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La fe, una vida con proyecto: por qué, cómo y para qué vivir.

Aquel que tiene un por qué para vivir se puede enfrentar a todos los
"cómos" de la vida. Nietztsche.

Lo que Dios nos invita a creer como fe es que mi vida, su por qué, su cómo y su para qué
tiene verdadero sentido en su plan. Somos parte del plan de Dios: fuimos creados para alabar,
hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor . Significa que fuimos creados para que nuestra
verdadera alegría, nuestro verdadero sentido, sea vivir con él y servirle sólo a él. Es lo que los
antiguos llamaron la visión beatífica, nuestra felicidad, nuestra alegría y nuestro verdadero sentido
es ver a Dios y servirle y mediante esto salvar nuestra vida. Salvarla porque hemos caído en un
abismo del cual salimos solo volviendo a esa razón de ser creados. Pero ¿Quién nos devuelve al
plan de Dios? ¿Quién nos devuelve nuestro sentido verdadero, nuestra alegría verdadera de solo
alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor? ¿Cómo encontrarnos de nuevo con nuestra
razón de ser creados? Los antiguos llamaron “logos” a esa “razón” de ser creados (en latín “verbo”,
“palabra”).

La misión de Jesucristo, su proyecto, es devolvernos la razón de ser creados, revelarnos


su alegría, revelarnos su sentido, lo que él llamó la Buena Noticia del Reinado de Dios. Y si Jesús es
la revelación de la verdadera alegría y del verdadero sentido, entonces nuestra alegría y sentido es
la comunión, la identificación con la alegría y el sentido de Jesús. Es su alegría y su sentido lo que
nos salva del terrible abismo entre el cielo y la tierra, entre Dios y los seres humanos. El lo proclama
con sus bienaventuranzas y nos identifica como sus hermanos anunciando que participamos de su
misma herencia, de su mismo sentido. Nuestro sentido es Jesús y esa es nuestra alegría profunda.
Nuestra patria es a la vez la finitud de este mundo y a la vez la infinitud de “ un cielo y una tierra
nuevas” (Ap 21, 1-4). Esa comunión entre la Gloria de Dios y la miseria de este mundo ya está por
siempre regalada y a la vez somos peregrinos de su plenitud final. Nos toca en este mundo ser
compañeros de Jesús, participar de su misión en este mundo, de seguir cooperando en el proyecto
de su viña, de su reinado que continúa hoy con toda su fuerza, con todo su espíritu.

Nuestra fe afirma que hay una alegría y un sentido encarnado en realidad de este mundo,
que resuena en los abismos y que viene de lo alto. Una alegría y un sentido que continua actuando
en nuestras vidas para dirigirnos hacia la plenitud definitiva. Esto es innegociable en nuestra fe,
porque es la brújula que nos impulsa y nos guía en “darlo todo” por Dios siempre a través de
mediaciones y de proyectos sucesivos que manifiesten la trascendencia y la inmanencia del único
proyecto divino y humano del Señor. Todos los demás proyectos de este mundo sean cuales sean
con sus sentidos y sus alegrías, todo lo que Dios ha creado y lo que el ser humano también crea con
sus proyectos, todo ha de ser, dice San Ignacio, “para que le ayuden en la prosecución del fin para
que es criado”. Creamos proyectos cuyo sentido y alegría es que sirvan y nos identifiquemos con el
proyecto de Dios que conduce Jesucristo. Todo lo otro genera desolación y tristeza. Tenemos que
estar continuamente revaluando nuestros proyectos bajo la luz de esta regla ignaciana del “tanto
cuanto” discerniendo si en efecto lo estamos dándolo todo por Dios. Ajustar nuestros planes y
proyectos al proyecto divino es siempre todo una travesía, una peregrinación que nunca dejará de
coincidir con el camino de mi vida. El proyecto divino siendo transcendente es completamente
inmanente transitando siempre por el carril de los limitados proyectos humanos. Estos lo posibilitan.

Sin embargo, existen reservas en darlo todo por el Señor y en los proyectos que queremos
mediar el proyecto de Dios también pueden transitar otros proyectos ocultos del mal espíritu. Buen y
Mal espíritu transitan por el único camino de mi vida. Para Ignacio existen los “afectos
desordenados” a proyectos de este mundo, que me quitan libertad, que no me permiten una
donación completa y encarnación a fondo en los planes y proyectos del Señor. Por lo tanto frente a
todo proyecto de este mundo debemos “hacernos indiferentes”, en el sentido de asumirlo o dejarlo
según encarne o no los planes del Señor. Por decirlo así, hay una batalla de “afectos” (de alegrías y
de sentidos) que entran en juego al momento de darlo todo en los planes del Señor. Y la salida es la
identificación creciente con Jesús, con su modo de proceder, con sus opciones encarnadas en el
presente de nuestro mundo, para que así haya “orden de nuestros afectos” y todo tienda hacia Dios
como Principio y Fundamento, sirviéndole a su único plan divino.

Ahora bien, Ignacio no hace deducir nuestra involucración en los planes de Dios directamente
desde la meditación del Principio y Fundamento. Desde ahí no se deduce que lo demos todo por el
Señor. Hay todo un camino de identificación con Cristo que Ignacio expresa a través de sus etapas
o semanas de los EE. Es decir, nuestra responsabilidad en los planes de Dios no puede venir de
una deducción del Principio y Fundamento, sino de un discernimiento según el seguimiento de las
etapas o semanas que Ignacio nos propone con los Ejercicios Espirituales. Esto es muy importante.
Para Ignacio nuestro darlo todo en los planes del Señor no puede venir de unos principios generales,
sean del orden que sea, sino del hecho de repensar y rezar nuestra vida desde la identificación con
Cristo que el nos propone con sus Ejercicios Espirituales. Se trata de un camino absolutamente
individual, personalizado, de oración con Dios y a la vez, un camino en completa comunión con el
mundo, con los otros, con la iglesia, con la sociedad y el mundo de hoy día.

Para Ignacio, Dios nos incluye en sus planes desde la realidad y situación que vivo
personalmente, que vivimos como iglesia, como sociedad y como mundo. Nuestra realidad cuenta
para los planes de Dios. La realidad que vivo, la situación que vivo y que vivimos como pueblo, como
mundo entra a dialogar con el proyecto de Dios. Nuestra realidad es llamada por Dios a sintonizar
con en el único proyecto que manifiesta la vida de Jesús. Somos llamados a sintonizar con esa
razón que es Jesús, con su alegría y sentido. Ignacio nos propone un camino de sintonía con Jesús
a través de la ruta de los ejercicios espirituales (EE). Para Ignacio el "darlo todo" por Dios pienso
sigue una "ruta espiritual" que podemos acompañar con las etapas que propone Ignacio en sus EE.
Los EE son una especie de mapa del sentido, de reencontrarnos de nuevo con el por qué, el cómo y
el para qué vivimos. Es decir reencontrarnos y sintonizar con el proyecto del Mesías en el mundo de
hoy. Eso hará que nuestra fe sea una vida con sentido, con proyecto, con un por qué, un cómo y un
para qué vivir. En eso nos pueden ayudar los EE. Y a eso solo se llega viviendo y haciendo los EE.
Permítanme ahora tan solo algunas breves anotaciones sobre los desafíos del mundo de hoy para
vivir el proyecto de Jesús y lo que nos ofrece Jesús con su proyecto para vivir esos retos del mundo
de hoy. Es en este diálogo del proyecto de Dios con los proyectos de este mundo que los EE pueden
ser sumamente valioso para vivir nuestra fe con sentido.
El mundo de hoy.

Una de las características esenciales del mundo de hoy día es la continua tensión entre deseo
y realidad. A todos los niveles, personal, comunitariamente, culturalmente. No se vive esta tensión
de la misma manera a los 18 años que a los 50, como no se vive de la misma manera esa tensión
en un medio pudiente que en uno de nuestros barrios pobres, como no es lo mismo esa tensión
dentro de una sociedad consumista que dentro de una sociedad comunista. A los 18 años domina de
tal manera el deseo, el ideal, el proyecto, las expectativas de un futuro distinto y feliz, que apenas
conocemos y nos cuesta aceptar, por principio, que la realidad imponga su ley implacable de
limitación, impotencia, desencanto. A los 50 el reto es cómo encajar la existencia humana, el
realismo de la vida, en su finitud, sin ilusiones ni desilusiones desmesuradas. En la sociedad
consumista desarrollada ya no se habla de carencia del deseo, sino de cómo bregar con la llenura,
con hartura de todo (información, artículos, etc.). En nuestros países pobres el realismo de la
exclusión, la violencia, la corrupción, los problemas de los migrantes, etc. se mezcla con las altas
lógicas de la globalización y de las competencias del mercado mundial.

Creo que como mundo y cómo sociedad vivimos una realidad que supone que no ha de hacer
éxodo alguno, ni cambio alguno. Hablar de proyectos comunes, de proyecto social, es hoy algo muy
inusual. Impera la variedad de opiniones. Frente a proyectos muy “racionales” se apuesta más por la
sensibilidad y la afectividad. Frente a proyectos totalizantes, se prefiere valorar la diversidad; frente a
la preocupación por el progreso y por el futuro, se atiende ahora más al presente en toda su
densidad; y todo ello hace vivir a la persona humana con una mayor conciencia de provisionalidad. A
nadie parece habérsele entregado una felicidad definitiva, todo parece ser provisional. Para unos la
vida parece ser muy llevadera, para otros muchos la vida está llena de tormentos. Parece cuestión
de suerte. Pero todos quisiéramos vivir hoy más tranquilos, menos agitados, conquistar más paz,
más bienestar del que nos encontramos. Ese parece ser nuestro mayor deseo. Como si el proyecto
fuera, ni mejorar la tierra ni aspirar a ningún cielo. Aspiramos quizás a la pequeña felicidad, mi salud,
mis amigos, mis pequeñas comodidades. No sé si llamar a eso humildad o sencillez de vida, pero la
verdad es que las cosas más complicadas y las que más “enervan” nuestras vidas son las que
ocurren en ese pequeño mundo donde queremos alojar el paraíso de nuestras vidas. Queremos ese
mundo pequeño, pero no es el paraíso, no es la salvación del abismo, sino algo que necesita ser
cuidado, amado y vivir la conversión.

También, la realidad del mundo grande que nos rodea no es como un supermercado a nuestro
servicio, ni un gran espacio para saber disfrutar, ni mucho menos una gran selva para temer, ni algo
que esté libre de grandes sufrimientos y exclusiones. El mundo real vive terribles conflictos y a la vez
parece lleno de posibilidades y de nuevas maneras de vivir la vida. Es complejo. Vivimos realidades
completamente ambiguas como el desarrollo tecnológico, el avance de las ciencias. Hay
oportunidades y desastres. Pero no necesariamente la gente experimenta, repito, un proyecto de
mundo, de sociedad, que tenga un fuerte sentido.

Creo que la realidad de “mi pequeño mundo” como la realidad del “mundo grande que nos
rodea” necesitan ser vistos desde un sentido mayor, desde un proyecto mayor de sentido. De este
lado de nuestra experiencia cotidiana vivimos el abismo del sentido mayor de las cosas. No
podemos siempre esconder y evitar la tensión que existe entre nuestro ser mismo y la realidad que
nos toca vivir, entre lo que somos y quisiésemos ser, entre el deseo profundo y los hechos. Hoy
como ayer hay un abismo que nombrar, un proyecto de salvación de Jesucristo, de su misión en el
mundo de hoy. Antes, al pueblo de Israel le costó creer en medio del desierto. Hoy nos encontramos
ante una verdadera y auténtica crisis de credibilidad de toda proyección del futuro común. Parece
que la ciencia como el trabajo, la cultura como la costumbre, el tiempo como la conciencia, todo ha
de tener en cuenta que nada permanece como antes, e incluso todo cambia a velocidades astrales.
Es como el camino de arena en el desierto. Se borra constantemente. En nuestros días se ha vuelto
problemático para la conciencia de la gente si todo está sujeto o no a al cambio, llegando con
frecuencia a concluir que también las motivaciones, los valores, los planes de la vida y, por tanto,
todo tipo de proyecto y promesa (a sí mismo o a los otros) deben estar sujetos a cambio igualmente
veloces, hasta convertirse en verdaderos y auténticos trastornos de modos de ver y de vivir. En esta
cultura nuestra, igual que cuatro mil años atrás, permanecer fiel al proyecto de Dios significa para
muchos perder ocasión de existir en la novedad. Ayer fue la novedad de los baales, hoy hablar del
proyecto de Dios en todo este ambiente suena a puro cuento del pasado.

Hay momentos donde uno parece convencerse de que el ser humano de hoy camina hacia
un espanto de sí mismo. Vivimos enormemente preocupados por nosotros mismos y todo lo que es
saber lidiar con uno mismo interesa sobremanera. Incluso para olvidarnos de nosotros mismos
tenemos que lidiar con lo que uno es. El tema de la individualidad, de proyectos de vida propia, es
objeto de mucha atención, de lecturas, conversaciones, de programas de TV etc. Los analistas
dicen que tiene que ser así porque en nuestra cultura plural de tantos referentes cada uno está muy
a cargo de sí mismo, de un proyecto de vida propia. La construcción de la propia identidad, del
proyecto de vida, es de responsabilidad individual. Ya no hay fuertes costumbres, ni tradiciones ni
instituciones que fortalezcan lo que somos. Cada uno está a cargo de sí mismo, de su propio
proyecto y cada uno debe buscar por sí mismo las propias ayudas, sean estas institucionales o
comunitarias. En este ambiente puede ser que cada uno de nosotros lleve un profundo miedo de sí
mismo porque la grandeza intuida de lo que se es, parece que se nos escurre como agua entre las
manos. Vivimos en un ambiente de realidad líquida, una cultura líquida que proclama como ancla de
salvación la propia individualidad, el proyecto de vida propia, de seguridad propia. Y así, nunca como
antes el hombre y la mujer de fe se pregunta qué tiene que ver el proyecto de Jesucristo con el
tuétano de su propio misterio personal e individual (aquí son proféticos los últimos escritos de Karl
Rahner sobre la individualidad en el mundo futuro que hoy vivimos).

Me parece que no podemos huir de esa pregunta si queremos escuchar las inquietudes del
mundo de hoy. Pero la respuesta tiene que ayudarnos a purificar el lado ambiguo y egoísta que
pueden comportar tales inquietudes. La respuesta tiene que ver con la capacidad de que seamos
verdaderamente cristianos con un verdadero por qué, un cómo y un para qué vivir en esta época. Y
para ello, me parece, que por mucho que queramos ser fieles a nuestra propia demanda de sentido
interior, sólo podremos ser cristianos si confiamos que toda respuesta a tal pregunta nos vendrá del
terrible salto que es poner en Jesucristo toda nuestra esperanza. Necesitamos confianza en sus
palabras: "El que quiera salvarse a sí mismo, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me
siga" (Mt 16, 24-25). Hay que ir más allá de un proyecto de vida propia. Dios Padre no tiene para
nosotros otra palabra para lo último del corazón humano que aquellas últimas que pronunció poco
antes de su Hijo entrar en su pasión: " Este es mi Hijo, a quien yo quiero, escúchenlo " (Mc 9, 12).
Percibo que la misión del cristiano hoy, su proyecto, nos pide ante todo que nos ayudemos a
reaprender a amar a Jesús en la difícil tarea de escuchar nuestro propio grito interior, auscultando
su relación con todos los gritos externos, pidiendo olvidarnos de nosotros mismos.

El proyecto del Mesías hoy.


¿Se habrá encontrado Jesús en semejante situación? ¿Habrá escuchado Jesús un grito
semejante en su interior? ¿Habrá sentido Jesús el peso de la propia irrelevancia o la irrelevencia del
proyecto de su vida? ¿Habrá escuchado, él mismo, un grito interior con la pregunta por su propio
misterio, por su relación con el sufrimiento de muchos, por su relación a quien llamó Abba-Padre?
¿En cuáles momentos sentiría Jesús ese vacío de su propia soledad preguntándose por la raíz de
toda comunión en este mundo? ¿Dónde se expuso Jesús a sentir la falta de la trascendencia, la
futilidad de una vida sin un proyecto mayor y el sin sentido de lo que el mundo procura como valor?
¿acaso experimentó su propia muerte como fracaso de su proyecto ó cómo parte de su proyecto?
¿cómo lo vivió? Porque no podemos suponer que Jesús perdió la razón de su ser, de su misterio de
alegría. En definitivas, ¿qué pudo significar para el mismo Jesús el anuncio de la muerte del
Mesías? ¿lo mataron o murió Jesús a sí mismo? ¿lo entregaron o se entregó? ¿mataron el don o se
entregó como don?

La incomparable felicidad de Jesús, su verdadera alegría y su sentido verdadero, fue


sentirse el enviado del Padre para una anunciar la buena noticia a los pobres, para liberarnos de
nuestras cárceles y sufrimientos, para anunciar la vista a los ciegos, etc. Su misión fue anunciar la
gracia del reinado de Dios liberando los corazones, reconciliando los seres humanos, despertando el
amor por todos los rincones, porque se llenaban de la cercanía del reinado de Dios. Sus palabras,
sus parábolas, sus milagros, su llamado a sus discípulos, todo era en función de predicar esa
cercanía del reinado de Dios. Pero luego de los tres años, todo se vino en contra y algo le pasó al
mismo Jesús. Experimentó el abismo y se experimentó a sí mismo como el salvador del abismo. Vio
venir el fracaso de su proyecto y al mismo tiempo la consumación de su misión.

Al final de su vida pública Jesús contempló que no había ambiente para acoger su reinado:
“¡Jerusalén, Jerusalén que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces
he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, pero no has querido !
(Mt 23, 37). Sus mismos discípulos no le entendían. Es muy probable que la pregunta " quién dice la
gente que soy yo", fuera el reflejo de la pregunta que Jesús mismo llevara en ese momento sobre sí
mismo, sobre su propia identidad. Cuando se nos cierran los proyectos empieza la pregunta por uno
mismo, por la propia identidad, por la propia consistencia, por el propio fundamento. Pero lejos de
vivir en la autopreocupación por sí mismo, por el futuro de sí mismo, por un proyecto de seguridad
de sí mismo, suelta todo lo que vive en manos de su padre y en absoluto abandono lo espera todo
de él. Lo definitivo no es ampliar su proyecto, ni ampliarse a sí mismo por sí mismo, aunque fuera el
mismísimo hijo de Dios. Lo definitivo no es asegurarse o protegerse o extender su mesianismo sino
ser en todo momento el don de su Padre para los demás, ser en todo momento el regalo de Dios
aunque experimente que nada tiene que dar, en su pobreza absoluta, en su vaciamiento, aunque
fracase, aunque se convierta en muerte misma no dejará de ser Don de Dios, de vivir su propia
muerte como donación de su alegría y de su sentido para otros. Eso es eterno y si es así el Mesías
tenía que morir para que como grano de trigo se plantase en cada ser humano de este mundo, se
plantase la esperanza eterna, la alegría eterna, el sentido eterno que es amar de parte de Dios, de
ser enviado por Dios a amar. Eso es ser fundamento de que Dios reine por siempre, por encima de
la misma muerte, más allá de la muerte, atravesando la muerte, aceptando la misma muerte, dando
muerte al reinado de la misma muerte y del pecado. Ser la donación del mismo Dios a Jesús le viene
de lo alto y constituye el misterio de su identidad.

En definitivas, fue en su pascua donde Jesús se descubrirá como el fundamento del


proyecto del reino, por su vinculación al Padre. Su misma persona, muriendo a sí mismo, descubrirá
que es el fundamento de lo nuevo de Dios, de su reinado. En eso nos reveló Jesucristo la identidad
última del mismo misterio divino. Jesucristo es el misterio abismal del amor, porque no sólo por su
encarnación nos reveló la cercanía de Dios a nuestra vida, no sólo predicó la incomparable felicidad
de la cercanía de su reinado, sino que llevó a término esta obra de comunión abrazando totalmente
con sentido y con su alegría al abismo que nos provoca nuestra muerte física, el pecado y todo el
mal existente. El misterio del reinado de la comunión de Dios está fundamentado y unido a la
persona misma de Jesucristo, a su propia identidad. Eso es la consolación eterna.

La Pascua fue un tiempo en el que Jesús experimentó que las condiciones del proyecto del
Reino pasaban más que nunca antes por el misterio de su misma persona, por su modo de ser. De
la persona misma de Jesús brota un “modo de proceder” ante los obstáculos y límites de este
mundo, que hace que Dios reine, que su amor reine en este mundo. Es el modo de proceder con
Espíritu, como fuerza del Reino. De Jesús brota el proceder con gracia, lleno de gracia frente a todas
la cerrazones del proyecto de Dios en este mundo. Toda su vida fue procediendo en kenósis, en
humildad afrontando la vida con el olvido de sí mismo, buscando no ser servido, sino servir y dar su
vida en rescate por muchos. Por esta kenósis, por esta cruz, Dios implantó definitivamente su
reinado de comunión. Proceder así genera y crea comunión. Jesús conoció que lo más individual
suyo es pan que se comparte, para la comunión, se conoció a sí mismo como eucaristía, como
misterio de donación para la comunión, para todo proyecto de comunión, de fraternidad, de justicia
en este mundo. Hoy nuestra individualidad necesita urgentemente experimentarse como misterio de
donación para devolvernos con esperanza a los planes del Señor. Por nuestra unión e identificación
con Jesús, por esa alegría y verdadero sentido, nuestro interior puede ser donación al proyecto de
Dios. Hoy somos llevados a una auto-preocupación cuya dirección es una búsqueda desesperada
de sí mismo y no llegamos a lo que somos sin pasar por la eucaristía de Jesús, por la comunión con
su muerte y resurrección que inevitablemente llega por los caminos de la oración, de la vida
comunitaria, el compromiso ético y evangélico por un mundo justo y mejor.

Finalmente Jesús resucitó desapareciendo y uniéndonos a este Misterio de Dios que me


levanta para ser solidarios por todo este mundo que nos rodea. Al despedirse en su ascensión nos
dejó dicho “vuelvan a Galilea”. Ya podemos por la comunión con su muerte y resurrección, vivir con
un Espíritu que nos conducirá a rehacer los mismo caminos que Jesús transitó en su vida oculta y en
su vida pública. Si el mundo nos hace indiferentes, la Pascua regala un nuevo modo de proceder.
Hoy Cristo nos asocia a su modo eterno de ser, a sus sentimientos para que reemprendamos
siempre los planes y caminos del Evangelio. Pedir el modo de proceder del Crucificado-Resucitado,
hace posible involucrarnos siempre en proyectos creativos por el reino de amor y de fraternidad.
Desde ahí podemos ser plena y totalmente nosotros mismos, y al mismo tiempo, y por eso mismo,
abiertos y plenos en la red de relaciones que nos hace personas. Esta es una nueva manera de
situarnos con esperanzas ante las fuerzas del abismo de este mundo, de sus apasionamientos y
padecimientos. Dios nos levanta dándonos una esperanza, un sentido alegre capaz de hacer de
nuestra vida propia un don para los demás. El Buen Pastor tiene todavía la misión de buscar algo
que ha elegido desde la eternidad pues cada ser humano tiene el valor eterno de su Cuerpo y de su
Sangre. El Señor tiene la fuerza de amarnos personalmente, tanto como para sentirnos orgullosos
de ser algo único para él. Este amor así nos salva del abismo, no fomenta nuestro narcisismo, sino
que nos reúne, nos junta, crea comunidad, crea nuevos caminos y proyectos apasionados de amar
con Dios, por su justicia en el mundo. Hoy el proyecto de Jesucristo es regalarnos su pasión de
amar. Esa es nuestra fe.

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