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Roland Barthes
Escritos sobre el teatro
Textos reunidos y presentados
por Jean-Loup Rivière

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Título original: Écrits sur le théâtre. Textes réunis et présentés par Jean-Loup Rivière.
Publicado originalmente en francés en 2002 por Éditions du Seuuil, París, Francia.
Traducción de Lucas Verman y Ramón Andrés.
Publicació0n en castellano: Barcelona, Paidós, 2009. - ISBN 978-84-493-2289-1
EL T E A T R O G R I E G O

Hacia finales del siglo vil a. C., el culto a Dioniso había


producido, principalmente en la región doria de Corinto y
Sicione, un género floreciente, mitad religioso, mitad litera-
rio, constituido por coros y danzas: el ditirambo. El diti-
rambo habría sido introducido en Ática hacia el 550 a. C
por un poeta lírico, Tespis, el cual habría organizado repre-
sentaciones ditirámbicas de aldea en aldea, transportando
su material en un carro y reclutando a los coros sobre el te-
rreno. Unos dicen que fue Thespis el inventor del primer
actor, y por lo tanto el creador de la tragedia; otros dicen
que fue su sucesor, Frínico. El nuevo drama recibió muy
pronto la consagración de la ciudad; quedó a cargo de una
institución propiamente cívica, la competición: el primer
concurso ateniense de tragedia habría tenido lugar en el 538,
bajo Pisístrato, el cual deseaba promover las fiestas y los
cultos en su tiranía. Lo que viene después es ya conocido: el
teatro se instala en un terreno consagrado a Dioniso, que si-
gue siendo el patrón del género; grandes poetas (valdría más
decir grandes promotores teatrales), casi contemporáneos
unos de otros, dan a la representación dramática una es-
tructura adulta, un sentido histórico profundo; este proce-
so coincide con el triunfo de la democracia, la hegemonía de
Atenas, el nacimiento de la historia y la escultura de Fidias:
es el siglo v, el siglo de Pericles, el siglo clásico. Más tarde,
desde el siglo iv hasta el fin del periodo alejandrino, y a ex-
318 ESCRITOS SOBRE EL TEATRO

cepción de algunos repuntes del genio de los que sabemos


bien poco (Menandro y la comedia nueva), viene la deca-
dencia: obras mediocres, desaparecidas por esa misma ra-
zón, abandono progresivo de la estructura coral, la estruc-
tura específica del teatro griego.
Así expuesta, esta historia sigue teniendo mucho de mí-
tica. Sus rasgos son oscuros, en el mejor de los casos hipo-
téticos: no sabemos nada cierto sobre la relación que debe
establecerse entre el teatro griego y el culto a Dioniso; y no
hay que olvidar que hemos perdido prácticamente todo el
repertorio: géneros enteros, el ditirambo, la comedia sici-
liana, la comedia de Epicarmio, el drama satírico, del que
no nos queda casi nada; centenares de obras: de varias ge-
neraciones de autores dramáticos, sólo conocemos bien a
tres poetas trágicos y a uno cómico: Esquilo, Sófocles,
Eurípides, Aristófanes; la obra de estos autores es una
mera antología (por ejemplo, siete tragedias de las setenta
que escribió Esquilo), y además mutilada: todas las trilogías
trágicas están incompletas, a excepción de La Orestíada de
Esquilo; a falta del Prometeo liberado, ignoramos la reso-
lución que daba Esquilo al conflicto entre los hombres y
los dioses. Otros rasgos, mejor conocidos, han sido defor-
mados por la imagen de la sincronía clásica: en su periodo
más prestigioso, el siglo v, el teatro griego sólo dispone de
técnicas rudimentarias; su materialidad se sofistica y se en-
riquece (o más bien se complica) precisamente cuando las
obras se vuelven mediocres; este teatro continuó teniendo
además un importante éxito de público durante todo su
periodo de decadencia, de modo que si le aplicáramos cri-
terios sociológicos, y no estéticos, deberíamos invertir toda
nuestra perspectiva histórica.
El mito del siglo v proyecta pues una imagen que nece-
sitaría muchos retoques. Pero esta imagen tiene al menos
un punto de verdad: el teatro griego está formado por un
EL TEATRO GRIEGO 319

conjunto organizado de obras, de instituciones, de proto-


colos y de técnicas, posee una estructura. Y esta estructura
es tanto más importante en este caso cuanto que la especia-
lidad de este teatro fue precisamente la síntesis, la coheren-
cia entre códigos dramáticos distintos. Al inmovilizar el tea-
tro griego en el siglo v se pierde sin duda una dimensión
histórica; pero se gana una verdad estructural, es decir, una
significación.

L A S OBRAS

En la época clásica, el espectáculo griego incluye cuatro


géneros principales: el ditirambo, el drama satírico, la tra-
gedia y la comedia. A los que podríamos añadir: el cortejo
que precedía a la fiesta, el cornos, probablemente un vesti-
gio de las procesiones (o más exactamente los cortejos dio-
nisiacos); y aunque eran más conciertos que representacio-
nes, también las audiciones timélicas, especie de oratorios
cuyos intérpretes se situaban en la orchestra, alrededor de
la tbymele, el lugar consagrado a Dioniso.
El ditirambo surgió en el siglo vil a. C. a partir de cier-
tos elementos del culto a Dioniso, probablemente cerca
de Corinto, villa comerciante y cosmopolita. Pronto tomó
dos formas: una forma literaria y otra popular, en la cual el
texto era (en gran medida) improvisado. Llevado a Atenas
por Thespis, el ditirambo se hizo un lugar propio allí: la
ampliación del género dramático (tragedia y comedia) no
le supuso ningún recorte; las representaciones ditirámbicas
ocupaban las dos primeras jornadas de las Grandes Dioni-
siacas, antes de los días consagrados a los concursos de trage-
dia y comedia. El ditirambo era una especie de drama líri-
co de tema mitológico y a veces histórico, lo que recordaba
mucho la tragedia. La diferencia (capital) era que el diti-
320 E S C R I T O S S O B R E EL T E A T R O

rambo se representaba sin actores (aunque hubiera solos),


y sobre todo sin máscaras ni vestuario. El coro era nume-
roso: cincuenta intérpretes, ya fueran niños (de menos de
dieciocho años) u hombres. Era un coro cíclico, es decir,
sus danzas tenían lugar en la orchestra, alrededor de la
thymele, y no de cara al público, como en la tragedia. La
música estaba basada principalmente en modos orientales,
y era tumultuosa (por oposición al canto apolíneo); con el
tiempo la música iría tomando cada vez más preeminencia
sobre el texto, lo que acerca el ditirambo a nuestra ópera.
No nos queda ningún ditirambo, salvo algunos fragmentos
mutilados de Píndaro.
Nuestra ignorancia del drama satírico es casi la misma,
y resulta más problemática porque era la continuación
obligatoria de toda trilogía trágica. De este género no nos
queda más que Los sabuesos de Sófocles, El cíclope de Eu-
rípides, y algunos fragmentos de Esquilo recientemente
encontrados. Procedente también de la región de los do-
rios, el drama satírico habría sido introducido en Atenas
por Pratinas, más o menos por las mismas fechas en que
Esquilo comenzaba su carrera; pronto fue incorporado
al complejo trágico (tres tragedias seguidas), que se con-
virtió entonces en una tetralogía. El drama satírico es
muy próximo a la tragedia; tiene su misma estructura, y su
tema es mitológico. Lo que marca la diferencia, y por lo
tanto constituye el género, es que el coro está compuesto
obligatoriamente por sátiros, conducidos por su jefe Sile-
no, padre adoptivo de Dioniso (el drama satírico era lla-
mado también drama silénico en Atenas). El coro tiene
una gran importancia dramática, es el actor principal:
marca el tono del género, lo convierte en una «tragedia di-
vertida»; y es que los sátiros son unos «desvergonzados»,
no son «buenos para nada», son amigos de la broma, de la
bufonada (el drama satírico terminaba bien); sus danzas
E L TEATRO GRIEGO 321

tienen un carácter grotesco, van disfrazados y llevan más-


cara.
En este teatro toda obra tiene una estructura fija, la alter-
nancia de las partes está reglada, las variaciones de orden son
ínfimas. Una tragedia griega comprende: el prólogo, escena
preparatoria expositiva (monólogo o diálogo); el parodos,
canto de entrada del coro; los episodios, muy parecidos a los
actos de nuestras obras (aunque de longitud más variable),
separados por cantos danzados del coro, llamados stasi-
ma (la mitad del coro cantaba las estrofas, la otra mitad las
antistrofas); el episodio final, que consistía en general en la
salida el coro, llamado éxodos. La comedia reproduce una
alternancia análoga de cantos corales y recitados. Su estruc-
tura es sin embargo algo distinta; respecto a la tragedia, in-
troduce dos elementos originales: el agón, o combate, esce-
na que corresponde al primer episodio de la tragedia, y es
obligatoriamente una escena de disputa, al término de la cual
el actor que representa las ideas del poeta triunfa sobre su
adversario (pues la comedia ateniense es siempre una obra
de tesis); y sobre todo la parábasis, que venía después del
agón: tras la marcha (provisional) de los actores, el coro se
quita el manto, se da la vuelta y avanza hacia los espectado-
res; una parábasis (ideal) tenía siete partes: un canto muy
corto, la commation; los anapestos, o discursos del corifeo
(el líder del coro) al público; el pnigos (ahogo), largo parla-
mento sin interrupciones; finalmente, cuatro fragmentos si-
métricos, de estructura estrófica. Ni la tragedia ni la comedia
(menos aún la comedia) requerían una unidad de espacio
y de tiempo (aunque se tendía a ellas): en Las mujeres de
Etna, de Esquilo, la acción se desplazaba cuatro veces.
Más allá de las variaciones (históricas o de autor), esta
estructura mantiene una constante, o lo que es lo mismo,
un sentido: la alternancia reglada del discurso y el canto, de
la recitación y el comentario. Tal vez sea mejor incluso ha-
322 ESCRITOS SOBRE EL TEATRO

blar de «relato» que de «acción»; al menos en la tragedia,


los episodios (nuestros actos) están lejos de representar ac-
ciones, es decir, modificaciones inmediatas de situaciones;
la acción aparece las mayor parte de las veces refractada
por formas intermedias de exposición, las cuales producen
cierto distanciamiento: ya sean relatos (de batallas o de ase-
sinatos), confiados típicamente al mensajero, o escenas de
confrontación verbal, que trasladan en cierto modo la ac-
ción a su superficie conflictiva (a los griegos les gustaban
mucho estas escenas, y es casi seguro que hacían lecturas
públicas de ellas, fuera de la representación propiamente
dicha). Vemos surgir aquí la dialéctica formal que está en la
base de este teatro: la palabra expresa la acción, pero tam-
bién la oculta: «lo que pasa» tiende siempre,a ser «lo que ha
pasado».
La acción recitada se ve periódicamente suspendida por
el comentario coral, lo que obliga al público a cambiar de
perspectiva tanto intelectual como lírica. Pues aunque el
coro comenta lo que acaba de pasar ante nuestros ojos,
su comentario consiste esencialmente en una interrogación:
mientras unos relatan «lo que ha pasado», el coro responde
con un «¿qué pasará?», de modo que la tragedia griega
(pues de ella se trata principalmente) es siempre un espec-
táculo triple: el espectáculo de un presenté (asistimos a la
transformación del pasado en futuro), de una libertad (¿qué
hacer?) y de un sentido (la respuesta de los dioses a los
hombres).
Tal es la estructura del teatro griego: la alternancia or-
gánica entre la cosa interrogada (la acción, el escenario, la
palabra dramática) y el hombre que interroga (el coro, el
comentario, la palabra lírica). Y esta estructura «suspendi-
da» corresponde a la distancia misma que separa el mundo
de las preguntas que uno pueda hacerle. Ya la mitología ha-
bía consistido en la imposición de un vasto sistema sémán-
E L TEATRO GRIEGO 323

tico a la naturaleza. El teatro se apropia de la respuesta mi-


tológica y se sirve de ella como reserva para nuevas inte-
rrogaciones: pues interrogar a la mitología es interrogar a
lo que en tiempos había sido la respuesta completa. El tea-
tro griego es en sí mismo una interrogación, y ocupa en este
sentido un lugar entre dos interrogaciones: una religiosa, la
mitología; otra laica, la filosofía (en el siglo iv a. C.). Y es
cierto que este teatro constituye una vía de secularización
progresiva del arte: Sófocles es menos «religioso» que Es-
quilo, Eurípides menos que Sófocles. A medida que la in-
terrogación iba tomando formas cada vez más intelectua-
les, la tragedia evolucionaba hacia lo que hoy llamamos el
drama, o incluso la comedia burguesa, basados en el con-
flicto de caracteres, no en el conflicto de destinos. Y lo que
marcó este cambio fue precisamente la atrofia progresiva
del elemento interrogador, es decir, del coro. La misma
evolución se observa en la comedia; la comedia política (la
de Aristófanes) abandona progresivamente el cuestiona-
miento de la sociedad (aunque este cuestionamiento fuera
regresivo), para convenirse en una comedia de intriga, de
carácter (con Filemón y Menandro): la tragedia y la come-
dia pasaron a tener entonces por objeto la «verdad» huma-
na; en otras palabras, el tiempo de las preguntas había pa-
sado para el teatro.

LAS INSTITUCIONES

¿Teatro religioso o teatro civil? Los dos a la vez, sin


duda: no podía ser de otro modo en una sociedad que des-
conocía la idea de laicidad. Pero los dos elementos no tie-
nen el mismo valor: la religión (sería mejor decir el culto)
domina el origen del teatro griego, y está todavía presente
en las instituciones que lo regulan en su época adulta; pero
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es ya la ciudad la que le da su sentido: su ser depende de sus


caracteres adquiridos, más que de los innatos. Y si dejamos
a un lado la cuestión del coro (que por otro lado es un ele-
mento religioso transpuesto), el culto dionisiaco está pre-
sente sólo en las coordenadas del espectáculo (espacio y tiem-
po), no en su sustancia.
Es sabido que las representaciones teatrales sólo podían
tener lugar tres veces al año, con ocasión de las fiestas en
honor de Dioniso. Había una jerarquía: las Grandes Dio-
nisiacas, las Lenaianas, y las Dionisiacas campestres. Las
Grandes Dionisiacas (o Dionisiacas urbanas) eran una gran
fiesta ateniense (aunque la hegemonía de Atenas les dio
pronto un carácter panhelénico), que tenía lugar al co-
mienzo de la primavera, hacia finales del mes de marzo; la
fiesta duraba seis días e incluía normalmente tres concur-
sos (de ditirambo, de tragedia y de comedia); en las Gran-
des Dionisiacas tuvieron lugar la mayor parte de los es-
trenos de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Las Lenaianas o
Lenaias, o más exactamente, las Dionisiacas de Lenaion,
tenían lugar en enero; era una fiesta exclusivamente ate-
niense, más sencilla que las Grandes Dionisiacas; no dura-
ba más que tres o cuatro días y no incluía concurso de diti-
rambos. Las Dionisiacas campestres tenían lugar a finales
del mes de diciembre, en los demos (pueblos) de la Ática;
los demos pobres honraban al dios con un simple corte-
jo; los ricos organizaban concursos de tragedias y come-
dias; pero sólo se ofrecían reposiciones, a excepción de los
demos más ricos, como El Pireo, donde tuvo lugar, según
Sócrates, un estreno de Eurípides.
Para todas estas fiestas, se edificaba un teatro (que signi-
fica, literalmente, «el lugar desde donde se mira») sobre un
terreno dedicado a Dionisos. La consagración del espacio
teatral suponía la consagración de todo cuanto sucedía en
él: los espectadores llevaban la corona religiosa, los intér-
EL TEATRO GRIEGO 325

pretes eran sagrados, y a la inversa, el delito se convertía en


sacrilegio. En este espacio consagrado, había dos lugares
que daban un testimonio más concreto del culto que se ren-
día al dios: en la orchestra, probablemente dominada por la
estatua de Dioniso, instalada con gran pompa al comienzo
de la fiesta, la thymele (¿qué era la thymele~í\ puede que un
altar, puede que una fosa destinada a recibir la sangre de las
víctimas; en todo caso, un lugar sacrificial); y en la cavea,
es decir, en la grada, ciertos lugares reservados al clero de
los diferentes cultos atenienses (un clero siempre ocasional,
como es sabido, pues el sacerdocio era producto de la elec-
ción, de la suerte o de una transacción, pero nunca vocacio-
nal); el derecho a estos lugares de honor se llamaba proe-
dria: se extendía a los altos dignatarios y a ciertos invitados.
Como puede verse, todas estas instituciones tienen un
papel marginal: una vez iniciada la representación, ningún
elemento cultual intervenía ya en su desarrollo (a excep-
ción quizá de ciertas evocaciones de los muertos, y de cier-
tas invocaciones divinas). Sin embargo, se atribuye habi-
tualmente un origen religioso a la sustancia misma del
espectáculo griego, manifiestamente secularizado ya en la
época clásica. ¿Qué papel tiene el elemento religioso, exac-
tamente? El origen religioso propiamente dicho no admite
discusión; lo que está abierto a la especulación es la forma
que pudiera tomar esta filiación. La hipótesis más conoci-
da es la de Aristóteles: la tragedia habría nacido del drama
satírico, y el drama satírico del ditirambo; la comedia ha-
bría seguido una vía diferente, partiendo de los cantos fáll-
eos; Aristóteles no aborda la cuestión de la relación del di-
tirambo con el culto a Dioniso, vínculo que los modernos
llevan tiempo esforzándose en explicar. Pero ¿es exacta la
filiación interna de los tres primeros géneros? En nuestros
días comienzan a surgir ciertas dudas; algunos piensan que
sólo el ditirambo, el drama satírico y la comedia deberían
326 ESCRITOS SOBRE EL TEATRO

asociarse a Dioniso (la tragedia sería un caso a parte), y que


la filiación sería directa para cada género: en definitiva, la
tragedia ya no sería, en palabras de Aristóteles, la revela-
ción progresiva de una esencia (la de la imitación seria).
Como es sabido el culto a Dioniso, plagado de elemen-
tos orientales, incluía auténticas danzas de posesión por
parte de la thiase del dios (su cofradía), símbolo de su cor-
tejo. La danza cíclica del ditirambo sería pues una repro-
ducción de las rondas colectivas de los poseídos por la ma-
nía divina, y sabemos por ciertas tradiciones orientales,
todavía vivas hace un siglo en el islam, que estas rondas o
vueltas eran a la vez expresión y exorcismo de la histeria
colectiva. En cuanto al drama satírico, su filiación cultual
sería doble: por un lado, las danzas, consistentes en una se-
rie de saltos caóticos, reproducirían la manía individual (ya
no colectiva) que algunos han asimilado al ataque convul-
sivo de Charcot; por otro lado, su carácter travestido (pues
los sátiros van disfrazados y enmascarados) vendría de car-
navales muy antiguos, en los que se usaban máscaras de ca-
ballo (pues el caballo era entonces el animal del infierno).
Por último, la comedia sería una prolongación, al menos en
su sección inicial (parodos, agón j pardbasis), de los comoi,
que eran representaciones de máscaras ambulantes anima-
das por jóvenes enmascarados, y que servían para abrir las
ceremonias cultuales.
Simplificando mucho, el lazo que une el culto dionisia-
co con estos tres géneros sería pues de orden físico, por así
decirlo: este lazo sería la posesión o, para ser más precisos,
la histeria (cuya relación con los comportamientos teatra-
les es conocida), de la cual la danza es a la vez cumplimien-
to y liberación. Tal vez sea éste el contexto en que hay que
entender la noción de catharsis teatral; como es sabido, la
mayoría de los debates sobre la finalidad de la tragedia,
desde Racine hasta Lessing, se han centrado en esta noción
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recibida de Aristóteles. ¿Cuál es la función (en último tér-


mino utilitaria) de la tragedia?, ¿«purgar» las pasiones del
hombre para despertar el miedo y la compasión en su áni-
mo, o bien liberarle simplemente de ese miedo y de esa
compasión? Mucho se ha discutido sobre la naturaleza de
estas pasiones, objetos y fines al mismo tiempo de la imita-
ción teatral. Y sin embargo la noción más ambigua de todas
sigue siendo la catarsis: ¿se trata acaso de «arrancar de raíz»
la pasión (según la bella expresión de Corneille)?, ¿o, más
modestamente, de purificarla, de sublimarla, de limar sim-
plemente sus excesos irracionales (Racine)? No tendría
sentido escamotearle a este debate todo lo que la historia
le ha dado de autenticidad; pero desde un punto de vista
histórico es sin duda algo inútil; ni Corneille, ni Racine, ni
Lessing podían hacerse una idea del contexto, a la vez mís-
tico y médico, si puede decirse así, que da probablemente
su verdadero sentido a la noción de catarsis dramática; en
términos médicos, la catarsis viene a ser el desenlace de
la crisis histérica; en términos místicos, es a la vez la pose-
sión del dios y la liberación de esta misma posesión, posesión
en vistas a una liberación; es difícil trasladar este tipo de
experiencias al vocabulario científico de hoy, sobre todo
cuando deben ir asociadas a una representación teatral
(aunque el psicodrama y el sociodrama les dan cierta ac-
tualidad); sólo podemos aventurar que en la medida en
que el teatro antiguo procedía del culto a Dioniso, consti-
tuía una «experiencia total» que combinaba y sintetizaba
diversos estados intermedios, incluso contradictorios, en
suma, una conducta concertada de «desposesión», o si pre-
ferimos un término más soso, pero más moderno, de «ex-
trañamiento».
¿Y la tragedia? Paradójicamente, el más prestigioso de
los géneros patrocinados por Dioniso no debería nada, al
menos directamente, al culto del dios: por influencia de los
328 E S C R I T O S S O B R E EL T E A T R O

géneros propiamente dionisiacos, la ciudad se habría vuelto


simplemente receptiva hacia una nueva forma dramática
creada por sus poetas; la tragedia sería, en esencia, una crea-
ción de Atenas, a la que el dios habría cedido su teatro y su
patrocinio por simple vecindad. Si fuera así, ya no habría
que buscar una relación de carácter entre Dioniso y la tra-
gedia (una relación que siempre ha resultado forzada). Dio-
niso es un dios complejo, podríamos decir que dialéctico; es
a la vez un dios infernal (del mundo de ios muertos) y un
dios de la renovación; es, si se quiere, el dios de esta contra-
dicción misma. No hay duda de que al civilizarse, es decir,
al acceder al rango de instituciones civiles, los géneros dio-
nisiacos (ditirambo, drama satírico y comedia) depuraron,
simplificaron y suavizaron el carácter inquietante del dios:
pero era sólo una cuestión de acento. En el caso de la trage-
dia, la autonomía es flagrante: no hay nada en la tragedia
que pueda tener su origen en la irracionalidad dionisiaca, ya
sea demoníaca o grotesca.
Todo esto invita a subrayar el carácter civil del teatro
griego, sobre todo en lo tocante a la tragedia: su esencia le
viene de la ciudad. La ciudad, es decir, Atenas, a la vez pue-
blo y Estado, municipio y nación, sociedad particular y
«mundial». ¿Cómo se integra el espectáculo en esta socie-
dad? A través de tres instituciones: la coregUt, el theoricon,
y el concurso.
El teatro griego era un teatro legalmente ofrecido por los
ricos a los pobres. La coregia era una liturgia, es decir, una
obligación que el Estado imponía oficialmente a los ciuda-
danos ricos: el corego debía encargarse de instruir y equipar
un coro. En la época clásica, había unos doscientos ciudada-
nos gravables por su fortuna con una liturgia de este tipo (la
coregia no era la única), de los cuarenta mil que vivían en
la Ática; entre ellos designaba el arconte a los coregos del
año, tantos evidentemente como coros admitidos a concur-
EL TEATRO GRIEGO 329

so; las cargas financieras eran importantes: el corego debía


alquilar el lugar de ensayo, pagar el material, proporcionar
bebida a los intérpretes, y hacerse cargo del salario de los ar-
tistas; los gastos de un corego trágico se han evaluado en
veinticinco minas, y en quince los de un corego cómico (la
mina correspondería más o menos a cien días de sueldo de
un obrero no especializado). Con el empobrecimiento del
Estado (al término de la Guerra del Peloponeso), se admitió
la asociación de dos ciudadanos en una sola coregia: fue la sin-
coregia. Más tarde la coregia desapareció y dio paso a la ago-
nothesia: una especie de comisariado general de los espec-
táculos, cuyo presupuesto se alimentaba en principio del
Estado, aunque también, al menos en parte, del patrimonio
del propio comisario (designado por un año). Obviamente,
se puede establecer un vínculo entre el empobrecimiento
progresivo de las fortunas y la desaparición del coro.
En un principio, la entrada al teatro era gratuita para to-
dos los ciudadanos; pero como de este modo se atraía a un
gran público, se estableció un precio de entrada de dos óvo-
los por día de espectáculo (un tercio del salario de un obrero
no especializado). Esta tasa, poco democrática por perjudicar
a los pobres, fue pronto abolida y sustituida por una subven-
ción del Estado a los ciudadanos pobres; la subvención, de
dos óvolos por cabeza (dióvolo), fue establecida hacia el 410
por Cleofonte, y la institución tomó el nombre de theoricon.
La coregia y el theoricon aseguran la existencia material
del espectáculo. Una tercera institución—no menos impor-
tante— será la encargada de asegurar el control de la demo-
cracia sobre su valor (y no hay que olvidar que el control de
un valor es siempre una censura ideológica): el concurso. Es
bien conocida la importancia que tenía el agón, la competi-
ción, en la vida pública de los antiguos griegos; apenas po-
dríamos compararla con nuestras instituciones deportivas.
¿Cuál es la función del agón, desde el punto de vista social?
330 ESCRITOS SOBRE EL TEATRO

Sin duda, mediatizar los conflictos sin censurarlos. La com-


petición permite conservar la pregunta de los antiguos due-
los (¿quién es el mejor?), pero dándole un sentido nuevo:
¿quién es el mejor en relación con las cosas, quién es el me-
jor en el dominio, ya no del hombre, sino de la naturaleza?
En este caso, la naturaleza es el arte, es decir, una completa
representación de valores religiosos e históricos, morales y
estéticos, un hecho que sigue siendo, si no singular, al menos
poco frecuente: pocas veces se ha visto el arte sometido a un
régimen de competición desinteresada de este tipo.
La mecánica de los concursos dramáticos era compleja,
pues los griegos eran muy puntillosos con la limpieza de
sus competiciones. El arconte, tal como hemos visto, desig-
naba a los coregos; también fijaba la lista de los poetas admi-
tidos a concurso (el poeta era al principio autor y actor, más
tarde pasó a escoger personalmente a sus actores, y en las
Grandes Dionisiacas terminó por establecerse un concurso
de actores trágicos); el emparejamiento de los coregos (y de
sus coros) por un lado, y de los poetas (y su compañía) por
el otro, se realizaba por sorteo, democráticamente, es decir,
en la Asamblea del Pueblo. Había tres concursantes para
la tragedia (cada uno presentaba una tetralogía) y tres (más
tarde cinco) para la comedia. Cada obra se representaba ob-
viamente una sola vez, al menos en el siglo v; más tarde co-
menzó a haber reestrenos: cada concurso iba precedido por
la presentación de un clásico (sobre todo Eurípides).
El fallo, que se emitía una vez concluida la fiesta, queda-
ba confiado a un jurado de ciudadanos designados por sor-
teo (no hay que olvidar que para los griegos la suerte era un
signo de los dioses), en dos fases: en el momento de la cons-
titución del jurado (de diez ciudadanos), es decir, antes de
las representaciones, y después de la votación, momento en
el que se realizaba un nuevo sorteo que sólo dejaba cinco
votos. Había premios para el coregos, para el poeta, y más
E L TEATRO GRIEGO 331

tarde para el protagonista (trípode o corona). El concurso


terminaba con un veredicto oficial grabado en mármol.
Cuesta imaginar unas instituciones más fuertes, unos
lazos más estrechos entre una sociedad y su espectáculo,
Y como esta sociedad era democrática justo en el momento
en que el arte del espectáculo llegaba a su cima, se ha tomado
gustosamente el teatro griego como modelo del teatro popu-
lar. Hay que recordar, sin embargo, que por más admirable
que fuera la democracia ateniense, no correspondía ni a las
condiciones ni a las exigencias de una democracia moderna.
Como ya se ha dicho, se trataba de una democracia aristo-
crática, que dejaba fuera a los metecos y a los esclavos: había
sólo cuarenta mil ciudadanos entre los cuatrocientos mil ha-
bitantes del Ática; si estos ciudadanos podían participar li-
bremente en las fiestas y los espectáculos, era porque otros
hombres trabajaban por ellos. Pero una vez constituido este
grupo selecto, en el que todos se conocían, reinaba en él una
responsabilidad cívica de una fuerza difícilmente concebible
hoy en día, y que sigue oponiendo la democracia ateniense a
la nuestra; no basta con decir que el ciudadano ateniense par-
ticipaba en los asuntos públicos: el ciudadano gobernaba, es-
taba completamente inmerso en el poder a través de las nu-
merosas asambleas de gestión de las que formaba parte. Y,
sobre todo —otra singularidad—, se trataba de una respon-
sabilidad obligatoria, es decir, constante, unánime; era el
marco mismo de su mentalidad, no se podía hacer, sentir o
pensar nada fuera de un horizonte cívico. ¿Teatro popular?
No. Pero sí teatro cívico, teatro de la ciudad responsable.

LOS PROTOCOLOS

Todavía hace falta completar este cuadro institucional


con un cuadro de usos, pues un espectáculo no adquiere
332 ESCRITOS SOBRE EL TEATRO

todo su sentido sino en la medida en que se articula en la


vida material de sus usuarios.
El teatro griego es un teatro esencialmente festivo. La
fiesta que le sirve de ocasión es una fiesta anual, y dura
varios días. La solemnidad y la duración de la ceremonia
tienen dos consecuencias: para empezar, la suspensión del
tiempo; es sabido que los griegos no conocían el descan-
so semanal, que es una idea de origen judío; no dejaban de
trabajar más que en ocasión de las fiestas religiosas, cier-
tamente muy numerosas. Asociado al término del tiempo
de trabajo, el teatro establecía otro tiempo, el tiempo del
mito y de la conciencia, que podía vivirse no como un
placer, sino como otra vida. Y es que este tiempo suspen-
dido se convertía, por su propia duración, en un tiempo
saturado.
Es preciso recordar aquí hasta qué punto estaban carga-
dos de actividades estos días de fiesta. Antes de la fiesta
propiamente dicha, tenía lugar el proagon, una especie de
desfile para presentar a la multitud los poetas designados y
sus compañías. La primera jornada estaba consagrada a
una procesión destinada a sacar la estatua de Dioniso de su
templo e instalarla solemnemente en el teatro; la procesión
se interrumpía para una hecatombe de toros, cuya carne
era asada allí mismo y distribuida entre la multitud. Venían
después dos días de representaciones ditirámbicas; la no-
che del segundo día se celebraba un cornos o cortejo; des-
pués había tres días de representaciones dramáticas: una te-
tralogía cada mañana (tres tragedias y un drama satírico,
separados por un entreacto de media hora) y una comedia
cada tarde. Antes de la representación propiamente dicha,
más actos solemnes, es decir, más espectáculos: la entrada
de los honorables personajes de la proedria; la exposición
en la orchestra del tributo de oro pagado por los pueblos
aliados; el desfile de los «hijos de la patria» con armadura
EL TEATRO GRIEGO 333

completa; la proclamación de los honores concedidos a


ciertos ciudadanos; una lustración, hecha con la sangre de
un cerdo joven; y el toque de trompeta que anunciaba el
comienzo del espectáculo propiamente dicho. Los festiva-
les de la antigua Grecia eran pues auténticas «sesiones» (las
Grandes Dionisiacas duraban seis días, y cada matinée trá-
gica alrededor de seis horas, del alba al mediodía, para re-
comenzar otra vez por la tarde), durante las cuales la ciu-
dad vivía teatralmente, desde la máscara que se ponían los
ciudadanos para asistir a la procesión inaugural, hasta la
mimesis del espectáculo mismo.
Contrariamente a lo que ocurre en nuestro teatro bur-
gués, no hay aquí ruptura física entre el espectáculo y los
espectadores; la continuidad quedaba asegurada por dos
elementos fundamentales, que nuestro teatro ha tratado de
recuperar recientemente: la circularidad del espacio escéni-
co, y su apertura.
La orchestra del teatro griego era perfectamente circu-
lar (de unos veinte metros de diámetro). Las gradas, que
reposaban en general en las faldas de un monte, formaban
algo más que un hemiciclo. Al fondo, una construcción
que albergaba los bastidores en su interior, y cuyo muro
frontal servía de soporte para los decorados: la skené.
¿Dónde actuaban los intérpretes? Al principio, siempre en
la orchestra, donde se mezclaban actores y coro (puede que
los actores dispusieran simplemente de un estrado bajo, de
unos pocos escalones, delante de la skené)-, más tarde (hacia
finales del siglo iv), se instaló unproskenion delante, estre-
cho pero alto, y la acción se desplazó hacia allí, al tiempo
que el coro perdía importancia. Al principio todo el edifi-
cio era de madera, el suelo de la orchestra de tierra batida;
los primeros teatros de piedra datan de mediados del siglo
iv. Como se ve, lo que hoy llamamos el escenario (conjun-
to de la skené y del proskenion) no tenía en el teatro griego
334 ESCRITOS SOBRE EL TEATRO

una función auténticamente orgánica: como zócalo para la


acción, es un apéndice más bien tardío. En nuestros teatros,
el escenario se agota en la frontalidad de la acción, el espec-
táculo queda fatalmente dividido en un derecho y un revés.
Nada más lejos del teatro antiguo: el espacio escénico es am-
plio, hay una analogía o comunidad de experiencia entre el
«fuera» del espectáculo y el «dentro» del espectador: se tra-
ta de un teatro liminar, que se representa en el mismo suelo
de las tumbas y de los palacios: un espacio cónico que sube
hacia lo alto, abierto al cielo, cuya función es dar a conocer
la noticia (es decir, el destino), y no esconder una intriga.
La circularidad constituye lo que podríamos llamar una
dimensión «existencial» en el espectáculo antiguo. He aquí
otra: el aire libre. Algunos han tratado de imaginar el lado
pintoresco de este teatro matinal, de este teatro de la auro-
ra: la multitud variopinta (los espectadores iban vestidos
de fiesta, con coronas en la cabeza como en toda ceremonia
religiosa), el púrpura y el dorado de los vestidos en el esce-
nario, el brillo del sol, el cielo del Ática (también aquí ha-
bría que matizar: las fiestas de Dioniso tienen lugar en in-
vierno o finales de invierno, más que en primavera). Pero
eso es olvidar que el sentido de estar al aire libre es la fragi-
lidad. Al aire libre, el espectáculo no puede convertirse en
una rutina, es vulnerable y por lo tanto irreemplazable: la
inmersión del espectador en la compleja polifonía que le
rodea por estar al aire libre (el movimiento del sol, el soplo
del viento, el vuelo de los pájaros, los ruidos de la ciudad,
las corrientes frescas) restituyen al drama la singularidad
del acontecimiento. Una sala oscura y el aire libre no pue-
den compartir ese imaginario: el primero es un lugar de
evasión, el segundo de participación.
Por lo que se refiere al público que cubre las gradas
—realidad bien conocida hoy por los espectáculos depor-
tivos—, se encuentra también transformado por su masa;
E L TEATRO GRIEGO 335

el número de localidades es considerable, sobre todo en


relación con la cifra total, modesta, de ciudadanos: alrede-
dor de catorce mil localidades en Atenas (nuestra sala de
Palais de Chaillot no supera las dos o tres mil). Pero, a di-
ferencia de lo que ocurre en nuestras salas o estadios mo-
dernos, la masa estaba estructurada: aparte de los asientos
proedricos, que podían extenderse más allá de la primera
fila, las localidades generales estaban a menudo reservadas
por lotes a ciertas categorías de ciudadanos: los miembros
del Senado, los efebos, los extranjeros, las mujeres (senta-
das por lo general en las gradas más altas). De este modo
se establecía una doble cohesión: masiva, a escala del tea-
tro entero; particular, a escala de los grupos homogéneos
de edad, sexo, función; y es sabido hasta qué punto la in-
tegración de un grupo refuerza sus reacciones y estructu-
ra su afectividad: hay una verdadera «instalación» del pú-
blico en el teatro; a lo cual debe añadirse el último de los
protocolos de posesión: la alimentación; en el teatro se
comía y se bebía, y los coregos generosos hacían circular
vino y pasteles.

L A S TÉCNICAS

La técnica fundamental del teatro griego es una técnica


de síntesis: la choreia, unión consustancial de poesía, músi-
ca y danza. Nuestro teatro no puede darnos una idea de lo
que era la choreia, ni siquiera el teatro lírico, pues en él do-
mina la música en detrimento del texto y de la danza, que
queda relegada a los intermedios (ballets); lo que define la
choreia, en cambio, es la igualdad absoluta de los lenguajes
que la componen: todos son «naturales», por así decirlo,
todos surgen del mismo esquema mental, forjado por una
educación que integraba las letras y el canto bajo el nom-
336 E S C R I T O S S O B R E EL T E A T R O

bre de música (los coros estaban naturalmente compuestos


por aficionados, y no había ningún problema para reclu-
tarlos). Para hacernos una imagen verídica de la choreia, tal
vez habríamos de remontarnos a la educación griega (al
menos tal como la definió Hegel): el ateniense manifiesta
su libertad a través de una representación completa de su
corporeidad (el canto y la danza): precisamente la libertad
de transformar su cuerpo en órgano del espíritu.
Por lo que respecta a la poesía, o mejor dicho a la pala-
bra misma, pues no se trata aquí de definir una técnica, sa-
bemos que se distribuía en tres modos de elocución: una
expresión dramática, hablada, en forma de monólogo o
diálogo, compuesta en trímetros yámbicos (la catalogue)-,
una expresión lírica, cantada, escrita en metros variados (el
melos, o canto); por último, una expresión intermedia, la
paracatalogué, compuesta en tetrámetros: más enfática que
el texto hablado, pero sin el elemento melódico del canto,
probablemente consistía en una declamación melodramá-
tica de tono elevado, aunque recto tono, acompañada (como
el melos) por la flauta.
La música era monódica, cantada al unísono o a la oc-
tava, con el único acompañamiento (también al unísono)
del aulos, una especie de flauta con dos cañas y lengüeta,
tocada por un músico sentado sobre la thyñiele. El ritmo
—y ése era uno de los aspectos notables de la choreia-— es-
taba absolutamente calcado sobre el metro poético: al me-
nos en la época clásica, cada medida correspondía a un pie,
cada nota a una sílaba; el estilo de Eurípides introduce
ya unas fiorituras vocales que obligarán pronto al poeta a
contratar un compositor profesional. Lo que distingue
esta música (casi enteramente perdida: no tenemos más
que un fragmento del coro del Orestes de Eurípides) de la
nuestra es que su expresividad estaba codificada, según se
sabe, por todo un léxico de modos musicales: la música
EL TEATRO GRIEGO 337

griega era eminente y abiertamente significante, de una


significación fundada menos en el efecto natural que en la
convención.
Lo que más nos cuesta imaginar de la choreia es la danza.
¿Eran auténticas danzas o más bien simples evoluciones rít-
micas? Sólo sabemos que en ellas se distinguían los pasos
(phorai) y las figuras (schemata); dichas figuras podían lle-
gar hasta la pantomima: había pantomimas de las manos y
de los dedos (chironomia): una de ellas se hizo célebre: la que
inventó el jefe del coro de Pratinas para los Siete contra Te-
bas y que reproducía la batalla «como si uno estuviera allí».
También en este caso el rasgo más notable es la expresividad,
es decir, la construcción de un verdadero sistema semántico
cuyos elementos eran perfectamente conocidos por el es-
pectador: éste «leía» la danza: su función intelectiva era al
menos tan importante como su función plástica o emotiva.
Tales eran los diferentes «códigos» de la choreia (ya he-
mos visto la importancia que tenía el elemento semántico).
¿Estaba cada uno reservado a cierto intérprete? Ni mucho
menos. No hay duda de que el coro no recitaba nunca (con-
trariamente a lo que se le hace hacer en nuestras reconstruc-
ciones modernas), sino que siempre cantaba; pero en el caso
de los actores y del corifeo, y aunque su actividad principal
fuera el diálogo, no tenían problema para cantar, e incluso, a
partir de Eurípides, para danzar; en todo caso recurrían re-
gularmente a la paracatalogué; no hay que olvidar que los
«personajes» (concepto moderno, por otro lado, pues Raci-
ne todavía llamaba a los suyos «actores») emergieron gra-
dualmente de una masa indiferenciada, el coro. La función
del jefe del coro (exarchon) sirvió como preparación para la
institución del actor; Tespis o Frínico franquearon este um-
bral e introdujeron el primer actor, transformando así el re-
lato en imitación: había nacido la ilusión teatral. Esquilo in-
trodujo el segundo actor, y Sófocles el tercero (ambos en una
338 E S C R I T O S S O B R E EL T E A T R O

posición dependiente del protagonista); como el número de


personajes era en general mayor que el de los actores, el mis-
mo actor debía interpretar sucesivamente varios papeles: en
Los persas de Esquilo, un mismo actor interpretaba a la Rei-
na y a Jerjes, y otro al Mensajero y a la sombra de Darío; esta
particular economía explica que el teatro griego se articule en
escenas de presentación de noticias o de confrontación ver-
bal, en las que sólo se requieren dos personajes.
En cuanto al coro, su número no varió durante la época
clásica: de doce a quince coreutas para la tragedia, y veinti-
cuatro para la comedia, contando al corifeo. Más tarde su
papel (o en todo caso su tamaño) comenzó a perder impor-
tancia: al comienzo, el coro dialoga con el actor a través de
la voz del corifeo, lo rodea físicamente, lo. apoya o lo inte-
rroga, participa sin actuar, a través de sus comentarios, en
suma, es la colectividad humana enfrentada al aconteci-
miento en su esfuerzo por comprenderlo; todas estas fun-
ciones fueron atrofiándose lentamente hasta que al final las
partes corales ya no fueron más que un intermedio sin víncu-
lo orgánico con la pieza en sí; se observa aquí un triple mo-
vimiento convergente: decadencia de las fortunas y del inte-
rés cívico (ya vista), es decir, reticencia de los ricos a hacerse
cargo de la choregia-, reducción de la función coral a simples
interludios; desarrollo del número y la importancia de los
actores, evolución de la interrogación trágica hacia la ver-
dad psicológica.
Salvo en el ditirambo, todos los intérpretes, tanto el
coro como los actores, iban enmascarados. Las máscaras
estaban hechas de trapo estucado, recubierto de yeso colo-
reado, y se prolongaban con una peluca y eventualmente
una barba postiza; la parte frontal es por lo general de una
altura desmesurada: es el onkos, una prominencia frontal
muy pronunciada. La expresión de estas máscaras tiene
también una historia, la misma que la del realismo antiguo;
E L TEATRO GRIEGO 339

en la época de Esquilo, la máscara no tiene una expresión


determinada; es una superficie neutra, apenas cruzada por
un ligero pliegue en la frente; en la época helenística, al
contrario, la máscara de la tragedia es patética en extremo,
de rasgos desmesuradamente convulsionados; ciertos ras-
gos (el color de los cabellos o del rostro) permiten una cla-
sificación de las máscaras por tipos, sobre todo en la co-
media, de modo que cada tipo corresponde claramente a
una función, a una edad o a una disposición: son pues más-
caras caracterizadas. ¿Para qué servían estas máscaras? Po-
demos enumerar algunos usos superficiales: permitir que
los rasgos se vieran de lejos, o esconder la diferencia real
de los sexos, dado que los papeles femeninos eran inter-
pretados por hombres. Pero su función profunda fue sin
duda distinta según las épocas: en el teatro helenístico, la
tipología de la máscara está al servicio de una metafísica de
las esencias psicológicas; no oculta, sino que pregona; es
sin duda el antecedente del maquillaje actual; pero antes,
en la época clásica, su función parece ser la contraria: pro-
duce extrañamiento; en primer lugar, censura la movilidad
del rostro, los gestos, las sonrisas, las lágrimas, sin reem-
plazarlas por ningún otro signo, ni siquiera uno general;
en segundo lugar, altera la voz, que se vuelve de este modo
profunda, cavernosa, extraña, como venida de otro mun-
do: mezcla de inhumanidad y humanidad enfáticas, cum-
plía pues una función capital dentro de la ilusión trágica,
cuya misión era interpretar la comunicación entre los dio-
ses y los hombres.
La misma función puede reconocerse en el vestuario de
escena, que es a la vez real e irreal. Real, porque mantiene
la estructura del vestuario griego: túnica, capa, clámide;
irreal, al menos en su versión trágica, porque dicho vestua-
rio es la ropa de un dios (Dioniso), o al menos de su gran
sacerdote, y por lo tanto de una riqueza (en colores y bor-
340 E S C R I T O S S O B R E EL T E A T R O

dados) evidentemente desconocida en la vida corriente (la


irrealidad del vestuario cómico es menor: se trata simple-
mente de una túnica recortada para dejar a la vista el falo de
cuero que exhibían los personajes masculinos). Aparte
de este vestuario básico, había ciertos «emblemas» particu-
lares, es decir, los elementos básicos de un código de ves-
tuario: la capa púrpura de los reyes, la larga tricota de lana
de los adivinos, los harapos de la miseria, el color negro del
duelo y de la desgracia. En cuanto al coturno, al menos en
su acepción de zapato de suela alta, es un añadido tardío,
de la época helenística; la elevación del actor supone un re-
forzamiento artificial de su corpulencia: un falso vientre,
una falso pecho, sostenidos bajo la ropa por una estructu-
ra rígida, exageración del onkos.
El giro realista —pues ése es el aspecto que nos interesa
a nosotros, los modernos, de esas técnicas— fue mucho
más rápido en el caso del decorado. Al comienzo, el deco-
rado no era más que una estructura de madera que semeja-
ba rudimentariamente un altar, una tumba o una roca. Pero
ya Sófocles, seguido por Esquilo en sus últimas obras, in-
trodujo el decorado pintado sobre una tela móvil colgada a
lo largo de la skene: pintura plana, pero que pronto sería
confiada a especialistas, los escenógrafos. A este decorado
central (y frontal) se añadieron a finales del siglo v otros
dos decorados laterales, los periactos: prismas giratorios
montados sobre un eje y que orientaban una u otra cara al
decorado central según las necesidades del momento.
A partir de la comedia nueva, el decorado de la izquierda
(respecto al espectador) pasó a representar de forma con-
vencional la lejanía del extranjero (en Atenas era el lado del
campo ático), y el de la derecha, el vecindario inmediato
(que allí era la dirección del Pireo). Naturalmente, igual
que en el caso de las máscaras, pronto se formó una ru-
dimentaria tipología de los lugares que se figuraban: paisa-
EL TEATRO GRIEGO 341

je silvestre para el drama satírico, espacio doméstico parala


comedia, templo, palacio, tienda guerrera, paisaje rústico o
marino para la tragedia. Antes del teatro romano no había
ningún telón ante estos decorados, a excepción tal vez de
una pantalla móvil destinada a la preparación de ciertas es-
cenas.
Este vasto impulso realista gana inercia de generación
en generación; recibe además el apoyo de una técnica pre-
ciosa: la maquinaria. En la época helenística, las máquinas
eran ya harto complicadas; había una, la ekkyklema, que
servía para mostrar las escenas de asesinato ocurridas en un
interior, y que consistía en una plataforma giratoria que
llevaba los cadáveres fuera de las puertas del palacio, a la
vista de los espectadores; otra era la mechane, que permitía
a dioses y hombres volar por los aires: se trataba de una
grúa con un cable de color gris para que resultara invisible;
cuando reposaban en sus aposentos, los dioses aparecían
por encima de la skene, en el theologeion, o la sala de visi-
tas de los dioses; la distegia (o «segundo piso») consistía en
una grúa móvil que permitía a los actores llegar hasta el te-
cho o el piso superior del edificio del fondo (sobre todo en
el teatro de Eurípides y Aristófanes); por último, también
había trampas, escaleras subterráneas e incluso ascensores
que contribuían a la aparición de los dioses infernales y de
los muertos. A pesar de su diversidad, toda esta maquina-
ria tiene un mismo sentido: «poner a la vista el interior» de
los infiernos, de los palacios o del Olimpo; su función es
forzar un secreto, aumentar la analogía, suprimir la distan-
cia entre el espectáculo y el espectador; es lógico, pues, que
se desarrollara paralelamente al «aburguesamiento» del dra-
ma antiguo: su función no era simplemente realista (al co-
mienzo) o fantástica (al final), sino también psicológica.
¿Un teatro realista? Desde muy pronto llevaba consigo
su germen; ya en Esquilo estaba presente esta tendencia, si
342 E S C R I T O S S O B R E EL T E A T R O

bien el primer teatro trágico conservaba muchos rasgos de


distanciamiento: la impersonalidad de la máscara, la con-
vencionalidad del vestuario, el simbolismo del decorado, la
escasez de actores, la importancia del coro; pero el realis-
mo de un arte no puede definirse sin tener en cuenta el gra-
do de credulidad de los espectadores, lo cual nos devuelve
inevitablemente a la mentalidad que lo acogía. La combi-
nación de unas técnicas alusivas con una fuerte credulidad
da lugar a lo que podríamos llamar un «realismo dialécti-
co», en el cual la ilusión teatral experimenta un incesante ir
y venir entre un simbolismo intenso y una realidad inme-
diata; se dice que los espectadores de La Orestiada huye-
ron despavoridos ante la entrada de las Erinias, pues Es-
quilo, rompiendo con la tradición del parodos, las hizo
aparecer de una en una; tal como se ha señalado, este caso
recuerda bastante el sobresalto de los primeros espectado-
res de cine a la entrada de la locomotora en la estación de
La Ciotat: tanto en un caso como en otro, lo que el espec-
tador consume no es la realidad ni su copia; es, por así de-
cir, una «surrealidad», el mundo duplicado de los signos.
Éste fue sin duda el realismo del primer teatro griego, el de
Esquilo, y tal vez también el de Sófocles. Pero un conjun-
to de técnicas analógicas muy marcadas (la expresividad de
las máscaras, la complejidad de la maquinaria, la atrofia del
coro), sumadas al progresivo adiestramiento, si no debi-
litamiento, de la credulidad, dieron paso a un realismo en-
teramente distinto; ése fue probablemente el realismo de
Eurípides y sus sucesores: en este caso, el signo ya no re-
mite al mundo sino a una interioridad; la materialidad mis-
ma del espectáculo se convierte en decorado y, desde el
momento mismo en que se disuelve la choreia, sus elemen-
tos se convierten en simples «ilustraciones», sobre las que
pesa una exigencia de verosimilitud: lo que ocurre sobre el
escenario ya no es el signo de la realidad, es su copia; se
EL TEATRO GRIEGO 343

comprende así que Racine escogiera a Eurípides para reno-


var el diálogo, y que el academicismo teatral del siglo xix se
sintiera más próximo a Sófocles que a Esquilo.
Fuera lo que fuese lo que cada uno encontrara en este
teatro, lo cierto es que no ha dejado de concernirnos a lo
largo de los últimos cuatro siglos. Ya en el Renacimiento,
los músicos, los poetas y los aficionados de la Camera Bar-
di, en Florencia, se inspiran en los principios de la choreta
para crear ópera. En los siglos xvn y xvm, como es bien sa-
bido, la obra dramática de los antiguos griegos es la fuente
principal para nuestros dramaturgos: no sólo los textos,
sino los principios mismos del arte trágico, sus fines y sus
medios; sabemos que Racine anotó cuidadosamente los pa-
sajes de la Poética de Aristóteles consagrados a la tragedia,
y que la disputa sobre la catharsis revivió más tarde con
Lessing. Lo que Aristóteles aportaba al teatro moderno era
menos una filosofía trágica que una técnica de composi-
ción fundada en la razón (tal es el sentido de las artes poé-
ticas de la época): de la poética aristotélica se desprendía
una especie de praxis trágica que acreditaba la idea de un
artesanado dramático: la tragedia griega se convertía de
este modo en el modelo, el ejercicio y la ascesis, si puede
decirse así, de toda creación poética. En los siglos xix y xx,
la mayor parte de las reflexiones se dirigen hacia la mate-
rialidad misma del teatro griego, ignorada por nuestros
clásicos; en el plano de la filosofía y de la etnología, desde
Nietzsche hasta Thompson, se plantea apasionadamente
la pregunta sobre el origen y la naturaleza de este teatro, a la
vez religioso y democrático; y asimismo vuelve a represen-
tarse sobre el escenario (a partir de mediados del siglo xix),
primero como un teatro burgués más pomposo (son las pri-
meras «reconstrucciones» de la Comédie-Française), y más
tarde en un estilo a la vez más bárbaro y más histórico, del
que deberíamos decir algo antes de terminar, pues las ex-
344 E S C R I T O S S O B R E EL T E A T R O

periencias contemporáneas han sido numerosas, partiendo


de algunas reflexiones de Copeau en Vieux-Colombier, y
de la representación de Los persas en 1936, a cargo de los
estudiantes del Grupo de Teatro Antiguo de la Sorbona,
aunque a menudo se han fundado en principios contradic-
torios.
Para empezar, nunca llega a decidirse por completo si
se trata de reconstruir o de adaptar este teatro. Hoy en día,
las representaciones de Shakespeare no acostumbran a in-
quietarse demasiado por las convenciones isabelinas, y las
representaciones de Racine no recurren ya a la dramaturgia
clásica, pero la sombra fascinadora de la celebración anti-
gua está siempre presente: la nostalgia de un espectáculo
total, violentamente físico, a la vez desmesurado y huma-
no, sugiere una inaudita reconciliación entre el teatro y la
ciudad. Sin embargo una cosa está clara: esa reconstrucción
es imposible; para empezar, porque la arqueología sólo nos
da informaciones incompletas, especialmente en lo relativo
a la función plástica del coro, que es la piedra con la que
tropiezan todas las puestas en escena modernas; y sobre
todo porque los hechos exhumados por la erudición for-
maban siempre parte de un sistema total, la mentalidad de
la época, y que en el plano de la totalidad la historia es irre-
versible: a falta de esa totalidad, las funciones desaparecen,
los hechos aislados se convierten en esencias, adquieren, se
quiera o no, una significación imprevista, y el hecho literal
traiciona muy pronto su sentido. Por ejemplo: la música
griega era monódica, pues los griegos no conocían otra;
pero para nosotros, los modernos, la música es polifónica,
y cualquier monodia se convierte en exótica: he aquí una
significación inevitable, que ciertamente no habían busca-
do los antiguos griegos. En el espectáculo griego que nos
transmite la arqueología hay pues algunos hechos peligro-
sos, propensos a cambiar de sentido: son precisamente
E L TEATRO G R I E G O 345

los hechos literales, los hechos sustanciales: la forma de


una máscara, el tono de una melodía, el sonido de un ins-
trumento.
Pero también hay funciones, relaciones, hechos relati-
vos a una estructura: por ejemplo, la distinción rigurosa
entre lo hablado, lo cantado y lo declamado, o la plástica
frontal, masiva, del coro (Claudel hablaba con acierto de
oficiantes detrás de un atril), su función esencialmente líri-
ca. Éstas son oposiciones que debemos, que podemos, en
mi opinión, recuperar. Pues este teatro no nos apela por su
exotismo, sino por su verdad, no sólo por su estética sino
por su orden. Y esta verdad sólo puede ser en sí misma una
función, el vínculo que une nuestra mirada moderna con
una sociedad muy antigua: este teatro nos apela por su dis-
tancia. El problema ya no es sólo de asimilación, sino de
extrañamiento: se trata de volverlo comprensible.

Extracto de Histoire des spectacles,


publicado bajo la dirección de Guy
Dumur, «Encyclopédie de la Pléiade»,
Gallimard, 1965
Roland Barthes fue siempre un apasionado del teatro,
ya fuera como espectador, como testigo, como crítico
o como agitador cultural, y todo eso en una época
excepcional, en la que se dibujaron las grandes líneas
del paisaje teatral de hoy. Dominados por el modelo
de la Grecia antigua y por la revelación brechtiana,
los textos de Barthes, tanto los editoriales como las
críticas de espectáculos ya imposibles de ver, o los
elementos de historia, de teoría o de política, tocan
la esencia misma del teatro, en su capacidad de llegar
hasta nuestra vida íntima y nuestra existencia social.

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