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Charles J.

Chaput
Arzobispo de Filadelfia

Extranjeros
en tierra extraña
Vivir como católicos
en un mundo poscristiano

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Título Original: Strangers in a strange land living the Christian Faith in a Post-Christian

© Charles J. Chaput, 2016


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ISBN: 978-84-9061-675-8

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ÍNDICE

1. RESIDENTES EXTRANJEROS
2. DE BENDITA MEMORIA
3. POR QUÉ NADA VA A SER IGUAL QUE ANTES
4. TOPOGRAFÍA DE UNA TIERRA PLANA
5. EL AMOR DE LOS ELOI
6. Y NADA MÁS QUE LA VERDAD
7. OSCURIDAD A MEDIODÍA
8. LA ESPERANZA Y SUS HIJAS
9. TRATADO PARA RADICALES
10. REPARA MI IGLESIA
11. LA CARTA A DIOGNETO
12. LA CIUDAD DEL HOMBRE
NOTAS
AGRADECIMIENTOS

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En recuerdo de RONALD LAWLER, O. F. M. Cap.,
Mentor y amigo.

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Yo, por mi parte,
creo en un Dios bueno y en una vida propensa al bien,
en la que no es indiferente tomar un camino u otro.

PAUL CLAUDEL

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1. RESIDENTES EXTRANJEROS

Nosotros, la gente corriente, creemos


con todas nuestras fuerzas que este barrio,
este mundo en el que nos ha puesto Dios,
es el lugar en el que nos santificamos.
Madeleine Delbrêl
Los cristianos tenemos numerosas razones para la esperanza. El optimismo es un
asunto bien distinto. El optimismo da por hecho que, antes o después, todo irá a mejor
automáticamente. La esperanza no se hace tantas ilusiones.
Puede parecer un modo curiosamente intranquilo de abrir un libro sobre nuestra vida
como católicos. Al fin y al cabo, el Evangelio debería ser la buena noticia, un mensaje de
alegría. Y, desde luego, lo es. La fe cristiana se expande con rapidez por todo el
hemisferio sur, en África se incorporan a la Iglesia católica 9 millones de conversos al
año y, para el 2030, si se mantiene la tendencia, China contará con la población cristiana
más numerosa del mundo[1].
Incluso en Francia, antaño «hija primogénita de la Iglesia», y hoy corazón secular de
un continente envejecido, persisten signos de una Iglesia viva: pequeños e inverosímiles,
pero reales. En Estados Unidos, mientras numerosas parroquias luchan por sobrevivir en
las antiguas zonas industrializadas en declive y en las ciudades del este, también son
muchas las que crecen, en el sur y en el oeste. La Iglesia en nuestro país goza de un
elevado número de movimientos y nuevas comunidades, enérgicamente florecientes, y
de bastantes líderes, laicos o consagrados, tan jóvenes como extraordinarios.
En otras palabras: fuera de Europa, el cristianismo está vivo y crece. Y lo hace con
una fe que no es pasiva; Jesús nos dejó el mandato de transformar la creación. No
obstante, cumplirlo es más fácil de palabra que de hecho, incluso –o tal vez
especialmente– en una nación como los Estados Unidos.
Mi objetivo al escribir Vivir la fe católica (2001) [Living the Catholic Faith] fue
sencillo; deseaba contribuir a que los católicos regresasen a los fundamentos de su fe,
para vivirla con mayor plenitud. En Dadle al César lo que es del César (2008, 2012)
[Render Unto Caesar] pretendí que los lectores supiesen cómo aplicar con mayor fuerza
en el espacio público sus convicciones morales y religiosas, siendo buenos ciudadanos.
Al mirar atrás, sigo pensando que el contenido de ambos libros es todavía útil. Si esto es
así, ¿por qué he escrito un libro más?

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La razón es el tiempo. El tiempo pasa. Los tiempos cambian. Los momentos de la
verdad llegan. En junio de 2015, en el caso Obergefell contra Hodges, el Tribunal
Supremo acordó que los estados debían reconocer los matrimonios entre personas del
mismo sexo, incluyendo aquellos casos en los que se habían contraído legalmente en
otros estados distintos, echando por tierra la concepción tradicional del matrimonio en
nuestro país. Esto es así, evidentemente. Pero los efectos de su decisión fueron mucho
más allá, porque cambió el significado de la familia, desterrando la necesidad de que
hubiese una relación natural –esposo y esposa, padre y madre– en el centro de esta
institución.
Tras el caso Obergefell, el matrimonio y la familia ya no preceden y limitan al estado
como unidad social básica, enraizada en lo natural. En su lugar, ahora significan lo que
el estado diga que significan. Y esto conlleva problemas aún más profundos, porque, al
redefinir el matrimonio y la familia, el estado se arroga, implícitamente, la autoridad
para definir lo que es y lo que no es propiamente humano.
En el fondo del caso Obergefell subyace la premisa de que lo que somos, con quién
nos emparejamos y cómo lo hacemos es una mera cuestión de elección personal y de
contrato social. La biología es una materia prima, el género es líquido, y ambos son
independientes de cualquier razón superior que pueda limitar nuestras acciones. Las
consecuencias de esta premisa afectarán a todos los aspectos de nuestra vida política,
económica y social en común.
¿Por qué? Benedicto XVI lo explicó de un modo sencillo y adecuado: «[El] tema de
la familia no trata únicamente una determinada forma social, sino la cuestión del hombre
mismo (…). Con el rechazo de estos lazos desaparecen también las figuras
fundamentales de la existencia humana: el padre, la madre, el hijo»[2].
Evidentemente, el caso Obergefell es solo uno de tantos que están creando un mar de
cambios en la vida pública. Pero ha confirmado de una forma única y arrolladora que
vivimos en un lugar muy distinto del que conocimos en el pasado. El sonido especial que
poseía en el foro público la creencia bíblica ha desaparecido. En solo veinte años las
personas que sostenían una visión clásica de la sexualidad, el matrimonio y la familia
han pasado de ser un pilar de las creencias comunes a ser considerados unos racistas
intolerantes, por los medios de comunicación.
Así pues, ¿qué debemos hacer ahora?
El patriotismo, bien entendido, es parte esencial de la vida cristiana. Somos criaturas
territoriales. El suelo bajo nuestros pies nos importa. El hogar importa. Las comunidades
importan. El sonido, el sabor y el olor del mundo que conocemos, y toda su belleza,
importan. Como diría G. K. Chesterton, hay algo indigno y vulgar –e inhumano– en un
corazón desarraigado, que no siente ningún amor por su país.
Por lo tanto los creyentes no pueden permitirse el lujo de desesperar. Y la idea de

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que podemos refugiarnos en la seguridad de una versión moderna de la cabaña en los
bosques no es práctica. Nuestra misión como cristianos es ser células sanas dentro de la
sociedad. Debemos trabajar cuanto podamos, y del modo que podamos, para alimentar el
bien en nuestro país, fortaleciendo las semillas de una renovación que pueda alentar a los
jóvenes.
Los americanos descubrieron muy pronto que la democracia es la piedra de toque del
gobierno de los hombres. Sus ventajas son evidentes. Todo ciudadano posee (en teoría)
una voz igual de válida en el rumbo de los asuntos públicos. Pero, si Estados Unidos es
(o era) «excepcional», único en la historia, no es por ser la Nueva Jerusalén, una nación
redentora o albergar una misión mesiánica. Todo esto son ilusiones y envanecimientos.
Cuando John Winthrop redactó su famosa homilía para los colonos puritanos hace casi
400 años, la «ciudad sobre la colina» que imaginó estar edificando en el Nuevo Mundo
era algo genuinamente novedoso: la esperanza en una vida en común, enraizada en la
humildad, la justicia, el apoyo mutuo y el amor de Dios.
Esta visión bíblica ha contribuido desde siempre a dar forma a la historia de Estados
Unidos. La misma idea de «persona» tiene un origen religioso. Incluso el concepto de
individuo –piedra angular de la vida política occidental– hunde sus raíces primigenias en
la fe bíblica[3]. Estados Unidos nunca ha dejado de ser un matrimonio mixto entre las
ideas de la Biblia y las de la Ilustración.
El problema es que los estados democráticos progresistas también poseen una
dinámica interna, menos visible. En una democracia, la legitimidad política procede de
la voluntad de los individuos soberanos, que se expresa a través de sus representantes
electos. Todo lo que interfiera en su voluntad, lo que suponga una obligación heredada o
no escogida por el individuo –a excepción del gobierno en sí, que encarna la voluntad de
la mayoría– se convierte en objeto de sospecha.
Para proteger la soberanía de los individuos, la democracia los divide. Y para
lograrlo, antes o después, el estado trata de romper cualquier vínculo o entidad que se
interponga en su camino. Esto incluye cualquier institución intermedia, desde las
fraternidades, sinagogas e iglesias hasta las mismas familias. Por este motivo Alexis de
Tocqueville, gran observador francés de la vida norteamericana temprana, afirmó que «el
despotismo, peligroso en toda época, [resulta] particularmente temible en la
democrática»[4].
Este viajero descubrió que la fuerza de la sociedad norteamericana, que mantenía un
equilibrio creativo frente a la lógica tiránica de la democracia, era la pervivencia e
intensidad de las creencias religiosas. La religión es para la democracia lo que la brida
para el caballo. La religión limita la democracia porque apela a una autoridad superior a
la de la propia democracia[5], pero solo ejerce de verdad su influencia si la gente cree
realmente sus enseñanzas. Nadie cree en Dios porque sea socialmente ventajoso. Por

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expresarlo en términos católicos, el cristianismo será inútil como levadura en la sociedad
a menos que las personas crean de corazón en Jesucristo, sigan el Evangelio, amen a la
Iglesia y actúen como auténticos discípulos. De lo contrario, no será más que una forma
de automedicación. Y, por desgracia, así es como vivimos muchos de nosotros el
bautismo.
Hasta hace pocas décadas, la cultura americana era mayormente protestante, y esto
era parte del carácter único del país, pero también supuso que los católicos y otras
minorías vivieran largas épocas de exclusión y prejuicios. El hecho de ser forasteros
siempre alimentó la pasión católica por encajar, por hallar un modo de ser parte de la
masa, de destacar en aquellos parámetros que fijaban las personas que nos desdeñaban.
Con el tiempo, los católicos han triunfado: evidentemente, en demasía. Y este éxito ha
debilitado la oportunidad que tenía la Iglesia para aprovechar la brecha moral surgida en
la cultura por el hundimiento del consenso protestante y ocupar su lugar.
Como resultado, puede decirse que el temor de Tocqueville a una democracia sin el
freno religioso –lo que denominó «su poder para matar a las almas y predisponer a los
ciudadanos a la servidumbre»[6]– es el punto en el que nos encontramos hoy.
Son muchos los factores añadidos a este problema que escapan a nuestro control. Por
citar un ejemplo: el impacto político de las nuevas tecnologías ha sido enorme: modelan
la naturaleza de nuestros razonamientos y discursos, y nos conducen, de un foro público
basado en la palabra impresa, a uno visual y sensitivo, emocionalmente saturado y
espontáneo. Dada la naturaleza de nuestra cultura –como veremos más adelante–, la
influencia de la tecnología no va a dejar de crecer.
La credibilidad de una democracia liberal depende de su capacidad de ofrecer
seguridad y una libertad basada en el número de elecciones que están bajo el control de
cada individuo. El objetivo de la tecnología moderna consiste en incrementar esas
elecciones dominando el mundo natural, y poniendo a la naturaleza al servicio de la
sociedad en general, y de los consumidores individuales en particular. Como resultado,
no es que la democracia actual esté «abierta» a la tecnología moderna; hoy en día,
depende de ella. Ambas son inseparables.
Esta cooperación nos dirige por caminos imprevistos. Mientras el avance de la
democracia y el de la tecnología van de la mano, la influencia política de las encuestas,
los grupos de discusión, los expertos en comportamiento y los estudios de mercado
crecen. El estado toma cada vez más elementos del modelo comercial, lo que exige que
sea, cada vez más, un proveedor de servicios. Las necesidades a corto plazo y los deseos
de los votantes están desplazando a los objetivos a largo plazo y a la planificación
estratégica.
En efecto, la democracia se está convirtiendo en expresión de las necesidades del
consumidor, alentadas y dirigidas por una clase dirigente con altas competencias

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tecnológicas. Los «valores» individuales tienen una cabida amplia, pero apenas queda
espacio para apelar a una autoridad moral superior o a unas convicciones compartidas[7].
Para el estado esto es muy conveniente. Las creencias privadas –a diferencia de las
comunidades de creyentes– encajan bien en un sistema democrático guiado por la
tecnocracia, basado en los deseos de los consumidores. Las creencias privadas no exigen
nada en público y, en caso de que lo hagan, es fácil ignorarlas o marginarlas.
¿A qué nos lleva todo esto?
Jueces 2, 6-15 narra lo que ocurre después del éxodo, antes de que Josué alcance la
Tierra Prometida en compañía del pueblo de Dios. El versículo 10 explica que el profeta
«y también aquella generación fueron a reunirse con sus padres y les sucedió otra
generación que no conocía a Yahvé ni lo que había hecho por Israel».
Es un pasaje de la Biblia que merece sopesarse. Toda generación deja un legado de
logros y fracasos. En el tiempo que he vivido, han sido muchos los hombres y mujeres
buenos que han hecho del mundo un lugar mejor, entregando su vida por los demás. Pero
el mayor fracaso de mi generación (la del baby boom), incluyendo a padres, profesores y
dirigentes de la Iglesia, ha consistido en no haber sido capaces de transmitir la fe de
forma atractiva a los que ahora están ocupando nuestro lugar.
La razón por la que la fe cristiana es indiferente para tantos jóvenes estriba en que –
con demasiada frecuencia– no ha sido importante para nosotros, o no lo suficiente como
para sufrir por ella. Como católicos, hemos llegado a un punto en el que nos sentimos
como forasteros en nuestro propio país, «extranjeros en tierra extraña», según la hermosa
expresión de la versión de la Biblia del rey James (Ex 2, 22). Sin embargo, el problema
más profundo de Estados Unidos no es que los creyentes seamos «forasteros». Es que
nuestros hijos y nietos no lo son.

***

Hace unos años, el cantante Bobby McFerrin obtuvo un gran éxito con una canción
titulada «Don’t Worry, Be Happy» [No te preocupes, sé feliz]. La letra no era demasiado
compleja; básicamente se limitaba a repetir la frase «Don’t worry, be happy» más de
treinta veces en unos cuatro minutos. Pero la canción era divertida e ingenua, y hacía
sonreír a la gente. Así que se hizo muy popular.
Esto ocurrió en 1988. Antes de la primera guerra de Irak. Antes del 11–S. Antes de
Al Qaeda, Afganistán y la segunda guerra de Irak, la crisis económica de 2008, el asalto
al consulado estadounidense de Bengasi, el fiasco en Siria, los escándalos fiscales, la
intromisión de la administración de Obama en los centros sanitarios católicos, el caso
Obergefell, la crisis de los refugiados, Boko Haram, el ISIS, y los atentados de 2015 y
2016 en París, San Bernardino, Orlando y muchos otros lugares.
Aun así, aunque no lo supiera, McFerrin tenía razón. A pesar de los conflictos en el

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mundo y en nuestro país, los cristianos no deberían preocuparse. Deberíamos ser felices.
San Juan Pablo II, en las primeras intenciones de su pontificado, nos animó: «no tengáis
miedo». Lo dijo un hombre que había vivido la Segunda Guerra Mundial y padecido los
dos regímenes más criminales de la historia. Cuando el Papa Francisco nos llamó a
volver a la «alegría del Evangelio», como hizo en su primera exhortación apostólica, nos
recordó también que, como cristianos, tenemos muchos motivos para mantener la
esperanza. No hay excusas para mostrarnos como si acabásemos de volver de un
entierro[8].
Dada la conmoción que vive el mundo, esta fe obstinada en la bondad de la vida
puede parecer ingenua. Los escépticos suelen considerar la religión, como un
sentimentalismo organizado, o una especie de enfermedad mental. Sin embargo, la fe
cristiana bien vivida no ha sido jamás una forma de escape de la realidad, ni una muleta
emocional, ni un arma para herir a los demás. Es cierto que puede utilizarse mal, con
efectos terribles, como vemos en Oriente Medio y en otros lugares. Si los cristianos lo
hiciésemos –y en algunos momentos lo hacemos–, estaríamos traicionando al evangelio
que decimos honrar.
Más de cincuenta años después del Vaticano II, el mundo es un lugar ensangrentado
y fracturado, y muchas de esas fracturas están presentes, de modo muy profundo, en la
propia Iglesia.
Pero esto no es nuevo. Siempre ha sido así. Las escrituras son un reflejo de esta
misma historia, narrada una y otra vez durante más de tres mil años. Dios ama al
hombre. El hombre traiciona a Dios. En ese momento, Dios lo convoca de nuevo a su
amistad y, en ocasiones, esta llamada está acompañada por un doloroso sacrificio, por un
buen motivo. Dios respeta nuestra libertad, y su voluntad no interfiere con nuestras
elecciones o con sus consecuencias, por muy ingratas que puedan llegar a ser. Como
resultado, el combate entre el bien y el mal en el corazón del hombre –una lucha que
parece afianzada en nuestros cromosomas– se proyecta en el mundo, para ennoblecerlo o
para deformarlo. La belleza o la barbarie que nos infligimos los unos a los otros deja su
huella en la creación.
Pero Dios nos sigue amando, y su amor permanece para siempre.
Merece la pena releer los apartados 84–86 de la Evangelii Gaudium, porque en ellos
el Papa Francisco nos advierte gravemente contra ese pesimismo frente al mundo que
puede transformar los corazones de las buenas personas en bloques de piedra. «Nadie
puede emprender una lucha», escribe, «si de antemano no confía plenamente en el
triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla… El
triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de
victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal. El mal espíritu
de la derrota es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña,

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producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica»[9].
No hay santos infelices, y la alegría y la esperanza han sido motivos recurrentes en
los escritos del Papa Francisco. Como san Pablo, descubre la fuente de la alegría
cristiana en la predicación del evangelio, en la pasión por vivir la buena nueva y
compartir activamente la vivencia de la persona de Jesucristo con otros. Por eso dedica
unas palabras tan apremiantes a los cristianos tibios. Por eso puede parecer tan exigente
con los que creen pero dejan que sus corazones se adormezcan. Si no compartimos
nuestra fe, la perderemos. Sin una fe bien fundada, no viviremos la esperanza, porque no
tendremos motivos para confiar en el futuro. Y sin esperanza, nos encerraremos cada vez
más en nosotros mismos, perdiendo la capacidad de amar.
Habitualmente se ve a Jorge Bergoglio como a alguien configurado por el ejemplo de
Ignacio de Loyola y Francisco de Asís y, desde luego, esto es cierto. Su espiritualidad es
claramente jesuítica, y su deseo de que la Iglesia esté cerca de los pobres es claramente
franciscano. Pero su hambre de Dios también nace de otras fuentes.
En una homilía en 2013, frente al capítulo general de los agustinos, Francisco
preguntó a los delegados: «¿tienes un corazón que desea algo grande o un corazón
adormecido por las cosas? ¿Tu corazón ha conservado la inquietud de la búsqueda [de
Agustín] o lo has dejado sofocar por las cosas?»[10]. La pasión e inquietud del propio
corazón de este Papa refleja al gran Agustín, que descubrió que no podremos descansar
hasta que lo hagamos en Dios, al que buscó toda su vida como «dulzura soberana».
Podría parecer fortuito relacionar al Papa Francisco con san Agustín. Entre ambos se
abren un sinfín de supuestas diferencias, en personalidad y estilo. Para los medios de
comunicación, Francisco es el reformador alegre que arrastra a una institución anciana
hacia la luz del siglo XXI, mientras Agustín es el agrio polemista cristiano procedente de
un pasado oscuro y bárbaro. Pero las apariencias pueden ser engañosas. Deberíamos
preguntarnos cuál es la verdadera barbarie, y en qué momento de la historia ha habido
más luz. Se da una paradoja en Francisco que los periodistas suelen pasar por alto. Este
Papa, que sonríe con tanta frecuencia, habla con tanta amabilidad y tiene tan alta estima
por la alegría, también tiene la incómoda costumbre de hablar del mal.
Según sus propias palabras, ha leído Señor del Mundo –la novela sobre el Anticristo
y el fin de los tiempos de Robert Hugh Benson– tres o cuatro veces. Y cuando alude al
demonio, cosa que hace con cierta frecuencia, no se refiere a un símbolo del mal o a una
metáfora sobre el apetito del hombre por la destrucción. Francisco está hablando
exactamente de lo que siempre ha enseñado la Iglesia. Satanás es un ser personal real, un
espíritu con una inteligencia suprema, rebelde contra Dios y enemigo de todo lo
humano[11].
Señor del Mundo se publicó en 1907, a comienzos de un siglo XX joven y
esperanzado, en el que se creía que la ciencia, con su nuevo poder, fructificaría en una

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era de racionalidad, paz, dignidad humana y progreso, sin la sobrecarga primitiva de
Dios o de la superstición. Si la era moderna tuvo un elevado grado de confianza en la
independencia humana y sus posibilidades, Señor del Mundo captó su orgullo a la
perfección. En diez años, hasta la última gota de esa confianza, y toda una forma de vida,
fueron aniquiladas por la Primera Guerra Mundial. El siglo XX, a pesar de sus logros, se
convirtió en el más sangriento, fanático, irracional y destructivo de la historia. Es difícil
pensar que alguien pueda no creer en la existencia del demonio después del Holocausto,
el Gulag o Pol Pot.
Pregunto de nuevo: ¿Qué es la barbarie? ¿Qué época de la historia es más oscura: el
mundo del obispo de Hipona del siglo V o el del obispo de Roma de hoy?
La ironía del presente radica en que empleamos contra nosotros las mismas
herramientas que utilizamos para manipular y comprender el mundo natural. Somos el
espécimen que analizamos, el objeto de nuestras ciencias sociales y naturales, y en el
proceso hemos perdido dos cosas. En primer lugar, la capacidad de descubrir algo
sagrado o único en el ser humano. Y también la posibilidad de creer en aquello que no
podemos cuantificar con esas herramientas. Como resultado, nos obsesiona la
preocupación por que nuestras acciones no sirvan, en realidad, a ningún propósito
mayor.
El mundo desarrollado y poscristiano no se basa en las creencias, sino en el
pragmatismo y el deseo. En efecto, para demasiadas personas, el ansia de comodidad y
seguridad ha sustituido a las convicciones. Aunque en muchos países no han cambiado
las instituciones políticas, ni los términos que empleamos para hablar de derechos, leyes
e ideales, sin embargo ya no tienen el mismo contenido. Nos encontramos en una cultura
de consumidores autoabsorbidos, que generan ruido y distracciones para controlar la
falta de un significado compartido. El producto de todo eso es un corazón drogado, tan
incapaz de ansiar a Dios como de amar y empatizar con los demás.
Merece la pena recordar un pasaje de La ciudad de Dios, de Agustín, en el que
describe así a los romanos del Imperio tardío:

Lo que a cada uno interesa más es que cualquiera aumente continuamente sus
riquezas, con las que haya para sostener los gastos diarios, y, del mismo modo,
que el que fuere más poderoso pueda sujetar igualmente a los más necesitados, o
que obedezcan a los ricos los más pobres, solo para conseguir la comida y aliviar
su necesidad, y para que a la sombra de su amparo gocen del ocio y de la quietud,
y se sirvan los ricos de los indigentes para sus ministerios respectivos, y para la
ostentación de su pompa y fasto; que el pueblo aplauda, no a los que le persuaden
de lo que le importa, sino a los que le proporcionan gustos y deleites; que no se les
mande cosa dura, ni se les prohíba cosa torpe… Que en lo demás haga cada uno lo
que más le agradare; que asimismo haya abundancia de mujeres públicas, para

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todos los que quisiesen participar de ellas, o particularmente para los que no
pueden tenerlas en su casa[12].

¿Te suena? Ciertamente, la prostitución parece una cobertura extraña del estado del
bienestar. Pero, desde luego, no lo es más que la que ofrecen presidentes y legisladores
para ayudar a la gente sin recursos a que asesine a sus propios hijos, con abortos a bajo
coste o gratuitos, y no solo en este país, sino en todo el mundo.
Agustín comenzó a escribir La ciudad de Dios en el 413 d. C. para defender a los
cristianos del imperio frente a los paganos que acusaban al cristianismo de la caída de
Roma y del declive del mundo tal y como lo conocían. Sin embargo, con los años, ese
texto se convirtió en lo que Thomas Merton calificó como «una monumental teología de
la historia» y una «autobiografía de la Iglesia católica» atemporal y universal. A pesar de
su extensión, las ideas clave son más bien sencillas.
San Agustín explica que, cuando Adán pecó contra Dios, la creación cayó con él. La
naturaleza, incluida la humana, está desde entonces herida por el mal. El pecado infecta
todos los esfuerzos del hombre, que no puede ser perfecto solo con su empeño. Para
Agustín, Roma es la nueva Babilonia, símbolo del poder terrenal para todas las
generaciones. Y, no obstante, el imperio no es más que el rostro material de otra realidad
más profunda. En su imaginario, cada habitante de este mundo pertenece en realidad a
una de las dos ciudades invisibles, que se entremezclarán hasta el fin de los tiempos: la
del hombre, en la que se encuentran los distraídos, los confundidos, los indiferentes y los
malvados, y la de Dios, formada por su pueblo, que peregrina en esta tierra. En palabras
del obispo de Hipona: «Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo
hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la
celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor. Aquella
solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de esta se cifra en tener a Dios como
testigo de su conciencia»[13].
Los pecadores se esconden entre los santos, y los santos, entre los pecadores. Solo
Dios conoce la verdad de cada cual, y solo Él separará el grano de la paja al final de los
tiempos. Hasta entonces, ambas ciudades se superponen y entrelazan, dejando en manos
del cristiano la tarea de tratar de vivir su fe adecuadamente en un mundo decadente. Y
esto nos lleva finalmente a lo que san Agustín nos dice hoy.
¿Puede un obispo africano, que murió hace casi 1.600 años, aportar algo útil a los
cristianos de Occidente, que viven en un mundo muy distinto? Así habría respondido él
mismo:
En primer lugar, diría que –de hecho– el mundo en el que vivimos no es tan
diferente. Puede que hayan cambiado numerosos detalles de la vida cotidiana; las
herramientas, los recuerdos y expectativas, nuestro marco mental y nuestro dominio de
la naturaleza. Pero la condición humana es idéntica. Nacemos, crecemos, morimos. Nos

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preguntamos por el sentido de la vida. Nos cuestionamos si el mundo se rige según un
propósito determinado, y queremos saber por qué aquellos a los que amamos envejecen,
enferman y mueren. La belleza sigue llegándonos al corazón, y el daño que se causa a
los pobres y débiles nos avergüenza del mismo modo que antes. Las dos ciudades de
Agustín todavía están entre nosotros y, en esencia, siguen siendo las mismas.
En segundo lugar, Agustín nos recordaría que, dado que la ciudad de Dios y la del
hombre se superponen, «nosotros [los creyentes] también disfrutamos de la paz de
Babilonia». En otras palabras, la paz y la seguridad temporales que nos ofrece el estado
nos permiten dirigirnos, de forma imperfecta pero más o menos tranquila, hacia el
paraíso[14]. Por lo tanto, los cristianos tienen la obligación de rezar por los gobernantes
del mundo y, cuando sea posible, deben contribuir a hacer mejores las estructuras
terrenales.
Esto nos lleva al terreno de la política. La actitud de Agustín hacia esta realidad
entremezcló su hondo escepticismo con un sentimiento de obligación moral. Para él, el
pecado afecta incluso a las motivaciones humanas más elevadas. Ningún partido político
es puro. Ningún orden temporal, sin importar su aparente bondad, puede configurar
jamás una sociedad justa.
Pero no podemos limitarnos a abandonar la esfera pública. San Benito pudo retirarse
a la campiña italiana, pero Agustín fue un obispo íntimamente unido a su pueblo y a su
sociedad. Para él, las virtudes cívicas clásicas designadas por Cicerón –prudencia,
justicia, fortaleza y templanza– podían renovarse y elevarse, en beneficio de todos los
ciudadanos, mediante las virtudes cristianas de la fe, la esperanza y la caridad. Por lo
tanto, el compromiso político es –o, al menos, podría ser– tarea digna de un cristiano. El
servicio público puede convertirse en una honrada vocación. Pero la participación debe
guiarse por unas expectativas modestas, con espíritu humilde. El éxito siempre será
limitado, y ningún sistema legal será absolutamente justo[15].
Por último: si el pecado fundamental del siglo XIX y comienzos del XX fue un
desmedido orgullo por el progreso humano, Agustín diría que los pecados clave del XXI
–al menos, en gran parte del mundo desarrollado– son el cinismo y la desesperación. No
se trata de esa clase de desesperación que se descubre en el pánico o la depresión
profunda, y que lleva a algunas personas al suicidio; Agustín aludiría, más bien, a la
desesperación que supone, en realidad, una sutil inversión de la soberbia. En efecto,
hablaría de esa vanidad gélida y amarga que desafía a la realidad y a la verdad, a pesar
de sus propios fracasos, y que aparece en labios de Satán en el Paraíso perdido, de
Milton: «La mente es su propio lugar, y puede hacer en ella del cielo un infierno, y del
infierno, un cielo». Tal y como afirma el demonio, es mejor reinar en el infierno que
servir en el cielo[16].
Recordé esta cita tras los atentados terroristas en Francia, en noviembre de 2015,

16
cuando un dibujante satírico pidió al mundo que no rezase por París, porque «¡No
necesitamos más religión! ¡Nuestra fe es la música! ¡Besos! ¡Vida! ¡Champán y
alegría!»[17]. Cabe preguntarse si los asesinados pensarían lo mismo.
Esta negativa obstinada a ver algo más allá del horizonte de esta vida terrenal
impregna el aire que se respira en el mundo desarrollado. También dentro de la Iglesia
existe la tentación de acomodarse a los modos de vida destructivos, reduciendo la belleza
de las verdades cristianas acerca del matrimonio, la sexualidad y otros asuntos
incómodos, a una serie de ideales atractivos, que la lleven, paso a paso, a rendirse en su
misión redentora. Lo que el mundo necesita de los creyentes es que den testimonio de
amor y verdad, no su aprobación. Eso exige de todos nosotros –sacerdotes y laicos– una
mayor confianza en el mundo de Dios, en el poder de la gracia y en la capacidad de las
personas de vivir realmente y con alegría según el modelo en el que cree la Iglesia.
Lo repito: vivimos en una época en la que el resultado de la razón humana –esa
creación que llamamos ciencia– parece volverse y atacar a esa misma razón,
desacreditando el libre albedrío y desdeñando todo lo que parezca propio del ser
humano. Desde el punto de vista cultural, todavía nos aferramos a la idea de que el
progreso es, en cierta forma, inevitable, y de que la ciencia y la tecnología nos liberarán
algún día de la carga de ser humanos. Nuestras clases dirigentes parecen dispuestas a
creer en cualquier cosa antes que enfrentarse a la posibilidad de Dios. «Cualquier cosa
menos Jesús», parece ser el lema de esta época secular. A san Agustín nada de esto le
habría sorprendido, y ni siquiera le habría parecido muy ajeno. La Roma de la grandeza
imperial, la Roma que la gente recordaba y se imaginaba con alegría, había dejado de
existir –en realidad, nunca había existido– cuando escribió La ciudad de Dios. Debemos
examinar a nuestra nación con ese mismo realismo sólido. El patriotismo es una forma
de amor, y el amor verdadero ve el mundo como es en realidad. Hay mucho que amar, y
mucho por lo que luchar, en este país al que llamamos hogar. Como cristianos estamos
aquí, en parte, para hacer del mundo un lugar mejor; pero nuestro país no es en realidad
nuestro hogar, y Agustín nos diría que nunca lo olvidásemos.
Debemos compartir la urgencia del Papa Francisco por anunciar la alegría del
evangelio, lo que suscita la pregunta de qué es la alegría. Es algo más que satisfacción, y
más que experimentar placer o contento. Ni siquiera la palabra «felicidad» lo capta por
completo. La alegría es la exuberancia que sentimos al sabernos arrasados por una
enorme belleza, o al descubrir una gran verdad o un gran don, y la pasión que nos lleva a
compartir esa exuberancia con otros, aunque hacerlo nos provoque sufrimiento. En
efecto, es la alegría la que nos posee, y no nosotros a ella.
Puede que uno de los motivos por los que el Papa Francisco parece en ocasiones tan
frustrado por la situación actual de la Iglesia sea que, según su experiencia, hay muchos
cristianos que suelen confundir la doctrina, la ley, los rituales y las estructuras con la

17
verdadera experiencia de la fe. Es evidente que esos asuntos son importantes, y Agustín
diría que sin ellos nuestra fe se vaciaría de contenido, volviéndose poco más que una
colección de sentimientos cálidos. La misión de la Iglesia se ve así afectada por un
espíritu demasiado sentimental o antiintelectual, y, en una época «emotiva», lo último
que necesitamos es alejarnos de las enseñanzas claras.
Sin embargo, es probable que Agustín estuviese de acuerdo con Francisco en que los
elementos estructurales de la vida de la Iglesia se vacían y mueren cuando no están
animados por el amor; es decir: si no nacen de una relación viva con Jesucristo y de la
alegría interior que proviene de ella. Resultaría demasiado fácil refugiarnos allí
eludiendo la verdadera misión de los discípulos, que consiste en ansiar la alegría del
evangelio con nuestra vida y con nuestros actos.
¿Conoció san Agustín la alegría? Lee las Confesiones. En sus sermones, afirmó que
el mundo es «un lugar sonriente». Secciones enteras de su obra pueden verse como una
letanía de la bondad y belleza de la creación[18]. Su biógrafo, Peter Brown, lo describe
como alguien con un amor inmoderado por el mundo, por un motivo bien sencillo:
Agustín lo amaba porque estaba enamorado del Autor de la belleza y bondad que
descubrió en él.
¿Qué significa eso hoy? El obispo africano nos diría que el problema real del mundo
es mayor que el aborto, el cambio climático o la desestructuración de la familia, y mucho
más persistente. El verdadero problema del mundo somos nosotros. Como afirmó en sus
homilías, no sirve de nada quejarse de esta época, porque esta época somos nosotros.
Nuestra forma de vida la configura, y cuando aprendemos, por fin, a llenar nuestro
corazón de algo más que el ruido y las drogas de estas sociedades heridas que
contribuimos a crear, cuando dejamos por fin que nuestro corazón descanse en Dios,
como hizo Agustín, entonces –y solo entonces– el mundo empieza a cambiar, porque
Dios utiliza el testimonio de nuestras vidas para lograrlo.

***

El tiempo pasa. Los tiempos cambian. Hay hitos en la historia. Me enfrasqué en la


tarea de escribir este libro pensando en los católicos de a pie, y en aquellos que aman a
Jesús y a su Iglesia más que a sus propias opiniones: personas que saben que algo va mal
pero no entienden el porqué, o no saben qué hacer.
Esa expresión –«católicos de a pie»– requiere una cierta explicación. En mis 28 años
como obispo, esto es lo que he descubierto: que la mayoría de los católicos adultos que
conozco tienen familia, y trabajos muy exigentes. Con frecuencia están cansados,
agobiados y distraídos, pero no tienen un pelo de tontos. La mayoría de los creyentes de
a pie son bastante inteligentes, y hoy más que nunca deben hacer uso de esa capacidad.
Si la cultura y los medios actuales tratan casi siempre de convertir a las personas en seres

18
crédulos, ingenuos, enfadados y necios, es porque se lo permitimos.
Dado que estás leyendo este libro, es probable que tú seas distinto. Seguramente te
gusta pararte a pensar, y quieres hacerlo como una persona realmente adulta, con un
espíritu de fe maduro y católico. También cabe que sospeches –que intuyas– que son
muchos los que han dejado de pensar. Los adultos merecen alimentarse con un alimento
intelectual para mayores, y en estas páginas he tratado de estar a la altura. Para
conseguirlo, cuando ha sido necesario, he añadido notas que puedan conducir hasta otras
lecturas adicionales, aunque sin ser exhaustivo.
La estructura del libro es sencilla. El capítulo 2 repasa esa América que creíamos
conocer –de hecho era así, en varios aspectos–, junto con los ideales y virtudes que
encarnó. Para los lectores versados en nuestra historia nacional y en el papel que han
jugado en ella los católicos, ese capítulo será una zona de paso, que pueden sobrevolar
mientras avanzan hacia el resto del libro. Esas páginas están pensadas para todos
aquellos que, hasta ahora, han asumido la postura de Jack Nickolson frente a las
invitaciones interesantes pero no buscadas –«Antes me clavaría agujas en los ojos»[19]–.
A todos ellos les dedico el capítulo 2.
Desde el capítulo 3 hasta el 7 se resume el estado actual de la cuestión: dónde
estamos y cómo hemos llegado hasta aquí. Entre el 8 y el 12 se muestran las razones
para la esperanza, y el modo de vivir como cristianos, con alegría, en un mundo muy
diferente, que plantea algunas cuestiones que todos debemos afrontar: ¿Cómo encajar en
una nación profundamente cambiada y cambiante? ¿Cómo crecer en la fe? ¿A quién
debemos realmente lealtad? ¿Qué ha ocurrido para que nos encontremos en medio de
una cultura que creíamos conocer, pero que de pronto nos parece extranjera?
América está atravesando una revolución religiosa. Para muchas generaciones, la
cultura cristiana común trascendía las luchas partidistas, y nos ofrecía un marco
compartido de conducta y creencias. Hoy en día ha surgido una visión distinta del futuro
de nuestro país, que al parecer no ve necesario el cristianismo. En muchos casos, la fe
que profesamos se presenta como un obstáculo para sus ambiciones. Nos hemos
convertido, según la conocida expresión de Stanley Hauerwas, en «residentes
extranjeros»[20]. Nos tientan la amargura y el abandono de la lucha. A nadie le gusta
que le derriben de su pedestal, pero eso es lo que ha ocurrido con el cristianismo
norteamericano. Son muchos los creyentes que no están preparados para la vida «a la
intemperie». Pero es una tentación que debemos combatir, y para hacerlo tenemos que
encararnos con la América del siglo XXI, no con un espíritu furibundo, sino con claridad
de juicio y amor.
El amor es agradecido: debemos dar gracias a Dios por todo lo bueno que tiene
América, no solo pasado, sino también lo presente.
El amor es paciente: debemos reconocer que no vamos a «triunfar» en muchas de las

19
guerras culturales en las que intervengamos. Al menos no a nuestro ritmo, sino al de
Dios.
El amor edifica: debemos hacer lo que se puede hacer, en lugar de angustiarnos por
lo imposible.
Los demagogos pueden manipular el patriotismo, convirtiéndolo en un sustituto
barato de la fe religiosa pero, en su esencia, es algo positivo. Cuando san Pablo habla del
amor, dice: «Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13,
7). «Amor» significa aquí la caridad de Jesucristo, posible por la gracia de Dios, que nos
convoca a este espíritu de amor en nuestra vida en común como creyentes.
La relación con la nación que llamamos Estados Unidos no es la misma que tenemos
con la Iglesia, cuerpo de Cristo. Hay cosas que no debemos excusar, ni creer, ni esperar,
ni soportar. Pero, cuando sea necesario –y puede que lo sea muchas veces–, no nos
cansaremos de excusar y creer, de esperar y soportar, para salvar lo salvable.
Al fin y al cabo, para bien o para mal, lo que ocurre en este país tiene resonancia en
un mundo que es mucho más grande.

20
2. DE BENDITA MEMORIA

Los americanos odiamos pensar en el pasado pero, por desgracia, tenemos que
hacerlo.
Son muchas las lecciones que aprendemos a lo largo de la vida; primero de nuestros
padres, y más tarde de la misma experiencia y de otras personas. Una de las más
importantes es la siguiente: como guía para perseverar en el matrimonio y la amistad, o
para conservar, simplemente, la salud mental, no hay nada como recordar y reconocer las
cosas buenas, antes que criticar las malas. Es la forma más sensata de tratar a los demás,
y supone un buen modo de reflexionar sobre nuestro país.
La memoria importa porque el pasado importa. El pasado es el terreno en el que
crecen nuestras vidas e instituciones. No se puede entender el presente ni planificar el
futuro sin conocer el pasado a través de la mirada de aquellos que lo forjaron. Sus
creencias y motivaciones son importantes; para los padres fundadores, habría resultado
imposible eliminar el cristianismo –y a los escépticos– del código genético nacional.
Casi todos los padres de la patria fueron creyentes, y la mayoría se consideraban
cristianos. De hecho, John Adams y sus colegas revolucionarios fueron hombres cuyas
mentes eran «un catálogo y un museo», que mezclaba lo antiguo y lo nuevo, las ideas
cristianas y las ilustradas, sin acabar con ninguna[1]. La época constituyente rebosó de fe
y lenguaje bíblicos. Hasta Thomas Jefferson, interrumpido por un amigo escéptico
camino de la iglesia un domingo por la mañana, afirmó que «no ha existido jamás
ninguna nación que haya sido gobernada sin la religión, ni podría haberla. La religión
cristiana es la mejor que ha recibido el hombre, y yo, como supremo magistrado de esta
nación, estoy obligado a sancionarla con mi ejemplo»[2].
La religión y el pecado, por supuesto, pueden convivir cómodamente en el corazón
humano. Los males del pasado americano –la brutalidad con los nativos, la esclavitud, el
racismo, los prejuicios religiosos, la explotación laboral y la intervención en el
extranjero– son dolorosos. Pero no son exclusivos de los norteamericanos o de los
creyentes, ni definen al país. Tampoco ocultan lo bueno del experimento estadounidense
ni su excepcionalidad histórica.
Hace años preguntaron a Pierre Manent, politólogo francés, si creía en ese
«excepcionalismo». «Cuesta no hacerlo, porque es el único experimento político que ha
tenido éxito… la única creación política que ha funcionado», elegida y diseñada. «Si no
se juzga a Estados Unidos como al gran logro cívico y político que ha supuesto, se

21
estaría pasando por alto algo extremadamente relevante en el escenario político»[3].
Es cierto que nuestra historia ha tenido una parte buena. Esa naturaleza
«excepcional», no obstante, no supone superioridad, ni siquiera excelencia. Implica una
diferencia, una novedad en la forma de gobernar y en la concepción de libertad,
enraizada en la igualdad de todas las personas, en los derechos naturales y en el
escrupuloso respeto por la ley. Todo ello se fundamenta –o así se pretendió– en un pacto
nacional por el esfuerzo, la fe religiosa y el altruismo.
América también es excepcional en otro sentido: es la única sociedad sin una historia
propia anterior a la época del progreso[4]. Este continente, para los padres fundadores,
no era solo enorme y límpido; también era una pizarra en la que diseñar una nueva clase
de orden político, distinto de todo lo habido hasta entonces. Cuando estamparon las
palabras novus ordo seculorum –«un nuevo orden de los siglos»– en el sello nacional lo
hicieron a conciencia, y lo demostraron. La fundación de Estados Unidos y su desarrollo
se vieron animados por unas leyes, estructuras e imaginación moral geniales, junto con
una idea muy concreta acerca de la persona humana.
Desde el principio, la fe religiosa fue el aglutinante del experimento americano, de su
marco moral y de su lenguaje, o al menos así se ha vivido. Pero ese aglutinante parece
que ya no sirve. Hoy en día existe un nuevo orden, que ha alumbrado una nueva especie
de ser humano.

***

El profesor de Princeton Robert P. George, nieto de inmigrantes sirios e italianos,


dice: «En parte, nuestro país es único porque los lazos comunes no están en la sangre, la
etnia o el territorio, sino en un credo moral y político compartido». Alguien puede
convertirse en ciudadano de Grecia o de Francia, pero no puede volverse griego o
francés. En contraste, «un inmigrante que se convierte en ciudadano de Estados Unidos
puede llegar a ser, no solo un simple ciudadano, alguien al que se le da un certificado o
participa en una ceremonia, sino americano, alguien al que sus compatriotas le
reconocen tal condición (…), tan americano como aquel cuyos antepasados descendieron
del Mayflower»[5].
Las raíces de este «credo moral y político compartido» de la nueva nación recibieron
influencia de la Biblia. Como señala el constitucionalista Matthew Franck, Estados
Unidos comenzó como «una nación compuesta principalmente por cristianos, gobernada
según un orden político secular [considerado] como parte de un entramado de apoyo
mutuo entre este y la fe religiosa».
Fueron muchos los fundadores que tomaron sus argumentos tanto del cristianismo
como de John Locke –cristiano, aunque de forma ambigua–, saltando de uno a otro,
convencidos de que ambos conducían a un mismo resultado. Los que optaban por uno no

22
veían en el otro una amenaza, tal y como se refleja en las palabras de Jefferson en la
Declaración de Independencia, en la que se refiere tanto a la «naturaleza» como a la
«naturaleza de Dios», y en la que sostiene que las verdades que quiere expresar son,
sencillamente, «evidentes en sí mismas», aludiendo de nuevo al Creador. La cuestión de
por qué son evidentes queda en el aire. Franck ofrece una explicación para entender
cómo se entrelazaron religión e Ilustración: los elementos cristianos serían la urdimbre
del tejido nacional –los hilos que se colocan primero en el telar–. Los elementos
seculares serían la trama, que se entrelazó con los anteriores siguiendo un patrón
correcto. Para los fundadores no había conflicto; algunos se apoyaron más en el
pensamiento cristiano, y otros, en Locke y en la Ilustración. «En ocasiones sus
argumentos seguían la urdimbre, y en otros momentos, la trama, pero el tejido era el
mismo para todos»[6].
Junto a esta mezcla de cristianismo e Ilustración, heredaron de Inglaterra las
nociones de derecho consuetudinario (common law) y de sentido común, y estos rasgos
arraigaron con mayor profundidad aún en las colonias que en la metrópoli, siguiendo la
experiencia única de los pioneros. En conjunto, ofrecieron a los padres fundadores un
anclaje en la tradición y les alejaron de las corrientes más extremas del pensamiento
ilustrado.
La construcción de una vida nueva en un mundo nuevo, siempre creciendo hacia el
oeste, forjó una sociedad más meritocrática, desdeñando las funciones y roles sociales
tradicionales. Los colonos, además, compartían el recuerdo de un gobierno opresor
despreocupado por su bienestar. Por otra parte, su diversidad religiosa significó que
debían encontrar el modo en que los diversos grupos viviesen armónicamente, y para eso
el pensamiento liberal ilustrado les ofreció la defensa de la tolerancia que necesitaban.
El sistema de contrapesos americano se diseñó para limitar el papel del gobierno de
forma deliberada. Los redactores de la Constitución trataron así de evitar que una facción
o grupo de interés oprimiese al resto, algo único entre las naciones. ¿De dónde procedía?
Los fundadores hallaron las fuentes del realismo con respecto a la fragilidad humana en
Génesis 3, y no en una ensoñación acerca del hombre perfecto, como la que más tarde
transformaría la Revolución Francesa en una pesadilla. También tomaron de Locke sus
intuiciones acerca de la naturaleza de la política, que quedaron reflejadas en el temor a la
división y a los bandos plasmado en los Federalist Papers.
La Ilustración les prestó su confianza en la capacidad del hombre para crear
instituciones justas, y se apoyaron en un sentido bíblico de la justicia para rechazar la
opresión. Cada uno de estos elementos reaccionaba frente al otro, conduciendo
finalmente a los fundadores a una forma de gobierno que permitía la libertad y el apoyo
mutuo, mientras limitaba el poder estatal.
Pero el éxito del modelo americano tiene su origen en algo más que en los

23
procedimientos que sus fundadores iniciaron; hasta el mejor sistema depende del
carácter de la gente que lo hace funcionar. El proyecto americano precisa de personas
virtuosas. Una economía de libre mercado exige confianza; para que el sistema funcione,
los que compran y venden deben ser creíbles. No existe estructura organizativa que
pueda descansar sobre personas deshonestas. En una cultura moral deforme, las
regulaciones y los tribunales no significan apenas nada.
La trayectoria del país avanzó muy bien por los ideales morales que la apuntalaban y
la conducta que requería, ambas enraizados en la fe. James Madison, en su Memoria y
reconvención contra los gravámenes religiosos (1785), afirmó que el deber del hombre
de honrar a Dios «precede tanto en el orden como en el tiempo y el grado de obligación a
las exigencias de la sociedad civil. Todo hombre, antes de ser considerado miembro de la
sociedad civil, debe ser considerado súbdito del Gobernador del universo». Como
proclamó John Adams ante la milicia de Massachusetts en 1789, «nuestra constitución se
escribió para personas religiosas y morales. Es totalmente inadecuada para gobernar a los
que no lo sean».
Hay más. John Witherspoon, otro de los Fundadores, ministro presbiteriano,
predicaba en 1776:

Nada es más cierto que el derroche generalizado y la corrupción de las


costumbres preparan a un pueblo para su destrucción… No hay mayor aliado de la
libertad americana que aquel que es más sincero y activo en la promoción de la
religión verdadera e incorrupta y el que se propone con la mayor firmeza acabar
con la blasfemia y la inmoralidad, de cualquier clase. No os pido que os opongáis
a ninguna religión, sino a la maldad de quien sea[7].

Un «enemigo declarado de Dios», continuaba, «es un enemigo de esta nación».


Incluso el escéptico inglés David Hume afirmó que los que dicen que Dios y la
inmortalidad no existen «pueden razonar bien, pero no puedo decir de ellos que sean
buenos ciudadanos o políticos» –«políticos» en el sentido de filósofos políticos–. Para
Hume, los no creyentes acaban con la fe del pueblo, de la que depende la estabilidad
social.
Los lazos cristianos y seculares americanos comparten lo que el historiador Hugh
Heclo denomina cálculo moral[8]. Entre los fundadores, los cristianos consideraban la
religión como algo esencial para actuar moralmente. Habría otros que pensaban que para
las masas humanas era una necesidad, pero entre ellos no se encontraban esos a los que
Washington denominó, en su discurso de despedida, personas especiales, moldeadas por
una «educación refinada». En todo caso, para la mayoría la religión era fundamental con
respecto a la «moralidad nacional».
«Para la generación de los padres fundadores», observa Matthew Franck, «tanto la

24
razón como la fe explican la dignidad del hombre. Tanto el cristianismo como la
Ilustración consideran al ser humano un sujeto moral, dotado de libertad y responsable
ante las normas morales, en el uso de esa misma libertad». La fe cristiana, prosigue, fue
la primera religión realmente global que apelaba a algo que se encontraba más allá de la
tribu, el territorio y la herencia, invitando a todos los hombres y mujeres a entrar en una
relación redentora con el Creador. América fue el primer país «fundado» de forma
consciente, igual de universal en su apertura a todos y en su elevación sobre la tribu, e
incluso sobre la secta; una nación con un credo («Sostenemos estas verdades»), abierta a
personas de cualquier parte del mundo, y de la que todos podían formar parte con tan
solo jurar lealtad a las ideas de justicia universal contenidas en ese credo. Había algo
más que una mera afinidad casual entre la fe cristiana y la libertad americana; eran hilos
entrelazados, y para muchos estadounidenses de hoy, siguen siéndolo[9].
Como dijo Alexis de Tocqueville, Estados Unidos es «el producto de dos elementos
totalmente distintos, que en cualquier otro lugar se habrían enfrentado, pero que en
América han logrado incorporarse de algún modo el uno al otro, combinándose de forma
maravillosa. Se puede hablar del espíritu de la religión y del espíritu de la libertad»
(cursiva en el original)[10].
Tocqueville consideraba el interés egoísta como un defecto constante en las
relaciones humanas, que en el caso americano podía ser doblemente destructivo. ¿Por
qué? La pérdida de la jerarquía propia del Viejo Mundo, a la que habían renunciado en el
Nuevo, hizo que sus habitantes se encontrasen aislados y solos, lo que convertía los lazos
del matrimonio y la familia en algo vital para una sociedad sana. El matrimonio
moderaba el egoísmo, tan connatural a los hombres, al vincular al hombre y a la mujer
entre ellos, y más aún a sus hijos. La fe religiosa ofrecía además un propósito y un
refuerzo a la estructura familiar.
Lo que intuyó Tocqueville, que se ha visto refrendado por una gran cantidad de
pruebas a su favor desde entonces, es que el compromiso religioso fortalece el
matrimonio. Son más los no creyentes que se divorcian o separan que los creyentes. Las
parejas que comparten religión (y, presumiblemente, el mismo compromiso de fe)
tienden a ser más felices, e incluso el «conservadurismo» teológico parece relacionado
con una mayor felicidad[11].
Los matrimonios saludables y las familias sólidas fortalecen la sociedad. Por este
motivo, el caso Obergefell del Tribunal Supremo es tan venenoso y, al mismo tiempo, de
algún modo, tan estrictamente democrático. Sin la restricción de una ley moral suprema,
la democracia se opone de forma instintiva al matrimonio natural, a la familia tradicional
y a cualquier otra institución que cree vínculos y obligaciones entre los ciudadanos,
porque insiste en su ideal autónomo del individuo.
En las elecciones de 2012, la campaña presidencial de Obama demostró,

25
irónicamente, este argumento. Lanzaron una página web titulada «Vida de Julia». La
ficticia Julia pasa su vida, tal y como lo explica un periodista del Washington Post,
«casada con el estado»[12]. El gobierno le aporta todo lo que puede: colegio, trabajo,
apoyo con su hijo, jubilación. No hay marido a la vista. Esta página fue el reclamo de la
administración para un grupo demográfico creciente, el de las mujeres solteras, pero
también un destello de lo que será el futuro.

***

Entre los fundadores hubo radicales. Thomas Paine fue el más crítico con la religión
organizada; tal vez la época de los fundadores fue heroica, pero –como todas las
revoluciones– no fue bonita. El periodismo y la política tenían un aspecto tan
desagradable como el actual, aunque la mayoría de los Padres entremezclasen su celo
con la prudencia. Eran caballeros cultivados: terratenientes, abogados, comerciantes,
clérigos. Querían libertad, pero una libertad afianzada en la estabilidad social,
«ordenada», que contrapesase el libre albedrío individual con las obligaciones hacia los
demás y con el bien común.
Al construir este nuevo orden, fusionaron, por tanto, la confianza liberal en la
capacidad del hombre para gobernarse a sí mismo con una concepción bíblica de la
inclinación humana hacia el pecado. Los padres querían un gobierno representativo, pero
con un alcance cuidadosamente limitado. Creían en «el pueblo», o al menos en los que
gozaban del derecho al voto, pero también creían que ese pueblo podía abusar de su
poder; así que, al diseñar la nueva nación, no solo tomaron nota de la sabiduría ilustrada
y bíblica, sino que volvieron la vista hacia la época clásica, especialmente la latina. El
politólogo Robert Kraynak cita cuatro corrientes fundamentales que nutrieron la visión
de los padres: el republicanismo, el constitucionalismo, la ley natural y la tradición
cultural. Merece la pena esbozarlas aquí.
La primera corriente fue el republicanismo. Los fundadores eran hostiles a la
nobleza, y desdeñaban los privilegios heredados. Sin embargo, también consideraban la
democracia «pura» un problema, y no una solución. Las distinciones de clase eran más
débiles en las antiguas colonias que en Europa, pero los padres eran muy conscientes de
las diferencias de educación, propiedades y linaje, y de lo que podían significar para el
orden público. Careciendo de una historia para sus ideas novedosas, se volvieron hacia la
República Romana para dar forma a las instituciones. Los mismos términos «senado»
(del latín senatus, de senex, «anciano») y «república» (res publica, lo público o lo
común, literalmente «los asuntos públicos») hunden sus raíces en la experiencia romana.
La República, como las colonias, surgió del derrocamiento de la monarquía. Las
similitudes eran ciertas, pero también limitadas. Roma contó con un temprano sistema de
contrapesos, y existía una cierta división de poderes. Las clases más bajas elegían a los

26
tribunos de la plebe, que podían vetar leyes, pero también había una élite de «antiguas
familias» que gobernaba el estado mediante el Senado, y controlaba asimismo el
consulado, que ejercía el liderazgo ejecutivo. Y, en un grado mucho mayor que en las
colonias, la República dependía de la agricultura, del trabajo de los esclavos y la
expansión militar para su supervivencia.
El ejemplo de Roma ofrecía algunos rudimentos de la Edad de Oro para este «nuevo
orden» en un mundo nuevo. Los Padres bautizaron el Capitolio así en honor de la colina
Capitolina, y emplearon el estilo neoclásico en los edificios públicos. También crearon
una democracia popular y representativa, matizada por estructuras no democráticas. Las
leyes estatales diluían el poder federal, y sus cámaras elegían algunos senadores. Los
jueces del Tribunal Supremo eran designados, y no elegidos, e incluso la elección del
presidente era indirecta, mediante un colegio electoral de representantes estatales.
Estos esfuerzos tenían como fin garantizar la soberanía de los individuos, pero
también moderar el gobierno de la mayoría. En palabras de Kraynak, trataban de educar
«y elevar la visión sobre la política de la gente común». La nueva república americana
acabó siendo una criatura más democrática que aristocrática y, a diferencia de Roma, se
interesaba más por el crecimiento económico que por la expansión militar. Tomando
ideas en préstamo de pensadores ilustrados como Charles de Montesquieu y otros, los
fundadores estaban convencidos de que el comercio facilitaba la felicidad del hombre, al
fomentar la paz y mejorar las condiciones de vida.
La segunda corriente en su visión fue el constitucionalismo. Por motivos obvios, se
inspiraban en la tradición legal británica. Sin embargo, la «constitución» de Inglaterra no
está escrita ni remite a un único texto. Es una recopilación de leyes, precedentes,
intuiciones y prácticas que han ido creciendo orgánicamente con el tiempo. Había
funcionado bien en Inglaterra, pero transferirla a una nueva forma de gobierno no fue
sencillo. La palabra «constitución» procede del latín cum, «con» y stituere, «establecer».
Los fundadores tuvieron como misión imaginar y «establecer junto» un gobierno sin
precedentes. La monarquía inglesa, con todos sus defectos, recordaba a la clase de estado
con una autoridad compartida que habría preferido santo Tomás de Aquino, mezcla de
reinado con limitaciones, constituido por la aristocracia (Cámara de los Lores) y el
pueblo (Cámara de los Comunes). En Estados Unidos, en cambio, depositaron toda la
autoridad en el pueblo. Así pues, en efecto, Estados Unidos es un contrato entre
ciudadanos iguales, aunque uno de ellos esté revestido con un aura casi divina.
En el monte Sinaí, Dios escribió los Diez Mandamientos en piedra, y los hebreos los
llevaron consigo siempre, en el Arca de la Alianza. La presencia constante de las tablas
les recordaba su misión y su identidad. Era una ley escrita, literalmente, sobre piedra, e
irreformable, que convertía a los judíos en un pueblo. La constitución americana, por el
contrario, era obra de hombres, modificable mediante enmiendas, de las que las primeras

27
diez, la Carta de Derechos, son un ejemplo. Pero también establecieron un
procedimiento deliberadamente largo y complicado para fijar esas enmiendas, con la
intención de mitigar el impacto de la pasión popular en las estructuras básicas para la
vida de la nación.
Como la ley mosaica del pueblo judío, la Constitución fijó lo que era Estados
Unidos. Somos un estado de derecho, y por eso los debates acerca de lo que pretendieron
los fundadores y de lo que significa la Constitución (o lo que debería significar) son tan
acalorados en la vida pública. Dado que la ley define quiénes somos como nación,
mucho más que la etnia, el credo o la geografía, y puesto que la ley es un texto escrito, la
cultura escrita y lo que la rodea tienen una importancia enorme.
La tercera fuente de la perspectiva de los fundadores fue el derecho natural. La
revolución se basó en un llamamiento a los «derechos naturales»; la Declaración de
Independencia sostiene que la libertad y los derechos humanos no son obra del hombre,
sino algo inherente a quienes somos. Una sentencia como la de la Declaración, que
afirma que «todos los hombres son creados iguales», implica un Creador, y presupone
que disfrutamos de esos derechos, no por una concesión estatal, sino por nuestra propia
dignidad, que nace de «las leyes de la naturaleza, y la naturaleza, de Dios», y son «dones
otorgados por [nuestro] Creador». Preexisten a cualquier autoridad humana y no pueden
ser revocados.
Según el pensamiento de la ley natural, existe un orden moral superior al humano
que gobierna el universo, por lo que cualquier poder debe rendir cuentas del bien y del
mal frente a una instancia mayor; esta idea, además, rige para todos. El monarca inglés
Jorge III pudo despreciar a los revolucionarios, pero comprendía su razonamiento según
la ley natural. En el orbe cristiano, los reyes no eran dioses, y sabían que al arrogarse un
«derecho divino» también serían juzgados ante Dios por sus actos injustos. De hecho, y
según interpretaron la ley natural los fundadores, también un pueblo soberano debía
rendir cuentas ante el juicio de Dios, actuando de acuerdo con el orden moral de la
creación. Como observa Kraynak, «creían que la libertad se basaba en el orden moral, no
en el relativismo». Extrajeron esos principios de John Locke, de Cicerón y de otros
pensadores clásicos, y de la sólida tradición iusnaturalista del cristianismo. Por lo tanto,
para Kraynak, «sin la ley natural –una ley moral objetiva infundida en la naturaleza y en
la naturaleza humana por el Creador–, el ideal de libertad republicana carece de su
fundamento último»[13].
La cuarta y última corriente de pensamiento fue la tradición cultural. Los redactores
de la Constitución consideraban que la libertad dependía de personas que evitaban tanto
la reivindicación individualista radical como la apocada dependencia del estado. Una
sociedad civil fuerte –mayor que el individuo, pero separada del estado– con su
diversidad de comunidades, tradiciones, recuerdos, obligaciones y protección, aporta

28
oxígeno a la libertad republicana, y une al individuo con los demás, protegiéndolo al
mismo tiempo de ser absorbido por el estado.
Dicho de otro modo: en la vida, como escribió Alasdair MacIntyre en una ocasión,
cada uno de nosotros entra «en un escenario que no hemos diseñado, [donde] nos
encontramos participando en una obra que no hemos escrito. Cada uno de nosotros,
protagonistas principales de nuestra pieza teatral, también representamos un papel
secundario» en las obras de otros[14]. Toda persona aparece en una narrativa mayor que
la de la ciudadanía, unido por contextos como las redes intergeneracionales familiares, la
fe o los códigos de honor o de lealtad a una civilización y a su historia. Estas relaciones
aportan humildad acerca del papel que jugamos en el mundo, fomentando la sensatez y
actuando contra la adoración del yo y, al mismo tiempo, contra la adoración del estado.
La visión de los fundadores se alimentó de estas cuatro corrientes, dando lugar a una
clase de nación absolutamente novedosa. Si hoy habrían reconocido su magna obra, en
plena madurez, es una cuestión bien distinta.

***

Cuando hablamos del papel del cristianismo en la fundación del país, debemos
aclarar a qué nos referimos. El número de católicos en las colonias era reducido: Charles
Carroll fue el único de entre los 16 firmantes de la Declaración de Independencia[15].
Los norteamericanos eran protestantes; excepto la Universidad de Pensilvania, todas
las que pertenecen a la Ivy League –la flor y nata de la educación superior en EE.UU.–
nacieron como instituciones protestantes. El cristianismo reformado modeló la actitud de
las colonias hacia la conciencia individual y la libertad. Como escribió Stanley
Hauerwas, «América es el primer gran experimento social protestante. El protestantismo
en Europa asumió siempre los hábitos culturales creados por el catolicismo, y dependió
de ellos. América fue el primer lugar en el que el protestantismo no tuvo que definirse en
contraposición con una cultura católica previa»[16].
En efecto, América encarna el imaginario social protestante. Para muchos de ellos –
al menos así lo afirma Hauerwas– «la fe en Dios [se hizo] indistinguible de su lealtad al
país que les garantizó el derecho a elegir en qué dios creían o no creían». No necesitaron
una iglesia establecida «porque se asumió que esa institución quedaba fundada
virtualmente en los hábitos cotidianos». Tomando prestada la cita de G. K. Chesterton,
América ha sido siempre un país que se cree que es una iglesia.
Así visto, no sorprende que los protestantes se hayan encontrado en Estados Unidos
como en su casa. En cierto sentido, son los dueños de la patente, lo que explica también
la desconfianza hacia los católicos que ha impregnado gran parte de la historia del país.
La Iglesia de Roma representaba todo aquello a lo que se enfrentaron: sacerdotes, papas,
ceremonias de aspecto pagano, autoridad vertical. Pero, siendo pocos en número, los

29
católicos no generaron demasiados problemas. Algunos, como Charles Carroll, gozaban
de una buena posición económica y social. El padre John Carroll –su primo– era rico,
educado y cosmopolita. Poseía habilidades diplomáticas y era amigo de Benjamin
Franklin, que lo recomendó a la Santa Sede como primer obispo estadounidense.
En el I Sínodo Nacional de Baltimore (1791), el obispo Carroll se afanó en señalar el
patriotismo de los católicos, solicitando que se elevasen oraciones por el presidente y el
gobierno. Administrador cualificado, urbanita y triunfador, estableció buenas relaciones
–y de utilidad– con George Washington y Thomas Jefferson, además de con su propio
clero. Pero ese espíritu de vivir y dejar vivir se vio sobrepasado por el peso de la
inmigración del siglo XIX. Olas de recién llegados italianos, polacos, alemanes y, sobre
todo, irlandeses, todos ellos mayoritariamente católicos, inundaron la infraestructura
social y modificaron el peso electoral de ciudades como Nueva York y Boston.
El resultado fueron los guetos de pobreza y crimen, y la reacción negativa que
suscitaron. La prensa publicó fieras calumnias anticatólicas, desatando la violencia de las
masas y la quema de iglesias. Desde la atalaya del 2016, cuesta comprender esa ira, que
fue amargamente real para los que la sufrieron. Existen cartas pastorales conjuntas de los
obispos americanos que aluden a los prejuicios y persecuciones fechadas en 1829, 1837,
1840, 1866 y 1884. El IV Concilio Provincial de Baltimore (1840) apuntó a los «actos de
barbarie y destrucción sacrílega», a los libelos contra el clero, a la difamación y a los
libros de texto de las escuelas públicas que trataban de «deformar nuestros principios,
distorsionar nuestros dogmas, vilipendiar nuestras prácticas y atraer el desprecio contra
nuestra Iglesia y sus miembros»[17].
Aun así, en ese mismo concilio, los obispos aludieron al «amor que profesamos por
nuestras instituciones civiles y políticas». Mientras animaban a los fieles a votar, los
obispos también les urgían a pensar en el bien común, y a recordar «que nuestra
república no será respetada fuera, ni defendida aquí, si no es por una adhesión sin
matices al honor, a la virtud, al patriotismo y a la religión».
¿Por qué fueron los católicos tan fieles, siempre, a un estado que desde el principio
los observó con recelo como intrusos? A pesar de sus diferencias, católicos y
protestantes compartían una misma fe y una misma cosmovisión. El vocabulario moral
era idéntico, y también les unía su comprensión de la realidad del hombre. Además, unos
y otros fueron a las colonias en gran medida por el mismo motivo. Las tierras eran
amplias, ricas, baratas y abundantes. Los riesgos también eran altos, al igual que la
posibilidad de enriquecerse. Se podía respirar, escapando de los conflictos y las
sofocantes estructuras de clase de Europa. Aquellos valientes que cruzasen el océano
podían empezar una nueva vida, sin sufrir apenas ninguna interferencia de las
autoridades o de sus vecinos. El grado de libertad personal era alto, y no existían
condiciones preexistentes basadas en privilegios. América era un continente sin

30
recuerdos, al menos para los europeos. Tenía presente y futuro, pero ningún pasado por
el que disputar. Materia prima, lista para ser trabajada.
El modo de vida americano –en su mejor versión– unía en su carácter la confianza en
uno mismo y la creatividad, sin importar la religión que profesase cada uno. En el siglo
XIX la industria empezó a crecer, y con ella las oportunidades y el número de católicos.
Con esa misma rapidez, y casi al mismo tiempo, se desató el entusiasmo por lo
americano, abrazado por mandatarios de la Iglesia como el arzobispo de Saint Paul,
Minnesota, John Ireland. Este héroe de la Guerra de Secesión fue un adalid del espíritu
democrático nacional, que le llevó a la confrontación, como a tantos otros, con la Santa
Sede. Como ya he expuesto en Dad al César, el papado en el siglo XIX, enfrentado a la
revoluciones hostiles europeas, tenía una visión distinta de la democracia[18]. El papa
Gregorio XVI sostuvo que era «insano creer en la libertad de conciencia y culto o en la
de expresión». Su sucesor, Pío IX, pudo ser más cariñoso y bienhumorado, pero su
visión no era muy diferente. Un contemporáneo afirmó de él que «las ideas liberales se
filtran en su mente como los copos de nieve a través de las grietas de una ventana
cerrada». Y el siguiente, León XIII, escribió una encíclica en 1899 advirtiendo contra los
errores «americanos».
Los obispos de Estados Unidos se enfrentaron a estos juicios con una mezcla de
resignación y hábil indiferencia. Lord John Dalberg-Acton, el gran historiador y político
católico inglés de la época, comentó que los líderes eclesiásticos –felizmente alejados de
Europa– poseían un talento único para aplaudir las palabras de Roma con alegría
mientras hacían lo que les parecía bien. Charles Morris, cronista de la vida católica en el
país, escribió que «no hay nadie más patriota que los católicos, ni católicos más leales al
Papa que los americanos, y la Iglesia en Estados Unidos ha desarrollado una magnífica
habilidad para encontrar su propio camino entre estas dos lealtades»[19]. A los católicos
les fue bien en América, y recompensaron este éxito con gratitud y lealtad a su país.
En una carta pastoral de 1919, escrita justo después de la Primera Guerra Mundial,
los obispos afirmaron que «el tradicional patriotismo de los católicos de nuestra patria ha
quedado ampliamente demostrado en el momento de las dificultades para el país.
Miramos con orgullo las pruebas que muestran la devoción de los católicos americanos a
la causa de la libertad», añadiendo que «el número de los nuestros en el servicio [militar]
añade una nueva página a la historia de la lealtad de los católicos». Pero también
abordaron un asunto cuya importancia iba a ser cada vez más acuciante según avanzase
el siglo XX:

El estado realiza un llamamiento sagrado a nuestro respeto y lealtad. Puede


imponer con justicia obligaciones y exigir sacrificios, en favor del bien común que
tiene el deber de promover. Es un medio para un fin, y no un fin en sí mismo; y,
porque recibe de Dios su poder, no puede en justicia ejercer ese poder de ningún

31
modo o en ninguna medida que se oponga a la ley divina, ni a la divina economía
de la salvación del hombre. El estado, en la medida en que permanezca dentro de
los límites que le son propios, y busque en verdad el bien común, tiene el derecho
de ser obedecido. Pero no puede, legítimamente, poner trabas a los ciudadanos en
el cumplimiento de sus obligaciones de conciencia, y mucho menos en el de la
realización de aquellos deberes que tiene para con Dios[20].

En 1933, sumidos en la Gran Depresión, los obispos atacaron a la codicia


empresarial de «muchos que, con una actitud materialista en la vida, y por lo tanto sin un
verdadero sentido moral de sus obligaciones, se oponen a toda restricción a la
competencia, incluso si degradan así la dignidad del trabajo humano, e ignoran todo
principio de justicia»[21]. Advirtieron también de que «la industria [en nuestro país] se
considera más importante que el bienestar moral del hombre». A causa de la
concentración de la riqueza, la empresa «ha adquirido un control tan completo que la
libertad de operación, incluso por parte de los supuestos propietarios y patronos, es
prácticamente imposible».
En fecha tan temprana como 1919, los obispos también alertaron contra las
crecientes tendencias secularizadoras en la vida de la nación. Aun así, su lealtad no
desfalleció. En una carta al presidente Franklin Rooselvet, fechada dos semanas después
de Pearl Harbor, en diciembre de 1941, el arzobispo de Detroit Edward Mooney reafirmó
«la cercanía [de los católicos] a los ideales e instituciones de gobierno que ahora se nos
llama a defender».
Mooney citaba el III Concilio Plenario de Baltimore (1884) al señalar que «creemos
que los héroes [de la Guerra de Independencia] de nuestro país fueron los instrumentos
del Dios de las naciones para fundar esta nación de libertad», y añadió que
«cumpliremos celosamente nuestra misión espiritual en la sagrada causa del servicio a la
patria. Ponemos a su disposición en este servicio a nuestras instituciones y a nuestros
consagrados… que Dios nos dé la fortaleza para obtener una victoria, que no será una
bendición solo para nuestro país, sino para el mundo entero»[22].
Con la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, los intereses nacionales y
eclesiásticos, de forma lógica, volvieron a coincidir. Llegados los años 50, los católicos
americanos habían alcanzado la cima, tanto en número como en presencia institucional.
Fue un momento de notable auge sentimental, alimentado al estilo Bing Crosby (gracias
a películas como Siguiendo mi camino y Las campanas de Santa María), de elevado
tono moral (Karl Malden en La ley del silencio), de un anticomunismo explícito y de una
profunda estima pública.
Con el rebosante patriotismo de líderes como el cardenal de Nueva York, Francis
Spellman, Iglesia y nación «parecían fundirse en un solo ideal resplandeciente»[23]. Y,
finalmente, con la llegada del primer católico a la presidencia, John Kennedy, en 1960 –

32
joven, atractivo y héroe de guerra–, los católicos al fin se presentaron en la meta.

***

En un artículo publicado en 2015 en Wall Street Journal con motivo del 77º
aniversario de la Kristallnacht, John Lang recordó la violencia nocturna de los nazis
contra los judíos en el Berlín de 1938. Las masas recorrieron las calles golpeando a los
judíos y arrasando e incendiando sus comercios. Lang, que tenía ocho años, rememora
cómo «estaba en casa de mi abuela. Pude ver a través de la ventana nuestra bella
sinagoga envuelta en llamas, entre los gritos desesperados que surgían de la calle
adyacente». A la mañana siguiente, «unos nazis uniformados y sus simpatizantes se
divertían» mientras observaban los destrozos causados por su brutalidad. «Uno de los
grupos miraba hacia una gran mancha en la calle, que se decía que era de la sangre de un
judío. Todavía hoy puedo escuchar sus risas».
Lang tuvo suerte, y logró escapar al Reino Unido en una evacuación masiva de
niños; entró en Estados Unidos como refugiado infantil, y más tarde obtuvo la
ciudadanía. «Después de casi 75 años en Estados Unidos», escribió, «todavía me
conmueve la libertad de este país, tan preciosa y emocionante que no puedo imaginarme
mi vida sin ella»[24].
Existen tantas historias parecidas que son demasiado numerosas como para contarlas.
Permanecen en nuestro recuerdo, inspiran el imaginario nacional y reflejan los mejores
ideales que pretendió encarnar América, que es algo más que una estructura legal
ingeniosa, y algo más que una máquina económica: constituye un experimento sobre la
nobleza moral.
A pesar de todos sus fallos, Estados Unidos ha sido siempre algo único en el mundo:
un lugar en el que los pobres pueden prosperar, donde la esclavitud puede terminarse,
donde los perseguidos reciben la bienvenida, donde la ley importa, donde las diferentes
religiones pueden vivir juntas y en paz, donde la libertades y derechos son reales, porque
las responsabilidades también lo son, y donde la idea de lo que quiere decir ser
«humano» era compartida ampliamente, afianzada en algo más permanente que el
gobierno y más sagrado que una opinión bien fundada.
Todos estos precedentes, de bendita memoria, son dones históricamente únicos, e
infinitamente frágiles. Por este motivo, los obispos que sentaron los cimientos del
catolicismo en Estados Unidos «imaginaron una Iglesia que estuviese en América,
vehementemente para América, pero nunca de América»[25].
Como escribió el insigne profesor jesuita John Courtney Murray en 1955, «Dios no
traza planes para el futuro», pero ese futuro a veces se puede atisbar tras los problemas
actuales. «[El] sistema jurídico constitucional americano», advirtió, «es ininteligible, y
no puede funcionar más que en manos de hombres que posean la filosofía de lo público»

33
que los fundadores pusieron en juego en su construcción[26].
Si ese sistema puede perdurar, es uno de los interrogantes que nos interpelan hoy. El
otro es si fue alguna vez sostenible, ya desde sus inicios.

34
3. POR QUÉ NADA VA A SER IGUAL
QUE ANTES

Hubo un tiempo en América en el que se podía entrar en una tienda de ultramarinos,


coger un frasco de aspirinas de la estantería, abrir la tapa y tomarse una o dos, sin
protectores de plástico en el envoltorio, y sin una lámina sellada en la abertura. No
importaba qué empresa farmacéutica había elaborado la medicina, ni dónde la hubiese
comprado el consumidor. Alguien con dolor de cabeza podía tomarse una aspirina
directamente en el pasillo de la tienda, para meter después el frasco en el carrito y
pagarlo con el resto de su compra, enseguida otros imitaron la idea.
Entonces, en el otoño de 1982, murieron siete personas en Chicago tras ingerir
pastillas de Tylenol mezcladas con cianuro de potasio, y enseguida otros imitaron la
idea. Alertadas por la posibilidad de enfrentarse a una demanda, y ante la pérdida de la
confianza de los consumidores, las empresas farmacéuticas empezaron a fabricar envases
con precintos de seguridad, y la agencia encargada de la seguridad de los medicamentos
aprobó varias medidas para exigir a la industria que sus productos no pudiesen
manipularse a espaldas de los compradores.
En unas pocas semanas, una nación de –entonces– 231 millones de habitantes, que
hasta ese momento había confiado en que todos respetasen las necesidades sanitarias de
los demás, se convirtió en un país en el que era imposible comprar una botella que
tuviese roto el precinto. Hoy en día, nadie en la industria farmacéutica se atrevería a
lanzar un producto sin esas medidas de seguridad. Las protestas públicas no lo
permitirían, y los clientes no lo consumirían. Tras el caso Tylenol, la confianza social
precedente desapareció para siempre.
La América que conocimos de niños y jóvenes ha cambiado mucho más que los
envases de medicamentos. Las diferencias son importantes, y catalogarlas es más una
cuestión de prudencia que de nostalgia. Tendemos a pensar que la política y la cultura
son como un péndulo. En política, las elecciones parecen virar entre demócratas y
republicanos, para volver a empezar, del énfasis en la acción gubernamental al énfasis en
la libertad de mercado, y así una y otra vez. O, al menos, de esta forma lo veíamos antes.
La influencia de Ronald Reagan fue tal que el que había sido su vicepresidente
durante una legislatura fue a su vez elegido como presidente. Pero después el país
escogió a Bill Clinton y, como reacción a sus ocho años, llegó George W. Bush, en dos

35
ocasiones. Por contraposición a Bush se eligió a Obama, también dos veces. Incluso
dentro de los propios partidos se producen esos vaivenes. El más ideologizado Obama
sucedió al «nuevo demócrata» Clinton. El conservador clásico Reagan precedió a los
autodenominados «conservadores compasivos», Bush padre e hijo. En 2016, de nuevo
año electoral, ambos partidos se enzarzaron en una guerra civil a cuenta de su
orientación futura: Bernie Sanders contra otro Clinton, Donald Trump contra todos los
demás.
No obstante, la metáfora del péndulo es engañosa, ya que resulta demasiado
tranquilizadora. Parece sugerir que, si esperamos lo suficiente, todo volverá a la
normalidad. Pero «normal» es un concepto líquido, y las sociedades no son péndulos. No
se mueven a lo largo de un recorrido determinado en cada dirección. Son organismos
vivos, que avanzan por la historia. Crecen, eclosionan y mueren. Pueden enfermar, y
también recobrarse, pero en ocasiones fallecen tras una larga enfermedad, que acaba con
lo mejor de su legado. ¿Qué lección extraemos? La política es importante, pero por sí
misma no nos dice nada. De hecho, los cambios políticos superficiales pueden oscurecer
contradicciones culturales más profundas. Aunque los conservadores aclamen a un
nuevo líder que baje los impuestos y aligere las regulaciones, esos cambios pueden ser
tan poco importantes como la reorganización de las sillas en la cubierta del Titanic y, de
hecho, pueden agravar el estado de salud de la cultura.
Lo que es bueno para los negocios no es siempre bueno para Estados Unidos, porque
las empresas tienen sus propios intereses. Algunas de las mayores compañías, por
ejemplo, son las más generosas al respaldar el matrimonio entre personas del mismo
sexo. Multinacionales como Eli Lilly, Walmart y Apple se unieron alegremente al
linchamiento mediático contra la ley que trató de reconocer el derecho a la libertad
religiosa, también a las personas jurídicas, en Indiana en 2015. ¿Por qué? Porque,
supuestamente, lesionaba los intereses de las personas con atracción por el mismo sexo.
En palabras de Patrick Deneen:

La decisión de lanzar un boicot contra Indiana no se tomó por ser


políticamente valiente, sino por ser económicamente rentable. El poder
[económico] puede permitirse apoyar una regulación social de moda con muy
poco esfuerzo, a un coste bajo y sin arriesgarse para lograr su meta. Tienen la
ventaja además de distraer a la mayoría del hecho de que multinacionales como
Apple no tienen ningún remordimiento a la hora de hacer negocios en lugares
donde se reprime a gays, mujeres y cristianos. Estas formas reales de opresión no
les importan; la supuesta represión contra los gays en Indiana, sí[1].

¿Por qué se llega a equiparar a nivel nacional a los que apoyan esta ley en Indiana
(como los propietarios de Memories Pizza, una pequeña empresa local) con los

36
criminales?[2]. La respuesta está en la ruptura cultural que se produjo el pasado siglo,
acelerada tras la II Guerra Mundial.
Dicho de forma sencilla: Estados Unidos no va a volver a ser el país que fue. Como
veremos a continuación, los cambios en el tejido sexual, religioso, tecnológico,
demográfico y económico lo hacen imposible. Estas revoluciones han reformulado a su
vez la política, la educación y las leyes. Tradicionalmente, las naciones dependen de la
continuidad entre generaciones para transmitir su memoria y sus creencias a lo largo del
tiempo, conservando una identidad y, al menos en Estados Unidos, ese patrón se ha
quebrado. Es la discontinuidad, cada vez mayor, la que guía hoy la vida del país.
La sabiduría popular suele situar la semilla de los conflictos sociales actuales en la
«revolución cultural» de los años 60. Los que tenemos edad suficiente para hacerlo
recordamos habitualmente esa década a través de la óptica de la Guerra de Vietnam, y no
nos faltan motivos. Ha habido otras guerras impopulares, pero Vietnam fue el primer
gran revés a la confianza americana y a la sensación de ser «los buenos» en un siglo que
fue el nuestro. La guerra abrió las primeras grietas en la comprensión del significado del
patriotismo para los católicos. Los hermanos Daniel y Philip Berrigan, ambos sacerdotes,
formaron parte del numeroso grupo de estadounidenses que consideraban esa guerra
inmoral, y que la denunciaron públicamente. Vietnam fue también el primer conflicto
con una cobertura mediática constante. Los jóvenes que intervinieron lo hicieron en un
ejército republicano, una milicia ciudadana con fines ambiguos, acusada de imperialista
por sus críticos. Los llamamientos a filas democratizaron la ira, y ese enfado de los
jóvenes se volcó fácilmente hacia otras corrientes de cambio profundo en la vida de la
nación, alimentadas por la riqueza de la posguerra, el compromiso con la seguridad
global, la Guerra Fría, los avances científicos y la lucha por la justicia racial.
Las cosas pequeñas, no obstante, pueden tener consecuencias enormes. El transistor,
perfeccionado en 1947 y disponible a gran escala a mediados de los años 50, transformó
la electrónica, haciendo posible la informática moderna e, indirectamente, todo lo que
implica una sociedad basada en los ordenadores. Otra cosa «pequeña» parecida fue la
llegada de la píldora para el control de la natalidad, autorizada para su uso público en
1960. Desde el observatorio privilegiado del año 2016 se descubre cómo esa píldora es
una loa a las consecuencias colaterales. Fue diseñada con las mejores intenciones,
porque sus inventores querían en realidad fortalecer el matrimonio al permitir a las
parejas espaciar la llegada de los hijos, pero su efecto fue radical, porque, al desligar la
intimidad sexual de la procreación, provocó cambios profundos en la conducta y la
actitud social del país, que nadie había previsto.
Las académicas feministas no fueron las primeras en descubrir que el sexo tiene
implicaciones que van más allá de hacer bebés. El sexo establece y rompe relaciones e
identidades personales, y este es uno de los motivos por los que las sociedades

37
tradicionales lo han rodeado de rituales sagrados y una protección rigurosa.
Medio siglo después de los años 60, son muchos los jóvenes más comprometidos con
el movimiento provida de lo que lo estuvieron sus padres y abuelos. Parece irónico, pero
no debería sorprendernos. Conocen las consecuencias del aborto, y conviven con el
hecho de que podrían haber sido abortados ellos mismos. La humanidad del no nacido es
evidente gracias a las ecografías. La mala noticia es que a muchos de esos mismos
jóvenes el matrimonio les atrae menos que a sus padres, están más abiertos a la conducta
y a las relaciones homosexuales, y tienen relaciones sexuales con mayor informalidad,
no necesariamente asociadas a un compromiso a largo plazo.
Obviamente, no puede sorprendernos que los jóvenes quieran mantener relaciones
sexuales de forma recreativa. Seríamos ingenuos si ignorásemos las condiciones actuales
que nos han traído hasta aquí. En una cultura hondamente individualista, carente de un
sentido moral convincente acerca de la sexualidad, son muchos los que la utilizan de
forma depredadora y cruel. Para otros, no obstante, también es la expresión de una
necesidad mal asumida de comunión profunda con otra persona, o como antídoto para
una soledad que no terminan de comprender.
Sea por el motivo que sea, los jóvenes asumen un alto riesgo de contraer
enfermedades de transmisión sexual, una epidemia nacional contemporánea. Esta
tendencia también se traduce en un mayor riesgo de embarazos no deseados, con la
enorme presión social para abortar que siempre conllevan. Las convicciones morales
más sólidas, afianzadas en el corazón más puro, pueden desmoronarse ante una elección
que cambia la vida, como es la de dar a luz a un hijo no buscado, estando sola y sin
pareja. Todo esto revela un simple hecho: la forma más segura para transformar la
cultura es desde dentro hacia afuera. Y la forma más fiable para conseguirlo no es con
debates racionales –demasiado aburridos– ni con la violencia –demasiado costosa–, sino
colonizando y reformulando los anhelos y las conductas que se dan en esa cultura.

***

No hace falta ir muy lejos para encontrar ejemplos. H. L. Mencken, el escritor


satírico violentamente antirreligioso, describió en una ocasión el legado del puritanismo
americano como «el pavor obsesivo porque alguien, en algún sitio, pudiese ser feliz».
Hoy en día la palabra «puritanismo», aplicada al sexo, conjura un espectro de imágenes
estridentes, desde las prostitutas marcadas a fuego hasta las calderas de hirviente y sana
pasión cerradas a la fuerza por la represión moral. Modestia, virginidad, celibato,
continencia sexual: palabras que solo atraen reproches en el vocabulario contemporáneo,
antibióticos caducados.
Pero la liberación del deseo sexual siempre ha provocado efectos colaterales
incómodos; entre otros, la normalización de la pornografía, uno de esos asuntos de los

38
que a nadie le gusta hablar, porque hacerlo puede parecer fruto de una obsesión. Al fin y
al cabo, la atracción por la pornografía no es nueva. Los muros de la antigua Roma
estaban plagados de pintadas obscenas, y ninguna sociedad se ha visto libre de ella. ¿No
es la pornografía, en esencia, un triste entretenimiento para pobres perdedores? Cuesta
imaginársela como algo que da forma al alma de una nación.
Puede ser. Pero los beneficios que genera no concuerdan con esa idea. Los nuevos
tiempos no son como los antiguos; hoy en día, el negocio de la pornografía tiene un
alcance e influencia enormes, por su fácil acceso, protegido en la intimidad del hogar.
América no regresará jamás a ese mundo sin una pornografía omnipresente y al alcance
de todos. Esa clase de inocencia está tan extinguida como los frascos de aspirinas sin
tapa.
¿Cómo se ha producido este cambio radical? La tecnología es la responsable última.
La tecnología rediseñó el anticuado sistema de distribución y promoción de esta
industria, logrando un crecimiento rápido y una repercusión global, mientras se sigue
manteniendo como una adicción que se desarrolla en privado. Y, como ocurre con todas
las adicciones privadas compartidas por un número suficiente de personas, ha acabado
convirtiéndose en una conducta social aceptable.
Los norteamericanos tienen una potente vena libertaria, y son demasiados los que
consideran la pornografía una cuestión de elección personal, negándose a ver el impacto
que está provocando. Como industria, ejerce su influencia porque beneficia a muchos. A
nivel global, genera unos beneficios cercanos a los 100.000 millones de dólares, 13.000
millones solo en Estados Unidos[3]. Entre estas industrias, hay varias multinacionales
que ejercen presión en Washington y financian a sus candidatos. La mayoría de las
grandes cadenas hoteleras ofrecen acceso a contenidos «para adultos» dentro de su
programación, lo que en otra época eso les habría puesto en el centro de la diana de la
opinión pública. Aunque sus directivos suelen prestar atención a los boicots y a la mala
prensa –pensemos en Indiana–, los accionistas se fijan más en los beneficios, y no en lo
que consideran sutilezas morales. Por otra parte, el hecho es que no ha habido un
movimiento masivo que provoque un castigo económico tal contra la pornografía, que
obligue a una multinacional a escuchar.
Hoy cualquiera puede acceder gratis a estos contenidos en Internet, en cualquier
lugar y a cualquier hora. Incluso los más extremos –sean violentos o sórdidos, legales o
ilegales– se pueden comprar. Se satisfacen todas las inclinaciones, hasta las de la
pornografía infantil, y el riesgo de ser descubierto y castigado, aunque es real y grave, no
detiene a casi nadie. Muchos niños americanos encuentran contenidos obscenos al
comenzar la adolescencia. Son millones los hombres, y muchas las mujeres, que la
tienen como adicción. Los usuarios realizan millones de búsquedas cada día, y más del
30% del tráfico de datos en Internet tiene que ver con la pornografía[4]. Si alguien se

39
siente incómodo por tener este hábito, no le cuesta esconderse, y los contenidos
explícitos son ya tan frecuentes que se emiten por televisión, en abierto.
Es evidente que la pornografía no es un factor fundamental a la hora de cambiar el
carácter de un país, que normalmente es el resultado de otras fuerzas más profundas.
Pero sí que tiene un poder formativo sobre las inclinaciones e intereses de millones de
ciudadanos y, lo que es peor, produce cambios cerebrales, literalmente.
El psiquiatra Norman Doidge describe el proceso en El cerebro se cambia a sí
mismo. La pornografía afecta al área del cerebro relacionada con la búsqueda del placer,
y no con su satisfacción. De hecho, parte del poder de la pornografía es su capacidad de
no satisfacer totalmente los apetitos. «La neuroquímica [de la pornografía] está muy
ligada a la dopamina, y eleva la tensión», observa. «La pornografía, al ofrecer un
interminable harén de objetos sexuales, hiperactiva el deseo» y reconfigura el cerebro,
creando lo que este autor denomina «mapas», que el consumidor trata de mantener
activados. Doidge compara a los hombres que ven pornografía con ratas en un
experimento, que presionan un botón para recibir una descarga más de dopamina.
Acaban tomando parte en «sesiones de entrenamiento pornográficas que [cumplen] todas
las condiciones que exige un cambio plástico de los mapas cerebrales»[5]. Doidge
también señala que en las últimas décadas gran parte de la pornografía ha cambiado,
desde el erotismo romántico hasta un sadomasoquismo cada vez más violento y
humillante.
Este consumo no solo daña a sus consumidores, también distancia a los matrimonios,
destruye la verdadera intimidad y reduce a las personas a objetos. Y estos son solo los
costes humanos directos. El impacto social es mucho mayor y más dañino. Es un factor
importante en divorcios, infidelidades y familias rotas. Con mayor brutalidad aún, la
industria del porno también alimenta y fomenta la explotación de mujeres y menores,
obligados a ser «trabajadores del sexo». Los tiempos actuales no son como los antiguos.
En la América de hoy, la pornografía es parte de una normalidad muy distinta. En
cincuenta años pueden pasar muchas cosas.

***

Thomas Jefferson, en una carta enviada a James Madison en 1789, se preguntaba si


«una generación de hombres tiene derecho a atar a la siguiente», y concluía afirmando
que la tierra pertenece a los vivos, «y los muertos no tienen ni poder ni derechos sobre
ella», dado que, por ley natural, «una generación es para otra igual de independiente que
dos naciones distintas». «Cada constitución, por lo tanto, y cada ley, expiran de forma
natural» al final de cada generación. Y añadía: «Si se prolonga más tiempo, es por medio
de la fuerza, y no del derecho»[6].
La visión de Jefferson era limitada; en la época en la que escribía estaba preocupado

40
por la deuda pública, y temía que una generación utilizase su poder para sobrecargar a la
siguiente con un legado de derroche imprudente. Eso no significaba que repudiase el
pasado; todos los fundadores, él incluido, mantuvieron un profundo respeto por la
historia y sus lecciones.
Pero las ideas pueden tener consecuencias imprevistas. Más de doscientos años
después, las palabras de Jefferson parecen proféticas, de un modo involuntario, porque
captan a la perfección la ruptura y la discontinuidad que padece el corazón de la cultura
contemporánea. Como país, los americanos hemos perdido rápidamente el interés por el
pasado, acrecentando cada vez más la inclinación a inventarnos a nosotros mismos. Si la
tierra es de los vivos, entonces nosotros –los vivientes– podemos hacer con ella lo que
nos plazca, permitiendo así que nuestros apetitos tengan licencia para dar forma al futuro
a pesar del pasado, y también en su contra.
¿Qué importancia tiene esto? Los hijos del boom de los 60, felices causantes de la
revolución cultural, se rebelaron contra una sociedad con un marco moral bien
desarrollado y una memoria política coherente, beneficiándose de ambos de forma
inconsciente y, aunque en rebeldía, participando de esos valores. Tuvieron hijos, y esos
hijos, a su vez, los están teniendo ahora. Y lo que esos adultos jóvenes y adolescentes
piensen y hagan formará la nueva Norteamérica.
¿Qué aspecto tendrá? Hay abundantes datos acerca de los hábitos de los jóvenes
actuales, la mayoría bien conocidos. El sociólogo de la Universidad de Notre Dame
Christian Smith, junto con algunos colegas, son autores de algunas de las investigaciones
más valiosas, que merece la pena recordar. En 2011, refiriéndose a los jóvenes de entre
18 y 25 años, Smith escribió que, a pesar de las numerosas excepciones, una gran
cantidad de «adultos jóvenes son ajenos a [las realidades espirituales, el servicio a los
demás y] a otra clase de valores humanos… centrándose casi exclusivamente en el
consumo materialista y la seguridad económica como principales guías de sus vidas».
Las adicciones y el consumo de sustancias de todo tipo son «una parte central de su
cultura». Y, al contrario de lo que afirman los medios y la creencia popular (v. g., con
respecto al activismo medioambiental), «la mayoría de adultos jóvenes ni se preocupan
ni invierten en el mundo que les rodea, y tampoco esperan nada de él». Como observa
Smith, con frecuencia «están, básicamente, perdidos. Desconocen el paisaje moral del
mundo real en el que habitan, y tampoco entienden cuál es su lugar en ese mundo». Se
han desentendido de «algo que toda persona se merece la oportunidad de aprender: cómo
pensar, hablar y actuar sobre el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto». ¿Y quién es el
responsable? Para Smith y sus colegas, «de una forma u otra, los adultos y su mundo son
casi siempre cómplices en los problemas de los jóvenes, en su sufrimiento y en su vida
desorientada, cuando no el principal causante»[7].
Aproximadamente la mitad de los adolescentes católicos norteamericanos pierde su

41
identidad religiosa antes de cumplir los 30 años, por varios motivos. Los medios de
comunicación, tanto de entretenimiento como de información, ofrecen una dieta lista
para degustar de ateísmo práctico y agradable, subrayando la hipocresía religiosa y
alimentando el consumismo. Como señaló un estudio, la mayoría de los adultos jóvenes
dan por sentado que «la ciencia y la lógica son la forma de conocer “de verdad” el
mundo, y la fe religiosa, por su parte, o violenta los estándares del conocimiento
científico o no llega a su nivel»[8]. Otros de estos jóvenes se han amoldado a las teorías
que, partiendo de las universidades, llegan hasta la enseñanza secundaria, popularizando
«ideologías simplistas que dan por sentado que todo es una construcción cultural»,
fomentando un relativismo moral acrítico[9].
Por su parte, el ejemplo de los padres sigue siendo un factor clave –con frecuencia, el
factor clave– en las creencias de los jóvenes. La familia es la principal transmisora de las
convicciones religiosas, y trastocarla supone afectar a un ecosistema cultural al
completo. Los que abandonan el catolicismo suelen proceder de hogares en los que los
padres eran conformistas, poco comprometidos e indiferentes o escépticos en materia de
religión. El divorcio y las familias monoparentales han agravado el problema: cuando las
familias se rompen, no llegan a formalizarse o simplemente pierden el interés por la
práctica religiosa, el universo mental y moral de los adultos jóvenes se desliga del
pasado norteamericano. Y, si la mentalidad de los jóvenes rompe radicalmente con su
pasado, también lo hace la nación.
Vale la pena recordar de nuevo el impacto de una innovación tecnológica concreta.
Como ha expuesto Mary Eberstadt, «el salto cuántico subyacente e imperceptible hacia
la irreligiosidad en la década de los 60» se debió en gran medida a la píldora del día
después. «[Cambió] las relaciones entre los sexos –o, lo que es lo mismo, dentro de la
familia natural– como nunca antes había ocurrido»[10].
Al igual que la teoría de la evolución de Darwin hizo estremecerse la cultura popular
sobre el origen y la identidad del ser humano, la píldora «cortó la conexión cultural entre
la ética cristiana y el sentido común americano», inspirando una revolución íntima. El
caos resultante «llegó mucho más allá del limitado tema del control de la natalidad, para
afectar a la ética sexual al completo. En poco más de una década, una enorme proporción
de norteamericanos decidió que dos milenios de doctrina cristiana sobre el matrimonio y
la sexualidad estaban desfasados»[11].
Y no solo desfasados. El impacto de la píldora se dejó sentir también en la esfera
pública:

Ese cambio de actitudes llevó a redefinir el ámbito privado, tanto en la cultura


como en las leyes, extendiendo ampliamente la idea de que asuntos como la
contracepción, la cohabitación prematrimonial y el divorcio –y el aborto, entonces
mucho más controvertido– eran asuntos privados, donde el gobierno no tenía nada

42
que decir. La misma idea de «legislación sobre la moral» se volvió sospechosa, y
los argumentos cristianos sobre la legislación familiar y las políticas públicas, que
podrían resultar aceptables incluso para un público secular en los 40, pasaron a
considerarse sospechosos, como potenciales agresores de la separación Iglesia–
Estado.

Al mismo tiempo, se propagó una idea aún más arrolladora; el convencimiento


de que muchas de las severas prohibiciones sexuales del cristianismo no solo eran
innecesarias, sino también perversas[12].

Resulta tentador desdeñar esta clase de análisis angustiado, considerándolo un caso


más de neurosis religiosa hacia el cuerpo, o de ansiedad exagerada con respecto al sexo.
Son muchos los que lo hacen, ahorrándose la laboriosa tarea de pensar. Pero el sexo,
como veremos más adelante, está íntimamente relacionado con la forma en la que nos
comprendemos como seres humanos. A ese respecto, no está de más recordar que las
raíces de nuestra nación no son solo protestantes. Lo son de un modo concreto, puritano
y calvinista; angustiado, resuelto y riguroso.
El calvinismo está afianzado en nuestro carácter nacional, incluso para los no
creyentes, como una moneda de dos caras. En palabras de Pierre Manent, politólogo
católico, el calvinismo primitivo realizó «una contribución magnífica (…) a la libertad
política moderna» porque, según su visión, el poder humano «puede fomentarse o
liberarse, pero ningún ser humano, sea religioso o laico, está por encima de la ley»[13].
Pero también existe la cruz. Como afirmó el filósofo político –también cristiano–
George Grant, en Norteamérica «el control de las pasiones del protestantismo
[calvinista] se centró cada vez más en lo sexual (…) mientras la codicia y la explotación
se liberaban de sus tradicionales restricciones cristianas»[14]. Traducido: la peculiar
fiebre por las compras y el sexo de la cultura de hoy tiene unas raíces religiosas
concretas. La promiscuidad es una reacción contra la percepción de un excesivo control
sexual del pasado, y el consumismo es una celebración de las apetencias y posibilidades
materiales.
Esta es la gran ironía de la revolución sexual de los sesenta; al romper con la
moralidad «burguesa» –las restricciones sacras y los vínculos sagrados de la sexualidad
cristiana–, convirtió todo el sexo, y todas las relaciones, en una mera cuestión de
transacciones, de consumo y de descarte entre individuos radicalmente distintos. Los
hijos del boom resultaron ser más salvajemente capitalistas de lo que creían. Y sus hijos,
todavía más.

***

43
«Ningún hombre se baña dos veces en el mismo río, porque no es el mismo río ni el
mismo hombre». Este gran proverbio, de sencilla sabiduría, se puede encontrar a
menudo en Internet. Es, probablemente, una versión libre de lo que dijo en realidad el
filósofo griego clásico Heráclito, aunque no está claro. En cualquier caso capta bien el
núcleo de su pensamiento: era muy dado al cambio, y proclamó que todo mudaba, todo
el tiempo.
Lo que ocurre con ríos y los hombres también sucede con los países. Un ejemplo
sencillo: en los siete años transcurridos entre 2007 y 2014, las personas que se
identificaban como cristianos en Estados Unidos disminuyeron del 78,4% hata el 70,6%,
y los que lo hacían como católicos, en el mismo período, descendieron del 23,9% al
20,8%. Como apuntó el centro de investigaciones Pew:

La proporción de cristianos entre la población está disminuyendo, mientras


crece el número de adultos estadounidenses que no se identifican con ninguna
religión organizada… Es más, esos cambios afectan a todo el panorama religioso,
en todas las religiones del país y en numerosos grupos demográficos. Aunque el
descenso en la identificación cristiana es particularmente pronunciada entre los
adultos jóvenes, sucede entre los americanos de todas las edades. Esta misma
tendencia aparece entre blancos, negros y latinos; entre licenciados y adultos con
estudios secundarios; también entre mujeres y hombres[15].

Hay más:

Los cristianos siguen siendo, con mucha diferencia, el mayor grupo religioso
entre los inmigrantes legalizados en Estados Unidos, aunque el porcentaje
estimado ha disminuido, del 68% en 1992 al 61% en 2012. En las dos últimas
décadas, han entrado en Estados Unidos aproximadamente unos 12,7 millones de
inmigrantes cristianos.
El segundo grupo religioso más numeroso entre los inmigrantes legalizados es
el de los no adscritos, que incluye ateos, agnósticos y personas que no se
identifican con ninguna religión en concreto. En los últimos años, el porcentaje de
inmigrantes sin afiliación religiosa se ha mantenido estable, en torno al 14 por
ciento. Desde 1992, EE.UU. ha admitido una cantidad estimada de 2,8 millones de
inmigrantes sin afiliación religiosa.
En el mismo período el porcentaje estimado de inmigrantes legalizados
musulmanes que entran cada año en EE.UU. casi se ha duplicado, de un 5% en
1992 a en torno al 10% en 2012. Desde 1992, han entrado en Estados Unidos,
aproximadamente, un total de unos 1,7 millones de inmigrantes musulmanes[16].

44
Según el Instituto Pew, de los cerca de 11,1 millones de inmigrantes irregulares que
vivían en Estados Unidos en 2011, unos 9,2 millones (el 83%) eran cristianos, la
mayoría de América Latina. El 17% restante, casi al completo, no declaraba ninguna
religión. Se estima que menos de uno de cada diez inmigrantes en situación irregular
pertenecían a algún grupo religioso no cristiano[17].
¿Por qué menciono estos datos? La fundación de Estados Unidos fue un producto del
siglo XVIII, y uno de sus mayores logros políticos. Pero la demografía importa, y
nuestro país es una nación basada en la inmigración y forjada por inmigrantes; así pues,
se renueva constantemente, y se repiensa según cambia la población. Esto es bueno y
sano, siempre y cuando existan mecanismos que garanticen una continuidad básica con
el pasado, para que los inmigrantes recién llegados se adapten a la visión básica nacional
acerca del hombre y de la naturaleza de una sociedad buena. A su vez, esto presupone
que la visión nacional tiene algún sentido positivo, un propósito común que la supera.
«Cada uno a lo suyo» es un principio pobre si se quiere lograr una identidad compartida.
La inmigración ha supuesto una experiencia particularmente positiva para los
católicos norteamericanos. En las últimas décadas, los inmigrantes latinos han
contribuido a que la Iglesia católica sea la mayor comunidad religiosa de nuestro país,
superada solo por las iglesias evangélicas unidas. A los latinos se debe gran parte del
crecimiento de la Iglesia en América desde 1960, y hoy suman entre un tercio y un 40%
(según los estudios) de los más de 81 millones de católicos declarados del país[18].
Además, han traído consigo una fe viva, unas tradiciones arraigadas y un sólido
compromiso con la familia.
Pero, a diferencia del pasado, el compromiso con una vida eclesial activa de los
inmigrantes recién llegados es más débil, y son muchos los que la abandonan después de
la primera generación. Hosffman Ospino, de la facultad de Teología de Boston, apunta
que el 61% de los católicos latinos de Estados Unidos nacieron en este país, pero que no
puede darse por sentado su compromiso futuro con la Iglesia. «La secularización de los
hispanos es la mayor amenaza para el futuro de la Iglesia en EE.UU.». «Solo un 3% de
los hijos de hispanos católicos asiste a escuelas católicas, y son cada vez menos los
menores de 30 años que acuden a la iglesia. Corremos el riesgo de perder al completo a
una generación de católicos. Si no somos capaces de afrontar lo que afecta a los católicos
hispanos y a las parroquias que los atienden, entonces la estructura parroquial en
Norteamérica sufrirá un declive dramático, como ha ocurrido en Europa»[19].
Son muchos los inmigrantes latinos que se convierten al evangelismo. En líneas
generales, al menos es una «buena» noticia, pero la mala es que son también muchos los
que abandonan toda confesión religiosa. Un estudio del Instituto Pew sobre religión y
vida pública descubrió que el 43% de los evangélicos latinos habían sido antes católicos.
«Vienen a un país en el que más de la mitad de la población que tiene alguna religión ha

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cambiado al menos una vez en la vida de denominación, y la mayoría de ellos, más de
una vez», explicó Luis Lugo, antiguo investigador del Instituto. «En el contexto en el
que se mueven es más aceptable, sencillamente, cambiar el catolicismo por otra
cosa»[20].
Por otra parte –e irónicamente–, Lugo señala que «los evangélicos latinos son mucho
más conservadores socialmente que los católicos latinos, por lo que, cuando una de esas
personas se convierte del catolicismo al evangelismo, en realidad se acerca mucho más a
la postura oficial de la Iglesia católica en asuntos sociales»[21].
Una vez más, ¿qué importancia tiene todo esto? Los datos acerca de la fe de los
inmigrantes, de su variabilidad y de su declive nos interesan por una buena razón. A
diferencia de lo que ocurría en el pasado, el espíritu que conforma la vida actual en
Estados Unidos es indiferente a la religión, y dejó hace tiempo de inspirarse en la Biblia.
Por este motivo, la experiencia que viven los recién llegados también varía con respecto
a la del pasado. Y lo que estos inmigrantes crean y practiquen hoy (o no) influirá en lo
que la nación en su conjunto crea y practique (o no) mañana.
La demografía, desde luego, es solo uno de los muchos factores que se combinan
para modificar la naturaleza de la vida cotidiana. El ideal de una república de clases
medias que pertenece a todos por igual, junto con la creencia en la capacidad de cada
cual para mejorar su suerte trabajando duro, todavía perviven, en gran medida, en la
imaginación americana. Pero la realidad es más compleja. Hay pruebas contundentes de
que, en el último medio siglo, la riqueza nacional se ha arracimado en torno al 1% del
país. La brecha entre esa élite y el resto de la población es profunda, y se está
ensanchando. Los americanos corrientes siguen viviendo muy bien en comparación con
el resto del mundo, pero la riqueza del 1% superior es 70 veces mayor que la de las
clases más populares, y sus miembros controlan cerca del 43% del total nacional. El 4%
siguiente posee o controla otro 29%[22]. Mientras tanto, el elevado coste de acceso a un
cargo público excluye en la práctica a una inmensa mayoría de ciudadanos, y fomenta
una clase política en la que están sobrerrepresentados los más privilegiados y bien
relacionados. En la campaña electoral de 2016, se calculó que la fortuna de Donald
Trump alcanzaba los 4.500 millones de dólares, y la de Hillary Clinton, los 45
millones[23]. Mientras tanto, ambos afirmaban dirigirse a un electorado cuyos ingresos
medios anuales familiares eran de 56.335 dólares[24].
La movilidad social para ese 95% restante es más complicada de analizar. Algunos
datos, como los del estudio de 2014 de economistas de Harvard y de la Universidad de
California–Berkeley sugiere que «a pesar del enorme incremento de la desigualdad,
puede que la sociedad americana de hoy no sea menos flexible [socialmente] que hace
40 años»[25] pero, en general, los dos principales partidos políticos coinciden en que la
movilidad social ascendente ha disminuido en las pasadas décadas.

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América es una nación de nómadas. La movilidad geográfica también ha disminuido
en las últimas décadas, sobre todo entre las personas con menos ingresos[26]. No
obstante, los datos del censo nacional de 2012–2013 mostraban que el 12% de los
norteamericanos –unos 36 millones– se habían trasladado en ese período. La mayoría lo
habían hecho dentro de su propio condado, pero eso significa dejar atrás el vecindario, la
escuela, las iglesias, las asociaciones y otros centros de arraigo social. Desde que
comienzan a los 18 años, la mayoría de los estadounidenses pueden mudarse hasta 9
veces en su vida. Incluso después de cumplir los 45 años es frecuente que lo hagan en
otras 3 ocasiones.
Esta movilidad puede ser muestra de éxito económico; con frecuencia, la gente se
desplaza para mejorar las condiciones de vida de sus familias. Pero también puede ser
sinónimo de pérdida de empleo y dificultades. En ambos casos, estos desplazamientos –
voluntarios u obligados– tensan la vida familiar e interfieren en la consolidación de
comunidades estables a largo plazo. Son muchos los que se resisten a «darlo todo» por
su comunidad porque puede que no lo sea durante mucho tiempo. El sentido de
pertenencia, de anclaje, de tener que vincularse a otros porque han sido tus vecinos desde
hace mucho, o de permanecer en el mismo vecindario, iglesia, escuela o asociación, se
ha perdido para un gran número de norteamericanos, que se identifican más con su
trabajo que con su barrio.
Aparentemente, la tecnología podría atenuar este fenómeno; acaba con las distancias,
en sentido virtual, y reúne online a las personas siempre que quieran. Pero el efecto
unificador de las comunidades digitales puede ser engañoso. La vida a través de una
pantalla o un teléfono es muy diferente de la experiencia de interactuar con personas de
carne y hueso, que no se pueden apagar. En la práctica, a pesar de su gran valor, Internet
aísla y oculta con la misma frecuencia con la que conecta y revela. Trabajar en casa con
el ordenador puede sonar agradablemente doméstico, pero el efecto a largo plazo es que
ese «hogar» se vuelve tan virtual como la oficina que lo invade y coloniza.
La tecnología también ha jugado un gran papel –decisivo– en la transformación y
reinvención de la vida económica, y del modo en el que pensamos. Por decirlo de otro
modo: utilizamos herramientas, pero también las herramientas nos utilizan. En medio
siglo, Estados Unidos ha pasado de ser una economía manufacturera basada en la
producción a ser una economía del conocimiento basada en el consumo. El impacto en
nuestra imaginación y en nuestra conducta ha sido enorme. La producción es un asunto
de muchos; exige sindicatos, gremios y grandes empresas, y requiere cadenas de
montaje, inversiones, industria pesada y comunidades. El consumo es un asunto privado.
Solo hace falta uno.
Esta diferencia entre producción y consumo es lo que el filósofo Zygmunt Bauman
denomina brecha entre la vida moderna sólida y la líquida. Las sociedades antiguas,

47
«sólidas», basadas en la producción, se refugiaban en la propiedad privada, las
gratificaciones pospuestas, la organización racional, el progreso metódico y las
economías de escala. Las sociedades «líquidas», basadas en el consumo –hijas de la
revolución tecnológica y de sus cambios rápidos–, se alimentan de los «nuevos
comienzos incesantes» y de las experiencias.
En la vida líquida, viajar por viajar «parece más seguro y mucho más atractivo que la
posibilidad de llegar: toda la felicidad se encuentra en una compra gratificante, mientras
que el producto adquirido en sí, con el añadido de sus efectos directos y secundarios,
posiblemente inoportunos y burdos, conlleva una elevada posibilidad de causar
frustración, pena y remordimientos». El mayor temor es el «coeficiente de arrastre»: el
peso que supone tener que convivir con las malas elecciones.
Por lo tanto, como apunta Bauman, una sociedad de consumidores «es impensable
sin una industria pujante de eliminación de residuos. Nadie espera que los consumidores
juren lealtad a los objetos que han obtenido con la intención de consumirlos». De hecho,
el único modo de tener espacio para nuevas elecciones es desembarazarse rápidamente
de las antiguas. Es inevitable que este enfoque, llevado a la vida, transforme las
relaciones personales. Una vez que el modelo de «desechar y reemplazar el objeto de
consumo que ya no produce una satisfacción completa se extiende a las relaciones de
pareja, los cónyuges se encasillan bajo el estatus de objetos de consumo»[27]. En un
sentido muy real, no hay nada más líquido que un divorcio de mutuo acuerdo.
Bauman no es el único que mantiene esta teoría. Hace más de una década, en su libro
La era del acceso, el teórico social Jeremy Rifkin describió una cultura norteamericana
progresivamente más parecida a una «experiencia de pago», basada en la conversión de
la pasión, los ideales, las relaciones e incluso el tiempo en un bien de consumo. En una
economía tecnificada y mutable, la propiedad se verá como un lastre. La posesión de
bienes irá decayendo en favor del acceso a servicios y productos en alquiler y a las
experiencias personalizadas.
Hoy en día los millenials dan la razón tanto a Bauman como a Rifkin, con unos
patrones de consumo que, «si no son una estampida de la propiedad, se le parecen»[28].
Como escribe James Poulos, «comprar significa riesgo y responsabilidad. Alquilar
significa no atarte a algo que ya no quieres o no te puedes permitir… La lógica de elegir
el acceso en lugar de la propiedad tiene algo que es muy conveniente». Como resultado,
«desde las ciudades más bulliciosas como San Francisco, a las decadentes como
Pittsburgh, las nuevas generaciones pagan por acceder a experiencias, en lugar de
comprar para poseer».
Pero hay un problema: sin «una tradición de propiedad cohesiva y orgánica, la
libertad no surge, porque ni siquiera puede ser imaginada». Y no puede serlo porque son
«los hábitos de experiencia que se desarrollan con la propiedad los que hacen de esa

48
libertad una realidad concreta, encarnada»[29].
Como pusieron de manifiesto de forma intempestiva los Fundadores hace más de dos
siglos, la libertad exige madurez, que a su vez depende de la claridad de ideas y del
dominio de sí. La propiedad es real, y poseerla es exigente, porque fija y somete a
disciplina al etéreo mundo de los deseos.
Pero los Fundadores hace mucho que no están. Y estos tiempos no son como los
antiguos.

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4. TOPOGRAFÍA
DE UNA TIERRA PLANA

Se está mejor en casa que en ningún sitio. Se está mejor en casa que en ningún sitio.
Los lectores de mi edad reconocerán enseguida estas palabras de la película clásica El
mago de Oz; Dorothy las pronuncia al entrechocar sus zapatillas rojas, dejar atrás Oz y
aparecer de vuelta mágicamente en Kansas. Es su momento de triunfo; la Malvada Bruja
ha muerto, el León ha recuperado el valor, el Espantapájaros tiene cerebro, el Hombre de
Hojalata corazón y sus amigos son felices. Los Munchkins la quieren, como todos los
demás en un radio de 100 kilómetros a la redonda de la Ciudad Esmeralda. De haberlo
deseado, podría haber sido su reina y –hay que reconocerlo–: Oz es un lugar
infinitamente más interesante, con todas sus maravillas, que Kansas.
En la fábula original de Oz, L. Frank Baum, su autor, describe Kansas como un
territorio vasto, plano como una sartén, abrasado por el sol, en el que «se levantan
tornados con suficiente fuerza como para derribar cualquier edificio que se interponga en
su camino». Las praderas se extienden por doquier; opaco y gris, es un territorio sin
árboles ni casas que rompan «la monótona planicie que alcanza hasta los límites del
cielo, en cualquier dirección». El horizonte es gris. La hierba languidece. Las casas
surgen como verrugas, y hasta la tía Em y el tío Henry son incoloros, desprovistos de
toda alegría[1]. Para Dorothy, este es su «hogar». Entonces llega un tornado y la arrastra
a la aventura, lo que suscita una pregunta evidente: ¿por qué querría volver?
Tengo la respuesta. Nací y crecí en Kansas, y Baum –que creó una Kansas ficticia,
basada en su experiencia en Dakota del Sur– imaginó un mundo muy distinto de las
granjas, colinas, praderas, ciudades y ríos que yo sí conocí. En la Kansas de mi memoria
no hay nada árido o muerto, solo personas y lugares que me son muy queridos, un cielo
inmenso, en su color y tamaño, y una hermosa naturaleza que se prodiga incluso en los
espacios vacíos.
Un hogar es algo más que un edificio; somos criaturas territoriales, desde el olor del
campo hasta el verde de la primavera. Los seres humanos necesitamos cambios, cosas
diferentes y variadas, que alcanzamos gracias a los viajes y al sucederse de las
estaciones. Pero también necesitamos familiaridad, permanencia y raíces. Esa es la
esencia de un hogar: nos afianza, nos sitúa en el mundo, nos rodea con la seguridad del
amor. Por eso es tan cierto el viejo proverbio que dice que puedes sacar a alguien de su

50
país, pero no su país de alguien. El mundo nos llega por medio del cuerpo, y los lugares
se nos graban en los sentidos y en el alma.
Esto es así, estemos donde estemos. Siendo obispo en Dakota del Sur, vi la
grandiosidad de las Badlands y de las Black Hills; en Colorado, las Rocosas y las
Grandes Planicies; y ahora, en Pensilvania, sus ríos y sus bosques. Los hombres ansían
belleza, y la encuentran en la naturaleza en primer lugar. En palabras del naturalista John
Muir, «todos necesitan la belleza, como el comer», y «Dios jamás creó un paisaje feo.
Todo lo que ilumina el sol es hermoso, porque es salvaje».
Las Escrituras lo confirman; el Génesis dice: «Y Dios vio lo que había hecho, y era
bueno» (1, 31). No hay nada aburrido o gris en la creación para un corazón despierto.
Todo lo que está vivo tiene altura y profundidad, fertilidad y volumen; sus travesaños
son horizontales y verticales. Dios le habló a Moisés desde el fuego en una montaña.
Jesús se transfiguró de luz en una montaña. La experiencia humana asciende del círculo
inferior del infierno de Dante, por los caminos del purgatorio, hasta el éxtasis del cielo.
Estas palabras de eternidad no son solo expresiones agradables o metáforas elegantes.
Cada alma las ha gustado por anticipado en sus sufrimientos y alegrías, en el
resentimiento y en el perdón con los que nos encontramos aquí y ahora, porque el mundo
es un sacramento que señala a un punto más elevado que él mismo: las realidades
superiores y su Autor.
El papa Benedicto XVI escribió: «La naturaleza es un don de Dios para todos (…).
El creyente reconoce en ella el maravilloso resultado de la intervención creadora de
Dios», porque «es expresión de un proyecto de amor y de verdad. Ella nos precede y nos
ha sido dada por Dios como ámbito de vida. Nos habla del Creador», y de su amor por la
humanidad[2].
El agricultor, mejor que cualquier ingeniero o técnico, entiende el alma del mundo y
el lugar que ocupa en él la humanidad. Para Benedicto, «el agricultor es el modelo de
una mentalidad que une fe y razón de forma equilibrada. Por una parte, conoce las leyes
de la naturaleza y realiza bien su trabajo, y por otra, confía en la Providencia, porque hay
algunas cosas fundamentales que no están en sus manos, sino en manos de Dios»[3]. O,
en palabras del Papa Francisco, «no hemos sido creados para que nos inunden el
cemento, el asfalto, el vidrio y el metal, privados del contacto físico» con la belleza de la
creación o con el Dios que la diseñó[4].
La doctrina cristiana sobre la naturaleza es antigua y amplia, pero en ocasiones las
lecciones más valiosas sobre la creación proceden de las fuentes más inesperadas. Tanto
C. S. Lewis como J. R. R. Tolkien fueron supervivientes de la carnicería tecnológica de
la Primera Guerra Mundial, y regresaron para escribir poderosas ficciones cargadas de
una fe implícita. En El sobrino del mago, uno de los libros de las Crónicas de Narnia, el
león Aslan –símbolo de Jesucristo– crea literalmente Narnia de la nada cantando. Narnia

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no es programada o diseñada, sino amada para que viva, porque la canción de Aslan es
una exhalación de su espíritu, como el suspiro de un enamorado, cargado de un
significado mayor que sus palabras.
De un modo similar, en el Silmarillion, de Tolkien, génesis de la Tierra Media,
Ilúvatar (Dios) trae al mundo a la existencia mediante una melodía que cantan en
exquisita armonía los Ainur, espíritus angélicos:

Entonces las voces de los Ainur, a semejanza de arpas y laúdes, y flautas y


trompetas… e incontables coros, que cantaban versos, comenzaron a interpretar la
canción de Ilúvatar con una maravillosa música; y se elevó un sonido de melodías
entrelazadas en armonía, que llegaban más allá del oído, hacia lo profundo y hacia
lo alto, y las moradas de Ilúvatar se llenaron hasta rebosar de música y del eco de
la música, que entró en la Nada, y dejó de haber nada[5].

Incluso cuando el mayor de los Ainur, Melkor (Satanás), siembra la confusión con su
propia canción de rebeldía, Dios corrige la disonancia incluyéndola en su propia sinfonía
creativa, porque el mal no es «más que una parte del todo, tributario de su gloria».
Para Lewis y Tolkien, en la naturaleza no hay nada muerto o indolente, porque
refleja el amor de su Autor. Igual que Aslan es un buen león, pero no está domesticado,
el mundo al que canta para que nazca es bueno y bello, pero no es manso ni carece de
vida. Exige respeto y precisa de cuidadores, no de explotadores.
Así resumen los investigadores Matthew Dickerson y Jonathan Evans los principios
del pensamiento de Tolkien –y, por extensión, de Lewis– a este respecto:

1. El universo es un don, obra del divino Creador.


2. La creación es intrínsecamente buena; la belleza y la dignidad son parte de su
naturaleza.
3. La creación tiene un sentido previo a cualquier plan humano: posee un propósito y
existe para complacer a su Creador y a los que la habitan.
4. El orden creado y sus moradores son vulnerables ante el mal, encarnado en un
enemigo cósmico.
5. La misión de los moradores del mundo es reconocer la bondad de la tierra, cumplir
su propósito y contribuir a restaurar el mal que se le cause[6].

Nuestro mundo fue creado por medio del amor. Y el amor, en su forma material,
como belleza inmerecida y don gratuito, desarma al intelecto y toca el alma. Pero, según
ciertas ideas contemporáneas, esto no es admisible, sino que insulta de la peor forma
posible a nuestra vanidad. La belleza nos hace conscientes de realidades que no han sido
creadas por nosotros, que no controlamos, y que nos recuerdan nuestra debilidad, y por
lo tanto no se puede confiar en ella. Nos hace dependientes, cuando preferimos el

52
control, que precisa de poder. El poder –incluso el poder modesto, que los humanos se
imaginan que les pertenece– es erótico: es droga para el ego, un amante infiel y exigente
y, como ocurre en todos los romances tóxicos, genera una relación que siempre acaba
mal.
La ironía amarga de una sociedad construida sobre la acumulación de poder es que la
mayoría de la gente se encuentra relativamente inerme, viviendo una vida que se delega
en sistemas o procesos –la burocracia, la economía, las exigencias de un mundo
conectado– que no gobiernan, sino que les gobiernan a ellos. Por lo tanto, la mayoría
acaban moviéndose, no por codicia o por ansia de poder, sino por necesidad, por lo que
piensan que deben hacer y, por lo tanto, por miedo.
Merece la pena recordar que, en el cuento de Baum, «el temible Oz» acaba siendo un
charlatán de feria acuclillado tras una cortina, que utiliza a los demás para sus fines, para
su seguridad y para incrementar su poder. Nada de magia.

***

Los ciegos ven. Los cojos caminan. Y, aunque los muertos todavía no se levantan, la
ciencia ya está tratando de resolverlo. Es un hecho, no una ensoñación, o al menos
pronto lo será. Instrumentos como eSight y Argus II, un «ojo biónico», entre otros, ya
han conseguido que algunos discapacitados visuales vean, y esa tecnología aún está en
pañales. A principios de 2016, el gobierno de Estados Unidos dio el visto bueno al uso
público de una invención tecnológica denominada Indego, «un esqueleto robótico que
sostiene, dobla y mueve las piernas de personas con lesiones medulares, esclerosis
múltiple y otros tipos de parálisis del tren inferior»[7]. Indego se une a otro exoesqueleto
similar, diseñado por la empresa israelí ReWalk Robotics. Ya en 2013 el gigante
informático Google lanzó una compañía de biotecnología –Calico– con el objetivo de
«curar la muerte», deteniendo el envejecimiento[8].
En parte, la iniciativa de Google/Calico se inspiró en Ray Kurzweil, autor futurista
que habla directamente de su «ambición de alcanzar la vida eterna, especulando incluso
con la posibilidad de traer de vuelta a su padre de la tumba en el proceso», mientras
todos los demás abandonamos este armazón desmañado que llamamos cuerpo.
Los norteamericanos son adictos a la tecnología, y la cobertura que hacen muchos
medios de comunicación de los avances tecnológicos es pura propaganda. En los dos
meses que transcurrieron entre noviembre de 2015 y enero de 2016, The Wall Street
Journal publicó titulares como estos: «La vida con una réplica digital. En una década,
nuestro alter ego online se reunirá y cerrará acuerdos por nosotros. Habría millones de
copias de nuestro modelo vagando por Internet, para hacer todas esas cosas que haríamos
nosotros si tuviésemos tiempo».
Más: «Hablaremos todos los idiomas. Próximamente: auriculares que traducen en

53
tiempo real». «Un experto en robótica intenta crear un modelo que le hable a nuestras
emociones». «Cómo la tecnología cambiará la jubilación. Prepárate para la llegada de
una avalancha de dispositivos y servicios que te facilitarán el trabajo, la vida sana, las
tareas domésticas y las relaciones con la familia y los amigos».
Suena estupendo y, en cierto sentido, lo es. Estas ideas deslumbran, aunque no son
tan nuevas. Hace más de cuarenta años, el escritor Arthur C. Clarke intuyó el futuro en
sus famosas «Leyes de Clarke». Primera: cuando un científico reconocido pero de edad
avanzada afirma que algo es posible, casi seguro que tiene razón. Cuando afirma que
algo es imposible, es bastante probable que no la tenga. Segunda: la única forma de
descubrir los límites de lo posible es adentrarse un poco en los de lo imposible. Tercera:
cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.
La ciencia y la tecnología han mejorado nuestras vidas de forma abrumadora.
Cuando sirven a un verdadero desarrollo humano –como en la producción de alimentos o
la medicina–, la Iglesia bendice sus descubrimientos. Como escribió Benedicto XVI, «la
tecnología, en este sentido [al servicio de la dignidad humana], es la respuesta al
mandamiento de Dios de llenar la tierra y someterla (cfr. Gn 2, 15)»[9]. En Laudato Si’,
el Papa Francisco afirmó que «la creatividad humana no puede eliminarse. Si no se
puede prohibir a un artista el despliegue de su capacidad creadora, tampoco se puede
inhabilitar a quienes tienen especiales dones para el desarrollo científico y tecnológico,
cuyas capacidades han sido donadas por Dios para el servicio a los demás»[10].
Tiene sentido, porque al fin y al cabo las raíces de la idea occidental de progreso son
teológicas. El cristianismo es una religión inquieta, que nos lleva más allá de esta vida,
pero también trata de santificar el mundo. Los cristianos honran el pasado como parte de
la historia de la salvación, que enmarca nuestra pequeña intervención en la historia de
Dios. Pero el evangelio no se cumple en el mundo tal y como era, o como es, y los
discípulos deben colaborar con Dios en «renovar la faz de la tierra». De este modo, el
moderno afán secular por mejorar el mundo y romper con el pasado es con frecuencia
una especie de fe cristiana despojada de su contenido sobrenatural. El celo casi
«religioso» de algunos movimientos políticos progresistas tiene esta misma raíz. El
problema del progreso es su definición.
Para la Iglesia, «el hombre no es un átomo perdido en un universo fortuito», y «el
auténtico desarrollo humano concierne a toda la persona, en cada una de sus
dimensiones». Para un cristiano, el progreso material por sí solo no es suficiente, y de
hecho, en ocasiones, puede acabar con todo lo positivo de una cultura. Benedicto XVI
subrayó, en Caritas in Veritate, que «el [verdadero] desarrollo necesita a Dios: sin Él, o
se niega el desarrollo, o se le deja únicamente en manos del hombre, que cede a la
presunción de la autosalvación», convirtiendo finalmente la creación, en palabras del
Papa Francisco, en un montón de deshechos. Como escribió Benedicto:

54
La mentalidad tecnicista (…) es tan dominante que hace coincidir la verdad
con lo factible. Pero, cuando el único criterio de verdad es la eficiencia y la
utilidad, se niega automáticamente el desarrollo. En efecto, el verdadero desarrollo
no consiste principalmente en hacer (…). Incluso cuando el hombre opera a través
de un satélite o de un impulso electrónico a distancia, su actuar permanece siempre
humano, expresión de una libertad responsable. La técnica atrae fuertemente al
hombre, porque lo rescata de las limitaciones físicas y le amplía el horizonte. Pero
la libertad humana es ella misma solo cuando responde a esta atracción de la
técnica con decisiones que son fruto de la responsabilidad moral (cursiva en el
original)[11].

En la década de 1600, el erudito Francis Bacon alentó la incipiente ciencia moderna


como una forma de facilitar la vida humana y acabar con el sufrimiento, en unos
términos que pueden parecer brutales. Habló de «torturar» a la naturaleza, poniéndola en
el potro para que revelase sus secretos. Pero Bacon también era un buen abogado y
comerciante, y en una época conflictiva, en la que la Reforma estaba muy reciente,
empleó sus habilidades para demostrar que los pensadores científicos tenían «mentes
libres de prejuicios». Eran hombres de acción y de reflexión. Solo se preocupaban por
los hechos. Según Bacon, se alzaban sobre las disputas cotidianas desde la razón, ajenos
a las emociones o pasiones religiosas.
La postura de Bacon contribuyó a resguardar a la ciencia en una época de divisiones.
Pero en realidad es cualquier cosa menos neutral. Situada en la frontera del
conocimiento, «todo en la ciencia son opiniones y debates». Y los científicos no son
criaturas puras y objetivas, movidas por la investigación desinteresada; también son
criaturas empujadas por la ambición, el ego, la captación de fondos y los prejuicios
personales y colectivos. Los científicos tienden a hablar desde el púlpito de sus
conocimientos técnicos, desalentando así –de forma deliberada o inconsciente– a los que
podrían plantearles preguntas incómodas, o a las críticas del público en general[12],
como se ha visto claramente en estos últimos años en las discusiones sobre bioética.
Nada de esto contradice el bien que han traído la ciencia y la tecnología, pero
tampoco nos exime de cuestionarnos su acercamiento a la naturaleza. En inglés, las
palabras «asombro» y «maravilla» proceden de términos del inglés antiguo y del
noruego para hablar del temor, la reverencia y lo milagroso, que, aplicados a la
naturaleza, sugieren la presencia de lo sagrado. Sentimos asombro cuando nos
encontramos con algo en la creación que es más grande que el ser humano, algo
trascendente que exige respeto.
Para el pensamiento moderno, esto no es así. Un científico puede sentir «asombro»,
como persona, al mirar hacia el cielo de noche. Pero la ciencia como disciplina carece de
esa categoría, y lo único que pretende es reunir y analizar datos cuantificables. La

55
tecnología trata de organizar la naturaleza como «reserva» para ser utilizada por los
hombres como materia prima. Lo que no puede medirse o utilizarse no es relevante y, en
cierto sentido, ni siquiera es real. Y eso incluye la belleza, que –según este
razonamiento– es una idea transferida a la esfera física por las emociones personales y
las condiciones culturales. La belleza no puede «habitar» en lo que se describe como
bello, porque no existe fuera de la mente del observador.
La tecnología moderna, por este motivo, tiende a provocar cambios profundos en
nuestra relación con la naturaleza. La creación ya no es sacramental; de hecho, la palabra
«creación» se considera ambigua, porque presupone un Creador. La naturaleza está,
simplemente, ahí, materia muerta que necesita al hombre para significar algo. La lógica
interna tecnológica es la de un engendro autodirigido. Dicho de otro modo, en una
cultura cristiana, la vida avanza hasta su plenitud final con Dios, y, en una cultura
marxista, la meta es distinta, aunque similar: la vida avanza hacia su plenitud aquí, en la
tierra, cuando el estado desaparezca y todos los hombres vivan como hermanos. Pero en
una cultura tecnocrática –lo que el teórico de la comunicación Neil Postman llama
«tecnópolis»– la tecnología se justifica a sí misma. Es la fuerza motriz de la vida, y la
esencia de su espíritu es la transformación, no la llegada: el movimiento como destino.
Sin punto final. Sin descanso. Sin paz. Más velocidad, más cambios, más deseos y
experiencias, más rechazo del pasado y superación del presente, asiendo un futuro
deslumbrante… siempre en la punta de los dedos.

***

La importancia de todo esto, para el día a día, radica en que, si somos capaces de
entender la lógica interna de nuestra cultura, podremos tratar de cambiarla. Y, si hay un
hecho central en la vida norteamericana contemporánea, es la idolatría. Puede sonar
extravagante, pero analicemos las pruebas.
Somos una nación unida por el respeto a las leyes, y la ley primigenia de nuestra
civilización procede de la experiencia de Moisés en el Sinaí, motivo por el que su figura
aparece –de forma tan poco apropiada para los no creyentes– en tantos edificios
públicos. Hasta las últimas décadas, los Diez Mandamientos se memorizaban y
respetaban hasta tal punto que casi todos los ciudadanos eran capaces de recitarlos de
carrerilla. Observa su disposición: los tres primeros aluden a nuestra relación con Dios, y
los otros siete, a nuestra relación con los demás. El Dios de Israel no se muerde la
lengua:

1. Yo soy el Señor tu Dios: no adorarás a otros dioses.


2. No tomarás el nombre de Dios en vano.
3. Santificarás el Sabat.

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Vayamos ahora con un sencillo examen. ¿Cuántos personajes públicos conoces, o
cuántos amigos, que sitúen verdaderamente a Dios en primer lugar en su pensamiento?
¿Cuánto hay de Dios en la vida pública americana? ¿Cuántas veces al día se emplea mal
la palabra «Dios» en el trabajo, en la calle o en un espectáculo? ¿Cuántas tiendas cierran,
cuánta gente descansa del trabajo y cuántas familias desconectan de los medios, del
deporte o de las compras para pasar tiempo juntos, sin distracciones, en un domingo
cualquiera? ¿Cuánto tiempo dejamos al silencio, esa clase de silencio en el que
permitimos a Dios que nos hable, y a nosotros escucharle?
Para la mayoría, las respuestas no serán agradables. La vida americana es un río de
ruido y presiones, una corriente impetuosa de apetitos consumistas, que se ordena de un
modo muy alejado de los tres primeros mandamientos, aunque de palabra digamos
respetarlos. Y, si se ignoran esos tres, inevitablemente se socavan los otros siete. La
dignidad de los otros es una muestra de piedad vacía, sujeta a modificaciones
convenientes, a no ser que quede garantizada por Alguien mayor que nosotros, al que
debemos fidelidad. Sin ese Alguien, los derechos de los demás no son más sólidos que
nuestros caprichos.
Tomando las palabras de Jean-Marie Lustiger, el gran eclesiástico francés, «¿Cómo
podemos afirmar que somos cristianos si seguimos viviendo como paganos?»[13]. Con
frecuencia, somos incluso peores que los paganos. Los verdaderos paganos adoraban a la
naturaleza y a los dioses, pero hoy en día nos rendimos culto a nosotros mismos y a
nuestros bienes, en un pecado que desfigura el mundo y anula la capacidad de ver las
cosas tal y como son en realidad. Unas simples briznas de hierba, en El gran divorcio, de
C. S. Lewis, eran suficientes para causar un enorme dolor a las almas del infierno que
visitaban el paraíso, porque resultaban demasiado reales, y unas criaturas que se habían
hecho irreales a fuerza de ilusiones vanas no podían soportarlas. La cultura del consumo
–en la que vivimos de continuo– es profundamente anticristiana, no solo por su avidez y
por la exclusión hacia las necesidades de los demás, sino por el daño que causa a un yo
maduro y con ideas claras.
Como norteamericanos somos únicos en nuestra tendencia a idolatrar el progreso, a
causa de nuestra historia. Nadie lo vio con mayor claridad que el escritor George Grant.
Estados Unidos es una nación inventada, extraída de la naturaleza por medio de una
«relación de conquista del espacio [que] ha dejado su huella. Incluso nuestras ciudades
han sido campamentos establecidos en la carretera hacia el dominio económico»[14].
Las raíces religiosas han marcado al país con su ansia por los resultados y su
desconfianza de la contemplación. El calvinismo temprano supuso un «optimismo
práctico que ha desdeñado el asombro [dando lugar así] a esos líderes secos y
racionalistas que son la primera necesidad para un reinado humano. Esas voluntades
inflexibles y no contemplativas, sin las que no puede existir una sociedad tecnológica, se

57
forjaron en el crisol» del puritanismo de los pioneros[15].
Nuestras raíces se marchitan, pero sus efectos permanecen: «Lo que hace que la
inclinación hacia la tecnología [de Estados Unidos] sea tan fuerte es el hecho de que los
que la provocan sigan identificando su quehacer con la liberación de la humanidad»[16].
Y ese proyecto cada vez es más contundente. Tal vez Dios haya desaparecido, pero la fe
en el progreso permanece.
Sin embargo, ese mismo progreso, según se está viendo, se venga por medio de
algunas consecuencias imprevistas.
En el hogar, la revolución tecnológica se traduce en mayores comodidades para
todos: las comunicaciones, la educación, el transporte y el trabajo se simplifican. La
tecnología ofrece igualdad de oportunidades en áreas básicas, y en gran parte esto es
positivo. Pero también suministra combustible al culto de la eficiencia, al fetichismo por
los medios y a un desequilibrado afán por el futuro, fomentando el desinterés por el
pasado y alimentando el interés por uno mismo. Además, transfiere cantidades enormes
de riqueza a una nueva clase dirigente secular, castigando a la vez a muchos trabajadores
de las industrias tradicionales, y condenando a lo «sobrenatural», al menos en apariencia,
a la obsolescencia. Al tiempo, gracias a su capacidad de propaganda y manipulación,
reconfigura la vida política. Mientras los ciudadanos reciben el bombardeo de anuncios,
de ruido y de mensajes políticos, crece la sensación de impotencia y, a la vez, la ira
contra los privilegiados. Del mismo modo, se incrementa el escepticismo frente a los
procesos democráticos.
¿Qué ocurre en otros países? La tecnología, fuera de nuestro país, ha ayudado a
millones de personas de naciones anteriormente «subdesarrolladas». Como escribió
Thomas Friedman en La tierra es plana (2005), la revolución tecnológica ha globalizado
la economía mundial al allanar el terreno de juego a las naciones emergentes. Sin
embargo, esa misma tecnología ha dañado con frecuencia el medio ambiente o las
culturas tradicionales, y los terroristas la han utilizado con un efecto brutal.
El proverbio sigue siendo cierto: «Para el martillo, todo son clavos». Cada
herramienta incluye la tendencia a utilizarla con la naturaleza y con los demás sin
comprender bien ni a una ni a los otros y, además, haciendo que nosotros mismos
cambiemos en el proceso. En la trilogía de El Señor de los anillos, de Tolkien, Saruman
cambia de la sabiduría a la rapiña, por su ansia de poder, arrasando los árboles
milenarios y aplanando la tierra para hacer sitio a la industria bélica. La lección es
sencilla: toda tecnología, con sus ventajas, conlleva también la tentación del control y la
inclinación a aplastar el mundo, si es preciso, para hacer sitio a la voluntad humana.
Este instinto arrasador, para el que el mundo es una materia prima, supone también
una animadversión hacia todo aquello que la tecnología no puede cambiar, incluyendo la
imperfección de los seres humanos. De este modo nos convertimos, inevitablemente, en

58
objetos de nuestras propias herramientas.
La ciencia –o, mejor dicho, el cientificismo, la filosofía materialista de la que se
alimenta esta–, al denegar cualquier fin mayor a la naturaleza, elimina toda
consideración especial por la humanidad, todo derecho natural inherente a su condición,
todo terreno firme para la justicia. Esos conceptos se vuelven flexibles, sujetos a los
cambios que necesite el que tenga el poder.
La eugenesia, con un lavado de cara tras la época de los nazis, y mejor publicitada,
ha vuelto. Los barridos genéticos para detectar fallos en el feto son normales, igual que
lo es el tráfico con órganos de niños abortados. Ya en 2005 el doctor, experto en
bioética, Leon Kass describió así esta «particular crisis moral»:

Estamos en un mar turbulento, sin un punto de referencia, precisamente porque


nos hemos adherido a una visión de la vida humana que nos da un enorme poder y,
al mismo tiempo, nos deniega toda posibilidad de disponer de un criterio no
arbitrario que guíe su uso.
A pesar de encontrarnos bien equipados, no sabemos quiénes somos ni hacia
dónde vamos. Hemos dominado la impredecible naturaleza para sujetarnos,
trágicamente, a nuestra voluntad caprichosa, aún más impredecible, y a las
opiniones más volubles. Diseñando tanto a la máquina como al diseñador,
ponemos en marcha el tren sin saber hacia dónde. Que no seamos capaces de ver
el dilema es un reconocimiento de la profundidad de la obsesión por el progreso
científico, y de la fe ingenua en que es suficiente con los impulsos
humanitarios[17].

Kass, antiguo director del comité asesor presidencial de bioética, pronunció estas
palabras en el Museo del Holocausto de Washington. En esa ocasión, también calificó de
«un poco fanáticos» a los «inmortalistas y partidarios de la biónica (…) que tratan de
construir un superhombre, o un ser poshumano».
Menos de dos décadas después, el trashumanismo –la búsqueda de una nueva
humanidad, por medio de la genética y la tecnología, situada por encima de la prisión de
los simples cuerpo y cerebro humanos– es la última frontera en la investigación
científica, encabezada por las compañías biotecnológicas punteras.

***

«Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres
son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables;
que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».
Maravillosas palabras, que casi todos los norteamericanos conocen, o al menos han

59
estudiado alguna vez. Como credo nacional, estas verdades de la Declaración de
Independencia poseen un carácter y una belleza perennes, y se hallan con razón impresas
en nuestra memoria.
Por desgracia, son falsas. Más concretamente, son ciertas solo en un sentido bíblico.
Es un hecho cotidiano que las personas no son iguales en inteligencia, belleza, riqueza,
habilidades sociales o atléticas, salud, influencia familiar, ingresos potenciales o acceso a
la mejor educación. La lista de desigualdades humanas es larga, y siempre forma parte
de la experiencia humana. La vida no es justa, tampoco en las sociedades revolucionarias
basadas en ideas igualitarias. Aunque la vieja clase dirigente acabase descabezada, las
nuevas jerarquías siempre ocuparán su lugar.
Esto no es noticia; casi todo el mundo sabe que las diferencias y desigualdades son
inevitables en el mundo real, y ellos mismos se sitúan –o lo hacen otras personas o
acontecimientos– en diversas categorías de mérito e influencia. Que estas diferencias
sean formales y evidentes, o invisibles y oficialmente falsas, es irrelevante. La vida no
trata a todos por igual, y pobres y enfermos dan fe de ello con su existencia. En un
mundo utilitario, el reconocimiento de los derechos naturales, incluida la igualdad, que
animó a los Fundadores en 1776, aunque sigue siendo admirable, «parece falso y sin
sentido, fruto de la superstición» para muchas de las inteligencias que configuran hoy
nuestro imaginario político[18].
Cuando científicos y académicos relevantes defienden, tal y como ocurre hoy, la
clonación humana, la legitimidad de acabar con la vida de los recién nacidos
discapacitados o la creación de niños para utilizar sus órganos a amplia escala, puede
que sus propuestas sean moralmente indignas, pero, en un mundo sin un propósito más
elevado, no son ni ilógicas ni incoherentes[19].
Todas las personas son iguales en un solo sentido, pero es el sentido decisivo, más
profundo que cualquier consideración referida a su valor. Veámoslo así: ¿quiere una
madre de verdad a cada hijo, irremplazable, de forma «igual», o lo hace de un modo
mucho más profundo e íntimo? ¿Puede un buen padre realmente sopesar el «valor
comparado» de cada una de las vidas que proceden de su misma carne y de su misma
sangre? Nuestra dignidad nace del Dios, que nos creó. Su amor, compartido por todos
los padres, es infinito y único para cada uno de nosotros, como seres individuales,
porque cada hijo y cada hija son un milagro único e irrepetible. Solo el amor de Dios
garantiza nuestro valor, y ahí reside la verdadera igualdad. Con él, las desigualdades no
son una crueldad o un fruto del destino, sino oportunidades para amarnos, apoyarnos y
«completarnos» los unos a los otros en su nombre.
Para un cristiano, los seres humanos no son individuos soberanos, ni unidades
racionales de consumo intercambiables, o variables de una ecuación matemática. Las
diferencias nos invitan a depender los unos de los otros y a ayudarnos, y este es un

60
aspecto que debería dar forma a todas las facetas de nuestra vida.
Un escéptico podría aducir que este modo de pensar es una excusa para convivir con
algunos males crónicos. No es así; nada libera al cristiano de los deberes de la justicia.
En el reinado de lo político, la igualdad ante la ley es vital para tener una sociedad
decente. En los asuntos económicos, el evangelio nos dice que los pobres siempre
estarán entre nosotros, pero eso no nos exime de trabajar tan duro como podamos para
hacer de nuestro país un hogar que merezca la pena para todos sus ciudadanos. El
evangelio debería empujarnos a cambiar el mundo a mejor, no a bendecirlo tal y como
es. Esa inquietud cristiana –la levadura– es el motor de la civilización que denominamos
occidental. El cristianismo fue el que inventó la idea del «individuo», y por su causa el
mundo cambió:

El cristianismo modificó el fundamento de la identidad humana (…). Al


enfatizar la igualdad moral de todos los hombres, sin importar el papel social que
jugasen (…), el Nuevo Testamento se alza contra el impulso primario del mundo
antiguo, con su asunción generalizada de que la desigualdad es «natural». La
concepción cristiana de Dios supuso el fundamento para lo que sería una forma de
sociedad humana sin precedentes. Las creencias morales cristianas emergen como
la fuente última de la revolución social que ha hecho de Occidente lo que es[20].

Por este motivo, hasta los más acérrimos críticos de la fe cristiana asumen con
frecuencia que las democracias liberales son una forma de cristianismo secularizado. La
compasión humanitaria, encarnada en el estado de bienestar, es la virtud de la caridad
despojada de su contenido divino. En su mejor versión, la democracia opera bajo una
premisa de origen bíblico acerca del valor individual de cada persona.
Pero si las personas son la única fuerza de autoridad moral y de poder, y esas
personas son corruptas y venales, también lo será el estado. Si la vida económica de un
país alimenta la venalidad y la corrupción, el problema empeora. En su más puro
instinto, la democracia desconfía de toda forma de desigualdad; cuando esta parece
desvanecerse, la democracia se vuelve con hostilidad hacia la que aún permanece. Este
efecto nivelador contra cualquier institución o relación personal se fortalece si las
diferencias y las distinciones se debilitan.
Como ya se ha visto, la religión solo mitiga esa tendencia cuando las personas creen
y practican con sinceridad lo que su fe les enseña. Si las nuevas ortodoxias del
escepticismo atacan la fe recibida, si el cientificismo y el culto a la tecnología nos
mantienen con los ojos fijos en los dispositivos que tenemos en la mano, entonces el
efecto se extiende por toda el alma de la cultura. En palabras de David Gelernter,
profesor de informática de Yale:

61
Los científicos han alcanzado la capacidad de impresionar e intimidar cada vez
que dicen algo, y su responsabilidad consiste en tenerlo en cuenta al hablar o al
hacer cualquier cosa. Son demasiados los que han olvidado referirse con el debido
respeto a las labores académicas, artísticas, religiosas o humanísticas, que han sido
siempre el respaldo espiritual de la humanidad. Los científicos, por lo general,
entienden de estas obras lo mismo que el hombre de a pie de física cuántica. Sin
embargo, la ciencia antes sabía lo suficiente como para acercarse con precaución
desde fuera y admirarlas, desarrollando su propio trabajo con una profunda
conciencia de la dignidad humana. Ya no es así[21].

Desde esta perspectiva, no sorprende que los colegas del filósofo –ateo– Thomas
Nagel le denigrasen en público hace unos años por anunciar que la «concepción de la
naturaleza materialista y neodarwinista es casi con total certeza falsa»[22]. ¿Su pecado?
La herejía; dudó de la nueva ortodoxia y cató una cucharada de la nueva intolerancia.
Tampoco llama la atención que, en un artículo publicado tras la muerte de Steve Jobs
en 2011, el Wall Street Journal afirmase que «su cualidad más notable fue su capacidad
de articular una nueva esperanza totalmente secular. Creía con tanta sinceridad en la
promesa “mágica y revolucionaria” de Apple» y su tecnología «precisamente porque no
creía en ningún poder superior»[23].
«Este es el evangelio de la época secular», proseguía la nota del Journal, y para «los
que viven en esta era, la buena nueva de Steve Jobs parece ser la única que necesitan.
Pero las personas de otra época la habrían considerado un manojo de promesas vacías,
bellamente adornadas, a pesar de sus resultados mágicos. De hecho, y por esos mismos
resultados mágicos, habrían sospechado de ellas».

Un epílogo

Hace más de 130 años, un pastor anglicano llamado Edwin Abbot escribió una
curiosa novela titulada Tierra Plana[24], en la que imaginó un mundo de figuras
inteligentes de dos dimensiones, en las que las líneas, triángulos, cuadrados y polígonos
estaban dirigidos por una casta sacerdotal de círculos, que dominaban las ciencias, los
negocios, la ingeniería, el arte y el comercio.
Esta Tierra Plana era una sociedad compleja, dirigida por el credo de la
Configuración. Para los planenses, las únicas realidades eran la longitud y la anchura, y
las doctrinas oficiales condenaban «esas antiguas herejías que empujaron a los hombres
a desperdiciar energía y comprensión en la vana creencia de que la conducta dependía de
la voluntad, el esfuerzo, la práctica, el empeño, la alabanza o cualquier otra cosa que no
fuese la Configuración». ¿Y qué es la Configuración? La convicción de que toda mala

62
conducta o crimen nace de una desviación de la Regularidad de la línea o del ángulo.
Los irregulares terminan en un hospital, en una cárcel o sentenciados a muerte.
Una noche el narrador, un cuadrado urbanita y ortodoxo, abogado, recibe la visita de
una esfera, que le eleva por encima del universo de Tierra Plana, mostrándole la gloria
de las tres dimensiones, y demostrándole que su tierra no es más que parte de una
realidad mucho mayor. A continuación le envía de nuevo a su mundo, como apóstol del
Evangelio de las Tres Dimensiones, donde no tardan en encerrarle por hereje y demente.
La sabiduría popular consideró esta novela una sátira del convencionalismo de la era
victoriana, pero el paralelismo se adapta mejor a nuestro propio mundo y al cientificismo
de nuestra época.

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5. EL AMOR DE LOS ELOI

¿Qué les pasa a los franceses? Son una paradoja desternillante. Y también
desesperante: mezcla de la Europa del norte y la del Mediterráneo; de fe y de ateísmo, de
romance, pasión y razón. La misma Francia es única: una tierra de grandes santos, como
Luis IX o Teresa de Lisieux, artistas como Gauguin o Monet, criminales como
Robespierre, escritores como Claudel, Bernanos o Péguy, guerreros como Juana de Arco
o Napoleón, intelectuales como Pascal, Descartes y, por supuesto, Tocqueville,
eclesiásticos como Jean-Marie Lustiger y libertinos como el marqués de Sade. Tienen el
talento de capturar la esencia de una nueva idea o de un momento histórico en sus inicios
y llevarla después a su conclusión lógica, y en ocasiones desagradable. Lo que comienza
en la Bastilla termina en la guillotina.
Todo esto sería muy interesante para otro libro, pero ¿qué tiene que ver con este?
Pues que Francia ha alumbrado a algunos de los críticos más agudos de la cultura
globalizada que comparten hoy europeos y norteamericanos. Entre los más dotados, se
encuentra Pascal Bruckner: penetrante, divertido y siempre cínico. No es muy afín al
cristianismo; más bien al contrario, se regodea al acusarlo de «dramatizar la existencia,
ofreciéndole una única alternativa entre infierno y paraíso. La vida de un creyente es un
juicio que se desarrolla siempre en presencia del divino Juez. La esperanza de la
redención es así inseparable de una angustia fundamental». La fe cristiana, según este
autor, puede resumirse con una pregunta: «¿Para qué divertirnos un rato en la tierra, si
nos arriesgamos a freírnos para siempre en los dominios de Satán?»[1]. Y así todo. Nada
nuevo.
Pero lo que distingue a Bruckner es que emplea esa misma fiereza en la descripción
de las contradicciones y la autoindulgencia de la moderna vida secular. Unos ejemplos:
Sobre la década de los 60, y la generación de padres y madres Peter Pan que
provocó: «Con barriga cervecera, medio calvos y cortos de vista, los hijos del baby
boom, muchas veces acomodados y aseados, siguen aferrándose a sus sueños: serán
pequeños vándalos hasta el día en que se mueran, codo con codo con jóvenes decrépitos
que envejecen antes de tiempo, conscientes de que sus padres, al negarse a crecer, les
están robando la juventud».
Sobre la importancia del yo: «El individualismo [actual] oscila como un metrónomo»
entre dos extremos, «la proclamación de la autosuficiencia y el atolondramiento de la
imitación, que convierte a cada persona en una veleta».

64
Sobre el porque yo lo valgo: «No hay concepto más rico y más propicio para
provocar que nos alcemos que el “derecho” a lo que sea. En esto reside la relación entre
el infantilismo y la victimización: ambas se basan en la misma idea del rechazo frente a
las obligaciones, la denegación del deber y la certeza de merecerse una confianza infinita
por parte de los demás».
Sobre la mayor droga legal: la televisión exige al espectador «un único acto de valor,
pero uno sobrehumano, que consiste en apagarla. La televisión es una prolongación de la
apatía por otros medios».
Sobre la cultura actual de la victimización, y la «sagrada familia de las víctimas»:
«Si lo único que hace falta para ganar [una discusión o un beneficio] es ser reconocido
como víctima, entonces serlo se convierte en una vocación, en un trabajo a jornada
completa»[2].
Por último, y más útil para nuestro propósito, sobre el erotismo:

El erotismo posee la peculiaridad de hacer del amor algo cuantificable y sujeto


al poder de las matemáticas: en la reclusión de la alcoba, los amantes [de hoy] se
presentan al examen de la felicidad y se preguntan: ¿Somos aceptables? Exigen a
su sexualidad, el nuevo oráculo, pruebas tangibles de la pasión, combinando el
modelo académico con el gastronómico: seguir bien la receta les hará aprobar con
nota. Desde las caricias hasta las posturas, desde las perversiones hasta las
emociones, ponen a prueba su matrimonio o su relación, trazan gráficas de sus
orgasmos, compiten con otras parejas en sus demostraciones sonoras, en sus
confesiones exhibicionistas, se conceden a sí mismos premios o distinciones,
tratando así de reafirmar el estado de sus sentimientos. El placer erótico no es solo
una antigua osadía que la liberalización de las costumbres ha transformado en un
tópico: es lo único en lo que la gente puede confiar, y les permite convertir las
emociones pasajeras que les atraviesan en cifras que pueden recordar. De ese
modo, utilizan la magia de los números para evaluar la armonía de su relación, y
cerciorarse de que obtienen un rendimiento adecuado de sus placeres[3].

El compatriota de Bruckner, Michel Houellebecq, ha captado en su novela


Plataforma el vaciado que supone para una persona esa forma de vida hipersexualizada,
retratando a un hombre para el que el sexo ha pasado de casual a compulsivo, y de ahí a
un aburrido rascarse una zona de piel irritada[4].
Desde luego, los norteamericanos somos mucho más sensatos que los franceses, más
pragmáticos y prácticos. En lo referente al sexo, ellos siempre han sido ligeramente
volubles, y todos sabemos que la época de esplendor europeo pasó, y ahora se sumergen
en la decadencia. En este lado del Atlántico, todavía conservamos la religiosidad, o al
menos así nos gusta pensar. Es un deseo afortunado, porque confirma que gozamos de

65
mejor salud que el resto del mundo. Ojalá fuese cierto.
Resulta útil recordar que fue en París (2012), y no en Washington, donde salieron a
la calle más de un millón de personas para manifestarse en contra del matrimonio
homosexual. Los norteamericanos se casan más que los europeos de cualquier país, pero
también se divorcian más, tienen más hijos monoparentales y las familias se
reconstruyen con mayor frecuencia. En Estados Unidos, el 10% de las mujeres, a los 35
años, ya ha tenido al menos tres maridos o compañeros estables. En Francia, esa cifra es
inferior al 2%.
Los norteamericanos se casan y viven juntos antes que los europeos, y sus relaciones
son mucho más frágiles. Más de la mitad de los americanos que conviven dejarán de
hacerlo antes de cinco años, una cifra muy superior a la europea. Un quinto de los
americanos que se casan se divorciarán o separarán en ese mismo período de cinco años,
más del doble que en Europa. Los niños estadounidenses sufren más rupturas
matrimoniales entre sus padres y conviven con más parejas de sus padres biológicos que
los de cualquier país de Europa occidental. Como resultado, la vida familiar americana
sufre más transiciones y transformaciones que la de ningún otro país europeo, con un
impacto negativo en los jóvenes[5].
Hay multitud de datos que confirman que los matrimonios y las familias
norteamericanas que practican su fe de forma activa y asisten con regularidad a
celebraciones litúrgicas son más estables. Como apunta el investigador social Andrew
Cherlin, es cierto que los americanos son más religiosos que los europeos, pero su
religión, codificada por la Reforma y sus consecuencias, muestra una sólida apariencia
comunitaria, pero también una potente corriente íntima individualista. Según Cherlin,
esto puede fomentar la ruptura de un matrimonio, en lugar de retrasarla[6]. Merece la
pena entender el porqué.
Antes del siglo XIX el romanticismo no tenía mucho que ver con la elección de
pareja para el matrimonio, que solía concertarse entre las élites. Para el resto, la realidad
se imponía. En las sociedades agrarias, hacían falta dos para trabajar la tierra, marido y
mujer. También eran necesarios los niños, que contribuían a las labores del campo y
heredaban las fincas. En las ciudades, las familias precisaban de una madre estable en el
hogar para criar a los hijos, y de un padre estable en el trabajo para obtener suficientes
ingresos. La atracción sexual y la plenitud emocional eran una parte, y siempre lo ha
sido, pero para la gran misión del matrimonio no eran los ingredientes principales.
El movimiento de la revolución industrial, del hogar a las fábricas, redujo la
necesidad de tener una familia extensa, e incrementó el coste de educar a un joven para
que fuese económicamente competitivo. Los padres tenían menos hijos, y durante el
siglo XX el matrimonio se transformó hacia un modelo más individualizado y de
compañía, atribuyendo mayor importancia a la satisfacción sexual, al desarrollo personal

66
y al enamoramiento.
La religión americana, con su enfoque individualista, alimentó sin ser consciente de
ello este cambio, del matrimonio considerado como una institución objetiva que servía al
bien común, a una relación subjetiva que recompensa y agrada a cada elemento de la
pareja. De este modo, se intensificó una de las tensiones básicas del carácter americano:
el ansia por un ideal moral para el matrimonio frente al derecho a alcanzar la felicidad
individual aquí y ahora.
La presión actual por alcanzar la liberación sexual no ocurre en el vacío, y esta es la
clave. Encaja bien con la tendencia cultural americana, que se remonta a varias décadas
atrás, antes incluso de los años 60. Como prueba, es útil volver sobre el libro de Wilhelm
Reich, La revolución sexual, escrito en 1936. Este psicoanalista austriaco argumentó que
la verdadera revolución fundamental para el ser humano solo podía realizarse en el
terreno de la libertad sexual, y para comenzar era preciso barrer del mapa instituciones
como el matrimonio, la familia y la moral sexual tradicional.
Lo interesante de la obra de Reich es que, hace 80 años, consideraba que Estados
Unidos era el lugar más prometedor en el que podía desencadenarse este tipo de
revolución, a pesar de su rigurosa historia de puritanismo[7]. Una vez más, por un
motivo bien sencillo: los norteamericanos tienden profundamente a lo individual,
desconfían de la autoridad y les encanta reinventarse. Cuando la religión pierde su
influencia en el comportamiento de las personas, esos instintos se aceleran. El problema
es que la revolución sexual no afecta solo a la moralidad personal o a la salud
sociológica de la vida familiar americana, aunque es evidente su impacto en ambas.
Como afirma Michael Hanby, «la revolución sexual es, en el fondo, la revolución
tecnológica y su guerra perpetua contra los límites naturales, aplicados de forma externa
al cuerpo, e internamente a nuestra autocomprensión (la cursiva es mía)»[8].
Igual que el feminismo moderno depende de la conquista tecnológica sobre el cuerpo
femenino –la supresión de la fertilidad–, Hanby explica que el matrimonio entre
personas del mismo sexo depende del dominio tecnológico sobre la procreación. La
subrogación y las tecnologías reproductivas proporcionan hoy descendencia a las parejas
del mismo sexo, reforzando así sus exigencias de igualdad legal con el matrimonio
natural. Si el estado reconoce esa igualdad legal, negar los tradicionales privilegios
económicos y políticos del matrimonio natural al homosexual sería una forma clara de
intolerancia.
Una vez fuera de la botella, el genio de la libertad sexual toma caminos y formas que
nadie imaginó, lanzando finalmente la pregunta de qué es una persona, y qué significa
ser humano.

***

67
Si alguien necesita alimentar sus ideas sobre qué es la nueva normalidad, tiene a su
disposición un huerto entero. Algún ejemplo del menú:
Tinder y otras aplicaciones parecidas para encuentros sexuales casuales. El sexting
en los institutos. Páginas web para personas casadas pero adúlteras (citas online para
engañar). El rápido crecimiento de los acuerdos posmatrimoniales, que son como los
acuerdos prenupciales, pero firmados tras la boda, frecuentemente después de que uno de
los esposos haya tenido un tropezón y le hayan sorprendido engañando al otro. Días de
baja en el trabajo por el fallecimiento de una mascota, a menudo para personas que no
tienen hijos. Sexo en la universidad según un modelo financiero: sexo sí, compromiso
no, por la falta de rentabilidad en tiempo y en inversión emocional[9]. Y mucho más. La
lista es larga.
Estos bocados de confusión serán la comida de los futuros antropólogos, pero no son
simples anécdotas. Expresan tendencias sexuales de profundas implicaciones. La
aparición de fenómenos como el matrimonio gay no ha terminado con las fricciones de
la política sexual, solo ha hecho que se juegue en una liga distinta. El debate sobre los
derechos de los homosexuales y de los transgénero oculta una lucha, más básica, sobre la
verdad. El significado de términos como «madre» y «padre» no puede modificarse sin
hacer lo mismo, de forma sutil, con el de «hijo». De forma más específica, la pregunta es
si existe alguna verdad superior que determine lo que es una persona, y cómo deberían
vivir los seres humanos, más allá de lo que hagamos, o de lo que decidamos describir
como humano.
Es una pregunta incómoda de responder, y el que la plantee se arriesga a que se
vuelva en su contra.
Como apuntó el académico Augusto del Noce hace décadas, la revolución sexual, a
pesar de que aluda tanto a la libertad, padece de una clara vertiente totalitaria. Virtudes
clásicas como la modestia no pueden ignorarse, y deben tacharse de anormales[10]. Si el
fin es arrancar de raíz milenios de moralidad sexual tradicional, entonces son necesarios
los medios y la audacia para lograrlo, y ese proceso no puede ser ni vulgar ni brutal. Sin
embargo, sí que debe ser total, y, en una cultura mediática avanzada, puede lograrse
transformando la percepción del público. Por lo tanto, a lo que nos enfrentamos hoy es a
aquello que el Wall Street Journal denominaba «la nueva intolerancia». Según un
editorial, «incluso ahora, que Estados Unidos se ha vuelto más tolerante hacia los gays,
muchos activistas y progresistas son más intolerantes que nunca hacia cualquiera que
tenga una visión más tradicional, en lo cultural o en lo religioso»[11].
No debería sorprendernos: el sexo se conecta profundamente con la identidad
humana. Los activistas gais, por lo tanto, jamás se conformarán con la mera tolerancia o
aceptación. Necesitan reivindicarse, lo que significa acosar las ideas rivales. Esto es
exactamente lo que está ocurriendo allí donde se han tratado de aplicar leyes para

68
garantizar la libertad religiosa, acusándolas de ser antigais. La ironía es enorme: la
expresión sexual, que no se defiende ni cita en la Constitución, hoy parece primar
siempre sobre la práctica y la enseñanza religiosa, que están protegidas específicamente
por la Primera Enmienda.
El hundimiento de la claridad de pensamiento acerca de las uniones entre personas
del mismo sexo ha alimentado también las ideas más avanzadas de la ideología de
género. La cobertura mediática de los asuntos transgénero ha sido pródiga y
desequilibradamente positiva, basada en datos científicos que, en el mejor de los casos,
resultaban inadecuados y, en el peor, profundamente erróneos[12]. La industria
periodística ha crecido en torno a relatos con titulares como «Los derechos trans entre
rejas», «Ayudar a los jóvenes en la transición de género», «Abrir las puertas de los aseos
para acoger a todos» o «Erica tiene dos géneros»[13]. Esto tampoco debería
sorprendernos. La nueva ideología del sexo y del género precisa nuevos arquetipos para
formar a los jóvenes y reformar el pensamiento popular.
El artículo «Erica tiene dos géneros» ejemplifica el reciente auge editorial de libros
sobre la transexualidad. Esto escribe Meghan Cox Gurdon, su autora: «“Tengo cerebro
de chica pero cuerpo de chico”, dice una niña en Soy Jazz, un libro ilustrado de Jessica
Herthel y Jazz Jennings publicado en 2014. En las edulcoradas ilustraciones de Shelagh
McNicholas, Jazz parece la típica princesita a la que le gusta bailar y jugar a disfrazarse
con sus amigas. También es genéticamente masculina. Estamos viviendo un pequeño
auge de libros infantiles sobre un tipo en concreto de identidad sexual, o más bien de
identidad confundida. No puede sorprendernos que ninguno de estos libros sea escéptico
con respecto a la condición transgénero, o sobre lo adecuado de que haya adolescentes
que se someten a operaciones genitales y a tratamientos hormonales muy potentes».
Estos nuevos libros, dice Cox, están pensados para modificar la cultura, y ¡ay de
aquel que dude de la nueva ortodoxia! Melanie Phillips escribió en la revista inglesa
Spectator a principios de 2016:

El enemigo en este campo de batalla en particular [el de la identidad de género


y el género fluido] es cualquiera que sostenga que hay hombres y mujeres, y que la
diferencia entre ellos es fundamental. La inmensa mayoría de la raza humana
acepta esta distinción «binaria». Da igual. Hoy se considera una forma de
intolerancia. ¿Muy extravagante? Ríanse si se atreven. Se está convirtiendo,
rápidamente, en una ortodoxia obligatoria, con los niños y los jóvenes sobre todo
en el punto de mira de la transformación de las actitudes. La intención es acabar
con la comprensión que tienen los niños de su propio sexo, desterrando además
cualquier noción de normas de género de sus mentes[14].

Merece la pena detenerse un momento para conceder que ha habido, al menos, algo

69
bueno en esta guerra de identidades de género. Los debates nos recuerdan que las
personas reales y las familias reales se enfrentan hoy con un amplio abanico de temas
sexuales complejos. Todo hombre y toda mujer que ha de lidiar con impulsos
homosexuales o transgénero es hijo e hija de Dios, con una dignidad intrínseca, que
exige nuestro respeto, lo que descarta cualquier discriminación injusta o abuso
intencionado. Sin embargo, todos los derechos están condicionados a su vez por deberes
simultáneos para con el bien común, y ahí es donde la batalla presenta su peor aspecto.
Existe una especie de moralismo feroz y extraño en la ideología de género; es un
puritanismo sin bagaje religioso, una revuelta contra la misma biología, y no le falta su
propia clase de matonismo. Trata de imponer la liberación sin límites, lo quiera la gente
o no. Y, si algunos detalles, como los procesos democráticos, se interponen en su
camino, peor para ellos.
Por citar un solo ejemplo: el fiscal general de Oklahoma, Scott Pruitt, junto con otros
diez fiscales estatales, pleiteó contra el gobierno federal en mayo de 2016. ¿El motivo?
El Ministerio de Educación de la administración Obama, saliente, había enviado una
carta a los colegios en la que insistía en que los alumnos deberían poder utilizar los
servicios o vestuarios según su género elegido, y no según su sexo biológico. Para una
persona corriente, esa idea podría sonar invasiva y estrafalaria, pero en Washington no.
El coste implícito de no acatarla era la pérdida de la financiación estatal, por no cumplir
con la normativa contra la discriminación por sexo.
Como escribió Pruitt en aquella ocasión, «las personas pueden, de buena voluntad,
discrepar acerca del rumbo que debería tomar nuestra sociedad, pero todos deberíamos
estar de acuerdo en que ese rumbo se decidirá a través de sistemas democráticos, que
comienzan a nivel local y permiten a las comunidades dotarse de distintas formas». No
corresponde a ninguna autoridad lejana «decidir en esta materia o en cualquiera, como
un trágala burocrático en los últimos días de presidencia»[15]. Palabras duras y ciertas.
Por supuesto, para el año 2016 ya hemos pasado por décadas de «sistemas
democráticos» esquivados o superados por jueces, regulaciones e intervenciones
gubernamentales, y por el abundante condicionamiento emocional de los medios de
masas.
Cabría dar por sentado que la libertad de cátedra garantiza un debate más abierto y
honesto sobre los asuntos de género y sexo en muchas universidades de inspiración
católica, y así lo deseamos. Sin embargo, merece la pena escuchar al catedrático de
teología Mickey Mattox:

El nuevo régimen de género [en la educación superior] avanza sobre la


poderosa corriente de la cultura de los famosos, mientras el «poder blando» de
Washington desalienta toda resistencia. Las becas y acreditaciones precisas para
recibir fondos estatales exigen conformidad con las prioridades del gobierno, que

70
hoy incluyen la promoción de la agenda LGTB. [En mi universidad], un curso de
actualización obligatorio para todos los empleados incluye varias advertencias de
que debe evitarse en el lugar de trabajo un tratamiento inadecuado de la moralidad
sexual –conversaciones basadas en juicios morales tradicionales–, so pena de
enfrentarse a acusaciones de acoso o discriminación. Esta es la paradoja: se nos
advierte una y otra vez que no hablemos de sexo, mientras los legisladores no
parecen interesados en nada más.
Resistirse a este nuevo régimen parece inútil, y puede causar problemas. Hasta
los profesores con plaza fija dudan, preocupados por las repercusiones oficiales,
sean formales o informales[16].

El fondo de la cuestión radica en que lo que está en juego en las actuales batallas por
la identidad de género y la sexualidad no es solo la potestad de sacerdotes y colegios
católicos de cumplir su tarea en el espacio público sin que les molesten. La libertad de
las familias católicas para educar a sus hijos según sus creencias cristianas también está
volviéndose, en el día a día, cada vez más difícil. La mayoría de niños católicos asiste a
escuelas públicas, donde los temarios se deciden sin el control de los padres. El volumen
del ruido de los partidarios de los derechos de los transgénero y los gais es fuerte, en
cualquier aspecto de la cultura, y nos distrae de las dimensiones más evidentes y
perturbadoras del debate sobre la ideología de género.
Al desligar el género de la biología y negar cualquier significado dado o «natural» a
la sexualidad femenina y masculina, la ideología de género rechaza de plano la realidad.
No hace falta ser religioso para darse cuenta de que hombres y mujeres son distintos. Las
pruebas son evidentes, y solo podrían ignorarse por medio de una especie de
autohipnosis intelectual. La ideología de género rechaza toda experiencia o
conocimiento humano que entre en conflicto con sus propias premisas erróneas: es el
imperialismo de la falsa ciencia con anabolizantes. Para los cristianos, también es un
ataque a nuestra fe: la Creación («hombre y mujer los creó»), la Encarnación (Dios
hecho hombre) y la Redención (Dios muere en la cruz y resucita en cuerpo glorioso). La
fe católica, más que la de sus primos protestantes, no es solo una religión de la mente,
sino también de los sentidos. Aunque puedan cometer errores, cuando se trata de la
sexualidad, nos anclan firmemente en lo real.
El cuerpo humano, complementario en sus formas masculina y femenina, es
precioso, no solo como ideal piadoso, sino como realidad orgánica. El cuerpo revela
quiénes somos en nuestro ser humano. La diferencia sexual expresa el modo en el que
estamos llamados al amor, por lo que el cuerpo es nuestra forma de enraizarnos en la
naturaleza. Es un don que nos vincula a la creación como parte de ella y tiene un sentido,
inseparable de nuestro ser y parte fundamental del mensaje cristiano. Pero en la cultura
americana, con su exhibicionismo y su ansia interminable por mostrar todo aspecto o

71
desviación de la intimidad y de la conducta sexual a una audiencia global, el cuerpo se
convierte en poco más que en un bloque de arcilla animado, moldeable a voluntad.

***

Aunque George Orwell fue mejor escritor y pensador, en lo que respecta a las
«utopías negativas», Aldous Huxley fue un profeta más intuitivo. Rebelión en la granja
y 1984, las novelas de Orwell escritas en los tumultuosos años 40, siguen siendo de una
brillantez que aterra, pero en un mundo posmoderno, más dado a la amnesia que a la
curiosidad histórica, parecen algo desfasadas. De hecho, resultarán inverosímiles: entre
la publicidad masiva, los medios de comunicación, la psicología conductista y los grupos
de presión, la brutal Policía del Pensamiento se ha quedado sin trabajo, por sus métodos
poco refinados.
Un mundo feliz, de Huxley, escrita en 1932, es harina de otro costal: los criaderos de
niños de gestión estatal que sustituyen al embarazo, la droga soma que regula las
emociones, el sexo ubicuo, el confort universal, la omnipresencia de los anticonceptivos,
la felicidad obligatoria y los sentimientos como forma de ocio, son ciencia ficción. Pero,
de modo creciente, son cada vez más ciencia y menos ficción. La relectura de Un mundo
feliz nos suena demasiado familiar.
Como ya se ha explicado, los que estábamos por aquí en los 60 recordamos cómo la
píldora del día después se anunció en un principio como una ayuda para los matrimonios
y las familias. Pero separar el sexo de la fertilidad provocó consecuencias imprevistas, y
una de ellas es la tecnología para la reproducción asistida. Merece la pena recordar que,
en la novela de Huxley, las expresiones «madre» y «padre» eran vulgarismos.
Literalmente, palabras malsonantes. Hoy, en este mundo moderno, los hijos no tienen
por qué estar relacionados con la intimidad sexual y el amor; pueden crearse en un
laboratorio de un modo tan sencillo como el de la antigua usanza.
Pero hay problemas. Trasladar la concepción, de la unión del esposo y la esposa a
una placa de Petri, aunque se haga sin culpa por parte de parejas desesperadas por tener
un hijo, no deja de alterar la naturaleza de esa experiencia. Los hijos siguen siendo
preciosos y sagrados, y su dignidad inherente no disminuye. Pero el proceso se ha
esterilizado y mercantilizado, convirtiendo a esa nueva vida en algo manufacturado. La
concepción y el embarazo naturales están marcados por una entrega física de los esposos
entre sí, en presencia de Dios, por la intimidad y por la pasión. El laboratorio está
marcado por el cálculo, la transacción y el control. Hay algo humano que se pierde –en
nosotros, no en el hijo– al dar a luz a una nueva vida.
La intimidad sexual, bien entendida, trata de la unión completa de dos personas, en
cuerpo y alma, que se vuelven una de un modo único y poderoso. Es un acto de
vulnerabilidad, física y emocional, que supone riesgos y, por lo tanto, exige confianza.

72
Al entregarnos totalmente a otro, tomamos parte del amor creador de Dios,
profundamente fértil. Esta es la génesis de la familia, primera comunidad humana: la
naturaleza del amor marital es dar fruto en una nueva vida. Obviamente hay parejas
maravillosas que desean tener hijos y no pueden, y otras que, por buenas razones, deben
posponer o evitar los embarazos. Pero esos casos difíciles no son la norma, ni cambian la
naturaleza básica del matrimonio, que es una vocación a la unión íntima y a la
procreación.
¿Qué ocurre cuando la renuencia a engendrar hijos se adueña de la cultura? El
resultado es siempre el mismo: un debilitamiento lento y sutil de los vínculos, un
envejecimiento del espíritu, un cansancio del mundo y una pérdida final del sentido y la
esperanza. La fertilidad de la unión sexual sella y ennoblece las relaciones hombre–
mujer, crea el futuro y orienta a las parejas e, indirectamente, a toda una comunidad
hacia la siguiente generación.
La intimidad contraceptiva, por el contrario, resulta no ser «intimidad». Convierte a
cada encuentro sexual en un punto inconexo en el tiempo, un suceso sin futuro en el que
dos personas se utilizan mutuamente en su propio beneficio, convirtiendo al otro en uno
más. Pueden ser personas honradas en cualquier otro aspecto, pero su contacto sexual no
es ni íntimo, ni fértil, ni mutuo en ningún sentido.
Las consecuencias de la confusión sexual contemporánea van mucho más allá de los
individuos y las parejas. La sexualidad actual esteriliza su futuro, reflejando lo que una
nación de consumidores soberanos quiere aquí y ahora, celebrando así al individuo y
socavando, inevitablemente, la humildad, la fidelidad y el sentido del deber que exige la
vida familiar. No resulta llamativo que la salud de familias y comunidades haya decaído
en los últimos 50 años. Tal y como apuntaba la investigación de Andrew Cherlin, hoy es
menos probable que en cualquier otro momento del pasado que los niños
norteamericanos hayan sido educados por unos padres biológicos casados. Sea por las
familias monoparentales, por el divorcio o por las parejas del mismo sexo, son muchos
los hijos que ya no gozan del beneficio de crecer en una familia estable y orgánica.
En su revolucionario libro Coming Apart [Roto en pedazos], el sociólogo Charles
Murray afirma que los jóvenes, de media, tienen una mejor trayectoria cuando han sido
educados por sus padres naturales: «No conozco ningún otro dato de importancia que
tenga tanta aceptación por las ciencias sociales, y que sea a la vez ignorado con tanta
resolución por los informativos, los editoriales de los principales diarios y los políticos
de los dos principales partidos»[17].
¿A qué se debe esa reticencia a centrarse en las rupturas matrimoniales? En parte es
deliberada, y procede del regocijo de la izquierda cultural ante el fin del imaginario
hombre del saco, en forma de patriarcado, heteronormalidad e instituciones sexualmente
represivas. Pero tiene más peso aún la sensación de que se ha alcanzado una masa crítica

73
de familias rotas, y ya no se puede hablar abiertamente sobre este desastre por miedo a
herir a sus inocentes víctimas colaterales o a agravar los remordimientos de sus
responsables. En cualquier grupo pequeño, por no hablar de una audiencia amplia, es
probable que al menos una persona se haya visto afectada por estos desarreglos
familiares.
Uno de los activistas que se ha enfrentado públicamente a la fragmentación familiar
es Mitch Pearlstein, fundador de un observatorio sobre el tema en Minnesota que, en
Lazos rotos, uno de sus libros sobre la materia, recoge decenas de conversaciones con
expertos de diversos campos, que reflejan de modo recurrente la relación entre la
disfunción familiar y una desintegración social más amplia, y muestran que la primera
es, al mismo tiempo, causa y consecuencia de la segunda. Uno de sus entrevistados, un
juez condal de Minnesota que lidia a diario con las consecuencias amargas de este
hundimiento familiar, señala a la idiosincrasia de la democracia americana como la
culpable: «Vivimos en una sociedad fuertemente individualista, en la que las personas
piensan sobre todo en sí mismas y en su realización. Es una cultura del descarte: si algo
o alguien no satisface mis necesidades, busco otra cosa»[18]. La expresión «cultura del
descarte» recuerda al Papa Francisco, que la aplica a las sociedades consumistas
avanzadas. La alternativa, según él mismo, es la «cultura del encuentro», en la que las
personas se relacionan entre sí como seres completos, no como medios para el progreso
individual, el logro político o la eficiencia económica. En una cultura así conocemos a
nuestros vecinos –o a nuestra pareja– de tal modo que somos capaces de cumplir con
nuestros deberes hacia ellos, y la familia puede desarrollarse. El primer lugar donde
aprendemos a amar a nuestros semejantes es en la familia: al cuidar a los que están más
cerca, podemos luego salir al mundo. Pero, si la familia está rota por el divorcio o el
engaño, acaba convirtiéndose en una víctima más de la cultura del descarte, y no en su
contrapeso. En Lazos rotos, un miembro de la plataforma católica de Minnesota explica
a Pearlstein que «es difícil desarrollar la solidaridad cuando uno de los padres ha
abandonado a la familia, o cuando ambos han determinado que serán más felices si se
separan. Los hijos se ven obligados a adoptar un sentido de la independencia
distorsionado pero comprensible para sobrevivir emocionalmente»[19].

***

Alexis de Tocqueville, al recorrer América a principios del siglo XIX, observó que
las instituciones sociales y políticas habían forjado una especie de solidaridad en la que
todas las clases se sentían dependientes entre sí[20]. «En Estados Unidos, los ciudadanos
más pudientes tratan de no aislarse del pueblo y, por el contrario, se acercan de continuo,
prontos a escucharles y hablar con ellos a diario»[21]. Para Tocqueville, esta interacción
entre clases tenía mucho de interés propio, pero también era una mezcla que creaba

74
fértiles espacios para la cultura del encuentro.
La tesis de Charles Murray en Roto en pedazos, respaldada por abundantes datos, es
bien distinta. Según él, las clases socioeconómicas norteamericanas han estado
divergiendo cultural, económica y geográficamente durante 50 años y, aunque se centre
en los blancos para no malinterpretar las variables, su análisis puede aplicarse también a
las personas de color. En su análisis identifica dos vecindarios arquetípicos: el exclusivo
barrio de Belmont, en Boston, de profesionales con estudios superiores, y el área de
Fishtown, en Filadelfia, de clase trabajadora poco cualificada, y a continuación estudia
cincuenta años de relativa estabilidad en el primero, y de decadencia en el segundo,
menos privilegiado.
Hace medio siglo los vecinos de Belmont y de Fishtown vivían en ambientes
bastante similares. Sus hijos asistían a escuelas parecidas, y jugaban en los mismos
parques. Pero, según el investigador Douglas Massey, citado por Murray, «hacia finales
del siglo XX, las personas con más medios y mejor educación fueron segregándose cada
vez más del resto de la sociedad americana»[22] y, junto a esta separación geográfica, se
produjo la cultural, especialmente en el ámbito de la familia.
Según todos los indicadores –tasa de matrimonios, tasa de divorcios, nacimientos
extramaritales, satisfacción con el matrimonio–, las variables en Fishtown evolucionaron
desde la similitud con las de Belmont en los 60 hasta un empeoramiento radical en 2010.
No hace falta ahogarse en números, pero algunas cifras arrojan luz suficiente.
En 1960, más del 95% de los niños que vivían en Fishtown y en Belmont vivían con
sus padres naturales cuando su madre tenía 40 años. En 2004, seguía siendo así en el
90% de los casos de Belmont, pero en Fishtown esa cifra no llegaba al 30%. Según
Murray, los datos de Fishtown «son tan pobres que plantean la pregunta de si es viable
que las comunidades de clase trabajadora blanca sigan siendo el lugar de socialización
de la generación venidera»[23].
Para Murray, Estados Unidos está educando a una marea de jóvenes ciudadanos
seriamente impedidos para acometer las exigencias del autogobierno. Por su parte, la
mayoría de los habitantes de Belmont que mantienen el modelo de estabilidad familiar
han abandonado la solidaridad entre clases, que para la generación anterior era una
obligación.
Para Murray es natural ver un desplome en el «capital social» –la participación
comunitaria a través de las asociaciones– en Fishtown, y no en Belmont, aunque la
prosperidad de este barrio no signifique necesariamente una mayor integridad moral[24].
Cuando la familia está dañada, es difícil que se formen comunidades, y cuando estas no
existen, según afirma Tocqueville y ya se ha visto en este libro, el estado se apresura a
llenar ese vacío.
Una democracia funcional exige un delicado equilibrio entre la cohesión social y la

75
libertad personal. El prestigioso sociólogo Robert Nisbet, ya fallecido, sostuvo siguiendo
a Tocqueville que, cuando la corriente por la libertad personal domina una cultura, el
resultado no es más libertad para todos, sino la toma de esa libertad por parte del
gobierno. Reflexionando sobre la historia de las democracias liberales, Nisbet señaló la
importancia de la familia y de los vínculos biológicos en la formación de ciudadanos
válidos. En una sociedad genuinamente libre, escribió, «la libertad no descansa ni en la
liberación ni en la colectivización, sino en la diversificación y en el poder
descentralizado (cursiva en el original)»[25]. Las familias y asociaciones estables y
fructíferas –también, y sobre todo, las religiosas– forman el sustrato de esos polos de
autoridad en competencia. Su declive no es una forma de liberación del individuo, sino
exactamente lo contrario.
Una vez más: la erosión de la libertad religiosa en Estados Unidos no es solo una
comprensión errónea de la importancia de las creencias en la esfera pública. Es la
consecuencia de la teoría de Nisbet/Tocqueville, que afirma que la desintegración del
matrimonio, la familia y la comunidad –y el significado de las tres– conduce a una forma
de autoridad menos humana, menos comprensiva y menos íntima, que ocupa el espacio
vacío que dejan. Por lo tanto, es perfectamente lógico que las amenazas más graves
contra nuestra libertad religiosa no procedan de una banda de matones orwellianos de
uniforme, sino de los teóricos del género y de la igualdad de derechos para los gais –y de
las empresas que los respaldan alegremente–, que presionan a favor de la «liberación» y
que están bien preparados para vivir en un mundo feliz.

***

Tomando prestada la idea de C. S. Lewis, puede decirse que el ser humano es una
especie de anfibio: una criatura hecha por Dios para este mundo y para el venidero, una
fusión de carne y espíritu que confiere al cuerpo una especial dignidad. El disfrute
ordenado de los sentidos en esta vida –el aroma de la primavera, la lluvia cálida del
verano, la música de Mozart o Beethoven, el rostro de los que queremos– es un anticipo
de la gloria que Dios nos tiene preparada, cuando nos encontremos un día en su
presencia.
El crimen de la dictadura sexual actual es que hurta a Eros su significado, y al amor
su grandeza. Es una falsedad y un robo, y nos hace a todos pequeños e indignos. Un
joven amigo se quejaba hace poco de que muchos de sus coetáneos no tenían amantes,
enamorados o novios. Tenían relaciones. Escrutopo, el demonio de Lewis, seguramente
compartiría su protesta, porque añoraba el estilo de los verdaderos adúlteros –un
libertino renacentista con espíritu y carácter, capaz de pecar con heroísmo–, y no el de
las almas estrechas de la época moderna, demasiado insustanciales y penosas como para
atacarlas.

76
Lo importante aquí es llegar a ser santos, a amar sin medida, de pleno y con pasión,
hasta entregarnos del todo al servicio de Dios y de los demás. Todo nuestro ser, en su
integridad, depende de la salud de nuestra relación con Dios, que es el que nos formó a
partir del barro e insufló vida a nuestro cuerpo. Así pues, cuando no hacemos caso de la
palabra de Dios, estamos violando nuestra propia identidad. La pornografía, la
cohabitación y el adulterio nos alejan de Dios, además de causarnos a nosotros mismos
una especie de mutilación, al cortar el vínculo entre el cuerpo y el yo verdadero.
Así ocurre con la castidad, que es una cuestión básica para los discípulos de Cristo, y
que no significa decir que no al sexo. Más bien es Dios quien nos pide que vivamos la
sexualidad virtuosamente, según la vocación de cada uno. Para algunos significará el
celibato, dejar de lado el matrimonio por amor a una familia más amplia, la Iglesia, y
con una fecundidad diferente a su servicio. Para la mayoría, no obstante, se vivirá en la
intimidad sexual del matrimonio.
Como expresa el filósofo Roger Scruton, «una sociedad basada en el ágape [amor
desinteresado] es buena de por sí, pero no se reproduce, ni tampoco genera la relación
básica –entre padre e hijo–, que es la que nos permite empezar a entender nuestra
relación con Dios. De aquí que la redención de lo erótico habite en el corazón de
cualquier orden social posible»[26]. Es evidente que son pocas las parejas –al menos,
que yo conozca– que se enamoran para redimir lo erótico o para hacer posible el orden
social. Sus motivos son otros, pero el resultado final es el mismo: por su naturaleza, el
amor erótico humano se ordena a la creación de una nueva vida y a su cuidado, en medio
de la alegría mutua y el apoyo entre hombre y mujer, unidos por un voto que es la
alianza de su amor.
¿Qué significan hoy esas palabras, «voto» y «alianza de amor», más allá de las
gastadas expresiones piadosas?
Una vez más cito a Scruton: «Un voto es la dedicación de uno mismo, un don de sí
abierto al compromiso entre las partes para compartir un destino. El voto matrimonial
crea un lazo existencial, no una serie de obligaciones concretas». Es ese lazo irreversible
el que une a las familias, comunidades y sociedades a lo largo del tiempo. Son la
columna vertebral de un mundo auténticamente humano, que conecta el pasado y el
presente, y a este con el futuro. Por lo tanto, tienen una distinción de clase, no solo de
grado, con otras formas de contrato o acuerdo negociado. «El mundo de los votos es el
mundo de lo sagrado, en el que las obligaciones santas e irrevocables abarcan todos los
aspectos de la vida y señalan un camino concreto», nos resulte cómodo en ese momento
o no[27].
La paradoja del cristianismo es que afirma la importancia de cada individuo, sin
cuestionar si es débil o poco capacitado, porque Dios nos ama de forma única e infinita,
pero –al mismo tiempo– nos sujeta a los demás con una red de obligaciones mutuas.

77
Dios no nos ha creado solo para nosotros mismos; también nos ha creado para los demás.
Es una fe que, en este punto, se opone directamente a una dimensión cada vez más
importante de la economía americana. Puede que la naturaleza de esa vida, en palabras
del teólogo luterano Daniel M. Bell, conserve un resto bíblico, pero en la práctica
«fomenta que se vea a los demás según el servicio que puedan prestar a nuestros
proyectos individuales». Los otros «se convierten en mercancías, meros cuerpos para la
explotación y el consumo, más tarde descartados».

Como consecuencia, el matrimonio se considera un contrato a corto plazo


sujeto a un análisis de coste y beneficio, los niños son bienes de consumo o
accesorios, los lazos familiares se debilitan y tratamos a nuestros cuerpos como si
fuesen una materia prima manipulable, que puede manufacturarse y explotarse
para obtener placer. Los individuos que se consideran inútiles como productores y
obsoletos como mercancía –los ancianos y enfermos– se descartan (mediante la
eutanasia o los asilos), y los pobres improductivos (sin hogar, desempleados,
irresponsables, incompetentes) se ven como una amenaza[28].

En la visión americana más reciente, dando fe de las palabras de Bell, el matrimonio


recuerda con frecuencia a una transacción inmobiliaria, en la que dos individuos
autónomos firman un acuerdo de responsabilidad limitada que puede disolverse con
facilidad, y en el que los hijos son una multipropiedad. En un mundo así, un hijo no
nacido, no deseado y no planeado, es claramente la mayor fuente de pérdidas para los
beneficios emocionales.
Un amigo, aficionado a la sabiduría moral de los cuentos y fábulas, suele recordarme
últimamente la gran narración de H. G. Wells, La máquina del tiempo. La historia es
sencilla: un hombre inventa una máquina del tiempo, y viaja 8.000 años hacia el futuro.
Allí se topa con un sorprendente mundo de paz, plenitud y lujo, perfectamente pulcro.
Los humanos que lo habitan –los hermosos y algo descerebrados Eloi– pasan los días
comiendo, charlando, jugando y practicando el sexo de forma inocente.
Cuando se pone el sol, las cosas cambian. De los túneles subterráneos surgen los
antiguos humanos, señores de este paraíso, los morlocks. Son feos, están hambrientos y
les encantan los Eloi.
Podemos extraer la lección que queramos, pero lo que hagamos en este mundo, las
vidas que vivamos y el modo en el que amemos –o malgastemos el amor– tiene
consecuencias. Y siempre vuelven del pasado para hacernos una visita. Las elecciones
no pueden enterrarse.

78
6. Y NADA MÁS QUE LA VERDAD

La verdadera enfermedad del alma y del espíritu


aparece cuando el hombre deja de anhelar la verdad
y la desprecia, cuando la utiliza como un medio
para sus propios fines, cuando en la profundidad
de su alma la verdad deja de ser lo principal,
la preocupación más importante.

Romano Guardini

En 2015, en un artículo en el New York Times, el profesor de filosofía Justin


McBrayer señaló una tendencia curiosa en los colegios públicos. En su distrito escolar se
exigía a los alumnos que fuesen capaces de distinguir entre los hechos y las opiniones.
Pero al repasar los deberes de su hijo, en 2º de primaria, se dio cuenta de que todos los
supuestos éticos o morales que se le ofrecían se trataban como una opinión, opuesta a los
hechos. «Todos los hombres han sido creados iguales», «Copiar los deberes está mal» o
«Decir palabrotas en el colegio no está bien» se consideraban opiniones[1].
En su ensayo, McBrayer afirmaba que este planteamiento «prepara a nuestros hijos
para la hipocresía»[2]. Como ha sucedido siempre, los estudiantes aprenden algunas
normas de conducta y de respeto mutuo en el colegio como parte de su educación, pero
lo que se les enseña es que esa forma de comportarse es, en esencia, algo opinable, para
quedar bien.
En la práctica, los alumnos asimilan que los únicos conceptos a los que se puede
atribuir la idea de «verdad» es a aquellos que pueden probarse empíricamente. Las
verdades morales asequibles a la razón, como los diez mandamientos, no son realmente
verdades. «Los colegios públicos enseñan», escribía McBrayer, «que no existen los
hechos morales. Y, si no hay hechos morales, entonces tampoco hay verdades morales».
En efecto, la verdad se convierte en una convención social inventada por los hombres, y
que –por lo tanto– puede cambiar de una cultura a otra.
Hay dos razones por las que esto es problemático. En primer lugar, si se pierde la
definición concreta de verdad, también desaparece el sentido de lo bueno y de lo bello,
porque la creencia en una verdad objetiva y el contexto de bien y mal morales que

79
genera de forma natural, es la columna vertebral de una sociedad. Cualquier otra virtud y
posibilidad de sentido que pueda contribuir a construir una vida decente en común nace
de ahí. No existe nada compartido en el espacio público que se invente sus propias
normas sobre la marcha, excepto la lucha darwiniana por el poder. En segundo lugar, el
daño que se causa al razonamiento moral de un niño no se detiene en cada estudiante
individual, sino que se inserta en la cultura cuando este crece y se relaciona con otros.
En las últimas décadas, los americanos se están volviendo cada vez más alérgicos a
la idea de que una conducta –especialmente una conducta sexual– pueda estar bien o
mal, siempre y en todas partes. Esto ocurre en público, y con frecuencia también en
privado. «Verdad» es un concepto demasiado grande y con excesivo poder de
intromisión en un mundo tan cambiante. Nadie quiere juzgar –o, más bien, ser visto
juzgando–, porque nadie quiere ser juzgado.
Sería fácil achacar esta realidad al poder de los medios de comunicación y a las
ciencias sociales universitarias. Cada cual tiene su efecto corrosivo sobre las certezas
tradicionales y las normas de conducta, y seguramente carguen con parte de la culpa.
Pero también deberíamos buscar a los causantes más cerca de casa, empezando por el
espejo. Después de todo, como dijo Tocqueville, «no conozco un país, en general, en el
que reinen una menor independencia de pensamiento y de genuina libertad de debate que
en Estados Unidos»[3].
Parece chocante, porque, ¿no fue el mismo Tocqueville el que escribió que en
América las libertades individuales estaban mejor garantizadas que en cualquier otro
lugar?
Lo hizo. Pero, para Tocqueville, la democracia no favorecía las personalidades
fuertes, y sí aquellas centradas en sí mismas. El habitante de una democracia depende en
gran medida de la opinión pública como fuente de sus propias convicciones, y es la
opinión pública la que aprueba –o desaprueba– la legitimidad de toda institución o
creencia. En efecto, una opinión es válida solo porque está extendida, y mediante la
opinión pública «las repúblicas democráticas no ejercen tiranía [mediante la violencia y
la coacción física], sino que dejan el cuerpo [intacto] y atacan directamente al alma»[4].
Por lo tanto, si se domina la opinión pública, se puede modificar el curso de la
cultura. La creación e implantación de una nueva verdad es una simple cuestión de
movilización. Los medios de masas de hoy poseen una capacidad enorme, y casi
instantánea, para dirigir la presión hacia el objetivo que seleccionen, obligándolo a la
conformidad. Si se considera que un fin es bueno, justificar cualquier medio para
alcanzarlo es una simple cuestión de publicidad. Obtener los resultados precisos invita a
una clase de mentira crónica y sutil a la hora de editar y presentar la información.
Por este motivo las encuestas, incluyendo las preguntas que se formulan y el
contexto en el que se realizan, juegan un papel tan importante en la vida pública

80
norteamericana. El poder de la opinión pública explica el tamaño de la industria de las
relaciones públicas y los grupos de presión, la adicción a los datos, el sesgo cada vez
mayor de las empresas informativas nacionales y la capacidad de manipular a los
legisladores y a los investigadores sociales. También explica, a su vez, el motivo por el
que la perspectiva sobre asuntos como el matrimonio gay ha cambiado tan rápida y
rotundamente en los últimos 20 años. Son tendencias, todas ellas, plenamente
democráticas, pero lo son porque emergen de forma natural de la debilidad, más que de
la fortaleza, de la lógica interna de este sistema. La opinión pública no es espontánea, y
puede formarse y reformarse. Estos problemas son los signos externos de corrientes más
profundas, que nos implican a todos como ciudadanos. La debilidad del individuo sufre
la coacción, en parte, de la estructura democrática, pero también se elige, por otra parte,
porque es conveniente: permite culpar a otros y escapar de nuestra responsabilidad, y
facilita aceptar la mentira bajo la coartada de la tolerancia y el respeto mutuo, lo que es
más sencillo que vivir lejos de la aprobación pública. Puede verse con claridad en
cualquier debate reciente sobre el aborto, el matrimonio, la familia, la sexualidad o los
derechos en general. Muchos de nosotros somos más felices viviendo medias verdades y
ambigüedades que corriendo el riesgo de que nos aparten del rebaño. La cultura de la
falsedad se alimenta de nuestra complicidad, de nuestra falta de valor y de nuestro
autoengaño.
Esta es la clave: cualquier atisbo de verdad descansa en cierta forma de autoridad.
Nadie es del todo autónomo. No se puede conocer todo por cuenta propia, y se necesita a
los demás para obtener algún tipo de guía. Es normal, pero lo importante es en quién y
en qué confiar. La democracia y el capitalismo americanos, a pesar de sus beneficios,
tienden a erosionar el papel de las autoridades tradicionales (la familia, la fe y otras
instituciones), colocando en su lugar otras nuevas (la opinión pública y las fuerzas del
mercado), y eso tiene consecuencias.
Como ya se ha visto, san Agustín nos enseñó que no hay gobierno que pueda ofrecer
una paz y una armonía perfectas, porque se lo impide el pecado. El espejismo de la
perfección obtenida mediante la acción política es seductor, pero también peligroso. Por
alcanzar la utopía, los dirigentes modernos han cometido actos monstruosos, edificando
sociedades completas sobre la sangre de inocentes sacrificados a la mentira.
Como ciudadanos, sufrimos una cierta tensión a la hora de crear una sociedad
decente. Existe un delicado equilibrio entre la libertad personal y el deber hacia los otros,
del que depende la democracia. El efecto desestabilizador de la actitud actual hacia el
sexo, como ya se ha visto, rompe ese equilibrio.
Algo similar ocurre con la verdad. La democracia tiende a desanclar a la sociedad de
la idea de una verdad permanente. Colocar a la ley, que de forma ideal expone el bien y
el mal, bajo el poder de las elecciones puede significar encerrar a la verdad en una urna,

81
porque son muchos los que tienden a equiparar lo legal con lo bueno o con lo aceptable.
Por una parte, la verdad se vuelve relativa y contingente, sujeta al capricho popular. Por
otra parte, el ciudadano individual la privatiza radicalmente.
Esta dinámica de autoafirmación obligatoria y, al mismo tiempo, de temor a verse
fuera de la opinión mayoritaria, es una de las contradicciones básicas de la vida en
Estados Unidos. Como siempre, las ideas de Tocqueville resultan útiles. Exactamente 50
años después de la Independencia, describió con claridad el carácter de nuestra joven
nación. Para Tocqueville, los americanos «están siempre vueltos hacia su razón como la
fuente más visible e importante de verdad»[5]. El anhelo de igualdad, clave en nuestra
vida política y pública, tiende a predisponernos contra cualquier autoridad intelectual.
Todos hemos escuchado estas palabras: «¿Quién eres tú para imponerme tu moral?»
Pero la imagen está incompleta. Como escribió Tocqueville, los regímenes europeos
de la época carecían de esa libertad de expresión formalmente protegida en América. Sin
embargo, las apariencias pueden engañar. En la vieja Europa siempre hubo sociedades
en las que podía proclamarse cualquier opinión, y en las que los no conformistas
encontraban refugio. En Estados Unidos, por el contrario:

La mayoría traza un círculo increíble en torno a las ideas. Dentro de sus


límites, el escritor es libre, pero si se atreve a abandonarlo le aguarda la desgracia.
No se trata de que tema un auto de fe [de arrepentimiento y ejecución públicas],
sino que será objeto de mortificaciones y persecuciones de toda clase. Se le cierra
la puerta a una carrera política, porque ha ofendido al único poder que podía
abrirla[6].

Lo que sirve para el escritor sirve también para el individuo ordinario. Uno de los
destinos más ingratos que se puede sufrir en Estados Unidos es el de ser tachado de
«ajeno a lo normal». El gran temor del votante medio es que se le considere extremista.
Como ciudadanos, somos muchos los que queremos vernos dentro del abanico siempre
cambiante de las opiniones aceptables, y ese deseo crea un desasosiego, leve pero
crónico, además de ocultarnos el hecho de que la fe cristiana, por su propia naturaleza, es
con frecuencia algo «ajeno a lo normal».
Esta debilidad del sistema americano se había visto sujeta largo tiempo por el marco
moral común bíblico: a mediados del siglo XIX Tocqueville pudo escribir que «los
estadounidenses, tras aceptar los dogmas principales de la fe cristiana», corrientemente
«aceptan también las verdades morales que surgen y dependen de ellos». De ahí que la
conducta individual se moviese «dentro de unos estrechos límites»[7].
Pero los tiempos han cambiado. La cultura antecede e informa a la política y, desde
la época de los Fundadores, esta se ha movido a muchos kilómetros de distancia.
Existe también un factor que Tocqueville no pudo prever: la poderosa economía de

82
mercado. El alma de verdad de América es el mercado; en él nos ganamos la vida, en él
compramos lo que necesitamos y lo que nos apetece y es él el que nos coloniza y nos
forma allá donde vayamos, desde la prensa hasta la televisión, pasando por los
ordenadores y los móviles. Es la banda sonora del día a día y, aunque satisface nuestro
bienestar de muchas formas y ha sacado a multitudes de la pobreza, sus «religiones» son
el dinero y el beneficio. Para el mercado, la verdad no es una categoría si no lo dice el
consumidor, y precisamente contra esto lucha el mercado con su presión incesante y sus
distracciones.
Como en la política en democracia, el mercado es un grupo de individuos que
realizan distintas elecciones en un escenario diseñado por fuerzas superiores a ellos, y
sobre las que tienen un control limitado. De esta forma, recae sobre estos individuos la
responsabilidad de hacer de la verdad el principal valor en sus elecciones. Para lograrlo,
primero deberán empezar por conseguir que esa verdad sea lo primero en sus vidas y en
las de los demás.

***

Es evidente que el poder de la opinión pública tiene sus límites; ante una elección
cualquiera, no se adoptan automáticamente las ideas más extendidas. La inercia, para
bien y para mal, es un factor dominante en la conducta humana, y el proceso por el que
se desvirtúa el anhelo de verdad en política parece actuar en dos direcciones.
En primer lugar, todos parecemos tentados a asentir ante lo que nuestra tribu política
favorita asienta, y a denegar aquello que deniegue, para no arriesgarnos a perder amigos
y aliados por una disputa. Por lo tanto, recibimos una sutil presión para creer lo que se
espera que creamos como buenos «conservadores» o «progresistas». Lo que se salga de
ese límite estrecho es territorio hostil, y esta especie de espíritu tribal puede subordinar
el bien común –y, con frecuencia, la verdad– a la lealtad a un partido, cuya agenda puede
resultar displicente, corta de miras y destructiva.
La segunda vía por la que se pierde el hábito de la verdad consiste en negarse a
pensar con claridad cuando las tendencias culturales perniciosas se convierten en
ortodoxia política. Son muchos los que temen, por encima de todo, ser considerados
retrógrados en sus opiniones, arriesgándose al exilio social. Nadie quiere que el rebaño
le deje atrás, y este miedo a la exclusión mantiene en pie toda una industria terapéutica –
de hecho, un nuevo sacerdocio– de expertos sociales. Entre sus funciones, una de las
principales es la de subcontratar el razonamiento moral individual. Cualquier elección
dudosa suena mejor cuando la bendice un especialista, o al menos cuando este puede ser
culpable de un posible error.
Desde luego, asesores y expertos pueden también jugar un papel sanador único, y
muchos lo hacen. La cuestión es otra: cuando se deja de tener valor para vivir la verdad

83
por uno mismo y no se anhela conocerla, entonces ya no se exige a los demás que la
vivan. Como resultado, nace una cultura de la irrealidad evasiva, una nación de excusas,
y se terminan por aceptar la deshonestidad moral y la escasa integridad política como
inevitables normas de circulación.
Lo mismo se aplica al mercado. Esperamos que nos estafen como parte de la liturgia
comercial de bienes y servicios: la publicidad excesiva, edulcorada con humor, sexo o un
cierto éxtasis ante los objetos, es la gasolina que hace funcionar la economía del
consumo. Nos reímos, pero el hecho es que funciona.
Aristóteles nos enseñó –y la experiencia lo confirma– que el carácter se forma a
través de los hábitos. Cuando realizamos conscientemente actos buenos, nos
acostumbramos a la bondad, y comenzamos a actuar bien sin pensarlo. Esto es la virtud:
en palabras del Catecismo, «la disposición firme y habitual a hacer el bien», que además
hace crecer nuestra relación con Dios y la gracia que nos facilita seguir en esa senda.
Pero el proceso también funciona a la inversa. Según vamos eligiendo lo que no es
bueno, dejamos de ver la hermosura de la bondad y la fealdad del mal. Nuestra relación
con Dios padece y puede acabar muriendo, privándonos de la ayuda de su gracia.
Lo que se aplica al crecimiento en la virtud se aplica también al crecimiento en la
verdad, que se incrementa cuando la buscamos y vivimos en ella. Y a la inversa: su
belleza va desvaneciéndose de la memoria según la vamos expulsando de nuestras vidas,
hasta que dejamos de reconocerla, aunque la tengamos delante. Nos esforzamos entonces
en fabricar excusas y racionalizar nuestras elecciones, y esa actitud acaba por convertirse
en un sustituto manejable –o al menos suficiente– de la verdad. Finalmente nos creemos
los autoengaños y las mentiras que contamos a los demás, porque hemos convertido a la
verdad en un producto manufacturado.
La clásica obra del famoso psiquiatra y escritor –y devoto cristiano– M. Scott Peck,
El mal y la mentira, confirma el efecto de la insinceridad en la mente y en el alma. Este
autor consigue con sus libros combinar la ciencia de la salud mental con la sensibilidad
moral, respetando ambas.
Durante varias décadas, Peck trató a pacientes que, sin encajar en ningún diagnóstico
normalizado, compartían varios rasgos comunes. Estas personas mostraban un
desasosiego crónico ante el bien de los demás, hasta el punto de sufrir graves daños
psicológicos. Se centraban en sí mismos de forma sutil pero completa y, aunque sus
síntomas eran más agudos que los propios del trastorno narcisista de la personalidad, no
eran sociópatas, porque distinguían el bien del mal.
Dicho esto, el rasgo compartido por todos ellos era el hábito de mentir: lo hacían de
continuo y sin esforzarse en cualquier situación, pero sobre todo se mentían a sí mismos
con respecto a su yo, generando una opacidad inabordable incluso para los terapeutas
más experimentados y, sobre todo, invisible para ellos mismos. Para Peck, «esas capas

84
superpuestas de autoengaño» de la «gente de mentira» acababan por aislarles de tal
forma de la verdad que se volvían incapaces de reconocerla. Su única verdad pasaba a
ser su propia irreprochabilidad.
Este psiquiatra no se mordió la lengua, y calificó a estos pacientes de malvados[8].
Una vez que emplea esa palabra en el libro, ya no la rehúye: la gente «malvada» del
doctor Peck erigía tantas defensas contra el examen propio y el arrepentimiento que los
imposibilitaban sin un milagro de la gracia.
Esta «gente de mentira» encarna lo que afirmó Aristóteles sobre la formación del
carácter. No se levantan una mañana y deciden ser crueles, sino que van acumulando
años de decisiones, en las que ignoran la verdad para alcanzar lo que supuestamente es
bueno para ellos, hasta que terminan identificando al completo su voluntad con lo que es
un bien verdadero.
Como observa Peck, esto se manifiesta en la preocupación por las apariencias:
«Aunque al parecer carecen de toda motivación para ser buenos, desean intensamente
parecerlo. Su “bondad” no sale del terreno de la pretensión. Es, de hecho, una mentira
(cursiva mía)»[9]. Evadirse de la verdad termina pronto por convertir sus vidas en poco
más que una elaborada estafa.
A estas personas moralmente dañadas, la pretensión de bondad les libra de las
heridas en la conciencia, que existen, pero ellos ignoran y atacan de modo rutinario. «El
principal defecto de la persona malvada no es el pecado, sino la negativa a
reconocerlo»[10]. Todos pecamos, por supuesto, pero la falta de voluntad de
responsabilizarse por los pecados deja entrever un espíritu con un daño profundo. De
este modo, el malvado duplica su mentira al cultivar las falsas apariencias y buscar
siempre un chivo expiatorio en los inocentes.
«Nos volvemos malvados cuando nos ocultamos de nosotros mismos. La crueldad
del mal no se comete directamente, sino de manera indirecta, como parte de un proceso
de ocultamiento. El mal no se origina por la ausencia de sentimiento de culpa, sino por el
esfuerzo por escapar de él»[11], escribe Peck.
Uno de los casos de estudio más llamativos del libro es el de una pareja acomodada
cuyo hijo adolescente sufre una depresión. Cuando Peck demuestra la causa de ese
trastorno ante el chaval y sus padres, los adultos evitan cualquier atisbo de
responsabilidad ante su salud mental, ignorando tanto las necesidades de su hijo como
los consejos del psiquiatra, traspasando inmediatamente la carga por su decisión egoísta
a médico y paciente. Más tarde, cuando el adolescente participa en un pequeño robo en
la escuela, los padres presionan para que se le diagnostique como genéticamente
predispuesto al crimen, y por lo tanto incurable.
La historia termina con una carta de la madre, en la que informa a Peck de que ha
seguido su amable consejo y le ha inscrito en una escuela militar. La ironía es que eso es

85
exactamente lo contrario de lo que les había recomendado, pero así se lavan las manos, y
cualquier problema futuro sería culpa de la escuela o del doctor, pero nunca suyo. En
lugar de encarar el autoengaño y el dolor que causa su imaginario bien propio, mienten a
Peck y acaban dañando a su hijo.
La «gente de mentira» no rechaza la noción de pecado: solo lo hace con el propio,
pero están bien dispuestos a condenar a los demás. De hecho, como subraya Peck, la
búsqueda de culpables es un rasgo universal de estas personas. Proyectan su propia
culpa, que sienten pero no aceptan, en otros. «No es que ignoren alegremente el sentido
moral, como los psicópatas, sino que se esfuerzan de continuo por ocultar la evidencia de
su propia maldad bajo la alfombra de su conciencia»[12].
Alguien envuelto en el engaño no está ciego ante el pecado, sino ante la posibilidad
de perdonar. Al rechazar toda obligación hacia la verdad, más allá de la propia, se
cierran a la misericordia de Dios. El doctor Peck expresa en términos psicológicos lo que
los creyentes denominamos fe: «La salud mental exige que la voluntad humana se
someta a algo mayor que a sí misma. Para actuar en el mundo de un modo decente,
debemos atenernos a algún principio que se superponga a lo que pudiéramos desear en
un momento dado. [Para las personas religiosas] este principio es Dios, y por eso dicen:
“Hágase tu voluntad, y no la mía”»[13].
Solemos pensar que este acto de entrega se debe a la obediencia a la voluntad de
Dios, como explica Peck, pero en realidad es un acto de sumisión a su amor y
misericordia, aunque exige, desde luego, reconocer la propia condición pecadora.
Rechazar el perdón es el síntoma más grave de la «gente de mentira», y el origen de su
desesperación.

***

Al hablar de Gente de mentira, resulta sencillo referirse a «ellos», pero lo más


valioso del libro de Peck es que nos implica a todos, y a nuestra cultura en sentido
amplio. La pretensión de bondad, la perversa y moralista búsqueda de culpables y el
autoengaño no son solo los pecados de los «malos». Son características enraizadas en
nuestra naturaleza herida, pandémicas en una sociedad basada en la permisividad. Todos
somos, de alguna manera, «personas de mentira».
El doctor Peck describe casos extremos, pero debemos verlos como una llamada de
atención, y no como especímenes para el estudio. Los padres negligentes del ejemplo
anterior no nacieron con animadversión a la verdad, pero alimentaron ese sentimiento
con miles de pequeñas mentiras. Desarrollaron coartadas y hábitos falsos, sobre todo el
autoengaño, durante los muchos años en los que fueron formando su carácter, y todos
somos propensos a atravesar ese mismo proceso. Depende de cada uno verlo y atajarlo
antes de que comience.

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No es sencillo. Vivimos en una cultura propensa a hacer de la verdad una experiencia
de consumo, tan moldeable como exijan nuestras apetencias. Como afirma el filósofo
moral Harry Frankfurt, la cultura americana está surcada por un enorme y caudaloso
torrente de patrañas, necedades y palabrería, que surge de las «diversas formas de
escepticismo que niegan la posibilidad de acceder a cualquier realidad objetiva, y que
por lo tanto rechazan la capacidad de conocer cómo son de verdad las cosas»[14]. Así
pues, debemos recordar qué –o más bien quién– forma la cultura. Con frecuencia, hay
sucesos fuera de nuestro control que influyen en las decisiones que tomamos, pero eso
no refuta el hecho de que la cultura sea, básicamente, la suma de las elecciones, hábitos
y disposiciones de las personas que viven en un lugar en particular en un momento
concreto. No podemos conformarnos con culpar a «la cultura». Nosotros somos la
cultura.
La renuncia a cultivar esa atracción por la verdad no es solo una abdicación de
nuestros deberes con Dios, también con los demás. Al contribuir a crear una cultura que
trata de inventarse su propia verdad, dificultamos a otros que encuentren lo real, y el
resultado es muy dañino, porque nacen subculturas del engaño en áreas de nuestra
sociedad en las que la honestidad sería lo más importante.
A pesar de la pérdida de reputación de otras instituciones, el estamento militar de
Estados Unidos sigue siendo una de las más fiables. Sin embargo, un informe de una
revista académica del ejército sugiere que también allí existe la cultura de la
insinceridad. Este artículo expone una tesis llamativamente similar a la de Peck:

La insinceridad es sorprendentemente común entre los militares


norteamericanos, aunque sus miembros odien reconocerlo. Es más, gran parte del
engaño y la deshonestidad que suceden en la profesión armada son fomentados y
respaldados por la institución militar. De ahí surge una profesión cuyos miembros,
con frecuencia, difunden y exhiben una falsa sensación de integridad, que evita
que se atajen –e incluso que se reconozcan– la hipocresía y el engaño entre sus
filas[15].

Los autores del informe se encontraron con una cultura en la que «es literalmente
imposible cumplir con todos los requisitos y, al mismo tiempo, reconocer que no se ha
llegado a ese nivel casi nunca es una opción viable»[16]. En lugar de poner en juego su
reputación, los oficiales dan rutinariamente el visto bueno a tareas incompletas o mal
acabadas. «Como resultado, la firma y la palabra de un oficial se han convertido para
muchos en herramientas para moverse por la burocracia militar, y no en símbolos de
integridad y honestidad»[17].
El patrón no se aplica solo a los militares. La misma Iglesia, en su dimensión
institucional, sufre una larga lista de problemas. Lo que señala el informe es cómo una

87
cultura del engaño genera metástasis, desde las concesiones individuales con la verdad,
hasta la infección de un organismo al completo, incluso si este se levanta,
explícitamente, sobre el honor. La verdad es secundaria frente al arribismo y la
apariencia de perfección.
Algo similar ocurre con la educación, donde una sucesión de escándalos recientes
por copiar en los exámenes o inflar las notas ha puesto en evidencia que, para muchos
alumnos –e incluso para sus profesores– la verdad solo es importante si ayuda a avanzar.
Los estudiantes engañan desde hace milenios, y no es una novedad. Pero hoy, en
América, el 75% de los alumnos de secundaria reconoce hacer trampas con los
deberes[18]. Y el problema abarca mucho más que al colegio.
Lo más curioso de la mentira académica actual es que ha cambiado, de ser fruto de la
desesperación a convertirse en un modo de mantenerse en la élite. Antes, el prototipo de
alumno que copiaba era un estudiante con dificultades que miraba de reojo las respuestas
del primero de la clase. Pero, a causa de la proliferación de la mentira y de lo que se
pone en juego con los logros académicos, el nuevo copión «típico» es un estudiante de
éxito, ansioso por seguir entre los más destacados de su clase para lograr una plaza en la
universidad[19].
Un alumno de instituto de California capta bien, no solo la mentalidad del tramposo,
sino un hecho fundamental de la actual vida en nuestro país: «Hay una gran presión por
tener un buen trabajo, y para conseguirlo hay que ir a un buen colegio, y para ir a un
buen colegio hay que sacar buenas notas, y para sacar buenas notas hay que copiar».
Obsérvese el uso de la expresión «hay que»: el estudiante ignora su propia participación,
y culpa a una cultura que le exige que copie. Es una mentira verosímil, tanto para el
entrevistador como para sí mismo, pero no deja de ser falso. La cultura del engaño es, en
parte, fruto de la libre elección de los alumnos que deciden copiar.
Dicho esto, sería poco inteligente acusar solo a los jóvenes de la mentira en las
escuelas. La feroz competitividad académica –o al menos la competencia por entrar en
los colegios «adecuados»– presiona enormemente a personas que acaban de dejar atrás la
niñez. La combinación de lo que está en juego y del mensaje implícito de que la
honestidad puede dejarse de lado temporalmente para contribuir a un objetivo vital tan
importante como el éxito económico a largo plazo casi asegura una cultura de la mentira.
La presión comienza muchas veces en la propia familia, y hay pruebas que sugieren que
se copia, en gran parte, por satisfacer a los padres[20]. En numerosos hogares
norteamericanos la cultura familiar –no esa gran sociedad malvada y sin alma de ahí
fuera, sino los valores que se transmiten de padres a hijos– coloca el éxito por encima de
la honradez. Cuando los padres, por ejemplo, van de un médico a otro para conseguir
que alguno diagnostique a su hijo trastorno por déficit de atención, logrando así que les
asignen más tiempo para terminar los exámenes, «no cuesta mucho ver la forma en la

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que se envía un mensaje claro»[21].
Las finanzas, las grandes corporaciones, los medios de masas, las instituciones
religiosas, el deporte, las facultades de derecho: cada cual tiene sus escándalos. Pero en
casi todos esos casos el patrón es parecido: la verdad se ajusta o se interpreta, se ignora o
se disculpa para obtener resultados aparentemente urgentes. Y el engaño, entonces, se
extiende y se afianza como una mala hierba.

***

Preocuparse por el lenguaje, escribió Marilyn Chandler McEntyre, es un asunto


moral. «Cuidarnos los unos a los otros no puede desligarse totalmente de cuidar las
palabras. Las palabras se nos confían como una herramienta para la vida en común, nos
ayudan a sobrevivir y nos guían y protegen entre nosotros»[22]. Por eso el liderazgo
honesto es una de las cualidades más admiradas por los colegas. A nadie le gusta
escuchar críticas o malas noticias, pero las personas, una y otra vez, escogen la verdad
antes que una serie de mentiras que terminan en sorpresas desagradables.
Para McEntyre, el lenguaje es un recurso autosuficiente y, como cualquier otro
recurso, «puede derrocharse, contaminarse, polucionarse, desgastarse o estimularse
artificialmente. Como cualquier otro recurso, precisa de la protección de aquellos que
reconocen su valor y se empeñan en custodiarlo»[23].
Merece la pena tenerlo en cuenta al responder a la pregunta, tan actual como cínica,
de Poncio Pilato: «¿Y qué es la verdad?» (Jn 18, 38). La palabra «verdad» (veritas en
latín) procede en inglés del antiguo sajón, para el que significaba fiable, constante, digno
de confianza. En origen, tal vez procediese de la palabra indoeuropea para designar a un
bosque o a un árbol, «con un vínculo semántico con la firmeza o solidez de un roble, u
otro árbol parecido»[24]. La idea de que «verdad» implica que algo es «consistente con
un hecho» data de una fecha lejana, y fue adquiriendo un significado añadido de real,
genuino, preciso o correcto a lo largo de los siglos.
Para los cristianos, por supuesto, la verdad es una Persona. Como dijo Jesús, «Yo soy
el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6), palabra de Dios encarnada. Y Dios, fuente y
sostén de todo lo real, no puede mentir. Esta es la esencia de nuestra fe.
En su sentido corriente, «verdad» significa conformidad entre lo que decimos y
oímos y la realidad de las cosas, no solo material o cuantificable, aunque sin excluir
nunca estos aspectos. Cuando decimos la verdad, somos fieles a los hechos tal y como
los conocemos, nos gusten o no. No podemos sustraernos a nuestro punto de vista, pero
somos sinceros cuando realizamos un esfuerzo por presentar los hechos con justicia y
precisión, respetando los derechos de los que nos escuchan, aunque no nos caigan bien.
Eso es decir la verdad, y por eso las palabras son preciosas, ya que pueden servir a esta
tarea o subvertirla.

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El pasado ha sido un mal siglo para las palabras. El lenguaje ha rectificado fronteras,
neutralizado a elementos antisociales, pacificado aldeas, liquidado enemigos del pueblo,
reasentado a los judíos, limpiado a minorías étnicas y religiosas y lamentado daños
colaterales en combate, todo ello a escala industrial.
Las palabras blanqueadas y los lemas vacíos, apuntó George Orwell, son las
obscenidades políticas de nuestra era. La elusión y los sobreentendidos confunden al
oyente, y corrompen al que los utiliza. El lenguaje deshonesto no solo refleja un espíritu
falso, también lo alimenta, y lleva a más ideas mendaces, más mentiras y más actos
corruptos. ¿Cuál es el resultado? «En nuestra época», afirmó Orwell, célebremente, «el
discurso político, hablado y escrito, es en gran medida una defensa de lo indefendible.
Cuando hay una brecha entre los objetivos declarados y los manifestados», entonces se
recurre a «las palabras largas y las expresiones manidas, como un calamar que expulsa
tinta»[25].
Orwell, que era socialista, combatió en la Guerra Civil española, y fue un crítico
ácido de la Iglesia, pero, en varios sentidos, fue honesto. Observó de primera mano y
denunció la «ayuda» soviética a la República, que consistió en gran medida en castigar o
asesinar a otras fuerzas de izquierda no comunistas. Lo que no vio, pero también habría
desdeñado, fue a los periodistas americanos políticamente comprometidos, como Martha
Gellhorn y Ernest Hemingway, y a fotógrafos como Robert Capa, que cubrieron la
guerra según sus preferencias, con la verdad o sin ella, y que «estaban dispuestos a
manipular la realidad que presenciaban para producir algo –una fotografía, una
grabación, una noticia– que ayudase a la causa en la que creían (…) dejando de lado, sin
ser conscientes, los aspectos más delicados de la verdad»[26].
Más tarde, en el punto álgido de la Guerra Fría, y de su sistemática degradación de la
verdad por motivos ideológicos, el filósofo y crítico George Steiner escribió:

Los idiomas disponen de enormes reservas de vida. Pueden absorber masas


enteras de histeria, analfabetismo y baratijas. Pero llega un punto de inflexión.
Utiliza un idioma para diseñar, organizar y justificar el campo de concentración de
Belsen; utilízalo para redactar las instrucciones de una cámara de gas; utilízalo
para deshumanizar al hombre durante 12 años de brutalidad calculada. Algo le
sucederá (…). Parte de las mentiras y el sadismo se depositará en el núcleo de ese
lenguaje[27].

La mentira adopta muchas formas, algunas conmovedoras, otras simples omisiones


de fuentes o de hechos inconvenientes, pero todas ellas violentas. El filósofo católico
Joseph Pieper lo resumió diciendo que «el abuso del poder político está relacionado
fundamentalmente con un abuso sofisticado de la palabra». La degradación del hombre
por el hombre y la violencia física sistemática contra los seres humanos comienzan

90
cuando «las palabras pierden su dignidad», porque «a través de la palabra se alcanza lo
que no puede realizarse de otro modo, esto es, la comunicación basada en la
realidad»[28].
La «comunicación basada en la realidad» nos conduce a la industria informativa y,
también allí, los resultados no son muy halagüeños. La mentira, pura y simple, aparece
en los informativos estadounidenses, desde luego. Jayson Blair en el New York Times,
Stephen Glass en el New Republic y Janet Cooke en el Washington Post son solo los
casos recientes más destacados, al igual que el del presentador de la NBC Brian
Williams, y sus «errores» con los hechos´[*].
Sin embargo, más común que lo anterior es el prejuicio crónico en las reuniones de
redacción a la hora de presentar determinadas noticias. Por citar un ejemplo entre
muchos, se da por sentado que la Planet Parenthood es buena, y los que filmaron su
cinismo, su afán de lucro y sus bárbaras prácticas son, de entrada, malos. O los términos
relacionados con el «derecho al aborto», frecuentes en las noticias, y en los que resuena
el familiar tono orwelliano, que para evitar una realidad incómoda –asesinar a un niño en
el útero– la denominan de otra forma. Así transforman las palabras mágicas la esencia
del universo.
Lo mismo sucede en política. El candidato a la Casa Blanca en las elecciones de
2008 basó su campaña en promesas atractivas de esperanza, cambio y unidad nacional,
pero la realidad que ofreció durante ocho años fue bien distinta: un liderazgo narcisista,
agresivamente secularizado, ideológicamente controvertido, reluctante al compromiso,
incapaz de asumir la responsabilidad por sus fallos y generoso al repartir las culpas.
Mucho antes que Orwell, Steiner y Pieper, el profeta Jeremías ya advirtió que todos,
bajo la combinación adecuada de presión y tentación, tenemos un corazón que puede ser
«engañoso por encima de todas las cosas, y perverso» (17, 9). Con demasiada frecuencia
en el mundo real, tal y como apuntó un profesor citando a Pascal, «“odiamos la verdad, y
la gente nos la oculta; queremos que nos adulen, y nos adulan; queremos que nos
engañen, y nos engañan”. Los engaños que parece que nos gustan más son los que nos
confortan, nos aíslan, nos legitiman y nos ofrecen excusas perfectas para no actuar»[29].
Cada engaño es un viaje a la irrealidad, que puede resultar un lugar muy placentero, pero
que es también una droga que produce una resaca muy fea. Para una persona, aficionarse
es trágico. Para un pueblo, es letal.
Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres, dice el evangelio de Juan (8, 32).
No hay justicia, ni belleza, ni bondad sin verdad, porque la verdad es la voz de la
auténtica realidad de Dios y medida de esa misma realidad. Sin ella, la «justicia» es una
ecuación humana, basada en el poder y en la voluntad arbitraria. Fuimos creados para
algo más elevado: para ser las criaturas que comparten la gloria del mismo Dios. La
libertad es el dominio de uno mismo para conocer y hacer el bien, que nos permite

91
permanecer en pie ante el juicio y el amor de Dios.
Por este motivo, la gran escritora católica americana Flannery O’Connor dijo que la
verdad no solo nos hace libres, sino que también nos hace raros. En un mundo de
hipérboles, duplicidad, ocultación de los hechos y manipulación, hablar con franqueza y
vivir con honestidad obedeciendo a Jesucristo es una conducta anormal. Y el coste de ser
sus discípulos –pero también la recompensa– puede ser altísimo.

[*] El autor alude a varios periodistas estadounidenses famosos por plagiar noticias y
reportajes, inventárselos o manipularlos. Cooke llegó a obtener el Pulitzer en 1981, pero
lo devolvió al destaparse el escándalo (N. del T.).

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7. OSCURIDAD A MEDIODÍA

Y Dios dijo: «Hágase la luz», y la luz se hizo.


Y vio Dios que la luz era buena,
y separó Dios la luz de la oscuridad.

Gn 1, 3-4

La luz es el inicio de la creación: hace crecer el alimento, nos ayuda a ver y nos
calienta el rostro en verano.
La oscuridad es bien distinta. En la Escritura, la «oscuridad exterior» es un sitio que
se evita. La oscuridad, a pesar de estar cargada de silencio, aromas y aventuras, también
puede estar plagada de carnívoros, hecho que se grabó pronto en la memoria de nuestra
especie. Dicho sencillamente: la luz es buena y la oscuridad, no. Así, los modernos
hablan de la Edad Oscura y del Siglo de las Luces, de la luminosidad de la razón y de la
oscuridad de la ignorancia. Cuesta imaginar que alguien las confunda, pero –en las
circunstancias adecuadas– puede ocurrir cualquier cosa.
He aquí un ejemplo. Es de noche, y caminamos por un pasillo. La iluminación es
intensa, así que entrecerramos los ojos. De pronto se va la luz y, durante unos instantes,
nos cegamos. Al fin y al cabo, estamos a oscuras. Pero justo cuando nos acostumbramos
a la oscuridad, vuelve la luz. Y de nuevo entrecerramos los ojos. El paso de la luz a la
oscuridad total, y de nuevo a la luz, es una experiencia claramente consciente.
Ahora imaginemos que caminamos por el mismo pasillo. En esta ocasión, las luces
se van apagando poco a poco. Apenas nos damos cuenta. Al llegar al final, la oscuridad
es tan absoluta que apenas vemos los letreros en las paredes. Pero el cambio ha sido
gradual, la luz se ha desvanecido poco a poco, y los humanos nos adaptamos bien.
Podemos amoldarnos a la situación y, de hecho, podríamos sobrevivir en la oscuridad
largo tiempo si fuese preciso, o si quisiésemos. Podemos aprender incluso a preferirlo.
Como los Morlocks.
Se podría decir que esta es la historia de los últimos 300 años. No la historia del
mundo, sino la de nuestro mundo, el occidental, el que ha dado forma a la época
moderna y al que llamamos nuestro. Avancemos:
Tras la virtud, obra cumbre del filósofo Alasdair MacIntyre, comienza con un

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experimento contundente. Imaginemos un mundo en el que un desastre imprevisto y
catastrófico ha arrasado el medio ambiente. Los supervivientes acusan a la ciencia, y las
masas linchan a los científicos. Se queman libros, se destrozan herramientas y los
laboratorios y redes informáticas se reducen a escombros. Se prohíbe la práctica y la
enseñanza de la ciencia, e incluso se ataca su memoria y, cuando es posible, se erradica.
Pasa el tiempo y, finalmente, algunas personalidades ilustradas tratan de resucitar la
ciencia. Pero solo pueden hacerlo a partir de fragmentos: recuerdos vagos, teorías
parciales y retazos de un cuerpo orgánico más amplio de conocimiento, ya perdido. Los
nuevos científicos, no obstante, prosiguen en su empeño. Hablan entre ellos, y van
obteniendo resultados. Aunque utilizan los mismos términos que la antigua ciencia –
neutrino, masa, velocidad, etc.–, no terminan de comprenderlos. También confrontan
ideas, compatibles e incompatibles, sobre cómo era la antigua ciencia y su significado, y
sobre cómo debería ser la nueva. Comparten un vocabulario común, pero las mismas
palabras significan cosas distintas. El resultado es el desorden, un desorden que no se
puede resolver, ni siquiera reconocer, porque nadie posee el antiguo corpus de
conocimiento, perdido para siempre.
Para MacIntyre, la moraleja es sencilla. Hoy, «en el mundo real en el que vivimos»,
escribe, «el lenguaje de la moral se encuentra en ese mismo estado de desorden grave
que el lenguaje de las ciencias naturales» del planeta de ficción. «Seguimos empleando
muchas expresiones fundamentales» de la moral tradicional, pero «hemos perdido la
comprensión –en gran medida, si no por completo–, tanto teórica como práctica de la
moral»[1]. En efecto, «el lenguaje y la apariencia de moralidad persisten, incluso aunque
la sustancia integral de la moral se haya fragmentado en gran parte, y en algunos casos
destruido»[2].
Esto significa que los conflictos morales que permean los debates políticos públicos
serán interminables e irresolubles, porque nuestra cultura ya no tiene una forma
mutuamente aceptada y racional de alcanzar acuerdos morales. La respuesta de los
estados liberales –incluido el nuestro– a estas discusiones recurrentes es la de trasladar la
moralidad a la esfera privada. Pero esta actuación del gobierno es, en sí misma, un juicio
de valor, un acto cargado de sentido moral, disfrazado de neutralidad. Toda ley y toda
política pública encarnan la idea de alguien sobre lo que se debería hacer, incluida la
noción de que se «deberían» mantener las creencias morales personales alejadas del
debate público.
La presunción que subyace al discurso público actual es que hechos y valores son
radicalmente distintos. «El avión se estrelló» es el enunciado de un hecho, y, por lo
tanto, «real». Las pruebas del choque son tangibles, y nadie puede discutir con los restos.
Por su parte, «no hay que matar a los discapacitados» es un enunciado de valor. Expresa
una opinión y un sentimiento y, siguiendo la misma lógica, no es «real» o «verdadero»

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en el mismo, y sólido, sentido. La importancia de la protección a los discapacitados es
una postura admirable y ampliamente compartida: desde luego, esto es evidente. Pero
alguien podría no estar de acuerdo, argumentando que los discapacitados son un
derroche de recursos, y que nos iría mejor sin ellos. Hubo gente que pensó así en
Alemania en el siglo pasado, con un gran impacto.
Desde luego, para la mayoría, asesinar a los discapacitados, dejar que los pobres
mueran de hambre o atacar deliberadamente a civiles durante una guerra son ideas
espantosas, crímenes contra la humanidad. Sin embargo, aparentemente, destruir el
cerebro de un niño no nacido o comerciar con sus órganos no es tan espantoso. Puede ser
incluso «bueno», porque, al fin y al cabo, ya lo estamos haciendo. No solo lo hacemos,
sino que construimos una fortaleza de cháchara moralizante a su alrededor, hablando de
derechos reproductivos, para protegerlo y bendecirlo.
Esta es la clase de obscenidad que se obtiene al reducir la política nacional a un
choque de valores supuestamente equivalentes, que enmascara en realidad una
transferencia de poder, de las tradiciones probadas de sabiduría moral a aquel que
controle mejor los medios, los tribunales, el Congreso y la Casa Blanca. Por este motivo,
MacIntyre nos advirtió que los bárbaros de hoy «no están esperando detrás de las
fronteras: nos han estado gobernando desde hace tiempo. Y nuestra falta de conciencia
de que esto es así constituye parte del problema»[3].

***

Tras la virtud es un libro provocador, no apto para el lector ocasional. Pero, si


queremos comprendernos como nación, no debemos pasar por alto algunas de sus ideas
clave. Como ya se ha visto, América es hija del espíritu bíblico y del ilustrado, cuyas
raíces están entrelazadas, y se remontan a mucho tiempo atrás.
La Europa medieval, precedente de los tiempos modernos, fue producto del
pensamiento clásico y cristiano. Aristóteles, el antiguo filósofo griego, jugó un papel
decisivo en su configuración. Para este pensador, todo, incluido el hombre, poseía una
naturaleza o un propósito inherente. La vida se vive bien cuando se actúa de acuerdo con
esa naturaleza, y «la relación del hombre con la buena vida es análoga a la del arpista
con tocar el arpa»[4]. Así como los aprendices se esfuerzan con la práctica para
interpretar música de la forma más bella, el hombre cultiva las virtudes –el valor, la
justicia, la misericordia, la humilidad– para llegar a ser más verdaderamente humano.
En la tradición clásica, ser humano supone cumplir determinadas funciones, cada una
con su propio fin: marido, mujer, padre, madre, soldado, filósofo, ciudadano, siervo de
Dios. Cuando «se piensa en el hombre como un individuo, anterior a su papel y separado
de este», la misma idea de hombre deja de ser un concepto con sentido y con
finalidad[5]. En otras palabras: para Aristóteles, ser humano no es una cuestión de

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imaginación, sino que depende de la red de conexiones personales y de
responsabilidades que tejemos.
Aristóteles proporcionó a santo Tomás de Aquino las herramientas para articular una
civilización medieval cristiana que combinaba razón y fe bíblica. Para los cristianos, el
hombre tiene un propósito, revelado por la Escritura, que coloca los cimientos sobre los
que la razón edifica. Hemos sido creados para conocer, amar y servir a Dios en este
mundo. También hemos sido hechos para ser felices con Él en el venidero, para mostrar
nuestro amor a los demás y para custodiar el mundo, puesto a nuestro cuidado. Dios es el
Autor y el sostenedor de la creación, y por lo tanto todo en la naturaleza es un don, con
un significado dado por Dios previo a cualquier intervención humana.
El hombre, aunque es parte de esa creación, está dotado de una especial dignidad.
Cada ser humano es un agente moral libre, responsable de sus elecciones y acciones
personales. Pero nadie existe aisladamente, sino que cada uno es un actor en una
narración divina más amplia, y recibe también su forma por medio de las relaciones
sociales y los deberes hacia los demás. Por este motivo, el fin del conocimiento es
comprender, admirar y custodiar el planeta, y ennoblecer a los que lo comparten, dando
así gloria a Dios. Como explica Tras la virtud, los intelectuales ilustrados del siglo
XVIII eran distintos, y generalizar sobre sus creencias sería arriesgado. Pero la mayoría
trató de mantener una moralidad de inspiración cristiana, purificada de supersticiones y
basada en la razón. También trataron de descartar todo estudio de la naturaleza basado en
Aristóteles o en santo Tomás. Para la Ilustración, la naturaleza era simplemente materia
prima, sin ningún propósito superior, y era el hombre el que le daba significado al
utilizarla en su provecho. Por lo tanto, el fin del conocimiento era la obtención de
resultados prácticos, y el hombre no era un personaje en una historia divina más amplia,
sino un individuo soberano que creaba la suya propia.
MacIntyre muestra que la Ilustración trató de conservar el contenido moral del
cristianismo eliminando su base religiosa, algo que no puede funcionar: el fundamento
bíblico no se puede desgajar sin socavar todo el sistema moral. Cualquier intento de
elaborar un sistema de sustitución ha padecido incoherencias, sin importar lo razonable
que pareciese. Y las malas ideas tienen consecuencias. La confusión moral que ha
resultado está presente en cada rincón de nuestra vida ordinaria.
Dicho simplemente: una vez que se pierde el propósito superior y el modelo de
conducta humana, los juicios morales no son más que opiniones personales. En una
nación de individuos soberanos no hay una opinión inherentemente mejor que otra. Todo
desacuerdo moral se vuelve irresoluble desde el punto de vista de la razón, porque no
hay principios fundamentales compartidos.
Esta confusión poscristiana –que MacIntyre denomina «emotivismo»– es la que
configura la vida pública en Occidente. En este medio, el fin del discurso moral, escribe,

96
«[se convierte] en un intento de una voluntad por alinear las actitudes, sentimientos,
preferencias y elecciones de los demás con las suyas», y los demás se convierten en
instrumentos para ser dominados y utilizados. Son medios para alcanzar nuestros fines, y
no fines en sí mismos[6]. Como resultado, la mayoría de los debates morales sobre
políticas públicas jamás se aproximan a la verdad, en ningún campo. Son simples
ejercicios de manipulación o, en palabras de MacIntyre,

[cada uno de nosotros] ha aprendido a verse como un agente moral autónomo,


pero también nos encontramos envueltos en formas de comportamiento, estético o
burocrático, que nos sumergen en relaciones manipuladoras. Buscando proteger
esa autonomía, que hemos aprendido a primar, aspiramos a no ser manipulados
por otros; buscando encarnar nuestros principios y posiciones en la práctica, no
encontramos otra forma de hacerlo que dirigir hacia los demás esas mismas
relaciones manipuladoras que aspirábamos a confrontar en nuestro caso. La
incoherencia entre actitudes y experiencias surge del incoherente esquema
conceptual [nacido de la Ilustración] que hemos heredado[7].

Para MacIntyre, esa incoherencia explica tres males crónicos de la vida pública: la
apelación a los derechos, la inclinación a protestar y las ganas de desenmascarar al resto.
Los agraviados exigen sus derechos, que suponen evidentes aunque no exista ningún
terreno común de acuerdo sobre ellos. Protestan frente al ataque a esos derechos que
suponen las estructuras opresivas y los grupos rivales, y tratan de desenmascarar los
planes malvados de sus oponentes, alimentando con esto un espíritu de indignación y
victimismo en la cultura.
En un mundo de individualidades pendencieras, la misión del gobierno es gestionar
los conflictos y, al no haber autoridad moral superior a la que apelar, este estado
aparentemente neutral se convierte en el árbitro de anhelos y libertades, justificado por
su propia efectividad. Esta efectividad exige, como apunta MacIntyre, una nueva clase
de gestores expertos:

El gobierno insiste una y otra vez en que son sus funcionarios los que poseen
esa clase de educación que les cualifica como expertos, y llama a servir en sus
filas, también cada vez más, a aquellos que se denominan a sí mismos expertos. El
estado se convierte en una jerarquía de gestores burocráticos, que justifican su
intervención en la sociedad alegando disponer de recursos y competencias de las
que el ciudadano carece[8].

No importa que, en la práctica, muchos de esos gestores expertos del gobierno sean
incompetentes. La burocracia, por su tamaño laberíntico, interfiere en su propia

97
rendición de cuentas. La política de las sociedades modernas bascula entre los extremos
de la permisividad personal y las «formas de control colectivo diseñadas únicamente
para limitar la anarquía del interés propio. Así pues, en la sociedad en la que [los
norteamericanos, entre otros] viven, la burocracia y el individualismo son a la vez socios
y antagonistas». Están atrapados en un abrazo, «y en este clima cultural de
individualismo burocrático el yo emotivista se encuentra como en casa»[9].
La gestión de una sociedad de yoes emotivistas en liza, por supuesto, requiere dos
cualidades de los líderes políticos: la pretensión de neutralidad en los valores y la
realidad de sus habilidades para la manipulación.

***

El mundo que describe Tras la virtud se muestra en al menos cinco características


principales de la actual cultura norteamericana, que se refuerzan entre sí, y que tienen
una gran influencia en nuestra vida en común.[10]
La primera es el papel de las ciencias sociales (demografía, antropología, ciencias
políticas y materias similares). Los padres protestan con frecuencia porque consideran
que la élite educativa se aprovecha de las aulas y abusa de sus hijos, predicándoles las
nuevas ortodoxias morales en un amplio abanico de asuntos, como la identidad de
género. Tribunales y abogados imponen esa ortodoxia, pero son las ciencias sociales las
que han ayudado a crearlas. Entre los científicos, los dedicados a las ciencias sociales
tienden a ser los menos religiosos, aunque existen excepciones, como las de Christian
Smith y Mark Regnerus, ambos académicos reconocidos y cristianos comprometidos, y
muchos otros. Pero, como conjunto de disciplinas, las ciencias sociales tienden a reflejar
el pensamiento ateo o agnóstico, empeñadas en una modalidad muy concreta de reforma
social. No debería sorprendernos: por su propia naturaleza, estas ciencias convierten a la
persona humana en un objeto, analizándola como un espécimen –y desacralizándola en
el proceso–. Tratan de identificar y aplicar leyes científicas a la conducta humana para
entenderla (y controlarla) mejor, dando por sentada su existencia. No es casualidad que
la industria del juego haya empleado a psicólogos conductistas para incrementar
enormemente sus beneficios: los casinos, y una nueva generación de tragaperras, se
diseñan deliberadamente para causar «adicción por diseño» en los jugadores que las
utilizan, con un modelo económico que se está expandiendo a otras industrias[11].
Las ciencias sociales también tienden a considerar la religión una creación de la
imaginación humana, proyección meramente mental de esperanzas y necesidades, como
reflejan claramente la psicología freudiana y la obra de Auguste Comte, padre de la
sociología.
Esta última disciplina proporciona un buen ejemplo. Según Christian Smith, «los
sociólogos son desproporcionadamente más irreligiosos que el resto de los

98
norteamericanos. Gran parte de esta ciencia se dedica a mostrar que el mundo cotidiano,
tal y como lo percibe la mayoría de la gente, no es la realidad. En resumen, a desmontar
las apariencias»[12].
Y sigue:

La sociología americana, como empeño colectivo, se dedica en cuerpo y alma


al proyecto visionario de alcanzar la emancipación, igualdad y afirmación moral
de todos los seres humanos como agentes individuales autónomos y autodirigidos,
que [deberían] vivir sus vidas como deseen personalmente, construyendo las
identidades que prefieran, entrando y saliendo de relaciones a su elección, y
disfrutando también de las gratificaciones de la experiencia material y los placeres
corporales[13].

En la práctica son muchas las fuerzas que dan forma a la sociología estadounidense,
desde el progresismo ilustrado hasta la tradición marxista, incluyendo el movimiento
progresista reformador de comienzos del siglo XX o el pragmatismo de John Dewey.
También aparecen la cultura de la terapia, la lucha por los derechos civiles, la
organización comunitaria, la revolución sexual de los 60 y el activismo LGTB[14].
La importancia de todo esto radica en que, en una sociedad secular, las ciencias
sociales –sobre todo la psicología y la sociología– operan como un nuevo
sacerdocio[15]. Tal y como afirman sus críticos, estas ciencias son en realidad
narraciones camufladas, y no ciencias, y carecen del rigor y la credibilidad de las
naturales, como la física y la química. Sin embargo, disponen de una serie de
herramientas para afrontar problemas sociales que generan estadísticas muy útiles, y que,
en manos de sus expertos, parecen poseer peso moral y demostrar cuestiones disputadas.
Como explicó Alisdair MacIntyre, uno de sus efectos es el control social que
«respalda la autoridad burocrática»[16]. Para el historiador Christopher Lasch, «el estado
no solo controla el cuerpo del individuo, también tanto de su espíritu como puede; no
solo su vida exterior, sino también la interior; no solo la esfera pública, también los
rincones más oscuros de la vida privada, antiguamente inaccesibles a la dominación
política»[17].
Una segunda clave de la cultura es el papel de la educación. Un buen amigo,
reconocido economista en una universidad de prestigio, también es el director del
proceso de admisión de un exclusivo programa de doctorado en su área. Cuando le
preguntaron, en una ocasión, qué era lo que más valoraba en los candidatos, respondió
que «una licenciatura en Clásicas». Desde luego, Homero y Virgilio tienen poco que ver
con la teoría de la deuda y la deflación, pero el razonamiento de mi amigo no carecía de
inteligencia.
Dado que la economía es una ciencia humana (social), sus teóricos deberían tener

99
una idea de cómo ser humanos, antes de especializarse. La formación en los clásicos, o
en cualquier otra rama de las humanidades, es una inmersión en la belleza y el
conocimiento, sin otra utilidad que la de ensanchar el alma. Ese logro –ennoblecer el
alma, agrandar el espíritu humano para admirar la herencia de la excelencia y amar las
cosas por sí mismas– es algo que ninguna habilidad técnica puede alcanzar.
«La educación liberal se preocupa por el alma del hombre, y, por lo tanto, es inútil, o
muy poco práctica, para las máquinas. Consiste en aprender a escuchar a las voces
débiles y lejanas y, por lo tanto, en volverse sordo a los altavoces»[18], escribió Leo
Strauss. La educación liberal –un conocimiento equilibrado de las humanidades, el arte,
la música, las matemáticas y las ciencias naturales– se encamina a formar a un adulto
maduro y «liberal»: liberal en el sentido original, que significa libre, opuesto al esclavo.
Para Strauss, «la educación liberal es el antídoto para los efectos corrosivos de la cultura
de masas y su tendencia inherente a no producir nada», excepto especialistas sin
perspectiva ni corazón[19].
Académicos como Anthony Esolen, Allan Bloom, Neil Postman, Matthew Crawford
y Alasdair MacIntyre, cada uno a su manera y por distintos motivos, han dicho cosas
muy similares. Para todos ellos, una buena educación, desde la guardería hasta la
licenciatura, pasa por que los estudiantes piensen y actúen como seres humanos
completos, maduros y comprometidos. En otras palabras, como personas de carácter y
adultas.
Así lo explica Matthew Crawford: «La educación exige cierta capacidad ascética,
pero es fundamentalmente erótica. Solo lo bello nos empuja fuera [de nuestro
ensimismamiento adictivo], para unirnos al mundo que está más allá de nuestra
cabeza»[20]. El dilema de esta vida posmoderna consiste en que no somos capaces de
ponernos de acuerdo en lo que es –o debería ser– un «ser humano» completo y maduro.
La fragmentación de la cultura es demasiado profunda, y las recientes luchas por
imponer la ideología de género en el currículum escolar, y por reescribir y politizar los
manuales de historia y educación cívica de tantos países lo demuestran, igual que el
conformismo intelectual «progresista» de muchas facultades.
Mientras tanto, aunque las habilidades de los estudiantes se hunden en las
comparativas globales, se pone cada vez más el acento en el desarrollo de las ciencias
(naturales, tecnología, ingeniería y matemáticas) desde la infancia. No tiene nada de
malo; la destreza técnica es parte importante de la vida moderna. Pero, como ya se ha
visto, la confianza de los estadounidenses en las promesas de la tecnología es tan sólida e
ingenua que se acaba convirtiendo en una falla de su carácter. Una educación verdadera
exige lecciones vitales más profundas que el mero adiestramiento de empleados y
gestores para ser subalternos en una economía avanzada.
Solemos olvidar que «todo lo que hacen los seres humanos para facilitar el manejo

100
de las redes de ordenadores, al mismo tiempo y por motivos distintos, facilita a las redes
de ordenadores que manejen a los seres humanos»[21]. También tendemos a pasar por
alto que nuestro sistema político, y también sus libertades, demandan un ciudadano
cultivado y comprometido, de una especie más antigua que el teclado del ordenador.
Una tercera característica de esta vida en común es el papel de las leyes, los
tribunales y la profesión legal. Como ya se ha visto, América es una nación inventada,
un contrato legal. Los norteamericanos no se vinculan ni por la sangre ni por los
antepasados. Somos un «pueblo» únicamente en el sentido de que compartimos lealtad
hacia una ley fundamental –la Constitución– y a las instituciones y procedimientos
públicos que esta ordena. Así, legisladores, tribunales y profesionales del derecho se
convierten en árbitros de la justicia, y la lealtad política, en algo provisional y poco
orgánico. En el mundo descrito en Tras la virtud, este efecto nos transforma a cada uno
en guerrilleros de un conflicto por saber qué es la justicia, a quién se le aplica, cuándo y
cómo.
«Lo raro de esta época», advierte el politólogo Robert Kraynak, «consiste en que una
fuerte pasión moral por la virtud de la justicia convive con una pérdida de confianza en
su fundamento, e incluso con la inclinación a socavarlo» por parte de intelectuales
seculares[22]. Y sigue:

El requisito crucial para la igualdad es asumir un concepto de la dignidad que


entienda que los seres humanos ostentan un estatus moral especial en el universo,
y que los individuos albergan una moral única que les permite exigir justicia.
Lo llamativo de nuestros días es que exige cada vez más justicia, mientras
desaparece su fundamento. En particular, se sustituye la creencia en el hombre
como una criatura hecha a imagen de Dios, o como un animal con alma racional,
por un materialismo científico que desestima todo lo que el hombre tiene de noble
y de especial, y por las doctrinas del relativismo, que deniegan la moralidad
objetiva en la que se afianza la dignidad humana[23].

En efecto, los intelectuales seculares viven del capital de las mismas creencias
religiosas que han rechazado. «La “fe” en la dignidad humana de estos pensadores»,
afirma Kraynak, en realidad es una pereza parasitaria y cómoda, que «les permite
adquirir compromisos moralmente respetables mientras se ahorran el esfuerzo de
establecer su fundamento, sea en el orden moral de la naturaleza o en el conocimiento
revelado de Dios»[24].
El problema de una idea tan relacionada con la justicia como la igualdad es que,
separada de otras virtudes públicas y redes de obligaciones, actúa como una apisonadora,
aplanando todo lo que se cruza en su camino. Cuando infecta las decisiones del Tribunal
Supremo, legaliza la intolerancia, como con el voto particular del juez Anthony Kennedy

101
en el caso Windsor. Al tumbar la ley nacional en defensa del matrimonio, Kennedy
sostuvo que, al conculcar una norma asentada en siglos de tradición moral, el Congreso
había actuado por un «simple deseo de hacer daño» motivado por la maldad. Nada que
ver con la voluntad de un pueblo y de sus representantes electos.
Ese desprecio a la voluntad de un pueblo y de sus representantes no se limita a los
tribunales. Los decretos legislativos y la normativa administrativa fueron las
herramientas preferidas de la administración Obama –y de otras anteriores–,
representando así un tipo de absolutismo enraizado en el monarquismo europeo. En
palabras de Philip Hamburger, prestigioso profesor de derecho de Columbia,

las normas administrativas esquivan prácticamente todos los procedimientos


garantizados por la Constitución. Obligan a los americanos a acatarlas, sin jueces,
sin jurados, sin fiscales, sin una protección efectiva contra la autoincriminación, y
así con todo. Las decisiones administrativas sustituyen a los procesos
inquisitoriales en el debido cumplimiento de la ley. No es una acusación en
abstracto: gran parte de los procedimientos administrativos antiguos parecen
extraídos de un proceso inquisitorial por vía civil. El desarrollo de normas
administrativas se convierte en una vía libre para evadir la Carta de Derechos.
En lugar de hablar de derecho administrativo, deberíamos denominarlo poder
administrativo; de hecho, es un poder absoluto o, más en concreto, extralegal. Así,
al menos, empezaríamos a reconocer el peligro[25].

La cuarta característica de esta cultura es la personalidad de nuestros nuevos líderes.


En abril de 2001, David Brooks describía a los alumnos de las universidades de mayor
prestigio en Estados Unidos como una «élite meritocrática» y, aunque se centraba en los
jóvenes de Princeton, observaba el mismo patrón en otros centros. Esta generación del
milenio es muy distinta de la de sus padres. Disciplinados, esforzados y bien educados,
apenas les interesa la política, respetan la autoridad, se entregan con generosidad al
servicio comunitario, son optimistas ante el futuro y les motiva, fundamentalmente,
alcanzar sus logros[26].
Privilegiados desde el nacimiento, vivieron un momento sin igual. No tenían
recuerdos de Vietnam ni de los profundos conflictos sociales. La Guerra Fría había
terminado, y la habíamos ganado nosotros. La prosperidad iba en aumento, Estados
Unidos era la única superpotencia, y las posibilidades de éxito individual eran enormes.
Para Brooks, eran estudiantes abiertos, sensatos y muy agradables. Lo que le inquietaba
eran sus carencias.
Carecen de algo básico, que para sus antecesores en las universidades de élite había
sido evidente: asuntos más vitales incluso que el éxito material. Asuntos como el sentido
del deber y de la seriedad moral, la desconfianza hacia el lujo, «un sistema moral

102
concreto y articulado», y una cierta comprensión de que «la vida es una misión noble, y
una guerra perpetua contra el pecado, y que las elecciones tienen consecuencias, no solo
a la hora de conseguir un empleo o de ser admitido en una facultad, sino en la gran
batalla entre la luz y la oscuridad»[27].
Cinco meses después de la publicación del artículo de Brooks, las Torres Gemelas
fueron destruidas, y a continuación comenzaron las guerras de Irak y Afganistán. En
2008 ocurrió lo mismo con el hundimiento económico global. El mundo cambió, y los
tiempos, más difíciles, crearon una nueva atmósfera. Lo que se puede encontrar hoy en
estas universidades, según un antiguo profesor de Yale, es un «sistema que manufactura
estudiantes inteligentes y motivados, sí, pero también ansiosos, tímidos y desorientados,
con escasa curiosidad intelectual y sin un propósito definido, atrapados en la burbuja de
sus privilegios, caminando sumisamente en la misma dirección, muy buenos en lo que
hacen pero sin tener ni idea de por qué lo hacen»[28].
¿Qué ocurre con los alumnos de otros centros menos privilegiados? El profesor de
Villanova Mark Shiffman, al comparar a sus propios alumnos más dotados con los que
describió David Brooks trece años antes, se quedó sorprendido, no por su falta de
curiosidad, sino por su miedo:

Cuando el chico que se sienta a mi lado en el pupitre puede superarme,


dejándome fuera de la senda de la seguridad económica, entonces la esperanza de
triunfar juntos cede el paso al miedo de ser yo el que caiga. Cuando el fantasma de
una prosperidad decreciente aumenta la competencia por las escasas
oportunidades, y provoca la duda de si vivirán mejor que sus padres, ese miedo se
intensifica. El temor se ha convertido en una condición patológica, en una
necesidad desesperada por tener el futuro bajo control. En las facultades y
universidades se busca una terapia de logros acumulados, junto con un camino
hacia el éxito claramente señalado[29].

La universidad no es barata y, mientras se incrementa su coste y el modelo de terapia


para el éxito fracasa, el miedo que sufren muchos jóvenes se vuelve más profundo. Este
temor, unido a la carencia de una visión moral de la vida universitaria coherente y
exigente, contribuye a fomentar esa confusión, ira, hipersensibilidad y espíritu agraviado
tan común en la vida de los alumnos.
Todo esto nos lleva a la quinta y definitiva característica de la vida en nuestro país.
Pero antes, un poco de contexto.

***

William Wilson, informático de San Francisco, escribió en 2016, hablando de la

103
persistencia del fraude en las publicaciones científicas, que, «cuando una disciplina antes
ascética obtiene una cierta cantidad de influencia [política], corre el riesgo de verse
desbordada por oportunistas y charlatanes, sea la Academia Nacional de Ciencias o la
abadía de Cluny».
En realidad, las tonterías biensonantes de los oportunistas pueden infectar cualquier
elemento de la sociedad, no solo la ciencia. Y ese pensamiento basura –desde la
reescritura de la historia hasta la invención de nuevas narrativas de la opresión, pasando
por los estudios de sexo y género que tratan de probar lo imposible– es la forma que
tiene el intelecto de armarse para servir a objetivos políticos, especialmente el de
silenciar las visiones diferentes.
Las guerras culturales se disfrazan de diversidad de opiniones, incluyendo las que
hacen mayor ostentación de tolerancia, progresismo y educación. De hecho, en expresión
tomada del escritor francés Charles Péguy, jamás llegaremos a conocer los actos de
engaño y cobardía que se han cometido «motivados por el miedo a no parecer
suficientemente progresistas»[30].
La quinta característica de nuestra vida en común es la malicia envuelta en el
lenguaje de la tolerancia, la sensibilidad y los derechos. Se trata de un ansia por utilizar
el poder, no solo para alzarse con la victoria en el debate político, sino para humillar y
eliminar al disidente, incluso su recuerdo, y reformar la estructura orgánica de la
sociedad. Los ejemplos van desde lo curioso hasta lo denigrante, incluyendo los
esfuerzos por derribar monumentos públicos confederados en el Sur y los ataques
académicos «progresistas» contra el fundador Alexander Hamilton (famoso por el
musical homónimo de Broadway). También aparecerían aquí empresas como Apple o la
consultora Salesforce, que han atacado la legislación sobre libertad religiosa en varios
estados, y han «empleado amenazas económicas para ejercer más presión sobre las
políticas públicas de la que pueden realizar los votantes que participan en el proceso
democrático». Lo mismo ocurre con los intentos de modificar los libros de texto de
historia, los controvertidos esfuerzos de algunas entidades filantrópicas por «ajustar» la
democracia y los ácidos ataques póstumos contra líderes políticos no progresistas[31].
Hay más. En 2011, el gobierno de Obama cortó la financiación de los programas de
los obispos norteamericanos contra la trata de personas y a favor de migrantes y
refugiados, muy reconocidos en la lucha contra la explotación sexual. Como los obispos
se negaron a incluir el aborto y la contracepción dentro de los servicios de este
programa, el gobierno dejó de sufragarlo, y ese dinero se destinó a grupos menos
efectivos, pero más complacientes ideológicamente con la Casa Blanca.
Esta misma intolerancia ha marcado la lucha del gobierno por incluir el aborto y la
contracepción como parte del servicio nacional de salud. Se ha negado, con tenacidad, a
alcanzar un acuerdo razonable con las entidades religiosas, buscando deliberadamente

104
acabar con cualquier oposición, y provocando que el Wall Street Journal, en un irónico
editorial, renombrase a las Hermanitas de los Pobres como «Hermanitas del
Gobierno»[32].
Esta actitud de la Casa Blanca, insistiendo en los acuerdos y la unidad para hacerlos
después inviables, no es culpa de un solo partido. Tampoco es nueva, pero sí que lo son
su naturaleza y su alcance. En definitiva, a diferencia de lo que ocurría hace 50 años, y
en muchos otros momentos de incertidumbre nacional, el carácter del país es hoy
radicalmente distinto.
Para numerosos americanos, la vida pública se ha vuelto algo lejano, que apenas
ofrece una historia compartida o un objetivo nacional; sin debates argumentados, sin
civismo –a pesar de su incesante reivindicación–, sin seriedad moral ni continuidad con
el pasado, sin valores que respalden un compromiso personal, y con muy pocas razones
para arriesgarse a defender mediante el servicio militar lo que muchos ven como el
equivalente público a un supermercado de saldos.
Hace falta una extraordinaria fe en la democracia y en la integridad de los centros de
enseñanza superior para compartir el tradicional optimismo norteamericano al leer en los
periódicos más importantes, día sí y día no, titulares como estos: «Las universidades
muestran su capacidad de presión», en la misma página que «Auge del victimismo en los
campus», «Planes de estudios caóticos», «Me expulsaron de la universidad», «Sin
palabras en la facultad», «Guerra universitaria entre la tolerancia y la libertad de
expresión», «Cruzada universitaria contra la Constitución», «Hogueras en el campus»,
«¿Qué ha sido de la libertad religiosa?», «Oraciones por la Primera Enmienda», «La
locura universitaria ha llegado a mi campus», «Padres radicales, hijos déspotas»,
«Aumenta el radicalismo por el cambio climático» o «Pequeños Robespierres en
Yale»[33].
Como escribieron Greg Lukianoff y Jonathan Haidt en 2015, «hay un movimiento
creciente, sin rostro, pero dirigido principalmente por los alumnos, para eliminar de las
universidades cualquier palabra, idea o asignatura que pueda ser motivo de incomodidad
o de ofensa». Las facultades y sus dirigentes –que no saben lo que hacen, aunque
deberían, por carecer de un centro de gravedad moral– sucumben con frecuencia ante
esta presión. ¿Cómo encaja esto con la genuina grandeza del experimento americano? La
mejor respuesta la dio Thomas Jefferson al fundar la Universidad de Virginia: «Esta
institución estará fundamentada en la ilimitada libertad de la mente humana. Porque aquí
no temeremos persistir en la verdad, lleve donde lleve, ni toleraremos el error, hasta
donde la razón sea libre para combatirlo»[34].
Hemos llegado al final de un pasillo largo y tenebroso y, desde ahí, deberíamos
recordar algunas lecciones del último siglo. En 1935, Sinclair Lewis escribió Eso no
puede pasar aquí, fábula en la que un candidato populista se presenta a las elecciones

105
presidenciales defendiendo el patriotismo, unas reformas económicas y políticas
profundas y los valores tradicionales. Una vez elegido, impone una versión americana
del fascismo.
Cinco años después, en 1940, Arthur Koestler contó la historia de Rubachof,
miembro de la vieja guardia bolchevique detenido y condenado a muerte por la misma
revolución comunista a la que había entregado la vida. El cero y el infinito [T.o.:
Darkness at noon, Oscuridad a mediodía], es una de las novelas más brillantes del siglo
XX, y reproduce una de las melodías más importantes de esa época:

Rubachof paseaba por su celda. Todo estaba tranquilo y ya casi oscuro. Sin
duda, pronto vendrían a buscarle. Había un error en cualquier parte de la ecuación;
no, en todo el sistema del pensamiento matemático. Tal vez se encontraba en ese
precepto que, hasta entonces, había tenido por incontestable, en cuyo nombre
había sacrificado a otros, y le habían sacrificado a él, el precepto de que el fin
justifica los medios. Había sido esa máxima la que había acabado con la gran
fraternidad de la Revolución, y la había hecho desbocarse. ¿Qué había escrito en
una ocasión en su diario? «Hemos tirado por la borda todas las convenciones: el
único principio que nos guía es el que se extrae de la lógica, y navegamos sin un
cimiento ético».
Tal vez era allí donde latía el corazón del mal, y no era propio de la humanidad
navegar sin ese cimiento ético. Tal vez la razón, por sí misma, era una brújula
estropeada, que en su trayectoria sinuosa y retorcida provocaba que la meta
acabase por desaparecer entre la niebla. Tal vez estaba a punto de comenzar la
época de la gran oscuridad[35].

El fascismo, el comunismo y toda clase de ideologías complejas son, en la América


pragmática y posmoderna de hoy, antiguos sistemas de pensamiento torpes, piezas de
museo, hijos deformes de la Ilustración, palabras de una época oscura y ya olvidada, que
no tienen cabida en un debate civilizado en las democracias liberales. Eso no puede
pasar aquí, es cierto: no puede.
Pero la vida da muchas vueltas, como ya vio Tocqueville. El peculiar despotismo
innato a la democracia

extiende los brazos sobre el conjunto de la sociedad; cubre su aspecto con una
red de pequeñas normas, complicadas, cargantes y uniformes, a través de la cual
las mentes más creativas y las almas más fuertes no son capaces de hallar su
camino entre la muchedumbre. No sujetan la voluntad, pero la ablandan, la
someten y la guían. No tiranizan, sino que se ocultan; comprometen, debilitan,
extinguen, aturden y, finalmente, reducen a las naciones a un rebaño de animales

106
tímidos y trabajadores, de los que el gobierno se convierte en pastor[36].

Por decirlo de otro modo: los hijos descarriados de la Ilustración tienen un pariente
mucho más amable, exitoso y educado: Nosotros.

107
8. LA ESPERANZA Y SUS HIJAS

Jesús tomó de nuevo la palabra y les dijo:


«Yo soy la luz del mundo, y el que me sigue
no camina en tinieblas, sino que tiene
la luz de la vida».
Jn 8, 12
[Y] la esperanza no falla,
porque el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo
que se nos ha dado.
Rm 5, 5
Hasta ahora, hemos ido hablando con franqueza del panorama que se presenta en el
mundo occidental y con especial incidencia en Estados Unidos. Algunas palabras han
sido duras, pero la sinceridad no es enemiga del amor, y la verdadera esperanza
comienza con la honradez. El actual espíritu del país nos empuja a la preocupación, y se
entiende que esta resulte tentadora. ¿Cómo puede una persona, o un pequeño grupo,
marcar la diferencia? ¿Cómo podemos cambiar y mejorar las cosas, para que nuestros
hijos crezcan en un mundo mejor? Volvemos a una de las preguntas que se planteaban al
principio del libro: ¿cómo podemos vivir alegres y servir al bien común siendo levadura
en un entorno que ya no comparte nuestras creencias?
La respuesta surge de un simple hecho histórico: una tranquila mañana de domingo,
hace dos mil años, Dios resucitó a Jesús de Nazaret de entre los muertos. Ese pequeño
momento, que no presenció nadie, transformó el mundo y cambió la historia para
siempre, porque confirmó la victoria de Jesús sobre la muerte y el mal y liberó a vivos y
muertos de las ataduras del pecado. Una antigua homilía anónima del Sábado Santo nos
recuerda la importancia de la resurrección, poniendo estas palabras en boca de Jesús:

Soy vuestro Dios, que por vuestro bien se ha convertido en hijo. Por amor os
ordeno, a vosotros y a vuestros hijos, y por mi propia autoridad, que los que están
atados se liberen, y los que están en la oscuridad reciban la luz, y los que duermen
despierten. Yo te lo mando, durmiente, ¡despierta! No te creé para que fueses un
prisionero del infierno. Álzate de entre los muertos, porque yo soy el que da vida a
los difuntos. Levántate, obra de mis manos, creada a mi imagen. Levántate,

108
abandonemos este lugar, porque tú estás en mí y yo en ti; juntos formamos una
sola persona, que no puede ser separada.

Jesús se alzó de entre los muertos para que pudiésemos unirnos a él en su victoria.
Los creyentes saben que no triunfó solo allí, en Jerusalén, sino que volverá en toda su
gloria al final de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos. En la segunda venida de
Cristo, su reino se manifestará por completo. Este tiempo que estamos viviendo es un
paréntesis, en el que debemos esforzarnos por tratar de seguir a Jesús, pero recordando
también las victorias de nuestro Rey: las del pasado, y la que vendrá. Y esas victorias
son las que nos dan esperanza.
La esperanza es la forma en la que la Iglesia, y nosotros como cristianos,
proseguimos el camino en la tierra al enfrentarnos a las dificultades, y a nuestra propia
debilidad. Pero son muchos los que no entienden esa esperanza: se «espera» conseguir
un regalo o un ascenso, y pensamos que la esperanza es un sentimiento positivo, o una
especie de optimismo. Pero la verdadera esperanza cristiana es fruto de la fe y semilla de
la caridad. También es el soplo de vida del Espíritu Santo, que nos llena los pulmones
para mantener con vida tanto la fe como el amor. Por lo tanto, estudiaremos con
detenimiento qué es y qué no es esta virtud, y reflexionaremos contra los pecados que se
le oponen: la arrogancia y la desesperación. Por último, analizaremos a su pequeña
prima secular, la fe en la inevitabilidad del progreso, en contraste con la comprensión
cristiana de la providencia divina. Es importante recordar la importancia natural de la
esperanza, porque es la que nos mantiene centrados en Dios. La verdadera esperanza no
depende de nuestros esfuerzos, sino de la gracia de un Dios amoroso, en el que debemos
confiar si queremos servirle y construir su reino en este mundo.
Así pues, ¿qué es exactamente la esperanza? El Catecismo la describe como la
«virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como
felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos
no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo»[1].
Veámoslo por partes. En primer lugar, es una virtud, lo que significa que no es un
sentimiento ni el mero optimismo. Como explicaba el difunto sacerdote y profesor
Richard John Neuhaus, «el optimismo no deja de ser una cuestión de óptica, de ver lo
que queremos ver, y no ver lo que no queremos. La esperanza solo lo es cuando es
esperanza con los ojos abiertos ante todo lo que la pone en entredicho»[2]. Los
sentimientos amables son caprichosos y no duran demasiado, si miramos fijamente a los
problemas que encontramos en nuestra vida y en el mundo que nos rodea.
La esperanza es más bien como un músculo, que mediante el entrenamiento nos
permite tocar mejor el piano o chutar más fuerte. Es, además, una virtud teologal, un don
del Espíritu Santo que nos posibilita hacer aquello que no podríamos por nuestra cuenta.
Así, aunque estamos en lo cierto al decir que nos aferramos a la esperanza, también

109
debemos recordar que es algo que recibimos en primer lugar de Dios, como un don. No
podemos hallarla por nosotros mismos, y se basa en la fortaleza de Dios y en la verdad
sobre Jesucristo.
Por esta virtud, aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad. Es
un acto de confianza en el futuro que nos prepara Dios o, dicho de otro modo, nos
posiciona en la dirección correcta y resitúa la mirada: de los placeres pasajeros, el
dinero, el poder, la fama y las posesiones, a la vida en Dios para siempre. Nos muestra la
felicidad verdadera, y nos ayuda a desear esa alegría profunda, en lugar de las otras que
nos ofrece la sociedad y que, con demasiada frecuencia, creemos que nos harán felices.
El Catecismo lo explica más en detalle: «La virtud de la esperanza corresponde al
anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas
que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los
cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la
espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y
conduce a la dicha de la caridad»[3].
Cuando esperamos, por lo tanto, alineamos el deseo y la voluntad con lo que Dios ha
querido. Somos capaces de amar correctamente las cosas del mundo, en lugar de
aferrarnos a ellas de modo egoísta. Somos capaces de trabajar por el reino de Dios y no
por nuestra gloria, porque confiamos en que la felicidad definitiva está en la unión con
Dios, que procede del poder del Espíritu Santo y de la victoria de Jesucristo sobre la
muerte. En 1 Juan 3, 2-3 leemos: «Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha
manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a
él, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a sí
mismo, como él es puro». Creer que Dios nos ama y que nos ha hecho hijos, y esperar
verlo como es, purifica nuestro corazón y nuestra mente.
Empezamos a ver también la conexión de la esperanza con las otras virtudes
teologales: la fe y la caridad. Como afirma el dominico Romanus Cessario, fe, esperanza
y caridad representan el orden en el que se desarrolla la vida de un cristiano maduro[4].
Primero creemos en Jesucristo y en su verdad, en lo que hizo por nosotros y en la
felicidad que nos prometió al unirnos con Dios. A continuación, deseamos a Cristo y esa
unión con Dios y, finalmente, Dios nos da su propia caridad, que nos permite participar
de esa unión incluso ahora[5]. En palabras del monje del siglo XII William de Saint
Thierry, la fe propone la existencia de Dios, al que amamos; y la esperanza nos otorga la
promesa de que, por su misericordia, ese amor dará fruto.
Según Neuhaus, «la esperanza es la fe dirigida al futuro»[6]. Simplificándolo mucho,
la fe es propia del intelecto, y la esperanza, del corazón. La caridad es la promesa del
amor en el que creemos y por el que esperamos. En ese sentido, esta virtud es como un
anillo de compromiso, el primer acto por el que Dios comparte su vida con nosotros, un

110
acto con el que comienza a compartir totalmente la vida divina que conoceremos en el
paraíso.
Dios es una novia fiable, por lo que esperamos que cumpla su promesa de llevarnos a
la unión perfecta con él en el cielo[7]. Como afirma san Pablo en la Carta a los Romanos
5, nos alegramos en la tribulación, porque la tribulación engendra paciencia, la
paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, «y la esperanza no falla, porque
el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se
nos ha dado». En este sentido, escribe Romanus Cessario, la virtud de la esperanza nos
permite tomar parte en la salvación que vendrá. Es una orientación confiada hacia el
futuro, una preparación para recibir al completo el amor de Dios, que nos posibilita
también recibirlo aquí y ahora[8].
En su magnífica encíclica Spe Salvi, el papa Benedicto XVI se explaya sobre el
particular. Escribe que la fe no trata de alcanzar algo lejano, sino que nos da «ya ahora
algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una
“prueba” de lo que aún no se ve. Esta atrae al futuro dentro del presente, de modo que el
futuro ya no es el puro “todavía-no”. El hecho de que este futuro exista cambia el
presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras
repercuten en las presentes y las presentes, en las futuras»[9]. Como la fe y la esperanza
dan entrada a la felicidad futura en el momento presente, escribe Benedicto, podemos
entregar nuestra vida por Dios con generosidad y sin miedo.
El papa emérito nos dice que los cristianos primitivos no hallaban su seguridad en las
posesiones, o en su capacidad de sostenerse. No confiaban en Dios porque sus creencias
fuesen las que habían formado su cultura, ni por su capacidad de ganar elecciones, ni
porque la gente pensase que eran muy sabios o importantes. De hecho, nada de eso era
cierto; los primeros cristianos fueron despreciados y perseguidos, y por amar a Jesús les
confiscaron sus propiedades y les torturaron. Los que permanecieron fieles tenían que
tener algo más seguro por lo que vivir: su existencia se fundaba en Jesucristo, al que
anunciaban con fe y esperanza.
Es más, los que basaban su vida en Cristo, con fe y esperanza, experimentaban una
nueva libertad. Cuanto más confiaban en Jesús, más alegres vivían, y más le seguían. Lo
vemos en las vidas de santos como Francisco de Asís, que se despojó de todas sus
posesiones, excepto del Señor. Lo vemos en los hombres y mujeres consagrados a Cristo
por su votos, y en las parejas cuya generosidad les hace ricos en amor, aunque sus
cuentas bancarias sean pequeñas. Ante los ojos del mundo, su amor es una locura y,
según los cálculos mundanos, pueden parecer dementes. Pero, con los ojos de la fe y la
esperanza, su sacrificio tiene sentido.
Estos hombres y mujeres viven en la seguridad de lo que esperan, y están
convencidos de aquello que no ven aún (cfr. Hb 11, 1). Han entendido que, como dijo el

111
beato John Henry Newman, «en esto consiste nuestro deber como cristianos, en apostar a
la vida eterna sin tener garantizado el éxito»[10].
La fe, prosigue Newman, «es en su esencia hacer presente lo que no se ve: es actuar
ante su mera posibilidad, como si se poseyese de verdad; aventurarse, apostando la
felicidad, la tranquilidad o cualquier bien presente, ante la oportunidad del futuro»[11].
Los creyentes han entendido que la vida cristiana puede ser una aventura alegre, porque
la fe, la esperanza y el amor nos mantienen cerca de Cristo. Ven con claridad que la vida
genuinamente cristiana es un riesgo, y que, si estamos equivocados acerca de Jesús y
nuestra esperanza en él es falsa, entonces «somos los más dignos de compasión de todos
los hombres» (1 Co 15, 19).
Así pues, la vida cristiana es una apuesta arriesgada, pero –como creyentes– sabemos
que merece la pena. Nuestra esperanza no se verá defraudada, porque hemos recibido el
amor de Dios, porque Jesús resucitó de verdad de entre los muertos, y porque quiere que
vivamos con él, ahora y para siempre. Por lo tanto, es la esperanza la que nos hace
arriesgar lo que tenemos, por Jesús, incluso en un mundo cada vez más hostil. No lo
hacemos a la ligera, ni de forma apresurada, sino, como dice Newman, «de forma noble
y generosa». No sabemos bien lo que podemos perder o ganar, pero avanzamos «sin la
certeza de la recompensa, ni del sacrificio que haremos, confiando y esperando en él
para todo, seguros de que cumplirá su promesa, seguros de que nos ayudará a cumplir la
nuestra, y sin angustiarnos ni inquietarnos, de ningún modo, por el futuro»[12].
El Espíritu Santo está incandescente en estos hombres y mujeres, y viven lo que
Richard John Neuhaus denominó «la enorme aventura de ser discípulos cristianos». Sus
vidas son duras, porque ser cristiano exige sacrificios y renuncias. Pero esos sacrificios
conducen a un amor y una alegría mayores que las que llegarán a conocer muchos otros.

***

Por supuesto, en lugar de esperanza, podemos tomar otros caminos: la arrogancia y


la desesperación. Mientras la virtud nace de la fe y da vida al amor, la desesperación y la
arrogancia se enraízan en el orgullo[13]. Al esperar, confiamos en Dios. Cuando nos
enorgullecemos o desesperamos, elegimos, en cambio, confiar en nosotros mismos. En
cierta forma la desesperación tiene sentido, porque es la respuesta lógica a los problemas
del mundo y a los nuestros, y a nuestra incapacidad para resolver unos y otros, y además
descubre, con claridad, que las cosas de este mundo nunca serán suficientes para
nosotros. Pero esa desesperación solo tiene un sentido pleno si Dios no es
misericordioso, y si Jesucristo no ha resucitado de entre los muertos. Por eso la
desesperanza es la negación de la misericordia y de la justicia de Dios, y también de la
posibilidad de la redención. Allí donde la esperanza dice que nuestra felicidad verdadera
y definitiva habita en el cielo, la desesperación afirma que no hay una nueva Jerusalén, y

112
que todo lo que tenemos es este mundo, en el que nunca tendremos paz ni felicidad[14].
Con una llamativa intuición psicológica, santo Tomás de Aquino considera la pereza
espiritual y la impureza como las principales causas de desesperanza[15]. Dado que vivir
como cristianos –especialmente como cristianos castos– parece cada vez más difícil, no
puede sorprendernos que nos sintamos inclinados a la desesperación. Pero es una maña
del Malo; no debemos rendirnos a nuestro desánimo, ni convertirnos en cínicos
inactivos.
Si, para algunos cristianos, la tentación consiste en alejarse de la fe cuando esta se
vuelve difícil, para muchos otros es enfadarse o amargarse. Nos quejamos de la
sexualización de los medios, pero no nos damos cuenta de su ira. Nos inquietamos
rápidamente por los contenidos sexuales, y por su forma de atraer a los inconscientes,
pero ¿qué ocurre con ese sentimiento especial, ese atractivo que tiene el sentirse
ofendido? Ni la ira ni la inacción proclaman que Jesucristo es el Señor. Tampoco
muestran confianza en su poder para ayudarnos, en su deseo de que nos salvemos o en el
recuerdo de que Jesús saldrá victorioso, en su momento y con sus condiciones.
Si queremos averiguar qué aspecto tiene la desesperación, basta con observar nuestra
cultura. Nos hemos convertido en una nación desesperada en lucha con los problemas
reales a los que nos enfrentamos. Con frecuencia, al encarar la violencia en otros países,
la división en el nuestro y la ruptura de familias y comunidades, respondemos
replegándonos hacia adentro. La mayoría no nos podemos permitir fortificar nuestros
vecindarios, y en su lugar levantamos verjas en nuestro corazón.
En vez de ayudar a los pobres, nos vamos de compras. En lugar de pasar tiempo de
calidad con familiares y amigos, miramos videos en Internet. Nos entrampamos en una
red de narcóticos, desde la diversión hasta los gurús de la autoayuda o los medicamentos.
Nos envolvemos en eslóganes vacíos y en comodidades de segunda y, como nunca
tenemos bastante, buscamos más y más. Disfrutamos enfadándonos por problemas que
no podemos resolver, y pasamos por alto al hijo que quiere que le veamos bailar, o a la
mujer que pide comida en una esquina.
Debemos liberarnos de nosotros mismos. San Agustín describió –de forma célebre–
al que está atrapado por el pecado como alguien encogido sobre sí mismo. Debemos
pedir a Dios que nos golpee, de tal forma que podamos mirarle a él y al mundo que ha
creado a nuestro alrededor, a la luz de su verdad. Debemos confiar en Dios y en la vida
futura, no como si fuesen beaterías reconfortantes, sino viéndolo como nuestro
verdadero y definitivo hogar. Si lo hacemos, nos daremos cuenta de que la desesperación
no tiene cabida, ni la pereza, tiempo, y se abrirá ante nosotros un panorama alegre.
Si la desesperación anticipa el fracaso de la esperanza, la arrogancia anticipa su
cumplimiento de un modo igual de perverso. El orgullo sostiene que ese panorama
alegre no tiene coste. Si la desesperación dice que nada va a ir a mejor, la arrogancia

113
afirma: «Está bien ser como soy». Ambos son errores letales; al igual que la
desesperación, el orgullo procede de la confianza en nosotros mismos y de la falta de fe
en Dios[16], y considera que el camino que conduce al paraíso es un vuelo en primera
clase, en la que todo lo que hay que hacer es sentarse y relajarse. Podemos ir al cielo por
nuestros medios porque, al fin y al cabo, ya somos bastante buenos. Podemos pecar todo
lo que queramos, porque Dios siempre estará ahí para concedernos su perdón[17].
Un lugar en el que la arrogancia está bien viva y presente es en nuestras iglesias.
¿Cuántas homilías y canciones no hacen otra cosa que acariciar sutilmente la vanidad?
¿Cuántas plegarias, en efecto, dicen: «Gracias, Dios, por hacernos tan geniales.
Ayúdanos a ser todavía mejores de lo que ya somos»? Esa arrogancia también la
podemos encontrar, viva y presente, en la confianza ingenua que tenemos en este país en
que un líder o un grupo de personas nos proporcionarán, por fin, lo que hace falta para la
salvación. «Somos esos que hacían falta», nos decimos. Nos vemos capaces de crear una
sociedad más o menos justa según nuestro poder y nuestros actos.
La realidad es que, aunque con frecuencia somos buenos y justos, también somos
egoístas, mezquinos y codiciosos. No podemos crear el paraíso en la tierra porque,
siendo quienes somos, ese «paraíso» no sería un lugar agradable, y mucho menos
perfecto. Debemos confiar en que la voluntad de Dios hará nacer el reino en nuestros
corazones y en el mundo a su debido tiempo, y también debemos recordar que esa
voluntad exige sacrificios, si queremos servir a su plan. De hecho, si no lo hacemos,
podríamos acabar muy lejos del camino del paraíso, infelices por siempre. Solemos
olvidarlo, pero la esperanza es a la vez «aguardar confiadamente la bendición divina y la
bienaventurada visión de Dios», como dice el Catecismo, y «el temor de ofender el amor
de Dios y de provocar su castigo»[18].
Esto no significa que debamos temer que Dios se vuelva contra nosotros, o que esté
esperando a encontrar algún motivo para castigarnos. Ningún padre cariñoso actuaría así,
por lo que: ¿cómo iba a hacerlo un Dios cariñoso? Pero el temor santo es saludable,
porque reconoce que Dios es el Señor, y nosotros, no. «El temor de Dios», un don del
Espíritu Santo, supone un respeto prudente por su justicia. Si no fuese justo, si no
hubiese diferencia entre las acciones buenas y las malas, entonces Dios no sería Dios, y
su palabra no podría servirnos como cimiento de esperanza.
La desesperación y la arrogancia, ambas evasiones de Dios, son parientes, peculiares
y discretos, de esa religión secularizada que llamamos progreso, un cristianismo sin
Cristo. El gran historiador de Harvard Richard Dawson observó que el progreso es «la fe
operativa de nuestra civilización»[19]. Y el también historiador Christopher Lasch
describió esa fe,

no como la promesa de una utopía secular, que llevaría a la historia a un final


feliz, sino como la promesa de una mejora constante, sin un final previsible. La

114
espera de una mejora indefinida, abierta, dada además su insistencia en que solo
puede venir a través del esfuerzo humano, ofrece una solución a ese acertijo tan
desconcertante: la persistencia de la ideología progresista, a pesar de los
acontecimientos desazonadores que han destrozado la ilusión de su utopía[20].

Los norteamericanos hablan del progreso con una especie de reverencia extraña: es la
fuerza imparable que hace avanzar los asuntos humanos, y una religión con una simple
premisa: exceptuando algún retraso al azar, la civilización evoluciona, instintivamente, a
mejor. Depende de nosotros embarcarnos o quedarnos en tierra, ser parte del cambio o
ser atropellados por la historia si obstruimos su avance. De aquí que se nos advierta a los
católicos, habitualmente, que nos encontramos en el lado equivocado de la historia. Los
críticos nos explican que nuestra visión de la naturaleza humana, especialmente de la
sexualidad, un día se tratará con la misma sorna ilustrada con la que vemos hoy las
llamadas teorías científicas raciales de hace un siglo.
Por supuesto, esas voces tienden a pasar por alto el hecho de que fueron los
«progresistas» los que fomentaron dichas teorías raciales, que provocaron un sufrimiento
espantoso en otros países y una intolerancia vulgar en el nuestro. En nombre del
progreso, activistas como Margaret Sanger promovieron ardientemente la contracepción
y la eugenesia. Para que el mundo mejorase, según su lógica, era preciso que la gente
menos adecuada –de las razas menos adecuadas– dejase de tener hijos. ¿A que suena
familiar?
Esta idea de progreso tiene su atractivo. Como explicó el economista Sidney Pollard,
«el mundo sigue creyendo en el progreso, porque la alternativa sería la desesperación
más absoluta»[21]. Podemos ir un paso más allá: aferrarse a esa creencia es en realidad
un producto de la desesperación, sazonada con algo de pereza. La historia es cruel, los
cambios sociales son difíciles, y una relación con Dios supone demasiadas verdades,
especialmente sobre nosotros mismos. Es mucho mejor situar la carga de vivir en un
mundo errado, en una época imperfecta, hasta que alguna fuerza positiva sea capaz de
provocar el cambio que nos gustaría ver algún día.
Es un engaño consolador, pero no deja de ser un engaño. Basta un rápido vistazo al
siglo XX para acabar con el mito. En unas pocas décadas, los regímenes «progresistas» y
sus ideas provocaron dos guerras mundiales atroces, múltiples ideologías asesinas y el
mayor número de muertos de la historia. Y, aun así, como afirma Christopher Lasch, la
gente sigue aferrándose a la religión del progreso mucho después de que la evidencia
haya quebrado sus sueños.
El culto al progreso no es hijo solo de la desesperación; también lo es de la
arrogancia. Es una especie de pelagianismo, la herejía cristiana primitiva que suponía
que los seres humanos podían obtener la salvación solo con su propio esfuerzo, sin la
ayuda constante de la gracia. Por eso el filósofo Hans Blumenberg dice que la diferencia

115
entre la idea progresista de la historia y la cristiana es «la reivindicación de que el
principio del cambio histórico procede de la misma historia, y no de lo alto, y el hombre
puede alcanzar una vida mejor por sus propios medios, en lugar de contar con la gracia
divina»[22].
Aunque podemos, y debemos, trabajar por la mejora social –una meta evidentemente
valiosa–, estamos demasiado heridos por el pecado como para construir un paraíso en la
tierra. Como explicó Benedicto XVI, el auténtico progreso no se produce
automáticamente. En cada época, la libertad debe alimentarse del bien[23] y, dado que
este albedrío puede utilizarse para lo bueno y para lo malo, el progreso siempre es
ambiguo:

Indudablemente, ofrece nuevas posibilidades para el bien, pero también abre


posibilidades abismales para el mal, posibilidades que antes no existían. Todos
nosotros hemos sido testigos de cómo el progreso, en manos equivocadas, puede
convertirse, y se ha convertido de hecho, en un progreso terrible en el mal. Si el
progreso técnico no se corresponde con un progreso en la formación ética del
hombre, con el crecimiento del hombre interior (cfr. Ef 3, 16; 2 Co 4, 16), no es un
progreso, sino una amenaza para el hombre y para el mundo[24].

Irónicamente, es el subtexto religioso del progreso el que lo hace tan atractivo. De


nuevo, Friedrich Nietzsche y otros muchos observaron que el progreso es una especie de
cristianismo sin Jesús, y sin la difícil carga que trae con él. El teólogo protestante
Reinhold Niebuhr lo explicó hace años, al escribir que «la idea del progreso solo es
posible sobre la base de una cultura cristiana. Es una versión secularizada del
Apocalipsis bíblico y del sentido hebraico de la historia, en contraste con la historia sin
sentido de los griegos»[25].
Este contraste es crucial; los pueblos antiguos, como los griegos y los babilonios,
tenían una visión de la historia mucho más oscura que la de los cristianos. Para ellos, la
humanidad estaba dominada por el destino, cuyos dictados no podían incumplirse.
Griegos y romanos tampoco tenían demasiada esperanza en el paraíso, y eran muchos los
que creían que la vida humana terminaba con la muerte. Por eso el emperador Adriano,
uno de los regentes más cultos y humanos de Roma, escribió hablando de su alma:
«Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a
esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de
antaño».
Una de las mayores contribuciones del cristianismo a la civilización occidental fue la
de otorgar a los hombres una idea de libertad frente a los caprichos del destino y una
esperanza en la vida futura, por la victoria de Jesucristo. A lo largo de los siglos, esa
confianza en la vida más allá de la tumba se ha manifestado con vigor en el aquí y en el

116
ahora.

***

El Castel Sant’Angelo en Roma, antigua fortaleza papal cerca de San Pedro, también
es la tumba del emperador Adriano, y los visitantes pueden leer su lamento fúnebre en
uno de sus muros. Si sigue avanzando hacia el este, el peregrino se encontrará otra pared,
con una meditación muy distinta sobre la muerte. Los capuchinos tienen una iglesia, de
aspecto sencillo, en la Vía Véneto, cuya cripta contiene una serie de estancias adornadas
por miles de huesos humanos.
Los techos parecen propios de un palacio barroco, pero están formados por vértebras,
hay un reloj construido con un brazo y varias falanges, y calaveras y fémures componen
arcos y columnas decorativas. Para el no creyente es fácil considerarlo macabro, un
encuentro sobrecogedor con nuestra mortalidad. Pero también es muy franciscano,
porque toma la muerte, que es lo que más tememos, y juega con ella. Y eso no podría
ocurrir sin una fe firme en que Jesucristo ha vencido, convirtiendo a nuestra antigua
enemiga en lo que san Francisco llamaba «Hermana Muerte», la puerta de acceso a la
vida eterna con Dios. La cripta de los capuchinos solo podía ser cristiana porque, tras su
apariencia sombría, ofrece a los creyentes una esperanza firme y alegre en lo que hemos
encontrado en Cristo.
La alternativa cristiana a la adoración por el progreso no es solo la esperanza;
también lo es la idea de la providencia, que es la comprensión de que Dios tiene un plan
para cada uno y para el mundo, y que ese plan es bueno. Como escribe san Pablo en
Romanos 8, 28: «Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le
aman; de aquellos que han sido llamados según su designio». Mientras el progreso puede
afirmar que la historia sigue un curso inevitable, la fe en la providencia confía en que el
Señor de la historia un día hará buenas todas las cosas. La comprensión adecuada de la
providencia y una esperanza viva deberían unirse además a un ansia de justicia, y a la
seguridad de que Dios la traerá en el último día.
¿Qué ocurre con los que culpan a Dios de las injusticias del mundo? Nuestros
intentos fallidos de hacer el bien nos demuestran que solo Dios puede ser justo. La fe nos
otorga la certeza de que lo hace. Un mundo sin Dios, escribe Benedicto XVI, sería un
mundo sin esperanza[26], y por eso la fe en el Juicio Final es parte integrante de esta
virtud[27]. Llegará el día en el que Dios juzgará el mundo con justicia. El mal se
convertirá en bien. Los malvados responderán por sus crímenes y serán castigados, y los
redimidos por Cristo serán conducidos a la vida eterna. Sin una defensa final del bien y
el mal viviríamos en un mundo en el que esos conceptos no tendrían sentido.
Como cristianos, creemos que Jesucristo es ese juez justo. No es solo el que guía la
historia, sino su punto central, que le da sentido y enmarca la cronología del mundo[28].

117
San Pablo les dice a los efesios que Dios, «dándonos a conocer el Misterio de su
voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo
en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en
los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 9-10). Esta unidad en Cristo de todas las cosas,
en la tierra y en el cielo, es una de las verdades que proclamamos cuando hablamos del
reino de Dios. Como miembros del cuerpo de Cristo, los católicos estamos llamados a
trabajar por ese reino, también ahora.
Sabemos cómo termina la historia, y también sabemos que termina bien. Por nuestra
confianza en el futuro con Cristo deberíamos vivir de una forma distinta. Por la fe y la
esperanza se nos ha dado una vida nueva[29], y la añoranza del cielo no nos hace perder
interés en traer el amor de Cristo a este mundo. Estamos llamados a contribuir al
progreso, entendido a la luz de Cristo, lo que significa que, como dice Neuhaus, somos
«agentes libres, capaces de participar en el proceso trascendental que, siendo inmanente
en la historia, mantiene la promesa de que se glorificará todo lo bueno, verdadero y
bello»[30].
Puede parecer complicado, pero lo que significa es que la promesa de Jesús de traer
la justicia al final de los tiempos está presente ahora. El reinado de Cristo no viene por
una fuerza impersonal e inexorable, sino porque Dios lo construye con nuestras manos.
La esperanza cristiana nos empuja a ser fieles a nuestro cónyuge y a cuidar de nuestros
hijos, a alimentar al hambriento y a acoger al inmigrante, a visitar a los presos y a
sentarnos junto al moribundo ahora. Se atribuyen con frecuencia a san Agustín estas
palabras: «La esperanza tiene dos hijas hermosas. Sus nombres son ira y valor; ira por
cómo son las cosas, y valor para descubrir que no seguirán siendo así». Son apócrifas, y
no existe ninguna prueba de que las escribiera él, pero su contenido es, desde luego,
cierto, y merece la pena recordarlas como una guía para los discípulos de Cristo.
Eso no significa que vayamos a tener éxito en nuestro empeño, ni que vaya a ser
fácil. Pero, incluso cuando se presentan el fracaso y la dificultad, mantenemos la
esperanza, porque no se funda en nosotros, sino en Jesucristo. Así lo escribió, con estas
bellas palabras, el papa Benedicto:

Es importante, sin embargo, saber que yo todavía puedo esperar, aunque


aparentemente ya no tenga nada más que esperar para mi vida o para el momento
histórico que estoy viviendo. Solo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de
todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están
custodiadas por el poder indestructible del Amor y que, gracias al cual, tienen para
él sentido e importancia, solo una esperanza así puede en ese caso dar todavía
ánimo para actuar y continuar. Ciertamente, no «podemos construir» el reino de
Dios con nuestras fuerzas, lo que construimos es siempre reino del hombre con
todos los límites propios de la naturaleza humana. El reino de Dios es un don, y

118
precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la
esperanza. Y no podemos –por usar la terminología clásica– «merecer» el cielo
con nuestras obras. Este es siempre más de lo que merecemos, del mismo modo
que ser amados nunca es algo «merecido», sino siempre un don[31].

Nuestra acción y cooperación son esenciales, pero el papa está en lo cierto: el reino
de Dios, tal y como podemos construirlo ahora, y tal y como será en el cielo, es en
realidad un don. No es nuestro proyecto, sino el del Señor, y esto debería ser fuente de
enorme consuelo.
Hace cien años, el poeta francés Charles Péguy redactó una meditación inolvidable
en forma de extenso poema, titulado El pórtico del misterio de la segunda virtud. La
esperanza, escribe Péguy, es la más difícil de las virtudes teologales. La fe ve lo que es,
y la caridad ama también lo que es, pero la esperanza ve y ama lo que será[32]. Nuestros
corazones, «carnales» y «vagabundos», están llamados a preservar la palabra de Dios
para que no caiga en el silencio[33]. Péguy sugiere a los hombres que, igual que se pasan
el agua bendita de mano en mano, deben hacer lo mismo con Dios y con la
esperanza[34].
Esta es, en definitiva, la vocación que tenemos como cristianos: hacer que Cristo sea
conocido en el mundo, y transmitir la esperanza que llena nuestros corazones, trabajando
por la justicia de Dios en esta nación, honrando todo lo que tiene de bueno y bello. Y,
siempre, sabiendo que somos peregrinos hacia nuestra morada definitiva, cuyo anhelo
nos anima a caminar. Cuesta imaginar cómo será la vida con Dios, y tal vez por eso, en
ocasiones, es tan difícil esperarla.
Desde luego, en el paraíso no habrá días monótonos. Benedicto XVI se imagina «el
momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos
la totalidad. Sería el momento de sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el
tiempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que
este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad
del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría»[35].
Ese es el objetivo final de la vida cristiana, el don que Jesucristo nos ofrece y nos
ayuda a alcanzar. Y también es la mayor razón de nuestra esperanza.

119
9. TRATADO PARA RADICALES

A todos nos gustan las historias, así que ahí va este «Cuento de dos tratados»:
En 1971, Saul Alinsky publicó Tratado para radicales, su famosa guía de
organización comunitaria. Como dedicatoria, escribió: «No nos olvidemos de un
agradecimiento, al menos de pasada, al primer radical verdadero: de entre todas las
leyendas, mitología e historia, fue el primer radical conocido por el hombre, y se levantó
contra el poder establecido con tanto éxito que se ganó su propio reino: Lucifer»[1].
Alinsky no creía en algo tan primitivo, según su concepción, como el demonio, por
lo que sus palabras son irónicas, con ánimo de sorprender. Pero su libro resulta muy útil
a la hora de entender la política americana reciente y a sus dirigentes. Por otra parte,
suponen un buen punto de comparación con otra serie de normas, muy diferentes.
En Tratado para radicales se puede escuchar el eco de Maquiavelo y del intelectual
marxista Antonio Gramsci, porque es un manual para alcanzar el poder. Alinsky se ve
como alguien que está más allá que Maquiavelo, porque no enseña las reglas para
mantener el poder, sino la forma de arrebatárselo a los que lo tienen: «El ego del
organizador es más fuerte y monumental que el del líder. El organizador apunta, en su
sentido pleno, al mayor nivel que puede alcanzar un hombre: el de crear, el de ser un
“gran creador”, el de jugar a ser Dios»[2]. El Tratado busca crear un mundo más justo y
feliz, a través de una acción decidida y, en ocasiones, osada, para modificar el actual.
Para Alinsky, los activistas están en guerra con la jerarquía establecida, y, en la guerra, el
fin justifica casi todos los medios[3].
No le falta claridad: «Debes hacer lo que puedas con lo que tienes, revistiéndolo con
argumentos morales»[4]. Tiene sentido, así, que Alinsky recomiende tácticas basadas en
la manipulación, la mentira y la demonización del oponente. Haz que tus enemigos se
sientan inseguros, enseña. Ridiculízales. No ataques a las instituciones: ataca a las
personas. Evidentemente, ninguna de estas tretas es nueva en la política americana. Lo
nuevo es su aplicación sistemática, el rencor organizado y la adicción al poder de la
política actual, que apenas se preocupa por esconderse tras el velo de los lemas
publicitarios.
La palabra «radical» procede del latín radix, que significa raíz. Las ideas radicales se
dirigen a la raíz de las cosas y, en ese sentido, el mayor pecado del Tratado para
radicales es que no es suficientemente radical. En realidad, se trata del habitual apetito
humano por el poder disfrazado con el lenguaje progresista de izquierdas. En ese

120
sentido, contrasta de forma clara con el verdadero radicalismo que exige la vida
cristiana.
Durante siglos ha habido hombres y mujeres que han atendido a los pobres y han
luchado contra la injusticia según otras reglas, de las que Alinsky se nutre por extenso.
Han sido más influyentes, pero su fundador no conoció el éxito mundano. Curó a los
enfermos, pero no abolió la enfermedad. «Luchó contra el poder» pero, cuando los
poderosos lo asesinaron, él los perdonó. Sus reglas eran radicales, porque le daban la
vuelta a las ideas humanas sobre el poder. Este radical, evidentemente, es Jesús de
Nazaret, y llamamos bienaventuranzas a sus reglas.
A primera vista, las bienaventuranzas pueden parecer idealistas e imposibles. Cuanto
más tratamos de vivirlas, más parecen alejarnos de las realidades de la vida moderna. De
hecho, jamás lograremos cumplirlas del todo. Tal vez, entonces, no sean para los
cristianos de a pie, que viven en un mundo de hipotecas, trabajos duros e hijos quejosos.
Pero no es así. Las bienaventuranzas se dirigen a todos los cristianos en la rutina de
su día a día, sean fontaneros o médicos, profesores o comerciales, madres y padres. Su
objetivo es que vivamos de un modo tal que la verdad se muestre en el amor. Podemos
leerlas en el capítulo 5 de Mateo, 1-12, y en el 6 de Lucas, 20-22, pero emplearemos
aquí la primera versión:

«Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le


acercaron. Y, tomando la palabra, les enseñaba diciendo:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los
Cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán
saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos
de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el
Reino de los Cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira
toda clase de mal contra vosotros por mi causa.
Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos;
pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros».

Jesús desempeña varios papeles en el evangelio: aquí es el maestro. Como hacían los

121
rabinos de su tiempo, se sienta con sus discípulos y los instruye[5]. Si se estudia lo que
dice, se descubrirá algo llamativo: las bienaventuranzas no son reglas. Cabría esperar de
este joven maestro que nos diese un nuevo conjunto de leyes, pero no es eso lo que hace
en realidad. En lugar de ordenar, Jesús promete[6], porque la Nueva Ley de la alianza
que nos trae no está grabada en tablas de piedra. No son unos nuevos diez
mandamientos, sino el amor de Dios, inscrito en nuestros corazones por la fe en
Cristo[7].
Las bienaventuranzas, por tanto, son la promesa de lo que hará Dios en aquellos que
le pertenezcan. Como la antigua ley constituyó a los judíos como pueblo de Dios, las
bienaventuranzas constituyen el reinado de Jesucristo. No reemplazan a la antigua
alianza, porque Dios no puede retractarse de su palabra, pero la trascienden. Agrupan las
promesas que hizo sobre la Tierra Prometida, y las enfocan hacia el reino de los cielos,
mostrando a la nueva Israel, la Iglesia, cómo será la vida con Dios[8].
También muestran que, al igual que Dios se presentó a su pueblo en el Monte Sinaí
con un trueno, ahora lo hace de forma más íntima, como un hombre frente a otro. Dios
vino entonces con una violencia majestuosa, pero ahora viene para sufrir él mismo
violencia[9]. Y, al igual que la antigua ley reveló el amor y la justicia de Dios, las
bienaventuranzas muestran la ternura de su corazón[10]. Nos presentan a aquel que nos
ama, pero también nos retan e invitan. ¿Queremos que nuestros corazones se parezcan al
de Jesús? Y, si es así, ¿estamos dispuestos, de verdad, a vivir como él lo hizo?
La vida cristiana supone dificultades y compromisos en la actuación, y las
bienaventuranzas no edulcoran esa realidad. Pero debemos tener en cuenta la palabra que
se utiliza para describir la vida en el Espíritu: bienaventurados. En el nuevo testamento
griego, la palabra es makarioi, que significa «benditos» o «felices». La palabra en latín
es beati, que quiere decir lo mismo, y de ahí el nombre de bienaventuranzas, o
beatitudes. Así pues, lo primero que nos enseñan sobre la vida de Jesús es que fue feliz.
Innumerables sabios han ofrecido su propia respuesta a la gran pregunta humana: ¿Cómo
ser feliz? En el monte, Jesús dio la respuesta de Dios[11].
El Catecismo dice que ese deseo de felicidad es parte de la naturaleza humana, y que
«Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo
puede satisfacer»[12]. Así se ve, notablemente, en las Confesiones de san Agustín[13].
Como dice su autor, nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Dios[14].
Después de probar muchas otras opciones, san Agustín concluye que lo mejor que
podemos hacer para vivir con felicidad es alegrarnos en Dios. La alegría en la verdad es
la vida feliz, y eso significa alegría en Dios[15]. Las bienaventuranzas nos muestran
cómo es esa vida, retratando la felicidad que Jesús conoció. Pero ¡qué felicidad más
paradójica! Las bienaventuranzas no hablan de riqueza, prosperidad y seguridad, sino de
pobreza, hambre y persecución. Si las palabras de Jesús son un mapa, parece apuntar

122
hacia aquello de lo que tratamos de escapar con todas nuestras fuerzas. Las
bienaventuranzas no suponen sufrimiento porque este sea bueno, sino porque este
acompaña al amor. El amor es un riesgo, porque siempre se puede utilizar mal o ser
rechazado; la recompensa es enorme, pero el coste puede ser duro de sobrellevar. La
vida de Jesús estuvo llena de amor, pero también de un gran riesgo y sufrimiento a causa
de ese mismo amor. Este es el aspecto que tiene la vida de un discípulo de Cristo.
Las bienaventuranzas nos muestran que, si seguimos a Cristo, sufriremos, pero
también encontraremos esa alegría misteriosa que surge al elegir el camino de la vida
eterna. Esa es una razón por la que llamamos a la felicidad eterna «bienaventuranza».
Como nos recuerda el Catecismo, eso es para lo que fuimos creados: para tomar «parte
en la naturaleza divina» y entrar en la alegría de la vida trinitaria[16]. El sendero que
lleva a esa vida discurre por el lugar que nos marcaron los diez mandamientos, las
parábolas de Jesús, la enseñanza de los apóstoles y, sobre todo, las bienaventuranzas.
«Por ellos [esos senderos] avanzamos paso a paso mediante los actos de cada día,
sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos
lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios»[17].
Así pues, las bienaventuranzas están íntimamente conectadas con la idea de
esperanza, y nos prometen bendiciones en medio de nuestras penas. Dirigen nuestra
mirada hacia la promesa de felicidad del paraíso, aunque muestren también las pruebas
que, inevitablemente, nos encontraremos, y en las que Jesús caminará a nuestro lado en
todo momento[18].

***

Merece la pena detenerse para reflexionar sobre cada una de las bienaventuranzas.
Con el dominico y teólogo moral Servais Pinckaers guiándonos, podemos empezar a
cuestionarnos cómo las podríamos vivir en el día a día. Comencemos.

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

La primera nos trae a la memoria uno de los temas centrales de la Escritura: el amor
de Dios por los pobres, los débiles y los vulnerables. Lo vemos en la Alianza, con la que
instruye al pueblo de Israel para que cuide de los pobres y los extranjeros que se
encuentran entre ellos. Dice a los israelitas que no recojan todo el grano de los campos,
sino que dejen algo al pobre y al de fuera, que no tienen comida para sí (Lv 19, 9-10).
También ordena que reserven el quincuagésimo año como jubileo, en el que la propiedad
vendida o comprada será devuelta a sus dueños originarios (Lv 25, 8-28).
A través de los profetas, Dios reprende a los que violan el espíritu de estos
mandamientos: «Pues bien, ya que vosotros pisoteáis al débil, y cobráis de él tributo de

123
grano, casas de sillares habéis construido, pero no las habitaréis; viñas selectas habéis
plantado, pero no beberéis su vino. ¡Pues yo sé que son muchas vuestras rebeldías y
graves vuestros pecados, opresores del justo, que aceptáis soborno y atropelláis a los
pobres en la puerta!» (Am 5, 11-12).
Más tarde, Jesús dirá que él es aquel en el que habita el Espíritu del Señor, dando
cumplimiento a la profecía de Isaías, el que Dios ha elegido para anunciar la buena
nueva a los pobres (Lc 4, 6-12)[19]. Hoy en día tendemos a distinguir entre la pobreza
material y la espiritual, pero en la Biblia son conceptos unidos estrechamente. Los ricos
tienen bienes, pero se engríen e ignoran u oprimen a los demás. Utilizan su dinero para
comprar influencias y explotar a los necesitados, olvidando su dependencia de Dios. Al
pobre, en contraste, siempre se le recuerda esa dependencia, y es humilde y confía en el
Señor[20]. Esto se ve con claridad en la parábola de Jesús de Lázaro y el rico. El
poderoso tiene vestidos elegantes y come con suntuosidad, pero el ignorado Lázaro,
sentado a su puerta, está cubierto de llagas que lamen los perros. Cada vez que entra o
sale de casa, el rico pasa junto a Lázaro, pero no hace nada por paliar su necesidad.
Cuando muere, termina sufriendo en el Hades, mientras Lázaro se encuentra en el seno
de Abraham.
La historia desvela un hecho muy simple: si no amamos a los pobres, iremos al
infierno. Si dejamos que nuestras posesiones no nos dejen ver la dependencia de Dios,
iremos al infierno. Si permitimos que la comida, la ropa y las distracciones de la vida
moderna nos alejen de la visión de las necesidades del vecino, iremos al infierno.
Podríamos dar por sentado que la Escritura condena la riqueza, pero no es así. Como
adujeron los Padres de la Iglesia primitivos, la parábola de Lázaro habla en realidad de
dos hombres ricos: uno desalmado sin nombre, y el patriarca Abraham, que fue rico pero
nunca olvidó que dependía de Dios. Mientras el pecador adinerado dejó que Lázaro se
sumiese en su miseria, Abraham dio la bienvenida a los tres extraños del Antiguo
Testamento cuando le visitaron, sirviéndoles una comida magnífica. Fue generoso y
compartió su abundancia, y no olvidó que todo lo que poseía era un don de Dios. La
lección está clara: las posesiones tienen que ver, en realidad, con el servicio. Cuando no
es así, nos convertimos en esclavos de nuestros bienes, en lugar de vivir una cultura de la
libertad interior[21].
La pobreza reviste muchas formas, y Pinckaers cita las más familiares: enfermedad,
soledad, envejecimiento, fracaso, ignorancia, pecado. Todas ellas nos devuelven la
pobreza al mismo corazón de nuestro ser: no nos hemos creado a nosotros mismos, y
algún día la muerte se llevará todo lo que tenemos. Hasta nuestro cuerpo se convertirá en
polvo. La pobreza, por su parte, nos sitúa en una encrucijada: podemos rebelarnos contra
Dios, o podemos dejar que el sufrimiento nos moldee y nos abra a Él y a los demás.
Para los creyentes, por tanto, la pobreza que experimentamos nos purifica, y evita

124
que sucumbamos ante el exceso de equipaje en el camino al paraíso. La primera
bienaventuranza se dirige a todos nosotros[22]. Nos interpela acerca de cómo
responderemos a las bendiciones y sufrimientos de la vida. Incluso aunque no abracemos
la pobreza como lo hizo Dorothy Day, el principio que inspiró su vida nos sigue diciendo
algo. Al regalar nuestros tesoros, y a nosotros mismos, encontramos vida y libertad. Solo
podemos recibir el reino de los cielos, que es el mayor bien de todos, si nuestros
corazones están abiertos.

Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.

Esta bienaventuranza está íntimamente relacionada con la anterior. Para muchos de


nosotros, evoca a un Jesús aseado, con mejillas sonrosadas y un pelo rubio y suave. Es
amable y dulce y, para seguirle, debemos volvernos delicados o sin vigor, y empezamos
a preguntarnos si no tendría razón Nietzsche al despreciar al cristianismo como una
religión de esclavos, una secta en la que los débiles tratan de dominar a los fuertes.
Todo esto está muy alejado de la verdadera mansedumbre. La mansedumbre es la
pobreza y el autodominio de Jesús, el rey que montó en un asno, en lugar de hacerlo en
un caballo de batalla, al entrar en Jerusalén[23]. Recordemos que Aslan –el genial
personaje de Narnia de C. S. Lewis, que representa a Jesús– era un león manso, pero no
débil o sumiso. La verdadera mansedumbre es la tranquila autodisciplina y el valor con
el que Jesús se opuso a los fariseos y los saduceos. Pensemos en una madre que enseña
el respeto a sus hijos, no alzando la voz, sino con su autoridad tranquila. Eso es
mansedumbre, y el manso es fuerte y amable porque está lleno de confianza en la
sabiduría y el amor de Dios[24]. Lejos de cualquier traza de debilidad, escribe Pinckaers,
la mansedumbre es «el resultado de una larga lucha contra la violencia desordenada de
nuestras emociones, fallos y temores. En ese aspecto, la mansedumbre supone una
tremenda fuerza interior»[25].
La mansedumbre se enfrenta a la injusticia y al sufrimiento con la resistencia que
procede de Jesucristo y de la misericordia de Dios Padre[26]. Como nos enseña Jesús,
los mansos heredarán la tierra. En el Antiguo Testamento, Dios promete tierra a
Abraham y a Israel, pero aquí promete a los que sigan sus pasos en la mansedumbre que
heredarán una tierra nueva, el reino de los cielos[27].
El manso puede vivir las bienaventuranzas desde la fuerza que posee en Cristo, y por
eso nos enfrentamos a la violencia con la caridad y podemos ser personas de paz. En
cierto sentido, el manso vive ahora la vida del cielo.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

125
Cuando pensamos en el duelo, nos imaginamos a alguien que acaba de morir, y la
sensación de pérdida que deja. Todos hemos visto fotografías de una madre llorando por
la muerte de un hijo. Le duele el corazón, y su cuerpo responde con lágrimas. La vida
que alumbró y cuidó se ha ido. Nada, en apariencia, puede mitigar su pena. Pero Jesús le
promete que será consolada; ella, y todos los que son como ella. El llanto es una
experiencia universal, porque la muerte nos llega a todos. El duelo hace honor a la
irrepetible belleza de una vida que se ha terminado, pero la historia de cada uno no
finaliza en este mundo. Jesús secará nuestras lágrimas, que conoce bien, porque él
mismo lloró. La Escritura dice que lo hizo por Jerusalén (Lc 19, 41) y por la muerte de
su amigo Lázaro (Jn 11, 35). Isaías describe al Mesías como «sometido a dolores,
habituado al sufrimiento», y Jesús, dando cumplimiento a esas palabras, carga con
nuestra pena y nuestro padecimiento (Is 53, 3-4). Jesús es aquel que, a los que lloran en
Sión, les dará «honor en lugar de polvo, un traje festivo en lugar de abatimiento» (Is 61,
3). Después de la última cena, Jesús les prometió esto a sus discípulos: «En verdad, en
verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes,
pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. La mujer, cuando va a dar a luz, está triste,
porque le ha llegado su hora; pero, cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del
aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. También vosotros estáis
tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie
os la podrá quitar» (Jn 16, 20-22).
Como cristianos, por lo tanto, lloraremos. Pero no todos los llantos son iguales;
existe uno tóxico, que ha perdido toda esperanza. Es amargo y rencoroso, y desconfía del
amor y de la verdad, consumiendo lentamente el alma. Pero existe otro tipo de lamento;
el de los que aman la verdad y la justicia, y ven cómo esas nociones tan hermosas son
despreciadas por el mundo. Su duelo es distinto[28]. Lloran por un hombre que está en
un albergue para transeúntes, por una mujer expulsada de su casa por quedarse
embarazada, por un adolescente gay que se ve atrapado entre la promiscuidad y la
condena. Sufren cuando la gente se burla de Jesucristo y de su Iglesia, y lo hacen dando
testimonio.
Santo Tomás de Aquino identifica tres clases de lamentos, según la forma en la que
Jesús proporciona consuelo a cada cual[29]. En primer lugar, el dolor que sentimos por
nuestros pecados y los de otros, que reconoce que el pecado afrenta a Dios y mata el
alma. Por esa razón, los Padres del Desierto hablaron del don de lágrimas, por el que el
Espíritu Santo mueve nuestro corazón hasta las lágrimas, a causa de nuestros pecados.
En segundo lugar, hay un dolor que procede, sencillamente, de vivir en un mundo
lleno de sufrimiento. Con razón le pedimos a la Virgen María, volviendo nuestros ojos a
ella, «gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas». Aunque el pecado no nos hiera de
inmediato, todos estamos habituados al sufrimiento. Nuestros padres mueren,

126
dejándonos huérfanos. Nos quedamos, por la causa que sea, sin trabajo o sin ahorros.
Algunos pierden a sus hijos. Pero Dios nos promete que seremos consolados con la
alegría de la vida eterna. El Apocalipsis describe el paraíso como un lugar en el que Dios
limpiará las lágrimas de nuestro rostro, «y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni
fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4). Sanarán nuestras heridas, y
conoceremos la alegría por siempre.
Existe una tercera clase de llanto, única para los cristianos: la de aquellos que
aceptan la cruz de Cristo en esta vida, mueren para el mundo y prefieren las alegrías de
Dios a lo que la vida tenga que ofrecerles. Esta clase de lamento surge de los que
padecen por su compromiso con Jesús. Ser discípulos les hace la vida más difícil. Tal
vez se ven ridiculizados por su médico, porque no toman la píldora y tienen a su cuarto
hijo, o los donativos que realizan no les permiten irse de vacaciones. Puede que les bajen
el sueldo porque no quieren quitarle tiempo a su familia. Cristo nos llama a morir a
nosotros mismos, y eso siempre duele. Pero nuestros corazones están abiertos y
recibimos consuelo del Espíritu Santo, al que Jesús envió para cumplir plenamente la
bienaventuranza.
Todo el Sermón de la Montaña trata sobre el sufrimiento, pero esta bienaventuranza
penetra como un rayo láser, y nos facilita enfrentarnos a él con confianza en Jesús,
porque él recorrió antes el mismo camino. Cristo también afrontó el ridículo, la pérdida
material y el dolor de su misión. Fue torturado y sentenciado a muerte en la cruz, pero se
alzó de entre los muertos. El mismo cuerpo que murió en la cruz fue transformado; sus
cicatrices se convirtieron en trofeo de su amor, y sus heridas se llenaron de gloria. El
cuerpo resucitado venció el dolor. Por nuestra fe, el sufrimiento se convierte en fuente de
purificación. Elimina el caos mental y nos presenta la simple verdad de la vida,
dejándonos la elección entre la fe y la esperanza en Jesús o, alternativamente, la
desesperación. Es más; el sufrimiento se convierte en una herramienta por la que nuestro
amor se asemeja más al de Cristo, siendo así instrumento de salvación[30]. O al menos
puede serlo, si tenemos fe. Las bienaventuranzas no son clichés para la autoayuda. Sin
Jesús, el sufrimiento es un mal sin sentido. Con él encontramos consuelo.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

Por descontado, la América moderna es una tierra de abundancia. El hambre hiriente


y la escasez material no son experiencias habituales para la mayoría de sus ciudadanos.
De hecho, hemos tenido que buscar formas de entretenernos. Cada año se gastan miles
de millones de dólares, no en productos básicos, sino en coches, mascotas, bolsos,
televisión por cable, películas, Facebook, Twitter y otras diversiones. Existen sectores
económicos al completo para satisfacer estas demandas. Aun así, rodeados de riqueza,

127
seguimos insatisfechos. Puede que vivamos en una tierra de plenitud, pero –como diría
Agustín– en nuestro corazón nos encontramos en la tierra de la escasez.
Esta hambre de felicidad no es nueva, ni tampoco el intento de satisfacerla con cosas
materiales. Hace muchos siglos, san Gregorio Magno observó que experimentábamos un
deseo de bienes materiales antes de poseerlos, y que nos atraían con fuerza. Una vez
alcanzados, tras una breve satisfacción, acabábamos por cansarnos[31]. Por el contrario,
continuaba san Gregorio, los bienes espirituales no se valoran hasta que se han probado.
Una vez experimentados, se despierta nuestro deseo, y seguimos buscándolos. Esta
hambre tampoco se satisface por completo, pero no nos cansa[32]. Este es el sentimiento
que nos llena cuando terminamos un retiro queriendo más, pero sintiéndonos llenos, o
cuando la Misa nos hace desear estar en el paraíso, pero también nos anima a amar más a
los que nos rodean, aquí y ahora.
Esta bienaventuranza nos recuerda que solo las cosas espirituales pueden
satisfacernos. Nos llama a apartarnos de las apetencias materiales, adoptando lo que
promulgan las bienaventuranzas: pobreza, humildad, mansedumbre. Todo esto exige una
buena dosis de autonegación y la voluntad de aceptar el sufrimiento. La paradoja de las
bienaventuranzas es que no existe otra forma de encontrar la felicidad[33].
Una vez tratado el tema del hambre, ¿qué ocurre con la justicia? Esta virtud procede
de una correcta relación con Dios. En la antigua alianza, significaba adherirse a los
preceptos de la ley mosaica con todos sus vericuetos. Con la nueva alianza, supone
caminar en la fe en Jesucristo, que nos incorpora a su justicia[34]. Esa idea de justicia
unida a la fe subraya que, en la Biblia, este concepto no es un ideal abstracto de
igualdad. No es distante y ciega como nuestra estatua, con una balanza y los ojos
tapados. La justicia tiene que ver con relacionarse adecuadamente con los demás, y en
primer lugar, y sobre todo, con Dios, que es la fuente de toda rectitud y justicia[35].
Mientras siga existiendo el pecado en el mundo, nos veremos afectados por las
relaciones injustas. Los pobres serán perseguidos, los poderosos y «cultivados» se
burlarán de Dios, y los que tienen hambre y sed de justicia nunca se verán satisfechos.
Pero su dolor les llevará a compartir con otros el amor y la misericordia de Dios. Su
hambre por lo espiritual no les alejará del mundo, sino que les hará amar lo terrenal de
un modo ordenado. Sabiendo que su rectitud procede solo de Dios, alcanzarán la libertad
evangélica de trabajar por él, y no por ellos mismos.
La santidad no es una cuestión de ir sumando puntos. Las buenas obras nacen de la
fe, la esperanza y la caridad[36]. Los verdaderos discípulos reconocen que tienen hambre
de felicidad luchando en el camino al cielo, confiando en que verán a Dios cara a cara y
que la bienaventuranza se cumplirá, colmándoles de satisfacción.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

128
Justo después de la bienaventuranza que habla de la rectitud y la justicia de Dios, nos
encontramos con la que habla de la misericordia. Es una palabra de origen latino que
capta bien la esencia; significa mover nuestros corazones con la miseria de los demás. Es
una actitud persistente de amabilidad y perdón hacia los otros. Con frecuencia se opone
la justicia a la misericordia, incluso pensando en Dios. Los que lo hacen aluden a la
misericordia que supera a la justicia, como si Dios quisiese castigarnos con una mano, y
con la otra sintiese pena por nosotros.
Pero Dios no tiene emociones encontradas como nosotros. Su justicia y su
misericordia van de la mano, y se complementan. De hecho, la misericordia es la clave
musical en la que interpreta su justicia. Dios manifiesta su piedad atemperando su
justicia, no siendo injusto. Si hubiese de menoscabar su rectitud, o la nuestra, entonces
sería una falsa piedad. Dios nos quiere tanto que desea que seamos perfectos, y por eso
envió a su Hijo, por amor, para conducirnos a la rectitud.
Las anteriores bienaventuranzas describían necesidades concretas o situaciones
dolorosas. Esta, en cambio, y las dos posteriores, describen cualidades que merecen una
recompensa[37]. Con frecuencia solemos pensar en la misericordia como en un
sentimiento, como la pena o la empatía, y es cierto que esos impulsos son parte de ella.
Pero, en realidad, la misericordia –como ocurre con la esperanza, de la que hablamos en
el capítulo anterior, y con la paz y la pureza, que veremos en las siguientes
bienaventuranzas– es algo más que un sentimiento. Esta cualidad trata de lo que
hacemos, y de los motivos por los que obramos así. Está unida a nuestra voluntad[38].
La verdadera misericordia, como vio con tanta claridad el Papa Francisco al
convocar el Año Jubilar en 2015, irrumpe en nuestro habitual cálculo de lo que es justo.
Tendemos, comprensiblemente, a ver las cosas como buenas y malas, y nos gustaría
arreglar o castigar el mal con firmeza. No nos agradaría ver a nuestros oponentes irse de
rositas, con un instinto que queda claramente reflejado en el Tratado de Alinsky.
Muchas de sus tácticas tratan de hundir y humillar al adversario, reduciéndolo a la nada,
y eso en nombre de una sociedad más justa.
El rumbo de la misericordia es otro. Como escribe Servais Pinckaers, «la
misericordia cumple con la justicia, no solo de hecho, también de corazón. A ojos del
misericordioso, la mayor miseria no es sufrir una injusticia, sino cometerla, y acabar
amándola. Por encima de las acciones supuestamente injustas, la misericordia tiene en
cuenta a la persona, siempre capaz de regresar al camino recto con la ayuda de la gracia
de Dios, y sigue amándola a pesar del mal que haga. Así es como funciona la
misericordia: combate la injusticia con sus armas, conquistando nuestro corazón y el
corazón de los demás»[39]. Hay que observar aquí que no se acepta ni se rinde ante la
injusticia, como tampoco Dios acepta nuestro pecado ni lo llama virtud. Lo que hace es
oponerle el amor, que es algo mucho más radical que cualquier demonización que

129
pudiese plantear Alinsky.
La misericordia comienza con una conciencia clara y profunda de la necesidad que
cada uno tiene de ella. Mientras Alinsky ve la injusticia primero en los demás, el
misericordioso ve el pecado, sobre todo, dentro de sí mismo. Pero también vemos cuánta
misericordia hemos recibido de Dios, en la pasión de Cristo, en los sacramentos, en el
amor que recibimos de nuestras familias y en la Iglesia. Habiendo recibido tanto,
podemos dar mucho. Como subraya Pinckaers, «habiendo desterrado así la dureza y el
espíritu de venganza, el misericordioso conocerá mejor que nadie cómo discernir el
mejor modo de promover la verdadera justicia»[40]. Actuar con misericordia significa
actuar según la justicia de Dios, con el mismo espíritu con el que él actúa, y nos permite
vislumbrar la naturaleza de Dios, viviendo su vida divina en lo ordinario[41].

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

¿Recuerdas cómo hemos hablado de las bienaventuranzas con respecto a la antigua


alianza y la ley mosaica? Este es un buen ejemplo. Pensemos en el Salmo 24, que
describe cómo se va al templo para adorar al Señor: «¿Quién subirá al monte de Yahvé?,
¿quién podrá estar en su recinto santo? El de manos limpias y puro corazón, el que a la
vanidad no lleva su alma, ni con engaño jura. Tal es la raza de los que le buscan, los que
van tras tu rostro, oh Dios de Jacob» (Sal 24, 3-4.6). Esta plegaria nos recuerda que la
pureza es un rasgo determinante en los que adoran al Señor en la liturgia. En la antigua
alianza, adquiría con frecuencia –aunque no siempre– forma de ritual. En la nueva, Jesús
se fija sobre todo en la pureza de corazón[42].

***

Dada la naturaleza hipersexualizada de la cultura actual, al pensar en la pureza


solemos hacerlo sobre todo en la sexual. Y, refiriéndonos a la pureza sexual, nos viene a
la cabeza sobre todo la abstinencia. De este modo la pureza, en cierta forma, se convierte
en no experimentar algo que queremos. Esto es una distorsión: la pureza se refiere sobre
todo a la integridad o plenitud, y significa que el cuerpo, la mente, el corazón y el alma
se ordenan correctamente hacia Dios. Cada elemento de lo que somos cumple su parte
para unirnos con Dios, que es nuestra felicidad. Dada la fuerza de los deseos sexuales,
actuar correctamente con respecto a ellos es una parte fundamental para mantener la
pureza. Para los solteros y los célibes, como ya se ha visto en estas páginas, significa
ofrecerlos a Dios, y buscar cómo enfocarlos en el amor y el servicio a los demás.
Como sacerdote y obispo, en mi caso significa que debo entregarme para ser un buen
padre para los miembros de nuestra iglesia local. Para las parejas casadas, la pureza
quiere decir darse el uno al otro al completo. En su caso, la castidad supone, de forma

130
natural, también intimidad sexual. Pero la pureza de corazón no se limita a los asuntos
sexuales: la cuestión es que los amores más pequeños, o el pecado, no nos distraigan del
Señor. Debemos guardar el corazón, no solo contra la lujuria o la pornografía, sino
contra el chismorreo, la ira, el orgullo, la codicia y el egoísmo. Así nos mantendremos en
el camino hacia Dios, con su gracia, y terminaremos por regocijarnos al verlo, algún día.
La pureza, por tanto, procede de la conformidad de nuestro cuerpo, mente, corazón y
alma con Jesucristo, unidos hacia un mismo fin por su amor. En nuestras vidas
deberemos, según este principio, recorrer el camino de servicio que él mismo tomó.
Debemos amar como él lo hizo, y creer la promesa de que, si lo hacemos, veremos a
Dios cara a cara, y nos llenaremos de la alegría inmensa para la que hemos sido creados.

Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Comprender la pureza como la conformidad con Jesús nos ayuda a entender también
esta bienaventuranza. Como dijo san Agustín, la paz es la tranquilidad del orden. No es
un sentimiento cálido y difuso. Es lo que sucede cuando todo funciona como debería, y
esto solo ocurre cuando las cosas están alineadas con el designio de Dios. El Padre nos
muestra cómo es un hombre de paz en Jesucristo, que es el modelo de lo que significa
ser humanos. Así pues, los que trabajan por la paz son los que viven de un modo
conforme a Jesús, y hacen presente en sus vidas el orden y la paz de Cristo, ordenando
así el mundo según ese modelo.
Si lo que nos preguntamos es cómo trabajar por la paz, la respuesta es
sorprendentemente simple: yendo a confesar. Leyendo la palabra de Dios. Adorando al
Señor en la Misa. Amando y respetando a tu marido. Admirando y protegiendo a tu
esposa. Valorando a tus hijos. Pagando a tus empleados un salario justo. Es evidente que
hay otras maneras de traer la paz, pero, para el cristiano, una vida a imitación de la de
Jesucristo es el primer paso para construir la paz en el corazón, en la familia y en el
mundo.
Tengamos en cuenta que la paz de Cristo puede no ser lo que esperábamos. Por una
parte, Jesús dice a los que sana: «Vete en paz». Por otra, advierte de que no ha venido a
traer la paz, sino la división y la espada (Lc 12, 51). La paz de Jesús no admite el pecado
en nuestro corazón ni en el mundo. Nos da su paz, pero no como el mundo la da (Jn 14,
27).
Resulta útil recordar la distinción que realiza Pinckaers entre una paz cobarde y una
noble[43]. La cobarde está llena de miedo, y evita el conflicto evadiéndolo y pactando.
Esta paz supone una gran tentación para todos. Nos sentimos «asentados» y tranquilos en
la vida americana, y eso nos gusta. Preferimos no perder nuestros privilegios, o cambiar
el estatus, por lo que seguimos a Cristo con menos entrega, para no quitarnos

131
comodidades. Pero esta clase de paz no es duradera. Es una mentira y, según la cultura
se vuelve cada vez más hostil a los que se toman la fe católica en serio, es imposible de
mantener.
En contraste, la paz noble asume con alegría sus compromisos, y anuncia con
valentía la verdad. Está llena de justicia y de amor, y procede del conocimiento de ser
hijos e hijas amados por Dios, porque estamos unidos a su Hijo por la fe, la esperanza y
el amor, y porque no hay poder en el mundo que nos pueda separar de ese amor (Rm 8,
38-39).

Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de


los Cielos.

Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase
de mal contra vosotros por mi causa.

Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la
misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.

Esta bienaventuranza nos hace recordar algo que olvidamos con facilidad: si
intentamos vivir una vida cristiana, seremos perseguidos. A primera vista podría parecer
imposible. Hoy muchos cristianos viven en las mismas áreas residenciales que otros
norteamericanos. Sus hijos van a buenos colegios, y encajan bien en la sociedad. Así
que, cuando la cultura se vuelve contra nosotros, o la gente se burla de lo que creemos,
nos impacta.
Hemos olvidado que Jesús nos prometió que, si le somos fieles, incluso aunque lo
hagamos con amabilidad y con amor, habrá personas que nos odien. Esto significa que,
si somos leales a la fe católica, tratarán de silenciarnos. Nos intentarán expulsar de la
plaza pública y nos presionarán para que transijamos con nuestras convicciones morales.
Como hemos visto, esto ya está ocurriendo en nuestro mundo, con ataques crecientes a la
libertad religiosa, y con esfuerzos por obligar a ministros y organizaciones católicas a
colaborar con políticas destructivas y conductas desordenadas, violando su identidad
religiosa. Y, lejos de mejorar, va a empeorar.
Aunque nos podamos topar con el desprecio hacia nuestra fe, la situación en otros
países es mucho peor[44]. Hace algunos años, el arzobispo Amel Shamon Nona escribió
una carta a los cristianos de Occidente. Nona encabeza la Iglesia en Mosul (Irak). En
2010 le nombraron arzobispo, después de que su predecesor muriera asesinado
violentamente. El día después de su llegada a la ciudad, comenzaron a matar a los

132
cristianos, incluso al padre de un joven que estaba rezando con él en la iglesia. Muchos
cristianos huyeron, y la violencia brutal de los extremistas musulmanes le hizo
preguntarse cómo podía fortalecer la fe de los miembros de su iglesia que aún
permanecían allí. ¿Cómo vivir la fe en una época de persecución salvaje? El arzobispo
Nona llegó a esta conclusión:

Me di cuenta de que, por encima de todo –a pesar del sufrimiento y la


persecución– es de una importancia fundamental conocer verdaderamente nuestra
fe, y la causa de esa persecución. Profundizando en el sentido de lo que significa
ser cristiano, descubrimos distintos modos de dar sentido a esta vida de
persecución, y hallamos la fuerza necesaria para soportarla. Desde el momento en
el que aguardamos la muerte, amenazados por aquellos que pueden matarnos a
tiros en cualquier momento, debemos saber cómo vivir nuestras vidas. El mayor
desafío al enfrentarse a la muerte a causa de nuestra fe consiste en conocer esta
misma fe, de tal forma que la vivamos constantemente y por completo, incluso en
ese mismo instante, breve, que nos separa de la muerte.
Mi objetivo con todo esto es el de reafirmar que la fe cristiana no es una teoría
racional abstracta, alejada de la vida diaria real, sino un medio para descubrir su
significado más profundo y su expresión más elevada, revelada en la Encarnación.
Cuando una persona descubre esta visión, estará dispuesta a soportar lo que haga
falta para salvaguardar el descubrimiento, incluso si eso significa morir por su
causa.

En China, India o Corea del Norte, y en numerosas naciones musulmanas, son


comunes hoy las persecuciones sangrientas y el acoso a los cristianos. Como miembros
libres del cuerpo de Cristo, debemos vivir nuestra fe con mayor intensidad, por aquellos
que no pueden hacerlo. El testimonio de los primeros mártires nos recuerda que, en la
misma medida en que una apasionada vida cristiana es difícil, también es alegre[45].
Las bienaventuranzas no proponen un camino sencillo, pero conducen a una alegría
extraordinaria y contagiosa. Nos muestran cómo vivir y compartir la fe en tiempos
difíciles, y nos enseñan que la verdadera felicidad reside en la unión con Dios, a través
de la pobreza de espíritu, la mansedumbre, el hambre, la misericordia, la pureza, la paz y
el testimonio valiente. Nos ofrecen una gran aventura, y depende de nosotros aceptarla o
rechazarla.

133
10. REPARA MI IGLESIA

Habéis venido hoy, padres y hombres rectos,


para celebrar este concilio (…) pero desearía que, conociendo vuestro nombre y
profesión, penséis
en la reforma de los asuntos eclesiales:
porque nunca fue más necesario, y jamás precisó
la situación de la Iglesia de mayores esfuerzos.

John Colet,

Discurso a los dirigentes


de la Iglesia católica en Inglaterra, 1512
Toda persona es preciosa a los ojos de Dios, pero el cristianismo no es una religión
individual. Jesús no vino para ser nuestro entrenador particular, ni para que le
siguiésemos cada uno por nuestra cuenta. Vino a fundar una familia que haría arder al
mundo con el amor de Dios.
Debemos ahora considerar lo que significa ser miembros de esta familia que
llamamos Iglesia. Hay que examinar cómo vivimos nuestra vocación juntos, porque esa
es la forma más fructífera de dar testimonio de nuestra fe. Pero, en primer lugar,
deberíamos tener en cuenta cuáles son las dificultades a las que nos enfrentamos: el culto
al individualismo, el institucionalismo y el clericalismo.
El individualismo es la idea de que podemos encontrar a Dios por nuestra cuenta.
Todos tenemos amigos que afirman: «Soy espiritual, pero no religioso». Con eso,
habitualmente se quiere decir que se busca un propósito y una unión en alguna instancia
superior, pero sin la carga de una tradición religiosa, y sin que nadie diga lo que hay que
creer. Puede sonar atractivo, pero no es cristiano. Como afirmó un académico, «la
espiritualidad se refiere al hombre que busca a Dios, pero en el catolicismo es Dios el
que busca al hombre»[1].
Como ya se ha visto, la vida americana ha tenido, históricamente, un fuerte
componente individualista. Los primeros colonos estaban imbuidos de la teología
reformista y de la dura experiencia de los extremos. Por lo tanto, no es sorprendente que
sean muchos los estadounidenses que viven su fe con un enorme individualismo. Y los

134
católicos –que respiran el aire americano desde hace generaciones– no son la excepción.
Muchos van a Misa, pero sin una actitud activa en su parroquia, ni tratan de compartir la
vida eclesial con otros.
Todos somos también propensos al segundo rasgo, el institucionalismo.
Los católicos de EE.UU. están acostumbrados a que la Iglesia sea una institución
enorme. Tenemos grandes edificios y gestionamos una extensa red de colegios,
hospitales, parroquias, entidades sociales y otros servicios. Resulta fácil abdicar del
sentido personal de la misión en favor de la maquinaria religiosa oficial, y agotar las
energías en la burocracia. Los católicos también tendemos a pensar en la Iglesia como en
una parte del mobiliario cotidiano de América. Incluso si nos hemos alejado de la fe y
jamás donamos un céntimo, queremos que la parroquia de nuestra infancia siga abierta,
por pura nostalgia.
Pero la Iglesia no es solo una institución física, por supuesto, sino también social,
con ideas coherentes sobre la atención a los pobres y la construcción del bien común. En
ese sentido, damos por sentado que la institución tiene acomodo dentro del gobierno. Al
fin y al cabo han sido numerosos los autodenominados católicos que han desempeñado
puestos públicos a escala nacional.
El tercer problema con el que choca la Iglesia es el clericalismo, un tipo concreto de
dependencia mutua que distorsiona, al mismo tiempo, la función de los sacerdotes y del
pueblo. En apariencia, el clericalismo es un acento excesivo en el papel de los dirigentes
consagrados, en detrimento de los laicos. La historia está plagada de malos ejemplos que
respaldan esta visión.
Pero la realidad americana es más compleja. Si «el cura» es el responsable de todo, y
además tiene un acceso único y reservado a lo sagrado, entonces también se le puede
culpar por cada cosa que ocurra, y los demás se liberan de sus obligaciones como
discípulos. Puede ser una excusa muy conveniente. Los laicos tienen razón cuando se
quejan de que se les trate como a ciudadanos de segunda categoría en la Iglesia. Esto,
hoy por hoy, ya no puede seguir siendo así, pero también es cierto que, con los derechos,
vienen las obligaciones. En el bautismo todos recibimos un mandato misionero y, como
dijo Benedicto XVI hace unos años, «[La Iglesia necesita] un cambio de mentalidad,
especialmente en lo que concierne a los laicos. Ya no se les puede ver como
“colaboradores” del clero, sino que se les debe reconocer como corresponsables del ser y
la acción de la Iglesia, fomentando, por tanto, la consolidación de un laicado maduro y
comprometido»[2].
El individualismo, el institucionalismo y el clericalismo son desviaciones del
genuino cristianismo. Sí, es vital caminar personalmente con Dios. Sí, las instituciones
católicas son importantes. Y, sí, los sacerdotes, diáconos y religiosos ocupan un papel
irremplazable de liderazgo y testimonio dentro de la Iglesia. Pero cada uno de estos

135
aspectos también puede convertirse en la cizaña que ahoga el discipulado (cfr. Mt 13,
22).
Ya está produciéndose un cambio profundo en nuestra cultura, en cierta forma,
problemático. Esto significa que ese cambio ha llegado también a la Iglesia, y el
problema está compuesto por la convergencia de varios factores: el declive de la fe
religiosa tradicional entre los jóvenes; los rápidos cambios tecnológicos y sociales; la
cultura del ruido, que ahoga el mensaje cristiano; el decaimiento de la práctica cristiana;
una infraestructura envejecida y excesiva; un ambiente legal y político crecientemente
hostil; la ambición y la división dentro de la propia Iglesia.
Dicho llanamente, los hábitos de pensamiento que han guiado tradicionalmente a la
Iglesia son inadecuados para el terreno pastoral, muy diferente, al que se enfrentarán los
católicos norteamericanos en los próximos diez o veinte años. La Iglesia de mañana no
tendrá el mismo aspecto que la Iglesia de hoy, y mucho menos el de la antigua. Y
bastantes de nosotros no estamos preparados para lidiar con estas nuevas realidades.
Desde la cruz en San Damián, Jesús le dijo a san Francisco de Asís: «Repara mi
Iglesia». Como descubrió el santo, no se refería a una capilla derruida, sino a toda la
Iglesia. La reforma medieval de Francisco –que, a través de la Iglesia, llegó a todo el
mundo– comenzó con la obediencia, no con la rebelión, y se fue implantando en las
almas una a una. En esta época, como en la de san Francisco, debemos reparar la casa
del Señor. Necesitamos prepararnos para la posibilidad de que la Iglesia sea más
pequeña y más pobre. Pero, más aún, debemos garantizar que en los años que vengan sea
más vigorosa, más creyente, más explícitamente misionera.
Esto significa cultivar en laicos y sacerdotes un sentido más claro de lo que es, y de
quién es, la Iglesia, separada y distinta de lo que la rodea: una familia de familias; una
comunidad íntima de amistad cristiana, con una vocación compartida por la santificación
del mundo; una madre, maestra y abogada; el camino a la felicidad eterna, y un antídoto
contra el aislamiento y el individualismo radical de la moderna vida democrática. Todo
esto precisa recuperar el sentido de la historia y la identidad católicas; fortalecer los
hábitos de oración y adoración; guardar la memoria de las duras luchas que ha soportado
la Iglesia en este país; un desprecio de los privilegios y un afán de ascetismo personal e
institucional.
El «poder» de la Iglesia no reside en sus manifestaciones públicas ni en sus recursos
materiales, estructuras o servicios sociales, sino en su capacidad para formar y guiar a
personas, convirtiéndose en el objeto primordial de su lealtad. Cuando los católicos
confían en sus dirigentes y creen sus enseñanzas, la Iglesia es fuerte. Cuando no lo
hacen, o cuando pierden de vista qué y quién es la Iglesia, es débil. Por eso los obispos
son tan gravemente responsables de su acción o inacción, y por eso los católicos que
socavan la confianza en el magisterio pecan con tanta gravedad contra su propio

136
bautismo.
Para recuperar la identidad de la Iglesia, primero debemos recordar la nuestra.
Nuestras vidas son un don del amor de Dios y, como católicos, creemos que Dios mismo
es una comunión trinitaria de personas, unidas en esencia y por el amor. Antes de ser
elegido papa, Joseph Ratzinger describió este amor con gran belleza:

[Dios] me amó primero, para que yo pudiese después amar. Fui creado porque
me conocía y me amaba, así que no he sido arrojado al mundo por azar. Por lo
tanto, debo hacer lo que esté en mi mano para surcar este océano que es la vida,
pero precedido por una percepción de lo que soy, una idea y un amor, que están
presentes en lo que constituye mi ser. Dios está aquí antes, y me ama. Y este es el
terreno firme sobre el que se mantiene mi vida, y sobre el que yo mismo la
construyo[3].

A diferencia del resto de la creación, Dios nos hizo a su imagen y semejanza, para
que pudiésemos también vivir en comunión, con Él y con los demás. El mundo nos dice
que existimos para satisfacer nuestra voluntad, y que somos más humanos cuanto más
logramos o tomamos lo que deseamos. Jesús nos enseña lo contrario: nos muestra que
ser imagen de Dios significa vivir en una comunión fundamentada en la entrega de sí.
Jesús nos advirtió de que aquellos que ganen su vida, la perderán, y que los que la
pierdan, por su causa y por amor al reino de Dios, la encontrarán (Mt 16, 25; Lc 9, 24).
El Concilio Vaticano II y san Juan Pablo II se hicieron eco de esta idea, llamando
constantemente a los cristianos a darse a Dios y a los demás. Solo haciendo de nuestras
vidas una ofrenda de amor nos volvemos más humanos, convirtiéndonos en aquello para
lo que nos creó Dios[4].
La Iglesia, por tanto, es una comunión de personas llenas del Espíritu Santo, que se
entregan los unos a los otros, y a Dios, por amor. Su comunión –cuando se vive con
fidelidad y alegría– muestra al mundo la misma comunión de amor que existe en Dios.
En esta comunión somos llamados a ayudarnos mutuamente para alcanzar la santidad.
Cada persona juega un papel distinto, que no compite con los otros, sino que se
complementa y se dedica al servicio de los demás[5].
También estamos llamados –todos nosotros– a anunciar el evangelio a los que nos
encontremos. No podemos encerrar el amor de Dios en nuestra familia, nuestra parroquia
o nuestra cultura particular. «Incumbe a todos los laicos la preclara empresa de colaborar
para que el divino designio de salvación alcance cada vez más a todos los hombres de
todos los tiempos y en todas las partes de la tierra»[6].

***

137
Hay algunos pasajes de la Escritura que iluminan este aspecto. Podemos detenernos,
en primer lugar, en el capítulo 12 de 1 Corintios. Allí san Pablo describe cómo el
Espíritu nos hace trabajar unidos para crecer juntos en Cristo. Es un pasaje tan conocido
que podríamos pasar por alto su significado, por lo que es importante leerlo despacio,
como si fuese la primera vez:

A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común


(…). Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a
cada uno en particular según su voluntad. Pues del mismo modo que el cuerpo es
uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no
obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo.
Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que
un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo
Espíritu.
Así también el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos. Si
dijera el pie: «Puesto que no soy mano, yo no soy del cuerpo», ¿dejaría de ser
parte del cuerpo por eso? Y si el oído dijera: «Puesto que no soy ojo, no soy del
cuerpo», ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Si todo el cuerpo fuera ojo,
¿dónde quedaría el oído? Y si fuera todo oído, ¿dónde el olfato? Ahora bien, Dios
puso cada uno de los miembros en el cuerpo según su voluntad. Si todo fuera un
solo miembro, ¿dónde quedaría el cuerpo? Ahora bien, muchos son los miembros,
mas uno el cuerpo.

Lo primero que debemos observar es que los dones que recibimos de Dios están
ordenados al bien común. San Pablo cita varios, como la profecía, la sanación y el
espíritu de servicio, pero la lista podría aumentar. El matrimonio, por ejemplo, no es solo
para el marido y la mujer, sino también para fortalecer a la Iglesia y difundir el
evangelio. Como nos recuerda san Pablo, nadie puede decir que no tiene sitio en la
Iglesia. Todos formamos parte del mismo cuerpo, buscamos la misma santidad, con los
dones del mismo Espíritu que Dios nos ha dado según su plan para el mundo. Todos
estamos llamados a servir y a predicar el evangelio a los demás.
Cuando buscamos hacerlo con sinceridad, la Iglesia es fuerte, aunque sus miembros
sean pocos. A los Padres de la Iglesia les gustaba compararla con un campo con
diversidad de plantas. Como escribió san Ambrosio, «un campo produce muchos frutos,
pero es mejor el que abunda en frutos y flores. Ahora bien, el campo de la santa Iglesia
es fecundo en unos y otras. Aquí puedes ver florecer las gemas de la virginidad, allá la
viudez dominar austera como los bosques en la llanura; más allá la rica cosecha de las
bodas bendecidas por la Iglesia colmar de mies abundante los grandes graneros del
mundo, y los lagares del Señor Jesús sobreabundar de los frutos de vid lozana, frutos de

138
los cuales están llenos los matrimonios cristianos»[7].
Empleando otra metáfora, Jesús afirma que el reino de los cielos es como el dueño de
una viña que sale a buscar jornaleros (Mt 20, 1). Todos somos empleados en la viña del
Señor y, como animaba a hacer san Gregorio Magno a los fieles de Roma, «fijaos en
vuestro modo de vivir, queridísimos hermanos, y comprobad si ya sois obreros del
Señor. Examine cada uno lo que hace y considere si trabaja en la viña del Señor»[8].
También recordamos la parábola de los talentos, en la que un hombre entrega a cada
sirviente una cantidad distinta de plata, para que la cuide mientras está fuera (Mt 25, 14-
30). A uno le da cinco talentos, a otro, dos y al último, uno. Cuando, al regresar,
descubre que los dos primeros han invertido el dinero y han obtenido más, los premia.
Pero, cuando ve que el que recibió solo un talento tuvo miedo y no lo utilizó, se lo quita
y se lo da al que había doblado los cinco.
Dios no es severo, pero nos ha otorgado muchos bienes: dinero, salud, tiempo, una
vocación, los sacramentos… la lista es larga. No nos los ha dado a la ligera, sino para
que los empleemos en la gloria de Dios, y por amor a nuestros hermanos y hermanas.
Nadie tiene unos talentos tan insignificantes que no pueda ponerlos al servicio del reino.
La vida es corta, y nuestro tiempo en este mundo, breve. Un día se nos pedirá cuentas de
nuestra administración, y Dios nos preguntará qué hicimos con nuestros dones y por qué.
¿Los empleamos para edificar la Iglesia o para satisfacernos a nosotros mismos? ¿Los
compartimos o los acumulamos? Ese día querremos salir de la pequeñez de nuestros
corazones, hacia la alegría de nuestro Señor (cfr. Mt 25, 21).
Jesús utiliza tres imágenes para describir el uso que podemos hacer de estos dones
por el reino de Dios: la sal, la luz y la levadura o fermento. Dice que el reino de los
cielos es como «la levadura que tomó una mujer y metió en tres medidas de harina, hasta
que fermentó todo» (Mt 13, 33); y a sus seguidores: «Vosotros sois la sal de la tierra.
Mas, si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser
tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede
ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una
lámpara para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a
todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que
vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,
13-16).
Veamos el razonamiento. La levadura se mezcla con la harina, y la masa crece.
Ponemos sal en la comida, y esta sabe mejor. Encendemos las luces de un cuarto para
poder ver. La levadura, la sal y la luz no son el centro de atención, sino que aportan sus
cualidades para mejorar otra cosa. Así debería ser la labor de la Iglesia en el mundo.
Uno de los pasajes bíblicos más importantes –y bellos– en los que se describe la
Iglesia es el que Jesús expone en su visión de la vida cristiana, tras la narración de la

139
última cena del evangelio de san Juan:

Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí


no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto.
Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced
en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí
mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid; vosotros, los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da
mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no
permanece en mí, es arrojado afuera, como el sarmiento, y se seca; luego los
recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras
permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi
Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos. Como el Padre me
amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los
mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Os he dicho esto, para que
mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado (Jn 15, 1-17).

Una vid tiene dos partes: las hojas y los frutos, y las ramas verdes que nacen de la
propia vid nudosa. Estas ramas se deben podar, a veces con fuerza, para que nazcan
frutos mejores y más abundantes. En la Iglesia somos parte de las muchas ramas que
proceden de Cristo, la vid, y debemos permanecer en él si queremos vivir su vida divina.
El verbo «permanecer» (en griego, meno) es importante para Juan, y sugiere una vida
conjunta en profunda unidad con Jesús. La rama no tiene nada que no proceda de la vid,
de la que recibe toda su vida. Separada, se marchita y muere, pero, unida, vive y da un
fruto hermoso. Debemos estar unidos al Cuerpo de Cristo, la Iglesia, para recibir el
Espíritu Santo a través de ella. Para lograrlo, debemos dejar que el Espíritu opere en
nosotros y por nosotros, guardando los mandamientos de Cristo y amándonos como él
nos amó. La unidad con Cristo en el Espíritu es la que nos permite levantar su Iglesia[9].
El propósito de esta tarea, y de la vida cristiana, no es llevar una carga soporífera, sino
alcanzar la alegría.
Jesús nos da sus mandamientos y nos invita a formar parte de la Iglesia para que
nuestra alegría sea completa. Hemos sido creados para vivir en comunión con él, y con
los que están unidos a él. Por eso «la Iglesia no se dedica a colocar cargas en las espaldas
de la humanidad, ni ofrece una especie de sistema moral. La realidad crucial es que la
Iglesia lo ofrece a él [Jesucristo]. Abre las puertas de par en par a Dios, y ofrece a la
persona lo que más desea, y lo que más puede ayudarla. La Iglesia lo hace sobre todo
mediante el enorme milagro del amor, que jamás deja de repetirse»[10].
Con el bautismo entramos en la Iglesia, y nos injertamos en Cristo, la Vid. El

140
bautismo es un sacramento subestimado, seguramente porque la mayoría fuimos
bautizados de niños y, al no recordarlo, lo tomamos más como una situación de partida
que como un don. Así, son muchos los padres que lo comprenden mejor solo cuando
participan del bautismo de sus propios hijos. Con este sacramento, y con la
confirmación, recibimos el don del Espíritu Santo.
John Henry Newman describe el bautismo como el sacramento que nos hace
similares al Arca de la Alianza, porque a través de él la gloria de Dios, en forma de
Espíritu Santo, habita en nosotros[11]. Todos los demás sacramentos y vocaciones
proceden del bautismo y de su imperativo misionero: es Jesús el que nos designa a cada
uno para proclamar la verdad sobre él como profeta. Nos ha convocado para que
ordenemos el mundo hacia su gloria como rey, y nos ha ungido como sacerdotes para
que le ofrezcamos el sacrificio espiritual de nuestra vida y nuestro amor: tomando el
dolor, el esfuerzo y la belleza del mundo y elevándolo hacia él como adoración[12]. Es
una enorme dignidad, una vocación grandiosa y un don inmenso.

***

Después de mencionar el significado de nuestra vida dentro de la Iglesia, y de


nuestra llamada bautismal, vamos a ver tres modos de vivir esa vocación. El primero es
por las obras de caridad. Sería sencillo ver estas acciones como algo similar a lo que
realizan personas o instituciones no creyentes, pero es un error. La Escritura ofrece una
imagen distinta, como vemos en las conocidas palabras de Jesús en Mateo 25, 31-46:

Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus


ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de él
todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las
ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda.
Entonces dirá el Rey a los de su derecha: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la
herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque
tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero,
y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la
cárcel, y vinisteis a verme». Entonces los justos le responderán: «Señor, ¿cuándo
te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber?
¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te
vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?». Y el Rey les dirá: «En verdad os
digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo
hicisteis». Entonces dirá también a los de su izquierda: «Apartaos de mí, malditos,
al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no
me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me

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acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me
visitasteis». Entonces dirán también estos: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o
sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?». Y él
entonces les responderá: «En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno
de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo». E irán estos al
castigo eterno, y los justos a la vida eterna.

El biblista Gary Anderson indica dos puntos clave en este texto. En primer lugar, la
caridad hacia los pobres tiene el poder de abrir las puertas del paraíso, porque es un acto
sacramental. Jesús nos dice que, cuando le damos algo a un necesitado, se lo damos a él.
Cuando nuestro amor llega a los pobres, lo encontramos a él. Podemos recordar la
historia de san Martín de Tours, quien, al toparse con un hombre aterido de frío, le dio la
mitad de su capa. Esa noche soñó con Cristo, que vestía esa pieza que él le había
entregado.
El segundo punto es que tendemos a pensar que las obras de caridad son algo distinto
de la Misa, pero para los primeros cristianos estaban íntimamente unidas[13]. «En la
Eucaristía, se recrea el amor que Cristo demostró al mundo entregando su vida. En la
limosna, el laico tiene la oportunidad de participar de ese acto divino, imitando la
misericordia de Dios en sus acciones diarias»[14].
Anderson expone otros dos modos de plantearnos las obras de caridad. El primero es
verlas como expresiones de fe; dicen lo que creemos sobre el mundo y sobre el Dios que
lo ha creado. Pensemos en la madre Teresa; atraía a la gente porque vivía una honda
confianza en Dios, y por su amor a los pobres. Sus actos de caridad proclamaban que
Dios es amor: «Ellos nos revelan la estructura oculta en el universo»[15]. El segundo, y
más radical, adoptado a veces por judíos y cristianos, es el de ver la caridad como una
especie de préstamo que hacemos a Dios. Cuando una mujer da limosna a un pobre, no
se limita a dar dinero a una persona; está haciéndole un préstamo a Dios. Sus actos de
caridad son como oraciones constantes pidiendo su misericordia, que el Señor no
ignorará[16].
No debemos plantearnos esto directamente, como si pudiésemos manipular a Dios
con nuestras buenas obras, porque eso no tendría sentido. Dios no puede utilizarse como
un instrumento, sino que nos ilumina para que amemos a los pobres, y después nos da la
«recompensa» que nos merecemos con su ayuda[17]. Al fin y al cabo, se denominan
obras de caridad porque las llevamos a cabo por medio del amor que el Espíritu Santo
nos da, y la tercera persona es la caridad en sí. La belleza de la generosidad es que
alcanza al que da y al que recibe, y se incrementa en ese intercambio. Al dar nuestro
amor, recibimos más amor que dar.
Así funciona el amor de Dios: nos lo da, nosotros respondemos con actos guiados
por ese amor, y entonces –nosotros y aquellos a los que amamos– crecemos en ese amor.

142
Esta dinámica aparece también en otro aspecto vital del cristianismo: la amistad. Como
explicó C. S. Lewis hace muchos años, la amistad resulta sospechosa en una cultura
hipersexualizada, en la que cualquier amor no sexual entre dos amigos cercanos puede
resultar dudoso. Pero la amistad cristiana es muy importante; necesitamos que toda la
Iglesia sea como una familia, pero también precisamos de amigos particulares, cercanos,
con los que compartimos intereses, alegrías y problemas al seguir a Jesucristo. Incluso
en los matrimonios más fuertes, los esposos necesitan a alguien más. Somos peregrinos
hacia la morada del cielo, y cualquier ayuda es bienvenida.
Las sociedades del pasado vieron la amistad como un gran bien, digno de estudio.
Aristóteles hizo de ella la cumbre de su famosa Ética a Nicómaco. Pensadores clásicos
como Cicerón escribieron abundantemente sobre el tema. En la llamada Edad Media –
denominada así con la vanidad de la Ilustración–, un monje inglés, Elredo de Rieval,
leyó la obra de Cicerón, y supo reconocer el valioso material que tenía delante. Unió el
pensamiento clásico romano con la sabiduría del evangelio, y esa mezcla puede
ayudarnos a entender la amistad cristiana y los beneficios que produce.
Puede que un monje medieval parezca irrelevante para nuestra época y
preocupaciones, pero Elredo se nos parecía de forma sorprendente. En su juventud se
encontró dividido entre amores y amistades en conflicto, algunas de ellas pecaminosas,
que le hirieron profundamente, pero encontró en Jesucristo la fuente de la salud. Para
Elredo, la verdadera amistad cristiana comienza cuando dos personas se sienten atraídas
por cierta santidad o virtud que perciben en el otro. Como ambos aman a Jesucristo y
desean cimentar su amistad en ese amor, Cristo –en un sentido real– se convierte en la
tercera persona de su amistad.
El amor que comparten les ayuda a amar más a Cristo y, según crece su intimidad,
también lo hace la que tienen con Él[18]. Según recorren su vida, van ayudándose en el
camino de la santidad, pero también se corrigen y disfrutan de la compañía mutua,
compartiendo temores y confidencias. La descripción de un amigo que ora por el otro, y
la forma en la que el amor entre ellos les lleva al amor a Jesucristo, es conmovedora:

Y así, un amigo que ora a Cristo por su amigo, y desea por el bien de su amigo
que Cristo le escuche, dirige su atención con amor y anhelo a Jesús; entonces
ocurre, en ocasiones, que de un amor se pasa, rápida e imperceptiblemente, al otro,
y llega el contacto íntimo con la dulzura de Cristo mismo, que el amigo también
disfruta, sintiendo su atractivo.
Al ascender de ese amor santo con el que abraza a su amigo, a aquel con el que
abraza a Cristo, participa con alegría en los abundantes frutos espirituales de la
amistad, mientras espera la plenitud de la vida futura. Entonces, con la
desaparición de toda angustia que ahora tememos y la preocupación de unos por
otros, con la superación de la adversidad que sufrimos por el otro y, sobre todo,

143
con la destrucción del aguijón de la muerte y de la muerte misma, cuyas sacudidas
ahora nos afligen y nos obligan a entristecernos por el otro, con la salvación
alcanzada, nos alegraremos en la posesión eterna de la Suprema Bondad; y esta
amistad, que ahora disfrutamos en pequeña medida, se desbordará sobre todos, y
por encima de todos hasta Dios, y con Dios mismo[19].

Pese a la dureza del mundo, con sus flaquezas y fallos, la amistad nos da un anticipo
de la paz y el gozo que experimentaremos plenamente en el cielo. La comunión del amor
cristiano refleja la de la Trinidad hacia la que nos dirige. Elredo dice claramente que es
un tipo de amistad que no puede encontrarse en mucha gente, como mucho en tres o
cuatro personas en toda nuestra vida. Pero es importante para todos los cristianos
disfrutar de una amistad tan profunda y centrada en Cristo, que nos ayuda a estar más
cerca de Dios.

***

El concepto de este monje de la amistad espiritual también nos ayuda a entender la


dinámica del matrimonio cristiano, que es la tercera forma de vivir nuestra vocación en
la Iglesia. La idea de que un hombre y una mujer, unidos en su amor a Jesucristo, pueden
acercarse más a Dios a través de su amor es fundamental para el sacramento del
matrimonio. Por eso el Vaticano II dijo que «el genuino amor conyugal es asumido en el
amor divino»[20]. El apóstol Pablo describe la relación entre Cristo y la Iglesia como un
matrimonio, y enseña que, para el cristiano, su matrimonio es icono de esa unión y de la
entrega total de Jesús (Ef 5, 21-33). Esto significa que, al ser bautizados, entramos a
formar parte del cuerpo que es la esposa de Cristo, por lo que la unión esponsal entre
cristianos tiene lugar dentro de la unión esponsal entre Cristo y la Iglesia. El amor entre
los cónyuges «es elevado y asumido en la caridad esponsal de Cristo, sostenida y
enriquecida por su fuerza redentora»[21].
Así se explicaba en la catequesis de preparación del Encuentro Mundial de las
Familias de 2015: «En el caso de los matrimonios, cuando el esposo y la esposa se dan a
sí mismos con un amor que imita al de Jesús, su ofrenda es parte de la obra de Cristo,
unida al espíritu con el que Jesús se entrega a la Iglesia. Cuando los cónyuges
intercambian sus promesas en la liturgia matrimonial, Cristo recibe su amor nupcial y lo
incorpora al don eucarístico por el que se entrega a la Iglesia y al Padre que, aceptando la
ofrenda de su Hijo, entrega el Espíritu Santo a los esposos para sellar su unión»[22].
Son algo más que bellas frases religiosas: tienen consecuencias prácticas inmensas.
Si el amor esponsal está tan unido al de Cristo por la Iglesia, entonces exigirá realizar
sacrificios como el suyo, siendo una «comunión autosacrificial cruciforme»[23].
Mediante esta comunión en forma de cruz, los esposos se unen más a Jesucristo[24]. Al

144
dar y recibir amor, incluso en sus obligaciones ordinarias, el Vaticano II afirma que los
esposos «imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y
caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación y por
tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios»[25].
Las parejas viven la llamada a la santidad que recibieron en el bautismo a través del
matrimonio, así como su sacerdocio. En el matrimonio, sus vidas cotidianas se
convierten en «sacrificios espirituales agradables a Dios a través de Jesucristo» (1 P 2, 5)
[26]. Por la dinámica del amor, al morir a sí mismos, se hacen –el uno al otro– más
hombre y más mujer, y viven con mayor riqueza[27]. Esta visión del matrimonio, como
la naturaleza de la Iglesia, es radicalmente extraña al espíritu de nuestra época. El
matrimonio, también en esto igual que la Iglesia, es un «largo camino de
misericordia»[28], que exige a los esposos que se sobrelleven, con amor y perdón (Col 3,
13), ofreciendo sus cuerpos de forma casta y santa[29].
Y, al igual que la Iglesia debe traer nueva vida en Jesús al mundo, estar abierta al
don de los hijos es una parte vital del amor esponsal. Uno de los modos en los que el
matrimonio refleja la divinidad es que, igual que el amor de Dios se desbordó en la
creación, el amor de hombre y mujer debería desbordarse en una nueva vida. La familia
es «iglesia doméstica», en la que los padres predican la palabra de Dios a sus hijos por el
ejemplo y la enseñanza[30]. Es una escuela de humanidad más profunda y fructífera[31].
El Vaticano II enseña que una de las gracias fundamentales que puede recibir una
pareja mediante el sacramento del matrimonio es la ayuda de Dios a la hora de
desempeñar «la sublime tarea de ser padre y madre»[32]. La palabra latina que utilizaron
los padres conciliares fue munus, que se puede traducir por «servicio», «misión» y
«don». Un munus es un honor que se recibe, y una carga que se porta. Munus docendi es
la tarea de enseñar que debe cumplir un obispo, el don de la gracia y de la
responsabilidad de sostener las verdades de la fe católica en su iglesia local. Los padres
tienen el munus de hacer exactamente lo mismo en sus hogares[33].
No obstante, el matrimonio no atañe solo a padres e hijos. Como el sacramento del
orden, también se dirige a la salvación de otros, y confiere una gracia especial para la
misión concreta de servir al pueblo de Dios y evangelizar al mundo. Los esposos están
llamados a hacer de sus casas lugares de caridad y misericordia, para poder partir de allí
a difundir el evangelio. También se les llama a invitar a otros a su hogar, y que ahí
experimenten el amor de Jesucristo, especialmente los que no tienen familia propia.
Ahora que la cultura americana se vuelve cada vez más ajena a la fe cristiana, los
hogares católicos deberían convertirse en santuarios contraculturales, donde los invitados
puedan saborear la alegría y libertad que da el Señor. La verdadera hospitalidad no es
cosa de poca monta; en una cultura solitaria, cínica y desatenta, resulta fundamental
como parte de la vida cristiana, y puede ser un medio por el que el amor de Cristo llegue

145
a otros.
En 1512, el sacerdote y maestro inglés John Colet –amigo de Erasmo y de Tomás
Moro– pronunció una ardiente homilía frente a una congregación de altos eclesiásticos
de su país. Cinco años antes de la Reforma, urgió a sus hermanos a alejarse de la
ambición, la comodidad y la mundanidad para reformar la Iglesia, reformando antes sus
vidas. Aunque su audiencia estaba compuesta por obispos y sacerdotes, lo mismo se
podría decir a todo creyente católico, y con la misma urgencia de entonces.
Por este motivo, a estas alturas los lectores ya habrán descubierto que, en un capítulo
dedicado a «reparar la Iglesia», no aparecen nuevas ideas de proyectos, programas,
estudios, procedimientos para elegir a los obispos, comisiones, estructuras, cargos,
sínodos, concilios, planes pastorales, modificaciones en la enseñanza, reasignaciones
presupuestarias, reformas audaces o reestructuraciones de personal.
Nada de eso importa, o al menos no es esencial. Lo único importante, tomando
prestada la idea de Leon Bloy, es ser santo. Y eso lo conseguimos, como Iglesia y como
individuos, viviendo aquello que decimos creer, y creyendo aquello por lo que
generaciones de cristianos han padecido y muerto por defender.
Si queremos arreglar la casa de Dios, renovando la Iglesia, debemos empezar por
reformar nuestros corazones, mirándonos con resolución y honestidad. Tenemos motivos
para hacerlo: podemos dar por sentado que vienen tiempos duros. Sin importar cómo lo
hagamos, nuestro testimonio cristiano –tanto el individual como el que ofrecemos como
una familia en la fe– deberá ser más valiente y caritativo. El resto, por muy piadoso que
se nos presente, es peso muerto.

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11. LA CARTA A DIOGNETO

Cada minuto de cada día, la eternidad nos empuja. El tiempo pasa, y nuestra vida en
el mundo es limitada, como les ocurre a aquellos a los que amamos. Para los cristianos,
por lo tanto, algunas cuestiones son urgentes. A la luz de la eternidad, ¿qué nos pide
Dios? ¿Qué significa ser «pueblo de Dios» hoy, en una época descreída y dispersa?
Hemos fijado la mirada en muchos de los desafíos que surgen ante los católicos
norteamericanos, y también hemos visto que la Iglesia puede cambiar mucho, en tamaño
e influencia, durante las próximas décadas. Para dar un testimonio atractivo de
Jesucristo, los católicos también tendremos que ser distintos; más resolutivos, y mucho
más empeñados en vivir nuestra vocación con entrega y alegría. ¿Cómo lo lograremos?
¿Dónde buscaremos una guía? Podemos empezar a encontrar respuestas en una carta,
escrita hace 1800 años a un hombre llamado Diogneto[1]. Se trata de un documento
curioso por varios motivos. En primer lugar, no procede de los apóstoles, ni de ninguna
figura destacada del cristianismo primitivo. Los Padres de la Iglesia tampoco la citan con
frecuencia y, de hecho, ni siquiera se sabe con certeza quién la escribió. Todo lo que
conocemos es que, en algún momento del siglo II, un cristiano de la actual Turquía
explicó la fe por escrito a alguien llamado Diogneto, que tampoco se sabe quién era.
A pesar de lo que ignoramos, lo que sí sabemos es que ha llegado hasta nosotros una
maravillosa apología de la fe, en la que se describe lo que creemos los cristianos y por
qué lo hacemos. Son muchos los que afirman que la Carta a Diogneto es el mejor
resumen de cómo debería estar presente la Iglesia en el mundo, y lo cierto es que ofrece
una guía útil para afrontar el problema al que todas las generaciones de cristianos han
terminado por enfrentarse: cómo estar en el mundo sin ser del mundo, peregrinos fieles
en una tierra que no es su hogar.
Cuando se escribió la Carta, el paganismo era fuerte, y el cristianismo acababa de
aparecer en la escena religiosa. Para Roma, este joven culto podía ser peligroso y desleal.
Tácito, historiador y senador romano, lo describió en sus Anales como una «superstición
destructiva», llena de «odio por la raza humana». Para las comunidades judías, los
seguidores de Cristo eran heréticos y blasfemos, el producto enfebrecido de los
discípulos descarriados de un rabino menor. Como resultado, los cristianos resultaban
una minoría sospechosa para el Imperio, enzarzada con frecuencia en agrias disputas
teológicas con los judíos, quienes, en muchos lugares, les superaban en número y en
consideración por parte de Roma.

147
Tiene sentido, por lo tanto, que un romano quisiese conocer más acerca de esos raros
cristianos: lo que creían de verdad, y lo que hacían, qué era verdad y qué un rumor
malintencionado. Las preguntas de Diogneto pudieron centrarse en estos aspectos: ¿Por
qué los cristianos no reconocen a las deidades paganas como dioses, pero tampoco
practican el judaísmo? ¿Por qué han aparecido en este momento histórico, y no antes?
¿De dónde procede ese amor que se tienen entre ellos?
Estas cuestiones, a su vez, ponen de manifiesto dos aspectos fundamentales del
cristianismo primitivo. En primer lugar, que no encajaba en las categorías que ofrecía
una sociedad pagana. En un imperio sofisticado, cómodo con sus muchos dioses –
siempre y cuando reforzasen la idea de estado–, su fe era distinta. En segundo término,
esta nueva y curiosa religión hacía que los cristianos se preocupasen los unos por los
otros, de un modo tan tangible que impresionaba a los que lo presenciaban.
Para entender esta nueva religión, le explicaba a Diogneto el autor anónimo:
«despréndete de todas las opiniones preconcebidas que ocupan tu mente, descarta el
hábito que te extravía y pasa a ser un hombre nuevo, por así decirlo, desde el principio,
como uno que escucha una historia nueva, tal como tú has dicho de ti mismo». Para
aquellos de nosotros a los que la buena nueva no nos suena a nueva, sería bueno recordar
lo radical que fue –y sigue siendo– el cristianismo. Para empezar, rechazó por completo
el orden religioso pagano que practicaban griegos, romanos y otros pueblos. Los
cristianos, al mirar a las estatuas de los dioses, solo veían esculturas: masas de mármol,
bronce y arcilla, ridículamente custodiadas por los romanos, noche y día, como si fuesen
una posesión valiosa.
El autor de la Carta tenía en mente, desde luego, las palabras del Salmo 115, 4-8:
«Plata y oro son sus ídolos, obra de mano de hombre. Tienen boca y no hablan, tienen
ojos y no ven, tienen oídos y no oyen, tienen nariz y no huelen. Tienen manos y no
palpan, tienen pies y no caminan, ni un solo susurro en su garganta. Como ellos serán los
que los hacen, cuantos en ellos ponen su confianza». De esos dioses paganos, dice: «A
estas cosas llamáis dioses, de ellas sois esclavos y las adoráis; y acabáis siendo lo mismo
que ellos».
La pietas era una virtud notable entre los romanos, que acusaban a los cristianos de
ateísmo, no en el sentido moderno del término de no creer en ningún dios, sino de
negarse a aceptar las divinidades que todos los demás adoraban. A los católicos
norteamericanos nos suena conocido: cuando nuestra nación arrancaba, no éramos
dignos de confianza por la fidelidad al Papa, que muchos veían como una lealtad poco
patriótica a un príncipe extranjero. En una sociedad sólidamente protestante, el rosario y
los sacramentos eran desdeñados. En una época poscristiana, la extrañeza que
suscitamos es algo distinta.
Los ídolos modernos adoptan hoy la forma de la voluntad humana y de las

148
inclinaciones privadas, envueltas en una piadosa negativa a juzgar la conducta de otros,
que es la mejor forma de no juzgarse a uno mismo. Siempre que no se dañe a nadie, se
razona, la conducta personal es cuestión de soberanía moral individual. Pero, por
supuesto, esto es un engaño. Como no tardará en averiguar todo padre, los defectos y
acciones de cada uno afectan a otros, empezando por los jóvenes, cuyas defensas son
menores.
Mientras el «derecho» a la conducta y a los deseos desordenados se extiende, se
disfraza bajo la protección de las leyes y la respetabilidad pública. Cuanto más
problemática es la conducta, más se santifica la liturgia de la excusa. El asesinato del no
nacido se convierte en un derecho de la mujer a elegir. El matrimonio y la familia se
sacrifican a la «igualdad» de las relaciones entre personas del mismo sexo. Se aplaude a
los padres que ayudan a sus hijos a cambiar de género, aunque eso se hubiese
considerado un abuso hace pocas décadas. Y, mientras florecen estas rarezas, el lenguaje
de la tolerancia y la diversidad, invariablemente, se endurece y reprime a los
«intolerantes» que siguen manteniendo las viejas ideas bíblicas del bien y el mal.
La razón por la que esto ocurre es simple. Ninguna persona, ninguna sociedad y
ninguna nación pueden servir a dos señores. El mal no soporta a sus críticos. El mal no
desea ser tolerado; tiene que ser reivindicado como un derecho.
Así ocurría en el siglo II, y así sigue sucediendo. Como me dijo un amigo, «el
hombre moderno no quiere ser salvado, quiere ser ratificado».

***

Los católicos que buscan vivir su fe con seriedad no encajan en las categorías que les
ofrece la sociedad secular porque el evangelio tampoco lo hace. La Carta a Diogneto
nos recuerda que la fe no es un «descubrimiento terrenal» ni un «pensamiento de algún
mortal» heredado, sino que «Aquel que es verdaderamente omnipotente, creador del
universo y Dios invisible, Él mismo hizo bajar de los cielos su Verdad y su Palabra santa
e incomprensible y la aposentó en los hombres y sólidamente la asentó en sus
corazones».
Dios lo hizo, como sabemos, enviando esa Palabra santa en la persona de Jesús de
Nazaret. El mensaje divino comienza con la Encarnación. El que hizo los cielos, el que
puso en su lugar el sol y la luna y gobierna toda la creación, no vino a nosotros como un
regente imparable, sino como un hombre, mostrando así la delicadeza y ternura de Dios.
Lo que nos enseña esto es que Dios trata de persuadirnos para que lo amemos, sin
obligarnos a hacerlo. Pero, a causa del pecado, podemos no responder bien a esa
invitación, así que Jesús tomó la carga de nuestros pecados, sufriendo la muerte en la
cruz y naciendo de nuevo a la vida.
El autor de la Carta expresa su alegría con elocuencia: «¡Oh dulce trueque, oh obra

149
insondable, oh beneficios inesperados! ¡Que la iniquidad de muchos quedara oculta en
un solo Justo y la justicia de uno solo justificara a muchos inicuos! Así pues,
habiéndonos Dios convencido en el tiempo pasado de la imposibilidad, por parte de
nuestra naturaleza, de alcanzar la vida y habiéndonos mostrado ahora al Salvador que
puede salvar aun lo imposible, quiso que tuviéramos fe en su bondad y le miráramos
como a nuestro sustentador, padre, maestro, consejero, médico, inteligencia, luz, honor,
gloria, fuerza, vida…».
Son estas verdades, prosigue el autor, las que explican por qué los cristianos son
distintos. Al aceptar el evangelio, y «conocido Dios Padre, ¿de qué alegría piensas que
serás colmado? ¿O cómo amarás a quien hasta tal extremo te amó antes a ti? Y, en
amándole, te convertirás en imitador de su bondad. Y no te maravilles de que el hombre
pueda llegar a ser imitador de Dios. Queriéndolo Dios, el hombre puede».
Esta fe en la obra salvífica de Jesucristo, unida a su amor por él, llevó a los cristianos
primitivos a vivir radicalmente la caridad. Se amaban tanto porque se sabían muy
amados; el ejemplo de Jesús les enseñó que Dios no es un ídolo exigente, ni un artefacto
del temor humano, sino el Autor del amor que se da y se sacrifica a sí mismo.
Esta nueva visión de Dios mostró a los cristianos que la felicidad no estaba en
«dominar tiránicamente sobre nuestro prójimo, ni en querer estar por encima de los más
débiles, ni en enriquecerse y violentar a los necesitados». Todo lo recibido lo veían como
un don de Dios, y el cuidado de los pobres era una forma de imitar a Dios, que tanto les
había concedido. Hoy este impulso puede parecernos normal, pero –tal y como han
señalado historiadores del período, como Peter Brown– era totalmente ajeno al mundo
romano. Incluso hoy, son muchos los que ayudan a los demás por la presión social o el
complejo de culpa; otros esperan que las autoridades públicas lo hagan en su nombre, o
no ven a los pobres realmente como a otros seres humanos.
Pero nosotros, los creyentes, tenemos un buen motivo por el que hacer buenas obras.
Amamos a los demás como imágenes de Dios, vivas, únicas e irrepetibles, imbuidas de
su dignidad, con los que podemos compartir el mismo amor que hemos recibido. Al
hacerlo, actuamos como verdaderos miembros del cuerpo de Cristo en el mundo. Con la
bella expresión de la Carta, «[Jesús es el] que es desde el principio, que apareció nuevo
y fue hallado viejo y que nace siempre nuevo en los corazones de los santos». Nuestros
actos de amor cristiano le hacen presente de nuevo en el mundo.
En la sección más conocida de la Carta, su autor describe con gran detalle esa
imitación del amor de Dios, y lo analizaremos por partes para digerir mejor su contenido.
Primero, escribe:

Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su


tierra ni por su habla ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas
suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los

150
demás. En efecto, esta doctrina no ha sido inventada gracias al talento y
especulación de hombres curiosos; ni profesan, como otros hacen, una enseñanza
humana; sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a
cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los
usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor peculiar de conducta
admirable, y, por confesión de todos, sorprendente. Habitan sus propias patrias,
pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan
como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra
extraña. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no exponen los
que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven
según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo.
Obedecen las leyes establecidas; pero con su vida sobrepasan las leyes.

De un modo que hoy podría chocarnos, los primeros cristianos eran de verdad
habitantes de una tierra extraña. El espíritu de la cultura que les rodeaba era ajeno a
aquello que habían empezado a creer. Criticaban la cultura cuando les parecía
descarriada, tal y como manifiesta la Carta en sus duras palabras hacia la idolatría, pero
no abandonaban el mundo ni se retiraban de él. No construyeron enclaves fortificados, ni
levantaron una cultura propia, ni se inventaron un lenguaje. Tomaron elementos de la
sociedad que los rodeaba y los «bautizaron» con un nuevo espíritu y una nueva forma de
vivir.
Si un cristiano de la época de la Carta deseaba disponer en su hogar de algún objeto
que mostrase su fe, lo que hacía era buscar un símbolo convencional al que pudiese dar
una nueva interpretación. Así lo describe el historiador y teólogo Robert Louis Wilken:
«Al colocarlo en un hogar cristiano, el símbolo que tenía un significado para los
romanos adquiría otro, cristiano: la paloma para la amabilidad; el pez para Jesucristo,
Hijo de Dios y Salvador; el pastor para la philanthropia o para Cristo como buen pastor.
Al comprar y exhibir objetos, como lámparas, anillos o sellos, los cristianos crearon el
primer arte cristiano del que tenemos conocimiento, pero lo que representaban esos
símbolos se encontraba en el ojo del que miraba, no en el objeto». Por lo que respectaba
a la sociedad romana, en ocasiones el cristianismo primitivo podía parecer invisible[2].
Una vez más vemos cómo los primeros cristianos no tenían una cultura propia que
transmitiese su fe, sino que tomaban elementos de la sociedad en general para hacerlos
cristianos. También es importante caer en la cuenta de que no condenaban la cultura
pagana de raíz, y buscaban cuáles de sus aspectos podían poner al servicio de Cristo (cfr.
2 Co 10, 5).
Sin embargo, a pesar de su adaptabilidad y de sus esfuerzos por seguir las
costumbres del país, seguía existiendo algo diferencial en los cristianos: sabían, y creían
firmemente, que su primera ciudadanía estaba en el cielo. Obedecían las leyes

151
temporales cuando era posible, pero su lealtad pertenecía al Rey de Reyes. Daban al
César lo que era del César, pero no olvidaban que ellos mismos pertenecían a Dios, y
entendían que imitar a Cristo suponía ir contracorriente. Por ejemplo, en la Carta se dice
que contraían matrimonio y tenían hijos, como los otros ciudadanos, pero no los
abortaban ni abandonaban a los débiles a la muerte. Compartían el alimento con los
demás, pero respetaban la castidad en el matrimonio.
Esos eran los signos que, hace dieciocho siglos, hacían destacar a los cristianos. Si el
alma de Occidente se ha alejado hoy de su conciencia bíblica, la Carta a Diogneto nos
recuerda que el terreno de la incredulidad puede ser nuevo, pero no nos es ajeno. El
cristianismo nació en un mundo con aborto, infanticidio, confusión sexual y
promiscuidad, abuso de poder y explotación de los pobres. El amor de los primeros
cristianos por Jesús les empujaba a escoger el camino de la excelencia, lo que les volvía
distintos, sorprendentes y, en ocasiones, despreciables. Como el apóstol Pablo, hacían
que su vida cotidiana atrajese a otros hacia el evangelio (como en 1 Co 9, 22-23), pero
no tanto como para acomodarse y traicionar la buena nueva.
Estos primeros hermanos y hermanas en Cristo son más que una anécdota histórica
curiosa, y siguen viviendo en nuestra memoria, a modo de ejemplo. Debemos recoger la
advertencia del Papa Francisco de que la Iglesia no es ni una ONG ni un club social. La
Iglesia debe mantenerse fiel a sí misma para continuar prestando su servicio salvador en
las sociedades en las que vive. El teólogo suizo Hans Urs von Balthasar escribió: «La
Iglesia, sí, debe estar abierta al mundo; pero debe ser la Iglesia la que se abre. El cuerpo
de Cristo debe seguir siendo un organismo absolutamente único y puro, si quiere ser
todo para todos. Por eso la Iglesia tiene un reino interior (…) para que exista algo que
pueda abrirse y derramarse»[3].

***

La Iglesia siempre será signo de contradicción, como el Señor al que ama y sirve.
Jesús advirtió a sus discípulos de que les aguardaba la persecución y, si le seguimos, no
nos debería sorprender que el mundo nos trate como lo hizo con él. La Carta a Diogneto
nos da una imagen de cómo el amor a Jesús hizo que los primeros cristianos
respondiesen al odio con un amor sobrenatural:

A todos aman y por todos son perseguidos. Se les desconoce y se les condena.
Se les mata y en ello se les da la vida. Son pobres y enriquecen a muchos. Carecen
de todo y abundan en todo. Son deshonrados y en las mismas deshonras son
glorificados. Se les maldice y se les declara justos. Los vituperan y ellos bendicen.
Se les injuria y ellos dan honra. Hacen bien y se les castiga como malhechores;
condenados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los

152
combaten como a extranjeros; son perseguidos por los griegos y, sin embargo, los
mismos que los aborrecen no saben decir el motivo de su odio.

Al leer pasajes así es fácil que nos imaginemos el martirio como algo propio del
pasado. Pero ya hemos visto brevemente, en el capítulo 9, que esto no es cierto. El siglo
XX ha producido más mártires que cualquier otro período de nuestros dos mil años de
historia. Hoy en día, los cristianos son la comunidad religiosa más perseguida y acosada
del mundo.
Vivimos en una época en la que extremistas musulmanes destrozan iglesias y
santuarios cristianos, secuestran y encarcelan a mujeres y ejecutan a hombres en muchas
partes de África y de Oriente Medio, atrayendo una atención solo modesta por parte de
los medios de comunicación de Europa y Norteamérica. No obstante, hubo un suceso
que sí suscitó titulares: los 21 cristianos coptos decapitados por ISIS en Libia en 2015.
Asesinos enmascarados les cortaron la garganta en directo, y las últimas palabras de
algunos de ellos fueron: «Señor Jesucristo».
Lo que ocurrió después no salió en la prensa mundial. En un canal cristiano de
televisión Beshir Kamel, hermano de dos de los asesinados, agradeció a ISIS que no
hubiese ocultado sus últimas palabras, porque esa declaración de fe en Cristo había
fortalecido la suya. A continuación, añadió que las familias de los que habían muerto «se
felicitaban entre ellas». «Estamos orgullosos de que tanta gente de nuestro pueblo se
haya convertido en mártir (…). Desde la época de los romanos, los cristianos han sido
martirizados, y han aprendido a enfrentarse a todo lo que sucede. Esto nos hace más
fuertes en la fe, porque la Biblia nos dice que amemos a nuestros enemigos y
bendigamos a los que nos maldicen».
Cuando el presentador le preguntó si podría perdonar a ISIS, Kamel relató lo que le
había dicho su madre que haría si veía a uno de los hombres que había matado a sus
hijos: «Mi madre, una mujer analfabeta de 60 años, dijo que le invitaría a entrar en casa
y a pedir a Dios que le abriese los ojos, porque por su causa su hijo había entrado en el
reino de los cielos». Cuando el presentador le invitó a rezar por los asesinos de sus
hermanos, Kamel oró así: «Amado Dios, ábreles los ojos para que se salven, y borra su
ignorancia y las falsas enseñanzas que han recibido»[4].
A esto se refiere la Carta cuando dice que los cristianos se distinguen por su amor.
Este amor no tiene sentido sin Jesucristo, y muestra cómo la fe cristiana convierte a
hombres y mujeres ordinarios en héroes. Nuestros hermanos de Oriente Medio nos
ofrecen una lección impactante de cómo vivir a imagen de Jesús, y su sufrimiento
también nos impulsa a ir en su ayuda.
Los mártires coptos y sus familias nos enseñan dos cosas. En primer lugar, la libertad
religiosa que en Occidente damos por sentada es bastante infrecuente en el mundo.
Incluso en nuestro caso, la libertad de expresión, enseñanza y testimonio de la fe católica

153
puede ser tan fuerte como lo sea nuestra voluntad de vivir la fe con vigor, defenderla y
proclamarla en el espacio público. A la Iglesia no le faltan críticos, dispuestos a acallar
su voz y contrarrestar su misión.
Pero, en segundo lugar, no debemos olvidar que luchamos por el Dios del amor, y las
relaciones con aquellos que nos odian deben producirse con este espíritu. Los mártires y
sus familias –como los primeros cristianos– nos empujan a optar por el camino de la
excelencia, y nos recuerdan que deberíamos bendecir a los que nos persiguen y orar por
su conversión, e incluso agradecerles la oportunidad de sufrir por amor de Cristo. Solo
esa clase de amor radical, al final, puede traer la victoria, no en los términos del mundo,
sino en los de la genuina paz de Cristo.
El siguiente párrafo de la Carta tal vez sea el más significativo de todos:

Mas, para decirlo brevemente, lo que es el alma al cuerpo, eso son los
cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo,
y hay cristianos por todas las ciudades del mundo. Habita el alma en el cuerpo,
pero no procede del cuerpo: los cristianos habitan en el mundo, pero no son del
mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel, cuerpo visible; así los
cristianos son conocidos como quienes viven en el mundo, pero su religión sigue
siendo invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido agravio
alguno de ella, porque no le deja gozar de los placeres; a los cristianos los aborrece
el mundo, sin haber recibido agravio de ellos, porque renuncian a los placeres. El
alma ama la carne y los miembros que la aborrecen, y los cristianos aman también
a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero ella es la que
mantiene unido al cuerpo; así los cristianos están presos en el mundo, como en una
cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal
habita en una tienda mortal; así los cristianos viven como de paso en moradas
corruptibles, mientras esperan la incorrupción en los cielos. El alma, maltratada en
comidas y bebidas, se mejora; lo mismo los cristianos, amenazados de muerte cada
día, se multiplican más y más. Tal es el puesto que Dios les señaló y no les es
lícito desertar de él.

Son afirmaciones arriesgadas, incluso absurdas. ¿Cómo puede una secta pequeña y
con mala reputación afirmar tal cosa? Los cristianos no tienen un linaje histórico, nada
grandioso en lo que apoyarse para sostener algo así. Lo único que puede validar su
afirmación es esto: Jesús de Nazaret resucitó de entre los muertos. Si la Resurrección
ocurrió, todo cambia. Si Jesús se alzó de entre los muertos, entonces es todo lo que dijo
que era. Como proclama la vigilia de Pascua, es el Alfa y la Omega: toda era y época le
pertenecen. Ha creado el mundo y le da sentido, explicándole su historia. Como escribió
el gran teólogo francés Henry de Lubac, «el cristianismo no es uno de los grandes

154
sucesos de la historia: es la historia la que es un gran suceso del cristianismo»[5].
Esto podría producir un orgullo desordenado en los cristianos, pero no debería ser
así. Como señaló muchas veces Benedicto XVI, no poseemos la verdad de Cristo, sino
que somos, en primer lugar y sobre todo, poseídos por ella. Ser poseídos por la verdad de
Cristo nos da fuerza para vivir el evangelio con valor. Los cristianos sabemos que la
lógica que subyace al cosmos es la de la existencia del principio de un amor que se
entrega. Como dijo un escritor, «los cristianos están a la vez en su tiempo y adelantados
a su tiempo. Los cristianos son las personas que saben, y que deberían vivir como si
supiesen, que el Señor de la historia está al mando de la historia. Los cristianos son las
personas que saben que la historia va a cambiar»[6]. Sabemos que termina con el triunfo
y el banquete nupcial del Cordero.
Reconocer a Jesús como Señor de la historia significa que la historia le pertenece,
porque es su proyecto. Deberíamos amar lo bueno que hay en el mundo, y esforzarnos
por su salvación, pero sabiendo que el resultado final no está en nuestras manos. Esto
significa que «los cristianos pueden tomarse con un poco de calma el mundo y la
política: no hasta la indiferencia, la inconsciencia o la irresponsabilidad, pero con la
firme convicción de que, tanto en el extremo de su agonía como en la cumbre de su
gloria, Jesús sigue siendo el Señor de la historia. La responsabilidad primordial de los
discípulos cristianos es permanecer fieles a la valiente proclamación de la gran verdad,
que es la verdad que el mundo necesita oír»[7]. O, como dijo John Henry Newman, «[La
misión de la Iglesia] no es convertir el mundo en el paraíso, sino traer el paraíso al
mundo»[8].
Los cristianos, por lo tanto, tienen el deber de dirigir el mundo a la verdad sobre sí
mismo. Pero en esta época –como en tiempos de Diogneto– el mundo no quiere
escucharla. El mundo odia la historia que cuentan los cristianos, y ya no cree en el
«pecado». No comprende el perdón para los pecadores, ni la idea de un Dios personal, ni
la inmortalidad, la gracia, los milagros, la Encarnación o la Resurrección, y toda la
arquitectura de los sacramentos y de lo sobrenatural cada vez le parece más imposible.
Mira con suspicacia las restricciones que marca el evangelio a los apetitos y al ego. En
lugar de la narración cristiana de la historia, reduce el horizonte humano a un agitado
ahora de distracciones, deseos y preguntas irresolubles sobre el sentido.
Esta cáscara vacía de vida conduce, a pasos pequeños y anestesiados, hasta el
nihilismo: en efecto, la «verdad» de nuestro tiempo parece ser que no hay verdad, que la
vida no tiene sentido, y que plantearse las grandes preguntas es de incautos. El teólogo
luterano Robert Jenson ha observado que vivimos en un mundo que ha perdido su
trama[9], y la misión de la Iglesia es contarla una y otra vez, esté interesado en ella o no.
Benedicto XVI lo expresa de otra forma, centrándose en la Eucaristía. Si Jesús está
realmente presente en el pan y el vino consagrados, como creemos los católicos,

155
entonces es el suceso «que está en el centro de absolutamente todo. Es el evento, no de
un solo día, sino de la historia del mundo en su conjunto, como la fuerza decisiva que se
convierte en la fuente de la que pueden provenir los cambios. Si queremos que el mundo
avance un poco, el único criterio según el que esto puede ocurrir es Dios, que entra en
nuestras vidas con su presencia real. La Eucaristía es el lugar en el que los hombres
pueden recibir la clase de formación por la que suceden las cosas nuevas»[10].

***

Para conseguir su misión de predicar y celebrar la Eucaristía, la Iglesia le pide dos


cosas al mundo. La primera, que abra los oídos y tome en consideración la posibilidad de
ser redimido, escuchando la propuesta de Jesucristo y su camino de excelencia. «Para el
cristiano católico, el mundo no es un territorio ajeno, sino una creación por amor, que se
ha alejado trágicamente de su Creador. La misión de la Iglesia es traer al mundo de
nuevo de vuelta a casa (…). No nos debemos cansar nunca de involucrar a todos, de
persuadirlos y de señalar en sus vidas los signos de la gloria trascendente para la que han
sido creados. Jamás nos cansaremos de mostrarles la verdadera trama de sus vidas»[11],
escribió Richard John Neuhaus, quien tampoco se cansó, él mismo, de repetir que la
Iglesia debía realizar su propuesta «con encanto, persuasión y persistencia, como un
amante con su amada»[12].
La Iglesia también le pide al mundo libertad para sí misma, para disponer del espacio
necesario que le permita vivir su misión en la palabra, los sacramentos y la caridad. Para
eso es preciso un estado que se limite a sí mismo, mediante las leyes y las costumbres, y
que no se atreva a invadir todos los sectores de la sociedad[13]. Esta libertad es vital, no
solo para la Iglesia, sino para esos otros organismos de la sociedad que existen entre el
individuo y el estado. En los últimos años, como ya hemos visto, el estado ha tratado de
coartar la autonomía de la Iglesia una y otra vez. Hemos vuelto a ese punto en el que el
mundo le está poniendo cada vez más difícil a la Iglesia ser ella misma.
Así pues, ¿qué debemos hacer? Una opción es claudicar, sacudirse el polvo de los
pies y retirarse a las orillas, pero eso no va a servir, por dos motivos. En primer lugar, el
mundo va a venir tras nosotros. A un adúltero, no le basta con divorciarse de la esposa a
la que ha mentido, engañado y ultrajado: preferiría que desapareciese para siempre. Del
mismo modo, cuando las personas y las sociedades se alejan de sus antiguas
convicciones, los recordatorios del pasado se vuelven más agobiantes y molestos. La
Iglesia y las creencias cristianas incomodan solo por existir, por tener vida y por hacer
que las personas con fe actúen. Los críticos que atacan a la Iglesia lo seguirán haciendo,
con más empeño.
En segundo lugar, y más importante, Dios nos llama a ser el alma del mundo. Como
nos recuerda la Carta a Diogneto, la tarea a la que nos convoca Dios es la de unir el

156
mundo. Si este se opone a Jesucristo, puede que terminemos estando en su contra, pero,
incluso en ese caso, lo estaremos por su bien. Después de todo, Dios amó tanto al mundo
que envió a su único hijo para salvarlo, no para condenarlo. Si queremos seguir a Jesús,
debemos amar también al mundo y permanecer en él, como hizo Cristo, para su
salvación.
No nos podemos permitir ponernos cómodos, y para eso debemos renovar nuestra
mente con el evangelio (Rm 12, 2), buscando los lugares y momentos que faciliten esa
renovación. Existen sitios en los que la influencia del mundo es menor, y se puede
descansar antes de volver a la misión. En la práctica, esto significa renovar las
parroquias, colegios y pequeñas comunidades de las que formamos parte, asegurándonos
de que nuestros hijos, sin importar el colegio al que vayan, piensen y vivan como
católicos.
Un escritor ortodoxo oriental los ha descrito como «lugares contraculturales que
creamos para estar nosotros mismos juntos», y que resultan vitales para transmitir la fe a
los niños. Continúa: «Si no nos formamos una conciencia, para nosotros y para nuestros
hijos, con la que seamos netamente cristianos, y netamente contraculturales, aunque eso
signifique cierto grado de separación voluntaria de las corrientes dominantes, no
sobreviviremos. El principal punto de interés de los cristianos ortodoxos [v. g., fieles]
debería ser el cultural –o, más bien, el contracultural–, para forjar las instituciones y
hábitos que conducirán nuestra fe, y a nuestros fieles, a través de la próxima Edad
Oscura» (cursiva en el original)[14].
Es un consejo sabio, siempre y cuando no suponga abandonar lo que hay de bueno en
la sociedad norteamericana actual. Debemos crear espacios en los que la cultura católica
pueda florecer y transmitirse a la siguiente generación[15]. Al fin y al cabo, hemos
heredado una enorme riqueza cultural, que los cristianos de la época de la Carta a
Diogneto no tenían.
En cierto sentido, los católicos tenemos hoy un lenguaje propio. Nuestras vidas están
marcadas por un calendario particular, con nuestras fiestas y ayunos. Por supuesto,
tenemos también las grandes obras de inspiración cristiana en filosofía, teología, arte,
literatura, música y cine. Esta profunda cultura es una bendición, que se debe recuperar y
cultivar. La cultura católica nos ayuda a mantener viva la fe, y nos distingue de la
civilización que nos rodea.
También atrae a miles de personas a la fe; las simplezas seculares, el consumismo
barato y el nihilismo de segunda categoría no alimentan el alma, y ahogan el corazón. La
grandeza y belleza de la cultura católica, aunque haya de ser rescatada de entre una
montaña de mediocre religiosidad hortera, es resultado de nuestra adoración –nuestro
culto– a Jesucristo[16].
Como escribe Robert Louis Wilken, «si Cristo es cultura, hagamos que las aceras se

157
iluminen con fuego en Pascua, detengamos el tráfico para que una columna de cristianos
agite palmas una mañana de primavera, bloqueemos las calles para que los fieles
procesionen en el Corpus Christi. Así los demás sabrán que hay otra ciudad entre ellos,
otro territorio, que tiene el rostro vuelto, como los ángeles, hacia el rostro de Dios»[17].
Esto es, para los cristianos, ser el alma del mundo. Desde luego, debemos
involucrarnos en la política, con valor, por amor a la sociedad y por la libertad de la
Iglesia. Pero es más importante que fortalezcamos las comunidades, la amistad y los
lugares en los que vivir con alegría la fe. Por encima de todo, nos debe llenar una pasión
abrasadora por Jesucristo, en esa llamarada que ha encendido el corazón humano desde
el siglo II hasta nuestra era, y sigue siendo distinta de cualquier otra cosa que haya
contemplado el mundo.
Si amamos de verdad a Dios, evangelizaremos el mundo que hizo, y cuya alma quiso
que fuéramos. Al fin y al cabo, somos discípulos y amigos –no siervos, sino amigos– del
Señor de la historia, que murió y resucitó para salvar al mundo.
La Iglesia perdurará hasta el fin de los tiempos; Dios nos dio su palabra. Pero cómo y
dónde lo haga es otra cuestión. «Lo importante», sugirió un profesor, «es si su vida en
nuestra época será indiferente, llena de miedo y corrupta, o la propuesta luminosa para
el mundo de un camino de excelencia. La respuesta, hoy como en el pasado, puede
depender de pequeñas comunidades que reflejen en el mundo la luz que vino al mundo,
la luz que no se ha extinguido, y no lo hará jamás»[18].

158
12. LA CIUDAD DEL HOMBRE

La belleza es el campo de batalla en el que Dios y Satanás


luchan por el corazón de los hombres.

DOSTOIEVSKI,
Los hermanos Karamazov

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva,


tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera,
y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era,
me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste.
Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo.
Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que,
si no estuviesen en ti, no existirían.

SAN AGUSTÍN ,
Las confesiones

Una amiga me contó en una ocasión cómo se encontró con Dios por primera vez. No
recuerda cuántos años tenía, pero debieron de ser cinco o seis. Su familia vivía en el
campo, cerca de una de las mayores ciudades del este. Un anochecer de julio sin nubes y
sin luna, con una leve brisa húmeda, su padre la llevó al patio trasero, en la oscuridad, y
le dijo que mirase al cielo.
Desde un punto al otro, en la alfombra oscura de la noche, se veían estrellas, miles,
decenas de miles, en racimos y ríos de luz. Y, en ese silencio, su padre le dijo: «Dios
hizo el mundo tan hermoso porque nos ama».
Eso ocurrió hace más de 60 años. Mi amiga creció, y aprendió lo que es la entropía,
las supernovas, las galaxias en colisión, la mecánica cuántica y la teoría general de la
relatividad. Pero, aun así, al cerrar los ojos, sigue viendo esa alfombra de estrellas y
escuchando la voz de su padre: Dios hizo el mundo tan hermoso porque nos ama. La
creación es algo más que el accidente de una materia muerta. Es una historia de amor
con un propósito, que proclama al Dios vivo, del que lleva la firma. Y es nuestro hogar.

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La historia de mi amiga ofrece algunas lecciones que podríamos estudiar, ahora que
vamos llegando al fin de estas reflexiones.
En primer lugar, el testimonio más poderoso no nos llega de las aulas o del púlpito,
ni precisa de una licenciatura o de una técnica especial. Crece, de forma natural, en las
vidas de las personas ordinarias –padres, esposos o amigos–, que confían en el amor que
Dios nos tiene, y quieren compartirlo con los demás; para ellos, el mundo no es una
recopilación de hechos confusos, sino una sinfonía de belleza, verdad y sentido. En
segundo lugar, la naturaleza es sacramental, y señala hacia algo que está fuera de ella.
Dios habla, y la creación canta en silencio. Pero no podemos escucharla si estamos
atrapados en una red de distracciones manufacturadas, de ansiedad y ruido. El cielo es
invisible si tenemos los ojos clavados en la tecnología, que nos sumerge en nosotros
mismos, y que es lo que parece promover la vida moderna: un apetito material imparable
e incansable de más y más, que alimenta gradualmente el egoísmo y nos separa. En
tercer y último lugar, la experiencia de la belleza real nos introduce con mayor
profundidad en tres virtudes clave: la humildad, porque la grandeza de la creación invita
al asombro y nos saca de nosotros mismos; el amor, porque el corazón humano ha sido
creado para la comunión y para compartir la alegría, y cuyo anhelo solo puede satisfacer
el Autor de la vida; y la esperanza, porque no hay tristeza ni desesperación que pueda
contradecir las pruebas que nos presentan el significado divino que propone la belleza.
Si la forma que está tomando el mundo que nos rodea parece hacer de nosotros
forasteros en tierra extraña –en nuestra tierra–, es porque es así de verdad. Si, mientras
predica la libertad, el mundo parece lleno de cinismo, fealdad, pequeñas y grandes
blasfemias y tristeza, es porque –con demasiada frecuencia– es así. Lo que el mundo
moderno quiere en realidad, escribió Josef Pieper, «es adulación, y no importa si en gran
medida es falsa». Dado que cada mentira es un acto de violencia contra la realidad, y una
deformación de la verdad, el mundo también quiere arrogarse el derecho de disfrazar esa
falsedad, «para que el hecho de que le mienten pueda ignorarse sin problemas». El
resultado es predecible: «El elemento común a todo esto es la degeneración del lenguaje,
convertido en instrumento de violación»[1].
Esa agresión no se produce solo en contra de la dignidad del espíritu humano, sino
contra la belleza misma del mundo. Igual que el rostro del amado resplandece con la luz
interior de su alma, el mundo como sacramento brilla con el rostro de Dios. La cultura
atea de esta época, dice Roger Scruton, tiene varias causas, pero una de ellas es el deseo
de escapar de la mirada del juez. Y la forma de huir de la vista de Dios es mutilar el
rostro del mundo.
Llenar la tierra de desperdicios y animalizar a sus habitantes con arte y edificios
horrendos no es solo una consecuencia desmañada del progreso; es una profanación.
Como observa Scruton, «los lugares sagrados [como el mundo natural, entendido

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sacramentalmente] son el primer lugar que destruyen los invasores y los iconoclastas,
para los que nada es más ofensivo que los dioses opuestos». Deberíamos admitir que
«mucha de la destrucción del medio ambiente es deliberada, como resultado de un asalto
voluntario a las antiguas y despreciadas formas de tranquilidad»[2].
¿Por qué?

***

La vida de un obispo –o, al menos, la de este obispo– no deja mucho tiempo para la
poesía. Pero hace unos años un amigo me prestó un volumen de poemas de Rainer Maria
Rilke que, desde luego, pueden considerarse muy hermosos. Entre otros, descubrí estos
versos:

TARDE
La tarde cambia, lenta, los vestidos
que le da un cerco de árboles antiguos:
tú miras, Y ante ti las tierras se abren,
una que marcha al cielo, otra que cae:
y te dejan, sin ser muy bien de nadie,
no más oscuro que la muda casa,
ni más seguro eterno conjurando
que lo que se alza, estrella, cada noche…
dejándote (indeciblemente en duda)
tu vida, en temblor grande, madurando,
tal que, ya limitada, ya agarrando,
se hace en ti a veces piedra, a veces estrella[3].

Filósofos y teólogos han ofrecido teorías muy distintas sobre la naturaleza humana,
pero pocos de ellos la han captado mejor que Rilke en estas líneas. Somos criaturas
hechas para el cielo, pero nacemos en la tierra. Amamos la belleza del mundo, y a la vez
sentimos que hay algo más tras esa belleza. Ese deseo de «algo más» nos saca de
nosotros mismos.
Anhelar «algo más» es parte de la grandeza del espíritu humano, aunque suponga
equivocarse y sufrir. En palabras de san Juan Pablo II, hay algo en el artista, y por
extensión en todos los seres humanos, que «refleja la imagen de Dios como creador»[4].
Tenemos un instinto para crear belleza y nueva vida que procede de nuestro Hacedor.
Pero también vivimos en una época en la que, a pesar de todos los logros, la brutalidad y
la indiferencia nunca han sido tan grandes. También la crueldad es obra de la mano del
hombre. Por lo tanto, si nos inquieta el espíritu de los tiempos, si queremos cambiar el

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actual curso de la cultura y desmontar sus ideas principales, debemos comenzar con el
autor de esa cultura, y esto significa examinar al hombre.
La cultura existe porque existe el ser humano. Hombres y mujeres piensan,
imaginan, creen y actúan. La marca que dejan en el mundo es lo que llamamos cultura y,
en cierto sentido, incluye desde los hábitos de trabajo hasta la cocina, pasando por las
buenas maneras y la política. Pero en general nos solemos fijar en aquellos elementos de
la cultura que se han creado deliberadamente: el arte, la literatura, la tecnología, la
música y la arquitectura. Al escuchar por primera vez la palabra «cultura», es en eso en
lo que pensamos.
Tiene sentido, porque todos esos campos están relacionados con la comunicación de
un conocimiento que es, a la vez, útil y bello. La función de un arquitecto, por ejemplo,
es traducir problemas de ingeniería invisibles en formas visibles y agradables: en otras
palabras, convertir el desorden en orden, y la complejidad matemática en una expresión
pública de elegancia y fuerza. Somos animales sociales, y la cultura es el marco en el
que nos situamos en relación con los demás, y a través del cual encontramos el sentido
del mundo y lo transmitimos.
En su Carta a los artistas, Juan Pablo II escribió que «la belleza es en cierto sentido
la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza».
«Existe, pues, una ética, o más bien una “espiritualidad” del servicio artístico que de un
modo propio contribuye a la vida y al renacimiento de un pueblo», porque «toda forma
auténtica de arte es, a su modo, una vía de acceso a la realidad más profunda del hombre
y del mundo».
Y prosigue: «Cuando es auténtico, [el arte] tiene una íntima afinidad con el mundo
de la fe, de modo que, hasta en las condiciones de mayor desapego de la cultura respecto
a la Iglesia, precisamente el arte continúa siendo una especie de puente tendido hacia la
experiencia religiosa (…). Es por su naturaleza una especie de llamada al Misterio.
Incluso cuando escudriña las profundidades más oscuras del alma o los aspectos más
desconcertantes del mal, el artista se hace de algún modo voz de la expectativa universal
de redención».
El cristianismo es una religión encarnada: creemos que Dios se hizo hombre. Como
hemos visto, esto tienen unas consecuencias fundamentales en la forma de vivir y en la
forma de pensar en la cultura. Dios crea el mundo en el Génesis, y lo considera «muy
bueno» (Gn 1, 31). Más tarde entra en el mundo para redimirlo, con el cuerpo y la sangre
de su hijo (Jn 1, 14). En efecto, Dios nos permite conocer, amar y ennoblecer el mundo a
través del genio humano. La creatividad de las criaturas es un eco de la gloria creativa de
Dios. Cuando Dios dice a nuestros primeros padres «dad fruto y multiplicaos, llenad la
tierra y sometedla» (Gn 1, 28), nos invita a tomar parte, de un modo menor pero potente,
en su misma vida.

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El producto de esa fertilidad nos rodea; lo vemos en la enorme herencia cristiana que
sigue siendo la base del mundo moderno. Si se tiene un corazón honesto, se reconoce
que la fe cristiana ha inspirado gran parte de la mejor pintura, música, arquitectura y
conocimiento académico de la experiencia humana. Para los cristianos, el arte es una
vocación santa, con capacidad de elevar el espíritu humano, llevando a hombres y
mujeres hacia Dios.
Dicho esto, sigue presentándose un problema: Dios nunca había sido expulsado de la
mentalidad occidental como lo es ahora. Adicionalmente, vivimos en una época en la
que casi cualquier avance científico parece ir a la par con una nueva barbarie en el
entretenimiento, con el cinismo en política, con la ignorancia deliberada del pasado, con
el ansia consumista, con el genocidio sutil que considera que el aborto es un derecho, y
con una confusión radical acerca de lo que significa –si es que significa algo– ser
humano.
La ciencia y la tecnología nos dan poder. Filósofos como Ludwig Feuerbach y
Friedrich Nietzsche crearon un lenguaje para negar a Dios, cuyo resultado –en palabras
de Henri de Lubac– no es el ateísmo, sino el antiteísmo, levantado sobre el rencor[5]. Al
destruir a Dios, el hombre piensa que ha «derribado un obstáculo para ganarse la
libertad». La concepción cristiana de la dignidad del hombre afirma que hemos sido
hechos a imagen y semejanza de Dios. Santo Tomás de Aquino dijo que en esa
semejanza está «toda la grandeza del hombre, todo su valor, y en eso supera a todas las
criaturas»[6]. Y es precisamente ese enraizamiento en Dios el que rechaza el espíritu
moderno, como si fuese un insulto a la soberanía humana.
Desde luego, la mayoría de los habitantes del planeta no han leído nunca a Nietzsche,
ni lo harán, y pocos habrán oído hablar de Feuerbach. Sin embargo, sí que experimentan
a diario los beneficios de la ciencia y de la tecnología. También viven en un caparazón
publicitario, en el que sus apetitos son tentados de continuo, la muerte parece algo lejano
y las preguntas sobre el sentido y la moralidad se arrinconan en la esfera privada.
Este es el resultado: aunque mucha gente en el llamado primer mundo sigue
proclamándose creyente, su fe –en palabras del Pontificio Consejo para la Cultura– es
«con frecuencia más una cuestión de sentimiento religioso que de compromiso exigente
con Dios»[7]. A menudo la religión se convierte en una especie de póliza de seguros
para la eternidad, o en poco más que un lenguaje moral, conveniente para el día a día. Y,
lo que es peor, muchas personas ya no tienen la capacidad, o ni siquiera el deseo, de
entender sus circunstancias y de pensar cómo abandonar ese caparazón publicitario.
Parte de lo que impide una reconsideración seria de la cultura actual es la «economía
del conocimiento» que hemos creado. En su declaración Para una pastoral de la cultura,
el Pontificio Consejo del área denunció que el suministro constante de información
«transforma la percepción de las cosas: la realidad cede el paso a lo que se muestra. Así,

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la repetición sostenida de informaciones seleccionadas se convierte en un factor
determinante para crear una opinión considerada pública». También provoca una
«pérdida de “peso específico” de la información, ausencia de reacciones pertinentes a los
mensajes de la red por parte de personas responsables, efecto disuasorio en cuanto a las
relaciones interpersonales».
Como ya hemos visto, todo esto es cierto. A pesar de sus enormes beneficios, la
tecnología moderna puede aislar, tanto como conectar, a las personas. Debilita las
comunidades con tanta facilidad como las fortalece, y también conforma la mente
humana en unos hábitos de pensamiento y expresión muy distintos de los propios de la
cultura impresa, y eso tiene implicaciones, para la Palabra de Dios y para la Iglesia.
Existe también otro aspecto importante del que hasta a los creyentes más
concienciados les cuesta hablar. Refiriéndose al artista, Juan Pablo II dijo: «cuando
realiza una obra maestra, no solo da vida a su obra, sino que por medio de ella, en cierto
modo, descubre también su propia personalidad». En otras palabras, «las obras de arte
hablan de sus autores», y nos permiten conocer su vida interior. Es normal, pero también
tiene un peligro. Una tentación fundamental de nuestro tiempo es el ansia de poder.
Resulta evidente en la política y en la ciencia, en la constante erosión del respeto por los
débiles, los enfermos, los no nacidos y los discapacitados. Pero el impulso del orgullo –
esa hambre por acabar con los tabúes y por henchir el orgullo– afecta en especial medida
a los artistas y creadores, tanto de la alta cultura como de la cultura popular. El genio
puede alimentar la vanidad, la vanidad alimenta el conflicto, y el conflicto alimenta el
sufrimiento. La vanidad del genio creativo tiene un historial que se remonta a mucho
tiempo atrás.

***

Es cuanto menos llamativo que en el declinar del siglo más sangriento de la historia
–un siglo XX en el que decenas de millones de seres humanos han sido asesinados a
tiros, por hambre, por gases, separados e incinerados con ingenuidad superhumana–
hasta los líderes religiosos (de los que el Papa Francisco es una notable excepción)
parezcan avergonzarse de hablar del demonio. De hecho, es más que llamativo. Es
revelador.
El asesinato de masas y la crueldad finamente organizada no son solo un triste
problema de salud mental y social. Son crímenes y pecados que claman justicia al cielo,
y que portan las huellas de una inteligencia personal, dotada, calculadora y poderosa. La
existencia del diablo solo es imposible si nos lo imaginamos como la bestia negra de las
pinturas medievales, o creemos que el Inferno de Dante es un mapa de carreteras literal
hacia el infierno. Satanás fue vivamente real para Jesús, para san Pablo y para todos los
santos de la historia. Y, según las creencias cristianas, es profundamente poderoso. Si

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queremos percibir la grandeza del Ángel Caído antes de que lo fuese, del genio
malogrado que es Satanás en realidad, podemos encontrar una pista en el poema de
Rilke:

… pero cuando despliegan las alas, de pronto,


son los promotores de un viento:
como si Dios, con sus grandes manos de escultor,
caminara, aplastando las páginas, a través
del libro oscuro del Génesis.

Esta es la clase de ser –antaño glorioso, y después consumido por su orgullo– que es
hoy el adversario de la humanidad. Este es el espíritu puro que traicionó a su Creador y a
su propia grandeza. Este es el intelecto que odia la encarnación, porque por ella Dios
invita a criaturas de barro como nosotros a tomar parte en su propia divinidad. No hay
nada de noble o de simpático en Satán: solo tragedia, pérdida y una furia interminable e
incandescente.
En 1929, mientras los grades regímenes totalitarios asesinos se alzaban con el poder
en Europa, la filósofa Raissa Maritain escribió un ensayo, hace mucho olvidado: El
príncipe de este mundo. Merece la pena leerlo y recordar sus palabras, hoy y en el
futuro. Sin un ápice de ironía o de metáfora, Maritain escribió:

Lucifer ha lanzado una fuerte, aunque invisible, red invisible de engaño sobre
nosotros. Hace que amemos el momento presente y no lo eterno, inseguros sobre
la verdad. Nos persuade de que solo podemos amar a las criaturas convirtiéndolas
en Dios. Nos arrulla para que durmamos, y luego interpreta nuestros sueños; nos
hace trabajar. Después hace que el espíritu del hombre beba en aguas estancadas.
Una de las mayores victorias del demonio es haber convencido a artistas y poetas
de que les es necesario, un colaborador inevitable y el guardián de su grandeza.
Dadle eso, y pronto conseguirá que el cristianismo sea impracticable. Así reina en
este mundo[8].

Si no creemos en el demonio, antes o después dejaremos de creer en Dios. Aunque lo


intentemos, aunque suponga una inquietud para nuestra tranquilidad, no podemos
separar a Lucifer de la ecología de la salvación. Lo sobrenatural es real, y su existencia
no está lejos del corazón de este mundo de confusión, miedos, sufrimiento y combates
espirituales. Es cierto que no es igual a Dios; fue creado sujeto a Él y, según el cómputo
de la eternidad, ya ha sido derrotado. No obstante, es el primer autor del orgullo y la
rebelión, y el gran seductor del hombre. Sin él, la Encarnación y la Redención apenas
tendrían sentido, y la cruz, tampoco. El demonio es real, y no hay forma de escapar de

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esta verdad sencilla.
Podemos subrayar esta evidencia con más fuerza. Leszek Kołakowski, antiguo
filósofo marxista fallecido en 2009, fue una de las grandes inteligencias del pasado siglo.
Crítico feroz de la Iglesia en su juventud, y más tarde devoto de Juan Pablo II, sus
convicciones religiosas nunca fueron las tradicionales, pero jamás tuvo dudas sobre la
existencia del diablo. En su ensayo «Breve transcripción de la rueda de prensa dada por
el demonio en Varsovia el 20 de diciembre de 1963», el Satanás de Kołakowski acusa a
todos los cristianos que se denominan modernos con estas palabras:

¿No hay espacio [en vuestro pensamiento] para el ángel caído? ¿Es Satanás
solo una figura retórica? Y si no, caballeros, ¿es una realidad, innegable,
reconocida por la tradición, revelada en las Escrituras, comentada por la Iglesia
durante dos milenios, tangible y acertada? ¿Por qué me evitan, caballeros?
¿Temen que los escépticos se burlen, que se rían en los espectáculos nocturnos de
cabaret? ¿Desde cuándo afectan a la fe las mofas de paganos y herejes? ¿Hacia
dónde van? Si olvidan los fundamentos de la fe por miedo al ridículo, ¿dónde
terminarán? Si el diablo cae, víctima de sus temores actuales, el turno de Dios,
inevitablemente, vendrá mañana. Caballeros, han sido atrapados por el ídolo de la
modernidad, que teme a las últimas cosas y les oculta su importancia. No expongo
esto en mi propio beneficio –a mí me da igual–. Hablo por ustedes y para ustedes,
olvidando por un momento mi propia vocación, e incluso mi misión de propagar el
error[9].

Vivimos en una época a la que le gusta pensarse posmoderna y poscristiana. Es un


tiempo definido por el ruido, la urgencia, la acción incansable, la utilidad y el ansia de
resultados aún más prácticos y eficaces. Pero en realidad nada de todo esto es nuevo. A
san Pablo nuestros tiempos le serían familiares. A pesar de los lemas de «esperanza y
cambio» y de «un futuro en el que se puede creer» de la política americana, nuestras
urgencias ocultan una profunda inquietud por el futuro, una especie de desesperación
egoísta y con buena apariencia. El mundo que nos rodea tiene un gran vacío en el
corazón, y esa ausencia provoca dolor, y solo Dios puede remediarlo. En el bautismo,
Dios nos llamó a tomar parte en su obra santa. Como san Pablo, necesitamos «poner por
obra la palabra, y no contentarnos solo con oírla» (St 1, 22). Demostramos lo que
creemos realmente con nuestra voluntad de actuar conforme a ello, o con nuestra
negativa a hacerlo.
Debemos recordar que nuestras obras nacen en primer lugar de lo que somos. Nada
hay más muerto que la fe sin obras (St 2, 17), excepto –tal vez– una cosa: las obras sin
fe. Estas son las preguntas que determinan todo lo demás en nuestra vida de cristianos:
¿Conozco de verdad a Dios? ¿Le amo verdaderamente? ¿Le busco? ¿Estudio sus

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palabras? ¿Escucho su voz? ¿Le entrego mi corazón? ¿Creo de verdad que está aquí?
Como católicos, tenemos el deber de estudiar y entender el mundo que nos rodea, no
solo participando y comprometiéndonos con él, sino convirtiéndolo a Jesucristo. Y esta
tarea nos compete a todos por igual: sacerdotes, laicos y religiosos. Somos misioneros, y
esta es nuestra vocación primaria: está esculpida en nuestra identidad cristiana. Dios nos
llama a cada uno a una forma diferente de servicio en su Iglesia, pero todos somos
iguales por el bautismo. Todos compartimos la misión de llevar el evangelio al mundo, y
de llevar el mundo al evangelio.
El educado y cínicamente servicial diablo de Kołakowski atinaba en un asunto: la
crisis fundamental de nuestra época, y en concreto la de los cristianos, no tienen nada
que ver con las cifras, la organización o los recursos. Es una crisis de fe. ¿Creo en Dios,
o no? ¿Ardemos con el amor a Jesucristo, o no? Porque, si no, nuestras buenas
intenciones no sirven de nada, pero, si es así, entonces todo lo que precisamos es cumplir
la obra de Dios, que nunca abandonará a su pueblo.
Dante Alighieri, tal vez el mayor poeta de la historia, es recordado –con justicia– por
ser el genio que escribió La divina comedia. Hay una frase que resplandece con mayor
brillo que cualquier otra en su maravilloso libro, y es la que cierra el Paraíso, y la
Comedia al completo: «El amor que mueve el sol y las demás estrellas».
El amor que mueve el sol y las demás estrellas. Ese Amor es la naturaleza del Dios al
que proclamamos, un Dios tan grande en gloria, luz y majestad que puede blasonar el
cielo con una alfombra de estrellas, y traer vida a partir de la materia muerta; y, aun así,
se ha hecho tan íntimo a nosotros y tan humilde, que entró en el mundo en medio del
polvo y la paja para redimirnos. Se nos puede perdonar que huyamos a veces de ese
amor, como un niño que huye de su padre, porque simplemente no podemos entender o
competir en ese océano de entrega desinteresada. Solo cuando nos entregamos
completamente a Dios atisbamos, finalmente, que es precisamente para eso para lo que
fuimos creados. Nuestros corazones están inquietos hasta que descansan en él. Por lo
tanto, jamás deberíamos temer creer en su amor, y convertirlo en el fundamento de
nuestras vidas. Hasta un santo como Agustín necesitó casi la mitad de sus años para
terminar por reconocer que «tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva;
tarde te amé».
Dios nos llama a encender el mundo con el fuego de su palabra, pero primero nos
llama a amarle.

***

Espera un momento. En algún momento nos hemos perdido. Empezamos, hace unas
70.000 palabras, hablando de la política, la identidad y la historia de Estados Unidos.
Cosas prácticas. ¿Cómo es que hemos terminado en esta linde, preocupados por la

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belleza, el arte, la poesía y el demonio? Puede que sea cierto que «la belleza salvará al
mundo» (Dostoievski), que «cada experiencia de la belleza apunta al infinito» (Von
Balthasar) e incluso que «el hombre puede vivir sin ciencia, puede vivir sin pan, pero sin
belleza no puede vivir» (de nuevo, Dostoievski). Pero, sinceramente, ¿qué más da? La
belleza no ayuda a decidir el voto. En realidad, la belleza no ayuda a nada.
Hay hechos, como los siguientes, en los que no se puede encontrar demasiada
«belleza».
El profesor de derecho de Notre Dame Gerard Bradley ha escrito de forma
conmovedora sobre el «martirio institucional» al que se enfrentan hoy muchas entidades
y programas católicos. En una época más amable, bastantes de ellos recibían fondos
estatales, pero ahora se enfrentan a la presión por aceptar políticas que atentan contra su
identidad cristiana. No obstante, según apunta Bradley, ningún servicio con inspiración
religiosa está en realidad a salvo, reciba dinero o no. ¿Por qué ocurre esto? En gran
medida tiene que ver con las convicciones católicas sobre la dignidad de la vida y de la
sexualidad humana, especialmente en lo referido al aborto, la contracepción, la identidad
de género, el matrimonio y la familia. Estas convicciones no nacen solo de la revelación
bíblica, también de la razón y de la ley natural.
Los críticos con la Iglesia reducen todas estas convicciones morales a una expresión
de creencias religiosas subjetivas y, por lo tanto –así lo explican–, indefendibles
racionalmente. Como no se pueden defender racionalmente, deben tratarse como
prejuicios. De esta forma, dos mil años de verdad moral y de principios religiosos se
convierten, de un manotazo, en una especie de sesgo. Oponerse al matrimonio entre
personas del mismo sexo –sigue el razonamiento– supone en realidad un tipo de
homofobia bendecida por la religión[10].
Y hay más. Cuando las creencias se reducen a una especie de prejuicio personal,
entonces la identidad religiosa de los servicios que se prestan no tiene valor público, más
allá de logar que algunos crédulos realicen acciones socialmente útiles. Por lo tanto,
eximir a las agencias de adopción católicas de entregar a niños a parejas del mismo sexo
no dejaría de ser una concesión a un prejuicio privado, que dañaría a las personas y
alimentaría la intolerancia. O así lo creen ellos. La enseñanza moral poco «progresista» y
las creencias religiosas terminan siendo redefinidas como una especie de incitación al
odio.
Todo lo anterior supone un poderoso llamamiento al activismo católico, pero
también una acusación condenatoria contra tantos intelectuales, periodistas y medios –
algunos de ellos «católicos»– que durante años han menoscabado la fuerte preocupación
de la Iglesia por los asuntos relacionados con la sacralidad de la vida y la integridad
sexual. El derecho a la vida es el fundamento de todo derecho, lo que convierte al
asesinato intencional de los no nacidos, y también a la difusión, fomento, participación

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directa o tolerancia deliberada de esta práctica, en un acto de una maldad sin parangón.
Afirmar esto, desde luego, no exime a nadie de ayudar a los pobres, los inmigrantes y
los sintecho. Todo lo contrario. Si nos llamamos cristianos, tenemos obligaciones en un
amplio abanico de asuntos sociales. Pero lo relacionado con la sexualidad no es un
aspecto aislado y secundario del pensamiento católico. Está profundamente conectado
con asuntos más amplios, de moralidad personal y social y de organización de la
sociedad. Así pues, la lucha –vigorosa– en el terreno electoral, en las leyes y en los
tribunales, y en la plaza pública, por proteger nuestra libertad religiosa y la integridad de
las instituciones y los servicios católicos es una expresión vital de fe, además de un
derecho constitucional.
Como sigue diciendo Bradley, la presión gubernamental y mediática encarecerá la
supervivencia de las iniciativas católicas en los años venideros, y en Estados Unidos, se
parecerán más a «redes organizadas pero informales de profesionales bien preparados,
que trabajarán gratis o a cambio de lo que cada uno pueda pagar»[11].
Así lo explica también el profesor del Instituto Juan Pablo II Michael Hanby:

La defensa pública y legal de la libertad religiosa [que hace la Iglesia católica],


tal y como se ha conocido hasta ahora, deja la impresión de que ambas son la
misma, por lo que esa libertad dependería entonces de una decisión del estado.
Esto constituye un debilitamiento de la imaginación cristiana, y una autolimitación
peligrosa de su libertad. Porque la libertad de la Iglesia, en propiedad, no procede
del estado, sino de la Verdad revelada definitivamente por Jesucristo, y seguirá
siendo libre –independientemente de lo que decida el estado– siempre y cuando
pueda ser consciente de esa verdad, de la que será libre de dar un testimonio
sufriente[12].

Y continúa:

La indiferencia del [sistema americano de] liberalismo hacia la verdad supone


que esa libertad religiosa no puede entenderse dentro del orden liberal como la
«primera» [entre las otras libertades]. En realidad, no deja de ser una entre
muchas, sin un lugar especial cuando entra en conflicto con otros derechos más
«fundamentales», como el «derecho a formar una familia», a la igualdad de trato o
a la no discriminación en el acceso a un puesto de trabajo. Dado que este conflicto
concierne a hechos fundamentales, no está claro que la «tolerancia» que buscan
los cristianos vaya a ser posible, legal y lógicamente, incluso aunque hubiese
mucha buena voluntad por las partes y los oponentes de la Iglesia quisiesen
otorgársela.

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Para Hanby, «sin duda, la Iglesia debería seguir resistiendo los asaltos contra su
libertad jurídica mediante procedimientos judiciales y legislativos». Es obvio y
necesario, y no debe hacerse solo por el bien de la Iglesia, sino por el de aquellos rasgos
que han sido, y siguen siendo, los mejores del «experimento» americano. Pero, a largo
plazo, deberíamos preocuparnos sobre todo por tres asuntos:
En primer lugar, la defensa de la libertad de la Iglesia no debería empañar otro
esfuerzo, mucho mayor, por defender la verdad sobre el ser humano, y por señalar lo que
la actual revolución sexual y social pretende.
En segundo lugar, los dirigentes de la Iglesia deberían preocuparse más por
distinguir entre la libertad que tiene la institución por su naturaleza y por la gracia, y la
puramente jurídica, garantizada por el estado y por la sociedad civil. Su libertad y sus
derechos básicos proceden de Dios, y no son dones del gobierno.
En último lugar, la defensa de la libertad de la Iglesia, por lo ya dicho, no depende
principalmente de estrategias legales o políticas, sino de una renovación del pensamiento
católico sobre la naturaleza, la persona humana, el matrimonio e, incluso, sobre la
libertad, en sí y en relación con la verdad.
Son buenos consejos para un terreno político, el estadounidense, que parece hoy más
propio del País de Fantasía que del mundo real. Mientras termino este libro se está
celebrando el período electoral de mediados de 2016, en el que uno de los principales
partidos parece empeñado en un America contra mundum (América contra el mundo),
mientras el otro lo apuesta todo a un estado providente que es moralmente dudoso,
económicamente ruinoso e insostenible. En una cultura en la que la religión oficial
informal es la libertad de elección, las opciones disponibles son, en realidad, pocas.
A pesar de que América siempre se ha caracterizado por su capacidad para
reinventarse, algunos cambios políticos parecen irreversibles. En una encuesta del
Centro Gallup en 2013, el 75% de los estadounidenses pedía una mayor influencia de la
religión en la vida nacional, pero, al mismo tiempo, muchos de ellos no mostraban un
interés personal en la fe[13].
En otras palabras: «Los americanos quieren más religión», como decía un titular,
«pero solo para los demás». No puede sorprender que, en 2014, el 23% de los adultos se
definiesen como ateos, agnósticos o sin filiación religiosa. El crecimiento ha sido
enorme, desde el 16% de 2007. «Ninguno» es el grupo religioso que crece más rápido, y
las congregaciones no religiosas –bautizadas como iglesias sin dioses– surgen por todas
partes, y están organizándose como un grupo de presión político, que pide «situar la
ciencia por encima de las creencias» y mantener una estricta separación entre la religión
y el estado[14].
¿En qué lugar nos deja todo esto a los católicos norteamericanos? Y, una vez más,
¿qué tiene que ver la belleza?

170
Para responder, hemos de volver a la pregunta que ha estado revoloteando por estas
páginas: ¿Qué es el hombre?

***

«¿Qué queremos decir exactamente cuando decimos “el hombre”? ¿De quién
hablamos cuando defendemos los derechos humanos, o nos dedicamos a las
humanidades?». Con estas palabras provocativas comienza Pierre Manent su libro
titulado La ciudad del hombre, en un guiño a la obra maestra de san Agustín, La ciudad
de Dios. Manent, uno de los mejores pensadores políticos de nuestra época, afirma que
«el discurso está obsesionado con el hombre, y canta sus alabanzas sin preguntarse quién
es. El hombre atrae la atención de la humanidad por doquier, pero tal vez desde la época
de Homero nunca la pregunta sobre el significado de la palabra hombre» ha sido tan
poco explorada o comprendida[15].
El motivo de esta confusión no es un misterio. La identidad del hombre no puede
separarse del Dios que lo creó. ¿Y quién es Dios? Para los cristianos, no es un Ser
Supremo existente, sino el Autor de la existencia, ajeno a la envoltura del tiempo y del
espacio, trascendente y omnipotente, incognoscible cuando no se da a conocer él mismo,
como hace a través de la creación y la razón, revelado en la Palabra y en la comunidad
de creyentes que llamamos Iglesia y, por encima de todo, en su Palabra hecha carne en
su Hijo. Lo que nos enseña en Jesucristo no es solo su naturaleza divina, sino el rostro de
un hombre vivo, la cara de la verdadera libertad y del amor.
La humanidad en su integridad –complementaria en el hombre y la mujer– muestra
su gloria en las vidas vividas con libertad, conciencia e intelecto, subordinadas al amor.
Como humanos, podemos optar por nosotros mismos, pero –en nuestra mejor versión–
optamos por los demás. El amor, más que la inteligencia, es el genio del hombre. Es el
modo que tenemos de compartir ese amor ardiente del Dios trinitario que, a medida que
va creciendo, fortalece con nuestros actos la fe, y cuyo suelo, en el que se arraiga, es la
esperanza.
¿Qué nos pide Dios en este mundo, aparentemente poscristiano? Lo primero es que
nos demos cuenta de que la expresión «poscristiano» será falsa, siempre que la fe, la
esperanza y el amor cristiano vivan en cada uno de nosotros. Podríamos adherirnos como
compañeros de viaje sumisos a una cultura que queda mejor descrita con el término de
apóstata, y son muchos los que lo hacen. Pero, tomando prestadas las palabras del rabino
Jonathan Sacks, también podemos vivir como una minoría consciente, en una nación
cuyas creencias, cultura y política ya no son las nuestras, pero que todavía alimenta
nuestra identidad, atestigua nuestra fe y nuestra determinación, y a la que podemos
sumar al bien común, como hizo el profeta Jeremías. Para lograrlo, hace falta humildad,
y también el valor de no dejarnos engullir y blanquear por el mundo que nos rodea.

171
Como afirmó Sacks en 2013, «la tarea no es fácil. Exige encajar sutilmente las
identidades, y supone estar dispuestos a vivir con disonancias cognitivas. No es apto
para débiles de espíritu, pero es muy creativo»[16].
Vaclav Havel lo expresó con mayor fuerza aún al decir que la única forma de
combatir una cultura de la falsedad, bajo la forma que esta adquiera, es vivir
conscientemente la verdad, en lugar de limitarse a hablar de ella. El poder que nos da
vivir en la verdad no viene dado por la fuerza física o por la amenaza, sino por «la luz
que proyecta» sobre los pilares de «un sistema [mentiroso], y sobre sus inestables
cimientos»[17].
Este era, desde luego, el enfoque de los primeros cristianos, que se negaban a pagar
tributo a los ídolos del estado romano, buscando, en cambio, construir una vida nueva,
enraizada en la verdad del evangelio. Con su ejemplo podemos tomar la medida de la
personalidad que nos hace falta tener.
Uno de los mejores pastores del siglo pasado, escribiendo sobre los cristianos tibios,
afirmó que la fe de la mayoría era como «un granjero que necesita un caballo para labrar;
deja de lado al semental fiero y compra el domesticado y quebrado. Esta es exactamente
la forma en la que los hombres han domesticado para sí un cristianismo útil, y solo es
cuestión de tiempo, y de pensamiento honesto, que pierdan el interés por su creación y se
libren de ella»[18].
Estas palabras las escribió Dietrich Bonhoeffer, el gran teólogo luterano alemán. Para
él, la fe no era una disciplina académica, una afición personal o una recopilación de
frases sabias. Era el motor que movía su vida, como debe ser el de la nuestra. Tener
conocimientos «sobre» Jesucristo no basta; debe estar entrelazado con toda nuestra vida,
y para eso debemos hacer limpieza del ruido, la basura y las distracciones en casa, lo que
significa cultivar una verdadera amistad cristiana, crear oasis de silencio, adoración y
oración. También supone tener más hijos, educarlos en el amor al Señor, y luchar contra
el miedo y la muerte, familia por familia, respaldándonos entre todos para combatir la
tentación del cansancio y el resentimiento.
¿Y la belleza? La belleza puede admirarse; puede venerarse; puede inspirar gratitud o
asombro. Pero no puede consumirse como un producto, o «usarse» para fines
instrumentales sin desfigurarla. La belleza no hace nada… excepto lo más precioso en
esta vida: invita y eleva al alma por encima de sí misma, por encima de cálculos y
utilidades, recordándonos qué significa ser humanos.
La belleza, tomando prestadas las palabras de san Agustín en el comentario de la
Carta de Juan, es como el anillo que el prometido da a su novia, un signo y un sello del
eterno amor de Dios. Es el antídoto contra las extendidas pornografías demoníacas de
nuestro tiempo: la ira, la desesperación, la vanidad, la violencia, el cinismo. Roger
Scruton describe la belleza como el «símbolo presente de los valores trascendentes». Es

172
una forma elevada de decir que la belleza nos alivia el corazón en este mundo, mientras
nos conduce hacia el siguiente, porque «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que
andamos buscando la del futuro» (Hb 13, 14).
La idea de la ciudad es tan fecunda en la imaginación humana porque aúna el
comercio, la energía, el progreso y la comunidad. Las ciudades humanas son ejemplos
vivos –signos para el mundo– de lo mejor, y también de lo peor, de la naturaleza
humana. En la Escritura, Sodoma y Gomorra se consideraban «ciudades de la llanura»,
mientras Jerusalén era reverenciada y recordada como la «ciudad santa», el corazón de la
vida del pueblo de Dios.
Para san Agustín, hemos sido creados para la Ciudad de Dios, pero en esta vida
pasamos como peregrinos por la Ciudad del Hombre, en la que, a causa del pecado,
jamás encontraremos una justicia perfecta. Sin embargo, podemos hacer del mundo un
lugar mejor o peor, más bello o más deforme, según lo que hagamos, y cómo lo
hagamos, mientras vivimos aquí en calidad de «residentes extranjeros».
Así lo escribió san Agustín:

El peso no solo impulsa hacia abajo, sino al lugar de cada cosa. El fuego tira
hacia arriba, la piedra, hacia abajo. Cada uno es movido por su peso y tiende a su
lugar (…). Mi peso es mi amor; él me lleva doquiera soy llevado. Tu Don nos
enciende y por él somos llevados hacia arriba: enardecémonos y caminamos;
subimos las ascensiones dispuestas en nuestro corazón y cantamos el Cántico de
los grados. Con tu fuego, sí; con tu fuego santo nos enardecemos y caminamos,
porque caminamos para arriba, hacia la paz de Jerusalén.

Mi peso es mi amor. Para san Agustín, el fuego del amor nos lleva hacia arriba con
su calor; cuanto más amamos, más nos acercamos al cielo.
Esta es la clave: las naciones también tienen peso. El «peso» de una nación es el
amor que la anima –o deja de hacerlo– en su forma de tratar a los pobres, a los ancianos,
a los discapacitados, a los niños no nacidos.
Nuestras vidas elevan o arrastran al alma del mundo. Nuestras vidas importan. Lo
que hacemos tiene consecuencias en la eternidad, en la nuestra y en la de los que nos
rodean. En una Ciudad del Hombre que envía a Dios a los arrabales no puede
sorprendernos que hombres y mujeres, que son obra de sus manos, sean extraños entre
sí, y ajenos a su propia naturaleza.
Fuimos creados por Dios para recibir amor y para mostrárselo a los demás; un amor
anclado en la verdad sobre la persona humana y sobre la naturaleza de las relaciones
personales. Ese es nuestro fin, y por eso fuimos creados. Estamos aquí para llevar los
unos las cargas de los otros, para sacrificarnos por sus necesidades y para dar testimonio
del amor cristiano en toda nuestra vida pública, que incluye las elecciones sociales,

173
económicas y políticas que realizamos. Pero todo comienza con la conversión del
corazón. Una vida así vivida es semilla para decenas de personas, e inicio de la
renovación del mundo.
¿Quién es el hombre? ¿Cuál es su destino? ¿Qué sentido tienen nuestras vidas?
No son preguntas nuevas.
«¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de Adán para que de él te
cuides? Apenas inferior a un dios le hiciste, coronándole de gloria y de esplendor; le
hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue puesto por ti bajo sus pies» (Sal 8, 5-7).
La palabra de Dios atestigua la bondad de la creación, el don de la vida y la gloria de
la persona humana. Pero con esta gloria también viene un deber. Hemos nacido para la
Ciudad de Dios, y el camino a casa atraviesa la Ciudad del Hombre. Por eso somos
forasteros en tierra extraña.
Y, sin embargo, lo que hagamos aquí marcará la diferencia.

174
NOTAS

1. Residentes extranjeros

[1] Tom Phillips, «China on Course to Become ‘World’s Most Christian Nation’
Within 15 Years», Telegraph, 19 de abril de 2014.
[2] Benedicto XVI, Saludo de Navidad a la Curia romana, 21 de diciembre de 2012.
[3] Sobre el origen del concepto de persona, véase Mark Shiffman, «The Loss of a
Culture of Personhood and the End of Limited Government», Front Porch Republic, 6
de octubre de 2014. Sobre el origen de la idea de individuo, véase Siedentop, Inventing
the Individual: The Origins of Western Liberalism, Harvard University Press,
Cambridge, EE.UU., 2014.
[4] Alexis de Tocqueville, Democracy in America, traducción y edición de Harvey
C. Mansfield y Delba Winthrop, University of Chicago Press, Chicago, EE.UU., 2000,
486. Esta es la edición que se cita. Existe versión en castellano: La democracia en
América, Akal, 2007.
[5] Véase Pierre Manent, «Democracy and Religion», en Tocqueville and the Nature
of Democracy, Rowman and Littlefield, Lanham, EE.UU., 1996, 83-107.
[6] Tocqueville, Democracy in America, 418.
[7] Thomas W. Smith, «Catholic Social Thought and Modern Liberal Democracy»,
Logos 11, n. 1 (2008): 15-48. Véase también la conferencia Dimbleby de Rowan
Williams en 2002, The Guardian, 19 de diciembre de 2002.
[8] Papa Francisco, Evangelii Gaudium, n. 10.
[9] Ibíd., n. 85.
[10] Cindy Wooden, «Pope Says Christians Should Have Restless Hearts Like St.
Augustine’s», Catholic News Service, 28 de agosto de 2013.
[11] Romano Guardini, muy influyente en el pensamiento del Papa Francisco, tenía
una viva conciencia de Satanás como ser espiritual, personal y maligno. Véase The Faith
and Modern Man, Pantheon Books, Nueva York 1952, 139-54. Véase también The Lord,
Regnery Gateway, Washington 1982, 132-39, especialmente 604. Existen versiones en
castellano: Mundo y persona, Encuentro, 2002; El Señor, Cristiandad, 2002.
[12] San Agustín, Ciudad de Dios, libro II, capítulo 20.
[13] Ibíd., libro XIV, capítulo 28.

175
[14] Ibíd., libro XIX, capítulo 26.
[15] Sobre el pensamiento político de san Agustín, véase Robert Dodaro, O.S.A.,
Christ and the Just Society in the Thought of Augustine, Cambridge University Press,
Nueva York, EE.UU., 2004. Véase también Jean Bethke Elshtain, Augustine and the
Limits of Politics, University of Notre Dame Press, Notre Dame, EE.UU., 1995.
[16] John Milton, El paraíso perdido, libro I. La traducción citada es la de Esteban
Pujals, Cátedra, 2005.
[17] Lindsay Putnam, «Charlie Hebdo Cartoonist Doesn’t Want You to Pray for
Paris», New York Post, 14 de noviembre de 2015.
[18] San Agustín, De Trinitate.
[19] Jack Nicholson en la película de 1983 Terms of Endearment [La fuerza del
cariño].
[20] Stanley Hauerwas y William Willimon, Resident Aliens: Life in the Christian
Colony; A Provocative Christian Assessment of Culture and Ministry for People Who
Know That Something Is Wrong, Abingdon Press, Nashville, EE.UU., 1989, 2014.

2. De bendita memoria

[1] Daniel J. Boorstin, America and the Image of Europe: Reflections on American
Thought, Peter Smith, Gloucester, EE.UU., 1976, 70.
[2] Nicholas von Hoffman, «God Was Present at the Founding», Civilization,
abril/mayo de 1998.
[3] Alexander Kazam, «By Design and Choice: French Political Theorist Pierre
Manent Reflects on Europe and the American Founding», National Review Online, 21 de
agosto de 2012.
[4] George Grant, Technology and Empire, House of Anansi Press, Toronto, Canadá,
1969, 17.
[5] Napp Nazworth, «Robert George: Immigrant Gratitude Demonstrates American
Exceptionalism», Christian Post, 5 de agosto de 2012. Véase también Robert George,
«Immigration and American Exceptionalism», en Conscience and Its Enemies:
Confronting the Dogmas of Liberal Secularism, ISI Books, Wilmington, EE.UU., 2016,
67-68.
[6] Matthew J. Franck, «Christianity and Freedom in the American Founding» en
Christianity and Freedom, vol. 1: Historical Perspectives, editado por Timothy Samuel
Shah y Allen D. Hertzke, Cambridge University Press, Nueva York, EE.UU., 2016, 264,
271.
[7] John Witherspoon, «Dominion of Providence over the Passions of Men», sermón,

176
Princeton, EE.UU., 17 de mayo de 1776.
[8] Hugh Heclo, Christianity and American Democracy, Harvard University Press,
Cambridge, EE.UU., 2007, 32-33.
[9] Franck, Christianity and Freedom, 284.
[10] Tocqueville, La democracia en América, 43.
[11] W. Bradford Wilcox y Robert I. Lerman, «For Richer, for Poorer: How Family
Structures Economic Success in America», www.aei.org/publication/for-richer-for-
poorer/, 28 de octubre de 2014; y Ed Stetzer, «Marriage, Divorce, and the Church: What
Do the Stats Say, and Can Marriage Be Happy?». Christianity Today, 14 de febrero de
2014.
[12] Jessica Gavora, «Obama’s ‘Julia’ Ad and the New Hubby State», Washington
Post, 11 de mayo de 2012.
[13] Robert Kraynak, «The American Founders and Their Relevance for Today»,
Modern Age, 4º trimestre de 2015.
[14] Alasdair MacIntyre, After Virtue: A Study in Moral Theory, University of Notre
Dame Press, Notre Dame, EE.UU., 1984, 213. Existe versión en castellano: Tras la
virtud, Crítica, 2001.
[15] Los católicos son numerosos, evidentemente, en Hispanoamérica, pero también
son una parte distinta de la historia de nuestra nación.
[16] Stanley Hauerwas, «The End of American Protestantism», ABC Religion and
Ethics, 2 de julio de 2013.
[17] Carta Pastoral (1840), IV Concilio Provincial de Baltimore, en Pastoral Letters
of the American Hierarchy: 1792–1970, edición de Hugh J. Nolan, Our Sunday Visitor,
Huntington, EE.UU., 1971, 87-107.
[18] Charles J. Chaput, O.F.M. Cap., Render Unto Caesar: Serving the Nation by
Living Our Catholic Beliefs in Political Life, Doubleday, Nueva York, EE.UU., 2008,
92-93, 130-31.
[19] Charles Morris, American Catholic: The Saints and Sinners Who Built
America’s Most Powerful Church, Random House, Nueva York, EE.UU., 1997, 67-69,
135.
[20] Carta Pastoral, 1919, Pastoral Letters of the American Hierarchy, 238.
[21] «The Present Crisis» (1933), Ibíd., 292, 294.
[22] Carta del 22 de diciembre de 1941, Ibíd., 378-79.
[23] Morris, American Catholic, 277.
[24] John H. Lang, «From Kristallnacht to the Kindertransport to, Finally, America»,
Wall Street Journal, 8 de noviembre de 2015.
[25] Morris, American Catholic, 281.
[26] John Courtney Murray, S.J., «Catholics in America - A Creative Minority?»,

177
Epistle 21 (1955), 36-41.

3. Por qué nada va a ser igual que antes

[1] Patrick Deneen, «The Power Elite», First Things, junio/julio de 2015.
[2] Madeline Buckley, «Threats Tied to RFRA Prompt Indiana Pizzeria to Close Its
Doors», Indianapolis Star, 3 de abril de 2015.
[3] Para un análisis más amplio de la pornografía y sus efectos, véase James Stoner y
Donna Hughes, editores, The Social Costs of Pornography: A Collection of Papers,
Witherspoon Institute, Princeton, EE.UU., 2010.
[4] «Porn Sites Get More Visitors Each Month Than Netflix, Amazon and Twitter
Combined», Huffington Post, 4 de mayo de 2013.
[5] Norman Doidge, «Acquiring Tastes and Loves: What Neuroplasticity Teaches Us
About Sexual Attraction and Love», en The Brain That Changes Itself, Penguin, Nueva
York, EE.UU., 2007; citado en Stoner y Hughes, The Social Costs of Pornography, 35.
Existe versión en castellano del primero: El cerebro se cambia a sí mismo, Aguilar,
2008.
[6] Thomas Jefferson, «Letter to James Madison: The Earth Belongs to the Living»,
París, 6 de septiembre de 1789.
[7] Christian Smith, con Kari Christofferson, Hilary Davidson y Patricia Snell
Herzog, Lost in Transition: The Dark Side of Emerging Adulthood, Oxford University
Press, Nueva York, EE.UU., 2011, 9, 10, 11, 69, 147.
[8] Nicolette Manglos-Weber y Christian Smith, «Understanding Former Young
Catholics: Findings from a National Study of Emerging Young Adults», Institute for
Church Life and Center for the Study of Religion and Society, University of Notre
Dame, Notre Dame, EE.UU., 2015, 14.
[9] Smith, Lost in Transition, 15.
[10] Mary Eberstadt, How the West Really Lost God: A New Theory of
Secularization, Templeton Press, West Conshohocken, EE.UU., 2013, 133.
[11] Ross Douthat, Bad Religion: How We Became a Nation of Heretics, Free Press,
Nueva York, EE.UU., 2012, 70, 71.
[12] Ibíd., 72.
[13] Pierre Manent, Seeing Things Politically: Interviews with Benedicte Delorme-
Montini, St. Augustine’s Press, South Bend, EE.UU., 2015, 171.
[14] George Grant, Technology and Empire, 22-23.
[15] Pew Research Center, «America’s Changing Religious Landscape»,
www.pewforum.org/2015/05/12/americas-changing-religious-landscape, 12 de mayo de

178
2015.
[16] Pew Research Center, «The Religious Affiliation of U.S. Immigrants: Majority
Christian, Rising Share of Other Faiths», www.pewforum.org /2013/05/17/the-religious-
affiliation-of-us-immigrants/#affiliation, 17 de mayo de 2013.
[17] Ibíd.
[18] Datos procedentes de Pew Research Center 2013 (33 %) y de Boston
College/Center for Applied Research in the Apostolate, CARA, 2014 (40 %). La
estimación del total de católicos de Estados Unidos, en CARA, 2015.
[19] «Boston College Study: Hispanics Vital to Future of Catholic Church», Boston
College Chronicle, 8 de mayo de 2014. Véase también Hosffman Ospino, Hispanic
Ministry in Catholic Parishes: A Summary Report of Findings from the National Study
of Catholic Parishes with Hispanic Ministry, Our Sunday Visitor, Huntington, Estados
Unidos, 2015, 8-9.
[20] Joshua Bolding, «Diffusion of Faith: Immigrants Are Transforming American
Christianity», Deseret News, 12 de enero de 2012.
[21] Ibíd.
[22] Alan Dunn, «Average America vs. the One Percent», Forbes, 21 de marzo de
2012.
[23] Agustino Fontevecchia, «Forbes’ 2016 Presidential Candidate Wealth List»,
Forbes, 29 de septiembre de 2015.
[24] Jacob Davidson, «Wealth Inequality Doubled Over Last 10 Years, Study
Finds», Time, 25 de junio de 2014.
[25] «Class in America: Mobility, Measured», Economist, edición EE.UU., 1 de
febrero de 2014.
[26] Eli Lehrer y Lori Sanders, «Moving to Work», National Affairs, 4º trimestre de
2014.
[27] Zygmunt Bauman, Consuming Life, Polity Press, Malden, EE.UU., 2007, 18,
21, 29. Existe versión en castellano: Vida de consumo, Fondo de Cultura Económica,
2007.
[28] James Poulos, «Losing Liberty in an Age of Access», New Atlantis, 3º./4º.
trimestre de 2014.
[29] Ibíd.

4. Topografía de una tierra plana

[1] L. Frank Baum, The Wonderful Wizard of Oz, Sterling Children’s Books, Nueva
York, EE.UU., 2005, 3-4; texto original publicado en 1900. Existen diversas versiones

179
en castellano, v. g.: El mago de Oz, Vicens-Vives, 2014.
[2] Benedicto XVI, Caritas in Veritate, n. 48.
[3] Benedicto XVI, Angelus, 12 de diciembre de 2012.
[4] Francisco, Laudato Si’, 44.
[5] J. R. R. Tolkien, The Silmarillion, edición de Christopher Tolkien, Ballantine
Books, Nueva York 1999, 3-4. Existe versión en castellano: El Silmarillion, Minotauro,
2002.
[6] Matthew Dickerson y Jonathan Evans, Ents, Elves and Eriador: The
Environmental Vision of J. R. R. Tolkien, University of Kentucky Press, Lexington,
EE.UU., 2011, 24.
[7] Bob Tita, «Motorized Walking Gear Gets Approval», Wall Street Journal, 11 de
marzo de 2016.
[8] Ben Popper, «Understanding Calico: Larry Page, Google Ventures, and the Quest
for Immortality: Radical Life Extension Is a Dream Shared by Many Top Googlers»,
Verge, 19 de septiembre de 2013.
[9] Caritas in Veritate, n. 69.
[10] Laudato Si’, n. 131.
[11] Caritas in Veritate, nn. 11, 29, 70.
[12] Paul Newall, «Thomas Lessl: Science and Rhetoric», Galilean, 7 de junio de
2005; reimpreso el 15 de junio de 2010. Véase también Rhetorical Darwinism: Religion,
Evolution and the Scientific Identity, de Thomas Lessl, Baylor University Press, Waco,
EE.UU., 2012.
[13] Jean-Marie Lustiger, The Promise, Eerdmans, Grand Rapids, EE.UU., 2007,
100. Existe versión en castellano: La promesa, Cristiandad, 2002.
[14] George Grant, Technology and Empire, 17.
[15] Ibíd., 25.
[16] Ibíd., 27.
[17] Leon R. Kass, M.D., «A More Perfect Human: The Promise and the Peril of
Modern Science», en el ciclo «Insight» del Museo del Holocausto en Washington, 17 de
marzo de 2005.
[18] Leszek Kołakowski, «The Idolatry of Politics», recogido en Modernity on
Endless Trial, University of Chicago Press, Chicago, EE.UU., 1990, 146.
[19] Kass, «A More Perfect Human».
[20] Larry Siedentop, Inventing the Individual, 352-53.
[21] David Gelernter, «The Closing of the Scientific Mind», Commentary, 1 de enero
de 2014.
[22] Thomas Nagel, Mind and Cosmos: Why the Materialist Neo-Darwinian
Conception of Nature Is Almost Certainly False, Oxford University Press, Nueva York,

180
EE.UU., 2012. Existe versión en castellano: La mente y el cosmos, Biblioteca Nueva,
2014.
[23] Andy Crouch, «Steve Jobs: The Secular Prophet», Wall Street Journal, 8 de
octubre de 2011.
[24] Edwin A. Abbot, Flatland: A Romance of Many Dimensions, Penguin, Nueva
York, EE.UU., 1998, publicada por primera vez en 1884. Existe versión en castellano:
Planilandia: una novela de muchas dimensiones, José J. de Olañeta, 2011.

5. El amor de los Eloi

[1] Pascal Bruckner, Perpetual Euphoria: On the Duty to Be Happy, Princeton


University Press, Princeton, EE.UU., 2010, 11, 12, 14. Existe versión en castellano: La
euforia perpetua: sobre el deber de ser feliz, Tusquets, 2001.
[2] Todos los ejemplos proceden de Pascal Bruckner, The Temptation of Innocence:
Living in the Age of Entitlement, Algora Publishing, Nueva York, EE.UU., 2000. Existe
versión en castellano: La tentación de la inocencia, Anagrama, 2002.
[3] Bruckner, Perpetual Euphoria, 52.
[4] Michel Houellebecq, Platform, Vintage, Nueva York, EE.UU., 2004; versión
original en francés (París: Flammarion, 2001. Existe versión en castellano: Plataforma,
Anagrama, 2004).
[5] Andrew Cherlin, The Marriage-Go-Round: The State of Marriage and the Family
in America Today, Alfred A. Knopf, Nueva York, EE.UU., 2009, 16-22.
[6] Ibíd., 24-35, 114.
[7] Puede leerse la exposición de las ideas del Reich en la excelente traducción al
inglés de Carlo Lancellotti: Augusto Del Noce, The Crisis of Modernity, McGill-
Queen’s University Press, Montreal, Canadá, 2014; especialmente la p. 216.
[8] Michael Hanby, «The Brave New World of Same-Sex Marriage: A Decisive
Moment in the Triumph of Technology over Humanity», Federalist, 19 de febrero de
2014.
[9] Véase Nancy Jo Sales, «Tinder and the Dawn of the ‘Dating Apocalypse’»,
Vanity Fair, septiembre de 2015; Scott Calvert, «‘Sexting’ Case Rocks Colorado Town»,
Wall Street Journal, 9 de noviembre de 2015; ashleymadison.com, una de las muchas
páginas de adulterio; Veronica Dagher, «Why Postnups Are Rising», Wall Street
Journal, 12-13 de marzo de 2016; Sue Schellenbarger, «A Sense of Loss That’s Hard to
Explain to the Boss», Wall Street Journal, 11 de noviembre de 2015; Kate Taylor, «Sex
on Campus: She Can Play That Game Too», New York Times, 12 de julio de 2013.
[10] Del Noce, Crisis of Modernity, 158; para una explicación de este argumento,

181
véase el capítulo «The Ascendance of Eroticism» 157-86.
[11] Editorial: «The New Intolerance», Wall Street Journal, 31 de marzo de 2015.
[12] Margaret Hagen, «Transgenderism Has No Basis in Science or Law», Public
Discourse, 13 de enero de 2016; Paul McHugh, «Transgenderism: A Pathogenic Meme»,
Public Discourse, 10 de junio de 2015; Walt Heyer, «50 Years of Sex Changes, Mental
Disorders and Too Many Suicides», Public Discourse, 3 de febrero de 2016. Véase
también sexchangeregret.com y waltheyer.com, con testimonios alternativos de personas
transgénero.
[13] Las tres primeras aparecieron en el Philadelphia Inquirer, entre junio de 2014 y
abril de 2015, y hubo más en 2016. «Heather Has Two Genders», de Meghan Cox
Gurdon, en Wall Street Journal, 15 de septiembre de 2014.
[14] Melanie Phillips, «It’s Dangerous and Wrong to Tell All Children They’re
‘Gender Fluid’», Spectator, 30 de enero de 2016.
[15] Scott Pruitt, «Why We’re Suing Over Obama’s Transgender Power Play», Wall
Street Journal, 1 de junio de 2016.
[16] Mickey Mattox, «Marquette’s Gender Regime», First Things, abril de 2016.
[17] Charles Murray, Coming Apart: The State of White America, 1960-2010, Crown
Forum, Nueva York, EE.UU., 2012, 158.
[18] Mitch Pearlstein, Broken Bonds: What Family Fragmentation Means for
America’s Future, Rowman and Littlefield, Nueva York, EE.UU., 2014, 23.
[19] Ibíd., 24.
[20] Tocqueville, Democracy in America, 486.
[21] Ibíd., 487.
[22] Murray, Coming Apart, 69.
[23] Ibíd., 167.
[24] Ibíd., 240-47.
[25] Robert Nisbet, The Quest for Community, ISI Books, Wilmington, EE.UU.,
2010, 248.
[26] Roger Scruton, The Face of God, Bloomsbury, Nueva York, EE.UU., 2012,
102.
[27] Roger Scruton, The Soul of the World, Princeton University Press, Princeton,
EE.UU., 2014, 90-91. Existe versión en castellano: El alma del mundo, Rialp, 2016.
[28] Daniel M. Bell Jr., The Economy of Desire: Christianity and Capitalism in a
Postmodern World, Baker, Grand Rapids, EE.UU., 2012, 105-6.

6. Y nada más que la verdad

182
[1] Justin McBrayer, «Why Our Children Don’t Think There Are Moral Facts», New
York Times, 2 de marzo de 2015.
[2] Ibíd.
[3] Tocqueville, Democracy in America, 244.
[4] Ibíd., 244.
[5] Ibíd., 404.
[6] Ibíd., 244.
[7] Ibíd., 406.
[8] M. Scott Peck, M.D., People of the Lie: The Hope for Healing Human Evil, 2nd
ed., Touchstone, Nueva York, EE.UU., 1998, 66.
[9] Ibíd., 75.
[10] Ibíd., 69.
[11] Ibíd., 76.
[12] Ibíd.
[13] Ibíd., 162.
[14] Harry Frankfurt, On Bullshit, Princeton University Press, Princeton, EE.UU.,
2005, 64. Existe versión en castellano: On bullshit: Sobre la charlatanería y sobre la
verdad, Paidós, 2013.
[15] Leonard Wong y Stephen J. Gerras, «Lying to Ourselves: Dishon esty in the
Army Profession», U.S. Army War College Strategic Studies Institute Monograph, 17 de
febrero de 2015.
[16] Ibíd., 2.
[17] Ibíd., ix.
[18] Regan McMahon, «Everybody Does It», San Francisco Chronicle Magazine, 9
de septiembre de 2007.
[19] Ibíd.
[20] Ibíd.
[21] Ibíd.
[22] Marilyn Chandler McEntyre, Caring for Words in a Culture of Lies, Eerdmans,
Grand Rapids, EE.UU., 2009, 1-2.
[23] Ibíd.
[24] John Ayto, Dictionary of Word Origins, Arcade, Nueva York, EE.UU., 2011,
543.
[25] George Orwell, «Politics and the English Language», en The George Orwell
Reader: Fiction, Essays and Reportage, Harcourt, Nueva York, EE.UU., 1984, original
de 1948, 363. Existe versión en castellano de este artículo en sus Ensayos, Debate, 2015.
[26] James Campbell, «The Spanish Cockpit», Wall Street Journal, 19-20 de abril de
2014.

183
[27] George Steiner, Language and Silence: Essays on Language, Literature and the
Inhuman, Atheneum, Nueva York, EE.UU., 1982, publicado por primera vez en 1958,
100-101. Existe versión en castellano: Lenguaje y silencio, Gedisa, 2013.
[28] Josef Pieper, Abuse of Language, Abuse of Power, Ignatius Press, San
Francisco, EE.UU., 1992, 32-33.
[29] McEntyre, Caring for Words, 56-57.

7. Oscuridad a mediodía

[1] Alasdair MacIntyre, After Virtue: A Study in Moral Theory, University of Notre
Dame Press, Notre Dame, EE.UU., 1984, 1-2.
[2] Ibíd., 5.
[3] Ibíd., 261.
[4] Ibíd., 58.
[5] Ibíd., 59.
[6] Ibíd., 24.
[7] Ibíd., 68.
[8] Ibíd., 85.
[9] Ibíd., 35.
[10] Ibíd., 86.
[11] Véase el estudio, que abarca 10 años, de la profesora del MIT Natasha Dow
Schull, Addiction by Design: Machine Gambling in Las Vegas, Princeton University
Press, Princeton, EE.UU., 2012.
[12] Christian Smith, The Sacred Project of American Sociology, Oxford University
Press, Nueva York, EE.UU., 2014, ix-x.
[13] Ibíd., 7-8.
[14] Ibíd., 9-11.
[15] Para una crítica más amplia del ascenso e influencia de las ciencias sociales en
Estados Unidos, véase Christopher Shannon, Conspicuous Criticism: Tradition, the
Individual, and Culture in American Social Thought, from Veblen to Mills, Johns
Hopkins University Press, Baltimore, EE.UU., 1996.
[16] Alasdair MacIntyre, «Social Science Methodology as the Ideology of
Bureaucratic Authority», en Kelvin Knight, editor, The MacIntyre Reader, University of
Notre Dame Press, Notre Dame, EE.UU., 1998, 53.
[17] Christopher Lasch, Haven in a Heartless World: The Family Besieged, Basic
Books, Nueva York, EE.UU., 1979, 189.
[18] Leo Strauss, «Liberal Education and Mass Democracy», en Robert Goldwin,

184
editor, Higher Education and Modern Democracy: The Crisis of the Few and Many,
Rand McNally, Chicago, EE.UU., 1967, 73-96.
[19] Ibíd.
[20] Matthew Crawford, The World Beyond Your Head: On Becoming an Individual
in an Age of Distraction, Farrar, Straus and Giroux, Nueva York, EE.UU., 2015, 257.
[21] George Dyson, Darwin Among the Machines: The Evolution of Global
Intelligence, Addison-Wesley, Reading, EE.UU., 1997, 10.
[22] Robert Kraynak, «Justice Without Foundations», New Atlantis, 3er. trimestre,
2011.
[23] Ibíd.
[24] Ibíd.
[25] Philip Hamburger, «The History and Danger of Administrative Law», Imprimis:
A Publication of Hillsdale College, septiembre de 2014.
[26] David Brooks, «The Organization Kid», Atlantic Monthly, abril de 2001.
[27] Ibíd.
[28] William Deresiewicz, Excellent Sheep: The Miseducation of the American Elite
and the Way to a Meaningful Life, Free Press, Nueva York, EE.UU., 2014, 3.
[29] Mark Shiffman, «Majoring in Fear», First Things, noviembre de 2014.
[30] Charles Péguy, Notre Patrie: Oeuvres en Prose (1898-1909), Paris: Pleiade,
1957, 834; véase también Marjorie Villiers, Charles Péguy: A Study in Integrity, Harper
and Row, Nueva York, EE.UU., 1966, 194.
[31] Sobre los monumentos conmemorativos confederados, véase Cain Burdeau,
«Monumental Fight», Philadelphia Inquirer, 27 de marzo de 2016. Sobre Alexander
Hamilton, véase Terry Teachout, «Rapping the Legend», Wall Street Journal, 21 de abril
de 2016. Sobre el activismo político en las multinacionales, véase Monica Langley,
«Tech CEO Turns Rabble Rouser», Wall Street Journal, 3 de mayo de 2016, donde cita
al senador por Georgia Josh McKoon. Sobre historia americana, véase Lynne V. Cheney,
«The End of History, Part II», Wall Street Journal, 2 de abril de 2015. Sobre las
organizaciones caritativas y la democracia, véase James Piereson, «Philanthropies Target
Democracy for ‘Saving’. Watch Out», Wall Street Journal, 24 de julio de 2014. Sobre
los ataques por no ser lo suficientemente progresista, véase Lloyd Cohen, «The
Posthumous Attacks on Scalia Begin», Wall Street Journal, 5 de mayo de 2016;
obsérvese que en el caso de la facultad de derecho de la George Mason University, esos
ataques fracasaron. Con este mismo espíritu, se atacó al –aún vivo– juez Clarence
Thomas en la película de la HBO Confirmation; véase Stuart Taylor Jr., «The
Hollywood Hit-Job on Justice Clarence Thomas», Wall Street Journal, 17 de abril de
2016.
[32] Editorial, «Little Sisters of the Government», Wall Street Journal, 10 de

185
noviembre de 2015.
[33] Ejemplos de titulares del Wall Street Journal, desde septiembre de 2014 hasta
mayo de 2016.
[34] Greg Lukianoff y Jonathan Haidt, «The Coddling of the American Mind»,
Atlantic Monthly, septiembre 2015, donde se cita a Jefferson.
[35] Arthur Koestler, Darkness at Noon, New York, Bantam Books, 1968, 210-11.
Existe versión en castellano: El cero y el infinito, Debolsillo, 2017.
[36] Tocqueville, Democracy in America, 663.

8. La esperanza y sus hijas

[1] Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), 1817.


[2] Richard John Neuhaus, American Babylon: Notes of a Christian Exile, Basic
Books, Nueva York, EE.UU., 2009, 216.
[3] CIC, 1818.
[4] Romanus Cessario, O.P., «The Theological Virtue of Hope (IIa IIae, qq. 17-22)»,
en Stephen J. Pope, editor, The Ethics of Aquinas, Georgetown University Press,
Washington, EE.UU., 2002, 232.
[5] Robert Barron, The Priority of Christ: Toward a Postliberal Catholicism, Brazos
Press, Grand Rapids, EE.UU., 2007, 277.
[6] Neuhaus, American Babylon, 224.
[7] Para el tratamiento que hace Hugo de San Víctor del don del alma, véase Paul
Rorem, Hugh of St. Victor, Oxford University Press, Nueva York, EE.UU., 2009, 156.
[8] Cessario, en Ethics of Aquinas, 236, 238. Cessario concluye: «En resumen, el
creyente cristiano en gracia posee la certeza cognitiva de la fe de que el Dios
misericordioso y omnipotente entrega el don de la salvación a todos los hombres y
mujeres y, siempre que se asuma personalmente esta verdad respaldada por la fe,
también la certeza afectiva de la esperanza permite al creyente vivir una vida en la que
confíe, con madurez, en el poder de Dios» (239-40).
[9] Spe Salvi, 7.
[10] John Henry Newman, Parochial and Plain Sermons, Ignatius Press, San
Francisco, EE.UU., 1997, 922. Existe versión en castellano, de la que hasta el momento
se han publicado 7 tomos: Sermones parroquiales, Encuentro, 2007-2015.
[11] Ibíd., 923.
[12] Ibíd., 294.
[13] Neuhaus, American Babylon, 217.
[14] Ibíd., 218-20. Santo Tomás de Aquino lo articula diciendo que la desesperación

186
no es «ni un sentimiento ni un estado de ánimo, sino un error de juicio de la fe, que
supone que Dios no proveerá lo necesario para que el hombre alcance la salvación»
(Cessario, en Ethics of Aquinas, 240).
[15] Cessario, en Ethics of Aquinas, 240.
[16] Ibíd., 240.
[17] Véase Summa Theologiae II-II, 21.4c. 18.
[18] CIC, n. 2091.
[19] Citado en Christopher Lasch, The True and Only Heaven: Progress and Its
Critics, W. W. Norton, Nueva York, EE.UU., 1991, 43.
[20] Ibíd., 47-48. De un modo similar, el politólogo francés Pierre Manent describe
cómo queremos ser modernos, pero carecemos de un concepto sólido de lo que eso
supone, dirigiéndonos así a una meta que no terminamos de entender ni de fijar. Véase
Manent, «City, Empire, Church, Nation: How the West Created Modernity», City
Journal, 3er. trimestre de 2012.
[21] Ibíd., 42.
[22] Ibíd., 45.
[23] «Puesto que el hombre sigue siendo siempre libre y su libertad es también
siempre frágil, nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente
consolidado. Quien promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre,
hace una falsa promesa, pues ignora la libertad humana. La libertad debe ser conquistada
para el bien una y otra vez. La libre adhesión al bien nunca existe simplemente por sí
misma. Si hubiera estructuras que establecieran de manera definitiva una determinada –
buena– condición del mundo, se negaría la libertad del hombre, y por eso, a fin de
cuentas, en modo alguno serían estructuras buenas» (Spe Salvi, 24).
[24] Spe Salvi, 22.
[25] Véase Reinhold Niebuhr, The Nature and Destiny of Man: A Christian
Interpretation, vol. 1: Human Nature, Charles Scribner’s Sons, Nueva York, EE.UU.,
1941.
[26] Spe Salvi, 44.
[27] «Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa
esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los
últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento
esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La
necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida,
de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para
creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero solo en relación con el
reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en
absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la

187
vida nueva» (Spe Salvi, 43).
[28] Spe Salvi, 10.
[29] Spe Salvi, 2.
[30] Neuhaus, American Babylon, 75.
[31] Spe Salvi, 35.
[32] Charles Péguy, The Portal of the Mystery of Hope, Eerdmans, Grand Rapids,
EE.UU., 1996, 9-11. Existe una versión en castellano que recoge esta obra: Los tres
misterios, Encuentro, 2011.
[33] Ibíd., 62.
[34] Ibíd., 66.
[35] Spe Salvi, 12.

9. Tratado para radicales

[1] Saul Alinsky, Rules for Radicals: A Pragmatic Primer for Realistic Radicals,
Vintage, Nueva York, EE.UU., 1989, edición original de 1971. Existe versión en
castellano: Tratado para radicales, Traficantes de sueños, 2012.
[2] Ibíd., 61.
[3] Ibíd., 29.
[4] Ibíd., 36.
[5] Como escribe el teólogo Servais Pinckaers, el Sermón de la Montaña es «la
cumbre en la que convergen todas las enseñanzas morales reveladas», que contiene y
completa todos los preceptos. Las Bienaventuranzas son el corazón de este Sermón, y la
clave para comprender cualquier enseñanza de Jesucristo.
[6] Servais Pinckaers, O.P., The Pursuit of Happiness-God’s Way: Living the
Beatitudes, traducción del francés de Mary Thomas Noble, O.P., Wipf and Stock,
Eugene, EE.UU., 2011, 16. Existe versión en castellano, en esta editorial: La búsqueda
de la felicidad, Palabra, 1981.
[7] Ibíd., 13.
[8] Ibíd., 10-17.
[9] Benedicto XVI, Jesus of Nazareth: From the Baptism in the Jordan to the
Transfiguration, Doubleday, Nueva York, EE.UU., 2007, 67. Existe versión en
castellano, incluida en Jesús de Nazaret. Obra completa, Biblioteca de Autores
Cristianos, 2016.
[10] Pinckaers, Pursuit of Happiness, 18.
[11] Servais Pinckaers, O.P., The Sources of Christian Ethics, traducción del francés
de Mary Thomas Noble, O.P., Catholic University of America Press, Washington,

188
EE.UU., 1995, 144. Existe versión en castellano: Las fuentes de la moral cristiana: su
método, su contenido, su historia, Eunsa, 2006.
[12] CIC, 1718.
[13] Las Confesiones son, en cierto sentido, dos historias en una. Por una parte, la
confesión de san Agustín de su pecado y su incapacidad para encontrar la felicidad en el
mundo y en la sabiduría pagana. Por otra, una alabanza a Dios por encontrarle y
concederle esa felicidad.
[14] Augustine, Confessions, I.1. Existen numerosas versiones en castellano, por
ejemplo, la de esta misma editorial: Confesiones, Palabra, 2013.
[15] Ibíd., X.22-23.
[16] CIC, 1721.
[17] Ibíd., 1724.
[18] Ibíd., 1820.
[19] En la época de Jesús, y en todo el Antiguo Testamento, era una idea corriente
que, dando limosna a los pobres, los ricos le prestaban dinero a Dios; el día del Juicio, se
les devolvería cuando los pobres hablasen a su favor ante Dios. Sobre esta idea, véase
Gary Anderson, Charity: The Place of the Poor in the Biblical Tradition, Yale
University Press, New Haven, EE.UU., 2013.
[20] Pinckaers, Pursuit of Happiness, 40-41.
[21] Benedict XVI, Jesus of Nazareth, 77. 22.
[22] Ibíd., 44-52.
[23] Ibíd., 80-82.
[24] Pinckaers, Pursuit of Happiness, 56-57.
[25] Ibíd., 61.
[26] Ibíd., 68.
[27] Ibíd., 71.
[28] Benedicto XVI, Jesus of Nazareth, 86-88.
[29] Citado en Pinckaers, Pursuit of Happiness, 76.
[30] Ibíd., 86-87.
[31] Ibíd., 94.
[32] Ibíd.
[33] Ibíd.
[34] Benedicto XVI, Jesus of Nazareth, 89.
[35] Pinckaers, Pursuit of Happiness, 98-99.
[36] Ibíd., 110.
[37] Ibíd., 111.
[38] Ibíd., 117.
[39] Ibíd., 119.

189
[40] Ibíd., 120.
[41] Ibíd., 124.
[42] Ibíd., 127-31.
[43] Ibíd., 156.
[44] El libro de John L. Allen The Global War on Christians, Image, Nueva York,
EE.UU., 2013, ofrece una exposición sobria de esta nueva ola de persecución.
[45] Santa Teresa de Lisieux escribió: «He sentido la caridad entrar en mi alma, y la
necesidad de olvidarme de mí misma y de agradar a los demás, y desde entonces he sido
feliz». Robert Barron comenta: «No se me ocurre un resumen más sucinto de la forma
cristiana en la que la vida divina, que solo se nos puede entregar como don, nos cambia
para que solo queramos vivir para los demás, en una conversión que trae la alegría»
(Barron, Priority of Christ, 308).

10. Repara mi Iglesia

[1] George Weigel, Evangelical Catholicism: Deep Reform in the 21st-Century


Church, New York: Basic Books, 2013, 17.
[2] Benedicto XVI, en un encuentro con la diócesis de Roma, 26 de mayo de 2009.
[3] Joseph Ratzinger, God and the World: A Conversation with Peter Seewald,
Ignatius Press, San Francisco, EE.UU., 2002, 26. Existe versión en castellano: Dios y el
mundo: creer y vivir en nuestra época. Una conversación con Peter Seewald, Galaxia
Gutemberg, 2002.
[4] E.g., Gaudium et Spes, 24, 41; Mulieris Dignitatem, 7.
[5] Véase Christifideles Laici, 55.
[6] Lumen Gentium, 33.
[7] Citado en Christifideles Laici, 55.
[8] Citado en Christifideles Laici, 2.
[9] «La acción católica, para serlo, debe guiarse por la contemplación, con la
extensión del reino de Dios como meta. Primero debemos participar de la contemplación
de la Iglesia, y luego podremos participar de su apostolado»: Jacques Maritain,
Scholasticism and Politics, edición y traducción de Mortimer J. Adler, Liberty Fund,
Indianapolis, EE.UU., 2011, 198-199.
[10] Benedicto XVI, Light of the World: The Pope, the Church, and the Signs of the
Times; A Conversation with Peter Seewald, traducción de Michael J. Miller and Adrian
J. Walker, Ignatius Press, San Francisco, EE.UU., 2010, 176. Exise versión en
castellano: Luz del mundo: el Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos, Herder, 2010.
[11] «Con este nuevo nacimiento, la divina Shejiná [presencia de Dios] entra en él,

190
inundando alma y cuerpo, separándolo –no solo de nombre– de los no cristianos,
elevándolo en la escala del ser, alentando y trayendo a la vida lo que quedaba de la
naturaleza más elevada, y confiriéndole, a su tiempo y según su medida, su propia virtud
celestial y superior. De este modo, mientras cuida con cariño del don, es llevado de
gloria en gloria, como si lo hiciese el Espíritu del Señor»: John Henry Newman,
Parochial and Plain Sermons, 652. También escribe: «No sabemos cómo la expresión
concreta y particular de fe contribuye a nuestra aceptación, ni tampoco sabemos cómo se
hacen efectivas a la hora de cambiar nuestra voluntad y nuestro carácter, pero, por la
gracia de Dios, lo hacen. Lo único que sabemos es que, si perseveramos, la luz interior
se hace más y más brillante, y Dios se manifiesta en nosotros de un modo desconocido
para el mundo. Por lo tanto, en esto consiste toda nuestra tarea: primero, en contemplar
al Dios todopoderoso, como en el paraíso, con el corazón y con el alma, y, después, en
obrar con Él, y dirigiéndonos a Él en lo cotidiano, viendo por la fe su gloria en nosotros
–y sin nosotros–, y reconociéndola con nuestra obediencia. De este modo uniremos los
conceptos más elevados que aluden a su majestad y bondad hacia nosotros, con el
servicio más discreto, humilde y temporal por Él» (653).
[12] Véase Apostolicam Actuositatem, 3.
[13] Anderson, Charity: The Place of the Poor in the Biblical Tradition, 6-7.
[14] Ibíd., 8. 15.
[15] Ibíd., 3-4.
[16] Ibíd., 182-84.
[17] Ibíd., 189.
[18] «No es, pues, difícil ni contrario a la naturaleza que ascendamos de Cristo –
inspirador del amor con que amamos al amigo– a Cristo –que a sí mismo se nos ofrece
como amigo para que lo amemos–, a fin de que a una suavidad siga la Suavidad, a una
dulzura, la Dulzura y a un amor, el Amor. Así, si un amigo se adhiere a su amigo, en el
espíritu de Cristo, llega a ser con él un solo corazón y una sola alma, y, si asciende por
este escalón de amor a la amistad con Cristo, se hace con él un espíritu en un beso»:
Elredo de Rieval, Spiritual Friendship, traducción del latín de Mary Eugenia Laker,
S.S.N.D., Cistercian Publications, Kalamazoo, EE.UU., 1977, 3.20-21. Existe versión en
castellano: La amistad espiritual, Monte Carmelo, 2014.
[19] Elredo, Spiritual Friendship, 3.133-34.
[20] Gaudium et Spes, 48.
[21] Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 13.
[22] Love Is Our Mission: The Family Fully Alive, Our Sunday Visitor, Huntington,
EE.UU., 2014, 105, catecismo del VIII Encuentro Mundial de las Familias, 2015.
[23] Ibíd., 32.
[24] «El matrimonio cristiano también supone para los consortes una forma de

191
obtener una unión siempre creciente con Jesús. Dado que han contraído su vínculo en
Jesús y hacia Jesús, el incremento del amor conyugal también supone un crecimiento en
el amor a Jesús»: Dietrich von Hildebrand, Marriage: The Mystery of Faithful Love,
Sophia Institute Press, Manchester, Reino Unido, 1984, 61.
[25] Gaudium et Spes, 49.
[26] Familiaris Consortio, 59. En este sentido, el matrimonio está íntimamente
conectado con la Eucaristía: «La Eucaristía es la fuente misma del matrimonio cristiano.
En efecto, el sacrificio eucarístico representa la alianza de amor de Cristo con la Iglesia,
en cuanto sellada con la sangre de la cruz. Y en este sacrificio de la Nueva y Eterna
Alianza los cónyuges cristianos encuentran la raíz de la que brota, que configura
interiormente y vivifica desde dentro, su alianza conyugal. En cuanto representación del
sacrificio de amor de Cristo por su Iglesia, la Eucaristía es manantial de caridad. Y en el
don eucarístico de la caridad la familia cristiana halla el fundamento y el alma de su
“comunión” y de su “misión”, ya que el Pan eucarístico hace de los diversos miembros
de la comunidad familiar un único cuerpo, revelación y participación de la más amplia
unidad de la Iglesia; además, la participación en el Cuerpo “entregado” y en la Sangre
“derramada” de Cristo se hace fuente inagotable del dinamismo misionero y apostólico
de la familia cristiana», Familiaris Consortio, 57.
[27] En un diálogo con un grupo de prometidos, el Papa Francisco subrayó esta idea:
«El matrimonio es también un trabajo diario: diría que una labor de artesanía, o de
orfebrería, porque el marido debe hacer que su esposa sea cada día más mujer, y la
esposa tiene que hacer que su marido sea más hombre, para crecer en humanidad, como
hombre y mujer», Zenit, 14 de febrero de 2014.
[28] Love Is Our Mission, 62.
[29] «En su raíz, un matrimonio feliz –de los que duran toda la vida– tiene más en
común con la gracia del celibato, generoso, paciente y entregado, que con lo que Pío XII
denominó “un hedonismo refinado”», Love Is Our Mission, 126.
[30] Lumen Gentium, 11.
[31] Gaudium et Spes, 52.
[32] Gaudium et Spes, 48; véase también GS, 50.
[33] Nathaniel Peters, «The Domestic Church»,
www.firstthings.com/blogs/firstthoughts/2014/10/the-domestic-church, First Things,
octubre de 2014.

11. La carta a Diogneto

[1] Todas las citas están tomadas de Letter to Diognetus, en Early Christian Fathers,

192
edición y traducción de Cyril C. Richardson, Touchstone, Nueva York, EE.UU., 1996,
205-24. Para la versión en castellano se ha empleado la traducción de Daniel Ruiz
Bueno, Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1950, adaptada y publicada a su vez en Iglesia
Viva, 237, enero-marzo de 2009.
[2] Robert Louis Wilken, «The Church as Culture», First Things, abril de 2004.
[3] Hans Urs von Balthasar, Truth Is Symphonic: Aspects of Christian Pluralism,
traducción del alemán de Graham Harrison, Ignatius Press, San Francisco, EE.UU.,
1987, 100. Existe versión en castellano: La verdad es sinfónica: aspectos del pluralismo
cristiano, Encuentro, 2002.
[4] Citas tomadas de Mark Woods, «Brother of Slain Coptic Christians Thanks ISIS
for Including Their Words of Faith in Murder Video», Christianity Today, 18 de febrero
de 2015.
[5] Henri de Lubac, S.J., Paradoxes of Faith, Ignatius Press, San Francisco, EE.UU.,
1987, 145. Escribe también Richard John Neuhaus: «Podemos pensarlo así: si la cultura
de la Iglesia –su doctrina, sus prácticas y sus hábitos de pensamiento– comprende toda la
realidad, entonces la cuestión no es que la Iglesia sea contracultural, sino que lo sea el
mundo, que desafía a la metacultura de la que forma parte. Es una forma audaz –alguien
podría decir que intolerablemente audaz– de decirlo, pero también está implícita, de un
modo inevitable, en la afirmación de que Jesucristo es el Señor; o es el Señor de todo, o
no es el Señor para nada. Totus Christus es Cristo y su cuerpo, la Iglesia, así que esta
audaz afirmación sobre Cristo, necesariamente, incluye la misma afirmación sobre su
Iglesia», Richard John Neuhaus, Catholic Matters: Confusion, Controversy, and the
Splendor of Truth, Basic Books, Nueva York, EE.UU., 2006, 170.
[6] George Weigel, «Diognetus Revisited, or, What the Church Asks of the World»,
en Against the Grain: Christianity and Democracy, War and Peace, Crossroad, Nueva
York, EE.UU., 2008, 68.
[7] Ibíd., 70.
[8] Newman, Parochial and Plain Sermons, 832.
[9] Robert Jenson, «How the World Lost Its Story», First Things, marzo de 2010.
[10] Benedicto XVI, Light of the World, 157-58.
[11] Neuhaus, Catholic Matters, 154-55.
[12] Como dijo Benedicto XVI, «creo que es útil reafirmar que la Iglesia no impone,
sino que propone libremente la fe católica, consciente de que la conversión es un fruto
misterioso de la acción del Espíritu Santo», discurso ad limina a los obispos de Asia
Central, 2 de octubre de 2008.
[13] Weigel, Against the Grain, 71.
[14] Rod Dreher, «Christian and Countercultural», First Things, febrero de 2015.
[15] «Para animar cristianamente el orden temporal –en el sentido señalado de servir

193
a la persona y a la sociedad–, los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la
participación en la “política”; es decir, de la multiforme y variada acción económica,
social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e
institucionalmente el bien común. Como repetidamente han afirmado los Padres
sinodales, todos y cada uno tienen el derecho y el deber de participar en la política, si
bien con diversidad y complementariedad de formas, niveles, tareas y responsabilidades.
Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con
frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase
dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea
un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el
escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública», Christifideles Laici, n.
42.
[16] En un discurso frente a la élite intelectual francesa en 2008, Benedicto XVI
recordó cómo los monjes crearon la cultura europea: «Primeramente y como cosa
importante hay que decir con gran realismo que no estaba en su intención crear una
cultura y ni siquiera conservar una cultura del pasado. Su motivación era mucho más
elemental. Su objetivo era: quaerere Deum, buscar a Dios. En la confusión de un tiempo
en que nada parecía quedar en pie, los monjes querían dedicarse a lo esencial: trabajar
con tesón por dar con lo que vale y permanece siempre, encontrar la misma Vida.
Buscaban a Dios. Querían pasar de lo secundario a lo esencial, a lo que es solo y
verdaderamente importante y fiable. Se dice que su orientación era “escatológica”. Que
no hay que entenderlo en el sentido cronológico del término, como si mirasen al fin del
mundo o a la propia muerte, sino existencialmente: detrás de lo provisional buscaban lo
definitivo», Benedicto XVI, Encuentro con el mundo de la cultura, Viaje apostólico a
Francia, Collège des Bernardins, 12 de septiembre de 2008.
[17] Wilken, «The Church as Culture».
[18] Neuhaus, Catholic Matters, 169-70.

12. La Ciudad del Hombre

[1] Josef Pieper, Abuse of Language, Abuse of Power, 26, 32.


[2] Roger Scruton, Face of God, 123-24.
[3] Las citas de Rilke proceden de la versión inglesa, en Rilke: Selected Poems,
edición y notas de C. F. MacIntyre, University of California Press, Los Angeles,
EE.UU., 1968. Los poemas citados son «Tarde» («Abend») y «Los ángeles» («Die
Engel»).
[4] Las citas de este capítulo son de la Carta de Su Santidad el papa Juan Pablo II a

194
los artistas, 1999.
[5] Véase Henri de Lubac, S.J., The Drama of Atheist Humanism, Ignatius Press, San
Francisco, EE.UU., 1995, 5, 24-25, passim.
[6] Santo Tomás de Aquino, De Malo, q. 5, a. I; citado en Lubac, supra.
[7] Para una pastoral de la cultura, Consejo Pontificio de la Cultura, Ciudad del
Vaticano, 1999.
[8] Raissa Maritain, The Prince of This World, Institute of Medieval Studies /
Catholic Extension Press, Toronto, Canadá, 1933.
[9] Leszek Kołakowski, The Key to Heaven and Conversations with the Devil, Grove
Press, Nueva York, EE.UU., 1972, 117-29, traducción al inglés de Celina Wieniewska y
Salvator Attanasio.
[10] Gerard V. Bradley, «What’s Behind the HHS Mandate?», Public Discourse, 5
de junio de 2012.
[11] Gerard V. Bradley, «The Future of Catholic Institutional Ministries in the
United States», en Unquiet Americans: U.S. Catholics and the Genuine Common Good,
St. Augustine’s Press, South Bend, EE.UU., 2016, 79-96.
[12] Michael Hanby, «Reflections on the Cultural and Political Situation Confronting
the Catholic Church in America», Libro Blanco publicado por el autor en mayo de 2015,
del que proceden todas las citas de este capítulo.
[13] «Americans Want Religion-For Everyone but Themselves», American Interest,
6 de junio de 2013.
[14] Laura Meckler, «Secular Voters Raise Their Voices», Wall Street Journal, 4-5
de junio de 2016.
[15] Pierre Manent, The City of Man, Princeton University Press, Princeton, EE.UU.,
1998, 1.
[16] Jonathan Sacks, «On Being a Creative Minority», 2013, Conferencia Erasmus,
First Things/Institute on Religion and Public Life, Nueva York, 21 de octubre de 2013.
[17] Václav Havel, «The Power of the Powerless», en Open Letters: Selected
Writings, 1965-1990, edición y traducción de Paul Wilson, Vintage Books, Nueva York,
EE.UU., 1992, 125-214; escrito en Praga en octubre de 1978, poco antes de su
detención.
[18] Dietrich Bonhoeffer, No Rusty Swords: Letters, Lectures and Notes, 1928-36,
vol. 1, introducción y edición de Edwin H. Robertson, traducción de Edwin H.
Robertson y John Bowden, Harper and Row, Nueva York, EE.UU., 1965, 309.

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AGRADECIMIENTOS

Quiero dar las gracias sobre todo a mi agente, Bill Barry, por su paciencia, su
inteligencia y sus habilidades editoriales. Bill fue el que me animó y me acompañó en la
redacción de Render Unto Caesar hace nueve años, y ha sido un enorme placer volver a
trabajar con él. Más tarde me dijo que, si le hubiesen dado diez centavos por cada
escritor con una gran idea que había terminado preguntándose por su salud mental al
empezar un libro, ahora sería rico. Se me olvidó, pero durante los últimos 18 meses he
tenido ocasión de recordarlo.
Bill fue el primero del excelente equipo editorial que dirige el presidente y editor
Steve Rubin en Henry Holt, a los que agradezco profundamente su competencia y
profesionalidad. Incluyo aquí, especialmente, a la editora jefa y responsable de
publicidad Maggie Richards, y a la editora responsable, Serena Jones, que me guiaron de
forma maravillosa a lo largo de todo el proceso de publicación.
También le doy las gracias a Gary Jansen, que fue editor en Random House y
defendió desde el principio las ideas que hay tras este libro; es un caballero y un hombre
de talento en el sentido más pleno de estas palabras.
Gracias también a mis amigos de la revista First Things y al Instituto de Religión y
Vida Pública, por permitirme adaptar parte de mi Conferencia Erasmus de 2014 para el
primer capítulo. Parte del 12 es una adaptación de la conferencia que pronuncié en 2010
en el V Simposio sobre Sacerdotes y Laicos en Misión, en Roma, organizado por la
Comunidad Emmanuel y el Instituto Universitario Pierre Goursat, en colaboración con el
Instituto Pontificio Redemptor Hominis.
Fueron muchas las mentes capaces que leyeron parte de este texto y me aportaron su
acompañamiento y sus útiles críticas, o realizaron sugerencias valiosas sobre el tema, o
me dijeron qué más leer, o simplemente me inspiraron, con su propio trabajo y con su
testimonio como cristianos en el mundo. Entre ellos, particularmente están Michael
Hanby, David Scott, Meghan Cokeley, Rusty Reno, Matthew Franck, Gerard V. Bradley,
Jonathan Reyes, Thomas W. Smith, Suann Malone Maier, Jayd Henricks, Daniel J. M.
Cheely, Matthew O’Brien, Mark Shiffman, David L. Schindler, Kevin Hughes, Anna
Bonta Moreland, Michael Moreland, Ken Myers, Edward Mannino, Jesús Fernández-
Villaverde y Christopher C. Roberts. Si el lector encuentra algo valioso en este libro, son
estos amigos los que lo han hecho posible, gracias a la participación, directa o indirecta,
en su creación. Cualquier error o fallo, obviamente, es solo mío.

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Estoy especialmente en deuda con Nathaniel Peters y con Brandon McGinley, por su
ayuda incansable y eficaz en la redacción del texto, al que aportaron lo mejor de su fe
católica y una energía intelectual considerable, para una tarea que ha sido exigente.
Gracias también a David Mills por su ayuda inicial en este proyecto.
Finalmente, durante todo mi ministerio como obispo, he sido bendecido con una
plantilla excepcional y experimentada. Este libro no existiría sin el apoyo, en gran
medida invisible, y sin la perseverancia de Donna Huddell, Kerry Kober y Francis X.
Maier. Lo saben, pero lo digo de nuevo: les estaré siempre agradecido.
Filadelfia, 22 de junio de 2016
Festividad de San Juan Fisher y Santo Tomás Moro

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Índice
1. Residentes extranjeros 7
2. De bendita memoria 21
3. Por qué nada va a ser igual que antes 35
4. Topografía de una tierra plana 50
5. El amor de los Eloi 64
6. Y nada más que la verdad 79
7. Oscuridad a mediodía 93
8. La esperanza y sus hijas 108
9. Tratado para radicales 120
10. Repara mi Iglesia 134
11. La carta a Diogneto 147
12. La Ciudad del Hombre 159
Notas 175
Agradecimientos 196

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