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El Congreso de Tucumán y la declaración de la independencia el 9 de julio de 1816,

sólo puede ser comprendido en el marco del proceso revolucionario que se extiende
entre 1810 y 1820. Los primeros años de esa década, estuvieron marcados por los
intentos frustrados de asociar la lucha de la independencia con la construcción de un
nuevo orden político. A partir de 1814, luego de la restauración de Fernando VII en
el trono, se inició un período caracterizado por la retracción de las fuerzas
revolucionarias y las disputas por la soberanía.

Luego de la formación de la Primera Junta de gobierno provisional en 1810, se


fueron sucediendo distintas autoridades que, en nombre de la retroversión de la
soberanía, asumieron el gobierno del ex Virreinato del Río de la Plata. La autonomía
política experimentada a partir de ese momento dio lugar a un enfrentamiento entre
los defensores y detractores del nuevo orden, y transitó por múltiples caminos hasta
la declaración de la independencia en 1816.

En ese año, cuando la revolución parecía perdida en toda Hispanoamérica, se


decidió convocar a un nuevo Congreso Constituyente en Tucumán. Por entonces, los
realistas americanos y tropas españolas llegadas de Europa vencieron a casi todos los
revolucionarios de América. En el Río de la Plata la revolución también atravesaba
por una profunda crisis: la Banda Oriental, las provincias del litoral y hasta Córdoba
se hallaban bajo el influjo de Artigas y la Liga de los Pueblos Libres. Salta y Jujuy
estaban a merced del ejército realista tras la derrota de Sipe-Sipe y el resto de las
provincias se mostraban susceptibles ante cualquier medida tomada por las nuevas
autoridades erigidas en Buenos Aires, tras la caída del Director Alvear.

A pesar de las dudas sobre su realización, el Congreso comenzó sus reuniones en


marzo de 1816 y sesionó en Tucumán hasta febrero de 1817, momento en que se
trasladó a Buenos Aires hasta su disolución en 1820. Contó con la presencia de
diputados por Buenos Aires, Tucumán, Salta, Jujuy, San Luis, San Juan, Mendoza,
Catamarca, La Rioja, Córdoba, Santiago del Estero, Charcas, Chichas y Mizque. Pero
no había representantes de Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, Misiones y la Provincia
Oriental que integraban el Sistema de los Pueblos Libres. Menos aún de las regiones
que se encontraban bajo dominio indígena.

Los principales objetivos del Congreso eran reconstruir el poder central eligiendo
un nuevo director supremo; declarar la independencia, definiendo un plan contra los
realistas; y acordar una forma de gobierno que se plasmara en una Constitución. En
mayo se designó a Juan Martín de Pueyrredón como nueva cabeza del Directorio,
reconstruyendo así una autoridad que en teoría sería respetada por todos los
integrantes del Congreso.
Acordar una forma de gobierno que integrara a los territorios del ex virreinato del
Río de la Plata, resultaba más complejo si se tiene en cuenta que el Alto Perú estaba
ocupado por las tropas realistas y los pueblos del litoral y la banda oriental, que no
enviaron diputados. Pero la reafirmación de la independencia y soberanía de ese
estado requería dos condiciones una, la redacción de una constitución y otra, lograr
el apoyo de las potencias europeas. En este sentido, los debates sobre la forma de
gobierno incluyeron, tanto los aspectos relacionados con el ejercicio de la soberanía -
monarquía o república-, como posturas antagónicas en torno a su titularidad -
pueblos o nación-.

En cuanto al ejercicio de la soberanía, muchos pensaron en apelar a un rey para las


Provincias Unidas, estableciendo una monarquía constitucional. Belgrano, por
ejemplo, propuso la creación de una monarquía inca que favorezca la restauración
de uno de sus descendientes. Para algunos diputados, preocupados por la
reconstrucción del orden interno, esta forma de gobierno podía garantizar la unidad
del territorio. Varios apoyaron el proyecto como San Martín y Güemes, pero otros se
opusieron a la autoridad de cualquier rey, en defensa de un proyecto republicano.
En ese momento la cuestión quedó inconclusa, por ello lo fundamental del Congreso
fue la declaración de Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica:

“Es voluntad unánime e indudable de estas provincias romper los violentos vínculos
que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron
despojadas e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey
Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”

Días más tarde, cuando se supo que era inminente una invasión portuguesa contra
la Liga de los Pueblos Libres, se agregó a la declaración que la independencia era
también respecto de cualquier otra dominación extranjera.

El nombre adoptado para el nuevo estado, la publicación del acta de independencia


en castellano, quechua y aymara o la proclamación de Santa Rosa de Lima como
“Patrona de la Independencia de América”, expresaban el carácter americano del
proceso de emancipación. Sin embargo, el vocablo Sudamérica también hacía
referencia a la indefinición del momento respecto a cuáles serían las provincias que
realmente quedarían bajo la nueva condición jurídica. En este sentido, esa nación
invocada en la declaración de independencia, no era la nación argentina y el término
no hacía referencia a ninguna homogeneidad cultural supuesta, sino a un pacto
político sostenido en la voluntad y el consentimiento de los pueblos.

El Congreso de Tucumán declaró la independencia pero no logró consagrar una


forma reconocida por quienes aspiraba a representar, ya que la Constitución de 1819
concitó fuertes rechazos por su centralismo. El sistema político reorganizado en
Tucumán se derrumbó. “Pero el principal aporte del Congreso, la declaración del 9
de julio, se mantuvo como referencia ineludible para cualquier proyecto político
desde entonces.”
Durante el proceso de independencia del Río de la Plata y los años de organización
nacional que le siguieron, se desarrollaron dos tendencias políticas opuestas:
federalismo y centralismo, que dieron lugar a la aparición de dos bandos: federales y
unitarios. La lucha entre federales y unitarios estuvo presente durante los primeros
cincuenta años de vida de lo que hoy es Argentina.

Las posiciones de los unitarios y de los federales representaron formas opuestas de


organizar las relaciones entre las distintas provincias que integraban el nuevo
Estado Nacional. Si bien la revolución surgió frente a la tradición colonial que había
concentrado el poder en el monarca, una vez libres del control español empezó el
choque de intereses entre aquellos que habían luchado juntos.

Por un lado, algunos consideraban que lo mejor era que una provincia tuviera el
control sobre las otras. A este pensamiento se le llamó centralismo o unitarismo. Ese
grupo predominaba en Buenos Aires, aunque también tenía seguidores en las
provincias. Los unitarios o centralistas pretendían que toda la actividad económica y
la vida política estuvieran reguladas desde la capital. Esa posición se basaba en la
tradición virreinal y en el control del puerto. El partido federal era más variado.
Básicamente, sus integrantes tenían en común la oposición al centralismo porteño.
De todas maneras, se los puede definir como partidarios de que cada provincia
conservara su autonomía y pudiera regirse libremente, aunque formara parte de una
unidad mayor.

Federales y Unitarios se enfrentaron durante casi cincuenta años, incluso después


de que se conformaron las Provincias Unidas y los Federales controlaran Buenos
Aires. Los caudillos de las distintas provincias entendían de diferente manera el
modo en que debía aplicarse el modelo federal y eso provocó divisiones internas.
Finalmente, el sistema adoptado por la República Argentina en la década de 1860 fue
el federal, pero con limitaciones que aseguraron cierto predominio de su capital.
El 10 de diciembre de 1825 el Imperio del Brasil declaró la guerra a las entonces
Provincias Unidas del Río de la Plata y, días después, el 22 de diciembre, procedió al
bloqueo del puerto de Buenos Aires -una de las fuente de ingresos económicos más
significativa para el país-, que con avances y retrocesos, continuó hasta el final de la
contienda.

En consecuencia, durante el mes de enero de 1826, el Congreso argentino procedió a


organizar la defensa naval. Fue autorizada la guerra de corso contra el comercio
marítimo brasileño, se adquirieron embarcaciones para formar una escuadra naval y
se nombró como su jefe a Guillermo Brown. Se contó con un solo buque de gran
porte: la corbeta “25 de Mayo”. A ella se sumaron 4 bergantines, 3 goletas y 9 lanchas
cañoneras.

Durante la contienda, la escuadra argentina consiguió mantener las líneas de


comunicación y abastecimiento con el ejército en operaciones, en ocasiones
neutralizó el bloqueo naval y se enfrentó a la escuadra del Imperio del Brasil
durante toda la guerra.

Ante la Escuadra Imperial, la argentina no sólo era muy inferior en medios, sino
también en maniobras conjuntas, dado que había sido recientemente formada.

La Escuadra Imperial dominaba casi la totalidad de la costa septentrional del Río de


la Plata, siendo sus principales asentamientos Montevideo y Colonia. El primero era
apostadero para fondeadero y sostén logístico del núcleo más importante de la flota
brasileña, mientras que el segundo servía de apoyo a la flotilla brasileña que
operaba en el río Uruguay, y a los corsarios que jaqueaban el comercio fluvial.

En este contexto, el esquema estratégico naval fue relativamente sencillo, y aspiró a


impedir que el bloqueo del puerto de Buenos Aires se consolidara, hostigando los
movimientos de la escuadra brasileña con persistentes acciones ofensivas que
desgastaran al adversario.

La Convención Preliminar de Paz entre ambos países beligerantes dispuso la


independencia de la Provincia Oriental y el cese de las hostilidades, pero fue
considerada deshonrosa para la entonces República Argentina, y su gobierno
decidió continuar el conflicto hasta el 28 de agosto de 1828.

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