Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Cómo nos representamos a nosotros mismos y cómo nos representan los demás son
cuestiones que nos vinculan con la noción de identidad. Una primera aproximación a su
definición nos dice que la identidad es un proceso de identificaciones históricamente
apropiadas que le confieren sentido a un grupo social. Las identificaciones implican un
proceso de aprehensión y reconocimiento de pautas y valores sociales a los que adscribimos y
que nos distinguen de “otros” que no los poseen o comparten. En este camino se constituirán
los límites socialmente aprendidos que marcarán el sentido de pertenencia y que manifestarán
las diferencias entre lo propio y lo ajeno. En ese sentido, las identidades se definen de manera
negativa en el marco de las relaciones sociales donde interactúan permanentemente los seres
humanos: la identidad femenina frente a la masculina, ser un adolescente es no ser adulto o
niño, proclamarse como político de izquierda es no ser de derecha. Entonces decimos que la
identidad implica la pertenencia a algo -un nosotros- y simultáneamente la diferencia con un
algo que no somos -un otro- que conforma un universo cultural distinto. La identidad se
constituye en el momento que nosotros tomamos conciencia de un otro diferente (que
también es parte de un conjunto social), de un otro que representa características ajenas a la
propia.
A este reconocimiento de la diferencia, a este proceso de extrañamiento se lo denomina
alteridad. Cuando Occidente se expandía a partir de sus viajes, los pueblos que se iban
“descubriendo”, se constituyeron en la alteridad para la sociedad colonizadora. Del mismo
modo y simultáneamente para los pueblos colonizados, la alteridad estaba representada por la
sociedad europea que buscaba imponer su dominio. Cuenta el antropólogo Claude
Lévi-Strauss que a poco de producirse la llegada de los españoles a América enviaron
comisiones de expertos, la mayoría sacerdotes, para comprobar si los indios tenían alma
inmortal o, en su defecto, eran meros animales; por su parte, algunos indios, ahogaban a los
prisioneros blancos para ver si sus cadáveres se pudrían o, sí, por el contrario, eran
poseedores de una naturaleza inmortal (Lévi-Strauss 1979:18).
En los diferentes escenarios sociales y culturales donde transcurre nuestra existencia y desde
los primeros años se van originando identificaciones sucesivas que necesariamente tienen una
dimensión individual y una dimensión social, siempre construidas a partir de oposiciones. En
realidad, la identidad individual se va constituyendo a partir de la identidad social del grupo
de pertenencia, por lo tanto toda identidad individual es una identidad social.
Identidad y género
La antropología se ha dedicado a explorar las formas de existencia del Otro: de las personas
“primitivas”, las no occidentales, las diferentes, las marginadas. Durante largo tiempo la
construcción del conocimiento antropológico se basó en develar la singularidad de una
cultura, objetivada en un ser social, fuera éste individual o colectivo, sobre todo, si se
encontraba en los márgenes de las culturas hegemónicas. García Canclini lo dice
acertadamente: “Los antropólogos se ocuparon de encontrarle valor a cuanto grupo
extraoccidental había sido colonizado y sometido, olvidado y subordinado por el desarrollo
moderno”. A esta misma trayectoria, las antropólogas feministas introdujeron la inquietud
por indagar la universal condición de Otro de las mujeres.
El género y la cultura
La nueva acepción de género se refiere al conjunto de prácticas, creencias, representaciones y
prescripciones sociales que surgen entre los integrantes de un grupo humano en función de
una simbolización de la diferencia anatómica entre hombres y mujeres (Lamas). Por esta
clasificación cultural se definen no sólo la división del trabajo, las prácticas rituales y el
ejercicio del poder, sino que se atribuyen características exclusivas a uno y otro sexo en
materia de moral, psicología y afectividad. La cultura marca a los sexos con el género y el
género marca la percepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo religioso, lo cotidiano.
Por eso, para desentrañar la red de interrelaciones e interacciones sociales del orden
simbólico vigente se requiere comprender el esquema cultural de género.
La investigación, reflexión y debate alrededor del género han conducido lentamente a
plantear que las mujeres y los hombres no tienen esencias que se deriven de la biología, sino
que son construcciones simbólicas pertenecientes al orden del lenguaje y de las
representaciones. Quitar la idea de mujer y de hombre conlleva a postular la existencia de un
sujeto relacional, que produce un conocimiento filtrado por el género. En cada cultura una
operación simbólica básica otorga cierto significado a los cuerpos de las mujeres y de los
hombres. Así se construye socialmente la masculinidad y la feminidad. Mujeres y hombres
no son un reflejo de la realidad “natural”, sino que son el resultado de una producción
histórica y cultural, basada en el proceso de simbolización; y como “productores culturales”
desarrollan un sistema de referencias comunes (Bourdieu, 1997). De ahí que las sociedades
sean comunidades inter- pretativas que se van armando para compartir ciertos significados.
El género produce un imaginario social con una eficacia simbólica contundente y, al dar lugar
a concepciones sociales y culturales sobre la masculinidad y feminidad, es usado para
justificar la discriminación por sexo (sexismo) y por prácticas sexuales (homofobia). Al
sostenimiento del orden simbólico contribuyen hombres y mujeres, reproduciéndose y
reproduciéndolo. Los papeles cambian según el lugar o el momento pero, mujeres y hombres
por igual son los soportes de un sistema de reglamentaciones, prohibiciones y opresiones
recíprocas.
Este tipo de posturas nos permiten interrogarnos por primera vez sobre la posible existencia
de formas de resistencia, autonomía, e independencia entre las mujeres. En lugar de ver a sus
sujetos en base a binarios estructuralistas estáticos, que en muchos casos terminan por relegar
a la mujer a la esfera doméstica como sujeto pasivo y subordinado, la deconstrucción de las
categorías occidentales por parte de las feministas postmodernistas durante los ochenta y
noventa alentó a las antropólogas feministas a examinar lo particular, y la forma en que
sujetos mujeres diversos experimentan el género en diversas culturas.
Las feministas que trabajaban problemas relativos a la racialización afirmaban que factores
como la raza, la clase, la etnicidad y la cultura afectan y dan forma a las experiencias de
género de las mujeres. Consecuentemente, el proyecto fundamental de la antropología
feminista cambió de la búsqueda de similitudes en las experiencias de las mujeres a nivel
universal, a la exploración de las circunstancias únicas de las vidas de las mujeres en
contextos culturales particulares.
Primero, porque las mujeres fueron mayoritariamente consideradas madres y esposas, y los
hombres proveedores y protectores de la familia, complementariedad que no dejaba fisuras en
el análisis de la categorización sexual (su máxima expresión la encontramos en el erróneo
concepto de «patriarcado»). Segun- do, porque muchos de estos antropólogos creyeron que
aspectos como la filiación, la residencia, las formas matrimoniales, etc., eran determinantes
para analizar la construcción social de los sexos en distintas culturas: algunos habían
planteado que las mujeres desarrollaban su identidad en el ámbito de la estructura familiar y
que era ésta la que, por tanto, contribuiría a definir la construcción de los sexos. Al mismo
tiempo, muchos antropólogos constatarían que los derechos y deberes de las mujeres
vendrían estipulados desde la estructura familiar. Por todo ello, el parentesco se manifestó
como la institución que, en las diversas culturas, proporcionó identidad y legitimó las
relaciones entre hombres y mujeres.
Por ejemplo, sólo Morgan y Rivers partieron explícitamente de la base de que sobre cualquier
clasificación social existían siempre unas categorías de sexo, ya que para la mayoría el
parentesco, y sobre todo la familia, se mostraban como las esferas que permitían abordar el
papel de las mujeres en la sociedad. Esta interpretación hizo invisible la capacidad de
decisión y el poder femenino en el campo del parentesco por su supuesta dependencia de las
decisiones de los hombres, ya que su matrimonio siempre parecía depender de los intereses
del grupo. y es que, tal como constataron antropólogos como Malinowski, ni la
matrilinealidad ni la matrilocalidad daban poder a las mujeres porque el poder siempre recaía
en una figura masculina: los hombres eran los que administraban los bienes y propiedades
tanto en sociedades patrilineales como matrilineales. Para estos antropólogos, las mujeres
siempre estuvieron sometidas a la custodia masculina. Lévi-Strauss y Leach, y en
menor medida Lowie, corroboraron esa presunción al plantear que las mujeres eran puros
objetos de intercambio, premisa con la que se reduciría ya a la mínima expresión la
posibilidad de hacer visible la capacidad de acción y transformación de las mujeres.
Todos estos aspectos les habrían permitido proponer, de manera implícita o explícita, que la
subordinación femenina debía ser necesariamente universal. De hecho, sólo Murdock y
Bourdieu matizarían algo esa premisa, ya que ambos, cada cual a su manera, reconocerían la
capacidad de influencia y los poderes marginales que las mujeres habían desarrollado.
Algunos antropólogos, como Boas, Malinowski, Barth y Goody, reconocieron que las
mujeres podían transmitir derechos y que, por tanto, tenían una cierta influencia social,
aunque fuese pequeña. Sin embargo, Lowie fue el único que demostró desde su experiencia
etnográfica que, en los casos en que existían sociedades ma- trilineales y matrilocales, las
mujeres tenían autoridad pública, ejerciendo un poder que cuestionaba, desde sus bases, la
propuesta de que la subordinación femenina tenía que ser, forzosamente, universal.
Esta revisión señala, cómo para la antropología del parentesco clásico, las aportaciones de las
mujeres sólo fueron observadas desde las relaciones familiares, desde su estatus de madres y
esposas, dado que su incidencia fuera de ese ámbito pasaba desapercibida. Para algunos,
como Fortes, era ése el lugar desde el que se podrían establecer comparaciones en las que
confluyesen distintas culturas. Esta categorización de los sexos, en que las mujeres quedaban
reducidas al ámbito familiar, supondría una limitación de la incidencia de las mujeres en el
ámbito público, dado que a partir de esas premisas se las iba relacionar con la esfera
doméstica.
Por todo ello, podemos afirmar que las contadas excepciones que pusieron de relieve las
estrategias femeninas para acceder a ámbitos de influencia social no fueron suficientes para
contrarres tar una categorización sexual basada en una construcción de género jerarquizada
que se reproduciría desde la gestación hasta la consolidación de la antropología como
disciplina científica.
Actividades
1. ¿Qué es la identidad?
2. ¿Qué rol juega la diferencia en la construcción de la identidad?
3. ¿Cuáles son según su autopercepción los rasgos que constituyen su identidad?
4. ¿Qué es el género?
5. ¿Cómo se relaciona el género con la identidad?
6. ¿Cómo se relacionan género y cultura?
7. Buscar la definición de androcentrismo
8. ¿Por qué el etnocentrismo y el androcentrismo han sido sesgos en las investigaciones
de los antropólogos?
9. ¿Cómo pensaron los antropólogos clásico el género? ¿Qué problemas supuso pensarlo
10. ¿Está de acuerdo con esa mirada?
11. ¿Cómo fue concebido el parentesco para los antropólogos clásicos?
12. Teniendo en cuenta el caso del colectivo Identidad Marrón, leer la nota de página 12 y
contestar:
https://www.pagina12.com.ar/285557-identidad-marron-la-denuncia-del-racismo-estr
uctural-desde-e
a) ¿Por qué hablar de la identidad marrón muestra el racismo en Argentina?
b)¿Por qué hablan de lo marrón y no de lo negro, cuál es la especificidad de lo
marrón?
c)¿Qué pensas vos?