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GOBIERNO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES

ESCUELA NORMAL SUPERIOR Nº 4


“Estanislao Severo Zeballos”

Profesorado de Enseñanza Primaria e Inicial

EDI Escritura Académica

Corpus literario para el primer tramo

de lecturas y escrituras

Cuentos de aprendizaje

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ÍNDICE

La fiesta ajena……………… ………………………….. 3

Biografía de Liliana Heker………………………………7

Conejo…………………… ………………………………8

El marica…………………… …………………………..10

Biografía de Abelardo Castillo………………………...13

Final de juego………………..………………………….14

Biografía de Julio Cortázar…………………………….20

Como un león………………..…………………………..21

Biografía de Haroldo Conti……………………………..28

Irlandeses detrás de un gato…………………………..29

Biografía de Rodolfo Walsh……………………………41

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La fiesta ajena, Liliana Heker
Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le
hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un
cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te
dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.

–No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos.

–Los ricos también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.

–Qué cielo ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m'hijita, le gusta
cagar más arriba del culo.

A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve
años y era una de las mejores alumnas de su grado.

–Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque Luciana es mi
amiga. Y se acabó.

–Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por fin–, esa
no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta,
nada más.

Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.

–Callate –gritó–. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.

Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes
mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban
secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la
gente también le gustaba.

–Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va
a venir un mago y va a traer un mono y todo.

La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las
caderas. –¿Monos en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las
pavadas que te dicen.

Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las
personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica,
¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer
tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el
mundo.

–Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de
que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su
madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la
cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien
brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo
brillándole, y se vio lindísima.

La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:

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–Qué linda estás hoy, Rosaura.

Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la
fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara
de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.

–Está en la cocina –le susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie porque es un


secreto.

Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando


en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después,
cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía
permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: 'Vos sí pero ningún
otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo". Rosaura, en cambio, no rompió
nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la
cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la
señora Inés le había dicho: "¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?". Y
claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del
moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:

–¿Y vos quién sos?

–Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura.

–No –dijo la del moño–, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y
conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.

–Y a mí qué me importa –dijo Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi mamá y
hacemos los deberes juntas.

–¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita.

– Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria. La del moño se
encogió de hombros.

–Eso no es ser amiga –dijo–. ¿Vas al colegio con ella?

–No.

–¿Y entonces, de dónde la conocés? –dijo la del moño, que empezaba a


impacientarse.

Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:


–Soy la hija de la empleada –dijo.

Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la
hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha
honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.

–Qué empleada–dijo la del moño–. ¿Vende cosas en una tienda?

–No –dijo Rosaura con rabia–, mi mamá no vende nada, para que sepas.

–¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño.

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Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura
si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que
nadie.

– Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.

Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era
Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera
de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron
en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran
en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz. Pero
faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la
torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se
divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban "a mí, a
mí". Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de
vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de
vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del
moño una tajadita que daba lástima.

Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de
verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban
cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy
raro el mago: al mono lo llamaba socio. "A ver, socio, dé vuelta una carta", le decía.
"No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo".

La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en
brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.

–¿Al chico? –gritaron todos.

–¡Al mono! –gritó el mago.

Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.

El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono.
El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí
con la cabeza.

–No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.

–¿Qué es timorato? –dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado,
como para comprobar que no había espías.

–Cagón –dijo–. Vaya a sentarse, compañero.

Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el
corazón.

–A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al
mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de
Rosaura, dijo las palabras mágicas... y el mono apareció otra vez allí, lo más contento,
entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura
volviera a su asiento, el mago le dijo:
–Muchas gracias, señorita condesa.

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Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo
primero que le contó.

– Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: "Muchas gracias, señorita condesa".

Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba
enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: "Viste que no
era mentira lo del mono". Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
–Mírenla a la condesa.

Pero se veía que también estaba contenta.

Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy
sonriente, había dicho: "Espérenme un momentito".

Ahí la madre pareció preocupada.

–¿Qué pasa? –le preguntó a Rosaura.

–Y qué va a pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los que nos
vamos.

Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado
de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque
había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora
Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura
le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre.
Capaz que le decía: "Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?".
Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la
única distinta. En cambio le dijo:
–Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar
en el hall con una bolsa celeste y una bolsa rosa. Primero se acercó al gordito, le dio
un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá.
Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa
rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.

Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y
eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo
que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
–Qué hija que se mandó, Herminia.

Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y
el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el
movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque
la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa.
Buscó algo en su cartera. En su mano aparecieron dos billetes.

–Esto te lo ganaste en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por todo,


querida.

Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano
de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo
de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora
Inés.

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La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a
retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.

Heker, Liliana. (2013) “La fiesta ajena”. En: Heker, Liliana, Nemirovsky, Irene. El
baile/La fiesta ajena. Buenos Aires, Cántaro.

Liliana Heker (Buenos Aires, 1943) Novelista, cuentista y ensayista. Empezó a


escribir desde muy joven. Junto con Abelardo Castillo, fundó y fue responsable de dos
de las revistas literarias de mayor repercusión en la literatura latinoamericana: El
Escarabajo de Oro (1961-1974) y El Ornitorrinco (1977-1986). En ellas publicó
ensayos, críticas, y desde estas mismas polemizó con entusiasmo sobre diversos
aspectos de la realidad cultural.
Desde 1978 coordina talleres literarios, en los que se han formado muchos de los
mejores escritores argentinos de la actualidad. Su primer libro de cuentos, Los que
vieron la zarza, publicado en 1966, obtuvo la Mención Única en el Concurso de Casa
de las Américas, marcando el inicio de una prolongada y exitosa carrera literaria. A
ese libro le siguieron: Acuario(cuentos, 1972), Un resplandor que se apagó en el
mundo (nouvelles, 1977), Las peras del mal (cuentos, 1982), Zona de clivaje (novela,
1987; Alfaguara, 1997 y 2010, Primer Premio Municipal), Los bordes
de lo real (cuentos, Alfaguara, 1991), Elfin de la historia (novela, Alfaguara, 1996 y
2010), Las hermanas de Shakespeare (ensayos, Alfaguara, 1999), La crueldad de la
vida (cuentos, Alfaguara, 2001) y Diálogos sobre la vida y la muerte(entrevistas,
Aguilar, 2003). Casi todos sus cuentos han sido traducidos al inglés por Alberto
Manguel, y muchos de ellos, traducidos, se han publicado también en Alemania,
Francia, Israel, Rusia, Turquía, Irán, Serbia, Holanda y Polonia; la traducción inglesa
de su novela El fin de la historia será publicada en 2012. Consagrada como una de las
grandes narradoras argentinas contemporáneas, fue distinguida en 2010 con el
Premio Esteban Echeverría, otorgado por la Fundación Gente de Letras.

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Conejo, Abelardo Castillo
No va a venir. Son mentiras lo de la enfermedad y que va a tardar unos meses; eso
me lo dijo tía, pero yo sé que no va a venir. A vos te lo puedo decir porque vos
entendés las cosas. Siempre entendiste las cosas. Al principio me parecía que eras
como un tren o como los patines, un juguete, digo, y a lo mejor ni siquiera tan bueno
como los patines, que un conejo de trapo al final es parecido a las muñecas, que son
para las chicas. Pero vos no. Vos sos el mejor conejo del mundo, y mucho mejor que
los patines. Y las muñecas tienen esos cachetes colorados, redondos. Caras de
bobas, eso es lo que tienen.

A mí no me importa si no está. Qué me importa a mí. Y no me vine a este rincón


porque estoy triste, me vine porque ellos andan atrás de uno, querés esto y qué
querés nene y puro acariciar, como cuando te enfermas y andan tocándote la frente,
que parece que los tíos y los demás están para cuando uno se enferma y entonces
todo el mundo te quiere. Por eso me vine, y por el estúpido del Julio, el anteojudo ese,
que porque tiene once años y usa anteojos se cree muy vivo, y es un pavo que no ve
de acá a la puerta y encima siempre anda pegando. Se ríe porque juego con vos,
mírenlo, dice, miren al nenito jugando al arrorró. Qué sabe él. Los grandes también
pegan. Las madres, sobre todo. Claro que a todos los chicos les pegan y eso no
quiere decir nada, pero igual, por qué tienen que andar pegando siempre. Vos, por ahí,
vas lo más tranquilo y les decís mirá lo que hice, creyendo que está bien, y paf, un
cachetazo. Ni te explican ni nada. Y otras veces puro mimo, como ahora, o como
cuando te hacen un regalo porque les conviene, aunque no sea Reyes o el
cumpleaños.

Yo me acuerdo cuando ella te trajo. Al principio eras casi tan alto como yo, y eras
blanco, más blanco que ahora porque ahora estás sucio, pero igual sos el mejor
conejo de todos, porque entendés las cosas. Y cómo te trajo también me acuerdo,
tomá, me dijo, lo compré en Olavarría. El primo Juan Carlos que vive en Olavarría a mí
nunca me gustó mucho: los bigotes esos que tiene, y además no es un primo como el
Julio, por ejemplo, que apenas es más grande que yo. Es de esos primos de los
padres de uno, que uno nunca sabe si son tíos o qué. Era una caja grande, y yo
pensaba que sería un regalo extraordinario, algo con motor, como el avión del rusito o
una cosa así. Pero era liviano y cuando lo desaté estabas vos adentro, entre los
papeles. A mí no me gustaba un conejo. Y ella me dijo por qué me quedaba así, como
el bobo que era, y yo le dije esto no me gusta para nada a mí, mirá la cabeza que
tiene. Entonces dijo desagradecido igual que tu padre.

Después, cuando papá vino del trabajo, todavía seguía enojada y eso que había
estado un mes en Olavarría, lejos de papá, y que papá siempre me dice escribile a tu
madre que la extrañamos mucho y que venga pronto, pero es él el que más la extraña,
me parece. Y esa noche se pelearon. Siempre se pelean, bueno: papá no, él no dice
nada y se viene conmigo a la puerta o a la placita Martín Fierro que papá me dijo que
era un gaucho. A papá tampoco le gustó nunca el primo Juan Carlos. Y yo no te llevo
a la placita, pero porque tengo miedo que los chicos se rían. Ellos qué saben cómo
sos vos. No tienen la culpa, claro, hay que conocerte. Yo, al principio, también me
creía que eras un juguete como los caballos de madera, o los perros, que no son los
mejores juguetes. Pero después no, después me di cuenta que eras como Pinocho, el
que contó mamá. Ella contaba cuentos, a la mañana sobre todo, que es cuando nunca
está enojada. Y al final vos y yo terminamos amigos, mejor que con los amigos de
verdad, los chicos del barrio digo, que si uno no sabe jugar a la pelota en seguida te
andan gritando patadura, andá al arco querés, y malas palabras y hasta delante de las
chicas te gritan, que es lo peor. Una vez me dijeron por qué no traes a tu hermanito

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para que atajen juntos, y se reían. Por vos me lo dijeron, por los dientes míos que se
parecen a los tuyos. Me parece que te trajeron a propósito a vos, por los dientes.

Ellos vinieron todos, como cuando la pulmonía. Y puro hacer caricias ahora, se
piensan que uno es un nenito o un zonzo. O a lo mejor saben que sé, igual que con los
Reyes y todo eso, que todo el mundo pone cara de no saber y es como un juego. Y
aunque el Julio no me hubiera dicho nada era lo mismo, pero el Julio, la basura esa,
para qué tenía que venir a decirme. Era preferible que insultara o anduviera buscando
camorra como siempre y no que viniera a decir esa porquería. Si yo ya me había dado
cuenta lo mismo. Papá está así, que parece borracho, y dice hacerme esto a mí. Y
ellos le piden que se calme, que yo lo estoy mirando. Entonces me vine, para hablar
con vos que lo entendés a uno y sos casi mucho mejor que el tren y ni por un avión
como el del rusito te cambiaba, que si llegan a imaginar que yo te iba a querer tanto no
te traen de regalo, no. Y nadie va a llorar como una nena porque ella está enferma y
no puede volver por un tiempo. Y si son mentiras mejor. Oscarcito tampoco lloraba.
Ese día también había venido mucha gente, pero era distinto. En la sala grande había
un cajón de muerto para la mamá de Oscarcito. Estaba blanca. Oscarcito parecía no
entender nada, nos miraba a todos los chicos, pero no lloró, le decían que la mamá de
él estaba en el cielo. Y esto es distinto. Mi mamá no está en el cielo, en Olavarría está.
El Julio, la basura esa de porquería me lo dijo, pero a lo mejor se fue enferma a algún
otro lado y por qué no puede ser. Todos lo dicen. Todos menos el primo Juan Carlos,
que tampoco está. Y mejor si no está, que a mí no me gustó nunca por más que ella
dijera tenés que quererlo mucho, y una vez que yo fui a Olavarría no los dejaba que se
quedaran solos. Andá a jugar al patio, siempre querían que me fuera a jugar al patio:
ella también. Y después puro regalar conejos, sí. Se creen que uno no se da cuenta,
como ahora, que si estuviera enferma no sé para qué lo andan aconsejando a papá y
él me mira, y se queda mirándome y me dice hijo, hijo. Y a veces me dan ganas de
contestarle alguna cosa, pero no me sale nada, porque es como un nudo. Por eso me
vine. Y no para llorar tranquilo sin que me vean. Me vine porque sí, para hablar con
vos que lo entendés a uno, y sos el mejor conejo de todos, el mejor del mundo con
esas orejas largas, y dos dientes para afuera, como yo cuando me río.
Me parece que no me voy a reír nunca más en la vida yo. Eso es lo que me parece.
Y al final a nadie se le importa un pito de los dientes, porque yo te quiero lo mismo y te
quiero porque sí, porque se me antoja. No porque ella te trajo y mejor si no va a volver.
Ojalá se muera. Y lo que estoy viendo es que esa cabeza, que tenés no es nada linda,
no, y si quiero vamos a ver si no te tiro a la basura, que al final de cuentas nunca me
gustaste para nada vos. Y lo que vas a ganar es que te voy a romper todo, los dientes,
y las orejas, y esos ojos de vidrio colorado como los estúpidos, así, sin que me dé
ninguna gana de llorar ni nada, por más que te arranque el brazo y te escupa todo, y
vos te creés que estoy llorando, pero no lloro, aunque te patee por el suelo, así,
aunque se te salga todo el aserrín por la barriga y te quede la cabeza colgando, que
para eso tengo el tren y los patines y…

Castillo, Abelardo. (1961) Las otras puertas. Buenos Aires, Emecé.

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El marica, Abelardo Castillo
Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que
leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las
lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien
porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la
vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame.

Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la
laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y
a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos
eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro
debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los
árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los
matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico,
encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto
éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a
misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta: “Adiós, los
novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le
pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano.
Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.

–Te lastimaste por mí, Abelardo.

Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos
eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas. –Soltame –
dije.

A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera
de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo
dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar
siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba
riéndose. Acaba por reírse de macho que es. Y pasa el tiempo y una noche cualquiera
es necesario recordar, decirlo todo.

Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura
e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte.
A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no
comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los
otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada
rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me
dijiste:

–Sabés, te admiro.

No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del
mismo modo. Eso era.

–Es un marica.

–Déjense de macanas. Qué va a ser marica.

–Por algo lo cuidás tanto…


Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos
la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil,

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y la risa fácil. Y uno también acepta -uno también elige-, acaba por enroñarse, quiere
la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me
pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos,
vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo.

–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.

–¿Con los muchachos?…

–Sí. Qué tiene.

–Y bueno, vamos.

Porque no solo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste
cuenta de todo cuando llegamos al
rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles.

–Abelardo, vos lo sabías.

–Callate y entrá.

–¡Lo sabías!

–Entrá, te digo.

El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que
eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco.
Verlela cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o
cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a
olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de
tierra.

El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a
mirarte. Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz
de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A Roberto le tembló el
fósforo cuando me dio fuego.

–Debe estar sucia.

Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose.


Nos guiñó un ojo.

–Pasa vos, Cacho.

–No, yo no. Yo, después.

Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé,
salían hombres. Sí, esa era la impresión que yo tenía. Después entré yo. Y cuando
salí, vos no estabas.

–¿Dónde está César?

No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el


ademán -un ademán que pudo ser idéntico al del negro- se me heló en la punta de los

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dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del
rancho.

–Vos también te asustaste, pibe.

Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus
piernas.

–Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.

–Agarró pa ayá –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico
sonreía. El chico también dijo pa ayá.

Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me


mirabas. Siempre me mirabas.

–Lo sabías.

–Volvé.

–No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.

–Volvé, ¡animal!

–Por Dios que no puedo.

–Volvé o te llevo a patadas en el culo.

La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara
de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara
iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear,
lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba
atragantando.

–Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.

Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te


defendiste.

Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:

–Maricón. Maricón de mierda.

Y después lo grité.

Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva
mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a
solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas,
confesárselas a alguien. Escuchame.

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Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo vaya
a contar a los otros. Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.

Castillo, Abelardo. (2008) El candelabro de plata y otros cuentos. Buenos Aires,


Alfaguara.

Castillo, Abelardo (1935) Narrador y dramaturgo argentino. En 1959 inició su


actividad literaria con la revista “El Grillo de Papel”, que luego se llamó “El Escarabajo
de Oro”. Esta cumplió una importante labor de difusión y debate durante los años
sesenta y setenta, en torno a disputas literario- políticas, a veces vinculadas con el
boom de la literatura latinoamericana. En 1961, Castillo publicó la obra de teatro El
otro Judas. En 1966, con la pieza Israfel (biografía de Edgard Allan Poe tratado como
personaje trágico y emblema del artista rebelde), publicada en 1964, obtuvo el Premio
Internacional de la UNESCO y un gran éxito en la representación de la obra. En 1968
publicó Tres dramas (que incluye El otro Judas, A partir de las siete y Sobre las
piedras de Jericó) y en 1982 El Sr. Brecht en el Salón Dorado. […] Influido por la
filosofía existencialista, trabajó el tema de la culpa y el castigo en un registro que
oscila entre el realismo y lo fantástico y que busca la exactitud formal según las
lecciones de Poe y de Borges. Habiendo escrito una temprana novela corta, La casa
de ceniza (editada en 1977), publicó el volumen de cuentos Las otras puertas (1963),
al que siguieron Cuentos crueles (1966), Las panteras y el templo (1976), El cruce de
Aqueronte (1982), Las maquinarias de la noche (1992) y los Cuentos completos
(1997). Su primera novela, El que tiene sed (1975), está estructurada como una serie
de relatos cuyo tema central es el alcoholismo. Leopoldo Marechal destacó de Castillo
su tendencia a tratar “los grandes temas y las figuras paradigmáticas” […] Obtuvo el
premio Casa de las Américas (1961) y el Premio Municipal de Novela (1986).

Cella, Susana. (1998) Diccionario de literatura latinoamericana. Buenos Aires, El


ateneo, pp. 63-64.

13
Final de juego, Julio Cortázar
Con Leticia y Holanda íbamos a jugar a las vías del Central Argentino los días de
calor, esperando que mamá y tía Ruth empezaran su siesta para escaparnos por la
puerta blanca. Mamá y tía Ruth estaban siempre cansadas después de lavar la loza,
sobre todo cuando Holanda y yo secábamos los platos porque entonces había
discusiones, cucharitas por el suelo, frases que sólo nosotras entendíamos, y en
general un ambiente en donde el olor a grasa, los maullidos de José y la oscuridad de
la cocina acababan en una violentísima pelea y el consiguiente desparramo. Holanda
se especializaba en armar esta clase de líos, por ejemplo dejando caer un vaso ya
lavado en el tacho del agua sucia, o recordando como al pasar que en la casa de las
de Loza había dos sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas, prefería
insinuarle a tía Ruth que se le iban a paspar las manos si seguía fregando cacerolas
en vez de dedicarse a las copas o los platos, que era precisamente lo que le gustaba
lavar a mamá , con lo cual las enfrentaba sordamente en una lucha de ventajeo por la
cosa fácil. El recurso heroico, si los consejos y las largas recordaciones familiares
empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en el lomo del gato. Es una gran
mentira eso del gato escaldado, salvo que haya que tomar al pie de la letra la
referencia al agua fría; porque de la caliente José no se alejaba nunca, y hasta parecía
ofrecerse, pobre animalito, a que le volcáramos media taza de agua a cien grados o
poco menos, bastante menos probablemente porque nunca se le caía el pelo. La cosa
es que ardía Troya, y en la confusión coronada por el espléndido si bemol de tía Ruth
y la carrera de mamá en busca del bastón de los castigos, Holanda y yo nos
perdíamos en la galería cubierta, hacia las piezas vacías del fondo donde Leticia nos
esperaba leyendo a Ponson du Terrail, lectura inexplicable.

Por lo regular mamá nos perseguía un buen trecho, pero las ganas de rompernos la
cabeza se le pasaban con gran rapidez y al final (habíamos trancado la puerta y le
pedíamos perdón con emocionantes partes teatrales) se cansaba y se iba, repitiendo
la misma frase:

-Acabarán en la calle, estas mal nacidas.

Donde acabábamos era en las vías del Central Argentino, cuando la casa quedaba en
silencio y veíamos al gato tenderse bajo el limonero para hacer él también su siesta
perfumada y zumbante de avispas. Abríamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla
otra vez era como un viento, una libertad que nos tomaba de las manos, de todo el
cuerpo y nos lanzaba hacia adelante. Entonces corríamos buscando impulso para
trepar de un envión al breve talud del ferrocarril, encaramadas sobre el mundo
contemplábamos silenciosas nuestro reino.

Nuestro reino era así: una gran curva de las vías acababa su comba justo frente a los
fondos de nuestra casa. No había más que el balasto, los durmientes y la doble vía;
pasto ralo y estúpido entre los pedazos de adoquín donde la mica, el cuarzo y el
feldespato Ä que son los componentes del granito Ä brillaban como diamantes
legítimos contra el sol de las dos de la tarde. Cuando nos agachábamos a tocar las
vías (sin perder tiempo porque hubiera sido peligroso quedarse mucho ahí, no tanto
por los trenes como por los de casa si nos llegaban a ver) nos subía a la cara el fuego
de las piedras, y al pararnos contra el viento del río era un calor mojado pegándose a
las mejillas y las orejas. Nos gustaba flexionar las piernas y bajar, subir, bajar otra vez,
entrando en una y otra zona de calor, estudiándonos las caras para apreciar la
transpiración, con lo cual al rato éramos una sopa. Y siempre calladas, mirando al
fondo de las vías, o el río al otro lado, el pedacito de río color café con leche.

Después de esta primera inspección del reino bajábamos el talud y nos metíamos en

14
la mala sombra de los sauces pegados a la tapia de nuestra casa, donde se abría la
puerta blanca. Ahí estaba la capital del reino, la ciudad silvestre y la central de nuestro
juego. La primera en iniciar el juego era Leticia, la más feliz de las tres y la más
privilegiada. Leticia no tenía que secar los platos ni hacer las camas, podía pasarse el
día leyendo o pegando figuritas, y de noche la dejaban quedarse hasta más tarde si lo
pedía, aparte de la pieza solamente para ella, el caldo de hueso y toda clase de
ventajas. Poco a poco se había ido aprovechando de los privilegios, y desde el verano
anterior dirigía el juego, yo creo que en realidad dirigía el reino; por lo menos se
adelantaba a decir las cosas y Holanda y yo aceptábamos sin protestar, casi
contentas. Es probable que las largas conferencias de mamá sobre cómo debíamos
portarnos con Leticia hubieran hecho su efecto, o simplemente que la queríamos
bastante y no nos molestaba que fuese la jefa. Lástima que no tenía aspecto para jefa,
era la más baja de las tres, y tan flaca. Holanda era flaca, y yo nunca pesé más de
cincuenta kilos, pero Leticia era la más flaca de las tres, y para peor una de esas
flacuras que se ven de fuera, en el pescuezo y las orejas. Tal vez el endurecimiento de
la espalda la hacía parecer más flaca, como casi no podía mover la cabeza a los lados
daba la impresión de una tabla de planchar parada, de esas forradas de género blanco
como había en la casa de las de Loza. Una tabla de planchar con la parte más ancha
para arriba, parada contra la pared. Y nos dirigía.

La satisfacción más profunda era imaginarme que mamá o tía Ruth se enteraran un
día del juego. Si llegaban a enterarse del juego se iba a armar una meresunda
increíble. El si bemol y los desmayos, las inmensas protestas de devoción y sacrificio
malamente recompensados, el amontonamiento de invocaciones a los castigos más
célebres, para rematar con el anuncio de nuestros destinos, que consistían en que las
tres terminaríamos en la calle. Esto último siempre nos había dejado perplejas, porque
terminar en la calle nos parecía bastante normal.

Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos piedritas escondidas en la mano, contar


hasta veintiuno, cualquier sistema. Si usábamos el de contar hasta veintiuno,
imaginábamos dos o tres chicas más y las incluíamos en la cuenta para evitar
trampas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacábamos del grupo y sorteábamos de
nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces Holanda y yo levantábamos
la piedra y abríamos la caja de los ornamentos. Suponiendo que Holanda hubiese
ganado, Leticia y yo escogíamos los ornamentos. El juego marcaba dos formas:
estatuas y actitudes. Las actitudes no requerían ornamentos pero sí mucha
expresividad, para la envidia mostrar los dientes, crispar las manos y arreglárselas de
modo de tener un aire amarillo. Para la caridad el ideal era un rostro angélico, con los
ojos vueltos al cielo, mientras las manos ofrecían algo -un trapo, una pelota, una rama
de sauce- a un pobre huerfanito invisible. La vergüenza y el miedo eran fáciles de
hacer; el rencor y los celos exigían estudios más detenidos. Los ornamentos se
destinaban casi todos a las estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para que
una estatua resultara, había que pensar bien cada detalle de la indumentaria. El juego
marcaba que la elegida no podía tomar parte en la selección; las dos restantes
debatían el asunto y aplicaban luego los ornamentos. La elegida debía inventar su
estatua aprovechando lo que le habían puesto, y el juego era así mucho m s
complicado y excitante porque a veces había alianzas contra, y la víctima se veía
ataviada con ornamentos que no le iban para nada; de su viveza dependía entonces
que inventara una buena estatua. Por lo general cuando el juego marcaba actitudes la
elegida salía bien parada pero hubo veces en que las estatuas fueron fracasos
horribles.

Lo que cuento empezó vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el día en que
el primer papelito cayó del tren. Por supuesto que las actitudes y las estatuas no eran
para nosotras mismas, porque nos hubiéramos cansado en seguida. El juego marcaba

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que la elegida debía colocarse al pie del talud, saliendo de la sombra de los sauces, y
esperar el tren de las dos y ocho que venía del Tigre. A esa altura de Palermo los
trenes pasan bastante rápido, y no nos daba vergüenza hacer la estatua o la actitud.
Casi no veíamos a la gente de las ventanillas, pero con el tiempo llegamos a tener
práctica y sabíamos que algunos pasajeros esperaban vernos. Un señor de pelo
blanco y anteojos de carey sacaba la cabeza por la ventanilla y saludaba a la estatua o
la actitud con el pañuelo. Los chicos que volvían del colegio sentados en los estribos
gritaban cosas al pasar, pero algunos se quedaban serios mirándonos. En realidad la
estatua o la actitud no veía nada, por el esfuerzo de mantenerse inmóvil, pero las otras
dos bajo los sauces analizaban con gran detalle el buen éxito o la indiferencia
producidos. Fue un martes cuando cayó el papelito, al pasar el segundo coche. Cayó
muy cerca de Holanda, que ese día era la maledicencia, y reboto hasta mí. era un
papelito muy doblado y sujeto a una tuerca. Con letra de varón y bastante mala, decía:
"Muy lindas estatuas. Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche, Ariel B." Nos
pareció un poco seco, con todo ese trabajo de atarle la tuerca y tirarlo, pero nos
encantó. Sorteamos para saber quién se lo quedaría, y me lo gané.. Al otro día
ninguna quería jugar para poder ver cómo era Ariel B., pero temimos que interpretara
mal nuestra interrupción, de manera que sorteamos y ganó Leticia. Nos alegramos
mucho con Holanda porque Leticia era muy buena como estatua, pobre criatura. La
parálisis no se notaba estando quieta, y ella era capaz de gestos de una enorme
nobleza. Como actitudes elegía siempre la generosidad, el sacrificio y el
renunciamiento. Como estatuas buscaba el estilo de Venus de la sala que tía Ruth
llamaba la Venus del Nilo. Por eso le elegimos ornamentos especiales para que Ariel
se llevara una buena impresión. Le pusimos un pedazo de terciopelo verde a manera
de túnica, y una corona de sauce en el pelo. Como andábamos de manga corta, el
efecto griego era grande. Leticia se ensayó un rato a la sombra, y decidimos que
nosotras nos asomaríamos también y saludaríamos a Ariel con discreción pero muy
amables. Leticia estuvo magnífica, no se le movía ni un dedo cuando llegó el tren
Como no podía girar la cabeza la echaba para atrás, juntando los brazos al cuerpo
casi como si le faltaran; aparte el verde de la túnica, era como mirar la Venus del Nilo.
En la tercera ventanilla vimos a un muchacho de rulos rubios y ojos claros que nos
hizo una gran sonrisa al descubrir que Holanda y yo lo saludábamos. El tren se lo llevó
en un segundo, pero eran las cuatro y media y todavía discutíamos si vestía de
oscuro, si llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice la actitud
del desaliento, y recibimos otro papelito que decía: "Las tres me gustan mucho. Ariel."
Ahora él sacaba la cabeza y un brazo por la ventanilla y nos saludaba riendo. Le
calculamos dieciocho años (seguras que no tenía más de dieciséis) y convinimos en
que volvía diariamente de algún colegio inglés. Lo más seguro de todo era el colegio
inglés, no aceptábamos un incorporado cualquiera. Se vería que Ariel era muy bien.
Pasó que Holanda tuvo la suerte increíble de ganar tres días seguidos. Superándose,
hizo las actitudes del desengaño y el latrocinio, y una estatua dificilísima de bailarina,
sosteniéndose en un pie desde que el tren entró en la curva. Al otro día gané yo, y
después de nuevo; cuando estaba haciendo la actitud del horror, recibí casi en la nariz
un papelito de Ariel que al principio no entendimos: "La más linda es la más
haragana." Leticia fue la última en darse cuenta, la vimos que se ponía colorada y se
iba a un lado, y Holanda y yo nos miramos con un poco de rabia. Lo primero que se
nos ocurrió sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero no podíamos decirle eso a
Leticia, pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella no dijo
nada, pero pareció entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese día volvimos
bastante calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la mesa Leticia estuvo
muy alegre, le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos veces a tía Ruth como
poniéndola de testigo de su propia alegría. En aquellos días estaban ensayando un
nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y por lo visto era una maravilla lo bien que
le sentaba.

16
Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos del asunto. No nos molestaba el papelito
de Ariel, desde un tren andando las cosas se ven como se ven, pero nos parecía que
Leticia se estaba aprovechando demasiado de su ventaja sobre nosotras. Sabía que
no le íbamos a decir nada, y que en una casa donde hay alguien con algún defecto
físico y mucho orgullo, todos juegan a ignorarlo empezando por el enfermo, o más bien
se hacen los que no saben que el otro sabe. Pero tampoco había que exagerar y la
forma en que Leticia se había portado en la mesa, o su manera de guardarse el
papelito, era demasiado. Esa noche yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve
de madrugada por enormes playas ferroviarias cubiertas de vías llenas de empalmes,
viendo a distancia las luces rojas de locomotoras que venían, calculando con angustia
si el tren pasaría a mi izquierda, y a la vez amenazada por la posible llegada de un
rápido a mi espalda o -lo que era peor- que a último momento Uno de los trenes
tomara uno de los desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana me olvidé porque
Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a vestirse. Nos pareció que
estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy buenas con ella, diciéndole
que esto le pasaba por andar demasiado, y que tal vez lo mejor sería que se quedara
leyendo en su cuarto. Ella no dijo nada pero vino a almorzar a la mesa, y a las
preguntas de mamá contestó que ya estaba muy bien y que casi no le dolía la espalda.
Se lo decía y nos miraba.

Esa tarde gané yo, pero en ese momento me vino un no sé qué y le dije a Leticia que
le dejaba mi lugar, claro que sin darle a entender por qué. Ya que el otro la prefería,
que la mirara hasta cansarse. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas
sencillas para no complicarle la vida, y ella inventó una especie de princesa china, con
aire vergonzoso, mirando al suelo y juntando las manos como hacen las princesas
chinas. Cuando pasó el tren, Holanda se puso de espaldas bajo los sauces pero yo
miré y vi que Ariel no tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando hasta que el
tren se perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y o sabía que él acababa de mirarla
así. Pero cuando vino a descansar bajo los sauces vimos que sí sabía, y que le
hubiera gustado seguir con los ornamentos toda la tarde, toda la noche.

El miércoles sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia nos dijo que era justo que
ella se saliera. Ganó Holanda con su suerte maldita, pero la carta de Ariel cayó de mi
lado. Cuando la levanté tuve el impulso de dársela a Leticia que no decía nada, pero
pensé que tampoco era cosa de complacerle todos los gustos, y la abrí despacio. Ariel
anunciaba que al otro día iba a bajarse en la estación vecina y que vendría por el
terraplén para charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero la frase final era
hermosa: "Saludo a las tres estatuas muy atentamente. " La firma parecía un garabato
aunque se notaba la personalidad.

Mientras le quitábamos los ornamentos a Holanda, Leticia me miró una o dos veces.
Yo les había leído el mensaje y nadie hizo comentarios, lo que resultaba molesto
porque al fin y al cabo Ariel iba a venir y había que pensar en esa novedad y decidir
algo. Si en casa se enteraban, o por desgracia a alguna de las de Loza le daba por
espiarnos, con lo envidiosas que eran esas enanas, seguro que se iba a armar la
meresunda. Además que era muy raro quedarnos calladas con una cosa así, sin
mirarnos casi mientras guardábamos los ornamentos y volvíamos por la puerta blanca.

Tía Ruth nos pidió a Holanda y a mí que bañáramos a José, se llevó a Leticia para
hacerle el tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos tranquilas. Nos parecía
maravilloso que viniera Ariel, nunca habíamos tenido un amigo así, a nuestro primo
Tito no lo contábamos, un tilingo que juntaba figuritas y creía en la primera comunión.
Estábamos nerviosísimas con la expectativa y José pagó el pato, pobre ángel.
Holanda fue más valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no sabía que pensar, de un
lado me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas se

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aclararan porque nadie tiene por qué‚ perjudicarse a causa de otro. Lo que yo hubiera
querido es que Leticia no sufriera, bastante cruz tenía encima y ahora con el nuevo
tratamiento y tantas cosas.

A la noche mamá se extrañó de vernos tan calladas y dijo qué milagro, si nos habían
comido la lengua los ratones, después miró a tía Ruth y las dos pensaron seguro que
habíamos hecho alguna gorda y que nos remordía la conciencia. Leticia comió muy
poco y dijo que estaba dolorida, que la dejaran ir a su cuarto a leer Rocambole.
Holanda le dio el brazo aunque ella no quería mucho, y yo me puse a tejer, que es una
cosa que me viene cuando estoy nerviosa. Dos veces pensé‚ ir al cuarto de Leticia, no
me explicaba qué hacían esas dos ahí solas, pero Holanda volvió con aire de gran
importancia y se quedó a mi lado sin hablar hasta que mamá y tía Ruth levantaron la
mesa. "Ella no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si él pregunta mucho, se la
demos." Entornando el bolsillo de la blusa me hizo ver un sobre violeta. Después nos
llamaron para secar los platos, y esa noche nos dormimos casi en seguida por todas
las emociones y el cansancio de bañar a José.

Al otro día me tocó a mí salir de compras al mercado y en toda la mañana no vi a


Leticia que seguía en su cuarto. Antes que llamaran a la mesa entré un momento y la
encontré al lado de la ventana, con muchas almohadas y el tomo noveno de
Rocambole. Se veía que estaba mal, pero se puso a reír y me contó de una abeja que
no encontraba la salida y de un sueño cómico que había tenido. Yo le dije que era una
lástima que no fuera a venir a los sauces, pero me parecía tan difícil decírselo bien. "Si
querés podemos explicarle a Ariel que estabas descompuesta", le propuse, pero ella
decía que no y se quedaba callada. Yo insistí un poco en que viniera, y al final me
animé y le dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero
cariño no conoce barreras y otras ideas preciosas que habíamos aprendido en El
Tesoro de la Juventud, pero era cada vez más difícil decirle nada porque ella miraba la
ventana y parecía como si fuera a ponerse a llorar. Al final me fui diciendo que mamá
me precisaba. El almuerzo duró días, y Holanda se ganó un sopapo de tía Ruth por
salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo secamos los platos, de repente
Estábamos en los sauces y las dos nos abrazábamos llenas de felicidad y nada
celosas una de otra. Holanda me explicó todo lo que teníamos que decir sobre
nuestros estudios para que Ariel se llevara una buena impresión, porque los del
secundario desprecian a las chicas que no han hecho más que la primaria y solamente
estudian corte y repujado al aceite. Cuando pasó el tren de las dos y ocho Ariel sacó
los brazos con entusiasmo, y con nuestros pañuelos estampados le hicimos señas de
bienvenida. Unos veinte minutos después lo llegar por el terraplén, y era más alto de lo
que pensábamos y todo de gris.

Bien no me acuerdo de lo que hablamos al principio, él era bastante tímido a pesar de


haber venido y los papelitos, y decía cosas muy pensadas. Casi en seguida nos elogió
mucho las estatuas y las actitudes y preguntó cómo nos llamábamos y por qué faltaba
la tercera. Holanda explicó que Leticia no había podido venir, y él dijo que era una
lástima y que Leticia le parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del
Industrial, que por desgracia no era un colegio inglés, y quiso saber si le mostraríamos
los ornamentos. Holanda levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él parecían
interesarle mucho, y varias veces tomó alguno de los ornamentos y dijo: "Éste lo
llevaba Leticia un día", o: "Éste fue para la estatua oriental", con lo que quería decir la
princesa china. Nos sentamos a la sombra de un sauce y él estaba contento pero
distraído, se veía que sólo se quedaba de bien educado. Holanda me miró dos o tres
veces cuando la conversación decaía, y eso nos hizo mucho mal a las dos, nos dio
deseos de irnos o que Ariel no hubiese venido nunca. El preguntó otra vez si Leticia
estaba enferma, y Holanda me miró y yo creí que iba a decirle, pero en cambio
contestó que Leticia no había podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba cuerpos

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geométricos en la tierra, y de cuando en cuando miraba la puerta blanca y nosotras
sabíamos lo que estaba pasando, por eso Holanda hizo bien en sacar el sobre violeta
y alcanzárselo, y él se quedó sorprendido con el sobre en la mano, después se puso
muy colorado mientras le explicábamos que eso se lo mandaba Leticia, y se guardó la
carta en el bolsillo de adentro del saco sin querer leerla delante de nosotras. Casi en
seguida dijo que había tenido un gran placer y que estaba encantado de haber venido,
pero su mano era blanda y antipática de modo que fue mejor que la visita se acabara,
aunque más tarde no hicimos más que pensar en sus ojos grises y en esa manera
triste que tenía de sonreír. También nos acordamos de cómo se había despedido
diciendo: "Hasta siempre", una forma que nunca habíamos oído en casa y que nos
pareció tan divina y poética. Todo se lo contamos a Leticia que nos estaba esperando
debajo del limonero del patio, y yo hubiese querido preguntarle qué decía su carta
pero me dio no sé qué porque ella había cerrado el sobre antes de confiárselo a
Holanda, así que no le dije nada y solamente le contamos cómo era Ariel y cuantas
veces había preguntado por ella. Esto no era nada fácil de decírselo porque era una
cosa linda y mala a la vez, nos dábamos cuenta que Leticia se sentía muy feliz y al
mismo tiempo estaba casi llorando, hasta que nos fuimos diciendo que tía Ruth nos
precisaba y la dejamos mirando las avispas del limonero.

Cuando íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: "Vas a ver que mañana se
acaba el juego." Pero se equivocaba aunque no por mucho, y al otro día Leticia nos
hizo la seña convenida en el momento del postre. Nos fuimos a lavar la loza bastante
asombradas y con un poco de rabia, porque eso era una desvergüenza de Leticia y no
estaba bien. Ella nos esperaba en la puerta y casi nos morimos de miedo cuando al
llegar a los sauces vimos que sacaba del bolsillo el collar de perlas de mamá y todos
los anillos, hasta el grande con rubí de tía Ruth. Si las de Loza espiaban y nos veían
con las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en seguida y que nos mataría, enanas
asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y dijo que si algo sucedía ella era la
única responsable. "Quisiera que me dejaran hoy a mí", agregó sin mirarnos. Nosotras
sacamos en seguida los ornamentos, de golpe queríamos ser tan buenas con Leticia,
darle todos los gustos y eso que en el fondo nos quedaba un poco de encono. Como
el juego marcaba estatua, le elegimos cosas preciosas que iban bien con las alhajas,
muchas plumas de pavorreal para sujetar el pelo, una piel que de lejos parecía un
zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso como un turbante. La vimos que
pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse, y cuando el tren apareció en la
curva fue a ponerse al pie del talud con todas las alhajas que brillaban al sol. Levantó
los brazos como si en vez de una estatua fuera a hacer una actitud, y con las manos
señaló el cielo mientras echaba la cabeza hacia atrás (que era lo único que podía
hacer, pobre) y doblaba el cuerpo hasta darnos miedo. Nos pareció maravillosa, la
estatua más regia que había hecho nunca, y entonces vimos a Ariel que la miraba,
salido de la ventanilla la miraba solamente a ella, girando la cabeza y mirándola sin
vernos a nosotras hasta que el tren se lo llevó de golpe. No sé por qué las dos
corrimos al mismo tiempo a sostener a Leticia que estaba con los ojos cerrados y
grandes lágrimas por toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a
esconder las alhajas en el bolsillo, y se fue sola a casa mientras guardábamos por
última vez los ornamentos en su caja.

Casi sabíamos lo que iba a suceder, pero lo mismo al otro día fuimos las dos a los
sauces, después que tía Ruth nos exigió silencio absoluto para no molestar a Leticia
que estaba dolorida y quería dormir. Cuando llegó el tren vimos sin ninguna sorpresa
la tercera ventanilla vacía, y mientras nos sonreíamos entre aliviadas y furiosas,
imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento, mirando
hacia el río con sus ojos grises.

Cortázar, Julio. (1974) Final de juego. Buenos Aires, Sudamericana.

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Cortázar, Julio (1914- 1984) Novelista y cuentista argentino. Nació en Bruselas,
donde su padre cumplía funciones diplomáticas en la embajada argentina, y murió en
París, ciudad en la que residió desde 1951. Cursó sus estudios de bachillerato y
magisterio en Buenos Aires, donde en 1937 se diplomó como profesor en Letras.
Ejerció como docente en pueblos de provincia y luego en la Universidad de Cuyo,
donde enseñaba literatura francesa. Tras la intervención a esa Universidad regresó a
Buenos Aires, donde se desempeñaría hasta 1949 como gerente de la Cámara del
Libro. En 1938 publicó, con el seudónimo de Julio Denis, un libro de poemas titulado
Presencia, y en 1949 Los Reyes, obra de teatro que recrea el mito del minotauro. En
1951 recibió una beca de la UNESCO para trabajar en París, y ese mismo año publicó
su primer libro de cuentos, Bestiario, al que siguieron Final de juego (1956) y Las
armas secretas (1959). En “Las babas del diablo”, incluido en Las armas secretas,
Cortázar expone su obsesión por devolverle al lenguaje sus derechos”, y puede ser
leído como una confesión de la divergencia inconciliable entre lenguaje y mundo. En
su primera novela, Los premios (1960), enfoca la misma problemática pero desde una
perspectiva diferente a la impronta fantástica de sus cuentos. En 1962 publicó
Historias de cronopios y de famas, volumen de relatos breves […] En 1963 se
produjeron dos acontecimientos fundamentales: su compromiso con la Revolución
Cubana y la aparición de su novela consagratoria, Rayuela. Se convirtió entonces en
uno de los protagonistas principales del boom de la literatura latinoamericana y
participó en las polémicas del momento que abarcaron tanto cuestiones políticas como
literarias. […] El siguiente libro de cuentos, Todos los fuegos el fuego (1966), trata
acerca de los conflictos y sinsalidas de la vida moderna. Reaparecen los temas del
tiempo, la realidad, el lenguaje y la búsqueda de la unidad; se traman en los cuentos,
pero por primera vez asoma el compromiso político explícito en “Reunión”: un cuento
en que la primera voz narradora se identifica con la figura de Ernesto “Che” Guevara.
En 1967 publicó La vuelta al día en ochenta mundos: heterogéneo conjunto de citas,
homenajes a textos de escritores con los que se siente identificado (José Lezama
Lima, entre ellos), glosas a sus propios textos, crónicas, relatos y poemas […] A partir
de unas notas que Morelli, personaje de Rayuela, dejara sin concluir en el capítulo 62,
Cortázar escribe 62 modelo para armar, novela que propone al lector participar en la
producción de sentido de la obra pero no por la asociación libre de los elementos
dados, sino por el armado de una figura que está más allá del libro, latente. En 1974
publicó dos textos disímiles: El libro de Manuel, novela en la que pretende hacer
converger sus proyectos literarios y políticos, y Octaedro, volumen de relatos cuyo
título no alude a ninguno de ellos, sino al motivo de ocho facetas semejantes, ocho
caras del horror. Con el ascenso de la dictadura militar en Argentina, Cortázar se
constituyó en denunciante incansable de las atrocidades cometidas por la misma. […]
En los últimos años de su vida publicó varios volúmenes de cuentos: Alguien que anda
por ahí (1977), Queremos tanto a Glenda (1980) y Deshoras (1982); y otros que
recogen sus artículos sobre la situación política de América Latina: Nicaragua, tan
violentamente dulce (1983) y Argentina, años de alambrados culturales (1984). […] La
obra de Cortázar es de tal amplitud y diversidad que difícilmente se deja abarcar en
una visión generalizadora. De todos modos, es posible señalar el grado de invención,
renovación e indagación que los textos manifiestan señalando la preocupación
constante y simultánea del autor por la literatura y la sociedad. […]

Cella, Susana. (1998) Diccionario de literatura latinoamericana. Buenos Aires, El


ateneo, pp. 71-72.

20
Como un león, Haroldo Conti
Todas las mañanas me despierta la sirena de la Ítalo. Ahí empieza mi día. El sonido
atraviesa la villa envuelta en las sombras, rebota en los galpones del ferrocarril y por
fin se pierde en la ciudad. Es un sonido grave y quejumbroso y suena como la
trompeta de un ángel sobre un montón de ruinas. Entonces abro los ojos en la
oscuridad y me digo, cuando todavía dura el sonido, "Levántate y camina como un
león". No sé dónde escuché eso, porque a mí no se me hubiera ocurrido, tal vez en la
tele, tal vez a un pastor de la escuela del Ejército de Salvación, pero eso es lo que me
digo cada mañana y para mí tiene su sentido. "Levántate y camina como un león".

La vieja me pregunta siempre en qué diablos estoy pensando. La pobre vieja lo


pregunta porque en realidad cree que no pienso en nada. Sin embargo tengo siempre
la cabeza tan llena de cosas que no me sorprendería si un día de estos salta en
pedazos. Estoy seguro de que si la vieja supiera lo que pienso realmente se caería de
espaldas. Digo esto justamente cuando oigo el sonido que pasa sobre mi cabeza,
porque a nadie que me mire se le puede ocurrir que me anden tantas cosas por la
mollera. Sin embargo, somos una familia de pensadores. Mi padre, con todo lo
pelagatos que era, pensaba y decía cosas por el estilo y tal vez fue a él a quien
escuché algo semejante.

A veces, como ahora, me despierto un poco antes de que suene la sirena. Tendido en
la cama, con la cabeza metida en la oscuridad, me parece como que estuviera sobre
una balsa abandonada hace tiempo en medio del mar. Entonces pienso en todas las
cosas de la vida. Como si estuviera muerto o bien a punto de nacer. Aunque en
cualquiera de esos casos no pensaría nada, se entiende, pero quiero decir como si
estuviera a un lado del camino, no en el camino mismo, y desde allí viera mejor las
cosas. O por lo menos lo que vale la pena que uno vea.

Mi madre se acaba de levantar y se mueve en la penumbra de la cocina. Desde aquí


veo su rostro flaco y descolorido iluminado por la llamita zumbadora del calentador.
Parece el único ser vivo en toda la tierra. Yo también estoy vivo pero yo no soy nada
más que una cabeza loca que cuelga en la oscuridad.

Pienso en mi hermano, por ejemplo. Hace un par de meses que lo mataron. El botón
vino y dijo con esa cara de hijo de puta que ponen en todos los casos, que había
tenido un accidente. El accidente fue que lo molieron a palos. Fuimos en el patrullero
mi madre y yo hasta la 46 y allí estaba mi hermano tendido sobre una mesa con una
sábana que lo cubría de la cabeza a los pies. El botón levantó la sábana y vimos su
cara, nada más que su cara, debajo de una lámpara cubierta con una hoja de diario.
No solté una lágrima para no darles el gusto y además no se parecía a mi hermano.
En realidad, no creo que haya muerto. Mi hermano estaba tan lleno de vida que no
creo que un par de botones hayan podido terminar con él. No me sorprendería que
aparezca un día de estos y de cualquier forma, aunque no aparezca nunca más, lo
cual no me sorprendería tampoco, para mí sigue tan vivo como siempre. Acaso más.
Cuando digo que pienso en él en realidad quiero decir que lo siento y hasta lo veo y
las más de las veces no es otro que mi hermano el que me dice eso de que me
levante y camine como un león. Desde las sombras. Las palabras suenan dentro de mi
cabeza pero es mi hermano el que las dice.
También pienso en el viejo pero con menos frecuencia. También él está muerto. Mejor
dicho, él sí que está muerto. Si lo veo alguna vez apenas es un rostro borroso y
melancólico que se inclina sobre mi cama o, de pronto, se vuelve entre la gente y me
pregunta, como la vieja, en qué diablos estoy pensando. Él me lo preguntaba de otra
forma, con una sonrisa blanda y cariñosa como si viera más allá del tiempo. Mi padre

21
fue un vago, no cabe duda, pero sabía tomar las cosas y creo que éstas andarían
mucho mejor si la gente las entendiera a su manera. Claro que mi madre se tuvo que
romper el lomo pero yo creo que de cualquier modo esos tipos tienen un lugar en la
vida y hay bastante que aprender de ellos por más que mi padre jamás se propusiera
enseñarnos nada. Además mi madre nunca se quejó de él y por mucho tiempo fue la
única que pareció comprenderlo.

Si me olvido de mi padre, es decir, si nunca alcanzo a verlo de cuerpo entero y menos


vivo e intenso como a mi hermano, sin embargo hay algo de él en cada cosa que me
rodea, en toda esa roñosa vida como la llaman, y si veo algo que los otros no alcanzan
a ver es justamente por allí está mi padre. Yo no sé qué pensará los otros, digo los
miles de tipos que viven en la villa, que sudan y tiemblan, que ríen maldicen en medio
de todo este polvoriento montón de latas, pero lo que es yo no lo cambio por ninguno
de esos malditos gallineros que se apretujan a lo lejos y trepan hasta los cielos del otro
lado de las vías. Aquí está la vida, la mía por lo menos. Esta es una tierra de hombres,
con la sangre que empuja debajo de su piel. No hay lugar para los muertos, ni siquiera
para los botones. Y cuando a veces me trepo al techo de algún vagón abandonado y
desde allí contemplo toda esa vida que se mueve entre las paredes abolladas de las
casillas o los potreros pelados o las calles resecas me parece que contemplo una
fiesta. Los trenes zumban a un lado con toda esa gente borrosa pegada a las
ventanillas, los coches y los barcos corren y resoplan del otro, los aviones del
aeroparque barrerán el cielo con sus motores a pleno, la vela de un barquito cabecea
sobre el río, un chico remonta un barrilete, una bandada de pájaros planea en el filo
del viento y en medio del polvo y la miseria un árbol se yergue solitario. Ahí está mi
padre. En todo eso.

La vieja se vuelve y mira hacia la oscuridad donde estoy acurrucado. Entonces veo
solo su sombra como si mi madre se borrara y quedase nada más que un hueco. Ella
piensa que estoy dormido y trata de que aproveche todo el tiempo.
Hay veces que no pienso en nada y la miro a ella simplemente porque es la única
manera de ver a mi madre. Está sola en el mundo. Mi padre se fue primero, luego mi
hermano y un día u otro me tocará a mí. Ella lo sabe.

Otras veces pienso en los muchachos. Tulio, el Negro, Pascualito. Caminan delante de
mí, sobre las vías. Gritan y se empujan, aunque no escucho nada. Sus caras
mugrientas brillan debajo de la luz pero yo estoy en las sombras y cuando quiero
hablarles se alejan velozmente. Flotan en el aire como globos y se alejan. Trato de
pensar en cada uno por separado y entonces parecen otros tipos.

El hermano de Tulio era amigo de mi hermano y aquella noche se salvó por un pelo.
Mejor dicho, por un montón de ellos porque estaba con la Beba en una casilla del
barrio Inmigrantes. Así y todo, atareado como estaban los sintió venir, los olió más
bien, saltó por la ventana y se perdió en la noche. Después que se fueron, lo
buscamos con el Tulio. Estaba metido en la caldera de una vieja "Caprotti" arrumbada
en un desvío del San Martín. El Tulio le llevó un paquete con comida y los pantalones
que había dejado en la casilla. El preguntó por mi hermano y dijo un par de cosas
sobre la puta vida que retumbaron en el vientre de la "Caprotti". Después desapareció
de la villa. Hace unos meses de esto.

Bueno, es así como se marchan todos. Un día u otro. De cualquier manera, por uno
que se va hay otro que llega. Las villas cambian y se renuevan continuamente. Son
algo más que un montón de latas. Son algo vivo, quiero decir. Como un animal, como
un árbol, como el río, ese viejo y taciturno león. Como el león, justamente. Lo siento en
mi cuerpo que crece y se dilata en las sombras y de pronto es toda la gente de las
villas, toda esa gente que empieza a moverse en este mismo momento y no se

22
pregunta qué será de ella el resto del día y menos el día de mañana sino que
simplemente comienza a tirar para adelante.

Mi madre abre la puerta. Mi madre y las cosas aparecen cubiertas de ceniza. La propia
llama del calentador se opaca y destiñe. Es el día.

—¡Lito!...¡Arriba, Lito!

Me levanto a los tumbos, no precisamente como un león, sino como un perro


vagabundo al que le acaban de dar un puntapié en el trasero. Parado en medio del
cuarto, con el pelo revuelto y la vejiga a punto de estallar, tiemblo y me sacudo hasta
el último hueso.

La vieja me mira y antes de que abra la boca me empiezo a vestir. Cuando se le da


por hablar no termina nunca. Yo sé cuándo está por hablar y además sé lo que va a
decir. Por lo general, es inútil tratar de atajarla y creo que, después de todo, eso le
hace bien. En realidad no me habla a mí ni a nadie en particular sino que simplemente
habla y habla. Y así parece más sola. Cuando vivía el viejo era toda una música.

Un buen jarro de café de malta y un pedazo de galleta me devuelven la vida y la


cabeza se me llena otra vez de ideas. Afuera los trenes pasan con más frecuencia y la
casilla tiembla toda entera. Eso me alegra también. Me parece que en cualquier
momento vamos a saltar por el aire y no sé por qué eso me alegra. Después me
pongo el maldito guardapolvo, meto otro pedazo de galleta en la maldita cartera y me
largo para la maldita escuela.

Las villas todavía están envueltas en la niebla y aquello parece el comienzo del
mundo, cuando las cosas estaban por tomar su forma. Las casillas oscilan como
globos, las luces brotan por los agujeros de las chapas como ramas encendidas, las
ventanillas de los trenes puntean velozmente la penumbra, se estiran como goma de
mascar y más allá se reducen a un punto sanguinolento, después de montar la curva.
La cabina de señales del Mitre, algo más arriba, cabecea igual que una chata arenera
y si uno no conociera el lugar la tomaría justamente por eso. Uno chorro de chispas y,
un poco más abajo, una llama anaranjada que rebota en un tramo de vías se
desplazan lentamente siguiendo el perfil oscuro de una "catanguera". Una luz roja
cambia a verde y un numero de color salta en el aire. Hay luces por todas partes pero
solo sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido resplandor de Retiro se
desvanece con el día y, más atrás aún, tiemblan y se encogen las luces de la ciudad.
Del lado de la costa, la espiral encendida del edificio de Telecomunicaciones, los focos
empañados de los automóviles que bailotean como un tropel de antorchas, los
mástiles y las grúas de la dársena y, por encima de todo, las chimeneas de la usina
que se empinan sobre la mugrienta claridad del amanecer.

Una luz roja cambia a verde y un número de color salta en el aire. Hay luces por todas
partes pero solo sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido resplandor de Retiro
se desvanece con el día y, más atrás aun, tiemblan y se encogen las luces de la
ciudad. Del lado de la costa, la espiral encendida del edificio de Telecomunicaciones,
los focos empañados de los automóviles que bailotean como un tropel de antorchas,
los mástiles y las grúas de la dársena y, por encima de todo, las chimeneas de la usina
que se empinan sobre la mugrienta claridad del amanecer.

Levanto la cabeza y respiro hondo el áspero alimento del río. Entonces todo eso se me
mete en la sangre y me siento vivo de la cabeza a los pies, como un fuego prendido en
la noche.

23
El viejo del Tulio camina unos pasos más adelante con un paquete debajo del brazo.
Trabaja en la dársena B con una grúa móvil de 5 toneladas. Sale al amanecer y vuelve
casi de noche. El domingo, como no puede estar sin hacer nada, la muele a palos a la
vieja. El Tulio se mantiene a distancia y si duerme pone un montón de tarros entre la
puerta y la cama. Cuando el viejo se calma se sienta en la puerta de la casilla y toma
mate hasta que la cara se le pone verde. Nunca le oí hablar una palabra, ni siquiera
cuando se enfurece.

Hay otros tipos que caminan en la misma dirección. Salen de las calles laterales y se
juntan a la fila que marcha en silencio hasta el portón de entrada. Mientras tanto los
grandes tipos duermen allá lejos en su lecho de rosas. ¿Dónde oí eso? Si un día se
decidieran a quedarse en la villa así suenen todas las sirenas del mundo a un mismo
tiempo no sé qué sería de esos tipos. Tendrían que limpiar, acarrear, perforar,
construir, destruir, armar, desarmar o tirar la manga y por fin robar con sus tiernas
manitos de maricas. Pero la pobre gente no lo entiende. Todo lo que piden de la vida
es un pedazo de pan, una botella de vino y que no se les cruce un botón en el camino.
Otra fila de chicos y mujeres hace cola frente a una de las canillas. Veo al Pascualito
con un par de tachos en las manos. Lo saludo.

El Pascualito lustra zapatos en Retiro, el Tulio vende diarios en una parada de Alem y
el Negro junta trapos y botellas en las quemas y cuando llega el verano vende
melones y sandías en la Costanera. A veces lo acompaño a las quemas y gano unos
pesos. Al Negro le gusta lo que hace. Tira como un condenado del carrito y al mismo
tiempo grita o canta sin parar. Hay que verlo. También me gano unos pesos abriendo
las puertas de los coches en Retiro hasta que aparece un botón. Hay muchas formas
de ir tirando hasta que llegue el día pero a la vieja no le gusta que haga nada de eso.
A cada rato me da una lata barbara sobre el asunto. Quiere que termine la escuela, lo
mismo que mi hermano, y aunque no entiendo muy bien el motivo no tengo más
remedio que darles el gusto. La pobre vieja entretanto se rompe el lomo limpiando
casas por hora. Eso me envenena las tripas porque mientras ella deja el alma yo estoy
en la escuela calentado un banco.

El Negro pasa tirando del carrito con el gordo Luján que es el cerebro del asunto,
como se dice, y por lo tanto no tira del carrito sino que fuma y piensa en grandes
cosas. Agacho la cabeza y me pego a las casillas porque me revienta que me vean
con el guardapolvo y la cartera como un nene de mamá.

La avenida está llena de camiones que esperan hace días para descarga en los silos.
Las colas llegan hasta la villa y si no se meten adentro es porque no están seguros de
salir enteros. El Beto tiró más de un año con un par de gomas Firestone 12.00-20,
catorce telas de nylon, si bien se pasó cerca de un mes en la caldera de la "Caprotti"
mientras los botones daban vuelta de la villa de arriba abajo. Siempre que veo los
camiones me acuerdo del Beto, es decir, que me acuerdo de él todos los días. No por
las gomas, aunque me acuerdo de eso también, sino porque desapareció de la villa en
un "Skania Vabis" hace dos años. Se escondió en el acoplado cuando salió del puerto
y vaya uno a saber dónde mierda fue a parar. La verdad que no es mala idea. Si no
fuera por mi hermano ya lo hubiera hecho hace rato.

Las chimeneas de la usina giran lentamente y cambian de lugar mientras uno camina.
Son cinco en total pero nunca estoy seguro porque es difícil verlas cinco de una
vez. La gente se desparrama al llegar a la avenida Antártida y yo doblo hacia la
escuela cuyas casillas asoman un par de cuadras más adelante entre un grupo de
áborles cubiertos de cenizas. Apenas las veo se me hace un nudo en la barriga. No
dudo, o por lo menos no discuto, lo cual además sería perfectamente inútil con la vieja,
de que la escuela sea algo tan bueno como ella dice, pero todavía dudo mucho menos

24
de que yo sirva para eso. Es cosa mía y de ninguna manera generalizo. A esta altura
creo que ni la misma gorda lo pone en duda y estoy seguro de que se sacaría un peso
de encima, de los pocos que pueden quitarse entre los muchos que le sobran, si
alguna de estas mañanas no apareciera por allí. La gorda es la maestra. El primero o
segundo día puso su manito sonrosada sobre mi cabeza de estopa y dijo que haría de
mí un hombre de bien. Parecía estar convencida y a la vieja se le saltaron las
lágrimas. Al mes ya no estaba tan segura y a la vieja se le volvieron a saltar las
lágrimas, claro que por otro motivo. Esta vez le fijo, con otras preciosas palabras, se
entiende, que yo era un degenerado. Eso quiso decir, en resumen.

La cosa saltó algún tiempo después, el día que la gorda me encontró espiando por le
ventilador del baño de las maestras. Por suerte no era yo el que estaba espiando en
ese momento sino el Cabezón que, parado sobre mis hombros, estiraba el cogote todo
lo que le daba. Al Cabezón lo echaron sin más trámites y ahora pienso si no le tocó la
mejor parte.

Desde entonces el tipo se da la gran vida y en cierta forma lo sigo teniendo sobre los
hombros, sobre la misma cabeza diría yo. Ya estuvo en la 46 por hurto y daño
intencional.

Esa vuelta vino mi hermano. A él no se le saltaron las lágrimas, por supuesto, sino que
escuchó en silencio y con palabras corteses dijo que se iba a ocupar del asunto.
Estaba vestido cojo para impresionar, con el anillazo ese en el dedo y el pelo brillante
como la carrocería de un coche. Era para verlo.

Después que la maestra terminó de hablar (creía que no paraba nunca) mi hermano
saludó como un señor y luego, siempre con los mismos ademanes discretos, me llevó
a un lado, entre los árboles. Allí me tomó por el cuello y me rompió los huesos con un
dedo atravesado sobre los labios cada vez que yo iba a gritar. No sé cómo lo hizo,
porque no podía poner mucha atención, pero cuando terminó no se le había movido un
pelo.

Después que me sacudí el polvo me puso un brazo sobre los hombros y caminando
juntos me empezó a hablar sobre la vida. Yo ni siquiera respiraba y le decía a todo que
sí. Hablaba como un pastor o por lo menos como el viejo en sus mejores momentos.
Su voz sonaba áspera y contenida, pero había cierta tristeza en su expresión. Es lo
que más recuerdo.

Espero a que me soplara los mocos y entonces me hizo prometer que iba a terminar la
escuela así tardase mil años. Yo lo miré brevemente en los ojos y dije que sí. No tenía
más remedio, pero de cualquier forma lo dije de corazón.

Y es eso lo que cada mañana me trae hasta aquí. Cuando tengo ganas de pegar la
vuelta, lo cual es un decir porque las tengo siempre, veo su rostro por delante y hasta
escucho su voz.

—¿Quedamos, Lito?

Yo vuelvo a decir que sí con la cabeza y entro en la escuela.

Desde que lo mataron, porque eso fue, la gorda me trata algo mejor. En realidad no
sabe qué hacer. Ella quería sacar de mí un hombre, pero aquí el hombre viene solo y
en todo caso con un hermano así no necesito de más nadie. Por otra parte no sé qué
diablos entiende ella por un hombre, sea de bien o de cualquier otra cosa, y no creo
que haya conocido a ninguno hasta que apareció mi hermano.

25
Trato de aprender lo que puede pero la mayor parte del tiempo la cabeza se me vuela
como un pájaro. Vuela y vuela, cada vez más alto, cada vez más lejos. No es para
menos. La vida zumba y se sacude ahí afuera y yo estoy metido aquí dentro
esperando el día que salga y salte sobre ella como mi hermano, es decir, como un
león. Cada vez lo entiendo mejor.

En este momento veo a través de la ventana la trompa de la vieja "Caprotti" dormida


sobre las vías y allá va mi cabeza.

Mi padre sintió siempre una gran admiración por esas moles de fierro. Vivía aquí
mucho antes de que apareciera la villa y creo que trabajó un tiempo en el ferrocarril.
Nunca entendí esa manía del viejo, pero de cualquier manera terminé por cobrarle
aprecio a toda esa chatarra. Supongo que él no las veía inútiles y ruinosas como yo
las veo. En su cabeza soplaban como en sus mejores tiempos. Muchas veces,
sentados sobre una pila de durmientes, me habló de ellas así como yo pienso o hablo
de mi hermano, del Baldo, de todos lo que se fueron. Tal vez por ahí lo entienda. Así
conocí la "Caprotti", no este montón de fierro sino aquella soberbia máquina que
competía con las famosas "2.000" del Central Argentino. La "Garrat", con doble ténder
y la caldera al centro, la "Mikado", que no conocí y por lo tanto me parece más
fabulosa todavía y de la que mi padre hablaba con verdadera emoción temblando todo
entero como si la locomotora pasara en ese momento delante de él a cien por hora
aventando trapos y papeles. Las 1.500, las "capuchinas", las 100. A medida que
hablaba el viejo iba levantando presión y estoy convencido de que al último veía las
maquinas verdaderamente. Yo no veía nada por más que forzara la vista, pero me
contagiaba esa loca alegría y trataba por lo menos de imaginarme todo el ruido y la
vida de aquellas viejas locomotoras que corrían por su cabeza.

La maestra golpea con el puntero en el pizarrón y vuelvo a la jaula. Pero al rato estoy
pensando en otra cosa. Cuando llega el verano me parece que voy a estallar.

Nos largan a las cinco, que en este tiempo es casi de noche. Yo salgo al final de todos
porque soy de los más altos, así que me la tengo que aguantar hasta lo último.
Paciencia. Apenas dejo la puerta entro a correr como un loco y antes de la cuadra los
paso a todos.

Los camiones siguen esperando en la cola y tal parece que no se hubieran movido en
todo el día. Yo sé que se han movido, algunos se han ido, pero no creo que los demás
les presten la misma atención.

Los coches van y vienen entre los camiones. Algunos pasan que se los lleva el diablo
y así fue como lo reventaron al Tito. Recuerdo al Tito porque era mi amigo y además lo
vi cuando levantaba por el aire un Fíat 1500, pero revientan uno por mes, cuando
menos. Los tipos se ponen nerviosos, Hasta lloriquean, los que paran, pero entre tanto
los coches siguen corriendo como si tal cosa y al rato nadie s acuerda. Otros pasan
tan despacio que uno puede seguirlos al paso. Llevan la radio encendida y
generalmente alguna fulana con las polleras arremangadas. Supongo que esto es
saludable, pero los que merecen toda la lastima del mundo son ellos y no creo que les
alcance. No les envidio nada. Mal o bien nosotros estamos vivos. Eso es algo que
ellos no saben mejor así porque si no se nos echarían encima.

Creo que el tipo aquel se dio cuenta. Precisamente fue por el tiempo que atropellaron
al Tito. Había detenido el coche a un costado, no muy lejos del portón, y parecía
dormido. Era un Peugeot nuevito con un par de retrovisores sobre el guardabarros que
debían valer sus buenos pesos.

26
Estaba mirando el coche cuando el tipo pareció despertar y me sonrío tristemente, un
poco más que los otros. Era un tipo viejo y refinado. Abrió la puerta y dejó que mirara
dentro. Luego me preguntó si quería subir y yo, naturalmente, le dije que sí.

Digo naturalmente porque los coches me entusiasman tanto como las locomotoras a
mi viejo y si tuviera uno me llevaría todo por delante. Mi hermano apareció un día con
un bote impresionante y nos llevó a dar una vuelta. Al Tulio, al Negro, al Tito, que vivía
en esa época, al Beto. Fue un gran gesto. Yo iba al lado de mi hermano, con la radio a
todo lo que daba. En la Costanera lo puso a cien y después no quise mirar más. Los
tipos de los coches no amenazaban con los puños y gritaban cosas que no
alcanzábamos a oír, aunque no hacía falta. Mi hermano no los miraba siquiera.
Parecía más tranquilo que nunca y como si en realidad no estuviera con nosotros, con
nadie en el mundo sino completamente solo sobre el camino a ciento veinte por hora.
Me prometí entonces tener algún día un bote como ese. Es lo único que les envidio a
los tipos, pero ni con eso me caminaría por ellos.

El tío dio una vuelta por la costanera y al rato yo me había olvidado de él. No veía
nada más que aquel paisaje en llamas que corría y saltaba hacia atrás, corría y
saltaba y mi corazón saltaba y corría también.

El tipo paró entre los árboles, frente al río, puso la radio muy bajo y después de
suspirar un rato comenzó a hablar en un tono relamido sobre cosas que yo no entendí
muy bien. Según parece era muy desdichado y la verdad que no tenía necesidad de
decírmelo. Se había dado vuelta y me susurraba al oído toda esa desdicha, una
desdicha muy particular porque a mí nunca se me hubiera ocurrido que un tipo podía
ser desgraciado por todas esas tonterías. Se veía que nunca había pateado la calle
con las tripas vacías, ni había tenido que saltar entre los vagones con un par de
botones a remolque. El tipo me miraba a los ojos con su cara flaca y descolorida tan
cerca de la mía que tenía que torcer la vista para mirarlo. Yo trataba de mostrarme
cortes porque, si he de decir la verdad, el pobre coso me daba lastima. Bueno, primero
me apoyo sobre la pierna una de sus manos secas y chatas como espátulas. No vi
nada de particular en eso aunque no estoy acostumbrado a tales tratos. Luego, sin
dejar de quejarse ni de suspirar, deslizo la mano hacia la bragueta y comenzó a
frotarme delicadamente. Daba la impresión de que lo hiciera otro, en el sentido de que
ni el propio tipo demostraba estar enterado de lo que hacía su mano. Yo me quede
duro, lo cual es algo más que una frase porque al rato, y contra mi voluntad, tenía el
pajarito firme y tirante como un resorte. Siempre hablando y suspirando el tipo me
desabrocho la bragueta y el pajarito asomó la cabeza alegremente. A esa altura yo no
sentía disgusto propiamente dicho, pero de repente me acorde de mi hermano.
Cuando estoy confundido pienso en él porque sino me pierdo del todo y a partir de ahí
se me ordenan las ideas. Me acorde de mi hermano pues, y entonces vi aquel rostro
en toda su mísera y desdichada soledad. Aparte al tipo de un empujón y salte del
coche con el pajarito todavía afuera. Me volví del otro lado de la calle y le hice un corte
de manga. El pobre tipo me miraba tristemente desde la ventanilla del Peugeot y me
sonrió todavía, con la sonrisa más desgraciada del mundo. Entonces, sentí una
lástima negra. Hubiera querido sonreírle yo también, pero tal vez no lo habría
entendido. Di media vuelta y me fui abrochándome la bragueta.

Son las cinco y media. La gente comienza a volver a casa. Las villas están envueltas
en una luz somnolienta. Las chimeneas de la usina cuelgan en medio de una nube de
humo que se aplana sobre el río. Los vidrios del edificio de Telecomunicaciones brillan
con un resplandor polvoriento. Del otro lado los trenes se evaporan en una mancha
anaranjada que borra el paisaje de casillas y galpones hacia el oeste. Grupos de
mocosos chillan y corren en los baldíos junto a las vías.

27
A esta hora las villas lucen mejor que en cualquier otra. No sé cuánto durare aquí,
pero de quedarme quieto no cambiaría esto por nada del mundo.

Ni la vieja ni los muchachos han vuelto todavía. Dejo la cartera y el guardapolvo que
traigo arrollado debajo del brazo, agarro un pedazo de pan y doy una vuelta antes de
que regresen.

El viejo del Tulio está sentado a la puerta de la casilla con los pantalones
arremangados y el mate en la mano. Un avión del aeroparque pasa tronando sobre
nuestras cabezas.

Cruzo las vías y después de bajar un rato entre los galpones y las locomotoras
abandonadas me siento sobre una pila de durmientes como hacia cuando estaba el
viejo. Naturalmente, me acuerdo de él, y después del Tito o de cualquier otro, por
supuesto, de mi hermano. De todos los que se fueron. Es como si estuvieran aquí, a
esta hora. Algunos me miran, otros me dicen cosas. Yo les sonrío y a veces les
respondo. Sé que tarde o temprano iré tras ellos. Tarde o temprano la vida se me
pondrá por delante y saltare al camino. Como un león.

Conti, Haroldo. (2008) Cuentos completos. Madrid, Bartebly.

Haroldo Conti (1965 – 1976?) Narrador argentino. Luego de estudiar como


seminarista y ejercer distintos oficios (maestro, piloto civil, navegante, guionista), se
graduó en Filosofía y publicó, en 1956, la obra de teatro Examinado. Su primera
novela, Sudeste (1962), cuenta la historia de un habitante de las islas del Delta del
Paraná con un estilo minucioso e intenso en la descripción del paisaje. Alrededor de la
jaula (1967), premiada en México y llevada al cine por Sergio Renán con el título
Crecer de golpe, narra la relación entre un niño y un viejo, ambientada en la Costanera
de Buenos Aires. Ubicándose dentro de la tradición narrativa de Roberto Payró y
Roberto Arlt, eligió para sus relatos ambientes marginales y personajes que
expresaran algún tipo de rebeldía y desajuste con la sociedad. Conti utiliza el lenguaje
coloquial y una técnica descriptiva que por su prolijidad y efecto de distanciamiento se
diferencia de los modos tradicionales de la ficción realista. Sus relatos están
agrupados en Todos los veranos (1964) y Con otra gente (1967). En 1975 publicó La
balada del álamo Carolina y Mascaró, el cazador americano, novela próxima al
realismo mágico con la que ganó el premio Casa de las Américas. Fue secuestrado el
4 de mayo de 1976 por la Junta Militar Argentina y desde entonces permanece
desaparecido.

Cella, Susana. (1998) Diccionario de literatura latinoamericana. Buenos Aires, El


ateneo, pp. 69-70.

Irlandeses detrás de un gato, Rodolfo Walsh

28
El chico que más tarde llamaron Gato apareció sin anuncio ni presentaciones contra la
pared norte del patio, durante el último recreo anterior a la cena. Nadie sabía desde
cuándo estaba acurrucado junto a la ventana de la galería que comunicaba los
claustros. En realidad, allí no tenía nada que hacer, porque era a fines de abril y las
clases habían estado funcionando un mes entero, devorando la última luz del
fastidioso otoño interrumpido por largos y aburridos períodos de lluvia. Estaba
oscureciendo y el patio era muy grande, consumía el corazón mismo del enorme
edificio erigido en los años diez por piadosas damas irlandesas. La penumbra, pues, y
el vasto espacio que ni siquiera ciento treinta pupilos entregados a sus juegos podían
empequeñecer, explican que nadie lo viera antes. Eso, y la propia naturaleza oculta
del recién venido, que lo impulsaba a permanecer distante y camuflado, con su cara
gris y su guardapolvo gris contra el borrón de la pared más alejada del comedor hacia
el que, insensiblemente, habían ido deslizándose durante los últimos veinte minutos
las bolitas, la arrimadita y la payana.

El chico parecía enfermo, su rostro era como un limón inmaduro espolvoreado de


ceniza. Aún no había cumplido doce años, era muy flaco y los primeros que se le
acercaron vieron que los ojos le brillaban febrilmente. Tenía una manera de moverse
extraña e inhumana, hecha de bruscos arranques y fogonazos de pasión, o lo que
fuera, mezclados con el más sutil escurrimiento, alejamiento, de un cuerpo sinuoso y
evasivo. Era alto, y sin embargo podía parecer mucho más pequeño gracias a un solo
movimiento, en apariencia, de la cintura y de los hombros, como si no tuviera huesos a
pesar de su flacura. Todo esto resultaba inquietante y ofensivo.

Este chico al que más tarde llamaron el Gato y que en pocas horas más iba a revelar
una porción tan inesperada de su naturaleza gatuna, había viajado la mayor parte del
día, y toda la noche anterior, y el día anterior, porque vivía lejos, con una madre que
iba envejeciendo, con la que estaban rotos los puentes del cariño y que al traerlo lo
paría por segunda vez, cortaba un ombligo incruento y seco como una rama, y se lo
sacaba de encima para siempre. Es cierto que en el último minuto, cuando lo dejó en
la rectoría con el padre Fagan, consiguió derramar unas lágrimas y besarlo
tiernamente, pero el chico no se engañó con eso, porque él mismo lloró un poco y la
besó, y sabía perfectamente que tales gestos no importan mucho fuera del momento o
el lugar que los provocan o estimulan.

Lo que predominaba en la mente del chico era una perseguidora memoria de caminos
embarrados bajo una amarilla luz de miel, de pequeñas casas que se desvanecían y
de hileras de árboles que parecían las paredes de ciudades bombardeadas; porque
todo eso había pasado continuamente ante sus ojos durante el largo viaje en tren y se
había sumergido de tal modo en su espíritu que aún de noche, mientras dormía a los
sacudones sobre el banco de madera del vagón de segunda, había soñado con esa
combinación simplísima de elementos, ese paupérrimo y monótono paisaje en que
sintió disolverse a un mismo tiempo todas sus ideas y sueños de distancia, de cosas
raras y desconocidas y gente fascinante. Su desilusión en esto tenía ahora el tamaño
de la infatigable llanura, y eso era más de lo que se atrevía a abrazar con el solo
pensamiento.

Exigencias más urgentes vinieron luego a rescatarlo. El padre Fagan lo transfirió al


padre Gormally, y el padre Gormally lo llevó al borde del patio enmurado, inmerso,
hondo como un pozo, rodeado en sus cuatro costados por las inmensas paredes que
allá arriba cortaban una chapa metálica de cielo oscureciente —esas paredes terribles,
trepadoras y vertiginosas— y le mostró los ciento treinta irlandeses que jugaban, y
cuando volvió a mirar las paredes verticales, él que nunca había visto otra cosa que la

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llanura con sus acurrucadas rancherías, una sensación de total angustia, terror y
soledad lo poseyó. Fue sólo una erupción de puro sentimiento, que le puso de punta
cada pelo de la piel; algo parecido a lo que siente la piel de un caballo cuando huele
un tigre en el horizonte. Tal vez comprendió que estaba a punto de conocer a la gente
de su raza, a la que su padre no pertenecía, y de la que su madre no era más que una
hebra descartada. Les temía intensamente, como se temía a sí mismo, a esas partes
ocultas de su ser que hasta entonces sólo se manifestaban en formas fugitivas, como
sus sueños o sus insólitos ataques de cólera, o el peculiar fraseo con que a veces
decía cosas al parecer comunes, pero que tanto perturbaban a su madre.

A primera vista, sin embargo, parecían completamente inofensivos esos chicos


campesinos, pecosos, pelirrojos, de uñas y dientes sucios, bolsillos abultados de
bolitas, medias marrones colgando flojamente bajo las rodillas, con sus amarillos
botines Patria de punteras gastadas por la costumbre de patear piedras, latas y
pelotas de fútbol, plantas, raíces de árboles y hasta sus propias sombras; piernas
fuertes y macizas bien calzadas en esos pesados botines trituradores, cazadores, que
uno (él) veía instintivamente apuntados a sus tobillos, o a la parte blanda de la rodilla,
donde el agua se junta y se hincha durante semanas.

Lo cierto es que ahí estaba ahora, el Gato acorralado, contra una ventana, y por
supuesto lo primero que dijo Mulligan, que parecían mandar el grupo, cuando lo vio allí
acurrucado, como listo para saltar, y no queriendo saltar sin embargo, no queriendo
pelear, ni siquiera hablar, lo primero que se dijo, tal vez en su idioma, tal vez en el
idioma de su madre que él oscuramente comprendía, dijo Mulligan:

—Hé, parece un gato, y cuando hubo obtenido la razonable cuota de reconocimiento y


de risa, y el sobrenombre quedó pegado para siempre al chico que desde entonces
llamaron el Gato, inciso en su corazón o en lo que fuera más receptivo al castigo y a la
burla, en cualquier cosa que se abriera como un tajo para recibir el cuchillo (porque la
herida está allí antes que el cuchillo esté allí, la parte blanda antes que la parte dura, la
carne antes que la hoja), cuando estuvo así marcado y al fin sabiendo lo que era,
alguien, que podía ser Carmody, Delaney o Murtagh, dijo:

—Cómo te llamas, pibe, planteando el terreno, firme para ellos y para él desconocido,
porque pudo sospechar que una pregunta tan sencilla tenía un sentido oculto, y por lo
tanto no era en absoluto una pregunta sencilla, sino una pregunta muy vital que lo
cuestionaba entero y que debía meditar antes de responder, antes de seguir, como
siguió, un curso oblicuo y propiciatorio, antes de decir —O'Hara —como dijo.
Pero el nombre ofrecido no quiso hundirse, simplemente flotó como una manzana
descartada o una papa podrida flotan en el río. Se lo tiraron de vuelta, chorreando
desprecio y exasperación:

—Ese no. Tu verdadero nombre-, como si fuera transparente para ellos.

Entonces dijo:

—Bugnicourt, que era, ése sí, el nombre de su padre, al que nunca amó ni siquiera
conoció bien, un hombre perdido para siempre en las arenas movedizas del agrio
recuerdo y la invectiva, su memoria pisoteada por los hombres que siguieron, un
fantasma apenado que tal vez espiaba a través de los agujeros de la ácida memoria a
la mujer que fue su esposa y después, sin explicación, se volvió la puta del pueblo,
pero una puta piadosa, una verdadera puta católica que llevaba al cuello una cadena
de oro con una medalla de la Virgen María.

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—¿Qué clase de nombre es ése? ¿Sos polaco? —y en seguida, con sombría
sospecha—: ¿Judío?

—No —gritó—. No soy judío —profundamente lastimado, sintiendo por primera vez
ese impulso de arañar a ciegas cuyo síntoma fue que flexionó suavemente los dedos,
como si los guardara y replegara hasta sentir el filo de las uñas en las palmas.

—¿O'Hara es tu madre? —preguntaron.

—Sí.

— ¿De dónde es?

—De Cork. Cork en Irlanda.

—Corcho —tradujo Mullahy, que sabía geografía—. Un corcho en el culo —mientras el


Gato se movía inquieto en la penumbra, y luego, con repentina decisión, se anotaba el
primer punto, su primera movida exitosa frente a la batalla inminente y la pregunta
inevitable.

—Mi madre es una puta —dijo sin afectación y así los demoró un instante,
horrorizados, incrédulos o secretamente envidiosos de la audacia que permitía decir
una cosa como ésa, capaz de hacer temblar el cielo donde planeaban con sus
grandes alas membranosas las madres invulnerables y de precipitarlas en un
monstruoso cataclismo.

—Oyeron eso —murmuró Kiernan, indagando en la general consternación, en el


silencio, en la distancia abierta que ahora sólo podía franquear un jefe.

—Bueno, Gato —dijo Mulligan—. Bueno, Gato —dijo—. Eso me gusta. Sos el polaco,
el franchute o el judío más cojonudo que conozco. Lo único que tenés que hacer ahora
es pelear con uno de nosotros, después te dejaremos estar y hasta nos olvidaremos
de tu vieja, aunque sea una yegua que coge.

—No quiero pelear —repuso el Gato—. Estoy cansado.

—No tenés que pelear conmigo, Gato, yo podría hacerte tiras con una mano atada.
Vas a pelear con Rositer, que no tiene más que un buen juego de piernas, pero no
pega con la zurda, y al fin y al cabo es un pajero.

—Déjenme solo —dijo el Gato—. No quiero pelear con nadie.

—Pero si te pegamos, Gato —dijo Mulligan—. Si yo te pego. No vas a hacer un


papelón, y además tenemos que saber en qué lugar del ranking te ponemos, o vos te
crees que esto es un quilombo.

—No sé —dijo el Gato, y de pronto le vieron en la cara una sonrisa extraña, soñadora
y cenicienta—. ¿No podríamos dejarlo para mañana? —tomándolos nuevamente de
sorpresa.

Parecieron deliberar, sin decir nada, las preguntas y las respuestas iban y venían en el
parpadear de un ojo, el tic de una mejilla, una larga y acalorada discusión sin palabras,
hasta que nació un consenso, no el resultado de una votación democrática, sino del
peso y la autoridad que fluían por sus canales naturales, hasta que los últimos

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remolinos de disentimiento se desvanecieron y el lago de la conformidad mostró su
cara inocente y pacífica.

—Está bien —dijo Carmody, porque esta vez fue él quien, frente a la pesada
inmediatez de Mulligan, inclinó la balanza—. Está bien —desconcertado, sin saber por
qué condescendía, si no era por el aguijón de lo nuevo e inesperado y en
consecuencia teñido, aún en perspectiva, con algo de lo diabólico. Ahora, de todos
modos, era el custodio de la voluntad general y se proponía hacerla cumplir.

Pero otros, por disciplinados que estuvieran en la aceptación de esa voluntad general
se alarmaron. Sólo alguien que fuese absolutamente extraño a ellos, más, alguien que
en verdad participara de la condición de un Gato, podía postergar una de piñas. Por lo
tanto, pensaron, esto ya no era un juego, si es que alguna vez lo había sido.

Y así ocurrió que Carmody, después de imponer su punto de vista, quedó malparado,
resbalando sobre un ilusorio punto de equilibrio, sintiéndose abandonado e incapaz de
evitar nada de lo que pudiera seguir. Porque tal es la naturaleza de las inciertas
victorias que se ganan sobre oscuros pálpitos del corazón.
Mulligan sintió volver la marea, esa honda corriente que hace el prestigio.

—Eh, Gato —dijo—. Eh, ¿cómo es que llegas tan tarde al colegio?

El Gato lo miró de frente y algo parecido a una partícula de ceniza, un diminuto


destello, pareció moverse en cada uno de sus ojos.

—Estaba enfermo —respondió, y ahora retrocedieron, como si temieran tocarlo. El


Gato lo sintió, una fugitiva sonrisa volvió a jugar en su cara flaca y hambrienta; con
asombrosa previsión se lanzó sobre ese fragmento de la suerte, lo arrebató, lo manejó
como una pelota atada a una gomita.

—Tiña —dijo, y sacudió la cabeza, y les mostró—. El que me toca se jode —


tocándose, en honda burla y parodia de sí mismo.

De nuevo retrocedieron, sin dejar de mirar, y a la luz del crepúsculo creyeron ver en la
cabeza del Gato manchas amarillas y grises, y más tarde Collins aseguró que eran
como algodón sucio o flores de cardo. Todo el mundo comprendió entonces que la
cosa sería más difícil de lo que pensaban, porque el corazón humano se resiste a
golpear llagas infestadas o males escondidos, y la índole del obstáculo que ahora los
frenaba era, más o menos, del mismo orden que impide o impedía en viejos tiempos
levíticos que un hombre toque a su mujer en ciertos días.

Con la cabeza agachada el Gato subrayaba su ventaja y se reía por dentro,


observándolos desapasionadamente desde sus ojos curvados hacia arriba, eligiendo a
éste o aquél para los futuros días de la retribución y del placer gatunos, porque no
menospreciaba la caza ni ignoraba las mudanzas del tiempo.

Los puños se abrieron, ola tras ola de placer desaparecido, de legítima excitación
robada escalaron como nubecitas de humo las vertiginosas paredes. En mitad de ese
asombro sonó la campana llamando a cenar. Formaron sin ganas contra la pared del
comedor, bajo los ojos saltones e inyectados del celador de turno que —certeros para
atrapar el motivo central de cualquier desgracia— llamaban la Morsa, por esos dos
incisivos que, como largas tizas, quedaban siempre a la vista, aun cuando cerrara la
boca. Sin que nadie se lo indicara, el Gato encontró su lugar en la fila, y ese lugar que
encontró sin previo ensayo le cuadraba perfectamente de modo que ahora quedaba

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inadvertido entre Allen y O'Higgins, aunque la fila entera sentía su presencia impune
como un ultraje.

Después del rezo, el Gato comió despacio. Bajo la lámpara de pantalla verde, entre los
azulejos y sobre las mesas de mármol, en esa enfermiza y espectral blancura que
daba al comedor el aire de una sala de hospital, su aspecto no mejoró. Parecía más
enfermo, ladino y gris, incómodo para mirar, irradiando esa escandalosa certeza de
que uno no podía ser él, bajo ninguna circunstancia y mediante ningún esfuerzo de la
imaginación, mientras que podía ser Dashwood, o Murtagh, o Kelly, casi sin desearlo,
como en efecto ocurría a veces. Su ajenidad era abominable, y los seis chicos
sentados con él en la última mesa, que eligió con la misma precisión con que había
tomado su lugar en la fila, apenas se decidían a comer. El guardapolvo nuevo del Gato
brillaba con un lustre metálico y verdoso, usaba corbata negra y el cuello de su camisa
estaba arrugado. Pero lo que más impresionó a los que realmente se atrevieron a
inspeccionarlo fue el largo, largo cuello, y la forma en que se arrugaba cuando ladeaba
de golpe la cabeza, y el espectro, el fantasma, la adivinada y odiosa sombra de un
bigote gris. Era feo el Gato.

Luego los platos y las fuentes quedaron vacíos, y todos los ojos vacíos miraron al
frente, y a una sola señal de la Morsa, la conversación murió. Exteriormente, nada
había ocurrido. Sin embargo, en el alma misma del rebaño acababa de producirse un
cambio. Silenciosamente, entre el primero y el séptimo y el último bocado de la sémola
friolenta, blancuzca, apelmazada que noche a noche mantenía al pueblo con vida, sus
líderes fueron derrocados, mediante un proceso desconocido inclusive para ellos.
Mulligan y Carmody lo supieron, aunque nadie dijo una palabra. Habían fallado ante su
gente, y otros desconocidos aún, ocupaban sus lugares. Así debía ser. El pueblo no
quedaba ligado por la palabra dada en un momento de debilidad por un sentimental
fracasado como Carmody.

¿Lo adivinó el Gato? Apenas tragó la última cucharada, sus pies comenzaron a
moverse sin ruido, pedaleando sobre el piso en un estacionario corre-corre-corre,
como un ciclista que se entrena o un boxeador haciendo sombra contra el cercano
futuro que se agranda, zambulléndose en la corriente de los hechos, siendo arrastrado
cada vez más lejos por su propia ansiedad, corriendo en una amortiguada pesadilla.

La Morsa lo sintió también mientras rondaba el callado comedor, poniéndose cada vez
más colorado, sintiendo la necesidad de decir algo, oliendo oscuramente el aire
asesino, enfureciéndose, hasta que al fin se paró frente a todos y barbotó:

— ¡Pórtense bien, ustedes! ¡O les rompo el alma a patadas!



Y de este modo se expuso a un silencio ridículo.

Salieron al patio y la noche y volvieron a ponerse en fila. Había en el aire un mensaje


de los campos tras las altas paredes, un aroma dulzón que el Gato sintió, y entonces
miró al cielo que en ese preciso momento, siete de la noche, fines de abril de 1939,
ostentaba una Cruz majestuosa y una proliferante Argonave.

Pero el suelo era de piedra, grandes lajas de pizarras grises o celestes, pulidas por el
tropel de las generaciones hasta un hermoso acabado de finas vetas, extendiéndose
lejos hacia las gráciles arcadas de los claustros que brillaban casi blancos contra el
mar de sombra que empezaba detrás. En algún momento del día había llovido,
quedaban charquitos de agua en las hondonadas de la piedra, y el Gato los cotejó
contra las suelas de sus botines nuevos, mientras algo todavía refrenaba a la Morsa,
que no daba la orden de romper filas, y por un momento pareció que volvería a hablar,

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pero al fin se encogió de hombros, dio la orden y el Gato saltó.

Saltó, otros dicen que voló por encima de sus cabezas, elevándose tal vez dos yardas,
y la fuerza de su quemante impulso lo llevó hacia adelante como en un sueño,
planeando, cinco, diez yardas, navegando sobre su flotante guardapolvos hasta que al
fin tocó la piedra y las punteras de fierro de sus botines arrancaron de la dormida
piedra un chaparrón de chispas, un doble chorro de fuego, signo por el cual fue
reconocido más de una vez en esa larga noche, cuando ya parecía haber
desaparecido para siempre. ¡Fogoso Gato! ¡Tu terrible desafío aún vibra en mi
memoria, porque yo era uno de ellos!

¡Pero qué fue más admirable, ese espantoso salto, o la serena determinación con que
Irlanda mandó al frente a sus guerreros! Fácilmente se desplegaron, casi a paso de
marcha, Dolan en una punta, Geraghty en el centro, el pequeño pero ingenioso
Murtagh a retaguardia, y este único y sencillo movimiento bloqueó todas las posibles
retiradas y siguió invisible hacia adelante, entre la renovada prestidigitación del dinenti
y el candor del hoyo-zapatero y las conversaciones que disimulaban todo, de suerte
que ni siquiera los ojos adiestrados de la Morsa (siempre al acecho de algo que
mereciera castigo excepcional) vieron otra cosa que ese enloquecido chico nuevo, el
Gato, que como un rayo pasaba en diagonal hacia el claustro de la derecha.

En algún lugar del patio se oyó el sonido de la armónica, que Ryan tocaba en un
agudo bailarín y gozoso, como un pífano guerrero, alentando la fiebre del combate. A
la izquierda Murtagh corrió un poco, apenas lo bastante para taponar la galería entre
los claustros, y llegó a tiempo para ver la sombra del Gato, a sesenta yardas de
distancia en el extremo opuesto.

El Gato probó allí la primera cucharada de un amargo dilema. A su derecha estaba la


puerta abierta de la capilla, exhalando un enfermizo olor a cedro, cirios y flores
marchitas. Se asomó y vio a un cura muy viejo arrodillado ante el altar, murmurando
una oración o, tal vez, durmiendo en voz alta, con los ojos cerrados. A su izquierda el
largo corredor, con una puerta de vidrio que daba a la rectoría y la agazapada sombra
de Murtagh en contraluz. Y al frente, una escalera que se internaba en la oscuridad.
Subió ciegamente.

Murtagh abrió una ventana de la galería y con el pulgar hacia arriba hizo una seña a
Geraghty, que aguardaba sin prisa en el centro del patio. Geraghty, a través de
anónimos mensajeros, comunicó la novedad a Dolan, que se había quedado muy
atrás, a la derecha del largo semicírculo de cazadores, y sobre quien había
descendido silenciosamente el águila del mando. Dolan reflexionó y dio sus órdenes.
Mandó a Winscabbage, que era estúpido pero de anchas espaldas, a retener la
encrucijada que tanto había desconcertado al Gato e impedir a toda costa su regreso.
Después transmitió a Murtagh la señal de tomar sus propias disposiciones, y Murtagh
llamó al pequeño Dashwood y le ordenó que se quedara allí y gritara si venía el Gato,
porque el pequeño Dashwood no podía pelear a nadie, pero era capaz de exorcizarse
los propios demonios del aullido. Hecho esto, la línea entera se replegó, mientras los
jefes se reunían para deliberar y escuchar el consejo de Pata Santa.

Pata Santa Walker tenía una pierna más corta que la otra, terminada en un botín
monstruosamente alto, rígido, inanimado como un tronco muerto que arrastraba al
caminar, y una noble cara afilada y olivácea de ojos visionarios. No era un líder y
nunca podría serlo, aunque aseguraba descender de reyes y no de pobres chacareros
de Suipacha, pero la intensidad y concentración de sus ideas lo sustraían al círculo de
la piedad en que otros simples desgraciados —un epiléptico y un albino, dos rengos
más y un tartamudo— chapoteaban.

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A Pata Santa le sobraba tiempo para pensar mientras los demás jugaban al fútbol o al
hurling, y los líderes tenían que escucharlo.

—Subirá al dormitorio —vaticinó como si realmente estuviera viendo al Gato—, y


después irá hacia atrás.

— ¿Y después?

—Puede aparecer a nuestra espalda. Si lo dejamos bajar, lo perdemos. Se convierte


en uno de nosotros.

—Hay que mantenerlo arriba —concordó Murtagh.

Dolan mandó a Scally y Lynch a cubrir las otras dos salidas del patio.

El Gato estaba ahora en una trampa. Cuatro lados, cuatro ángulos, cuatro escaleras,
cuatro salidas, todas custodiadas. Moviéndose cautelosamente en la oscuridad,
encontró un descanso y una puertita de madera que daba al coro. Se asomó y vio una
vez más el altar, el cura inmóvil, el Cristo sangrante y repulsivo y el par de arcángeles
de plumas azules sosteniendo candelabros eléctricos. En el coro había un órgano
empinando la silueta en la penumbra y rosetas de vidrio que daban a alguna parte de
la noche y del cielo. Pero algo ajeno a él mantenía al Gato en movimiento; retrocedió,
siguió subiendo y volvió a encontrarse en los ángulos rectos de la decisión. A su
izquierda había una larga serie de puertas que se abrían sobre un pasillo; a su
derecha, un dormitorio con dos hileras de camas blancas. Se acurrucó, reflexionó,
después, caminó sigilosamente por el desierto dormitorio, la interminable perspectiva
de camas. No había luz, salvo dos bombitas de veinticinco vatios, separadas por
cincuenta pasos, como dos grandes gotas traslúcidas de sangre. El Gato se asomó a
una ventana, vio un parque con luz de estrellas, oscuros pinos y araucarias, el portón
de entrada por donde había venido con su madre y, más lejos, el blanco camino
pavimentado y la señal del ferrocarril que cambiaba de rojo a verde. Así que ése es el
sur, pensó, pero no exactamente el sur. Bajó la vista al camino de guijarros; la
distancia era siete u ocho veces la altura de su cuerpo, y de todas maneras él no
quería volver al sur. Ahora trató de recordar el aspecto que tenía el edificio cuando lo
vio por primera vez esa tarde, pero no pudo, y maldijo la estéril emoción que
bloqueaba ese recuerdo. Su madre iba de regreso al pueblo en un tren lejano.

En el patio la Morsa se paseaba frenéticamente, persiguiendo la persecución,


exigiendo una parte en la invisible ceremonia, pero cada movimiento sospechoso
resultaba pertenecer a un juego inofensivo que, cuando se paraba a preguntar, se le
aferraba en forma de otras preguntas inocentes, dirigidas en debida y respetuosa
forma a un superior y adulto, robándole tiempo y atención, embotando su iniciativa y
de ese modo impidiéndole ubicar la zona donde verdaderamente transcurría el mal. En
eso también la comunidad era astuta, su población civil distraía al enemigo o al
intruso. Y así la Morsa no descubrió nada y supo que no iba a descubrir nada a menos
que mentalmente pudiera identificar al jefe, pero apenas pensó en Carmody lo vio a
cuatro pasos de distancia, cambiando el Pez Torpedo por Bernabé Ferreyra, y en
seguida vio a Mulligan junto a la pared midiendo con la palma chata sobre el suelo las
chapitas de la arrimada. Así que maldijo en voz baja, sabiendo que debía esperar casi
una hora antes de tocar la campana para el rosario, y volvió a maldecir contra la luz
fangosa del patio e incluso contra esas viejas piadosas y amarretas de la caritativa
Sociedad de San José. Fue entonces cuando en el centro del patio estalló una falsa
gresca, y al amparo de esa conmoción Dolan y sus secuaces de derramaron por la
escalera posterior de la derecha, mientras Murtagh y los suyos iban por la izquierda

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seguidos por la armónica que alternaba el fino sentimiento de Mother Machree con el
denuedo de Wear on the Green.

Arriba el Gato siguió avanzando hasta encontrarse nuevamente en un ángulo recto, en


un rellano, mirando hacia abajo, a la sombra, y queriendo tomar una decisión.
Bruscamente resolvió probar las defensas allí y bajó como una catarata.

Desde el centro del patio, donde la ilusoria pelea se desvanecía rápidamente en


presencia de la Morsa, la escena se vio así: primero hubo un grito penetrante, luego
un breve choque, y en seguida el pequeño Dashwood salió despedido, pateando y
gimiendo como un cachorro loco. En el acto se formó a su alrededor un círculo, y
entonces todos observaron la marca del Gato: una serie de profundos rasguños,
paralelos y sangrientos, en su mejilla derecha. McClusky y Daly ocuparon
silenciosamente su lugar, mientras otros lo llevaban al surtidor para lavarle la cara y
oírle decir:

—¡Le pegué! ¡Le pegué! ¿No me quieren creer?

Se corrió la voz: el Gato había golpeado. Ahora las caras estaban sombrías, pero
nadie perdió su valor.

Tras enfrentar y aporrear a Dashwood, el Gato desanduvo su camino. La pelea estaba


ahora dentro de él, se derramaba por su sangre en una incesante, incontenible
filtración. Sentía su propio olor, acre, humeante, inhumano, como el que deja un rayo
al golpear la tierra, y un deseo casi intolerable de matar y huir, de hacer frente y volver
a golpear y huir nuevamente, que le inundaba el cerebro y lo dejaba a merced de
oscuras corrientes que fluían insensatas por su cuerpo. Se sentía transportado y
repelido, se agazapaba y se zambullía y se ocultaba y volvía a cargar sin un momento
de reflexión, nadando en esa poderosa corriente de miedo y de odio mientras dejaba
atrás otro pasillo y otra hilera de puertas que probó y encontró cerradas con llave
menos una, fileteada de luz, que filtraba una música lánguida y envolvente, y que no
quiso probar. Escuchó allá delante un tropel de pasos, se apelotonó y rodó al interior
de un baño, el hedor de una letrina, y oyó pasar voces amortiguadas y llenas de
excitación, "Por aquí, tiene que haber venido por aquí". El Gato adivinó que enseguida
volverían, las aletas de la nariz empezaron a temblarle, llegó a pensar Aquí no, y salió
antes que la red terminara de cerrarse.

Lo vieron, giraron sin prisa, como si estuvieran seguros de que ahora no podría
escapar. Ese pausado movimiento asustó más al Gato que una arremetida, y aun
antes de volver a saltar comprendió por qué: habían dejado un retén en el descanso.
Eran dos y lo esperaban, sólidos, inconmovibles, sin miedo, con las piernas bien
separadas, los puños enarbolados. "Venga, gatito" dijo uno. "Vamos, minino, ahora
tiene que pelear." Vio la brecha entre ambos y se zambulló, y ese movimiento tan
simple volvió a tomarlos desprevenidos porque eran peleadores a golpe de puño que
no concebían otro tipo de lucha.

El Gato cayó sobre el codo derecho y el hueso propagó por todo su cuerpo un
instantáneo ramaje de dolor. Sus perseguidores se habían precipitado sobre sus
piernas y no sólo lo golpeaban a él sino que se daban entre ellos. Ahora el Gato
estaba parado, arrastrando a uno que se aferraba a su guardapolvo, y los demás
venían a toda carrera. El Gato hizo un solo movimiento con la cabeza, una breve
media vuelta, y el hueso de la frente chocó en carne blanda, que podía ser una mejilla
o un ojo. El otro chico no gritó ni soltó el guardapolvo hasta que se desgarró, y ese
gran pedazo de tela gris fue Llamado la Cola del Gato y llevado en triunfo desde
entonces como un trofeo, un estandarte, un anuncio de la próxima victoria.

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Pero el Gato estaba libre y corría hacia una puerta, y detrás de la puerta otra larga
sala penumbrosa con dos hileras de camas, y mientras corría, de una cama tras otra
se alzaban espectrales sombras que se sentaban y lo miraban con ojos huecos como
los muertos saliendo de sus tumbas, y fue entonces cuando sus ferrados botines
volvieron a arrancar de los mosaicos de la enfermería un doble surtidor de chispas y
por primera vez imaginó que eso no estaba ocurriendo, pero no se paró, una nueva
inyección de pánico se resolvió en otro gigantesco salto y de ese modo había llegado
a la cuarta esquina en lo alto del mundo.

En el patio la Morsa se había apoderado de Dashwood y lo sacudía sin conseguir que


hablara o por lo menos que dejara de balbucir una absurda invención de haberse
golpeado contra una pared. Lo dejó parado en el centro del patio y por un momento
pensó en llamar en su ayuda a Dillon que estaría en su pieza leyendo novelas
policiales o escuchando valses en su viejo fonógrafo, pero no lo llamó. Puedo
arreglarme, pensó. Y luego: Yo les voy a enseñar, poniéndose al acecho en uno de los
claustros hasta que vio una sombra que cruzaba silenciosamente la arcada, diez
pasos más lejos. Corrió tras ella, atrapó a Murphy por el cuello y lo abofeteó en la
oscuridad. Murphy chilló y la Morsa volvió a abofetearlo.

— ¿Así que se divierten, eh? ¿Dónde están todos?

— ¿Quiénes? —gimió Murphy—. ¿Quiénes?

—No te hagas el imbécil. Los que persiguen al nuevo.

—No sé nada —dijo Murphy—. Tengo que vestirme para la bendición.

—Ah, sí —dijo la Morsa dándole un coscorrón en la cabeza.

— ¡El padre Keven me espera! —chilló Murphy.

—Ah, sí —dijo la Morsa, y entonces otra voz a su lado dijo—: Ah, sí —y vio la
mandíbula de fierro y los ojos helados del padre Keven que con la estola en la mano lo
miraba desde la puerta de la sacristía—. Véame mañana, en la rectoría —mientras
acariciaba suavemente a su lastimado monaguillo.

Dolan y su estado mayor aguardaban en el cuarto descanso. Oyeron el tumulto en la


enfermería y de golpe el Gato apareció cruzando la puerta, se paró y se quedó
mirándolos.

—Hola —dijo Dolan, que no era alto, pero sí era fuerte y tenía ojos pardos en una cara
cuadrada y maciza como la de un bulldog, con un mechón de pelo amarillo, caído
sobre la frente, que se sacudía cada vez que hablaba—. Hola —dijo.

—Me doy por vencido —jadeó el Gato.

Al oírlo todos se echaron a reír.

—Peleo con el que quieran —dijo.

—No habrá pelea —dijo Dolan—. Te dimos una chance y no quisiste. ¿Sabes lo que
habrá? Te desnudaremos hasta el hueso.

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—Uno de ustedes tiene que pegar primero —propuso el Gato—. Déjenme pelear con
ése.

—¿Para qué?

—Para que vean que no le tengo miedo a ninguno.

Volvieron a reírse y sin embargo un cuña había penetrado en ese sólido frente, el
desafío colgaba como un trapo rojo y el grupo empezó a disolverse en individuos y a
deliberar en silencio como antes, mientras el Gato se movía sin moverse, se deslizaba
casi imperceptible y resbaloso y gris hacia una puerta oscura, lenta pero rápidamente
mejorando su posición, sintiendo contra la espalda la dura pared que le daba una
nueva seguridad, la promesa de un redoblado brinco, pero sin quitar los ojos de Dolan,
que ahora vaciló un instante, y eso bastó para que alguien saltara al frente diciendo:

—Déjenme, y antes que Dolan pudiera oponerse hubo una gran ovación que sólo fue
quebrada por el Gato mismo, alzando una mano y ordenando casi a los demás que
retrocedieran, cosa que hicieron casi con pesar sintiendo una absurda salpicadura de
autoridad que de pronto emanaba del Gato quien al fin se había colocado en guardia,
lúgubre y sereno y plantado con justeza, y entonces todos vieron el buen estilo y el
perfil medido, el puño izquierdo alargado casi con despreocupación, el dorso del
derecho levemente apoyado en la base de la nariz bajo los ojos deslumbradoramente
vivos, el Gato que empezaba a girar en círculo alrededor y alrededor de Sullivan, hasta
que su espalda estuvo contra el oscuro hueco de la puerta, y entonces simplemente
caminó hacia atrás y se fue, jugándoles la última pero más fantástica broma de esa
noche.

Aquel refugio final era el lavadero, una gran habitación cuadrada y sofocante con una
sola puerta y una ventana en la que se recortaban sombrías arboledas. En el centro se
erguía una enorme máquina de lavar cuyos cilindros de cobre brillaban suavemente en
la luz almacenada y reflejada por montañas de sábanas que se alzaban desde el piso
hasta el techo exhalando un ácido olor a sueño, transpiración y solitarias prácticas
nocturnas. El Gato tropezó, cayó, se hizo una pelota y salió convertido en fantasma
hacia la ventana, guiando la caliente ola de persecución que de pronto inundó la
estancia con un sordo reverbero de pasos y de gritos. Casi en un solo movimiento
abrió la falleba y trepó al antepecho. Una mano lo sujetó, pero ya saltaba hacia la
vertiginosa oscuridad.

Diez minutos antes de lo establecido la Morsa tocó la campana llamando a bendición y


empezó a meter a todo el colegio en la capilla, casi por la fuerza, yendo y viniendo con
prisa frenética a lo largo de la fila, gruñendo y matoneando, "Vamos, vamos, pronto",
sin detenerse a contarlos, "Pronto, no se queden dormidos", mientras rezagados y
desertores de la cacería volvían trotando y se incorporaban sin ser interrogados,
porque mañana habría tiempo para eso, para la distribución de culpas y castigos que
esta vez, se prometió apretando los dientes, haría temblar a las piedras, "Pronto, dije",
dando un coscorrón al último y allá adelante Murphy prendía las velas del altar
mientras el padre Keven salía en oro y esplendor mirando desconfiado hacia la puerta
y Dillon bajaba la escalera ajustándose la corbata para recibir su turno con la cara
llena de sueño y de estupor.

—Después te explico —le dijo—, y empezó a subir por el camino del Gato.

Debajo de la ventana del lavadero había una leñera con techo de chapas que resonó
como un cañonazo bajo el impacto del Gato, poblando el aire nocturno de chillidos de
pájaros y remotos ladridos de perros. Mientras se incorporaba sintió que se había

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recalcado el tobillo y recordó la mano que lo había sujetado desviándolo de su línea de
equilibrio. Resbaló cautelosamente por la pared del cobertizo, vio las caras blancas de
sus perseguidores allá arriba en la ventana y mientras rengueaba hacia un alto cerco
de alambre oyó la campana en la capilla que llamaba a bendición, como la serena voz
de Dios o como esas otras voces dulces que a veces se oyen en sueños, incluso en
los sueños de un Gato.

En el oscuro centro del patio, el pequeño Dashwood estaba olvidado. Sabía que la
caza continuaba porque no había visto regresar a los líderes.

Por un momento deseó correr a la capilla, arrodillarse y rezar con los demás, unir su
voz al coro rítmico y cálido que en elogio de la Santa Virgen María brotaba ahora de la
puerta en ondas mansas y apaciguadoras. Pero nadie lo había relevado de su deber.
Además, estaba herido en combate y quería saber cómo terminaba. Acalló sus
temores y empezó a deambular por el vasto edificio, buscando una señal o un ruido.

Desde el lavadero, Dolan vio al Gato que se alejaba en la sombra. A su espalda se


ataban sábanas para formar una larga cuerda, mientras Murtagh y otros bajaban
corriendo la escalera y saldrían por los fondos en, quizás, treinta segundos. La lucha
no había concluido.

Amargado, sombrío, sentado en una pila de sábanas, Walker callaba y despreciaba.


De puro pálpito, gracias a una imaginación infatigable y certera, había conseguido
estar en el lugar de la batalla en el momento justo, para que ese montón de imbéciles
la dejara evaporarse. No podía correr, como había hecho Murtagh, no podía volar,
como en ese mismo instante estaba haciendo Dolan, sólo podía pensar. Tardaría más
de cinco minutos en bajar la escalera y salir por el fondo. Su rostro se desfiguraba en
una mueca de tormento espiritual al ver cómo los dioses se perfilaban nuevamente
contra él.

El Gato no trató de saltar el cerco. Una sola mirada, dada por el tobillo lastimado, el
dolor incluido en el circuito de visión, le demostró que era inútil. Además, detrás del
cerco estaban el mundo y su casa, adonde no quería volver. Prefería jugar su chance
aquí. Se tendió tras una pila de cajones, apoyando la cara en el pasto dulce y frío, y a
través de los resquicios de la pila vio los guerreros que se derramaban por el campo,
desde el frente y desde el fondo, y luego a Dolan que bajaba flotando como una
enorme araña nocturna en su plateado hilo de sábanas. De los vitrales de la capilla
venía un manso arroyo de palabras extrañas, destinadas quizás a condoler y aplacar -
Turris ebúrnea. Pray for us! - pero el Gato no se sintió condolido ni aplacado.

El pequeño Dashwood había encontrado su camino hacia la puerta del frente y salió al
completamente solo en un mundo exterior cuyas reglas ignoraba. Nunca se había
atrevido a ir tan lejos. De golpe lo asaltó una aguda nostalgia de su madre. No se oía
otro ruido que el sordo retemblor de un camión en la ruta o el chistido más agudo de
las gomas de un auto, hasta que repentinamente todas las ranas se pusieron a cantar.
Dobló hacia la izquierda, canturreando él también, en voz muy baja, para no tener
miedo.

Los cazadores se habían desplegado en un amplio semicírculo cuyos extremos se


apoyaban en el cerco. Dolan les ordenó algo mientras examinaba el terreno. Vio a la
izquierda un gran tanque de agua sobre pilotes de cemento; chorreando sonoramente
su exceso en una charca; en el centro, oscuros matorrales; a la derecha, una pila de
cajones. En algún lugar de ese semicírculo de ochenta yardas de diámetro debía
esconderse el Gato, pero no tenían que apretujarse alrededor sino formar una barrera

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en terreno despejado hasta encontrar un método que lo sacara de su escondite. Se
sentó en el pasto y encendió un cigarrillo mientras pensaba.

En la capilla el padre Keven mostraba la custodia a un soñoliento auditorio. Era un


hombre áspero, con una úlcera que lo roía especialmente durante los oficios divinos, lo
que sin duda era debido al enfermizo olor del incienso. El celador Dillon miró su reloj y
se ubicó junto a la entrada.

La Morsa recorría a la inversa la ruta de la caza. En el descanso del lavadero pasó


junto a una sombra acurrucada en la oscuridad, sin verla. Era Walker que había
agotado la tortura de la cavilación y se sentía nuevamente guiado por una furiosa
certeza que en seguida volvió a ponerlo en movimiento, arrastrando escaleras abajo
su pata inútil y pesada como una culpa, tomándose de la baranda y dejándose caer
escalón por escalón.

Cuando la Morsa entró en la enfermería, los enfermos se alzaron unánimes en una ola
llena de índices y exclamaciones que por supuesto lo mandaron en la dirección
equivocada, y cuando lo vieron irse se arracimaron nuevamente junto a una ventana
lateral que les permitía observar algo de lo que ocurría abajo. La Morsa bajó por la otra
punta del edificio, salió al campo, ambuló, perdido, rumbo a la desierta cancha de
paleta.

El Gato vio apagarse las luces de la capilla, después del destello de agonía de los
cirios del altar, sintió un flujo de movimiento hacia arriba, una tibia corriente de vida
que ascendía rumbo al sueño por sus cauces prefijados, dejándolo solo, él y sus
enemigos, ese oscuro círculo señalado de tanto en tanto por la brasa de un cigarrillo.
Una raya instantánea de luz recorrió las ventanas superiores del dormitorio. Entonces
Dolan dio una orden y una rala hilera de exploradores comenzó a converger sobre el
escondite del Gato, mientras los demás se aguantaban en campo descubierto.

El Gato miró hacia el este, vio un manchón de luz cenicienta entre las ramas bajas de
los árboles. Estaba saliendo la luna. Su mano apretaba una piedra del tamaño de una
manzana mientras el terror volvía a cabalgarle en la sangre.

En el parque, Dashwood se había cansado y extraviado. Su hermosa cara estaba


desfigurada por el zarpazo del Gato, la sentía inflamada y dolorida. De tanto en tanto
había creído oír los ecos de la caza, un grito, un acorde suelto de la armónica, pero
siempre se había equivocado. Las campanadas de la bendición quedaban muy atrás,
entre sus recuerdos de ayer y del pasado en general. Ese corte en el flujo de la
realidad lo asustó: bruscamente sintió ganas de correr hacia el camino y no volver
más, nunca más. El edificio del colegio se alzaba como un dragón alto y sombrío con
su reluciente dentadura de luces en los dormitorios. Quería que su madre lo hiciera
dormir. De pronto se sintió muy triste y se sentó en el pasto, metió la mano en el
pantalón y empezó a acariciarse. Eso le dio consuelo, una especie de indefinida
felicidad, como flotar muy alto sobre los campos y los pueblos, liviano como un chajá
que baña su plumaje en la luz del sol y la altura de las nubes, un placer sereno que
nunca llegaba a culminar, porque era muy chico para eso, pero ya no le importaba que
el dragón avanzara sobre él con sus dientes amarillos y lo devorase.

La parábola de la piedra estuvo medida al centímetro. Silbó aguda en la noche, sin


que nadie la oyera salvo el Gato, hasta que chapoteó sordamente en la charca debajo
del tanque. Entonces ya nadie quiso escuchar las órdenes y maldiciones de Dolan, el
círculo se fundió en una única embestida, la red se disolvió en una sola ola de
excitación y coraje, y hasta la armónica asumió los primeros compases de la Carga de
la Brigada Ligera, alegrando inclusive el corazón del Gato que ya se arrastraba

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invisible hacia la leñera, empujaba la puerta entreabierta, se confundía con la tiniebla
que olía a humedad y piquillín, a sarcasmo y a refugio.

Allí su suerte lo alcanzó. La puerta se abrió de un golpe o de un grito, y allí estaba


Walker, recortado en la luna, arrastrando su pata santa y su quemante aliento, la cara
saturnina brillando con la luz de la verdad y la revelación. El Gato se ordenó saltar,
pero en cambio gimió, atrapado en el aura supersticiosa que emanaba de su verdugo,
en la ley que ordenaba que el más pesado y lento de todos, el que no podía correr ni
volar, lo reclamara como presa.

Cuando llegó al lugar Richard Enright, 23 años, por mal nombre la Morsa, la batalla
había sido librada, y ganada y perdida. Las sombras de los guerreros seguían
filtrándose por las entradas del edificio dormido y la luna brillaba sobre la forma casi
insensible del chico que desde entonces llamaron el Gato, tendido sobre el pasto,
diciendo palabras que Enright no intentó comprender. El celador lo miró, terriblemente
golpeado como estaba, y comprendió que ya era uno de ellos. La enemistad de la
sangre había sido lavada, ahora quedaban todas las otras enemistades. En diez días,
en un mes, se convertiría realmente en un gato predatorio al acecho de tentadores
pajaritos. Los aguardaría en un pasillo oscuro, detrás de la puerta de un baño,
escondido en un matorral, y golpearía. Si le daban botines de fútbol, trituraría tobillos;
si le daban un palo de hurling, apuntaría astutamente a las rodillas. Con un poco de
libertad, con un poco de suerte, con un poco de la fiebre del deseo, con un relumbre
de la gloria de las batallas, el águila del mando bajaría a su turno sobre él. Y sin
embargo Enright sabía que el alma del Gato estaba llagada y sellada para siempre.
Trató de imaginar lo que sería cuando fuera un hombre, trató de inducir alguna ley
más general. Pero no pudo, no era demasiado inteligente y al fin y al cabo no era cosa
suya.

—Vamos, pibe —le dijo tomándolo de la mano, ayudándolo a levantar, aguantándose


firme contra la mirada fija y sangrienta con que un solo ojo del Gato lo miraba—.
Vamos —palmeándole la espalda, como los demás lo palmearían mañana, la semana
que viene—. Parece que perdiste el camino al dormitorio.

El Gato sollozó brevemente, después retiró la mano.

—Puedo caminar solo —dijo.

Walsh, Rodolfo. (2007) Los irlandeses. Buenos Aires, El Aleph.

Rodolfo Walsh (1927-1977) Narrador argentino nacido en Choele Choel, en la


Patagonia argentina. Creció y se educó como pupilo en colegios para niños huérfanos
y pobres dirigidos por sacerdotes irlandeses. La quiebra económica de su padre y la
dispersión familiar dejaron huellas que aparecen en su escritura. Los cuentos que
constituyen la saga de Los irlandeses- “El 37”, “Irlandeses detrás de un gato”, “Los
oficios terrestres” y “Un oscuro día de justicia”- incorporan recuerdos personales, en un
contexto donde las ceremonias de iniciación están determinadas por relaciones de
violencia y poder. En 1941 se trasladó a Buenos Aires, donde cursó el bachillerato
hasta ser expulsado del colegio. Luego de trabajar en distintos oficios, ingresó como
corrector de pruebas de la editorial Hachette, para la serie naranja de relatos
policiales. Durante los años cuarenta y cincuenta, se produce una transformación en la
circulación de los relatos policiales, solo pensados anteriormente como literatura de
quiosco. Los autores argentinos comienzan a sumarse a los extranjeros, y dentro de
este contexto Walsh se forma profesionalmente: de corrector pasó a traductor y autor

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de cuentos policiales. En 1953 publicó Variaciones en rojo, que recibió el Premio
Municipal de Literatura, y al año siguiente compiló Diez cuentos policiales argentinos
(1954), primera antología del género integrada por autores nacionales. En 1956
conoció a un sobreviviente de fusilamientos ilegales contra militantes peronistas en
José León Suárez e inició la investigación que culminó con la publicación de
Operación Masacre (1957). Esta obra separa dos etapas en la producción: la de los
policiales y el periodismo de magazines, y la que inaugura en la Argentina el género
de “ficción documental”. […] En 1958, con el título Caso Satanowsky, publicó en la
revista “Mayoría” una serie de notas sobre el asesinato de un prestigioso abogado,
donde cuestiona la imparcialidad de la justicia y considera una obligación denunciar
los crímenes producidos desde la impunidad del poder. Las notas periodísticas se
editaron como libro en 1972. En 1959 viajó a La Habana y fue uno de los fundadores
de la agencia de noticias Prensa Latina. Regresó a Buenos Aires a fines de 1960 y se
recluyó en una isla del Tigre, en el delta del Paraná, donde escribió los relatos que
integran Los oficios terrestres (1965) y Un kilo de oro (1967). En ellos aparece el cruce
de la memoria individual y el proceso social, la fragmentación y el montaje de
diferentes discursos, así como la oscilación entre reportaje y narración literaria que el
relato “Esa mujer” (sobre el cadáver de Eva Perón) sintetiza magistralmente. […] En
1969 publicó ¿Quién mató a Rosendo?, la investigación sobre la muerte de Rosendo
García, ocurrida en un confuso episodio entre facciones opuestas del peronismo, que
constituye un alegato contra el sindicalismo cómplice de la dictadura de Onganía. Su
compromiso político se intensificó hasta formar parte de la organización armada
Montoneros. Producido el golpe militar de 1976, anunció al año siguiente el inicio de
una campaña de denuncia concebida como “Cartas polémicas”. Escribió entonces la
famosa “Carta abierta a la Junta Militar”, que estaba repartiendo cuando fue
secuestrado y asesinado. Con anterioridad (en diciembre de 1976) había escrito otra,
dirigida a la cúpula de la organización Montoneros.

Cella, Susana. (1998) Diccionario de literatura latinoamericana. Buenos Aires, El


ateneo, pp. 293-294.

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