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A veces se oye a un actor decir: «Voy a hacer esta película. El guión no vale mucho,
pero mi papel es muy bueno». Nunca he entendido—yo, que escribo guiones—lo que
significan frases como ésta. Ni siquiera cuando un amigo me dice, creyendo
halagarme: «Me ha gustado mucho tu guión, y los diálogos me han parecido
maravillosos, pero la película no era gran cosa». En estos casos, mi reacción es la
perplejidad.
Un buen guión es, en realidad, aquel que da lugar a un buen filme. Cuando el filme
nace a la vida, el guión ya no existe. En la película ya terminada es, sin duda,
aquello que se ve menos, esa primera forma aparentemente completa que, sin
embargo, está destinada a transformarse, a desaparecer, a confundirse con otra
forma, que será la definitiva.
Acepté y gané, lo cual, sin que yo lo supiera entonces, decidió mi vida. Jacques Tati
escogió mi capítulo. Un capítulo que yo había escrito en primera persona cediendo la
palabra a uno de los personajes del filme: un viejecito muy pulido que se pasea
siempre con su mujer, con las manos a la espalda, aburriéndose cada año durante
tres o cuatro semanas, y al que el señor Hulot, claro está, estropea las vacaciones.
Tati me citó en su oficina, cerca de los Campos Elíseos, y yo me presenté allí con el
corazón latiéndome apresuradamente. Por primera vez en mi vida iba a entrar en
una productora. Aquel hombre, al que yo admiraba tanto, me recibió enseguida.
Hablaba poco, y miraba a la gente de una manera extraña pero minuciosa. Primero
me preguntó qué sabía yo del mundo del cine. Yo le respondí que era lo que más me
gustaba en el mundo, que iba a la Cinémathèque tres veces a la semana, que...
Me interrumpió con un gesto de su mano:
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— No es eso. Lo que quiero saber es qué sabe usted exactamente del mundo del
cine, de la manera en que se hace una película.
Le respondí, sinceramente, que muy poco, casi nada.
— ¿Nunca ha hecho cine?
— No, señor.
Llamó a su montajista, Suzanne Baron (con la que después yo mismo trabajaría
varias veces, en El tambor de hojalata [Die Blechtrommel, 1979], de Volker
Schlöndorff, por ejemplo), y le dijo:
— Suzanne, muéstrele a este joven lo que es el cine.
En tres o cuatro minutos, con instinto infalible, Tati acababa de darme mi primera
gran lección: para instalarse en el mundo del cine, del modo que sea—aunque sólo
se trate de escribir un libro a partir de una película—hay que saber primero cómo se
hace, hay que ponerse en contacto con la técnica. De nada sirve pretender ignorar,
con el desdén típico de algunos hombres de letras, todas esas máquinas y ese
quehacer artesanal.
Muy al contrario, hay que acercarse mucho, tocarlo, vivir con ello.
Ese día, Suzanne Baron me llevó a una sala de montaje, situada en el mismo
inmueble. Me hizo entrar en aquella pequeña y sombría habitación y me instaló ante
una misteriosa máquina que respondía al nombre de Moritone. Cogió la primera
bobina de Las vacaciones del señor Hulot y la puso en la máquina. Luego, en alguna
parte, se encendió una bombilla. Las imágenes empezaron a aparecer en la pequeña
pantalla y Suzanne me mostró cómo podía hacer avanzar y retroceder el filme, cómo
podía congelar la imagen, acelerar el movimiento, ralentizarlo, volver al punto de
partida, todo ello mediante una pequeña palanca metálica. Una palanca mágica que
me permitió jugar por primera vez con el tiempo.
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Cuando llega el momento y se transforma, cuando adquiere su forma definitiva y
empieza a volar de flor en flor, de su primera apariencia sólo queda la piel, que el
viento arranca finalmente de la rama. Así también el guión, olvidado como una
oruga.
Por eso, en contra de lo que se suele pensar, el guión no es la última fase de una
aventura literaria, sino la primera fase de una película. Jacques Tati y Suzanne Baron
me lo demostraron en muy pocos minutos, hace treinta y cinco años, y cada día que
pasa la experiencia me lo confirma. El guionista es más cineasta que novelista.
Evidentemente, nunca le perjudicará saber escribir (incluso puede resultarle muy útil,
y no sólo en el mundo del cine), pero eso que denominamos ―escritura
cinematográfica‖ es un ejercicio específico y muy difícil que no se parece a ningún
otro. Se trata de una escritura que se debe recordar a cada instante a sí misma, con
insistencia casi obsesiva, que está destinada a desaparecer, a una inevitable
metamorfosis. De todos los objetos relacionados con la literatura, el guión es aquel
que cuenta con menos lectores: como mucho un centenar. Y todos buscan en él
únicamente su interés particular y profesional. A menudo los actores sólo se fijan en
su papel (lo que se llama una «lectura egoísta»), los productores y distribuidores en
las posibilidades de éxito, el director de producción en los figurantes y los rodajes
nocturnos, el ingeniero de sonido oirá ya el filme sólo con volver las páginas y el
director de fotografía imaginará su luz, etcétera. Todo un abanico de lecturas
individuales. Una herramienta que se lee, se anota, se disecciona... y se abandona.
Sé que ciertos coleccionistas los conservan y que a veces incluso se publican,
aunque sólo si el filme funciona: entonces sobreviven a sí mismos.
A estas obligaciones, a este paso inevitable por los actores y los técnicos, hay que
añadir una cualidad singular muy difícil de conseguir y mantener: una cierta
humildad. Y no sólo porque, en la mayor parte de los casos, el filme acabará
perteneciendo al director, cuyo nombre será el único en ser glorificado (o
maldecido), sino también porque la obra escrita, sucia y arrugada, acabará
finalmente desechada, como la piel de la oruga. En el camino, hay que poder
redirigir nuestro amor, nuestros sentimientos, hacia el filme, pues, cuando
finalmente exista, todos nuestros esfuerzos e investigaciones desaparecerán como
por arte de magia. Y así, el último día, podremos salir del estudio sin tener que mirar
con amargura las papeleras.
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completamente nuevo para mí. Me hablaron de ritmo e incluso de estilo. Un joven
delgado y nervioso, de grandes y brillantes ojos, ayudante de Tati pero también
gagman, músico e ilusionista, venía a verme a menudo. Se llamaba Pierre Etaix. Con
él, algunos años más tarde, compartiría mis inicios en el mundo del cine. Y desde
entonces no nos hemos separado.
¿Por qué lo que parece adecuado y verosímil cuando se lee, e incluso cuando se lee
en voz alta, se convierte en falso y forzado cuando se ve en una pantalla? ¿Es por el
paso de nuestra subjetividad de lectores, cuyas normas imaginadas quedan siempre
indefinidas, a la implacable objetividad de la cámara, cuyo ojo y cuyo corazón son
tan distintos de los nuestros? ¿Se trata de un problema irresoluble?
Todos los directores se han enfrentado a esta resistencia, a este rechazo. Puede
decirse entonces que la escena, o un determinado momento de la escena, resopla
como una mula tozuda. A pesar de todos nuestros intentos, este maldito momento
no formará parte del filme.
Es algo que los actores, por instinto, reconocen a menudo: «Tengo un problema con
esto», suelen decir. No pueden definirlo muy bien pero, cada vez que intentan
abordar la escena, fracasan. No se sienten cómodos, sino como si estuvieran
falseándolo todo.
Para el director atento, se trata de una señal de alarma. Cuidado: hay algo que no
funciona. Y entonces se le plantea el problema de siempre: ¿debe obligar al actor a
vencer esa resistencia—y a encontrar, quizá, más allá de sus vínculos, una segunda
verdad—o es preciso cambiar, incluso eliminar cuanto antes esa escena?
Cualquier metamorfosis de un guión o, dicho de otro modo, cualquier filmación de
situaciones imaginarias, van acompañadas, de este modo, de toda una serie de
concesiones, que siempre se desean lo más leves posible. Un guión es el sueño de
un filme. Nos imaginamos los mejores actores. Los más bellos decorados, ríos de
dólares, imágenes verdaderamente nuevas.
Cuando llega el día del rodaje, que es el primer momento de la verdad (el otro será
el estreno), nos contentamos con lo que hay. Empiezan las concesiones, aunque
podría decirse que ya han empezado durante la preparación: Fulano no está libre, no
hay dinero suficiente para rodar la escena del barco, no podemos trasladar a un
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equipo a tal o cual país tras los últimos acontecimientos y, como siempre, el tiempo
apremia. Durante el rodaje de Les enfants du Paradis en los estudios de la Victorine,
en Niza, se cuenta que Marcel Carné gritaba de cólera contra los aviones de guerra
norteamericanos que estaban apoyando el desembarco aliado en la Provenza: «¡No
podéis hacer esto! ¿No veis que estamos haciendo una película?».
Sin duda, y en cierto sentido, tenía razón. Es mejor hacer una película que hacer la
guerra. De acuerdo, pero entonces se trataba de liberar a Europa de un monstruo.
Por no hablar de los imprevistos, como en este caso, las concesiones se agolpan
ante nuestras puertas desde el inicio mismo de la preparación. A menudo me digo
que uno de los grandes talentos del director de cine es el de saber escoger: lo que
puede consentir, lo que debe discutir y lo que tiene que rechazar.
A veces la metamorfosis puede llegar hasta el absurdo. Recuerdo que, en los años
60, un amigo decidió hacer una película sobre la vida de un eremita del desierto, uno
de esos santos de los primeros siglos de la cristiandad cuyas leyendas están llenas
de prodigios. Este director convenció a un productor, que a su vez contrató a un
guionista. Y se pusieron a trabajar.
En efecto, hoy en día ya no hay santos que hagan milagros, por lo menos en Europa.
¿Y si situáramos la historia en la India, África o América del Sur? Entonces intervino
el productor, con los argumentos de siempre. Ni hablar de rodar en África o la India.
Al público no le interesan los personajes exóticos. No, hay que rodar en Europa o, de
lo contrario, no habrá película (es así: nunca se puede escoger entre esta película y
otra que podría ser mejor, sino sólo entre ésta o ninguna).
Bien. ¿Dónde encontrar un santo en la Europa de los años 60? Las discusiones se
prolongaron durante mucho tiempo, casi un año. Y la conclusión fue ésta: el
equivalente más adecuado de un santo en nuestra época es el detective privado, sin
ninguna duda. El productor, el guionista y el director estuvieron de acuerdo. Así
pues, a esa idea original que muchos consideraban extravagante (¡un santo!, ¿a
quién se le ocurre hacer una película sobre un santo?), se añadía ahora el recurso,
blando y tranquilizador, al más manido de todos los tópicos cinematográficos.
Y el filme se rodó. Una película policíaca que transcurría en Madrid, con Eddie
Constantine en el papel protagonista. Debo decir que aquel director que, un año
antes, había tenido la extravagante idea del santo, se desmarcó del proyecto en el
último minuto. Otro realizador se encargó de la película. Una película mediocre, que
no tuvo ningún éxito.
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metal— con imperturbable seriedad. Yo le miraba sorprendido y me preguntaba: ¿así
que esto es el cine, esta labor aburrida y oscura? Seguía a Tati por todas partes, casi
siempre junto a Etaix, y asistía a proyecciones seguidas de largos y agitados debates
(«¿Se ve bien la cola del perro que pasa junto a la alarma electrónica y que hace
que se cierre la puerta del garaje? ¿Sí? ¿De verdad? ¿Estáis seguros de que el
público la verá?»). Tati, sin duda, había decidido que, antes de dejarme escribir el
libro, debía mostrarme el máximo de cosas posible. De ahí la importancia que
siempre he otorgado a los conocimientos técnicos, a las herramientas de filmar, a los
sonidos, a las luces, a los ejercicios de montaje. Durante años, en el curso de mi
trabajo, yo, que no tengo ningún tipo de formación literaria, he intentado pasar el
mayor tiempo posible en los platós, en los auditorios, en los laboratorios. En la
primera película de Pierre Etaix, El pretendiente (Le soupirant, 1963) fui encargado
de atrezzo y microfonista. Disponíamos de pocos medios y rodábamos con un equipo
reducido.
Grabar el sonido durante un rodaje, deslizar el micrófono en medio de las luces sin
que provoque sombras, privilegiar este o aquel sonido, esta o aquella voz—aunque
sean tenues—sobre cualquier otro: todo forma parte de la obra general. Nada
resulta inútil para la escritura. Aún hoy en día, tan a menudo como puedo, paso
horas enteras en los talleres de investigación, estudiando las imágenes de síntesis,
los hologramas y todas esas nuevas articulaciones del lenguaje cinematográfico.
Por el contrario, cuanto más envejezco más admiro a los artistas que saben disimular
todas sus habilidades—Renoir, Buñuel, Ozu—, que evitan cuidadosamente los golpes
de efecto, que huyen de los subrayados. No hay ninguna duda de que son capaces
de cualquier virtuosismo. Pero me gusta que sus investigaciones vayan por otro lado:
el misterio, la concentración, la intensidad vital, cualidades menos espectaculares
pero a la vez menos frecuentes.
No me siento atraído por los pintores exhibicionistas, esos que me muestran sus
habilidades a cada paso que dan y luego sólo saben repetirse, aun cuando alcancen
obscenos récords en las subastas públicas.
Me gusta mucho aquello que decía Delacroix: «Si viviera ciento veinte años, seguro
que al final me quedaría con Tiziano. No es un pintor para la juventud. Es el menos
amanerado y, por consiguiente, el más variado de los pintores. El talento menos
amanerado es siempre el más variado: a cada instante obedece a una emoción real
y distinta una emoción a la que debe rendirse. No le preocupa el boato, ni tampoco
demostrar su facilidad ni su seguridad en el trazo. Al contrario, desprecia todo
aquello que no le conduzca a la más viva expresión de su pensamiento».
Tampoco en el caso de un guión hay que fiarse por completo de la técnica, que casi
siempre acaba convirtiéndose en facilidad. Hay que ir siempre más allá, hacia la
«emoción verdadera». En compañía de Tati y de Etaix, muy pronto pude darme
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cuenta de que una gran parte de este trabajo al que se denomina «escritura»
consiste precisamente en no escribir nada. El propio acto de escribir es peligroso,
pues sobre él pesa una especie de antiguo prestigio que muchas veces le sirve de
justificación. Si está escrito, debe de ser verdad, así que no voy a tocar nada.
Muchos realizadores llaman «biblias» a los guiones terminados, como si contuvieran
una verdad eterna procedente de un lejano Sinaí.
Tati, a la salida de los estudios, me hizo sentar en la terraza de un café, y desde allí
empezamos a observar a los paseantes. La mayoría de ellos no atraían nuestra
atención, pero, de vez en cuando, siempre había alguno que nos parecía interesante,
ya fuera por su apariencia general, alguna particularidad de su manera de vestir o
incluso su físico. Retorno a las fuentes. Había que observar, ver, y luego imaginar,
evitar las actitudes pasivas, identificar a cada uno con una historia, aunque fuera
apresurada, con un gag, con un contratiempo, con un accidente que pareciera
apropiado para él. Toda la calle, la ciudad y, por qué no, el mundo entero, todos los
habitantes del planeta, nos parecían estar allí, sólo para servir de pretexto a un
inmenso filme cómico que nosotros debíamos descubrir.
Durante mucho tiempo continué realizando este «trabajo» en sus más diversas
formas, ya fuera con Pierre Etaix, con Luis Buñuel, con Milos Forman o con Peter
Brook. Cada uno, claro está, sólo veía aquello que correspondía a sus gustos o
inclinaciones personales. Un hombre que cojea puede parecer divertido o patético,
según la mirada que se pose sobre él. Recuerdo a Milos Forman observando, desde
la terraza de un café, las idas y venidas de los paseantes y las prostitutas, en una
calle de Pigalle, y murmurando desanimado: «Sólo Dios podría dirigir esto». Lo más
esencial es no perder nunca el contacto con la vida en beneficio de las
construcciones mentales, descubrir y explorar todo lo que nos rodea, domesticarlo
antes de transformarlo, antes de aplicar a lo real las perversiones y desviaciones que
sean necesarias.
En 1968, Forman decidió hacer una película en Nueva York. Como personaje
principal escogió a una joven fugitiva, una dropping-out1. Por aquel entonces había
un gran número de estos run-away kids2, que un buen día abandonaban a su
respetable familia para unirse, en las calles del East Village, a los abigarrados,
trashumantes grupos de hippies, intentando cambiar de vida. Los Beatles acababan
de escribir una bella canción sobre el tema: «She's Leaving Home».
Milos pidió mi colaboración y me reuní con él en Nueva York. Cuando se pisan los
Estados Unidos por primera vez, la impresión es siempre la misma: «Ya conozco este
país». Hemos visto—y amado— tantas películas norteamericanas desde nuestra
infancia que conocemos a la perfección los rascacielos, el Colorado, los taxis
amarillos de Nueva York e incluso los coches de la policía. Nuestros primeros viajes a
Norteamérica los hemos hecho gracias al cine.
1
En inglés en el original: alguien que se va de casa.
2
En inglés en el original: "muchachos fugitivos".
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El viaje real, sin embargo, supone algunas diferencias. Y Nueva York, en 1968,
resultaba sorprendente. Poco iniciados en las nuevas modas, éramos como dos
extranjeros en tierra extraña. Para superar esto, en lugar de encerrarnos en la
habitación de un hotel y escribir aquella película que acabaría titulándose: Juventud
sin esperanza (Taking Off, 1971), nos fuimos a vivir al Village, entre nuestros
personajes, y nos dedicamos a recorrerlo todo, llamando a las puertas y diciendo,
con nuestros inconfundibles acentos: «Somos cineastas europeos y queremos hacer
una película sobre la juventud norteamericana. ¿Tiene usted hijos?». Nadie nos cerró
la puerta en las narices. Hubo incluso una familia que prácticamente nos obligó a
compartir su comida.
La escritura siempre debe entrar en escena al final del proceso, cuando ya nos
hemos enfrentado a lo esencial. Lo más tarde posible.
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Como quien no quiere la cosa, algunos de nosotros vamos un poco más lejos e
intentamos compartir con los demás nuestras imágenes, nuestros sonidos y nuestras
historias. Nos llamamos a nosotros mismos narradores profesionales y, recurriendo
voluntariamente a la imaginación, la parte más soñadora y errática de nosotros
mismos, la obligamos a trabajar sin ningún escrúpulo, a horas fijas, manipulándola y
torturándola. Un tratamiento que ella detesta y adora a la vez.
A medida que se suceden las experiencias, vamos conociendo más y mejor a ese
misterioso inquilino. Con inusual rapidez —primera razón de nuestra sorpresa—,
empezamos a creer que sus posibilidades de exploración son ilimitadas. Su territorio
es prodigiosamente amplio y cada día se ensancha más y más. Las situaciones que
es capaz de concebir en su incontinencia pueden llegar hasta el infinito. Detalles,
miradas, gestos, palabras: no hay límites. Durante el siglo XIX, había gente que creía
que las situaciones dramáticas eran limitadas. A lo sumo unas cuantas decenas.
Nada más falso que esta visión estrechamente aritmética de nuestro mundo
imaginario. Todo puede ser dramaturgia, todo puede ser acción, relato, historia, a
condición de que el interés se mantenga, que aquellos que nos escuchan
permanezcan sentados, con los ojos bien abiertos, completamente inmóviles.
En este sentido, las semillas se vienen plantando desde hace ya mucho tiempo. Los
narradores africanos, indios o persas son realmente inagotables. Pero, de vez en
cuando, sobre todo entre nosotros, aparecen ciertos tiranos reductores que afirman,
con el hacha levantada: hay que escribir así. De esta manera y no de otra. En
Francia, durante el siglo XVII, muchos poetas fueron enviados a la hoguera: el orden
clásico, al mismo ritmo que la monarquía absoluta, se estaba abatiendo sin piedad
sobre la deliciosa, preciosa, mística y obscena exuberancia barroca del primer tercio
de siglo. Esos poetas se llamaban Chausson o Le Petit.
Acabemos, decían los tiranos, con todo ese calamitoso desorden. Ahora hay que
respetar las reglas y expresarse con claridad. Sólo cuenta el decoro. De nuevo se
imponía una prohibición poniendo como excusa el buen gusto. El resultado fue que,
durante todo el siglo siguiente, el XVIII, no se escribió en Francia un solo poema.
Muchos versos, sí, pero ningún poema.
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dejar de imaginar? Nos lleva, sin esfuerzo alguno, al otro lado de todos los espejos,
nos atrae como el canto de las sirenas. Está ahí para ayudarnos, a cada instante, a
escapar de la monotonía, de lo ya visto, de lo ya oído, del savoir-faire, de la siempre
peligrosa experiencia. Nos abre imprevisibles caminos entre la maleza.
Naturalmente, a veces tiene miedo, pues las amenazas son constantes. Se desconfía
de ella porque es capaz de imaginarlo todo, de poner el mundo patas arriba, de
sentar al mendigo en el trono y lanzar al rey a la fosa común, de soñar incluso el
Apocalipsis, el fin de todo, la nada soberana. Se la maltrata y se la encarcela.
Siempre rechazada, a menudo se retracta de todo. En el caso de ciertas personas —
basta con mirar a nuestro alrededor— parece incluso haber desaparecido, asesinada
por la rutina y la estupidez. Y entonces esos individuos se encierran para siempre en
una vida rígida, en un pensamiento clausurado.
El gran peligro, sin duda, tanto en nuestro terreno como en los demás, es creer que
basta con lo que ya sabemos, cuando en realidad hay que provocar, irritar, y abordar
cada película como si fuera la primera. Sin olvidar nunca que nuestro trabajo, en el
curso de esta alquimia, está condenado a desaparecer.
Buñuel leía el periódico cada día. Sin duda para enterarse de las noticias del mundo,
por las que sentía un gran interés, pero también por motivos profesionales. La
lectura y el comentario de la prensa formaban parte, para él, de la elaboración del
guión. No sin irritación, y a veces incluso pánico. Un día leímos que había explotado
una bomba en la basílica del Sacré-Coeur, en París, información que nos inquietó,
pues en esa época —la de Ese oscuro objeto del deseo— habíamos imaginado a un
grupo terrorista que actuaba en nombre del Niño Jesús.
A la mañana siguiente, llenos de ansiedad, abrimos el periódico para ver cómo iba la
investigación. Ni una palabra. Otras informaciones sustituían a la del Sacré-Coeur.
Cuando es la prensa la que nos acerca a la realidad, el resultado es siempre
decepcionante. La mayor parte de aquellas noticias no tenía ningún interés para
nosotros y, en cambio, la única que nos fascinaba desaparecía de repente y para
siempre.
Recuerdo otra mañana en la que vi llegar a Buñuel muy pálido, con aspecto inquieto.
Le pregunté qué ocurría y me dijo: «El mundo está fatal. No vale la pena continuar
trabajando. El fin del mundo está muy cerca: puede ser mañana mismo». Le pedí
que me dijera las razones de ese súbito terror y me respondió:
— ¿Es que no has leído la prensa? ¡Dos banqueros suizos se han suicidado el mismo
día!
Sin embargo, el mundo no se acabó, ni al día siguiente ni al otro, lo cual no sé si le
decepcionó.
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Periódicos y sueños: la cotidianeidad. A todo ello veían a añadirse a lo largo del día,
la reflexión, la improvisación y la invención propiamente dichas, a las que nos
veíamos obligados por contrato. Búsqueda errabunda e indefinible que podía
finalizar en unos recuerdos de infancia, en anécdotas sobre un amigo común o en
imágenes y lecturas, todo ello separado por largos silencios durante los cuales cada
uno de nosotros, como si se tratara de un cuento de Edgar Allan Poe, podía leer el
pensamiento del otro. O bien podíamos acabar estallando en carcajadas, incluso
enzarzados en una pelea absurda, para que al final, súbitamente, una escena
surgiera de no se supiera muy bien dónde. Entonces la acogíamos, le dábamos
forma, apartábamos la mesa y las sillas, incluso las luces, y, en un torpe remedo de
puesta en escena, comenzábamos a interpretar, a improvisar, volviendo a empezar
tres, seis, diez veces si era necesario. En cada ocasión corregíamos frases y gestos,
y algo empezaba a nacer en el interior de ese movimiento irregular. Rápidamente
tomaba notas para no olvidar esas expresiones y posturas que nacen de la
improvisación y que luego se intenta recordar en vano.
Físicamente alejados, así, nos obligábamos a inventar una historia, en media hora,
que podía ser corta o larga, en presente o en pasado, trágica o burlesca, o consistir
simplemente en un detalle o un gag. Al término de la operación nos reuníamos en el
bar y nos contábamos nuestros hallazgos, que podían estar o no estar relacionados
con el guión en el que estábamos trabajando: eso no tenía ninguna importancia. Lo
esencial era mantener la imaginación alerta, forzarla a despertarse cada día
precisamente a esa hora —el final del día— en la que ya empieza a adormilarse.
Al entrar en el bar, yo ya podía leer en el rostro de Luis si sus hallazgos le habían
dejado satisfecho o, por el contrario, le parecían mediocres. Y viceversa, sin duda,
pues todo rostro queda iluminado tras el paso de una buena idea.
A veces, en una fase anterior, cuando nos encontrábamos atascados en una escena
que parecía irresoluble, me decía:
— Quizá esta noche, con la ayuda de la ginebra.
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No a todo el mundo que esté buscando una idea se le puede decir: vete a un bar
confortable y tranquilo —sobre todo sin música—, bébete lentamente un dry martini
y espera. En el caso de algunos, esto no funcionará nunca. Pero para Buñuel se
trataba, sin duda alguna, de un terreno propicio. Mientras los lentos vapores del
alcohol le subían a la cabeza, según decía, empezaba a ver cómo se movía el aire, a
percibir imágenes fugitivas, incluso a ver personajes que se deslizaban
silenciosamente de un sitio a otro.
De la terraza del café en la que se sentaba Jacques Tati al oscuro bar en el que me
esperaba Buñuel, hay mil lugares, mil atmósferas favorables. He escrito escenas de
Mahabharata en un embotellamiento en Madrás, incluso en un aeropuerto de
provincias en la India, mientras esperaba, al lado de Peter Brook, un avión
confusamente anunciado. Ciertas imaginaciones son, por el contrario, caprichosas e
incluso obsesivas, y exigen, por ejemplo, el color rojo, o una música de flauta, o un
calor excesivo, o el sonido cercano del mar. Al leer los desiderata de los escritores, y
entre ellos los de los guionistas, a veces es como si estuviéramos hojeando un
catálogo de perversiones. Conocí a uno que no podía soportar el canto de los
pájaros, hasta el punto que, de oírlo, caía súbitamente en una repentina crisis.
¿Fetichismo? ¿Pereza disfrazada? ¿Pánico ante el inicio de la labor? ¿Un recuerdo
lejano, como sucede con algunos traumas?
No se sabe, pues estas cosas apenas se estudian. Felizmente. Lo que parece cierto
es que el campo es ilimitado. Se puede, evidentemente, poner barreras, o pasear sin
rumbo fijo hasta perderse. Todos los métodos son buenos para cultivar el campo.
Pero sólo hay una certidumbre: el cultivo es indispensable. Somos libres de soñar
con una película nacida de un erial, pero no deberemos sorprendernos si, en ese
caso, los visitantes acaban evitándolo prudentemente.
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Al igual que, al inicio de cualquier trabajo, toda actitud heroica o demostrativa puede
ocultar una trampa fatal (nada más fácil que la teoría, pero tampoco nada más
paralizador), también toda censura personal, toda retirada temerosa, todo rechazo a
contemplarnos en nuestra integridad pueden acabar suponiendo una castración, un
pecado, un atentado contra la imaginación que tarde o temprano habrá que pagar.
Y además, el guionista —en el momento del trabajo— no sólo debe aprender a mirar
en sus propias tinieblas, sino también osar desnudarse ante su partenaire. Debe
atreverse a proponer una idea determinada afirmando obstinadamente que es
buena, incluso cuando crea que puede ser peligrosa, grosera o repugnante. Debe
abandonarse a un ejercicio constante de impudicia con el fin de liberarse de lo que
extrañamente se denomina el respeto. Esa actitud de reserva bajo la que se esconde
el veneno del temor.
Pues no se trabaja jamás solo, ni siquiera en los momentos en que no hay nadie
ante nosotros. Siempre somos una personalidad múltiple. Puede que haya un cerdo
en nuestro interior, más o menos enmascarado, pero también habrá un asceta y una
paloma blanca, prestos a la acción y a la reacción. Es inevitable: nunca dejarán que
el cerdo escriba solo el guión.
Ahora cada imagen, cada palabra nos sorprende. De repente todo es inesperado. Y,
no obstante, vemos esa acción como inevitable. Todo conducía hacia ella. Es aquello
que deseábamos en secreto. En estos momentos privilegiados, sorprendentes e
indispensables, la película encarna y concreta nuestro deseo, le aporta una
satisfacción tanto más intensa cuanto que no la esperaba, no osaba esperarla. En la
esperanza de llegar a ese momento, a menudo decepcionada pero siempre viva, hay
que aprender a liberarse suavemente —volvamos a Delacroix y a Tiziano— de
nuestro bagaje, de todo lo que nos han enseñado, de lo que Buñuel llamaba «el
ingenio». Un hallazgo demasiado brillante, y expuesto con demasiada brillantez,
puede romper nuestra relación íntima con la película, puede incluso distanciarnos,
como el actor de teatro que entra en escena con un vestuario demasiado bonito, o
como ese decorado exuberantemente iluminado que nos arranca un suspiro de
admiración.
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Peter Brook cuenta que un actor de teatro inglés, bastante popular, solía levantar y
agitar el brazo para prevenir al público de que iba a soltar una de sus réplicas:
atención, ahora veréis, ésta es buena. Muchos cineastas hacen lo mismo, a su
manera. Y la mayor parte del tiempo sin darse cuenta. Lo que yo llamo «la carne del
filme» se sitúa más allá de las palabras y de las imágenes, en el terreno indefinible
del sentimiento, de las relaciones entre los seres, de ese alimento secreto y
maravilloso cuya ausencia siempre nos deja hambrientos.
Puede suceder también que un filme envejezca y se vea acorralado por la muerte.
Una muerte natural, pues simplemente ha dejado de interesar, nuestra memoria lo
rechaza, ya no quiere verlo, por lo que decimos, y con toda la razón, que se ha
convertido en invisible. Ocurre incluso que algunas películas nacen muertas, son
invisibles desde su nacimiento y para siempre.
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En ese movimiento que va de la virtualidad a la realidad, del filme–sueño, o el filme–
niño, al filme adulto y consciente, el guionista aprende a retirarse de la aventura.
Durante los primeros meses es el dueño. La película, en ese momento, le pertenece.
Conoce todos sus detalles: es el único que la ve.
Pero entonces llega el momento, cuando se decide el inicio del rodaje, en el que
debe ceder el poder. El proyecto se le escapa. Para existir, debe pasar a otras
manos.
Una transición azarosa. Para evitar la ruptura, el cambio de tono radical y herético,
es mejor que el director permanezca cerca del guionista desde el principio, trabaje
con él hasta que el filme sea suyo, sea también suyo, como así constará, de todas
maneras, en los créditos y en las historias del cine. Así la transición será más natural,
sin golpes ni tropiezos. Nos habremos acostumbrado juntos a ese niño que va a
nacer.
Juntos, sin darnos cuenta, habremos inventado imágenes, habremos oído frases y
sonidos. Y esa primera apariencia del filme nos pertenecerá a ambos.
Cuando trabajaba con Buñuel, éste me pedía a menudo que le dibujara las escenas
del filme, y yo solía hacerlo por las noches, en la soledad de mi habitación. A la
mañana siguiente, antes de mostrarle mis dibujos, procedíamos a una rápida
verificación. Yo le preguntaba, por ejemplo:
— En la escena de los paracaidistas, ¿dónde está la puerta?
Y él me respondía:
— A la izquierda.
— ¿Y la dueña de la casa?
— A la derecha, cerca del sofá.
Y así sucesivamente, casi siempre sin errores. Lo constatamos centenares de veces.
Aunque estábamos sentados cara a cara —su derecha era mi izquierda y viceversa—
teníamos la misma visión de la disposición general del decorado, del lugar y de los
personajes. A medida que avanzaba nuestro diálogo, nuestras improvisaciones, una
especie de forma interior iba instalándose en nosotros, como un inquilino secreto,
una forma finalmente más fuerte que la disposición geográfica de la habitación de
hotel en la que trabajábamos. Habíamos entrado en la película.
En los años 50, y con algunas excepciones notables (Bresson, Tati, Renoir, Becker),
el cine francés estaba en manos de los guionistas. A menudo la puesta en escena se
reducía a una puesta en imágenes, una formalidad técnica, la mayoría de las veces
muy cuidadosa. Los mismos estudios, los mismos exteriores, los mismos
movimientos de cámara, los mismos découpages llamados «clásicos». Todas las
películas se parecían entre sí. Las únicas diferencias se encontraban en las historias
que nos contaban.
Las formas parecían estar fijadas para siempre, tanto en el cine francés como en los
demás.
Ese enemigo seductor (que nos dice: «Respetad las reglas del arte y seréis artistas»)
se llama «formalismo». Consiste en situar la forma por encima de todo y
contemplarlo todo desde su punto de vista. Eisenstein lo denunció vivamente... y
algunas veces sucumbió a él.
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La nouvelle vague, a finales de los años 50, cargó contra el formalismo y la
monotonía. Los nuevos cineastas afirmaban que, ante todo, la película debía llevar la
marca de su autor, que ese autor debía ser necesariamente el director y que, en
consecuencia, lo más importante debía suceder durante el rodaje. Esta llamada se
oyó milagrosamente en el mundo entero, y el resultado fue una gran diversidad de
estilos, géneros e incluso condiciones técnicas de rodaje, aparecidos en el mismo
momento en que la televisión, el nuevo monstruo, ponía en duda insidiosamente la
supremacía de las salas de cine, esos palacios populares que se creía indestructibles.
Este nuevo punto de vista, claro está, mandaba a los guionistas a las mazmorras. Ya
no eran necesarios. El realizador, como demiurgo único, como único «autor», estaba
invadiendo el territorio sin intención de compartirlo. Y el guionista se estaba
convirtiendo —lo recuerdo con claridad, aunque, por mi parte, no lo padeciera— en
un personaje sospechoso, un ser probablemente nocivo, una especie de subescritor,
de novelista fracasado, que no hacía otra cosa que aplicar incansablemente sus
recetas, obligatoriamente mediocres. Nos vimos entonces sumidos en una temible
avalancha de obras intimistas y narcisistas, obsesionadas por los recuerdos y las
fantasmagorías, llenas de consideraciones poéticas y de citas prestas para tapar
agujeros, que siempre acababan mostrándonos al director frente a las angustias de
la creación. Filmes impracticables, en su mayoría, filmes invisibles, pues se dirigían
exclusivamente al autor y a algunos de sus acólitos. Lo esencial —el contacto con los
otros— se había perdido.
Por supuesto, atraído por la cada vez más poderosa televisión, el público huyó por
piernas de estas peliculitas, que terminaron amontonándose unas junto a otras en
las estanterías, y a finales de los años 70 el guión empezó a recuperar su buen
nombre. Rápido, rápido, que alguien nos cuente historias, se pedía con urgencia. Y
entonces reapareció el peligro —más que evidente hoy en día, tanto en el cine
francés como en la mayor parte de las películas norteamericanas—de un cine de
guionistas, bien «construido» y engrasado, pero sin sorpresas, sin atrevimientos, sin
estilo.
Todos los equilibrios son difíciles, pues sólo se producen una vez. Cada nuevo día
vuelve a cuestionarlo todo. El viaje que emprenden juntos el guionista y el director
se parece mucho a una historia de amor. Hay que obrar un poco a ciegas, buscar un
territorio común, descubrir lo que nos gusta y lo que no nos gusta. Cuando Buñuel y
yo nos conocimos, en el curso de una comida, la primera pregunta que me planteó,
mirándome fijamente a los ojos —y entonces supe que se trataba de una pregunta
importante, profunda, que podía decidir nuestros futuros— fue:
— ¿Le gusta el vino?
Cuando le respondí afirmativamente, añadiendo que incluso procedía de una familia
de vinateros, su rostro se iluminó, me sonrió y llamó al camarero. Por lo menos
compartíamos una pasión. Más tarde, fuimos descubriendo muchas más.
Cuando conozco a un director con el que voy a tener que pasar varios meses de mi
vida, siempre me pregunto: ¿qué película quiere hacer? ¿Quiere hacerla realmente?
Y más vale adivinarlo con rapidez, puesto que de todas maneras la hará. A veces ni
siquiera él lo sabe, y sólo ve formas vagas, que en ese caso deberemos concretar
juntos.
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Se va formando así una pareja, con sus primeras dudas, los descubrimientos, las
falsas confidencias, los momentos de placer y los accesos de cólera, con celos y
malentendidos, un poco de aburrimiento y mucho pesimismo. Lo que hay que evitar
—creo yo: como en toda pareja que se precie— es saber quién va a dominar a
quién. Eso no tiene ninguna importancia. No se trata de un combate, y además al
público no le importa en absoluto.
Las pequeñas victorias personales («Le he obligado a aceptar mi idea: ¡he ganado!»)
no suelen tener ningún sentido. Pueden incluso suponer una derrota para el filme,
que es lo único que importa.
¿Cómo pensar únicamente en la obra que estamos haciendo? ¿Cómo colmar nuestra
ansia de gloria, de dinero y de poder?
Buñuel decía a menudo que las películas deberían ser como las catedrales: habría
que borrar todos los nombres de los créditos. Sólo quedarían unas bobinas
anónimas, puras, sin ninguna marca de autor. Y entonces se contemplarían como se
entra en una catedral, ignorando los nombres de quienes la construyeron, incluido el
del maestro de obras.
El trabajo de guionista tiene que enfrentarse a esto. Tiene que aceptar que la
opinión pública otorga al director ciertas ideas e intenciones que a menudo son
nuestras. En el fondo lo sabemos bien: es algo que tiene más que ver con la
vanagloria que con la gloria propiamente dicha, ese concepto de origen romántico ya
olvidado, incluso un poco sospechoso para los tiempos que corren.
¿Qué ocurre entre dos personas —o más— que trabajan juntas? No hay nadie que
pueda decirlo con seguridad. Ni siquiera sabemos lo que sucede en nosotros mismos
mientras estamos trabajando. Advertimos la presencia de un pequeño teatro interior
en el que somos a la vez actores y espectadores, y por el que sentimos una especie
de indulgencia natural. Tendemos a probar todo lo que nos propone, y a menudo
nos seduce de antemano, a menos que, por el contrario, nuestro espíritu crítico sea
tan feroz que nos obligue a denostar todo aquello que sale de nuestra imaginación.
Ciertos autores parecen siempre contentos con los productos de su invención,
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mientras que otros están siempre insatisfechos. Actitudes ambas tan paralizadoras
como nocivas.
Pirandello la escuchó pacientemente (era un hombre muy bien educado). Ella habló
durante mucho tiempo, planteando las cuestiones habituales en este tipo de
situaciones. Cuando hubo terminado, él le respondió, como si se tratara de una
evidencia (y es una respuesta que siempre me ha parecido extraordinariamente
justa):
— Pero, ¿por qué me pregunta eso? Yo sólo soy el autor.
Y es justa, pese a la aparente paradoja, porque un verdadero autor nunca sabe lo
que ha querido decir. Ya es mucho que sepa lo que ha dicho. Es lo que Víctor Hugo
llamaba la «boca de las sombras». Las palabras pasan a través de él escapando casi
siempre a su control. Proceden de un territorio oscuro, tanto más amplio cuanto más
ricos y profundos sean los conocimientos del autor. Un territorio que comparte con
otros, en el caso de los más grandes con la humanidad entera, de la que se
convierte en voz.
Me permitiré incluir aquí unas cuantas frases de Martin Buber: «Hay que perder el
sentido de uno mismo. Hay que escuchar únicamente al Verbo, que vierte sus
palabras en el interior de todos nosotros. Y cuando empiece a oírse su voz, hay que
callarse».
No obstante, durante los primeros ensayos, algunas cosas tienen que estar ya claras.
Si el actor no quiere confiarse únicamente al azar, es necesario un mínimo de
comprensión. «De nada sirve gritar antes de comprender», acostumbra a decir Peter
Brook a los actores amenazados por la histeria. Una aproximación tranquila, una
lectura lúcida y reflexiva siempre son convenientes, aunque sólo sea para dejar en
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evidencia las indefiniciones, las contradicciones, todo aquello que puede plantear
dificultades.
Pero la ilusión más grave y perniciosa —y aquí se encuentran el camino del actor y el
del autor, tanto en el cine como en el teatro— consiste en convencernos a nosotros
mismos de que esta aproximación intelectual es suficiente, de que en ambos casos
basta con el análisis, de que un autor debe saber lo que quiere decir, trazar un plan
preciso y definir sus estructuras, y que el resto le vendrá como por añadidura, de la
misma manera en que la interpretación del actor sólo consistiría en poner gestos y
voces a una idea previamente moldeada por la inteligencia.
La comprensión se detiene, debe detenerse en una cierta fase. Por debajo de ella (o
por encima, o alrededor: estas nociones espaciales, evidentemente, no tienen ningún
sentido), hay que dejar vivir, hay que preservar la fertilidad de la niebla, pues la
verdadera vida, la vida completa está ahí, en ese continuo ir y venir entre la luz y la
oscuridad, en esa jungla desconocida e ilimitada que sólo se puede explorar
mediante la acción y mediante el juego.
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Todos los buenos actores lo saben: llega un momento en el que hay que lanzarse,
como las mariposas atraídas por la llama, en lo que bien puede ser un viaje sin
retorno. El conocimiento del personaje, el verdadero conocimiento, sólo se da al
precio, de este riesgo. Ese mismo riesgo que puede proporcionar al autor, al
guionista por ejemplo, un momento de verdadera vida situado en un conjunto
coherente.
Después de esto —como a menudo sucede con el actor— viene otra fase, que opera
en sentido inverso. Es la retirada, el retorno a lo razonable, a lo esencial, a la famosa
pregunta: ¿por qué estamos escribiendo esta historia y no otra? O dicho de una
manera más sencilla: ¿qué nos interesa de ella?
Pocos son los autores que pueden permitirse por sí mismos ese ir y venir equilibrado
e imparcial. Un guión que se lanzara totalmente a la aventura es inimaginable. Al
menos hay que tener en cuenta la duración del filme y el presupuesto disponible.
Igualmente, en todo momento debemos saber dónde estamos: los personajes, por
ejemplo, ¿van por delante o por detrás de los espectadores? No vale la pena
preparar meticulosamente una sorpresa si el público ya lo sabe todo. Y hay que
tener en cuenta que su capacidad de adivinación es ilimitada. ¿Dónde se encuentra,
en ese momento de nuestra historia, ese público inasible e hipotético? ¿Aún está
interesado por lo que le contamos, o ya ha abandonado la sala, o quizá está
practicando el zapping? ¿Queda esta escena lo bastante clara sin perder su ligereza?
¿Conoce todo el mundo el significado de esta palabra? ¿Reconoceremos luego ese
decorado que sólo hemos visto una vez, de noche? ¿Conseguiremos el permiso para
rodar en la Torre Eiffel? ¿No es esta réplica demasiado larga, o demasiado
enigmática? Chejov escribió una observación inolvidable: «Lo mejor es evitar las
descripciones de estados de ánimo. Hay que intentar explicarlas a través de las
acciones de los personajes. ¿Somos siempre estrictamente fieles a este ideal?
Por otro lado, un guión que se contentara con responder a estas cuestiones estaría
más cerca de la burocracia que de otra cosa. Las brechas practicadas por la
imaginación —por la improvisación, en el caso del actor— llegan siempre a tiempo
para subvertir el estado de cosas: para incendiar, para exaltar, para inventar.
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Una búsqueda que no tiene fin. Por momentos, tanto el actor como el autor tienen la
impresión de que las dos fases se han convertido en una. Se ha producido una
aparición. Se ha realizado una unión.
A menudo este encuentro, tan fulgurante como pasajero, produce al actor una
especie de estupefacción a la hora de salir a escena.
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aparezcan por sí mismas, vivirlas, improvisarlas, dejarse poseer momentáneamente
por un elemento desconocido, dar libertad al cuerpo y a la boca sin perder el
necesario control. En los mejores momentos —muy escasos y siempre inesperados—
todo ello se produce conjuntamente, de una manera absolutamente inseparable, de
modo que los contrarios se funden el uno en el otro. Ya no se trata de un ir y venir,
sino de un ir-venir.
Los ejercicios practicados por el guionista son muy difíciles. Y los obstáculos, a
veces, nos parecen insuperables. Veinte, treinta veces volvemos a la misma escena
para encontrarnos con el mismo bloqueo. Entonces estamos convencidos de que no
vamos a pasar de ahí, de que no finalizaremos nuestra búsqueda, y muy a menudo
así es. La película se detiene ahí. Nadie la verá jamás. Objeto inacabado y aún
informe, va a parar al cementerio de los armazones vacíos.
En estos casos, cuando nuestra historia se atasca, cuando nuestros personajes nos
parecen inútiles y falsos, cuando monumentales dificultades de producción vienen a
añadirse al desastre, es como si a nuestro alrededor dos murallas empezaran a
juntarse hasta convertirse en una. Y, sin embargo, a veces repentinamente, casi
como una sonrisa, aparece una grieta en la sólida piedra, y a través de ella una luz,
por la que nos deslizamos y salimos al otro lado. Exactamente como el actor, otro
experimentado fugitivo de las murallas.
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Flaubert, sin embargo, intentaba conseguir justamente lo contrario, la desaparición
total del autor. Admiraba sin reservas la existencia objetiva de la obra de
Shakespeare, en la que ni el corazón ni la mano del artista parecen estar presentes.
En efecto, se puede estudiar a Shakespeare durante toda una vida y el hombre que
hay detrás de las obras seguirá escurriéndose entre nuestros dedos. Su obra nos lo
dice todo y, sin embargo, no sabemos nada de él. ¿Era de derechas o de izquierdas?
¿Hablaba mucho o era más bien callado? ¿Le gustaba más el campo o la ciudad?
¿Las mujeres o los hombres? No hay respuestas.
El incomparable autor se ocultó detrás de sus personajes, a los cuales dio lo mejor
de sí mismo y que, a su vez, se convirtieron en expresión de todos los sentimientos
humanos. He aquí la verdadera, la más gloriosa «boca de la sombra». El triunfo de
lo invisible. La cumbre de la gloria —¡oh, sorpresa!—es el anonimato. Y la más
personal de las voces es la voz de cada cual.
Como si las palabras obra personal poseyeran una especie de fuerza superior, un
nivel de existencia más elevado; como si fuera más importante ser personal que ser
útil: como si, una vez más, por no se sabe muy bien qué extraña perversión, sólo
contara el autor, y no la obra.
Nuestra única misión consiste en transmitir ciertas emociones. Siguiendo una vieja
tradición, somos los narradores de hoy en día, con los medios de hoy en día. El
berebere que habla y canta en la plaza de Marrakech tiene el mismo oficio que yo. Y
los relatos que encadena uno tras otro son algo necesario para quienes le escuchan.
«Hay que escuchar historias», se dice en el Mahabharata, «pues resulta agradable, y
a veces nos hace sentir mejor.» Como esos gusanos que fertilizan la tierra de los
jardines, las historias van de una persona a otra e incluso a veces de un pueblo a
otro. El camino que siguen es imprevisible, pero su bagaje es siempre precioso. Y lo
que dicen sólo les pertenece a ellas.
Una antigua alegoría árabe representa al narrador como a un hombre de pie sobre
una roca y mirando el océano. Entre historia e historia, apenas se toma el tiempo
necesario para beber un vaso de agua. El mar le escucha, fascinado. Y las historias
se siguen unas a otras interminablemente.
La alegoría añade:
—Si un día el narrador callara, o se le hiciera callar, quién sabe lo que haría el
océano.
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