Está en la página 1de 2

Al Trote

Eugenio Ruiz Orozco

Las lecciones de la pandemia

Hemos cumplido casi ocho semanas de reclusió n. El tiempo se aplana. El ayer y el hoy
se asemejan demasiado. Para los que todo tienen, nada cambia, si acaso algo puede
alterar su forma de vida está n prestos a moverse, son ciudadanos del mundo. Para
quienes somos parte de las clases medias, que tenemos, hasta ahora, el alimento
garantizado y un lugar donde resguardarnos, un día y el siguiente son iguales. Vivimos
con la esperanza de que esta pesadilla termine para seguir viviendo como antes. Para
los que tienen poco o nada, podríamos suponer que nada cambia, tienen tanto tiempo
en el fondo de la pirá mide social, que es difícil pensar que algo se modifique.

Falso. En unas semanas todo ha cambiado. Se perdió la certidumbre.

Ayer, aunque en forma precaria, injusta, dolorosa incluso, los mínimos indispensables
estaban cubiertos, aunque no para todos.

Un salario insuficientemente remunerador, que se sumaba al de la familia, permitía


enfrentar el día a día. No ajustaba, pero hay la llevaban. No todos tenía casa, pero si
había una casa a la que todos llegaban y compartían lo que había. Había solidaridad,
esperanza.

Un sistema de salud, disminuido, precario, inequitativo, injusto, humillante si se


quiere, permitía ir superando, a muchísimas mexicanas y mexicanos las enfermedades
y padecimientos que van de la mano de la vida.

Una estructura educativa deformada por los intereses políticos, llena de pequeñ os
egoísmos, deficiente por su calidad, incapaz de formar personas para el éxito, lejana a
convertirse en la palanca para lograr la movilidad social y ofrecer un mejor destino,
no era lo mejor, pero funcionaba. Sí, ahí estaba, con todas las imperfecciones que se
quiera, sin embargo era un tablita de salvació n para quienes le apostaran al esfuerzo
personal. No incluía a todos, pero muchos pudieron por esa vía construir un futuro
mejor.

La seguridad pú blica no era ajena a mú ltiples intereses, pero funcionaba. Las calles,
cubrían su doble propó sito: eran las vías que conectaban a la ciudad, pero también
eran el espacio de convivencia del barrio. Allí aprendimos a jugar, hicimos amigos, la
tradició n, esa forma de cultura oral, de enseñ anza de padres a hijos, florecía bajo la
vigilancia de los abuelos. Ahí se formó nuestra identidad como ciudadanos y el amor
por el terruñ o. La calle era prolongació n del hogar y era segura.
El problema es que el tejido social se rompió . No sabemos, ni nos importa, quien vive
al lado. Si el hijo de alguien pró ximo llega a casa con un BMW ú ltimo modelo,
admiramos el automó vil y no preguntamos como es que un joven de 18 añ os lo
consiguió . Vemos la forma y descuidamos el fondo.

El problema es que el gobierno se vació de autoridad, perdió su razó n de ser, y parece


que a pocos importa.

El problema es, ente otros, que dejamos de conjugar en primera persona del plural y
las ú nicas palabras que nos importan son: Yo y Mío.

Fuenteovejuna. Llegó la hora de pararnos frente al espejo.

También podría gustarte