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DESCONOCIDOS
ANTOLOGÍA
2
de horror
EVELIO GÓMEZ
FELIPE WEFFER
JAIR GAUNA QUIROZ
PEDRO HERNÁNDEZ
ILUSTRACIONES POR
PILAR SALGADO
PEDRO HERNÁNDEZ
ENEMIGOS DESCONOCIDOS 2
ENEMIGOS DESCONOCIDOS 2
©Ana Cecilia García
©Evelio Gómez
©Felipe Weffer
©Jair Gauna Quiroz
©Pedro Hernández
©De esta edición:
Ediciones Palíndromus C.A.
Maracaibo, Venezuela
2018, Todos los derechos reservados
sólo tendríamos que esperar al siguiente día para sanar sus heridas. Pero
mi esperanza se vio rota cuando la cabra negra embistió uno de los
maderos de la empalizada y salió volando por los aires hacia el otro lado,
internándose en la espesura del bosque.
¿Qué diría tío Efraín si escapaba una cabeza de caprino? ¿Mi padre
tendría que pagar por mis acciones o me vería forzado a trabajar para él
hasta enmendar la pérdida? Mis pensamientos bailaban con rapidez
mientras me vestía apresurado; sólo necesitaba mis zapatos deportivos y
una cuerda larga para atarla al animal. Luego que atravesé el cerco,
enderecé el madero golpeado y con ayuda de una linterna muy débil,
intenté abrirme paso entre los árboles. Como les había dicho, era una
noche sin luna, y las estrellas estaban ocultas tras nubes tan negras
como el cielo nocturno. Con dificultad, subí el primer cerro, tropezaba con
ramas afiladas que me alcanzaban como miles de manos deseosas por
atraparme. No me atrevía a mirar hacia enfrente, sólo iluminaba el suelo
para anticipar mis pasos, y aunque comenzaba a arrepentirme de estar
allí, enseguida escuché el balido de la cabra negra y reanudé mi marcha
hacia lo alto del cerro.
Entonces reparé en que nunca había visto el otro lado del cerro, que mi
curiosidad se limitaba a caminar las calles de Punto Fijo y espiar a mi tío
mientras veía películas para adultos. Desconocía que había algo más allá
de esos montes. El balido regresó a mis oídos, y enseguida escuché una
multitud de chillidos agudos. Pude ver la luz de una fogata y sombras
danzando a su alrededor, mientras la cabra negra parecía acercarse más
a ellas y al fuego. «Rey Júpiter, de lo alto y de lo bajo, escucha nuestro
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NEFASTO
ción.
Llegamos a un pequeño puerto del que llaman El Nuevo Mundo, muy
antiguo. Ya otros camaradas del mar nos habían advertido de los
extraños de esa zona, Puerto de la Vela, colonia española, basura que
ni los franceses y británicos quisieron pisar. Nos extrañó que a nuestro
arribo no fuésemos recibidos por turbas envueltas en pánico. Era todo
silencio, como si cada habitante hubiese huido, sin dejar más que
algunos vestigios de su presencia. Decidimos pues, acampar en dicho
sitio, casi al borde de la playa para salir muy de madrugada a la
pequeña provincia de Coro, ciudad más cercana. Graso error, ya la
presencia de “eso” nos contemplaba vengativo desde el aire. No fue
sino hasta pasada la medianoche cuando un silbido profundo, casi
gutural resonaba desde el cielo. Alguien grito «¡hacia el sur! ¡Viene del
sur!» Y en ese mismo instante, el pobre desgraciado que lo afirmó fue
elevado súbitamente a la atmósfera para ser despedazado ante
nuestra mirada atónita. La confusión nos embargó y algunos salieron
corriendo despavoridos, otros absurdamente se lanzaban al mar
mientras el resto imploraba en oraciones ininteligibles, di la orden de
recoger algunas carabinas de manera nerviosa para regresar a nuestra
embarcación lo más rápido posible. Justo cuando alzábamos velas
esta “presencia”, ese “ente” que ahora nos sumergía en la miseria del
horror, tal cual como lo habíamos hecho nosotros en otras latitudes
destruyó cual sortilegio maldito gran parte de nuestros mástiles y de
estribor. Ante la desesperación del no saber que sucedía algunos
imploraron misericordia divina, otro solo lloraban. Un paralizante es-
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LA SILLA
los vecinos fingían no ver la silla, mucho menos al niño. Pidió a los
vecinos pasar al patio, diciendo que algo nuestro había caído hasta
allá, pero que justo al señalar, preguntando por esa escena que tanto le
intrigaba, fue tachado de demente y se le pidió irse.
Sin embargo, Néstor no parecía abandonar su obsesión, y en las
noches lo descubría viendo hacia el patio, donde sabía con seguridad
que estaría repitiéndose la escena antes descrita. Mi preocupación
aumentaba cada vez más y por ello, pregunté a los otros inquilinos
sobre la casa de al lado, pero ninguno conocía a los vecinos. Entonces
aproveché que una mañana regresábamos juntos de hacer compras e
interrogamos a la propietaria, una mujer excéntrica que una vez nos
ofreció leernos el Tarot. Nos dijo: «pues, en esa casa había un niño,
pero de eso hace mucho tiempo. Acompañé a mi hija a Maracaibo por
sus estudios y cuando regresé, no lo volví a ver», «¿cómo se llamaba?»
pregunté solo por curiosidad. Luego de decir varios nombres y
descartarlos todos, nos reveló que se llamaba Rómulo, «yo también lo
he visto, por eso dejé de ocupar la planta alta de esta casa y le hice una
limpieza a los vecinos. Pero no les digan nada porque pedirán sus
reales de vuelta». Su forma jocosa de cerrar la conversación elevó la
intriga, pero devolvimos una sonrisa tímida para no ser descorteses.
Con el paso de los días, Néstor gastaba parte de su tiempo de trabajo
haciendo investigaciones paranormales, imprimiendo páginas sueltas
de libros esotéricos y dibujos. Ahora nuestro gato se le unía a la
medianoche para observar el ritual del niño y la silla, hasta que durante
la luna llena de mayo grité «¡RÓMULO!» y el niño se detuvo en seco,
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ALGO OCURRIÓ EN EL
MANICOMIO DE PUEBLO NUEVO
lientes jornadas de trabajo, en las cuales, por cierto, nunca vivió nada
extraordinario, ya que, además, era una persona para nada
supersticiosa.
La narración de Antonio inicia cuando decidió aceptar el trabajo como
vigilante en el sanatorio mental de Pueblo Nuevo, labor que no le
pareció para nada un martirio después de haber ejercido en oficios
mucho más pesados. En aquella época el manicomio contaba con
muchos pacientes, y las enfermeras junto al resto del personal se
negaban a dormir dentro de la institución debido a que en los últimos
tiempos, durante la noche cuando dejaban encerrados a los pacientes
en el pabellón donde dormían, solía escaparse alguno y ocasionar
problemas, cosa que era una gran responsabilidad para quien
estuviera encargado, por tal motivo el director del sanatorio mental
decidió contratar a un vigilante para cuidar el orden del lugar durante
las noches.
Antonio sabía que su trabajo ahí era sencillo, debía trabajar en horario
nocturno desde las 9 pm hasta las 6 am, y lo que debía hacer era
simplemente quedarse dentro de la institución, sentado tras un
mostrador colocado a unos metros del pasillo que llevaba a los dos
pabellones principales del plantel, el de la derecha que daba hacia el
comedor, y el otro, donde se ubicaba un cuarto inmenso en el cual
dormían los enfermos, algunos amarrados a sus camas y otros no. Si
Antonio escuchaba algún ruido anormal, debía asomarse al pabellón
donde dormían los pacientes y asegurarse de que éstos se encontraran
en calma, pero por ningún motivo debía abrir la puerta, salvo que fuese
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das. Corrió más fuerte dejando atrás la radio. Sintió que “eso” le
perseguía, pero no se atrevía a mirar atrás. Llegó a la puerta y salió
como pudo, dejando solo el lugar por lo que restaba de jornada.
No pasó más de una semana desde aquel incidente cuando sin más
aviso se cerró el manicomio de Pueblo Nuevo y los enfermos fueron
trasladados al recién construido hospital psiquiátrico de la ciudad de
Coro. Los años hicieron que rápidamente se olvidaran aquellas viejas
instalaciones, y lo que se sabe es que el sanatorio mental cerró por las
malas condiciones en las cuales estaban, especialmente porque una
de esas noches dos pacientes amanecieron muertos, con los ojos
arrancados de sus rostros, parecían haber sido asesinados por otros
enfermos que sufrían de ataques psicóticos. Sin embargo, algunas
personas que conocieron a Antonio, comentan la experiencia que él
tuvo aquella noche cuando algo ocurrió en el sanatorio mental de
Pueblo Nuevo.
Antonio fue encontrado ahorcado muchos años después de aquel
incidente, y aquella historia que llegó a contar muchos la consideran
una leyenda inventada por él, un solitario sin familia que tuvo la
desdicha de vivir confinado en un aislado pueblo de Paraguaná.
Pedro Hernández, Ojos | 40
ojos
hubiese nacido en Coro sabría qué tal hecho era imposible. Junto con
ese fenómeno comenzaron a escucharse de forma casi inaudible un
arrastrar de pies y movimientos bruscos, choques contra paredes y un
olor a naranjas podridas que inundaba todas las calles cercanas.
Olvidando el dolor en su cuerpo, Kaira se irguió en el techo de la
catedral y se preparó para recibir lo que le seguía. Entre la bruma solo
se divisaban unos ojos rojos, asemejados a brazas de carbón en medio
de una oscuridad total, unas brazas móviles y con un brillo malvado,
casi demoníaco.
Kaira apuntó durante un segundo y calculó la distancia de los ojos más
cercanos, un sonido seco igual que un hueso roto, llenó la calle y por un
instante, la niebla se tornó rojiza. Los ojos desaparecieron como si
hubieran sido fundidos, el resto de aquellos ojos se detuvieron un
segundo y como una descarga eléctrica iniciaron un desplazamiento
más rápido y enloquecido hacia la causante del disparo.
Como el vómito salido de una enorme boca, la masa de criaturas
emergió de la niebla, impulsadas hasta la catedral, donde comenzaron
a acumularse y subir unos sobre otros para llegar a lo alto. Los primeros
seres quedaron retorcidos y aplastados contra el piso duro, igual
sucedió con los siguientes. Un río de fluidos oscuros y viseras comenzó
a manar de aquel muro viviente, en pocos segundos se fueron apilando
las criaturas y las últimas lograron llegar hasta el techo.
La asesina de ojos café apuntó de manera descarada y casi sin
preocuparse de fallar a la cabeza de los primeros que se asomaron ante
ella, cada disparo era un blanco hecho pedazos, respirando de manera
Pedro Hernández, Ojos | 42
pausada analizó que su vida valía menos que un billete de cien. Las dos
granadas que le quedaban volaron hasta los cuerpos nacientes y
cubiertos de fragmentos y líquidos de otros cuerpos. La detonación
llenó toda aquella zona de la ciudad, trozos de carne, huesos y piedra
cubrieron el ambiente.
Durante la explosión, los ojos rojos palidecieron y se apagaron, para
después encenderse con más ímpetu. Kaira aprovechó para saltar por
el agujero abierto en el techo, hasta el centro de la catedral. Dos de las
criaturas la siguieron en su caída, y sin importar que sus piernas se
reventaron al caer, se arrastraron en pos de ella. La PP9 ladró su
canción y varias criaturas cayeron para formar parte del caos. La
asesina corrió hasta la sacristía y bloqueó la puerta con una imagen
hecha en metal.
La asesina de ojos café sopesó la situación y nada bueno se pintaba, los
golpes afuera se hacían cada vez más fuertes y contundentes, con toda
seguridad derribarían la puerta y la destrozarían en un santiamén. Solo
le quedaba un cargador, doce disparos para ser más exactos, la linda
cantidad de veinticuatro ojos reventados o solo dos; los de ella. No lo
pensó y metió el cañón de su arma en la boca, toda la adrenalina fluyó
para poder apretar el gatillo. Apretó los ojos y se dejó llevar.
Cuando el dedo se curvó, logró escuchar una canción de muerte, una
canción que solo las balas cantaban, una canción del resto de su grupo
de asesinos.
Felipe Weffer, La trocha de Jadacaquiva | 44
LA TROCHA DE JADACAQUIVA
No podía quejarme, la noche era ideal para cazar al menos una docena de
conejos. La luna en todo su esplendor emanaba suficiente luz como para
que toda la trocha estuviese iluminada, ese camino de tierra al que no
llegaba ningún rayo de luz de este pueblo. Se notaba también que
acababa de terminar un largo período de lluvia para las vísperas de mi
regreso, ya que los grillos se escuchaban entre todo el matorral, y todo el
llano que en algún momento podía verse a ambos lados de esa trocha,
hoy era una espesa y densa pared de vegetación, pasto y algunos
cardones que no dejaban ver ni siquiera un metro a través de ellos.
No había pasado más de media hora en mi caminata, cuando ya estaba
bastante lejos del pueblo, lo suficiente como para dejar incluso de percibir
cualquier rastro de civilización, caminaba yo por la trocha con la escopeta
aún al hombro mientras detallaba el escaso paisaje que invitaba a mirar
hacia adelante, puesto que hacia los lados era imposible con tanto
monte. En eso, me pareció curioso darme cuenta de que ya no existía
aquel maizal que tenía una de esas pocas familias acomodadas de
Jadacaquiva cerca de esa trocha, el cual, de hecho, era casi tan inmenso,
que limitaba justo al borde entre este camino y la llanura que daba al sur
del mismo. Por lo visto, se había dejado perder, ya que, hacia ese lugar,
como antes dije, solo era posible ver una densa vegetación que era muy
alta, tan alta incluso que no podía ver por encima de ella.
Recordaba entonces mientras caminaba, que muchas veces nos
metíamos en ese maizal a robarnos los jojotos que veíamos y nos
escondíamos entre las mismas matas cuando el viejo que lo cuidaba nos
veía. Me parecía increíble que ya nada de eso existiera, y más aún, que el
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terreno estuviera tan abandonado, al extremo tal que no había ahí nada
más que mala hierba.
Cuando ya me acercaba al final de la trocha, logré ver un conejo a lo lejos,
me emocioné de ver aquel animal después de tanto tiempo, así que
cargué mi escopeta y lo encandilé con el faro para que se quedara inmóvil
y fuera una presa fácil. Caminé lentamente para posicionarme mejor,
escuchaba mientras tanto a los insectos alrededor del pasto, una suave
brisa agitaba cada hoja de ese matorral, todo esto era para mi un viaje en
el tiempo. Apunté al animal justo al torso y disparé.
Fue sin duda un disparo certero, mi puntería, al igual que en aquellos
años, seguía siendo excepcional, así que sin mucha preocupación caminé
hasta donde debía estar el cadáver de mi presa. Me desconcertó en ese
momento que, a unos siete u ocho metros de llegar, el conejo no se
encontraba en donde suponía debía estar, sin embargo, la marca de los
perdigones dibujaba un ovalo perfecto en la tierra, donde justo en medio
debía estar el animal.
Me rasqué la cabeza y busqué el sentido lógico a la cuestión, pero cuando
disponía a dar por hecho que, por alguna razón, había confundido un
nosequé con un conejo, escuché entre el espeso monte que tenía justo al
lado un sonido familiar… No podía entender qué era: escuchaba a cierta
distancia las voces de un tumulto de personas, voces que sin duda eran de
niños y mujeres, las cuales parecían caminar en dirección a mí, pues cada
vez eran más nítidas, sin embargo, los diálogos eran tan borrosos que no
podía distinguir que decían, pero estaba seguro de que eran mujeres y
algunos niños riendo.
Felipe Weffer, La trocha de Jadacaquiva | 48
mejor este relato, vale la pena mencionar que dentro del mismo baúl
encontré un sobre de mi tío dirigido a este señor, el cual
aparentemente nunca fue enviado a su destino. Dentro de él se
encontraba un recorte de periódico de 1966.
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EPÍLOGO
son como “el vómito salido de una enorme boca”, pero basta con que
sean enemigos deformes y desconocidos para tener ante nosotros una
historia llena de acción y sacrificio.
El relato epistolar vuelve a aparecer, y es que La trocha de Jadacaquiva
de Felipe Weffer es una carta de Raúl Palacios, quien escribe al tío del
narrador en la introducción del cuento. Raúl nos sumerge en un
camino inhóspito cercano a un poblado precario, dándonos la
sensación de pueblo fantasma que ocurre en algunas obras de Juan
Rulfo. Al igual que en el imaginario mexicano que emplea Rulfo para
crear su historia, en este caso, el autor alude al imaginario venezolano
que también está lleno de aparecidos. En ambos sistemas de
creencias, que tienen como punto común la fe católica, se piensa en los
espíritus como malévolos o benevolentes, pero ante todo, almas
inmortales a las que debe temerse, y con las que ningún mortal
quisiera encontrarse. Los elementos psicológicos también tienen
cabida en este relato: el conejo que desaparece tras ser disparado
puede pensarse como metáfora de la inmortalidad del alma en pena.
Sin embargo, nuestro protagonista intentará dar una explicación
científica a todos los fenómenos sobrenaturales que le acontecen en la
soledad, y para satisfacción del lector, encontramos que hay muerte
detrás de las voces inusuales que se escuchan donde estuvo el maizal,
pero esta es una explicación incompleta que no descifra totalmente a
nuestros enemigos desconocidos.