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EL LENGUAJE ANIMAL

George Steiner (1973): Extraterritorial: Ensayos sobre la literatura y la revolución lingüística. Barcelona:
Barral

Las abejas se transmiten mensajes unas a otras con respecto a la dirección donde se puede
encontrar miel, su cantidad y su calidad. Los delfines se envían entre sí señales de advertencia o llamada.
Es probable que los trinos y los silbidos de los pájaros tengan un significado rudimentario. En efecto, el
significado es la esencia, la estructura básica, de las formas naturales. Los colores, las secuencias, los
olores, las regularidades o las anomalías notables de forma o fenómeno, todo contiene informaciones.
Casi todos los fenómenos pueden ser “leídos” y clasificados como si se tratara de una declaración. Cada
fenómeno envía señales de peligro o de llamada, de falta de alimento o de presencia de alimento; cada
fenómeno señala hacia otras estructuras significativas o en dirección contraria. Los seres vivientes, más
que las unidades elementales, tienen a su disposición una amplia y diversa gama de articulaciones:
posturas, gestos, coloraciones, tonalidades, secreciones, expresiones faciales. Separada o
conjuntamente, todo esto comunica un mensaje, una unidad o grupo de unidades de informaciones
concentradas. La vida procede a través de una red incesante de señales. Sobrevivir equivale a recibir un
número suficiente de tales señales, significa escoger de la aleatoria corriente de esas señales aquellas
que son vitales, literalmente, para el individuo y para su especie y descifrar las señales pertinentes con
suficiente rapidez y precisión. El organismo que no logra hacer esto -ya sea porque sus receptores han
perdido la capacidad perceptiva o porque se equivoca al “leer”- tiene que perecer. La marmota que “lee
equivocadamente” -es decir, que no descifra con precisión- el mensaje de color, olor o textura que
diferencia la declaración de identidad de un hongo venenoso de la de un hongo comestible, tiene que
morir. Un peatón ciudadano, al cruzar una calle, no sobreviviría si tradujera incorrectamente el mensaje
cifrado de rojo y verde –ya sea debido a cierta deficiencia orgánica (daltonismo) o debido a que el
lenguaje relevante arbitrario –rojo = no pase / verde = pase- no le haya sido enseñado o se le haya
olvidado.
Toda identidad es una declaración activa. Comunica su ser al mundo que la rodea mediante un
conjunto de señales más o menos claras, impresionantes y complicadas. Nosotros somos lo que somos
en la medida en que nos declaramos a nosotros mismos, y estamos seguros totalmente de nuestra
existencia sólo cuando otras identidades captan nuestras señales de vida y nos las devuelven. Un
ejemplo de señales de individuación elemental: “Soy, estoy en este sitio, pertenezco a esta época”. De
primeras necesidades: “Ésta es mi comida, éstas son las cosas que busco con el objeto de vivir”. De
defensa: “Mis armas son este olor, estas garras, esta púa, estos medios de camuflaje. Acércate a tu
cuenta y riesgo”. Lo que no puede ser comunicado, lo que no puede declarar su existencia ontológica y
sus mínimas exigencias, no está vivo. “Habla y anúnciame a mí mismo”. En la naturaleza recíproca de la
declaración de identidad, en la necesidad de encontrar un eco, aunque sea un eco salvajemente
contrario, se encuentran las raíces de la paradoja hegeliana: la necesidad que siente una entidad viviente
de la presencia de otra y el miedo y el odio que nacen de esa necesidad. Pero, repitámoslo: los modos
naturales de información son profundamente diversos y capaces de fantásticos refinamientos. En el
vuelo-mensaje de la abeja, importa el ángulo exacto1; cada seña y giro del minuet amoroso de la polla
de agua es la expresión de un significado cifrado; muy probablemente, un perro de muestra puede “leer”
con gran precisión centenares de graduaciones de olor.

Comme de longs échos qui de loin se confondent


Dans une ténébreuse et profonde unité,
Vaste comme la nuit et comme la clarté,
Les parfums, les couleurs et les sons se répondent.

Mucho antes de la aparición del hombre, el planeta estaba lleno de los colores, los gritos y los
olores de declaraciones y respuestas. Sabemos acerca de la existencia de fósiles de estructuras orgánicas
que tienen tres millones de años. La existencia de códigos específicos de información, de sistemas de
señales mediante los cuales emisores y receptores pueden formular e intercambiar mensajes de
identidad, necesidad y correlación sexual, no puede ser más reciente. Dondequiera que existe la vida
multicelular, dondequiera que diferentes phyla coexisten y compiten entre sí, hay y tiene que haber una
articulación de significado. Sólo lo inerte es mudo. Sólo la muerte no tiene declaración que hacer.
Hasta ahora no he usado la palabra lenguaje. Enormes cantidades de información, de extrema
sutileza y especificidad, son formuladas, transmitidas, recibidas y comprendidas en cada punto del
proceso vital. Los códigos no lingüísticos tienen una historia más larga que la del hombre. Los gestos, la
apariencia corporal, el despliegue de ciertos colores, no solamente preceden al lenguaje sino que
continúan rodeándolo y, por decirlo así, lo infiltran en todos los niveles (un sordomudo, al vestir de luto,
hace una declaración enfática y, posiblemente, profundamente compleja). Un mundo sin palabras puede
ser (y tiene que serlo cuando están presentes en él formas orgánicas) un mundo lleno de mensajes. El
lenguaje es solamente uno, y probablemente el más reciente, de una gran cantidad de códigos
expresivos. Y esos códigos no solamente persisten, sino que pueden sobrevivir al lenguaje. Si el ser
humano desapareciera del planeta, éste seguiría lleno de comunicaciones significativas y
convencionalizadas mientras los fenómenos zoológicos perduraran, como ocurrió en la tierra durante el
paleozoico. Después de la desaparición del hombre, el silencio no triunfará. Pero la singularidad del
lenguaje, el hecho de haber existido durante lo que de acuerdo con normas geológicas y biológicas sería
considerado un período despreciable de tiempo, el hecho de que es sólo uno de los tantos mecanismos
especializados para almacenar las informaciones y para transmitirlas, es algo de suma importancia. Esta
singularidad nos obliga a reconocer decisivamente que el lenguaje y el hombre están en correlación, que
se implican y se necesitan el uno al otro.
Otros códigos usados por los animales superiores pueden ser extraordinariamente sofisticados;
en ciertos aspectos, como el de la memorización y desciframiento exacto de olor y sonido, pueden ser
más rápidos y más económicos que el habla. Pero no son como el lenguaje. El lenguaje, con su genio y
sus limitaciones, es algo exclusivo del hombre. Ningún otro sistema de señales puede ser comparado
con él, o, lo dice Noam Chomsky, “la lengua parece ser un fenómeno único, sin ningún análogon
significativo en el mundo animal.”2 No es posible subrayar suficientemente este punto fundamental y
totalmente determinativo. Y precisamente ahora, cuando está de moda describir al hombre como un
“mono desnudo” o una especie biológica cuyos principales motivos de comportamiento son
“territoriales” en el sentido animal del término. El darwinismo de tales argumentos es más ingenuo que
el de T. H. Huxley, quien, a fines de su vida, observó que no había nada en la teoría y la selección natural
que explicara el hecho básico del lenguaje humano. El hombre es, como lo dijeron quizá por primera vez
Hesíodo y Jenofonte, “un animal o una forma viva que habla”. O, como lo dijo Herder, ein Geschöpf der
Sprache, “una criatura parlante” y, al mismo tiempo, una creación del lenguaje. La “hombría” del
hombre, la identidad humana, como él se la puede formular a sí mismo y formulársela a los demás
hombres, es una función del habla. Ésta es la condición que separa al hombre, mediante un enorme
abismo, de todos los otros seres animados. El lenguaje es su esencia y es lo que determina su
preeminencia. Algunas especies construyen y guerrean; otras crean patrones de parentesco y han
inventado el misterio del juego. Otras, si las pruebas aducidas son dignas de fe, incluso pueden producir
rudimentos de arte no funcional. En lo que toca a la química de la sangre o al ciclo de la vida, los primates
son los parientes cercanos del hombre. Pero sólo el hombre tiene el lenguaje o, como lo dice Chomsky,
sólo el hombre no escoge “una señal entre un repertorio finito de comportamiento, innato o aprendido”.
Ninguna idea acerca de la naturaleza del hombre que deje de tomar en cuenta esta diferencia esencial,
que deje de partir de nuestra condición lingüística interna o externa, puede tratar adecuadamente con
los hechos reales.

II

Las consecuencias de esto son tan numerosas y tan vastas que frecuentemente no nos damos
cuenta de ellas. Para apreciar nuestra dimensión lingüística primaria, para salirnos momentáneamente
de nuestro ser esencial, se necesita un acto de extrapolación bastante arduo.
La capacidad que tiene el hombre para articular un tiempo futuro –capacidad que en sí misma
constituye un escándalo metafísico y lógico- su habilidad para “soñar con el porvenir” y la necesidad que
tiene de ello, su habilidad para esperar, hacen del hombre una criatura única3. Tal capacidad es
inseparable de la gramática, del poder convencional del lenguaje para existir antes de lo que ha de
designar. Nuestro sentido del pasado, no en forma de reflejos adquiridos inmediatamente y de modo
innato, sino en forma de selección moldeada de recuerdos, es también algo radicalmente lingüístico. La
historia, en su sentido humano, es una red de lenguaje arrojada hacia atrás4. Ningún animal puede
recordar históricamente; su temporalidad es el eterno tiempo presente de las criaturas sin habla.
Nuestra sexualidad está repleta de los estímulos y de la “realidad competitiva” del lenguaje. Es posible
que nuestras relaciones amorosas no sean tan diferentes de las de los primates superiores. Pero esto no
quiere decir nada. Debido a sus pensamientos verbalizados, al amplio contexto de intercambios eróticos
prefísicos y parafísicos dentro del cual ocurren, las relaciones sexuales humanas (término evidentemente
relacionado con el verbo “relatar”) tienen un carácter profundamente lingüístico5. Correlativamente, los
cambios en el terreno de las convenciones verbales, la desaparición o la alteración de tabúes lingüísticos
con respecto a lo erótico, afectan a nuestra conducta sexual más íntima, a nuestra conducta sexual más
inmediatamente fisiológica. Basta con observar las relaciones entre el onanismo y el monólogo o hablar
interior para que nos demos cuenta de que el eros del hombre es un idioma complejo, un acto semántico
en el que está comprometida toda la persona.
Si los estudios recientes en el campo de la antropología estructural no se equivocan (y, en efecto,
las hipótesis sobre las que se basan son elaboraciones de ideas de Leibniz y de Herder), los modelos de
parentesco, las convenciones de identificación mutua que están en la base de la sociedad humana,
dependen de manera vital de la disponibilidad y el crecimiento del lenguaje. El paso del hombre del
estado natural al cultural –el acto más importante de su historia- se encuentra unido en todas partes a
sus facultades lingüísticas. Los tabúes del incesto y los sistemas del parentesco que salen de ellos y que
hacen posible la definición y la supervivencia biosocial de una comunidad no preceden al lenguaje. Lo
más probable es que evolucionen junto con el lenguaje y a través del lenguaje. No podemos prohibir lo
que no podemos nombrar. Las reglas del matrimonio exogámico o endogámico pueden ser formuladas
y (lo cual no es menos importante) transmitidas sólo cuando existen una sintaxis y una taxonomía verbal
adecuadas. Las formas lingüísticas están literalmente en la base del comportamiento humano y lo
perpetúan. La preponderancia de relaciones incestuosas entre los animales, preponderancia que hace
que nos resulte imposible hablar de “culturas animales” en ningún sentido a no ser el más vagamente
metafórico, es casi seguramente consecuencia de la falta de lenguajes animales.
Podría continuar de este modo. Nuestros mecanismos de identidad – los procedimientos
extraordinariamente intrincados de reconocimiento y delimitación que me permiten decir Yo soy yo,
experimentar mi propio ser, y que, de modo concomitante, me impiden “sentir el tú” a no ser mediante
un acto de proyección imaginativa, mediante una ficción inferencial de similitud- están totalmente
basados en el hecho lingüístico. Sospecho que estos mecanismos evolucionaron lenta y dificultosamente
durante siglos y siglos. El reconocimiento del propio ser en contraposición a la “otreidad” es una hazaña
de enorme dificultad y de grandes consecuencias. Las leyendas de denominación recíproca que
encontramos por todo el mundo (Jacob y el Ángel, Edipo y la Esfinge, Orlando y Oliverio), el tema del
combate mortal que termina solamente cuando los antagonistas revelan su nombre o se nombran el
uno al otro en un intercambio de identidad certificada, pueden contener el oscuro indicio de una vieja
duda: ¿quién soy yo, quién eres tú, cómo hemos de saber que nuestra identidad es estable, que no
vamos a pasar como una corriente de agua a formar parte del río de la “otreidad”, o como pasa la luz o
el viento a formar parte de lo otro? Incluso en la actualidad, nuestra identidad sigue siendo una posesión
bajo amenaza: en el niño autista (un caso crítico para quienquiera que se interese en la interdependencia
del lenguaje y la humanidad) y en el esquizoide, la certeza del propio ser no ha madurado o se ha
disuelto. En constante afirmación de nuestro yo, proyectamos sobre los demás seres humanos la silueta
de nuestra presencia. Todo el proceso, la declaración de nuestro propio ser y la respuesta del “no ser”,
es de estructura dialéctica y de naturaleza lingüística. El habla constituye la sístole y la diástole del ser
constante; ofrece pruebas externas e internas. Establezco y conservo la experiencia de mi propio ser
mediante una corriente de habla interiorizada. Me doy cuenta de mi inconsciente, en la medida en que
lo permiten mis sueños o repentinas rupturas de delirio, escuchando y amplificando trozos
“ascendentes” de discurso, trozos de estática verbal, que provienen del oscuro centro de la psique. No
nos hablamos a nosotros mismos, sino que más bien hablamos a lo que está dentro de nosotros. Le
suministramos a nuestra conciencia de nosotros mismos su única y constante garantía de supervivencia
particular enviándole una corriente de palabras. Incluso cuando estamos callados, el habla sigue activa
por dentro y nuestro cerebro es como una caja de resonancia. Asimismo, establecemos la existencia del
otro y nuestra existencia con respecto a él mediante un intercambio lingüístico. Todo diálogo es un
ofrecimiento de reconocimiento mutuo y una estratégica redefinición del ser. El Ángel nombra a Jacob
al final de su larga batalla, la Esfinge obliga a Edipo a nombrarse, a conocerse como hombre. Nada nos
destruye más certeramente que el silencio de otro ser humano. De allí proviene la insensata furia de
Lear hacia Cordelia y la profunda observación de Kafka cuando dice que varios hombres han sobrevivido
al canto de las Sirenas, pero ninguno a su silencio.
En cierto sentido que va más allá de la semántica, nuestra identidad es un pronombre de primera
persona. El monoteísmo, esa magnificación trascendental de la imagen del ser humano, confiesa esta
verdad cuando define a Dios mediante una tautología gramatical: “Soy quien soy”. El neoplatonismo y
el gnosticismo llevan el proceso de la relación lingüístico-ontológica un paso más adelante: “Soy la
Palabra, el Logos que se da ser inmediato a sí mismo así como a todo lo demás. Creo el mundo
nombrándolo.” Adán se encuentra más cercano a la naturaleza divina, está hecho a imagen y semejanza
de Dios de modo más total, cuando vuelve a representar esa poiesis léxica: “y el nombre que Adán le
puso a cada criatura viviente, ése fue su nombre...”
En resumidas cuentas, la definición menos inadecuada que podemos dar del género homo, la
definición que lo diferencia completamente de todas las formas vivientes cercanas a él, es la siguiente:
el hombre es un zoon phonanta, un animal parlante. Y no hay otro como él.

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