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Alan Dawe, “Las teorías de la acción social”

En contra de toda esa escuela autocrática (unilateral) y profundamente positivista de la teorización sociológica “correcta” que legisla sobre la
versión “autorizada y exacta de la obra de Emile Durkheim o sobre el significado de “clase”, yo deseo insistir en que existen muchas versiones, de
lo cual el presente libro da amplio testimonio; esto indica que aquellas no son sino interpretaciones particulares, derivadas de una u otra tradición
sociológica. La exposición nunca es separable de la interpretación. Y para mí, la idea íntegra de acción social es expresión arquetípica de un
particular enfoque de la sociología y de una perspectiva concomitante acerca de los orígenes y el desarrollo del pensamiento sociológico. Por lo
tanto, sólo dentro del marco de este enfoque y de esta perspectiva puedo abordar la historia, el estatuto y significado de este concepto en sociología.
En cuanto a lo sustantivo: la idea de la acción social ha sido nuclear en el pensamiento sociológico, no tanto como teoría o conjunto de teorías en un
sentido formal, pero sí como preocupación fundamental, moral y analítica. En verdad, la sociología carece de “teorías” de la acción social. Lo que
en cambio posee es un vasto cuerpo de “teorizaciones” sobre la acción social: su naturaleza, sus fuentes, sus consecuencias. Y habré de
sostener que esa teorización en torno de una idea única ha sido decisiva y definitoria para la historia misma y para la naturaleza del análisis
sociológico desde sus orígenes. La argumentación parte de la conocida y elemental observación de que la sociología se ha ocupado de continuo del
problema de la relación entre el individuo y la sociedad (el problema consiste en la conciliación de sus intereses contrapuestos). La tensión entre
individuo y sociedad se registra en la labor sociológica, con el renuente reconocimiento de que ella es un problema motivo de una preocupación
permanente y central.
Desde luego que esa preocupación y esa tensión en manera alguna son exclusivas de la sociología; en efecto, el problema de la relación entre el
individuo y la sociedad es un problema existencial, un problema central de nuestra experiencia en vastas sociedades industriales. Lo que
experimentamos cada vez que nos sentimos dominados, en tanto individuos, por enormes organizaciones, por plurales redes de expectativas
sociales que nos dejan conflictuados y perplejos, por demandas y presiones externas de toda índole que parecen no dejar espacio a nuestra
individualidad. Sin embargo, este mismo sentimiento también da testimonio de la vivencia que tenemos de nuestra individualidad. En cada
testimonio sobre la experiencia de la presión deshumanizadora que ejerce la moderna sociedad industrial, está presente un testimonio contrario: el
sentimiento de sí-mismo, de la identidad personal, de ser humano; un testimonio de cómo es o podría ser la experiencia de gobernar nuestra propia
vida, de actuar en el mundo y sobre él, de ser agentes humanos activos. ¿Y la suma de todo ello? La máquina, la burocracia, el sistema, por un lado,
y por el otro la actividad humana, la creatividad humana, el dominio humano: tal es la contradictoria experiencia moderna que recorre la vida de
todos nosotros. Se extiende a todos los aspectos de nuestra vida, a todos los campos en que, con nuestra vivencia del sí mismo y de la identidad y de
la individualidad, enfrentamos a la máquina, a la burocracia, al sistema que niega implacablemente estos atributos humanos.
Este dualismo de la experiencia social es el eje de nuestra existencia misma en la sociedad moderna. Es, en consecuencia, central en todas las
formas de pensamiento y quehacer que articulan nuestra experiencia de esa sociedad. Ocurre con la sociología. Ella también es manifestación de
la experiencia cotidiana en las sociedades en las cuales constituye un modo de articulación. La sociología no es la disciplina estrictamente
objetiva, neutralmente analítica, que pretenden los iterativos del profesionalismo moderno y la institucionalización académica. Por el contrario,
tiene sus raíces en la experiencia social humana de la que hablan estas voces, y es su manifestación.
En primer lugar, esto le imprime su carácter fundamentalmente moral. En tanto articula la experiencia, no puede menos que participar de la textura
esencialmente moral de la vida social. En segundo lugar, le otorga su carácter, igualmente fundamental, de hacer creador. Porque la experiencia
no es plenamente tal si no ha sido articulada, y así aprehendida y conocida como “experiencia”. Por lo tanto, en la medida en que la sociología
articula la experiencia, cumple un papel central en su creación. En tercer lugar, el arraigo de la sociología en la experiencia social humana la
vincula, por sus intereses temáticos, con otras formas de pensamiento y actividad que tienen sus raíces en el mismo contexto social, político y
moral. Y en cuarto lugar, vincula el mundo en que actualmente vivimos con las reflexiones de pensadores como Marx, Weber y Durkheim, acerca
del mundo en el cual vivieron. En virtud del poder creador de su pensamiento y obra, estos pensadores revelan la continuidad histórica y
humana que hace que su experiencia sea representativa de la nuestra. Mientras sigan hablando de nuestra experiencia acerca de nuestra vida y
época, seguirán viviendo Y esta es la razón, la única razón, por la que seguimos escuchándolos. Es lo que da a la historia del análisis sociológico su
total y único sentido y propósito. Sólo puede tener sentido y justificación si articula la historia que vivimos y hacemos hoy.
Y en efecto la articula: el dualismo básico de la experiencia social moderna, del que han dado testimonio aquellas voces de la vida diaria, se ha
expresado bajo la forma de un dualismo básico en el pensamiento y análisis sociológico, sobre el cual ha girado la historia de la disciplina. En
efecto, la sociología moderna se centra en la oposición entre una sociología del sistema social y una sociología de la acción social, que es
precisamente la oposición entre el sistema y la acción humana intencional en la experiencia social moderna.
La contraposición de las dos sociologías es una cuestión nuclear en cualquier análisis de las teorías de la acción social. Pero aún es preciso aclarar
en qué sentido lo es; de esto depende la elaboración más completa del problema. No obstante, en esta etapa de nuestro razonamiento, es esencial
que lo esbocemos en forma muy breve y simple. En una sociología del sistema social, entonces, los actores sociales aparecen representados en
gran medida como sujetos pasivos del sistema. Son determinados por este en su existencia y su naturaleza como seres sociales, en su conducta y
sus relaciones sociales, y hasta en su sentido de identidad personal como seres humanos. El sistema social provee a los actores la definición de sus
vínculos, de sus fines y de su vida, así como de su acción e interacción consiguientes. Entonces la acción social es por entero producto y
consecuencia del sistema social.
En oposición total con este cuadro, una sociología de la acción social concibe el sistema social como un derivado de la acción e interacción
social, como un mundo social producido por sus integrantes, quienes aparecen así como seres activos, plenos de sentido, creadores en el plano
individual, y socialmente. El lenguaje de la acción social es, entonces, el lenguaje del sentido subjetivo, por el cual los actores sociales definen su
vida, sus fines y situaciones. Evidentemente, todo el cuadro, en especial en lo que se refiere a la relación entre acción social y sistema social, es en
esta perspectiva la antítesis exacta que pinta la sociología del sistema social. Se trata de que la oposición y la tensión entre ellas corre paralela a la
oposición y la tensión entre las dos clases de experiencia.
De aquí surge la conclusión analítica de que, sobre la base de la experiencia que ellas articulan, las dos sociologías proponen versiones
contrastantes del nexo entre acción social y sistema social; y este nexo, en cualquiera de las versiones, es central en toda consideración del concepto
de acción social. Lo que a su vez conduce a una cuestión esencial, bajo la forma de otra relación fundamental entre las dos sociologías, no de
oposición esta vez, aunque es la base de su oposición. Abordaremos mejor este tema examinando primero las fundamentaciones morales que
ambas sociologías efectivamente poseen, a despecho de la aparente “objetividad científica” y “neutralidad valorativa” de sus respectivos lenguajes;
y que deben poseer, si es que es correcta nuestra afirmación anterior acerca de la naturaleza primariamente moral de la empresa sociológica. Así
procediendo, descubriremos en primer lugar que la fundamentación moral de las dos sociologías es decisiva en la determinación de sus
lenguajes y métodos, como siempre ha sucedido en la historia de la disciplina. En segundo lugar, hallaremos que la fundamentación moral de
ambas es a misma: las mismas tradiciones de preocupación y aspiración moral que han sido decisivas y definitorias en toda la tradición
sociológica desde sus orígenes. Y esto nos llevará a la conclusión de que una y otra sociología son la respuesta a la problemática más importante en
esta historia del análisis sociológico; que el concepto de acción social es la articulación básica y más completa de esa problemática, lo cual le otorga
una paradójica centralidad en ambas sociologías.
Pasando, entonces, a la fundamentación moral de las dos sociologías, es esencial establecer una cuestión inicial de carácter general. Todo trabajo
sociológico, como toda obra del pensamiento y la imaginación, se basa en una concepción de la naturaleza humana que le imparte sentido, se
declare esa concepción o permanezca implícita; y por otra parte, cualquiera que sea el estatuto (empírico, científico y universal, o conjetural,
hipotético y heurístico) se le atribuya siendo expresa, su verdadera naturaleza y significación es ética. Se trata de ficciones éticas, pero de ficciones
con sentido y consecuencia. Porque sea en la práctica o en el análisis, se actúa en función de ellas “como si fueran verdaderas”, y por lo tanto
son verdaderas en sus consecuencias –es decir, en el hecho de que la gente actúa en función de ellas, crea los mundos que ellas presuponen y que
las confirman-. Tanto a los mundos concretos que crean los actores sociales como a los mundos conceptuales que producen los analistas sociales.
Las concepciones de la naturaleza humana, entonces, no son meras ficciones éticas, sino prescripciones éticas con enormes consecuencias en la
práctica del mundo social y en la teoría que la articula y que así genera una nueva práctica. Por otra parte, son prescripciones de una determinada
especie. Las concepciones de la naturaleza humana son esencialmente concepciones de la capacidad y el potencial humano: del ser humano.
En el contexto de la práctica y del análisis social mueven entonces a ver de cierta manera la relación entre ser humano y ser social, e inspiran por
eso una concepción de éste último. Con términos más acordes al uso sociológico, la progresión avanza desde una concepción del hombre a una
concepción de la relación entre hombre y sociedad, y de allí a una concepción de la naturaleza de la sociedad. Por otra parte, desde su punto
de partida en la concepción inicial del hombre, la progresión es enteramente lógica y, como tal, conserva en todos los niveles su carácter esencial de
prescripción ética. Todas las formas de pensamiento y práctica deben apoyarse en axiomas que no pueden ser cuestionados; de lo contrario
perderían toda viabilidad el pensamiento o la práctica que los tuviera por base.
En efecto, hemos llegado al punto en que debemos establecer, en un bosquejo, el carácter moral de las dos sociologías en función de sus
concepciones de la naturaleza humana y de la progresión que se desprende de estas concepciones: son, básicamente, doctrinas.

Sociología del sistema social:

Naturaleza humana  Relación H-S  Naturaleza de la sociedad


Destructiva en lo personal y lo social, caos
En aras de la supervivencia personal y Sistema social suprahumano que se genera
y anarquía. social, los individuos deben ser y conserva a sí mismo
constreñidos y conducidos por un ente
superior a ellos, la sociedad. Los hombres
son sujetos pasivos.

La sociedad como ente “sui generis” que puede ser estudiado como una “cosa”, homologando el método de las ciencias naturales.
La concepción pesimista del hombre deja bien en claro el problema, o la preocupación moral y analítica central, a que esta doctrina obedece: el
problema del orden social. ¿Cómo es posible la sociedad? ¿Cómo, dada la naturaleza básicamente destructiva de los seres humanos, en lo personal
y en lo social, puede existir un orden social?
Para encontrar la explicación de la persistencia del “problema del orden” debemos volvernos hacia Nisbet, él brinca una síntesis concisa: “La ideas
fundamentales de la sociología europea se comprenden mejor como respuestas al problema del orden creado, a comienzos del siglo XIX, por el
colapso del antiguo régimen bajo los ataques del industrialismo y la democracia revolucionaria”.
Como he de sostenerlo un poco más adelante, esta es sólo parte de la historia de las ideas en cuestión. Sin embargo, no puede caber ninguna duda
de que existió una reacción conservadora en el siglo XIX, centrada en el problema del orden. Fue una reacción contraria a la Ilustración, contraria
a su culto exageradamente optimista de la razón humana como el medio y la medida del progreso, y a su crítica en bloque a las instituciones y
valores tradicionales, que los partidarios de la reacción consideraban el ligamento necesario de la sociedad. Fue una reacción que enrostraba a la
Revolución Francesa su efectiva destrucción de esas instituciones y valores, y sobre todo, fue una reacción frente al nuevo industrialismo, que
destruía en sus cimientos los lazos comunitarios tradicionales, que así creaba un mundo social y moral totalmente fragmentado, desarticulado y
anómico, y cuya secuela en todas partes era la cruda miseria que se expandía en gran escala. En oposición, la reacción conservadora buscaba la
restauración de una hegemonía moral y supraindividual. En esa procura creó un lenguaje de autoridad moral –el grupo, lo sagrado y, sobre todo, la
comunidad orgánica- que definía a un mismo tiempo la solución al problema del orden y, en razón de que este constituía “el” problema sociológico
central, también la perspectiva sociológica. Es incuestionable entonces que la reacción conservadora influyó en el desarrollo de la sociología, sobre
la cual gravitó aquella preocupación por el problema del orden social. De aquí el vínculo evidente –el vínculo doctrinario- entre la moderna
perspectiva del sistema social y sus orígenes en la tradición clásica.
Ahora bien, si el problema del orden es “el” problema central de la sociología, entonces la perspectiva del sistema social deber ser “la” perspectiva
sociológica. Sin embargo, como hemos visto, no lo es. Por lo tanto, ahora se hace necesario establecer el carácter moral que distingue a la
sociología de la acción social (concepción de naturaleza humana y de ahí su progresión).

Sociología de la acción social:

Naturaleza humana  Relación H-S  Naturaleza social


Agente autónomo, creador en lo personalVínculo de dominio humano, la sociedadMundo social fruto del quehacer de los
y en lo social. como producto de la actividad intencional.
hombres. Producto de la acción e
interacción social.

No por ello niega esta perspectiva la existencia manifiesta de la coerción. Pero no la sitúa en un ente externo y superior al hombre, sino, muy
simplemente, en las acciones de otros actores; es decir, en estructuras de poder y dominación erigidas por los hombres mismos.
Sentido y acción son aquí los términos decisivos. Como el sistema social es considerado el producto emergente de la acción e interacción social,
que discurren con arreglo a sentidos subjetivos, comprender estos sentidos y su relación con la acción tiene vital importancia heurística en la
perspectiva de la acción social por contraposición a su absoluto descuido en la perspectiva de la acción social. Se afirma, entonces, que la capacidad
humana de construcción de sentidos establece la diferencia decisiva entre el objeto –conceptualizador- de la sociología y el objeto –no
conceptualizador- de la ciencia natural. La sociedad no es una “cosa”, un ser “sui generis”, es un tipo distinto de ente, y su naturaleza consiste en
que es generado en base a la acción e interacción social sobre la base de sentidos construidos por los hombres. Se rechaza en el plano metodológico
los modelos que la sociología del sistema social toma de la ciencia natural, y se propone un abordaje propio de la sociología de la acción social: la
modalidad interpretativa o “comprensiva” de análisis sociológico.
Y también en este caso la naturaleza del problema, o preocupación moral y analítica central, que en esta doctrina se aborda, resulta evidente a
partir de su concepción optimista de la naturaleza humana. Reside en la idea del dominio humano sobre el sistema. Empero, el dominio humano es
precisamente un problema, como lo muestra su centralidad en la experiencia moderna, y no solamente en ella: porque el problema del dominio
humano también es un legado del mismo período revolucionario de la historia y de las mismas ideas que recibió la reacción conservadora del
siglo XIX, un legado del movimiento social, político y moral al cual la reacción se opuso en forma implacable. Ese movimiento fue la Ilustración.
Así como los historiadores de la sociología han considerado que la reacción constituyó el germen de nuestra disciplina, del mismo modo han
aceptado, en consecuencia, su caracterización hostil de la Ilustración. En lo principal han continuado presentándola como un movimiento
superficial, frívolo, engreído y, sobre todo, ciegamente optimista en su ingenua fe en la razón mecánica, el empirismo estrecho, y el progreso
inevitable y no problemático de la humanidad hacia la perfección.
En cierta medida, los “philosophes” eran optimistas y confiados, depositaron efectivamente sus esperanzas en la capacidad de progreso de los seres
humanos y apostaron a favor del poder esclarecedor de la ciencia. Pero sus esperanzas nunca fueron ciegas y cautelaron siempre sus apuestas.
Porque sabían bien de los posibles límites de su ciencia; del probable desprecio de las generaciones futuras; del sufrimiento, la barbarie y la
inhumanidad del nuevo mundo que veían surgir en derredor; de las oscuras sombras que pudiera igualmente traer consigo la liberación del potencial
humano.
El hecho es que la Ilustración ha ejercido un efecto positivo en su desarrollo, efecto cuya índole y decisiva importancia no se han reconocido hasta
ahora. Las situaciones universales, fruto del ordenamiento divino, se transformaron en situaciones históricas, producto del hombre. Las relaciones,
instituciones y sistemas sociales se convirtieron en sujeto y objeto de la acción humana.
Aquí tenemos la formulación del problema y su solución. La historia, la personalidad, la sociedad, la comunidad, son logros esencialmente
humanos. Y sin embargo su elaboración humana, como actualizaciones manifiestas e inalienables de sentidos, posibilidades y aspiraciones sigue
siendo un ideal, porque lo real es una situación en la que aquellas han escapado del dominio humano, transformándose en cosificaciones de la
autoridad divina, sistemas sociales suprahumanos, maquinarias aparentemente autónomas. El problema del dominio, entonces, es el problema de
saber cómo pueden los seres humanos “recobrar” ese dominio sobre aquellos que, en el fondo, son sus propios productos; cómo pueden luchar
contra la maquinaria para crear un mundo en que ellos sean “simplemente humanos”. La solución está en el incesante intento de ejercer el gobierno
humano, por medio de la acción social siguiendo el sentido ideal que el hombre atribuye a instituciones, relaciones y sistemas existentes. Llegamos
una vez más a los términos decisivos de sentido y acción, lo que clarifica en forma absoluta el efecto positivo de la Ilustración sobre el desarrollo
y naturaleza de nuestra disciplina. Ella ha legado a la sociología su segundo, nítido y contrapuesto problema central: el problema del dominio.
Y ha dado a su vez el origen a una segunda sociología, una doctrina que constituye la respuesta a aquel problema: la sociología de la acción social.
Una vez más resulta evidente el vínculo –doctrinario- entre la moderna perspectiva de la acción social y sus orígenes dentro de la tradición clásica.
Dos problemas, dos sociologías: hasta ahora, la oposición entre ellos sigue pareciendo total e irreductible. No obstante, la siguiente etapa del
razonamiento nos lleva más allá de su contraposición, hasta la problemática única y fundamental frente a la cual no son más que respuestas
contrarias. Esto nos exige otra excursión, más atrás en el tiempo, para establecer los antecedentes de las concepciones de la naturaleza humana
sobre las cuales aquellas se basan. Porque en este punto lo decisivo es que esas concepciones no eran siquiera concebibles en la sociedad
medieval, y que sólo llegaron a serlo en virtud de la desaparición de esta.
La quiebra del orden medieval constituyó una ruptura histórica total entre un mundo y otro, y no es exageración afirmar que todas las formas del
pensamiento occidental han estado desde entonces intentando resolverla. El carácter absoluto de la ruptura se pone de manifiesto en la
inversión cósmica que produce la concepción del individuo.
“Individuo” significaba en el pensamiento medieval “inseparable” en el pensamiento medieval. Lentamente, y con muchas ambigüedades, desde
entonces hemos aprendido a pensar en “el individuo autónomo”, cuando antes presentar a un individuo era dar un ejemplo del grupo del cual era
miembro.
Esta inseparabilidad de la persona respecto del grupo refleja fielmente el modelo de vida de la típica aldea medieval. Se trataba de una comunidad
cerrada y estática, en la que no penetraban ideas nuevas, a la que no afectaban movimiento de ningún tipo ni estaba sujeta a movilidad geográfica ni
social. Era además una comunidad indiferenciada, en la que todos dependían del grupo único para la satisfacción de sus necesidades. En otras
palabras, no existía división del trabajo. Y este es, por cierto, un factor decisivo, porque de la división del trabajo depende la diferenciación de
biografía y de experiencia de la cual nace el sentimiento de ser distinto de los demás, que constituye el núcleo de la moderna concepción de
individuo. Sin esto, por lo tanto, no puede existir concepción alguna del “individuo autónomo”.
La concepción medieval del hombre consistía en un ser que no era más que una manifestación de la naturaleza y voluntad divinas, inseparable e
indivisible de ellas. Se afirmaba que la esencia de todas las cosas y el acto que las sustentaba era exclusivamente la creación y autoridad divinas, no
quedaba espacio alguna para la concepción de una naturaleza y una acción de hombre como tal. De aquí la imposibilidad de la existencia de
perspectivas sobre la naturaleza humana en la sociedad medieval.
Uno de los primeros cuestionamientos al orden medieval provino del campo teológico. La separación entre la voluntad divina y el conocimiento
humano creada por el protestantismo fue uno de los primeros pasos tentativos hacia una concepción nueva de una acción intencional propiamente
humana. El Renacimiento del siglo XV representó otro paso en el mismo sentido (el hombre se transforma en el centro del mundo).
Las nuevas doctrinas que desafiaban a la ortodoxia medieval eran ellas mismas expresión de los profundos cuestionamientos que al tejido mismo de
la sociedad medieval hacían la nueva experiencia, las nuevas prácticas y la nueva organización social. Esta sociedad enfrentaba el incipiente
desarrollo de la división del trabajo, y el crecimiento de las ciudades, de los mercados, de las comunicaciones, de la economía monetaria y del
capitalismo empresario. En suma, enfrentaba diferenciaciones de todo tipo, y con ellas la diversificación de biografía y experiencia que da
origen al sentimiento de ser diferente de los otros, nuclear en el moderno concepto de individualidad.
Entre las consecuencias del surgimiento del individuo moderno se contó, eventualmente, el surgimiento de la sociología como parte de la
prolongada, ardua e inmensa tarea de encontrar sentido al mundo nuevo, que es al mismo tiempo la tarea de “hacer” el mundo nuevo, porque se le
busca sentido para vivir en él. El primer paso hacia el encuentro de ese sentido, puesto que ya no era posible considerar al hombre como mera
imagen de la naturaleza divina, consistió en establecer una concepción de la naturaleza propia del hombre. Si las nociones de la naturaleza
humana eran inconcebibles antes de la desintegración de la sociedad medieval, del mismo modo, y por la misma razón, lo era la sociología.
El Reimer problema en la tarea de establecer una concepción de la naturaleza propia del hombre consistía en que en su primer término ya había
quedado definido por los proceso mismo que crearon la posibilidad de esa tarea como tal. A diferencia del hombre medieval, el hombre moderno
era individualista. Pero en la experiencia del individualismo era central el fenómeno de su ambigüedad. En sentido positivo, era un agente humano
autónomo, autor y árbitro de su propio mundo. Por otro lado, había sido sustraído de todo vínculo comunitario y de toda identificación grupal;
entonces, en sentido negativo, era un individuo solo, aislado de su Dios, pero también de sus semejantes. La sociedad medieval proporcionaba al
menos un sustento comunitario para la vida, el ser y la identidad de sus miembros; y esto se había perdido. De modo que la tarea, ahora, era la
creación de un nuevo marco comunitario, social y moralmente adecuado al individualismo, lo cual significaba la búsqueda de una base
apropiada para una individualidad genuinamente moral. Pero de qué modo había de establecerse esa base era algo en sí mismo problemático,
nuevamente debido a la experiencia ambigua, positiva y negativa, del individualismo.
A partir de todo esto, surgen con evidencia el sentido y la significación más profundos que tienen para la sociología las concepciones de la
naturaleza humana. Ellas son, en primer lugar y evidentemente, respuestas al ascenso del individualismo. De aquí el permanente interés de la
sociología por el problema, cuya importancia para la historia es decisiva, de la relación entre individuo y sociedad. Pero el ascenso del
individualismo sobre las cenizas de un mundo que se consideraba creado y legislado por la acción divina es, más profundamente, el surgimiento de
la acción humana intencional. De manera que, en segundo y fundamental lugar, las concepciones de naturaleza humana son respuestas al ascenso
de la acción humana. Las concepciones de la acción humana expresan la ambigua experiencia del individuo moderno como un ser, por una parte,
aislado y sin raíces en la comunidad y, por otra, necesariamente creador de sí mismo y de la sociedad. En las concepciones de la acción humana
intencional y sus consecuencias, se basa l visión del adecuado fundamento comunitario para una individualidad genuinamente moral. He aquí,
entonces, la problemática en torno de la cual podría escribirse toda la historia del análisis sociológico: la problemática de la acción humana. Y
esto confiere a la acción social su condición de ser el concepto nuclear de la sociología: es la tradición y encarnación sociológica, inmediata y
definitiva, de aquella problemática
Y es esta problemática la que otorga al concepto de acción social su paradójico carácter central en las dos sociologías, y define así la verdadera
significación de cada una y la relación real entre ellas. Porque su contraposición aparece ahora bajo una luz enteramente distinta. En primer lugar,
el interés de ambas por el vínculo entre individuo y sociedad señala claramente su compartida participación en la búsqueda de la base comunitaria
apropiada para una individualidad genuinamente moral. Es cierto que sus soluciones dispares frente a esta problemática parecerían indicar una
oposición basada en que una de ellas afirma, y la otra niega, la actividad autónoma. Pero una versión así de su contraposición se manifiesta ahora
superficial y engañosa, y podemos, tras ella, descubrir el segundo punto de vinculación básica entre las dos sociologías. En efecto, del arraigo de
ambas en concepciones de la naturaleza –es decir, de la acción humana y sus consecuencias- se desprende que ambas no sólo suponen una
concepción del hombre como agente autónomo, sino que se apoyan en ella y, por lo tanto, en conceptos de acción social. Si recordamos la idea
pesimista del hombre, implícita en la perspectiva del sistema social, no es tanto la de una criatura infinitamente manipulable, cuanto la de un ser
que, si de lo deja librado al empleo espontáneo de sus propias capacidades, generará el caos y la anarquía; lo que desde luego es una concepción
del hombre como agente humano autónomo. La verdadera oposición entre las dos sociologías no se sitúa en la oposición entre sistema y acción.
Se sitúa, en cambio, en sus respuestas contrarias frente a la acción humana y son consecuencias (hombre creador, hombre destructor) y, por lo
tanto, en sus opuestas conceptualizaciones de la fuente, características y resultados de la acción social, sobre la base de las cuales cada una de
ellas ha levantado todo su aparato analítico, teórico y doctrinario. En suma: el pensamiento y el análisis sociológicos constituyen una respuesta
frente a la ambigua experiencia del ascenso de la acción humana. Su historia gira sobre la bifurcación de esa ambigüedad en dos conceptos
opuestos de acción social y, a partir de allí, en dos tradiciones morales y analíticas opuestas, la sociología del sistema social y la de la acción
social. Sus cuestiones centrales sobre el orden y el dominio constituyen formulaciones opuestas de la actividad humana y sus consecuencias, y sus
respuestas doctrinarias a esas cuestiones, versiones opuestas del fundamento comunitario adecuado para una individualidad genuinamente moral.
En el fondo, por lo tanto, ambas son sociologías de la acción social.

Pierre Ansart, Sociología de Saint-Simon

Capítulo 2: “La ciencia de los sistemas sociales”


A partir de 1816, después de haber publicado “La industria”, Saint-Simon abandona sus trabajos sobre la evolución de la Humanidad y se limita a
las sociedades europeas y a su historia desde el período medieval. Traza entonces un esquema histórico que no sufrirá modificación alguna;
distingue tres grandes períodos: el sistema feudal, cuyo derrumbamiento culminaría con la Revolución de 1789; la fase de desorganización, que
va desde 1789 hasta el momento en que Saint-Simon escribe; y, por último, la sociedad industrial, anunciada en su obra, que será el sistema propio
de la sociedad futura.
Saint-Simon sitúa su reflexión en el plano de los grandes modelos de sociedades, en el plano de las sociedades globales.
A través de estas descripciones históricas, Saint-Simon propone un conjunto de modelos teóricos que han de permitir replantear una totalidad
social, un “sistema social”, y analiza lo que él denomina las diferentes “fuerzas sociales”, las relaciones de poderes, los conflictos de las clases
sociales, las funciones de las ideologías. A través de estas descripciones, estudia al mismo tiempo las leyes de equilibrio de los sistemas y la
dinámica a largo plazo que acarreará su desaparición.
Saint-Simon propone caracterizar el régimen feudal como la combinación de dos poderes, espiritual (clero) y temporal (militares). El rasgo
fundamental de este sistema será el mantenimiento de su organización gracias al equilibrio entre dos poderes coactivos que al delimitar sus
funciones recíprocas garantizan la extrema estabilidad del sistema.
El sistema sólo adquirió su coherencia y su estabilidad en el curso de una larga evolución que hizo aparecer progresivamente su necesidad
particular.
Esta necesidad solo puede ser comprendida descubriendo las correspondencias que se establecieron entre las condiciones de existencia de esta
sociedad y las instituciones a que dieron origen. Las condiciones de existencia de una sociedad, es decir, los medios materiales, las técnicas y los
instrumentos, por una parte, y los medios intelectuales por otra, constituyen las causas inmediatas de una organización social. Cada sistema
corresponde a un “estado de civilización” y a un “estado de las luces”.
Desde el punto de vista material estos grupos humanos eran incapaces de asegurar de forma estable su subsistencia; desde el punto de vista
intelectual, se hallaban en estado de ignorancia de las leyes de la Naturaleza, el estadio conjetural, que impide un eficaz dominio de las
condiciones naturales. La penuria material y el estado de inseguridad derivado de ellas impulsan al grupo social a la conquista de los bienes y de las
tierras de los demás grupos.
En efecto, obligada a atacar y a defenderse, la necesidad primordial de la sociedad es la organización de una fuerza militar capaz de preservar su
existencia. Al encarnar las necesidades vitales y permanentes de la colectividad, esta fuerza adquirirá normalmente un papel privilegiado; a ellos
será encomendada la dirección de los asuntos públicos. Así Saint-Simon pone de relieve el carácter espontáneo y funcional de esta creación del
poder militar en una sociedad de la escasez.
La concentración del poder espiritual en el clero fue un fenómeno más complejo, pero correspondió también a las necesidades de la colectividad.
No era posible entonces ningún tipo de institución espiritual, puesto que los conocimientos solo podían ser conjeturales: el clero era el único cuerpo
social que poseía algún saber y a él correspondía la transmisión de este saber. Pero Saint-Simon insiste mucho más sobre las necesidades
complejas que estaban en la base del poder religioso:
- Defensa relativa ante los eventuales excesos de los poderes militares.
- Por la naturaleza de sus enseñanzas mantenía a los fieles en un estado de sumisión favorable al mantenimiento del orden social.
- Cumple con la necesidad de toda sociedad a organizar un sistema de enseñanza y de difusión de instrumentos intelectuales que tiende a
establecer un tipo de control intelectual necesario para su existencia.
Se comprende, pues, que los productores, los campesinos y los artesanos no hayan podido alcanzar, en este sistema, la supremacía: en una sociedad
cuya actividad principal era la guerra, la industria solo desempeñaba una función subalterna y se limitaba a ser un instrumento para la defensa y
para la guerra. En un sistema de este tipo, los productores quedaban forzosamente en una situación de dependencia.
Asimismo esta sociedad ofrece el ejemplo de un fenómeno social característico: el mantenimiento de los equilibrios, ambos poderes se hallan en
relación de reciprocidad y son susceptibles de responder a las necesidades generales de la colectividad, de suerte que ninguno de ellos puede
dominar al otro.
Hay que explicar ahora de qué modo pudo ser destruido un sistema social tan coherente. Esta explicación no sólo permite comprender los procesos
de descomposición de un sistema, sino que ha de demostrar sobre todo los orígenes históricos del sistema industrial poniendo de manifiesto así, su
necesidad.
La decadencia del sistema solo podía provenir de una modificación interna de sus condiciones de existencia. En el seno de la propia combinación
feudal es donde hay que buscar las lentas modificaciones cuyo desarrollo entraría en contradicción con el sistema de relaciones sociales. Al mismo
tiempo que el sistema llegaba a su apogeo, el germen de su destrucción comenzaba a nacer. Saint-Simon distingue dos elementos en el desarrollo
estas fuerzas productores: la extensión de la industria y la constitución progresiva del saber positivo.
. Extensión y progresión del trabajo productor: en el sistema feudal, los siervos tenían la posibilidad de poseer algunos bienes, y dedicaron sus
esfuerzos con éxito a acrecentarlos, lo que tuvo como consecuencia la aparición y desarrollo de la propiedad industrial. Este nuevo tipo de
propiedad tuvo como consecuencia inmediata la reorganización de las relaciones de dependencia que suponían el sometimiento de los
productores a los señores feudales. A fin de procurarse los nuevos productos creados por los industriales, los señores feudales se vieron obligados a
concederles la libre disposición de sus personas y sus bienes, reforzando así aún más la capacidad industrial. Este es el sentido que Saint-Simon da
a las franquicias urbanas: gracias a este movimiento, cuyas causas hay que buscar en el desarrollo económico, los artesanos consigue modificar las
relaciones que los unían a la feudalidad; transformación que simbolizaba la constitución de nuevas relaciones sociales y que anunciaba al mismo
tiempo, con el relajamiento de las relaciones de dependencia, su futura desaparición.
. Avance del pensamiento positivo: los espíritus descubrieron por razones específicamente intelectuales la verdad que lo positivo contiene, su
superioridad sobre lo conjetural. Sus causas pueden encontrarse en la introducción de los árabes en Europa de conocimientos matemáticos y
médicos y la actividad creadora de espíritus excepciones, genios, como Bacon, Galileo y Descartes. El desarrollo de las ciencias positivas adquirió
inmediatamente una significación social alterando el poder del grupo intelectualmente dominante. La ciencia positiva se convirtió en fuerza
opuesta al clero. Los espíritus, al descubrir verdades cuya aceptación provenían tan solo de la evidencia que contenían, cesaron de someterse
progresivamente a un poder que exigía de ellos una obediencia ciega.
El trabajo de los artesanos va limitando progresivamente el poder los nobles, mientras el trabajo de los intelectuales reduce poco a poco el poder del
clero: estas dos formas de producción se complementan mutuamente; siendo aprovechados en un campo los descubrimientos realizados en el
otro, pero además ambas participan de un mismo tipo de actividad. Tanto el trabajo industrial como el trabajo industrial son actividades
autónomas que se proponen conquistar la Naturaleza y la verdad que ella encierra. La ascensión de los industriales representa el advenimiento de
una nueva forma de acción y de una sociedad radicalmente distinta de la antigua.
¿Por qué la decadencia del sistema feudal no culminó definitivamente con la Revolución de 1789? Este esquema debe ser completado con las
nuevas clases sociales surgidas de la fase crítica. Las clases intermedias, que habían combatido al feudalismo durante la fase crítica (legistas que
defendían los intereses de artesanos en conflictos jurídicos con los nobles), iban a desempeñar un papel excepcional y, esencialmente, perjudicial.
La dinámica general de este período venía determinada por el irresistible avance de las capacidades industriales y científicas significando la
continua consolidación de la clase industrial. Sin embargo las clases industriales no estaban preparadas para conquistar la supremacía política:
desde el punto de vista intelectual ningún sistema coherente y susceptible de resolver positivamente los conflictos había sido propuesto. Esta
debilidad de los industriales se enfrentaba a una clase numéricamente débil pero socialmente importante: la clase social intermedia o burguesa
(legistas, metafísicos, funcionarios públicos, terrateniente que no eran nobles). Como consecuencia de la inercia de los industriales, esta clase logró
usurpar la revolución y desviar su verdadero sentido. Las doctrinas negativas de los legistas y metafísicos eran incapaces de proponer objetivos
positivos. Las pasiones de igualdad y de libertad, al estar desprovistas de un objetivo constructivo, cayeron en el desorden. Así se produjo un pacto
entre los legistas y las capas más ignorantes de la población contra la clase industrial derivando la revolución en el tiranismo jacobino.
Saint-Simon estima que la verdadera revolución, la que ha de instaurar un nuevo orden social, no se ha producido todavía. La Restauración no es
más que un orden político transitorio que prolonga la fase de desorganización, la cual dará lugar al advenimiento del futuro sistema. La tarea de la
ciencia social sería la de una reflexión enmarcada en los amplios períodos de la Historia, para descubrir en la sociedad actual, las fuerzas en ascenso
y decadencia, a fin de demostrar las consecuencias de los procesos observados.
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Saint-Simon se propone abordar los fenómenos sociales desde una perspectiva que abarque la totalidad del sistema. Una institución solo puede ser
comprendida si se la sitúa en la totalidad histórica que le sirve de marco.
La fase de desorganización solo adquiere su verdadero sentido sin son tenidos en cuenta sus verdaderos orígenes y sus relaciones no superadas con
el régimen feudal. Se comprende entonces que la cuestión esencia sea para Saint-Simon el análisis de las causas que provocan el cambio. Propone
como regla buscar en el seno de los sistemas y en sus condiciones inmanentes las causas de sus modificaciones. Estas condiciones que se refieren
bien al equilibrio entre clases o bien a los ajustes entre diversas funciones, deben ser relacionadas en última instancia con la vida del grupo y con la
renovación de sus condiciones de existencia. En efecto, el reparto de funciones en el cuerpo social se realiza según las necesidades de la
reproducción de la vida colectiva. Un sistema social es, pues, una determinada organización de las actividades sociales, sean estas bélicas o
productivas. El estudio del cambio social debe situarse a este nivel, en el examen de los actos colectivos y en el examen de sus modificaciones. La
noción de trabajo desempeña en este análisis un papel fundamental, puesto que la regresión del sistema militar se explica por la acumulación de
trabajo, por la extensión de la producción efectuada por la clase industrial (trabajo en sentido amplio, toda forma de producción, ya sea intelectual o
material). Pero hay que tener en cuenta, sobre todo, que el trabajo solo caracteriza uno solo de los tipos sociales, el tipo industrial. El concepto más
general y válido para todos los sistemas no es el de trabajo, sino el de actividad, destinada a asegurar la existencia colectiva. Son las condiciones
por las cuales los hombres aseguran el mantenimiento de su vida las que determina la organización social.
Por otra parte, Saint-Simon destaca la objetividad, el carácter de realidad del sistema. Esta es una de las consecuencias de su regla de observación:
un sistema debe ser tratado como un objeto, como un hecho. No es una creación, es un descubrimiento de algo que ya existe. El adjetivo “positivo”
se caracteriza por su capacidad de designar algo efectivamente existente, controlable y que, al mismo tiempo, escapa a la arbitrariedad de los
individuos. Si fuera necesario buscar ejemplos de esta objetividad de los sistemas, podríamos encontrarlos en los múltiples fracasos que han
coronado las tentativas de modificación arbitraria de aquellos. Los fracasos del bonapartismo y la Restauración bastan para demostrar que toda
acción tendente a transformar un sistema fracasa necesariamente en la medida en que es contradictoria con la naturaleza y las necesidades de las
organizaciones; solo resultan viables los cambios que se adecuan a las exigencias generales del sistema. Cada sistema posee una necesidad; el héroe
puede modificarla, pero en ningún caso puede escapar de ella. Se puede retrazar el cambio, pero es inevitable su llegada.
----------HASTA ACA A MI ENTENDER ES LO QUE ENTRA EN EL PARCIAL----------

La comparación con las ciencias físicas y biológicas queda, pues, ampliamente justificada: la ciencia social se enfrenta a la objetividad y a la
realidad de los sistema sociales del mismo modo que las ciencias de la Naturaleza estudian fenómenos objetivos y las relaciones que existen entre
ellos. Sin embargo este paralelismo pone de manifiesta la especificidad de las realidad social, ya que el sistema social no admite una asimilación
rigurosa con el objeto físico ni el organismo; si bien el sistema social es un hecho, una realidad, posee, además una esencia particular: está
formado por la convergencia, en una estructura constante, de las actividades relativas a la vida material y de las actividades relativas a la vida
intelectual. Es posible, por otra parte, que estos dos tipos de actividades entren en conflicto o se diferencien notablemente: en un sistema
organizado, la práctica productiva y las representaciones comunes se hallan en estrecha relación de coherencia, pero en cambio la fase de
desorganización se caracteriza por las distorsiones entre la práctica y la teoría.

Por otra parte cuando Saint-Simon atribuye el calificativo de “sociales” a las organizaciones que estudia, está operando un desplazamiento de
sentido. En efecto, no sólo el sistema social es completamente distinto del régimen político, sino que además el primero explica al segundo. Saint-
Simon intenta demostrar que el régimen político de gobierno no es más que una parte de un conjunto mucho más amplio, conjunto que dicho
sistema viene precisamente a confirmar. Es necesario remplazar las discusiones abstractas acerca de una institución particular por una ciencia de los
sistemas que permita explicar las partes de éstos.
La primera consecuencia de este desplazamiento es la sustitución de la ciencia política por una visión sociológica que tiene como objeto una
comprensión totalizante: una determinada institución sólo será inteligible referida al conjunto en que se sitúa, y desempeñará funciones diferentes
según la totalidad considerada.
Este desplazamiento de sentido acarrea además una segunda consecuencia, Saint-Simon introduce una relación de determinación entre lo social
y lo político, convirtiendo la organización social en causa determinante del régimen político. Es por así decirlo, la forma de vitalidad la que
predetermina las formas particulares: en la sociedad militar, son las exigencias de la actividad bélica las que determinan el orden jerárquico; y serán
las exigencias de la actividad industrial las que determinarán las relaciones sociales en la sociedad industrial.
Una organización social depende directamente de su actividad predominante, actividad que tiene por objeto la conservación y la renovación de la
vida del grupo.

En efecto, la regla de la totalidad fija una doble tarea: subrayar primero, la totalidad del sistema, y mostrar después sus elementos
fundamentales. Saint-Simon no hace un inventario de estos elementos: prefiere poner de manifiesto su historia o sus conflictos, sólo en sus
análisis concreto pueden distinguirse cuatro nociones esenciales: las instituciones, las fuerzas sociales, las clases y los tipos de poder.
Instituciones: una sociedad puede ser descrita como un juego de instituciones coordinadas. La institución tiene un carácter funcional hacia la
organización social y un carácter relativo. El estudio exclusivo de las instituciones corre el riesgo de concentrar la mirada en lo estático y no
observar las dinámicas de cambio entre sistemas sociales.
Fuerzas: Saint-Simon utiliza ampliamente el concepto de fuerza para designar la importancia relativa de los diferentes elementos en un
conjunto social. En esta sociología dinámica, centrada en el estudio del cambio, el concepto de fuerza aporta una perspectiva esencial, que
insiste al mismo tiempo en el equilibrio de la totalidad y en la constante transformación de los elementos considerados. Fuerza en varios
sentidos:
- Magnitud de un grupo  fuerza de dominación de la organización militar.
- Posesión de bienes y capitales cuando la riqueza está concentrada en una clase reducida  fuerza de los propietarios
- Influencia social del saber y de las ciencias  fuerza del pensamiento positivo.
- De los juicios colectivos  fuerza de la opinión pública
Las fuerzas se estabilizan y se transforman de acuerdo a las funciones sociales, a las necesidades ligadas a las condiciones de existencia de
una organización social
Clases sociales: el análisis social en términos de fuerzas es fácilmente conciliable con el análisis de las clases sociales. En efecto estas
fuerzas están repartidas, esencialmente, en función de los grupos sociales, reflejando aquéllas la importancia de éstos. Todos los sistemas
del pasado han distribuido entre los diversos grupos constituyentes las funciones, los bienes y los poderes. Esta distribución no era igualitaria
y daba lugar a un orden jerárquico (en el sistema feudal los siervos se hallaban en relación de dependencia con los nobles). En la descripción
de formaciones históricas Saint-Simon pone de manifiesto que todos los sistemas comportaban una irreductible rivalidad entre las diversas
clases. El sistema feudal, a pesar de su equilibrada organización, también se basaba en la desigualdad de clases, y comportaba una permanente
rivalidad entre las clases dominantes y los productores. Este equilibrio era mantenido gracias a una relación de opresión, dado que los
productores eran reducidos a la obediencia por la fuerza. Las clases feudales aseguraban, sin duda, la defensa militar de la colectividad, pero
intentaban al mismo tiempo aumentar su poder en detrimento de las clases industriales, y absorber en la medida de lo posible la producción de
éstas (Saint-Simon no utiliza el término de “explotación” para describir este tipo de relaciones).
En el caso del derrumbe del sistema feudal, Saint-Simon no dice que la emancipación fuera del resultado de la lucha de clases; dice, más
exactamente, que el trabajo y la acumulación de fuerzas permitieron a las clases que habían sido subordinadas hasta entonces la conquista de
nuevos derechos y la extensión de su autonomía.
Tipos de poder: el análisis de las fuerzas ha demostrado qué jerarquía las ordena; el análisis de las clases, por su parte, ha puesto de manifiesto
de forma particular que en todo sistema se establecen relaciones de dominación entre clases gobernantes y clases subyugadas. Puesto que la
liberación de las clases dominadas es la que provoca la ruina de los sistemas y la aparición de la nueva organización, Saint-Simon, al analizar
un sistema determinado, se concentra en la situación de “subalternidad”. Justifica así la importancia que le atribuye al estudio particular
de la red de poderes que constituyen cada uno de los sistemas.
La originalidad de Saint-Simon en este tipo de análisis reside precisamente en este constante poner de manifiesto la pluralidad de las
formas de poder, y en su oposición a la exclusiva consideración del poder político gubernamental. En este sentido, la dominación política no
es, en absoluto, el único poder: si bien es cierto que existe una sumisión del ciudadano al Gobierno, existe también una sumisión de los fieles
al clero, una sumisión del no propietario al propietario, una sumisión intelectual al escritor político. Todos estos poderes difieren por su
naturaleza (cualitativamente heterogéneos) y por la cantidad (pueden ser más o menos opresivos).
Así el estudio de los sistemas sociales debe analizar toda la red de poderes y subordinaciones, mostrando al mismo tiempo su naturaleza y su
rigor, su coherencia o sus contradicciones

Un sistema social puede ser analizado como una combinación de fuerzas, de las clases o de los poderes. Pero esta combinación solo es
inteligible en el sentido de la totalidad: una sociedad no es solamente una organización de fuerzas o una estratificación de clase, es también
una unidad viva que persigue un fin y se organiza en torno a ese fin. No puede existir una verdadera asociación sin un objetivo común de
actividad. Esto significa que todo sistema social encuentra su unidad en el fin de su actividad, y que su vitalidad será mayor cuanto mayor sea
la precisión con que dicho fin ha sido definido. Cada elemento debe ser considerado como el agente de una acción (militar, intelectual,
industrial) integrado a una totalidad en constante transformación.

Pierre Ansart, Sociología de Saint-Simon


Capítulo 4: “La Sociedad Industrial”
Las indicaciones de Saint-Simon sobre la sociedad industrial, sobre el “sistema industrial”, pertenecen más al campo de la teoría social o incluso
política, que al de la sociología. Saint-Simon sabe perfectamente que se está refiriendo a una sociedad que no existe todavía. Su descripción será,
por tanto, forzosamente inductiva. El interés fundamental de esta teoría reside en las excepcionales consecuencias que ha tenido, hasta nuestros
días, en el campo del pensamiento social y sociológico. Saint-Simon ha elaborado una representación sistemática de las sociedades modernas, en la
cual encontramos constantemente las realidades y las ideologías contemporáneas.
Saint-Simon pretende, ante todo, poner de manifiesto la radical novedad de esta sociedad y su originalidad, no sólo respecto a la sociedad feudal
a la que iba a sustituir, sino también respecto a todas las sociedades anteriores. Por primera vez en la historia de las civilizaciones, una sociedad se
fijará como fin exclusivo el desarrollo de su producción (“producción de cosas útiles”) y se organizará según las reglas y necesidades de esa
producción.
Saint-Simon desarrolla ampliamente este principio general, esta inversión de los fines que una sociedad puede fijarse. Una transformación de los
fines supone la transformación de todas las condiciones sociales, es decir, la desaparición total de un sistema y el advenimiento de una nueva
organización basada en principios totalmente opuestos.
El nuevo objetivo –la acción sobre la Naturaleza- convierte a la sociedad en una totalidad enteramente creadora, y la orienta hacia su futuro.
La sustitución de las reglas de autoridad por nuevas formas de cooperación constituye uno de los rasgos esencial de la ruptura con las
sociedades pretéritas y una de as características fundamentales de la sociedad industrial. Sabemos, en efecto, que una sociedad militar que se fijaba
como fin la violencia instituía necesariamente relaciones de dominación no sólo en los pueblos dominados sino también en su propio seno. Por el
contrario, en una sociedad cuyo fin es la conquista de la Naturaleza, es indispensable que todos y cada uno se vean incitados a aportar su trabajo, e
invitados a cooperar en una obra que se ha convertido, efectivamente, en obra colectiva. Saint-Simon recordará constantemente que una sociedad
industria, en razón de la acción que la caracterizaba, debe fijarse necesariamente la organización de una nueva red de relaciones sociales basadas
en la división y cooperación del trabajo. Nace, pues, un nuevo acuerdo entre los actos sociales y las necesidades individuales, entre las
instituciones y el individuo.
Las instituciones de la sociedad industrial, desitiadas únicamente a facilitar la acción colectiva, conciernen directamente a cada productor. Esta
sociedad semejante a un taller donde todos los hombres aportan su trabajo en el seno de una acción común, convierte a cada individuo en un
asociado o, según la expresión utilizada también por Saint-Simon, en un “societario”.
Debemos añadir a estos principios generales que la sociedad industrial crea al mismo tiempo una nueva cultura y una nueva moral. Saint-Simon
No separa nunca estos dos aspectos, materiales y culturales, que son simultáneamente los efectos de una actividad colectiva de producción y las
condiciones de su organización. Dicha sociedad no se limita a provocar la promoción de las diversas ciencias y a aumentar la importancia del papel
social de los sabios; hace surgir también una nueva representación colectiva, una visión racional de la existencia. La producción y la
organización de la sociedad en función de esta producción son objetivos “razonables” que todas las inteligencias pueden aceptar: “la producción de
cosas útiles es el único fin razonable y positivo que una sociedad puede fijarse”. Ello significa que la organización social adoptará objetivos que
puedan comprender todos sus miembros, pero también que cada individuo podrá integrarse a una nueva forma de cultura, orientada al trabajo
colectivo y la libre aceptación de los objetivos comunes. En este sentido Saint-Simon
Afirma que las actividades industriales son actividades morales, la sociedad industrial es superior a las otras sociedades además en el plano de
las jerarquías de valor. El entusiasmo de Saint-Simon no proviene únicamente de la certeza de un futuro necesario, sino sobre todo de la convicción
que esta sociedad instaurará unos valores que las sociedades precedentes jamás han logrado encarnar. Por lo tanto la moral del sistema
industrial no puede ser reducida a un simple utilitarismo. La sociedad –y éste es un aspecto primordial- debe satisfacer las necesidades individuales;
pero precisamente, al descubrir que sólo a través de una acción común puede satisfacer su interés personal, el hombre comprende su papel de
asociado. Esta identidad de medios y fines es la que le permite descubrir la identidad de su ser individual y de la acción colectiva. Pero en realidad,
para Saint-Simon, este utilitarismo práctico se desborda a sí mismo hacia una participación en valores que se sitúan más allá del interés individual.
En su acción, el productor, convencido de que trabaja en beneficio propio, trabaja constantemente para los demás y por encima de su interés. Para
preservar esta capacidad de creación de valores, Saint-Simon cree necesario erigir dichos valores en normas, permitiendo así que la sociedad se
mantenga fiel a sí misma. La sociedad industrial no es solamente un medio para el logro de satisfacciones individuales; es, y debe ser, una obra
permanente de justicia.
Más allá de estos principios generales, Saint-Simon esboza en varias ocasiones modelos de organización apropiados a esta sociedad industrial,
modelos de organización económica y de organización política en su conjunto. No hay que tomar estas indicaciones al pie de la letra: Saint-
Simon jamás pretendió elaborar un modelo perfecto de la sociedad futura. Toda su teoría se opone radicalmente a que el pensador social invente un
modelo de constitución social. Solo se trata de esbozos provisionales capaces de sugerir las grandes líneas de lo que podían ser las organizaciones
económicas y políticas.
La organización económica debe aplicar el principio general que define la comunidad social como una comunidad de trabajo, la nación como
un taller. Esta transformación implica, en primer lugar, la desaparición de todas las clases que viven del trabajo de las demás clases, es decir, de los
nobles, legistas y propietarios ociosos. Todos los miembros de la sociedad aportarán su contribución a la tarea colectiva. Pero la transformación de
la sociedad en una comunidad de trabajo implica, además, la creación de una cierta unidad económica y la acentuación de esta dinámica
unificadora que, ya antes de la caída del sistema feudal, es indisociable de la industria.
Saint-Simon subraya ante todo que una organización de este tipo exige una nueva gestión de los intereses generales, una nueva concepción del
presupuesto nacional. Debe ser establecido únicamente en función de los intereses de los productores y, de acuerdo con el Nuevo cristianismo
(nueva cultura y moral), con objeto de desarrollar los medios materiales y morales de que dispone la clase más pobre y numerosa. En consecuencia,
el presupuesto debe ser establecido exclusivamente por los propios industriales.
La integración de las tareas a una nueva unidad será mucho más evidente todavía en el plano de la organización conciente y colectiva de las tareas
comunes. Saint-Simon formula aquí los principios generales de lo que posteriormente recibirá el nombre de planificación.
En efecto, la extensión de la industria exige la coordinación a nivel nacional de los trabajos vinculados al interés general. La unificación industrial
permitirá un acuerdo que habrá de desembocar en la elaboración de un “plan”. Una Cámara nacional presentará “un proyecto de obras públicas
destinadas a aumentar la riqueza de la nación y a mejorar las condiciones de sus habitantes en todos los aspectos”. El plan así elaborado será algo
más que una simple técnica susceptible de aumentar la producción; será también un instrumento privilegiado para orientar la vida social y la
actividad cultural. Gracias a este plan, surgido del acuerdo común, la comunidad industrial dominará su evolución y decidirá su propio futuro.
Saint-Simon no propone en modo alguno, la creación de un nuevo poder exterior a las clases industriales, y menos aún una acción tendente a
reforzar los poderes del Gobierno; propone, precisamente, la supresión de todo poder exterior a la industria. Su proyecto se opone al esquema
liberal tradicional, basado en la dualidad de la sociedad civil y del Estado, y lo sustituye por una visión orgánica de la sociedad productora.
Saint-Simon invita a los Industriales, pero nunca al Estado, a definir los objetivos de la planificación, a establecer el programa de las tareas
colectivas que deberán ser llevadas a cabo por los diversos grupos de productores.
Por otra parte, podemos preguntarnos legítimamente si esta organización planificada conducirá o no a la instauración de nuevos privilegios
o, al menos, de nuevas superioridades, dado que esas tareas complejas de elaboración serán confiadas a los más competentes, a los “capacitados”.
El problema aparece delimitado, en cierto modo, por dos posibilidades que pueden resultar contradictorias. Por una parte, Saint-Simon sostiene que
la organización económica debe ser confiada a los industriales, es decir, a todos los productores, sean empresarios o obreros, propietarios o
proletarios, dirigentes o ejecutivos. Y esta clase, en conjunto, es la que, al ser eliminadas las estructuras gubernamentales, deberá asumir la
organización de la sociedad. Pero por otra parte, Saint-Simon no afirma nuca, en esta materia, la utópica existencia de una voluntad general
armónica surgida de una clase cuya complejidad y heterogeneidad él mismo conoce. Cree necesario recurrir a las capacidades, a los grupos y a
las personas que poseen las competencias necesarias al establecimiento de juicios racionales: queda así confirmada la creciente importancia que
la sociedad industrial concederá a la ciencia.
Se trata, por lo tanto, de descubrir cuáles serán estas competencias, y cuáles el poder y las funciones que les serán atribuidos. Es admirable que v no
haya intentado eludir este problema, su desconfianza frente a las utopías había de permitirle superar este optimismo industrialista y plantear el
problema concreto de la dirección y de los centros de decisión adecuados a la sociedad industrial. Su sentido de la totalidad le obliga, además, a
ampliar la problemática y a abordar la cuestión global de los nuevos controles en el seno de una sociedad productiva. En efecto, el problema de las
decisiones centrales relativas al plan económico no es, para Saint-Simon, más que un caso particular de un fenómeno mucho más general, el
de las relaciones sociales y los controles en una sociedad de producción.
Conocemos ya la respuesta general a esta cuestión: en una comunidad de trabajo las relaciones de mando desaparecerán. Saint-Simon describe
las nuevas relaciones entre asociados por oposición a las relaciones de autoridad características de la sociedad feudal. Una acción colectiva de
producción, al unir a los asociados a una tarea que les pertenece y cuya significación pueden comprender, no sólo excluye la arbitrariedad sino
también las relaciones de mando. Este plan puede ser perfectamente comprendido por todos, y, según la expresión utilizada por Saint-Simon,
todo es en él “juzgable”. Así, pues, el productor inmediato no se ve obligado a cumplir órdenes y, en el caso límite, la distinción entre dirigentes y
ejecutantes desaparece. El productor se ve asociado a una tarea cuyos fines y razones comprende, y ello le permite comprender también el sentido
de su propio trabajo, por parcial que sea. Hay que añadir todavía que las personas capacitadas no actuarán en función de sus intereses personales:
adoptarán las decisiones según la razón y en virtud de las posibilidades objetivas de la situación. La voluntad de los hombres es sustituida por la
razón.
Estos principios generales señalan claramente los límites de las funciones que serán atribuidas a las personas competentes; éstas no están llamadas a
ejercer un poder, sino únicamente a definir las normas que la acción colectiva exige. Saint-Simon afirmará constantemente que la actividad
colectiva encierra una dinámica de unificación, pero afirmará también que las personas competentes y en particular los dirigentes de los trabajos
industriales deben asumir las tareas de dirección que la cohesión industrial requiere.
Saint-Simon tiene a privilegiar el papel de los dirigentes industriales y a confiarles la organización de la futura sociedad. En una página del Sistema
Industrial recuerda a los dirigentes que muchos miembros de las clases populares pueden dejarse seducir, aún, por “feudalidad militar y jacobina”,
apartándose así de los objetivos industrialistas. Esta sugerencia indica que para Saint-Simon los dirigentes industriales constituyen el único grupo
capaz de comprender totalmente el sentido de la evolución histórica y de provocar el advenimiento de la sociedad industrial.
En términos actuales, podríamos decir que Saint-Simon elabora aquí el plan de un socialismo de tipo tecnocrático, en el cual “élite”, compuesta
por personas con un alto nivel de preparación, tendría como misión la definición de objetivos y la edificación de la sociedad de acuerdo con una
racionalidad que el ejecutante no es capaz de comprender. La atribución a la política de un carácter científico ilustra suficientemente una cierta
dirección del pensamiento de Saint-Simon y su confianza en la competencia de las “élites”.
Pero éste es, tan sólo, un aspecto de su pensamiento, que no puede ser aislado del contexto, so pena de caer en la arbitrariedad. Para limitar su
alcance, debemos recurrir a dos observaciones que introducen matices esenciales en el análisis; la primera de ellas se refiere a las competencias de
los ejecutantes, y la segunda a las finalidades de la acción descrita en el Nuevo Cristianismo. Saint-Simon subraya por una parte que no todas las
capas sociales poseen un mismo nivel de preparación, pero subraya también que esta situación es, de hecho, provisional. La ignorancia en que se
hallan actualmente los ejecutantes no es, en modo alguna, definitiva; antes bien, la práctica de la industria debe contribuir eficazmente a su
desaparición. La actividad industrial tiende a procurar a cada asociado las competencias derivadas de su trabajo, permitiéndole así, precisamente,
realizar su aportación a la actividad común, La confianza que los obreros depositarán en las personas competentes no será ya la confianza ciega del
ignorante, sino el respeto que un trabajador competente puede manifestar ante una ciencia que no es la suya y que sólo conoce parcialmente. Así,
pues, la noción de capacidad no puede ser opuesta a la de ignorancia en una sociedad en la cual las competencias son diversas y complementarias.
El poder de los dirigentes industriales no es más que un poder de persuasión y de demostración, ejercido frente a unos asociados que poseen su
propia competencia.
La importancia atribuida a las competencias, a los dirigentes industriales, podía hacer sospechar que la sociedad industrial reforzaría el papel de las
personas capacitadas y, con ello, su poder. Al afirmar que el objetivo de la sociedad debe ser “mejorar con la mayor rapidez posible las condiciones
de la clase más pobre”, responde claramente a esta objeción. Son, únicamente, los agentes de una causa que está fuera de sí mismos, los
responsables de un objetivo que los desborda: el desarrollo de los medios físicos y morales de los productores inmediatos.

Esta organización económica, o constitución industrial, define el sistema político de la nueva sociedad, tomada en su conjunto. En efecto, la
originalidad de la sociedad industrial reside en esta destrucción de la autonomía de la sociedad productiva respecto a las estructuras políticas y en el
logro de una sociedad unificada. Sin embargo, Saint-Simon establece provisionalmente una distinción entre la “constitución industrial” y el
“sistema político” de la sociedad industrial, al atribuir a éste una nueva significación. El sistema político no designa una distribución de poderes,
y menos aún la forma de gobierno, puesto que estas estructuras desaparecerán en una sociedad completamente industrial; designa únicamente la
organización social en su totalidad, sus formas de división, de distribución social y centralización. Y Saint-Simon se sitúa precisamente en este
plano: sus indicaciones sobre la urgencia de una planificación centralizada anuncian, por ejemplo, la necesidad de preveer las estructuras de un
organismo de estudio y de decisión. Sus reflexiones sobre el papel que habrán de desempeñar respectivamente los sabios, los dirigentes
industriales y los productores inmediatos trazan una imagen global de la sociedad política y de sus estructuras sociales. Sin embargo, no
encontramos en sus escritos un esquema constante y uniforme de estas estructuras, y sería fácil poner en evidencia sus dudas, e incluso sus
contradicciones, a lo largo de su evolución. Hasta 1823, por ejemplo, tiende a tribuir a los sabios las funciones de dirección de alto nivel, pero en el
Catecismo de los industriales, al examinar de nuevo el problema, advierte el peligro que dicha atribución encierra y concede, la exclusiva
preeminencia política a los industriales. Es inútil, pues, buscar en la obra de Saint-Simon un modelo simple y constante de sociedad política.
Muchos de los discípulos de Saint-Simon, que pretendieron atribuirle una posición clara, no comprendieron que evitó siempre llegar, en este
terreno, a conclusiones definitivas.
Analicemos por ejemplo el esquema que, en 1820, propone en El organizador. Sugiere en esta obra la constitución de un basto Parlamento
formado por tres cámaras distintas: de “invención”, de “examen” y de “ejecución”. La primera cámara tendría como misión elaborar el proyecto
de las obras públicas susceptibles de favorecer el desarrollo material y cultural de la comunidad (también la proyección de fiestas públicas
destinadas a exaltar la conciencia de los ciudadanos). Estaría compuesta por ingenieros civiles y artistas. La segunda, denominada cámara de
“examen”, estaría compuesta por trescientos sabios –matemáticos, físicos y fisiólogos- y tendría confiado el estudio de las posibilidades de
realización de los proyectos propuestos por la primera cámara; se encargaría de, por otra parte, de formular proyectos relativos a la enseñanza en
sus diversos grados. La cámara de “ejecución”, por último, estaría compuesta por industriales de diversas ramas y, tal como su nombre indica, sería
responsable de la realización de los proyectos colectivos aprobados; se le confiaría, asimismo, la determinación y la percepción de los impuestos.
Estos parlamentarios no poseen poderes de coacción, que son confiados al nivel subalterno de la policía; su misión se limita a animar la vida
colectiva, a expresar las necesidades colectivas y a participar, en un plano de igualdad con los demás productores, en la creación colectiva. No
existe en esta constitución separación alguna entre las tareas productivas y las tareas políticas; los parlamentarios son también productores, se tarea
está vinculada únicamente a la producción material e intelectual.
Este esquema del sistema político propuesta ilustra, a pesar de su carácter provisional, la representación sansimoniana de la estratificación
social. Saint-Simon afirma que el sistema industrial tiende hacia una perfecta igualdad entre sus miembros, pero se alza vigorsamente contra lo que
él denomina el dogma de la igualdad. En efecto, la asociación de los productores con vistas a la obtención del mayor número de “goces positivos”
para todos excluye el mantenimiento de los privilegios tradicionales y de los derechos de nacimiento. Sin embargo, el sistema industrial no
conduce, en modo alguno, a la instauración de una equivalencia mítica entre todos los hombres. A medida que los conocimientos y las prácticas se
acercan a la positividad, las diferencias entre las personas se acentúan y los hombres están cada vez más dispuestos a reconocer que estas
diferencias existen. El acercamiento a la positividad incita a escuchar la voz de las personas capacitadas.
Saint-Simon justifica, pues, una cierta desigualdad de los estatutos sociales basada en dos criterios: el del mérito y el de la propiedad. En su modelo
de constitución política los sabios, los artistas y los ingenieros gozan de un prestigio evidente, derivado de sus funciones. Creía necesario, también,
que estos sabios recibieran ventajas materiales que garantizaran su libertad y las condiciones necesarias a su trabajo, Saint-Simon sugiera así una
cierta meritocracia que excluiría los privilegios heredados y los méritos ligados a la posesión de riqueza. Sin embargo, no elimina totalmente la
jerarquía ligada a la propiedad, siempre que esta propiedad sea utilizada como medio de producción. Sabemos, en efecto, que excluye de la clase
industrial a los propietarios ociosos, oponiéndose, así, a que la riqueza sea considerada en sí misma como un derecho. El criterio de propiedad
queda subordinado al criterio del mérito (subordinado al respeto a la producción).
Por otro lado, Saint-Simon afirma que la clase industrial tiende a convertirse en “la única clase”, anunciando así la erosión de los criterios de
distinción y de las jerarquías. En efecto, la dimensión fundamental de esta sociedad reside en su capacidad de confundirse con su acción
permanente de producción, de invención y de superación, que elimina incesantemente las funciones y diferencias existentes. Es evidente, también,
que permitirá alcanzar la libertad individual precisamente porque habrá instaurado las condiciones de una libertad real. “Las personas no se
asocian para ser libres”, sino para la consecución de un objetivo positivo como es, en la sociedad industrial, el de la extensión de todas las
producciones. Por tanto, la instauración y el desarrollo de la libertad es una consecuencia de este objetivo positivo, la extensión de todas las
posibilidades humanas, materiales y morales. La verdad de la sociedad industrial se halla en este movimiento perpetuo de superación en el cual
todas las funciones, todas las estratificaciones provisionales, se ven superadas. Es un movimiento de creación permanente, un movimiento que,
sn cesar, aporta soluciones a los problemas que plantea.

Robert Nisbet, La formación del pensamiento sociológico I


1. Las ideas-elementos de la sociología
Ideas y antítesis

La historia del pensamiento se suele abordar de dos maneras:


a) Dramatis persona: los propios pensadores cuyos escritos proporcionan la materia bibliográfica de aquella. Ventaja: resulta imprescindible
adoptarlo si deseamos comprender las fuerzas motivadoras de la evolución intelectual, esas percepciones, intuiciones profundas y
descubrimientos que proceden únicamente de seres individuales. Desventaja: Mera biografía del pensamiento, las ideas aparecen como
prolongaciones de seres únicos, y no como estructuras distintivas de significado, perspectiva y fidelidad a una causa como lo son las grandes
ideas de la historia de la civilización. Las ideas tienen sus propias relaciones y continuidad más allá de las biografías.
b) Sistemas, escuelas o ismos: utilitarismo, idealismo, socialismo. Indudablemente, la historia del pensamiento es la historia de los sistemas.
Las suposiciones o ideas se concretan en sistemas que a menudo adquieren un poder semejante al de las religiones. Aprendemos hechos e
ideas dentro de pautas de pensamiento. Desventaja: con harta frecuencia los sistemas son considerados como irreductibles, y no como lo que
son en realidad: constelaciones de supuestos e ideas discernibles y aún independientes, que pueden descomponerse y reagruparse en
sistemas diferentes. Además todo sistema tiende a perder vitalidad con el paso de las generaciones. Sin embargo, los sistemas poseen
elementos constitutivos que conservan hoy tanta vigencia (aunque de diferente manera) como la que tuvieron en sus contextos originales.

Hay un tercer enfoque: desde las ideas, que son los elementos de los sistemas. Describe Lovejoy refiriéndose a la historia de las ideas: la diferencia
principal reside en el carácter de las unidades de que se ocupa aquélla. Aunque gran parte su material es el mismo que el de las otras ramas del
pensamiento, lo divide de manera especial, reagrupa sus partes y establece nuevas relaciones, y lo reenuncia desde un punto de vista distinto. Irrumpe
en los sistemas individuales más sólidamente estructurados y los reduce, guiada por sus propios objetivos, a sus elementos constitutivos, a lo que
podríamos llamar sus ideas-elementos.
Este libro gira en torno a las ideas-elementos; en particular de ciertas ideas-elementos de la sociología europea del gran período formativo que va de
1830 a 1900, cuando hombres tales como Tocqueville, Marx, Weber y Durkheim, echaron las bases del pensamiento sociológico contemporáneo.
Ideas que persistieron a través de la época clásica de lo sociología moderna y llegan, en verdad, hasta el presente.
No debemos olvidar que vivimos en la última fase del período clásico de la sociología. Si despojáramos a esta última de las perspectivas de Weber y
Durkheim, solo nos quedaría un montón estéril de datos e hipótesis incongruentes.

¿Qué criterios guían la elección de las ideas-elementos de una disciplina? Hay por lo menos cuatro dominantes:
1. Generalidad: deben estar presentes en un número considerable de figuras sobresalientes de un período.
2. Continuidad: aparecer tanto al comienzo como al final de un período, así como también conservar su importancia en el presente.
3. Distintivas: participar de aquellos rasgos que vuelven a una disciplina notoriamente diferente de otras (individuo, sociedad, orden son
elementos que están presentes en todas las disciplinas del pensamiento social, resultan inútiles aquí).
4. Deben ser ideas en todo el sentido de la palabra: una idea es una perspectiva, un marco de referencia, una categoría (del entendimiento, en el
sentido kantiano), donde los hechos y las concepciones abstractas, la observación y la intuición profunda forman una unidad. La idea es un
gran foco luminoso que alumbra una parte del paisaje y deja otras en las sombras o en la oscuridad.

¿Cuáles son las ideas elementos que distinguen a la sociología del resto de las disciplinas? Son cinco ideas: comunidad, autoridad, status, lo sagrado y
alienación. Cada una de estas ideas suele estar asociada a un concepto antinómico, una especie de antítesis, del cual procede gran parte de su
significado constante en la tradición sociológica.

Ideas-elementos de la sociología Ideas antítesis


Comunidad: alude a los lazos caracterizados por cohesión emocional,
Sociedad: vínculos de gran escala, impersonales y contractuales que
profundidad, comunidad y plenitud. se han multiplicado en la edad moderna, a menudo a expensas, de la
comunidad.
Autoridad: es la estructura u orden interno de una asociación, ya Poder:
sea identificado a menudo con la fuerza militar, policial o con la
política, religiosa o cultural, y burocracia administrativa que a diferencia de la autoridad (fundada
recibe legitimidad por sus raíces en la función en una función social) plantea el problema de la legitimidad.
social, la tradición o fidelidad a una causa.

Status: es el puesto del individuo en la jerarquía de prestigio queClase: más especializada y colectiva. Las clases
caracterizan a toda comunidad o asociación. aluden a un conjunto de individuos los cuales
comparten la característica de poseer
recursos materiales similares (pueden ser los
MP en Marx).
Lo sagrado: incluye las mores, lo no racional, Lo profano: lo secular, lo utilitario. Aquello que
las formas de conducta religiosas y rituales. hace referencia a la vida cotidiana de los hombres.

Alienación: es una perspectiva histórica desde Progreso: el progreso de la historia conduce a la emancipación
la cual el hombre aparece enajenado, anómico y desarraigado cuando
progresiva del hombre.
se cortan los lazos que lo
unen a la comunidad y a los principios morales.

Fuera de su significación conceptual en sociología, cabe ver en ellos los epítomes del conflicto entre la tradición y el modernismo, entre el moribundo
orden antiguo defenestrado por las revoluciones Industrial y democrática, y el nuevo orden, cuyos perfiles todavía indefinidos son tan a menudo causa
de ansiedad como de júbilo y esperanza.

La rebelión contra el individualismo

Estas ideas y antítesis no aparecieron por primera vez en el siglo XIX, sino que vienen de larga data. Pueden encontrarse en la Atenas de Platón y en la
Roma del siglo I, momentos en que cambios vertiginosos, guerras y revoluciones daban lugar a la crisis de un orden anterior y provocaban la profunda
reflexión del destino del hombre y de la sociedad. Aunque intemporales y universales, también ellas tienen como todas las grandes ideas del hombre y
de la sociedad, sus períodos de ascenso y descenso, de escasez y de abundancia. Hubo épocas en que su significación fue escasa, en que fueron
relegadas y desplazadas por otras ideas y actitudes, notablemente diferentes respecto del destino del hombre y de sus esperanzas.
Así, ninguna de las que nos interesan en este libro desempeña un papel notorio en la Edad de la Razón, que con tanto brillo iluminó los siglos XVII y
XVIII y alcanzó su punto más alto con la Iluminación en Francia e Inglaterra. Un conjunto de palabras e ideas sintetizaban las aspiraciones morales y
políticas de entonces: individuo, progreso, contrato, naturaleza, razón y otras semejantes. El objetivo de esa época era la liberación: liberación de los
individuos de lazos sociales antiguos, y liberación de la mente de las tradiciones que la tenían encadenada. Durante todo ese lapso, reinó la convicción
universal en el individuo natural: en su razón, carácter innato y su estabilidad autosuficiente.
Las ideas y valores del racionalismo individualista de los siglos XVII y XVIII no desaparecieron, por supuesto, con la llegada del siglo XIX.
Prosiguió el ethos individualista en el racionalismo crítico, en el liberalismo filosófica, en la economía clásica y en la política utilitaria.
Pero a pesar del punto de vista que predominaba entonces, profusamente expuesto por los pensadores de la época, el individualismo está lejos de
describir en su trayectoria completa el pensamiento del siglo XIX. Lo más distintivo y fecundo, desde el punto de vista intelectual, en el pensamiento
del siglo XIX no es el individualismo, sino la reacción contra el individualismo como nuestras historias han tardado en advertir: una reacción que en
nada de manifiesta mejor que en las ideas que son tema central de este libro. Estas ideas –comunidad, autoridad, estatus, lo sagrado y alienación-
tomadas conjuntamente, constituyen una reorientación del pensamiento europeo, tan trascendental, a mi juicio, como aquella otra tan diferente y aún
opuesta, que señaló la decadencia de la Edad Media, y el advenimiento de la Edad de la Razón, tres siglos antes.
Dicha reacción es amplia: la encontramos tanto en la literatura, la filosofía y la teología, como en la jurisprudencia, la historiografía y, en su forma
más sistemática, en la sociología. La premisa histórica de la estabilidad innata del individuo es puesta a prueba por una nueva psicología social que
deriva la personalidad a partir de los estrechos contextos de la sociedad, y que hace de la alienación el precio que debe pagar el hombre por su
liberación de tales contextos.

Liberalismo, radicalismo, conservadorismo

En el pensamiento político y social, en particular, es preciso que veamos siempre las ideas de cada época como respuestas a ciertas crisis y a estímulos
procedentes de los grandes cambios en el orden social. Las ideas que nos interesan resultarán incomprensibles, a menos que las analicemos en función
de los contextos ideológicos donde aparecieron por primera vez. Los grandes sociólogos del siglo fueron arrastrados por la corriente de las tres
grandes ideologías del siglo XIX y comienzos del XX: el liberalismo, el radicalismo y el conservadorismo.
El sello distintivo del liberalismo es su devoción por el individuo (conservan la fe en el Iluminismo), y en especial por sus derechos políticos, civiles y
–cada vez más- sociales. La autonomía individual es para el liberal lo que la tradición significa para el conservador, y el uso de poder para el radical.
Todos los liberales tienen en común, primero, la aceptación de la estructura fundamental del estado y la economía (no consideraban a la revolución,
como los radicales, base indispensable para la libertad) y, segundo, la convicción de que el progreso residía en la emancipación de la mente y espíritu
humanos de los lazos religiosos y tradicionales que los unían al viejo orden. La piedra de toque era la libertad individual, no la autoridad social. Las
instituciones y tradiciones son secundarias: en el mejor caso, sombras de aquél; en el peor, obstáculos que se oponen a su autoafirmación.
Impera en el radicalismo una mentalidad muy diferente. Si hay un elemento distintivo del radicalismo de los siglos XIX y XX es, creo, el sentido de la
posibilidad de redención que ofrece el poder político: su conquista, su purificación y su uso ilimitado, en pro de la rehabilitación del hombre y las
instituciones. Junto a la idea de poder, coexiste una fe sin límites en la razón para la creación de un nuevo orden social. Lo que nos muestra el
radicalismo del siglo XIX ves una doctrina revolucionaria milenarista nacida en la fe en el poder absoluto; no el poder por si mismo, sino al servicio
de la liberación racionalista y humanitaria del hombre de las tiranías y desigualdades que lo acosaron durante milenios, incluyendo las de la religión
(es una línea ideológica, ante todo, secular).
En cuanto al conservadorismo la cuestión es más compleja. Por ser la menos analizada de las tres ideologías, y por la estrecha relación que existe
entre las tesis principales del conservadorismo filosófico y las ideas-elementos de la sociología, debemos explorarlo con más detalle.
El conservadorismo modernos es, en su forma filosófica al menos, hijo de la Revolución Industrial y de la Revolución Francesa. Lo que ambas
engendraron es lo que el conservadorismo atacó. Si el ethos central de liberalismo es la emancipación individual, y el del radicalismo la expansión del
poder político al servicio del fervor social y moral, el ethos del conservadorismo es la tradición, esencialmente la tradición medieval. De su defensa de
la tradición social proviene su instancia en los valores de comunidad, parentesco, jerarquía, autoridad y religión, y también sus premoniciones de un
caos social coronado por el poder absoluto si los individuos son arrancados de los contextos de estos valores por la fuerza de las otras dos ideologías.
El conservadorismo basó su agresión contra las ideas iluministas del derecho natural, la ley natural y la razón independiente, sobre la proclamada
prioridad de la sociedad y sus instituciones tradicionales con respecto al individuo.
Con acierto se ha llamado a los conservadores “profetas de lo pasado”, cuya acción difícilmente habría de tener efecto alguno sobre las corrientes
principales del pensamiento y la vida europea.
El redescubrimiento de lo medieval –sus instituciones, valores, preocupaciones y estructuras- es uno de los acontecimientos significativos de la
historia intelectual del siglo XIX. Aunque su importancia primera y más duradera se vincula con el conservadurismo europeo (plasmado, por así decir,
la imagen conservadora de la sociedad buena), también la tiene, y mucha, para el pensamiento sociológico, ya que forma gran parte de su tejido
conceptual de gran parte de su respuesta al modernismo. Cada vez más la sociedad medieval proporcionaba una base de comparación con el
modernismo, para la crítica de este último.
Entre medievalismo y sociología hay íntima relación. Comte infundió en sus venas la sangre del positivismo en remplazo del catolicismo, pero es
indudable su admiración por la estructura de la sociedad medieval, y sus deseos de restaurar, mediante la ciencia, sus características esenciales.
Durkheim basó su celebrada propuesta de creación de asociaciones profesionales intermedias en los gremios medievales.
Con esto no pretendemos insinuar que los sociólogos tuvieran espíritu medieval. Tendríamos que buscar mucho para encontrar una mentalidad más
“moderna”, por su filiación social y política, que la de Durkheim. Aun en el cuerpo de su teoría social, prevalece el espíritu racionalista y positivista,
tomado en gran parte de Descartes.

Ideología y sociología

Esto nos lleva al importante tema de las ideologías personales de los sociólogos de que nos ocuparemos. No resulta demasiado arduo ubicar a Le Play,
Marx y Spencer en sus ideologías respectivas. EL primero es el conservador por excelencia; Marx, la personificación del radicalismo del siglo XIX; y
Spencer, según todas las normas de su época, fue un liberal; pero no sucede lo propio con otros autores. ¿Fueron liberales Simmel, Weber y
Durkheim? La respuesta afirmativa sería probablemente la más apropiada. ¿Serían tal vez conservadores? No en ninguno de los sentidos políticos del
término, corrientes en aquella época. Todos y cada uno de ellos se apartaron del conservadorismo en política y economía. No obstante, sería engañoso
abandonar aquí la cuestión. Existen un conservadorismo de concepto y de símbolo, y existe un conservadorismo de actitud. Desde nuestra posición
actual es posible advertir en los escritos de estos tres hombres, profundas corrientes de conservadorismo, que avanzan en dirección contraria a su
filiación política manifiesta. Hoy podemos ver en cada uno de ellos elementos en conflicto casi trágico con las tendencias centrales del liberalismo y
del modernismo.
La paradoja de la sociología –paradoja creativa, como trato de demostrar en estas páginas- reside en que si por sus objetivos, y por los valores
políticos y científicos que defendieron sus principales figuras, debe ubicársela dentro de la corriente central del modernismo, por sus conceptos
esenciales y sus perspectivas implícitas está, en general, mucho más cerca del conservadorismo filosófico. La comunidad, la autoridad, la tradición, lo
sacro: estos temas fueron, en esa época, principalmente preocupación de los conservadores, también lo fueron los presentimientos de alienación, del
poder totalitario que habría de surgir de la democracia de masas, y de la decadencia cultural. Se los hallará en la médula de la sociología,
transfigurados, por supuesto, por los objetivos racionalistas o científicos de los sociólogos.

Las fuentes de la imaginación sociológica

Conviene insistir, para concluir con este tema, en dos puntos: primero, la base moral de la sociología moderna; y segundo, el marco intuitivo o
artístico de pensamiento en que se han alcanzado las ideas centrales de la sociología.
Las grandes ideas de las ciencias sociales tienen invariablemente sus raíces en aspiraciones morales. Ellas no surgieron del razonamiento simple y
carente de compromisos morales de la ciencia pura. No es de desmerecer la grandeza científica de hombres como Weber y Durkheim afirmar que
trabajan con materiales intelectuales que jamás hubieran llegado a poseer sin los persistentes conflictos morales del siglo XIX. Cada una de las ideas
mencionadas aparece por primera vez en forma de una afirmación moral, sin ambigüedades ni disfraces. Los grandes sociólogos jamás dejaron de ser
filósofos morales.
¡Y jamás dejaron de ser artistas! Ninguna de las ideas que nos interesan surgió como consecuencia de lo que hoy nos complace llamar “razonamiento
para la resolución de problemas”. Cada uno de ellas es, sin excepción, resultado de procesos de pensamiento –imaginación, visión, intuición- que
tienen tanta relación con el artista como con el investigador científico. Estos hombres no trabajaron en absoluto con problemas finitos y ordenados
ante ellos. No fueron en modo alguno resolvedores de problemas. Con intuición sagaz, con captación imaginativa y profunda de las cosas,
reaccionaron ante el mundo que los rodeaba como hubiera reaccionado un artista, y también como un artista, objetivando estados mentales íntimos,
solo parcialmente conscientes.

LOS FUNDADORES FRANCESES DE LA SOCIOLOGÍA CONTEMPORÁNEA: SAINT SIMÓN Y PRUDHON


3º Conferencia (memorias sobre la ciencia del hombre y opúsculo sobre la fisiología social)
Saint-Simon sociólogo (continuación)
En esta conferencia, continúa con la anterior explicando cómo el esfuerzo humano colectivo es el principio de la
Ciencia del Hombre. La fisiología social es el estudio de la organización de dicho esfuerzo, es la manifestación de la
existencia de la sociedad, donde reside la superioridad intelectual humana, es “trascendente” por considerar el elemento de
la vitalidad (agitación/movimiento) y general porque se entrega a un orden elevado x encima de los individuos (> órganos de
un cuerpo social en el q cumplen funciones). Así la psicología, la etnografía, la historia y la política sientan las bases para esta
ciencia. El estatus positivo en la ciencia del hombre implicaría un nuevo sistema científico con consecuencia reorganizadoras
en las distintas dimensiones de la vida espiritual, concluyendo en la del clero! Revolución científica <> revolución política
(causas y efectos la una de la otra).
“la sociedad es, una verdadera máquina organizada cuyas partes contribuyen de manera diferente a la marcha del
conjunto. La reunión de hombres constituye un verdadero ser…”. Saint Simon no es biologicista, a pesar de haber tomado los
conceptos de ésta ciencia, él reconoce la irreductibilidad de la social a lo biológico, así como ese carácter autogenerativo e
histórico del órgano social, el conflicto y producción tanto espiritual como económica. Además de esta doble producción,
considera el elemento afectivo de la realidad social, necesario para el esfuerzo colectivo.
Desde esta concepción se entiende que no escinda la vida contemplativa de la vida activa, práctica, moral (como
lazo imprescindible de la sociedad) > interviene incesantemente en la obra saintsimoniana. Habla así de la correspondencia
entre ideas morales comunes e instituciones políticas, la moral es relativa al tipo de estructura social.
[la moral en la sociedad industrial > relacionada al trabajo, a la producción; supone la eliminación del par gobernantes-
gobernados, todos serán asociado.]
Q en su estudio fisiológico de la sociedad considere la tensión entre “hábito” y el “deseo de experimentar lo nuevo”
(la posibilidad de pensar y explicar el cambio social como consecuencia de un estado de cosas desfavorecido x los hábitos)
lleva a presentarlo como “ciencia de la libertad”. Pero éste carácter debe considerarse paralelo al determinismo, ya que “la
sociedad –como esfuerzo colectivo- se presta tanto para la libertad como para el determinismo; estos dos términos se deben
transigir y buscar un compromiso, si no se quiere llegar a una visión de la realidad social que elimine el elemento de tal
actividad creadora.” > la experiencia colectiva de la libertad en sus diferentes gradotes un sector de la realidad social.

4º Conferencia

Saint-Simon sociólogo (continuación)


Durante esta cuarta conferencia Gurvitch plantea por un lado rápidamente la cuestión de la clase industrial [en
sentido amplio: toda actividad no militar productiva; en sentido estricto: los productores industrializados de la época
capitalista], cómo ésta va desenvolviéndose en la historia, primero esclava del poder militar, luego de la gleba, cuando se
establecen en las ciudades, conquistando cada vez nuevas libertades (ya no son asediados x la inspección constante de los
patronos) y finalmente consiguiendo un segundo progreso con lo que se denomina la “libertad de las comunas” > existencia
política!! Creación de una propiedad industrial q se enfrenta a una territorial (propia de lo militar), al mismo tiempo que los
árabes introducen Así con su “elevada existencia social” (!?) Saint-saimon considera q en su actualidad estos muchachos ya
están en condiciones de asumir el poder general y que si no lo han hecho hasta el momento es porque, pobre de ellos, han
debido luchar –sí luchar, quién iba a decir q los industriales luchaban? Bah, si de Angelis lucha, acá duchamos todos…-
constantemente contra el acoso de la clase feudal o militar q se mantuvo parcialmente en el poder.Luego continúa con una
breve comparación entre la sociedad “militar-teológica” y la “industrial-científica” …
Sociedad teológica-militar Sociedad científica-industrial
Riqueza de las naciones Período crítico
GUERRA TRABAJO (actividad pacífica)
(Actividad!)
Poder Militar (industrial: subalterno > instrumento) Capacidad industrial (militar:pasivo/subalterno >
Poder temporal
Obediencia inútil) Colaboración activa
Poder Teológico > metafísicos grales. (conocimiento Capacidad científica positiva (conocimiento =
Poder espiritual = particular, conjetural y metafísico) empírico)
Confianza absoluta Libre examen crítico/Demostración
En el s. XVI aparecen intercaladas entre militares e industriales nuevas clases: los legistas y los metafísicos, que van a ser los
responsables de que el período crítico se extienda y la Revolución Francesa no trascienda la destrucción, sin prefigurar la
nueva sociedad industrial dejando sólo des-orden.
Por otro lado en la conferencia se encarga de las relaciones entre la Sociedad Económica y el Estado, que si bien
dependen de ésta última son más complejas q eso. Saint-Simón reconoce la necesidad del Estado para gobernarla tanto en la
sociedad teológico-militar como en la fase crítica mientras la industria no está organizada, pero cuando ésta sea
efectivamente la clase dominante junto con los científicos, artistas y otros actores no ociosos, el Estado se vuelve obsoleto:
no habrá gobierno de hombres sobre hombres, sino una Administración de las cosas que requerirá ciertamente de funcionarios
pero no ya como mandatarios sino subordinados a “marchar en una dirección q no ha sido elegida x ellos”, dirección
emprendida según la voluntad del cuerpo social mismo. (interpretación de Durkheim) El Estado carecerá de materia y
fundamento de su ejercicio ya que dada la organización del trabajo en la q cada cual encuentre un lugar conforme a sus
aptitudes, los actos de violencia para la subsistencia desaparecerán.
SS tiene un concepto negativo del Estado > lo vincula al dominio de la clase militar o de los legistas y metafísicos;
“tiene una tendencia notable a degenerar en una organización de ociosos” (> je,burocracia).
“todo régimen y en cualquier fase del desarrollo, el poder y la constitución política [la forma de gobierno no es nada
más q una forma] son dos manifestaciones de la situación de la sociedad en su conjunto [la constitución de la propiedad es el
fondo, q sirve de base al edificio social]” > de esto NO puede deducirse q haya una primacía explicativa, Saint Simon no ve en
la economía, en la moral, en la vida intelectual más q aspectos de una actividad colectiva global. Lo que sí puede apreciarse
es el interés x la correspondencia entre la producción material, intelectual y moral, que considera unidas dialécticamente de
manera indisoluble y tensa. > “sociedad en acto”.
Un último aspecto en la relación Estado-Sociedad económica se puede observar en la concepción de éste como una
organización cristalizada (q se erige sobre la actividad colectiva, deteniendo las fzas sociales vivas) que traba el espontáneo
ordenamiento de la vida social.

5º Conferencia

Saint-Simon sociólogo (continuación)


Che trate de obviar un poco lo q me pareció forzado en gurvitch hacia marx, como q x lo q vimos en el práctico no
hay q pensar lo de las clases con categorías ni siquiera conocidas x Saint-Simon …
Acá se va a hacer referencia a la Teoría de clases saintsimoniana. En un principio establece los elementos que más
tarde desarrollará Marx: la división toda sociedad en dos clases, oprimidos y opresores, y la confianza en la liberación de la
sociedad por una de ellas. El enfrentamiento entre clases ha existido siempre, encarnado por distintos sectores y con arreglo
a distintos criterios [ojo! No tienen q ver con la relación con los medios de producción, sino con el tipo d utilidad q redunda
para la sociedad de su trabajo, productividad], principalmente se entre cruzan dos dicotomías: industrial vs. Militar-feudal y
productores vs. Propietarios ociosos (“rentistas” o burgueses q se contentan con recoger los beneficios). Además de estas,
reconoce clases intermedias, parasitarias: los legistas y metafísicos [clase q debió haber sido pasajera, de transición, pero
se apropió de la revolución francesa estirándola, subordinando a la clase industria, manteniendo el antiguo sistema
gubernamental x sobre la administración > hasta q no sean apartados la revolución/fase critica no concluirá! Es de interés gral
“disminuir la influencia polítcia” ya q si no usurpa el poder, se vendrá contra el pueblo, y de un modo u otro trabaja para
disminuir las libertades de la nación].
Cuando se quiere extraer una definición precisa o de distinguir “industrial” (y/o “propietario”) [hombre q trabaja
para producir o facilitar a los miembros de la sociedad uno o muchos medios naturales para satisfacer sus necesidades. Se
compone de: a)los q realizan trabajos útiles para la sociedad; b) los q dirigen esos trabajos o invierten en ellos; c)los q
contribuen a la producción con los trabajos útiles] es inevitable chocar con la ambigüedad. Sin duda ve en estos sectores la
concentración de la fuerza moral y física, además de la de la razón y la imaginación dado q sustentada x sabios y artistas, y
finalmente la pecuniaria, porq poseen “más dinero que los propietarios de inmuebles q no son industriales”. Considera que la
clase industrial es la única útil y la mayoritaria, terminará por ser la única, sus intereses además se corresponden a los del
común. De ahí deriva la autoridad y el deber de asumir la dirección del poder temporal , por su condición de jefes
[industriales q no son puramentes obreros y q intervienen en la diraccción de los trabajos] de las distintas ramas industriales y
dado que la producción les demanda la mayor energía, se encargarán de administrar más eficientemente para resolverlo en la
menor cantidad de tiempo. Tal sociedad no puede traer conflictos entre los trabajadores > identidad de intereses
e/patronos, obreros e ingenieros = unidos x los intereses generales de la producción, todos contribuyen “no hay otra
desigualdad que la de las capacidades o la de las aptitudes, es decir lo inevitable” el único dominio de los jefes pasa x el
necesario para mantener el orden.
SS considera que los hombres tienen dos clases de necesidades:
- de subsistencia > mayor disponiblidad de trabajo posible: encomendando y confiando en los jefes la administración
pública, de su interés privado x acrecentar sus empresas generaran empleo.
- De instrucción > satisfecha x los sabios
Por eso de puede decir q s un gobierno para el beneficio de las masas el q llevarán a cabo industriales y sabios.
Al final el autor enumera contra quién se alza Comte, menciona al Estado, los Intelectuales, el Racionalismo e idealismo, el
Individualismo y el derecho, los políticos y de profesión, pero sobre todo contra todos los grupos q pudieran competir con el
de los tecnócratas … y miren si se lo toma en serio “He recibido la misión de sacar los poderes políticos de las manos del
clero, de la nobleza y del orden judicial para entregarlos a las de los industriales: llevaré a cabo esta misión, cualesquiera
sean los obstáculos q pueda encontrar, y aún cdo el poder real, ciego acerca de sus verdaderos intereses, intente oponerse a
esto” (chan,chan! > dictadura del industrialado!)

Augusto Comte: “Discurso sobre el espíritu positivo”


Primera parte: Superioridad mental del espíritu positivo
Capítulo uno: Ley de la evolución intelectual de la Humanidad o ley de los tres estados

Según esta doctrina fundamental, toda nuestras especulaciones tienen que pasar sucesiva e inevitablemente, lo mismo en el individuo que en la
especie, por tres estados teóricos diferentes, que las denominaciones habituales de teológico, metafísico y positivo, podrán calificar aquí
suficientemente, al menos para aquellos que hayan entendido bien el verdadero sentido general de las mismas.

I: Estado teológico o ficticio


En su primera fase necesariamente teológica, todas nuestras especulaciones manifiestan espontáneamente una predilección característica por las
cuestiones más insolubles, por los temas más radicalmente inaccesibles a toda investigación decisiva. Un tiempo en que la inteligencia humana está
todavía por debajo de lo más sencillos problemas científicos, busca ésta ávidamente, y de una manera casi exclusiva, el origen de todas las cosas, las
causas esenciales, ya primeras, ya últimas, de los diversos fenómenos que la impresionan, y su modo fundamental de producción: en una palabra los
conocimientos absolutos. Es indispensable echar una ojeada verdaderamente filosófica al conjunto de su marcha natural, a fin de apreciar su
fundamental identidad bajo las tres formas principales que le son sucesivamente propias.
La más inmediata y la más pronunciada constituye el fetichismo propiamente dicho, consistente sobre todo en atribuir a todos los cuerpos exteriores
una vida esencialmente análoga a la nuestra pero casi siempre más enérgica, por su acción generalmente más poderosa. La segunda fase esencial, que
constituye el verdadero politeísmo, el espíritu teológico representa netamente la libre preponderancia especulativa de la imaginación, mientras que
hasta entonces, habían prevalecido sobre todo en las teorías humanas el instinto y el sentimiento. La filosofía inicial experimenta aquí la más profunda
transformación: se retira la vida a los objetos materiales, para ser misteriosamente trasladada a diversos seres ficticios, habitualmente invisibles, cuya
activa y continua intervención pasa a ser la fuente directa de todos los fenómenos exteriores, e incluso, luego, de los fenómenos humanos. En esta fase
característica es principalmente donde hay que estudiar, como hay que estudiar el espíritu teológico, que se desarrolla en ella con una plenitud y
homogeneidad ulteriormente imposibles. La mayoría de nuestra especie no ha salido aún de tal estado, que persiste hoy en la más numerosa de las tres
razas humanas.
En la tercera fase teológica, el monoteísmo propiamente dicho, comienza la inevitable declinación de la filosofía inicial que sufre desde entonces una
rápida decadencia intelectual por una consecuencia espontánea de esa simplificación característica, en la que la razón viene a restringir cada vez más
el dominio anterior de la imaginación, dejando gradualmente desarrollarse el sentimiento universal, hasta entonces casi insignificante, de la sujeción
necesaria de todos los fenómeno naturales a leyes invariables.
De suerte que si todas las explicaciones teológicas han caído, en los modernos occidentales, en un abandono creciente y decisivo, es únicamente
porque las misteriosas indagaciones que esas explicaciones consideraban han sido cada vez más desechadas como radicalmente inaccesibles a nuestra
inteligencia, que se ha ido habituando a sustituirlas irrevocablemente por estudios más eficaces y más en armonía con nuestras verdaderas
necesidades.
Por imperfecta que deba parecer actualmente semejante manera de filosofar, importa mucho relacionar indisolublemente el estado actual del espíritu
humano con el conjunto de los anteriores, reconociendo convenientemente que debió ser durante mucho tiempo tan indispensable como inevitable.
Es preciso también darse cuenta, aunque yo no pueda demostrarlo aquí, de que esa filosofía inicial ha sido tan necesaria a los primeros pasos de
nuestra sociabilidad como a los de nuestra inteligencia, bien para establecer primitivamente algunas doctrinas comunes, sin las cuales el vínculo social
no hubiera podido adquirir ni extensión y consistencia, bien suscitando espontáneamente la única autoridad espiritual que entonces pudiera surgir.

II: Estado metafísico o abstracto u ontológico


Bastan para darse cuenta de que ese régimen inicial (estado teológico) difiere demasiado profundamente, en todos los aspectos, del que corresponde,
como veremos, a la virilidad mental, para que el tránsito gradual de uno a otro pudiera operarse, lo mismo en el individuo que en la especie, sin la
asistencia creciente de una forma de filosofía intermedia, esencialmente limitada a este menester transitorio. Tal es la participación del estado
metafísico propiamente dicho en la evolución fundamental de nuestra inteligencia, que, mal avenida con todo cambio brusco, puede elevarse casi
insensiblemente del estado puramente teológico al estado francamente positivo aunque esta situación equívoca esté, en el fondo, mucho más cerca del
primero que del último. Las especulaciones dominantes han conservado aquí el mismo carácter esencial de tendencia habitual a los conocimientos
absolutos: sólo la solución ha sufrido una transformación notable, propia para facilitar la marcha de las ideas positivas. En realidad, la metafísica,
como la teología, trata sobre todo de explicar la naturaleza íntima de los seres, el origen y el destino de todas las cosas, el modo esencial de
producción de todos los fenómenos; pero en lugar de operar con los agentes sobrenaturales propiamente dichos, los reemplaza cada vez más por esas
entidades o abstracciones personificadas cuyo uso, verdaderamente característico, ha permitido a menudo designarla con el nombre de ontología. La
eficacia histórica de estas entidades resulta directamente de su carácter equívoco ya que el espíritu puede a voluntad, según esté más cerca del estado
teológico o del estado positivo, ver una verdadera emancipación del poder sobrenatural o bien una simple denominación abstracta del fenómeno
considerado. Entonces ya no es la pura imaginación quien domina, ni es todavía la verdadera observación, sino que interviene en gran medida el
razonamiento y se prepara confusamente al ejercicio verdaderamente científico. El componente especulativo se encuentra aquí muy exagerado debido
a una obstinada tendencia a argumentar en vez de observar.
Para comprender mejor, sobre todo en nuestros días, la eficacia histórica de tal aparato filosófico, conviene reconocer que por su naturaleza, sólo es
espontáneamente capaz de una simple actividad crítica o disolvente, incluso mental, y con mayor razón social, sin que pueda nunca organizar nada
que le sea propio. Radicalmente inconsecuente, este espíritu equívoco conserva todos los principios fundamentales del sistema teológico, pero
restándoles cada vez más vigor y la fijeza indispensables a su autoridad efectiva; y en semejante alteración consiste en realidad, en todos los aspectos,
su principal utilidad pasajera, cuando el régimen antiguo, progresivo durante mucho tiempo para el conjunto de la evolución humana, llega
inevitablemente a ese grado de prolongación abusiva en que tiende a perpetuar indefinidamente el estado de infancia que, en un principio, había
dirigido tan felizmente.
Por su carácter contradictorio, el régimen metafísico u ontológico se encuentra siempre en esa inevitable alternativa de tender a una vana restauración
del estado teológico para satisfacer las condiciones de orden, o impulsar a una situación puramente negativa a fin de librarse del dominio opresor de la
teología.
Desgraciadamente, la acción excesivamente prolongada de las concepciones ontológicas, después de haber cumplido en cada género ese cometido
indispensable pero transitorio, hubo de tender a impedir también cualquier otra organización real del sistema especulativo, de suerte que el obstáculo
más peligroso para la instauración final de una verdadera filosofía proviene hoy, en realidad, de ese mismo espíritu que con frecuencia se abroga
todavía el privilegio casi exclusivo de las meditaciones filosóficas.

III: Estado positivo o real

1º Carácter principal: La ley o subordinación constante de la imaginación a la observación

Esta larga sucesión de preámbulos conduce al fin nuestra inteligencia emancipada, a su estado definitivo de positividad racional, el espíritu humano
renuncia en lo sucesivo a las indagaciones absolutas que no convenían más que a su infancia, y circunscribe sus esfuerzos al dominio, a partir de
entonces rápidamente progresivo, de la verdadera observación, única base posible de los conocimientos verdaderamente accesibles, razonablemente
adaptados a nuestras necesidades reales. La lógica especulativa había consistido hasta entonces en razonar, de una manera más o menos sutil, sobre
principios confusos, que careciendo de toda prueba suficiente, suscitaban siempre debates sin fin. En lo sucesivo, la lógica reconoce como regla
fundamental que toda proposición que no es estrictamente reducible al simple enunciado de un hecho, particular o general, no puede tener ningún
sentido real e inteligible. Los principios mismos que emplea no son a su vez más que verdaderos hechos, sólo que más generales y abstractos que
aquellos a los que deben servir de vínculo. Su eficacia científica resulta exclusivamente de su conformidad, directa o indirecta, co los fenómenos
observados. La revolución fundamental consiste en sustituir en todo la inaccesible determinación e las causas propiamente dichas, por la simple
averiguación de las leyes, o sea de las relaciones constantes que existen entre los fenómenos observados. No podemos conocer más que las diversas
relaciones mutuas propias de su cumplimiento, sin penetrar nunca en el misterio de su producción (causas).

2º Naturaleza relativa del espíritu positivo

Ese estudio de los fenómenos, lejos de poder llegar en modo alguno a ser absoluto, debe ser siempre relativo a nuestra organización y a nuestra
situación. Reconociendo en este doble aspecto la imperfección necesaria de nuestros diversos medios especulativos, se ve que, lejos de poder estudiar
completamente ninguna existencia efectiva, no podríamos garantizar en modo alguno la posibilidad de comprobar también, ni siquiera muy
superficialmente, todas las existencias reales, cuya mayor parte debemos quizá desconocer totalmente. Si la pérdida de un sentido (sensorial)
importante basta para ocultarnos radicalmente un orden entero de fenómenos naturales, tenemos todas las razones para pensar que, recíprocamente, la
adquisición de un sentido nuevo nos descubriría una clase de hechos de los que actualmente no tenemos menor idea. Todo el curso de ese Tratado nos
ofrecerá frecuentes ocasiones de apreciar espontáneamente, de la manera menos equívoca, esa íntima dependencia en que el conjunto de nuestras
condiciones propias, tanto interiores como exteriores, mantiene a cada uno de nuestros estudios positivos.
Si en el primer aspecto se reconoce que nuestras especulaciones deben siempre depender de las diversas condiciones de nuestra existencia individual,
en el segundo hay que admitir igualmente que no están menos subordinadas al conjunto de la progresión social, no pudiendo tener nunca esa fijeza
absoluta que los metafísicos han supuesto. Ahora bien: la le general del movimiento fundamental de la Humanidad consiste, a este respecto, en que
nuestras teorías tienden cada vez más a representar exactamente los objetos exteriores de nuestras constantes investigaciones, debiendo limitarse la
perfección científica a aproximarse a este límite ideal hasta donde lo exigen nuestras diversas necesidades reales.

3º Destino de las leyes positivas: previsión racional

Una viciosa interpretación del principio de la observación ha llevado con frecuencia a abusar mucho del mismo, para hacer degenerar la ciencia real
en una especie de estéril acumulación de hechos incoherentes, que no podría ofrecer más mérito esencial que el de la exactitud parcial. El verdadero
espíritu positivo está, en el fondo, tan lejos del empirismo como del misticismo. En estas leyes de los fenómenos consiste realmente la ciencia, lejos
de estar formada de simples observaciones, tiende siempre a dispensar, en lo posible, de la exploración directa, sustituyendo ésta por esa previsión
racional que constituye, en todos los aspectos, el carácter principal del espíritu positivo. La exploración directa de los fenómenos cumplidos no
bastaría para permitirnos modificar su cumplimiento si no nos condujera a preverlo convenientemente. El verdadero espíritu positivo consiste sobre
todo, en ver para prever, en estudiar lo que es para deducir lo que será, según el dogma general de la invariabilidad de las leyes naturales.

4º Extensión del dogma fundamental de la invariabilidad de las leyes naturales

El principio de la invariabilidad de las leyes naturales sólo comenzó realmente a adquirir alguna consistencia filosófica cuando los primeros trabajo
verdaderamente científicos pudieron poner de manifiesto su exactitud esencia en un orden entero de grandes fenómenos; y esto sólo podía resultar
suficientemente de la fundación de la astronomía matemática durante los últimos siglos del politeísmo. Partiendo de esta introducción sistemática, este
orden fundamental ha tendido, sin duda, a extenderse, por analogía, a los fenómenos más complicados, incluso antes de que pudieran conocerse sus
leyes propias. Luego fue indispensable un primer esbozo especial de las leyes naturales en cada orden principal de fenómenos para dar a tal noción esa
fuerza inconmovible que comienza a presentar en las ciencias más avanzadas. Cuando, por fin, queda suficientemente esbozada esa extensión
universal, condición ahora cumplida en las mentes más avanzadas, este gran principio filosófico adquiere inmediatamente una plenitud decisiva,
aunque hayan de permanecer ignoradas durante mucho tiempo aún las leyes efectivas de la mayor parte de los casos particulares.

Capítulo dos: Destino del espíritu positivo

Es necesario acabar de explicar en el espíritu positivo su destino interior, para la satisfacción continua de nuestras necesidades, lo mismo las
concernientes a la vida contemplativa que a la vida activa.

I: Constitución completa y estable de la armonía mental, individual y colectiva: todo en relación a la Humanidad

Aunque las necesidades puramente mentales sean sin duda las menos enérgicas, constituyen el primer estímulo indispensable a nuestros diversos
esfuerzos filosóficos, con demasiada frecuencia atribuidos sobre todo a los impulsos prácticos, que ciertamente los desarrollan mucho, pero que no
podrían originarlos. Estas exigencias intelectuales, relativas, como todas las demás, al ejercicio regular de las funciones correspondientes, requieren
siempre una feliz combinación de estabilidad y actividad, de donde resultan las necesidades simultáneas de orden y de progreso, o de correlación y
extensión.
Para cada orden de hechos, las leyes deben ser divididas en dos clases, según que relacionen por semejanza los que coexisten, o por filiación los que
se suceden. Esta indispensable distinción corresponde esencialmente, en cuanto al mundo exterior, a la que éste nos ofrece siempre espontáneamente
entre los dos estados correlativos de existencia y movimiento; de donde resulta, en toda ciencia real, una fundamental diferencia entre la apreciación
estática y la dinámica de un hecho cualquiera. Ambas clases de relaciones contribuyen a explicar los fenómenos, y llevan parejamente a preverlos,
aunque las leyes de la armonía parezcan destinadas sobre todo a la explicación, y las leyes de sucesión, a la previsión. En realidad, trátese de explicar
o de prever, todo se reduce siempre a relacionar: toda relación real, sea estática o dinámica, descubierta entre dos fenómenos cualesquiera, permite a la
vez explicarlos y preverlos uno después de otro, dado que la previsión científica corresponde evidentemente al presente, e incluso el pasado, tanto
como el futuro, puesto que consiste en conocer un hecho independientemente de su exploración directa, en virtud de sus relaciones con otros ya dados.
Todas nuestras verdaderas necesidades convergen, pues, esencialmente en esta común distinción: consolidar en todo lo posible, mediante nuestras
especulaciones sistemáticas, la unidad espontánea de nuestro entendimiento, constituyendo la continuidad y la homogeneidad de nuestras
concepciones de modo que satisfagan igualmente a las exigencias simultáneas del orden y del progreso permitiéndonos recuperar la constancia en
medio de la variedad.
Importa, sin embargo, reconocer en principio que, en el régimen positivo, la armonía de nuestras concepciones queda forzosamente limitada a cierto
grado, por la obligación fundamental de su realidad, o sea de una suficiente conformidad a tipos independientes de nosotros. Nuestra inteligencia, en
su ciego instinto de relación, aspira casi a poder siempre relacionar entre ellos dos fenómenos cualesquiera, simultáneos o sucesivos; pero el estudio
del mundo exterior demuestra, por el contrario, que muchas de estas relaciones serían puramente quiméricas y que continuamente se producen
innumerables acontecimientos sin ninguna verdadera dependencia mutua.
No obstante, hay que reconocer francamente que esta imposibilidad directa de incluirlo todo en una sola ley positiva es una grave imperfección,
consecuencia inevitable de la condición humana, que nos obliga a aplicar una inteligencia muy débil a un universo demasiado complejo.
Pero esta indiscutible necesidad, que hay que reconocer para evitar todo gasto inútil de fuerzas mentales, no impido en modo alguno que la ciencia
real tenga, en otro aspecto, una suficiente unidad filosófica. Para percibirla, hay que recurrir en primer término a la luminosa distinción general
esbozada por Kant entre los dos puntos de vista, el objetivo y el subjetivo, propios de un estudio cualquiera. Considera en el primer aspecto, o sea en
cuanto al destino exterior de nuestras teorías, nuestra ciencia no es ciertamente susceptible de una plena sistematización, debido a una inevitable
diversidad entre los fenómenos fundamentales. En este sentido, no debemos buscar otra unidad que la del método positivo considerado en su
conjunto, sin aspirar a una verdadera unidad científica, sino solamente a la homogeneidad y a la convergencia de las diferentes doctrinas. La cosa es
muy diferente en el otro aspecto, o sea en cuanto a la fuente interior de las teorías humanas consideradas como resultados naturales de nuestra
evolución mental, a la vez individual y colectiva, destinadas a la normal satisfacción de nuestras propias necesidades. Referidos no al universo, sino
más bien a la Humanidad, nuestros conocimientos reales tienden hacia una completa sistematización, tanto científica como lógica. De modo que, en el
fondo, sólo debe concebirse una sola ciencia, la ciencia humana, o más exactamente social, que tiene como principio y a la vez como fin nuestra
existencia, y en la que se funden naturalmente el estudio racional de mundo exterior. Se deben concebir todas nuestras especulaciones como productos
de nuestra inteligencia, destinados a satisfacer nuestras diversas necesidades esenciales, y no apartándose nunca del hombre sino para mejor volver a
él después de haber estudiado los demás fenómenos hasta donde es indispensable conocerlos. De esta manera se puede ver cómo en el espíritu
positivo, la noción preponderante de Humanidad debe constituir necesariamente una plena sistematización mental.
Una vez caracterizada así la aptitud espontánea del espíritu positivo para constituir la unidad final de nuestro entendimiento, resulta fácil completar
esta explicación fundamental extendiéndola del individuo a la especie. El estado metafísico no se ha colocado nunca en el punto de vista social, única
susceptible de una plena realidad, científica o lógica, puesto que el hombre no se desarrolla aisladamente, sino colectivamente. La tendencia
sistemática que acabos de señalar en el espíritu positivo cobra al fin toda su importancia, porque indica en él el verdadero fundamento filosófico de la
sociabilidad humana, al menos en cuanto ésta depende de la inteligencia, cuya influencia capital, aunque de ningún modo exclusiva, es indiscutible. El
mismo problema humano, en diversos grados de dificultad, es constituir la unidad lógica de cada entendimiento aislado o establecer una convergencia
duradera entre dos entendimientos distintos. Y si el privilegio de la coherencia lógica ha pasado ya de modo irrevocable al espíritu positivo, cosa que
apenas puede discutirse seriamente, habrá que reconocer asimismo en él el único principio efectivo de esa gran comunión intelectual que es base
necesaria de toda verdadera asociación humana, cuando va convenientemente unidad a las otras dos condiciones fundamentales: una suficiente
conformidad de sentimientos y una cierta convergencia de intereses. Sólo la filosofía positiva puede realizar gradualmente ese noble proyecto de
asociación universal que, en la Edad Media, había esbozado de modo prematuro el catolicismo.

II: Armonía entre la ciencia y el arte, entre la teoría positiva y la práctica

Caracterizada ya de modo suficiente la aptitud fundamental del espíritu positivo en relación con la vida especulativa, sólo nos falta considerarlo
también en relación con la vida activa. En efecto, el estudio positivo de la naturaleza humana comienza hoy a ser universalmente considerado, en
especial, como base racional de la acción de la Humanidad sobre el mundo exterior. El orden natural que resulta, en cada caso práctico del conjunto de
las leyes de los fenómenos correspondientes debemos, sin duda, comenzar por conocerlo bien para que podamos modificarlo a nuestra conveniencia, o
al menos adaptar a él nuestra conducta, si es imposible toda intervención humana en él, como ocurre con los hechos celestes. Este estudio sirve sobre
todo para hacer familiarmente apreciable esa previsión racional que, como hemos visto, constituye, en todos los aspectos, el carácter principal de la
verdadera ciencia.
Verdad es que la exorbitante preponderancia hoy concedida a los intereses materiales ha llevado con demasiada frecuencia a entender esta necesaria
relación de una manera que compromete gravemente el porvenir científico, tendiendo a limitar las especulaciones positivas únicamente a las
investigaciones de una utilidad inmediata. Pero esta ciega disposición proviene únicamente de una manera falsa y angosta de concebir la gran relación
de la ciencia con el arte, por no haber considerado una y otra bastante profundamente. La relación fundamental entre la ciencia y el arte no ha sido
hasta ahora convenientemente concebida, ni siquiera por las mejores mentes, debido a una consecuencia necesaria de la insuficiente extensión de la
filosofía natural, que todavía permanece ajena a las investigaciones más importantes y difíciles, las que conciernen directamente a la sociedad
humana. En efecto, la concepción racional de la acción del hombre sobre la Naturaleza ha permanecido esencialmente limitada al mundo inorgánico,
de donde resultaría un demasiado imperfecto estímulo científico, cuando se haya salvado esa laguna, el arte no será únicamente geométrico, mecánico
o químico, etcétera, sino también, y sobre todo, político y moral, puesto que la principal acción ejercida por la humanidad debe, en todos los aspectos,
consistir en el perfeccionamiento continuo de su propia naturaleza, individual o colectiva. Por otro lado, cuando haya llegado a realizarse
convenientemente esta solidaridad espontánea de la ciencia con el arte, debemos reconocer como principio general la imposibilidad de hacer nunca el
arte puramente racional, o sea, de elevar nuestras previsiones teóricas al verdadero nivel de nuestras necesidades prácticas. Por muy satisfactorias que
haya llegado a ser, por ejemplo, nuestras previsiones astronómicas, su precisión es todavía y será probablemente siempre inferior a nuestras justas
exigencias prácticas, como tendré a menudo ocasión de indicar.
Esta tendencia espontánea a constituir directamente una completa armonía entre la vida especulativa y la vida activa debe ser finalmente considerada
como el privilegio más precioso del espíritu positivo y ninguna propiedad puede manifestar tan bien el verdadero carácter del mismo. Este gran
destino práctico completa y circunscribe, en cada caso, la prescripción fundamental relativa al descubrimiento de las leyes naturales, tendiendo a
determinar, según las exigencias de la aplicación, el grado de exactitud y de alcance de nuestra previsión racional, cuya justa medida no podría, en
general, fijarse de otro modo. Sin embargo, hay que recordar que nuestras leyes no pueden nunca representar os fenómenos sino con una cierta
aproximación, más allá de la cual sería tan peligroso como inútil llevar nuestras investigaciones.
Con respecto a esta íntima armonía entre la ciencia y el arte, importa por último observar especialmente la venturosa tendencia que de ella resulta para
desarrollar y consolidar el ascendiente social de la sana filosofía, por una consecuencia espontánea de la creciente preponderancia que tiene
evidentemente la vida industrial en nuestra civilización moderna. La sociabilidad moderna, al hacer prevalecer cada vez más la vida industrial, debe
secundar poderosamente la ran revolución mental que eleva hoy definitivamente nuestra inteligencia, del régimen teológico al régimen positivo. La
vida industrial es, en el fondo, directamente contraria a todo optimismo providencial (estado teológico, puesto que aquélla (la vida industrial) supone
necesariamente que el orden natural es lo bastante imperfecto como para exigir continuamente la intervención humana, mientras que la teología no
admite lógicamente otro medio de modificarla que el de solicita un apoyo sobrenatural. En segundo lugar, esta oposición, inherente al conjunto de
nuestras concepciones industriales, se reproduce continuamente, bajo formas muy variadas, en la realización especial de nuestras operaciones, en la
cual debemos considerar el mundo exterior, no como dirigido por voluntades, cualesquiera que sean, sino como sometido a leyes, susceptibles de
permitirnos una suficiente previsión, sin la cual nuestra actividad práctica no tendría ninguna base racional. Tal es la íntima solidaridad que hace
participar a todos los espíritus modernos en la sustitución gradual de la antigua filosofía teológica por una filosofía plenamente positiva, ya la única
susceptible de un verdadero ascendiente social.

Capítulo tres: Atributos correlativos del espíritu positivo y del buen sentido

I: De la palabra Positivo: sus diversas acepciones resumen los atributos del verdadero espíritu filosófico
La palabra positivo tiene, en nuestras lenguas occidentales, varias acepciones distintas, aun excluyendo el sentido grosero que le dan las mentes mal
cultivadas. Pero interesa aclarar aquí que todos esos diversos significados convienen igualmente a la nueva filosofía general, indicando
alternativamente diferentes propiedades características de la misma.
“Positivo” designa lo real, en oposición a lo quimérico. Se caracteriza por su constante consagración a las investigaciones verdaderamente accesibles a
nuestra inteligencia.
En otro sentido, este término fundamental indica el contraste de lo útil con lo ocioso; en ese caso, recuerda el destino necesario de todas nuestras
especulaciones, encaminadas al mejoramiento continuo de nuestra verdadera condición individual y colectiva.
Según un tercer significado usual, designa la oposición entre la certidumbre y la indecisión; indica así la aptitud característica de tal filosofía para
constituir espontáneamente la armonía lógica en el individuo y la comunión espiritual en la especia entera, en lugar de esas dudas indefinidas y de
esos debates interminables.
Una cuarta acepción consiste en oponer lo preciso o lo vago; este sentido recuerda la constante tendencia del verdadero espíritu filosófico a llegar en
todo al grado de precisión compatible con la naturaleza de los fenómenos y conforme a la exigencia de nuestras verdaderas necesidades.
Una quinta aplicación menos usada que las otras, es el empleo de la palabra positivo como contraria a negativo. En ese aspecto, indica una de las
eminentes propiedades de la verdadera filosofía moderna, mostrándola especialmente destinada, por su naturaleza, no a destruir, sino a organizar. Este
último significado, que indica por lo demás una tendencia continua del nuevo espíritu filosófico, ofrece hoy una importancia especial para caracterizar
directamente una de sus principales diferencias, ya no con el espíritu teológico, que fue orgánico durante mucho tiempo, sino con el espíritu
metafísico propiamente dicho, que nunca pudo ser más que crítico.
El único carácter esencial del nuevo espíritu filosófico que no está todavía indicado directamente por la palabra positivo, consiste en su tendencia
necesaria a sustituir en todo lo absoluto por lo relativo. Pero este gran atributo, a la vez científico y lógico, es tan inherente a la naturaleza
fundamental de los conocimientos reales, que su consideración general no tardará en ir íntimamente unida a los diferentes aspectos que esta fórmula
combina ya, cuando el moderno régimen intelectual, hasta ahora parcial y empírico, pase generalmente al estado sistemático.
La nueva filosofía, en virtud de su genio relativo, puede siempre apreciar el valor propio de las teorías más opuestas a ella, sin por eso llegar nunca a
ninguna vana concesión susceptible de alterar la claridad de sus puntos de vista y la firmeza de sus decisiones.

Segunda parte: Superioridad social del espíritu positivo


Capítulo uno: Organización de la revolución

Hay que considerar también aquí, de una manera distinta aunque sumaria, su necesaria aptitud para constituir la única solución intelectual que pueda
realmente tener la inmensa crisis social que se ha operado desde hace medio siglo en el occidente europeo, y principalmente en Francia.

II: Conciliación positiva desorden y del progreso

La razón pública debe encontrarse implícitamente dispuesta a acoger hoy el espíritu positivo como la única base posible de una verdadera resolución
de la profunda anarquía intelectual y moral que caracteriza sobre todo la gran crisis moderna.
En primer lugar, no se puede desconocer la aptitud espontánea de tal filosofía para realizar directamente la conciliación fundamental, todavía tan
vanamente buscada, entre las simultáneas exigencias del orden y del progreso; puesto que, a este fin, le basta extender a los fenómenos sociales una
tendencia plenamente conforme a su naturaleza y que ha hecho ya muy familiar en todos los demás casos esenciales. En un tema cualquiera, el
espíritu positivo conduce siempre a establecer una exacta armonía elemental entre las ideas de existencia y las ideas de movimiento, de donde resulta
más especialmente, con respecto a los cuerpos vivos, la correlación permanente de las ideas de organización con las ideas de vida, y luego, por una
última especialización propia del organismo social, la solidaridad continua de las ideas de orden con las ideas de progreso; y, recíprocamente, el
progreso deviene la finalidad necesaria del orden.
Especialmente considerado luego en cuanto al Orden, es espíritu positivo le ofrece hoy, en su extensión social, poderosas garantías directas. Por una
parte demuestra que las principales dificultades sociales no son hoy esencialmente políticas, sino sobre todo morales, de suerte que su posible solución
depende realmente de las opiniones y de las costumbres mucho más que de las instituciones, lo que tiende a extinguir una actividad perturbadora,
transformando la agitación política en movimiento filosófico. En el segundo aspecto, considera siempre el estado presente como un resultado
necesario de la evolución anterior en su conjunto, haciendo siempre prevalecer la apreciación racional del pasado para el examen actual de los asuntos
humanos. Finalmente, en lugar de dejar la ciencia social en el vago y estéril aislamiento en que la sitúan aún la teología y la metafísica, la coordina
irrevocablemente con todas las demás ciencias fundamentales, que, con respecto a este estudio final, constituyen gradualmente otros tantos
preámbulos indispensables en los que nuestra inteligencia adquiere a la vez los hábitos y las nociones sin los cuales no se pueden abordar útilmente las
más eminentes especulaciones positivas; lo cual crea ya una verdadera disciplina mental, propia para perfeccionar radicalmente tales discusiones, que
quedan así racionalmente vedadas a una multitud de entendimientos mal organizados o mal preparados. Esta apreciación científica con respecto a los
fenómenos sociales y todos los demás, presenta siempre nuestro orden artificial como un orden que debe siempre consistir en una simple prolongación
razonable, espontánea primero, sistemática luego, del orden natural que resulta en cada caso del conjunto de las leyes reales, cuya acción efectiva es
generalmente modificable por nuestra prudente intervención, dentro de límites determinados, tanto más lejanos cuanto más elevados son los
fenómenos.
Lo mismo ocurre, y con mayor evidencia aún, en cuanto al Progreso que, pese a las vanas pretensiones ontológicas, tiene hoy su más indiscutible
manifestación en el conjunto de los estudios científicos. Por su naturaleza absoluta, y por consiguiente esencialmente inmóvil, la metafísica y la
teología no podrían significar, ni la una ni la otra, un verdadero progreso, o sea un avance continuo hacia una meta determinada. En el aspecto más
sistemático, la nueva filosofía asigna directamente como destino necesario a toda nuestra existencia, a la vez personal y social, el mejoramiento
continuo, no sólo de nuestra condición también y sobre todo de nuestra naturaleza, hasta donde lo permite, en todos los aspectos, el conjunto de las
leyes reales, exteriores e interiores. En efecto, por una parte, como la acción de la Humanidad sobre el mundo exterior depende principalmente de las
disposiciones del agente, nuestro principal recurso debe ser su mejoramiento (hacer prevalecer la inteligencia y la sociabilidad por sobre la
animalidad); por otra parte, como los fenómenos humanos, individuales o colectivos, son los más modificables de todos, es sobre ellos sobre los que
tiene naturalmente mayor eficacia nuestra intervención racional.
Esta doble indicación de la aptitud fundamental del espíritu positivo para sistematizar espontáneamente las sanas nociones simultáneas del orden y del
progreso, basta aquí para señalar sumariamente la gran eficacia social propia de la nueva filosofía general.
La reorganización total, única que puede terminar la gran crisis moderna, consiste efectivamente, en el aspecto mental, que es el que debe prevalecer
primero, en constituir una teoría sociológica capaz de explicar convenientemente el pasado humano en su conjunto: tal es el modo más racional de
plantear la cuestión esencial, a fin de evitar mejor toda pasión perturbadora. Ahora bien: así es como puede apreciarse más claramente la necesaria
superioridad de la escuela positiva sobre las diversas escuelas actuales, pues el espíritu teológico y el espíritu metafísico, por su naturaleza absoluta,
van ambos encaminados a no considerar más que la parte del pasado en que ha dominado especialmente cada uno de ellos: lo que precede y lo que
sigue no les parece más que una tenebrosa confusión y un desorden inexplicable cuya relación con esta reducida parte sólo puede, a sus ojos, resultar
de una milagrosa intervención. Una verdadera explicación del pasado en su conjunto, conforme a las leyes constantes de su naturaleza, individual o
colectiva, es, pues, necesariamente imposible a las diversas escuelas absolutas que dominan aún: ninguna de ellas, en efecto, ha intentado
suficientemente establecerla. El espíritu positivo, en virtud de su naturaleza eminentemente relativa, es el único que puede considerar
convenientemente todas las grandes épocas históricas como fases determinadas de una misma evolución fundamental, en la que cada una resulta de la
precedente y prepara la siguiente según leyes invariables que fijan su participación especial en el común progreso, de tal manera que sea posible
siempre, sin inconsecuencia ni parcialidad, hacer una exacta justicia filosófica a todas las cooperaciones, cualesquiera que sean.

Capítulo dos: Sistematización de la moral humana

II: Necesidad de hacer la moral independiente de la teología y la metafísica

Muy lejos de que la asistencia teológica sea eternamente indispensable a los preceptos morales, la experiencia demuestra, por el contrario, que, en los
tiempos modernos, les ha resultado cada vez más nociva, haciéndoles inevitablemente participar, por esa funesta adherencia, en la creciente
descomposición del régimen monoteísta, sobre todo durante los tres últimos siglos. En primer lugar, esa fatal solidaridad tenía que debilitar
indirectamente, a medida que se iba extinguiendo la fe, la única base en la que se apoyaban unas reglas que frecuentemente expuestas a graves
conflictos con impulsos muy enérgicos, necesitan estar cuidadosamente preservadas de toda vacilación. La creciente repulsión que el espíritu
teológico inspiraba justamente a la razón moderna ha afectado gravemente a muchas importantes nociones morales, no sólo relativas a las más
grandes relaciones sociales, sino también a la simple vida doméstica e incluso a la existencia personal. Además de esta impotencia creciente para
proteger las reglas morales, el espíritu teológico las ha perjudicado frecuentemente también de una mentira activa, por las divagaciones que ha
suscitado desde que honesta ya suficientemente disciplinado, bajo el inevitable impulso del libre examen individual. Las utopías subversivas que hoy
vemos agitarse, sea contra la propiedad o incluso en cuanto a la familia, etc., no son producidas ni acogidas por las inteligencias plenamente
emancipadas, a pesar de sus lagunas fundamentales, sino más bien por las que persiguen activamente una especie de restauración teológica, fundada
en un vago y estéril deísmo o en un protestantismo equivalente. En fin, esta antigua adherencia a la teología ha resultado también necesariamente
funesta a la moral, en un tercer aspecto general, al oponerse a su firme reconstrucción sobre bases puramente humanas. Si este obstáculo no
consistiera más que en las ciegas y excesivamente frecuentes declamaciones de las diversas escuelas actuales, teológicas o metafísicas, contra el
supuesto peligro de tal operación, los filósofos positivos podrían limitarse a rechazar insinuaciones odiosas con el irrecusable ejemplo de su propia
vida cotidiana, personal, doméstica y social. No existe, pues, ninguna alternativa duradera entre fundar al fin la moral sobre el conocimiento positivo
de la Humanidad y dejar que siga apoyándose en el mandato sobrenatural: las convicciones racional han podido secundar las creencias teológicas, o
más bien sustituirlas gradualmente, a medida que se ha ido extinguiendo la fe; pero la combinación inversa no es ciertamente más que una utopía
contradictoria, en la que lo principal estaría subordinado a lo accesorio.
Si la moral práctica ha mejorado realmente, a pesar de principios activos de desorden, este feliz resultado no podría ser atribuido al espíritu teológico,
entonces degenerado, por el contrario, en un peligroso disolvente; se debe sobre todo a la acción creciente del espíritu positivo, ya eficaz bajo su
forma espontánea, consistente en el buen sentido universal, cuyas sabias inspiraciones han secundado el impulso natural de nuestra civilización
progresiva para combatir últimamente las diversas aberraciones, especialmente las que procedían de las divagaciones religiosas.

Tercera parte: Condiciones de advenimiento de la escuela positiva


Capítulo tres: Orden necesario de los estudios positivos

Hemos explicado bastante, en todos los aspectos, la capital importancia que tiene hoy la universal propagación de los estudios positivos, sobre todo
entre los proletarios, para establecer en lo sucesivo un indispensable punto de apoyo, a la vez mental y social, de la elaboración filosófica que debe
determinar gradualmente la reorganización espiritual de las sociedades modernas. Pero tal explicación sería todavía incompleta, e incluso
insuficiente, si al final de este Discurso no estuviera directamente consagrado a establecer el orden fundamental que conviene a esta serie de estudios,
que es sobre todo de ese orden de lo que depende la principal eficacia, intelectual o social ,de esta gran preparación. Por otra parte, existe una íntima
solidaridad entre la concepción enciclopédica de donde aquél resulta y la ley fundamental de evolución que sirve de base a la nueva filosofía general.
1º Ley de clasificación

Ese orden debe, por su naturaleza, cumplir dos condiciones esenciales, una dogmática, otra histórica, cuya convergencia necesaria hay que comenzar
por reconocer: la primera consiste en ordenar las ciencias según su dependencia sucesiva, de surte que cada una se apoye en la precedente y prepare la
siguiente; la segunda prescribe disponerlas según la marcha de su formación efectiva, yendo siempre de las más antiguas a las más recientes.
La ley fundamental de este orden común de dependencia dogmática y de sucesión histórica, consiste en clasificar las diferentes ciencias, fundándose
en la naturaleza de los fenómenos estudiados, según su generalidad y su independencia decrecientes o su compilación creciente, de donde resultan
especulaciones cada vez menos abstractas y cada vez más difíciles, pero también cada vez más eminentes y completas, en virtud de su relación más
íntima con el hombre, o más bien con la Humanidad, objeto final de todo sistema teórico. Esta clasificación tiene su principal valor filosófico, sea
científico, sea lógico, en la identidad constante y necesaria que existe entre todos esos diversos modos de comparación especulativa de los fenómenos
naturales, que, además, en el aspecto activo, añada la importante relación general de que los fenómenos resultan así cada vez más modificables,
ofreciendo un dominio cada vez más basto a la intervención humana.

2º Ley enciclopédica o jerarquía de las ciencias

Este objeto final de todas nuestras especulaciones reales exige un doble preámbulo indispensable, relativo por una parte al hombre propiamente dicho,
por otra parte al mundo exterior. En efecto, no se podría estudiar racionalmente los fenómenos, estáticos o dinámicos, de la sociabilidad, si antes no se
conociera de modo suficiente el agente especial que los produce y el medio general en que se producen. De aquí resulta, pues, la división necesaria de
la filosofía natural, destinada a preparar la filosofía social, en dos grandes ramas, una orgánica, inorgánica otra. En cuanto a la disposición relativa de
estos estudios igualmente fundamentales, todos los motivos esenciales, ya científicos, ya lógicos, coinciden en prescribir que, entre la educación
individual y la evolución colectiva, se empiece por la segunda, cuyos fenómenos, más simples e independientes, por su superior generalidad, implican
ya una apreciación verdaderamente positiva, a la vez que sus leyes, directamente relativas a la existencia universal, ejercen luego una influencia
necesaria sobre la existencia especial de los cuerpos vivientes. La astronomía constituye, en todos los aspectos, el elementos más decisivo de esta
teoría previa del mundo exterior, manifestando, sin ninguna otra complicación, la simple existencia matemática, es decir, geométrica o mecánica,
común a todos los seres reales. Sin embargo, no es posible reducir la filosofía inorgánica a este elemento principal, porque entonces quedaría
completamente aislada de la filosofía inorgánica. Su vínculo fundamental consiste sobre todo en la rama más compleja de la primera, el estudio de los
fenómenos de descomposición los más eminentes de los que componen la existencia universal y los que más se acercan al modo vital propiamente
dicho. De esta manera la filosofía natural, considerada como el preámbulo necesario de la filosofía social, descomponiéndose primero en dos estudios
extremos y en un estudio intermedio, comprende sucesivamente estas tres grandes ciencias: la astronomía, la química y la biología, la primera de las
cuales se refiere directamente al origen del verdadero espíritu científico, y la última a su destino esencial. Su iniciación respectiva corresponde,
históricamente, a la antigüedad griega, a la Edad Media y a la época moderna.
Para completar la fórmula fundamental, basta en primer lugar, insertar en ella, entre la astronomía y la química, la física propiamente dicha, que, en
realidad, hasta Galileo no tomó una existencia distinta; en segundo lugar poner al principio de este vasto conjunto la ciencia matemática, único origen
necesario de la positividad racional, tanto en cuanto al individuo como en cuanto a la especie.
Así se llega gradualmente a descubrir la invariable jerarquía, histórica y dogmática a la vez, científica y lógica al mismo tiempo, de las seis ciencias
fundamentales: la matemática, la astronomía, la física, la química, a biología y la sociología, la primera de las cuales constituye necesariamente el
punto de partida exclusivo, y la última el único fin esencial de toda la filosofía positiva, considerada en lo sucesivo, por su naturaleza, como un
sistema verdaderamente indivisible en el que toda descomposición es radicalmente artificial, sin que por otra parte tenga nada de arbitrario pues todo
en esta filosofía se refiere finalmente a la Humanidad, único concepto plenamente universal.
En el estado presente de las inteligencias, la aplicación lógica de esta gran fórmula es aún más importante que su uso científico puesto que, en
nuestros días, el método es más esencial que la doctrina misma, y por otra parte, lo único inmediatamente susceptible de una completa regeneración.
Su principal utilidad consiste pues, hoy, en determinar rigurosamente la marcha invariable de toda educación verdaderamente positiva, en medio de
los prejuicios irracionales y de los viciosos hábitos propios de los primeros pasos del sistema científico, gradualmente formado de teorías parciales e
incoherentes cuyas relaciones mutuas tenían que pasar inadvertidas para sus fundadores sucesivos.
Ahora bien: la deplorable prolongación de este estado de cosas se debe en esencia, en uno y otro caso, al incumplimiento de las grandes condiciones
lógicas determinadas por nuestra ley enciclopédica; pues ya nadie discute, desde hace mucho tiempo, la necesidad de una marcha positiva, pero todos
desconocen la naturaleza y las obligaciones de la misma, que sólo la verdadera jerarquía científica puede caracterizar

3º Importancia de la ley enciclopédica

Esta teoría de clasificación debe ser considerada en último término como naturalmente inseparable de la teoría de la evolución expuesta al principio de
suerte que el Discurso actual constituye en sí mismo un verdadero conjunto, imagen fiel, aunque muy condensada, de un vasto sistema. Fácil es, en
efecto, comprender que la consideración habitual de tal jerarquía debe resultar indispensable, bien para aplicar convenientemente nuestra ley inicial de
los tres estados, bien para disipar por completo las únicas objeciones serias que pueden oponérsele; pues la frecuente simultaneidad histórica de las
tres grandes fases mentales con respecto a especulaciones diferentes constituiría, de cualquier otro modo, una inexplicable anomalía, que en cambio,
queda espontáneamente resuelta por nuestra ley jerárquica, igualmente relativa a la sucesión que a la dependencia de los estudios positivos. Se
concibe paralelamente, en sentido inverso, que la regla de la clasificación supone la de la evolución, puesto que todos los motivos esenciales del orden
así establecido provienen, en el fondo, de la desigual rapidez de tal desarrollo en las diferentes ciencias fundamentales.
Como espíritu positivo, en su manifestación preliminar, única hasta ahora, ha tenido que ir gradualmente de los estudios inferiores a los superiores,
éstos han estado expuestos de manera inevitable a la opresiva invasión de los primeros, contra cuyo ascendiente la indispensable originalidad de los
segundos no encontraba al principio garantía más que en un una prolongación exagerada de la tutela teológicometafíica. El espíritu positivo, llegado a
su madurez sistemática, elimina ambas aberraciones terminando esos estériles conflictos mediante la satisfacción simultánea de esas dos condiciones
viciosamente contrarias, como lo indica en seguida nuestra jerarquía científica combinada con nuestra ley de evolución, puesto que cada ciencia sólo
puede llegar a una verdadera positividad cuando está plenamente considerada la originalidad de su carácter propio.

Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach


1. El defecto fundamental de todo el materialismo anterior (incluido el de Feuerbach) es que sólo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo
la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado
activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo no conoce la actividad
real, sensorial, como tal. Feuerbach quiere objetos sensoriales, distintos de los objetos conceptuales; pero tampoco él concibe la propia actividad
humana como una actividad objetiva. Por tanto, no comprende la importancia de la actuación revolucionaria, “práctico-crítica”.

2. El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la
práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento.

3. La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y la educación, olvida que son los hombres, precisamente, los que
hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado.
La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica
revolucionaria.

4. Feuerbach arranca de la autoenajenación religiosa, del desdoblamiento del mundo en un mundo religioso, imaginario, y otro real. Su cometido
consiste en disolver el mundo religioso, reduciéndolo a su base terrenal. No advierte que, después de realiza esta labor, queda por hacer lo principal.
En efecto, el que la base terrenal se separe de sí misma y se plasme en las nubes como reino independiente, sólo puede explicarse por el propio
desgarramiento y contradicción de esta base terrenal consigo misma. Por lo tanto, lo primero que hay que hacer es comprender ésta en su
contradicción y luego revolucionarla prácticamente eliminando la contradicción.

5. Feuerbach apela a la contemplación sensorial; pero no concibe la sensoriedad como una actividad sensorial humana práctica.

6. Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su
realidad, el conjunto de las relaciones sociales. Feuerbach, que no se ocupa de la crítica de esta esencia real, se ve, por lo tanto, obligado:
1) A hacer abstracción de la trayectoria histórica, presuponiendo un individuo humana abstracto, aislado.
2) La esencia humana sólo puede concebirse como una generalidad interna, que se limita a unir naturalmente los muchos individuos.

7. Feuerbach no ve que el “sentimiento religioso” es también un producto social, y que su individuo abstracto pertenece en realidad a una
determinada forma de sociedad.

8. La vida social es, en esencia, práctica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su solución racional en la
práctica humana y en la comprensión de esa práctica.
9. A lo que más llega el materialismo contemplativo, es a contemplar a los distintos individuos dentro de la “sociedad civil”.

10. El punto de vista del antiguo materialismo es la sociedad “civil”; el del nuevo materialismo, la sociedad humana o la humanidad socializada.

11. Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.

Karl Marx, La ideología alemana


Capítulo 1: Feuerbach. Oposición entre las concepciones materialista e idealista

[I] Según anuncian los ideólogos alemanes, Alemania ha pasado en estos últimos años por una revolución sin igual. De 1842 a 1845 se removió el
suelo de Alemania más que antes de tres siglos.
Y todo esto ocurrió, según dicen, en los dominios del pensamiento puro.
Trátase, sin duda, de un acontecimiento interesante: del proceso de putrefacción del espíritu absoluto.
Para apreciar en sus debidos términos toda esta charlatanería de tenderos filosóficos; para poner de relieve la pequeñez provinciana de todo ese
movimiento joven hegeliano y, sobre todo, el contraste tragicómico entre las verdaderas hazañas de estos héroes y las ilusiones suscitadas en torno a
ellas, necesitamos contemplar siquiera una vez todo este espectáculo desde un punto de vista situado fuera de los ámbitos de Alemania.

[1.] La ideología en general, y la ideología alemana en particular

La crítica alemana no se ha salido, hasta en estos esfuerzos suyos de última hora, del terreno de la filosofía. Y, muy lejos de entrar a investigar sus
premisas filosóficas generales, todos sus problemas brotan, incluso sobre el terreno de un determinado sistema filosófico, del sistema hegeliano. No
sólo sus respuestas, sino también las preguntas mismas, entrañan un engaño.
Toda la crítica filosófica alemana desde Strauss hasta Stirner se limita a la crítica de las ideas religiosas.
El progreso consistía en incluir las ideas metafísicas, políticas, jurídicas, morales y de otros tipos, supuestamente imperantes, en la esfera de las ideas
religiosas o teológicas, explicando asimismo la conciencia política, jurídica o moral como conciencia religiosa o teológica y presentando al hombre
político o moral y, en última instancia, “al hombre”, como el hombre religioso. Tomábase como premisa el imperio de la religión.
Los viejos hegelianos lo comprendían todo una vez que lo reducían a una de las categorías lógicas de Hegel. Los jóvenes hegelianos lo criticaban
todo sin más que deslizar debajo de ello ideas religiosas. Los jóvenes hegelianos coincidían con los viejos hegelianos en la fe en el imperio de la
religión, de los conceptos, de lo general, dentro del mundo existente.
Y, como para estos jóvenes hegelianos las representaciones, los pensamientos, los conceptos y, en general, los productos de la conciencia por ellos
sustantivada eran considerados como las verdaderas ataduras del hombre, era lógico que también lucharan y se creyeran obligados a luchar
solamente contra estas ilusiones de la conciencia. En vista de que, según su fantasía, las relaciones entre los hombres, todos sus actos y su modo de
conducirse, sus trabas y sus barreras, son otros tantos productos de su conciencia, los jóvenes hegelianos formulan el postulado moral de que deben
trocar su conciencia actual por la conciencia humana. Este postulado de cambiar la conciencia viene a ser lo mismo que el de interpretar de otro
modo lo existente, es decir, de reconocerlo por medio de otra interpretación. A estas “frases” por ellos combatidas no saben oponer más que otras
frases y que, al combatir solamente las frases de este mundo, no combaten en modo alguno el mundo real existente.
A ninguno de estos filósofos se le ha ocurrido siquiera preguntar por el entronque de la filosofía alemana con la realidad de Alemania, por el
entronque de su crítica con el propio mundo material que la rodea.

[2.] Premisas de las que arranca la concepción materialista de la historia

Las premisas de las que partimos no son arbitrarias, sino premisas reales. Son los individuos reales, su acción y sus condiciones materiales de vida,
tanto aquellas con que se han encontrado ya hechas, como las engendradas por su propia acción. Estas premisas pueden comprobarse,
consiguientemente, por la vía puramente empírica.
La primera premisa de toda la historia humana es, naturalmente, la existencia de individuos humanos vivientes. El primer estado que cabe constatar
es, por lo tanto, la organización corpórea de estos individuos y, como consecuencia de ello, su relación con el resto de la naturaleza. Toda
historiografía tiene necesariamente que partir de estos fundamentos naturales y de la modificación que experimentan en el curso de la historia por la
acción de los hombres.
Los hombres mismos comienzan a ver la diferencia entre ellos y los animales tan pronto comienzan a producir sus medios de vida, paso este que se
haya condicionado por su organización corpórea. Al producir sus medios de vida, el hombre produce indirectamente su propia vida material.
Este modo de producción no debe considerarse solamente en el sentido de la reproducción de la existencia física de los individuos. Es ya, más bien,
un determinado modo de la actividad de estos individuos, un determinado modo de manifestar su vida, un determinado modo de vida de los mismos.
Lo que son coincide, por consiguiente, con su producción, tanto con lo que producen como con el modo de cómo producen.
Esta producción solo aparece al multiplicarse la población. Y presupone, a su vez, un trato entre los individuos. La forma de este intercambio se
halla condicionada, a su vez, por la producción.

[4.] Esencia de la concepción materialista de la historia. El ser social y la conciencia social

Nos encontramos, pues, con el hecho de que determinados individuos que se dedican de un determinado modo a la producción, contraen entre sí
estas relaciones sociales y políticas determinadas. La observación empírica tiene necesariamente que poner de relieve en cada caso concreto, la
relación existente entre la estructura social y política y la producción. La estructura social y el Estado brotan constantemente del proceso de vida de
determinados individuos; pero de estos individuos como realmente son; es decir, tal y cómo actúan y como producen materialmente y, por lo tanto,
tal y como desarrollan sus actividades bajo determinados límites, premisas y condiciones materiales, independientes de su voluntad.
La producción de las ideas, las representaciones y la conciencia aparece, al principio, directamente entrelazada con la actividad material y el trato
material de los hombres, como el lenguaje de la vida real. Los hombres son los productores de sus representaciones, de sus ideas, la conciencia jamás
puede ser otra cosa que el ser conciente, y el ser de los hombres es su proceso de vida real. Y si en toda ideología, los hombres y sus relaciones
aparecen invertidos como en la cámara oscura, este fenómeno proviene igualmente de su proceso histórico de vida.
Totalmente al contrario de lo que ocurre en la filosofía alemana, que desciende del cielo a la tierra, aquí asciende de la tierra al cielo. Se parte del
hombre que realmente actúa y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los reflejos ideológicos y de los ecos de
este proceso de vida. La moral, la religión, la metafísica no tienen su propia historia y desarrollo, sino que los hombres que desarrollan su producción
material y su trata material cambian también, al cambiar esa realidad, su pensamiento y los productos de su pensamiento. No es la conciencia la que
determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia.
Allí donde termina la especulación, en la vida real, comienza también la ciencia real y positiva, la exposición de la acción práctica, del proceso
práctico de desarrollo de los hombres. Estas abstracciones de por sí separadas de la historia real, carecen de todo valor. Sólo pueden servir para
facilitar la ordenación del material histórico.

[II] [1.] Condiciones de la liberación real de los hombres

La liberación real no es posible si no es en el mundo real y con medios reales. La “liberación” es un acto histórico y no mental, y conducirán a ella
las relaciones históricas, el estado de la industria, del comercio, de la agricultura, de las relaciones…

[2.] Crítica del materialismo contemplativo e inconsecuente de Feuerbach

De lo que se trata en realidad y para el materialismo práctico, es decir, para el comunista, es de revolucionar el mundo existente, de atacar
prácticamente y de hacer cambiar el mundo existente, de atacar prácticamente y de hacer cambiar las cosas con que nos encontramos. La
“concepción” feuerbachiana del mundo sensorial se limita, de una parte, a su mera contemplación y, de otra parte, a la mera sensación: dice “el
hombre” en vez de “hombres históricos reales”. No ve que el mundo sensorio que le rodea no es algo directamente dado desde toda una eternidad y
constantemente igual a sí mismo, son el producto de la industria y del estado social, en sentido en que es un producto histórico, el resultado de la
actividad de toda una serie de generaciones, cada una de las cuales se encarama sobre los hombros de la anterior, sigue desarrollando su industria y
su intercambio y modifica su organización social con arreglo a las nuevas necesidades.
La industria y el comercio, la producción y el intercambio de los medios de vida condicionan, por su parte, y se hallan, a su vez,
condicionados en cuanto al modo de funcionar por la distribución, por la estructura de las diversas clases sociales; así se explica por qué
Feuerbach, en Manchester, por ejemplo, sólo encuentra fábricas y máquinas, donde hace unos cien años no había más que tornos de hilar y
telares movidos a mano.
Es cierto que Feuerbach les lleva a los materialistas “puros” la gran ventaja de que estima que también el hombre es un “objeto sensorio”;
pero, aun aparte de que sólo lo ve como “objeto sensorio” y no como “actividad sensoria”, manteniéndose también en esto dentro de la teoría,
sin concebir los hombres dentro de su conexión social dada, bajo las condiciones de vida existentes que han hecho de ellos lo que son, no
llega nunca por ello mismo, hasta el hombre realmente existente, hasta el hombre activo, sino que se detiene en el concepto abstracto “el
hombre”, y sólo consigue reconocer en la sensación el “hombre real, individual, corpóreo”; es decir, no conoce más “relaciones humanas”
“entre el hombre y el hombre” que las del amor y la amistad, y además , idealizadas. No nos ofrece crítica alguna de las condiciones de vida
actuales. No consigue nunca, por tanto, concebir el mundo sensorial como la actividad sensoria y viva total de los individuos que lo forman.
En la medida en que Feuerbach es materialista, se mantiene al margen de la historia, y en la medida en que toma la historia en consideración,
no es materialista. Materialismo e historia aparecen completamente divorciados en él, cosa que, por lo demás, se explica por lo que dejamos
expuesto.

[3.] Relaciones históricas primarias, o aspectos básicos de la actividad social: producción de medios de subsistencia, creación de nuevas
necesidades, reproducción del hombre (la familia), relación social, conciencia

Debemos comenzar señalando que la primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de toda historia, es que los hombres se
hallen, para “hacer historia”, en condiciones de poder vivir. El primer hecho histórico es, por consiguiente, la producción de los medios
indispensables para la satisfacción de estas necesidades, es decir, la producción de la vida material misma.
Lo segundo de esta primera necesidad, la acción de satisfacerla y la adquisición del instrumento necesario para ello conduce a nuevas
necesidades, y esta creación de necesidades nuevas constituye el primer hecho histórico.
El tercer factor que aquí interviene desde un principio en el desarrollo histórico es el de que los hombres que renuevan diariamente su propia
vida comienzan al mismo tiempo a crear a otros hombres, a procrear: es la relación entre marido y mujer, entre padres e hijos, la familia. Esta
familia, que al principio constituye la única relación social, más tarde, cuando las necesidades, al multiplicarse, crean nuevas relaciones
sociales, pasa a ser una relación secundaria.
Estos tres aspectos de la actividad social deben considerarse como tres “momentos” que han coexistido desde el principio de la historia y
desde el primer hombre y que todavía hoy siguen rigiendo en la historia.
La producción de la vida, tanto de la propia en el trabajo, como de la ajena en la procreación, se manifiesta inmediatamente como una doble
relación –de una parte, como una relación natural, y de otra como una relación social-; social, en el sentido de que por ella se entiende la
cooperación de diversos individuos, cualesquiera que sean sus condiciones, de cualquier modo y para cualquier fin. De donde se desprende
que un determinado modo de producción lleva siempre aparejado un determinado modo de cooperación, modo de cooperación que es, a su
vez, una “fuerza productiva”; que la suma de las fuerzas productivas accesibles al hombre condiciona el estado social y que, por tanto, “la
historia de la humanidad” debe estudiarse y elaborarse siempre en conexión con la historia de la industria y del intercambio.
Solamente ahora, después de haber considerado ya cuatro momentos, cuatro aspectos de las relaciones originarias históricas, caemos en la
cuenta de que el hombre tiene también “conciencia”. Pero tampoco ésta es desde un principio una conciencia “pura”. El lenguaje es tan viejo
como la conciencia: el lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real, que existe también para los otros hombres y que, por tanto,
comienza a existir también para mí mismo; y el lenguaje nace, como la conciencia, de la necesidad, de los apremios de relación con los demás
hombres. La conciencia, por tanto, es ya de antemano un producto social, y lo seguirá siendo mientras existan seres humanos. La conciencia
es, en principio, naturalmente conciencia del mundo inmediato y sensorio que nos rodea y conciencia de los nexos limitados con otras
personas y cosas, fuera del individuo consciente de sí mismo.; y es al mismo tiempo, conciencia de la naturaleza, que al principio se enfrente
al hombre como un poder absolutamente extraño, ante el que la actitud de los hombres es puramente animal y al que se someten como el
ganado. Esta conciencia gregaria o tribal se desarrolla y se perfecciona después, al aumentar la productividad, al incrementarse las
necesidades y al multiplicarse la población, que es el factor sobre que descansan los dos anteriores. A la par con ello se desarrolla la división
del trabajo, que originariamente no pasaba de la división del trabajo en el acto sexual y, más tarde, de una división del trabajo espontáneo o
introducida de un modo “natural” en atención a las dotes físicas, a las necesidades, a las coincidencias fortuitas, etc. La división del trabajo
solo se convierte en verdadera división a partir del momento en que se separan el trabajo material y el mental. Desde este instante, puede ya la
conciencia imaginarse realmente que es algo más y algo distinto que la conciencia de la práctica existente, que representa realmente algo sin
representar algo real; desde este instante, se halla la conciencia en condiciones de emanciparse del mundo y entregarse a la creación de la
teoría “pura”. Pero, aun cuando esta teoría, esta teología, esta filosofía, esta moral, etc., se hallen en contradicción con las relaciones
existentes, esto sólo podrá explicarse porque las relaciones sociales existentes se hallan, a su vez, en contradicción con la fuerza productiva
dominante; cosa que, por lo demás, dentro de un determinado círculo nacional de relaciones, podrá suceder también porque la contradicción
no se da en el seno de esta órbita nacional, sino entre esta conciencia nacional y la práctica de otras naciones.
Estos tres momentos, la fuerza productiva, el estado social y la conciencia, pueden y deben necesariamente entrar en contradicción entre sí, ya
que, con la división del trabajo, se da la posibilidad, más aún, la realidad de que las actividades espirituales y materiales, el disfrute y el
trabajo, la producción y el consumo, se asignen a diferentes individuos, y la posibilidad de que no caigan en contradicción reside solamente
en que vuelva a abandonarse la división del trabajo.

Karl Marx, “El capital”


Sección primera: Mercancía y dinero
Capítulo 1: La mercancía

1. Los dos factores de la mercancía: valor de uso y valor

La riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como un “enorme cúmulo de mercancías”, y la
mercancía individual como la forma elemental de esa riqueza. Nuestra investigación, por consiguiente, se inicia con el análisis de la mercancía.
La mercancía es, en primer lugar, un objeto exterior, una cosa que merced a sus propiedades satisface necesidades humanas del tipo que fueran.
Toda cosa útil, como el hierro, el papel, etc., ha de considerase desde un punto de vista doble: según su cualidad y con arreglo a su cantidad.
La utilidad de una cosa hace de ella un valor de uso. Pero esa utilidad no flota por los aires. Está condicionada por las propiedades del cuerpo de la
mercancía. Los valores de uso constituyen el contenido material de la riqueza, sea cual fuere la forma social de ésta. En la forma de sociedad que
hemos de examinar, son a la vez los portadores materiales del valor de cambio.
En primer lugar, el valor de uso de cambio se presenta como una relación cuantitativa, proporción en que se intercambian valores de uso de una clase
por valores de uso de otra clase, una relación que se modifica constantemente según el tiempo y el lugar.
Es preciso reducir los valores de cambio a las mercancías a algo que les sea común, con respecto a lo cual representen un más o un menos.
Ese algo común no puede ser una propiedad natural de las mercancías. Pero, por otra parte, salta a la vista que es precisamente la abstracción de sus
valores de uso lo que caracteriza la relación de intercambio entre las mercancías.
En cuanto valores de uso, las mercancías son, ante todo, diferentes en cuanto a la cualidad; como valores de cambio sólo pueden diferir por su
cantidad, y no contienen, por consiguiente, ni un solo átomo de valor de uso.
Ahora bien, si ponemos a un lado el valor de uso del cuerpo de las mercancías, únicamente les restará una propiedad: la de ser productos del trabajo.
No obstante también el producto del trabajo se nos ha transformado entre las manos. Si hacemos abstracción de su valor de uso, abstraemos también
los componentes y formas corpóreas que hacen de él un valor de uso. Ya tampoco es producto del trabajo del ebanista o del albañil o del hilandero o
de cualquier otro trabajo productivo determinado. Con el carácter útil de los productos del trabajo se desvanece el carácter útil de los trabajos
representados en ellos y, por ende, se desvanecen también las diversas formas concretas de esos trabajos; éstos dejan de distinguirse, reduciéndose en
su totalidad a trabajo humano indiferenciado, a trabajo abstractamente humano.
Un valor de uso o un bien, por ende, sólo tiene valor porque en él está objetivado o materializado trabajo abstractamente humano. ¿Cómo medir,
entonces, la magnitud de su valor? Por la cantidad de “sustancia generadora de valor” –por la cantidad de trabajo- contenida en ese valor de uso. La
cantidad de trabajo misma se mide por su duración, y el tiempo de trabajo, a su vez, reconoce su patrón de medida en determinadas fracciones
temporales, tales como hora, día, etcétera.
El conjunto de la fuerza de trabajo de la sociedad, representado en los valores del mundo de las mercancías, hace las veces aquí de una y la misma
fuerza humana de trabajo, por más que componga de innumerables fuerzas de trabajo individuales. Cada una de esas fuerzas de trabajo individuales es
la misma fuerza de trabajo humana que las demás, en cuanto posee el carácter de fuerza de trabajo social media y opera como tal fuerza de trabajo
social media, es decir, en cuanto, en la producción de una mercancía, sólo utiliza el tiempo de trabajo promedialmente necesario, o tiempo de trabajo
socialmente necesario. El tiempo de trabajo socialmente necesario es el requerido para producir un valor de uso cualquiera, en las condiciones
normales de producción vigentes en una sociedad y con el grado social medio de destreza e intensidad de trabajo.
Es sólo la cantidad de trabajo socialmente necesario pues, o el tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de un valor de uso, lo que
determina su magnitud de valor.
La magnitud de valor de una mercancía se mantendría constante, por consiguiente, si también fuera constante el tiempo de trabajo requerido para su
producción. Pero éste varía con todo cambio en la fuerza productiva del trabajo. La fuerza productiva del trabajo está determinada por múltiples
circunstancias, entre otras por el nivel medio de destreza del obrero, el estadio desarrollo en que se hayan la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas, la
coordinación social del proceso de producción, la escala y la eficacia de los medios de producción, las condiciones naturales.
En términos generales: cuanto mayor sea la fuerza productiva del trabajo, tanto menor será el tiempo de trabajo requerido para la producción de un
artículo, tanto menor la masa de trabajo cristalizada en él, tanto menor su valor. Por ende, la magnitud de valor de una mercancía varía en razón
directa a la cantidad de trabajo efectivizado en ella e inversa a la fuerza productiva de ese trabajo.
Una cosa puede ser valor de uso y no ser valor  donde no media el trabajo (aire, tierra virgen, etc.).
Una cosa puede ser útil, y además producto del trabajo humano, y no ser mercancía  quien con su producto satisface su necesidad.
Para producir una mercancía no sólo debe producir valores de uso, sino valores de uso para otros, valores de uso sociales. Y no sólo en rigor para
otros. Para transformarse en mercancía, el producto ha de transferirse a través del intercambio a quien se sirve de él como valor de uso. Por último,
ninguna cosa puede ser valor si no es un objeto para el uso. Si es inútil, también será inútil el trabajo contenido en ella; no se contará como trabajo y
no constituirá valor alguno.

2. Dualidad del trabajo presentado en las mercancías

En un comienzo, la mercancía se nos puso de manifiesto como algo bifacético, como valor de uso y valor de cambio. Vimos a continuación que el
trabajo, al estar expresado en el valor, no poseía ya los mismos rasgos característicos que lo distinguían como generador de valores de uso.
La chaqueta es u valor de uso que satisfaced una necesidad específica. Para producirla, se requiere determinado tipo de actividad productiva. Ésta se
halla determinada por su finalidad, modo de operar, objeto, medio y resultado. Llamamos, sucintamente, trabajo útil al trabajo cuya utilidad se
representa así en el valor de uso de su producto, o en que su producto sea un valor de uso.
A través del cúmulo de valores de uso o cuerpo de las mercancías se pone de manifiesto un conjunto de trabajos útiles igualmente disímiles,
diferenciados por su tipo, género, familia, especie, variedad: una división social del trabajo. Ésta constituye una condición para la existencia misma de
la producción de mercancías, si bien la producción de mercancías no es, a la inversa, condición para la existencia misma de la división social del
trabajo. Sólo los productos de trabajos privados autónomos, recíprocamente independientes, se enfrentan entre sí como mercancías.
Como creador de valores de uso, como trabajo útil, pues, el trabajo es, independientemente de todas las formaciones sociales, condición de la
existencia humana, necesidad natural y eterna de mediar el metabolismo que se da entre el hombre la naturaleza, y, por consiguiente, de mediar la vida
humana.
Si se prescinde del carácter determinado de la actividad productiva y por tanto del carácter útil del trabajo, lo que subsiste de éste es el ser un gasto de
fuerza de trabajo humana. Aunque actividades productivas cualitativamente diferentes, el trabajo del sastre y el del tejedor son ambos gasto
productivo del cerebro, músculo, nervio, mano, etc., humanos, y en ese sentido uno y otro son trabajo humano. Son nada más que dos formas distintas
de gastar la fuerza humana de trabajo. Pero el valor de la mercancía representa trabajo humano puro y simple, gasto de trabajo humano en general.
Éste de gasto de la fuerza de trabajo simple que, término medio, todo hombre común, sin necesidad de un desarrollo especial, posee en su organismo
corporal. El carácter del trabajo medio simple varía, por cierto, según los diversos países y épocas culturales, pero está dando para una sociedad
determinada. Se considera que el trabajo más complejo es igual sólo a trabajo simple potenciado o multiplicado, de suerte que una pequeña cantidad
de trabajo complejo equivale a una cantidad mayor de trabajo simple. Las diversas proporciones en que los distintos tipos de trabajo de trabajo son
reducidos al trabajo simple como su unidad de análisis, se establecen a través de un proceso social que se desenvuelve a espaldas de los productores, y
que por eso a éstos les parece resultado de la tradición.
Por ello, si en lo que se refiere al valor de uso el trabajo contenido en la mercancía sólo cuenta cualitativamente, en lo que tiene que ver con la
magnitud de valor, cuenta sólo cuantitativamente, una vez que ese trabajo se halla reducido a la condición de trabajo humano sin más cualidad que
esa.
En sí y para sí, una cantidad mayor de valor de uso constituirá una riqueza material mayor. No obstante, al a masa creciente de la riqueza
material puede corresponder una reducción simultánea de su magnitud de valor. Este movimiento antitético deriva del carácter bifacético del
trabajo. Es así como el mismo cambio que tiene lugar en la fuerza productiva y por obra del cual el trabajo se vuelve más fecundo, haciendo
que aumente, por ende, la masa de los valores de uso proporcionados por éste, reduce la magnitud de valor de esa masa total acrecentada,
siempre que abrevie la suma del tiempo de trabajo necesario para la producción de dicha masa. Y viceversa.
Todo trabajo es, por un lado, gasto de fuerza humana de trabajo en un sentido fisiológico, y es en esta condición de trabajo humano igual, o de
trabajo abstractamente humano, como constituye el valor de la mercancía. Todo trabajo, por otra parte, es gasto de fuerza humana de trabajo
en una forma particular y orientada a un fin, y en esta condición de trabajo útil concreto produce valores de uso.

4. El carácter fetichista de la mercancía y su secreto

A primera vista, una mercancía parece ser una cosa trivial, de comprensión inmediata. Su análisis demuestra que es un objeto endemoniado,
rico en sutilezas metafísicas y reticencias teológicas. En cuanto valor de uso, nada de misterioso se oculta en ella, ya la consideremos desde el
punto de vista de que merced a sus propiedades satisface necesidades humanas, o de que no adquiere esas propiedad sino en cuanto producto
del trabajo humano. Pero no bien entra en escena como mercancía, se transmuta e cosa sensorialmente suprasensible.
El carácter místico de la mercancía no deriva, por tanto, de su valor de uso. Tampoco proviene del contenido de las determinaciones de valor.
En primer término, porque por diferentes que sean los trabajos útiles o actividades productivas, constituye una verdad, desde el punto de visa
fisiológico, que se trata de funciones del organismo humano, y que todas esas funciones, sean cuales fueren su contenido y su forma, son en
esencia gasto de cerebro, nervio, músculo, órgano sensorio, etc., humanos. En segundo lugar, y en lo tocante a lo que sirve de fundamento
para determinar las magnitudes de valor, eso es, a la duración de aquel gasto o a la cantidad de trabajo, es posible distinguir hasta
sensorialmente la cantidad del trabajo de su calidad.
¿De donde brota, entonces, el carácter enigmático que distingue al producto del trabajo no bien asume la forma de mercancía? Obviamente,
de esa forma misma.
Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma forma mercantil refleja ante los hombres el carácter social
de su propio trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y, por ende, en que también refleja la relación social entre los
objetos, existente al margen de los productores. Es por medio de este quid pro quo (tomar una cosa por otra) como los productos del trabajo se
convierten en mercancías, en cosas sensorialmente suprasensibles o sociales.
La forma de mercancía y la relación de valor entre los productos del trabajo en que dicha forma se representa, no tienen absolutamente nada
que ver con la naturaleza física de los mismos ni con las relaciones, propias de las cosas, que se deriva de tal naturaleza. Lo que aquí adopta,
para los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo la relación social determinada existente entre aquéllos.
Ese carácter fetichista del mundo de las mercancías se origina, como el análisis precedente lo ha demostrado, en la peculiar índole social del
trabajo que produce mercancías.
Si los objetos para el uso se convierten en mercancías, ello se debe únicamente a que son productos de trabajos privados ejercidos
independientemente los unos de los otros. El complejo de estos trabajos privados es lo que constituye el trabajo social global. Como los
productores no entran en contacto social hasta que intercambian los productos de su trabajo, los atributos específicamente sociales de esos
trabajos privados no se manifiestan sino en el marco de dicho intercambio. Las relaciones sociales entre sus trabajos privados se les ponen de
manifiesto como lo que son, vale decir, no como relaciones directamente sociales trabadas entre las personas mismas, en sus trabajos, sino por
el contrario como relaciones propias de las cosas entre las personas y relaciones sociales entre las cosas.
Es sólo en su intercambio donde los productos del trabajo adquieren una objetividad de valor, socialmente uniforme, separada de su
objetividad de uso, sensorialmente diversa. Tal escisión del producto laboral en cosa útil y cosa de valor sólo se efectiviza, en la práctica,
cuando el intercambio ya ha alcanzado la extensión y relevancia suficientes como para que se produzcan cosas útiles destinadas al
intercambio, con lo cual, pues, ya en su producción misma se tiene en cuenta el carácter de valor de las cosas. A partir de ese momento los
trabajos privados de los productores adoptan de manera efectiva un doble carácter social. Por una parte, en cuanto trabajos útiles
determinados, tienen que satisfacer una necesidad social determinada y con ello probar su eficacia como partes del trabajo global, del sistema
natural caracterizado por la división social del trabajo. De otra parte, sólo satisfacen las variadas necesidades de sus propios productores, en la
medida en que todo trabajo privado particular, dotado de utilidad, es pasible de intercambio por otra clase de trabajo útil, y por tanto le es
equivalente. La igualdad de los trabajos diversos sólo puede consistir en una abstracción de su desigualdad real, en la reducción al carácter
común que poseen en cuanto gasto de fuerza humana de trabajo, trabajo abstractamente humano.
El cerebro de los productores privados refleja ese doble carácter social de sus trabajos privados solamente en las formas que se manifiestan en
el movimiento práctico, en el intercambio de productos: carácter socialmente útil de sus trabajos privados, pues, sólo lo refleja bajo la forma
de que el producto del trabajo tiene que ser útil, y precisamente serlo para otros; el carácter social de la igualdad entre los diversos trabajos,
sólo bajo la forma del carácter de valor que es común a esas cosas materialmente diferentes, los productos del trabajo.
Al equiparar entre sí en el cambio como valores sus productos heterogéneos, equiparan recíprocamente sus diversos trabajos como trabajo
humano. No lo saben, pero lo hacen. El valor, en consecuencia, no lleva escrito en la frente lo que es. Por el contrario, transforma a todo
producto del trabajo en un jeroglífico social. Estas magnitudes de valor cambian de manera constante, independientemente de la voluntad, las
previsiones o los actos de los sujetos de intercambio. Su propio movimiento social posee para ellos la forma de un movimiento de cosas bajo
cuyo control se encuentran, en lugar de controlarlas.
La comprensión científica de que los trabajos privados –ejercidos independientemente los unos de los otros pero sujetos una
interdependencia multilateral en cuanto ramas de la división social del trabajo que se originan naturalmente- son reducidos en todo momento
a su medida de proporción social porque en las relaciones de intercambio entre sus productos, fortuitas y siempre fluctuantes, el tiempo de
trabajo socialmente necesario para la producción de los mismos se impone de modo irresistible como ley natural reguladora.
Las formas que ponen la impronta de mercancías a los productos del trabajo y por lo tanto están presupuestas a la circulación de mercancías,
poseen ya la fijeza propia de las formas naturales de la vida social, antes de que los hombres procuren dilucidar no el carácter histórico de
esas formas sino su contenido. De esta suerte, fue sólo el análisis de los precios de las mercancías lo que llevó a la determinación de las
magnitudes de valor; sólo la expresión colectiva de las mercancías en dinero, lo que indujo a fijar su carácter de valor. Pero es precisamente
esa forma acabada del mundo de las mercancías –la forma de dinero- la que vela de hecho en vez de revelar, el carácter social de los trabajos
privados, y por tanto las relaciones sociales entre los trabajadores individuales.
Se trata de formas de pensar socialmente válidas, y por tanto objetivas, para las relaciones de producción que caracterizan ese modo de
producción social históricamente determinado: la producción de mercancías. Todo el misticismo del mundo de las mercancías, toda la magia y
la fantasmagoría que nimban los productos del trabajo fundados en la producción de mercancías, se esfuma de inmediato cuando
emprendemos camino hacia otras formas de producción.
. Robinsón Crusoe: realiza diferentes trabajos útiles sin la ayuda de otros. No hay división del trabajo social ni existencia de trabajos privados.
. Edad media: división del trabajo social directa y planificada, relaciones de dependencia. Al no existir trabajos privados no hay intercambio,
y las relaciones entre los hombres se manifiestan como relaciones de dependencia personales y no como relaciones entre cosas.
. Industria patriarcal familiar: división del trabajo familiar, los diferentes trabajos útiles representan las funciones de la familia, no existe el
intercambio.
. Comunismo: división social del trabajo, socialización de los medios de producción, no existen trabajos privados. La producción y
distribución de los productos del trabajo está completamente planificada, no existe el intercambio. Las relaciones de los hombres con sus
trabajos y con los productos de éstos son claramente visibles y sencillas.

Ahora bien, es indudable que la economía política ha analizado, aunque de manera incompleta, el valor y la magnitud de valor y descubierto
el contenido oculto en esas formas. Sólo que nunca llegó siquiera a plantear la pregunta de por qué ese contenido adopta dicha forma; de por
qué, pues, el trabajo se representa en el valor, de a qué se debe que la medida del trabajo conforme a su duración se represente en magnitud
del valor alcanzada por el producto del trabajo. A formas que llevan escrita en la frente su pertenencia a una formación social donde el
proceso de producción domina al hombre, en vez de dominar el hombre a ese proceso, la conciencia burguesa de esa economía las tiene por
una necesidad natural manifiestamente evidente como el trabajo productivo mismo.

Sección segunda: La transformación de dinero en capital


Capítulo IV: La transformación de dinero en capital

1. La fórmula general del capital

La circulación de mercancías es el punto de partido del capital. La producción de mercancías, la circulación mercantil y una circulación
mercantil desarrollada, el comercio, constituyen supuestos históricos bajo los cuales surge aquél. De la creación del comercio mundial y el
mercado mundial modernos data la biografía moderna del capital.
Si hacemos caso omiso del contenido material de la circulación mercantil, si prescindimos del intercambio de los diversos valores de uso,
limitándonos a examinar las formas económicas que ese proceso genera, encontraremos que su producto último es el dinero. Ese producto
último de la circulación de mercancías es la primera forma de manifestación del capital.
Históricamente, el capital, en su enfrentamiento con la propiedad de la tierra, se presenta en un comienzo y en todas partes bajo la forma de
dinero, como patrimonio dinerario, capital comercial y capital usuario. Todo nuevo capital entra por primera vez en escena –o sea e el
mercado: mercado de mercancías, de trabajo o de dinero- siempre como dinero, dinero que a través de determinados procesos habrá de
convertirse en capital.
El dinero en cuanto dinero y el dinero en cuanto capital sólo se distinguen, en un principio, por su distinta forma de circulación.
La forma directa de la circulación mercantil es M – D – M, conversión de mercancía en dinero y reconversión de éste en aquélla, vender para
comprar. Paralelamente a esta forma nos encontramos, empero, con una segunda, específicamente distinta de ella: la forma D – M – D,
conversión de dinero en mercancía y reconversión de mercancía en dinero, comprar para vender. El dinero que en su movimiento se ajusta a
ese último tipo de circulación, se transforma en capital, deviene capital y es ya, conforme a su determinación, capital.
Examinemos más detenidamente la circulación D – M – D. Recorre la misma, al igual que la circulación mercantil simple, dos fases
contrapuestas. En la primera de éstas, D – M, compra, el dinero se transforma en mercancía. En la segunda fase, M – D, venta, la mercancía
se reconvierte en dinero. Pero la unidad de estas dos fases configura el movimiento global que cambia dinero por mercancía y la misma
mercancía nuevamente por dinero. El resultado en el que se consuma todo ese proceso es el intercambio de dinero por dinero, D – D.
Corresponde caracterizar en primer lugar las diferencias de forma entre los ciclos D – M – D y M – D – M. Con lo cual, al mismo tiempo,
saldrá a la luz la diferencia de contenido que se oculta tras dichas diferencias formales.
Veamos por de pronto, lo que hay en común entre ambas formas.
Ambos ciclos se descomponen en las mismas dos fases contrapuestas, M – D, venta, y D – M, compra. Cada uno de los dos ciclos constituye
una unidad de las mismas fases contrapuestas, y en ambos casos la unidad es mediada por la entrada en escena de tres partes contratantes, de
las cuales una se limita a vender, la otra a comprar, pero la tercera alternativamente compra y vende.
Lo que distingue de antemano, no obstante, a los dos ciclos M – D – M y D – M – D, es la secuencia inversa de las mismas fases
contrapuestas de circulación. La circulación mercantil simple comienza con la venta y termina en la compra; la circulación del dinero como
capital principia en la compra y finaliza en la venta. Allí es la mercancía la que constituye tanto el punto de partida como el término del
movimiento; aquí, el dinero. En la primera forma es el dinero el que media el proceso global, en la inversa, la mercancía.
En la circulación M – D – M el dinero se transforma finalmente en mercancía que presta servicios como valor de uso. Se ha gastado
definitivamente, pues, el dinero. En la forma inversa, D – M – D, por el contrario, el comprador da dinero con la mira de percibirlo en su
calidad de vendedor. Se desprender del dinero, pero con la astuta intención de echarle mano nuevamente.
Así como en la circulación mercantil simple el doble cambio de lugar de la misma pieza de dinero ocasionaba la transferencia definitiva de
unas manos a otras, en este caso el doble cambio de lugar de la misma mercancía implica el reflujo del dinero a su punto de partida inicial.
El fenómeno del reflujo se opera no bien se revende la mercancía comprada, con lo cual se describe íntegramente el ciclo D – M – D. Es ésta,
pues, una diferencia sensorialmente perceptible entre la circulación del dinero como capital y su circulación como simple dinero.
El ciclo M – D – M parte de un extremo constituido por una mercancía y concluye en el extremo constituido por una mercancía y concluye en
el extremo configurado por otra, la cual egresa de la circulación y cae en la órbita del consumo. Por ende, el consumo, la satisfacción de
necesidades o, en una palabra, el valor de uso, es su objetivo final. El ciclo D – M – D, en cambio, parte del extremo constituido por el dinero
y retorna finalmente a ese mismo extremo. Su motivo impulsor y su objetivo determinante es, por tanto, el valor de cambio mismo.
El proceso D – M – D no debe su contenido a ninguna diferencia cualitativa entre sus extremos (ambos son dinero, mercancía transmutada
donde los valores de uso particulares se han extinguido), pues uno y otro son dinero, sino solamente a su diferencia cuantitativa. A la postre,
se sustrae a la circulación más dinero del que en un principio se arrojó en ella. La forma plena de este proceso es, por ende, D – M – D’,
donde D’ = D + ∆D, esto es, igual a la suma de dinero adelanta inicialmente más un incremento. A dicho incremento, o al excedente por
encima del valor originario, lo denomino yo plusvalor. El valor adelantado originariamente no sólo, pues, se conserva en la circulación, sino
que en ella modifica su magnitud de valor, adiciona un plusvalor o se valoriza. Y este movimiento lo transforma en capital.
Al término del proceso no surge de un lado un valor original de £ 100 y del otro lado un plusvalor de £ 10. Lo que surge del proceso es un
valor de £ 110 que se encuentra en la misma forma adecuada para iniciar el proceso de valorización, que las £ 100 originales. Al finalizar el
movimiento, el dinero surge como su propio comienzo. El término de cada ciclo singular en el que se efectúa la compra para la venta,
configura de suyo, por consiguiente, el comienzo de un nuevo ciclo. La circulación mercantil simple –vender para comprar- sirve, en calidad
de medio, a un fin último al margen de la circulación: la apropiación de valores de uso, la satisfacción de necesidades. La circulación del
dinero como capital es, por el contrario, un fin en sí, pues la valorización del valor existe únicamente en el marco de este movimiento
renovado sin cesar. El movimiento del capital, por ende, es carente de medida.
En su condición de vehículo conciente de ese movimiento, el poseedor de dinero se transforma en capitalista. El contenido objetivo de esa
circulación es su fin subjetivo, y sólo e la medida en que la creciente apropiación de la riqueza abstracta es el único motivo impulsor de sus
operaciones, funciona él como capitalista, o sea como capital personificado, dotado de conciencia y voluntad. Nunca, pues, debe considerarse
el valor de uso como fin directo del capitalista. Tampoco la ganancia asilada, sino el movimiento infatigable de la obtención de ganancias.
El valor se convierte aquí en el sujeto de un proceso en el cual, cambiando continuamente las formas de dinero y mercancía, modifica su
propia magnitud, en cuanto plusvalor se desprende de sí mismo como valor originario, se autovaloriza. Ha obtenido la cualidad oculta de
agregar valor porque es valor.
Como sujeto dominante de tal proceso, en el cual ora adopta la forma dineraria o la forma mercantil, ora se despoja de ellas pero
conservándose y extendiéndose en esos cambios, el valor necesita ante todo de una forma autónoma, en la cual se compruebe su identidad
consigo mismo. Y esa forma sólo la posee en el dinero. Es por eso que éste constituye el punto de partida y el punto final de todo proceso de
valorización. Pero el dinero mismo sólo cuenta aquí como una forma de valor, ya que éste tiene dos formas. Sin asumir la forma mercantil, no
se presenta aquí en polémica contra la mercancía, como ocurre en el atesoramiento. El capitalista sabe que todas las mercancías, por
zaparrastrosas que parezcan o mal que huelan, en la fe y la verdad son dinero, judíos interiormente circuncidados, y por añadidura medios
prodigiosos para hacer del dinero más dinero.

2. Contradicciones de la fórmula general

La forma que adopta la circulación cuando el dinero sale del capullo, convertido en capital, contradice todas las leyes analizadas
anteriormente sobre la naturaleza de la mercancía, del valor, del dinero y de la circulación misma. Lo que distingue esa forma que reviste la
circulación simple de mercancías, es la secuencia inversa de los dos mismos procesos contrapuestos, la venta y la compra. ¿Cómo, empero,
esta diferencia puramente formal habría de transformar como arte de magia la naturaleza de estos procesos?
Pero eso no es todo. Esta inversión sólo existe para uno de los tres amigos del comercio que trafican entre sí. En cuanto capitalista compro
una mercancía a A y se la revendo a B, mientras que en mi calidad de simple poseedor de mercancías le vendo una mercancía a B y luego le
compro otra a A. Para los amigos del comercio A y B esa diferencia no existe. Pero la conexión de esos dos actos sólo existe para mí. Mi
primer acto, la compra, desde el punto de vista de A era una venta, en efecto, y mi segundo acto, la venta, era desde el punto de vista de B una
compra. A y B explicarían que toda la secuencia era superflua. En lo sucesivo, A vendería directamente a B y éste le compraría directamente a
él.
La inversión de la secuencia no nos hace salir de la esfera de la circulación mercantil simple, y hemos de observar, más bien, si por su
naturaleza ésta permite la valorización de los valores que ingresan a ella y, por consiguiente, la formación de plusvalor.
Examinemos el proceso de circulación en una forma bajo la cual se manifiesta como mero intercambio de mercancías. Respecto al valor de
uso puede decirse que “el intercambio es una transacción en la cual ganan ambas partes”. Ambos se desprenden de mercancías que en cuanto
valores de uso les son inútiles, y adquieren otras de cuyo uso necesitan. No ocurre lo mismo con el valor de cambio. El intercambio, en este
caso, no significa acrecentamiento del valor de cambio ni para el primero ni para el segundo, pues cada uno de los dos poseía, antes del
intercambio, un valor igual al que se ha procurado por ese medio. No se modifica el resultado por el hecho de que el dinero, en cuanto medio
de circulación, se interponga entre las dos mercancías, disociándose de manera tangible los actos de la compra y de la venta. El valor de las
mercancías está representado en sus precios antes de que entren en circulación; es, por ende, supuesto y no resultado de los mismos.
Por tanto, en la medida en que la circulación de la mercancía no trae consigo más que un cambio formal de su valor (de mercancía a dinero, y
de dinero a mercancía), trae consigo, siempre y cuando el fenómeno se opere sin interferencias, un intercambio de equivalentes.
Ahora bien, en su forma pura el proceso de circulación de las mercancías implica un intercambio de equivalentes. En la realidad, sin embargo,
las cosas no ocurren de manera pura. Supongamos por consiguiente, un intercambio de no equivalentes.
Vendedor  si vende su mercancía por un precio mayor, luego pierde el plusvalor cuando un tercer vendedor hace lo mismo que él.
Aumentarían las denominaciones dinerarias, esto es, los precios de las mercancías, pero sus relaciones de valor se mantendrían incambiadas.
Comprador  compra su producto por un valor más bajo, luego pierde el plusvalor cuando un tercer comprador adquiere su producto por un
precio también más bajo.
La formación de plusvalor y, por consiguiente, la transformación de dinero en capital, no pueden explicarse ni porque los vendedores
enajenan las mercancías por encima de su valor, ni porque los compradores las adquieran por debajo de su valor.
Los representantes consecuentes de la ilusión según la cual el plusvalor deriva de un recargo nominal de precios, o del privilegio que tendría
el vendedor de vender demasiado cara la mercancía, suponen por consiguiente la existencia de una clase que sólo compra, sin vender, y por lo
tanto sólo consume, sin producir. Desde el punto de vista que hemos alcanzado hasta ahora en nuestro análisis, es decir, desde el de la
circulación simple, la existencia de tal clase es todavía inexplicable.
Mantengámonos dentro de los límites del intercambio mercantil, donde los vendedores son compradores y los compradores vendedores.
Nuestra perplejidad proviene, tal vez, de que sólo hemos concebido en cuanto categorías personificadas, no individualmente.
El poseedor de mercancías A puede ser tan astuto que embauque a sus colegas B o C e impida que éstos, pese a toda su buna voluntad, se
tomen el debido desquite. Vende vino por ₤ 40 y obtiene trigo por ₤ 50, el valor global de la transacción es ₤ 90. Una vez efectuado el
intercambio, tenemos el mismo valor global de ₤ 90. El valor circundante no se ha acrecentado en un solo átomo; se ha modificado, sí, su
distribución entre A y B. Aparece en una parte como plusvalor lo que en la otra es minusvalor; en una parte como un más lo que en la otra es
un menos.
Por vueltas y vueltas que le demos, el resultado es el mismo. Si se intercambian equivalentes, no se origina plusvalor alguno, y si se
intercambian no equivalentes, tampoco surge ningún plusvalor. La circulación o el intercambio de mercancías no crea ningún valor.
Hemos visto que el plusvalor no puede surgir de la circulación, que, por lo tanto, al formarse tiene que ocurrir algo a espaldas de la
circulación, algo que no es visible en ella misma. ¿Pero el plusvalor puede surgir, acaso, de otro lado que no sea la circulación? La circulación
es el compendio de todas las relaciones recíprocas que se establecen entre los poseedores de mercancías. Fuera de ella el poseedor está en
relación únicamente con su propia mercancía.
El poseedor de mercancías puede crear valores por medio de su trabajo, pero no valores que se autovaloricen. Puede aumentar el valor de una
mercancía al agregar al valor existente nuevo valor por medio de un trabajo nuevo. Pero el mismo material tiene ahora más valor, porque
contiene una cantidad mayor e trabajo. No se ha valorizado, no se ha anexado un plusvalor. Es imposible, por tanto, que fuera de la esfera de
circulación, el productor de mercancías, sin entrar en contacto con otros poseedores de mercancías, valorice su valor y por consiguiente
transforme el dinero o la mercancía en capital.
El capital, por ende, no puede surgir de la circulación, y es igualmente imposible que no surja de la circulación. Tiene que brotar al mismo
tiempo en ella y no en ella.
3. Compra y venta de las fuerza de trabajo

El cambio en el valor del dinero que se ha de transformar en capital, no puede operarse en ese dinero mismo, pues como medio de compra y
en cuanto medio de pago solo realiza el pecio de la mercancía que compra o paga, mientras que, si se mantiene en su propia forma, se
petrifica como magnitud invariable de valor. La modificación tampoco puede resultar del segundo acto de la circulación, de la reventa de la
mercancía, ya que ese acto se limita a reconvertir la mercancía de la forma natural en la de dinero. El cambio, pues, debe operarse con la
mercancía que se compra en el primer acto, D – M, pero no con su valor, puesto que se intercambian equivalentes, la mercancía se paga a su
valor. Por ende, la modificación sólo puede surgir de su valor de uso en cuanto tal, esto es, de su consumo. Y para extraer valor del consumo
de una mercancía, nuestro poseedor de dinero tendría que ser tan afortunado como para descubrir dentro de la esfera de la circulación, en el
mercado, una mercancía cuyo valor de uso poseyera la peculiar propiedad de ser fuente de valor cuyo consumo efectivo mismo, pues, fuera
objetivación de trabajo, y por tanto creación de valor. Y el poseedor de dinero encuentra en el mercado esa mercancía específica: la capacidad
de trabajo o fuerza de trabajo.
Por fuerza de trabajo o capacidad de trabajo entendemos el conjunto de las facultades físicas y mentales que existen en la corporeidad, en la
personalidad viva de un ser humano y que él pone en movimiento cuando produce valores de uso de cualquier índole.
No obstante, para que el poseedor de dinero encuentre la fuerza de trabajo en el mercado, como mercancía, deben cumplirse diversas
condiciones. El intercambio de mercancías, en sí y para sí, no implica más relaciones de dependencia que las que surgen de su propia
naturaleza que las que surgen de su propia naturaleza. Bajo este supuesto, la fuerza de trabajo, como mercancía, , sólo puede aparecer en el
mercado en la medida y por el hecho de que su propio poseedor –la persona a quien pertenece esa fuerza de trabajo- la ofrezca y venda como
mercancía. Para que su poseedor la venda como mercancía es necesario que pueda disponer de la misma, y por tanto que sea propietario libre
de su capacidad de trabajo, de su persona. Como persona tiene que comportarse constantemente con respecto a su fuerza de trabajo como con
respecto a su propiedad, y por tanto a su propia mercancía, y únicamente está en condiciones de hacer eso en la medida en que la pone a
disposición del comprador –se la cede para su consumo- sólo transitoriamente, por un lapso determinado, no renunciando, por tanto, con su
enajenación a su propiedad sobre ella.
La segunda condición esencial para que el poseedor de dinero encuentre en el mercado la fuerza de trabajo como mercancía, es que el
poseedor de ésta, en vez de poder vender mercancías en las que haya objetivado su trabajo, deba, por el contrario, ofrecer como mercancía su
fuerza de trabajo misma, la que sólo existe en la corporeidad viva que le es inherente.
Para que alguien pueda vender mercancías diferentes de su fuerza de trabajo, ese alguien tendrá que poseer, naturalmente, medios de
producción, por ejemplo materias primas, instrumentos de trabajo, etc. Necesita, además, medios de subsistencia.
Para la transformación del dinero en capital el poseedor de dinero, pues, tiene que encontrar en el mercado de mercancías al obrero libre; libre
en el doble sentido de que por una parte dispone, en cuanto hombre libre, de su fuerza de trabajo en cuanto mercancía suya, y de que, por otra
parte, carece de otras mercancías para vender, está exento y desprovisto, desembarazado de todas las cosas necesarias para la puesta en
actividad de su fuerza de trabajo.
La naturaleza no produce por una parte poseedores de dinero o de mercancías y por otras personas que simplemente poseen sus propias
fuerzas de trabajo. Esta relación, es en sí misma, ostensiblemente, el resultado de un desarrollo histórico precedente, el producto de
numerosos trastocamientos económicos, de la decadencia experimentada por toda una serie de formaciones más antiguas de la producción
social.
También las categorías económicas antes consideradas llevan la señal de la historia. En la existencia del producto como mercancía están
embozadas determinadas condiciones históricas. La presentación del producto como mercancía implica una división del trabajo tan
desarrollada dentro de la sociedad, como para que se consume la escisión entre valor de uso y valor de cambio, iniciada apenas en el comercio
directo del trueque. Esta etapa de desarrollo, sin embargo, es común a las formaciones económico-sociales históricamente más diversas.
O, si consideramos el dinero, vemos que éste presupone que el intercambio de mercancías haya alcanzado cierto nivel.
En el caso del capital, sus condiciones históricas no están dadas, en absoluto, con la circulación mercantil y la dineraria. Surge tan sólo
cuando el poseedor de medios de producción y medios de subsistencia encuentra en el mercado al trabajador libre como vendedor de su
fuerza de trabajo, y esta condición histórica entraña una historia universal. El capital, por consiguiente, anuncia desde el primer momento una
nueva época en el proceso de la producción social.
El valor de la fuerza de trabajo, al igual que el de toda otra mercancía, se determina por el tiempo de trabajo socialmente necesario para la
producción, y por tanto también para la reproducción, de ese artículo específico. Para su conservación el individuo vivo requiere cierta
cantidad de medios de subsistencia. Por lo tanto, el tiempo de trabajo necesario para la producción de la fuerza de trabajo se resuelve en el
tiempo de trabajo necesario para la producción de dichos medios de subsistencia, o, dicho de otra manera, el valor de la fuerza de trabajo es el
valor de los medios de subsistencia necesarios para la conservación del poseedor de aquélla.
Las necesidades naturales mismas –como alimentación, vestido, calefacción, vivienda, etc.- difieren según las peculiaridades climáticas y las
demás condiciones naturales de un país. Por lo demás, hasta el volumen de las llamadas necesidades imprescindibles, así como la índole de su
satisfacción, es un producto histórico y depende por tanto en gran parte del nivel cultural de un país, y esencialmente, entre otras cosas,
también de las condiciones bajo las cuales se ha formado la clase de los trabajadores libres, y por tanto de sus hábitos y aspiraciones vitales.
Por oposición a las demás mercancías, pues, la determinación del valor de la fuerza laboral encierra un elemento histórico y moral.
El propietario de la fuerza de trabajo es mortal. Por tanto, debiendo ser continua su presencia en el mercado –tal como presupone la continua
transformación de dinero en capital-, el vendedor de la fuerza de trabajo habrá de perpetuarse, “del modo en que se perpetúa todo individuo
vivo, por medio de la procreación”. Será necesario reponer constantemente con un número por lo menos igual de nuevas fuerzas de trabajo,
las que se retiran del mercado por desgaste y muerte. La suma de los medios de subsistencia necesarios para la producción de la fuerza de
trabajo, pues, incluye los medios de subsistencia de los sustitutos, esto es, los hijos de los obreros, de tal modo que pueda perpetuarse en el
mercado esa raza de peculiares poseedores de mercancías.
El valor de la fuerza de trabajo se resuelve en el valor de determinada suma de medios de subsistencia. También varía, por consiguiente, con
el valor de los medios de subsistencia, esto es, con la magnitud del tiempo de trabajo requerido para su producción.
El límite último o límite mínimo del valor de la fuerza laboral lo constituye el valor de la masa de mercancías sin cuyo aprovisionamiento
diario el portador de la fuerza de trabajo, el hombre, no puede renovar su proceso vital; esto es, el valor de los medios de subsistencia
físicamente indispensables.
Conocemos ahora el modo en que se determina el valor que el poseedor de dinero le paga a quien posee esa mercancía peculiar, la fuerza de
trabajo. El valor de uso que, por su parte, obtiene el primero en el intercambio, no se revelará sino en el consumo efectivo, en el proceso de
consumo de la fuerza de trabajo. El poseedor de dinero compra en el mercado todas las cosas necesarias para ese proceso, como materia
prima, etc., y las paga a su precio cabal. El proceso de consumo de la fuerza de trabajo es al mismo tiempo el proceso de producción de la
mercancía y del plusvalor. El consumo de la fuerza de trabajo, al igual que el de cualquier otra mercancía, se efectúa fuera del mercado o de la
esfera de circulación. Abandonamos, por tanto, esa ruidosa esfera instalada en la superficie accesible a todos los ojos, para dirigirnos, junto al
poseedor de dinero y al poseedor de fuerza de trabajo, siguiéndoles los pasos, hacia la oculta sede de la producción, en cuyo dintel se lee: “No
admittance except on business” [Prohibida la entrada salvo por negocios]. Veremos aquí no sólo cómo el capital produce, sino también como
se produce el capital. Se hará luz, finalmente, sobre el misterio que envuelve la producción del plusvalor.

Sección tercera: Producción del plusvalor absoluto


Capítulo V: Proceso de trabajo y proceso de valorización

El uso de la fuerza de trabajo es el trabajo mismo. El comprador de la fuerza de trabajo la consume haciendo trabajar a su vendedor. Con ello
este último llega a ser actu lo que antes era sólo potentia: fuerza de trabajo que se pone en movimiento a sí misma, obrero. El capitalista, pues,
hace que el obrero produzca un valor de uso especial, un artículo determinado. La producción de valores de uso, o bienes, no modifica su
naturaleza general por el hecho de efectuarse para el capitalista y bajo su fiscalización. De ahí que en un comienzo debemos investigar el
proceso de trabajo prescindiendo de la forma social determinada que asuma.
El trabajo es, en primer lugar, un proceso entre el hombre y la naturaleza, un proceso en que el hombre media, regula y controla su
metabolismo con la naturaleza. Concebimos el trabajo bajo una forma en la cual pertenece exclusivamente al hombre.
Los elementos simples del proceso laboral son la actividad orientada a un fin –o sea el trabajo mismo-, su objeto y sus medios.
La tierra (incluyendo el agua) existe sin intervención del hombre como el objeto general del trabajo. Todas las cosas que el trabajo se limita a
desligar de su conexión directa con la tierra son objetos de trabajo preexistentes en la naturaleza. En cambio, si el objeto de trabajo ya ha
pasado por el filtro de un trabajo anterior, lo denominamos materia prima. El objeto de trabajo sólo es materia prima cuando ya ha
experimentado una modificación mediada por el trabajo.
El medio de trabajo es una cosa o conjunto de cosas que el trabajador interpone entre él y el objeto de trabajo y que le sirve como vehículo de
su acción sobre dicho objeto. El trabajador se vale de las propiedades mecánicas, físicas y químicas de las cosas para hacerlas operar,
conforme al objetivo que se ha fijado, como medios de acción sobre otras cosas. Lo que diferencia unas épocas de otras no es lo que se hace,
sino cómo, con qué medios de trabajo se hace. Los medios de trabajo no sólo son escalas graduadas que señalan el desarrollo alcanzado por la
fuerza de trabajo humana, sino también indicadores de las relaciones sociales bajo las cuales se efectúa ese trabajo.
En el proceso laboral, pues, la actividad del hombre, a través del medio de trabajo, efectúa una modificación del objeto de trabajo procurada
de antemano. El proceso se extingue en el producto. Su producto es un valor de uso, un material de la naturaleza adaptado a las necesidades
humanadas mediante un cambio de forma. El trabajo se ha objetivado, y el objeto ha sido elaborado.
Cuando el valor de uso egresa, en cuanto producto del proceso de trabajo, otros valores de uso, productos de procesos laborales anteriores,
ingresan en él en cuanto medios de producción. El mismo valor de uso que es el producto de este trabajo, constituye el medio de producción
de aquel otro. Los productos, por consiguiente, no sólo son resultado, sino a la vez condición del proceso de trabajo. Como vemos, el hecho
de que un valor de uso aparezca como materia prima, medio de trabajo o producto, depende por entero de su función determinada en el
proceso laboral, del lugar que ocupe en el mismo; con el cambio de ese lugar cambian aquellas determinaciones.
Volvamos a nuestro capitalista. Habíamos perdido sus pasos después que él adquiriera en el mercado todos los factores necesarios para
efectuar un proceso laboral: medios de producción y fuerza de trabajo. El proceso de trabajo, en cuanto proceso en que el capitalista consume
la fuerza de trabajo, muestra dos fenómenos peculiares.
El obrero trabaja bajo el control de capitalista, a quien pertenece el trabajo de aquél. El capitalista vela ir que e trabajo se efectúe de la debida
manera y los medios de producción se empleen con arreglo al fin asignado, por tanto para que no se desperdicie materia prima y se economice
el instrumento del trabajo, o sea que sólo s desgaste en la medida en que lo requiera su uso en el trabajo.
Pero, en segundo lugar, el producto es propiedad del capitalista, no del productor directo, del obrero. El capitalista, paga, por ejemplo, el valor
diario de la fuerza de trabajo. Por consiguiente le pertenece su uso durante un día, como le pertenecería el de cualquier otra mercancía que
alquilara por el término de un día. Desde el momento que el obrero pisa el taller del capitalista, el valor de uso de su fuerza de trabajo, y por
tanto su uso, el trabajo, pertenece al capitalista. Mediante la compra de la fuerza de trabajo, el capitalista ha incorporado la actividad laboral
misma, como fermente vivo, a los elementos muertos que componen el producto, y que también le pertenecen.
En la producción de mercancías, el valor de uso no es, en general, la cosa que se ama por sí misma. Si aquí se producen valores de uso es
únicamente porque son sustrato material, portadores del valor de cambio, y en la medida en que lo son. Y para nuestro capitalista se trata de
dos cosas diferentes. En primer lugar, el capitalista quiere producir un valor de uso que tena valor de cambio, un artículo destinado a la venta
una mercancía. Y en segundo lugar quiere producir una mercancía cuyo valor sea mator que la suma de los valores de las mercancías
requeridas para su producción, de los medios de producción y de la fuerza de trabajo por los cuales él adelantó su dinero contante y sonante n
el mercado. No sólo quiere producir un valor de uso, sino una mercancía; no sólo quiere un valor de uso, sino un valor, y no sólo valor, sino
además plusvalor. Así es como la mercancía misma es una unidad de valor de uso y valor, es necesario que su proceso de producción sea una
unidad de proceso laboral y proceso de formación de valor.
Consideremos ahora, asimismo, el proceso de producción como proceso de formación de valor.
El valor de la fuerza de trabajo y su valorización en el proceso laboral, son dos magnitudes diferentes. El capitalista tenía muy presente esa
diferencia de valor cuando adquirió la fuerza de trabajo. Su propiedad útil, la de hacer hilado o botines, era sólo una conditio sine qua non,
porque para formar valor es necesario gastar trabajo de manera útil. Pero lo decisivo fue el valor de uso específico de esa mercancía, el de ser
fuente de valor, y de más valor que el que ella misma tiene. Es éste el servicio específico que el capitalista esperaba de ella. Y procede al
hacerlo, conforme a las leyes eternas del intercambio mercantil. En rigor, el vendedor de la fuerza de trabajo, al igual que el vendedor de
cualquier otra mercancía, realiza su valor de cambio y enajena su valor de uso.
El poseedor de dinero ha pagado el valor de una jornada de fuerza de trabajo; le pertenece, por consiguiente, su uso durante toda una jornada,
el trabajo de una jornada. La circunstancia de que el mantenimiento diario de la fuerza de trabajo sólo cueste media jornada laboral, pese a
que la fuerza de trabajo puede operar o trabajar durante un día entero, y el hecho, por ende, de que el valor creado por el uso de aquélla
durante un día sea dos veces mayor que el valor diario de la misma, constituye una suerte extraordinaria para el comprador, pero en absoluto
una injusticia en perjuicio del vendedor.
La transformación de su dinero en capital, ocurre en la esfera de la circulación y no ocurre en ella. Se opera por intermedio de la circulación,
porque se halla condicionada por la compra de la fuerza de trabajo n el mercado. Y no ocurre en la circulación, porque ésta se limita a iniciar
el proceso de valorización, el cual tiene lugar en la esfera de la producción.
Si comparamos, ahora, el proceso de formación de valor y el proceso de valorización, veremos que este último no es otra cosa que el primero
prolongado más allá de cierto punto. Si el proceso de formación del valor alcanza únicamente al punto en que con un nuevo equivalente se
remplaza el valor de la fuerza de trabajo pagado por el capital, estaremos ante un proceso simple de formación de valor. Si ese proceso se
prolonga más allá de este punto, se convierte en proceso de valorización.
Veamos que la diferencia, al a que llegábamos en el análisis de la mercancía, entre el trabajo en cuanto creador de valor de uso y el mismo
trabajo en cuanto creador de valor, se presenta ahora como diferenciación entre los diversos aspectos del proceso de producción.
Como unidad del proceso laboral y del proceso de formación de valor, el proceso de producción es proceso de producción de mercancías; en
cuanto unidad del proceso laboral y del proceso de valorización, es proceso de producción capitalista, forma capitalista de la producción de
mercancías.

EMILE DURKHEIM, La División del Trabajo Social.


El tema de la obra es, en términos generales, la cuestión del lazo social (solidaridad). En términos específicos, el asunto gira en torno a la
construcción del lazo social en la sociedad moderna, en una sociedad de individuos diferentes. Su pregunta será: ¿cómo es posible que en
dicha sociedad los individuos sean cada vez más personales y cada vez más solidarios, más sujetos a la sociedad?
INTRODUCCIÓN
DIVISION DEL TRABAJO Ley de la Naturaleza (se impone a TODAS las sociedades por ser anterior a cada una de ellas)
Regla moral de la conducta humana
Durkheim afirma que la división del trabajo es una ley que se impone históricamente, es una regla moral. Llega a ser, cada vez más,
una de las bases fundamentales del orden social.
Aunque nuestra industria moderna se inclina cada vez más a los mecanismos poderosos, a las grandes agrupaciones de fuerzas y de capita
consecuencia; a la extrema división del trabajo, tanto en relación a las ocupaciones dentro de las fábricas como entre las industrias en general, la división d
no pertenece exclusivamente al terreno económico (tal como plantea la economía clásica) sino que afecta a las regiones mas diferentes de la sociedad
políticas, administrativas, judiciales, artísticas y científicas).
Los estudios de filosofía biológica permitieron observar la siguiente generalidad: la ley de la división del trabajo se aplica tanto a los
organismos como a las sociedades. De aquí se desprende que la división del trabajo social es un fenómeno de biología general, cuyas
condiciones tienen que ver con las propiedades esenciales de la materia organizada. Dicha ley precede a todas las sociedades y por esto
mismo las conduce indistintamente en el mismo sentido.
La división del trabajo no puede producirse sin afectar profundamente nuestra constitución moral, pues el desenvolvimiento del
hombre se realiza de dos maneras diferentes, según nos abandonemos a ese movimiento o le ofrezcamos resistencia. Entre estas dos, ¿cuál
debemos querer? Aquellos que se disponen a ofrecer resistencia a la división del trabajo, son censurados. El buen hombre de otras veces
(talentos movibles que se prestan por igual a todos los empleos, sin elegir un empleo determinado para atenerse a él), no es para Durkheim
mas que un diletante. La perfección tiene que ver con el hombre que busca producir, que tiene una tarea delimitada y que se consagra a ella,
que esta a su servicio. El deber exclusivo del hombre ya no debe ser realizar en el las condiciones del hombre en general, sino tener las de su
empleo. En este sentido, la educación cumple la función de formar a los niños de manera diferente, en vista de las funciones diferentes que
están llamados a cumplir (≠ educación homogénea). El imperativo categórico de la conciencia moral esta en vías de tomar la forma siguiente:
ponte en estado de llenar útilmente una función determinada.
La vida moral, como la del cuerpo y el espíritu, responde a necesidades diferentes e incluso contradictorias; es natural, pues, que sea
hecha en parte de elementos antagónicos que se limitan y ponderan mutuamente. Para decidir sobre el valor moral de un precepto, no debe
recurrirse a generalizaciones sumarias (leyes morales a priori que privilegian el 'deber ser' en lugar de dar cuanta de los hechos). Estas no
tienen el interés de una concepción científica, ya que responde a las aspiraciones personales de un pensador. Necesitamos descartar esas
deducciones que generalmente no se emplean sino para figurar un argumento y justificar, fuera de tiempo, sentimientos preconcebidos e
impresiones personales. Para saber lo que objetivamente constituye la división del trabajo, no basta desenvolver el contenido de la idea que
nosotros nos hacemos, sino que es preciso tratarla como un hecho objetivo, observarlo, compararlo, y veremos que el resultado de esas
observaciones difiere con frecuencia de lo que nos sugiere el sentido intimo (método histórico-comparativo ver 'Sociología y Ciencias
sociales').
CAPITULO II. Solidaridad mecánica o por semejanzas.
El lazo de solidaridad al que corresponde el derecho represivo es aquel cuya ruptura constituye el crimen (CRIMEN: acto que, en un
grado cualquiera, determina contra su autor esa reacción característica que se llama pena). Buscar cual es ese lazo equivale a preguntar cuál es
la causa de la pena o en qué consiste esencialmente el crimen. Si bien existen distintas especies de crímenes, todas ellas tienen en común que
afectan en todas partes de la misma manera la conciencia moral de las naciones y producen en todas partes la misma consecuencia. El medio
para encontrar los rasgos comunes en todas las variedades criminológicas no es el de la enumeración de actos que han sido calificados de
crímenes, ya que constituyen una ínfima minoría. Ese carácter constante no debería encontrarse entre las propiedades intrínsecas de los actos
impuestos o prohibidos por las reglas penales, puesto que presentan una tal diversidad, sino en las relaciones que sostienen con alguna
condición que les es externa.
Definiciones:
1. Se ha creído encontrar esta relación en una especie de antagonismo entre esas acciones y los grandes intereses sociales. Existen multitud
de actos que han sido y son todavía mirados como criminales, sin que, por ellos mismos, sean perjudiciales a la sociedad. Aun en el caso de
que ciertamente lo fueran, sería preciso que el grado perjudicial que ofrezca se halle en relación regular con la intensidad de la represión que
lo castiga (sociedades avanzadas el homicidio es considerado el peor de los crímenes pero una crisis económica o financiera puede
amenazar mucho mas gravemente al cuerpo social). Sin embargo, se demuestra que un acto puede ser desastroso sin que se incurra en la más
mínima represión. Esta definición del crimen es, por lo tanto, inadecuada mírese como se mire.
2. Otra definición sugiere que son criminales aquellos actos que parecen perjudiciales a la sociedad que los reprime. Esta explicación nada
nos dice acerca de porqué en un gran numero de casos las sociedades se han equivocado y han impuesto practicas que, por si mismas, no eran
ni útiles siquiera. No obstante, el fundamento de esta teoría no deja de ser cierto: busca en estados del sujeto las condiciones constitutivas de
la criminalidad. Si hay algo que no ofrece duda es que el crimen hiere sentimientos que, para un mismo tipo social, se encuentran en todas las
conciencias sanas. Como las reglas que prohíben los actos están grabadas en todas las conciencias, todo el mundo las conoce y siente su
fundamento, al menos en el estado normal.
Todo derecho escrito tiene un doble objeto: establecer ciertas obligaciones y definir las sanciones que a ellas están ligadas. El
derecho civil determina la obligación y solo después dice la manera en la que debe sancionarse. El derecho penal, por el contrario, no define
la obligación sino solo la sanción. En este caso, la regla no esta formulada porque es conocida y porque todo el mundo acepta su autoridad (si
las reglas no necesitan una expresión jurídica significa que no son objeto de discusión alguna). Por esa misma razón el funcionamiento de la
justicia represiva tiende siempre a permanecer más o menos difuso. En tipos sociales muy diferenciados no se ejerce por un magistrado
especial sino que la sociedad entera participa en ella en una medida más o menos amplia. En las sociedades primitivas en las que todo el
derecho es penal, la asamblea del pueblo es la que administra justicia.
No se ha definido el crimen cuando se ha dicho que consiste en una ofensa a los sentimientos colectivos. Los sentimientos
colectivos a que corresponde e crimen deben singularizarse, pues, de los demás por alguna propiedad distintiva: deben tener una cierta
intensidad media. No sólo están grabados en todas las conciencias, sino que están fuertemente grabados. Hallamos la prueba en la extrema
lentitud con que el derecho penal evoluciona, es la parte del derecho positivo más refractaria al cambio. El derecho religioso es también
represivo: es esencialmente conservador. Esta fijeza del derecho penal es un testimonio de la fuerza de resistencia de los sentimientos
colectivos a que corresponde. Por el contrario, la plasticidad mayor de las reglas puramente morales y la rapidez relativa de su evolución
demuestran la menor energía de los sentimientos que constituyen su base. Hace falta definir una última observación para que la enunciación
sea exacta: no basta tampoco con que los sentimientos sean fuertes; es necesario que sean precisos. En efecto, cada uno de ellos afecta a una
práctica muy definida aunque sea positiva o negativa, simple o compleja. Así, las reglas penales se distinguen por su claridad y su precisión,
mientras que las reglas puramente morales tienen generalmente algo de fluctuantes.
De aquí, puede formularse una conclusión. El conjunto de las creencias y de los sentimientos comunes al término medio de los
miembros de una misma sociedad, constituye un sistema determinado que tiene su vida propia, se le puede llamar la conciencia
colectiva o común.

- Es difusa en toda la extensión de la sociedad,


- Tiene caracteres específicos que hacen de ella una realidad distinta,
- No cambia con cada generación sino que liga unas con otras las
generaciones sucesivas,
- Es el tipo psíquico de la sociedad, tipo que tiene sus propiedades, sus
condiciones de existencia, su manera de desenvolverse, como todos los
tipos individuales, aunque de tora manera,
- Se distingue de la conciencia social. Esta última se refiere a la vida
psíquica de toda la sociedad mientras que en algunas sociedades o
constituye más que una parte restringida.

Relación entre CRIMEN y CONCIENCIA COLECTIVA: se puede decir que un acto es criminal cuando ofende los estados fuertes y
definidos de la conciencia colectiva. En todas las variedades criminológicas se manifiesta una oposición entre el crimen y ciertos sentimientos
colectivos. No hay que decir que un acto hiere la conciencia común porque es criminal, sino que es criminal porque hiere la conciencia
común. No lo reprobamos porque es un crimen sino que es un crimen porque lo reprobamos.
Hay casos que son mas severamente reprimidos que fuertemente rechazados por la opinión. En estos casos la delictuosidad no
procede de la vivacidad de los sentimientos que fueron ofendidos, sino que viene de otra causa. Una vez que un poder de gobierno se
establece, es capaz, por su acción propia, de crear ciertos delitos o de agravar el valor criminológico de algunos otros. Por lo tanto, estos casos
se definen como criminales en la medida que se dirigen contra alguno de los órganos directores de la vida social. Más allá de esta distinción,
el crimen es en todas partes el mismo, puesto que determina la pena. Aunque el poder de reacción, propio del Estado, debe ser de la misma
naturaleza que el que se halla difuso en la sociedad, hay un privilegio a favor del Estado (el menor perjuicio causado al órgano de gobierno es
castigado, mientras que desordenes mucho más importantes en otros órganos sociales solo se reparan civilmente). La función del Estado es
defender la conciencia colectiva contra todos lo enemigos de dentro y de fuera: es la encarnación del tipo colectivo. Su fuerza viene de la
autoridad que este ejerce sobre las conciencias individuales. Una vez que se constituye, es capaz de producir espontáneamente movimientos
propios sin que por eso se independice. Esto permite que señale como crímenes actos que lo hieren sin a la vez herir en el mismo grado los
sentimientos colectivos.
Toda la criminalidad procede, directa o indirectamente, de la conciencia colectiva. El crimen no es sólo una lesión de intereses,
incluso graves, es una ofensa contra la autoridad en cierto modo trascendente. Ahora bien, experimentalmente, no hay fuerza moral superior al
individuo, como no sea la fuerza colectiva.
CAPÍTULO III: “La solidaridad debida a la división del trabajo u orgánica”
Sección IV.
Dos clases de solidaridad positiva (aquella que produce integración):
. Se fortalece en la medida que las ideas y . C/ individuo depende más
las tendencias comunes a todos los estrechamente de la sociedad cuanto
miembros de la sociedad sobrepasan en más dividido esta el trabajo. A su vez,
número y en intensidad a los que pertenecen cuanto más especializada sea la
personalmente a cada uno de ellos. actividad, tanto más personal es esta.

. Esta solidaridad aumenta en razón inversa a . Esta solidaridad no es posible si cada


la personalidad. (No es posible en la medida uno no tiene una esfera de acción que le
en que la personalidad individual se observa sea propia, una personalidad.
en la personalidad colectiva).

. Alcanza su máximum cuando la conciencia . Es preciso que la conciencia colectiva


colectiva recubre la conciencia total y deje descubierta una parte de la
nuestra individualidad es nula. Ya no conciencia individual para que en ella se
somos nosotros mismos sino el SER establezcan funciones especiales que no
COLECTIVO. puede reglamentar.

SOLIDARIDAD MECÁNICA Los individuos difieren unos de otros,


SOLIDARIDAD ORGÁNICA dejando bastante lugar a la iniciativa
libre. La individualidad del todo aumenta
Las partes carecen de movimientos al mismo tiempo que la de las partes; la
propios: la conciencia individual sociedad se hace más capaz para
depende del tipo colectivo y sigue moverse con unidad, a la vez que cada
todos los movimientos. El individuo no uno de los elementos tiene más
se pertenece; es una cosa de que movimientos propios.
dispone la sociedad. (SOLIDARIDAD DEBIDA A LA DIVISIÓN
(SOLIDARIDAD POR SEMEJANZAS) DEL TRABAJO)

ES MECANICA PORQUE LOS INDIVIDUOS ES ORGÁNICA PORQUE CADA INDIVIDUO


CARECEN DE MOVIMIENTOS PROPIOS Y CUMPLE UNA FUNCIÓN Y DICHA
AUTÓNOMOS. SE AGREGAN UNOS CON ESPECIALIZACIÓN LOS VUELVE
OTROS CONSTITUYENDO MÁS UN INTERDEPENDIENTES, FAVORECIENDO
AGREGADO QUE UNA COMBINACIÓN. LA UNIDAD DEL ORGANISMO.
(Analogía con los cuerpos brutos e inorgánicos) (Analogía con los cuerpos vivos)

Los tipos de solidaridad se relacionan con los dos tipos de conciencia:


- COLECTIVA: Es común a la de todo el grupo al que pertenecemos. Es la sociedad viviendo y actuando en nosotros.
- INDIVIDUAL: Sólo nos representa a nosotros en lo que tenemos de personal y de distinto., en lo que hace de nosotros un individuo.
CAPITULO 5: “Preponderancia progresiva de la solidaridad orgánica y sus consecuencias”
Sección II.
La solidaridad mecánica liga menos fuertemente a los hombres que la solidaridad orgánica. Además, a medida que se avanza en la
evolución social, se va relajando cada vez más.
La fuerza del lazo social que tiene origen en la solidaridad mecánica depende de:
1) La relación entre el volumen de la conciencia común y el de la conciencia individual. Tiene mayor
energía cuanto más recubre la primera a la segunda,
2) Vitalidad/Intensidad media de los estados de conciencia colectiva,
3) Determinación mayor o menor de esos mismos estados: cuanto más definidas son las prácticas y las
creencias, menos lugar dejan para las diferencias particulares. A la inversa, cuanto más generales e
indeterminadas son las reglas de conducta y del pensamiento, más debe intervenir la reflexión individual
para aplicarla a casos particulares.

Las reglas definidas y fuertes de la conciencia común constituyen las raíces del derecho penal. Estas son cada vez menos, y a medida que
las sociedades de nuestro tipo van avanzando, la intensidad media y la determinación de los estados colectivos han disminuido. No obstante,
de aquí no se deprende que la extensión total de la conciencia colectiva se haya reducido. Puede ocurrir que existan menos estados fuertes y
definidos y que haya un mayor número de otros. Es evidente que las actividades especiales se han desenvuelto más que la conciencia común;
por lo tanto, es probable que en cada conciencia individual la esfera personal se haya agrandado. La relación entre la conciencia individual y
la conciencia colectiva se modifica: la conciencia común se hace más débil y más vaga, hay un debilitamiento de la solidaridad mecánica.
El número de tipos criminológicos representan la cantidad de estados fuertes y definidos de la conciencia común. Durkheim analiza los
actuales para concluir que el número ha disminuido, lo cual significa una retracción de la conciencia común (existen menos actos que violan
la conciencia común porque esta es más débil).
Sección V.
La religión no puede definirse en función de la idea de Dios (conjunto de creencias y de sentimientos de toda especie, relativos a las
relaciones del hombre con un ser o con seres cuya naturaleza considera como superior a la suya). Su esfera de acción trasciende el comercio
del hombre con lo divino.
Las ideas y los sentimientos religiosos tienen en común una característica: la de ser comunes a un cierto numero de individuos que
viven juntos, y, además, la de poseer una intensidad media bastante elevada.
Durante mucho tiempo se ha confundido lo social con lo religioso, ya que originariamente esto último se extendía a todas las esferas
de la vida social. Poco a poco, la religión ha ido abarcando una porción cada vez más pequeña de lo social: las funciones económicas,
políticas, científicas, etc. Se constituyen aparte y adquieren un carácter cada vez más temporal. No solo no aumenta el dominio de la religión a
la vez que el de la vida temporal y en igual medida, sino que por momentos se restringe más. Otra muestra de la debilidad de la conciencia
colectiva se observa en la disminución del número de proverbios, los cuales expresan un pensamiento común.

LEY DE REGRESION se manifiesta en

DERECHO PENAL: alcanza fenómenos de sensibilidad


Debilitamiento de
la conciencia colectiva RELIGIÓN: comprende ideas y doctrinas, además de
sentimientos.

El tipo colectivo pierde relieve. Las formas son


más abstractas e indecisas.

El INDIVIDUALISMO es un fenómeno que se desenvuelve en el transcurso de la historia. Este progreso y aquella regresión se han realizado
sin solución de continuidad. Hay ahí una ley invariable contra la que sería absurdo revelarse.
La ley de regresión no quiere decir que la conciencia común se halle amenazada de desaparecer totalmente. Esta consiste, cada vez
más, en maneras de pensar y de sentir muy generales e indeterminadas que dejan sitio libre a una multitud creciente de disidencias
individuales. Hay, sin embargo, un sitio en el que se ha afirmado y precisado: aquel desde el cual contempla al individuo
MIENTRAS QUE TODAS LAS DEMÁS CREENCAS Y TODAS LAS DEMÁS PRACTICAS ADQUIEREN UN CARÁCTER CADA VEZ
MENOS RELIGIOSO, EL INDIVIDUO SE CONVIERTE EN EL OBJETO DE UNA ESPECIE DE ADORACIÓN.

CULTO POR LA DIGNIDAD DEL INDIVIDUO

Es común en tanto es compartida por la humanidad pero es individual por su objeto. Si orienta todas las voluntades hacia un mismo
fin, este fin no es social. Extrae su fuerza de la sociedad pero no nos liga a la misma sino a nosotros mismos. Por consiguiente, no constituye
un verdadero lazo social. Muchos teóricos han hecho de ese sentimiento la base de su doctrina moral, provocando la disolución de la
sociedad. Puesto que la solidaridad mecánica va debilitándose, es preciso, o que la vida propiamente social disminuya, o que otra solidaridad
venga poco a poco a sustituir la que se va. Cuanto mas se avanza, más profundo es el propio sentimiento, y el de su unidad, en las sociedades.
Necesariamente, tiene que existir otro lazo social que produzca ese resultado y no puede haber otro que el que deriva de la división del
trabajo. Si, además, se recuerda que la solidaridad mecánica no liga a los hombres con la misma fuerza que la división del trabajo y que deja
fuera de su acción a gran parte de los fenómenos actuales, resulta más evidente que la solidaridad social tiende a devenir exclusivamente
orgánica. Es la división del trabajo la que llena cada vez más la función que antes desempeñaba la conciencia común; ella es principalmente la
que sostiene unidos los agregados sociales de los tipos superiores.

CAPITULO VI: “Preponderancia progresiva de la solidaridad orgánica y sus consecuencias. (Continuación) “

Sección I.

Ley histórica: La solidaridad mecánica pierde progresivamente terreno y la solidaridad orgánica se hace poco a poco preponderante.
[ REGRESIÓN Y PROGRESIÓN ]
Cuando la manera de ser solidarios los hombres se modifica, la estructura de las sociedades también
cambia. Por lo tanto, hay dos tipos sociales que se corresponden con esas dos especies de solidaridad.

TIPO SOCIAL CUYA COHESIÓN RESULTA DE LA SOLIDARIDAD MECÁNICA SISTEMA DE SEGMENTOS


HOMOGÉNEOS Y SEMEJANTES ENTRE SÍ.

Existe un tipo social que constituye una especie de germen del cual surgen todos los tipos sociales, Durkheim lo denomina
HORDA: Es una masa totalmente homogénea, que carece de toda forma definida y de organización. Esta forma de sociedad es un tipo extremo,
no se han observado sociedades que respondieran a la descripción.
El CLAN es la horda que ha dejado de ser independiente para devenir elemento de un grupo más extenso. La SOCIEDAD
SEGMENTARIA A BASE DE CLANS es el pueblo constituido por una asociación de clans. Son segmentarias porque están formadas por la
repetición de agregados semejantes entre sí. Es una organización familiar: todos los miembros que la componen se consideran como parientes
unos a otros aunque para formar parte de ella no sea necesario mantener relaciones de consanguinidad definidas. Es una unidad política: los
jefes de los clans son las únicas autoridades sociales. Para que la organización segmentaria sea posible, es preciso, a la vez, que los segmentos
se parezcan, sin lo cual no estarían unidos, y que se diferencien, sin lo cual se confundirían unos con otros y se destruirían. Este tipo social es el
más difundido entre las sociedades inferiores. La personalidad colectiva es la única que existe; por lo tanto, la religión penetra toda la vida
social y la propiedad es colectiva (la propiedad privada aparecerá recién a partir de que el individuo devenga un ser personal y distinto). En los
casos en los que existe un poder absoluto, este es la emanación de la conciencia común y por eso concentra el carácter religioso de la sociedad
en su persona y el derecho de propiedad. La relación que se teje entre el individuo y el jefe es unilateral, distinta de la relación de reciprocidad
que produce la división lal trabajo.

TIPO SOCIAL CUYA COHESIÓN RESULTA DE LA SOLIDARIDAD ORGNÁNICA SISTEMA DE ÓRGANOS


DIFERENTES, CADAUNO CON SU FUNCIÓN ESPECIAL Y FORMADOS, EN SU INTERIOR, DE PARTES DIFERENCIADAS
TIPO SOCIAL ORGANIZADO.

En este tipo social, la división del trabajo hace coherente a la sociedad a la vez que determina los rasgos constitutivos de
su estructura.

La organización esta coordinada por un órgano central, que depende de los hombres de la misma forma en la que los hombres
dependen de él. Es una autoridad con un carácter humano y temporal. En su interior, los individuos se agrupan con arreglo a la naturaleza
particular de la actividad social que realizan. Por lo tanto, el medio natural y necesario es el medio profesional. (GRUPOS PROFESIONALES)
La manera como las funciones de dividen está calcada sobre la división ya existente en la sociedad. En aquellas sociedades en las
que la organización emana de una mezcla entre la organización profesional y la organización familiar, existe un antagonismo que finalmente
acaba por estallar: estos dos sistemas no pueden coexistir: uno no progresa sino a medida que el otro retroceda (es un movimiento constante de
progresión y regresión).
Los clans desaparecen: la masa de la población ya no se divide con arreglo a las relaciones de consanguinidad sino con arreglo a la división del
territorio. Cuando los pueblos han traspasado la fase del clan se hallan formados en distritos territoriales (centuria) que, comprendidos por otros,
forman la sociedad. La principal causa de estos nuevos agrupamientos es la formación de ciudades que devienen el centro de concentración de
la población. Por un lado, tienen algo de artificial ya que cada uno elige el lugar para trasladarse. Sin embargo, una vez asentados, los
individuos tienden a mantenerse en ese lugar y a rechazar a los otros. Este tipo social sigue siendo segmentario aunque haya perdido relieve: lo
pierde cada vez más a medida que las sociedades se desenvuelven. La organización segmentaria se va recubriendo con la trama de la
organización profesional. Hasta el siglo XIV, los habitantes se agrupaban en el interior de la ciudad con arreglo a su profesión; cada núcleo de
un oficio constituye yba ciudad que vive su propia vida. Luego, la división interregional del trabajo se despliega: las diversas ciudades tienden
cada vez más hacia diferentes especialidades (se convierten en ciudades universitarias, de funcionarios, fabriles, comerciales, de aguas
medicinales, de rentistas). El segmento tan definido que formaba el clan correspondía aunque de manera vaga y aproximada, a la división real y
moral de la población; pero pierde poco a poco ese carácter par no ser más que una combinación arbitraria y convencional.

Sección III.

La misma ley preside al desenvolvimiento biológico. Los animales inferiores están formados de segmentos similares y homogéneos,
imposibilitados de moverse como no sea en movimientos de conjunto.

De igual manera que el tipo segmentario desaparece a medida que se avanza en la evolución social, el tipo
colonial desaparece a medida que uno se eleva en la escala de los organismos: La nueva estructura deriva
de la división del trabajo (cada parte del animal se convierte en órgano y desempeña una función
particular). Ahora, las partes no pueden separarse sin perecer.

Sección IV.

DURKHEIM Y SPENCER: El lugar del individuo en la sociedad ha ido aumentado con


la civilización.
SOBRE LAS SOCIEDADES INFERIORES (Absorción del individuo en el grupo)
DURKHEIM SPENCER
Tipo social caracterizado por la ausencia Resultado de una obligación y de una
de toda centralización: la conciencia organización artificial, la guerra obliga a la
individual es apenas distinta de la unión: Existe una autoridad absoluta a la que
conciencia colectiva. se someten los individuos.

La personalidad individual no existía La personalidad individual esta comprimida y


rechazada artificialmente
Dominio del grupo En presencia de Dominio de una persona En presencia de
un gobierno autoritario, debe observarse un gobierno autoritario, se observa la situación
la naturaleza de la sociedad que se particular del gobernante.
gobierna.
Las sociedades existen porque hay El egoísmo es el punto de partida de la
altruismo, hay solidaridad. humanidad: las conductas están determinadas
por sentimientos y representaciones
exclusivamente personales. EL ALTRUISMO
NACE DEL EGOÍSMO.

Lejos de fijar en la institución de un poder despótico la desaparición del individuo, es preciso ver en ella el primer
paso dado en el camino del individualismo: los jefes son las primeras personas que se separan de la masa social,
se abre con ellos una fuente de iniciativa.

LIBRO TERCERO: LAS FORMAS ANORMALES


CAPITULO PRIMERO: LA DIVISION DEL TRABAJO ANOMICO
Si, normalmente, la división del trabajo produce la solidaridad social; las formas patológicas atentan contra ella.
El estudio de las formas desviadas permitirá determinar mejor las condiciones de existencia del estado normal.

Sección I:

Durkheim comienza analizando tres casos que son expresiones de la crisis:


- las crisis industriales y comerciales constituyen rupturas parciales de la solidaridad orgánica.
- antagonismo entre trabajo y capital: a medida que las funciones industriales se especializan, lejos de aumentar
la solidaridad, la lucha se hace más viva. Con la industrialización y por lo tanto con la mayor especialización, se
generan profundos antagonismos entre los actores intervinientes(a partir del siglo XV se generan distinciones
entre maestros y oficiales. Canalizándose a partir del siglo XVII la oposición obrero-patrono) y por lo tanto
mayores revueltas.

- especialización en el trabajo científico, en la ciencia. El saber especializado genera múltiples estudios de


detalle (divididos y aislados) y por ende no logran formar un todo solidario.

Sección II:

No deben tomarse estas formas patológicas como efecto necesario de haber traspasado cierto límite de la
división del trabajo (individuos extremadamente especializados que pierden la visión del conjunto que los
contiene). Para Comte, el mismo principio que ha permitido el desenvolvimiento y la extensión de la sociedad
general, amenaza con descomponerla. La división del trabajo ejercería una influencia disolvente que sería
sensible allí donde las funciones se hallan muy especializadas. Sostiene que la diversidad de las funciones es útil
y necesaria, pero como la unidad no surge espontáneamente, es el Estado el organismo independiente que
debe realizar y mantener la unidad, previniendo la dispersión fundamental de las ideas, de los sentimientos, de
los intereses y recordar la idea del conjunto y el sentimiento de la solidaridad común. En el campo científico, la
filosofía cumple un fin equivalente al del Estado en la sociedad. La diversidad de las ciencias tiende a romper la
unidad de la ciencia, por ende, es preciso encargar a la filosofía que la reconstruya. El Estado fomenta el espíritu
del conjunto y el sentimiento de la solidaridad común; debe mantener cierta uniformidad entre las profesiones.
Según Durkheim, esto último es contrario a la naturaleza de las cosas, ya que esta uniformidad no puede
mantenerse a la fuerza y la diversidad funcional supone diversidad moral y esto nadie puede prevenirlo.

Se manifiesta un retroceso de la capacidad de los sentimientos colectivos de ejercer cohesión, no logran


contener las tendencias centrífugas que engendra la división del trabajo. Éstas aumentan a medida que esta
última progresa, y, al mismo tiempo, los sentimientos colectivos se debilitan. Por la misma razón, la filosofía se
encuentra incapacita para asegurar la unidad de la ciencia, ya que las ciencias se complejizan y cualquier
intento de síntesis no será más que una generalización prematura.
Durkheim le reconoce a Comte el haber planteado a la división del trabajo como fenómeno distintivo de la sociedad moderna, como fuente de
solidaridad. También pensó el vínculo social moderno en relación con los vínculos morales. Sin embargo, le criticó dos cosas principales:
- Para Comte, la excesiva especialización es fuente de desintegración (ve la división del trabajo como algo negativo).
- Para Comte, la solución a este problema debe ser impuesta por el Estado.
Sección III:

Aunque Comte haya reconocido que la división del trabajo es una fuente de solidaridad, parece no haber
percibido que esta solidaridad (producida por la Div. Del trabajo) es sui generis y sustituye poco a poco a la que
engendran las semejanzas sociales.

Para Comte, el debilitamiento de la conciencia colectiva (producto de la división del trabajo) es la causa de la
anormalidad y la desintegración de la sociedad. Para Durkheim NO, ya que la DT es la fuente de una solidaridad
sui generis que sustituye a la engendrada por las semejanzas sociales.

Si, en ciertos casos, la solidaridad orgánica no es todo lo que debe ser, no es ciertamente porque la solidaridad
mecánica haya perdido terreno, sino porque todas las condiciones de existencia de la primera no se han
realizado. Para que la solidaridad orgánica exista, además de sentir cada uno el lazo de dependencia mutua
frente a otros órganos, es necesario que exista una forma que establezca como deben concurrir (moderación de
la concurrencia, no supresión). No es posible que la vida social se deslice sin luchas, en este sentido, el papel de
la solidaridad no es suprimir la concurrencia, sino moderarla. En estado normal, esas reglas se desprenden ellas
mismas de la división del trabajo.
Hay ciertas maneras de reacción que, encontrándose conformes a la naturaleza de las cosas, se repiten y
devienen costumbres, y que a medida que toman fuerza se transforman en reglas de conducta. La regla, no crea
el estado de dependencia mutua en que se hallan los órganos solidarios, sino que se limita a expresarlo en
función de una situación dada.

No se sostiene que sea necesaria una legislación restrictiva, lo cierto es que esa falta de reglamentación no
permite la regular armonía de las funciones. Estas perturbaciones son más frecuentes cuanto más
especializadas son las funciones, cuanto más compleja es una organización y mas se siente la necesidad de una
amplia reglamentación.

En todos los casos patológicos, esa reglamentación no existe o no se encuentra en relación con el grado de
desenvolvimiento de la división del trabajo. La ANOMIA (falta de reglamentación), no permite la regular armonía
de funciones. Si la división del trabajo no produce solidaridad, es que las relaciones de los órganos no se hallan
reglamentadas; es que se encuentran en un estado de anomia. Este estado, es imposible cuando los órganos
solidarios se hallan en contacto suficiente y prolongado: al establecer así, las condiciones de equilibrio. Si las
relaciones son raras e intermitentes, las reglas no llegan a establecerse y si sucede, son imprecisas y vagas
(causa de la anomia).
En el tipo segmentario, al haber pequeños mercados permite un contacto entre productores y consumidores, de
esta manera es posible el conocimiento de las necesidades reales a satisfacer. En cambio, a medida que el tipo
organizado se desenvuelve, la fusión de los distintos segmentos lleva a la instauración de un mercado único,
provocando que el productor no tenga noción de las necesidades reales y por ende, que establezca al azar la
cantidad que debe producir.
A medida que el mercado se extiende, la gran industria aparece y tiene por efecto transformar las relaciones de
los patronos y obreros. Al tratarse de transformaciones de extrema rapidez, los intereses en conflicto no han
tenido el tiempo de equilibrarse.
Lo que explica que las ciencias sociales y morales se encuentren en el estado que hemos dicho, es el haber sido
las últimas en entrar en el circulo de las ciencias positivas. La unidad de la ciencia se formara así por sí misma,
basta que todos aquellos que la cultivan sientan que colaboran a una misma obra.

Se culpa a la división del trabajo de mecanizar al individuo, de reducirlo a una máquina, pero esto sucede solo
cuando los individuos no se conciben como parte de un plan determinado.
Para que la DT, pueda desenvolverse sin tener sobre la conciencia humana una influencia tan desastrosa, es
preciso que sea ella misma, que no venga nada de fuera a desnaturalizarla.
El juego de cada función especial exige que el individuo no se encierre en ella estrechamente, sino que se
mantenga en relaciones constantes con las funciones vecinas, adquiera conciencia de sus necesidades, etc. La
DT supone que cada uno vea a sus colaboradores, actué sobre ellos y reciba su acción. Las partes deben
concebirse a sí mismas como parte de un plan, de una actividad con un fin determinado: actividad de un
individuo inteligente que conoce el sentido de la misma.

CAPITULO II: LA DIVISION COACTIVA DEL TRABAJO

No es suficiente que haya reglas, pues a veces, son esas reglas la causa del mal. Esto ocurre cuando existe una
distancia entre las disposiciones hereditarias del individuo y su función social que este ha de cumplir. Si bien no
estamos predestinados desde nuestro nacimiento a un determinado empleo especial, tenemos, sin embargo,
gustos y aptitudes que limitan nuestra elección. Para que la división del trabajo produzca solidaridad, no basta,
que cada uno tenga su tarea; es preciso, además, que esta tarea le convenga. La distribución de las funciones
sociales debe convenirles a los individuos y debe ser acorde a las disposiciones naturales. Ante una ruptura
entre las aptitudes de los individuos y el género de actividad que les está asignado, la COACCION interviene para
ligarlos a sus funciones, dando lugar a una solidaridad imperfecta y perturbada.
Este resultado no es una consecuencia necesaria de la división del trabajo, se produce en circunstancias muy
particulares: cuando es efecto de una coacción exterior, sin espontaneidad interna.

La diversidad de las capacidades es la causa única que determina cómo el trabajo se divide. Si la DT se da de
esta forma hay armonía entre cada individuo y su condición. Esta armonía, no siempre es bastante para
contentar a los individuos, cuyos deseos sobrepasan siempre a las facultades

La división coactiva del trabajo constituye el segundo tipo patológico reconocido por nosotros. Lo que da origen
a la coacción no son las reglamentaciones, puesto que, la DT no puede prescindir de la reglamentación. La
coacción comienza cuando la reglamentación, al no corresponder a la verdadera naturaleza de las cosas y a la
costumbre, se sostiene por la fuerza.

La DT no produce solidaridad si no es espontánea. Por espontaneidad se entiende la ausencia no sólo de toda


violencia expresa y formal, sino de todo lo que puede impedir la libre expansión de la fuerza social que cada uno
lleva en sí. Supone que los individuos no son forzados a cumplir funciones determinadas y que ningún obstáculo
les impida ocupar en los cuadros sociales el lugar que está en relación con sus facultades. El trabajo no se divide
espontáneamente como la sociedad no esté constituida de manera que las desigualdades sociales expresen
exactamente las desigualdades naturales. A su vez, implica la absoluta igualdad en las condiciones exteriores de
lucha: consiste en una organización en la que cada valor social es estimado por su justo precio. Implica que las
desigualdades naturales no sean realizadas ni depreciadas por alguna causa exterior.

En las sociedades del tipo organizado, es imprescindible la igualdad en las condiciones exteriores de lucha, ya
que la desigualdad exterior compromete la solidaridad orgánica (en la solidaridad mecánica eso no ocurre, todo
orden está sostenido por la conciencia colectiva). La solidaridad orgánica es más permeable frente a las
reivindicaciones humanas, menos trascendente que la solidaridad mecánica. Debido que la organización social
no tiene la misma fuerza de resistencia (que la organización segmentaria con solidaridad mecánica), a la vez
que es objeto de mayores ataques, no puede oponerse con la misma fuerza a estas reivindicaciones humanas.
Para esto, es necesario que en las sociedades organizadas la división del trabajo se aproxime al ideal de
espontaneidad: fin de las desigualdades exteriores.

Sección II

La igualdad en las condiciones exteriores de la lucha es necesaria tanto para ligar cada individuo a su función,
como coordinar las funciones unas con otras.

Las relaciones contractuales se desenvuelven con la división del trabajo, ya que el contrato es la forma jurídica
del cambio. Una de las variantes de la solidaridad orgánica es la solidaridad contractual. Los conflictos que
nacen de los contratos adquieren mayor gravedad a medida que el contrato mismo toma más importancia en la
vida general. El derecho contractual de los pueblos civilizados es cada vez más voluminoso, cuyo objeto es
asegurar el regular concurso de las funciones que entran en relaciones. Es necesario que la autoridad pública
vele por el mantenimiento de los compromisos contraídos y también que en la mayoría de los casos sean
sostenidos espontáneamente. Los contratos deben consentirse libremente, es preciso la ausencia de toda
coacción (empleo directo o indirecto de la violencia).
En una sociedad dada, todo objeto de cambio tiene un valor denominado valor social: representa la cantidad de
trabajo útil que contiene. El contrato se halla plenamente consentido cuando los servicios cambiados tienen un
valor social equivalente, de esta manera es verdaderamente espontáneo. Para que la fuerza obligatoria del
contrato sea entera, no basta que haya sido objetivo de un sentimiento expresado; es preciso que sea justo. No
es justo por el solo hecho de haber sido verbalmente consentido, es preciso que descanse sobre un fundamento
objetivo y esto reside en que los contratantes se encuentren colocados en condiciones exteriores iguales.

La igualdad supone que en una relación contractual, los individuos no tengan otra fuerza para hacer que se
aprecie, se determine lo que vale su trabajo que la que puedan sacar de su mérito social. De esta manera, los
valores de las cosas corresponden exactamente a los servicios que rinden y el trabajo que cuestan. Méritos
desiguales crean situaciones sociales desiguales. Pero esas desigualdades son externas en apariencia, ya que
traducen desigualdades internas. Toda superioridad tiene su repercusión sobre la manera de formarse los
contratos; si no se limita a los individuos, a sus servicios sociales, falsea las condiciones morales del cambio.
Con el aumento de la DT y el debilitamiento de la fe social, los contratos se hacen más difíciles de sostener
porque las circunstancias que les dan origen se presentan con más frecuencia, y también porque los
sentimientos que despiertan no pueden ya ser moderados por sentimientos contrarios. La conciencia común
pública condena toda especie de contrato injusto en que una de las partes es explotada por la otra y reclama
una exacta reciprocidad en los servicios cambiados.

Naturalmente los hombres son desiguales en fuerza física, están colocados en condiciones exteriores
desigualmente ventajosasesas desigualdades son la negación misma de la libertad (implica una conquista de
la sociedad sobre la naturaleza). Ésta es la subordinación de las fuerzas exteriores a las fuerzas sociales. Tal
subordinación es la inversión del mundo natural. Puede realizarse a medida que el hombre crea un mundo ante
el cual la naturaleza resulta sometida, la despoja de arbitrariedad. Este mundo es la sociedad.

Los pueblos de tipo segmentario necesitaban de fe común para vivir; el tipo organizado necesitaba justicia a fin
de asegurar el libre desenvolvimiento de las fuerzas sociales útiles.

Bernard Lacroix, Durkheim y lo político

El viaje a Alemania

Por los años 1880, el viaje a Alemania era de tradición. La victoria de la nación germánica se consideraba como la victoria de la ciencia. Renan
aconsejaba imitar a Prusia. Y el novísimo Ministerio de Instrucción Pública pensaba hacer obra de salvación colectiva al enviar allende las provincias
perdidas a los más brillantes profesores jóvenes para estudiar el país vecino y asimilar sus más recientes descubrimientos. Después de una
“conversación importa” con Louis Liard, director a la sazón de la Enseñanza Superior, se le confió a Durkheim una misión: realizar una información
sobre los métodos y el contenido de la enseñanza filosófica y sobre el estado de las ciencias sociales entre nuestros vencedores de ayer. De creer a S.
Deploige, esta estancia “fue decisiva para su porvenir científico”. A su regreso, el propio Durkheim se confesaba seducido por la novedad de una
metodología a la vez histórica y realista.
No es tan sólo el pretexto para un fría información etnográfica sobre las universidades y la filosofía alemana, las costumbres y la mentalidad
estudiantil de allende el Rin, la originalidad y las particularidades del laboratorio de psicología experimental de Wundt en Leipzig, cuya relación nos
hace S. Lukes, a la luz de “La filosofía en las universidades alemanas” y de “La ciencia positiva de la moral en Alemania”. Asimismo, en su deseo de
restablecer los hechos contra las alegaciones partidistas de S. Desploige, S. Lukes desconocía la influencia de lo que fue, verosímilmente, una
verdadera aventura intelectual. La verdad a la vez parece menos prosaica de lo que cree el autor inglés y más simple de lo que imagina el profesor
francés. Al aceptar esta misión, Durkheim aprovecha una ocasión inesperada: para este discípulo francés de Schaeffle, el viaje allende el Rin es una
peregrinación a las fuentes.
No se podría, pues, apreciar el alcance de este viaje sino con respecto a la historia intelectual de su autor. Es en primer lugar la estancia utilitarista de
un joven universitario que prepara su tesis: el tema presentado en el tercer año de Escuela Normal sobre “Las relaciones entre el individualismo y el
socialismo” se han convertido con el paso del tiempo en las “Relaciones del individuo y de la sociedad”. Esta estancia es además la estancia
formadora de un joven filósofo decepcionado de la filosofía y que acude humildemente a la escuela de las disciplinas positivas; la Escuela Normal le
había dejado ignorar los trabajos de fisiología que comenzaban a tomar auge; había seguido los cursos de Ribot; y éste le dio una recomendación para
Wundt; indudablemente, el joven filósofo esperaba colmar sus lagunas. Este viaje es, en fin, el viaje de placer de un lector insaciable con la mente
siempre despierta: le queda escuchar a todos estos economistas que son también historiadores, a todo estos moralistas que son también psicólogos. El
mismo amigo ocasional Neiglick, que lleva a cabo ante sus ojos experimentos en el laboratorio de Wundt, le hará descubrir –ya que no apreciar- a
Marx.

Una metodología histórica y realista

¿Cuáles son entonces los principales descubrimientos de Émile Durkheim durante esta estancia? La pregunta inicial que había sido la suya -¿qué es
una nación?- lo había conducido a interrogar sobre este tema a juristas, economistas, teóricos, políticos o moralistas. La exploración que emprende
ahora de las ciencias sociales alemanas prolonga este inventario de las disciplinas políticas anteriormente esbozado. El espectáculo que descubre lo
apasiona.
Primera sorpresa, la economía social apenas si tiene puntos comunes con las tesis económicas del grupo de París. Para éstos, fieles a las enseñanzas
clásicas, la economía consiste en la satisfacción de las necesidades del individuo y la actividad económica no tiene otro motor que el egoísmo; para
aquéllos, la ciencia económica se preocupa por el contrario de los intereses sociales y, de rechazo únicamente, de los intereses individuales. Para
Wagner y Schmoller, la sociedad es un ser verdadero que, sin duda, no es nada fuera de los individuos que la componen, pero no por ello deja de tener
su naturaleza propia y su personalidad. Las expresiones de la lengua corriente, como conciencia social, el espíritu colectivo, el cuerpo de la nación, no
tienen un simple valor verbal sino que expresan hechos eminentemente concretos.
El punto de partida de los economistas ortodoxos es el individuo, en el que ven la primera realidad, cuando los economistas sociales parten de la
sociedad irreductible a la suma de los individuos que la componen. De donde el objeto específico de la economía social: ésta estudia las necesidades
del ser social así como la organización colectiva de una actividad encaminada a satisfacerlos y que no es “ni la de tal o cual individuo, ni la de la
mayoría de los ciudadanos, sino la de la nación en su conjunto”-
Segunda comprobación: la filosofía del derecho alemán, bajo el impulso de Jellinek y sobre todo de Jhering. No ve ya en la regla jurídica esa barrera
cuya función sería la de proteger al individuo contra su semejante. Establece, por el contrario, que la sociedad no se reduce a la masa de los
individuos, ni el interés social a la suma de los intereses particulares. En esta perspectiva, el derecho, todavía ayer descrito como norma trascendente y
a priori, aparece tan sólo como “el conjunto de las condiciones de existencia de la sociedad aseguradas por medio de una coacción exterior por la
fuerza de que dispone el Estado”.
Último descubrimiento, el de un hombre de pensamiento vagabundo y multiforme: Wundt, profesor de psicología de la universidad de Leipzig. El
joven profesor reconoce al punto en él un maestro. De aquella gran figura, admira la minucia científica, “enemiga de las generalizaciones vagas y de
las posibilidades metafísicas”. La “Ética” que éste publica en 1887 lo llena de admiración: el esfuerzo para fundar la moral sobre la observación y
constituirla como ciencia le parece una ruptura decisiva con los refinamientos dialécticos anticuados de los kantianos y de los utilitarios.
Simultáneamente, el método histórico y positivo común a todos estos autores lo seduce. En su deseo de separarse de las abstracciones de la economía
clásica, de las ficciones del derecho natural o de las especulaciones a priori de las morales kantianas, hombres tan diferentes como Wundt, Jhering,
Wagner o Schaeffle sienten la necesidad de elaborar su reflexión a base de materiales de trabajos precisos. La historia se convierte en el auxiliar
mayor de la economía política o de la filosofía del derecho ya que permite esclarecer las causas de la vida social introduciendo en el estudio de los
hechos sociales elementos de comparación. “Toda buena descripción es comparativa, agrega en efecto Schmoller, y es la descripción la que suministra
el punto de partida para las conclusiones inductivas”-
La lección será escuchada, Durkheim afirmará, años más tarde, la necesidad, para comprender una práctica o una institución, de penetrar en su génesis
histórica. La historia no es un fin en sí misma. Se le pide a la investigación que reúna los hechos que constituyan las bases de una ciencia particular,
economía, ciencias de las costumbres o del derecho. De ahí, otra vez, la atracción por Wundt. Éste quiere reconciliar “el método empírico” y el
método especulativo”. Pretende indudablemente “comenzar por observar los hechos que suministra la experiencia”. Pero cree igualmente
indispensable que la especulación “complete la observación” cuando, “bajo la influencia de esta necesidad de unidad, que es la ley misma del
pensamiento, crea los conceptos hipotéticos para hacer inteligible la experiencia”. De Wundt, aprende ahora Durkheim que no hay observación que no
comprometa hipótesis, y simultáneamente, que no hay explicación que pueda prescindir del substrato formal de una teoría. Sin saberlo, el psicólogo
introduce a nuestro investigador en esa posición epistemológica fundadora que es el racionalismo aplicado y sobre la cual éste instará con gran acierto
en sus estudios sucesivos sobre el suicidio.
Las principales reglas relativas a la explicación de hechos sociales le parecen todavía misteriosas. Participa, sin embargo, de la idea de que la
explicación no es el término lógico de la descripción, así fueses minuciosa en exceso, y está convencido de la distancia que las separa. Se interroga
sobre el nacimiento de la moral. No duda ya de que su génesis y su funcionamiento obedezcan a unas leyes.

La cristalización del proyecto

Entre estos itinerarios y en la red de sus pistas entrecruzadas Durkheim cristaliza un proyecto. Todas las regiones recorridas parecen asombrosamente
convergentes. Economistas, sociólogos, filósofos del derecho o psicólogos alemanes remiten todos al orden específico de los hechos que estudian la
sociedad que los alimenta. Todos están de acuerdo en ver en ésta un ser sui generis. Todos también creen conveniente observar el Estado con el fin de
comprender su papel. Todos participan en la fundación de una moral social; la utilidad, la necesidad y el valor de una moral positiva. De modo que la
filosofía alemana sugiere a Durkheim los elementos de una solución a los problemas políticos franceses que no cesan de obsesionarlo: la desunión
nacional exige constituir una nueva moral y enseñarla. Es, pues, “urgente” importar las ciencias morales y sociales en Francia, porque sería utópico
esperar que se vencieran los fermentos de disolución que minan la nación sin una firme doctrina que los combata. El individualismo debe ser abatido.
La ley debe ser respetada y la guerra civil proscrita.
Esta moral todavía por constituir, a semejanza de las morales alemanas, será positiva o no lo será. Las morales especulativas, en efecto, tropiezan con
la complejidad de los hechos y de las situaciones, y se encierran en el círculo de sus artificios verbales. Durkheim sigue el camino abierto por su
antiguo profesor en la Escuela Normal. Es preciso, en moral como en lo demás, “observar y explicar si es posible”.
La intención liminar define un programa de trabajo que hace depender la intervención práctica (la enseñanza) de su realización. Se tratará, pues, la
moral común como un objeto de ciencia y no como una ciencia. Se la observará y se la explicará para asentar los principios de una “verdadera ciencia
de las costumbres”. De esta ciencia independiente adosada a unas bases que le serán propias, se podrá, en fin, inferir la reforma moral, que está
pidiendo, con todas sus fuerzas, la evolución de las sociedades contemporáneas.
Al regreso de su misión universitaria, la misión existencial de nuestro profesor se encuentra, por lo tanto, totalmente trazada: contribuirá a la
fundación de una nueva moral y la asentará sobre las firmes conclusiones de una ciencia social y política. En el movimiento con que ha de progresar,
procede con una doble negativa: negativa práctica a la desunión nacional y negativa teórica a las morales abstractas. En su esfuerzo de
desprendimiento de lo que él fue, afirma una doble esperanza: esperanza práctica de una moral de la cohesión nacional y esperanza teórica de una
ciencia política y moral que la fundamente.

Del proyecto al objeto

Una lectura atenta de los textos escritos entre 1886 y 1890 revela, en efecto, una triple reorientación:
- El Estado se ve despojado de sus atributos de poder soberano y relegado al papel de eco debilitado de una sociedad cuya coacción
experimenta, muy lejos de darle un impulso motor.
- La interrogación sobre la índole de la autoridad desaparece en beneficio de una reflexión más general sobre la especificidad de la obligación
social.
- La sociedad deja de ser concebida como el escenario simultáneo conflicto-cohesión para convertirse exclusivamente en un sistema solidario.

Inflexiones, revisiones, abandonos

Debates y lecturas remiten, pues, a Durkheim a sus propias interrogantes: ¿Es o no el Estado el órgano director del destino colectivo?
Es el análisis de las diferencias específicas que separan el derecho de la moral lo que le permite resolver el dilema. Moral y derecho consisten, ambos,
en prescripciones obligatorias. Pero ése es su único punto en común. La extensión de la moral es más vasta que la de las prescripciones jurídicas;
porque no es otra cosa que “la autoridad de la opinión pública”; nadie, en ninguna circunstancia, se halla jamás liberado de los deberes que aquélla
impone, mientras que un número muy pequeño de actos bastan para ponernos legalmente en regla. Asimismo, el órgano que vela por el respeto de sus
máximas no es idéntico en cada caso: en uno, es el Estado, y en otro, la sociedad entera. Finalmente, el análisis histórico lo prueba, el derecho deriva
de las costumbres, cuya modificación constituye, en parte. La conclusión se impone por sí misma: porque es la capa más superficial de las
obligaciones de la vida común, el derecho refleja la organización social, muy lejos de modelarla. Muy pronto, Durkheim se adhiere a esta verdad
fundamental.
Paralelamente la interrogación sobre la naturaleza y las formas de la autoridad se despliega hasta convertirse en reflexión sobre los fundamentos de la
obligación social, como lo demuestra la principal de las críticas que Durkheim dirige a Guyau. Ya en 186 nuestro profesor estaba persuadido de la
ausencia de especificidad de la autoridad del Estado; ésta le parece ir unida, como la parte al todo, al fenómeno global de la autoridad del Estado; ésta
la parece ir unida, como la parte al todo, al fenómeno global de la autoridad en la sociedad.
Jhering y sus colegas moralistas  Existen varias especies de coacción. Hay la que ejerce un individuo: hay la que es ejercida de una manera difusa
por la sociedad entera bajo la forma de costumbres, del derecho consuetudinario, de la opinión pública; finalmente, hay la que se haya organizada y
concentrada en manos del Estado.
Wundt  La coacción puede ser “exterior y material”, o, por el contrario, “interna y moral”. Estas dos formas de un mismo fenómeno no podrían, por
lo demás, ser radicalmente distinguidas; el temor de la coacción material puede hacerse hábito interiorizado hasta el punto de prescindir del ejercicio
efectivo de la sanción.
En estas distinciones se esboza toda una teoría regional de la obligación. Diacrónicamente, religión, costumbres, moral y derecho remiten todos a
idénticos procesos sociales de “cristalización de las conductas humanas”. Lo que constituye su fuerza obligatoria no es únicamente la autoridad del
uso, sino también la sensación más o menos clara de que está reclamada por la utilidad pública. Coacción y consentimiento son, pues, desde un punto
de vista sincrónico, el doble resultado de una génesis histórica que se ignora como tal; la ilusión del “siempre así” que les es común, aparece como el
fundamento de la obligación.
Esta teoría de la obligación social, a su vez, y conforme a las intenciones de 1886, indica las direcciones esenciales de un análisis (todavía que hacer)
de la autoridad del Estado. Distintas en sus manifestaciones, la violencia del Estado y la violencia de la sociedad han nacido quizá del mismo proceso
histórico de institucionalización.
Al postular que la obligación social, por encima de la multiplicidad de sus formas, proyecta una red unificada, recorre toda la extensión de la sociedad.
El problema de la autoridad no consiste ya tan sólo en dar cuenta de tal o cual forma, moral, jurídica o estatal, de aquélla; ni aun en descubrir el
secreto de la obediencia individual de los ciudadanos a las prescripciones sociales; desborda por todas partes la cuestión inicial de Renan que la había
suscitado; se convierte en investigación de las razones por las cuales no existe sociedad sin prescripciones respetadas a las que el individuo dócilmente
condesciende.
La misma tendencia que conduce a Durkheim a tomar partido en cuanto a la obligación social en general, lo lleva a concebir la sociedad a una nueva
luz. “La sociedad es un todo compuesto de partes”, objetaba entonces, antes de afirmar que el primer problema que se impone al sociólogo es el de
descomponer ese todo, de enumerar sus partes, de describirlas, de clasificarlas y de buscar cómo están agrupadas y repartidas.
Toda reflexión se mira en el espejo de lo cotidiano y las reticencias e Durkheim encuentran algunas razones en los graves acontecimientos del
momento. En aquellos años de 1886-1887, el mundo político francés pone de manifiesto su corrupción en el momento en que se perfila, de nuevo, la
imagen del peligro exterior. La paz civil parece precaria; los ardores religiosos se exacerban; las pasiones nacionales se exasperan; de lo profundo
asciende el eco ensordecido de la cólera obrera. Todo invita a admitir que el joven filósofo recibe la confirmación de sus opiniones en cuanto al
carácter perverso de las crisis. Se comprende que, casi convencido, preste oído a los agravios de los economistas alemanes respecto del individualismo
abstracto de los clásicos: coinciden con su intuición de que el egoísmo es la matriz de todos los antagonismos sociales. Sumado a esto los
descubrimientos de Jhering relativos a los sentimientos desinteresados del ser humano y la “Ética” solidarista de Wundt; se comprende tanto más
cuanto que éstos análisis convergen para afirmar que “la función esencia de la moral es adaptar a los individuos, los unos a los otros, y asegurar así el
equilibrio y la supervivencia del grupo”. Si por una parte, la sociedad es una totalidad, y si, por otra, los conflictos tienden objetivamente a disolverla,
es preferible partir, para pensarla, de la cohesión que la fundamenta. Desde un punto de vista teórico, decididamente, la hipótesis del conjunto, es un
camino que no conduce a parte alguna.
Muy pronto la inflexión se hace sensible en os textos y se transparenta en las fórmulas empleadas para describir las funciones de la moral. Su
función esencial afirmaba Durkheim en 1885, es la “de hacer vivir en el comercio más íntimo posible al mayor número de hombres posible sin
emplear la coacción exterior”. Dos años después, el tono es completamente distinto: “Sin querer disertar sobre las bases últimas de la ética, nos
parece indiscutible que, en la realidad, la función práctica de la moral es hacer posible la sociedad, hacer vivir a os hombres sin demasiados
choques ni conflictos, salvaguardar en una palabra los intereses colectivos”. En 1887, todo está ventilado: el concepto de solidaridad se
impone a Durkheim en el momento en que comienza a construir la ciencia social. La cuestión de los “vínculos que unen a los hombres entre
sí” le parece a todas luces el “problema inicial” de la sociología. El porvenir de aquella ciencia social nueva por completo se ventila en esta
opción teórica. Si una manera de ver es siempre también una manera de volverse ciego, uno de los riesgos de reificación de la sociedad en
torno de la solidaridad era la de engendrar un discurso de la integración y del orden. Sin que sea necesariamente así, de esta contradicción
entre la intención positiva y el punto de vista evaluativo de que procede, se originarán, sin embargo, ciertas dificultades futuras de la teoría
durkheimniana de las crisis.
En su intención inicial, el proyecto político y filosófico durkheimniano no carecía de ambigüedad. Concretamente, este proyecto revestía, pues, el
aspecto de un compromiso precario entre imperativos contradictorios puesto que eran heterogéneos. No se elige impunemente construir una moral y
partir de los hechos. No es posible asignarse por atarea el contribuir a la restauración nacional sin que el vigor de esta energía original pese sobre el
rigor de la observación. Nos imponemos con trabajo seguir los caminos austeros de la ciencia cuando la urgencia de la acción requiere un resultado
inmediato. Estas contradicciones prácticas establecen la lógica de los deslizamientos sucesivos a que acabamos de aludir. Con la solidaridad, el
objetivo por alcanzar se impone como el único punto de partida legítimo de los prolegómenos a toda moral futura.
En resumen, la vacilación inscrita en el triángulo Estado – cohesión social – conflicto de 1886, desaparece, mientras que cada elemento se transforma
para adquirir su estatuto en el sistema, ahora determinado, de las relaciones que lo unen a los otros polos de la figura. La concepción de la sociedad se
modifica, el papel del Estado se revisa, el tema del conflicto se abandona.

La definición del objeto

Entre estos deslizamientos y tanteos se precisa el objeto de esta disciplina preliminar a la constitución de la moral que será después la “sociología”. En
apariencia, ningún texto anterior a la lección inaugural de 1887 habla de este objeto. Únicamente las cuestiones formales de la nueva disciplina
relativas a la posibilidad, al estatuto, a la situación entre las disciplinas contiguas, parecen movilizar el interés del profesor y motivar su cruzada.
“¿Existe una ciencia social?” ¿Es legítimo creer que una ciencia puede definirse de manera autónoma? En el caso afirmativo, ¿cuál es su lugar entre
sus vecinas, la biología especializada en el estudio del reino de los seres vivos y la psicología concentrada en los fenómenos individuales? No hay, en
efecto, plan posible de una ciencia que no sea igualmente delimitación de un territorio de investigación. No hay clasificación de los hechos de los que
ella se ocupa, así fuese provisional, que no implique ya un recorrido de su extensión. Incluso la cuestión aparentemente más alejada de la del objeto, la
cuestión de la posibilidad a priori de la disciplina, remite a ella: “El único medio de legitimar la ciencia social es probar que tiene por objeto
fenómenos distintos de los que estudian las demás ciencias”.
Tres especificaciones sucesivas, cada vez más precisas, indican este objeto:

1) No cesa de interceder a favor del filósofo alemán (Schaeffle), como tampoco de vilipendiar el individualismo abstracto de todos los metafísicos
(Rousseau, economistas, teóricos del derecho natural). Durkheim adopta el partido de Schaeffle para afirmar la primacía de la totalidad sobre las
partes y, por lo tanto, de la sociedad sobre el individuo. Si bien es cierto, en efecto, que no hay, a pesar de todo, en una sociedad, otra cosa que los
individuos que la componen, el simple enunciado de esta opción acaba por constituir en objeto de estudio la diferencia que separa dos concepciones,
analítica y sintética. En la una, la sociedad no es más que la reunión de individuos que le preexisten. En la otra, es la sociedad la que preexiste a los
individuos que reúne. De una a otra de estas concepciones se despliega el dominio inexplorado de las relaciones sociales. En otros términos, el primer
objeto que asigna Durkheim a la disciplina positiva que será la auxiliar de la moral es el estudio de los vínculos sociales. Invita a comparar la
naturaleza de estos vínculos en las sociedades primitivas y en las sociedades modernas. ¿En qué consisten los vínculos en las sociedades sobre las que
la división del trabajo extiende su imperio? Pero en medio de estas incertidumbres, una cosa es indudable: la realidad de tales vínculos. “Una sociedad
cuyos miembros no estuvieran unidos los unos a los otros por algún vínculo sólido y duradero se parecería a un montón de polvo suelto que el viento
más leve pronto dispersaría a todos los confines del horizonte”.

2) Al confesar su apego a las formas de sociabilidad, Durkheim define más rigurosamente el objeto de la disciplina que vislumbra. La expresión, que
parecía al principio sinónima de la de vínculos sociales y circunscribir la misma esfera que ella, corresponde muy pronto de hecho a una doble
extensión, en superficie y profundidad, de ésta última.
Del estudio de los vínculos sociales al de las formas de sociabilidad, la sociedad se transforma; abandona la más abstracta de sus determinaciones y se
encuentra así como extendida. Concebida hace un momento como un conglomerado indiferenciado de individuos, se encuentra ahora reconocida a la
vez como totalidad englobante y como conjunto articulado de grupos distintos. El simple análisis de los vínculos sociales, de sus formas, de su
contenido y de sus variaciones no podría, por otra parte, descubrir las razones de sus transformaciones en la historia. La afirmación de la dependencia
de las formas de sociabilidad con respecto al medio físico y social resuelve el problema. La sustitución del estudio de los vínculos sociales por el de
las formas de sociabilidad define ahora una posición desde la cual comparar y explicar resultan en adelante posibles.

3) Derecho, moral y religión no carecen, como se ha visto, de puntos comunes. Todos se refieren a los miembros de una misma comunidad. Todos
prescriben y todos sancionan. Todos concurren al mantenimiento de la cohesión social. Quiere decir esto que el proyecto de una investigación relativa
a los vínculos sociales aparece una vez más con un nuevo aspecto: el análisis de las grandes funciones sociales que garantizan la persistencia y la
buena marcha de una sociedad determinada. A parte del estudio de las formas de la sociabilidad, la “sociología” deberá, pues, también descubrir los
órganos en los cuales se encarnan estas funciones y describir su contribución específica en el juego de la dinámica social.
La calificación dada a los objetos así constituidos como “funciones sociales” excede la simple autonomía metodológica previa y resulta, en el
enunciado, que ellos concurren a la “supervivencia” del organismo social, prejuicio teleológico sobre su contribución al funcionamiento de la
sociedad. Se encuentra en este punto, una vez más, el efecto sobre el objeto del proyecto que lo atraviesa: habitada por la obsesión de la unión
nacional, la sociología durkheimniana está subordinada, sin saberlo, a su deseo.

En 1887, a través de estas precisiones sucesivas, el objeto de la “sociología” está ahora circunscrito. Escuchemos, para esto, cómo lo define
Durkheim: cita “Curso de ciencia social: lección de apertura”.
Estos desarrollos ponen de manifiesto, de nuevo so capa de una proposición de plan para la disciplina futura, la especificación de su objetivo. En tal
sentido, estas líneas, notables por muchos motivos, exigen un doble comentario. En primer lugar, se encuentra en ella la afirmación de principio según
la cual no existe sociedad que no signifique cohesión, y la indicación, que se deduce de este enunciado, de que la cohesión se ofrece al observador
bajo la especie d vínculos sociales polimorfos. “Ideas” o “sentimientos” hacen solidarios a los miembros de una misma generación así como las
generaciones sucesivas; aseguran a la vez “la unidad” y “la continuidad” de la vida social. Este texto, en segundo lugar, resume toda la meditación
anterior relativa a la obligación social. Éste se manifestaba, como se recordará, una y múltiple indisolublemente. Lo mismo aquí. S fracciona en
funciones distintas: se tendrá buen cuidado de no confundir las máximas cuya observación confía la sociedad a “la opinión pública” y aquellas que
encomienda “a representantes especialmente autorizados que aseguren su respeto”. Sin embargo, aunque se esté a punto de distinguir grados en la
coacción, y que, desde este punto de vista, el derecho sea más coercitivo que la moral, la obligación social atraviesa la sociedad de parte en parte y
somete a “la universalidad de los ciudadanos”. Cierto es que el Estado no se manifiesta en absoluto en la majestad soberana de un órgano
omnipotente; no es más que “la representación” de la sociedad; y si hay autoridad, ésta no es sino una autoridad delegada, es decir subordinada.
En realidad esta preocupación por el Estado, su naturaleza, su papel y sus fines es capital, ya que justifica, a nuestros ojos, la existencia de una rama
autónoma de la sociología.
En apariencia no se trata de otra cosa que del futuro dominio de investigación de la futura sociología. Cuatro territorios: las representaciones sociales,
la moral, el derecho y los fenómenos económicos. No existe entre estos cuatro espacios diferencias de naturaleza. No se trata de continentes separados
por brazos de mar; más bien de regiones contiguas pertenecientes a un mismo conjunto, aunque de extensión desigual.
El ámbito de la sociología en todo caso comprende cuatro territorios que cubren cuatro categorías de fenómenos inmediatamente visibles, cuatro
grupos de objetos empíricos para hablar en rigor, pero cuatro territorios clasificados, articulados y jerarquizados. En su arquitectura, las esferas de
investigación empíricas señalan el lugar del objeto teórico de la sociología durkheimniana. Sin embargo, este objeto no es el común denominador de
las leyendas populares, de las creencias políticas, el lenguaje, de la moral, del derecho y de los fenómenos económicos; no es aquello en lo que todos
estos fenómenos revelan ser vínculos sociales, ni aquello por lo cual participan todos, en mayor o menos medida, de la obligación social, ni aún
aquello por lo que son todos otras tantas funciones sociales. Es aquello en lo cual son todo esto en cierto grado, aunque no sean nada de esto
aisladamente. En el lenguaje de la Gestalt, se diría que es ese fondo sobre el cual se destacan como buenas formas. En términos kantianos, se diría que
es la condición a priori de posibilidad de la sociedad que la reunión de esos elementos manifiesta. Es pues, la sociedad como teatro de una coacción
que le permite un mínimo de cohesión; la sociedad como fuente de coacción, es decir, como sistema de producción de las condiciones necesarias para
su supervivencia; la sociedad, además, en cuanto subsiste como entidad sin desmenuzarse hasta perder la homogeneidad que es su esencia; la sociedad
como unidad política en una palabra.
Henos aquí bien lejos de la imagen de Durkheim que modeló la tradición sociológica; el hecho de que el objeto de la sociología durkheimniana fuese
político en el sentido más amplio del término, es cosa que la tradición sociológica ha olvidado, suponiendo que alguna vez lo reconociera.

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