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Mayorías silenciosas

Joel Solís Vargas

Hace no mucho tiempo circuló en redes sociales una reflexión sobre cómo la inacción de las
personas amantes de la paz permite que fanáticos de todo signo se alcen con el poder y dejen a su
paso muerte y destrucción con demasiada frecuencia alrededor del mundo.

Se trata de una pieza escrita por el doctor Emanuel Tanay, nacido en Polonia en 1928 y muerto en
Estados Unidos en el 2014, judío superviviente del Holocausto y conocido y muy respetado
psiquiatra forense. Su reflexión sobre el fanatismo parte de una conversación que tuvo con un
amigo alemán damnificado del nazismo sin ser nazi.

Hurgando en la Internet uno puede darse cuenta de que quienes lo han divulgado han agregado o
quitado algunas partes, y hasta le pusieron nombre al amigo de Tanay. Pero la parte esencial del
escrito, la que explica por qué los fanáticos acaban por dominar sus entornos, se mantiene.

El doctor Tanay tituló su artículo como El Silencio, pero en México circuló como "El silencio de la
mayoría pacífica ante los fanáticos", con un agregado: una dedicatoria al presidente López
Obrador, a su partido y a su régimen.

Tanay hace un repaso de la larga cauda de destrucción que ha dejado en varios países la
radicalización de pequeños grupos de la sociedad, como guerras o matanzas que arrastran a
naciones enteras.

El autor incluye en su lista a Alemania (por supuesto), Japón, China, Rusia, Ruanda, Serbia,
Afganistán, Irak, Palestina, Somalia, Nigeria y Argelia, países que en el siglo pasado, y aun en este,
han sido escenarios de barbarie a causa del fanatismo y la rígida determinación de minorías que se
tomaron muy a pecho sus credos, sus filias y sus fobias.

Al respecto, algunos comentarios:

1. El elemento más efectivo del discurso del fanático es el odio, y el discurso de odio es una
herramienta muy efectiva para granjearle simpatías populares al emisor de ese mensaje. En un
sistema electoral, también es muy útil para conseguirle los votos necesarios para que se alce con el
poder. Así ocurrió con Hitler en la Alemania de los años 30 del siglo pasado. Mientras luchaba por
tomar el poder por la vía democrática, el Führer afinaba sus planes para instaurar una dictadura.
Sabía que sólo un régimen autoritario le permitiría realizar sus proyectos belicistas con la mayor
rapidez posible.

2. Eso demostraría que las mayorías no son siempre pacíficas; lo son hasta antes de ser
contaminadas por el discurso de odio del líder fanático y sus seguidores.

3. También podría darse el caso de que, a la hora de votar, los fanáticos fueran minoría, pero si se
les suman los ingenuos, los que no investigan antes de sufragar, los que dan un voto de confianza
sólo porque sí y los indecisos que se dejan arrastrar por la ola de odio, la votación a favor del líder
fanático podría ser mayoritaria.

4. A falta de sistema electoral, o a pesar de él, los grupúsculos fanatizados y vociferosos se


imponen por la fuerza, como en efecto sucede con los musulmanes extremistas, como sucedió en
Ruanda, o con los comunistas en la Rusia de hace un siglo, o los Jemeres Rojos de la Kampuchea
Democrática (que después recuperó el nombre de Camboya).

¿Cómo es que muchas personas caen rendidas ante el dudoso encanto del líder que convoca al
odio, que polariza y que divide a la sociedad en buenos y malos, en honrados y corruptos, en arios
y subhumanos? Eso es materia de una disciplina que los especialistas llaman psicología de masas,
que estudia por qué los individuos se contagian del comportamiento y del ánimo de los demás
integrantes de una multitud y que explica por qué, estando en una turba, las personas pierden su
individualidad y son capaces de cometer las peores atrocidades. Cuando una persona se integra a
una masa deja de pensar independiente y subordina su mente al grupo.

Según esta línea argumentativa, este fenómeno tiene que ver con la capacidad del líder de
identificar los anhelos, los miedos y las emociones de las masas, y de manipularlos. En otras
palabras, el líder carismático sabe, casi siempre por intuición, qué desean oír sus interlocutores.
Cuando un líder carismático hace conexión con las emociones de sus seguidores, en ese momento
se los echa a la bolsa, en ese punto asegura su fidelidad, su lealtad y sus votos.

Así, estos lo defenderán de ataques reales o imaginarios: como la mujer que recién increpó en
Brooklyn al abogado de Genaro García Luna; como el fan de Stalin que asesinó en México al odiado
enemigo de su líder: León Trotski; como las SS de Hitler, que cumplían con creces las órdenes de su
Führer y morían por él. Porque, además, en la cercanía física, los integrantes en la multitud se
contagian entre sí las emociones derivadas de su devoción al líder.

El carisma es la capacidad para conectar con las emociones de los demás. No todos los líderes
poseen carisma, porque en la mayoría de los casos es intuitiva, no aprendida. Esta capacidad es
más útil a los líderes de corte populista que a los otros, porque es adecuada para ofrecer
soluciones fáciles; para los discursos grandilocuentes, pero demagógicos; para prometer lo
imposible.

Sin embargo, y a pesar de todo, se puede ser carismático sin ser demagogo.

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