los orígenes una labor apasionante, aunque en muchas ocasiones desazonadora, porque el investigador tiene que realizar trabajos de arqueólogo, desenterrando restos con los que difícilmente puede reconstruir un sistema. Los escollos con los que se enfrenta el estudioso son múl- tiples y no siempre fáciles de sortear. La tarea exige primero recor- dar las peculiaridades lingüísticas de la Península durante los siglos XII y XIII, y discernir con claridad entre lengua coloquial y lengua escrita. El latín será, y no sólo durante este periodo, la lengua utilizada para la prosa literaria, de la cual disfruta un público culto cada vez más amplio. Paralelamente el hebreo, y especial- mente el árabe, comparten con el latín, por necesidades históricas, la categoría de lenguas literarias, vehículos expresivos para las ma- nifestaciones más complejas, tanto en el terreno religioso, como en el histórico o científico. Junto a estas lenguas de erudición en la Península se hablaban el vasco y cinco dialectos de origen latino (gallego-portugués, leonés, castellano, navarro-aragonés y ca- talán). De estos cinco, el romance castellano en la norma toledana será el elegido por la corte alfonsí, lo que implicará su ingreso en la categoría de lengua literaria. Aunque el paso del romance, lengua coloquial, al rango de lengua literaria es un proceso para el que no puede señalarse una fecha, los primeros desarrollos se
documentan en el reinado de Fernando III (1217-1252) y, sobre
todo, en el de Alfonso X (1252-1284). Las siguientes distinciones resultan bastante más complejas. La fijación por escrito de un mensaje en romance castellano no conlle- va automáticamente el nacimiento de nuestra literatura, por muy interesante que esto sea para la historia de la lengua y de la cultu- ra. Las fronteras entre obra escrita y obra literaria resultan borro- sas en estos primeros momentos, y especialmente cuando nos ocu- pamos de la prosa. Dejando al margen las polémicas jarchas, pare- 10 María Jesús Lacarra
ce innegable la intención estética de los poetas del «mester de
clerecía» o la maestría del anónimo autor del Cantar de Mió Cid. Es más difícil, sin embargo, acumular ejemplos paralelos y coetá- neos cuando tratamos de los orígenes de la prosa. Los primeros documentos redactados íntegramente en romance son contratos o diplomas, de carácter particular, que reflejan las dificultades de comprensión que planteaba el latín escrito. A estos les preceden otros en los que, ya desde el siglo X, voces en romance se van intercalando en la redacción latina. El innegable interés lingüístico de estos testimonios no supone que los consideremos fundamento de la prosa literaria. Razones políticas pueden explicar, desde finales del XII, la nece- sidad de fijar por escrito unas normas jurídicas en una lengua comprensible para la mayoría. Esto, especialmente en las poblacio- nes reconquistadas, supondrá el uso de una lengua vulgar. Del mismo modo, para que todos los cristianos tengan acceso a la Biblia no puede seguir circulando sólo en latín o en hebreo. Estos datos nos indican la existencia de un sector de la población, capaz de leer, pero con escasos conocimientos del latín, algo que no ocurría en los siglos pasados donde aprender a leer implicaba saber latín. Los autores de los fueros o de los primeros anales trataban simplemente de «informar», en su lengua más habitual. En el laco- nismo de muchos de estos tempranos ejemplos no es fácil descubrir preocupaciones artísticas. Ciertamente tampoco los autores de es- tos primeros testimonios prosísticos perseguían en ningún momen- to una finalidad estética. Frases como ésta del Fuero de Guadala- jara: «Pescador o conejero que vendiere pescado o conexos en sus casas, pechen sendos maravedís» (Ed. Hayward Keniston, Elliott Monographs, Princeton University Press, 1924, p. 4) son caracte- rísticas de la fase primitiva de los fueros, y tienen poco de estricta- mente literarias. Sin embargo, con paso del tiempo, algunos textos jurídicos, el
sin abandonar la finalidad práctica del rigor expositivo, acogen
entre sus páginas ciertos recursos narrativos. En el Fuero General de Navarra^ como en el Fuero de la Novenera o en el Fuero de Jaca, se incluyen algunos exempla, para ilustrar la práctica de una normativa social sancionada en la moraleja. Así en el pri- mero de los textos citados nos encontramos con esta «fazaña»: «Un ombre iva por una carrera e trobó muitas serpientes, padres et madres i ermanos et otros parientes, et mató-las todas fueras la menor, et crió-la; quoando fo grant criada adormió-sse est orne, et esta serpient entró-sse entre sus vestidos et enbolvió-sse en so garganta d’est orne, et quíso-lo matar. Et est orne disso a esta Orígenes de la prosa 11
serpient:«No me mates que crié-te, e grant bien t’é feito». Res-
pondió la serpient: «Si me críest, sí me matest mi padre et mi madre et ermanas et parientes, et yo dévo-te matar». Sobre estas razones vinieron ante l’alcalde, et como i’ombre avía escondida la serpient dixo su razón cómo avié criado un orne e grant bien feito, et querié-lo matar. Et dixo l’alcalde que non daría a eyll solo a una razón iuizio, et escubrió la serpient, et disso cilla su razón como est orne avía muerto so padre et so madre et sos ermanas et otros parientes, et disso 1’ alcalde que non daría iuizio el orne estando preso, et desoltó-s la serpient; el alcalde et est
orne matáron-la a esta serpient. Et esta fazania es de la iusticias
et de sos vezinos et de los alcaldes» ( Ed. Juan Utrilla Utrilla, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1987, vol. I, p. 395, fazaña 512). El testimonio resulta de innegable valor para estudiar la historia de esta difundidísima fábula de origen esópico, cuya presencia en nuestra Península se atestigua desde la Disciplina ClericaliSy obra escrita en latín por Pedro Alfonso en el siglo XII, hasta la tradi- ción oral, todavía viva en Castilla. Ejemplos como el anteriormente comentado obligan a replantear los límites de la prosa literaria, pues en obras no específicamente literarias, como puede ser también el caso de los primeros testimo- nios históricos, se recogen informaciones muy valiosas, incluso para el estudio de otros géneros. Francisco Rico descubrió el nacimiento
de un cantar en la Castilla del XII al estudiar la Crónica de Avila y
al igual que en la Crónica de España de Lucas de Tuy resuenan
los cánticos tras la derrota de Almanzor: «En Calatañagor perdió Almangor el atambor». Del mismo modo conviene subrayar el importante papel desem- peñado por las traducciones. El término siempre aparece asociado a las versiones latinas y romances de obras orientales, tarea inicia- da en Toledo por el arzobispo don Raimundo y continuada des- pués con el patrocinio del rey Sabio, pero habría que introducir matizaciones. En primer lugar, en otros centros, en especial a lo largo del Valle del Ebro, se lleva adelante una labor similar; en segundo lugar, no sólo se traduce del árabe o del hebreo. Un elevado porcentaje de las obras que .estudiemos serán versiones procedentes de otras lenguas. Basta con recordar la importancia de los modelos latinos para el nacimiento de la historiografía caste- llana o, ya a finales del siglo, los influjos de la cultura francesa, visibles en el romanceamiento del Libro del Tesoro o de la Gran Conquista de Ultramar. La abundancia de traducciones, muchas de ellas fieles a sus fuentes en lo que hoy podemos comprobar, no implica ninguna merma del indudable esfuerzo realizado. Del 12 María Jesús Lacarra
ejercicio lingüístico que supone adecuación de unas estructuras
la sintácticas o léxicas, surgirá una lengua más flexible y más rica. Sólo tras ese largo camino de traducción queda preparado el terre- no para la labor creadora que tendrá en prosistas de la talla de don Juan Manuel su máximo representante. Ello hace que estas obras traducidas deban formar parte con derecho propio de una historia del nacimiento de la prosa. Razones políticas, religiosas o prácticas ayudan a comprender la aparición de los primeros testimonios de prosa romance, pero las colecciones sapienciales o las naraciones orientales no satisfacen exclusivamente una necesidad primaria. Esa literatura responde al mismo modo de vivir y de entender el saber del hombre medieval que nos explica algunas de las creaciones de la clerecía. Las causas sociológicas que sustentan este fenómeno nos llevarían a recordar la importancia creciente de la cultura en los albores del siglo XIII, cuando por fin parecen darse en España las condiciones adecuadas para el renacimiento cultural que se había fraguado en otras partes de Europa desde el XII. El gusto por aprender el saber, y el orgullo por difundirlo que se percibe en los autores del llamado «mester de clerecía», no está muy lejos del tono que transmiten las colecciones sapienciales. En el XIII se va ampliando el público lector en lengua vulgar, lo que posibilita un incremento progresivo de los textos literarios vernáculos. Se crean las universidades, con un modelo educativo más libre y abierto que el representado por las escuelas catedralicias y por las monásticas. La enseñanza y la cultura salen de los monasterios y encuentran nuevos centros de irradiación. El saber laico se difunde desde las nuevas universi- dades, como la de Falencia, y encuentra un medio social adecuado en las cortes de los reyes y de los grandes señores. Surge un públi- co nuevo al que hay que escribirle en lengua vernácula y la litera- tura que emerge es motivada por las necesidades de una formación profana. Por su contenido y por su peculiar disposición estas obras orientales responden adecuadamente a las necesidades y a los gus- tos de ese nuevo público. A ello habrá que sumar la confluencia entre la literatura sapiencial y la nueva conciencia monárquica que renueva, a partir del XIII, la discusión de los deberes éticos del rey. Ni el afán por el saber ni el interés por justificar la ética monárquica son preocupaciones exclusivas del ámbito peninsular. Pero cabe pensar que, ciertas peculiaridades históricas, propician su mayor intensidad en el ámbito hispano. De estas traducciones arranca la literatura sapiencial. Sin embargo, no pueden extrapolarse estos datos como impre- sión generalizadle para todo el siglo. La Iglesia castellana, a lo Orígenes de la prosa 13
largo del siglo XIII, manifiesta muchas veces su incultura y su
escaso afán reformista, y los decretos del Concilio de Letrán no parecen haber afectado a muchos miembros del clero. La Universi- dad de Falencia desaparece a mediados del siglo, después de déca- das de penuria, las proyectadas de Sevilla y Murcia fracasan, y sólo la de Salamanca sigue arrastrando una vida lánguida al falle- cimiento de Alfonso X. La presencia de un nuevo público, amante de la lectura en lengua vulgar, parece una realidad, pero no es cuantificable. Ignoramos en gran medida a quiénes irían dirigidas estas obras en prosa romance, especialmente aquellas desvinculadas de la corte alfonsí. Una realidad, sin embargo, se impone. Si estas obras han llegado hasta nosotros, descontando los códices regios, ha sido gracias a las copias manuscritas realizadas en el siglo XV. Otras muchas sólo forman ya parte del «Catálogo de textos medie- vales perdidos». Otras dificultades, como los problemas planteados con la data- ción de las obras o con su atribución, no son específicas del géne- ro, aunque revisten en él ciertas peculiaridades. La gran labor desempeñada en torno a la corte de Alfonso X ha supuesto un auténtico imán, atrayendo hacia su reinado obras de difícil data- ción, como ocurre con toda la literatura sapiencial. El brillo de la etapa alfonsí ha servido para iluminar débilmente el periodo precedente, correspondiente al reinado de su padre, Fernando III, pero ha oscurecido por completo la labor prosística de los últimos años del siglo, los del reinado de Sancho IV (1284-1295). Estos problemas impiden abordar con rigor un panorama de los orígenes de la prosa organizado cronológicamente, lo que lleva a combinar en este volumen dos criterios diferentes. La prosa historiográfica, la religiosa o la sapiencial se agrupa de acuerdo con planteamien- tos genéricos y temáticos que permiten ver su evolución a lo largo del siglo. El afianzamiento de la prosa literaria se produce durante el reinado de Alfonso X el Sabio y como consecuencia directa
de su política cultural. Ello autoriza a deslindar toda la producción
surgida de su entorno, de la que se ocupará el Dr. D. Francisco López Estrada. Por último, y pese a las dificultades para conocer el grado de participación de Sancho JV en las obras atribuibles
a su periodo, es innegable que a finales del siglo algo está cam-
biando, lo que puede captarse mejor estudiando coordinadamente todo el conjunto de obras que surgen en esos años. Desde las primeras Crónicas navarras, de fines del XII, hasta los Castigos e documentos ordenados por Sancho IV se ha recorrido un largo camino que ha supuesto el nacimiento de la prosa literaria en castellano.
Las Aportaciones Lingüísticas de Alfonso El Sabio A La Prosa Castellana Son Verdaderamente Determinantes en El Proceso de Maduración de Este Dialecto Que