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Nacer sin pasado, sin nada previo a que referirse, y poder entonces verlo todo, sentirlo,

como deben de sentir la aurora las hojas que reciben el rocío; abrir los ojos a la luz sonriendo;
bendecir la mañana, el alma, la vida recibida, la vida. ¡Qué hermosura! No siendo nada o apenas
nada, ¿por qué no sonreír al universo, al día que avanza? Aceptar el tiempo como un regalo
espléndido, un regalo de un Dios que nos sabe, que sabe nuestro secreto, nuestra inanidad, y
no le importa, que no nos guarda rencor por no ser…
… Y como estoy libre de ese ser, que creía tener, viviré simplemente, soltaré esa imagen
que tenía de mí misma, puesto que a nada corresponde, y todas, cualquier obligación de las
que vienen de ser yo, o del querer serlo.
Y ya sé que «el otro», el prójimo, está solo en su fondo como yo, y tampoco puede valerse.
Todos están solos, cada uno está solo. No tendré, pues, enemigo, ni creeré que nadie me ama
especialmente, ni menos lo desearé. Que antes me devoraba este anhelo de que me quisieran,
de ser amada. ¿Y no era esto una barrera? Y hasta una trampa.
Ir hacia el otro sin gesto y sin ofrenda; tan sólo manteniéndose en la simple verdad de
estar aquí, sabiéndose tan poca cosa, habiéndose visto, desde la falta de recursos ante «eso».
¿Cómo llamarlo? La máxima resistencia que encierra vida y muerte; lo que nos hizo nacer y nos
mantiene aquí, haciéndonos nacer cuantas veces haga falta; lo que nos dejará un día morir; a todos,
a cada uno le pasa también eso, hermanos en la verdad de estar aquí, en la realidad primera.
Hubiera estado mal marcharse sin saberlo, sin haberlo aceptado, más allá del gozo de vivir que a
veces había sentido y de la embriaguez de la esperanza, y del dolor, más allá de todos los
sentimientos, estados y situaciones que pueden enumerarse, sin saberse aquí, sin haberlo aceptado,
simplemente, como una brizna de ser, un poco de polvo, ávido de entrar en la luz, de recibirla, en su
pobreza, de vibrar de acuerdo aun a costa de un largo trabajo de nacer innumerables días, del orden
de todo. Había pensado deshacerse de los libros de filosofía, darlos, no verlos más, y ahora se le
venía a la memoria de nuevo, ya estaba en la vida. Le vino a la memoria: Ordo et conexio rerum
idem esse ac ordo et conexio idearum. Y comenzando a vivir simplemente, sin pretensión ni
proyecto, sin esperanza ni temor, podría ser así, viviendo desde la verdad, de no ser, de no ser
apenas nada. Desde la verdad; esto es, ser pobre. No pretender que nada nos cubra de
esplendor, ni aparecer de ninguna manera ante nadie, apreciar sólo lo necesario sin darle
importancia; ir rectamente hacia el corazón de las cosas; tratar al prójimo sin temor, ni
vanidad, porque, ya lo había visto, eran eso: el prójimo sin más, el hermano. Pobres y solos,
todos, sin saberlo aunque algunos lo sabrían, lo habían debido saber antes que ella. Y algunos,
muchos, no sólo pobres en su falta de ser, sino heridos por la pobreza, heridos… por tantas cosas.




Porque tenemos el ser suficiente para que en él se abran heridas. ¿Era ella acaso otra cosa
hasta hace poco? Una herida. Había llorado tanto por querer lo que no querían darle, por querer a
quien no la quería, y porque sí, había llorado desde niña reprochándole a la vida, envolviéndolo
todo en su reproche, y todo había nacido de sí misma, por haber sido demasiado rica y colmada de
ternura y amor; de los padres, de otras gentes; por haber vivido en aquellos jardines maravillosos
con la nostalgia siempre de otro lugar más encantado, su Andalucía natal quizá, dejada atrás tan
pronto; por nostalgia de una felicidad perdida y de la que sólo recordaba el perderla, el estarla
perdiendo siempre, por horror de ser juzgada. Y sólo encontraba la calma cuando, a solas en su
cuarto o en el jardín o entre la gente, sentía aquella presencia no sabía de qué; se sentía mirada,
vista desde lo alto, esto es, lo más cerca a la verdad, más libre de interpretación. La filosofía le
había dado muchas cosas; pero la principal, la que nunca podría pagar era todo lo que le había
enseñado a rechazar, a mantener en suspenso, como si no fuera, y hasta a destruir todas las
posibilidades de su vida; eso que algunos de los que la querían más lamentaban; había podido,
hubiera podido hacer varias cosas, a qué enumerarlas, si al fin eran ya ilusorias y formaban parte de
aquella imagen que, como todas las que las gentes se forman de sí mismas, está formada de los
«habría», los «hubiese», los «si no fuera por…». Si no fuera por la filosofía, por aquella tonta
ambición, ella —pensaban algunos que la querían— hubiera sido o hecho esto, aquello, lo otro,
estaría casada por lo menos, y en eso podía ser verdad… Sí, esto que no había dependido
enteramente de ella, como el hacer o el ser. Pero… estaba bien, todo había pasado y ahora sólo le
quedaba este ansia de verdad y de justicia, de vivir adecuadamente a su pobreza íntima, de no
sobrepasarse. Pero esto, irrumpía con toda su fuerza la verdad, esto tampoco era suyo, ni
nacido ahora, eso… estaba ahí. Entraba su padre en la habitación clara, por la luz de la mañana,
de un día de invierno, de claro invierno madrileño, de esa luz que parece venir de la nieve de la
sierra, con el olor de los pinos, del tomillo siempre verde, de la sierra pobre, desnuda, bajo la luz
azul.”

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