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¿LA MORAL AYUDA A PENSAR BIEN?

Entrevista con Alfonso Aguiló, Vicepresidente del Instituto Europeo de Estudios de la


Educación (IEEE)
Por Carlos Azarola

Algunos piensan que cada uno debe ir sacando de su experiencia personal sus propios
criterios morales, y que, por tanto, inculcar a una persona unos principios morales
preestablecidos es un modo de lavarle el cerebro.

Sin embargo, lavar el cerebro a una persona es disminuir su capacidad de juzgar


razonadamente; pero educar a las personas para desarrollar el hábito de ser veraces, o
generosas, o justas, o respetuosas con los demás, no puede decirse que atente contra su
capacidad de tomar decisiones razonables, sino justamente al revés. Los buenos hábitos
morales refuerzan la capacidad de juzgar razonablemente. En cambio, cuando faltan,
resulta más fácil que se extravíe la razón.

LA EDUCACIÓN ÉTICA LIBERA


—¿Qué diría usted a los que valoran poco la educación moral porque dicen que no
siempre está claro qué es lo bueno o lo malo...?

Es cierto que hay aplicaciones prácticas en las que no es fácil discernir lo mejor de lo
peor, pues la ética no es una ciencia exacta, como pueden serlo las matemáticas, pero
hay muchas cosas que están bastante claras y son accesibles a cualquiera que busque la
verdad ética con empeño y rectitud.

La moral es una ciencia a veces difícil, y su aprendizaje está efectivamente sujeto a


posibles errores, pero esos posibles errores no disminuyen importancia de la moral, ni
su necesidad, de la misma manera que el hecho de que una persona se equivoque al
sumar no significa que las matemáticas estén equivocadas, ni que sean poco
importantes. El fallo y el error son inherentes al obrar humano, y también a la educación
y la enseñanza (incluidas las matemáticas), pero ese riesgo no debe disuadirnos de
buscar la verdad moral ni de ayudar a los demás a buscarla.

Todo hombre percibe en su interior la existencia de una ley que no se dicta a sí mismo y
a la cual debe obedecer. La moral es decisiva para la dignidad del hombre. Por eso,
desatender el deber moral no hace al hombre más libre, como si fuera algo de lo que al
hombre conviniera liberarse, sino que lo degrada, lo desplaza a un escalón infrahumano,
y lo aparta de la felicidad.

¿CON QUÉ DERECHO HABLA LA IGLESIA?

—¿Y qué diría a quienes aceptan una ley moral natural, pero piensan que la
Iglesia no tiene derecho a decir cuál es esa ley natural?
En primer lugar les diría que la Iglesia goza de libertad de expresión, como cualquier
otra instancia social en una sociedad democrática. Por tanto, es perfectamente legítimo
que la Iglesia hable con libertad sobre lo que considera bueno o malo, como lo hacen los
gobiernos, los sindicatos, las asociaciones que defienden la naturaleza, y como lo hace
todo el mundo.

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—Bien, pero dicen que la Iglesia no puede imponer su criterio y dictar leyes al
Estado...
La Iglesia no lo pretende, desde luego. Pero se considera en el deber de aportar a la
sociedad la luz de la fe. Una luz que puede iluminar profundamente y con gran eficacia
muchos aspectos de la vida civil y responder a muchos interrogantes que se plantean.

Además, es interesante recordar que la idea de la separación entre la Iglesia y el Estado


fue un legado cristiano, y un factor determinante para el avance de la libertad. Antes del
cristianismo había una identidad generalizada entre la constitución política y la religión.
En todas las culturas, el Estado poseía un carácter sagrado, y ese fue, por ejemplo, el
principal punto de confrontación entre el cristianismo y el imperio romano, que toleraba
las religiones privadas sólo si reconocían el culto al Estado. El cristianismo no aceptó
esa condición, y cuestionó así la construcción fundamental del imperio romano y del
antiguo mundo.

Esa separación, además, no es entendida así en todas las religiones. Por ejemplo, la
esencia misma del Islam no la admite, pues el Corán es una ley religiosa que regula la
totalidad de la vida política y social, todo el ordenamiento de la vida. La Sharíah
configura la sociedad de principio a fin. La Iglesia, en cambio, se limita a recordar lo
que considera que son los principios morales fundamentales, y se dirige a todos aquellos
que quieran escucharla. Y como es natural, no está obligada a que su mensaje coincida
con lo que diga o haga el poder establecido. Por eso la Iglesia pide libertad para hablar.

¿IMPONER VALORES RELIGIOSOS A LA SOCIEDAD CIVIL?

—Algunos se quejan de que la Iglesia parece querer imponer a la sociedad civil sus
valores religiosos.
La Iglesia no trata de imponer a nadie una religión o unas creencias. El Concilio
Vaticano II recordó con claridad el esmero que la Iglesia y los católicos han de tener por
respetar la libertad religiosa de todos los hombres. La Iglesia católica expresa con
libertad su mensaje, dirigido a los fieles católicos y a todos los hombres de buena
voluntad que quieran escucharlo. No sería sensato decir que, por el simple hecho de
hablar, la Iglesia pretende imponer sus valores a la sociedad civil. Sólo hace uso de la
libertad de expresión, a la que, por fortuna, todos tenemos derecho.

Uno de los cometidos de la Iglesia católica es despertar la sensibilidad del hombre hacia
la verdad, el sentido de Dios y la conciencia moral. La Iglesia procura infundir coraje y
aliento para vivir y actuar con coherencia, para aportar convicciones que sean un buen
fundamento para la vida del hombre. Y lo hace hablando a las conciencias de todos,
aunque muchas veces sea una tarea ingrata y desagradecida, como sucede cuando se
dirige a algunos poderes que parecen no querer que nadie opine sobre lo que hacen.

El Papa y los obispos están dispuestos a decir la verdad, aunque se enfrenten con una
oposición cultural, pequeña o grande. Y lo hacen en sus declaraciones y documentos
contra el racismo o la xenofobia; o cuando rechazan la cultura del divorcio, o defienden
el derecho a la vida de los aún no nacidos, o de los minusválidos, o los enfermos
terminales; cuando cuestionan la laxitud sexual o cuando alientan a las naciones a ser
fieles a su compromiso con la libertad y la justicia para todos. La Iglesia protestará cada
vez que corra peligro la vida humana, ya sea por el aborto, la explotación de niños,

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malos tratos a mujeres, injusticias económicas, abandono de enfermos o inmigrantes, o
por cualquier forma de abuso o explotación.

—La Iglesia emitirá su juicio si quiere, pero luego es la mayoría parlamentaria


quien decide...
Por supuesto, y la Iglesia es la primera en aceptarlo. Pero si la mayoría parlamentaria
decide legalmente algo injusto, no por eso se convertirá en justo. Uno de los principales
cometidos de la Iglesia es sensibilizar a los hombres ante los valores morales y
denunciar a quien atente contra ellos, sea quien sea, porque ni el Estado ni nadie es
soberano absoluto de las conciencias ni de la sociedad.

—¿Pero con qué autoridad se opone la Iglesia al poder político legítimamente


constituido?

La Iglesia expresa en voz alta un criterio ético o moral. No se presenta como un tribunal
o un censor universal, ni trata de ir dando lecciones a nadie. Simplemente considera que
ha recibido de Dios una luz sobre el hombre, de la cual se derivan, a su entender, los
derechos y deberes humanos. Y expresa su criterio, como cualquier otra persona o
institución. La Iglesia emite, en una situación determinada, un juicio moral; procura
denunciar el mal, sacar a la luz el bien y animar a los hombres a buscar soluciones de
forma positiva, porque se considera responsable no sólo de su bien particular, sino del
bien de todos, y debe pedir que se respete el derecho de todos.

LA FUERZA DE LOS ESTEREOTIPOS

—¿Y por qué no se escucha más a la iglesia?


Habría que hacer un esfuerzo para superar viejos estereotipos. Es muy conocida la
narración de Kierkegaard sobre el payaso y la aldea en llamas. El relato cuenta cómo en
un circo de Dinamarca se declaró un incendio. El director del circo pidió a uno de los
payasos, que ya estaba preparado para actuar, que fuera corriendo a la aldea vecina para
pedir auxilio y avisar de que había peligro de que las llamas se extendiesen hasta la
aldea, arrasando a su paso los campos secos y toda la cosecha. El payaso corrió a la
aldea y pidió a sus habitantes que fuesen con la mayor urgencia al circo para apagar el
fuego. Pero los aldeanos creyeron que se trataba de un truco ideado para que asistiesen
en masa a la función. Aplaudieron y hasta lloraron de risa.

Al payaso le daban aún más ganas de llorar. En vano trataba de explicarles que no se
trataba de un truco ni de una broma, sino que debían tomarlo muy en serio y que el circo
estaba ardiendo realmente. Su énfasis no hizo sino aumentar las carcajadas. Creían los
aldeanos que estaba desempeñando su papel de maravilla, y reían despreocupados...,
hasta que por fin las llamas llegaron a la aldea. La ayuda llegó demasiado tarde, y tanto
el circo como la aldea fueron consumidos por las llamas.

Esta narración puede ilustrar la situación por la que a veces pasan los cristianos, o la
propia Iglesia como tal, cuando comprueban su fracaso en el intento de que los hombres
escuchen su mensaje. Aunque se esfuercen en presentarse con toda seriedad, observan
que muchos escuchan despreocupados, sin temor al grave peligro del que se les
advierte.

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La Iglesia se encuentra muchas veces con una enorme y agobiante dificultad para
remover algunos estereotipos del pensamiento o del lenguaje, con la tristeza de no
conseguir hacer ver que la fe es algo sumamente serio en la vida de los hombres. Por
eso es preciso por parte de los cristianos un esfuerzo de comprensión, de explicación, de
capacidad comunicativa.

¿Y UNA ÉTICA LAICA?

—Algunos defienden que sólo valdría una ética laica, sin tintes religiosos, y que la
religión quede como algo personal de cada uno.
Puede y debe haber un debate social laico sobre la ética, pero lo que sería un abuso es
pretender silenciar las convicciones morales de los demás –sea una persona, la Iglesia, o
cualquier institución–, sólo porque esas ideas o esas personas tienen conexión con unas
creencias religiosas. Actuar así no es neutral ni laico, sino injusto, pues supone dejar
hablar sólo al que no es creyente.

Por otra parte, pienso que cuando Dios está presente –y presente sin pretender
acomodarlo al propio capricho, se entiende–, es más fácil que se observen las leyes
morales. En cambio, quien prescinde voluntariamente de Dios y no admite que haya
nadie superior a él que juzgue sus acciones, se encuentra más indefenso ante la
tentación de convertirse en la única instancia que decide lo que es bueno o malo, en
función de sus propios intereses. ¿Por qué ayudar a una persona que difícilmente me
podrá corresponder? ¿Por qué perdonar? ¿Por qué ser fiel a mi marido o mi mujer
cuando es tan fácil no serlo? ¿Por qué no aceptar esa pequeña ganancia fácil? ¿Por qué
arriesgarse a decir la verdad en vez de dejar que sea otro quien pague las consecuencias
de mi error?

Sin religión es más fácil dudar si vale la pena ser fiel a la ética. Sin religión es más fácil
no ver claro por qué se han de mantener conductas que suponen sacrificios. Eso no
significa que el creyente obre siempre rectamente, ni que no se engañe nunca; pero al
menos no está solo. Está menos expuesto a engañarse a sí mismo diciéndose que es
bueno lo que le gusta y malo lo que no le gusta. Sabe que tiene dentro una voz moral
que en determinado momento le advertirá: basta, no sigas por ahí.

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