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DANIEL

El profeta Daniel se nos presenta, a través de los relatos de la Sagrada Escritura, como un
hombre sabio, provisto de dones sobrenaturales, entre los cuales están: visiones, sueños,
interpretación de sueños, discernimiento, etc. Pero lo que más debemos resaltar es su amor
por la verdad, que no es otra cosa que amor por el mismo Dios, ya que nuestro Señor
Jesucristo lo afirmó: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Pues bien, éste amor por la
verdad se hace patente en la vida del Profeta, y no sólo de Daniel, sino de todos los profetas
que el Señor elige para hablar a su pueblo, es decir, para que la Verdad se comunique.
Porque no basta únicamente con decir la verdad, sino que debemos dejar que la Verdad se
diga en nosotros. Esto ya nos muestra que no se trata de palabras vacías, sino de una vida
que se deja construir, para que todo el edificio sea una columna tallada, una torre
inexpugnable, un pilar fuerte que nada lo derriba, como lo dice el mismo Señor; una casa
construida sobre roca y no sobre arena; una casa, por tanto, que no se viene abajo aun
cuando aparezcan las tormentas, los huracanes, los terremotos, etc.

Desde este aspecto central, podemos entender un poco la vida del personaje que trataremos
en esta edición: El profeta Daniel. Desde el primer capítulo del libro podemos estimar lo
que significa para nuestro personaje la verdad, se trata de la guarda de una Palabra, de la
Ley de Dios, y por consiguiente la confianza plena en lo que Él quiere y hace. Esto queda
patente, en la manera como él afronta la prueba que le sobreviene cuando el rey de
Babilonia ordena seleccionar algunos israelitas para que sirvan en el palacio real. Dicho
servicio implicaría entrar en contacto con otra cultura en su más alta cúspide, con personas
no pertenecientes al pueblo de Dios, y por ende, paganos, no creyentes en el Dios vivo y
verdadero, único Señor del cielo y la tierra. Lo más fácil sería abandonar el camino trazado
hasta ahora por la verdad de la Ley de Dios y someterse a un yugo que, aunque en
apariencia se mostrara más libre, en realidad sería la mayor esclavitud, es decir, rendirse a
la mentira y el desconocimiento de Dios.

No obstante, ante esta situación, el profeta Daniel se afianza en Dios y pone la vida en
manos de su Creador, que tiene poder para realizar en él muchísimo más de lo que podría
creer y pensar (cf. Ef. 3,20).

De allí que propusiera al jefe de eunucos, a quien el rey encargó de alimentarlos con la
comida de la mesa real, que hiciera una prueba con él y sus tres compañeros israelitas: ellos
no comerían de la ración venida del palacio, sino que se alimentarían sólo de legumbres y
agua durante diez días; de este modo, no faltaron a la ley de Dios ni se contaminaron con
los manjares paganos.
Después del tiempo propuesto, resultó que Daniel y sus compañeros estaban mejor
dispuestos que los demás jóvenes que se habían alimentado de la mesa del rey; además,
Dios les concedió conocimiento profundo de todos los libros del saber. El rey no encontró
en su reino nadie como ellos, por eso los puso a su servicio.

¿Qué enseñanza logramos extraer hasta aquí de la historia del profeta Daniel? Lo que ya
antes mencionamos y que ahora profundizaremos: el amor a la Verdad. Daniel se nos
presenta como aquel que ama la ley de Dios, su Palabra divina; como dice la Sagrada
Escritura “el compendio de tu Palabra es la Verdad” (Sal 118, 16).

Por ende, podemos afirmar sin temor a equivocarnos, que nuestro personaje amaba
realmente la verdad, es decir, a Dios, por que amaba su Palabra.

Dice el Señor: “No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de
Dios”, y esto también lo sabía el pueblo que lo había escuchado de boca de Moisés, por eso
todo el que se apoyaba en esta Palabra, no solamente manifestaba su confianza en Dios,
sino que primordialmente se alimentaba de lo que Dios decía y, por tanto, era sostenido por
Él, de allí que el hombre sólo tiene vida en verdad, cuando acoge la Palabra divina; y
muere, cuando saca de su corazón lo que Dios ha pronunciado sobre él.

Lo anterior nos permite comprender que lo que realiza Daniel es lo propio de todo aquel
que sabe que la vida no depende de sí mismo, sino de Dios; verdad que se confirma
precisamente en la decisión del profeta de no quebrantar la Ley del Señor, absteniéndose de
alimentarse con los manjares de la mesa real. Daniel sabe bien que, aun cuando comiera de
la mesa real y su cuerpo pareciera vivo, en realidad estaría muerto, porque habría
renunciado a la verdad, es decir, a la Palabra de Dios; en cambio, si renunciaba a lo que se
le mostraba como un “manjar de vida”, guardando en su corazón la Palabra de Dios, tendría
vida en abundancia, y por consiguiente, la sabiduría habitaría en él, ya que ésta no viene de
las capacidades humanas o del esplendor de la presencia, es decir, ni de la carne ni de la
sangre
(cf. Jn 1,13), sino que viene de lo alto, en definitiva, de Dios.
Dios da el espíritu de sabiduría a sus amigos, y estos son los que ponen por obra lo que
Dios manda: los que guardan los mandatos del Señor y permanecen en la verdad que Él les
enseña. Así es como el profeta Daniel aparece ante nuestros ojos como aquel que, por el
amor a la verdad que ha recibido por la fe en el único Señor, permanece en la Palabra
comunicada y no se deja llevar por los deleites y ofrecimientos de la mesa de este mundo.
Por eso nuestro Señor Jesucristo nos advertía: “Nadie puede servir a dos señores; porque
aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro.” (Mt 6,24)

Esto mismo enseñará más adelante san Pablo a la comunidad de Corinto: “No podéis beber
de la copa del Señor y de la copa de los demonios. No podéis participar de la mesa del
Señor y de la mesa de los demonios.” (1Co 10, 21)
Ahora bien, este no es el único pasaje en el que podemos captar lo que la vida del profeta
Daniel nos enseña, también hay otro momento que deja claro el amor de este joven profeta
por la verdad. Así, aparece en el relato de la casta Susana; la cual, acusada de adulterio y
sentenciada a muerte por dos ancianos y jueces de Israel (que en realidad eran unos
pervertidos y querían acostarse con la noble dama) estos, al no poder llevar a cabo su
estrategia, inventan una historia que luego les conducirá a la misma sentencia que habían
dado a la joven esposa, ya que el profeta Daniel, siendo un muchacho, se atreve, movido
por el Espíritu de Dios, a manifestar su desacuerdo en el veredicto dado a Susana por el
pueblo, pues todos creyeron en la palabra de los ancianos por su posición de jueces. En
efecto dice Daniel: “no soy responsable de ese homicidio”. Posterior a ello, el pueblo
escucha al profeta interrogando a los dos ancianos, que evidentemente quedan al
descubierto; por ende, se manifiesta la misericordia de Dios y a su vez queda patente la
sabiduría de Daniel, que no se fía de las palabras de los hombres, sino de la Palabra de Dios
que habla en su corazón, como dice el Salmo: “los hombres son unos mentirosos” (Sal
115), mas Dios descubre lo escondido a aquellos que le escuchan y le creen. Daniel, como
profeta, deja que la Verdad hable en él y por medio de él, porque su vida está cimentada en
la verdad, es decir, en la Palabra de Dios.

Este es el verdadero servicio del profeta, no tanto decir cosas verdaderas o decir la verdad,
sino dejar que se comunique la Verdad a los demás a través de él, y por consiguiente, toda
su vida habla, y se dirige a un pueblo muchas veces mal dispuesto para escuchar la verdad.
El que se pone en las manos de Dios sabe, como Daniel, que el Señor lo defiende, Él es su
alcázar en el peligro.

Esto mismo volvió a acontecer en otro momento en la vida del personaje citado cuando, por
no cumplir el decreto real de adorar al rey de los medos y persas como único dios, se vio
acusado por sus enemigos -que lo espiaban para de esta manera deshacerse de él-. Daniel,
sin embargo, permaneció fiel adorando al Señor como sabía que debía hacerlo, y no se
amedrentó por las amenazas; a tal punto llegó este drama que el profeta fue capturado y
echado al pozo de los leones; pero Dios lo protegió, salvándolo de las fauces de los leones
que no hicieron daño alguno a Daniel. Al enterarse el rey de lo ocurrido, además de aplicar
a sus acusadores el mismo castigo que habían propuesto para Daniel, reconoció en el Dios
de Daniel al verdadero Dios, al Dios vivo.
Esto nos muestra la fuerza que acontece en quien vive en la Verdad, en quien vive de Dios.
La fe nos garantiza permanecer en la vida, pero no en la vida pasajera y efímera de este
mundo, sino en la vida que procede de Dios, por eso la vida de Daniel se manifiesta como
vida verdadera, porque permanece aun en medio de los ataques del enemigo, pero para ello
el profeta ha de renunciar al miedo y a la mentira, pues estas son las máscaras que
descubren nuestra falta de fe en Dios.

Nuestra vida como cristianos debe ser verdadera y para que esto acontezca, no podemos
comer de las dos mesas: De la de lo que el mundo nos dice y la de lo que Dios quiere y nos
manifiesta; sólo se puede servir a un señor y, si no es Dios nuestro Señor, vacilaremos ante
cualquier propuesta mundana, mentirosa y vacía. Como hijos de Dios, llenos de su Espíritu:
el Espíritu de la Verdad, no podemos ceder ante el ambiente ambiguo y oscuro que
vivimos, este mundo relativista que nos quiere hacer creer que la verdad es subjetiva,
personal, que nadie la tiene, sino que cada uno puede vivir como quiera y hacer lo que le
parezca sin que nadie pueda juzgarlo como malo. Estas afirmaciones son falsas, porque la
verdad sí existe, es más, la verdad no es una teoría o un pensamiento humano, la Verdad es
una Persona, es Jesucristo; y ya Daniel, sin conocer a nuestro Señor en su Encarnación, lo
dejó hablar, pues el Espíritu de la Verdad habló en su vida. De allí que la vida de este
profeta se pueda calificar como buena porque es verdadera, en cambio el que vive en la
mentira vive una vida mala, una vida carente de sentido.

La respuesta, entonces, para nuestra vida, resulta ser una: AMAR LA VERDAD, y esta se
nos manifiesta como camino de salvación y vida eterna. Pero, para acogerlo, hemos de
renunciar a la vida de mentira que solemos tener, por miedo a perder la vida y quedar mal
ante los demás o por no rechazar los deleites, títulos y alabanzas de este mundo, de allí que
un cristiano que prefiera la vida del mundo se hace enemigo de Dios (cf. St 4,4). Por eso,
nuestro Señor Jesucristo nos muestra al verdadero hombre, por medio de Él, que es la
Palabra eterna, fuimos creados; quien le cree tiene vida eterna, por consiguiente, una vida
verdadera y buena. Esta es la sabiduría más grande, la que nos viene por guardar la Palabra
de Dios y dejar que Ella obre en nosotros, así como lo hizo en el profeta Daniel, pero
sobretodo y más eminentemente en la Virgen María.

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