Está en la página 1de 7

Teísmo, ateísmo y el sentido de la vida

La religión no me sirve de consuelo. La fe que otros tienen


en lo invisible, la tengo yo puesta en lo visible y en todo
aquello que se pueda tocar. Mis Dioses habitan templos
construidos con las manos, y dentro del círculo de mi
actual experiencia, mi credo es perfecto y completo, quizá
demasiado completo, porque al igual que otros que han
situado su paraíso en la tierra, yo he encontrado en él no
sólo la belleza del paraíso, sino el horror del infierno
también. Cuando pienso en la religión pienso en el deseo
de fundar una orden para aquellos que no pueden creer: la
cofradía de los incrédulos pudiéramos llamarla, en la cual
ante un altar en el que no ardiese ningún cirio, un
sacerdote de corazón atormentado celebrase la misa con la
hostia sin consagrar y el cáliz sin vino. Todo lo verdadero
ha de ser religioso, y el agnosticismo debe tener sus ritos
lo mismo que los tiene la fe.
(O. Wilde. De profundis)

Jorge Sierra
Docente-investigador
Carrera de filosofía
Facultad de ciencias humanas
Universidad Autónoma de Colombia

Introducción
Desde un punto de vista cósmico, nuestra existencia importa tan poco como la existencia de
una ostra. ¿Hay alguna razón por la que tengamos que existir? Si estamos aquí por puro azar,
¿qué sentido tiene nuestra existencia? El problema de si la vida tiene o no sentido, esto es, la
cuestión de si vale la pena vivir o no, ha estado durante mucho tiempo vinculada al problema
de la existencia de Dios y al problema de la inmortalidad del alma. Se supone que si Dios no
existe, y en consecuencia, no existe una promesa de inmortalidad suya, la vida humana
carecería de sentido. Pues ¿qué sentido tendría la existencia de cada uno de nosotros si,
después de todo, en unos años, ya no existiremos? ¿Qué importancia tiene cada uno de
nuestros actos, sean buenos o malos, si lo único que nos espera es una aniquilación segura?
¿Qué importancia tiene vivir, si al fin y al cabo, todos moriremos? Sin Dios y sin inmortalidad,
la vida humana es vana y es un absurdo. La vida parece tener sentido si siempre podemos
continuar existiendo, pues ante la amenaza de nuestra aniquilación segura cada acto que
obremos, sea perverso o bondadoso, resultaría ser tan superfluo que no valió la pena haberlo

1
realizado. Da lo mismo vivir que no vivir. Hace un siglo no existíamos y dentro de un siglo no
existiremos. ¿Qué importancia tiene entonces existir? Parece haber una injusticia irrefrenable
en comenzar a ser para después dejar de ser. Una vida finita y sin esperanza es una vida que no
merece la pena ser vivida.

Pero, la angustia y el dolor de ya no ser tienen una solución simple para el creyente: creer en
Dios y en su promesa de inmortalidad. No obstante, más de dos mil años de especulación
filosófica no han logrado el consuelo metafísico para la humanidad doliente. Seguimos sin
saber si Dios existe y si somos inmortales, como muy bien se evidencia en la “Plegaria de un
escéptico” de Renan: “Oh, Señor, si existe un Señor, salva mi alma, si tengo un alma”. De
hecho, cada día el consuelo se hace más difícil ante el avance de la biología y de la teoría de la
evolución. Si todos los animales mueren para siempre, ¿por qué nosotros somos la excepción?
Si la calidad de ser personas, esto es, de ser seres racionales y conscientes de nosotros mismos,
nos permite pensar más fácil en la idea de seguir existiendo más allá de la muerte física, ¿por
qué no le atribuimos inmortalidad a un chimpancé que puede tener tanta autoconciencia como
nosotros?

Pero nada de esto importa para el creyente. Las dudas escépticas sólo valen para el filósofo. La
incredulidad es un lujo que las personas no se pueden dar. Necesitan creer, desesperadamente
creer. Las dudas no importan, pues creer nos salva de morir. Pero ¿es suficiente creer?
¿Garantiza algo la creencia en Dios? El objetivo de esta ponencia es mostrar la plausibilidad de
dos tesis. La primera tesis afirma que el problema del mal echa por tierra las pretensiones del
creyente de hallar en Dios y en la inmortalidad la solución al problema del sentido de la vida.
La segunda tesis afirma que, aun suponiendo que el problema del mal no socave la fe del
creyente, la misma idea de inmortalidad es contraria a la idea de que la existencia humana posea
un verdadero sentido, pues no la dota sino que la vacía de sentido. Puede que después de todo
la inmortalidad sea otro tipo de mal y la muerte un bien para escapar de ella.

1. El problema del mal y el sentido de la vida


La verdadera cruz del cristianismo y en general, de cualquier religión monoteísta, es el
problema del mal. Si Dios es bueno y todopoderoso, ¿por qué existe el mal? Un Dios bueno y
todopoderoso en la medida de sus posibilidades hubiese creado un mundo sin mal. Pues si
Dios es bueno no puede querer el mal y si es todopoderoso siempre puede evitarlo. Entonces
¿por qué existe el mal? Si Dios permite el mal, entonces no es bueno y si no lo quiere, pero no
lo evita, entonces no es todopoderoso. O bien Dios no es bueno o bien no es todopoderoso o
ambas cosas. ¿Cómo puede sobrevivir a este razonamiento la creencia en Dios? ¿Cómo
podemos confiar en un ser que no lo puede todo o que no es bueno? De hecho, si recorremos
el mundo con una mirada, podríamos concluir que no es la obra de un ser sumamente
perfecto, sino de un ser defectuoso que dejó en su obra la impronta de sus limitaciones, o en
palabras de Hume:

Este mundo es enormemente defectuoso e imperfecto comparado


con un patrón superior; fue sólo el primer ensayo tosco de una
deidad infantil, que después lo abandonó avergonzada de tan deforme
resultado; es solamente la obra de la alguna deidad inferior y
dependiente que se ha convertido en objeto de burla para sus

2
superiores, es el producto de una deidad senil sobrecargada de años y
chocheces, que desde que ésta murió rueda por siempre abandonada a
su suerte a partir del primer impulso y fuerza activa que la deidad le
confirió.1

Una de las razones fundamentales a favor del ateísmo la constituye el problema del mal. Si el
mal existe, entonces Dios no existe y si Dios existe, entonces el mal no existe. El universo no
fue creado por una causa infinitamente buena y todopoderosa, pues no tenemos evidencia de
que exista un orden justo y bondadoso en el mundo. En consecuencia, no necesitamos
suponer que la causa del universo sea un Dios bueno y todopoderoso. Es posible que el
mundo haya sido creado por un Dios que no es bueno o todopoderoso, pero esto es contrario
al dogma fundamental del cristianismo. Puede que las razones a favor del ateísmo no sean
sólidas, pues posible que Dios exista y el mal exista. Pero esto no significa una victoria para el
creyente.

Si el sentido profundo de la fe reside en un acto absoluto de confianza en Dios, ello parece


presuponer que Dios es un padre que desea el bien para sus hijos y que tiene el poder para
evitar que sufran: confiamos en Dios porque nos ama y porque nos cuida. Si no podemos
asegurar que Dios sea bueno y todopoderoso, la confianza, es decir la fe en él, no sería posible.

Minada la confianza en Dios, ¿qué sentido tiene la existencia humana? Si estamos ante la
presencia de un Dios todopoderoso y malo, la existencia se convierte en un sinsentido. El
dolor y el sufrimiento son explicables por el poder absoluto de Dios, pero siguen siendo males
injustificables. Vivir bajo el poder de un Dios todopoderoso y malo sería vivir bajo la peor de
la tiranías, sin ninguna esperanza de escapar al poder infinito y omnipresente del tirano. La vida
sería una condena y no habría a quién pedirle ayuda. No pedimos ayuda a nuestro verdugo.
¿Qué sentido tiene una vida de sufrimiento si no hay redención y salvación? Si todo es un valle
de lágrimas, ¿dónde quedan las esperanzas de una vida futura mejor?

Si estamos, por otro lado, ante la presencia de un Dios bueno, pero no todopoderoso,
entonces Dios no nos puede ayudar a aliviar nuestros males por más bueno que sea. Si nos
ama sólo puede sufrir con nosotros, pero no puede evitar nuestros males. Y si Dios no es
bueno ni todopoderoso, entonces… las conclusiones son más que obvias para insistir en ellas.

Pero la fe mueve montañas de males. Al final de los tiempos, se nos dice, cada cual recibirá lo
que se merece y los justos serán premiados y los malos serán castigados. ¿Qué importa el mal
actual si, al final de cuentas, todas las almas buenas serán recompensadas y el sufrimiento
cesará por siempre? Gozaremos de la alegría del niño castigado que al final de su encierro y su
castigo se limpia las lágrimas y goza del mundo como si nada hubiera pasado. Valió la pena
esperar. La presencia del mal está justificada. El hombre necesitaba del sufrimiento como
medio para aprender la ciencia del bien y el mal. Todo está bien, después de todo. El
sufrimiento de millones de almas está plenamente justificado. Nuestra salvación exige
sacrificios. Pero aquí cabe la pregunta de Iván Karamázov: ¿qué justifica el sufrimiento de los

1 Hume., D., Diálogos sobre la religión natural, Tecnos, Madrid, 1994, pp.109-110.

3
niños? Si la salvación exige el sufrimiento de los niños, entonces esa salvación no vale la pena
porque es injusta y estamos justificados en rechazarla.

Pero concedamos que nada de esto importa porque para el verdadero creyente, el que no tiene
dudas, todo el mal está justificado, pues un Dios providente sabe sacar de todo mal menor
siempre un bien mayor. Y no importa que en nuestras cuentas terrenales el saldo siempre salga
en rojo. En el más allá seremos recompensados. No habrá más sufrimientos: la tragedia habrá
llegado a su término y comprenderemos, al fin, que todo aquel sufrimiento tenía sentido y
estaba plenamente justificado: no hay mal que bien por bien no venga, sentencia
temerarimente la sabiduría popular.

2. Inmortalidad y carencia de sentido


Se supone que el premio del Cielo y la inmortalidad dotan de sentido a la vida. Pero, ¿es esto
cierto? ¿Tiene la vida humana más sentido por gozar de una existencia eterna que por padecer
de una duración finita? Constatemos un hecho: muchas veces no sabemos qué hacer un
domingo por la tarde, pero aún así deseamos la vida eterna. Se podría pensar que una vida
eterna sería una vida de aburrimiento eterno. Pero no, simplemente no podemos creer que un
Dios infinitamente bueno nos diera semejante “regalo”. Una vida eterna tiene que ser una vida
de dicha eterna. Pero, ¿tiene sentido vivir una vida de dicha eterna?

John Stuart Mill se preguntó, hace más de cien años, si la creencia religiosa era realmente
indispensable para el bienestar de la humanidad o, si por el contrario, los beneficios que la
creencia religiosa produce podían ser obtenidos de otra manera sin tener que cargar con los
males que van unidos a la existencia misma de tal creencia. Pues como Hume dejó en claro
antes de Mill:

Si la superstición vulgar fuera tan saludable para la sociedad, dijo


Filón, ¿cómo podría abundar la historia en tantas pruebas de que
la superstición ha tenido consecuencias perniciosas en los asuntos
públicos? Facciones, guerras civiles, persecuciones, subversiones
en el gobierno, opresión, esclavitud; éstas son las tristes
consecuencias que tienen lugar cuando la superstición prevalece
en las almas humanas. Cada vez que se menciona el espíritu
religioso en una narración histórica, estamos seguros de que a
continuación se nos relatarán todas las desgracias a las cuales ese
espíritu religioso dio lugar. Y no hay épocas más prósperas y
felices que aquellas en que ni se menciona ni se considera el
espíritu religioso.2

Tradicionalmente se pensaba que la moral dependía de la religión, es decir, que las personas no
podían ser virtuosas a no ser que fueran creyentes. Mill mostró que esta opinión era errónea.
Para ello, desarrolló un conjunto de argumentos en los que demostró que la religión ya no
constituía ningún fundamento para la moral. Por ejemplo, en la moral religiosa tradicional se
suponía que las personas buscaban el bien y evitaban el mal debido a un sistema de premios y
de recompensas en el más allá, pero esta creencia con el tiempo ha perdido su utilidad y

2 Hume., D., Diálogos sobre la religión natural, Tecnos, Madrid, 1994, p. 178.

4
eficacia. La gente obedece las normas más por el miedo a la sanción pública o a la reprobación
de los demás que por el miedo a quemarse en el infierno. De hecho, si la gente hace el bien
buscando ir al Cielo, entonces, los motivos para las acciones morales son profundamente
egoístas e interesados. Tales acciones, por buenas que parezcan ser, son increíblemente
perversas, pues usan a las personas como simples medios para llegar al Cielo. Quienes van al
Cielo no merecen ir a él y sin van a él, carecen de mérito moral. De ahí que Mill haya
propuesto la creación de una nueva religión: la religión de la humanidad. Una religión que no
buscaba convertir a los individuos en seres más profundamente interesados en recompensas
celestiales que en el bienestar del prójimo, sino en una religión humana que hiciera de ellos
seres responsables que, por amor a la humanidad, y sin necesidad de ningún premio
ultraterreno, cumpliesen con sus deberes. Una vida humana sin chantaje moral divino es una
vida digna.

Pero quizá la idea más revolucionaria de Mill se relaciona con el supuesto valor de la vida
después de la muerte. Dentro de la tradición religiosa, se suponía que la muerte era un mal
innegable, y la inmortalidad una especie de recompensa y de bien preciado. Mill, por el
contrario, consideró que dejar de existir no era un mal para nadie y afirmó:

No sólo me parece posible sino probable que en una condición más


feliz de la vida humana, no sea la aniquilación, sino la inmortalidad, la
idea que llegue a resultar insoportable; y que la naturaleza humana,
aunque le agrade el presente y no esté deseando dejarlo, encuentre
consuelo, y no tristeza en el pensamiento de que no está eternamente
encadenada a una existencia consciente que dudosamente quisiera
conservar para siempre.3

En otro texto de una lucidez difícil de no admirar, explora algunas dificultades adicionales que
plantea la idea misma de inmortalidad y de nuestra abisal ignorancia acerca de cómo sería vivir
esa vida. En su Diario escribió:

La creencia en una vida después de la muerte sin tener una idea


probable de lo que esa vida va a ser, no sería un consuelo sino el
mismísimo rey de los terrores. Un viaje a lo enteramente desconocido:
ese pensamiento es suficiente para infundir alarma en el corazón más
firme. Quizá sea de otro modo en aquellos que creen que se hallarán
bajo el cuidado de un Protector Omnipotente; pero viendo cómo el
mundo ha sido hecho —la única obra de este supuesto Poder,
mediante la cual podemos conocerlo—, una confianza así sólo puede
pertenecer a quienes son los suficientemente insensibles y ruines para
pensar que es Poder Supremo va a favorecerlos a ellos particularmente
de un modo especial. Resulta bien, por tanto, que todas las apariencias
y probabilidades parezcan favorecer la cesación de nuestra existencia
cuando nuestro mecanismo terrestre deje de funcionar.4

3 Mill, J., La utilidad de la religión, Madrid, Alianza, 1995, p. 95.


4 Mill. J., Diario, Madrid, Alianza, 1996, págs. 47-48.

5
La vinculación entre el anhelo de una vida inmortal y el tema de la vanidad humana ya había
sido observada por Hume, para quien el fanatismo religioso era producto de la vanidad
humana unida a la ignorancia, mientras que la superstición lo era del miedo unido, de nuevo, a
la ignorancia.

Finalmente, y a manera de conclusión, quisiera terminar con una brevísima referencia a un


texto de Julian Barnes titulado “Un sueño”, el cual hace parte de su libro de relatos Historia del
mundo en diez capítulos y medio. El relato de Barnes es una entretenida reflexión sobre el tema de
la inmortalidad y el Cielo, y las aporías a las que dan lugar cuando ambas realidades se
conjugan dentro de la visión teísta. Después de constatar que el Cielo es el lugar donde
nuestros deseos se hacen realidad (y donde no existe, por tanto, el sufrimiento), el
protagonista de la historia termina por quejarse, paradójicamente, de la falta de sufrimiento.
Siente hastío de lograr siempre lo que quiere millones de veces frente a un tiempo inagotable
que no puede llenar ya de experiencias nuevas e irrepetibles. Tanta felicidad cansa y aburre.
Vivir una existencia infinita es una ardua tarea condenada al fracaso. En un diálogo que
sostiene con la persona que se encarga de él en el Cielo, se llega a la desconcertante conclusión
de que todo el mundo en el Cielo, tarde o temprano, termina por desear su propia muerte. El
protagonista ingeniosamente sugiere como solución a esta dificultad que si el Cielo es el lugar
que en el que siempre se consigue lo que se quiere, entonces ¿no podría desear uno no
cansarse nunca de la eternidad? La respuesta que se da a tan aparentemente buena solución es
que “uno no puede convertirse en otro sin dejar de ser quien es. Nadie puede soportar eso.”
Esto significa que desear no cansarse nunca de la eternidad implica, por ejemplo que si a uno
le gustan los deportes, sería como pasar de ser un corredor normal a convertirse en una
máquina de movimiento perpetuo. Nadie puede desear eso para siempre, pues después de un
tiempo uno desea sencillamente volver a correr.

El protagonista hace después la siguiente reflexión:

Me parece a mí, continué, que el Cielo es una buena idea, una idea
perfecta, podríamos decir, pero no para nosotros. No dado como somos.5

Y más adelante se pregunta “¿Por qué tenemos estos sueños del Cielo?” Y la respuesta que
obtiene de su acompañante es profundamente iluminadora:

Quizá porque lo necesitan, sugirió. Porque no pueden vivir sin ese sueño.
No es nada de lo que haya que avergonzarse. A mí me parece muy normal.
Aunque supongo que si supieran de antemano en qué consiste el Cielo,
puede que no lo pidieran.6

Casi al final del texto ella misma concluye su diálogo con un diagnóstico de la naturaleza
humana sometida a la férrea lógica del Cielo:

5 Barnes., J., Un sueño”, en: Historia del mundo en diez capítulos y medio, Barcelona Anagrama, 1994, p. 356.
6 Ibíd.

6
Pasado algún tiempo, conseguir siempre lo que quieres es muy parecido a
no conseguir nunca lo que quieres.7

Si la experiencia del Cielo es algo tan frustrante que nos conduce al hastío y a la desesperanza
y, finalmente, a desear la muerte, entonces la misma idea de inmortalidad no dota sino que
vacía de sentido la existencia humana. Los seres humanos necesitamos del riesgo y la
incertidumbre para darle sentido a nuestras vidas. Si conociésemos de antemano que nuestras
decisiones son siempre exitosas, en el sentido en que siempre obtenemos lo que deseamos,
¿no le quita esto valor y sentido a nuestros esfuerzos? Como dice muy bien Barnes, si los seres
humanos “…supieran de antemano en qué consiste el Cielo, puede que no lo pidieran”.
Puede. Porque siempre lo pedirán, al menos algunos incautos.

Si el infierno es el lugar de los tormentos eternos, del cual querríamos escapar por medio de la
muerte, para liberarnos del sufrimiento, ¿no sería, después de todo, el Cielo igual que el
infierno? Esperemos que el Cielo sea mejor que el infierno y que podamos anhelar la muerte y
el no ser, y que tengamos la confianza de que la recibiremos, y que al creer en la bondad de
Dios si moriremos para siempre. La promesa de Dios debe ser la promesa de no inmortalidad
si Dios es bueno, algo que convierte su existencia en algo superfluo. Pero si Dios no existe, ya
somos no inmortales. Si Dios existe, entonces somos inmortales. Pero no somos inmortales si
Dios es bueno, luego Dios no existe. ¿No es entonces el ateísmo la verdadera religión de la
humanidad, el verdadero camino hacia la esperanza basado en nuestra divina finitud?

7 Ibíd.

También podría gustarte