Está en la página 1de 24

MES 3

GENERO Y SEXUALIDAD
 El sexo refiere a las diferencias biológicas y anatómicas entre mujeres y hombres
 La identidad de género implica la auto-percepción del sujeto acerca de su género
 Orientación sexual implica el sexo hacia el cual una persona siente atracción
El género se refiere a las diferencias socialmente construidas para lo femenino y lo masculino.
La asignación sexual es el sexo que se le asigna socialmente a una persona al momento de su nacimiento y
coinciden -por lo general- con el sexo biológico.
Piere Bourdieu
• Registro colectivo de diferencias biológicas distintivas
• Inscripción mental (imaginario social) de diferencias como “naturales”
• Los ciclos evolutivos de la sociedad confirman y NATURALIZAN el orden social
• El “sistema mítico” consagra el orden establecido como conocido/reconocido/oficial
“Maquinaria simbólica” (bourdieu)
“Nido de las Peores perversiones”
(S de Beauvoir)
“Biopolítica” Y “Biopoder” (Foucault)
“La Era de la Farmacopornografía” (Preciado P.)
• Familia
• Escuela
• Iglesia/ Religiones
• Salud

“ CONSTRUCCIÓN DE LOS CUERPOS SEXUADOS”


 Diferencias biológicas

 Interpretación social de esas diferencias

 RELACIÓN SOCIAL:

 REPRODUCE EL PRINCIPIO

 DE DIVISIÓN MASCULINO/

 FEMENINO

Binarismo
VARONES
 La mismidad

 Lo activo

 La fuerza
 La razón

 La producción

 Lo publico

 La valentía

MUJERES
 Lo “otro”

 Lo pasivo

 La fragilidad

 La pasión

 Reproducción

 Lo privado

 El sometimiento

DIVISIÓN PUBLICO-PRIVADO
 PÚBLICO
 Valorado
 Visible
 Reconocimiento
 Razón
 Poder
 PRIVADO
 No valorado
 No visible
 No reconocido
 Afecto
DISPOSITIVOS SOCIOLÓGICOS QUE OPERAN EN LA DIFERENCIA SEXUAL

Roles de género
Los roles de género son el resultado de comportamientos adquiridos en una sociedad dada, que define cuáles
son las actividades, tareas y responsabilidades femeninas y cuáles las actividades, tareas y responsabilidades
masculinas.
Clase 27/09/2021
EL CONOCIMIENTO CIENTIFICO PUEDE AYUDAR, PERO SOLO LA CONCEPCION SOBRE EL
GENERO PUEDE DEFINIR EL SEXO, Y LA CONCEPCION DEL GENERO AFECTA AL
CONOCIMIENTO SOBRE EL SEXO PRODUCIDO POR LOS CIENTIFICOS EN PRIMERA MEDIDA.

Duelo a los dualismos ¿Macho o hembra?


 
Con las prisas y la emoción de la partida hacia los juegos olímpicos de 1988, María Patiño, la mejor vallista
española, olvidó el preceptivo certificado médico que debía dejar constancia, para seguridad de las
autoridades olímpicas, de lo que parecía más que obvio para cualquiera que la viese: que era una mujer. Pero
el Comité Olímpico Internacional (col) había previsto la posibilidad de que algunas atletas olvidaran su
certificado de feminidad. Patiño sólo tenía que informar al centro de control de feminidad», raspar unas
cuantas células de la cara interna de su mejilla, y todo estaría en orden....o así lo creía.
Unas horas después del raspado recibió una llamada. Algo había ido mal. Pasó un segundo examen, pero los
médicos no soltaron prenda. Cuando se dirigía al estadio olímpico para su primera carrera, los jueces de
pista le dieron la noticia: no había pasado el control de sexo. Puede que pareciera una mujer, que tuviera la
fuerza de una mujer, y que nunca hubiera tenido ninguna razón para sospechar que no lo fuera, pero los
exámenes revelaron que las células de Patiño tenían un cromosoma Y, y que sus labios vulvares ocultaban
unos testículos. Es más, no tenía ni ovarios ni útero. De acuerdo con la definición del coa, Patiño no era una
mujer.
En consecuencia, se le prohibió competir con el equipo olímpico femenino español.
Las autoridades deportivas españolas le propusieron simular una lesión y retirarse sin hacer pública aquella
embarazosa situación. Al rehusar ella esta componenda, el asunto llegó a oídos de la prensa europea y el
secreto se aireó. A los pocos meses de su regreso a España, la vida de Patiño se arruinó. La despojaron de
sus títulos y de su licencia federativa para competir. Su novio la dejó. La echaron de la residencia atlética
nacional y se le revocó la beca. De pronto se encontró con que se había quedado sin su medio de vida. La
prensa nacional se divirtió mucho a su costa. 
Como declaró después, “Se me borró del mapa, como si los doce años que había dedicado al deporte nunca
hubieran existido.”
Abatida pero no vencida, Patiño invirtió mucho dinero en consultas médicas. Los doctores le explicaron que
la suya era una condición congénita llamada insensibilidad a los andrógenos; lo que significaba que, aunque
tuviera un cromosoma Y y sus testículos produjeran testosterona de sobra, sus células no reconocían esta
hormona masculinizante. 
Como resultado, su cuerpo nunca desarrolló rasgos masculinos. Pero en la pubertad sus testículos
comenzaron a producir estrógeno, como hacen los de todos los varones, lo cual hizo que sus mamas
crecieran, su cintura se estrechara y su cadera se ensanchara. 
A pesar de tener un cromosoma Y y unos testículos, se había desarrollado como una mujer.
Patiño decidió plantar cara al COI. Sabía que era una mujer, insistió a un periodista, a los ojos de la
medicina, de Dios y, sobre todo, a mis propios ojos»  
Contó con el apoyo de Alison Carlson, ex tenista y bióloga de la universidad de Stanford, contraria al
control de sexo, y juntas emprendieron una batalla legal. 
Patiño se sometió a exámenes médicos de sus cinturas pélvica y escapular -con objeto de decidir si era lo
bastante femenina para competir». Al cabo de dos años y medio, la IAAF (International Amateur Athletic
Federation) la rehabilitó, y en 1992 se reincorporó al equipo olímpico español, convirtiéndose así en la
primera mujer que desafiaba el control de sexo para las atletas olímpicas.
 A pesar de la flexibilidad de la IAAF, sin embargo, el COI se mantuvo en sus trece: si la presencia de un
cromosoma Y no era el criterio más científico para el control de sexo, entonces habría que buscar otro.
Los miembros del Comité Olímpico Internacional seguían convencidos de que un método de control más
avanzado sería capaz de revelar el auténtico sexo de cada atleta. 
Pero, ¿por qué le preocupa tanto al coi el control de sexo? 
En parte, las reglas del coi reflejan las ansiedades políticas de la guerra fría: durante los juegos olímpicos de
1968, por ejemplo, el coi instituyó el control «científico del sexo de las atletas en res puesta a los rumores de
que algunos países de la Europa Oriental estaban intentando glorificar la causa comunista a base de infiltrar
hombres que se hacían pasar por mujeres en las pruebas femeninas para competir con ventaja. 
El único caso conocido de infiltración masculina en las competiciones femeninas se remonta a 1936, cuando
Hermann Ratjen, miembro de las juventudes nazis, se inscribió en la prueba de salto de al tura femenino
como Dora. Pero su masculinidad no se tradujo en una gran ventaja: aunque se clasificó para la ronda final,
quedó en cuarto lugar, por detrás de tres mujeres. Aunque el COI no requirió el examen cromosómico en
interés de la política internacional hasta 1968, hacía tiempo que inspeccionaba el sexo de los atletas
olímpicos en un intento de apaciguar a quienes sostenían que la participación de las mujeres en las
competiciones deportivas amenazaba con convertirlas en criaturas virilizadas. 
En 1912, Pierre de Coubertin, fundador de las olimpíadas modernas (inicialmente vedadas a las mujeres),
sentenció que el deporte femenino es contrario a las leyes de la naturaleza. 
Y si las mujeres, por su propia naturaleza, no eran aptas para la competición olímpica, ¿qué había que hacer
con las deportistas que irrumpían en la escena olímpica? 
Las autoridades olímpicas se apresuraron a certificar: la feminidad de las mujeres que dejaban pasar, porque
el mismo acto de competir parecía implicar que no podían ser mujeres de verdad. En el contexto de la
política de género, el control de sexo tenía mucho sentido.

¿Real o construida?
Las verdades sobre la sexualidad humana creadas por los intelectuales en general y los biólogos en particular
forman parte de los debates políticos, sociales y morales sobre nuestras culturas y economías. 
Los ingredientes de nuestros debates políticos, sociales y morales se incorporan, en un sentido muy literal, a
nuestro ser fisiológico. 
Estas afirmaciones tienen una dependencia mutua, abordando temas como la manera en que los científicos (a
través de su vida diaria, experimentos y prácticas médicas) crean verdades sobre la sexualidad; cómo
nuestros cuerpos incorporan y confirman estas verdades; y cómo estas verdades, esculpidas por el medio
social en el que los biólogos ejercen su profesión, remodelan a su vez nuestro entorno cultural.
La teoría feminista contempla el cuerpo no como una esencia, sino como un armazón desnudo sobre el que
la ejecutoria y el discurso modelan un ser absolutamente cultural. 
Las pensadoras feministas describen los procesos por los que la cultura moldea y crea efectivamente el
cuerpo. 
Además tienen muy en cuenta la política. 
A menudo han llegado a su mundo teórico porque querían comprender (y cambiar) la desigualdad social,
política y económica. 
Todo saber académico añade hilos a una trama que interconecta cuerpos racializados, sexos, géneros y
preferencias. 
Desde su origen como disciplina la biología ha estado estrechamente ligada a los debates sobre la política
sexual, racial y nacional. 
Y la ciencia del cuerpo ha cambiado junto con nuestros puntos de vista sociales. 
Los siglos XVII y XVIII han sido periodos de enorme cambio en nuestras concepciones del sexo y la
sexualidad. 
Durante este tiempo, el ejercicio feudal de un poder arbitrario y violento concedido por derecho divino fue
reemplazado por una idea de igualdad legal. 
Para Michel Foucault, la sociedad todavía requería alguna forma de disciplina. 
El capitalismo pujante necesitaba nuevos métodos para controlar la inserción de los cuerpos en la
maquinaria productiva y el ajuste de los fenómenos poblacionales a los procesos económicos.
Foucault dividió este poder sobre los cuerpos vivos en dos formas. 
La primera se centraba en el cuerpo individual. El papel de muchos profesionales de las ciencias (incluidas
las llamadas ciencias humanas: la psicología, la sociología y la economía) consistió en optimizar y
estandarizar la función corporal.
En Europa y Norteamérica, el cuerpo estandarizado de Foucault ha sido tradicionalmente masculino y
caucásico. 
La segunda forma de biopoder de Foucault -la biopolítica de la población- surgió a principios del siglo XIX,
a medida que los pioneros de las ciencias sociales comenzaron a desarrollar los métodos estadísticos
necesarios para supervisar y gestionar la natalidad y la mortalidad, el nivel de salud, la esperanza de vida y
la longevidad.
Para Foucault, disciplina tiene un doble sentido. 
Por un lado, implica una forma de control o castigo; por otro, se refiere a un cuerpo de conocimiento
académico (la disciplina de la historia o la biología). El conocimiento disciplinario acumulado en los campos
de la embriología, la endocrinología, la cirugía, la psicología y la bioquímica ha movido a los médicos a
intentar controlar el género mismo del cuerpo, incluyendo también «sus capacidades, gestos, movimientos,
situaciones y comportamientos».
Al anteponer lo normal a lo natural, los médicos también han con tribuido a la biopolítica poblacional.
La norma de género es una imposición social, no científica. 
El conocimiento promovido por las disciplinas médicas autoriza a los facultativos a mantener una mitología
de lo normal a base de modificar el cuerpo intersexual para embutirlo en una u otra clase.
Sin embargo, el progreso médico de una persona, puede ser la disciplina y el control de otra. 
Los intersexuales como María Patiño tienen cuerpos disidentes. 
No encajan de manera natural en una clasificación binario.
¿Por qué debería preocuparnos que haya personas cuyo equipamiento biológico natural, les permita
mantener relaciones sexuales naturales tanto con hombres como con mujeres? 
¿Por qué deberíamos amputar o esconder quirúrgicamente genitales? 
La respuesta: para mantener la división de géneros, debemos controlar los cuerpos que se salen de la norma. 
Puesto que los intersexuales encarnan literalmente ambos sexos, su existencia debilita las convicciones sobre
las diferencias sexuales.
La conceptualización tradicional del género y la identidad sexual constriñe las posibilidades de vida y
perpetúa la desigualdad de género. 
Para cambiar la política del cuerpo, hay que cambiar la política de la ciencia misma. 
Las feministas que estudian la creación del conocimiento empírico por los científicos han comenzado a
reconceptualizar la naturaleza misma del procedimiento científico. 
Como ocurre en otros ámbitos sociales, estas autoras entienden que el conocimiento empírico, práctico, está
imbuido de los temas políticos y sociales de su tiempo. 
 
Muchos autores sitúan el punto de partida de los estudios científicos modernos de la homosexualidad
humana en la obra de Alfred C. Kinsey y colaboradores, publicada por primera vez en 1948. 
Sus informes sobre el comportamiento sexual de varones y mujeres proporcionaron a los sexólogos
modernos un conjunto de categorías útil para medir y analizar conductas sexuales. 
Emplearon una escala de 0 a 6, donde 0 corresponde a cien por cien heterosexual y 6 a cien por cien
homosexual. 
Aunque era una escala discreta, Kinsey subrayó que la realidad incluye individuos de cada tipo intermedio,
dentro de un continuo entre los dos extremos y entre todas y cada una de las categorías de la escala.
Los estudios de Kinsey ofrecían nuevas categorías definidas en términos de excitación sexual-especialmente
orgasmo- en vez de permitir que conceptos como afecto, matrimonio o relación intervinieran en las
definiciones de la sexualidad humana. La sexualidad era una característica individual, no algo producido
dentro de relaciones en contextos sociales particulares. 
Hoy las categorías de Kinsey han adquirido vida propia, lo cual afirma que a través del acto de medir, los
científicos pueden cambiar la realidad social que se proponen cuantificar. 
 
Si estos ejemplos de la sociología contemporánea muestran que las categorías empleadas para definir, medir
y analizar la conducta sexual humana cambian con el tiempo, la reciente profusión de estudios de la historia
social de la sexualidad humana sugiere que la organización social y la expresión de la sexualidad humana no
son ni intemporales ni universales.

¿Sexo o género?
 
Hasta 1968, a menudo se exigió a las competidoras olímpicas que se desnudaran delante de un tribunal
examinador. Tener pechos y vagina era todo lo que se necesitaba para acreditar la propia feminidad. Pero
muchas mujeres encontraban degradante este procedimiento. En parte por la acumulación de quejas, el coi
decidió recurrir al test cromosómico, más moderno y «científico. 
El problema es que ni este test ni el más sofisticado que emplea el Coi en la actualidad (la reacción de la
polimerasa para detectar secuencias de ADN implicadas en el desarrollo testicular) pueden ofrecer lo que se
espera de ellos. 
Simplemente, el sexo de un cuerpo es un asunto demasiado complejo. 
No hay blanco o negro, sino grados de diferencia. 
Para la autora, etiquetar a alguien como varón o mujer es una decisión social. 
El conocimiento científico puede asistirnos en esta decisión, pero sólo nuestra concepción del género, y no
la ciencia, puede definir nuestro sexo. 
Es más, nuestra concepción del género afecta al conocimiento sobre el sexo producido por los científicos en
primera instancia. En las últimas décadas, la relación entre la expresión social de la masculinidad y la
feminidad y su fundamento físico ha sido objeto de acalorado debate en los terrenos científico y social. 
En 1972, los sexólogos John Money y Anke Ehrhardt popularizaron la idea de que sexo y género son
categorías separadas. 
El sexo, se refiere a los atributos físicos, y viene determinado por la anatomía y la fisiología, mientras que el
género es una transformación psicológica del yo, la convicción interna de que uno es macho o hembra
(identidad de género) y las expresiones conductuales de dicha convicción."
Las feministas de la segunda ola de los setenta, por su parte, también argumentaron que el sexo es distinto
del género (que las instituciones sociales, diseñadas para perpetuar la desigualdad de género, producen la
mayoría de las diferencias entre varones y mujeres). 
Estas feministas sostenían que, aunque los cuerpos masculinos y femeninos cumplen funciones
reproductivas distintas, pocas diferencias más vienen dadas por la biología y no por las vicisitudes de la
vida. 
Si las chicas tenían más dificultades con las matemáticas que los chicos, el problema no residía en sus
cerebros, sino en las diferentes expectativas y oportunidades de unas y otros. 
Tener anatomías diversas es una diferencia de sexo. Que los chicos saquen mejores notas en matemáticas
que las chicas es una diferencia de género.
 Presumiblemente, la segunda podía corregirse aunque la primera fuera ineludible.
Las feministas de los setenta establecieron los términos del debate: el sexo representaba la anatomía y la
fisiología, y el género representaba las fuerzas sociales que moldeaban la conducta. 
Las feministas no cuestionaban la componente física del sexo; eran los significados psicológico y cultural de
las diferencias entre varones y mujeres -el género- lo que estaba en cuestión. 
Pero las definiciones feministas de sexo y género dejaban abierta la posibilidad de que las diferencias
cognitivas y de comportamiento pudieran derivarse de diferencias sexuales. 
Así, en ciertos círculos la cuestión de la relación entre sexo y género se convirtió en un debate sobre la
«circuitería» cerebral innata de la inteligencia y una variedad de conductas," mientras que para otros no
parecía haber más elección que ignorar muchos de los descubrimientos de la neurobiología contemporánea.
Al ceder el territorio del sexo físico, las feministas dejaron un flanco abierto al ataque de sus posiciones
sobre la base de las diferencias biológicas. 
En efecto, el feminismo ha encontrado una resistencia masiva desde los dominios de la biología, la medicina
y ámbitos significativos de las ciencias sociales. 
A pesar de los muchos cambios sociales positivos desde los setenta, la expectativa optimista de que las
mujeres conseguirían la plena igualdad económica y social una vez se afrontara la desigualdad de género en
la esfera social, ha palidecido.
Todo ello ha movido a las pensadoras feministas a cuestionar la noción misma de sexo" y, por otro lado, a
profundizar en los significados de género, cultura y experiencia. 
Nuestros cuerpos son demasiado complejos para proporcionarnos respuestas definidas sobre las diferencias
sexuales. 
Cuanto más buscamos una base física simple para el sexo, más claro resulta que sexo no es una categoría
puramente física. 
Las señales y funciones corporales que definimos como masculinas o femeninas están ya imbricadas en
nuestras concepciones del género.
Considérese el problema del Comité Olímpico Internacional. 
Los miembros del comité quieren decidir quién es varón y quién es mujer. 
¿Pero cómo? 
Si Pierre de Coubertin rondara todavía por aquí, la respuesta sería simple: nadie que deseara competir podría
ser una mujer, por definición. 
Pero ya nadie piensa así. ¿Podría el coi emplear la fuerza muscular como medida del sexo? En algunos casos
sí, pero las fuerzas de varones y mujeres se solapan, especialmente cuando se trata de atletas entrenados. 
Y aunque Maria Patiño se ajustara a una definición razonable de feminidad en términos de apariencia y
fuerza, también es cierto que tenía testículos y un cromosoma Y. 
Ahora bien, ¿por qué estos rasgos deberían ser factores decisivos?
El coi puede aplicar la prueba del cariotipo o del ADN, o inspeccionar las mamas y los genitales, para
certificar el sexo de una competidora, pero los médicos se rigen por otros criterios a la hora de asignar un
sexo incierto. Se centran en la capacidad reproductiva (en el caso de una feminidad potencial) o el tamaño
del pene (en el caso de una presunta masculinidad). 
Por ejemplo, si un bebé nace con dos cromosomas X, oviductos, ovarios y útero, pero un pene y un escroto
ex ternos, ¿es niño o niña? 
Casi todos los médicos dirían que es una niña, a pesar del pene, por su potencial para dar a luz, y recurrirían
a la cirugía y tratamientos hormonales para validar su decisión. 
La elección de los criterios para determinar el sexo, y la voluntad misma de determinarlo, son decisiones
sociales para las que los científicos no pueden ofrecer guías absolutas.

No a los dualismos
La cuestión de lo innato y lo adquirido ha preocupado durante bastante tiempo.
Las maneras euro-americanas de entender el mundo dependen en gran medida de los dualismos (pares de
conceptos, objetos o credos opuestos). 
Vamos a hacer eje en tres de ellos: sexo/género, naturaleza/crianza y real/construido. 
 
¿Qué tiene de preocupante que recurramos a los dualismos para analizar el mundo? 
 
Razón                                   Naturaleza
 
Masculino                          Femenino
 
Mente                                 Cuerpo
 
Amo                      Esclavo
 
Libertad                              Necesidad (Naturaleza)
 
Humano                             Natural (no humano)
 
Civilizado                           Primitivo
 
Producción                        Reproducción
 
Yo                                          Otro
 
En el uso cotidiano, los conjuntos de asociaciones en cada columna de la lista suelen ir juntos. 
La cultura acumula estos dualismos como un almacén de armas que pueden aprovecharse, refinarse y
reutilizarse.
 Las viejas opresiones almacenadas como dualismos facilitan y abren el camino a otras nuevas. 
Cabe señalar como ejemplo, las intersecciones entre las construcciones e ideologías raciales y las de género.
 
El dualismo sexo/género limita el análisis feminista. 
El término género, colocado en una dicotomía, excluye necesaria mente la biología.
Como consecuencia de la división real/construido (a veces formulada como una división entre naturaleza y
crianza), se sitúa el conocimiento de lo real en el dominio de la ciencia (equiparando lo construido con lo
cultural). 
Algunas pensadoras feministas, han intentado con éxito variable componer una descripción no dualista del
cuerpo. 
Judith Butler, por ejemplo, ha reclamado el cuerpo material para el pensamiento feminista. 
¿Por qué, se pregunta, la idea de materialidad ha venido a significar lo que es irreducible, lo que puede
sustentar la construcción pero no puede construirse? 
Hay hormonas, genes, próstatas, úteros y otras partes y fisiologías corporales de las que nos valemos para
diferenciar entre machos y hembras, y que se convierten en parte del sustrato del que emergen las variedades
de la experiencia y el deseo sexuales. 
Las variaciones en cada uno de estos aspectos de la fisiología afectan profundamente la experiencia
individual del género y la sexualidad. 
Cada vez que in tentamos volver al cuerpo como algo que existe con anterioridad a la socialización, al
discurso sobre lo masculino y lo femenino, descubrimos que la materia está colmada por los discursos sobre
el sexo y la sexualidad que prefiguran y constriñen los usos que pueden darse a ese término.
Las nociones occidentales de materia y materialidad corporal, se han construido a través de una matriz de
género. 
Si los puntos de vista sobre sexo y sexualidad ya están incrustados en nuestras concepciones filosóficas de la
materialización de los cuerpos, la materia de los cuerpos no puede constituir un sustrato neutral preexistente
sobre el que basar nuestra comprensión de los orígenes de las diferencias sexuales.
Puesto que la materia ya contiene las nociones de género y sexualidad, no puede ser un recurso imparcial
sobre el que construir teorías «científicas» u «<objetivas del desarrollo y la diferenciación sexuales. 
Hablar de sexualidad humana requiere una noción de lo material. Pero la idea de lo material nos llega ya
teñida de ideas preexistentes sobre las diferencias sexuales. 
Butler sugiere que contemplemos el cuerpo como un sistema que simultáneamente produce y es producido
por significados sociales, así como cualquier organismo biológico siempre es el resultado de las acciones
combinadas y simultáneas de la naturaleza y el entorno.
 
Sin la socialidad humana no puede desarrollarse la sexualidad humana. 
 
Los seres humanos son biológicos (y, por ende, seres naturales en cierto sentido) y sociales (y, por ende,
entidades en cierto sentido artificiales o, si se quiere, construidas). 
¿Podemos concebir una manera de vernos a nosotros mismos, a medida que nos desarrollamos desde la
concepción hasta la vejez, como naturales y artificiales a la vez? 
La teoría de sistemas ontogénicos niega que haya dos tipos funda mentales de procesos: uno guiado por los
genes, las hormonas y las células cerebrales (esto es, la naturaleza) y otro por el medio ambiente, la
experiencia, el aprendizaje o fuerzas sociales (esto es, la crianza). 
 
 
Los debates que evocan la dicotomía naturaleza / crianza son la consecuencia de la pobreza de un enfoque
no sistémico.
Muchos teóricos críticos, feministas y homosexuales arrinconan deliberadamente la biología, abriendo con
ello el cuerpo a la conformación social y cultural. 
Pero ésta es una jugada equivocada. 
 
En la mayoría de discusiones públicas y científicas, sexo y naturaleza se entienden como reales, mientras
que género y cultura se entienden como construidos.
Éstas son falsas dicotomías. Partiendo de los marcadores más visibles del género -los genitales- se puede
ilustrar cómo se construye, literalmente, el sexo. 
Los cirujanos eliminan partes y emplean plásticos para crear genitales apropiados para la gente nacida con
partes corporales no fácilmente identificables como masculinas o femeninas. 
Los médicos creen que su pericia les permite escuchar lo que les dice la naturaleza sobre el sexo verdadero
que deberían tener estos pacientes. 
El problema es que sus verdades proceden del medio social y son reforzadas en parte por la tradición médica
de hacer invisible la intersexualidad.
 
Los cuerpos, como el mundo en el que vivimos, están hechos de materia. 
A menudo nos valemos de la investigación científica para comprender la naturaleza de dicha materia. 
Pero esta investigación cien tífica implica un proceso de construcción de conocimiento. 
Los científicos construyen argumentos a base de escoger enfoques y herramientas experimentales
particulares. 
Los científicos crearon la categoría de las hormonas sexuales, en el periodo que va de 1900 a 1940. Las
hormonas mismas se convirtieron en marcadores de la diferencia sexual. Así, la detección de una hormona
sexual o su receptor en alguna parte del cuerpo (las células óseas, por ejemplo) convierte esa parte antes
neutra en sexual. 
Pero si se adopta, una perspectiva histórica, se puede ver que las hormonas esteroides no tienen por qué
dividirse en categorías sexuales y no sexuales. 
Hoy los científicos están de acuerdo sobre la estructura molecular de los esteroides que etiquetaron como
hormonas sexuales, aunque no sean visibles a simple vista. 
Debemos examinar la construcción de la sexualidad, comenzando por las estructuras visibles de la superficie
exterior del cuerpo y acabando por las conductas y las motivaciones (esto es, actividades y fuerzas
manifiestamente invisibles) inferidas sólo a partir de su resultado, pero que se presumen localizadas muy
dentro del cuerpo. 
Los comportamientos son por lo general actividades sociales, expresadas en interacción con objetos y seres
distintivamente separados.

Clase 01/10/2021
LAS TEORIAS FEMINISTAS
Conformaciones iniciales siglo VIII y XIX
AMOROS y DE MIGUEL (FRAGMENTO)
La Revolución Francesa es un fenómeno sumamente complejo del que se han dado interpretaciones muy
plurales.
Interesa resaltar que la ideología revolucionaria, cuyas raíces ilustradas son evidentes, resultaba tener
insólitas virtualidades de universalización.
La crisis de legitimación del Ancien Régime que culminó en la Revolución Francesa conllevó asimismo lo
que vamos a llamar una crisis de legitimación patriarcal.
En la génesis de esta crisis se encuentra el hecho de que las mujeres pusieran en juego su capacidad
autónoma de juzgar.
Resultaba difícil estar inmersas en un medio ideológico poblado de discursos acerca de la igualdad, la
libertad y la fraternidad y resignarse, en una sociedad que se presenta a sí misma como en proceso
constituyente, a vivir su propia inserción en él desde pasividad.
El constatar que estas consignas no rezan para ellas produce reacciones de sorpresa y de protesta al más
elemental buen sentido: no sólo al de las mujeres cultas, sino al de las pertenecientes a medios no muy
letrados y al de algunos hombres intelectualmente honestos.
Así, proliferaron textos en la línea del de Mademoiselle Jodin, corresponsal de Diderot.
El texto lleva por título: «Proyectos de legislación para las mujeres dirigidos a la Asamblea Nacional»
(1790): Cuando los franceses señalan su celo para regenerar el Estado y fundar su felicidad y su gloria sobre
las bases eternas de las virtudes y de las leyes, pensé que mi sexo, que compone la interesante mitad de este
bello Imperio, podía también reclamar el honor e incluso el derecho de concurrir a la prosperidad pública; y
que al romper el silencio al que la política parece habernos condenado, podíamos decir útilmente: nosotras
también somos ciudadanas. De acuerdo con este título, ¿no tenemos nuestras leyes, así como nuestros
deberes?, ¿debemos permanecer puramente pasivas en un momento en el que la transformación de todos los
pensamientos en fecundos para el bien público debe también tocar el punto delicado, el feliz lado que nos
une a él.”
Las mujeres reclaman presencia y participación en lo público, el nuevo espacio social emergente que las
Luces alumbran y que ellas, en la práctica, han ganado ya por su significativas participación en
acontecimientos como la toma de la Bastilla y su protagonismo en las Jornadas de Octubre, con la marcha
sobre Versalles para hacer venir a los reyes a París en plena crisis del abastecimiento del pan
Ha aflorado ya en las mujeres la conciencia de «Tercer Estado dentro del Tercer Estado, y de que, en
consecuencia, sus intereses no son los mismos que los de los varones de sus clases respectivas.
La doctrina revolucionaria emite para ellas un mensaje doble: el de la universalidad, en el que se sienten
incluidas, se dobla luego de otro acerca de su diferencialidad, en cuya virtud se las excluye; así, son y no son
a la vez ciudadanas, son y no son a la vez defensoras de la patria
Olympe de Gouges, autora de la «Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana» (1791), será
guillotinada el 3 de noviembre de 1793, el mismo año en que se decretará por orden de los jacobinos el
cierre de los clubes de mujeres.
Donde los revolucionarios apelaban a la naturaleza como paradigma normativo para deslegitimar las
jerarquías estamentales, ella lo hará para irracionalizar la jerarquía patriarcal.
Olympe de Gouges parte de la idea rousseauniana de que «la ley debe ser la expresión de la voluntad
general»>; sólo que, a diferencia de Rousseau, considera que en la constitución de esta voluntad no puede
haber discriminación de sexo.
La separación de los poderes legislativo y ejecutivo le sirve de modelo de lo que debería ser el equilibrio de
poderes en el matrimonio entendido al modo de un contrato social, cuyos términos redactó ella misma.

MARY WOLLSTONECRAFT Y VINDICACIÓN DE LOS DERECHOS DE LA MUJER: EL ACTA


FUNDACIONAL DEL FEMINISMO.
La vida de Wollstonecraft coincide con la Revolución Francesa y con la Revolución Industrial británica, «la
doble hoja que abrió definitivamente la puerta de la modernidad en Occidente». 
El discurso intelectual de esta autora se forja dentro de las fronteras marcadas por el pensamiento
racionalista ilustrado, al que tan activamente se había adherido el círculo de los radicales.
El pensamiento de esta escritora brota de una doble y firme convicción: de un lado, desde el punto de vista
epistemológico, en la existencia de una razón repartida universalmente entre todos los seres humanos; y de
otro, desde el punto de vista político, en la creencia de que la igualdad es el lugar en el que desemboca
cualquier razón moral.
Mary Wollstonecraft es una intelectual ilustrada que pondrá a la Ilustración contra las cuerdas al vindicar
para las mujeres aquellos derechos naturales que los pensadores contractualistas habían definido en la teoría
como propios de la humanidad entera y en la práctica como exclusivos de los varones.
Siguiendo a Rousseau declarara en su Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre los
hombres que la desigualdad política y económica es una construcción social, artificial por ello mismo, ajena
a Dios y a la naturaleza, y resultado de una funesta cadena de azares, todos ellos arraigados en el interés de
unos pocos, aunque en última instancia responsabilidad colectiva. de los hombres.
Descubrirá otra desigualdad tan funesta como la anterior, pero más difícil de desmontar, que es la
desigualdad entre los sexos.
Dicho con palabras más actuales, la pensadora inglesa, y el feminismo ilustrado, descubrirán el género como
una construcción normativa muy coactiva para las mujeres y por ello mismo como una fuente inagotable de
desigualdad.
Y esta desigualdad tendrá la misma característica que descubriera Rousseau: es una desigualdad social,
histórica, artificial y ajena a Dios y a у у la naturaleza.
Es un hecho social que no tiene su origen en la naturaleza y que por ello mismo se debe irracionalizar.
La operación que hace Wollstonecraft, consiste en aplicar los criterios de universalidad de la razón y de los
derechos naturales a las mujeres con el objeto de subrayar las incoherencias de la Ilustración patriarcal que
había entronizado los derechos naturales como inherentes a la condición humana y como elemento
fundamental en la irracionalización de la falta de derechos y el exceso de obligaciones de aquellos que
habitaban la sociedad estamental medieval.
Con esta operación, Mary Wollstonecraft pondrá bases firmes, duraderas y políticamente rentables al
feminismo moderno.

Periodo entre guerras: el sufragismo


Esta es una etapa de actuación de los feminismos que fue determinante para la historia de los derechos de las
mujeres. 
Durante período de entreguerra, en particular la década del 20, en varios países europeos y en EEUU, las
feministas agitaron por derechos políticos que habilitaran el ejercicio del voto en igualdad de condiciones
con los ciudadanos. 
Si bien la demanda por el sufragio no era un asunto nuevo, por ejemplo en la declaración de Seneca Falls
EEUU que tuvo lugar en 1948 en EEUU, lo planteaba. 
En algunos países las condiciones de posibilidad se ampliaron. 
Durante la primera guerra mundial, muchas mujeres habían sustituido a los varones en infinidad de tareas
productivas y se imponían cambios una vez terminada la contienda. 
Para el caso de Argentina, el sufragismo también alcanzo notabilidad pública y la demanda llegó al
congreso. 
Desde 1919 y hasta la sanción en 1947 del sufragio femenino, hubo diferentes modificatorias de la Ley de
1912 que había determinado la obligación de votar a todos los varones mayores de 18 años y otorgaba el
derecho a la elegibilidad de cualquier candidato.
En 1951 las mujeres votamos y pudimos ser candidatas por primera vez a nivel nacional. 
La movilización de mujeres fue notable durante las elecciones y antes de ellas. 
El Partido Peronista Femenino (PPF) tuvo un rol clave en la pedagogía cívica desarrollada previamente a las
elecciones y permitió un amplio empadronamiento femenino y una masiva participación en las urnas. 
Por otro lado, la estrategia de promover candidaturas femeninas que tuvo Eva Perón -autoridad máxima del
PPF- resultó positiva e hizo posible el ingreso de mujeres al parlamento en un número que fue difícil de
alcanzar en los años posteriores. 
Se trata, sin duda, de una nueva etapa para la vida de la mayoría de las mujeres donde hubo mucho de
novedoso, como elegir y ser elegida, pero también mucho de tradicional. 
El papel asignado a la familia como núcleo básico de la sociedad en la arquitectura de las políticas de
bienestar durante el peronismo fue central, pero es necesario analizar las implicancias que tuvo para la vida
de las mujeres. 
Las políticas del orden de la promoción de la maternidad y fecundidad durante la primera etapa del
peronismo tuvieron implicancia en el rol de las mujeres.

ALICE GUY https://www.youtube.com/watch?v=5RztLmZAsYU&t=12s


Los resultados del feminismo https://www.youtube.com/watch?v=_MO-LgdE7hE&t=1s
Los años 60 Afrontaran distintos pensamientos
ANABELLA DI TULLIO ROMINA SMIRAGLIA CELINA PENCHANSKY (Compiladoras)
FEMINISMOS Y POLÍTICA HISTORIA, DERECHOS Y PODER.

El feminismo radical y liberal.

Para el feminismo radical, el patriarcado constituye un sistema de dominación universal de los varones sobre
las mujeres.
A partir de los años 60, en el marco de reverbero del movimiento de mujeres organizándose, manifestándose
y repensándose, se va desarrollando un recorrido teórico desde el feminismo que concibe al patriarcado en
términos de estructura de relaciones de poder.
En este sentido, Kate Millett, una de las referentes del feminismo radical de los 60-70, sostiene que el
patriarcado es el sistema de dominación sobre el que se asientan los demás, como el de raza o el de clase.
Millett subraya la diversidad que puede adoptar el patriarcado, así como su capacidad de adaptación: "Si
bien la institución del patriarcado es una constante social tan hondamente arraigada que se manifiesta en
todas las formas políticas, sociales y económicas, ya se trate de las castas y clases o del feudalismo y la
burocracia, y también en las principales religiones, muestra, no obstante, una notable diversidad tanto
histórica como geográfica"
Para Millet, podemos observar feudalismos, democracias neoliberales, socialismos reales o
socialdemocracias, y ver patriarcado.

Otro de los puntos interesantes que ponen de relieve estas primeras teorizaciones feministas, es que si bien el
patriarcado suele recurrir a la fuerza y a la violencia, también se sostiene en el consenso establecido por la
"socialización" de los géneros en el marco de las normas patriarcales.

Surgen las decidencias


Las feministas socialistas pondrán el acento en la interrelación existente entre las diversas relaciones de
poder.

Para autoras como Zillah Eisenstein, solo es posible analizar los procesos del patriarcado -y su consistente
imbricación con el capitalismo-desde una conjunción de las herramientas teóricas del feminismo y la
metodología marxista. 

El análisis de las luchas de clases y de raza es fundamental para comprender el funcionamiento del
patriarcado, pues estas no representan historias separadas, sino que se desarrollan simultáneamente, co-
constituyéndose y potenciándose.
La interseccionalidad, aunque no necesariamente con ese nombre, está presente en los feminismos desde
tiempos muy tempranos.

Los feminismos fueron acentuando en sus análisis diversos ámbitos de opresión y dominación en el marco
del sistema patriarcal. 
Esos desarrollos-sobre todo aquellos relacionados a la teoria queer y a los movimientos LGTTBIQ-han dado
como resultado que hoy podamos referimos al cisheteropatriarcado, para subrayar su mandato cisgénero' y
su heteronormatividad.
Porque patriarcado no es solamente opresión sobre las mujeres, ni nos oprime a todas por igual.

El cisheteropatriarcado es clasista, es racista, es colonialista, es capacitista, es homofóbico, es lesbofobico y


es transfóbico.
Y la teoría feminista en sus diversas expresiones, ha dado sobrada cuenta de esta variedad de dimensiones.
Los vaivenes de genero
El género es una de las categorías clave en la historia del feminismo, con gran potencia teórica y política,
pero ha despertado también fuertes debates en torno a su genealogía, definición, posibles usos y
limitaciones.

Existe un amplio consenso en ubicar la emergencia del género como noción en la teoría feminista con una
acepción distintiva a fines de los 60, principios de los 70 del siglo XX. 
Si la diferencia entre los sexos no explica el modo en que las mujeres se construyen como seres inferiores a
los varones, configurando distintos atributos, roles y capacidades en forma de opuestos; será entonces en el
género en donde encontremos la respuesta.

Se trata de una categoría analítica transdisciplinar que intenta dar cuenta de las relaciones sociales y de
poder basadas en las diferencias percibidas entre los sexos en un determinado momento histórico. 
En pocas palabras, el género es una herramienta critica de investigación y militante, que surge como
respuesta a la naturalización de la diferencia entre los sexos como destino desigual en múltiples campos de
batalla.
Muchos estudios señalan a Simone de Beauvoir como un antecedente en el trazado de la historia de este
concepto. Su famosa declaración "no se nace mujer, se llega a serlo" presente en El segundo sexo, publicado
en 1949 en Francia, advierte que la mujer no es un producto de la naturaleza, sino de la civilización; y que
las diferencias biológicas son tan solo un pretexto a partir de las cuales se construye el mito de la feminidad.
Sin embargo, a pesar de que la pensadora francesa distingue entre "dato" y "constructo social", Beauvoir no
define ni utiliza la categoría género en el sentido que mencionábamos más arriba.
¿diferencia o igualdad?
Existe una línea dentro de los debates feministas en torno al género, en la cual podemos ubicar a grandes
rasgos dos posturas sobre las causas que producen la desigualdad entre varones y mujeres, y la forma de
subvertirla.
Por un lado, las feministas de la igualdad argumentan que las nociones de feminidad y masculinidad en
forma de opuestos, son modos de significación de las diferencias entre los sexos.
En este sentido, el objetivo para estas feministas en si de distintas tendencias como liberales, socialistas o
radicales seria la eliminación de esa diferencia de género socialmente construida, y la consecución de la
igualdad entre varones y mujeres en todos los ámbitos de la sociedad.
Por otro lado, las feministas de la diferencia proponen una reinterpretación, esta vez positiva, de la
diferencia de género.

Así pues, el objetivo ya no seria, ahora, borrar las diferencias de género, sino reconocerlas.
Empero, y más allá del desacuerdo que acabamos de enunciar, ambas líneas de interpretación ponen el foco
en la "diferencia de género" (Fraser, 1995).
Gracias a la emergencia de voces de activistas negras, lesbianas, trans, mestizas, indigenas, entre otras;
surgen intervenciones criticas con el objetivo de trabajar sobre la complicidad del movimiento feminista
tanto con el racismo, o el colonialismo.
Su argumento central es que mantener la cuestión de género anclada en una oposición varón/mujer dificulta
la visualización de las diferencias entre las mujeres; detrás de la supuesta universalidad de la Mujer, se
ocultan otros vectores de producción de la subjetividad y la forma en que los mismos se intersectan entre
ellos, como la clase, la raza, la sexualidad.
En si ninguna persona es parte de un solo colectivo, ni está atravesada por una sola forma de poder social.

Nuevas miradas: la modernidad


Desde los 80, surge una cierta desconfianza sobre el término género y el binarismo que conlleva muchas
veces su uso.

El pensamiento feminista en sus estudios sobre el género, había puesto en cuestión la naturalidad de lo
femenino y lo masculino, pero sin problematizar la "naturalidad" del sexo. 
Desde este horizonte de sentido, ni el género ni el sexo pueden ser pensados como una propiedad de los
cuerpos, como preexistentes o construidos de forma independiente a/ de las normas reguladoras que
gobiernan su materialización. 

En pocas palabras, podríamos también pensar al sexo ya no como un simple dato biológico, sino como el
producto de una lectura cultural. 

Esto último permite repensar nuevamente el concepto-junto al de sexo-, abriendo multiplicidad de


posibilidades en torno a los "géneros".

Llegadas a este punto, el género sigue sin poder ser atrapado bajo una definición monolítica, estable;
pareciera es un concepto escurridizo, vacilante. 
Pero los vaivenes del género están intrínsecamente asociados a la historia del feminismo, como teoría crítica
y práctica política. 
Sus diversos usos y contradicciones se entrecruzan como hemos intentado recorrer en este apartado con los
debates al interior de un movimiento heterogéneo. 
Por otro lado, no podemos dejar de advertir que desde una ofensiva conservadora se toma ese concepto y se
lo intenta convertir en "mala palabra", en una "ideología" en manos de feministas y demás "desviados" que
vienen a atacar el supuesto orden natural organizado según los sexos. 

En si el concepto está presente en diversas luchas, las cuales, al mismo tiempo, están atravesadas por
distintos intereses. 
De ahí que el feminismo tenga una relación ambivalente con la categoría género: debido a su origen, a los
caminos que se abren y los que se cierran en sus múltiples usos, tanto por parte del feminismo como de sus
acérrimos enemigos. 
Clase 04/10/2021
Introducción
En la construcción de los derechos civiles de las mujeres es evidente el predominio de cierta moral asociada
a la unión entre los sexos, en particular al matrimonio como expresión institucional de esa unión.
Se trata de un mecanismo ideológico definido como doble moral sexual. 
Es una forma de sexismo por la cual una misma conducta es evaluada con distintos parámetros para varones
y para mujeres y fundamentada en un supuesto deber ser de cada sexo.
Los derechos civiles fueron codificados en la Argentina poscolonial en el Código Civil de 1869. Este
Código y luego la Ley de Matrimonio Civil de 1888 que lo modificó significaron una fuerte recomposición
de las fronteras entre lo público y lo privado respecto de la situación colonial.
En un mismo movimiento se dotó al varón de un extensísimo poder y se afirmó el poder del Estado sobre la
vida de las personas a través del derecho.
Así se consolidó el orden social patriarcal moderno en nuestra sociedad.
Los años 20 trajeron consigo la consolidación de sujetos políticos nuevos: el primer feminismo, el
movimiento de trabajadores, los jóvenes intelectuales, entre otros.
A mediados del siglo XX, tuvo lugar un proceso vertebrador de modernización.
Después de la segunda posguerra, se configuró un orden bipolar y Estados Unidos se erigió como potencia
hegemónica sobre las sociedades occidentales.
Bajo el signo de la democracia occidental y cristiana, durante la segunda mitad del siglo XX las mujeres de
la Argentina accedieron a derechos clave para su autonomía dentro del matrimonio: los derechos civiles,
aquellos que refieren a la capacidad civil plena, la patria potestad compartida y el divorcio vincular, entre
otros.
Durante todo el siglo XX hubo sucesivas reformas del estatuto jurídico de las mujeres en la esfera civil,
social y política que significaron una verdadera revolución silenciosa.
Fue un proceso de cambio de las estructuras sociales y jurídicas que afecta al presente de tal modo que, a
poco más de una década de comenzado el siglo XXI, el Estado nacional ha encontrado el consenso para
proclamar una ley de matrimonio entre personas del mismo género.
En este largo camino, la modernidad dictó el canon de una severa moral sexual que ordenó y disciplinó
diferencialmente las conductas de hombres y mujeres al afirmar como objetivo la reproducción sexual antes
que el placer y el deseo, tanto para las mujeres como para quienes (varones y mujeres) no se ajustaban a la
heteronormatividad.
Con el advenimiento de la modernización, hubo un notable cambio en los valores y sentidos comunes, y con
ello el sexo y la sexualidad adquirieron mayor visibilidad en la esfera de lo público: desde la ciencia hasta
los artefactos culturales. Pero el derecho acompañó débilmente este proceso de cambio.
Una indagación de los significados de la moral sexual dominante en cada instancia de este largo proceso que
transcurre entre la sanción de la Ley de Matrimonio Civil (1888) y la Ley de Matrimonio entre personas del
mismo sexo (2010) puede ayudar a comprender las tensiones señaladas.

Código civil de 1896


Inspirado en el Código Civil francés (el Código de Napoleón de 1804), el Código argentino de 1869 definió
a las mujeres como sujetos de incapacidad de hecho relativa.
Este estatus venía anudado a la noción de potestad marital, la cual supone que el marido tiene un conjunto de
poderes sobre la persona y los bienes de la mujer (equiparada así al menor de edad). 
De esta forma, por ley, el varón estaba facultado para representar legalmente a la familia, administrar el
patrimonio de la sociedad conyugal (incluyendo el que la esposa hubiese aportado), ejercer con exclusividad
la patria potestad sobre los hijos y establecer el domicilio legal de la familia.
La incapacidad y la potestad marital fueron elementos reproducidos, con matices, en todos los códigos
latinoamericanos, que tomaron la codificación francesa como modelo.
En la Argentina, el Código estipuló que las mujeres casadas eran incapaces de hecho (art. 55, inc. 2) y que
quedaban sujetas a la representación legal del marido (art. 57, inc. 4).
Asimismo, a pesar de lo que sostenían algunas corrientes reformistas (representadas por liberales como Juan
Bautista Alberdi o Domingo F. Sarmiento), el matrimonio quedó fijado como institución religiosa.
Podemos identificar en estas decisiones del codificador la voluntad de respetar los imperativos de la moral
dominante en su tiempo.
Si el Código de Napoleón mantuvo algunos de los derechos reivindicados por la Revolución, tales como el
matrimonio civil y el divorcio vincular (pero otros no, como la autonomía contractual de las mujeres), en
América Latina, donde la Iglesia católica tenía enorme poder de veto, esos derechos fueron impensados.
Tampoco en otros aspectos Vélez Sarsfield se ciñó textualmente a la codificación francesa, sino que fusionó
las influencias de Francia con doctrinas de otras procedencias e incluso innovó en cuestiones consideradas
excepcionales para su época.
Vélez Sarsfield colocó en el Código disposiciones favorables para las mujeres: el régimen de comunidad de
gananciales como régimen único y forzoso, que "le preservó a la esposa los bienes gananciales, esto es,
usufructuar la mitad de los bienes obtenidos durante el matrimonio".
Asimismo, le otorgó la posibilidad de pactar convenciones sobre la reserva del derecho de administrar algún
bien raíz de los que llevase al matrimonio o que adquiriese después por título propio (art. 1.217, inc. 2). 
Dora Barrancos sostiene que ésta era "una rendija" por la cual las mujeres podían acceder a la
administración de algunos bienes.
Si la Revolución Francesa había significado un "giro" en la medida que introducía el concepto de mujer civil
como individuo contrayente, el Código de Napoleón de 1804 y las cláusulas de incapacidad y potestad
marital significaron un retroceso.
En la Argentina, como se ha dicho, ni siquiera se logró legislar el matrimonio civil.
No obstante, la primera gran cuña reformista no tardaría en llegar. 
Con el impulso laicizante del presidente Miguel Juárez Celman, el Congreso discutió un proyecto de ley de
matrimonio civil que quedó sancionado en 1888.
Los detractores del proyecto esgrimieron argumentos fundados en una supuesta "moral superior" (la moral
católica, desde luego).
A la "moral superior" se oponía otra moral, la moderna.
Tanto los conservadores como los liberales entendían que la familia tenía un poder matricial en la
construcción del orden y de los derechos de ciudadanía.
Y en ambas concepciones las mujeres estaban en una posición de subordinación.
Incluso en el discurso del ministro que encabezó la defensa del matrimonio civil en el Congreso se observa
el doble parámetro con el que eran valuados varones y mujeres.
El ministro Posse manifestaba: La inteligencia de la mujer no está organizada para resistir; las mujeres
prefieren creer, la intensidad de sus facultades no es poderosa [...] Esto no es un ataque a la mujer; es una
descripción la que hago.
La ley 11357 de 1926
Lo "bueno" antes que lo "mejor".
En 1926, bajo la presidencia del radical Marcelo T. de Alvear, y en momentos de gran turbulencia política,
el Senado sancionó la ley 11.357 sobre derechos civiles de las mujeres. 
Pero esta ley no derogó la cláusula que definía a las mujeres casadas como incapaces de hecho ni tampoco la
que estipulaba la sujeción a la representación legal del marido.
La reforma de 1926 solamente amplió los derechos de las mujeres casadas en algunos aspectos acotados,
explícitamente enumerados en el texto legal.
Como había ocurrido antes con la Ley de Matrimonio Civil de 1888, la reforma de 1926 fue expresión
jurídica de un intento de ampliar el dominio público del Estado sobre el amplio dominio privado ejercido
por el pater familias, un paso necesario en la consolidación del Estado nacional.
En esos años 20, de rápidas transformaciones, la reforma del estatuto civil de las mujeres entrañaba un doble
movimiento de ampliación de la esfera de autonomía de la mujer como persona (sustraída a la voluntad del
varón) y de ampliación del control del Estado sobre las mujeres trabajadoras, a través del disciplinamiento y
la protección a la maternidad como forma de afirmar el orden basado en la familia (lo cual a su vez, en el
orden patriarcal vigente, la devolvía a la autoridad del varón).
La iniciativa de reforma fue presentada en el Senado en 1924 por los senadores socialistas Mario Bravo y
Juan B. Justo, y coincidió en el tiempo con la aprobación de la ley 11.317 (el 30 de septiembre de 1924), que
regulaba el trabajo de mujeres y niños (que modificaba y mejoraba los términos de la ley 5.291 de 1907).
Tanto la ley de 1924 como la aprobada en 1926 se erigían frente a la irremediable realidad y existencia de
mujeres que trabajaban.
La simultaneidad de la reforma civil y la reforma social indica la prevalencia de la ideología de la
domesticidad y del maternalismo en la formulación de derechos relativos a las mujeres.
Pero también indica la prevalencia de un concepto liberal de ciudadanía, acuñado sobre la base de la familia
como matriz de derechos, pues en última instancia se trataba de preservar las funciones primordiales de las
mujeres, de quienes se esperaba que las desplegasen normalmente en el seno del hogar.
Este concepto está concretamente expresado en las palabras del diputado de la Unión Cívica Radical (UCR)
Agustín Araya: “Por ser más apta para esa función, se ha entregado a la mujer la crianza de los hijos porque
se la supone alejada de todas las tentaciones de la calle y los contactos del trabajo, que perturban esa función
de la formación moral del niño. (DSCD, 13 de agosto de 1926: 119)”.
En aras de que las mujeres siguieran cumpliendo con esa "función de la formación moral del niño" es que
los legisladores cedían a la realidad del trabajo femenino pero sin declinar sus expectativas de orden: que el
trabajo fuera "honesto". Así la honestidad fue un atributo explícitamente consignado en la ley 11.357 (art.
3º, inc. 2).
Por la función que las mujeres estaban llamadas a cumplir en el seno de la familia, el trabajo femenino era
una cuestión que debía ser cuidadosamente legislada. 
Así lo expresó el senador por Salta Luis Linares: “Con la venia del marido puede tomar cualquiera
[profesión), pero sin la venia no. Debe ser una profesión honesta a todas luces, porque si tomara una
profesión siquiera equivoca, afectaría fundamentalmente la moralidad y el decoro del hogar. (DSCS, 25 de
septiembre de 1925: 463).”
Ahora bien, como se ha dicho, la moral moderna tenía un doble parámetro en la valoración de los sexos.
El ejemplo más prístino de esta doble moral sexual se expresa en el concepto de adulterio.
Según el artículo 118 del Código Penal de 1921, se reprimía con prisión de un mes a un año a la mujer "que
cometiere adulterio" y al marido "cuando tuviere manceba dentro o fuera de la casa conyugal". El
amancebamiento era requisito solamente para el varón, mientras que para la mujer cualquier relación sexual
con otra persona que no fuera el marido era causa suficiente para tipificar el delito.
En el liberalismo argentino, era inconcebible y hasta ridícula otra concepción.
Así lo evidencian las palabras del diputado radical Guillermo Fonrouge:
“Del punto de vista nuestro, la reforma no debe establecer una equiparación absoluta de la mujer casada
respecto al marido. Debemos empezar por fijar las lógicas y honestas restricciones que la misma situación
de la mujer casada impone. Sería por ejemplo ridículo, a nuestro modo de ver las cosas, equiparar en materia
de adulterio a la mujer con el marido, estableciendo que para que la mujer cometa adulterio necesita tener
mancebo dentro o fuera del hogar. (DSCD, 12 de agosto de 1926: 62).”
Si bien la reforma de 1926 estuvo impulsada por dos socialistas, el proyecto presentado inicialmente por
estos legisladores fue reelaborado por una comisión parlamentaria especial de composición pluripartidaria:
socialistas, radicales y conservadores.
Si fuera del Congreso Bravo sostuvo posiciones más extremas, en ocasión del debate del proyecto en el
recinto estratégicamente optó por una fórmula de transacción. En palabras del propio senador: “¿Que
hubiera podido decirse que la mujer, sea cual fuere su condición civil goza de los mismos derechos que el
hombre? Es verdad. Yo así lo hubiera hecho, Temo que ello parezca mejor que lo bueno y perdamos lo
bueno por querer lo mejor. (Bravo, 1927: 179).”
La prevalencia de la doble moral sexual explica también la persistente exclusión de las mujeres de la esfera
de los derechos políticos. 
En los mismos años 20 en los que se llevaron a cabo ampliaciones de la ciudadanía civil y social de las
mujeres hubo sucesivos intentos fallidos de legislar sobre sufragio femenino. 
El primer proyecto de derechos políticos para las mujeres data de 1919.
Se destacan los usos de la ideología de la domesticidad y del maternalismo en dichos proyectos y destaca
por su singularidad el proyecto del socia lista Bravo, fundado en el principio constitucional de universalidad
e igualdad de derechos.
En la Argentina, y en el mundo, la tensión mujer-trabajo era vista como la principal amenaza al orden y
había consenso respecto de esto entre las fuerzas dominantes del espectro político. 
Así, los derechos civiles y sociales fueron afirmados, pero la participación de las mujeres en la esfera de
decisión y representación política fue postergada.

Una ley de divorcio frustada

Leyes para "vigorizar la familia".

En 1944, Juan Domingo Perón creó la División de Trabajo y Asistencia de la Mujer, dependiente de la
Dirección General de Trabajo y Acción Social Directa, por entonces dirigida por Lucila de Gregorio Lavié.
Fue la primera dependencia del Estado que asumía como función la protección de los derechos de las
mujeres.
En 1945, a instancias de Perón se creó también la Comisión Pro-Sufragio Femenino.
Final mente, el 9 de septiembre de 1947, con Perón ya en la presidencia, por ley 13.010, las mujeres tuvieron
acceso al tan demorado sufragio.
Habían pasado veintiocho años desde que en 1919 se presentara la primera iniciativa de reforma en el
Congreso.
La extensión del sufragio femenino en esta oportunidad estuvo avalada por cierto consenso internacional, el
derivado de las Actas de Chapultepec (México, 1945).
En los años de 1940, la crisis del liberalismo en el mundo y la articulación de un discurso populista generado
por el binomio Perón-Evita propusieron otros fundamentos ideológicos a la ampliación de los derechos de
ciudadanía: "vigorizar la familia".
Así, en el proceso legislativo y político de la ley se produjo una peronización de la causa de los derechos
políticos femeninos o una "evitización" de la ley, que colocó como sujeto del derecho a la "mujer pueblo").
La reivindicación que Evita hiciera de "la mujer" a comienzos de aquel año 1947 debe entenderse en este
renovado marco de referencias: "Vibré contigo, porque mi lucha es también la lucha del corazón de la mujer
que en los momentos de apremio está junto a su hombre y su hijo, defendiendo lo entrañable".
Sus palabras se inscribían en una nueva concepción del orden, que tenía a la familia como eje. De acuerdo
con las palabras del propio Perón: “Dignificar moral y materialmente a la mujer equivale a vigorizar la
familia. Vigorizar la familia es fortalecer la Nación, puesto que ella es su propia célula. (En Girbal-Blacha,
2007: 245).”
Tanto el fragmento del discurso de Perón como el de Evita ponen de manifiesto la ya señalada función de la
familia como matriz de derechos individuales.
Pero estos fragmentos señalan algo más: la existencia de una moral peronista, que con una ideología
familialista ("dignificar moral y materialmente a la mujer equivale a vigorizar la familia"), enarbolaba a la
mujer como sujeto de derecho no sólo en el plano político sino, como veremos a continuación, también en el
plano civil.
La Constitución de 1949 incluyó una cláusula tan hermética como sorprendente en el ideario de "bienestar"
del populismo argentino: en sintonía con las doctrinas en boga, el nuevo texto constitucional incorporó una
sección sobre los derechos de la familia. Específicamente, consignaba la igualdad jurídica de los cónyuges y
la patria potestad (art. 37). ¿Qué significados y alcances tenía esta igualdad conyugal?
El pasaje del primer gobierno de Perón (1946-1951) al segundo (1951-1955) estuvo cargado de
conflictividad.
En este escenario, entre la sanción de la Carta de 1949 y 1954, se dictó una polémica ley que introdujo el
divorcio vincular.
En 1955, el impulso reformista quedó violentamente clausurado por efecto del golpe de Estado que derrocó
a Perón.
En este cuadro, la proclamación del divorcio vincular (ley 14.394 del 14 de diciembre de 1954), a través de
un artilugio que lo incluyó dentro de una ley más amplia de filiación y minoridad, fue un acontecimiento
efímero.
En franco conflicto con la Iglesia Católica, la ley que sancionó el divorcio vincular indicaba un rotundo
viraje de posiciones del gobierno frente a los principios sostenidos en los inicios del primer período.
Esto se observa en los contenidos diferenciales del Primer Plan Quinquenal (1947-1951), en el cual el
gobierno había establecido como principio la indisolubilidad del matrimonio, la validez del enlace religioso
y la oposición al aborto; y los del Manual Práctico del Segundo Plan Quinquenal (1952-1957), en el que
Perón nada decía a propósito de estos temas (Cosse, 2006).
Nuevamente encontramos en esta reforma dos concepciones morales en tensión.
Encargada de presentar el proyecto en el Congreso, la diputada peronista Delia Parodi insistió sobre su
propia condición de "mujer" para posibilitar con su acción "perfectas fórmulas legales y morales". Según
sostuvo, el divorcio vincular permitiría "legalizar situaciones morales" que hacían "al prestigio de la mujer,
del matrimonio y de la familia" (DSCD, 14 de diciembre de 1954: 2799).
Por su parte, el diputado peronista Ventura González inscribió el problema más marcadamente en el campo
jurídico. Apelando a la "lógica", sostuvo: Desde el punto de vista de los esposos, es evidente que la mera
separación de cuerpos impone a los cónyuges: o el celibato perpetuo o el adulterio [...] si los cónyuges
separados entran en el terreno de las relaciones extramatrimoniales -cosa que normalmente ocurre- ello
afecta la moral, la familia y la sociedad. (DSCD, 14 de diciembre de 1954: 2802)
Con conceptos definitorios de la identidad peronista, ambos representantes proponían el divorcio vincular
como instrumento para la constitución "de una nueva familia", para lo cual apelaban a reinscribir a los
sujetos en la esfera de lo considerado moralmente bueno: el matrimonio.
Como es evidente, desde que la moral peronista admitía la disolubilidad del vínculo matrimonial (aun en
nombre del matrimonio bien avenido y de la familia vigorizada), las marcaba una distancia respecto de la
moral católica (profesada incluso dentro del propio peronismo).
La reforma fue fuertemente resistida (por ajenos y por propios, pues varios peronistas católicos se alejaron
del partido).
En 1956 la ley fue derogada por el gobierno de facto que derrocó a Perón.
Ahora bien, aunque es posible rastrear una posición prodivorcista en las filas peronistas, lo cierto es que en
el orden moral, familiar y social resultante de las reformas llevadas a cabo por el peronismo persistieron los
cánones de la doble moral sexual.
Adriana Valobra (2009) sostiene que "al al referirse a los varones ciudadanos, Perón lograba refundir lo
político y lo social al identificar sujetos de ciudadanía y trabajadores; la problemática referencia a las
trabajadoras y su papel como madres no le permitió [a Perón] ahondar en el vínculo con la ciudadanía
[política femenina]".
Del mismo modo puede decirse que la heterogénea composición ideológica y política del peronismo fue un
freno para las posiciones individuales dentro del partido-movimiento más audaces respecto del divorcio
(como la de Parodi, por ejemplo).
Esta heterogeneidad dio lugar a posiciones tensionadas que quedan de manifiesto cuando se observa que la
legislación no fue específica sobre disolución del vínculo matrimonial sino que fue inserta en una ley más
amplia sobre bien de familia, filiación y minoridad (sólo el art. 31 de la ley 14.394 refería al divorcio), y
solamente válida para quienes ya contaran con una sentencia firme de separación de cuerpos (según
establecía el mismo art. 31).
Más importante aún, no modificó las causales de divorcio incluidas en la Ley de Matrimonio Civil de 1888
(enumeradas en el art. 67).
Así, el adulterio fue una causal recurrente en los procesos iniciados por varones pues, como se ha dicho,
para apelar a ese argumento las mujeres debían comprobar amancebamiento del marido (Giordano y
Valobra, 2013).

1968 ¿ la revolución de argentina?

Las mujeres fueron consideradas individuos con capacidad jurídica plena, a partir de 1968.
En ese año hubo una reforma del Código Civil, por cierto, bastante amplia (cerca de doscientos artículos)
(decreto-ley 17.711 del 23 de abril de 1968).
Dicha reforma estipuló la mayoría de edad a los veintiún años, la emancipación por habilitación de edad y la
ampliación de la capacidad del menor que trabaja. En este mismo orden de cosas, modificó el artículo 55: se
derogó la incapacidad relativa de la mujer casada con lo cual se le otorgó capacidad plena-; así como la
necesaria representación legal de la mujer casada establecida en el artículo 57.
También legisló sobre el régimen de administración separada de los bienes.
Cada cónyuge adquiría así plena facultad para administrar y disponer de sus bienes propios y de los
gananciales adquiridos (con algunas limitaciones específicas).
Asimismo, instituyó la separación de cuerpos por presentación conjunta.
Pero por decisiva influencia de la Iglesia Católica, se estipuló que esta forma de divorcio, a la que luego se
conoció como fórmula de "mutuo consentimiento", no autorizaba la celebración de un nuevo casamiento.
Como en 1954, la reforma de 1968 tampoco modificó las causales de la separación de cuerpos reguladas en
la Ley de Matrimonio de 1888, por lo cual el nuevo instrumento quedaba otra vez supeditado a viejas
normativas.
La reforma del Código fue obra de un selecto equipo de tecnócratas convocados ad hoc por un gobierno
militar.
En efecto, en junio de 1966, el golpe de Estado conducido por el general Juan Carlos Onganía había dado
inicio a una dictadura autoproclamada "revolución argentina".
Fue un factor fundamental de su carácter "revolucionario" la expresa y efectiva voluntad de modernización
estructural del Estado y la sociedad en un sentido profundamente represivo, antiliberal y anticomunista. En
el marco de los cambios promovidos por el gobierno, varios códigos fueron revisados.
En cuanto a la reforma del Código Civil, las recomendaciones de la comisión creada ad hoc fueron
entregadas al ministro de Justicia, Conrado Etchebarne, y al ministro del Interior, Guillermo Borda (en
verdad, ideólogo y promotor de la reforma), y aprobadas casi sin modificaciones.
Los ministros elevaron el proyecto al presidente de facto y éste firmó el decreto inmediatamente. Así, la
reforma de 1968 fue resultado de un acto de un poder autocrático, de carácter administrativo y pragmático,
sin lugar para consensos y disensos, verdadera expresión del carácter de modernización conservadora que
revistió el onganiato (Giordano, 2012).
De la sanción de la capacidad civil plena no debe seguirse que se estableciera un régimen de igualdad entre
los sexos. La ley 17.711 no derogó la facultad exclusiva del marido para fijar el domicilio conyugal. Y como
se ha visto antes, tampoco legisló sobre divorcio absoluto. En 1969, además, por ley 18.248, se dispuso que
las mujeres casadas quedaran obligadas a usar el apellido del marido.
Esto último, sumado a otros decretos impulsados por el mismo ministro Borda, da cuenta del carácter
fuertemente autoritario y conservador de la modernización en curso. En efecto, además de ser un
renombrado jurista civilista, Borda fue un nacionalista católico ideólogo de dos instrumentos cruciales de la
dictadura de Onganía: el decreto-ley 17.401, del 29 de agosto de 1967, que creó el "delito de comunismo" y
el decreto-ley 18.019, del 24 de diciembre de 1968, que reafirmó la censura, mediante el cual se prohibían
las películas de cine que mostraban "escenas lascivas" o que repugnaban "a la moral y las buenas
costumbres" (art. 2°).
Con estas dos herramientas se intentó poner freno a la "decadencia" que traía consigo la modernización
cultural, los nuevos hábitos de consumo y el cuestionamiento juvenil a la tradicional moral sexual.
Entre julio y noviembre de 1966, el gobierno auspició una campaña de "moralidad" para hacer frente a lo
que evaluaba como una descomposición de los hábitos más ponderados por la Nación católica.
En ella tuvo un rol protagónico, y hasta caricaturesco, el comisario Luis Margaride, a cargo de la Sección de
Moralidad.
Organizaciones con sede en la Argentina como la Organización Americana de Salvaguarda Moral
(OASMO) se sumaron a la "cruzada" (Felitti, 2000; Manzano, 2007).
En marzo de 1969 (apenas dos meses antes del estallido social conocido como Cordobazo), el gobierno de
Onganía insistía con su diagnóstico de crisis moral y solicitó al ministro Borda que convocara a los
directores de las revistas de información general de mayor circulación en Buenos Aires para llamarles la
atención sobre la acechante corrupción.
Onganía consideraba los medios de comunicación como una de las principales fuentes de relajación de las
costumbres (Bartolucci, 2006).
No obstante el encono, y hasta obsesión, de los agentes del gobierno respecto de las nuevas modas, hay que
señalar que la denominada revolución sexual no había significado rupturas profundas con el pasado.
Seguía vigente una doble moral según la cual se "valorizaba la virginidad de las jóvenes solteras", al tiempo
que se encumbraba "la experimentación sexual de los varones".
No solamente la dictadura desalentaba cualquier tipo de activismo cercano a las ideas de liberación, sino que
la moderación de las transformaciones en curso entrañaba un débil cuestionamiento a la ideología de la
domesticidad y el familiarismo.
Así, la reforma que estableció la capacidad plena de las mujeres se realizó sin que ninguna mujer participara
activamente del proceso y dejando intactas las fórmulas de dominación masculina dentro del matrimonio.
Al respecto, no es un dato menor el ya mencionado limitado impacto que tuvo la ley de sufragio sobre las
capacidades políticas de las mujeres.
Así, en los dos períodos constitucionales previos al golpe de 1966, fueron muy pocas las mujeres que
accedieron a bancas en la Cámara de Diputados y nulas las bancas femeninas en el Senado.
Proscripto el peronismo (1952-1972), durante los períodos constitucionales 1958-1961 y 1963-1966 hubo
dos diputadas en 1962, una en 1963 y cuatro en 1965.
Durante ese lapso, no hubo prácticamente ninguna voz en el Congreso que se levantara por la causa de los
derechos civiles de las mujeres.

08/10/2021 FERIADO
11/10/2021 FERIADO

Clase 15/10/2021

CUIDADO, GÉNERO Y BIENESTAR. UNA PERSPECTIVA DE LA DESIGUALDAD SOCIAL.


por ELEONOR FAUR y ELIZABETH JELIN.
La argentina ha tenido importantes avances en la construcción de la igualdad de género. Sin embargo, las
tareas de cuidado de niños/ as y ancianos/as siguen recayendo en las mujeres esto impacta sobre las desigual
dades sociales y limita el bienestar de la po blación ¿cuál debe ser el rol del estado?

INTRODUCCION

La Argentina ha tenido importantes avances en la ampliación de derechos de las mujeres y en la


construcción de la igualdad de género. 
En los últimos años se aprobó un conjunto de normas que dan cuenta de  ello, y que contienen desde el
reconocimiento de derechos para  acceder a servicios de salud sexual y reproductiva y la protección integral
contra la violencia de género, hasta el matrimonio  entre personas del mismo sexo e, incluso, la posibilidad
de decidir la propia identidad de género. 
A pesar de estos adelantos,  aún persisten brechas de género no menos importantes en la sociedad. 
En algunos casos, las brechas se originan en la carencia  de normas sobre temas específicos. 
En otros, en el terreno de la  cotidianeidad, ya que la expansión del marco normativo convive  con el
desarrollo de prácticas sociales e institucionales que  sostienen y reproducen no sólo desigualdades entre
hombres y  mujeres, sino también desigualdades entre mujeres de distinta  clase social.
Cuáles son las prácticas sociales cotidianas, que nos afectan a todos y todas, y que tienen una relación
directa con la estructura de  desigualdades de clase y con las políticas públicas?
Para eso partimos de la noción de cuidado. 
La justificación fundamental para hacerlo es que todos los seres humanos  requerimos de cuidados
personales y la gran mayoría cuida a  otros/as en algún momento de sus vidas. 
Nadie puede sobrevivir  sin ser cuidado, lo cual convierte al cuidado en una dimensión central del
bienestar y del desarrollo humano.
Sin embargo,  aunque todos/as necesitamos ser cuidados –claramente en la  infancia y en la vejez, pero
también en la juventud y adultez,  aunque no con la misma intensidad– el papel de cuidadoras  muestra
una distribución muy desigual. 
El tema es cuáles son  las desigualdades en términos de cuidado.

Cuidado, genero, clase

Leemos en los diarios, por ejemplo, el caso de un chico que, estando solo en su casa, se quemó con la
hornalla o con la estufa.  

En primer lugar, se puede decir que ese chico sufrió un déficit de cuidado. 

Algún adulto no estuvo protegiéndolo de forma  suficiente. Pero, ¿quién es ese adulto y por qué no lo
protegió suficientemente? ¿Por qué ese déficit? ¿Por qué el niño estaba solo en la casa?
Normativamente se espera que sean las mujeres, y en especial las madres, quienes se ocupen del cuidado
cotidiano de  niños, niñas, personas mayores, enfermos/as, etc.
Es así como  de inmediato, y casi sin lugar a dudas, surge y circula la idea de que la culpa la tiene la madre
que lo dejó solo. 
¿Por qué la mamá  lo dejó solo? 
Lo más probable es que estuviera trabajando. Y  que si se trata de una familia en situación de pobreza, no
tuviera acceso a servicios como jardines maternales o de infantes, ni guarderías para el cuidado por fuera de
las redes familiares.
Probablemente también la mujer desconozca incluso la existencia de la Ley Nacional de Educación que,
desde el año 2006,  indica que todos los niños/as tienen derecho a la educación desde los 45 días.

En los casos en los que las mujeres conocen  y valoran los jardines de infantes como “el mejor lugar para
cuidar a los chicos” mientras ellas trabajan, como en algunos  barrios de la ciudad de Buenos Aires, la magra
disponibilidad  de estos y otros servicios de cuidado, sus barreras y sus costos  –en particular en el sector
privado– repercuten en una capacidad altamente desigual para recurrir a alguien fuera del círculo familiar
para el cuidado infantil.

Conseguir una vacante en una  institución estatal para un hijo o hija de edad temprana suele  requerir largos
y a veces infructuosos intentos por parte de las mujeres de los sectores medios y populares. 
En cambio, si la  mujer fuera de otra clase social y dispusiera de un mayor nivel  económico, seguramente
habría una empleada doméstica o un  jardín privado al cual el niño de nuestro ejemplo podría haber  acudido
y ser cuidado.

Las tareas cotidianas del cuidado se llevan a cabo en el ámbito doméstico, y durante mucho tiempo han
permanecido  invisibles y no reconocidas públicamente –consideradas como  parte “natural” de la
condición femenina, como parte “natural”  de la división del trabajo por género–. 
Dentro del hogar, son  las mujeres adultas jóvenes quienes tienen la responsabilidad  central y quienes
dedican más tiempo a las tareas involucradas.  
Se trata de cuidar a los bebés, niños y niñas, a los/as viejos/as y  enfermos/as, a los hombres adultos, a
ellas mismas. 
El trabajo  doméstico de cuidado no figura en las cuentas nacionales.
Si se  lo tomara –señala un informe de pobreza de UNRISD fechado en  2010– representaría entre el 10
y el 39 por ciento del Producto  Bruto Interno, según el país.
El aumento en la participación laboral de las mujeres no  produce automáticamente una redistribución
del trabajo de cuidado, que implicaría una disminución de la desigualdad de  género. Antes bien,
produce una sobrecarga de trabajo cotidiano de las mujeres que deben combinar el trabajo remunerado
con el trabajo doméstico de cuidado sin remuneración.
También  lleva a una mayor desigualdad entre mujeres –entre las que  pueden comprar servicios de
cuidado mercantilizados (servicio  doméstico, pago de cuidados en instituciones para niños/as  o
ancianos/as) y las que no tienen recursos para hacerlo. 
La  pobreza de ingresos resulta entonces en pobreza de tiempo,  combinando y magnificando sus
efectos.
El déficit de cuidado –ligado a la creciente participación  económica de las mujeres, a la creciente educación
de las niñas  (que eran parte de la población cuidadora) y al proceso de  envejecimiento de la población– fue
detectado primero en los  países centrales.
Frente a esto, surgió y se desarrolló un sector  mercantil de servicios de cuidado basado en la fuerza de
trabajo  barata ofrecida por mujeres (a menudo migrantes indocumentadas), tanto en hogares como en
instituciones. 
En la medida  en que las mujeres migran de regiones más pobres del mundo a  las regiones más ricas, el
déficit de cuidado viaja alrededor del  globo, desde los países ricos hacia los países más pobres.
El resultado teórico y empírico de la combinación de cuida dos domésticos y mercantiles es, sin ninguna
duda, un aumento en las desigualdades sociales y una creciente polarización entre regiones del mundo, entre
estratos de ingresos, entre hombres y  mujeres, y entre las mujeres mismas.
Entonces, la pregunta central es: ¿cuál es la responsabilidad social del cuidado? En concreto, ¿qué políticas
públicas de cuidado existen? ¿Cuáles permitirían construir mayores niveles de igualdad social y de género?
¿Cuáles atenderían de forma
integral los derechos de ciudadanía social?

Cuidado derecho, políticas sociales


Es aquí donde ingresa la política social: las actividades de cuidado de niños/as y ancianos/as no puede seguir
siendo un asunto privado. 
Deben ser consideradas como un bien público  que forma parte de las responsabilidades sociales colectivas.  
El cuidado proporcionado por las madres y otras mujeres de la 
familia puede ser un “trabajo de amor”, pero nunca es solamente  eso: involucra trabajo duro y
responsabilidad; involucra tiempo,  energía, dinero y perder oportunidades alternativas. Además,  el déficit
de cuidado debilita los lazos sociales y resulta en una  pérdida de capital humano.
Si esta consideración es tomada en serio, se requiere con urgencia el desarrollo de políticas estatales
referidas específica mente al cuidado de la población –un pasaje del ámbito privado  y familiar al mundo de
las cuestiones públicas–.

Existen diferentes modelos de políticas públicas ligadas al cuidado: a) transferencias de recursos


monetarios a través de deducciones impositivas, transferencias monetarias directas o créditos impositivos;
b) liberación de tiempo para el cuidado a través de licencias con y sin goce de sueldo; c) oferta de
servicios  de cuidado guarderías, servicios de cuidado a ancianos/as y  enfermos/as, domiciliarios o
institucionalizados.
El análisis  comparativo de las diversas maneras en que estos modelos se  efectivizan en diversos países
muestra que estas políticas no  son alternativas excluyentes, sino medidas complementarias.  
Se dirigen a sectores sociales diferentes, y ofrecen posibilidades  diversas: las deducciones impositivas
son para los sectores más  ricos de la población; las transferencias monetarias directas a  los pobres
pueden ayudar a financiar los costos de la reproducción familiar pero pueden obstaculizar la participación
de las  mujeres en la fuerza de trabajo, especialmente cuando las transferencias son “condicionadas”; la
oferta de servicios públicos de cuidado abre más oportunidades a quienes ejercen las tareas  de cuidado,
incluyendo mayores oportunidades de conseguir  trabajos remunerados.
Las comparaciones entre países indican que el nivel de desarrollo no es el determinante principal de los
resultados en términos de cuidado. 
Según el informe de UNRISD (Instituto de Investigación de las Naciones Unidas para el Desarrollo
Social), “los países  que mejor se desempeñan en el cuidado infantil (es decir, donde  las tasas de pobreza
infantil son bajas, tanto en términos absolutos como relativas a las tasas de pobreza general) tienden a ser
países con presupuestos públicos altos, pero con una mezcla  balanceada entre ofrecer servicios, licencias
para el cuidado y  transferencias monetarias”.
Entre los países de ingresos medios y los más pobres, las variaciones en políticas de cuidado son muy
significativas. 
La experiencia de políticas de transferencias condicionadas focalizadas en niños/as y en la población
anciana –políticas muy extendidas en América latina y en otras partes del mundo– muestran una imagen
muy mezclada, que plantea varias  cuestiones importantes.
A menudo, los países que adoptan estas  políticas de transferencias descuidan sus responsabilidades de
proveer servicios de cuidado a la población. 
Esto tiene efectos  de corto y largo plazo, en la medida en que las transferencias  monetarias no pueden ni
deben ser sustitutos de servicios públicos de calidad. 
En el largo plazo, estas políticas implican crecientes desigualdades que se transmiten de generación en gene
ración. 
Por otro lado, y desde la perspectiva de quienes reciben  estas transferencias, estas dan a las mujeres una
fuente estable  de ingreso monetario (relativamente pequeño), con dos efectos colaterales: se desincentiva a
los hombres a asumir tareas de cuidado y responsabilidades monetarias hacia sus familias, y se  sobrecarga a
las mujeres con trabajo y controles administrativos  adicionales, regulando su comportamiento (como
“madres”) en  la vida cotidiana. En suma, las transferencias monetarias por sí  solas no resuelven el
problema.

En el caso argentino, la evidencia indica que en la segunda década del siglo XXI no toda la población accede
a servicios y beneficios de igual calidad, ni cuenta con los mismos derechos en lo que hace al cuidado en el
ámbito público, y así lo atestiguan  las mujeres contemporáneas. 
Las lógicas del cuidado no son  monolíticas, sino que denotan una importante segmentación,  que expresan
diversas formas de organización del cuidado en  distintos tipos de familias.
Las diferencias de clase, pero también  de posición de las mujeres en el hogar (por ejemplo, si son o no
jefas de hogar), de oportunidades en el mercado de trabajo e  incluso de ubicación territorial, delinean
perfiles diferenciales en los modos de proveer u organizar los cuidados familiares. 
Al mismo tiempo, el déficit de la oferta de servicios de cuidado determina, en términos simbólicos, la
construcción de imágenes  y representaciones sociales fragmentadas acerca de los derechos  que unos/as y
otros/as tienen respecto del cuidado.
En este sentido, las mujeres contemporáneas se encuentran lejos de percibirse como sujetos de derechos
en este tema. Entre  los sectores más pobres, las mujeres viven el cuidado como una  responsabilidad
femenina y con el apoyo de redes de mujeres de  la familia, sin imaginar que podrían recurrir al Estado,
demandando derechos propios y de sus hijos/as, por ejemplo, para  ingresar a un jardín maternal gratuito.
Quienes reconocen al  Estado como interlocutor, lo hacen apelando a lo que consideran que pueden
obtener del Estado a partir de su situación  particular (como acceder a una vacante por el hecho de ser
madre soltera, mujer pobre, o víctima de violencia).
A partir de  esta visión, perciben su ubicación en las áreas específicas (salud,  educación, ayuda social) en
las que actúan. Esa percepción se  ubica (y adapta) en el contexto de una oferta de servicios públicos que
es fragmentada en su diseño y limitada en su cobertura. 
La insuficiencia de la oferta de servicios públicos y gratuitos se  asocia, entonces, a una imagen que
implica que desfamiliarizar  el cuidado supone en buena medida mercantilizarlo, o bien estar dispuesta a
examinar qué “ventaja” comparativa se le puede  sacar a la situación personal para gozar de estos
servicios. 
La  idea de derechos vinculados al cuidado y de igualdad de acceso  está ausente.

Cuidado y estado de bienestar

Estamos ahora en medio de un cambio fundamental de la conceptualización y de las formas en que se debe
proveer cuidado.  Hay un creciente reconocimiento del cuidado como eje central  del bienestar, que como
ya se dijo implica considerarlo como un  bien público y como parte de la responsabilidad social colectiva.
Esto constituye un verdadero cambio paradigmático. Si no puede haber bienestar sin cuidado, y si las
políticas de bienestar  son centrales para la población mundial, no se puede seguir  tomando como
“natural” o dar por supuesto el cuidado. Por el  contrario, tiene que convertirse en el núcleo básico de las
discusiones sobre políticas públicas.
En los años sesenta y setenta del siglo XX, cuando la ola feminista actual era incipiente, uno de los desafíos
conceptuales  fue “hacer visible el invisible” trabajo doméstico no pago de las  mujeres.
Cuarenta o cincuenta años después, se puede elaborar  mucho más sobre las implicancias de ese temprano
llamado a la  reflexión y a la acción. Sin embargo, hay todavía muchos puntos  ciegos en el plano de las
políticas públicas en todo el mundo. Todavía hay un enorme déficit de reconocimiento de la centralidad  del
tema del cuidado para el bienestar.
En suma, tomar al cuidado como foco para encarar y superar  la pobreza y las desigualdades implica tomar
muy en serio  varios puntos:
Reconocer que el cuidado es central para pensar el  bienestar, con la meta de ofrecer cuidado universal
a  todos quienes lo requieren.
Una urgencia de respetar los derechos y necesidades de  quienes dan y quienes reciben o necesitan
cuidado.
Pensar en políticas que se combinen y complementen:  infraestructura y servicios sociales básicos,
ingresos  previsibles y confiables, servicios y programas de cuidado  social, respeto por los derechos
de quienes cuidan.
Un debate público abierto y un compromiso de recolección  regular de indicadores que permitan monitorear
el impacto de políticas y medir las desigualdades en la distribución de las cargas y en las formas efectivas de
provisión de cuidado.
Una agenda de investigación renovada que introduzca dos  cuestiones básicas: por un lado, la relación entre
las  transformaciones actuales en los patrones de formación  de familias y de hogares y las lógicas de cuidar
y ser cuidado.

Actividad
En grupos conformados al azar, leer el texto que se presenta en el campus virtual y debatir:
¿quién define qué es un buen cuidado? ¿cuál es el papel de percepciones y  sentimientos de cuidadoras y
cuidadores? ¿Cómo  compatibilizar las contradicciones y tensiones entre  valores y normas de distintos
actores? ¿Acaso se pueden  establecer normas que regulen los sentimientos de  quienes realizan las tareas de
cuidar a otros? 
En términos  de políticas públicas: ¿cuál es el rol del Estado?  
Las políticas sociales actúan en forma simultánea en la provisión y regulación de las actividades y
responsabilidades  del cuidado asignadas a distintas instituciones y sujetos. 
Por eso mismo, tienen la capacidad de transformar situaciones  de desigualdad, pero también de perpetuarlas
o agudizarlas.  
¿Qué se requiere para que el Estado intervenga activamente  en esa transformación?

También podría gustarte