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Sólo el barro me dice quién soy

“Entonces Dios modeló al hombre


con polvo del suelo” (Génesis 2,7)

Una de las enseñanzas más recientes que recibí es que, en la búsqueda del bien del otro, el hecho de
declararme en amor oblativo, puede ser la última gran excusa para no enfrentarme conmigo mismo, para
escapar caritativamente de la verdad de quién soy. Nos podemos autoengañar muy fácilmente en este
terreno. Hace un tiempo emprendí decididamente el arduo camino de tratar de conocerme a mí mismo. El
otro camino, el de la huida de mí, lo conozco de sobra. Aprendí, no sin lágrimas, que escapar de uno mismo, es
escapar de Dios; porque Dios está presente en nosotros, pero nosotros podemos no estarlo. Esa es, a mi
parecer, la gran moraleja que nos da el santo de Hipona en sus Confesiones. Aprendí que para poder encarnar
lo que considero el corazón del Evangelio: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida
por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35) Justamente, para “perderse” –entregar la vida–, antes tuvimos
que habernos “encontrado”. ¡Porque lo que no se tiene (conoce, acepta…) no se puede entregar!

Y me busqué a mí mismo haciendo reflejar mi imagen en un espejo. Esa superficie lisa, suave, pulida
casi sin defectos, que refleja la luz proyectada en él casi a la perfección, me devolvía mi propia imagen. Me
mostraba perfectamente lo que soy, quien soy. Y le creí. Gozaba de la incomparable libertad de conocerme y
aceptarme tal cual soy; de amar, por fin, esa imagen de mí mismo, con sus luces y sus sombras. Ya no me
hundían en el abismo las críticas, ni me elevaban a la gloria los elogios de los demás, porque sabía, en verdad,
quién era. Y comencé a caminar con esa imagen mía. Reconocía que necesitaba a Dios y también de la ayuda
de los demás. Sabía que apartarme, aunque más no sea, por un segundo del camino de la gracia, era
condenarme al fracaso. Y esa imagen rezaba, iba a misa y, por supuesto, se confesaba arrepentida de corazón.
De eso se trataba, de mantener siempre limpia la superficie del espejo para que no deje de mostrar a mí
mismo, a los demás y a Dios, nítidamente la imagen de quién soy.

Claro que, a veces, el espejo no sólo se ensuciaba, sino que se quebraba y, algunas veces –
excepcionalmente– de punta a punta. Pero gracias a los años de formación, y a las experiencias acumuladas,
sabía cómo rearmarlo. Había aprendido a re-armarme. Eso sí, durante ese período de reconstrucción,
permanecía ensimismado. Lo entendía como un tiempo de gracia, de trabajo especial del Espíritu en mí, y
también lo llamaba retiro espiritual ¡Cuántos frutos traían para mi vida esos momentos! Era cuestión de
separarme un poco de mis actividades y compromisos. Después de tanto sufrimiento, había aprendido a
decirme: “No sos imprescindible”, “Esto se puede seguir haciendo sin vos”, “El mundo no empezó con vos”, y
cosas por el estilo. Y me daba tiempo para mí. Tiempo para reparar el espejo dañado por los inevitables golpes
de la vida. Porque, ¿a quién le agrada mostrar una imagen deforme de sí mismo? A mí no. Me proponía que
nadie me volviera a ver hasta que el espejo no reflejara otra vez esa imagen límpida de mí mismo, ¡nadie! Ni
mi amigo más íntimo, ni yo mismo, ni siquiera Dios. Admito que, cuando me ganaba la imprudencia, y no me
tomaba ese tiempo de retiro, de reconstrucción, me convertía en un mendigo de mi propia imagen. Ya que el
espejo roto no me devolvía mi identidad, andaba buscando –lo confieso– con cada cosa que hacía u omitía,
decía o callaba, que me digan quién era yo. Pero sabemos que este camino no termina bien. Al final quedaba
más heridos de lo que estaba al principio. Porque nadie puede hacer por nosotros lo que sólo nosotros
podemos hacer. Y descubrir nuestra identidad es una de esas cosas.

Y un día esa imagen, que era yo mismo, se fue de cara al barro. Fue un gran golpe. No alcancé a
prepararme para el impacto. No tuve tiempo de suavizar su intensidad anteponiendo mis manos. No pude
defenderme. Tal fue la magnitud del golpe, que mi rostro quedó esculpido en el barro. Y, como es de esperar,
el espejo se hizo añicos. Ya no era una rajadura como las de siempre, esta vez se había convertido en una
indescifrable cantidad de fragmentos irreconciliables. Representó la gran oportunidad de reconciliarme con el
barro, con mi barro que es, aunque me enoje y lo niegue caprichosamente, el material del que estoy hecho.
Descubrí que el espejo que devolvía mi imagen a la perfección, no es otra cosa que lo que pienso de mí mismo,
pero más que lo que soy, lo que me gustaría ser. Porque el espejo proyección un ideal, y Dios se encarga de
destruirlo. ¡Cómo nos resistimos a eso!
Nuestro esfuerzo personal está condenado de por vida a tratar de mantener el espejo limpio,
obsesionados por devolver una imagen prolija de nosotros mismos. Por más que digamos (de nosotros cuando
nos vemos en nuestro espejo), con toda sinceridad, “¡que pobre se ve ese!”, “¡cuánto sufrió y aprendió!”,
“¡todavía le falta mucho para madurar!”; una y otra vez, como un mito de eterno retorno … Por más que lo
llamemos ayuno, sacrificio, abnegación, o cruz; la coartada es inevitable, la demanda es siempre la misma:
“Acá estoy yo, ¡mírenme!”. Mendigamos a los demás que nos reflejen nuestra imagen, que nos digan quiénes
somos. Creo que la invitación es a vivir un cambio de direccionalidad en la consciencia de nuestra identidad. Es
decir, no ya desde afuera hacia adentro, sino de adentro hacia afuera.

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