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Caminos de Colombia

Por Ernesto Gómez Mendoza


Al repertorio de miserias que entraña la condición humana general, agréguese en el caso de
Damaris, heroína de La perra, analfabetismo, violencia, y claro, el patriarcado propio de un
villorrio afro-colombiano a orillas del océano Pacífico. Quizá es un logro de la literatura cuando
consigue que los lectores se identifiquen con las bitácoras de personajes cercados por la jauría de la
tragedia. La perra lo hace, y le bastan ciento siete páginas.
En ciento siete páginas, noventa o ciento veinte, muchas “novellas”, en la historia literaria, han
acomodado sus motivos particulares. Treinta mil palabras es la extensión de esos cuentos largos,
largos, llamados “novellas”, que no novelas, textos como La perra, cuya membresía en este club de
ficción intermedia ha sido ignorada de manera tan sistemática en los epitextos torrenciales, que no
parece distracción ni ingenuidad. Los funcionarios de la casa editorial la han promocionado,
desinhibidamente, como perteneciente al género novela, que vale cuando el texto ronda, como
mínimo, ochenta mil palabras. ¿Cómo se explica? El relato sufre quizás, al aproximarse el lector a
él con instrumentos interpretativos perfectos para textos tipo novela; es cuestión de mucho más que
de una “L” adicional.
Saber que se adentra en una “novella” (o cuento largo), indica al lector que los personajes se darán
sin agencias minuciosas, que sonarán todo el tiempo con tonos simbólicos. Le proveerá con un
mapa diferente. Damaris como símbolo es un acierto de este cuento de La perra. Es un buen cuento
largo, enunciado con oficio y astucia. Pilar Quintana arma su retablillo y mueve con deliberación
los títeres para darnos la tragedia con sus “efectos especiales”, sus tempestades y sus injusticias y
algo de sangre. Más de ciento siete páginas serían injustificadas.
La escucha atenta de este texto permite decir que Pilar Quintana ha disfrutado calar en ciertos
demonios gracias a los instrumentos del género de la “novella”. La libertad del formato favorece la
auscultación de las ideas de la autora sobre la crueldad, el absurdo, y ser o no ser madre, solícita o
negligente, al tiempo que escribe otra historia colombiana de abuso y explotación. El ruidoso
epitexto que ha llovido acerca de La perra los últimos cinco años es el mismo que merecen los
textos tipo “novella” aparecidos en cien años de literatura latinoamericana.
El perseguidor, Los cachorros y El coronel no tiene quien le escriba, textos en que Cortázar, Vargas
Llosa y García Márquez probaron la química de ciertos temas leídos de modo personal y vital. Las
“novellas” de Horacio Quiroga, verdaderos clásicos. E igual de clásica, la historia alucinante
plasmada por Juan Rulfo en El gallo de oro. En Estados Unidos, la exacta y trágica Daisy Miller, de
Henry James. Hemingway, Las nieves del Kilimanjaro.
En la “novella” de Pilar Quintana también hay crueldad agazapada o manifiesta en la selva y en el
mar, grandes divos de la “naturaleza”, ese producto del turismo y de los anuncios comerciales. El
mar de La perra es indolente y con facilidad se vuelve cruel y rapta de las rocas a los descuidados.
Vomita plásticos en la playa y es cómplice del cielo en la formación de borrascas y resacas que
quisieran desaparecer el lugar. La selva es un hervidero de serpientes letales y animales que comen
y son comidos sin descanso.
Los códigos culturales de la comunidad son crueles con las mujeres infecundas como Damaris.
Sobre ellas no cesa una especie de maltrato presente en las narrativas que las cercan para
desaprobarlas, para catalogarlas como inútiles o aves de mal agüero. El libro está lleno de esa
crueldad ingenua, un rasgo que lo asemeja a los cuentos de hadas, solo que esta vez ningún héroe ni
ningún mago se aparece a arreglar las cosas. Pilar Quintana se percibe cómoda y competente con
todos estos elementos y truculencias. Los funcionarios de la editorial se perciben felices de ser
eximidos de leer tres veces 107 páginas. Muchos lectores que comparten la enfermedad de la falta
de tiempo en medio de la gestión de correos electrónicos y de redes sociales, agradecen que Pilar
Quintana haya inventado la novela de cien páginas y una graciosa combinación de ingenuidad y
malicia narrativa.
El lenguaje es parte del abatimiento y nimiedad del escenario, vacío de consuelos y encantos, un
telón de circo pobre. La consigna de la redacción es evitar idilios de prosa y buscar la renuncia a los
brillos retóricos. El suyo es lenguaje usado, desgastado, apoyado en desapegos que el colombiano
plebeyo ha logrado al filo de su vida incierta e improvisado. Eso es, lenguaje plebeyo. El adecuado
para este sombrío cuento devorado por sus propias sombras.

Si se propone el libro Que viva la música como punto de partida de un tour por la novela
colombiana exponemos al viajero a una experiencia extrema. La obra de Andrés Caicedo es la larga
confesión o monólogo de María del Carmen una muchacha que abraza la vida sicodélica como si de
un salvavidas se tratara. Vida sicodélica, lo que un cura de cincuenta años diría opción por perderse,
y el psiquiatra, alternativamente, conflicto de identidad, deseo de muerte, delirio de persecución,
dipsomanía y otros. La experimentación con sustancias sicodélicas tuvo una importante base
popular en la época en que vivió el autor. Miles de muchachos en Colombia compartían el
sentimiento de que los viajes sicodélicos eran una gesta hacia el autoconocimiento. En el caso de la
protagonista de la novela, autoconocimiento y repulsa sin matices de los valores mercenarios de la
clase media. Es una abrupta profeta que denuncia los aspavientos morales, el confesionalismo y la
mediocridad de una Colombia que todavía no se daba de alta del trauma de la violencia convulsiva
y ciega de mediados del siglo XX, al tiempo que recrea la picaresca de la contracultura de las
drogas y la música como pócima para escapar de una realidad lamentable, lo que un ensayista de
entonces llamó “el desarrollo del subdesarrollo”.
La confesión de María del Carmen es torrentosa. Hay algunas sustancias psicotrópicas que hacen
locuaces a sus usuarios. Y la base de la lectura es escuchar un emisor que está bajo el efecto, que
trastoca el ritual del contar de acuerdo a los caprichosos humores que le provoca la droga. Su
narración es volátil; son las sátiras, payasadas y blasfemias de la narradora el principio de
organización del texto. Esto no hace a la novela el punto de partida más auspicioso para una jornada
por los caminos de la novela colombiana. Sin embargo, Que viva la música va a cumplir cincuenta
años ejerciendo de pretexto para ritual de pasaje de un gran número de jóvenes colombianos. Para
explicar por qué, quizás debamos subrayar que la droga y las prácticas sociales que se plasman a su
alrededor están muy arraigadas en ese mosaico de culturas que es la sociedad colombiana. La
importancia de los narcóticos, su consumo y su producción en Colombia son históricamente un
fenómeno de la “larga duración”.
*
Un hielo itinerante por una región calurosa, que de regir las leyes de la física no resistiría una hora
en derretirse, es el disparate matriz de Cien años de soledad, un libro que parece inevitable en
cualquier ensayo sobre la novela colombiana. Precisamente, uno de los enigmas con que tal ensayo
toparía es la poca importancia concedida en la novela colombiana a la poética del disparate en cuyas
aguas es en donde la copia a García Márquez puede resultar más digna.
A los pocos meses de aparecer el libro se dibujaba alrededor de la figura del inventor de Macondo
un círculo igual a aquel que los oficiales revolucionarios trazaban previniendo las confianzas con la
persona del segundo hijo de Úrsula Iguarán, el coronel Aureliano Buendía. Ese círculo era la
resistencia a la broma, esa falta de piedad o santurronería con las fórmulas y los rituales conocidos.
Los escritores que debían sentirse aludidos por el desafío cómico planteado por García Márquez, los
más jóvenes se empeñaron en un actitud agelasta que desterró la risa durante todo un período de
nuestra novela. La broma, el clown convertía en piedras a los escritores contemporáneos de la
novela de Macondo. Sentían, en toda ingenuidad, que el disparate era un objeto permitido en otros
oficios, pero jamás en el de la literatura.
Medio siglo después de Cien años de soledad, el clown supera tímidamente la actitud agelasta
propia de las élites del país. Podemos explorar esa timidez.
Hay una relación estrecha entre la risa y la revuelta social. Los chasquidos de las antiguas balas de
tantas “revoluciones” (así las llamaron los gestores de los profusos pronunciamientos armados del
siglo xix, que los más piadosos llaman guerras civiles) se oyeron en aquellas gestas entreverados
con el jolgorio de las tropas exaltadas por el ron o el aguardiente. En muchas partes un carnaval
generosamente rociado por “guarapo” o “chicha” se transformó en instantes en un levantamiento
belicoso contra las pazguatas élites locales y sus asesores, los clérigos. Fue esta tradición revoltosa
la que terminó identificando a la risa como una tendencia contraria a la disciplina social y al respeto
a las autoridades e “instituciones”. Los celadores del orden social, considerado poco menos que
eterno, corrieron a purgar a la literatura de bromas y payasadas y a hacerla más seria y modesta, a
hacerla agelasta, enemiga de la risa.
Cuando irrumpe Cien años de soledad, la cruzada contra la poética disparatosa aún levanta muros y
fortalezas contra ella. Se ha formado un público susceptible a la seriedad y a la pedantería que
entroniza a “María” y su kitsch sublimado como modelo literario y arrincona en las márgenes a los
autores propensos a la burla y la caricatura. La censura encubierta propicia un repliegue de la
imaginación hacia procedimientos vetustos e irrelevantes. El disparate del hielo inderretible de los
gitanos no cala en tal imaginación hipócrita.
**
El encargado de una colección de libros si no posee la sensibilidad de un Jorge Luis Borges es solo
algo que impone la cruda realidad. Es alguien puesto ahí por una junta directiva de abogados,
banqueros y sicofantas, o sus delegados, esos moscos cada vez más presentes en los alrededores de
la literatura o la cultura en general que, a lo sumo, como los moscos, se paran en todas partes unos
segundos antes de posarse en otras coordenadas. No pueden leer, que es una tarea que exige que te
quedes un buen rato con el culo en un lugar. Los empleados de las editoriales ponen a leer a los
distraídos que pasan por el corredor, incluso a la asistente. En su defecto reclutan a un pedante
próximo a terminar estudios de literatura, otro mosco o mosca.
Con estas premisas es lo serio dudar de todo lo que está en la vitrina de la librería. Por lo menos la
mitad ha sido “descubierto” por los moscos. Y lo trágico es que es improbable que la literatura se
recupere de los daños causados por ese modo de obrar, en su estructura, en el edificio. Para mí, las
series de “stream” video, Netflix y otros, han completado el trabajo de enterrar a la novela. Para mí
la novela está tan muerta como el arameo o el sánscrito. Solo unos sobrevivientes polvorientos
como yo “hablan” en novela. Leemos novelas como Cakes and ale, de Somerset Maugham o The
comedians de Graham Greene, el polvo es nuestro destino y nuestra sustancia. Es un polvo que los
chicos y chicas tatuados de hoy no saben leer, olvidaron esa lengua, tras el impacto del monstruoso
meteorito que fue el Nintendo y Harry Potter, libro que seguro descubrió un mosco editorial para
que le dieran el crédito a una directora editorial con clamidia.
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Fábula extractiva
El crecimiento vegetativo de la novelística colombiana es algo que no se puede desconocer. Es un
fenómeno que se ha desarrollado sin dudas ni preguntas desde los años 90. Sin preguntas,
curiosamente nadie quiere saber por qué o saber cuáles factores catalizan una creciente producción
doméstica, a veces confianzuda frente a las novelas importadas, que llegan con el pedigree propio
de naciones y sociedades más precoces en el cultivo del género. La novela actual en Colombia
evoca una imagen de feria en la cual cada oferente ´pregona su mercancía a compradores más
sorprendidos que persuadidos. Todavía el lector doméstico les regatea el entusiasmo y el abandono
que reserva para las obras de los extranjeros. ¿Por qué? ¿Se deberá la diferencia de pedigree a que
es una novela adolescente frente a una adulta? Hay que hacer las preguntas, no hay que dejar todo al
pulso espontáneo. Es extraño que actores directos del fenómeno como los editores no pregunten, no
conviertan el objeto que producen en un problema, en objeto de análisis, un análisis que puede
revelar claves para el salto cualitativo, dialéctico, el abandono de la adolescencia de la novela
colombiana.
Un título que se destaca a los primeros intentos de panorama de las tres décadas que lleva esta
acumulación de fuerzas es Los ejércitos.

Para el autor, Evelio Rosero, un salto cualitativo, una marca de la coronación de años de búsqueda
expresiva. La aldea, el pueblo vuelve con Los ejércitos a ser clave de la identidad sociocultural de la
precaria nación. Una galería de sobrevivientes de la lógica extractiva del modelo de desarrollo. Con
los recursos extraidos han perdido también parte de su alma. Con el agotamiento de las reservas
naturales han agotado su futuro y pasado y se mecen en un presente ciego del cual son parásitos. Él
mismo recurso explotado toda la vida, el maestro del pueblo es el foco de difracción de la luz
granularque ilumina el lugar terminal, escatológico. Rosero vuelto un especialista en residuos de
vida pueblerina siembra el camino del maestro de espectros como él, el compadre, las mujeres
carnosas y colmadas de sí mismas, el médico decadente, el patrón rehén de guerrilleros que se
oxidaron y anquilosaron, rehén cuyo espíritu no ha dejado la aldea ni ha dejado de estrujarla, de
fagocitarla. La esposa del patrón, de lealtad que se oxida. El cura que le recita fórmulas y la
amenaza con los frutos de la fe y el arrepentimiento de los pecados personales en donde las
personas se enrarecen en el presente ciego. Los ejércitos es la novela de esos espectros. Un acierto
como fábula gótica.-Una plantilla prometedora para provocar textos que marcaran la maduración
novelística del país.? Hipotexto preñado de posibilidades replicas,experimentos para la forja de una
novela más visionaria.
A veces, la sensación de que Rosero lucha para exprimir de sí esta fábula, después de veinte
novelas, ya no es un muchacho. Rosero ha sido estas tres décadas una soledad que escribe novelas
habitadas por alguien bestial. Al fin, cincuentón gana un buen premio con Los ejércitos. Más libros
como los ejército y menos como Líbranos del bien o El olvido que seremos
¿Cuántos siglos toma que una novelística alcance la edad adulta? Se pregunta con cansancio. Es
adolescente esquivar con autobiografía el reto de novelar como hace El olvido que seremos. Sin
duda, en este país provinciano, es suma incorrección cualquier desvío de la unanimidad respecto del
testimonio de un hijo que invoca al padre asesinado. En los años ochenta un escuadron de la muerte
ejecutó sentencia sobre la vida Héctor abad Gómez, activista de derechos humanos. El gesto
autobiográfico del hijo, Héctor Abad Facciolince dentro de equívoco muy propio de la confusión
actual, se ha presentado como novela y ha abierto una caja de pandora de la cual escapan cada rato
bocetos autobigráficos que no ocultan que quieren ser susbtitutos de las novelas elusivas, no
escritas, soñadas. Es un asunto en que la piedad, la ternura, el amor (llamese afecto, cariño, etc) lo
rodea todo y estallan si se pisan. Es escamoteo. Es tragicómico porque es suficiente, para esquivar
el equivoco, que se trace la línea divisioria entre autobiografía / testimonio, y obra novelesca. El
olvido que seremos es texto sentimentalista, que no sentimental. Cuán difícil es componer el texto
sentimental. Hay que aprender a sortear los abismos sentimentalistas leyendo al peruano Alfredo
Bryce Echenique, zar del sentimiento de familia de la novela latinoamericana.
¿Es palusible esta novela sentimental hipotética? El cartero de Neruda es el sentimiento de los pasos
quedos, de las cosas calladas que acompañan a las personas y corren el riesgo de pasar inadvertidas.
En ese sentido, es plausible enunciar el sentimiento en forma novelada.¿La risa es un sentimiento?
¿Qué cosas calladas hay por ahí que merezan el sentimiento del novelista?
La madurez puede venir por los lados de la comedia. El enfoque cómico identifica a varias novelas
adultas por encima del promedio juvenil. Dos eemplos. Deborah Kruel/Sin remedio que ispiran una
consigna de más comedia, menos tragedia./
Olvido que seremos. Ocupa espacio el sentimiento de sí del narrador. Por el cual se postula como
punto focal de Es él punto focal de sentimientos cuya facilidad sorprende, Reprime el sentimiento
más obvio, la rabia con el mundo que ha borrado a su padre. El efecto sentimental, sin embargo,
pierde gracia cuando se menciona frontalmente. El problema planteado desde oro lado: todos
sentimos, y sienten Los narradores de Bokuvsky, Hemingway…los detectives de la novela negra,
presuntamente tallados en duro pedernal, sienten. Sentir es universal y fatal. Cualquier discurso
posee sentimiento, la curiosidad, la perplejidad, el descubrimiento también implican sentir. Tiene
algo de superfluo enrabolar el sentimiento, exhibirlo, sobreactuarlo. Es una tentación para esta
novela juvenil que se la novela colombiana, y cae a toda hora en ella. Todas las naciones se creen
minas de sentimientos elevados, en su imaginación.

¿Y En otros países? ¿Se da la novela adolescente? Mis documentos de Zambra hasta donde leí tenía
la actitud. Perú, Abril rojo, no. Ni el Padura de archive org. ¿En busca de Klingsor es un pozo de
450 páginas sobre científicos alemanes empeñados en la creación de la bomba atómica?
¿Cinematografía? Mi tesis en este libro es que la novela colombiana vive adolescencia, pero no creo
que el género novelesco en México no tenga sus problemas también. Algunas de las observaciones
sobre Colombia aplican también para otros países latinoamericanos. La cortedad de la imaginación,
la historia de Aureliano Segundo y Petra Cotes la conjunción
Siguiendo nuestro hilo/ Oponiéndose a todas las formas de fictión autob y bio son formas
referenciales se refieren a información extratextual y tienen que comprbarse
Su rol, una de las preocupaciones del adolescente. Se evade exagerando la puerilidad se puede
pensar o anticipar un autor presente, transparente, con agencia. No, Abad es como otros
colombianos, un perfil desdibujado, impreciso, oscuro. Abandona las tinieblas en alas dele epotexto
triunfal que acompaña a su último libro. Con el nuveo libro, regresa un Abad con reputación de
humanista, el más tolerante de los liberales del mundo, un apóstol de presunta mayoría silenciosa en
el violento y caótico país. El aura es casi de aura de paulo Coelho. ¿Quién es el tipo real?
Su obra previa a El olvido reposa en un sueño profundo. La media docena de críticos activos del
entono hispano no lo han asumido como objeto de investigación. Un halo de reverencia de la
pequeña burguesía rodea a este librito sencillo, demasiado sencillo. NO es una novela, y es un
indicio de los tiempos que corren que al libro se le catalogue novela. El olvido que seremos es un
recuerdo de su padre. Un recuerdo familiar sin la intensidad ni la penetración de Léxico familiar de
Natalia Ginzburg. La intensidad o el compromiso a fondo con cualquier cosa es exótica en
Colombia, un país neurótico (cuánto lo atestigua su historia contemporánea).
La estrategia de mauvaise foi. El lenguaje sin aristas. Esto al fin y al cabo viene a significar plano.
Llano, lenguaje llano Pero el referente de esa lengua llana no lo es. Una familia colombiana no es
nada sencillo, inmediato, manifiesto, en toda plenitud. Ni los individuos colombianos lo son. Su
mauvaise foi le impone presentarse como un individuo plano, de ego educado, bondadoso. El olvido
que seremos es un libro sobre la BONDAD. De esta bondad el epítome es la familia Abad
Facciolince, y está implícito que el país “bueno” es una estable confederación de familias
bondadosas, rodeadas de fuerzas nihilistas y perversas. Es arrogante plantear un argumento tan
simple. Abad, perezoso copia calca la narrativa proverbial de la buena familia colombiana ni rica ni
pobre pero llena de calidez, fraternidad, solidaridad y palabras de ternura, narrativa propia de los
“media” ¿Qué pitos toca esta narrativa en la literatura? Está en el lugar equivocado…y claro!, el
libro es un exíto de ventas, nadie quiere pasar por indiferente a esas virtudes colombianas, todos
reverenciamos a los padres, nuestros mentores bondadosos. Lo que le pasó a Kafka fue que nació en
el lugar equivicados. Con tantos padres solícitos y prudentescomo hay en Colombia ( a pesar de lo
cual, el informe de la comisión de la verdad afirma que han muerto cerca de un millón de personas
en la guerra incansable), le hibiera ido excelente a Kafka si huibiera nacido en Medellín. Un libro
que resiste a nivelarse con la verdad, en lugar de plasmar idilio, es un mal libro. ¿Es Abad,
entonces, un autor de autoayuda?

¿Crónica o novela?
La obsesión es un comportamiento universal; una enfermedad, para los psiquiatras (trastorno
obsesivo-compulsivo). En Los hermanos Cuervo, curiosa novela implícita, todas las creaturas del
autor padecen el trastorno. Un personaje está obsesionado con el ciclismo; otro con una mujer, el
narrador de la primera pieza narrativa está obsesionado con los Cuervo; el relato muestra la
diligencia y el método con se dedica a documentar la cotidianeidad de estos personajes con quienes
comparte la fase adolescente, el vecindario y la secundaria. Para sus compañeros de colegio, la
curiosidad de los Cuervo por las ciencias naturales resulta indicio de perversiones y hasta de culto
satánico. En pleno siglo XX, reaccionan como lo hicieron los clérigos y los teólogos, hace
quinientos años, al conocer los experimentos y especulaciones de los pioneros de la ciencia. El
relato, suelto y casual, con algo de burla disimulada, encuadra la “investigación” que el narrador
hace en busca del secreto de los Cuervo. Es interesante cómo la pesquisa termina mostrando que si
hay alguien raro y misterioso es el investigador. Por cierto, nunca nos es revelado su nombre. Al
progresar la narración el espía de los Cuervo pasa a ocupar el primer plano como bicho sui generis.
Es notoria la malicia con la cual inventa intenciones, sospechas y presunciones para construir la
atmósfera pesada e inquietante alrededor de actos y palabras que fuera de su mente ansiosa, son
comunes e inocuos (la posesión de enciclopedias, por ejemplo; curiosamente, objetos sobre los
cuales demuestra hartos conocimientos). Si el autor de Los hermanos Cuervo advirtió esta paradoja,
el relato no parece haberse aprovechado de ello y no explota el potencial del narrador como el
verdadero Golem, el auténtico perverso, el engendro.
El propietario de la voz que evoca las obras “maléficas” de los hermanos no hace sino aportar
material para la interpretación psicoanalítica, que tal vez identificaría tendencias homosexuales.
Para paliar sus culpas es que difama de sus objetos amorosos, los hermanos; busca reprimir sus
deseos convirtiendo a los Cuervo en seres oscuros y retorcidos: tal conflicto aclara su proceder, y la
aclaración es más dramática aún, visto que el ego del autor censura ese contenido. A merced del
código psicoanalítico también resultan las listas sobre las materia más disímiles que pueblan esta
novela mutante. Las listas y colecciones según el gremio freudiano son reliquias que sobreviven a la
fase anal del desarrollo psíquico; Andrés Felipe Solano plasma listas continuamente. Enumera los
objetos de varias colecciones de los Cuervo (revistas, fósiles, libros, comestibles, discos,
fotografías). Su prosa está salpicada de enumeraciones de adjetivos que asemejan colecciones o
simplemente la miscelánea que acopian los acaparadores compulsivos. El ritual, dentro de todo,
posee su aspecto lúdico y bromista
La segunda pieza del sistema de historias comunicantes que es Los hermanos Cuervo, se titula El
ciclista y se la debemos al abuelo de los hermanos, un pionero del cubrimiento periodístico de las
vueltas a Colombia en bicicleta. Es una crónica, en el fondo, sobre la época heroica del ciclismo, las
primeras ediciones de la Vuelta. Se introduce en ella a Vicente Aguirre, un ciclista superdotado y
aficionado al gesto estrafalario (es el personaje cuya obsesión es una evasiva mujer angelical). Es el
relato que mejor ejemplifica la función, en este texto (verificable en varios autores de ficción
colombiana), del periodismo como insumo de la obra literaria.
En un momento de su carrera Gabriel García Márquez declaró que el periodismo había sido clave
en su formación como escritor. Su trabajo en dicho oficio consistió en dos especializaciones:
inflado de cables y crónica, no fue un periodista que manejara fuentes en un campo definido y
reportara sobre sus mutaciones y vicisitudes, valga aclararlo porque algunos han derivado de su
afirmación que el periodismo en bloque es muy próximo a la literatura. Andrés Felipe Solano el
autor de este libro es responsable de una vistosa trayectoria como autor de crónicas (la nota de
solapa se toma el trabajo de destacarlo). El texto que nos ocupa delata el manierismo de este género,
acaso sobrevalorado como etapa formativa del autor de ficción literaria. En Los hermanos Cuervo el
recurso a los personajes estridentes y sensacionalistas es constante; para la novela los personajes
ordinarios y mediocres no incomodan; para la crónica son indiferentes. En su galería de personajes
propios de la crónica (género en realidad anacrónico y de problemática sobre-madurez) el texto
recrea, tras cerrar el aparte de los Cuervo, a un ciclista mítico, Vicente Aguirre, al ya mencionado
León Sierra, abuelo de los Cuervo, “hombre de radio” pionero, comprometido con verter a las ondas
hertzianas la epopeya truculenta de la vuelta a Colombia en remota época, a través de la nieve, la
lluvia o las ardientes temperaturas, los ríos vadeados con la bicicleta al hombro, las traicioneras
montañas, las fiebres y el paludismo. Incluso un boxeador itinerante por pueblos irredentos y
tediosos. Y una hermosa mujer, paciente de esquizofrenia, que escapa de su casa y recorre una
importante geografía antes de morir y ser enterrada en un anónimo camposanto. Por esta beldad
enajenada es la obsesión del ciclista, Vicente Aguirre.
En la parte final de la dispersa (pero alucinante) novela-crónica de Andrés Felipe Solano, titulada
La azafata, el ciclista da con la tumba de la amada, en compañía, nada menos que de Betty, la
madre de Los hermanos Cuervo, y juntos componen un pastiche de relato de búsqueda o de
“carretera”, el cual prodiga placeres modestos pero ciertos. En medio de situaciones y escenarios
grotescos, irredentos, desahuciados, Betty contrasta, con una belleza esculpida mayormente con
reticencias y silencios y viaja hasta el fin del mundo, sin saber que el plan del ciclista es vengarse, o
purgar su rencor asesinando a un pastor predicador involucrado en los años de errancia de la bella
enajenada. El cine con sus aventuras y trepidaciones también asoma como hipotexto de Los
hermanos Cuervo. Tres elementos, pastiche, crónica, cine, en una mezcla que no conduce a la
catarsis que concedería una novela más típica.
/La crónica vive en la periferia dejando el centro a las noticias, la actualidad, dice “estoy aquí para
compensarte por tu tránsito desgastador por la información de actualidad, todos esos conflictos y
disparates que siempre debes leer primero como ciudadano atento”.
Es el arte de divertir. “Divertir”, desviar. Desvío de lo urgente. Ella misma se confiesa desechable
¿Por qué? ¿De dónde este cansancio?
En Cómo perderlo todo se traduce un novelista …con problemas. En El testigo no está seguro de la
naturaleza del arte que pretende ejercer/ en todo caso son personajes cansados y trasladan ese
cansancio a una novela que se sostiene en inercia ¿carece de voluntad de poder? ¿hormonas?

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