste en buena ley —dijo, extendiendo la mano—. Gracias por todo,
querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la
mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el
cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la
señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a
retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.

Restos del Carnaval -Clarice Lispector

No, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué, me transportó a mi infancia y a los
miércoles de ceniza en las calles muertas donde revoloteaban despojos de serpentinas y
confeti. Una que otra beata, con la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia,
atravesando la calle tan extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta que llegase
el próximo año. Y cuando se acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la agitación íntima que
me invadía? Como si al fin el mundo, de retoño que era, se abriese en gran rosa
escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife explicasen al fin para qué las habían
construido. Como si voces humanas cantasen finalmente la capacidad de placer que se
mantenía secreta en mí. El carnaval era mío, mío.
En la realidad, sin embargo, yo poco participaba. Nunca había ido a un baile infantil,
nunca me habían disfrazado. En compensación me dejaban quedar hasta las once de la
noche en la puerta, al pie de la escalera del departamento de dos pisos, donde vivíamos,
mirando ávidamente cómo se divertían los demás. Dos cosas preciosas conseguía yo

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entonces, y las economizaba con avaricia para que me durasen los tres días: un
atomizador de perfume, y una bolsa de confeti. Ah, se está poniendo difícil escribir.
Porque siento cómo se me va a ensombrecer el corazón al constatar que, aun
incorporándome tan poco a la alegría, tan sedienta estaba yo que en un abrir y cerrar de
ojos me transformaba en una niña feliz.
¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con
la sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara.
Si un enmascarado hablaba conmigo en la puerta al pie de la escalera, de pronto yo
entraba en contacto indispensable con mi mundo interior, que no estaba hecho sólo de
duendes y príncipes encantados, sino de personas con su propio misterio. Hasta el susto
que me daban los enmascarados era, pues, esencial para mí.
No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a
nadie en la casa se le pasaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Pero yo le pedía a
una de mis hermanas que me rizara esos cabellos lacios que tanto disgusto me causaban,
y al menos durante tres días al año podía jactarme de tener cabellos rizados. En esos tres
días, además, mi hermana complacía mi intenso sueño de ser muchacha -yo apenas
podía con las ganas de salir de una infancia vulnerable- y me pintaba la boca con
pintalabios muy fuerte pasándome el colorete también por las mejillas. Entonces me
sentía bonita y femenina, escapaba de la niñez.
Pero hubo un carnaval diferente a los otros. Tan milagroso que yo no lograba creer que
me fuese dado tanto; yo, que ya había aprendido a pedir poco. Ocurrió que la madre de
una amiga mía había resuelto disfrazar a la hija, y en el figurín el nombre del disfraz
era Rosa. Por lo tanto, había comprado hojas y hojas de papel crepé de color rosa, con
las cuales, supongo, pretendía imitar los pétalos de una flor. Boquiabierta, yo veía cómo
el disfraz iba cobrando forma y creándose poco a poco. Aunque el papel crepé no se
pareciese ni de lejos a los pétalos, yo pensaba seriamente que era uno de los disfraces
más bonitos que había visto jamás.
Fue entonces cuando, por simple casualidad, sucedió lo inesperado: sobró papel crepé, y
mucho. Y la mamá de mi amiga -respondiendo tal vez a mi muda llamada, a mi muda
envidia desesperada, o por pura bondad, ya que sobraba papel- decidió hacer para mí
también un disfraz de rosa con el material sobrante. Aquel carnaval, pues, yo iba a
conseguir por primera vez en la vida lo que siempre había querido: iba a ser otra aunque
no yo misma.
Ya los preparativos me atontaban de felicidad. Nunca me había sentido tan ocupada:
minuciosamente calculábamos todo con mi amiga, debajo del disfraz nos pondríamos
un fondo de manera que, si llovía y el disfraz llegaba a derretirse, por lo menos
quedaríamos vestidas hasta cierto punto. (Ante la sola idea de que una lluvia repentina
nos dejase, con nuestros pudores femeninos de ocho años, con el fondo en plena calle,
nos moríamos de vergüenza; pero no: ¡Dios iba a ayudarnos! ¡No llovería!) En cuanto a
que mi disfraz sólo existiera gracias a las sobras de otro, tragué con algún dolor mi
orgullo, que siempre había sido feroz, y acepté humildemente lo que el destino me daba
de limosna.
¿Pero por qué justamente aquel carnaval, el único de disfraz, tuvo que ser melancólico?
El domingo me pusieron los tubos en el pelo por la mañana temprano para que en la
tarde los rizos estuvieran firmes. Pero tal era la ansiedad que los minutos no pasaban.
¡Al fin, al fin! Dieron las tres de la tarde: con cuidado, para no rasgar el papel, me vestí
de rosa.

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Muchas cosas peores que me pasaron ya las he perdonado. Ésta, sin embargo, no puedo
entenderla ni siquiera hoy: ¿es irracional el juego de dados de un destino? Es
despiadado. Cuando ya estaba vestida de papel crepé todo armado, todavía con los tubos
puestos y sin pintalabios ni colorete, de pronto la salud de mi madre empeoró mucho, en
casa se produjo un alboroto repentino y me mandaron en seguida a comprar una
medicina a la farmacia. Yo fui corriendo vestida de rosa -pero el rostro no llevaba aún la
máscara de muchacha que debía cubrir la expuesta vida infantil-, fui corriendo,
corriendo, perpleja, atónita, ente serpentinas, confeti y gritos de carnaval. La alegría de
los otros me sorprendía.
Cuando horas después en casa se calmó la atmósfera, mi hermana me pintó y me peinó.
Pero algo había muerto en mí. Y, como en las historias que había leído, donde las hadas
encantaban y desencantaban a las personas, a mí me habían desencantado: ya no era una
rosa, había vuelto a ser una simple niña. Bajé la calle; de pie allí no era ya una flor sino
un pensativo payaso de labios encarnados. A veces, en mi hambre de sentir el éxtasis,
empezaba a ponerme alegre, pero con remordimiento me acordaba del grave estado de
mi madre y volvía a morirme.
Sólo horas después llegó la salvación. Y si me apresuré a aferrarme a ella fue por lo
mucho que necesitaba salvarme. Un chico de doce años, que para mí ya era un
muchacho, ese chico muy guapo se paró frente a mí y con una mezcla de cariño,
grosería, broma y sensualidad me cubrió el pelo, ya lacio, de confeti: por un instante
permanecimos enfrentados, sonriendo, sin hablar. Y entonces yo, mujercita de ocho
años, consideré durante el resto de la noche que al fin alguien me había reconocido; era,
sí, una rosa.

Como si estuvieras jugando -Juan José Hernández

Asustada, balanceándose en lo alto de una silla con dos travesaños paralelos como si
fuera un palanquín, la llevaron a la estación del pueblo. Por primera vez se alejaba de la
casa y veía el monte de algarrobos donde sus hermanos cazaban cardenales para
venderlos a los pasajeros del tren.

Inés no conocía el pueblo. Pasaba largas horas sentada sobre una lona, en el piso de
tierra de la cocina, mientras su abuela picaba las hojas de tabaco, mezclada con granos
de anís, para fabricar cigarros de chala. LA abuela solía marcharse de la casa: iba a
curarle el dolor de muelas a su comadre, a preguntar si había correspondencia en la
estafeta, a comprar provisiones en el almacén. Los hermanos estaban en el monte. Ella
quedaba sola, jugando con su caja de zapatos llena de carreteles y semillas secas.
Aburrida, apantallaba el fuego del brasero donde hervía la mazamorra, hacía globitos de
saliva con la boca, poco a poco se dormía.

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Pero aquel viernes era el día del tren, y a su abuela se le había ocurrido arreglar con una
cañas tacuaras, arrancadas del cerco de la casa, la silla que los hermanos cargaron sobre
los hombros.

— Ya sabés, Inesita, como si estuvieras jugando— le dijo la abuela antes que partieran.
Y le alcanzó el tarro de conservas vacío.

Dos veces por semana, martes y viernes, la abuela y sus dos nietos varones iban a la
estación. Llevaban atados de cigarros, casales de pájaros, melones perfumados. Cuando
volvían, al anochecer, la abuela sacaba del bolsillo de su delantal los pesos arrugados,
que después alisaba con la uña del pulgar, y los hermanos levantaban torrecitas de diez
y cinco centavos sobre la mesa de la cocina.

A Inés le hubiera gustado que la llevaran con ellos. Su abuela le decía:

— Más adelante. Cuando hayas crecido.

Inés tenía cinco años. Era nerviosa, enclenque. De repente se le aflojaban las piernas y
caía sentada. Los hermanos reían y ella se incorporaba y de dejaba caer de nuevo, feliz
de divertirlos. Quería a sus hermanos, aunque la mortificaran a menudo. “Si abrís la
boca y cerrás los ojos te damos un caramelo”, le decían. Inés aguardaba un rato, con la
boca abierta, el caramelo que resultaba ser la pluma de un pájaro o una hormiga, nunca
recibió un dedo porque ella sabía morder. Pero muy pronto descubrió el modo de
vengarse: le bastaba lanzar un chillido para que la escoba o la zapatilla de la abuela
fuese a dar contra la cabeza de uno de sus hermanos. “Grita porque tiene ganas, abuela.
No le hemos hecho nada”, decían. La abuela alzaba a su nieta en brazos, murmuraba:

— Para eso sirven: para dar disgustos. No la pueden ver tranquila estos satinases.

Los hermanos eran mellizos. Hasta el año pasado habían ido a la escuela, a dos leguas
de la casa, montados en un caballo blanco que les prestaba el vecino. Cuando el maestro
se jubiló, ningún otro quiso sustituirlo y la escuela dejó de funcionar. Ellos, que ya
sabían leer, conservaban el libro de primero superior y antes de acostarse deletreaban
algunas lecciones. Inés, a fuerza de escucharlos, las había aprendido de memoria;
tomaba el libro con sus manos y fingía leer. Cuando terminaban la sopa, la abuela los
mandaba a la cama. Dormían los tres juntos en un catre de tientos. Las noches eran
frescas, silenciosas. La abuela, sentada junto a la lámpara de querosén, armaba cigarros

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y tomaba mates dulces, con olor a poleo. Afuera se extendía el campo árido bajo la luna,
la sombra crispada de los algarrobos, el canto de los grillos. A veces, una lechuza
gritaba sobre el techo del rancho. La abuela se persignaba para ahuyentar la desgracia.
“Creo en Dios y no en vos —decía—. Ayer pasó a esta misma hora: alguien estará por
morir”.

“Se va a morir”, pensó la abuela cuando Rosa le entregó la criatura envuelta en una
colcha. Rosa era su hija. No la veía desde una tarde de marzo, cuatro años antes, en que
Rosa fue a la ciudad para trabajar de mucama poco después que muriera su marido. A la
abuela no le importó cuidar de los mellizos. Se parecían al padre, un hombre fuerte,
peón de ferrocarril, que vivió con su hija en una pieza de madera y techo de zinc, detrás
de la estación.

El hombre tuvo la mala suerte de emborracharse un domingo y quedarse dormido sobre


las vías. Rosa volvió a la casa de la madre, con sus hijos. Para ganar unos pesos
preparaba refrescos y empanadillas dulces que ofrecía a los pasajeros del tren.

En el andén de la estación conoció a la señora que le ofreció el empleo de mucama.


Aceptó sin vacilar. Había mirado con envidia a las mujeres que viajaban en los coches
de primera, con sus turbantes de colores, sus hileras de perlas y sus anteojos ahumados.
Nunca bebían refrescos, pero se interesaban en las pantallas decoradas con plumas y a
veces compraban tortuguitas. Habían ciertas señoras aprensivas que se negaban a probar
una empanada porque “vaya a saber uno con qué están hechas”; otras, indiferentes,
hojeaban revistas y comían caramelos; las muy viejas, sofocadas, se refrescaban la
frente con algodones empapados con agua de Colonia.

Las mujeres de segunda se envolvían la cabeza en toallas y los hombres llevaban, a


manera de boina, pañuelos de bolsillo anudados en las puntas. El tren no había
terminado de parara cuando ya estaban corriendo en dirección a la bomba del andén;
allí se mojaban el pelo, la cara, y llenaban las botellas para tener con qué lavarse cuando
el polvo del viaje los volviera a cubrir. Acto continuo se paseaban, asediados por los
vendedores; regateaban el precio de una sandía; compraban por el solo placer de
comprar, cigarros, pantallas, cardenales. Y cuando partía el tren, trepaban ágilmente a
los estribos de los vagones; después sonreían y agitaban la mano en señal de adiós.

Rosa se fue a trabajar a la ciudad. Durante más de cinco años no volvió a ver a su
madre, ni a sus hijos, pero todos los meses enviaba una carta con un billete de diez

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pesos. En esas cartas, escritas probablemente por la señora de la casa, nunca había
mencionado el nacimiento de Inés.

— Se la traigo porque allá no quieren ocuparme con la criatura.

La abuela observó con atención a su nieta, que dormía envuelta en una colcha. “Se va a
morir”, pensó con frialdad. Después, cuando Inés abrió los ojos:

— Tiene cara de cabrito— dijo.

Rosa le explicó que Inés había quedado así de flaca con la recaída del sarampión.

— No le va a dar trabajo. Es de lo más buenita. Nunca llora.

Luego, en la cocina de la casa, mientras tomaban mate con tortillas de grasa, le contó
sus proyectos. Pensaba alquilar una pieza en la ciudad para que todos vivieran juntos.
Ella trabajaría afuera; la abuela podía ayudarla con el lavado y el planchado de la ropa.

— He ido comprando algunas cosas. Tengo una cama de bronce, una mesa, un roperito
que es mío, con espejo y todo. Antes de fin de año, una amiga me va a dejar la pieza que
alquila cerca de una avenida asfaltada. Es una pieza grande con balcón a la calle.

La abuela la escuchaba con desconfianza. Su hija le pareció bastante cambiada: hablaba


demasiado, tenía el pelo ondulado, las caderas muy anchas y le faltaban dos dientes:
llevaba además una pollera floreada sujeta al talle por un cinturón ajustado que casi le
impedía respirar.

Llegaron los mellizos y se detuvieron en el umbral de la cocina, mirando con recelo a la


mujer que había venido con la criatura.

— Entren a saludar a su madre —dijo la abuela—. Entren, no sean ariscos.

Abrazaron a Rosa, que exclamaba sonriendo:

— Parece mentira cómo han crecido. Ya están casi de mi alto.

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Esa misma tarde, Rosa viajó de nuevo a la ciudad. Al despedirse de su madre, en el
andén de la estación, volvió a decirle que le enviaría, antes de fin de año, el dinero para
los pasajes.

Durante los primeros meses, la abuela se ocupó de mejorar la salud de su nieta; para
fortalecerla le friccionaba las piernas con ceniza caliente, y a la hora del almuerzo le
daba trozos de pan untados con caracú. Al principio, Inés recordaba a su madre, “Quiero
ir con mi mamá”, lloriqueaba. Después acabó por no pensar más en ella. Sentada en el
piso de tierra de la cocina, jugaba con carreteles o miraba a los mellizos que fabricaban
jaulas con ramitas para los cardenales del monte. Algunas siestas, aprovechando que la
abuela dormía, la llevaban a robar higos del vecino. Inés los recogía en la falda de su
delantal. A veces, un higo, demasiado maduro, caía con fuerza y reventaba sobre su
cabeza. Ocultos entre las hojas, los mellizos sofocaban la risa, pero cuando bajaban del
árbol dejaban de reír: al hacer el reparto, comprobaban que Inés se había comido las
mejores brevas. Los días de lluvia jugaban en la cocina. Los mellizos, para asustar a su
hermana, imitaban al hijo de la comadre de la abuela, que era retardado y se llamaba
Simón.

— Háganse los pícaros, nomás —rezongaba la abuela—. A ver si Dios castiga y quedan
tan opas como Simón.

También jugaban al gallo ciego. A veces Inés los espiaba debajo del pañuelo, pero los
mellizos siempre la descubrían. “Trampa. No jugamos más”, gritaban, y le tiraban del
pelo hasta hacerla llorar. La abuela intervenía con la escoba.

— ¡No parecen hermanos! — exclamaba. Después, con un suspiro: —Cuándo llegará


fin de año. Ya aprenderán a ser juiciosos con la Rosa. Ella no es tan blanda como yo.

Pasó el fin de año y también el carnaval sin que Rosa enviara el dinero para los pasajes.
Fueron meses de calor y la sequía amenazaba extenderse a toda la provincia. Como los
pozos estaban agotados, la abuela con los mellizos tenía que trasladarse a la estación
donde un conscripto vigilaba la distribución del agua. Cargados con latas, esperaban
pacientemente su turno en la fila de gente morena y callada que venía del monte con sus
hijos descalzos y sus perros escuálidos. Apenas se abría la estafeta, la abuela mandaba a
uno de los mellizos a preguntar di había llegado carta de la ciudad. Con el dinero
prometido por Rosa pensaba comprar provisiones en el almacén. No le quedaba azúcar
para el mate, ni había más hojas de tabaco; las gallinas no ponían un solo huevo, y los
aplicados huesos del puchero, de tanto hervir en la olla, no conseguían darle ningún

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sabor a la sopa. La abuela hubiese preferido morir de hambre antes de comerse una de
sus cuatro gallinas. Aquel jueves, sin embargo, después de palpar la rabadilla de la
paraguaya y cerciorarse de que no estaba a punto de huevear, resolvió sacrificarla. Era
la más vieja de sus gallinas, y desde hacía una semana andaba medio tristona, con las
alas caídas.

Se levantó el alba y fue hasta la tusca seca donde dormían las gallinas. La paraguaya,
que ponía huevos celestes, estaba muerta al pié de un arbusto. “Pobrecita, se ha muerto
de vejez y de sed, como un cristiano”, pensó. La tomó de las patas, le acarició el cuerpo
tieso y flaco, el buche vacío. Después, en la cocina, encendió el fuego del brasero y
puso a hervir el agua. Sentada, con la paraguaya sobre las rodillas, la abuela empezó a
llorar. «Si esto sigue así, tendremos que comer tierra», se dijo, cuando por la puerta vio
el sol detrás del monte que iluminaba el cielo implacable, sin una nube.

Súbitamente, mientras desplumaba a la gallina, la invadió un sentimiento de odio hacia


Rosa. Pensó con amargura, con rencor: «Mentira. No es que se nieguen a ocuparla con
la criatura. A mí no me engaña. Ha de estar ella tranquila. Ya aparecerá de nuevo aquí
con otro hijo a cuestas que yo tendré que criar, porque soy así de zonza».

Terminó de desplumar a la paraguaya y con un pedazo de papel encendido le chamuscó


los canutos de plumas que todavía quedaban debajo las alas y en la cola; después, con
un cuchillo filoso, le extrajo las vísceras y la sumergió en la olla de agua hirviendo.

Cuando terminaron de almorzar, la abuela se acostó a dormir la siesta. Aunque era


viernes, no irían a la estación porque nada tenían que vender. «Si mañana no llegara
carta de Rosa —pensó— tendré que pedirle dinero prestado a mi comadre. La última
vez que le curé el dolor de muelas me regaló un paquete de azúcar. Nunca le falta plata
con Simón. Me dijo que el opa estaba pesado, que le dolía la cintura de tanto pasearlo
por el andén y que, en adelante, para no cansarse, lo llevaría en un cajón con ruedas.
Tiene suerte con Simón».

Eran más de las cinco cuando la despertaron los gritos de Inés. Se levantó de la cama
para buscar la escoba, pero al asomarse a la puerta, vio que Inés, agitando las manos y
con los ojos vendados, trataba de alcanzar a uno de los mellizos. De pronto se le ocurrió
ponerle a la silla dos travesaños de tacuara para que los mellizos pudieran cargarla sobre
los hombros. Caminando de prisa, alcanzarían la llegada del tren. Con pocas palabras, le
explicó a su nieta cómo debía comportarse. No era difícil en su improvisado palanquín,
con lo ojos entrecerrados, Inés se pasearía por el andén de la estación. «Una limosna

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para la cieguita», dirían los mellizos. Después la subió a la silla y le dio un tarro de
conservas vacío para que guardara las monedas.

Desde la puerta de la cocina, los vio alejarse en dirección al monte de algarrobos.


Entonces, alzando la voz, le recomendó nuevamente:

-Ya sabés, Inesita. Como si estuvieras jugando.

El cielo entre los durmientes -Humberto Costantini


Ni un alma por la calle. Como si el sol de la siesta cayendo a pique y después
derramándose por todos lados, hubiera empujado a bichos y gente a quién sabe qué
escondidos refugios, adonde el sol no puede penetrar, pero ante los cuales se queda
montando guardia, rabioso y vigilante como un perro en acecho. Por la calle vamos
Ernesto y yo. Hace cinco minutos, un silbido me arrancó de la sombra de la glicina y me
mostró entre dos pilares de la balaustrada un rostro enrojecido y contento. No hubiera
sido necesario que me dijera –¿salís?– con un grito breve y exacto como un pelotazo.
Yo lo estaba esperando, o mejor dicho yo estaba esperando un pretexto cualquiera para
dejar aquella modorra del patio adonde me llegaban ruidos lejanos e incitantes
entreverados con el aleteo de algún mangangá. Por eso no le contesté nada y enseguida
estuve con él en la puerta. Se sabe que saldríamos a caminar. Ernesto es así y nuestros
doce años no soportan otras tratativas que ese –¿salís?– liso y directo viniendo de un
mechón caído sobre los ojos, de una transpirada camiseta amarilla y de unas ganas de
hacer muchas cosas que le brillan en la mirada. Un saludo –¿qué hacés?– y caminamos.
El agua de la zanja, un agua barrosa, oscura, caliente, cubierta de protuberancias verdes
como el lomo de un sapo, se agita por momentos a impulso de invisibles zambullidas o
respira a través de unos globos lentos, pesados, que levantan nuevas ampollas en su
pellejo y hacen un extraño ruido de glogloteo como si ya estuviera por soltar el hervor.
Caminamos. La tierra quema en los pies y es lindo sentir ese mordisco cariñoso, de
cachorro, con que la tierra nos juguetea por las pantorrillas. Pero más lindo es no sentir
nada de eso, sino esas ganas locas de meterse en la tarde como en una selva. ¿No es
cierto, Ernesto? Caminamos. Un alguacil grande y rojo viene a despedirnos, pasa
zumbando a nuestro lado y siguiendo la línea de yuyos que bordea la zanja llega hasta el
puente de la esquina y vuelve volando a toda máquina amagando un encontrón. –¡A que
no lo agarrás! Caminamos. Las cuadras del barrio quedan atrás. Los paraísos se cambian
en plátanos y después otra vez en paraísos. Flechillas, lenguas de vaca, huevitos de
gallo. Ésta es otra zanja, no la nuestra. ¿Habrá ranones por aquí? Caminamos. ¡Aquella
montaña! ¡A saltarla! La sangre nos golpea en el pecho y en el rostro. La vida es una
alegría retenida en los músculos y es ese olor a sol, a sudor y a piel caliente que viene de
la ropa de Ernesto. Caminamos. Ernesto sabe de muchas cosas. De trabajos, de
aventuras, de casas abandonadas y de extraños nombres de calles. Mientras caminamos
me habla. Me cuenta un disparate y yo me río. Me río como un loco. Me río tanto que
Ernesto se contagia de mi propia risa y empieza a reírse él también. Le salen lágrimas
de los ojos, se aprieta el costado, no puede parar. Yo lo miro y me da más risa todavía
verlo reír. Caminamos tambaleantes, empujándonos, atorándonos de risa. La risa se nos
atropella en la boca, nos crece incontenible por todos lados, nos acompaña por cuadras y

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cuadras esa risa sin porqué, como si una bandada de gorriones enloquecidos nos
estuviera siguiendo. La esquina. Otra cuadra. La risa. Ladridos detrás de un alambre.
Otra cuadra. Magnolias, jardines, postes de teléfono. Otra cuadra. Las alpargatas de
Ernesto levantando el polvo en las veredas. Otra cuadra. El cielo, la soledad de la siesta,
el silbido de una urraca. Otra cuadra, otra cuadra... Apoyo de pronto mi mano en el
hombro de Ernesto y señalo el terraplén del ferrocarril. –¡A ver quién llega primero!
Salimos como balas. Una ametralladora de pasos y el crujido de los terrones resecos.
Oigo el jadeo de Ernesto y apenas veo su camiseta amarilla pegada a mi costado. Me
pongo enormemente contento cuando dejo de verla y cuando siento que el jadeo va
quedando atrás. Apenas por un par de metros, pero llego primero arriba. Y desde arriba
lo miro triunfante. Ernesto tiene la cara negra de tierra y un sudor barroso le forma ríos
en la nuca y la espalda. Yo debo estar igual porque en la manga que me pasé por la
frente queda una gran mancha negra y húmeda. A Ernesto se le ocurre caminar por la
vía y vamos pisando los durmientes o haciendo equilibrio sobre los rieles. Lo más lindo
son los puentes. Cuando allá abajo vemos la calle entre los durmientes deslizándose
como un río. Algunos son muy altos y hay que pisar bien para no caerse. Yo camino
despacio, aparentando indiferencia, pero sintiendo en todo momento un ligero vértigo
que me obliga a clavar la vista en mis pies, a calcular cada pisada, hipnotizado por ese
lomo de tierra que se mueve sin cesar debajo mío. Ernesto, en cambio, se mueve con
maravillosa soltura. Me habla, grita, se da vuelta, corre... Es imposible seguirlo. Anda
por ese andamiaje de hierro, madera, viento y cielo como por el patio de su casa. No
digo nada, pero pienso que estamos a mano con lo de la carrera. Llegamos a un puente
de poca altura y como viene un tren decidimos verlo pasar desde abajo. Descendemos la
pequeña cuesta y nos ubicamos a un costado del puente. Oímos el bramido del tren que
se acerca y luego un ruido infernal que hace trepidar toda la tablazón. Las vías parecen
curvarse bajo las ruedas. Un pandemonio de vapor, chispas, truenos y aullidos que nos
sacude hasta las entrañas. La verdad, sentimos un poco de miedo y deseamos que venga
otro tren para reivindicarnos. Las vías pasan a menos de tres metros sobre la calle. Con
un buen salto es posible alcanzar los durmientes y colgarse de allí como de un
pasamanos. La idea surge como una pedrada y casi de los dos a un tiempo. Quedarnos
colgados cuando pase el tren. La tarde es un desierto de sol y tierra enardecida. El
cascabeleo de algún lejano carro de lechero y el canto metálico de la cigarra no cortan el
silencio, sino que lo hacen más denso aún, más expectante. Esperamos el rumor que nos
anuncie la llegada de un tren. Los minutos transcurren lentos en el calor sofocante del
reparo que forman las paredes del puente. Se mastica un yuyo o se sube de vez en
cuando a mirar el reverbero distante de las vías. –A no soltarse, ¿eh? –No, a no soltarse.
De pronto llega. Es apenas un murmullo perdido entre cien murmullos iguales, pero
para nosotros imposible de confundir. Con cierta parsimonia nos preparamos. Frotamos
las manos en la tierra, ensayamos un salto, otro salto. Subimos a verlo, ya está cerca.
Tomamos posiciones. –¡Cuando yo diga saltamos! El silencio, avasallado ahora por
aquel torrente que se agranda y se agranda. Nos miramos y miramos los durmientes allá
arriba. –A no solt... –¡Ahora! Me falla un salto. Al segundo estoy arriba balanceándome
todavía por el impulso. Ernesto ya está allí, firmemente prendido. Me guiña el ojo.
Quiere decir algo, pero no lo escucho porque un ruido ensordecedor me oculta sus
palabras. –¿No quemará la locomotora?–. Ya viene. Allí está. Hierros, fuego, vapor y un
ruido de pesadilla. No sabemos cómo fue. Cuando queremos acordarnos los dos
estamos a diez metros del puente, mirando cómo los últimos vagones se deslizan
haciendo oscilar las vías. La tarde se nos acuesta entera encima de los hombros. Nos
acercamos al puente, cabizbajos, avergonzados. –¡Vos te soltaste primero! –¡Tenías una
cara de miedo vos... Otra vez el silencio. La sierra sin fin de la cigarra nos chista y se ríe

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de nosotros. Estamos agitados, desfigurados por el calor y la excitación pasada. –Si vos
te quedabas, yo me quedaba... –Yo también, si vos te quedabas, yo me quedaba. Nos
tiramos al suelo para esperar otro tren. La tierra pegándose a la piel mojada. El
reverbero de la calle o quizás las gruesas gotas de sudor que me empañan la vista.
Ernesto hace garabatos con una ramita. Y el tiempo que se desliza silencioso sobre las
vías como un tren infinito formado por el latido de nuestros corazones. La cigarra. Un
gorrión con el pico entreabierto y las alas separadas. Los ladrillos del puente y allá a lo
lejos una pared blanca que nos saluda como un pañuelo. –Un, dos, tres... (antes de que
cuente veinte aparece), cuatro, cinco... Silencio. Las voces de la siesta. Ahora sí. Es un
tren éste. El rumor lejano pero inconfundible. Nos ponemos de pie. Ninguno dice una
palabra. El temor de soltarse y la decisión de permanecer hasta el fin. El contacto de la
tierra caliente en las palmas de las manos. –¡Cuando yo diga! El ruido que crece
segundo a segundo. Ernesto se agazapa para saltar. –¡Ahora! –digo, y salto con todas
mis fuerzas. El ennegrecido durmiente queda aprisionado entre mis manos. A un metro
de mí Ernesto se columpia en el suyo. El ruido ensordecedor. La cara roja de Ernesto
entre sus dos brazos en alto. Su camiseta amarilla y su pelo caído sobre la frente.
Terremoto de hierro, vapor y chispas. El ruido infernal. El puente que se hunde con el
peso del tren. Un miedo espantoso. Pero estamos colgados todavía. Me doy cuenta de
que estoy gritando a todo lo que doy. Ernesto también grita y patalea y me mira gritando
y pataleando como un loco. El tren no termina nunca de pasar. Las ruedas a medio
metro de las manos. Una montaña encima de mi cabeza. El calor, el ruido. Todavía no
sé si voy a quedarme hasta que pase todo. Y grito para darme coraje y también porque
es necesario gritar. Lo veo a Ernesto congestionado, enloquecido, con las venas del
pescuezo hinchadas por los gritos y por el esfuerzo. Gotas de sudor se me meten en la
boca. –No doy más, me quedo hasta que se quede Ernesto. –No doy más, me quedo
hasta que se quede Cacho. ¿Cuánto faltará todavía? La cara de Ernesto gesticulando y
escupiendo sudor. Sus piernas tirándome patadas. ¿Cuánto faltará todavía? Grito y lo
pateo para hacerlo bajar. ¿Cuánto faltará todavía? El ruido. La vibración del puente
metiéndose hasta los tuétanos. ¿Cuánto faltará todavía? Los sesos a punto de estallar.
Borrachera de ruido, calor, alaridos y miedo. ¿Cuánto faltará todavía? Algo dulce que
nos acaricia los brazos. El tren que se aleja y el cielo azul a pedazos entre los
durmientes. Un silencio que crece de la tierra. El silbido lejano de la locomotora.
Seguimos colgados y nos miramos sonriendo. La tarde canta en la voz de las cigarras.
¿Te acordás, Ernesto, cómo cantaba?

Mil grullas -Elsa Bornemann


Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los
chicos.
Porque ellos eran nuevos en el mundo. También, como todos los chicos. Pero el mundo
era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro
no entendían muy bien qué era lo que estaba pasando.
Desde que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se
habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados
y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa

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diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer en torno a la
noticia de la radio, que hablaban de luchas y muerte por todas partes.
Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para
descubrirlo. ¡Ah... y también se estaban descubriendo uno al otro!
Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponían que sus
miradas levantaban murallas y nadie más que ellos podían transitar ese imaginario
senderito de ojos a ojos.
Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las
palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio...
Pero Naomi sabía que quería a ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba
sin almorzar por darle a ella la ración de batatas que había traído de su casa.
–No tengo hambre –le mentía Toshiro, cuando veía que la niña apenas si tenía dos o tres
galletitas para pasar el mediodía–. Te dejo mi vianda –y se iba a corretear con sus
compañeros hasta la hora de regreso a las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza
de devorar la ración. Naomi... Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los
sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder
casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún...
El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente
el 21 de junio y anunció las vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas,
ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su
comienzo significaba que tendrían que dejar de verse durante un mes y medio
inacabable.
A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se
conocían. Ni siquiera tenían entonces la posibilidad de encontrarse en alguna visita.
Había que esperar pacientemente la reanudación de las clases.
Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque...
Se fue julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque...
Y aunque no lo supieran: “¡Por fin llegó agosto!”, pensaron los dos al mismo tiempo.
Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto a sus padres, hacia la
aldea de Miyashima1. Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas
que veían apilarse vasijas en todos los rincones de su local.
Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la
misma dedicación de otras épocas.
–Para cuando termine la guerra... –decía el abuelo.
–Todo acaba algún día... –comentaba la abuela por lo bajo.

1 Miyashima: pequeña isla situada en las proximidades de la ciudad de Hiroshima.

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Y Toshiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre
parecían aclararse fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a él
se le aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi..
¿Y Naomi?
El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la
nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alrededor. Un desierto helado y ella
atravesándolo.
Abandonó el tatami2, se deslizó de puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la
ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le
devolvió un suspiro.
El dos y el tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus3:

2 Tatami: estera que se coloca sobre el piso, en las casas japonesas tradicionales..
3 Haiku: breve poema de diecisiete sílabas, típico de la poesía japonesa.

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Lento se apaga
el verano. Enciendo
lámpara y sonrisas.
Pronto florecerán
los crisantemos.
Espérame, mi amor.

Después, achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en la
que escondía sus pequeños tesoros de la curiosidad de sus hermanos.
El cuatro y el cinco de agosto se lo pasó ayudando a su madre y a las tías ¡Era tanta la
ropa para remendar!
Sin embargo, esa tarea no le disgustaba. Naomi siempre sabía hallar el modo de
convertir en un juego entretenido lo que acaso resultaba aburridísimo para otras chicas.
Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas veintidós puntadas podía
sujetar un deseo para que se cumpliese.
La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego
de que finalizara enseguida esa espantosa guerra, y en los puños de la camisa de su
papá, el pedido de que Toshiro no la olvidara nunca...
Y los dos deseos se cumplieron.
Pero el mundo tenía sus propios planes...
Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima. Naomi se ajusta el obi4
de su kimono5 y recuerda a su amigo: “¿Qué estará haciendo ahora?”.
“Ahora”, Toshiro Pesca en la isla mientras se pregunta: “¿Qué estará haciendo
Naomi?”.
En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima.
En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera
vez un cielo. El cielo de Hiroshima.
Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad.
En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez.
Dos viejos trenzan bambúes por última vez.
Una docena de chicos canturrea: “Donguri-KoroKoro- DonguriKo...”6 por última vez.
Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.

4Obi: faja que acompaña al kimono.


5Kimono: vestimenta tradicional japonesa, de amplias mangas, largas hasta los pies y que se cruza por
delante, sujetándose con una especie de faja llamada obi.
6Donguri-KoroKoro: Verso de una popular canción infantil japonesa.

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Miles de hombres piensan en mañana por última vez.
Naomi sale para hacer unos mandados.
Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río. Y medio millón de
japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos
desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima.
Ya ninguno de los sobrevivientes podrá volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir
nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido.
Nadie será ya quien era.
Hiroshima arrasada por un hongo atómico.
Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando.
Recién en diciembre logró Toshiro averiguar dónde estaba Naomi. ¡Y que aún estaba
viva, Dios!
Ella y su familia, internados en el hospital ubicado en una localidad próxima a
Hiroshima, como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al
horror, aunque el horror estuviera ahora instalado dentro de ellos, en su misma sangre.
Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana.
El invierno se insinuaba ya en el aire y el muchacho no sabía si era frío exterior o su
pensamiento lo que le hacía tiritar.
Naomi se hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía
sus trenzas. Apenas una tenue pelusita oscura.
Sobre su mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.
–Voy a morirme, Toshiro... –susurró, no bien su amigo se paró, en silencio, al lado de
su cama–. Nunca llegaré a plegar las mil grullas que me hacen falta...
Mil grullas... o “Semba-Tsuru”7, como se dice en japonés. Con el corazón encogido,
Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo veinte. Después, las
juntó cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.
–Te vas a curar, Naomi –le dijo entonces, pero su amiga no lo oía ya: se había quedado
dormida.
El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas. Ni la madre, ni el padre, ni
los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron
aquella noche el porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que,
hasta ese día, había habido allí.

7Semba-Tsuru (Mil grullas): una creencia popular japonesa asegura que haciendo mil de esas aves
–según enseña a realizarlo el origami (nombre del sistema de plegado de papel)– se logra alcanzar la
larga vida y felicidad.

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Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros
parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los
mayores se durmieron, sorprendidos.
En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras.
Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie más que él continuaba despierto.
Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las
mantas.
Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en
secreto y volvió a su lecho.
La tijera, la llevaba oculta entre sus ropas.
Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recortó primero
novecientos ochenta cuadraditos y luego los plegó, uno por uno hasta completar las mil
grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles las que ella misma había hecho. Ya amanecía,
el muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de papel.Separó en
grupos de diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el vuelo,
suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra.
Con los dedos paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de
su furoshiki8 y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa
única vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de sus primos.
No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los
kilómetros que lo separaban del hospital. La vida de Naomi dependía de esas grullas.
–Prohibidas las visitas a esta hora –le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la
enorme sala en uno de cuyos extremos estaba la cama de su querida amiga.
Toshiro insistió:
–Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho, por favor...
Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las
avecitas de papel. Con la misma aparentemente impasibilidad con que momentos antes
le había cerrado el paso, se hizo a un lado y le permitió que entrara:
–Pero cinco minutos, ¿eh?
Naomi dormía.
Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y
luego se subió.
Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó. Y en un
rato estaban las mil grullas pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados, firmemente
sujetos con alfileres.

Furoshiki: tela cuadrangular que se usa para formar una bolsa, atándola por sus cuatro puntas después
8

de colocar el contenido.

19
Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que Naomi lo estaba
observando. Tenía la cabecita echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos.
–Son hermosas, Tosí-can9... Gracias...
–Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas –y el muchacho abandonó la sala sin darse
vuelta.
En la luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas
empezaron a balancearse impulsadas por el viento que la enfermera también dejó colar,
al entreabrir por unos instantes la ventana.
Los ojos de Naomi seguían sonriendo.
La niña murió al día siguiente. Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los
adultos. ¿Cómo podían mil frágiles avecitas de papel vencer el horror instalado en su
sangre?

Febrero de 1976. Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se
casó, tiene tres hijos y es gerente de sucursal de un banco establecido en Londres. Serio
y poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por
qué, entre el aluvión de papeles con importantes informes y mensajes telegráficos que
habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se encuentran algunas grullas de
origami dispersas al azar.
Grullas seguramente hechas por él, pero en algún momento en que nadie consigue
sorprenderlo.
Grullas desplegando alas en las que se descubren las cifras de las máquinas de calcular.
Grullas surgidas de servilletas con impresos de los más sofisticados restaurantes...
Grullas y más grullas.
Y los empleados comentan, divertidos, que el gerente debe de creer en aquella
superstición japonesa.
–Algún día completará las mil... –cuchicheaban entre risas–. ¿Se animará entonces a
colgarlas sobre su escritorio?
Ninguno sospechaba, siquiera, la entrañable relación que esas grullas tienen con la
perdida Hiroshima de su niñez. Con su perdido amor primero.

El regalo de los Reyes Magos -O. Henry

9 Tosí-can: diminutivo de Toshiro.

20
Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en
céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el
verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante
la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los
contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y
Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de
sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa,
echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la
semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía
lo habría descrito como tal.
Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre
eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al
departamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.
La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior
período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero
ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se
veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y
humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a
su departamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia
Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está
muy bien.
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie
junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre
una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un
dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando
cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se
va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo
eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim.
Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial
y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera
digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo
entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un
departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él,
tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con
absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus
ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos.
Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una
era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la
cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo,
algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para
demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón
hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado
su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose
su barba de envidia.

21
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de
pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y
entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió
desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra
roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas
y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las
escaleras para salir a la calle.
Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia
subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado
blanca, fría, no parecía la “Sofronie” indicada en la puerta.
-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.
-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.
-Démelos inmediatamente -dijo Delia.
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la
metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había
otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de
platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y
no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto… tal como ocurre siempre con las
cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era
exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La
descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó
rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a
vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era
estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa
que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez.
Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos
por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una
tarea gigantesca.
A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados
que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el
espejo con ojos críticos, largamente.
“Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco
una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría
haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?.”
A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para
recibir la carne.

22
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de
la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces
escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida.
Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y
ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho,
sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente
un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha
descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer
no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de
desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera
estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.
-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía
pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No
podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos
felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!
-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta
de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto?
Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.
-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.
-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es
todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría
haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero
nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante
diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin
importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un
matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes
Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este
oscuro acertijo será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un
peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete
verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó
un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un
histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de
todos los poderes de consuelo del señor del departamento.

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Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que
Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran
unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y
justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas
muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había
anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las
trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos
húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:
-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!
Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:
-¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta
palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y
ardiente espíritu de Delia.
-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora
podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se
ve con ella puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y
sonrió.
-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado
hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y
ahora pon la carne al fuego.
Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -
maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que
inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus
regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso
de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos
jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron
el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a
los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más
sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y
Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.

Los ojos de Celina -Bernardo Kordon

En la tarde blanca de calor, los ojos de Celina me parecieron dos pozos de agua fresca.
No me retiré de su lado, como si en medio del algodonal quemado por el sol hubiese
encontrado la sombra de un sauce. Pero mi madre opinó lo contrario: “Ella te buscó, la
sinvergüenza.” Estas fueron sus palabras. Como siempre no me atreví a contradecirle,
pero si mal no recuerdo fui yo quien se quedó al lado de Celina con ganas de mirarla a
24
cada rato. Desde ese día la ayudé en la cosecha, y tampoco esto le pareció bien a mi
madre, acostumbrada como estaba a los modos que nos enseñó en la familia. Es decir,
trabajar duro y seguido, sin pensar en otra cosa. Y lo que ganábamos era para mamá, sin
quedarnos con un solo peso. Siempre fue la vieja quien resolvió todos los gastos de la
casa y de nosotros.
Mi hermano se casó antes que yo, porque era el mayor y también porque la Roberta
parecía trabajadora y callada como una mula. No se metió en las cosas de la familia y
todo siguió como antes. Al poco tiempo ni nos acordábamos que había una extraña en la
casa. En cambio con Celina fue diferente. Parecía delicada y no resultó muy buena para
el trabajo. Por eso mi mamá le mandaba hacer los trabajos más pesados del campo, para
ver si aprendía de una vez.
Para peor a Celina se le ocurrió que como ya estábamos casados, podíamos hacer
rancho aparte y quedarme con mi plata. Yo le dije que por nada del mundo le haría eso a
mamá. Quiso la mala suerte que la vieja supiera la idea de Celina. La trató de loca y
nunca la perdonó. A mí me dio mucha vergüenza que mi mujer pensara en forma
distinta que todos nosotros. Y me dolió ver quejosa a mi madre. Me reprochó que yo
mismo ya no trabajaba como antes, y era la pura verdad. Lo cierto es que pasaba mucho
tiempo al lado de Celina. La pobre adelgazaba día a día, pero en cambio se le
agrandaban los ojos. Y eso justamente me gustaba: sus ojos grandes. Nunca me cansé
de mirárselos.
Pasó otro año y eso empeoró. La Roberta trabajaba en el campo como una burra y tuvo
su segundo hijo. Mamá parecía contenta, porque igual que ella, la Roberta paría
machitos para el trabajo. En cambio con Celina no tuvimos hijos, ni siquiera una nena.
No me hacían falta, pero mi madre nos criticaba. Nunca me atreví a contradecirle, y
menos cuando estaba enojada, como ocurrió esa vez que nos reunió a los dos hijos para
decirnos que Celina debía dejar de joder en la casa y que de eso se encargaría ella.
Después se quedó hablando con mi hermano y esto me dio mucha pena, porque ya no
era como antes, cuando todo lo resolvíamos juntos. Ahora solamente se entendían mi
madre y mi hermano. Al atardecer los vi partir en el sulky con una olla y una arpillera.
Pensé que iban a buscar un yuyo o un gualicho en el monte para arreglar a Celina. No
me atreví a preguntarle nada. Siempre me dio miedo ver enojada a mamá.
Al día siguiente mi madre nos avisó que el domingo saldríamos de paseo al río. Jamás
se mostró amiga de pasear los domingos o cualquier otro día, porque nunca faltó trabajo
en casa o en el campo. Pero lo que más me extrañó fue que ordenó a Celina que viniese
con nosotros, mientras Roberta debía quedarse a cuidar la casa y los chicos.
Ese domingo me acordé de los tiempos viejos, cuando éramos muchachitos. Mi madre
parecía alegre y más joven. Preparó la comida para el paseo y enganchó el caballo al
sulky. Después nos llevó hasta el recodo del río.
Era mediodía y hacía un calor de horno. Mi madre le dijo a Celina que fuese a enterrar
la damajuana de vino en la arena húmeda. Le dio también la olla envuelta en arpillera:
—Esto lo abrís en el río. Lavá bien los tomates que hay adentro para la ensalada.
Quedamos solos y como siempre sin saber qué decirnos. De repente sentí un grito de
Celina que me puso los pelos de punta. Después me llamó con un grito largo de animal
perdido. Quise correr hacia allí, pero pensé en brujerías y me entró un gran miedo.
Además mi madre me dijo que no me moviera de allí.

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Celina llegó tambaleándose como si ella sola hubiese chupado todo el vino que llevó a
refrescar al río. No hizo otra cosa que mirarme muy adentro con esos ojos que tenía y
cayó al suelo. Mi madre se agachó y miró cuidadosamente el cuerpo de Celina. Señaló:
—Ahí abajo del codo.
—Mismito allí picó la yarará —dijo mi hermano.
Observaban con ojos de entendidos. Celina abrió los ojos y volvió a mirarme.
—Una víbora —tartamudeó—. Había una víbora en la olla.
Miré a mi madre y entonces ella se puso un dedo en la frente para dar a entender que
Celina estaba loca. Lo cierto es que no parecía en su sano juicio: le temblaba la voz y no
terminaba las palabras, como un borracho de lengua de trapo.
Quise apretarle el brazo para que no corriese el veneno, pero mi madre dijo que ya era
demasiado tarde y no me atreví a contradecirle. Entonces dije que debíamos llevarla al
pueblo en el sulky. Mi madre no me contestó. Apretaba los labios y comprendí que se
estaba enojando. Celina volvió a abrir los ojos y buscó mi mirada. Trató de
incorporarse. A todos se nos ocurrió que el veneno no era suficientemente fuerte.
Entonces mi madre me agarró del brazo.
—Eso se arregla de un solo modo —me dijo—. Vamos a hacerla correr.
Mi hermano me ayudó a levantarla del suelo. Le dijimos que debía correr para sanarse.
En verdad es difícil que alguien se cure en esta forma: al correr, el veneno resulta peor y
más rápido. Pero no me atreví a discutirle a mamá y Celina no parecía comprender gran
cosa. Solamente tenía ojos —¡qué ojos!— para mirarme, y me hacía sí con la cabeza
porque ya no podía mover la lengua.
Entonces subimos al sulky y comenzamos a andar de vuelta a casa. Celina apenas si
podía mover las piernas, no sé si por el veneno o el miedo de morir. Se le agrandaban
más los ojos y no me quitaba la mirada, como si fuera de mí no existiese otra cosa en el
mundo. Yo iba en el sulky y le abría los brazos como cuando se enseña a andar a una
criatura, y ella también me abría los brazos, tambaleándose como un borracho. De
repente el veneno le llegó al corazón y cayó en la tierra como un pajarito.
La velamos en casa y al día siguiente la enterramos en el campo. Mi madre fue al
pueblo para informar sobre el accidente. La vida continuó parecida a siempre, hasta que
una tarde llegó el comisario de Chañaral con dos milicos y nos llevaron al pueblo, y
después a la cárcel de Resistencia.
Dicen que fue la Roberta quien contó en el pueblo la historia de la víbora en la olla. ¡Y
la creímos tan callada como una mula! Siempre se hizo la mosquita muerta y al final se
quedó con la casa, el sulky y lo demás.
Lo que sentimos de veras con mi hermano fue separamos de la vieja, cuando la llevaron
para siempre a la cárcel de mujeres. Pero la verdad es que no me siento tan mal. En la
penitenciaría se trabaja menos y se come mejor que en el campo. Solamente que
quisiera olvidar alguna noche los ojos de Celina cuando corría detrás del sulky.

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La hormiga - Marco Denevi
Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría
y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los
hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de
las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende
constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es
preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por
confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga.
Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las
generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren
en el error de lógica de identificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga
se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se
aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el
corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un
jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla.
Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a
talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al
Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha
visto, grita: "Arriba... luz... jardín... hojas...verde... flores..." Las demás hormigas no
comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha
enloquecido y la matan.

La muerte

El primero de los indios modoc, Kumokums, construyó una aldea a las orillas del río.
Aunque los osos tenían donde acurrucarse y dormir, los ciervos se quejaban de que
había mucho frío y no había hierba abundante.
Kumokums alzó otra aldea lejos de allí, y decidió pasar la mitad del año en cada una.
Por eso partió el año en dos, seis lunas de verano y seis de invierno, y la luna que
sobraba quedó destinada a las mudanzas.
De lo más feliz resultó la vida, alternada entre las dos aldeas, y se multiplicaron
asombrosamente los nacimientos; pero los que morían se negaban a irse, y tan numerosa
se hizo la población que ya no había manera de alimentarla.
Kumokums decidió, entonces, echar a los muertos. Él sabía que el jefe del país de los
muertos era un gran hombre y que no maltrataba a nadie.
Poco después murió la hijita de Kumokums. Murió si de fue del país de los modoc, tal
como su padre había ordenado.
Desesperado, Kumokums consultó al puercoespín.
-Tú lo decidiste -opinó el puercoespín- y ahora debes sufrirlo como cualquiera.
Pero Kumokums viajó hacia el lejano país de los muertos y reclamó a su hija.

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-Ahora tu hija es mi hija -dijo el gran esqueleto que mandaba allí-. Ella no tiene carne ni
sangre. ¿Qué puede hacer ella en tu país?
-Yo la quiero como sea -dijo Kumokums.
Largo rato meditó el jefe del país de los muertos.
-Llévatela -admitió. Y advirtió:
-Ella caminará detrás de ti. Al acercarse al país de los vivos, la carne volverá a cubrir
sus huesos. Pero tú no podrás darte vuelta hasta que hayas llegado. ¿Me entiendes? Te
doy esta oportunidad.
Kumokums emprendió la marcha. La hija caminaba a sus espaldas.
Cuatro veces le tocó la mano, cada vez más carnosa y cálida, y no miró hacia atrás. Pero
cuando ya asomaban, en el horizonte, los verdes bosques, no aguantó las ganas y volvió
la cabeza. Un puñado de huesos se derrumbó ante sus ojos.

Basura -Luis Fernando Veríssimo

Se encuentran en el área de servicio. Cada uno con su bolsa de basura. Es la primera vez
que se hablan.
- Buenos días...
- Buenos días.
- La señora es del 610
- Y, el señor del 612
- Sí.
- Yo aún no lo conocía personalmente...
- De hecho...
- Disculpe mi atrevimiento, pero he visto su basura...
- ¿Mi qué?
- Su basura.
- Ah...
- Me he dado cuenta que nunca es mucha. Su familia debe ser pequeña...
- En realidad sólo soy yo.
- Mmmmmm. Me di cuenta también que usted usa mucha comida enlatada.
- Es que yo tengo que hacer mi propia comida. Y como no sé cocinar.
- Entiendo.
- Y usted también...
- Puede tutearme.
- También perdone mi atrevimiento, pero he visto algunos restos de comida en su
basura. Champiñones, cosas así...
- Es que me gusta mucho cocinar. Hacer platos diferentes. Pero como vivo sola, a veces
sobra...
- Usted... ¿Tú no tienes familia?
- Tengo, pero no son de aquí.
- Son de Espírito Santo.
- ¿Cómo lo sabe?
- Veo unos sobres en su basura. De Espírito Santo.

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- Claro. Mi madre me escribe todas las semanas.
- ¿Ella es profesora?
- ¡Esto es increíble! ¿Cómo adivinó?
- Por la letra del sobre. Pensé que era letra de profesora.
- Usted no recibe muchas cartas. A juzgar por su basura.
- Así es.
- Pero, el otro día tenía un sobre de telegrama arrugado.
- Así fue.
- ¿Malas noticias?
- Mi padre. Murió.
- Lo siento mucho.
- Él ya estaba viejito. Allá en el Sur. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.
- ¿Fue por eso que volviste a fumar?
- ¿Cómo es que sabes?
- De un día para otro comenzaron a aparecer paquetes de cigarrillos arrugados en su
basura.
- Es cierto. Pero conseguí dejarlo de nuevo.
- Yo, gracias a Dios, nunca fumé.
- Ya lo sé. Pero he visto unos vidriecitos de pastillas en su basura...
- Tranquilizantes. Fue una fase. Ya pasó.
- ¿Peleaste con tu pololo, no es verdad?
- ¿Eso, también lo descubriste en la basura?
- Primero el buqué de flores, con la tarjetita, tirado en la basura. Después, muchos
pañuelitos de papel.
- Es que lloré mucho, pero ya pasó.
- Pero incluso hoy vi unos pañuelitos...
- Es que estoy un poquito resfriada.
- Ah.
- Veo muchos crucigramas en tu basura.
- Claro. Sí. Bien. Me quedo solo en casa. No salgo mucho. Tú me entiendes.
- ¿Polola?
- No.
- Pero hace unos días tenías una fotografía de una mujer en tu basura. Parecía bonita.
- Estuve limpiando unos cajones. Cosa del pasado.
- No rasgaste la foto. Eso significa que, en el fondo, tú quieres que ella vuelva.
- ¡Tú estás analizando mi basura!
- No puedo negar que tu basura me interesó.
- Qué divertido. Cuando escudriñé tu basura, decidí que quería conocerte. Creo que fue
la poesía.
- ¡No! ¿Viste mis poemas?
- Vi y me gustaron mucho.
- Pero, ¡si son tan malos!
- Si tú creías que eran realmente malos, los habrías rasgado. Y sólo estaban doblados.
- Si yo supiera que los ibas a leer...
- Sólo no los guardé porque, al final, los estaría robando. Si bien que, no sé: ¿la basura
de la persona aún es propiedad de ella?
- Creo que no. Basura es de dominio público.
- Tienes razón. A través de la basura, lo particular se vuelve público. Lo que sobra de
nuestra vida privada se integra con las sobras de los demás. La basura es comunitaria.
Es nuestra parte más social. ¿Esto será así?

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- Bueno, ahí estás yendo harto lejos con la basura. Creo que...
- Ayer, en tu basura...
- ¿Qué?
- ¿Me equivoqué o eran cáscaras de camarón?
- Acertaste. Compré unos camarones enormes y los descasqué.
- ¡Me encantan los camarones!
- Los descasqué, pero aún no los comí. Quien sabe, tal vez podamos...
- ¿Cenar juntos?
- Por qué no.
- No quiero darte trabajo.
- No es ningún trabajo.
- Pero vas a ensuciar tu cocina.
- Tonterías. En un instante limpio todo y pongo los restos en la basura.
- ¿En tu basura o en la mía?

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