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sólo puede ser comprendido en el marco del proceso revolucionario que se extiende
entre 1810 y 1820. Los primeros años de esa década, estuvieron marcados por los
intentos frustrados de asociar la lucha de la independencia con la construcción de un
nuevo orden político. A partir de 1814, luego de la restauración de Fernando VII en
el trono, se inició un período caracterizado por la retracción de las fuerzas
revolucionarias y las disputas por la soberanía.
Los principales objetivos del Congreso eran reconstruir el poder central eligiendo
un nuevo director supremo; declarar la independencia, definiendo un plan contra los
realistas; y acordar una forma de gobierno que se plasmara en una Constitución. En
mayo se designó a Juan Martín de Pueyrredón como nueva cabeza del Directorio,
reconstruyendo así una autoridad que en teoría sería respetada por todos los
integrantes del Congreso.
Acordar una forma de gobierno que integrara a los territorios del ex virreinato del
Río de la Plata, resultaba más complejo si se tiene en cuenta que el Alto Perú estaba
ocupado por las tropas realistas y los pueblos del litoral y la banda oriental, que no
enviaron diputados. Pero la reafirmación de la independencia y soberanía de ese
estado requería dos condiciones una, la redacción de una constitución y otra, lograr
el apoyo de las potencias europeas. En este sentido, los debates sobre la forma de
gobierno incluyeron, tanto los aspectos relacionados con el ejercicio de la soberanía -
monarquía o república-, como posturas antagónicas en torno a su titularidad -
pueblos o nación-.
“Es voluntad unánime e indudable de estas provincias romper los violentos vínculos
que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron
despojadas e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey
Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”
Días más tarde, cuando se supo que era inminente una invasión portuguesa contra
la Liga de los Pueblos Libres, se agregó a la declaración que la independencia era
también respecto de cualquier otra dominación extranjera.
Por un lado, algunos consideraban que lo mejor era que una provincia tuviera el
control sobre las otras. A este pensamiento se le llamó centralismo o unitarismo. Ese
grupo predominaba en Buenos Aires, aunque también tenía seguidores en las
provincias. Los unitarios o centralistas pretendían que toda la actividad económica y
la vida política estuvieran reguladas desde la capital. Esa posición se basaba en la
tradición virreinal y en el control del puerto. El partido federal era más variado.
Básicamente, sus integrantes tenían en común la oposición al centralismo porteño.
De todas maneras, se los puede definir como partidarios de que cada provincia
conservara su autonomía y pudiera regirse libremente, aunque formara parte de una
unidad mayor.
Ante la Escuadra Imperial, la argentina no sólo era muy inferior en medios, sino
también en maniobras conjuntas, dado que había sido recientemente formada.