Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Se me hace
cuento
ePub r1.0
Ariblack 10.05.14
Título original: Se me hace cuento
Marcelo Birmajer, 2014
Me encontraba en el cementerio de
La Tablada. El rabino ya había dicho las
últimas palabras, habían lanzado los
últimos puñados de tierra, los deudos se
alejaban. Yo permanecía meditando
acerca de un chiste que debía entregar
ese mismo anochecer, apenas cerraran
las listas de las PASO. Yo mismo era un
chiste, y mi propia vida tenía menos
realidad que las tumbas que me
rodeaban. Cuando alcé la cabeza, estaba
solo frente a la lápida y la tierra recién
removida. Divisé, a mi derecha, a
Marcos Menke. Era un hombre de unos
ochenta años, y yo lo conocía desde
hacía un cuarto de siglo por lo menos.
Apenas si habíamos intercambiado
palabras en todo ese tiempo. Igual que
yo, había quedado varado en el
cementerio, luego de que los
verdaderamente interesados se retiraran.
Lo conocía desde mis primeras
asistencias a la cinemateca Hebraica,
cuando me había llamado la atención
encontrar a un judío ortodoxo como
Menke en las funciones de El Padrino,
Toro salvaje o Blade Runner. Con el
tiempo llegué a creer que, finalmente,
esas películas eran un Talmud laico, que
discutía una y otra vez la Torá, y la
continuaban. Pero mis únicos
intercambios con Menke eran
preguntarle, o que me preguntara él a mí,
el horario de la próxima película. En
una ocasión, en el 88 u 89, vimos Shoá,
de Lanzmann, en la cinemateca: diez
horas, en las que el único contacto
humano fue, durante el intervalo, un
intercambio de expresiones con Menke:
alzar las cejas. Luego la cinemateca
cerró; y hace unos años reabrió. Ahora
también es teatro. No había vuelto a ver
a Menke por allí. La Tablada era nuestro
verdadero reencuentro; quizás el
penúltimo.
—¿Usted sabe cómo salir de acá? —
le pregunté.
Negó con la cabeza.
—Piense en la última vez que visitó
la tumba de sus padres —lo alenté.
—Mis padres están enterrados en la
Chacarita —me confesó, y agregó—: No
son judíos. Yo me convertí a los treinta
años.
Alcé las cejas como aquella vez que
nos habíamos cruzado en el intervalo de
Shoá.
—¿Usted cumple? —me preguntó.
—Años —repliqué.
—Yo era evangelista —se extendió,
como aliviado, Menke—. En una
ocasión toqué el timbre en un
departamento de la calle Junín, al lado
del que vende pastrón, entre Corrientes
y Sarmiento. Me hicieron subir.
Increíble que me hicieran subir un
domingo a la mañana. Generalmente, la
gente me insultaba por el portero
eléctrico. Si me atendían, era también
por portero eléctrico. Pero Abraham, así
se llamaba mi anfitrión, me convidó con
un té helado, unas masas de maicena y
me invitó a jugar un partido de ajedrez.
Tenía una barba como la que yo tengo
ahora, y quizás la edad que yo tengo
ahora también. Le dije que era del grupo
La palabra de Cristo. Respondió que
mientras no interrumpiera el partido,
podía contarle lo que quisiera. Eso sí: si
él ganaba, yo debía convertirme al
judaísmo.
—¿Y si usted ganaba? —interrumpí.
Creo que hablé porque no pude soportar
la foto de un niño en una de las lápidas.
—Mi premio era haber sido
recibido —explicó Menke—. En fin,
perdí el partido. Acá estoy.
Y acá nos vamos a quedar
finalmente. Pero no hoy. ¿Quién nos va a
sacar de aquí? ¿No hay un faro, un
sherpa?
—No esté tan seguro de que yo me
quedaré aquí —acotó Menke—. Hace
cosa de un mes, tocaron el timbre en mi
casa, en la calle Ecuador. Un domingo.
Era una dama distinguida, evangelista,
por supuesto, que quería acercarme su
propuesta: Esclavas de Cristo
adolescente. La escuché atentamente.
Desde entonces, vive en mi casa.
—Me quedé helado.
—¿También ella se convirtió al
judaísmo? —indagué.
—No. Precisamente antes de que
saliera para el cementerio, me dio un
ultimátum: o me convierto al
evangelismo, o se terminó nuestra
relación. Por eso me vine al cementerio,
a pensar. Si renuncio a mi fe, ya no
podré ser enterrado en este solar. Quién
sabe si no perderé también el mundo
venidero. Pero si renuncio a Lucinda,
este mundo será para mí un cementerio
en vida. No sé qué hacer. Por ahora, no
pienso regresar a casa. Que se la quede.
¿Para qué la quiero ahora sin ella?
Créame, esto no es una casualidad: los
evangelistas sabían perfectamente donde
vivía. Nunca me perdonaron esa
defección. Me buscaron hasta hacerme
pagar.
—¡Ahí está la salida! —grité. Pero
era sólo mí salida. Menke se quedó allí.
Por última vez, una vez más, alzó las
cejas para despedirme.
La promoción