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LOS MÍTICOS PATRONES DE TACNA

Jose Luis

El espíritu de frontera. Las siemprevivas resecas que decoran la bermeja arena.


Las montañas, los andes, que verifican desde lo alto la resequedad del desierto, y
por el oeste, las oscuras nubes se elevan en trazos arabescos, como si el océano
incensara, como los sacerdotes, las poderosas montañas del este. Entre la
abrazadora presencia de las montañas y la dulce brisa de la playa, la numinosa
niebla se eleva otorgando exclusivamente el paso al tren.

Esta oscura capsula, eminente y sonora, como si fuera una larga capsula de tiempo,
con paso firme, trae a la ciudad las diversas especias importadas desde otros sitios
del país y del continente, libros y compendios firmados por letrados de estos años
decimonónicos, pasajeros que serán dichosos al abandonarse a la esperanza de
civilización de esta ciudad entre otros viajeros que poseerán desdichas por irse de
la ciudad en tiempos de angustia, de caos, de pruebas. Lo que trae el tren, esperado
por los ciudadanos que pretenden retratar sus sueños en sus vidas futuras, y por
aquellos individuos, poseídos por la iniquidad, que quisieran ser elevados al
siguiente grado de la ambición. Lo que todos esperan es la llegada del progreso.

Muchos son los pasajeros que bajan de los vagones, pero contrario a la razón y
avivado por los sueños y esperanzas que trae el tren, son más las personas que
esperan al tren. Algunos de los que trae el tren están vestidos por amplias capas
negras y camisas prístinas; otros, de los que esperan la llegada del tren, en su
mayoría son indios que provienen de las orgullosas montañas y visten sombreros
negros con largos alfileres plateados, de esos que parece ser heredados junto con
otras baratijas por generaciones. No falta quienes usan alpargatas. Por otra parte,
están los que, con deferencia por el tren, provienen de la playa. Precisamente, no
vienen de la ciudad, sino de aquellos poblados, casi caseríos fantasmas, donde se
esperaría que vivieran no más de cinco o seis familias. Habitan las bocas de los
ríos, los pantanos, sitios rocosos donde la experiencia dice que la pesca será
provechosa. La calígine, siniestra, tiznaba los atavíos de todos los presentes.

No lejos de la multitud, que quizás logró reunir a todos los pobladores, se avistan
grandes letreros, panfletos, trípticos, hojas con ruinosas impresiones, que de forma
copiosa sugieren que la ciudad está gestionando y solicitando a la lejana capital la
construcción de una mejor iglesia, de un mejor palacio de justicia, de un mejor
hospital, por cuanto el decoro citadino describe a un pueblucho congelado en la
colonia que está recibiendo una alienígena maquina a vapor, solo imaginable si
eres de capital.

Los humos del tren parecen rivalizar con la camanchaca, con aquella neblina de
denominación indígena, que pareciera ser el último halito de esos ídolos atávicos.
Precisamente, estamos en agosto, y parece ser que mientras más cerca este el
inicio del mes de septiembre, la niebla se hiciera más espesa.

El humo, la energía, quizás también los cohetillos con que se divierten los niños, y
demás acciones desenvueltas para recibir a aquella extraña maquina solo
concesible en la imaginación, logran disipar la niebla, y como si esta formara parte
del poncho de un gigante andino, se va concretando la revelación de esta ciudad:
techos de mojinete, un sistema de casas coloniales, una estructura estética
uniforme, los faroles que terminan de apagarse gracias a la húmeda camanchaca,
y de lejos los fértiles y acuosos valles.

El humo citadino que trae los nombres del progreso venció a la camanchaca andina
heredara por tradiciones inmemoriales. La niebla ahora quedaría limitada a
quedarse en los cerros, en los valles lejanos a la ciudad, en las poderosas
montañas, o en las costas.

Entre los asistentes, esta Pedro, un trabajador local que tuvo la fortuna de trabajar
para una empresa de reciente fundación en la ciudad. Una tienda de abarrotes en
realidad, que importa mercancías de envergadura al grado que el negocio estaba
patrocinado por los periódicos de la época. Entre los recién llegados, esta Rosario,
una rara mujer vestida de largos vestidos de color rojo, que no está acompañada
de su esposo, quien prefirió quedarse en la capital. A su derecha el valet le carga
sus libros, sus papeles de propiedad, sus baratijas y alfileres, que por extraño que
parezca no quería ponérselos en su ropa, todo lo contrario al resto de mujeres de
la altura, de la costa, a veces de la ciudad.

Pedro acercándose, a veces saltando, quería escuchar los últimos discursos sobre
el significado del tren y de los denodados esfuerzos capitalinos por traerlos a esta
provincia.
―Quiero una oportunidad. Por favor, amigo, déjame pasar para poder escuchar yo
también ―decía Pedro a las personas que acumuladas no daban ápice de poder
permitir que otro pase, en todo caso él llego tarde.

―No ves que quiero yo también escuchar sus palabras. No todos los días esta
ciudad tiene la oportunidad para poder aparecer en la primera plana de algún
periódico de la capital. Quizás ya no volvamos a aparecer en los titulares
capitalinos.

―Por eso mismo, quiero una oportunidad de que este evento se imprima en mi
conciencia, para poder contárselo a mis hijos ―dijo Pedro. En realidad no tenía
hijos, mintió. Más sus palabras poseen algo de verdad, él poseía esa energía de no
querer perderse de un evento histórico, la llegada del tren sería para Pedro y para
todos nosotros el último evento destacable que tendría la ciudad a nivel nacional.
Luego, pareciera todo apuntar que, la camanchaca consumiría a esta ciudad
dejando en su paso solo ruinas mentales, solo recuerdos; la otra opción, que los
movimientos migratorios apuntarán que el gran grueso de la población viajaría a la
capital para vivir permanentemente ahí.

Al día siguiente, Pedro leía lerdamente el periódico que narra la llegada de Rosario,
quien resultó ser la esposa del ingeniero responsable del proyecto del tren. Solo
por unos días estaría en esta ciudad. En realidad, pareciera ser más un capricho la
razón de su viaje. La verdad no había causa razonable alguna que justificará su
presencia en la ciudad, se alegó que era para supervisar el buen funcionamiento
de tren, traer el mensaje de saludos y agradecimientos de parte de la empresa
responsable. El espíritu de frontera fue el motivo del viaje de esta personalidad.

―El progreso no tiene lugar para tradiciones, para lealtades, para


sentimentalismos. En esta década el diccionario no puede permitir creencias, ni
supersticiones, ni costumbres, tampoco convencionalidades. Una ciudad que se
goza por solo poseer esos sentimientos, esas lealtades, una arcaica forma de vida,
que se aferran con fuerza a tradiciones coloniales que pretenden parecer
republicanas. En un mundo libre, donde todos somos iguales y libres, no se puede
permitir tener lealtades a entidades, a sujetos, que creen estar encima de los
individuos ―explicó la admirada Rosario a todos los comensales de la habitación
en que se hospedaba; no obstante, no pareció esperar que sus oyentes, tantos
hombres y mujeres, solo prestarán atención a las baratijas y alfileres que ella traía
en sus maletas, a sus vestidos, a su belleza física, dejando de lado las palabras
que ella profería.

Pedro, en el extremo lejano de la ciudad, terminaba sus horas de trabajo. De


regreso a su casa observaba, escuchaba, las diversas tradiciones locales y las
variopintas historias que rodean a cada uno de esos relatos, desde nuestros platos
típicos que parecieran tener fundamento en una historia heroica del pasado, otros
bucólicos alimentos que tienen origen legendario, en el mito de nuestra localidad.
Estaba oscureciendo. A estas horas las familias, precisamente los ancianos,
cuentan a los niños después de la cena, a veces en la salas de la casa, o en los
patios que miran los cultivos y la tierra después de ser trabajada, leyendas urbanas,
historias de terror, que rayan una serie de valores, desde cristianos, folclóricos,
como si de las montañas, los habitantes, los personajes siniestros de la
camanchaca vistieran, como en el carnaval de antaño, disfraces de héroes santos,
de víctimas del maligno, de trágicos enamorados, de embrujados recintos, de
maldiciones abusivas, y de tiernos valores cívicos. Los mitos atávicos viven entre
nosotros. También se fijó en las mujeres con sus brunos anacos y sus alfileres.

En realidad, para Pedro, esta es la última ciudad de los dominios de la niebla, y la


primera ciudad de los dominios de la luz; seso de los pobres dominios del desierto
de frontera, y pie clave de los ricos dominios costeros.

Antes de llegar a su casa, Pedro devuelve el saludo de sus vecinos, que


amablemente le prestaron hace unos días unas jarras de vino. Más adelante, horas
antes de dormir, Pedro estaría alistando sus vestimentas y utensilios de trabajo
para la faena de mañana, no sin antes preparar algunos postres para sus sobrinos,
motivado por los niños que vio jugar más antes. Por las once, y como todas las
noches de nuevo pretende terminar de rezar las oraciones básicas, a veces no lo
logra. Pedro es consciente que en esta ciudad la vida piadosa va de la mano con
la vida ordinaria, la prueba para él fue la epidemia de fiebre amarilla. La ciudad se
unió, fortaleciendo los lazos sociales débiles entre las gentes, y evidenciando lo
que, de forma institucional, no andaba bien entre nosotros.

―Sin duda alguna, Señor, esta ciudad es distinta a otras porque conservamos y
difundimos nuestras tradiciones, nuestras lealtades, y precisamente, nuestros
sentimientos. Esas que veo en la vida cotidiana, aquellas que guardo en mi
memoria, traídas a mí por mis abuelos, y los abuelos de ellos ―escuchó a lo lejos
a una pareja que hablaba del tren, entonces recordó―. Señor, te doy gracias
porque este tren nos unirá más a nuestro Perú, porque solo por este país podemos,
como ciudad, ser recordados y recordar.

Pasaron algunos años y los cambios, cada vez más violentos, no hicieron sino más
que presionar a todos. Ad portas de lo que parece ser, y de lo que pocos opinan,
un cambio radical en este lado del país, Pedro, trotando, agitado, vuelve del centro
de la ciudad para terminar de escribir una carta a sus vecinos. En realidad, el temor
provocado por esos rumores que presagian horribles batallas provoca en Pedro
emociones que no creyó volver a experimentar desde que el tren vino a esta ciudad.

―Yo Pedro, primero de entre mis hermanos, te escribo a ti, querido compañero
que has encontrado esta carta. La adversidad cada vez está más cerca de casa.
Personalmente, esta ciudad ha enfrentado duelos gravísimos que si no fueran por
la benevolencia de los líderes de turno y de la providencia del altísimo ya
hubiéramos caído en el olvido de la nación. No puedo concebir de qué modo
nuestras tradiciones, nuestras creencias, nuestras lealtades, ahora que son
retadas, puedan seguir vivas ad portas de entrar en el siglo XX. Solo faltan veinte
años para empezar el nuevo siglo, pero realmente vivimos la gran tribulación del
final de nuestros tiempos, el fin del mundo decimonónico que conozco. Se dice que
después que el enemigo entre a nuestra ciudad de Dios, vigilará las iglesias con
cetro de hierro, custodiará los parques, instruirá lo que se debe de creer, lo que se
deba de pensar, y lo que se deba de guardar como tradición, precisamente, ellos
traerán una nueva tradición distinta a la nuestra. Parece ser que pretenden que
nuestras lealtades tengan nuevas inclinaciones. ¿Acaso todo esto no se dijo antes?
Estamos en persecución, y los que perseveren hasta el final, serán los elegidos. El
miedo me llena mucho, y he perdido la confianza que tenía en esta ciudad. Huiré,
no sin antes dejar escrito en esta carta todo lo que me contaron, lo que me dijeron
mis abuelos y los abuelos de estos desde el cielo, nuestras tradiciones, nuestras
historias, nuestros valores, y precisamente, sobre nuestras lealtades. Se que he
negado muchas veces al Perú, y ahora también, pues tengo mucho miedo de los
soldados siniestros que saldrán de la camanchaca. Sin embargo, en Lima espero
encontrar una oportunidad para confesar los altos sentimientos que tengo al Perú,
mi fe en mi patria. ―Soltó la pluma y descansó.

El temor fue razón suficiente para que varias personas escaparan de la ciudad, el
miedo provocado por las malas noticias en el frente se acrecentaría cuando los
vecinos empezaron a escuchar el ruido de los cañones, de los rifles, de las balas.
Los que quedaron, formaron juntas para dialogar con el enemigo, para establecer
nuevas convenciones y ajustar las lealtades. Como si se tratará de una prueba de
fe, pero no funcionaron.

Ver la seña de la republica enemiga en la plaza principal generó en la población


que quedaba sentimientos tales, solo comparables con la entronización de la
abominación en el templo. Ver que el tren, que, en años pasados, trajo a las figuras
más resaltantes del progreso, ahora traía a aquellos que vestían los uniformes de
los enemigos, había sido el golpe de gracia sobre el ya dañado sentimiento de los
habitantes.

Entre estos, pero con muchos sentimientos encontrados, Rosario, calmaba a sus
doce amigas alrededor suyo dentro de uno de los habitáculos de un hospedaje del
centro. Tal habitáculo en el pasado hospedo a Ramón Castilla. Las tres
revoluciones que él promovió, siempre fieles a la constitución, partieron de Tacna
a Lima, suscitadas en ese sencillo habitáculo hacia el plateresco palacio en Lima.
Con mucho temor las doce mujeres preguntaban a Rosario sobre el destino de la
ciudad, los temores de los habitantes, la traición de los aliados, la conversión del
amigo a enemigo.

Rosario, de muy bella figura, inclinaba su rostro al suelo para luego con sus brazos
recoger los papeles de la mesa; no obstante, sus seguidoras interpretaron el gesto
como si ella se inclinará para rezar, y su movimiento de brazos, como aquellos
movimientos de manos que hace el cura en el altar. Ella, luego de mirar con
atención a sus seguidoras, más agobiada porque muchas estén agrupadas en el
diminuto cuarto, pretende sonreír esperando con eso preparar y dirigir sus palabras
a sus seguidoras. No obstante, sus compañeras interpretaron sus gestos de otra
forma, su rostro agobiado sería comparada con aquellas vírgenes, con la virgen
María del templo matriz, y su intento de sonrisa sería comparado con aquellos
rostros que quieren ser animosos para alegrar al grupo y evitar la palidez del mismo,
algo común solo en santos. Sus palabras correrían la misma interpretación, en
realidad, sus palabras parecerían para sus seguidoras como el discurso fundacional
de un movimiento, precisamente una resistencia no violenta, una misión que parece
tan religiosa como patriótica con el objetivo de conservar y difundir nuestras
lealtades, nuestras tradiciones.

―Amigas, no hay que sorprendernos que nuestros amigos en el pasado ahora sean
nuestros enemigos. En realidad, quizás nosotros parecemos los enemigos de ellos.
Una cruzada, camuflada con valores religiosos, pero en realidad dirigidos por
malvados intereses políticos maquinados por potencias que superan a estas tres
repúblicas. En nombre del progreso, que trajo el tren de hace algunos años,
debemos resistir. Con pocos años para que terminen nuestro siglo, este es el reto
mayor para que el progreso finalmente entre de verdad al Perú. Esta guerra
transformará nuestros valores, nuestras tradiciones, nuestras lealtades, tanto
locales como nacionales. El espíritu de frontera, esa ansia de aventura, esas
energías raras asentadas en estas zonas nublosas, asentará en ustedes nuevas
tradiciones, nuevos valores, nuevas lealtades, superiores a las que fueron
heredaras en el pasado. Estamos presenciando la entrada violenta del progreso a
nuestras tierras, y el progreso en estas tierras debería tener nuestra bandera y no
la nuestra ―explicó Rosario. El summum de los malentendidos. Ella pensó que sus
palabras provocarían en sus compañeras sentimientos de entendimiento con la
presente situación que la ciudad estaba viviendo, que ellas empezarían una
resolución simple llena de energía para abrazar la situación presente y enfrentar
los actuales problemas con cara a un plan moderno, pero ocurrió lo contrario.

Las compañeras de Rosario creyeron escuchar un relato que tiene como finalidad
suscitar la devoción patriota entre sus compañeros. Entre ellas susurraban sobre
como empezar esta lucha de resistencia y permanecer en ella sin desfallecer. Que,
en realidad la ciudad no estaba enfrentando los efectos de una guerra
consecuencia de la injusticia de ambas repúblicas y los malos acuerdos hechos
debajo de la mesa; sino que las fuerzas del bien estaban resistiéndose a las fuerzas
del mal, y que el devenir de la futura ciudad, la futura república, brillaría sobre los
demás astros de luz si es que en la ciudad se empeñan en conservar esos
sentimientos y valores que creían que se perderían después de la guerra, como así
también creen los demás habitantes de la ciudad.
―Como el pueblo elegido ―añadió una de las compañeras de Rosario― caminó
por el desierto cuarenta años; nosotros la ciudad elegida resistiremos cuarenta
años fuera de la patria. Las tradiciones del pasado no se perderán, se
transformarán para el bien de las generaciones futuras. Los valores que nos
heredaron hace tiempo, las compartiremos con los hijos de los años venideros. Las
costumbres, las leyendas, los relatos que contamos a nuestros hijos hablan del
pasado, pero ahora este es el momento en que se generan los valores, en que se
crean las costumbres, en que se relatan las leyendas, que serán contadas, por
poetas, por historiadores, a las generaciones futuras. -finalizó su explicación
seguidas por sus demás compañeras, algunas empezaron a recitar creyendo de
esa manera que el verso sería el mejor instrumento para los pobladores de la
ciudad, otras imaginaban ya las letras de canciones populares, otros pequeños
sonetos que servirían a los futuros compositores para sendos himnos de alegría,
copiosas creaciones se suscitaban en el habitáculo, ya cercana la hora de la cena.
Lo que el viento se llevaría no se compararía con lo que se generó de estos círculos.

Rosario, perpleja, creyó que sus compañeras en el fondo entendían el sentido de


sus palabras, y que inconscientemente comprendían su mensaje. Muchas veces
decía en su mente que los humos y nubes de la ciudad nublaban el razonamiento
de los pobladores de la zona, que la llegada del tren solo para ella era sinónimo del
progreso, más para los pobladores solo era cuestión de subsistencia; que la guerra
era para ella la llegada violenta del progreso, más para sus compañeras la guerra
era razón para la resistencia.

Sus compañeras se fueron del habitáculo, ella se quedó sola. Con cuatro mesas,
una de ellas sosteniendo los libros y papeles con garabatos que dejaron sus
amigas, otros muebles con objetos sin valor. La guerra fue causa de la bancarrota
para muchas empresas, no para ella y su esposo. Ella se quedaba aquí por pura
aventura, por una extraña emoción que ella denomino como el espíritu de frontera,
el límite entre la civilización y la barbarie, el extremo entre lo acostumbrado con lo
establecido, donde las lealtades son enfrentadas con las traiciones, precisamente,
donde los intereses por dos propuestas favorables a uno suelen tener primacía
sobre la propuesta anteriormente establecida.
Algunos gritos se escuchan afuera de su edificio. Resulta que de la niebla salen los
soldados, especialmente los del otro país. Algunos se arrodillan para orar a Dios,
otros, muy pocos, se preparan para ocasionar algún que otro desmán. La niebla al
principio arroja algunas soldados, luego resultaron se muchos, quizás cientos.

Encima de una de las mesas de Rosario, hay algunas baratijas plateadas. Cuando
ella bajo del tren varias mujeres se sintieron atraídas por esos objetos, que para
ella eran de poco valor. En cierta ocasión un poblador de la altura, quizás muy
atrevido, quería comprarlo para su esposa. Ella le preguntó la razón y respondió el
poblador de que esos objetos, esos alfileres plateados, metálicos venían siendo
heredaros desde tiempos inmemoriales a las hijas de las familias de la zona, y que
quería que su esposa lo tuviera. Quizás por eso casi todas las mujeres pusieron
sus ojos sobre esas baratijas de las cuales Rosario no se sentía a gustar
ponérselas. Más bien, ni se los puso en toda su estadía en la ciudad. Se parecían
ambos objetos, pero no eran idénticos. Allende por negocio lo adquirí, aquende por
tradición lo recibió. Aquel poblador decía que tal alfiler forma parte del anaco.

Pasaron casi treinta años, y solo los que conservaron sus tradiciones, sus lealtades,
seguían resistiendo el cautiverio. Más las mujeres que los hombres. Algunos fueron
exiliados, otros se escaparon, muchos terminaron inclinándose al lado vencedor.
Aquellos justificaban esa decisión alegando que desde el principio la resistencia
solo se trató de un malentendido, que el mundo no se acabó, que la guerra fue el
resultado de dos injustas políticas en que las víctimas fueron ambos países, que el
provecho del progreso era mayor por el lado vencedor. No era del todo falso,
pareciera ser que el otro país traía mayores beneficios a los prometidos por el país
al que fuimos leales. En todos sus alegatos, el argumento común era que la
resistencia de los pobladores de esta ciudad desde siempre fue un malentendido.

Pedro regreso a la ciudad, ya pasado muchos años, como un soldado condecorado


de haber peleado en los poblados capitalinos. En su pecho lucia con orgullo unos
pocos títulos, medallas, baratijas y algunos premios. En su sucio bolsillo cargaba
un documento firmado por el presidente de turno donde se podía ver algunas
escasas palabras que prometían honor y reconocían al poseedor del documento
como un héroe. Pocas eran las palabras y grande y suntuosa era la firma.
Pedro no vino por tren, sino por vehículo motorizado. Una novedad. No exhalaba
tantos humos como lo fue el tren que llego hace muchos años atrás. La neblina fue
la única quien lo recibió en la entrada este de la ciudad, la misma que no le dejo ver
todo el horizonte ni, ni la ciudad, ni a sus pobladores. Él creyó volver a una ciudad
vacía, en sus pensamientos pensó que se perdió todo, que quizás ahora él era uno
de los pocos pobladores de un caserío. Su edad no lo ayudaba mucho, ya no veía
bien, ya no escuchaba eficientemente. Resentido con el país que había cambiado,
no guardo esperanza y concluyo que su amada ciudad también cambió. Si el país
cambia, porque no la ciudad. Se saco sus baratijas y desajusto sus alfileres.

Regreso a su ya casi derrumbada casa, el techo de mojinete se había caído, quizás


por las intensas lluvias o por la intensa camanchaca que termino por humedecer el
tejado, algunas puertas traseras se encontraban salidas o rotas, los campos y los
cultivos estaban desatendidos. En medio del caos, Pedro encontró su silla y se
sentó. Él regreso como si fuera un espectro que sale de la niebla, como si el viento
hubiera devuelto lo que llevó. Las mujeres con sus anacos bajan de los cerros.

Por un momento cerró sus ojos y al abrirlos, sin calcular cuánto tiempo estuvo
dormido, la niebla se estaba despejando velozmente. Sus alfileres estaban fríos.

Perplejo, sudando, ansioso, con fuertes latidos, cegado por el viso de alrededor,
como si estuviera en la ciudad de Dios, como si fuera un infarto, y lloraba. La razón,
es que vio que los niños y sus padres seguían jugando por esos caminos donde el
antes caminaba luego de la faena en el campo. Vio y escucho a los ancianos
contando historias cruentas, leyendas heroicas, cuentos fabulosos, a los niños,
después de cenar, en las salas de las casas o en los patios que miran al campo, a
las montañas. Una cortesana de rufo anaco lidera a otras de negros ajuares.

Todo seguía igual, nada había cambiado, como Pedro recordaba en su juventud.
Los niños seguían recibiendo historias heroicas de los ancianos, las amas de casas
seguían preparando recetas antiquísimas veladas de relatos de misterio, las
mujeres y los hombres seguían conservando esos valores. Los sentimientos
seguían siendo los mismos, las lealtades seguían firmes, y las tradiciones citadinas
seguían siendo compartidas. La bandera seguía siendo adorada en lo más alto del
mástil de la plaza, condecorada con baratijas honorificas y lejos de la camanchaca.

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