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de regularidad que existían en otras regiones.


Podemos afirmar por consiguiente que las formas públicas
del proceso judicial se hallaban omnipresentes en casi todos
los entornos locales, y que sus normas, pese a encontrarse
muy lejos de la perfección (y también de lo que cabe
considerar justo) empiezan a constituir un marco familiar
para un porcentaje de europeos cada vez más elevado. Al
mismo tiempo, la formación jurídica de cuantos intervienen,
ya sea por haber estudiado leyes o por conocerlas en la
práctica, goza de una extensión creciente (en el sur de
Europa siempre se leyó mucho a Bártolo de Sassoferrato).
Ya vimos en los capítulos 8 y 10 que la actividad religiosa
laica comienza a disponer de una base más amplia a partir
de 1200, y que esto dio lugar a la aparición de
interpretaciones innovadoras en materia de religión,
interpretaciones que las autoridades eclesiásticas (con razón
o sin ella) juzgaban peligrosas. Lo mismo vendrá a suceder
ahora, transcurrido aproximadamente un siglo, con los
conocimientos jurídicos, aunque en esta ocasión en el
contexto laico. Gran parte del refinamiento que se aprecia
en la esfera pública tardomedieval, tanto en el plano de las
élites como en el ámbito local, es consecuencia del
incremento de la práctica legal y del discurso que eso
generaba.

Resumamos lo que hemos venido diciendo hasta el


momento, tomando como base lo expuesto en este capítulo
y en el anterior: la política de la Baja Edad Media era más
cara que la de épocas pasadas, debido en gran medida a los
ejércitos mercenarios que habían pasado a constituir una
característica normal prácticamente en todas partes (y
después del año 1400, aproximadamente, la irrupción de la

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artillería aún habría de añadir más costes a la empresa
militar)[448]. Por consiguiente, la aplicación de cargas fiscales
empezó a ser por esta época una realidad igualmente más
habitual, al menos en las sociedades y las organizaciones
políticas más cohesionadas de la época, es decir, Francia,
Inglaterra, Borgoña, los estados ibéricos e italianos, Hungría
y el imperio otomano. En esta época, el poder del estado se
da ya por supuesto, y los únicos puntos que todavía se
resisten a admitir sus principios se encuentran en los
márgenes de Europa, como Escocia o Suecia. Los debates
públicos que tienen lugar en casi todas las demás regiones lo
asumen sin ambigüedades, de modo que los desacuerdos se
centran en la forma de regirlo y en sus costes, no en su
legitimidad. Y gracias a la existencia de controversias
políticas en los parlamentos y los consejos municipales, y a
las discusiones jurídicas de los burgos y las aldeas, los
parámetros característicos del debate público lograrán
difundir y calar cada vez más hondo en las células de la
sociedad (todavía desunidas), unas unidades políticas, por lo
demás, que irán entendiendo con claridad creciente la
naturaleza de las relaciones que las unen con el «bien
público» y las fórmulas que pueden y deben organizar la
gestión de ese «bien». En estos años contamos también con
una mejor documentación para conocer las vías empleadas
en la resolución consciente de los problemas políticos, una
práctica que parece ser mucho más común ahora que en los
siglos anteriores. No obstante, debemos evitar toda
generalización excesiva en este terreno. Entre los años 1350
y 1500, los diferentes reinos y organizaciones políticas de
Europa distaban mucho de ser entidades plenamente
coherentes, sobre todo en los reinos del norte y el este, cuyas
estructuras fiscales eran más débiles. En la práctica, la

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inmensa mayoría de los campesinos quedaba también
excluida de cualquier forma de participación digna de tal
nombre, una limitación que no solo se observa en buena
parte de los procesos políticos, a pesar de que estos les
afecten de manera muy particular (como sucede
invariablemente al aplicar un sistema fiscal, o,
evidentemente, con una declaración de guerra), sino que no
queda menguada por el hecho de que de cuando en cuando
sea posible demostrar que tenían una opinión propia sobre
el modo más adecuado de llevar adelante los mencionados
procesos. Con todo, en esta época no es posible ignorar ya el
papel de la esfera pública. En lo que sigue me propongo
avanzar sobre esta base y hacerlo en dos direcciones: en
primer lugar, examinando el papel de los intelectuales en ese
entorno, y en segundo lugar, estudiando el margen de
discrepancia que tenía la gente en esa esfera, tanto en el
campo de la disensión verbal como en el de la material. Se
trata de dos orientaciones muy distintas, que sin embargo
terminan confluyendo, como veremos, en la figura de Juan
Hus, el pensador checo cuyas discrepancias transformaron
la política de una parte de Europa.
En Europa, la presencia de estudiosos con proyección
pública, es decir, de individuos que lograban que sus puntos
de vista gozaran de un amplio seguimiento debido a su
capacidad profesional y a su autoridad en una determinada
rama del saber —y no tanto al hecho de ocupar una
posición política y social destacada— no comienza en la
Baja Edad Media. A principios del siglo XII, y de maneras
tan distintas como opuestas, Pedro Abelardo y Bernardo de
Claraval constituyen un ejemplo de lo que acabamos de
decir, y lo mismo sucede con Miguel Psellos en la
Constantinopla del XI. Ya en épocas tan tempranas, los
actos y afirmaciones de estos teóricos suscitaban el interés de

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la gente. No obstante, después del año 1300
aproximadamente, el número de eruditos irá en aumento,
creciendo también la cantidad de autores laicos con esa
capacidad de influencia. Sabemos, por ejemplo, que cuando
Dante comenzó a escribir el ambicioso poema alegórico de
La divina comedia, pese a verse obligado a pasar veinte años
en el exilio y a dejar su puesto en el gobierno florentino al
caer derrotada la facción urbana a la que pertenecía a partir
del año 1302, la obra captó inmediatamente la atención del
público, como hemos visto. Pero no solo eso, también se
sintieron atraídos cuando terminó la Monarquía, un tratado
en el que defiende que la legitimidad de la gobernación laica
del emperador es superior a la autoridad religiosa del papa,
y debe prevalecer también, en consecuencia —siquiera de
manera implícita—, sobre la administración de las ciudades
autónomas de Italia. No resulta extraño que esta segunda
obra careciera de verdadera utilidad para las figuras
políticas más activas de esos centros urbanos, pero no por
eso se evitó estudiarla con interés, dado que todo el mundo
conocía el prestigio del autor[449]. Medio siglo después, en
torno a 1340, Francesco Petrarca (fallecido en 1374) salía de
la oscuridad tras una carrera profesional estándar como
cliente de los prelados de Aviñón y conseguía llevar una vida
más atractiva (a sus ojos) como invitado de una larga serie
de ciudades italianas, posibilidad que se le había abierto al
convertirse en una celebridad como poeta (tanto en latín
como en italiano), autor de epístolas ciceronianas, y escritor
de tratados de fuerte carácter literario, por no mencionar el
hecho de que también fuera, que sepamos, el primero en
declarar que había subido a un monte por puro placer
estético o espiritual (el Mont Ventoux de la Provenza, en
1336, más tarde pintado por Cézanne). Petrarca prestó

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importantes servicios a las ciudades, para las que redactaba
discursos, pero su verdadera relevancia provendría de su
condición de icono cultural, condición que consiguió
alcanzar gracias a sus numerosas lecturas y a sus
sobresalientes dotes literarias[450].
A finales del siglo XIV, y muy especialmente en el
transcurso del XV, al empezar las ciudades italianas a valorar
de manera similar a las personas muy leídas, en particular a
las que dominaban la literatura clásica o (todavía más) a las
que poseían un talento retórico elegante y una prosa capaz
de evocar el estilo del mundo antiguo, las filas de este tipo
de intelectuales continuaron creciendo. La capacidad de
disertar y escribir al modo «humanista» se convirtió en un
salvoconducto para obtener el favor de los mecenas y
alcanzar la prosperidad. Estamos ante una tendencia
tradicionalmente asociada con la ciudad de Florencia, pero
en realidad casi todas las grandes poblaciones italianas —así
como las cortes de la Europa septentrional, de Inglaterra a
Polonia— caerían rendidas ante esta apasionada afición,
llamada a mantenerse un siglo o más en boga, por el debate
intelectual y el latín culto (y más tarde también por el griego)
que habría de extenderse además en muy distintas
direcciones hasta alcanzar los campos de la ciencia, la crítica
literaria o la arquitectura[451]. Entre las obras de este último
oficio figuran las de Leon Battista Alberti (fallecido en 1472),
cliente intelectual, como de costumbre, de varias cortes
urbanas, pero diseñador también de algunos de los más
espléndidos y apreciados edificios del nuevo estilo clásico de
Italia (de acuerdo con un gusto artístico al que hoy damos, a
diferencia de lo sucedía en la época, el nombre de
«renacentista»). Estas obras arquitectónicas pueden
apreciarse desde Rímini a Roma, sin olvidar la espectacular

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plaza construida para el papa sienés Pío II (1458-1464),
gracias a los buenos oficios de su protegido, Bernardo
Rossellino, en la diminuta aldea de Pienza, encaramada a
una colina, obra que es un auténtico Portmeirion del
medievo italiano[452].
A diferencia de Dante y Petrarca, Alberti acabaría
tomando los hábitos, lo que nos permite subrayar que en
otras zonas también había intelectuales vinculados con la
vida religiosa, sobre todo en el norte de Europa. Juan
Gerson (fallecido en 1429) nos proporciona un buen
ejemplo, ya que es un caso poco habitual, al tratarse de un
muchacho nacido en el seno de una familia campesina que
sin embargo logrará elevarse al nivel de las élites gracias a
una adecuada formación. Llegó a ocupar el cargo de rector
de la universidad de París, de modo que tuvo un papel
oficialmente reconocido, pero lo que terminará difundiendo
muy notablemente su influencia será el hecho de que se
dedique a escribir tratados, tanto en latín como en francés
—y de nuevo sobre los más variados temas imaginables,
desde el vegetarianismo monástico hasta las «supersticiones»
populares, pasando por las poluciones nocturnas—. Reveló
su madurez intelectual en el concilio de Constanza, que
defendió en su condición de teórico de primera línea, y no
dejó de escribir tratados hasta el final de su vida (de hecho,
uno de ellos, redactado justo antes de fallecer, en el que
habla de las virtudes de Juana de Arco, sobresale tanto por
ser un tema de candente actualidad en el momento de su
difusión como por el compromiso político que implicaba,
debido que en ese momento París se hallaba en manos de
los ingleses y a que otros profesores de la universidad de la
que había sido rector Gerson acabarían formando parte del
tribunal encargado de juzgar a Juana). El número de

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