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FELICIDAD CLANDESTINA

Clarice Lispector

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto
enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por
encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a
cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.

No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un
librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un
paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.

Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como “fecha natalicio” y “recuerdos”.

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella
era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente
monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad
por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los
libros que a ella no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me
informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.

Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir
con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la
casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba
lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en
una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra
niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la
esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era
mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del
libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por
el mundo, y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno
y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón
palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que
volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del
“día siguiente” iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella
decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana
se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban
bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa,
humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de
esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa,
entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho
de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme
sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!

Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado
descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija
desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue
entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:

-Vas a prestar ahora mismo ese libro.

Y a mí:

-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?

Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: “el tiempo que quieras” es todo lo que
una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.

¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que
no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé
que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también
cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el
sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a
pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde
había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos
para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina.
Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… había en mí orgullo y pudor. Yo
era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo,
en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.

LA FIESTA AJENA
Liliana Heker

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera
gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por
favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono,
pensó la chica: era por el cumpleaños. –No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una fiesta de
ricos. –Los ricos también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el colegio. –Qué cielo
ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m'hijita, le gusta cagar más arriba del culo. A la
chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de
las mejores alumnas de su grado. –Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque
Luciana es mi amiga. Y se acabó. –Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura
–dijo por fin–, esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta,
nada más. Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar. –Callate –gritó–. Qué vas a saber vos lo
que es ser amiga. Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes
mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A
Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba. –Yo
voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y
va a traer un mono y todo. La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las
manos en las caderas. –¿Monos en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las
pavadas que te dicen. Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a
las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un
día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió
muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo. –Si no voy me muero –murmuró, casi
sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la
mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde,
después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien
brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se
vio lindísima. La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo: –Qué linda estás
hoy, Rosaura. Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la
fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de
conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura. –Está en la cocina –le susurró en la oreja–. Pero
no se lo digas a nadie porque es un secreto. Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la
cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato
mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que
tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: 'Vos sí pero ningún otro, son
muy revoltosos, capaz que rompen algo". Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo
problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con
mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: "¿Te parece que vas a
poder con esa jarra tan grande?". Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De
manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo: –¿Y vos quién sos?
–Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura. –No –dijo la del moño–, vos no sos amiga de Luciana porque
yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco. –Y a mí qué me importa –dijo
Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas. –¿Vos y tu mamá
hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita. – Yo y Luciana hacemos los deberes
juntas –dijo Rosaura, muy seria. La del moño se encogió de hombros. –Eso no es ser amiga –dijo–.
¿Vas al colegio con ella? 2 –No. –¿Y entonces, de dónde la conocés? –dijo la del moño, que
empezaba a impacientarse. Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre.
Respiró hondo: –Soy la hija de la empleada –dijo. Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te
pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que
agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo
así. –Qué empleada–dijo la del moño–. ¿Vende cosas en una tienda? –No –dijo Rosaura con rabia–,
mi mamá no vende nada, para que sepas. –¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño. Pero
en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar
a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie. – Viste –le dijo Rosaura a la del
moño, y con disimulo le pateó un tobillo. Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que
más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la
carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en
equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A
Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz. Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino
después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la
ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron
encima y le gritaban "a mí, a mí". Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía
derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida
y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita
que daba lástima. Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago
de verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas
por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo
llamaba socio. "A ver, socio, dé vuelta una carta", le decía. "No se me escape, socio, que estamos en
horario de trabajo". La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en
brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer. –¿Al chico? –gritaron todos. –¡Al mono! –gritó el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo. El mago llamó a un gordito, pero el
gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo
en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza. –No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el
mago al gordito. –¿Qué es timorato? –dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado,
como para comprobar que no había espías. –Cagón –dijo–. Vaya a sentarse, compañero. Después
fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón. –A ver, la de los
ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella. No tuvo miedo. Ni con el mono
en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su
capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras mágicas... y el mono apareció otra vez allí, lo
más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura
volviera a su asiento, el mago le dijo: –Muchas gracias, señorita condesa. Eso le gustó tanto que un
rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó. – Yo lo ayudé al mago y
el mago me dijo: "Muchas gracias, señorita condesa". Fue bastante raro porque, hasta ese momento,
Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a
decir: "Viste que no era mentira lo del mono". Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo: 3 –Mírenla a la condesa. Pero se veía que también estaba
contenta. Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente,
había dicho: "Espérenme un momentito". Ahí la madre pareció preocupada. –¿Qué pasa? –le
preguntó a Rosaura. –Y qué va a pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los que
nos vamos. Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado
de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado
observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una
pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque
tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: "Y entonces, ¿por qué no le
pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?". Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le
daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo: –Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más
porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa celeste y una bolsa rosa. Primero
se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su
mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la
de trenzas se fue con su mamá. Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una
sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo
algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo: –Qué hija que se mandó, Herminia. Por un momento,
Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés
inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó
a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada
en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera. En su mano aparecieron dos billetes. –Esto te lo ganaste
en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por todo, querida. Ahora Rosaura tenía los brazos
muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro.
Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría,
fija en la cara de la señora Inés. La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no
se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.

AMIGOS POR EL VIENTO


Liliana Bodoc

A veces, la vida se comparta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se Ie
entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las
costumbres cotidianas.

Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que vemos. Es decir,
los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos reconocer. EI
cielo se mueve más rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresará la
calma.

Así ocurrió el día que papá se fue de casa. La vida se nos transformó en viento casi sin dar aviso.
Recuerdo la puerta que se cerró detrás de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa
reseca sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo
quedara en su sitio.

-Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?

-Me parece bien -mentí.

Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró:

-No me lo estás diciendo muy convencida

-Yo no tengo que estar convencida.

-¿Y eso qué significa? -preguntó la mujer que más preguntas me hizo a lo largo de mi vida.

Me vi obligada a levantar los ojos del libro:

-Significa que es tu cumpleaños, y no el mío -respondí.

La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.

Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una
verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el horizonte.

-Se van a entender bien -dijo mamá-. Juanjo tiene tu edad.

La gata, único ser que entendía mi desolación, salta sabre mis rodillas. Gracias, gatita buena.

Habían pasado varios años desde aquel viento que se Ilevó a papá. En casa ya estaban reparados
los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos libros. Y hacía mucho que yo no
encontraba gotas de Ilanto escondidas en los jarrones, disimuladas como estalactitas en el
congelador. Disfrazadas de pedacitos de cristal. "Se me acaba de romper una copa ", inventaba
mamá que, con tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras asombrosas hechicerías.

Ya no había huellas de viento ni de Ilantos. Y justo cuando empezábamos a reírnos con ganas y a
pasear juntas en bicicleta, aparecía un tal Ricardo y todo volvía a peligrar.
Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo. Después pareció
tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola mención del asunto. Ahora, el tal Ricardo
y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas. Algo que yo no pude conseguir.

-Me voy a arreglar un poco -dijo mamá, mirándose las manos-. Lo único que falta es que lIeguen y
me encuentren hecha un desastre.

-¿Qué te vas a poner? -Ie pregunté, en un supremo esfuerzo de amor.

-EI vestido azul. Mamá salió de la cocina, la gata regresó a su canasta. Y yo me quedé sola para
imaginar lo que me esperaba.

Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue se
quedarían pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el jabón
cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con el único propósito de desmerecer a mi
gata.

Pude verlo transitando por mi casa con los cordones de las zapatillas desatados, tratando de
anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, más que ninguna otra cosa, me aterró la
certeza de que sería uno de esos chicos que, en vez de hablar, hacen ruidos: frenadas de autos,
golpes en el estómago, sirenas de bomberos, ametralladoras y explosiones.

-¡Mamá! - grité, pegada a la puerta del baño.

-¿Qué pasa? -me respondió desde la ducha.

-¿Cómo se lIaman esas palabras que parecen ruidos?

EI agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y yo esperaba.

-¿Palabras que parecen ruidos? -repitió.

-Sí -y aclaré-: Pum, Plal, Ugg...

iRing!

-Por favor -dijo mamá-, están lIamando.

No tuve más remedio que abrir la puerta.

-¡Holal -dijo Ricardo, asomado detrás de las rosas.

Yo miré a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta una remera ridícula y un
pantalón que Ie quedaba corto.

Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así Ie pasaba a ella.
Y el azul Ie quedaba muy bien a sus cejas espesas.

-Podrían ir a escuchar música a tu habitación - sugirió la mujer que cumplía años, desesperada por
la falta de aire.

Y es que yo me lo había tragado todo para matar por asfixia a los invitados.
Cumplí sin quejarme. EI horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. EI se sentó en
la otra. Sin duda, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto sería de su propiedad. Y que yo
dormiría en el canasto, junto a la gata.

No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No me pareció
justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una espina y la puse entre signos de
pregunta:

-¿Cuánto hace que se murió tu mamá?

Juanjo abrió grandes los ojos para disimular algo.

-Cuatro años -contestó.

Pero mi rabia no se conformó con eso:

-¿Y cómo fue? -volví a preguntar.

Esta vez, entrecerró los ojos.

Yo esperaba oír cualquier respuesta, menos la que lIegó desde su voz cortada.

-Fue..., fue como un viento -dijo.

Agaché la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del viento,
¿sería el mismo que pasó por mi vida?

-¿Es un viento que lIega de repente y se mete en todos lados? -pregunte.

-Sí, es ese.

-¿Y también susurra...?

-Mi viento susurraba -dijo Juanjo-. Pero no entendí lo que decía.

-Yo tampoco entendí.

Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza.

Pasó un silencio.

-Un viento tan fuerte que movió los edificios -dijo él-. Y eso que los edificios tienen raíces...

Pasó una respiración.

-A mí se me ensuciaron los ojos -dije.

Pasaron dos.

-A mí también.
-¿Tu papá cerró las ventanas? -pregunté.

-Sí.

-Mi mamá también.

-¿Por qué lo habrán hecho? -Juanjo parecía asustado.

-Debe haber sido para que algo quedara en su sitio.

A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se Ie
entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las
costumbres cotidianas.

-Si querés vamos a comer cocadas -Ie dije.

Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común. Y quizás ya era tiempo de abrir las ventanas.

La Norma
Juan Solá

En la esquina de mi casa se juntaron los negros a pasarse una birra y hablar a los gritos. La luz
pobre del alumbrado público muere en las viseras de sus gorras y entonces la sombra cae como un
velo sobre sus ojos de pupilas dilatadas. Escuchá cómo gritan los negros, deben estar drogados. El
porro les empasta la saliva y les seca la garganta, y ahí nomás se cruzan a lo de la Norma a comprar
más cerveza. La Norma vende la cerveza más cara del barrio pero atiende hasta tarde porque es
pilla. Ella sabe cuánta sed les da el porro. Demasiadas noches pasó la Norma espiando a los negros
desde atrás de las rejas del kiosco.
Otra cosa que tiene caro la Norma es el helado. Revende una marca de Capital que al Claudio le
gusta, entonces me mandó a que le compre medio kilo.
El portón chirrió cuando lo abrí y ahí dos de los negros se dieron vuelta y me miraron. Me puse el
celular en la teta y cerré la campera. Uno dijo algo que no entendí pero por las dudas murmuré
negros de mierda y sentí como la R en mierda me acariciaba el paladar.
Aplaudí dos veces hasta que escuché que la Norma se levantaba de la silleta de lona. De fondo
sonaba la voz fingida de algún doblajista de novela brasilera. La luz de la pieza de al lado atravesaba
un poco la sábana finita que habían puesto de cortina y a contraluz vi la silueta de la Norma, que es
grandota, medio machorra.
-¿Que buscás?, me dijo.
-¿Helado te queda?
-¿El importado o el otro?
Me reí con la ocurrencia y respondí que el importado.
Mientras la Norma sacaba el balde del congelador aproveché para fichar a los negros, a ver si
todavía justo se cruzaban a comprar cerveza.
-Estos están re dados vuelta, eh.
-¡Ah no!, dijo la Norma, y se rió.
-Como se ve que mañana no labura ninguno, comenté. El Claudio a las diez ya está mirando Tinelli
en la cama. A las seis se levanta.
-Estarán de vacaciones-, aventuró la Norma.
-Vos sabés que estaba cruzando la calle y uno me dijo una grosería. Decí nomás que no entendí
bien lo que dijo.
La Norma soltó el pote sobre una mesita de madera que tenía ahí y se vino para la ventana. Los
miró fijo un rato largo y después me clavó los ojos a mí.
-¿Qué te dijeron?
-No entendí bien. No sé.
-No te dijeron nada, no mientas.
De golpe la Norma se puso seria y de verdad que parecía un hombre, hasta le bajé la mirada.
-¿Vos los conocés a esos pibes?, me patoteó.
-Mas vale, si están todos los días dándose enfrente de mi casa. Qué no los voy a conocer.
-Mirá, fijate ese que está allá, dijo la Norma y sacó el brazo entre las rejas. El que tiene la gorrita
roja con las letras blancas. A ese le dicen Oreja. Hace seis meses uno que vive allá atrás del riacho
le violó la hermana cuando iba para la escuela. Cuando el Oreja se enteró, todos los que vos ves ahí
lo acompañaron a romperle la cabeza al tipo.
-Son peligrosos, comenté con un poco de miedo.
-Mirá aquel otro, el de remera anaranjada. Ese es el Luis, el hijo de la Chili. El Luis escribe las
canciones.
-¿Qué canciones?
-Las canciones que cantan. Los pibes estos tienen una bandita de hip hop y a veces cantan a
beneficio de la salita. Organizan eventos para juntar cosas. Cuando a la hermana del Oreja la
violaron, el Luis escribió una canción que habla sobre por qué violar está mal. No quería que eso
pase nunca más en el barrio. Ahora, cuando hacen una presentación, esa es la primera canción que
cantan. Tienen miedo de que a otra le hagan lo mismo que a la piba esta. Ellos no te dijeron nada.
No sabés bien lo que escuchaste pero por las dudas te atajás. Te dan miedo. ¿Alguna vez el Claudio
te pegó?
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Imaginate, si te faja el que amás, el desconocido siempre asusta. Yo a estos pibes los conozco. Se
juntan para practicar las canciones ahí porque no tienen para la sala de ensayo. Toman cerveza y se
fuman algo y no los vi pelear ni una sola vez. Son compañeros. El que más se cruza a comprar es el
Pablito, el del short de River. Lo mandan a él porque todavía es pendejito. Dice que va a estudiar
para médico para trabajar en la salita para que a la madre la atiendan bien. Es un cago de risa el
pendejito. Y después está el otro, el Pilo. El Pilo vende sánguches en la estación. Dice que prefiere
eso a tener que viajar colgado del tren todos los días hasta Capital para sentarse en una oficina
careta a que lo humillen por dos mangos. Tiene principios el Pilo. ¿De qué querés?
-¿De qué quiero qué?
-El helado, qué va a ser.
-Ah. Medio de chocolate, respondí distraída.
Agarré la bolsa que me dio la Norma y murmuré un gracias. Algo me había quedado haciendo ruido
en la cabeza. Estaba como ausente y crucé la calle y cuando pasé junto a los pibes los miré y les dije
buenas noches. Buenas noches señora, me dijo el Pilo y los otros lo corearon. El chirrido del
portoncito le avisó al Claudio que ya estaba volviendo. Se va a poner contento que le conseguí el
helado. Me gusta cuando el Claudio está contento, me trata bien.

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