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Luis Roca Jusmet, filósofo

«La ignorancia sobre nosotros mismos y sobre el mundo nos llevan


también a una alienación que conduce a la servidumbre»

Manifiesto por una vida verdadera (Ned ediciones) propone algunos


mecanismos para vivir. Pudiera parecer un absurdo, un sinsentido, pero lo
cierto es que hay quien vive desde la barrera, evitando la complejidad —
hermosa, cruel, luminosa, sangrante— que requiere vivir. No engañarse,
indagar sobre uno, escuchar al otro (no solo oírle), involucrarse con lo que
a uno le toca bregar, en lo individual y en lo colectivo. Con su autor, Luis
Roca Jusmet (Barcelona, 1954), conversamos sobre estos asuntos.

¿Cómo reconocer que la vida que vivimos es verdadera?


Mi ensayo es un rodeo a esta noción. No puedo decir lo que es, por lo
menos para todos. Para mí es una vida en la que somos coherentes con una
verdad ética, es decir, un compromiso con un modo de vida que solos
somos capaces de elegir con nuestros condicionamientos. Cada cual ha de
concretar lo que esto significa en su vida cotidiana.

Una vida banal, líquida, virtual, ¿es menos vida?


Una vida banal es la definición de una vida en la superficie, por lo tanto, de
una vida «poco vivida», poco intensa, con poca implicación. Es lo que para
mí sería la negación de una vida verdadera. Es justamente el peligro de una
vida líquida, inconsistente, poco sólida. La virtualidad es otra de las
condiciones actuales que llevan a la banalidad. Pero también a la
descorporización y al dominio de lo imaginario por encima de lo
verdadero.

Qué es más catastrófico, ¿que el individuo moderno haya perdido su


identidad o que haya perdido la comunidad?
En realidad, la pérdida de la identidad y de la pertenencia a la comunidad
no tendría por qué ser catastrófica. Podría ser la vía de una emancipación,
como planteaba Kant. Sujetos capaces de pensar y de decidir por sí
mismos. Podríamos haber cambiado la comunidad por una sociedad de
ciudadanos responsables y solidarios con una identidad personal abierta.
Claude Lefort hablaba de la aceptación de la incertidumbre como base de
una sociedad libre y democrática. Pero el individuo moderno ha
conformado una sociedad de masas alienada en el consumismo que deriva
en la búsqueda de identidades absolutas en comunidades cerradas, que a su
vez conduce al fundamentalismo y a encerrarse en comunidades cerradas
que nos hacen sentir parte de un grupo. Es la nostalgia identitaria y de la
comunidad cerrada.

Se prefiere la servidumbre a la libertad, ¿por miedo, molicie,


ignorancia?
Ser libre implica ser adulto y esto significa hacerse responsable de uno
mismo, de la propia vida, de las propias decisiones, de las consecuencias de
nuestros actos. Hace falta valor para hacerlo. Produce angustia: Erich
Fromm hablaba del miedo a la libertad de sus compatriotas alemanes, el
que les llevó al nazismo. Es más fácil tener un Amo que te guie, disolverse
en la masa. La idea de servidumbre voluntaria, de le Botié, ya se formula
en el siglo XVI; en los inicios de la Modernidad, Kant decía que los dos
grandes obstáculos internos para la emancipación eran el miedo y la pereza.
Y la ignorancia sobre nosotros mismos y sobre el mundo nos llevan
también a una alienación que conduce a la servidumbre. Ya nos lo
advirtieron Sócrates, Buda o Spinoza.

¿Es el narcisismo uno de los peores enemigos de la autenticidad vital?

Hay un narcisismo primario que es necesario para construir nuestra


personalidad, ya nos lo enseñó Freud. Pero en la sociedad moderna, la falta
de una identidad social construida a partir de un lugar asignado en la
comunidad, que determinaba tu estatus y tu papel, lleva a buscar la
identidad en el yo como identificación imaginaria. Lo que se pierde en lo
simbólico se quiere compensar en el imaginario. Esto provoca esta
obsesión por la propia imagen.  A veces por una herida narcisista que
arrastramos desde la infancia que queremos compensar, a veces por la
búsqueda de este goce que los antiguos llamaban vanidad. Pero el yo
narcisista, ya nos lo enseñó Lacan, siempre es desconocimiento de uno
mismo, una falta de conocimiento real sobre nosotros mismos que conduce
a la inautenticidad. También los narcisismos de las pequeñas diferencias,
que denunciaba Freud, que se da en el nacionalismo.
¿Cómo mantener la atención (principal cualidad del alma, según
Malebranch) con tanto estímulo y prisa impuesto por el sistema?

La aceleración y saturación de estímulos conducen ciertamente a esta


incapacidad de mantener la atención y sus consecuencias son muy
negativas, porque nos hacen vivir en una inmediatez y una dispersión que
no nos permiten esta atención tan fundamental para ser capaces de
centrarnos en lo que hacemos y en la misma vida que vivimos. Ni siquiera
podemos elaborar experiencia sin atención.  Es necesario hacer ejercicios
que van desde prácticas de atención plena y meditación hasta la atención
voluntaria en lo cotidiano.

«El diálogo no es el combate contra el otro, son contra las apariencias


del saber». ¿En qué momento perdidos la capacidad de discutir, de
conversar desde territorios enfrentados, sin que se sentimentalice el
discurso?

El diálogo siempre ha sido difícil; de alguna manera, es lo que intenta


aportar la filosofía cuando aparece con Sócrates. Contra la jerarquía
vertical, en la que hay que seguir al Otro que sabe, introducir una
conversación entre iguales que comparta la búsqueda de la verdad. Contra
la manipulación sofista que solo busca manipular al otro, defender la
verdad frente a la opinión. Más que perder la capacidad de discutir
conversando hemos perdido la oportunidad de instaurarla con el ideal
ilustrado. Se ha polarizado, transformándolo en una pelea desde la
identificación imaginaria con fuertes componentes emocionales.

¿Qué riesgos y qué recompensas se obtiene al practicar la parresia?

La parresia es el coraje de decir (y decirnos) la verdad. El riesgo es, en


primer lugar, que la verdad hace daño. Tanto a nosotros mismos como a los
otros. La recompensa es la lucidez, primera condición de una vida
verdadera. Por otro, la verdad política es una denuncia que implica a veces
el riesgo de la propia integridad física o incluso de la vida. La recompensa
es denunciar lo intolerable, lo injusto. Es una opción ética y política para
mí necesaria en lo que entiendo por una vida verdadera.

«No tenemos cuerpo, somos nuestro cuerpo». Sin embargo, lo virtual lo


escamotea de la vida, lo esconde, lo reduce a un fardo quieto frente a
una pantalla…

Esta es hoy la batalla. Pasar de ser un cuerpo subjetivado (por la palabra,


por la capacidad reflexiva) a ser un sujeto casi virtual. Es una resistencia
cotidiana que debemos mantener.

¿De qué modo se podría des-coincidir con uno mismo (además de


interiorizando ese verso de Borges que dice «El que prefiere que los
otros tengan razón»).

No identificándonos totalmente con nosotros mismos, es decir, con la


imagen que tenemos de nosotros mismos, con nuestras creencias, con los
grupos a los que pertenecemos. Manteniendo siempre una distancia crítica
con nosotros mismos, manteniéndonos abiertos y sabiéndonos siempre
inacabados.

¿Cuándo conviene «sublevarse respecto a la dado»?


Cuando nos parece insoportable, intolerable. Tanto con respecto a nosotros
mismos como con respecto a los otros.

¿Cómo diferenciar un deseo de una pulsión?


Es complicado. Digamos que la pulsión es esta fuerza que nos empuja a la
acción. Si es primaria, nos lleva a buscar un goce inmediato que puede ser
destructivo para nosotros o para los otros. Transformada en deseo ya hay
una mediación, ya pasa un filtro, ya es, por decirlo así, algo más secundario
y más humanizado.

¿Cuánto de nuestro deseo profundo es auténtico y cuánto mediado por


la imposición del sistema (publicidad, modas, etc.)?
Este es un trabajo interno que debemos hacer. Cada cual debe encontrar la
vía. Los ejercicios espirituales (Hadot), las tecnologías del yo (Foucault), el
psicoanálisis, son instrumentos para este trabajo que cada cual debe hacer
de manera singular.  Esto nos conduce a la vida verdadera a la que invito
con mi manifiesto.

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