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Luigi Pirandello
Cuando hay alguien a mi alrededor, no la miro jamás; pero siento que ella me
observa, me ve, me ve sin quitarme ni un momento de encima sus ojos.
Quisiera hacerle entender, que no es nada; que esté tranquila; que no podía
permitirme con otro este breve acto, que para ella no tiene ninguna importancia y
que para mí, lo es todo. Lo hago cada día al momento oportuno, en el máximo
secreto, con un goce terrible, porque lo saboreo, temblando, con la voluntad de una
divina y consciente locura, que por un momento me libera y me reivindica de todo.
Debía estar seguro (y la seguridad me parecía poder tenerla solamente con ella) de
que este acto que realizo no fuera descubierto. Ya que, si se descubriese, el daño que
vendría, y no sólo para mí, sería incalculable. Sería un hombre acabado. Tal vez me
atraparían, me atarían y me arrastrarían, aterrado hacia un manicomio.
El terror del que todos serían presos si mío acto fuese descubierto lo leo ahora
en los ojos de mi víctima.
Están atados a mi vida, el honor, la libertad, los haberes de innumerable gente
que me asedia del día a la noche para saber mi opinión, mi consejo, mi ayuda; de
otros grandes deberes que me oprimen, públicos y privados: tengo esposa e hijos,
que frecuentemente no saben como deberían ser, y que por tanto tienen la necesidad
de ser controlados continuamente por mi severa autoridad, del ejemplo constante de
mi obediencia inflexible, irreprensible a todas mis obligaciones, una más seria que la
otra, de marido, de padre, de ciudadano, de profesor de derecho, de abogado. ¡Que
problema sería si se descubriera mi secreto!
Mi victima no puede hablar, es cierto. Aún así, en ocasiones no me siento muy
seguro. Me siento consternado e inquieto. Porque, si es cierto que no puede hablar,
me observa, me observa con tales ojos y en estos ojos está claro el terror, que temo
que en cualquier momento, alguien pueda darse cuenta, que este a punto de
encontrar la razón.
Sería, repito, un hombre acabado. El valor del acto que realizo puede ser
estimado y apreciado solamente de aquellos poquísimos, a quienes la vida se les ha
revelado, como en un momento se me ha revelado a mí.
Decirlo y hacerlo entender no es fácil. Intentaré.
Regresaba después de haber estado quince días en Perugia, donde tuve que
estar por cuestiones de mi profesión.
Una de mis obligaciones más grandes es aquello de no advertir el cansancio
que me oprime, el peso enorme de todos los deberes que me he y me han impuesto,
y de no permitirme mínimamente el deseo de un poco de distracción que mi mente
cansada de tanto en tanto reclama. Lo único que me puedo conceder cuando me
vence en demasía el cansancio por un encargo pesado y fastidioso que atiendo de
tiempo, es adjudicarme otro encargo.
En estas condiciones me subí al tren, en la maleta llevaba algunas cartas
nuevas para estudiar. A una primera dificultad encontrada para entender la lectura,
levanté los ojos y mi atención fue llevada a la ventanilla del vagón en el que viajaba.
Miraba hacia fuera pero no veía nada, absorto en aquella dificultad.
Ciertamente no podría decir que no veía nada. Los ojos veían; veían y tal vez
gozaban por cuenta propia la gracia y la suavidad de las sombras que proyectaba la
campaña. Pero yo, cierto, no prestaba atención a aquello que los ojos veían.
Si no que, poco a poco, comenzó a alejarse de mí aquella atención que
prestaba a la dificultad que me ocupaba, sin que por esto, en momentos, me diera
cuenta del espectáculo que ofrecía el campo que pasaba por mis ojos limpio, ligero,
relajante.
No pensaba en aquello que veían mis ojos y no pensé en nada: descansé por
un tiempo incalculable, como en una suspensión vaga y extraña, pero clara y plácida,
airosa. Mi espíritu en un estado casi alienado de los sentidos, en una lejanía infinita,
apenas sobre advertida, quien sabe cómo, con un placer que no parecía suyo, la
sensación de una vida diversa, no suya, pero que podía haber sido suya, no aquí, no
ahora, pero allá, en aquella infinita lejanía, de una vida remota, que tal vez había sido
suya no sabía cómo ni cuando; a la cual se unía el recuerdo indistinto, no de los
hechos, no de los aspectos, sino casi de los deseos venidos antes de nacer, con una
pena de no ser, la penosa sensación de no existir, angustia inútil y dolorosa
comparable a aquella del botón que no llegó a florecer, el tropel de una vida que era
para vivirla allá, en la lejanía donde apenas se manifestaba con pulsaciones y con
rayos de luz, que no habían nacido, en la cual el espíritu, ahora sí, todo entero y
pleno se hubiera reencontrado, aunque sólo para sufrir, no para gozar, sólo para el
sufrimiento verdaderamente suyo.
Poco a poco los ojos se me cerraron, sin que me diera cuenta, y tal vez seguí
en el sueño, el ensueño de aquella vida que no había nacido. Digo tal vez, porque
cuando me desperté ya próximo al arribo, todo somnoliento y con la boca amarga,
acre y árida, me reencontré de golpe con otro ánimo, con un sentido de atroz
pesantez de la vida, en un oscuro, plomizo aturdimiento, en el cual los aspectos de
las cosas más habituales me parecían como vacías de cualquier sentido y además,
que para mis ojos eran de una cruel e insoportable molestia.
Con éste ánimo salí de la estación, subí al auto que me esperaba a la salida, y
me encaminé para regresar a casa.