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ENEMIGOS

DESCONOCIDOS
ANTOLOGÍA
2
de horror

ANA CECILIA GARCÍA

EVELIO GÓMEZ
FELIPE WEFFER
JAIR GAUNA QUIROZ

PEDRO HERNÁNDEZ

ILUSTRACIONES POR
PILAR SALGADO
PEDRO HERNÁNDEZ
ENEMIGOS DESCONOCIDOS 2
ENEMIGOS DESCONOCIDOS 2
©Ana Cecilia García
©Evelio Gómez
©Felipe Weffer
©Jair Gauna Quiroz
©Pedro Hernández
©De esta edición:
Ediciones Palíndromus C.A.
Maracaibo, Venezuela
2018, Todos los derechos reservados

DISEÑO DE TAPA E INTERIOR


Jair Gauna Quiroz
ILUSTRACIONES
Pedro Hernández | Pilar Salgado
REVISIÓN DE TEXTOS
Jorge Morales Corona
COORDINACIÓN GENERAL
José María Sebastiani

Queda prohibida, salvo excepción prevista


en la ley, cualquier forma de reproducción,
distribución, comunicación pública y
transformación de esta obra sin contar con
la autorización de los titulares de la
propiedad intelectual. La infracción de los
derechos mencionados puede ser
constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual.
Esta antología contiene 7 relatos de horror que pertenecen al proyecto
Enemigos Desconocidos 2, una experiencia audiovisual que combinó
la creación literaria de: Ana Cecilia García, Evelio Gómez, Felipe Weffer,
Jair Gauna Quiroz y Pedro Hernández; la proyección visual de
ilustraciones de: Pedro Hernández y Pilar Salgado; y música de Kevin
McClure. El evento se llevó a cabo el viernes 25 de mayo de 2018 a las
5:30 pm GTM-04:00 en Pueblerinos Café, dentro del Museo de Arte
Coro, en la ciudad de Coro, estado Falcón, Venezuela.
AGRADECIMIENTOS

A Pueblerinos Café, por apoyar nuestra iniciativa


y ceder tan hermosos espacios,
Al Museo de Arte Coro, por estar siempre del lado
de la literatura y la cultura,
A Rosa Guevara y Camerún, por la colaboración de
equipos audiovisuales,
A Jorge Morales Corona, editor amigo y quien ayudó a
convertir este proyecto en una publicación digital,
A Samuel Bracho, nuestro DJ del evento.
7 | Enemigos desconocidos 2

UNO CON EL FUEGO

Mis hermanos me obligaban a estar con ellos en la sala, y allí


esperábamos que papá se sentara con nosotros, a veces con una
cerveza en la mano y un libro en la otra, mientras que en otras
oportunidades parecía tener la historia escrita en su mente, y poco a
poco se dedicaba a desenvolver la narración que más tarde nos
mantendría despiertos. Ese era nuestro rito durante las vacaciones en
La Chapa, donde había una casa a cada cien metros y el alumbrado de
las calles fallaba, dejando que los animales de nuestra finca
deambularan en la oscuridad.
Hijos, esta noche les contaré sobre algo que me ocurrió cuando tenía doce
años. Su tío-abuelo Efraín tenía en ese entonces una finca cerca de
Machuruca, donde pasábamos la noche para ir a Pueblo Nuevo durante
el día. En esa casucha de barro, rodeada por árboles, yo pasaba casi toda
la velada solo, porque no tenía hermanos que me hicieran compañía. Mi
tío se divertía en algún bar en Santa Ana y regresaba cuando ya estaba
dormido, −papá se calló por un segundo y sorbió un poco de su cerveza,
no tenía libro, así que en su rostro se notaba el esfuerzo por ordenar los
sucesos−… una noche más oscura de lo usual, sin luna ni postes que
mostraran el sendero a casa. Yo me mantuve despierto viendo televisión
en el sofá de la sala. El espacio era mucho más pequeño que este, y el
televisor culón reposaba sobre un mueble diminuto, justo al lado de la
9 | Enemigos desconocidos 2

única ventana que daba hacia la carretera. Estaba habituado a la


soledad, además era un niño al que nunca le contaban cuentos ni
supercherías (como las llama el abuelo), así que desde el mueble veía los
árboles y el cielo nocturno sin temor alguno.
El reloj de pared mostraba diez para las doce, y asombrosamente el sueño
aún no llegaba, tampoco tío Efraín. Me dio un poco de sed y me levanté a
tomar agua. Entonces comencé a notar que no había brisa y de repente
sentí que era vigilado. Salí de la sala hacia el corredor, en dirección a la
cocina, y me percaté que aún la puerta hacia el patio estaba abierta,
dejándome ver sólo oscuridad, donde había árboles y cerros. Un quejido
me sorprendió mientras intentaba ver más allá de la cerca de alambre de
púas. Era un lamento fantasmal que me arrancó el aliento, y estuve
tratando de tomar respiración por unos segundos, aunque el aire se
ahogaba en el fondo de mi garganta causándome una desesperación
terrible. Volví la mirada hacia la puerta del patio y entonces supe de
dónde provenía el ruido que parecía humano.
- No quiero que estén más tarde: mami queremos dormir contigo. - Isabel,
ya comienzas, ¿no ves que no los tengo amarrados? A ellos les gusta
espantarse. Respondió papá a la interrupción de mi madre, pero
enseguida continuó mientras buscaba comodidad en su asiento.
En el pasado me lo habían advertido pero no había creído ni una palabra,
sino hasta ese momento. Una de las cabras negras de mi tío, la más
fornida y violenta, intentaba escapar entre las líneas de alambre de púas,
y su balido ronco sonaba como el grito de un alma humana. La existencia
del cerco me consolaba. Sabía que pronto el animal cesaría sus intentos y
Jair Gauna Quiroz, Uno con el fuego | 10

sólo tendríamos que esperar al siguiente día para sanar sus heridas. Pero
mi esperanza se vio rota cuando la cabra negra embistió uno de los
maderos de la empalizada y salió volando por los aires hacia el otro lado,
internándose en la espesura del bosque.
¿Qué diría tío Efraín si escapaba una cabeza de caprino? ¿Mi padre
tendría que pagar por mis acciones o me vería forzado a trabajar para él
hasta enmendar la pérdida? Mis pensamientos bailaban con rapidez
mientras me vestía apresurado; sólo necesitaba mis zapatos deportivos y
una cuerda larga para atarla al animal. Luego que atravesé el cerco,
enderecé el madero golpeado y con ayuda de una linterna muy débil,
intenté abrirme paso entre los árboles. Como les había dicho, era una
noche sin luna, y las estrellas estaban ocultas tras nubes tan negras
como el cielo nocturno. Con dificultad, subí el primer cerro, tropezaba con
ramas afiladas que me alcanzaban como miles de manos deseosas por
atraparme. No me atrevía a mirar hacia enfrente, sólo iluminaba el suelo
para anticipar mis pasos, y aunque comenzaba a arrepentirme de estar
allí, enseguida escuché el balido de la cabra negra y reanudé mi marcha
hacia lo alto del cerro.
Entonces reparé en que nunca había visto el otro lado del cerro, que mi
curiosidad se limitaba a caminar las calles de Punto Fijo y espiar a mi tío
mientras veía películas para adultos. Desconocía que había algo más allá
de esos montes. El balido regresó a mis oídos, y enseguida escuché una
multitud de chillidos agudos. Pude ver la luz de una fogata y sombras
danzando a su alrededor, mientras la cabra negra parecía acercarse más
a ellas y al fuego. «Rey Júpiter, de lo alto y de lo bajo, escucha nuestro
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llamado, somos tus escogidas» repetían incesantemente. Me acerqué


más y noté que eran mujeres desnudas que gritaban y movían sus
cuerpos sin pudor alguno. Era la primera vez que veía mujeres sin ropa, a
excepción de películas y revistas, así que se me hizo imposible desviar la
mirada −Mis hermanos se miraron con picardía, yo no entendí el
porqué, un sorbo más de cerveza y papá prosiguió−:
Empezaron a sonar tambores que provenían del cielo, las voces de las
brujas se hacían graves, como de hombres viejos, y luego volvían a ser
como eran antes. La cabra negra no apartaba sus ojos del fuego.
«Sacrificio» le imploró una de las mujeres más jóvenes y la cabra se
acercó más a las llamas. «¡Sacrificio!» repitieron todas y el fuego se avivó
repentinamente, sin haber arrojado leña ni agua. Los tambores
aceleraban el ritmo, la fogata danzaba con impaciencia, sentí que una
voz oscura, proveniente de las raíces de los árboles, llamaba mi nombre.
De inmediato supe que debía desnudarme y ser uno con el fuego.
Una mano fuerte y olorosa a cerveza cubrió mi boca, quise morderla y
gritar con todas mis fuerzas, pero en medio de la oscuridad escuché la voz
de tío Efraín, quien me dijo, «ya, ya, no hagas ruido, vamos a casa a
dormir». «Tío, ¿qué pasará con nuestra cabra?» «¿Cuál cabra? Sólo veo
brujas perdiendo su tiempo en bailes ridículos». No insistí, mi tío era un
hombre escéptico, así que volvimos a la finca y nunca más volví a
desvelarme en esa casa. Cerraba la puerta del patio apenas caía el sol y
dormía temprano, sin despertarme siquiera con los ruidos que hacía mi
tío en las madrugadas.
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NEFASTO

El oficio de sepulturero le impedía percibir sensaciones que no


estuvieran relacionadas a la muerte. El cementerio de Coro tiene un
aura de espiritualidad malévola, definitivamente es un lugar donde los
muertos no descansan en paz. Desde que las circunstancias lo
condujeron a trabajar ahí, Nefasto desechó su nombre de nacimiento
por éste, pseudónimo con el cual se sentía más identificado. En un día
de labores cotidianas, se acercó a él una muchacha de aspecto dulce,
que, al primer contacto visual, Nefasto quedó fuera de sí. Su nombre
era Jacinda, morena, de curvas poco pronunciadas pero de facciones
cercanas a la de los ángeles. El motivo de su visita era porque su
abuelo, en estado terminal, ya estaba próximo a la muerte. Con voz
afligida preguntó a Nefasto:
­ A mi abuelo ya le resta poco tiempo para morir y me veo en la
necesidad de preguntarle a usted, cuánto costaría abrir una fosa
para enterrar sus huesos.
Nefasto, todavía maravillado por aquella silueta de ángel en carne y
hueso, se resumió a responder:
­ 30.000 bs.
Jacinda, de acuerdo con el precio, quedó con Nefasto en pagar la mitad
del monto y el día del entierro, liquidaría la deuda.
Tres días largos y agudos transcurrieron, hasta que llegó el abuelo
Ana Cecilia García, Nefasto | 14

muerto en una Bronco. Entre el tumulto de gente, Nefasto esperaba a


Jacinda; no por el dinero, sino para verla y poder saciar las ansías que
tenía de ella.
Entre el dolor del sepulto y los llantos, Jacinda pudo notar que Nefasto
la miraba con ojos de águila, fijos en ella. Sintió repulsión, no solo por
cómo era observada, sino por cómo él articulaba sus labios. Quiso irse
al finalizar todo, pero Nefasto estaba seguro que no la iba a dejar
escapar. Al salir, la sujetó del brazo y la atrajo con la excusa de que
pagara lo que debía, y ella, un tanto asustada, lo siguió hasta la oficina
que se encontraba en la entrada del cementerio. Temblorosa, Jacinda
dejó el dinero en un escritorio sarroso y quiso salir enseguida, pero
Nefasto, envilecido por el veneno que le producía la obsesión, la tomó
de nuevo y susurró a su oído:
­ Iré a buscarte esta noche.
Jacinda controló sus náuseas y logró salir de la oficina sin dar respuesta
alguna. Llegó a casa conmocionada, no solo por el dolor que producía
la reciente muerte, sino principalmente por Nefasto. ¿Porqué dijo
eso?, ¿Qué significado tenía todo lo que ocurrió? ¿Por qué ella? Sumida
en el insomnio, sintió que alguien tocó su puerta. Aún indecisa,
resolvió abrir, pero más allá del umbral no había más que una
sensación macabra aguardando en la penumbra. Al retroceder para
cerrar sintió a Nefasto detrás de ella. El instante de oscuridad que
siguió fue extinguido por una luz: Jacinda estaba en el cementerio.
Él la miraba deslizarse. Nefasto miraba cómo ella se deslizaba por
callejones mugrosos imitando la forma astringente de las serpientes.
Ana Cecilia García, Nefasto | 16

Jacinda… Jacinda veía con horror cómo Nefasto la manipulaba igual


que a un títere. Él de pie, impávido, la miraba con el asombro de que los
hilos invisibles de sus dedos eran ajenos a ambos. La veía con una
ternura que daba lástima. Jacinda era repudio exacerbado,
inconsciente de percepción mas no de mente; veía desde el suelo el
control que Nefasto ejercía sobre ella, mientras que él, con ingrata
paciencia, se burlaba. Y con cada movimiento una convulsión que
parecía poseerla un poco más, hacerla trizas, despedazarla y
condenarla a la electricidad emanada de la maldad de la que era presa.
Jacinda mordía las piedras que encontraba en el camino por no poder
morder su lengua, el silencio era el estigma del oprimido. Nefasto
sonreía. Era suya.
19 | Enemigos desconocidos 2

LOS PIRATAS QUE EL MAR


HA DESAPARECIDO

Íbamos a enfrentarnos con un mundo espantosamente ampliado de


horrores en acecho que nada puede borrar de la memoria.
HP Lovecraft

Salimos del puerto de Ángel Caído el 7 de septiembre de 1730. La


piratería nos había condenado a un estado de estupor y de
inconciencia propio del que no mide las consecuencias de sus delitos.
Habíamos perdido todo vestigio del recuerdo de tierra firme, todo
vestigio de la insoportable miseria en la que gran parte de nuestra
tripulación había sido condenada por los dioses. Es así como
decidimos ser los ladrones del mar, los furtivos cazadores de riquezas,
sin nombre, nacionalidad o credo. En mis oídos aún resuenan los
incontables gritos confusos de todos los sitios lejanos que llegamos a
saquear, la muerte se había convertido en nuestra brújula y sería
imposible enumerar las vidas que llegamos a sesgar. Quizás nuestra
falta de fe y la ignorancia con la que justificábamos nuestra propia
existencia se había convertido en densa niebla que solo en la mar se
deja ver. Nuestros botines eran cuantiosos y esta ambición no hacía
sino embriagarnos en una opulencia que nos acompañaría hasta el
final. ¡Ah! El insoslayable mundo de los tesoros, la efímera ventaja que
el dinero nos trae, y entre cada lamento acogido por el pánico que se
confundía con el sonido seco de nuestras velas alzadas no hacía más
que abstraernos en un abismo de total violencia, crueldad y deprava-
Evelio Gómez, Los piratas que el mar ha desaparecido | 20

ción.
Llegamos a un pequeño puerto del que llaman El Nuevo Mundo, muy
antiguo. Ya otros camaradas del mar nos habían advertido de los
extraños de esa zona, Puerto de la Vela, colonia española, basura que
ni los franceses y británicos quisieron pisar. Nos extrañó que a nuestro
arribo no fuésemos recibidos por turbas envueltas en pánico. Era todo
silencio, como si cada habitante hubiese huido, sin dejar más que
algunos vestigios de su presencia. Decidimos pues, acampar en dicho
sitio, casi al borde de la playa para salir muy de madrugada a la
pequeña provincia de Coro, ciudad más cercana. Graso error, ya la
presencia de “eso” nos contemplaba vengativo desde el aire. No fue
sino hasta pasada la medianoche cuando un silbido profundo, casi
gutural resonaba desde el cielo. Alguien grito «¡hacia el sur! ¡Viene del
sur!» Y en ese mismo instante, el pobre desgraciado que lo afirmó fue
elevado súbitamente a la atmósfera para ser despedazado ante
nuestra mirada atónita. La confusión nos embargó y algunos salieron
corriendo despavoridos, otros absurdamente se lanzaban al mar
mientras el resto imploraba en oraciones ininteligibles, di la orden de
recoger algunas carabinas de manera nerviosa para regresar a nuestra
embarcación lo más rápido posible. Justo cuando alzábamos velas
esta “presencia”, ese “ente” que ahora nos sumergía en la miseria del
horror, tal cual como lo habíamos hecho nosotros en otras latitudes
destruyó cual sortilegio maldito gran parte de nuestros mástiles y de
estribor. Ante la desesperación del no saber que sucedía algunos
imploraron misericordia divina, otro solo lloraban. Un paralizante es-
21 | Enemigos desconocidos 2

tremecimiento recorrió mi espalda y perdí la conciencia junto con todo


rastro de memoria de lo que sobrevino después.
Me sorprendí al encontrarme boca arriba en un pequeño bote de
salvación, atiborrado con toda la opulenta fortuna en oro que meses
antes habíamos despojado de suplicantes dueños. Supongo que todo
se debe a un castigo de dios, es irónico perecer así, se podría decir que
soy el náufrago más rico de la Historia. Cuántos lujos y placeres
indecibles podría yo intercambiar por este oro. Dejo constancia a
través de esta nota que guardaré en una botella para que sea
arrastrada por la corriente marina, que mis sentidos fueron nublados
de a poco por el hambre, la sed y la insolación, pero sobre todo por el
infranqueable brillo del oro que el sol refleja y destruye mis ojos y que
se me irán calcinando de a poco hasta perecer.
Si eres tú el que encuentre esta botella y lea esta bitácora de un
condenado debo decirte que nunca, por nada del mundo, quise ser
otra cosa que un ladrón. La justicia poética de la usura y el delito tienen
tentáculos muy largos que hasta nosotros, los encargados de cumplir
los designios de la maldad, podemos ser alcanzados por esta
tenebrosa ley.
23 | Enemigos desconocidos 2

LA SILLA

Desperté nuevamente a la medianoche y allí estaba mi novio: parado


frente a la ventana. Seguramente estaba ahí desde hacía minutos,
quizás horas, vigilando el patio del vecino desde nuestra habitación en
planta alta. «Ven a ver» me invitó con un brillo raro en sus ojos y, para
mi sorpresa, había un niño dando vueltas alrededor de una silla vacía.
Daba cinco vueltas en un sentido y cinco más en sentido contrario,
como si estuviese entre el sueño y la vigilia. La silla a simple vista no era
nada extraordinaria; parecía fabricada en Moruy, de madera torneada
con travesaños y sillón de mimbre tejido. Todos los días podía verla
bajo la sombra de un árbol de nísperos y nadie se sentaba en ella, era
como la cruz de un cementerio. «Amor, vuelve a la cama» le rogué en
voz baja, pero enseguida él comenzó a vestirse, abrió la puerta y me
masculló antes de salir: «iré a investigar».
No quería bajar, así que me mantuve frente a la ventana con la vista fija
en el niño y la silla pensando en lo tenebroso que se veía el árbol de
nísperos, cuya copa sólo era una maraña ennegrecida que daba cobijo
a murciélagos y polillas. Las luces de esa casa se encendieron.
Entonces, sin poder escuchar por la lejanía, vi cómo Néstor se paraba
justo al lado del niño y la silla, señalándolos ante la mirada del vecino y
su esposa. Fue en ese momento cuando alcancé a escuchar: «por favor,
no vuelva a molestarnos». Néstor se acostó a mi lado y me contó que
25 | Enemigos desconocidos 2

los vecinos fingían no ver la silla, mucho menos al niño. Pidió a los
vecinos pasar al patio, diciendo que algo nuestro había caído hasta
allá, pero que justo al señalar, preguntando por esa escena que tanto le
intrigaba, fue tachado de demente y se le pidió irse.
Sin embargo, Néstor no parecía abandonar su obsesión, y en las
noches lo descubría viendo hacia el patio, donde sabía con seguridad
que estaría repitiéndose la escena antes descrita. Mi preocupación
aumentaba cada vez más y por ello, pregunté a los otros inquilinos
sobre la casa de al lado, pero ninguno conocía a los vecinos. Entonces
aproveché que una mañana regresábamos juntos de hacer compras e
interrogamos a la propietaria, una mujer excéntrica que una vez nos
ofreció leernos el Tarot. Nos dijo: «pues, en esa casa había un niño,
pero de eso hace mucho tiempo. Acompañé a mi hija a Maracaibo por
sus estudios y cuando regresé, no lo volví a ver», «¿cómo se llamaba?»
pregunté solo por curiosidad. Luego de decir varios nombres y
descartarlos todos, nos reveló que se llamaba Rómulo, «yo también lo
he visto, por eso dejé de ocupar la planta alta de esta casa y le hice una
limpieza a los vecinos. Pero no les digan nada porque pedirán sus
reales de vuelta». Su forma jocosa de cerrar la conversación elevó la
intriga, pero devolvimos una sonrisa tímida para no ser descorteses.
Con el paso de los días, Néstor gastaba parte de su tiempo de trabajo
haciendo investigaciones paranormales, imprimiendo páginas sueltas
de libros esotéricos y dibujos. Ahora nuestro gato se le unía a la
medianoche para observar el ritual del niño y la silla, hasta que durante
la luna llena de mayo grité «¡RÓMULO!» y el niño se detuvo en seco,
Jair Gauna Quiroz, La silla | 26

dirigiendo su mirada hacia nosotros. “Si nos escuchas, apunta hacia


nosotros” pero no parecía escuchar la indicación de Néstor, por lo que
retomó su ritual. “¡RÓMULO!” grité por segunda vez y volvió a
mirarnos, solo que en esa ocasión tenía una mirada desesperada y
señaló hacia la silla antes de seguir dando vueltas. «No parece
escucharnos, sólo responde a su nombre», «Sí, y parecía estar
preocupado por algo, aún no comprendo por qué no sigue las
instrucciones» y así seguimos dialogando hasta que dimos con un
plan.
Al día siguiente, vimos cómo los vecinos subían maletas al carro y se
marchaban; entonces supimos que esa sería la oportunidad.
Esperamos que fuese medianoche y entramos a la casa aprovechando
un tramo de la pared donde se había caído el cerco eléctrico. El patio
tenía las luces apagadas, pero la luna llena alumbraba lo suficiente
para dejarnos ver al niño y la silla. Teníamos miedo de acercarnos
demasiado, temíamos de algunas cosas que Néstor había leído en sus
investigaciones, de cómo había fantasmas que seducían la curiosidad
de las personas para hacerles daño. «Rómulo» dije desde una distancia
prudencial, entonces el niño se detuvo, vio hacia nuestra ventana.
«¿Dónde están?» murmuró, «Rómulo» dijo Néstor esta vez, y el niño
buscó de dónde provenía la voz y volvió a hablar apenas moviendo sus
labios: «estoy atrapado desde hace mucho tiempo. Nada cambia aquí,
el sol sigue en las 3 de la tarde, la brisa sigue el mismo ritmo… pero no
consigo a mi abuelo, él me dijo que volvería a la realidad si hacía el
ritual». «Rómulo» repetí, entonces pudo encontrarme y tomé su
27 | Enemigos desconocidos 2

mano, «puedo sentir tu mano, pero no te veo, además, tu voz cambia


cada vez que me llamas, ¿estás con alguien?». Halé un poco y el niño
parecía traspasar una barrera, su apariencia se hacía más vívida,
«comienzo a verlos, pero me cuesta escapar de este lugar, por favor
hala con más fuerza» dijo mientras cubría su boca con otro brazo.
Entonces Néstor tomó su otra mano y comenzó a halar también, pero
parecía estar atado a la tierra bajo sus pies. Rómulo exclamó «Un poco
más, ya casi soy libre» y pudimos notar colmillos largos en su boca y un
brillo amarillo en sus ojos. Entonces lo soltamos, empujándolo hacia la
silla y apenas se levantó comenzó a maldecirnos. El niño inocente que
habíamos visto todas esas noches, ya no existía. Se había convertido
en una bestia furiosa que enseñaba todos sus dientes puntiagudos.
Gritó hasta que su cabeza se puso roja. De inmediato nos dedicó estas
últimas palabras: «Humanos, algún día conseguiré a alguien lo
suficientemente crédulo que me libere, y ese día pagarán con su
sangre». Nos dio la espalda y, bajo un silencio ceremonial comenzó
nuevamente su ritual, cinco vueltas en un sentido y cinco más en
sentido contrario.
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ALGO OCURRIÓ EN EL
MANICOMIO DE PUEBLO NUEVO

A continuación, un relato que además de ser poco conocido, es


considerado en algunos de los pueblos del centro de Paraguaná como
una leyenda de la época de aquellos difíciles años cincuenta, sin
embargo, existe también un pequeño grupo que se atreve a decir que
en realidad sucedió, conservando incluso una memoria muy lúcida del
acontecimiento. Dichos detalles generalmente son narrados a través
de Antonio Gonzáles, quien se empeña en describir con elocuencia,
frente a un pequeño grupo de personas del pueblo, todo lo que vivió
aquella noche cuando algo ocurrió en el sanatorio mental de Pueblo
Nuevo.
Cuentan los ancianos que Antonio Gonzáles fue un hombre con una
habilidad innata para ejercer oficios en donde la mayoría de las
personas no duraría un día entero, oriundo de Pueblo Nuevo, trabajó
como vigilante nocturno en el cementerio del mismo pueblo y otros
aledaños, así como también trabajó de cuidador durante las noches en
la morgue del hospital principal de la península, y de igual manera, un
sinfín de oficios que, a primera instancia, pocas personas se atrevían a
practicar. Se le conocía pues, por ser un hombre que no temía a nada,
puesto que ya lo había visto todo y tenía unos nervios de acero. No
tenía esposa ni hijos. Antonio era un hombre que normalmente pasaba
desapercibido en el pueblo, siendo conocido simplemente por sus va-
Felipe Weffer, Algo ocurrió en el manicomio de Pueblo Nuevo | 30

lientes jornadas de trabajo, en las cuales, por cierto, nunca vivió nada
extraordinario, ya que, además, era una persona para nada
supersticiosa.
La narración de Antonio inicia cuando decidió aceptar el trabajo como
vigilante en el sanatorio mental de Pueblo Nuevo, labor que no le
pareció para nada un martirio después de haber ejercido en oficios
mucho más pesados. En aquella época el manicomio contaba con
muchos pacientes, y las enfermeras junto al resto del personal se
negaban a dormir dentro de la institución debido a que en los últimos
tiempos, durante la noche cuando dejaban encerrados a los pacientes
en el pabellón donde dormían, solía escaparse alguno y ocasionar
problemas, cosa que era una gran responsabilidad para quien
estuviera encargado, por tal motivo el director del sanatorio mental
decidió contratar a un vigilante para cuidar el orden del lugar durante
las noches.
Antonio sabía que su trabajo ahí era sencillo, debía trabajar en horario
nocturno desde las 9 pm hasta las 6 am, y lo que debía hacer era
simplemente quedarse dentro de la institución, sentado tras un
mostrador colocado a unos metros del pasillo que llevaba a los dos
pabellones principales del plantel, el de la derecha que daba hacia el
comedor, y el otro, donde se ubicaba un cuarto inmenso en el cual
dormían los enfermos, algunos amarrados a sus camas y otros no. Si
Antonio escuchaba algún ruido anormal, debía asomarse al pabellón
donde dormían los pacientes y asegurarse de que éstos se encontraran
en calma, pero por ningún motivo debía abrir la puerta, salvo que fuese
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estrictamente necesario, esto se lo sugirieron por motivos de


seguridad.
Esa primera noche, se despidió del director y se sentó en la silla que le
condicionaron para su estadía, él iba preparado y llevaba consigo una
pequeña linterna de bolsillo, su característica gaceta hípica y una
pequeña radio portátil que le ayudaba a hacer más llevaderas las
noches interminables. Lo primero que notó al quedarse dentro de la
institución, fue la falta de iluminación, la cual no hacía más que sazonar
una atmósfera naturalmente pesada, grasosa, que no había percibido
ni siquiera en sus anteriores faenas de trabajo. Sentado desde su lugar,
Antonio hizo un recorrido alrededor del espacio con ayuda de su
linterna. Se dio cuenta de varias cosas: se trataba de un psiquiátrico
bastante deteriorado, bombillos quemados que explican la falta de
iluminación, paredes rayadas probablemente por los locos y demás
enfermos, y una ausencia casi total de ventanas que parecía
comprensible para evitar las fugas.
Mientras se escuchaba en su radio algún bolero, se aburrió de la
gaceta, así que levantó la linterna y prefirió detallar un poco más aquel
pasillo principal que llevaba a las dos puertas principales de las cuales
le dieron referencia. De esta manera se dio cuenta que el pasillo era
bastante angosto y de colores escuálidos. Fue más allá con el halo de
luz y divisó las puertas que daban a los pabellones que ya conocía.
Ambas puertas eran de madera y contaban con una pequeña
ventanilla de vidrio que permitía observar lo que sucedía dentro de los
cuartos. Sin embargo, llamaba su atención una tercera puerta, ubica-
Felipe Weffer, Algo ocurrió en el manicomio de Pueblo Nuevo | 32

da justo en medio de las otras dos y que se encontraba de frente al


pasillo. Él no sabía nada acerca de ese lugar, no le hablaron de esa
habitación y en un principio lucía distinta a las otras dos, sin embargo,
descubrir que se hacía ahí no era su trabajo, así que regresó a las
estadísticas de su caballo ganador.
Antonio relató que pasada la medianoche, escuchó un chillido
proveniente del pabellón donde estaban los enfermos, así que se vio
en la obligación de levantarse, dejó la radio sobre la mesa y caminó
hasta la puerta con ayuda de la linterna para observar qué sucedía,
tuvo ahí su primer acercamiento a aquel pasillo, el cual a pesar de su
experiencia y sus primeras impresiones, le causó un escalofrío
particular, quizás por lo angosto del pasillo, quizás por el olor a moho, o
quizás por alguna otra cosa, pero a pesar de ello, sin inmutarse llegó a
la puerta y alumbró a través de la ventanilla solo para descubrir que
nadie se encontraba despierto, o al menos nadie parecía estarlo, así
que no sumó importancia al alarido y regresó a sus quehaceres.
No pasaron más de treinta minutos cuando algo volvió a llamar su
atención, esta vez admitió haberse sentido más incómodo, y es que
escuchaba unos golpes en el vidrio de la ventanilla de la puerta donde
estaban los desquiciados, cosa que le hizo interpretar que alguno sabía
que él se encontraba ahí. Sin embargo, su trabajo era vigilarlos, así que
se alzó y caminó en dirección al pasillo, pero esta vez lo hizo con más
cautela para no alertar a quien suponía el que podía ser el enfermo que
trataba de fastidiarlo.
Mientras caminaba con cuidado sin utilizar su linterna, volvió a sentir la
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misma incomodidad, sonaba el bolero desde la mesa donde lo dejó,


sintió la brisa fría de la madrugada recorriendo el pasillo, todo esto en
la oscuridad absoluta. Antonio se detuvo frente a la puerta y encendió
la linterna de forma sorpresiva: nada, ninguna camilla desocupada,
todos los enfermos se encontraban postrados como objetos
inanimados, maniquíes sin vida sobre sus camas. Esto le generó una
inmensa angustia, puesto que definitivamente había escuchado algo.
Mientras pensaba, se volteó e iluminó a través de la ventanilla de la
cocina, observó una larga mesa donde todo se encontraba limpio.
Mientras escrutaba con detalle, recordó que alguna vez le dijeron que
en ese lugar los enfermos solo comían una vez al día debido a la difícil
situación presupuestaria del psiquiátrico. Continuó su observación
hasta que se vio interrumpido nuevamente por algo particular que
provenía del escritorio: el sonido de la radio. Antonio escuchaba cómo
el bolero tenue que sonaba, cambiaba bruscamente a la estática
intermitente, como si la señal fallara o las pilas empezaran a perecer.
Esto lo hizo detener sus observaciones y regresar con apuro a su lugar
para revisar la radio.
Antonio se sentó, y pasados algunos segundos la música volvió a la
normalidad, así que él pensó que solo fue algún problema con la señal,
sin embargo, no dejó de pensar en lo sucedido, así que trató de
calmarse pensando que se trataba de su primer día, que se
acostumbraría como siempre lo ha hecho. A pesar de ello, antes de
lograr olvidarse de los incidentes, percibió que algo había cambiado en
ese pasillo, Antonio lo supo a pesar de que no había ni una sola fuente
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de luz en ese lugar, lo supo a pesar de que la única persona despierta en


todo el sanatorio era él, a pesar de que no se escuchaba más que la letra
de alguna canción de Los Panchos en su pequeña radio. Es quizás ese
instinto que desarrollan los vigilantes después de cierto tiempo, aquel
que les permite percibir cuando algo rompe con la monotonía del
lugar, por eso, inquietado, tomó su linterna e iluminó hacia aquel
pasillo.
Lo que vio entonces lo sacó de su posición de serenidad, sintió
nuevamente ese sudor frío que le transmitía el pesado lugar. La puerta
ubicada frente a él, esa tercera puerta de la que nadie le habló, se
encontraba entreabierta, pero él sabía que definitivamente no debería
estarlo. Antonio estaba seguro de que estaba cerrada a pesar de no
haberla detallado anteriormente. Definitivamente intuía con mucha
seguridad que pasó algo, en busca de la explicación se alarmó: alguien
de alguna manera podría haber entrado a robar en ese lugar, o algún
enfermo pudo, a pesar de ser ilógico, haberse fugado. Pensando en
eso, sabía que su deber era ir y averiguar, así que se alzó, tomó su
linterna y apuntó al pasillo mientras se dirigía a él. La radio volvió a
empezar a fallar, esta vez la sonata de Los Panchos tocaba unas notas
discordantes que parecían ir en retroceso, y Antonio escuchaba esto
mientras daba pasos hacia el lugar que lo llamaba.
Entró al pasillo, caminaba nervioso, ahora escuchaba cómo los
enfermos chillaban dentro del pabellón donde dormían, de ahí
provenía además el chirrido de las camillas que eran forzadas por los
enfermos que querían liberarse con desesperación. En este momento
Felipe Weffer, Algo ocurrió en el manicomio de Pueblo Nuevo | 36

él se dio cuenta que los gritos de los pacientes de un manicomio eran


horribles, no parecían humanos y eran totalmente desmesurados,
gritos que parecían desgarrar la laringe de quienes los emitían. Sin
embargo, se aterró más por el hecho de que al estar en el pasillo, la
puerta de enfrente, donde se suponía que no había nadie, empezó a
cerrarse lentamente. Él continuaba caminando en esa dirección, sus
pasos parecían eternos y la música continuaba fuera de control y se
hacía más tétrica al unísono que se adentraba en ese infinito pasillo, al
mismo tiempo, los enfermos lloraban horrorizados cada vez con más
vehemencia, algo terrible los atormentaba.
Antonio describió ese momento diciendo que al llegar a la puerta de
enfrente, aún sin atreverse a ver a los enfermos en la puerta de su
izquierda, se inclinó y ubicó su cabeza cerca de la rendija de vidrio que
daba a esta tercera habitación que se acababa de cerrar ante sus ojos.
Al mirar no logró detectar nada entre el negro absoluto, así que
levantó su linterna con el pulso alterado por los gritos de demencia que
le ensordecían y la melodía de un bolero distorsionado.
Antonio llegó a contar que primero pensó que era un espejo lo que
tenía frente a sí, debido a que un rostro se veía a través del vidrio de la
puerta, sin embargo, cuando detalló, notó cuencas profundas donde
suponía debían estar los ojos, una piel blanca que cubría un cráneo
huesudo sin cabello, una sonrisa amorfa, una sonrisa que Antonio
describe como humanamente imposible, esta figura parecía mirarlo a
través de la hendidura de la puerta. Aterrado, se dispuso a correr de
regreso a la salida, logró escuchar como la puerta se abría a sus espal-
Felipe Weffer, Algo ocurrió en el manicomio de Pueblo Nuevo | 38

das. Corrió más fuerte dejando atrás la radio. Sintió que “eso” le
perseguía, pero no se atrevía a mirar atrás. Llegó a la puerta y salió
como pudo, dejando solo el lugar por lo que restaba de jornada.
No pasó más de una semana desde aquel incidente cuando sin más
aviso se cerró el manicomio de Pueblo Nuevo y los enfermos fueron
trasladados al recién construido hospital psiquiátrico de la ciudad de
Coro. Los años hicieron que rápidamente se olvidaran aquellas viejas
instalaciones, y lo que se sabe es que el sanatorio mental cerró por las
malas condiciones en las cuales estaban, especialmente porque una
de esas noches dos pacientes amanecieron muertos, con los ojos
arrancados de sus rostros, parecían haber sido asesinados por otros
enfermos que sufrían de ataques psicóticos. Sin embargo, algunas
personas que conocieron a Antonio, comentan la experiencia que él
tuvo aquella noche cuando algo ocurrió en el sanatorio mental de
Pueblo Nuevo.
Antonio fue encontrado ahorcado muchos años después de aquel
incidente, y aquella historia que llegó a contar muchos la consideran
una leyenda inventada por él, un solitario sin familia que tuvo la
desdicha de vivir confinado en un aislado pueblo de Paraguaná.
Pedro Hernández, Ojos | 40

ojos

Si el campanario fuese real y no un mero adorno, Kaira no estaría


recostada tan tranquila y tan cerca a la falsa campana. La sangre que
caía hasta la calle era parte de las criaturas que alguna vez fueron
llamados humanos.
Kaira recargó por quinta oportunidad su PP9 y afinó los sentidos, la
luna se alzaba alta y majestuosa cual calavera emblanquecida y pulida.
El cielo de la ciudad estaba libre de nubes y las construcciones cercanas
en un absoluto silencio.
Abajo y cerca del campanario estaba la plaza que llevaba el nombre de
un ser conocido, nombre que no le importaba a Kaira, lo que si le
importaba era lo que allí se ocultaba y lo que la seguía.
En medio de la vegetación se dejaba entrever rastros que se reflejaban
a la luz de la luna, trazos de huellas deslizadas como si proviniesen de
miembros que se derretían de alguna materia oscura y viscosa.
Kaira tanteó su adolorido cuerpo en busca de alguna herida, un fuerte
golpe en la pierna izquierda y sin ninguna señal externa, era lo único
que le afectaba, y había sido causado por saltar desde la casa de las
cien ventanas hasta la catedral. Fue un esfuerzo que le costó todas sus
fuerzas y una de sus pistolas, que cayó con un sonido débil y doloroso
sobre la asfaltada calle.
El frío y la niebla empezaron a llenar aquella parte de la ciudad y quien
41 | Enemigos desconocidos 2

hubiese nacido en Coro sabría qué tal hecho era imposible. Junto con
ese fenómeno comenzaron a escucharse de forma casi inaudible un
arrastrar de pies y movimientos bruscos, choques contra paredes y un
olor a naranjas podridas que inundaba todas las calles cercanas.
Olvidando el dolor en su cuerpo, Kaira se irguió en el techo de la
catedral y se preparó para recibir lo que le seguía. Entre la bruma solo
se divisaban unos ojos rojos, asemejados a brazas de carbón en medio
de una oscuridad total, unas brazas móviles y con un brillo malvado,
casi demoníaco.
Kaira apuntó durante un segundo y calculó la distancia de los ojos más
cercanos, un sonido seco igual que un hueso roto, llenó la calle y por un
instante, la niebla se tornó rojiza. Los ojos desaparecieron como si
hubieran sido fundidos, el resto de aquellos ojos se detuvieron un
segundo y como una descarga eléctrica iniciaron un desplazamiento
más rápido y enloquecido hacia la causante del disparo.
Como el vómito salido de una enorme boca, la masa de criaturas
emergió de la niebla, impulsadas hasta la catedral, donde comenzaron
a acumularse y subir unos sobre otros para llegar a lo alto. Los primeros
seres quedaron retorcidos y aplastados contra el piso duro, igual
sucedió con los siguientes. Un río de fluidos oscuros y viseras comenzó
a manar de aquel muro viviente, en pocos segundos se fueron apilando
las criaturas y las últimas lograron llegar hasta el techo.
La asesina de ojos café apuntó de manera descarada y casi sin
preocuparse de fallar a la cabeza de los primeros que se asomaron ante
ella, cada disparo era un blanco hecho pedazos, respirando de manera
Pedro Hernández, Ojos | 42

pausada analizó que su vida valía menos que un billete de cien. Las dos
granadas que le quedaban volaron hasta los cuerpos nacientes y
cubiertos de fragmentos y líquidos de otros cuerpos. La detonación
llenó toda aquella zona de la ciudad, trozos de carne, huesos y piedra
cubrieron el ambiente.
Durante la explosión, los ojos rojos palidecieron y se apagaron, para
después encenderse con más ímpetu. Kaira aprovechó para saltar por
el agujero abierto en el techo, hasta el centro de la catedral. Dos de las
criaturas la siguieron en su caída, y sin importar que sus piernas se
reventaron al caer, se arrastraron en pos de ella. La PP9 ladró su
canción y varias criaturas cayeron para formar parte del caos. La
asesina corrió hasta la sacristía y bloqueó la puerta con una imagen
hecha en metal.
La asesina de ojos café sopesó la situación y nada bueno se pintaba, los
golpes afuera se hacían cada vez más fuertes y contundentes, con toda
seguridad derribarían la puerta y la destrozarían en un santiamén. Solo
le quedaba un cargador, doce disparos para ser más exactos, la linda
cantidad de veinticuatro ojos reventados o solo dos; los de ella. No lo
pensó y metió el cañón de su arma en la boca, toda la adrenalina fluyó
para poder apretar el gatillo. Apretó los ojos y se dejó llevar.
Cuando el dedo se curvó, logró escuchar una canción de muerte, una
canción que solo las balas cantaban, una canción del resto de su grupo
de asesinos.
Felipe Weffer, La trocha de Jadacaquiva | 44

LA TROCHA DE JADACAQUIVA

En el baúl de las cosas valiosas de mi tío Juan se encontraba aún una


carta cuya fecha, perfectamente nítida en aquel sobre bien cuidado de
la inclemencia del tiempo, databa del 14 de agosto 1976. A
continuación, podrá leer un fiel recuento de las letras que ahí, Raúl
Palacios, -a quien debo confesar que no logré identificar- dejó para mi
tío.
La noche que llegué a Jadacaquiva, después de haber pasado casi quince
años fuera de Paraguaná, tomé la decisión de salir de caza, puesto que la
luna se prestaba perfectamente para ello. Hacía ya largo rato que no
podía darme ese viejo gusto de pueblerino, me hacía falta revivir lo que
otrora tú, yo, y los otros muchachos del pueblo hacíamos cada tres
noches, cuando nos íbamos por el camino de tierra que da al montazal
con nuestras tira-tiras (y los más adultos con las escopetas de sus papás)
a matar conejos para joder nomás con ayuda tan solo de la luz de la luna.
Esperé a las 2 de la mañana a modo de respetar nuestro antiguo rito,
tomé la escopeta recortada que me traje de Aruba y mi antiguo faro que
aún funcionaba, le dije a mi madre que saldría de caza para traer el
sancocho del día siguiente cuando vendrían a recibirme del viaje, luego
de eso partí. Caminé por la calle principal hasta llegar al borde del pueblo,
en ese punto conseguí el inicio de la trocha de tierra que bien recordaba de
mi infancia, aquella que daba al santuario de las liebres.
45 | Enemigos desconocidos 2

No podía quejarme, la noche era ideal para cazar al menos una docena de
conejos. La luna en todo su esplendor emanaba suficiente luz como para
que toda la trocha estuviese iluminada, ese camino de tierra al que no
llegaba ningún rayo de luz de este pueblo. Se notaba también que
acababa de terminar un largo período de lluvia para las vísperas de mi
regreso, ya que los grillos se escuchaban entre todo el matorral, y todo el
llano que en algún momento podía verse a ambos lados de esa trocha,
hoy era una espesa y densa pared de vegetación, pasto y algunos
cardones que no dejaban ver ni siquiera un metro a través de ellos.
No había pasado más de media hora en mi caminata, cuando ya estaba
bastante lejos del pueblo, lo suficiente como para dejar incluso de percibir
cualquier rastro de civilización, caminaba yo por la trocha con la escopeta
aún al hombro mientras detallaba el escaso paisaje que invitaba a mirar
hacia adelante, puesto que hacia los lados era imposible con tanto
monte. En eso, me pareció curioso darme cuenta de que ya no existía
aquel maizal que tenía una de esas pocas familias acomodadas de
Jadacaquiva cerca de esa trocha, el cual, de hecho, era casi tan inmenso,
que limitaba justo al borde entre este camino y la llanura que daba al sur
del mismo. Por lo visto, se había dejado perder, ya que, hacia ese lugar,
como antes dije, solo era posible ver una densa vegetación que era muy
alta, tan alta incluso que no podía ver por encima de ella.
Recordaba entonces mientras caminaba, que muchas veces nos
metíamos en ese maizal a robarnos los jojotos que veíamos y nos
escondíamos entre las mismas matas cuando el viejo que lo cuidaba nos
veía. Me parecía increíble que ya nada de eso existiera, y más aún, que el
47 | Enemigos desconocidos 2

terreno estuviera tan abandonado, al extremo tal que no había ahí nada
más que mala hierba.
Cuando ya me acercaba al final de la trocha, logré ver un conejo a lo lejos,
me emocioné de ver aquel animal después de tanto tiempo, así que
cargué mi escopeta y lo encandilé con el faro para que se quedara inmóvil
y fuera una presa fácil. Caminé lentamente para posicionarme mejor,
escuchaba mientras tanto a los insectos alrededor del pasto, una suave
brisa agitaba cada hoja de ese matorral, todo esto era para mi un viaje en
el tiempo. Apunté al animal justo al torso y disparé.
Fue sin duda un disparo certero, mi puntería, al igual que en aquellos
años, seguía siendo excepcional, así que sin mucha preocupación caminé
hasta donde debía estar el cadáver de mi presa. Me desconcertó en ese
momento que, a unos siete u ocho metros de llegar, el conejo no se
encontraba en donde suponía debía estar, sin embargo, la marca de los
perdigones dibujaba un ovalo perfecto en la tierra, donde justo en medio
debía estar el animal.
Me rasqué la cabeza y busqué el sentido lógico a la cuestión, pero cuando
disponía a dar por hecho que, por alguna razón, había confundido un
nosequé con un conejo, escuché entre el espeso monte que tenía justo al
lado un sonido familiar… No podía entender qué era: escuchaba a cierta
distancia las voces de un tumulto de personas, voces que sin duda eran de
niños y mujeres, las cuales parecían caminar en dirección a mí, pues cada
vez eran más nítidas, sin embargo, los diálogos eran tan borrosos que no
podía distinguir que decían, pero estaba seguro de que eran mujeres y
algunos niños riendo.
Felipe Weffer, La trocha de Jadacaquiva | 48

En ese momento me paralicé y olvidé por completo el conejo que me llevó


hasta ese punto, y le busqué el sentido lógico a ese gentío. Era plena
madrugada, y en aquella trocha, viendo hacia adelante y hacia atrás no
se veía absolutamente nada, es decir, me encontraba solo por aquellos
lugares lejanos al pueblo, lo que dejaba posibilidad a que las voces
proviniesen del denso matorral que estaba a mi costado. Eso era para mí
algo imposible de asimilar, me entró un pánico terrible, pues qué clase de
seres humanos podrían estar adentrados entre tanto monte, un monte
en el que ni siquiera yo podía entrar por tantas ramas con espinas y en el
cuál no se podía ver absolutamente nada.
Estaba inquietado por aquel fenómeno, sin duda no podía ser algo
normal, es cierto que en algún momento en esos terrenos existió una
fecunda siembra de maíz en la cuál muchos niños robaban durante la
noche, y mujeres trabajaban cosechando, pero ya nada de eso existía.
Cargué mi escopeta y empecé a caminar de regreso al pueblo a buen
ritmo, mientras intentaba calmarme con cualquier hipótesis que se me
ocurriera, algunas tan absurdas como que esas voces eran cosa de mi
imaginación, o que eran algunos zorros metidos entre el monte. Sin
embargo, cada una se derrumbaba, puesto que, a pesar de no tener valor
para ver hacia atrás, las voces se escuchaban igual o incluso más nítidas.
Aceleraba el paso, pero me faltaban al menos veinte minutos para llegar
al pueblo, la trocha de tierra era bastante extensa, y el monte a mi
alrededor no hacía ahora más que inquietarme, pues no podía ver nada
más que lo que tenía adelante.
Por un momento pensé en correr, ya que el pánico me había ganado. Sigo
Felipe Weffer, La trocha de Jadacaquiva | 50

recordando lo que escuchaba incluso mientras te escribo esta carta: las


voces que venían detrás de mi eran una comunión de mujeres y niños, los
cuales ya no parecían reír como minutos atrás, ahora más bien sollozar, y
las voces femeninas eran angustiosas. Créeme, realmente me esforzaba
en entender una sola palabra de lo que decían, pero me era imposible,
solo sabía que me seguían, y que a cada paso que daba, percibía más
angustia en esa muchedumbre.
Pasaron así los minutos faltantes y llegué al borde del pueblo, y con ello,
la trocha y ese espeso monte del cuál provenían las voces que me seguían.
Me sequé el sudor frío de la frente y volteé: no había nada. Sin embargo,
las voces las podía escuchar desde dentro del matorral, incluso pude
percibir como nuevamente se alejaban y se adentraban hacia las
penumbras del monte. Delante de mí, solo aquel camino de tierra que
daba hacia el montazal del cuál venía. El campo de alrededor ni siquiera
se movía. Estoy seguro, ahí no había nadie.
Seguí mi camino mientras iba pasando el susto, sin duda me espantaron.
Llegué a la casa, dejé la escopeta y me acosté.
Es triste, te cuento esto porque tú, que has vivido aquí todo este tiempo
que he estado fuera, podrías saber algo acerca de lo que me pasó. ¿Qué
sucedió con el maizal?, ¿Por qué esos terrenos están dejados a la buena
de Dios cuando en aquellos tiempos eran tan cuidados por los dueños del
maíz?
Hasta el día de hoy pienso que ese conejo era un señuelo con el cuál
aquellas voces me llamaban para ser escuchadas. No sé qué creas tú.
Con esto termina la carta de Raúl hacia mi tío. Creo que, para entender
51 | Enemigos desconocidos 2

mejor este relato, vale la pena mencionar que dentro del mismo baúl
encontré un sobre de mi tío dirigido a este señor, el cual
aparentemente nunca fue enviado a su destino. Dentro de él se
encontraba un recorte de periódico de 1966.
Epílogo | 52

EPÍLOGO

«No miremos por mucho tiempo el abismo


pues entonces éste se mira dentro de nosotros»
Friedrich Nietzsche

Parafraseando a Lovecraft, los relatos de horror son tan viejos como el


lenguaje humano, y sus palabras salpican en mi mente, llevándome a
imaginar a los primeros hombres resguardados en sus cavernas luego
del atardecer, quienes buscaban ocultarse de las criaturas que
acechaban afuera, en la oscuridad de las tierras inhóspitas. El rito sólo
era un bálsamo que aplacaba la ira de los dioses y también el temor de
sus creadores, quienes hoy continúan sintiendo temor hacia las
mismas cosas: la muerte, el mal, la locura, lo monstruoso, la otredad y
todos los demás enemigos que aún permanecen desconocidos.
Se piensa en el miedo a lo desconocido como el espejo que revela
nuestra condición frágil, incluso algunos pensadores la señalan como
la razón del mal en el mundo; y esa malignidad trae consigo los
sentimientos propios de la anunciación del peligro, como la sugestión
y la incertidumbre. Nos aterra el relato de horror, nos eriza la piel, nos
estremece, pero no podemos dejar de pasar las páginas para descubrir
qué sigue, y es que en el terror ficticio siempre buscaremos una pócima
de salvación, algo que nos ayude a defendernos del horror, ya sea en
una explicación lógica del fenómeno desconocido o en las crónicas
53 | Enemigos desconocidos 2

dudosas de algún familiar cercano.


Tratamos de evitar la violencia y el peligro a toda costa, para así
despojarnos del temor y el espanto. Pero lo repulsivo, lo incendiario,
nos enseña a nuestros demonios encadenados, y por un momento nos
complace pensar que con sólo un movimiento del lápiz, el autor puede
exorcizar a los demonios y librarnos para siempre de aquello que nos
aterra, pero que aún no comprendemos. Es sólo allí donde divisamos la
grieta en el muro de la realidad, la fisura que esconde las formas
inadvertidas que nunca dejan de sorprendernos.
Heidegger nos recordaba que la Humanidad desde sus inicios se regía
por un orden, pero también por un límite. En los territorios de lo
conocido siempre han reinado los dioses divinos y monstruosos,
hermosos y deformes; que pueblan nuestro imaginario y a su vez
ocultan los territorios más allá del orden, es decir, de lo desconocido y
lo otro. La belleza de la ira de Dios sólo nos ha privado de la experiencia
con el otro, de las expresiones de alteridad que Foucault solía estudiar,
tales como la locura, el crimen, la divergencia identitaria.
El extremo monstruoso de la alteridad es lo que ha alimentado la
imaginación de los escritores que hoy compartieron sus relatos con
todos nosotros, y que además, nos han extendido una invitación muy
importante que debe atenderse: interroguen el orden, revisen lo que
llaman racionalidad, jamás hablen con extraños, cubran bien sus pies
cuando vayan a dormir, nunca traten de verse en un espejo en medio
de la oscuridad.
A continuación, ofreceré un análisis breve de los relatos que compren-
Epílogo | 54

den la segunda edición de Enemigos Desconocidos, cuyos autores


tuvieron como ejercicio común abordar los distintos lugares de la
región falconiana (en Venezuela) como espacios de inspiración de
estas historias:
En nuestros pueblos pequeños aún hay vestigios de la Edad Media,
pequeñas supersticiones sobre lo demoníaco: hombres que pueden
convertirse en animales a través de las artes oscuras, mujeres que
veneran a una deidad prohibida en medio del paisaje inhóspito. Sólo
hace falta un acontecimiento peculiar para llamar la atención de un
niño, y así guiarlo entre los montes de Machuruca, donde debe pagar
con su carne chamuscada, el alto precio de la curiosidad. En Uno con el
fuego de Jair Gauna Quiroz, se vislumbra el temor a las tierras salvajes,
aunque también es una exploración de la soledad durante la niñez.
En Nefasto de Ana Cecilia García se reitera que el lugar de la muerte es
el cementerio. Allí, esa entidad invencible tiene sus dominios y ejerce
su fuerza embriagadora sobre quienes trabajan en los camposantos.
Es así como Nefasto –personaje principal del relato- es la clara
representación de la muerte retorcida y macabra, mientras que
Jacinda es la vida, la cual sólo consigue extinción entre las lápidas. El
ambiente sepulcral es interrumpido por la tensión sexual que alcanzan
los personajes en el desenlace. Jacinda –la vida-, tanto inocente como
tímida, es sometida por Nefasto –la muerte horrorosa-, quien busca el
deseo carnal que por momentos puede confundirse con la necrofilia y
el sadomasoquismo.
Los enemigos conocidos, usuales, se enfrentan a lo desconocido en
55 | Enemigos desconocidos 2

Los piratas que el mar ha desaparecido de Evelio Gómez; una historia


claramente influida por la literatura de H.P. Lovecraft. La esencia del
horror en este relato está en la intuición que revela lo que la sociedad
materialista intenta negar, y es así como los corsarios mueren durante
un ataque que el personaje-narrador señala como un castigo divino. La
estructura del relato sorprende a medida que nos acercamos a su
conclusión, y entonces descubrimos que todos los acontecimientos
narrados están encerrados en una botella suspendida sobre las aguas,
a merced de la naturaleza, la cual podría sumergirla para siempre en
las profundidades del mar.
Una pareja en su rutina diaria −su normalidad−, descubre una escena
inusual que sucede una y otra vez en el patio del vecino. La estructura
simple del relato no revela nada fantástico sino hasta el último
momento, donde se descubre la justificación de la repetición; y es esta
repetición la que apunta una y otra vez sobre lo raro, lo inexplicable, la
imposibilidad del orden que nos arrastra hacia el mal absoluto. La silla
que da título al relato de Jair Gauna Quiroz, es sólo una jaula que
aprisiona a un enemigo que pudiese pensarse monstruoso y a la vez
no, perverso y a su vez inofensivo. Se trata de un relato sin sangre ni
mutilación. Un solo acto de violencia puede percibirse en la amenaza
de la criatura revelada, y sólo entonces nos trae nuevamente a nuestra
realidad sin monstruos aparentes.
Antonio Gonzáles en Algo ocurrió en el manicomio de Pueblo Nuevo de
Felipe Weffer, es tanto un personaje principal como una brújula para el
lector. Él nos sumerge lentamente en las distintas etapas de la supers-
Epílogo | 56

tición, que van desde el escepticismo pleno hasta la duda razonada


sobre su propia cordura. Edgar Allan Poe solía decir que aún no se había
demostrado si la locura es un producto de la inteligencia, y justo este
relato asume la idea del afamado escritor americano. El vigilante del
manicomio camina de un lado al otro, tratando de medir con sus
propios sentidos todos los sucesos fantásticos que toman lugar, y en
medio de sus cavilaciones, de su temor profundo a la locura, es
sorprendido por un rostro que pudiese ser el suyo propio. El rostro que
encuentra le recuerda a su futura muerte, sin órbitas en las cavidades
de sus ojos, mientras que su sonrisa sólo anuncia la llegada de la
demencia. ¿Qué puede temerse más: la locura o la muerte?
La ciudad enfrenta la incertidumbre del cambio climático, pero sobre
todo, la extinción de la raza humana. El narrador omnisciente nunca
revela el año que transcurre, tampoco señala suficientes logros
científicos como para hacer un pronóstico. De esta forma, Ojos de
Pedro Hernández nos sumerge en un mundo plagado de zombies y nos
presenta a Kaira, un personaje principal que destaca por su fuerza,
resistencia y audacia. Es un relato clásico que nos recuerda la
irracionalidad detrás del zombie como antagonista, y la narración se
desarrolla del lado humano −desde la racionalidad−, dejándonos en
completo desconocimiento sobre lo que los antagonistas sienten y
piensan –si es que un muerto viviente puede pensar−. La imagen
reiterativa de los ojos nos indica lo inhumano detrás de las criaturas
que persiguen a Kaira, quien se siente observada y perseguida,
además los muertos vivientes son tan repulsivos que reunidos en masa
57 | Enemigos desconocidos 2

son como “el vómito salido de una enorme boca”, pero basta con que
sean enemigos deformes y desconocidos para tener ante nosotros una
historia llena de acción y sacrificio.
El relato epistolar vuelve a aparecer, y es que La trocha de Jadacaquiva
de Felipe Weffer es una carta de Raúl Palacios, quien escribe al tío del
narrador en la introducción del cuento. Raúl nos sumerge en un
camino inhóspito cercano a un poblado precario, dándonos la
sensación de pueblo fantasma que ocurre en algunas obras de Juan
Rulfo. Al igual que en el imaginario mexicano que emplea Rulfo para
crear su historia, en este caso, el autor alude al imaginario venezolano
que también está lleno de aparecidos. En ambos sistemas de
creencias, que tienen como punto común la fe católica, se piensa en los
espíritus como malévolos o benevolentes, pero ante todo, almas
inmortales a las que debe temerse, y con las que ningún mortal
quisiera encontrarse. Los elementos psicológicos también tienen
cabida en este relato: el conejo que desaparece tras ser disparado
puede pensarse como metáfora de la inmortalidad del alma en pena.
Sin embargo, nuestro protagonista intentará dar una explicación
científica a todos los fenómenos sobrenaturales que le acontecen en la
soledad, y para satisfacción del lector, encontramos que hay muerte
detrás de las voces inusuales que se escuchan donde estuvo el maizal,
pero esta es una explicación incompleta que no descifra totalmente a
nuestros enemigos desconocidos.

Jair Gauna Quiroz


ÍNDICE GENERAL
5 | Presentación
6 | Agradecimientos
7 | Uno con el fuego, Jair Gauna Quiroz
13 | Nefasto, Ana Cecilia García
19 | Los piratas que el mar ha desaparecido, Evelio Gómez
23 | La silla, Jair Gauna Quiroz
29 | Algo ocurrió en el manicomio de Pueblo Nuevo, Felipe Weffer
39 | Ojos, Pedro Hernández
44 | La trocha de Jadacaquiva, Felipe Weffer
52 | Prólogo por Jair Gauna Quiroz
ÍNDICE DE ILUSTRACIONES
2 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de
estraza, 30,4 x 20,3 cm
8 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de
estraza, 22 x 15,7 cm
12 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de
estraza, 22,5 x 15,8 cm
15 | Pilar Salgado, Sin título, 2018, grafito sobre cartulina, 17 x 18,5 cm
17 | Pilar Salgado, Sin título, 2018, grafito sobre cartulina, 17 x 18,5 cm
18 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de
estraza, 23 X 15,8 cm
22 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de
estraza, 22,5 X 15,8 cm
24 | Pilar Salgado, Sin título, 2018, grafito sobre papel, 18,5 x 12,7 cm
28 | Pilar Salgado, Sin título, 2018, grafito sobre papel, 18,5 x 13,9 cm
34 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de
estraza, 22,7 x 16,3 cm
37 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de
estraza, 23,3 x 16 cm
39 | Pilar Salgado, Sin título, 2018, grafito sobre papel, 20 x 12 cm
43 | Pilar Salgado, Sin título, 2018, grafito sobre papel, 14,3 x 19,4 cm
46 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de
estraza, 22,9 x 16,2 cm
49 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de
estraza, 22,9 x 15,7 cm
LOS AUTORES
Ana Cecilia García (Coro, Venezuela; una decena de ensayos de crítica de
1995) Escritora. Su primera arte y filosofía en distintos museos,
publicación fue en la Revista Awen, galerías y publicaciones digitales.
además ha participado en el concurso Además, es finalista de los certá-
de Poesía y Narrativa de Scribo menes II Concurso Internacional de
Editorial (2018). Actualmente trabaja Cuento Breve en México (2018) y
en una serie de relatos de horror. Premio Palíndromus de Cuento
Evelio Gómez (Punto Fijo, Venezuela; (2018).
1984) Es más músico que poeta. Pedro Hernández, OGNIMOD (Coro,
Estudió literatura. Ha pergeñado Venezuela; 1974) Artista plástico y
versos cercanos al malditismo de escritor. Se formó en la Plástica bajo
Rimbaud, a la furia de Beat las enseñanzas de Osterman Velás-
Generation, en una búsqueda de quez. Su obra visual se ha centrado en
expresar desencantos, vivencias el arte pop surreal con reinter-
desencajadas, universos interiores de pretaciones de las culturas maya y
descontento que forman parte del azteca, sin dejar de lado las ilustra-
imaginario de una juventud que no ha ciones de líneas cerradas con degra-
encontrado caminos fáciles para dados. En los últimos años cree haber
echar andar sus sueños de inmen- encontrado un lugar donde se enla-
sidad. zan el dibujo y la narrativa.
Felipe Weffer (Los Taques, Vene- Pilar Salgado (Lima, Perú; 1972)
zuela; 1997) Escritor, redactor y Artista visual, docente de Artes Plásti-
curador de artículos web. Co-funda- cas y profesora universitaria en el área
dor de Enemigos Desconocidos. Sus socio-cultural. Realizó estudios de di-
obras literarias están inspiradas en las bujo, pintura y grabado con Maigua-
anécdotas de sus abuelos y la lida Espinoza en Río Chico (Miranda)
tradición oral en la región. en 1990, por lo que cuenta con más de
Jair Gauna Quiroz (Coro, Venezuela; 20 años de experiencia en la cultura y
1992) Escritor, artista conceptual y el arte.
curador de arte. Es autor de más de

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