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Ernst

Lubitsch

LUBITSCH ERA UN PRÍNCIPE

Recuerdo, ante todo, las imágenes particularmente luminosas de las películas de


antes de la guerra. Me gustan mucho. Los personajes son pequeñas siluetas negras en
la pantalla. Entran en los decorados abriendo puertas tres veces más altas que ellos.
No había entonces problema de la vivienda y en las calles de París, con las fachadas
de los inmuebles engalanadas con las banderolas de «Pisos en alquiler», parecía que
todos los días se celebraba el 14 de julio.
Los enormes decorados de las películas de esta época disputaban los primeros
planos a las mismísimas «estrellas». Al productor le costaban caros, y por tanto
tenían que «verse» bien. El hombre del puro se gastaba así su dinero, y estoy seguro
de que hubiera puesto en mitad de la calle de un puntapié al director de cine que
hubiera tenido pantalones para rodar toda la película en primeros planos.
En aquella época, cuando no sabían dónde colocar la cámara, la situaban
demasiado lejos. Ahora, en caso de duda, la ponen debajo de las narices de los
actores. Se ha pasado de la insuficiencia modesta a la insuficiencia pretenciosa.
No está fuera de lugar este prólogo nostálgico para presentar a Lubitsch que
estaba firmemente convencido de que era mucho mejor divertirse en uno de esos
decorados grandiosos que estar con las manos en los bolsillos en mitad de la calle, sin
trabajo. Presiento que, como decía André Bazin, no voy a tener tiempo de ser breve.
Al igual que todos los creadores estilistas, Lubitsch termina por volver —a
sabiendas o no— a la narrativa de los cuentos infantiles. En Angel una cena penosa y
violenta reúne a Marlene Dietrich, Herbert Marshall (su marido) y Melvyn Douglas
(su amante de una noche al que ella no pensaba volver a ver en su vida). Pero su
marido, por pura casualidad, lo ha invitado a cenar. La cámara, como ocurre muy a
menudo en las películas de Lubitsch, deserta de su desplazamiento privilegiado
cuando la cosa está que arde y se traslada a otro lugar desde el cual vamos a poder
gozar todavía mejor de las vicisitudes de esa situación. Nos encontramos en la cocina.
El maître va y viene. Primero trae el plato de la señora: «¡Qué curioso, la señora no
ha probado el solomillo!». Después, el plato del invitado: «Éste, tampoco». En
efecto, este segundo solomillo está cortado en mil pedacitos pero no falta ninguno. El
tercer plato llega vacío: «Parece que el señor ha sabido apreciar el solomillo». ¿Les
ha venido a las mientes el cuento de la casita del bosque donde viven tres osos? La
sopa, para Papá Oso, está demasiado caliente, la de Mamá Osa demasiado fría y la
del Osito en su punto. ¿Saben de alguna clase de literatura más imprescindible que
ésta?
Este es, pues, el primer punto común entre el «toque Lubitsch» y el «toque

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Hitchcock». El segundo es, probablemente, su manera de abordar el problema del
guión. En apariencia, se trata sólo de contar un argumento en imágenes. Los dos
insisten en esto en todas las entrevistas. Pero no es verdad. No es que mientan porque
sí o por chancearse de nosotros. No, mienten para simplificar ya que la realidad es
demasiado complicada y prefieren dedicar su tiempo a trabajar y perfeccionarse. Y ya
se sabe, tendríamos para rato con los perfeccionistas…
En esta forma de trabajar lo que se pretende, en realidad, es no contar el
argumento y también encontrar el medio de no contarlo del todo. Por supuesto que el
arranque del guión, resumióle en algunas líneas, trata por lo general de la seducción
por una mujer de un hombre que no quiere saber nada de ella, o al revés, o incluso de
la invitación a pecar una noche, de la invitación al placer, etc. En suma, los mismos
temas que maneja Sacha Guitry. Pero lo importante es que nunca se aborda el tema
directamente.
Por eso, si nos quedamos tras la puerta de las habitaciones cuando la acción
transcurre en su interior, si permanecemos en la cocina cuando la acción transcurre en
su interior, si permanecemos en la cocina cuando la acción tiene lugar en el salón, y
en el salón cuando sucede en la escalera y en la cabina telefónica cuando pasa en el
sótano es porque Lubitsch, con toda seguridad, se ha roto la cabeza escribiéndolo
durante seis semanas para que, al final, los espectadores puedan imaginarse por sí
mismos, de la mano de Lubtisch, el guión al mismo tiempo que se proyecta la
película.
Hay dos clases de cineastas, lo mismo que de pintores y escritores. Los que
trabajarían incluso en una isla desierta, y los que no podrían crear nada porque se
preguntarían: ¿a quién va a servir esto? Por eso no se puede pensar en Lubitsch sin
pensar en el público, pero ojo, el público no es algo añadido al proceso creativo. El
público está en la película, forma parte de ella. En la banda sonora de un film de
Lubitsch hay diálogos, ruidos, música, pero también están en ella nuestras risas. Es
esencial. Si no, no habría película. Sus prodigiosas elipsis de guión no funcionarían si
no estuvieran nuestras risas para hacer de puente entre una escena y otra. En el queso
Gruyere de la marca Lubitsch cada agujero es genial.
Se utilice bien o mal, la expresión «puesta en escena» tiene un significado muy
concreto. Aquí se trata de poner en marcha un juego que sólo puede jugarse entre tres
y durante la proyección. ¿Quiénes son los jugadores? Lubitsch, la película y el
público.
Está claro ¿no? Esto no tiene nada que ver con un cine al estilo de El doctor
Zivago. Si Vds. me dicen: «Acabo de ver un film de Lubitsch en el que sobra un
plano», les respondo que mienten. Este cine es todo lo contrario de la vaguedad, de la
imprecisión, de las ambigüedades, de la incomunicación. No hay ni un sólo plano
decorativo, nada que aparezca «para que haga bonito». No, desde el principio hasta el
fin, está uno metido hasta el cuello en lo esencial.
Un guión de Lubitsch, escrito en un papel, no existe como tal, no tiene ningún

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sentido ni siquiera después de la proyección. Sólo existe mientras se ve la película.
Yo les desafío, una hora después de la proyección o quizás después de haberla visto
seis veces, a que me cuenten el guión de To be or not to be (Ser o no ser). Es
rigurosamente imposible.
Nosotros, los espectadores, estamos allí, en la penumbra, y la situación de la
pantalla está muy clara. Se alarga tanto que empezamos a pensar en la siguiente y,
echando mano de nuestros recuerdos de espectador, tratamos de anticiparnos a lo que
va a venir. Pero Lubitsch, exactamente igual que todos los genios poseídos del
espíritu de contradicción, nos deja con un palmo de narices. Estallidos, sí, estallidos
de risa, porque al descubrir la «solución» de Lubitsch, la risa realmente estalla.
Podríamos mencionar, al describir esta forma de trabajar, el «respeto que tiene
Lubitsch al público», pero esta expresión sirve demasiado a menudo para justificar
los peores documentales o las películas de ficción más incomprensibles. Así que
démosla de lado y traigamos a colación un buen ejemplo.
En Trouble in Paradise (Un ladrón en mi alcoba), Edward Everett Horton mira de
manera sospechosa a Herbert Marshall durante un cóctel. Le parece haber visto esa
cara en otra parte. Nosotros sabemos que Herbert Marshall es el ratero que, al
comienzo de la película, ha golpeado al pobre Horton en la habitación de un palacio
veneciano con intención de robarle. En consecuencia, es necesario que en algún
momento Horton lo recuerde. ¿Qué es lo que hacen casi siempre en este caso nueve
de cada diez cineastas? ¡Hatajo de negados!, no se les ocurre otra cosa que
mostrarnos al tío en la cama, que, de repente, a mitad de la noche, se despierta, se
golpea la frente y exclama: «¡Claro, Venecia! Ah, el sinvergüenza». Pero ¿quién es el
sinvergüenza? El que se contenta con una solución tan arbitraria. No así Lubitsch que
se pegó una vida de perro, que se estrujó los sesos trabajando y que, por eso, va a
morirse veinte años antes de la cuenta. He aquí cómo lo hace Lubitsch. Vemos a
Horton fumando un cigarrillo. A las claras adivinamos que se está preguntando dónde
pudo encontrarse antes con Herbert Marshall. Da chupadas al pitillo, reflexiona,
luego aplasta la colilla en un cenicero plateado en forma de góndola… Plano del
cenicero-góndola, volvemos a su rostro, mirada al cenicero… Góndola… ¡Venecia!
Santo cielo, Horton se ha dado cuenta. ¡Bravo! y ahora es el público el que se divierte
y Lubitsch quizás está allí, en la penumbra, al fondo de la sala, de pie, vigilando a su
público temeroso de cualquier dilación en la carcajada colectiva, como Frederich
March en Design for living (Una mujer para dos), o echando una ojeada al apuntador
que ve cómo se acerca Hamlet a la boca de la concha y se apresta, como último
recurso, a soplarle: «Ser o no ser…».
He hablado de cosas que se aprenden, he hablado de talento, he hablado de eso
que en el fondo, eventualmente, se puede comprar poniéndole precio. Ah, pero lo que
no se aprende ni se compra es el encanto y la malicia, el encanto malicioso de
Lubitsch que hacía de él, de veras, todo un Príncipe.

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(1968)

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