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LA PELÍCULA QUE NO SE VE / Jean-Claude Carrière

Barcelona / Paidós / 1997

LA DESAPARICIÓN DEL GUIÓN

A veces se oye a un actor decir: «Voy a hacer esta película. El guión no vale mucho,
pero mi papel es muy bueno». Nunca he entendido—yo, que escribo guiones—lo que
significan frases como ésta. Ni siquiera cuando un amigo me dice, creyendo
halagarme: «Me ha gustado mucho tu guión, y los diálogos me han parecido
maravillosos, pero la película no era gran cosa». En estos casos, mi reacción es la
perplejidad.

No entiendo cómo puede disociarse un guión de una película, apreciarlos por


separado. Personalmente, soy incapaz de hacerlo con las películas de los demás.
Puede que admire tal o cual encuadre o, por el contrario, que me disguste la
interpretación de un determinado actor, pero las películas me gustan o no me gustan
de una manera global. No me cabe en la cabeza una película bien dirigida y mal
escrita (o viceversa): en resumidas cuentas, un monstruo, un híbrido casi
inimaginable. Una película es siempre una sola cosa, un todo más o menos
conseguido, con partes mejores que otras. A veces una puesta en escena inventiva y
sutil puede insuflar vida a una historieta de lo más banal. Es posible. A la inversa, un
director mediocre o arrogante puede sabotear abominablemente una bonita historia,
y ejemplos de ello no faltan. Pero, en este caso, el guión original ha desaparecido,
ha sido asesinado, ya no existe: ¿cómo se puede decir, entonces, que es bueno?

Un buen guión es, en realidad, aquel que da lugar a un buen filme. Cuando el filme
nace a la vida, el guión ya no existe. En la película ya terminada es, sin duda,
aquello que se ve menos, esa primera forma aparentemente completa que, sin
embargo, está destinada a transformarse, a desaparecer, a confundirse con otra
forma, que será la definitiva.

Cuando yo tenía veinticinco años y acababa de publicar mi primera novela, mi editor,


Robert Laffont, me propuso—sabiendo lo mucho que me atraía el cine—participar en
un extraño concurso. Acababa de firmar un contrato con Jacques Tati para publicar
dos libros inspirados en dos de sus películas. Las vacaciones del señor Hulot (Les
vacances de Monsieur Hulot, 1951) y Mi tío (Mon oncle, 1958). Entonces en pleno
rodaje, Tati propuso a Laffont que dijera a algunos de sus más jóvenes autores que
escribieran un capítulo de Las vacaciones del señor Hulot. Después, él escogería al
novelista definitivo.

Acepté y gané, lo cual, sin que yo lo supiera entonces, decidió mi vida. Jacques Tati
escogió mi capítulo. Un capítulo que yo había escrito en primera persona cediendo la
palabra a uno de los personajes del filme: un viejecito muy pulido que se pasea
siempre con su mujer, con las manos a la espalda, aburriéndose cada año durante
tres o cuatro semanas, y al que el señor Hulot, claro está, estropea las vacaciones.
Tati me citó en su oficina, cerca de los Campos Elíseos, y yo me presenté allí con el
corazón latiéndome apresuradamente. Por primera vez en mi vida iba a entrar en
una productora. Aquel hombre, al que yo admiraba tanto, me recibió enseguida.
Hablaba poco, y miraba a la gente de una manera extraña pero minuciosa. Primero
me preguntó qué sabía yo del mundo del cine. Yo le respondí que era lo que más me
gustaba en el mundo, que iba a la Cinémathèque tres veces a la semana, que...
Me interrumpió con un gesto de su mano:
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— No es eso. Lo que quiero saber es qué sabe usted exactamente del mundo del
cine, de la manera en que se hace una película.
Le respondí, sinceramente, que muy poco, casi nada.
— ¿Nunca ha hecho cine?
— No, señor.
Llamó a su montajista, Suzanne Baron (con la que después yo mismo trabajaría
varias veces, en El tambor de hojalata [Die Blechtrommel, 1979], de Volker
Schlöndorff, por ejemplo), y le dijo:
— Suzanne, muéstrele a este joven lo que es el cine.

En tres o cuatro minutos, con instinto infalible, Tati acababa de darme mi primera
gran lección: para instalarse en el mundo del cine, del modo que sea—aunque sólo
se trate de escribir un libro a partir de una película—hay que saber primero cómo se
hace, hay que ponerse en contacto con la técnica. De nada sirve pretender ignorar,
con el desdén típico de algunos hombres de letras, todas esas máquinas y ese
quehacer artesanal.

Muy al contrario, hay que acercarse mucho, tocarlo, vivir con ello.

Ese día, Suzanne Baron me llevó a una sala de montaje, situada en el mismo
inmueble. Me hizo entrar en aquella pequeña y sombría habitación y me instaló ante
una misteriosa máquina que respondía al nombre de Moritone. Cogió la primera
bobina de Las vacaciones del señor Hulot y la puso en la máquina. Luego, en alguna
parte, se encendió una bombilla. Las imágenes empezaron a aparecer en la pequeña
pantalla y Suzanne me mostró cómo podía hacer avanzar y retroceder el filme, cómo
podía congelar la imagen, acelerar el movimiento, ralentizarlo, volver al punto de
partida, todo ello mediante una pequeña palanca metálica. Una palanca mágica que
me permitió jugar por primera vez con el tiempo.

Cuando toda la parte mecánica estuvo en marcha, Suzanne puso a mi lado un


ejemplar del guión del filme y me dijo algo que nunca olvidaré y que constituyó mi
segunda gran lección de aquel día, aunque no me diera cuenta de ello hasta mucho
más tarde.

Puso la mano sobre el guión, luego sobre la bobina de la película, y me dijo:


— El problema consiste en pasar de esto a esto.

El problema. Es muy fácil de decir. Se trata de una frase que, si no se le presta


mucha atención, podría pasar por una observación más bien vulgar, incluso banal.
Pero, en realidad, incluye en sí misma el gran secreto de la transformación. Indica
claramente lo esencial, es decir, que el rodaje de un filme es una operación
verdaderamente alquímica, que consiste en transformar papel en película, pasar «de
esto a esto». Una transmutación en la que es la propia materia la que se transforma.

Es bien sabido que, al final de un rodaje, el guión suele tirarse a la basura. Es


rechazado, abandonado, destruido, ya no existe, porque se ha convertido en otra
cosa. Con bastante frecuencia, he comparado esta inevitable metamorfosis con la
oruga que se convierte en mariposa. El cuerpo de la oruga contiene ya todas las
células, todos los colores de la mariposa, es su virtualidad. Pero aún no puede volar.
La esencia misma de su sustancia la destina al vuelo y, sin embargo, se agarra
torpemente a la rama de un árbol, a merced de los expectantes pájaros.

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Cuando llega el momento y se transforma, cuando adquiere su forma definitiva y
empieza a volar de flor en flor, de su primera apariencia sólo queda la piel, que el
viento arranca finalmente de la rama. Así también el guión, olvidado como una
oruga.

Por eso, en contra de lo que se suele pensar, el guión no es la última fase de una
aventura literaria, sino la primera fase de una película. Jacques Tati y Suzanne Baron
me lo demostraron en muy pocos minutos, hace treinta y cinco años, y cada día que
pasa la experiencia me lo confirma. El guionista es más cineasta que novelista.
Evidentemente, nunca le perjudicará saber escribir (incluso puede resultarle muy útil,
y no sólo en el mundo del cine), pero eso que denominamos ―escritura
cinematográfica‖ es un ejercicio específico y muy difícil que no se parece a ningún
otro. Se trata de una escritura que se debe recordar a cada instante a sí misma, con
insistencia casi obsesiva, que está destinada a desaparecer, a una inevitable
metamorfosis. De todos los objetos relacionados con la literatura, el guión es aquel
que cuenta con menos lectores: como mucho un centenar. Y todos buscan en él
únicamente su interés particular y profesional. A menudo los actores sólo se fijan en
su papel (lo que se llama una «lectura egoísta»), los productores y distribuidores en
las posibilidades de éxito, el director de producción en los figurantes y los rodajes
nocturnos, el ingeniero de sonido oirá ya el filme sólo con volver las páginas y el
director de fotografía imaginará su luz, etcétera. Todo un abanico de lecturas
individuales. Una herramienta que se lee, se anota, se disecciona... y se abandona.
Sé que ciertos coleccionistas los conservan y que a veces incluso se publican,
aunque sólo si el filme funciona: entonces sobreviven a sí mismos.

De todas las formas de escritura, la cinematográfica me parece la más difícil, pues


para ponerla en práctica son necesarias unas cuantas cualidades que raramente se
encuentran reunidas. Hace falta talento, por supuesto, como para todo, pero
también inventiva, emotividad, tenacidad. Es necesario un mínimo de capacidad
literaria e incluso de habilidad. También un sentido especial del diálogo, que debe
parecer real sin serlo, y un buen bagaje técnico. Como decía Tati, hace falta saber
cómo se hace una película. De lo contrario, estaremos escribiendo sobre el absoluto,
sobre utopías, y nuestras frases, por elegantes que sean, permanecerán irrealizables,
aunque sólo sea por razones de presupuesto.

Hay que saber cuánto cuesta lo que se escribe.

A estas obligaciones, a este paso inevitable por los actores y los técnicos, hay que
añadir una cualidad singular muy difícil de conseguir y mantener: una cierta
humildad. Y no sólo porque, en la mayor parte de los casos, el filme acabará
perteneciendo al director, cuyo nombre será el único en ser glorificado (o
maldecido), sino también porque la obra escrita, sucia y arrugada, acabará
finalmente desechada, como la piel de la oruga. En el camino, hay que poder
redirigir nuestro amor, nuestros sentimientos, hacia el filme, pues, cuando
finalmente exista, todos nuestros esfuerzos e investigaciones desaparecerán como
por arte de magia. Y así, el último día, podremos salir del estudio sin tener que mirar
con amargura las papeleras.

Permanecí más de diez días en aquella oscura habitación a la que yo llamo mi


caverna iniciática. Me enseñaron campos y contracampos, planos generales,
diferentes encuadres, buenos y malos raccords. Primeros balbuceos de un lenguaje

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completamente nuevo para mí. Me hablaron de ritmo e incluso de estilo. Un joven
delgado y nervioso, de grandes y brillantes ojos, ayudante de Tati pero también
gagman, músico e ilusionista, venía a verme a menudo. Se llamaba Pierre Etaix. Con
él, algunos años más tarde, compartiría mis inicios en el mundo del cine. Y desde
entonces no nos hemos separado.

Pierre se sentaba a mi lado e intentaba responder a mis ingenuas preguntas. ¿Por


qué ese plano no es, en la película, tal y como se describe en el guión? Por múltiples
razones, me decía Pierre, que ha sido imposible prever: un malecón demasiado
corto, un actor poco hábil a la hora de encadenar sus gestos (algo que exige una
gran precisión en una película cómica), el mal tiempo, un perro caprichoso, los
azares del rodaje, en fin, o bien el hecho de darse cuenta, de repente, de que
aquello que parecía muy divertido sobre el papel se convierte en algo más bien
pesado, o inverosímil, o previsible, cuando se intenta darle forma y vida ante la
cámara.

Son los inevitables accidentes de la transformación. Sean cuales fueren las


precauciones que se tomen, y a pesar del trabajo previo, de las improvisaciones, de
las correcciones y de las repeticiones, existen ciertos momentos (no sé decirlo de
otro modo, no encuentro otra palabra para ello) que se resisten a convertirse en tal
o cual parte del filme. Se puede tratar de obligarlos a ello, hacerlos encajar por la
fuerza, pero entonces se someterán de mala gana, dejando siempre tras de sí una
cierta insatisfacción, tanto por nuestra parte como por la de los espectadores.

¿Por qué lo que parece adecuado y verosímil cuando se lee, e incluso cuando se lee
en voz alta, se convierte en falso y forzado cuando se ve en una pantalla? ¿Es por el
paso de nuestra subjetividad de lectores, cuyas normas imaginadas quedan siempre
indefinidas, a la implacable objetividad de la cámara, cuyo ojo y cuyo corazón son
tan distintos de los nuestros? ¿Se trata de un problema irresoluble?
Todos los directores se han enfrentado a esta resistencia, a este rechazo. Puede
decirse entonces que la escena, o un determinado momento de la escena, resopla
como una mula tozuda. A pesar de todos nuestros intentos, este maldito momento
no formará parte del filme.

Es algo que los actores, por instinto, reconocen a menudo: «Tengo un problema con
esto», suelen decir. No pueden definirlo muy bien pero, cada vez que intentan
abordar la escena, fracasan. No se sienten cómodos, sino como si estuvieran
falseándolo todo.
Para el director atento, se trata de una señal de alarma. Cuidado: hay algo que no
funciona. Y entonces se le plantea el problema de siempre: ¿debe obligar al actor a
vencer esa resistencia—y a encontrar, quizá, más allá de sus vínculos, una segunda
verdad—o es preciso cambiar, incluso eliminar cuanto antes esa escena?
Cualquier metamorfosis de un guión o, dicho de otro modo, cualquier filmación de
situaciones imaginarias, van acompañadas, de este modo, de toda una serie de
concesiones, que siempre se desean lo más leves posible. Un guión es el sueño de
un filme. Nos imaginamos los mejores actores. Los más bellos decorados, ríos de
dólares, imágenes verdaderamente nuevas.
Cuando llega el día del rodaje, que es el primer momento de la verdad (el otro será
el estreno), nos contentamos con lo que hay. Empiezan las concesiones, aunque
podría decirse que ya han empezado durante la preparación: Fulano no está libre, no
hay dinero suficiente para rodar la escena del barco, no podemos trasladar a un

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equipo a tal o cual país tras los últimos acontecimientos y, como siempre, el tiempo
apremia. Durante el rodaje de Les enfants du Paradis en los estudios de la Victorine,
en Niza, se cuenta que Marcel Carné gritaba de cólera contra los aviones de guerra
norteamericanos que estaban apoyando el desembarco aliado en la Provenza: «¡No
podéis hacer esto! ¿No veis que estamos haciendo una película?».

Sin duda, y en cierto sentido, tenía razón. Es mejor hacer una película que hacer la
guerra. De acuerdo, pero entonces se trataba de liberar a Europa de un monstruo.

Por no hablar de los imprevistos, como en este caso, las concesiones se agolpan
ante nuestras puertas desde el inicio mismo de la preparación. A menudo me digo
que uno de los grandes talentos del director de cine es el de saber escoger: lo que
puede consentir, lo que debe discutir y lo que tiene que rechazar.

A veces la metamorfosis puede llegar hasta el absurdo. Recuerdo que, en los años
60, un amigo decidió hacer una película sobre la vida de un eremita del desierto, uno
de esos santos de los primeros siglos de la cristiandad cuyas leyendas están llenas
de prodigios. Este director convenció a un productor, que a su vez contrató a un
guionista. Y se pusieron a trabajar.

Después de algunas semanas empezaron a preguntarse: pero, en el fondo, ¿por qué


ambientar esta hermosa historia en la antigüedad? ¿No podríamos acercarla un poco
más a nuestros días, situarla en el siglo XVII, por ejemplo? ¿Y por qué no en la
actualidad?

En efecto, hoy en día ya no hay santos que hagan milagros, por lo menos en Europa.
¿Y si situáramos la historia en la India, África o América del Sur? Entonces intervino
el productor, con los argumentos de siempre. Ni hablar de rodar en África o la India.
Al público no le interesan los personajes exóticos. No, hay que rodar en Europa o, de
lo contrario, no habrá película (es así: nunca se puede escoger entre esta película y
otra que podría ser mejor, sino sólo entre ésta o ninguna).

Bien. ¿Dónde encontrar un santo en la Europa de los años 60? Las discusiones se
prolongaron durante mucho tiempo, casi un año. Y la conclusión fue ésta: el
equivalente más adecuado de un santo en nuestra época es el detective privado, sin
ninguna duda. El productor, el guionista y el director estuvieron de acuerdo. Así
pues, a esa idea original que muchos consideraban extravagante (¡un santo!, ¿a
quién se le ocurre hacer una película sobre un santo?), se añadía ahora el recurso,
blando y tranquilizador, al más manido de todos los tópicos cinematográficos.

Y el filme se rodó. Una película policíaca que transcurría en Madrid, con Eddie
Constantine en el papel protagonista. Debo decir que aquel director que, un año
antes, había tenido la extravagante idea del santo, se desmarcó del proyecto en el
último minuto. Otro realizador se encargó de la película. Una película mediocre, que
no tuvo ningún éxito.

Algunos días después de nuestro primer encuentro, Jacques Tati me llevó a un


estudio de sonido. Él mismo se estaba ocupando de las mezclas de Mi tío. Aquella
tarde, se trataba del ruido de un vaso que se rompe al caer al suelo de una cocina
moderna. Tati se había rodeado, como hombre meticuloso que era, de una treintena
de cajas de vasos distintos y, durante varias horas, los estuvo dejando caer uno tras
otro sobre diferentes tipos de suelo –piedra, madera, cemento, baldosa, incluso

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metal— con imperturbable seriedad. Yo le miraba sorprendido y me preguntaba: ¿así
que esto es el cine, esta labor aburrida y oscura? Seguía a Tati por todas partes, casi
siempre junto a Etaix, y asistía a proyecciones seguidas de largos y agitados debates
(«¿Se ve bien la cola del perro que pasa junto a la alarma electrónica y que hace
que se cierre la puerta del garaje? ¿Sí? ¿De verdad? ¿Estáis seguros de que el
público la verá?»). Tati, sin duda, había decidido que, antes de dejarme escribir el
libro, debía mostrarme el máximo de cosas posible. De ahí la importancia que
siempre he otorgado a los conocimientos técnicos, a las herramientas de filmar, a los
sonidos, a las luces, a los ejercicios de montaje. Durante años, en el curso de mi
trabajo, yo, que no tengo ningún tipo de formación literaria, he intentado pasar el
mayor tiempo posible en los platós, en los auditorios, en los laboratorios. En la
primera película de Pierre Etaix, El pretendiente (Le soupirant, 1963) fui encargado
de atrezzo y microfonista. Disponíamos de pocos medios y rodábamos con un equipo
reducido.

Grabar el sonido durante un rodaje, deslizar el micrófono en medio de las luces sin
que provoque sombras, privilegiar este o aquel sonido, esta o aquella voz—aunque
sean tenues—sobre cualquier otro: todo forma parte de la obra general. Nada
resulta inútil para la escritura. Aún hoy en día, tan a menudo como puedo, paso
horas enteras en los talleres de investigación, estudiando las imágenes de síntesis,
los hologramas y todas esas nuevas articulaciones del lenguaje cinematográfico.

Todos los métodos técnicos—incluso los digitales—guardan un antiguo secreto.


Cualquier aprendizaje consiste en una formación total, que no sólo cambia nuestros
gestos y nuestras miradas, sino también todo nuestro ser. Un artesano competente
raras veces tendrá ideas extravagantes, pues su seguridad y su calma le
acompañarán incluso cuando no esté trabajando. El verdadero peligro—como se
comprueba a menudo—consiste en creer que la técnica es suficiente y que el
virtuosismo puede suplantar a la idea.

Por el contrario, cuanto más envejezco más admiro a los artistas que saben disimular
todas sus habilidades—Renoir, Buñuel, Ozu—, que evitan cuidadosamente los golpes
de efecto, que huyen de los subrayados. No hay ninguna duda de que son capaces
de cualquier virtuosismo. Pero me gusta que sus investigaciones vayan por otro lado:
el misterio, la concentración, la intensidad vital, cualidades menos espectaculares
pero a la vez menos frecuentes.

No me siento atraído por los pintores exhibicionistas, esos que me muestran sus
habilidades a cada paso que dan y luego sólo saben repetirse, aun cuando alcancen
obscenos récords en las subastas públicas.

Me gusta mucho aquello que decía Delacroix: «Si viviera ciento veinte años, seguro
que al final me quedaría con Tiziano. No es un pintor para la juventud. Es el menos
amanerado y, por consiguiente, el más variado de los pintores. El talento menos
amanerado es siempre el más variado: a cada instante obedece a una emoción real
y distinta una emoción a la que debe rendirse. No le preocupa el boato, ni tampoco
demostrar su facilidad ni su seguridad en el trazo. Al contrario, desprecia todo
aquello que no le conduzca a la más viva expresión de su pensamiento».

Tampoco en el caso de un guión hay que fiarse por completo de la técnica, que casi
siempre acaba convirtiéndose en facilidad. Hay que ir siempre más allá, hacia la
«emoción verdadera». En compañía de Tati y de Etaix, muy pronto pude darme

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cuenta de que una gran parte de este trabajo al que se denomina «escritura»
consiste precisamente en no escribir nada. El propio acto de escribir es peligroso,
pues sobre él pesa una especie de antiguo prestigio que muchas veces le sirve de
justificación. Si está escrito, debe de ser verdad, así que no voy a tocar nada.
Muchos realizadores llaman «biblias» a los guiones terminados, como si contuvieran
una verdad eterna procedente de un lejano Sinaí.

A menudo he dicho, en el curso de algún ensayo teatral, por ejemplo, que si a un


actor se le proporciona una frase oralmente, sin escribirla en ningún sitio, la tratará
con desenvoltura, con una libertad a menudo fecunda. Si se escribe la misma frase
sobre un pedazo de papel o, con más razón, si se pasa a máquina, el actor la
respetará mucho más. Incluso puede que llegue a paralizarle.

Tati, a la salida de los estudios, me hizo sentar en la terraza de un café, y desde allí
empezamos a observar a los paseantes. La mayoría de ellos no atraían nuestra
atención, pero, de vez en cuando, siempre había alguno que nos parecía interesante,
ya fuera por su apariencia general, alguna particularidad de su manera de vestir o
incluso su físico. Retorno a las fuentes. Había que observar, ver, y luego imaginar,
evitar las actitudes pasivas, identificar a cada uno con una historia, aunque fuera
apresurada, con un gag, con un contratiempo, con un accidente que pareciera
apropiado para él. Toda la calle, la ciudad y, por qué no, el mundo entero, todos los
habitantes del planeta, nos parecían estar allí, sólo para servir de pretexto a un
inmenso filme cómico que nosotros debíamos descubrir.

Durante mucho tiempo continué realizando este «trabajo» en sus más diversas
formas, ya fuera con Pierre Etaix, con Luis Buñuel, con Milos Forman o con Peter
Brook. Cada uno, claro está, sólo veía aquello que correspondía a sus gustos o
inclinaciones personales. Un hombre que cojea puede parecer divertido o patético,
según la mirada que se pose sobre él. Recuerdo a Milos Forman observando, desde
la terraza de un café, las idas y venidas de los paseantes y las prostitutas, en una
calle de Pigalle, y murmurando desanimado: «Sólo Dios podría dirigir esto». Lo más
esencial es no perder nunca el contacto con la vida en beneficio de las
construcciones mentales, descubrir y explorar todo lo que nos rodea, domesticarlo
antes de transformarlo, antes de aplicar a lo real las perversiones y desviaciones que
sean necesarias.

En 1968, Forman decidió hacer una película en Nueva York. Como personaje
principal escogió a una joven fugitiva, una dropping-out1. Por aquel entonces había
un gran número de estos run-away kids2, que un buen día abandonaban a su
respetable familia para unirse, en las calles del East Village, a los abigarrados,
trashumantes grupos de hippies, intentando cambiar de vida. Los Beatles acababan
de escribir una bella canción sobre el tema: «She's Leaving Home».

Milos pidió mi colaboración y me reuní con él en Nueva York. Cuando se pisan los
Estados Unidos por primera vez, la impresión es siempre la misma: «Ya conozco este
país». Hemos visto—y amado— tantas películas norteamericanas desde nuestra
infancia que conocemos a la perfección los rascacielos, el Colorado, los taxis
amarillos de Nueva York e incluso los coches de la policía. Nuestros primeros viajes a
Norteamérica los hemos hecho gracias al cine.

1
En inglés en el original: alguien que se va de casa.
2
En inglés en el original: "muchachos fugitivos".

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El viaje real, sin embargo, supone algunas diferencias. Y Nueva York, en 1968,
resultaba sorprendente. Poco iniciados en las nuevas modas, éramos como dos
extranjeros en tierra extraña. Para superar esto, en lugar de encerrarnos en la
habitación de un hotel y escribir aquella película que acabaría titulándose: Juventud
sin esperanza (Taking Off, 1971), nos fuimos a vivir al Village, entre nuestros
personajes, y nos dedicamos a recorrerlo todo, llamando a las puertas y diciendo,
con nuestros inconfundibles acentos: «Somos cineastas europeos y queremos hacer
una película sobre la juventud norteamericana. ¿Tiene usted hijos?». Nadie nos cerró
la puerta en las narices. Hubo incluso una familia que prácticamente nos obligó a
compartir su comida.

Y la puerta de nuestro apartamento, situado en Leroy Street, estaba siempre abierta


para todos aquellos que quisieran entrar. Por nuestra parte, nos dedicamos a
escuchar atentamente sus relatos, que al principio casi no entendíamos a causa del
lenguaje utilizado, un argot tribal que sólo pueden comprender los miembros del
grupo (hasta el punto de que en Inglaterra tuvieron que subtitular varias escenas).
El guión empezó a tomar forma más tarde, después de haber estado en contacto con
la realidad durante mucho tiempo. La mayor parte de las escenas eran ficticias,
como aquella que presenta una ―Asociación de Padres de Jóvenes Desaparecidos‖,
tan verosímil, sin embargo, que los productores recibieron montones de cartas
preguntando por la dirección de este organismo. Era una ficción emanada de la
realidad. No hubiera existido sin la atmósfera excepcional que nos rodeaba, que
invadía nuestros corazones y nuestras almas, y tampoco sin nuestras persistentes
investigaciones, más bien propias de unos antropólogos.

La escritura siempre debe entrar en escena al final del proceso, cuando ya nos
hemos enfrentado a lo esencial. Lo más tarde posible.

El segundo fenómeno, siempre acompañado de una cierta sorpresa que va


adquiriendo distintos matices a lo largo de los años—aunque sin dejar nunca de ser
una sorpresa—, se basa en la libertad de la imaginación. De hecho se trata de un
músculo que, como la memoria, hay que fortalecer mediante el entrenamiento. Pero,
a diferencia de la memoria, que se cree —o que se creía, hasta una fecha reciente—
localizada en alguna parte del cerebro no sabemos muy bien dónde se aloja la
imaginación. Sin duda en la cabeza, pero también en el cuerpo, en los sentidos, en
los nervios y en los reflejos. Está allí —más o menos viva, según las edades y los
individuos— presta para abrirse al mundo, liberarse, expandirse. Habita en nosotros
bajo las más misteriosas formas, invade nuestros sueños, es el viento que sopla
sobre nuestras velas y que transforma nuestras vidas.
Todos somos vulnerables a la imaginación, pues sin ella nuestra existencia sería
demasiado real. Cuando la excitación de nuestra vida diaria empieza a remitir,
aunque sólo sea durante unos pocos minutos, nos encontramos con este compañero
secreto: nuestra imaginación toma el mando, se desliza en nuestro interior con
seguridad y suavidad, y se aprovecha de esos momentos de inacción, de regreso a
nosotros mismos, para levantar un telón invisible. Entonces nos transporta al
escenario, vemos a un actor que somos nosotros mismos y todo acaba
confundiéndose. A partir de elementos de la realidad, de aquello con lo que nos
enfrentamos día a día, de nuestros amigos y de las mujeres a las que deseamos,
entramos en otro mundo.

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Como quien no quiere la cosa, algunos de nosotros vamos un poco más lejos e
intentamos compartir con los demás nuestras imágenes, nuestros sonidos y nuestras
historias. Nos llamamos a nosotros mismos narradores profesionales y, recurriendo
voluntariamente a la imaginación, la parte más soñadora y errática de nosotros
mismos, la obligamos a trabajar sin ningún escrúpulo, a horas fijas, manipulándola y
torturándola. Un tratamiento que ella detesta y adora a la vez.

A medida que se suceden las experiencias, vamos conociendo más y mejor a ese
misterioso inquilino. Con inusual rapidez —primera razón de nuestra sorpresa—,
empezamos a creer que sus posibilidades de exploración son ilimitadas. Su territorio
es prodigiosamente amplio y cada día se ensancha más y más. Las situaciones que
es capaz de concebir en su incontinencia pueden llegar hasta el infinito. Detalles,
miradas, gestos, palabras: no hay límites. Durante el siglo XIX, había gente que creía
que las situaciones dramáticas eran limitadas. A lo sumo unas cuantas decenas.
Nada más falso que esta visión estrechamente aritmética de nuestro mundo
imaginario. Todo puede ser dramaturgia, todo puede ser acción, relato, historia, a
condición de que el interés se mantenga, que aquellos que nos escuchan
permanezcan sentados, con los ojos bien abiertos, completamente inmóviles.

En este sentido, las semillas se vienen plantando desde hace ya mucho tiempo. Los
narradores africanos, indios o persas son realmente inagotables. Pero, de vez en
cuando, sobre todo entre nosotros, aparecen ciertos tiranos reductores que afirman,
con el hacha levantada: hay que escribir así. De esta manera y no de otra. En
Francia, durante el siglo XVII, muchos poetas fueron enviados a la hoguera: el orden
clásico, al mismo ritmo que la monarquía absoluta, se estaba abatiendo sin piedad
sobre la deliciosa, preciosa, mística y obscena exuberancia barroca del primer tercio
de siglo. Esos poetas se llamaban Chausson o Le Petit.

Acabemos, decían los tiranos, con todo ese calamitoso desorden. Ahora hay que
respetar las reglas y expresarse con claridad. Sólo cuenta el decoro. De nuevo se
imponía una prohibición poniendo como excusa el buen gusto. El resultado fue que,
durante todo el siglo siguiente, el XVIII, no se escribió en Francia un solo poema.
Muchos versos, sí, pero ningún poema.

Este peligro, siempre el mismo bajo formas renovadas, está permanentemente al


acecho. Sea cual fuere nuestra ocupación, nos sentimos fuertemente atraídos por las
clasificaciones, los archivos y las etiquetas. Nos entusiasman los callejones sin salida,
tan confortables, tan protegidos, tan fáciles de inspeccionar. Amamos las formas
establecidas, aquellas que gustamos de llamar clásicas. Aún no hemos dicho nada y
ya empezamos a repetirnos. Hacemos muchas películas pero no hacemos cine.
Hemos perdido la capacidad de invención, el espíritu de la aventura. Cuando nos
amenaza un vago reproche, casi siempre procedente de nuestras zonas más oscuras,
nos justificamos con una sola palabra: fidelidad. Nos llamamos, nos creemos fieles a
nosotros mismos. Y, sin embargo, fidelidad es una palabra, como tantas otras, que
no quiere decir absolutamente nada, por lo menos cuando se emplea sola.
Permaneciendo fieles a la forma, a menudo traicionamos lo esencial. Y la propia
forma muere, más tarde, vacía ya de toda sustancia.

Para evitar el olvido sólo disponemos de la imaginación. Es el caballo que nos


lanzará hacia adelante y nos sacará del atolladero. Sin que nos demos cuenta,
siempre presente, vuelve incesantemente a la carga con renovadas energías. ¿Cómo

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dejar de imaginar? Nos lleva, sin esfuerzo alguno, al otro lado de todos los espejos,
nos atrae como el canto de las sirenas. Está ahí para ayudarnos, a cada instante, a
escapar de la monotonía, de lo ya visto, de lo ya oído, del savoir-faire, de la siempre
peligrosa experiencia. Nos abre imprevisibles caminos entre la maleza.

Naturalmente, a veces tiene miedo, pues las amenazas son constantes. Se desconfía
de ella porque es capaz de imaginarlo todo, de poner el mundo patas arriba, de
sentar al mendigo en el trono y lanzar al rey a la fosa común, de soñar incluso el
Apocalipsis, el fin de todo, la nada soberana. Se la maltrata y se la encarcela.
Siempre rechazada, a menudo se retracta de todo. En el caso de ciertas personas —
basta con mirar a nuestro alrededor— parece incluso haber desaparecido, asesinada
por la rutina y la estupidez. Y entonces esos individuos se encierran para siempre en
una vida rígida, en un pensamiento clausurado.

El gran peligro, sin duda, tanto en nuestro terreno como en los demás, es creer que
basta con lo que ya sabemos, cuando en realidad hay que provocar, irritar, y abordar
cada película como si fuera la primera. Sin olvidar nunca que nuestro trabajo, en el
curso de esta alquimia, está condenado a desaparecer.

Buñuel leía el periódico cada día. Sin duda para enterarse de las noticias del mundo,
por las que sentía un gran interés, pero también por motivos profesionales. La
lectura y el comentario de la prensa formaban parte, para él, de la elaboración del
guión. No sin irritación, y a veces incluso pánico. Un día leímos que había explotado
una bomba en la basílica del Sacré-Coeur, en París, información que nos inquietó,
pues en esa época —la de Ese oscuro objeto del deseo— habíamos imaginado a un
grupo terrorista que actuaba en nombre del Niño Jesús.

A la mañana siguiente, llenos de ansiedad, abrimos el periódico para ver cómo iba la
investigación. Ni una palabra. Otras informaciones sustituían a la del Sacré-Coeur.
Cuando es la prensa la que nos acerca a la realidad, el resultado es siempre
decepcionante. La mayor parte de aquellas noticias no tenía ningún interés para
nosotros y, en cambio, la única que nos fascinaba desaparecía de repente y para
siempre.

No basta con la realidad. Es necesario que la imaginación se inserte en ella y la


pervierta, o por lo menos le dé una nueva forma.

Recuerdo otra mañana en la que vi llegar a Buñuel muy pálido, con aspecto inquieto.
Le pregunté qué ocurría y me dijo: «El mundo está fatal. No vale la pena continuar
trabajando. El fin del mundo está muy cerca: puede ser mañana mismo». Le pedí
que me dijera las razones de ese súbito terror y me respondió:
— ¿Es que no has leído la prensa? ¡Dos banqueros suizos se han suicidado el mismo
día!
Sin embargo, el mundo no se acabó, ni al día siguiente ni al otro, lo cual no sé si le
decepcionó.

Otra parte de nuestro trabajo consistía en contarnos nuestros respectivos sueños


cada mañana. Si los habíamos olvidado los inventábamos, o por lo menos eso es lo
que hacía yo, recordando la frase de André Breton acerca de un tipo al que no tenía
en mucha estima: «Es un cerdo. No sueña nunca».

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Periódicos y sueños: la cotidianeidad. A todo ello veían a añadirse a lo largo del día,
la reflexión, la improvisación y la invención propiamente dichas, a las que nos
veíamos obligados por contrato. Búsqueda errabunda e indefinible que podía
finalizar en unos recuerdos de infancia, en anécdotas sobre un amigo común o en
imágenes y lecturas, todo ello separado por largos silencios durante los cuales cada
uno de nosotros, como si se tratara de un cuento de Edgar Allan Poe, podía leer el
pensamiento del otro. O bien podíamos acabar estallando en carcajadas, incluso
enzarzados en una pelea absurda, para que al final, súbitamente, una escena
surgiera de no se supiera muy bien dónde. Entonces la acogíamos, le dábamos
forma, apartábamos la mesa y las sillas, incluso las luces, y, en un torpe remedo de
puesta en escena, comenzábamos a interpretar, a improvisar, volviendo a empezar
tres, seis, diez veces si era necesario. En cada ocasión corregíamos frases y gestos,
y algo empezaba a nacer en el interior de ese movimiento irregular. Rápidamente
tomaba notas para no olvidar esas expresiones y posturas que nacen de la
improvisación y que luego se intenta recordar en vano.

A veces este camino no conducía a ninguna parte. Todo volvía al silencio y a la


desolación. La espera recomenzaba. Estábamos convencidos de que nunca
encontraríamos nada válido, nada que nos dejara satisfechos a uno y a otro.
Llamábamos al camarero del hotel y pedíamos otro café. Volvíamos a leer los
periódicos, a recordar viejas historias que nos habíamos contado ya innumerables
veces. Mirábamos el paisaje —siempre el mismo— que dejaba entrever la ventana,
como dos insectos que intentaran salir de un tarro: seguro que había una salida
secreta que, a su vez, nos conduciría a la inmensidad de las grandes praderas, pero,
¿cómo encontrarla?

Era una agitación incesantemente salpicada por el aburrimiento. Una actividad


extraña, muy difícil de explicar.

En lo que se refiere al entrenamiento del músculo de la imaginación, que es el único


capaz de encontrar esas salidas, practicábamos diariamente un ejercicio que exigía
mucha disciplina. Durante una media hora, al finalizar las sesiones de trabajo, yo me
quedaba solo en mi habitación mientras Buñuel se iba al bar —lugar sacrosanto, y
preferentemente sumido en las sombras, que la inspiración suele atravesar de una
manera casi fatal— a por su aperitivo nocturno.

Físicamente alejados, así, nos obligábamos a inventar una historia, en media hora,
que podía ser corta o larga, en presente o en pasado, trágica o burlesca, o consistir
simplemente en un detalle o un gag. Al término de la operación nos reuníamos en el
bar y nos contábamos nuestros hallazgos, que podían estar o no estar relacionados
con el guión en el que estábamos trabajando: eso no tenía ninguna importancia. Lo
esencial era mantener la imaginación alerta, forzarla a despertarse cada día
precisamente a esa hora —el final del día— en la que ya empieza a adormilarse.
Al entrar en el bar, yo ya podía leer en el rostro de Luis si sus hallazgos le habían
dejado satisfecho o, por el contrario, le parecían mediocres. Y viceversa, sin duda,
pues todo rostro queda iluminado tras el paso de una buena idea.

A veces, en una fase anterior, cuando nos encontrábamos atascados en una escena
que parecía irresoluble, me decía:
— Quizá esta noche, con la ayuda de la ginebra.

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No a todo el mundo que esté buscando una idea se le puede decir: vete a un bar
confortable y tranquilo —sobre todo sin música—, bébete lentamente un dry martini
y espera. En el caso de algunos, esto no funcionará nunca. Pero para Buñuel se
trataba, sin duda alguna, de un terreno propicio. Mientras los lentos vapores del
alcohol le subían a la cabeza, según decía, empezaba a ver cómo se movía el aire, a
percibir imágenes fugitivas, incluso a ver personajes que se deslizaban
silenciosamente de un sitio a otro.

De la terraza del café en la que se sentaba Jacques Tati al oscuro bar en el que me
esperaba Buñuel, hay mil lugares, mil atmósferas favorables. He escrito escenas de
Mahabharata en un embotellamiento en Madrás, incluso en un aeropuerto de
provincias en la India, mientras esperaba, al lado de Peter Brook, un avión
confusamente anunciado. Ciertas imaginaciones son, por el contrario, caprichosas e
incluso obsesivas, y exigen, por ejemplo, el color rojo, o una música de flauta, o un
calor excesivo, o el sonido cercano del mar. Al leer los desiderata de los escritores, y
entre ellos los de los guionistas, a veces es como si estuviéramos hojeando un
catálogo de perversiones. Conocí a uno que no podía soportar el canto de los
pájaros, hasta el punto que, de oírlo, caía súbitamente en una repentina crisis.
¿Fetichismo? ¿Pereza disfrazada? ¿Pánico ante el inicio de la labor? ¿Un recuerdo
lejano, como sucede con algunos traumas?

No se sabe, pues estas cosas apenas se estudian. Felizmente. Lo que parece cierto
es que el campo es ilimitado. Se puede, evidentemente, poner barreras, o pasear sin
rumbo fijo hasta perderse. Todos los métodos son buenos para cultivar el campo.
Pero sólo hay una certidumbre: el cultivo es indispensable. Somos libres de soñar
con una película nacida de un erial, pero no deberemos sorprendernos si, en ese
caso, los visitantes acaban evitándolo prudentemente.

El cultivo, pero también el abandono, el barbecho. Se puede abandonar una historia


durante semanas, meses e incluso años. No importa: su vida no tiene por qué
detenerse. Sin nosotros saberlo, empieza a ser objeto de una ebullición invisible. Hay
que dejarle existir, concederse momentos de descanso, de inactividad absoluta,
tanto física como mental. Una parte de nosotros permanece despierta. Un día u otro,
si todo va bien, recogeremos los frutos.

El trabajo en este oscuro dominio permite descubrir también que nuestra


imaginación es perfectamente inocente, y que no debemos dejar de luchar contra
nuestras propias prohibiciones. Contrariamente a lo que nos han repetido durante
siglos las religiones menos permisivas, no hay «malos pensamientos», ni «pecados
de intención». Muy al contrario, debemos intentar cualquier cosa, imaginarlo todo. El
guionista tiene el derecho y probablemente el deber de ser —cuando inventa— un
personaje vulgar, odioso, racista y egoísta, un infecto criminal en potencia. Debe,
varias veces al día, matar a su padre, violar a su madre, vender a su hermana y a su
patria. A través de la disolución de todas las barreras, u obligándose a llevar una
máscara desagradable o ridícula, debe buscar al criminal que hay en su interior, al
hombre de mal gusto, ése al que tanto detesta, ése en el que no querría convertirse
bajo ningún pretexto.

Y que se tranquilice: lo encontrará.

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Al igual que, al inicio de cualquier trabajo, toda actitud heroica o demostrativa puede
ocultar una trampa fatal (nada más fácil que la teoría, pero tampoco nada más
paralizador), también toda censura personal, toda retirada temerosa, todo rechazo a
contemplarnos en nuestra integridad pueden acabar suponiendo una castración, un
pecado, un atentado contra la imaginación que tarde o temprano habrá que pagar.

Y además, el guionista —en el momento del trabajo— no sólo debe aprender a mirar
en sus propias tinieblas, sino también osar desnudarse ante su partenaire. Debe
atreverse a proponer una idea determinada afirmando obstinadamente que es
buena, incluso cuando crea que puede ser peligrosa, grosera o repugnante. Debe
abandonarse a un ejercicio constante de impudicia con el fin de liberarse de lo que
extrañamente se denomina el respeto. Esa actitud de reserva bajo la que se esconde
el veneno del temor.

Pues no se trabaja jamás solo, ni siquiera en los momentos en que no hay nadie
ante nosotros. Siempre somos una personalidad múltiple. Puede que haya un cerdo
en nuestro interior, más o menos enmascarado, pero también habrá un asceta y una
paloma blanca, prestos a la acción y a la reacción. Es inevitable: nunca dejarán que
el cerdo escriba solo el guión.

Una película está terminada cuando el guión ha desaparecido. La estructura se ha


vuelto invisible, ya no se siente. La inteligencia y la sensibilidad del espectador
deben dirigirse ahora hacia el propio filme, y no hacia la manera en que está hecho.
A menos que la película, como dice a veces Godard, sea «una película que se está
haciendo», en cuya elaboración se supone que podemos ayudar y participar (sin
embargo, el cine no es algo inmediato, como el teatro, por lo que sólo puede
tratarse de otra forma de ilusión), todo el trabajo quedará borrado, todas las
articulaciones e informaciones que hayan ido apareciendo —necesariamente— serán
asimiladas por la propia acción. La organización se ha desvanecido.

Ahora cada imagen, cada palabra nos sorprende. De repente todo es inesperado. Y,
no obstante, vemos esa acción como inevitable. Todo conducía hacia ella. Es aquello
que deseábamos en secreto. En estos momentos privilegiados, sorprendentes e
indispensables, la película encarna y concreta nuestro deseo, le aporta una
satisfacción tanto más intensa cuanto que no la esperaba, no osaba esperarla. En la
esperanza de llegar a ese momento, a menudo decepcionada pero siempre viva, hay
que aprender a liberarse suavemente —volvamos a Delacroix y a Tiziano— de
nuestro bagaje, de todo lo que nos han enseñado, de lo que Buñuel llamaba «el
ingenio». Un hallazgo demasiado brillante, y expuesto con demasiada brillantez,
puede romper nuestra relación íntima con la película, puede incluso distanciarnos,
como el actor de teatro que entra en escena con un vestuario demasiado bonito, o
como ese decorado exuberantemente iluminado que nos arranca un suspiro de
admiración.

Es la belleza y únicamente la belleza de esa imagen que admiramos, arrancada al


filme, lo que nos distancia de este último sin que apenas nos demos cuenta; la
belleza de la imagen o la intensidad de las palabras, sobre todo de las palabras de
un «autor», ésas que esperamos minuto a minuto, olvidándonos mientras tanto de la
carne del filme. Hay innumerables réplicas, la mayoría de ellas absolutamente
amorfas, que parecen estar ahí sólo para preparar la llegada de la palabra, como un
nadador perdido en medio del mar que aún pudiera respirar de vez en cuando.

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Peter Brook cuenta que un actor de teatro inglés, bastante popular, solía levantar y
agitar el brazo para prevenir al público de que iba a soltar una de sus réplicas:
atención, ahora veréis, ésta es buena. Muchos cineastas hacen lo mismo, a su
manera. Y la mayor parte del tiempo sin darse cuenta. Lo que yo llamo «la carne del
filme» se sitúa más allá de las palabras y de las imágenes, en el terreno indefinible
del sentimiento, de las relaciones entre los seres, de ese alimento secreto y
maravilloso cuya ausencia siempre nos deja hambrientos.

En el caso de un guión, la deseada desaparición de las articulaciones de la historia,


la eliminación de los efectos más visibles, sólo tiene un objetivo: transformar la
invención en apariencia de realidad. Dar vida y verdad a lo que ha nacido de la
arbitrariedad y de una lenta domesticación. La imaginación debe hacer su trabajo y
metamorfosearse, abandonar su propia brillantez, su arrogancia personal: hacer
como si ya no estuviera ahí, como si ya hubiera cedido su sitio a la realidad. Volver a
la oscuridad de su caverna, a la espera de su próxima salida.

Así pues, su triunfo es su desaparición. Por eso el guión, probablemente, es el


elemento menos visible de un filme. Es como una materia prima que se disipara en
el aire. Siempre presente, pero impalpable. Sin duda éste es el punto más secreto
del mecanismo, aquel del que casi nada puede decirse.

De este modo asistimos al triunfo, generalmente modesto —y con razón—, de


aquello que no se ve. Lo que cuenta es, evidentemente, lo que vemos, pero más aún
lo que hemos suprimido: un esfuerzo que sin embargo, aún está ahí, tras el filme o a
su alrededor, como los años de complejo entrenamiento que dan lugar a los más
sencillos movimientos de un atleta. Cuando la búsqueda termina, incluso ella misma
desaparece. Viva el trabajo aniquilado.

El guión no es sólo el sueño de un filme, sino también su infancia. Atraviesa un


primer período lleno de titubeos y balbuceos, descubriendo poco a poco todo lo que
hay en su interior (o lo que no hay, pues es bastante frecuente que se abandone
una historia a medio camino, por falta de ideas o de dinero, y acabe oxidándose en
la estantería, como las piezas de los viejos camiones en el desierto), y luego gana
seguridad en sí mismo, lo que nos recuerda la imagen en la niebla de Peter Brook,
que se concreta y fortalece día a día.

Puede suceder también que un filme envejezca y se vea acorralado por la muerte.
Una muerte natural, pues simplemente ha dejado de interesar, nuestra memoria lo
rechaza, ya no quiere verlo, por lo que decimos, y con toda la razón, que se ha
convertido en invisible. Ocurre incluso que algunas películas nacen muertas, son
invisibles desde su nacimiento y para siempre.

Igualmente, también está la muerte accidental, en terremotos o incendios (como el


de la Filmoteca de México en 1972) que siempre provocan la desaparición de las
copias más raras, o bien en esos inexplicables fenómenos de corrosión, de
putrefacción, que destruyen la película incluso en el interior de sus propios estuches.

La película que no se ve, o que ya no se ve, es, en principio, la que ya no existe. No


se puede decir gran cosa de ella, pero hay que saludarla a su paso: esa película
desconocida, desaparecida, de la que sólo quedan dos o tres fotografías a partir de
las cuales se puede intentar reconstruir el guión, como se reconstruyen los animales
de la prehistoria a partir de uno de sus dientes.

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En ese movimiento que va de la virtualidad a la realidad, del filme–sueño, o el filme–
niño, al filme adulto y consciente, el guionista aprende a retirarse de la aventura.
Durante los primeros meses es el dueño. La película, en ese momento, le pertenece.
Conoce todos sus detalles: es el único que la ve.

Pero entonces llega el momento, cuando se decide el inicio del rodaje, en el que
debe ceder el poder. El proyecto se le escapa. Para existir, debe pasar a otras
manos.

Una transición azarosa. Para evitar la ruptura, el cambio de tono radical y herético,
es mejor que el director permanezca cerca del guionista desde el principio, trabaje
con él hasta que el filme sea suyo, sea también suyo, como así constará, de todas
maneras, en los créditos y en las historias del cine. Así la transición será más natural,
sin golpes ni tropiezos. Nos habremos acostumbrado juntos a ese niño que va a
nacer.

Juntos, sin darnos cuenta, habremos inventado imágenes, habremos oído frases y
sonidos. Y esa primera apariencia del filme nos pertenecerá a ambos.

Cuando trabajaba con Buñuel, éste me pedía a menudo que le dibujara las escenas
del filme, y yo solía hacerlo por las noches, en la soledad de mi habitación. A la
mañana siguiente, antes de mostrarle mis dibujos, procedíamos a una rápida
verificación. Yo le preguntaba, por ejemplo:
— En la escena de los paracaidistas, ¿dónde está la puerta?
Y él me respondía:
— A la izquierda.
— ¿Y la dueña de la casa?
— A la derecha, cerca del sofá.
Y así sucesivamente, casi siempre sin errores. Lo constatamos centenares de veces.
Aunque estábamos sentados cara a cara —su derecha era mi izquierda y viceversa—
teníamos la misma visión de la disposición general del decorado, del lugar y de los
personajes. A medida que avanzaba nuestro diálogo, nuestras improvisaciones, una
especie de forma interior iba instalándose en nosotros, como un inquilino secreto,
una forma finalmente más fuerte que la disposición geográfica de la habitación de
hotel en la que trabajábamos. Habíamos entrado en la película.

En los años 50, y con algunas excepciones notables (Bresson, Tati, Renoir, Becker),
el cine francés estaba en manos de los guionistas. A menudo la puesta en escena se
reducía a una puesta en imágenes, una formalidad técnica, la mayoría de las veces
muy cuidadosa. Los mismos estudios, los mismos exteriores, los mismos
movimientos de cámara, los mismos découpages llamados «clásicos». Todas las
películas se parecían entre sí. Las únicas diferencias se encontraban en las historias
que nos contaban.

Las formas parecían estar fijadas para siempre, tanto en el cine francés como en los
demás.

Ese enemigo seductor (que nos dice: «Respetad las reglas del arte y seréis artistas»)
se llama «formalismo». Consiste en situar la forma por encima de todo y
contemplarlo todo desde su punto de vista. Eisenstein lo denunció vivamente... y
algunas veces sucumbió a él.

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La nouvelle vague, a finales de los años 50, cargó contra el formalismo y la
monotonía. Los nuevos cineastas afirmaban que, ante todo, la película debía llevar la
marca de su autor, que ese autor debía ser necesariamente el director y que, en
consecuencia, lo más importante debía suceder durante el rodaje. Esta llamada se
oyó milagrosamente en el mundo entero, y el resultado fue una gran diversidad de
estilos, géneros e incluso condiciones técnicas de rodaje, aparecidos en el mismo
momento en que la televisión, el nuevo monstruo, ponía en duda insidiosamente la
supremacía de las salas de cine, esos palacios populares que se creía indestructibles.

Este nuevo punto de vista, claro está, mandaba a los guionistas a las mazmorras. Ya
no eran necesarios. El realizador, como demiurgo único, como único «autor», estaba
invadiendo el territorio sin intención de compartirlo. Y el guionista se estaba
convirtiendo —lo recuerdo con claridad, aunque, por mi parte, no lo padeciera— en
un personaje sospechoso, un ser probablemente nocivo, una especie de subescritor,
de novelista fracasado, que no hacía otra cosa que aplicar incansablemente sus
recetas, obligatoriamente mediocres. Nos vimos entonces sumidos en una temible
avalancha de obras intimistas y narcisistas, obsesionadas por los recuerdos y las
fantasmagorías, llenas de consideraciones poéticas y de citas prestas para tapar
agujeros, que siempre acababan mostrándonos al director frente a las angustias de
la creación. Filmes impracticables, en su mayoría, filmes invisibles, pues se dirigían
exclusivamente al autor y a algunos de sus acólitos. Lo esencial —el contacto con los
otros— se había perdido.

Por supuesto, atraído por la cada vez más poderosa televisión, el público huyó por
piernas de estas peliculitas, que terminaron amontonándose unas junto a otras en
las estanterías, y a finales de los años 70 el guión empezó a recuperar su buen
nombre. Rápido, rápido, que alguien nos cuente historias, se pedía con urgencia. Y
entonces reapareció el peligro —más que evidente hoy en día, tanto en el cine
francés como en la mayor parte de las películas norteamericanas—de un cine de
guionistas, bien «construido» y engrasado, pero sin sorpresas, sin atrevimientos, sin
estilo.

Todos los equilibrios son difíciles, pues sólo se producen una vez. Cada nuevo día
vuelve a cuestionarlo todo. El viaje que emprenden juntos el guionista y el director
se parece mucho a una historia de amor. Hay que obrar un poco a ciegas, buscar un
territorio común, descubrir lo que nos gusta y lo que no nos gusta. Cuando Buñuel y
yo nos conocimos, en el curso de una comida, la primera pregunta que me planteó,
mirándome fijamente a los ojos —y entonces supe que se trataba de una pregunta
importante, profunda, que podía decidir nuestros futuros— fue:
— ¿Le gusta el vino?
Cuando le respondí afirmativamente, añadiendo que incluso procedía de una familia
de vinateros, su rostro se iluminó, me sonrió y llamó al camarero. Por lo menos
compartíamos una pasión. Más tarde, fuimos descubriendo muchas más.

Cuando conozco a un director con el que voy a tener que pasar varios meses de mi
vida, siempre me pregunto: ¿qué película quiere hacer? ¿Quiere hacerla realmente?
Y más vale adivinarlo con rapidez, puesto que de todas maneras la hará. A veces ni
siquiera él lo sabe, y sólo ve formas vagas, que en ese caso deberemos concretar
juntos.

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Se va formando así una pareja, con sus primeras dudas, los descubrimientos, las
falsas confidencias, los momentos de placer y los accesos de cólera, con celos y
malentendidos, un poco de aburrimiento y mucho pesimismo. Lo que hay que evitar
—creo yo: como en toda pareja que se precie— es saber quién va a dominar a
quién. Eso no tiene ninguna importancia. No se trata de un combate, y además al
público no le importa en absoluto.

Las pequeñas victorias personales («Le he obligado a aceptar mi idea: ¡he ganado!»)
no suelen tener ningún sentido. Pueden incluso suponer una derrota para el filme,
que es lo único que importa.

A menos que el guionista esté profunda y sinceramente convencido de que su idea


es la buena, de que vale la pena luchar por ella. Pero, ¿cómo estar seguros de que
somos sinceros con nosotros mismos, de que no se está interponiendo ningún tipo
de amor propio? ¿Al precio de qué esfuerzo, de qué ascesis? Estamos —cada uno de
nosotros— absolutamente convencidos de que nuestros gustos y nuestros juicios son
los mejores del mundo: ¿cómo vencer esa prerrogativa interior que nos hace preferir
nuestras ideas a las ajenas?

¿Cómo pensar únicamente en la obra que estamos haciendo? ¿Cómo colmar nuestra
ansia de gloria, de dinero y de poder?

Buñuel decía a menudo que las películas deberían ser como las catedrales: habría
que borrar todos los nombres de los créditos. Sólo quedarían unas bobinas
anónimas, puras, sin ninguna marca de autor. Y entonces se contemplarían como se
entra en una catedral, ignorando los nombres de quienes la construyeron, incluido el
del maestro de obras.

El camino que ha escogido el cine —y las demás formas de expresión— es


exactamente el contrario. Agobiado por la crítica, perdido en un bosque de
historiadores puntillosos, el autor aparece cada vez más en primer plano e incluso —
y esto resulta evidente en el caso de Van Gogh— a menudo importa más que su
propia obra, que tiende a desaparecer en beneficio de su creador. Lo primero que
miramos de un cuadro es la firma. Los tiempos así lo quieren: la «mediatización» de
los grandes autores.

El trabajo de guionista tiene que enfrentarse a esto. Tiene que aceptar que la
opinión pública otorga al director ciertas ideas e intenciones que a menudo son
nuestras. En el fondo lo sabemos bien: es algo que tiene más que ver con la
vanagloria que con la gloria propiamente dicha, ese concepto de origen romántico ya
olvidado, incluso un poco sospechoso para los tiempos que corren.

Cada uno se consuela como puede. Y no pasa nada.

¿Qué ocurre entre dos personas —o más— que trabajan juntas? No hay nadie que
pueda decirlo con seguridad. Ni siquiera sabemos lo que sucede en nosotros mismos
mientras estamos trabajando. Advertimos la presencia de un pequeño teatro interior
en el que somos a la vez actores y espectadores, y por el que sentimos una especie
de indulgencia natural. Tendemos a probar todo lo que nos propone, y a menudo
nos seduce de antemano, a menos que, por el contrario, nuestro espíritu crítico sea
tan feroz que nos obligue a denostar todo aquello que sale de nuestra imaginación.
Ciertos autores parecen siempre contentos con los productos de su invención,

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mientras que otros están siempre insatisfechos. Actitudes ambas tan paralizadoras
como nocivas.

Este descubrimiento progresivo de un tema, de una historia, de un estilo —


descubrimiento que se realiza según el más irregular de los ritmos, con largos
apagones y repentinas iluminaciones—, se parece mucho al trabajo del actor, a la
labor de aventurarse en un papel. ¿Qué va a encontrar allí? No tiene ni idea. Una
obra —de Shakespeare, de Chejov— propone siempre una totalidad vibrante,
indefinible, irreductible incluso al análisis más enconado. Es imposible abordarla
como representación mental, pues eso seria ahogarla, estrangularla, tentación
permanente de los directores más elementales, que intentan reconducir siempre
hacia sus estrechos senderos todo aquello que les sobrepasa.
Durante los ensayos de una de sus obras, una actriz neurótica se dirigió a Pirandello
y le dijo:

— Perdone, maestro, pero no lo entiendo. En la página 27 mi personaje dice una


cosa y en la 54 todo lo contrario. Teniendo en cuenta todo lo que le ha pasado, sus
motivaciones y su psicología, ¿cómo es posible que haya cambiado hasta ese punto?
Y además...

Pirandello la escuchó pacientemente (era un hombre muy bien educado). Ella habló
durante mucho tiempo, planteando las cuestiones habituales en este tipo de
situaciones. Cuando hubo terminado, él le respondió, como si se tratara de una
evidencia (y es una respuesta que siempre me ha parecido extraordinariamente
justa):
— Pero, ¿por qué me pregunta eso? Yo sólo soy el autor.
Y es justa, pese a la aparente paradoja, porque un verdadero autor nunca sabe lo
que ha querido decir. Ya es mucho que sepa lo que ha dicho. Es lo que Víctor Hugo
llamaba la «boca de las sombras». Las palabras pasan a través de él escapando casi
siempre a su control. Proceden de un territorio oscuro, tanto más amplio cuanto más
ricos y profundos sean los conocimientos del autor. Un territorio que comparte con
otros, en el caso de los más grandes con la humanidad entera, de la que se
convierte en voz.

Me permitiré incluir aquí unas cuantas frases de Martin Buber: «Hay que perder el
sentido de uno mismo. Hay que escuchar únicamente al Verbo, que vierte sus
palabras en el interior de todos nosotros. Y cuando empiece a oírse su voz, hay que
callarse».

Evidentemente, estamos muy lejos del filme de autor.

Pero la respuesta de Pirandello es también justa porque es una manera elegante de


decirle a la actriz: ése, querida amiga, es su trabajo. Se le paga para que descubra el
camino que conduce de la página 27 a la 54. Usted se ha comprometido a
encontrarlo. Y además dispone de un director para que le guíe.

No obstante, durante los primeros ensayos, algunas cosas tienen que estar ya claras.
Si el actor no quiere confiarse únicamente al azar, es necesario un mínimo de
comprensión. «De nada sirve gritar antes de comprender», acostumbra a decir Peter
Brook a los actores amenazados por la histeria. Una aproximación tranquila, una
lectura lúcida y reflexiva siempre son convenientes, aunque sólo sea para dejar en

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evidencia las indefiniciones, las contradicciones, todo aquello que puede plantear
dificultades.

Pero la ilusión más grave y perniciosa —y aquí se encuentran el camino del actor y el
del autor, tanto en el cine como en el teatro— consiste en convencernos a nosotros
mismos de que esta aproximación intelectual es suficiente, de que en ambos casos
basta con el análisis, de que un autor debe saber lo que quiere decir, trazar un plan
preciso y definir sus estructuras, y que el resto le vendrá como por añadidura, de la
misma manera en que la interpretación del actor sólo consistiría en poner gestos y
voces a una idea previamente moldeada por la inteligencia.

Esta ilusión intelectual —puedo saberlo todo, comprenderlo todo, analizarlo e


inventarlo todo se basa únicamente en el propio intelecto. Y sus efectos son tan
temibles y refinados porque proceden de las herramientas ordinarias de esa
búsqueda intelectual, el pensamiento, la reflexión y la introspección—, que trabajan
únicamente sobre sí mismas. El pensamiento segrega así ininterrumpidamente su
propia ilusión, que consiste en creer que piensa, y en consecuencia que conoce
(«Conozco México, conozco a Rabelais»: ilusiones ordinarias), igual que la
conciencia, por emplear otra terminología, se convence a sí misma de que está
despierta, atenta y libre.

Más exactamente: el pensamiento el del autor, el del actor, el de no importa quién


—imagina que se puede diferenciar de sí mismo y examinarse desde el exterior como
si se tratara de un objeto aparte, inmóvil, mientras que se trata precisamente de lo
contrario: inseparable, móvil e indefinido.
Desde el momento en que hoy en día creemos saber —los neurólogos, en cualquier
caso, así lo afirman— que nuestro cerebro, prodigioso organismo, es también una
cosa enorme y perezosa que gusta de las simplificaciones y las reducciones, una
maravilla adormilada dispuesta a creerse a pies juntillas cualquier palabra
mínimamente hábil —o chillona, según los casos— que se le ponga delante, son
múltiples las trampas que pueden presentarse a lo largo de nuestra aventura, tanto
en el caso del autor como en el del actor. Nuestro cerebro gusta de fascinarse a sí
mismo, de jugar consigo mismo, como un ilusionista que se sorprendiera de su
propio arte y se creyera sinceramente un hacedor de milagros, aplaudiéndose incluso
con entusiasmo al final de su número.

Nuestro cerebro —nuestro intelecto, si se prefiere— a menudo se arrodilla ante sí


mismo. Venera todo lo que procede de él. Y no se da cuenta de que es, al mismo
tiempo, el adorador y el adorado, la herramienta a la vez que el obstáculo.
Es necesario, en ciertos momentos, escapar de él. Hay que abandonar la inteligencia
y todas sus acrobacias. Tanto en el caso del autor como en el del actor, hay que
explorar otras zonas, aquellas en las que el análisis no puede penetrar, ni delimitar,
allí donde se ocultan la oscuridad y el verdadero misterio.

La comprensión se detiene, debe detenerse en una cierta fase. Por debajo de ella (o
por encima, o alrededor: estas nociones espaciales, evidentemente, no tienen ningún
sentido), hay que dejar vivir, hay que preservar la fertilidad de la niebla, pues la
verdadera vida, la vida completa está ahí, en ese continuo ir y venir entre la luz y la
oscuridad, en esa jungla desconocida e ilimitada que sólo se puede explorar
mediante la acción y mediante el juego.

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Todos los buenos actores lo saben: llega un momento en el que hay que lanzarse,
como las mariposas atraídas por la llama, en lo que bien puede ser un viaje sin
retorno. El conocimiento del personaje, el verdadero conocimiento, sólo se da al
precio, de este riesgo. Ese mismo riesgo que puede proporcionar al autor, al
guionista por ejemplo, un momento de verdadera vida situado en un conjunto
coherente.

Ir y venir entre la exploración y la reflexión, entre la luz y la sombra, entre el erial y


el cultivo.

Así, el trabajo de elaboración de un guión —ese trabajo que desaparecerá con la


película— obedece a menudo a una sucesión de fases. Las primeras corresponden a
la exploración. Abrimos todas las puertas y procedemos a buscar sin descanso, sin
cerrarnos ningún camino, sin interrupción, sin pausas. La imaginación se pone en pie
de guerra y se deja llevar. Todo esto puede ir muy lejos, hasta lo vulgar y lo
absurdo, incluso hasta lo grotesco, al mismísimo olvido del tema.

Después de esto —como a menudo sucede con el actor— viene otra fase, que opera
en sentido inverso. Es la retirada, el retorno a lo razonable, a lo esencial, a la famosa
pregunta: ¿por qué estamos escribiendo esta historia y no otra? O dicho de una
manera más sencilla: ¿qué nos interesa de ella?

En ese momento, como la actriz neurótica de Pirandello, examinamos tanto el


camino que han seguido los personajes como la verosimilitud, la construcción, el
interés, el grado de comprensión que pueda alcanzar el espectador. Volvemos atrás,
a nuestro punto de partida, y mientras tanto, por el camino, abandonamos la mayor
parte de nuestras apreciadas conquistas, por no decir todas. Volvemos a las
preocupaciones más elementales, en ocasiones incluso banales y mezquinas, pero
que nos ayudan a centrarnos: en esta nuestra aventura ¿no habremos olvidado
nuestras cajas de víveres, nuestra agua potable, nuestro mapa?

Pocos son los autores que pueden permitirse por sí mismos ese ir y venir equilibrado
e imparcial. Un guión que se lanzara totalmente a la aventura es inimaginable. Al
menos hay que tener en cuenta la duración del filme y el presupuesto disponible.
Igualmente, en todo momento debemos saber dónde estamos: los personajes, por
ejemplo, ¿van por delante o por detrás de los espectadores? No vale la pena
preparar meticulosamente una sorpresa si el público ya lo sabe todo. Y hay que
tener en cuenta que su capacidad de adivinación es ilimitada. ¿Dónde se encuentra,
en ese momento de nuestra historia, ese público inasible e hipotético? ¿Aún está
interesado por lo que le contamos, o ya ha abandonado la sala, o quizá está
practicando el zapping? ¿Queda esta escena lo bastante clara sin perder su ligereza?
¿Conoce todo el mundo el significado de esta palabra? ¿Reconoceremos luego ese
decorado que sólo hemos visto una vez, de noche? ¿Conseguiremos el permiso para
rodar en la Torre Eiffel? ¿No es esta réplica demasiado larga, o demasiado
enigmática? Chejov escribió una observación inolvidable: «Lo mejor es evitar las
descripciones de estados de ánimo. Hay que intentar explicarlas a través de las
acciones de los personajes. ¿Somos siempre estrictamente fieles a este ideal?

Por otro lado, un guión que se contentara con responder a estas cuestiones estaría
más cerca de la burocracia que de otra cosa. Las brechas practicadas por la
imaginación —por la improvisación, en el caso del actor— llegan siempre a tiempo
para subvertir el estado de cosas: para incendiar, para exaltar, para inventar.

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Una búsqueda que no tiene fin. Por momentos, tanto el actor como el autor tienen la
impresión de que las dos fases se han convertido en una. Se ha producido una
aparición. Se ha realizado una unión.

A menudo este encuentro, tan fulgurante como pasajero, produce al actor una
especie de estupefacción a la hora de salir a escena.

También el autor, cuando le sucede esto, se queda como atónito. También él se ha


convertido en doble, en triple, a veces en múltiple. Su trabajo es una alianza, un
ensamblaje entre distintos niveles, y no una separación, una división. En cada
instante hay una conciencia y una inconsciencia, un orden y un azar. Hay una
incesante movilidad que puede parecer aberrante e incluso gratuita, una búsqueda,
una incertidumbre que, en ciertos momentos, debe tomar una primera forma, antes
de que el rodaje fije para siempre ese desorden.
De ordinario, la vida tal y como la percibimos resulta confusa e incluso incoherente.
Caminamos por una calle, oímos fragmentos de conversaciones, vemos a gente —de
la que no sabemos nada— realizar acciones indeterminadas que se nos escapan por
completo. Percibimos ruidos sin escucharlos, y también olores, colores que pasan
rápidamente ante nosotros, sensaciones de calor y de frío, a veces incluso fatiga (si,
por ejemplo, estamos subiendo una calle ascendente cargados con muchos
paquetes).
Y cada una de estas sensaciones puede tener mayor o menor importancia según los
individuos, los humores y los momentos.

Escribir una historia, un guión, es introducir orden en el desorden: escoger sonidos,


acciones y palabras; eliminar gran parte de lo previamente seleccionado; realzar y
reforzar el material escogido. Es violar la realidad —o por lo menos lo que percibimos
de ella— para reconstruirla de otra manera, limitando la imagen a un marco
determinado, seleccionando lo real, las voces, las emociones y a veces las ideas.

Incluso en el caso de que esta elección —indispensable— se realice únicamente en el


momento del montaje, es precisamente aquí donde interviene el artificio, no importa
lo que se haga para combatirlo o negarlo. Mejor reconocerlo, aceptarlo, y dedicarse
a dar forma a esta segunda realidad, a menudo más densa y afilada que aquella que
percibimos al azar en las calles.

A la inversa, es necesario un último desafío —tanto para el autor como para el


actor— con respecto a ciertos estados generalmente juzgados como superiores y a
los que se denomina inspiración, pasión, entusiasmo e incluso locura. De hecho, en
la mayor parte de 1968-1970, se fumaban un buen porro, o tomaban hachís, y luego
escribían durante toda la noche llenos de excitación, absolutamente convencidos de
su genio. Luego, a la mañana siguiente, cuando nos obligaban a leer sus obras, todo
parecía tristemente vulgar. E incluso ellos mismos estaban de acuerdo, a pesar de la
jaqueca. Lo mismo sucede con la cocaína. Lo difícil es encontrar por uno mismo la
verdadera excitación, perder el juicio únicamente en algunos momentos muy
determinados.

Espontaneidad, sinceridad, interioridad: más palabras que no quieren decir nada.


Sólo se aplican a supuestas cualidades, a veces incluso con un trasfondo moral (está
bien ser sincero y espontáneo, está mal ser calculador). Sólo una prolongada
práctica y una actitud intelectual muy particular —sin ningún tipo de pudor
vergonzante, sin reservas, pero también sin exhibicionismo permiten que las escenas

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aparezcan por sí mismas, vivirlas, improvisarlas, dejarse poseer momentáneamente
por un elemento desconocido, dar libertad al cuerpo y a la boca sin perder el
necesario control. En los mejores momentos —muy escasos y siempre inesperados—
todo ello se produce conjuntamente, de una manera absolutamente inseparable, de
modo que los contrarios se funden el uno en el otro. Ya no se trata de un ir y venir,
sino de un ir-venir.

La rapidez de los milagros.

Los ejercicios practicados por el guionista son muy difíciles. Y los obstáculos, a
veces, nos parecen insuperables. Veinte, treinta veces volvemos a la misma escena
para encontrarnos con el mismo bloqueo. Entonces estamos convencidos de que no
vamos a pasar de ahí, de que no finalizaremos nuestra búsqueda, y muy a menudo
así es. La película se detiene ahí. Nadie la verá jamás. Objeto inacabado y aún
informe, va a parar al cementerio de los armazones vacíos.

En estos casos, cuando nuestra historia se atasca, cuando nuestros personajes nos
parecen inútiles y falsos, cuando monumentales dificultades de producción vienen a
añadirse al desastre, es como si a nuestro alrededor dos murallas empezaran a
juntarse hasta convertirse en una. Y, sin embargo, a veces repentinamente, casi
como una sonrisa, aparece una grieta en la sólida piedra, y a través de ella una luz,
por la que nos deslizamos y salimos al otro lado. Exactamente como el actor, otro
experimentado fugitivo de las murallas.

Lo que se nos escapa es la adaptación suprema. Procede, sin duda, de un largo y


oscuro trabajo, de una disposición particular del intelecto, pero, en el momento en el
que se produce, es más bien una brecha provocada por el instinto. Sólo se puede
hablar de ella por alusión y por aproximación. Para calificar el camino real, el
comportamiento ideal, Gurdjieff dijo: «El camino del hombre astuto».

En su indescifrable misterio, la expresión me parece bastante apropiada en lo que se


refiere a nuestro trabajo. En muchas tradiciones, la astucia es la cualidad más
importante de un hombre: la astucia de Ulises o de Krishna. En nuestro caso, se
trata de una doble astucia, astucia con respecto al otro y con respecto a uno mismo,
la más audaz y sutil de las astucias. Sabemos que hay algo que debemos preservar
—la penumbra, la profundidad de la que surgirá lo inesperado— y algo que debemos
controlar, que conduce a nuevas acciones, las cuales deben parecernos inevitables.

Lo inesperado, lo inevitable. Ambos a un tiempo. Sólo la astucia puede conseguir su


unión. Y contar esta unión secreta en términos concretos es algo imposible, pues las
palabras no tienen acceso a ello.

Atrapado en un amplio abanico de limitaciones técnicas y necesidades comerciales,


obligado a trabajar en un proyecto que luego se verá metamorfoseado por una larga
serie de manipulaciones, forzado en la mayor parte de las ocasiones a describir a los
personajes desde el exterior, sin poder recurrir a la confortable introspección de los
novelistas, sabiendo que la totalidad de su trabajo está condenado a desaparecer, el
guionista se suele plantear, a lo largo de toda su vida, la misma pregunta: ¿cómo
expresarme a mí mismo? ¿Cómo hacer oír mi voz a la manera de otros artistas, cuya
individualidad se reconoce mucho más que la mía, cuya gloria es siempre más
resplandeciente?

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Flaubert, sin embargo, intentaba conseguir justamente lo contrario, la desaparición
total del autor. Admiraba sin reservas la existencia objetiva de la obra de
Shakespeare, en la que ni el corazón ni la mano del artista parecen estar presentes.

En efecto, se puede estudiar a Shakespeare durante toda una vida y el hombre que
hay detrás de las obras seguirá escurriéndose entre nuestros dedos. Su obra nos lo
dice todo y, sin embargo, no sabemos nada de él. ¿Era de derechas o de izquierdas?
¿Hablaba mucho o era más bien callado? ¿Le gustaba más el campo o la ciudad?
¿Las mujeres o los hombres? No hay respuestas.

El incomparable autor se ocultó detrás de sus personajes, a los cuales dio lo mejor
de sí mismo y que, a su vez, se convirtieron en expresión de todos los sentimientos
humanos. He aquí la verdadera, la más gloriosa «boca de la sombra». El triunfo de
lo invisible. La cumbre de la gloria —¡oh, sorpresa!—es el anonimato. Y la más
personal de las voces es la voz de cada cual.

El guionista, una pieza más de la maquinaria cinematográfica, se cree amordazado,


aniquilado, incluso a veces traicionado. Y, por si fuera poco, se le pregunta
incesantemente, hasta provocar su irritación: ¿por qué no escribe una obra personal?

Como si las palabras obra personal poseyeran una especie de fuerza superior, un
nivel de existencia más elevado; como si fuera más importante ser personal que ser
útil: como si, una vez más, por no se sabe muy bien qué extraña perversión, sólo
contara el autor, y no la obra.

El guionista es, no obstante, el primero en saber, en adivinar, en todo caso (y en


algunas ocasiones), que esta noción de obra rabiosamente personal ha fracasado
desde hace ya mucho tiempo, que un libro o una película no pueden existir si no se
dirigen a los demás, que un autor que sólo trabaje para dar lustre a su mísera torre
de marfil —o para engrosar su cuenta bancaria— se agotará mucho más
rápidamente que todos los demás.

Nuestra única misión consiste en transmitir ciertas emociones. Siguiendo una vieja
tradición, somos los narradores de hoy en día, con los medios de hoy en día. El
berebere que habla y canta en la plaza de Marrakech tiene el mismo oficio que yo. Y
los relatos que encadena uno tras otro son algo necesario para quienes le escuchan.
«Hay que escuchar historias», se dice en el Mahabharata, «pues resulta agradable, y
a veces nos hace sentir mejor.» Como esos gusanos que fertilizan la tierra de los
jardines, las historias van de una persona a otra e incluso a veces de un pueblo a
otro. El camino que siguen es imprevisible, pero su bagaje es siempre precioso. Y lo
que dicen sólo les pertenece a ellas.

Una antigua alegoría árabe representa al narrador como a un hombre de pie sobre
una roca y mirando el océano. Entre historia e historia, apenas se toma el tiempo
necesario para beber un vaso de agua. El mar le escucha, fascinado. Y las historias
se siguen unas a otras interminablemente.

La alegoría añade:

—Si un día el narrador callara, o se le hiciera callar, quién sabe lo que haría el
océano.

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