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MEDUSA

1.

"Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo...", recitas.

El redoble de campanas te alerta, llegas tarde. Vamos, apúrate, quedan lejos los trastos de la cocina y
la harina con la que harás el pan del desayuno.

Es temprano, se escuchan desde tu habitación los gallos del corral y huele a escarcha y a bosta el aire.

Te pedí una vez que no te fueras. Te supliqué esa vez que no te fueras.

Ahora estás sola, el convento es grande y estás sola. La soledad y el olor a escarcha y a bosta es la paz
que buscaste. No te culpo.

Es temprano. Te vistes, te cubres el pelo, te aprietan un poco los zapatos, corres.

Por favor, cuando tengas que correr, ¡corre!

Uno, diez, cien pasos. Cien pasos repitiendo el orden y las cantidades de harina y levadura. No es lo
tuyo. Corres. Entras a la cocina. Te espera Ana con el horno encendido. Te mira Ana. La saludas y te
enfrascas en tu tarea.

¿Recuerdas los horarios de la ciudad? A esta hora, aquí, estarías durmiendo. Pospondrías cinco
minutos la alarma y darías zarpazos entre las telarañas crepusculares en búsqueda de un sueño que
retrase tus obligaciones. Yo te abrazaría, enredaría mi mano a algún elástico de tu ropa y me sumaría,
errante, a tu búsqueda.

Hoy, no. Hoy estás en la cocina, sola. Los pupilos despiertan y tienen hambre. El pan no está listo. El
mate cocido no está listo. Los pupilos, con hambre, caminan, corren.

Alguien grita.

Una serpiente se retuerce en el patio. Cien pasos de adoquines y niños temerosos. Ana no está. Las
otras mujeres no están. Cien pasos de niños solos que agujerean el aire que huele a miedo y a bosta.

Corres.

Cruzas el comedor, el pasillo, sales y ves a los niños. Todos están absortos. Uno, no. Uno, en el suelo,
sostiene fijos los ojos en los ojos de la serpiente. Lo ves arrastrarse como puede, la cola en el suelo y
los ojos en la serpiente. Corres entre los niños y te acercas. El animal es ya una rosca, una espiral, un
capullo hendido cuyo centro es una criatura henchida de terror y veneno.

La enfrentas, la azuzas. El niño escapa y quedas sola, sola frente a la serpiente, sola frente a tu
destino. No corres. Sus ojos te hipnotizan y te quedas inmóvil, inerte.
Una mujer grita, el resto es silencio, tu rostro empalidece y te desplomas como quien arroja piedras de
molino de asno en el fondo del agua, en lo profundo del mar. El aire con olor a bosta se detiene. La
serpiente te mordió en la pierna.

Cien pasos. Cien pasos a rastras y no dejas de convulsionar.

2.

La habitación es conocida. Sudas. Te agobia la fiebre. Sientes una compresión en el estómago y una
extraña acumulación de aire te infla el pecho.

Exhalas.

No puedes mover los brazos. No puedes gritar.

Por mucho que te lo haya pedido, no puedes correr.

Estás en la cama. Quisieras estar sola, en silencio, abrazada a mí y dejándome enredar las manos en
los elásticos de tu ropa. Pero no es así. No estás sola. No son mis manos las que se enredan. No es mi
cuerpo el que te comprime y el que te inmoviliza. El hombre no te mira, no se detiene, no te habla.
Una, seis, siete veces. Setenta veces siete. Conoces su cara, su nombre. No puedes gritar. No puedes
correr. Setenta veces siete y no puedes hacer nada. Ahora es él el que convulsiona.

Ana ingresa. Ves al hombre incorporarse. Lo ves vestirse y salir. Desde la puerta dibuja una cruz y te
bendice.

Reptas en la cama como antes había reptado el niño que, hurgando la hierba, se encontró con la
serpiente. Eres el niño. Sin embargo, nadie te ayuda.

Te pedí que no te fueras. Te pedí que no dejaras de correr. Ahora te suplico que grites, que te quites el
olor a incienso y que escupas el sabor a vino de misa que se te impregnó en la piel y en los labios y
que te impide reconocerte.

Intentas mover las piernas y no puedes. Quisieras correr. Emites un balbuceo que se convierte en
quejido y el quejido, en grito. Pones voz a lo que te hicieron. Setenta veces siete. Pones nombre al que
te lo hizo. Ana te mira, se enfada, te golpea. "Ramera", te grita. "Mentirosa", te escupe. Quieres
repetir el nombre y te silencia una bofetada.

Te arrepientes de haber obedecido. Te resuenan, en el oído, los insultos de tu madre. Ahora estás sola.
O, lo que es aún peor, estás con ellos.

Quieres levantarte. La herida sangra debajo de la venda y Ana te retiene. Consigues empujarla,
zafarte, quitártela de encima. Te arrastras.

Vamos, apúrate, él ya viene.

Cruzas una puerta, ves el pasillo y una escalera. Cien pasos. Cien largos pasos que debes hacer a
rastras antes de que él te alcance. Lo escuchas. Una puerta se abre. Te apresuras. La oscuridad es lo
único que consigues distinguir claramente. Te cortarías la pierna si pudieras. Te la arrancarías si
estuvieras completamente segura de que ese dolor llegaría a su fin. Pero no puedes. La pierna
entumecida te obliga a arrastrarte y temes que te alcancen los pasos. Te dejas caer por las escaleras.
Ves la puerta principal. Ves el patio. Hueles el aire y presientes la escarcha. Es de noche y todos
duermen. Yo no duermo. Yo no dejo de extrañarte. Te hablaron de lo espurio. Te machacaron con
Dios y con la Biblia. “Dos mujeres no pueden amarse”, te dijeron. Te convencieron y te internaron.
Ahora estás en el patio del convento, sobre los adoquines fríos y la luna cubierta por sombras que te
ocultan la cara. Ana te grita. El padre te grita. Te escondes en la hierba, fría mojada.

A tientas, buscas una piedra.

Tocas algo blanduzco, tibio. Es la serpiente decapitada.

El padre se acerca. La maleza y la oscuridad dejan de ocultarte. Sudas. Se acerca. Va a tocarte. Va a


comprimirte el estómago y setenta veces siete te hará aquella cosa horrible por la que escapaste. Solo
sabes que no quieres, que te aterra.

Busca, a tientas, sobre la tierra. Va a agarrarte. ¡Vamos! ¡Escapa! Te retuerces, te sostiene las piernas.
¡Vamos, busca! Va a tocarte. Setenta veces siete. Setenta veces siete y volverás a estar sucia. Intenta
levantarte. Busca en la tierra. A tientas. ¡Vamos! Tierra, tierra, pasto, tierra, un adoquín. ¡Un adoquín
que alcanzas a sostener con un espasmo de la mano y con el que lo golpeas en la cabeza! Y cae. Y
caes. Y vuelves a golpearlo porque sabés que volverá a tocarte, porque estás segura de que ha tocado
ya a otras y de que volverá a tocarlas para siempre. Setenta veces siete. Lo golpeas. Setenta veces
siete. Un adoquín. Otro. Otro. Todos a la cabeza. No sabes de dónde salen tantos adoquines y tanta
fuerza. Solo lo golpeas, lo golpeas, hasta que lo ves convertido en sangre y en piedra.

3.

Un redoble de campanas te alerta. Te habías dormido sobre el pasto, con el cabello enmarañado de
barro, con olor a escarcha y con restos de una serpiente muerta.

"Dios te salve, Medusa, llena eres de gracia..."

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