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Identidades socialmente construidas

Identidad, alteridad y cultura

Cómo nos representamos a nosotros mismos y cómo nos representan los demás son
cuestiones que nos vinculan con la noción de identidad. Una primera aproximación a su
definición nos dice que la identidad es un proceso de identificaciones históricamente
apropiadas que le confieren sentido a un grupo social. Las identificaciones implican un
proceso de aprehensión y reconocimiento de pautas y valores sociales a los que adscribimos y
que nos distinguen de “otros” que no los poseen o comparten. En este camino se constituirán
los límites socialmente aprendidos que marcarán el sentido de pertenencia y que manifestarán
las diferencias entre lo propio y lo ajeno. En ese sentido, las identidades se definen de manera
negativa en el marco de las relaciones sociales donde interactúan permanentemente los seres
humanos: la identidad femenina frente a la masculina, ser un adolescente es no ser adulto o
niño, proclamarse como político de izquierda es no ser de derecha. Entonces decimos que la
identidad implica la pertenencia a algo -un nosotros- y simultáneamente la diferencia con un
algo que no somos -un otro- que conforma un universo cultural distinto. La identidad se
constituye en el momento que nosotros tomamos conciencia de un otro diferente (que
también es parte de un conjunto social), de un otro que representa características ajenas a la
propia.
A este reconocimiento de la diferencia, a este proceso de extrañamiento se lo denomina
alteridad. Cuando Occidente se expandía a partir de sus viajes, los pueblos que se iban
“descubriendo”, se constituyeron en la alteridad para la sociedad colonizadora. Del mismo
modo y simultáneamente para los pueblos colonizados, la alteridad estaba representada por la
sociedad europea que buscaba imponer su dominio. Cuenta el antropólogo Claude
Lévi-Strauss que a poco de producirse la llegada de los españoles a América enviaron
comisiones de expertos, la mayoría sacerdotes, para comprobar si los indios tenían alma
inmortal o, en su defecto, eran meros animales; por su parte, algunos indios, ahogaban a los
prisioneros blancos para ver si sus cadáveres se pudrían o, sí, por el contrario, eran
poseedores de una naturaleza inmortal (Lévi-Strauss 1979:18).

En los diferentes escenarios sociales y culturales donde transcurre nuestra existencia y desde
los primeros años se van originando identificaciones sucesivas que necesariamente tienen una
dimensión individual y una dimensión social, siempre construidas a partir de oposiciones. En
realidad, la identidad individual se va constituyendo a partir de la identidad social del grupo
de pertenencia, por lo tanto toda identidad individual es una identidad social.

El proceso identitario es en sí un proceso complejo, en el que las identificaciones se elaboran


en forma colectiva (en la familia, la escuela, el club, la calle), pero también en el plano de las
subjetividades, de acuerdo con nuestra propia experiencia individual, dotando de diversidad
(polifonía) al grupo social de pertenencia. Sentirnos parte de una familia, de un club de
fútbol, de una agrupación política, es el resultado de un doble proceso: de lo colectivo, de
experiencias compartidas grupalmente y de lo particular, en cuanto a la manera en que
procesamos esas experiencias, no como individuos sino como sujetos sociales, desde el
momento que tomamos conciencia de nuestra pertenencia a un grupo social.
Ilustremos con los ritos de pasaje, ceremonias que se llevan a cabo en diferentes culturas para
indicar el pasaje o el tránsito de un lugar o etapa de la vida a otro/a y su realización está
restringida a lugares especiales y a momentos establecidos previamente. Entre los rituales
más conocidos están aquellos que propician el pasaje de un niño al estado adulto: luego de
transitar por una serie de etapas (aislamiento, aprendizaje de algunas prácticas,
reincorporación), el niño se transforma en un verdadero hombre con nuevas relaciones, se
introduce en otro universo simbólico con nuevos derechos y conocimientos que le permiten
valer socialmente en la nueva condición adquirida. Las sociedades occidentales tienen sus
propios ritos de pasaje: los bautismos, las confirmaciones, los casamientos, los funerales, los
bar mitzvahs, los bat mitzvahs, son algunos de los ejemplos más conocidos.
Los rituales en general, propios de todas las sociedades humanas, tienen como objetivo
renovar el sentido de pertenencia, de identificación, en los diferentes grupos sociales,
comunidades y naciones. Los ejemplos pueden abarcar desde los cantos de las hinchadas de
fútbol y los rituales religiosos hasta los símbolos patrios como el himno, la bandera, que
generan y propician el surgimiento de las identidades nacionales. Del mismo modo, las
prácticas alimentarias, las jergas, el uso de cierta ropa, los tatuajes, los accesorios son marcas,
identificaciones, son la expresión material de significados compartidos que facilitan la
identificación con una clase social, una etnia, una congregación religiosa, un grupo etario, un
conjunto musical, entre otros. […]
Homogeneidades o la ficción simplificadora

Es importante destacar que la representación de una identidad colectiva no supone la


homogeneización interna de todo el grupo o de los sujetos que comparten una identidad
común. Las representaciones sociales que se construyen sobre “los otros” enmascaran y
ocultan las diferencias internas, en tanto cualquier representación es elaborada a partir de
ciertos rasgos y prácticas sociales que son seleccionados en la dinámica social; es decir, la
representación de la identidad colectiva homogeneiza simbólicamente la diversidad y
desigualdad de los sujetos que adscriben a la misma. En su trabajo sobre los coreanos en
Buenos Aires, Corina Curtis observa cómo el uso reiterado del pronombre “ellos” en los
medios de comunicación para referirse a los coreanos construye socialmente las identidades
colectivas fortaleciendo en el imaginario social la dicotomía entre lo nativo (los argentinos) y
el migrante exótico. Los coreanos son percibidos actuando en bloque como un grupo
homogéneo en sus rasgos físicos y culturales (subjetivamente diferenciados), quedando
silenciada la existencia de conflictos y diferencias internas, comunes en todo grupo social
(Curtis 2000: 57).
Reiteramos entonces que cuando se definen las sociedades en términos de “esencias” (no
dinámicas y contextualizadas) y sin otorgar peso a las significaciones que elaboran los
propios sujetos, la mayoría de las veces, se suelen homogeneizar las diferencias internas de
los otros (p.e. los musulmanes son todos terroristas) y simultáneamente a desconocer las
desigualdades de nosotros (p.e. las mujeres occidentales gozan de libertades civiles),
levantando rígidas barreras culturales que separan mundos aparentemente irreconciliables.

Identidad y género

Diferencias de sexo, género y diferencia sexual

La antropología se ha dedicado a explorar las formas de existencia del Otro: de las personas
“primitivas”, las no occidentales, las diferentes, las marginadas. Durante largo tiempo la
construcción del conocimiento antropológico se basó en develar la singularidad de una
cultura, objetivada en un ser social, fuera éste individual o colectivo, sobre todo, si se
encontraba en los márgenes de las culturas hegemónicas. García Canclini lo dice
acertadamente: “Los antropólogos se ocuparon de encontrarle valor a cuanto grupo
extraoccidental había sido colonizado y sometido, olvidado y subordinado por el desarrollo
moderno”. A esta misma trayectoria, las antropólogas feministas introdujeron la inquietud
por indagar la universal condición de Otro de las mujeres.

La crítica feminista amplió el repertorio de la interrogante antropológica, al registrar las


formas en que el cuerpo es percibido por un entorno perceptivo estructurado por el género. El
género se conceptualizó como el conjunto de ideas, representaciones, prácticas y
prescripciones sociales que una cultura desarrolla desde la diferencia anatómica entre mujeres
y hombres, para simbolizar y cons- truir socialmente lo que es “propio” de los hombres (lo
masculino) y “propio” de las mujeres (lo femenino).
A pesar de los cambios de orientación de la investigación antropológica en las últimas
décadas, se sostiene la centralidad explicativa de cultura. Incluso, el término cultura ha
rebasado su origen antropológico convirtiéndose en uno de los conceptos más usados para
explicar la condición humana en las ciencias sociales. Hoy en día se reconoce que lo
característico de la cultura es su natura- leza simbólica que, entreteje un conocimiento tácito
sin el cual no hay interac- ción social ordenada y rutinaria, con la que las personas comparten
significados no verbalizados, ni explicitados que toman por verdades dadas.
En este entretejido tácito, el género es el elemento básico de la construcción de cultura.
Género es un término derivado del inglés (gender), que entre las personas hispanoparlantes
crea confusiones. En castellano género es un concepto ta- xonómico útil para clasificar a qué
especie, tipo o clase pertenece alguien o algo; como conjunto de personas con un sexo común
se habla de las mujeres y los hombres como género femenino y género masculino. También
se usa para referirse al modo a la manera de hacer algo, de ejecutar una acción; igualmente se
aplica en el comercio; para referirse a cualquier mercancía y, en especial, de cualquier clase
de tela (Moliner). En cambio, la significación anglosajona de gender está únicamente referida
a la diferencia de sexos. En inglés el gé- nero es “natural”, es decir, responde al sexo de los
seres vivos ya que los objetos no tienen gender, son “neutros”. En otras lenguas como el
castellano, el género es “gramatical” y a los objetos (sin sexo) se les nombra como femeninos
o masculinos.
Dentro de la academia feminista se ha reformulado el sentido de gender para aludir a lo
cultural y así distinguirlo de lo biológico. Esta nueva significación se está empleando en las
ciencias sociales, aunque se topa con varias dificultades. A la confusión de emplear un
término tradicional con una distinta acepción se suma la complicación de utilizar
simultáneamente género como categoría, como objeto empírico de investigación.

El género y la cultura
La nueva acepción de género se refiere al conjunto de prácticas, creencias, representaciones y
prescripciones sociales que surgen entre los integrantes de un grupo humano en función de
una simbolización de la diferencia anatómica entre hombres y mujeres (Lamas). Por esta
clasificación cultural se definen no sólo la división del trabajo, las prácticas rituales y el
ejercicio del poder, sino que se atribuyen características exclusivas a uno y otro sexo en
materia de moral, psicología y afectividad. La cultura marca a los sexos con el género y el
género marca la percepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo religioso, lo cotidiano.

Por eso, para desentrañar la red de interrelaciones e interacciones sociales del orden
simbólico vigente se requiere comprender el esquema cultural de género.
La investigación, reflexión y debate alrededor del género han conducido lentamente a
plantear que las mujeres y los hombres no tienen esencias que se deriven de la biología, sino
que son construcciones simbólicas pertenecientes al orden del lenguaje y de las
representaciones. Quitar la idea de mujer y de hombre conlleva a postular la existencia de un
sujeto relacional, que produce un conocimiento filtrado por el género. En cada cultura una
operación simbólica básica otorga cierto significado a los cuerpos de las mujeres y de los
hombres. Así se construye socialmente la masculinidad y la feminidad. Mujeres y hombres
no son un reflejo de la realidad “natural”, sino que son el resultado de una producción
histórica y cultural, basada en el proceso de simbolización; y como “productores culturales”
desarrollan un sistema de referencias comunes (Bourdieu, 1997). De ahí que las sociedades
sean comunidades inter- pretativas que se van armando para compartir ciertos significados.

El género produce un imaginario social con una eficacia simbólica contundente y, al dar lugar
a concepciones sociales y culturales sobre la masculinidad y feminidad, es usado para
justificar la discriminación por sexo (sexismo) y por prácticas sexuales (homofobia). Al
sostenimiento del orden simbólico contribuyen hombres y mujeres, reproduciéndose y
reproduciéndolo. Los papeles cambian según el lugar o el momento pero, mujeres y hombres
por igual son los soportes de un sistema de reglamentaciones, prohibiciones y opresiones
recíprocas.

La perspectiva de género en la antropología social clásica


La antropología social como disciplina científica, igual que otras ciencias sociales, no ha
permanecido ajena a la influencia de diferentes prejuicios teóricos en sus objetivos, intereses,
métodos y técnicas de análisis desde su gestación hasta su consolidación como disciplina
científica. Algunos de estos fueron el etnocentrismo y el androcentrismo, los cuales causaron
una notable distorsión en la mirada antropológica.
El etnocentrismo significó un análisis de reflejo e inversión desde el que se emitían juicios de
valor "inconscientes » e «involuntarios»que distorsionaban el análisis de los antropólogos. Se
trataba de una actitud del que creía que la cultura propia era decididamente superior a las
otras y que tendía a valorar las otras culturas a través de sus propios prejuicios. Este
presupuesto, del que se tomó conciencia a partir de los años cincuenta gracias a Lévi-Strauss,
fue posteriormente revisado desde algunas corrientes teóricas de la antropología.

El androcentrismo, por su lado, protagonizó una distorsión de la mirada antropológica que no


se evidenció hasta el impacto del feminismo en la antropología, a partir de los años 70. En sí,
igual que el otro «ismo» mencionado, se fundamentaba en un análisis desde parámetros
erróneos: los antropólogos estaban trasladando a las comunidades estudiadas la división de
actividades según sexo (enunciados desde la complementariedad o desde la exclusión sexual)
que habían determinado esferas de poder en las sociedades europeas y anglosajonas.
El androcentrismo es la distorsión de la mirada antropológica sobre la construcción de
género: el objetivo del análisis consistirá en recuperar las apreciaciones de los antropólogos
más influyentes de la disciplina respecto a la manera de pensar los sexos en las culturas que
estudiaron para poder comprender los lastres que arrastró la disciplina respecto a la manera
de interpretar las relaciones entre los hombres y las mujeres.

El análisis de los sexos como objeto antropológico


La revisión crítica de la obra de los antropólogos más influyentes pone de manifiesto que,
salvo excepciones, no se incidió en la manera en que las diferentes comunidades construían la
categorización sexual. Las motivaciones fueron diferentes:
- Existía un escaso prestigio de aquellos estudios que profundizaran en las relaciones entre los
sexos.
-Había una carencia de interés por lo que se calificaba de es- tudio del ámbito doméstico,
propuesta que partía de una división sexual y espacial de los sexos androcéntrica.
-Se constataba una indiferencia por la construcción de los sexos bajo la presunción de que la
categorización sexual era universal.
-Se minusvaloraba el trabajo de la mujer y su influencia en la vida social.
-Se consideraba que al estudiar a los hombres se obtenía una total representatividad de la
sociedad estudiada.

¿Cómo ha sido visto el género desde la antropología?


A fines del siglo XX, el concepto de género pasó de ser una categoría descriptiva, a ser una
categoría de análisis histórico, político, económico, religioso, y demás. Ahora,
históricamente, los antropólogos han restringido el uso del género al sistema de parentesco,
centrándose en la casa y en la familia como bases de la organización social.
En un inicio, el género resulta entonces importante solamente en aquellas áreas que
comprenden relaciones entre los sexos. Este aspecto resulta considerablemente importante,
sobre todo cuando consideramos la historia del desarrollo de la antropología como disciplina,
donde existen, me parece, dos debates importantes a ser tomados en cuenta: el debate sobre la
relación naturaleza-cultura y el debate, vinculado a éste primero, sobre la diversidad.
Desde su nacimiento en el siglo XIX, la Antropología ha estado ampliamente influenciada
por un paradigma occidental biológico que ha servido como justificación para la desigualdad
económica, política, social y cultural. Los primeros antropólogos que se aventuraron a
estudiar las culturas no-europeas viajaban largas distancias convencidos de la superioridad
del hombre europeo frente a la naturaleza y frente a la propia humanidad. El paradigma
imperialista de la biología era, en ese entonces, y continúa siendo, un paradigma que utiliza la
diferencia biológica entre miembros de la especie humana y entre la especie humana y otras
especies, como razón y justificación para la dominación del hombre blanco sobre la
naturaleza, sobre las mujeres, y sobre todas las razas no blancas o de color.
Podemos afirmar con seguridad que los hoy considerados “padres” de la antropología
produjeron un conocimiento parcializado que se apoyaba en la mirada androcéntrica del
conocimiento científico en general. Como lo comprueban las etnografías de Malowski, Boas,
y Tylor, los estudios de los primeros antropólogos usaron la voz del in- formante varón como
sustento de las teorías evolucionistas, donde las características biológicas eran la base de las
jerarquías entre seres humanos. En estos estudios, las mujeres se interesan casi
exclusivamente en temas relacionados con el parentesco, es decir, en su rol como madres,
hijas, novias y objetos de intercambio.
Las mujeres fueron consideradas mercancía, monedas de cambio y objetos de transacción, en
parte, porque al buscar lo equivalente de su cultura occidental en las sociedades no
occidentales que estudiaban, y al fijar su atención en los elementos masculinos, los
antropólogos evolucionistas terminaban por despreciar la importancia y el valor de los
elementos femeninos que ahí tomaban parte. Inclusive en las etnografías de Bachofen, quien
en base a la mitología y el derecho clásicos afirmó sobre la existencia de un matriarcado y de
Malinowski quien sostuvo la existencia de un matriarcado primitivo, las mujeres asomamos
como algo que debía ser superado para alcanzar un estadio de la evolución humana superior,
a saber, el patriarcado.
El movimiento feminista de posguerra motivó un nuevo interés por las vidas de las mujeres
que dio origen a la antropología de género. Las antropólogas de los años veinte se dedicaron
a rectificar la visión distorsionada que la antropología clásica ofrecía sobre las circunstancias
y experiencias de las mujeres. Las feministas salieron a recolectar información en todo el
mundo con el fin de restablecer el rol de la mujer a nivel intercultural.
En estos primeros estudios, la preocupación dominante de la antropología de género fue
precisamente averiguar si la subordinación de la mujer era o no universal. Emergieron
entonces perspectivas distintas que reflejaban las tendencias marxistas y estructuralistas del
ámbito académico de ese entonces. Se argumentó, entre otras cosas, que existe una división
de género entre las esferas públicas y privadas y que la asociación de la mujer con la
naturaleza y con la desvalorizada esfera doméstica causa la subordinación de la mujer frente
al hombre.

Ahora bien, aunque la mayoría de las primeras feministas se enfocaron en la subordinación


de la mujer como un constructo universal o como construcción de las sociedades estatales y
capitalistas, algunas antropólogas intentaron recolectar información para mostrar que las
mujeres en realidad poseemos y ejercemos importantes formas de poder en ciertas áreas. Por
ejemplo, al reexaminar el trabajo de Malinowski en la sociedad Trobriand, Anette Weiner
corrige las afirmaciones de Malinoswki con respecto al estatus inferior de la mujer. Afirma
que las mujeres, dentro de ese contexto, funcionan no como objetos de intercambio, sino
como individuos con amplio control sobre las actividades en las que se involucran.

Este tipo de posturas nos permiten interrogarnos por primera vez sobre la posible existencia
de formas de resistencia, autonomía, e independencia entre las mujeres. En lugar de ver a sus
sujetos en base a binarios estructuralistas estáticos, que en muchos casos terminan por relegar
a la mujer a la esfera doméstica como sujeto pasivo y subordinado, la deconstrucción de las
categorías occidentales por parte de las feministas postmodernistas durante los ochenta y
noventa alentó a las antropólogas feministas a examinar lo particular, y la forma en que
sujetos mujeres diversos experimentan el género en diversas culturas.

Las feministas que trabajaban problemas relativos a la racialización afirmaban que factores
como la raza, la clase, la etnicidad y la cultura afectan y dan forma a las experiencias de
género de las mujeres. Consecuentemente, el proyecto fundamental de la antropología
feminista cambió de la búsqueda de similitudes en las experiencias de las mujeres a nivel
universal, a la exploración de las circunstancias únicas de las vidas de las mujeres en
contextos culturales particulares.

Se reconstruyeron las bases binarias argumentando sobre su determinismo occidental, su


etnocentrismo y su irrelevancia para el resto de lugares del mundo. La división
cultura/naturaleza utilizada para explicar la subordinación de la mujer fue entonces
cuestionada por las mismas razones, ya que esto, se decía, refleja también el contexto
histórico y cultural específico de occidente.
Por otro lado, algunas académicas reconstruyeron las categorías naturalizadas de “hombre” y
“mujer”, así como la relación entre sexo y género. A finales de los ochenta, Simone de
Beauvoir ofrece una crítica al determinismo biológico. Nos dice que la mujer es una categoría
culturalmente construida y que existe un sistema de sexo-género en cada sociedad, por medio
del cual la mujer se transforma de su categoría biológica femenina a su categoría social de
mujer.
Hoy en día se entiende entonces que el género es esencial para comprender los sistemas de
subordinación, resistencia, exclusión e inclusión de la vida humana. La revisión de los
enfoques teóricos de los estudios de la antropología de género, desde su emergencia hasta los
de la actualidad, que he realizado hasta el momento, nos permite analizar y reconocer la
importancia que tiene el género para la antropología.

Veamos un ejemplo de una categoría clásica de análisis: el parentesco


El parentesco ha constituido el campo de investigación tradicional de la antropología social.
La revisión de las obras de sus máximos exponentes muestra que el análisis del parentesco
incorporó una distorsión en la mirada etnográfica entre buena parte de los antropólogos.

Primero, porque las mujeres fueron mayoritariamente consideradas madres y esposas, y los
hombres proveedores y protectores de la familia, complementariedad que no dejaba fisuras en
el análisis de la categorización sexual (su máxima expresión la encontramos en el erróneo
concepto de «patriarcado»). Segun- do, porque muchos de estos antropólogos creyeron que
aspectos como la filiación, la residencia, las formas matrimoniales, etc., eran determinantes
para analizar la construcción social de los sexos en distintas culturas: algunos habían
planteado que las mujeres desarrollaban su identidad en el ámbito de la estructura familiar y
que era ésta la que, por tanto, contribuiría a definir la construcción de los sexos. Al mismo
tiempo, muchos antropólogos constatarían que los derechos y deberes de las mujeres
vendrían estipulados desde la estructura familiar. Por todo ello, el parentesco se manifestó
como la institución que, en las diversas culturas, proporcionó identidad y legitimó las
relaciones entre hombres y mujeres.

Por ejemplo, sólo Morgan y Rivers partieron explícitamente de la base de que sobre cualquier
clasificación social existían siempre unas categorías de sexo, ya que para la mayoría el
parentesco, y sobre todo la familia, se mostraban como las esferas que permitían abordar el
papel de las mujeres en la sociedad. Esta interpretación hizo invisible la capacidad de
decisión y el poder femenino en el campo del parentesco por su supuesta dependencia de las
decisiones de los hombres, ya que su matrimonio siempre parecía depender de los intereses
del grupo. y es que, tal como constataron antropólogos como Malinowski, ni la
matrilinealidad ni la matrilocalidad daban poder a las mujeres porque el poder siempre recaía
en una figura masculina: los hombres eran los que administraban los bienes y propiedades
tanto en sociedades patrilineales como matrilineales. Para estos antropólogos, las mujeres
siempre estuvieron sometidas a la custodia masculina. Lévi-Strauss y Leach, y en
menor medida Lowie, corroboraron esa presunción al plantear que las mujeres eran puros
objetos de intercambio, premisa con la que se reduciría ya a la mínima expresión la
posibilidad de hacer visible la capacidad de acción y transformación de las mujeres.
Todos estos aspectos les habrían permitido proponer, de manera implícita o explícita, que la
subordinación femenina debía ser necesariamente universal. De hecho, sólo Murdock y
Bourdieu matizarían algo esa premisa, ya que ambos, cada cual a su manera, reconocerían la
capacidad de influencia y los poderes marginales que las mujeres habían desarrollado.
Algunos antropólogos, como Boas, Malinowski, Barth y Goody, reconocieron que las
mujeres podían transmitir derechos y que, por tanto, tenían una cierta influencia social,
aunque fuese pequeña. Sin embargo, Lowie fue el único que demostró desde su experiencia
etnográfica que, en los casos en que existían sociedades ma- trilineales y matrilocales, las
mujeres tenían autoridad pública, ejerciendo un poder que cuestionaba, desde sus bases, la
propuesta de que la subordinación femenina tenía que ser, forzosamente, universal.

Esta revisión señala, cómo para la antropología del parentesco clásico, las aportaciones de las
mujeres sólo fueron observadas desde las relaciones familiares, desde su estatus de madres y
esposas, dado que su incidencia fuera de ese ámbito pasaba desapercibida. Para algunos,
como Fortes, era ése el lugar desde el que se podrían establecer comparaciones en las que
confluyesen distintas culturas. Esta categorización de los sexos, en que las mujeres quedaban
reducidas al ámbito familiar, supondría una limitación de la incidencia de las mujeres en el
ámbito público, dado que a partir de esas premisas se las iba relacionar con la esfera
doméstica.

Por todo ello, podemos afirmar que las contadas excepciones que pusieron de relieve las
estrategias femeninas para acceder a ámbitos de influencia social no fueron suficientes para
contrarres tar una categorización sexual basada en una construcción de género jerarquizada
que se reproduciría desde la gestación hasta la consolidación de la antropología como
disciplina científica.

Actividades
1. ¿Qué es la identidad?
2. ¿Qué rol juega la diferencia en la construcción de la identidad?
3. ¿Cuáles son según su autopercepción los rasgos que constituyen su identidad?
4. ¿Qué es el género?
5. ¿Cómo se relaciona el género con la identidad?
6. ¿Cómo se relacionan género y cultura?
7. Buscar la definición de androcentrismo
8. ¿Por qué el etnocentrismo y el androcentrismo han sido sesgos en las investigaciones
de los antropólogos?
9. ¿Cómo pensaron los antropólogos clásico el género? ¿Qué problemas supuso pensarlo
10. ¿Está de acuerdo con esa mirada?
11. ¿Cómo fue concebido el parentesco para los antropólogos clásicos?
12. Teniendo en cuenta el caso del colectivo Identidad Marrón, leer la nota de página 12 y
contestar:
https://www.pagina12.com.ar/285557-identidad-marron-la-denuncia-del-racismo-estr
uctural-desde-e
a) ¿Por qué hablar de la identidad marrón muestra el racismo en Argentina?
b)¿Por qué hablan de lo marrón y no de lo negro, cuál es la especificidad de lo
marrón?
c)¿Qué pensas vos?

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