Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
En las tierras
ilei Potasi
EDICIONES PUERTA DEL SOL
BIBLIOTECA DIGITAL
LITERATURA
AUTORES, SUS OBRAS Y TEXTOS QUE COMENTAN SUS LIBROS
EN LAS TIERRAS
DEL POTOSI
Lector...
V
los encantos que la imaginación le presta, ni es llana la vida en
ella, pues se vive no más que mirando un cielo casi siempre
azul y sin gozar de otros tesoros— al decir de un gringo— que de
plata y piedras.
VI
Aguanta todavía, paciente lector, la impertinencia, y permi
te que te cuente el modo y manera cómo conocí y tuve amistad
con el autor de este buen libro. Seré breve, y esto, de fijo, aca
so te permitirá seguirme hasta el fin.
VII
lo s rincones donde se explotan las minas, se cultiva el caucho
ó se apacientan ganados, y se instalan en París para despil
farrar juventud y caudales en perniciosa compañía, y que, por
disponer de dinero, creen tenerlo todo; singulares seres que,
cuando oyen hablar del.Louvre, piensan en el almacén de tra
pos del frente, y que, como fruto de su experiencia y de sus
observaciones en Europa, no se llevan otra cosa sino que “Espa
ña está peor que América”, que “Berl'n es una ciudad muy lim
pia", que “la torre Eiffel tiene trescientos metros de alta”, que
“todas las francesas son cocottes”, y que París, este París man
chado con su concupiscencia y su impudicicia, es “la Babilonia
moderna”. ..
— Sí, señor.
vin
to que esa vida es un poco triste. En las minas de nuestro país
hay ciertas costumbres que van modificándose gradualmente y
que acaso acabarán por desaparecer del todo; y antes de que
tal suceda, creo que se debe hacer obras que en cierta manera
fijen esas costumbres dentro de su tiempo... Además, yo le
tengo cariño á esa tierra, allí he pasado parte de mi juventud y
ganado el pan que como, y es en mí una deuda de gratitud, con
esas gentes humildes y desgraciadas, contar algo de su vida.
IX
E! novelista...
X
Libro amargo, á pesar de que concluye amablemente; libro
triste, si quieres; pero profundamente bel'o, porque tiene ¡oh
amigo! esencia de emoción, de piedad y de simpatía.
ALCIDES ARGUEDAS
V"
XI
EN LAS TIERRAS DEL POTOSI
3
VI
56
—No tengo ningún puesto desocupado en el inge
nio. Dígalo así al gerente.
Y de seguida se puso á caminar, poniéndose al bol
sillo del pantalón la tarjeta, que se había ennegreci
do rápidamente en sus manos. Ante semejante res
puesta, Martín no tuvo más que dar media vue'ta é
ir nuevamente á buscar al gerente para transmitirle
el recado, que él lo calificaba de insolente, del admi
nistrador. Afortunadamente, esta vez no tuvo que
esperar. Cuando llegaba á la casa, salía el gerente.
Oyó éste al joven con benévola sonrisa, dijóle algu
nas frases de consuelo y le dió otra tarjeta de reco
mendación para el administrador del otro ingenio de
Ltallagua llamado Cancañiri, donde debería ir Mar
tín al día siguiente.
Y por fin, ya al anochecer pudo regresar el joven
á su alojamiento, cansado, pues hubo de andar más
de dos kilómetros, y con a cabeza atolondrada por
las cosas que le hubieron pasado en aquel día memo
rable.
A la llegada de Martín, no estaba Emilio en el alo
jamiento. Había ido á Uncía llevado por sus negocios
y dejando el cuarto á la disposición de su amigo.
Pasó, pues, Martín solo aquella noche. Sentíase
descorazonado y empezaba á entrever lo difícil de su
empeño. Pero pronto el buen sueño vino á aliviarle,
y cuando se durmió, soñó que se hallaba en un sitio
extraordinario, un antro inmenso donde danzaban,
en frenética ronda, máquinas monstruosas, carretas,
muías, obreros, administradores...
57
VII
61
VIH
74
—Pero ¿no acobarda á los viciosos ni siquiera la
idea de tener que pagar con tanto exceso por esas
bebidas?
—¡Qué les va á acorbardar! Hay aquí peones que
ganan apenas tres ó cuatro pesos diarios y empleados
que ganan menos aún que los peones, y que casi to
do su haber lo emplean en pagar los exagerados pre
cios de las bebidas que consumen.
—Pero, á lo menos, la pulpería debería traer be
bidas más baratas.
—Le es prohibido. Se dice que una de las mane
ras de aminorar el alcoholismo en estos lugares es
alzando los precios de esas bebidas. Pura charla. En
el fondo de esto no está más que el negocio.
Eran las siete de la noche. Los pulperos echaron
fuera á algunos que ya habían penetrado hasta el
mostrador, y cerraron violentamente las puertas. La
gente que quedaba sin despachar se dispersó, mohína
y hambrienta.
—¿Ve usted cómo les tratan?—exclamó D. Mi
guel;—no parece sino que fuesen mendigos que hu
biesen acudido á pedir limosna.
—¿Y qué harán ahora estos?
—¡Qué sé yo! Muchos se irán á dormir sin comer;
quizá mañana no podrán entrar al trabajo porque no
se les ha aviado de cebo, coca y otras cosas indispen
sables para emprenderlo.
—Pero, efectivamente, ¿no disponen ellos conto
da libertad de sus salarios?
—No. La Compañía los administra. La pulpería pa
sa á la administración las planillas en que figuran las
deudas de los trabajadores. La administración paga,
desde luego, á la pulpería por esas cuentas, y única-
75
man te después de eso entrega al trabajador su sal
do, si lo tiene. Naturalmente, no faltan confusiones
y reclamos. Los obreros medianamente avisados, que
llevan sus cuentas con algún cuidado, casi nunca es
tán de acuerdo con la pulpería, y reclaman. Pero los
más, que son tan ignorantes como estúpidos, no ha
cen sino pedir y consumir, dejando que se disponga
como se quiera de sus ganancias. Según esto, se com
prende que esto de la pulpería es un buen negocio.
Se la impone al obrero de todos modos. No se permi
ten competencias. Si viene un carnicero con su ne
gocio, se le echa ó se decomisa su carne. No se tolera
tenduchos de trapos ú otros artículos. Todo debe aca
pararlo la pulpería impuesta por la Compañía. ¡Y si
siquiera la pulpería trajese mercaderías buenas y es-
bleciese precios módicos!... Todo lo contrario. Telas
más apropiadas para los trópicos que para las minas;
cosas de lujo y no de utilidad; alimentos adulterados;
bebidas llamadas finas, y, no obstante, de lo peor. Y
todo dado como por favor, y ¡á unos precios!. . . Y,
sin embargo, ya usted oirá quejarse á los pulperos.
Le dirán que “los indios son muy estúpidos”, que “no
piden pronto”, que “no se contentan con nada”. ¡Cla
ro! Le dirán que “se han clavado con diez, ó veinte,
ó cincuenta mil pesos” por mercaderías dadas al cré
dito. ¡Claro! Su avidez por ganar de un modo desme
dido les arrastra á hacer préstamos locos, sucediendo
que alguna vez se les burlan los más míe ices He
ahí lo que son los señores pulperos. No niego que
suele haberlos buenos, moderados y probos. Pero ¡la
generalidad!...
76
IX
73
Pensaba también en Lucía. ¿Qué diría ahora !a
graciosa muchacha si lo viese todo empolvado y su
cio, con la faz demacrada, con el corazón oprimido y
enteramente distinto de aquel Martín alegre y decidor
que llegaba al salón, oliendo á violetas, para decirle
frases delicadas y discretas?
Y pensaba en sus amigos, en los entusiastas com
pañeros de las aulas, que paseaban con él por las ca
lles hablando del derecho natural ó de la economía
política, y pensaba en sus triunfos de estudiante y en
todos sus antiguos propósitos, abandonados por co
rrer tras una aventura loca.
Y pensaba, en fin, en el aire de su pueblo natal,
ese aire regalado y suave, tan distinto de este otro
aire frío y polvoroso que respiraba en Llallagua; en
el agua dulce y exquisita de Sucre, en sus días lu
minosos, en sus noches de luna espléndidas, en sus
cerros queridos.
¡Dulces y tristes pensamientos!
El viento mugía feroz en su rededor, y le abofetea
ba con sus glaciales rachas como si le castigase por
tales pensamientos. La sombra nocturna—una som
bra horripilante— desplegaba sus alas gigantescas
como una ave inmensa é impalpable. La soledad le
rodeaba.
De repente, tropezó con una piedra y cayó brus
camente al través del camino. El viento llevó lejos
el estrépito de su caída. En aquel mismo momento,
una mujer pasaba cerca, acompañada de un perro
negro y feo. El perro ladró con furia al joven que
apenas podía incorporarse. Y la mujer, en lugar de
llegarse á socorrerlo, hizo un rodeo y pasó mirándole
con ojos desconfiados, como si dijese: “¡Si será un bo
rracho!”.
79
X
i
negocio; y aun cuando los más de los metales resca
tados procedían del robo, como casi nunca los indus
triales podían probar esa procedencia en las innume
rables cuestiones que se suscitaban con este motivo,
resultaba que los negociantes se mantenían dentro
de una situación muy ventajosa. Tal cosa alentaba á
los ladrones, y estando el rescate sobre todo apoyado
en ellos, vino á ser considerado lógicamente como uno
de los negocios más lucrativos y seguros.
Tal era el negocio al que Emilio se había dedicado.
Naturalmente, Emilio, cofno hombre audaz y des
preocupado, no anduvo con tapujos, y procuró que
su industria le diese ganancias suficientes á llenar
sus necesidades de hombre derrochador á lo sumo,
como lo era. Por otra parte, exento de ciertos escrú-
puios, él no se limitaba á recibir, á la manera de
otros, lo que los vendedores le traían. Movíase con
admirable diligencia de una á otra parte. Se ponía
en íntimo contacto con los mineros; estimulábales
de unas y otras maneras á recoger la mayor cantidad
posible de metal para entregarle, y, en su afán, lle
gaba á predicar la legalidad y aun la santidad del
robo.
Emilio vivía en Uncía, donde recogía el grueso
del metal que se le entregaba; pero también se iba
con frecuencia á Llallagua cuando allí encontraba
mejores expectativas.
74
—Pero ¿no acobarda á los viciosos ni siquiera la
idea de tener que pagar con tanto exceso por esas
bebidas?
—¡Qué les va á acorbardar! Hay aquí peones que
ganan apenas tres ó cuatro pesos diarios y empleados
que ganan menos aún que los peones, y que casi to
do su haber lo emplean en pagar los exagerados pre
cios de las bebidas que consumen.
—Pero, á lo menos, la pulpería debería traer be
bidas más baratas.
—Le es prohibido. Se dice que una de las mane
ras de aminorar el alcoholismo en estos lugares es
alzando los precios de esas bebidas. Pura charla. En
el fondo de esto no está más que el negocio.
Eran las siete de la noche. Los pulperos echaron
fuera á algunos que ya habían penetrado hasta el
mostrador, y cerraron violentamente las puertas. La
gente que quedaba sin despachar se dispersó, mohína
y hambrienta.
—¿Ve usted cómo les tratan?—exclamó D. Mi
guel;—no parece sino que fuesen mendigos que hu
biesen acudido á pedir limosna.
—¿Y qué harán ahora estos?
—¡Qué sé yo! Muchos se irán á dormir sin comer;
quizá mañana no podrán entrar al trabajo porque no
se les ha aviado de cebo, coca y otras cosas indispen
sables para emprenderlo.
—Pero, efectivamente, ¿no disponen ellos conto
da libertad de sus salarios?
—No. La Compañía los administra. La pulpería pa
sa á la administración las planillas en que figuran las
deudas de los trabajadores. La administración paga,
desde luego, á la pulpería por esas cuentas, y única
75
mente después de eso entrega al trabajador su sal
do, si lo tiene. Naturalmente, no faltan confusiones
y reclamos. Los obreros medianamente avisados, que
llevan sus cuentas con algún cuidado, casi nunca es
tán de acuerdo con la pulpería, y reclaman. Pero los
más, que son tan ignorantes como estúpidos, no ha
cen sino pedir y consumir, dejando que se disponga
como se quiera de sus ganancias. Según esto, se com
prende que esto de la pulpería es un buen negocio.
Se la impone al obrero de todos modos. No se permi
ten competencias. Si viene un carnicero con su ne
gocio, se le echa ó se decomisa su carne. No se tolera
tenduchos de trapos ú otros artículos. Todo debe aca
pararlo la pulpería impuesta por la Compañía. ¡Y si
siquiera la pulpería trajese mercaderías buenas y es-
bleciese precios módicos!... Todo lo contrario. Telas
más apropiadas para los trópicos que para las minas;
cosas de lujo y no de utilidad; alimentos adulterados;
bebidas llamadas finas, y, no obstante, de lo peor. Y
todo dado como por favor, y ¡á unos precios!... Y,
sin embargo, ya usted oirá quejarse á los pulperos.
Le dirán que “los indios son muy estúpidos”, que “no
piden pronto”, que “no se contentan con nada”. ¡Cla
ro! Le dirán que “se han clavado con diez, ó veinte,
ó cincuenta mil pesos” por mercaderías dadas al cré
dito. ¡Claro! Su avidez por ganar de un modo desme
dido les arrastra á hacer préstamos locos, sucediendo
que alguna vez se les burlan les más infelices. He
ahí lo que son los señores pulperos. No niego que
suele haberlos buenos, moderados y probos. Pero ¡la
generalidad!...
76
IX
78
Pensaba también en Lucía. ¿Qué diría ahora la
graciosa muchacha si lo viese todo empolvado y su
cio, con la faz demacrada, con el corazón oprimido y
enteramente distinto de aquel Martín alegre y decidor
que llegaba al salón, oliendo á violetas, para decirle
frases delicadas y discretas?
Y pensaba en sus amigos, en los entusiastas com-
pañeros de las aulas, que paseaban con él por las ca
lles hablando del derecho natural ó de la economía
política, y pensaba en sus triunfos de estudiante y en
todos sus antiguos propósitos, abandonados por co
rrer tras una aventura loca.
Y pensaba, en fin, en el aire de su pueblo natal,
eee aire regalado y suave, tan distinto de este otro
aire frío y polvoroso que respiraba en Llallagua; en
el agua dulce y exquisita de Sucre, en sus días lu
minosos, en sus noches de Irma espléndidas, en sus
cerros queridos.
¡Dulces y tristes pensamientos!
El viento mugía feroz en su rededor, y le abofetea
ba con sus glaciales rachas como si le castigase por
tales pensamientos. La sombra nocturna—una som
bra horripilante— desplegaba sus alas gigantescas
como una ave inmensa é impalpable. La soledad le
rodeaba.
De repente, tropezó con una piedra y cayó brus
camente al través del camino. El viento llevó lejos
el estrépito de su caída. En aquel mismo momento,
una mujer pasaba cerca, acompañada de un perro
negro y feo. El perro ladró con furia al joven que
apenas podía incorporarse. Y la mujer, en lugar de
llegarse á socorrerlo, hizo un rodeo y pasó mirándole
con ojos desconfiados, como si dijese: “¡Si será un bo
rracho!”.
79
X
103
se aquel muchacho tan simpático y tan pobremente
vestido, no pudo menos de sentir cierta impresión de
pena y de lástima. Confirmóse en su idea de que de
bía ser algún ser exageradamente tímido, y que aque
llo de “talentoso y de pelo en pecho” que dijo Emi
lio, oo pasaba de ser una broma.
105
XIV
110
Luego, el recuerdo de Lucas trajo á Martín el del
robo de la noche inmediata, y se lo contó á Emilio.
Este se rió á carcajadas y exclamó:
* • *
103
se aquel muchacho tan simpático y tan pobremente
vestido, no pudo menos de sentir cierta impresión de
pena y de lástima. Confirmóse en su idea de que de
bía ser algún ser exageradamente tímido, y que aque
llo de “talentoso y de pelo en pecho” que dijo Emi
lio, no pasaba de ser una broma.
105
XIV
110
Luego, el recuerdo de Lucas trajo á Martín el del
robo de la noche inmediata, y se lo contó á Emilio.
Este se rió á carcajadas y exclamó:
* • *
134
bía escabulido, y el doctor tenía las manos ensangren
tadas. Pero todos pedían agua, y se volvían y revol
vían, y se miraban, y corrían, y se em pujaban... y
el agua no parecía. No había ni una palangana. Una
mujer se puso á fregar precipitadamente una bacini
ca, pusieron en ella una agua terrosa y se la presen
taron al médico. Y el médico no tuvo más remedio
que pedir su botella de alcohol á otro borracho, que,
al verle lavarse abundantemente con el líquido codi
ciado, pensaba seguramente que aquello habría esta
do mucho mejor en su panza.
136
como hombres pervertidos y criminales, realizan ac
tos de caridad superiores á los de los mejores filán
tropos, y desconocidos por los mismos que se dan el
nombre de caritativos nada más que porque arrojan
un?, moneda al mendigo que pasa por la calle.
137
XVIII
143
Admirado, Martín trato de insistir. Habló nueva
mente de sus pesadillas, de sus temblores, de su pos
tración.
—Cosas sin importancia.
Martín declaró que, efectivamente, se había ex
cedido en la bebida.
—Ya lo sabía—repuso sonriendo el doctor.
—¿Probab1emente se lo avisó Emilio Olmos?— di
jo Martín candorosamente.
—No. Hace tiempo que no veo á Olmos. Pero ayer
bastaba verlo á usted para saber que había bebido
usted más de la cuenta. ¿Estuvo usted, pues, con Ol
mos?
Martín expuso todo lo referente al convite de Emi
lio, á lo que el médico dijo:
—Comprendo. Olmos le quiso' agasajar á usted, y
el agasajo le cuesta hoy á usted cierta indisposición
y mucho susto. Eso pasa con frecuencia. El alcohol
no siemppre es bien tolerado por todos.
134
bía escabulido, y el doctor tenía las manos ensangren
tadas. Pero todos pedían agua, y se volvían y revol
vían, y se miraban, y corrían, y se em pujaban... y
el agua no parecía. No había ni una palangana. Una
mujer se puso á fregar precipitadamente una bacini
ca, pusieron en ella una agua terrosa y se la presen
taron al médico. Y el médico no tuvo más remedio
que pedir su botella de alcohol á otro borracho, que,
al verle lavarse abundantemente con el líquido codi
ciado, pensaba seguramente que aquello habría esta
do mucho mejor en su panza.
136
como hombres pervertidos y criminales, realizan ac
tos de caridad superiores á los de los mejores filán
tropos, y desconocidos por los mismos que se dan el
nombre de caritativos nada más que porque arrojan
un?, moneda al mendigo que pasa por la calle.
137
XVIII
143
Admirado, Martín trato de insistir. Habló nueva
mente de sus pesadillas, de sus temblores, de su pos
tración.
—Cosas sin importancia.
Martín declaró que, efectivamente, se había ex
cedido en la bebida.
—Ya lo sabía—repuso sonriendo el doctor.
—¿Probab1emente se lo avisó Emilio Olmos?— di
jo Martín candorosamente.
—No. Hace tiempo que no veo á Olmos. Pero ayer
bastaba verlo á usted para saber que había bebido
us^ed más de la cuenta. ¿Estuvo usted, pues, con Ol
mos?
134
bía escabulido, y el doctor tenía las manos ensangren
tadas. Pero todos pedían agua, y se volvían y revol
vían, y se miraban, y corrían, y se em pujaban... y
el agua no parecía. No había ni una palangana. Una
mujer se puso á fregar precipitadamente una bacini
ca, pusieron en ella una agua terrosa y se la presen
taron al médico. Y el médico no tuvo más remedio
que pedir su botella de alcohol á otro borracho, que,
al verle lavarse abundantemente con el líquido codi
ciado, pensaba seguramente que aquello habría esta
do mucho mejor en su panza.
136
como hombres pervertidos y criminales, realizan ac
tos de caridad superiores á los de los mejores filán
tropos, y desconocidos por los mismos que se dan el
nombre de caritativos nada más que porque arrojan
una, moneda al mendigo que pasa por la calle.
137
\
XVIII
143
Admirado, Martín trato de insistir. Habló nueva
mente de sus pesadillas, de sus temblores, de su pos
tración.
—Cosas sin importancia.
Martín declaró que, efectivamente, se había ex
cedido en la bebida.
—Ya lo sabía—repuso sonriendo el doctor.
—¿Probab1emente se lo avisó Emilio Olmos?— di
jo Martín candorosamente.
—No. Hace tiempo que no veo á Olmos. Pero ayer
bastaba verlo á usted para saber que había bebido
usfed más de la cuenta. ¿Estuvo usted, pues, con Ol
mos?
Martín expuso todo lo referente al convite de Emi
lio, á lo que el médico dijo:
—Comprendo, Olmos le quiso' agasajar á usted, y
el agasajo le cuesta hoy á usted cierta indisposición
y mucho susto. Eso pasa con frecuencia. El alcohol
no siemppre es bien tolerado por todos.
150
cosas de amor? Estaba visto que Lucas sólo podía
darle motivos de disgusto.
Y como el diálogo no tenía trazas de acabarse,
Martín consideró su situación poco airosa, y volvien
do las espaldas á la entretenida pareja, continuó as
cendiendo en el cerro á la ventura.
152
l
XXI
153
Claudina, de cuclillas y agachada en un rincón,
pugnaba por encender unos pedazos de yareta que
no podían arder. La estancia era de completa indigen
cia, sin más que algunos cachorros de cocina y unos
cuantos trapos. Hacía un frío rabioso, sin que la ya
reta, que empezaba á humear y á arder con los es
fuerzos de Claudina, alcanzase á dar calor á la vivien
da. Un chiquitín, sucio y semidesnudo, pero muy sim
pático, se acurrucaba en un rincón mirando á Martín
de hito en hito. Otro más pequeño gimoteaba pidien
do de comer. Unicamente una criatura de pecho dor
mía, indiferente á la tempestad.
Y la tempestad arreciaba. Caía un granizo menu
do. Las rachas de viento helado, entrando á la habi
tación, hacían crujir los palos del techo y sacudían
los trapos. Los relámpagos y truenos continuaban con
furia. No lejos se sintió caer un rayo.
154
—Yo voy—exclamó Claudina, incorporándose de
su rincón, donde al fin ardían los pedazos de yareta,
Pero la mujer no quiso que Claudina saliese, y no
hubo más que seguir esperando.
La mujer, llamada Juana, era una viuda cuyo ma
rido hacía un año que había muerto por un accidente
en las minas. La infeliz había quedado con seis hijos.
Su hija mayor, Claudina, trabajaba de lavadora; el
que le seguía, un muchacho de diez años, trabajaba
de chivato. Los demás eran Lucía y los chicos que
Martín iba mirando. He aquí una familia compuesta
de siete personas que se sostenían nada más que con
el esfuerzo de una joven, casi una niña, y de un mu
chacho de diez años.
Martín sentíase impresionado tristemente. Aque
lla pobre mujer, vestida con una pollera rota y mu
grienta, con las mangas remangadas que dejaban ver
sus descamados y trémulos brazos, con su cara de
miseria y sufrimientos; con sus ojos ansiosos é intran
quilos, le causaba profunda lástima. Sus mismos im
pulsos eróticos parecían acurrucarse en su corazón
llenos de miedo. Y apenábale, asimismo, el chico que
temblaba de frío hecho un ovillo en un rincón, y el
otro que lloraba pidiendo pan.
Cerca al fuego que había encendido Claudina, es
taban las ollas sin más que agua.
La lluvia había sucedida al granizo. Lucía no pa
recía.
—¡Maldita!... ¡condenada!. . . —prorrumpió la
madre.
Cladina trató nuevamente de salir en alcance de
su hermana, mas tampoco se lo consintió su madre.
155
Dijo que iría ella misma, y se puso á buscar una man
ta para taparse.
La tormenta decrecía. Ya no había truenos, pero
aún caía una lluvia copiosa. Se oía el rumor de to
rrentes desatados, y aun á la choza entraba el agua
por los agujeros del techo y por la puerta.
Obscurecía. La mujer se había cubierto con una
frazada vieja y estaba ya para salir, encargando á
Claudina que cuidase de los niños, cuando en esto lle
gó Lucía. Era una chiquilla flacucha que andaba des
calza. Chorreaba agua por su agujereado rebozo, por
su pollera que se le pegaba al cuerpo, por su cabeza
y por su cara. Estaba tan embarrada, que parecía que
se hubiese revolcado en el lodo. Cuando entró á la
habitación miró con sorpresa á Martín; pero repues
ta de esto, con una mirada de su madre se desemb
razó de su rebozo empapado de agua, y enseñó un
pedazo de tocuyo en que no traía nada. Luego expli
có á su madre que los pulperos habían rechazado su
boleta de avíos, diciendo que correspondía á otra
quincena.
La mujer se quedó aterrada ¿Qué iba á comer aho
ra la familia? En su desesperación, estuvo á punto
de pegar á la chica Lucía, como si ella tuviese la cul
pa de lo que sucedía. Díjola que se había tardado “to
do el día'’, y que seguramente se puso á jugar en el
camino. La chica, temblando de susto y de frío, dijo
que no había jugado, y que tuvo que esperar en la pu-1
pería á que la despachasen. Martín intervino, tratan
do de aplacar á la mujer. Explicóla que debía tratar
se de algún error, que no perdería nada de sus avíos,
y aconsejóla que se presentase al día siguiente al ad
ministrador haciendo el respectivo reclamo.
Y como la lluvia había calmado, despidióse Mar
tín de aquellas pobres gentes, no sin regalar á los chl-
156
eos algunas monedas para que con ellas se compra
sen “siquiera pan”.
Y de esta manera quedaron otra vez más frustra
dos los planes amorosos de Martín. Quizá ál había
contado con disfrutar aquella tarde agradables mo
mentos en el seno apacible de la rústica vivienda en
que vivía la graciosa Claudina. Mas aquello se redu
jo á un cuadro de harapos, de hambre, de miseria
vulgares.
157
XXII
161
Efectivamente, con motivo del robo audaz de la
noche anterior, la administración de Llallagua había
destacado diferentes comisiones con objeto de hacer
algún descubrimiento, y una de ellas se le encargó á
Martín. Este pensaba en sus adentros que, segura
mente, Lucas no era extraño al incidente, y cuando
se encontró con Emilio, acabó de confirmarse en sus
conjeturas. De todos modos, Martín estaba dispuesto
á cumplir con su deber.
Llegaron al grupo de cabañas denunciado como
uno de los lugares en que se ocultaban las metales
robados.
164
—Pues á curar al niño.
—Pero ¡si él no es de la Compañía!
—¿Qué le importa eso al doctor?
El policial maltratado por Presentación exclamó:
—Es un escándalo que el médico de la Compañía
vaya á curar á los que la perjudican.
—De eso también hay que dar parte.
Estas y otras cosas se decían los policiales segura
mente con la intención de que Martín tomase la de
bida nota para dar su informe en la administración.
Las suspicacias, les chismecillos y aun las calumnias
se iban trayendo á cuanto en todo el trayecto. No pa
recía sino que querían enseñar á Martín la manera
de dar un informe- un informe compuesto de cuentos
de baja extracción,
Pero Martín, muy distante de acoger semejantes
presunciones, no decía nada y se limitaba á caminar
pensativo y silencioso.
En Cancañiri se despidió de ellos y continuó á Ca-
tavi.
167
De pronto, interrumpiendo al ingeniero, que esta
ba más que nunca engolfado en describir un motor
de doscientos caballos, Da. Micaela exclamó:
—¡Qué tierra esta tan llena de dificultades!
El ingeniero se calló, mirando con sorpresa á Da.
Micaela.
—Pues hasta esta hora no puedo conseguirlo
al doctor, y, entretanto, no sé qué hacer con Benja
mín.
—¿Está muy grave Benjamín?—preguntó alguien.
—No—dijo el gerente;—el doctor dice que la en
fermedad del niño es cosa leve y pasajera.
—¡Pasajera!—remedó Da. Micaela.—Es que el
doctor no nos hace caso. Figúrense ustedes que ayer,
después de ver al niño, me dijo con mucha flema:
“Señora, ¡esto no vale la pena de visitar cada día al
niño!”.
—Pues el doctor sabe lo que hace—dijo el gerente.
—Pero yo le diie que me hiciese el favor de venir
también hoy. Y ya ven ustedes que hasta ahora no
parece.
—¡Qué falta de cortesía!—exclamó el contador.
El gerente, que parecía dispuesto á defender al
médico contra las recriminaciones de su esposa, dijo:
—El doctor debe estar ocupado. Quizá ha pasado
algún accidente en las minas.
168
—¡En las minas ¡repitió Da. Micaela.— ¡Los peones
valen más que nosotros!
Martín dijo que, efectivamente, había él visto al
doctor por la tardo en las proximidades de La Blanca.
—¿No ves?—dijo el gerente á su esposa.
Esta repitió indignada:
—¡Los peones valen más que nosotros!
169
Y como si el doctor no quisiese entrar en más ex
plicaciones, preguntó:
—¿Y por acá no hay novedades
—Ninguna.
—Ija novedad es la del robo de anoche á mano ar
mada—exclamó el contador.
—Y, á propósito—exclamó el gerente en tono fes
tivo,—oigamos al doctor. Ya aquí todos hemos dado
nuestra opinión sobre la mejor manera de evitar el
robo. El señor Scott es partidario de hacer un sistema
de instalaciones que no dejará sacar ni una brizna de
estaño; el señor Rivera considera más eficaces los azo
tes; otros señores juzgan que se debe cuadruplicar el
personal de la policía. Y usted ¿qué opina, doctor?
Supongo que no nos propondrá algún medicamento...
El médico, siguiendo el tono del gerente, contestó:
—Los trabajadores dicen que si se les tratara bien
no robarían. Dicen que los patronos abusan.
—¡Salvajes!—gritó el contador;—raro que no di
gan que más bien son los patronos los que roban.
—¡Uff! no sólo que lo dicen, sino que están ínti
mamente convencidos de eso.
—¡Habráse visto!
—Pero, ¿acaso no se les trata bien?—exclamó el
gerente;—desde luego esta empresa paga mejores sa
larios que las otras.
—No es suficiente. Los obreros se quejan de sus
viviendas: los más viven en cuevas. Asimismo de las
170
condiciones del trabajo: es un trabajo mal organiza
do. Lo propio de su alimentación y vestidos: son ar-.
tículos malos y que, si no lo son, están por encima de
sus recursos. Es por eso que los obreros quieren me
jorar su situación aunque sea robando. •;
—¡Salvajes!—repitió el contador.—Yo no acepto
nada de eso. El obrero, por mucho que se le trate bien,
seguirá robando, porque el instinto del robo está en
su sangre; porque roba por vicio, porque roba por>
aquello d e l... d e l.. .¿qué es?
—¿Atavismo?—dijo uno.
—Justamente.
El médico y otros se rieron.
172
xxra
175
Al anochecer, se recogía Martín á su vivienda,
cuando se encontró con el mayordomo Benito, que le
instó tan vivamente para entrar en una de las casu-
chas de1 trayecto donde había jarana, que al fin tuvo
que condescender con su compañero de trabajo. Ja
más había visto mayor revoltijo y hacinamiento de
gente. En una habitación donde apenas debían caber
para divertirse unas seis personas, había por lo me
nos treinta. Y, sin embargo, entre aquel apiñamien
to se bailaba. Bien es cierto que bailaban unos sobre
otros. Todos estaban borrachos. Tomaban chicha y li
cor. Desde luego se le pasó á Martín un gran vaso de
aquella bebida, que él debía apurar de una vez. Mar
tín se acordó de sus propósitos de nunca más tomar
tales bebidas. Pero ¡para ta’es cosas estaba el tiem
po! No había más que beber. En la casucha estaban
varias de las lavadoras y peones que trabajaban en
el ingenio Cancañiri, y ellos se creyeron en ia obli
gación de invitar al joven e1 amarillo brebaje, uno
por uno. Martín estaba sofocado con esta invasión,
y procuraba arrojar la mayor parte de sus vasos, apro
vechando el estado de borrachera en que estaban los
demás; mas pronto fué notado uno de sus movimien
tos, y, á poco, las caras que le estuvieran mirando
con complacencia, se le empezaron á mostrar host'les,
y aun oyó algunas invéctivas, sobre todo de las mu
jeres. Decíase que “estaba despreciando á los traba
jadores por ser pobres” y otras sandeces. Entonces
pensó en irse de aquel antro donde b :en veía aue no
estaría bien, pero tampoco le dejaron salir; de mace
ra que tuvo que resignarse á permanecer por ’argo
rato entre aquella gente y, lo peor, á transigir con
el1a para no disgustarla. En su mente, echaba pestes
contra el mayordomo que le había conducido á tal
lugar, pero el mayordomo no se daba cuenta de tal
cosa y, por el contrario, estimulaba á Martín á di
vertirse.
17«
—Alégrese usted—le decía;—¿no ve que es car
naval?
—¡Cómo no! ¡cómo n o !...
—En el lugar en que estuvieres, haz lo que vieres
—repetía á cada momento el mayordomo.
178
XXIV
* • *
167
De pronto, interrumpiendo al ingeniero, que esta
ba más que nunca engolfado en describir un motor
de doscientos caballos, Da. Micaela exclamó:
—¡Qué tierra esta tan llena de dificultades!
El ingeniero se calló, mirando con sorpresa á iíá.
Micaela.
—Pues hasta esta hora no puedo conseguirlo
al doctor, y, entretanto, no sé qué hacer con Benja
mín.
—¿Está muy grave Benjamín?—preguntó alguien.
—No—dijo el gerente;—el doctor dice que la en
fermedad del niño es cosa leve y pasajera.
—¡Pasajera!—remedó Da. Micaela.—Es que el
doctor no nos hace caso. Figúrense ustedes que ayer,
después de ver al niño, me dijo con mucha flema:
“Señora, ¡esto no vale la pena de visitar cada día al
niño!”.
—Pues el doctor sabe lo que hace—dijo el gerente.
—Pero yo le dne que me hiciese el favor de venir
también hoy. Y ya ven ustedes que hasta ahora nc>
parece.
—¡Qué falta de cortesía!—exclamó el contador.
El gerente, que parecía dispuesto á defender al
médico contra las recriminaciones de su esposa, dijo:
—El doctor debe estar ocupado. Quizá ha pasado
algún accidente en las minas.
168
—¡En las minasirepitió Da Micaela.— ¡Los peones
valen más que nosotros!
Martín dijo que, efectivamente, había él visto al
doctor por la tarde en las proximidades de La Blanca.
—¿No ves?—dijo el gerente á su esposa.
Esta repitió indignada:
—¡Los peones valen más que nosotros!
1G9
Y como si el doctor no quisiese entrar en más ex
plicaciones, preguntó:
—¿Y por acá no hay novedades
—Ninguna.
—La novedad es la del robo de anoche á mano ar
mada—exclamó el contador.
—Y, á propósito—exclamó el gerente en tono fes
tivo,—oigamos al doctor. Ya aquí todos hemos dado
nuestra opinión sobre la mejor manera de evitar el
robo. El señor Scott es partidario de hacer un sistema
de instalaciones que no dejará sacar ni una brizna de
estaño; el señor Rivera considera más eficaces los azo
tes; otros señores juzgan que se debe cuadruplicar el
personal de la policía. Y usted ¿qué opina, doctor?
Supongo que no nos propondrá algún medicamento...
El médico, siguiendo el tono del gerente, contestó:
—Los trabajadores dicen que si se les tratara bien
no robarían. Dicen que los patronos abusan.
—¡Salvajes!—gritó el contador;—raro que no di
gan que más bien son los patronos los que roban.
—¡Uff! no sólo que lo dicen, sino que están ínti
mamente convencidos de eso.
—¡Habráse visto!
—Pero, ¿acaso no se les trata bien?—exclamó el
gerente;—desde luego esta empresa paga mejores sa
larios que las otras.
—No es suficiente. Los obreros se quejan de sus
viviendas: los más viven en cuevas. Asimismo de las
170
condiciones del trabajo: es un trabajo mal organiza
do. Lo propio de su alimentación y vestidos: son ar-
tículos malos y que, si no lo son, están por encima de
sus recursos. Es por eso que los obreros quieren me
jorar su situación aunque sea robando.
—¡Salvajes!—repitió el contador.—Yo no acepto
nada de eso. El obrero, por mucho que se le trate bien,
seguirá robando, porque el instinto del robo está en
su sangre; porque roba por vicio, porque roba por
aquello d e l... d e l.. .¿qué es?
—¿Atavismo?—dijo uno.
—Justamente.
El médico y otros se rieron.
172
xxm
175
Al anochecer, se recogía Martín á su vivienda,
cuando se encontró con el mayordomo Benito, que le
instó tan vivamente para entrar en una de las casu-
chas de1 trayecto donde había jarana, que al fin tuvo
que condescender con su compañero de trabajo. Ja
más había visto mayor revoltijo y hacinamiento de
gente. En una habitación donde apenas debían caber
para divertirse unas seis personas, había por lo me
nos treinta. Y, sin embargo, entre aquel apiñamien
to se bailaba. Bien es cierto que bailaban unos sobre
otros. Todos estaban borrachos. Tomaban chicha y li
cor. Desde luego se le pasó á Martín un gran vaso de
aquella bebida, que él debía apurar de una vez. Mar
tín se acordó de sus propósitos de nunca más tomar
tales bebidas. Pero ¡para ta'es cosas estaba el tiem
po! No había más que beber. En la casucha estaban
varias de las lavadoras y peones que trabajaban en
el ingenio Cancañiri, y ellos se creyeron en la obli
gación de invitar al joven e1 amarillo brebaje, uno
por uno. Martín estaba sofocado con esta invasión,
y procuraba arrojar la mayor parte de sus vasos, apro
vechando el estado de borrachera en que estaban los
demás; mas pronto fué notado uno de sus movimien
tos, y, á poco, las caras que le estuvieran mirando
con complacencia, se le empezaron á mostrar host'les,
y aun oyó algunas invéctivas, sobre todo de las mu
jeres. Decíase que “estaba despreciando á los traba
jadores por ser pobres” y otras sandeces. Entonces
pensó en irse de aquel antro donde b ;en veía aue no
estaría bien, pero tampoco le dejaron salir; de m ace
ra que tuvo que resignarse á permanecer por ^rgo
rato entre aquella gente y, lo peor, á transigir con
el’a para no disgustarla. En su mente, echaba pesies
contra el mayordomo que le había conducido á tal
lugar, pero el mayordomo no se daba cuenta de tal
cosa y, por el contrario, estimulaba á Martín á di
vertirse.
176
—Alégrese usted—le decía;—¿no ve que es ca r-
navsl?
—¡Cómo no! ¡cómo no!...
—En el lugar en que estuvieres, haz lo que vieres
—repetía á cada momento el mayordomo.
178
XXIV
167
De pronto, interrumpiendo al ingeniero, que esta
ba más que nunca engolfado en describir un motor
de doscientos caballos, Da. Micaela exclamó:
—¡Qué tierra esta tan llena de dificultades!
El ingeniero se calló, mirando con sorpresa á I)a.
Micaela.
—Pues hasta esta hora no puedo conseguirlo
al doctor, y, entretanto, no sé qué hacer con Benja
mín.
—¿Está muy grave Benjamín?—preguntó alguien.
—No—dijo el gerente;—el doctor dice que la en
fermedad del niño es cosa leve y pasajera.
—¡Pasajera!—remedó Da. Micaela.—Es que el
doctor no nos hace caso. Figúrense ustedes que ayer,
después de ver al niño, me dijo con mucha flema:
“Señora, ¡esto no vale la pena de visitar cada día al
niño!”.
—Pues el doctor sabe lo que hace—dijo el gerente.
—Pero yo le diie que me hiciese el favor de venir
también hoy. Y ya ven ustedes que hasta ahora no
parece.
—¡Qué falta de cortesía!—exclamó el contador.
El gerente, que parecía dispuesto á defender al
médico contra las recriminaciones de su esposa, dijo:
—El doctor debe estar ocupado. Quizá ha pasado
algún accidente en las minas.
168
—¡En las minas ¡repitió Da. Micaela.— ¡Los peones
valen más que nosotros!
Martín dijo que, efectivamente, había él visto al
doctor por la tarde en las proximidades de La Blanca.
—¿No ves?—dijo el gerente á su esposa.
Esta repitió indignada:
—¡Los peones valen más que nosotros!
169
Y como si el doctor no quisiese entrar en más ex
plicaciones, preguntó:
—¿Y por acá no hay novedades
—Ninguna.
—La novedad es la del robo de anoche á mano ar
mada—-exclamó el contador.
—Y, á propósito—exclamó el gerente en tono fes
tivo,—oigamos al doctor. Ya aquí todos hemos dado
nuestra opinión sobre la mejor manera de evitar el
robo. El señor Scott es partidario de hacer un sistema
de instalaciones que no dejará sacar ni una brizna de
estaño; el señor Rivera considera más eficaces 'os azo
tes; otros señores juzgan que se debe cuadruplicar el
personal de la policía. Y usted ¿qué opina, doctor?
Supongo que no nos propondrá algún medicamento...
El médico, siguiendo el tono del gerente, contestó:
—Los trabajadores dicen que si se les tratara bien
no robarían. Dicen que los patronos abusan.
—¡Salvajes!—gritó el contador;—raro que no di
gan que más bien son los patronos los que roban.
—¡Uff! no sólo que lo dicen, sino que están ínti
mamente convencidos de eso.
—¡Habráse visto!
—Pero, ¿acaso no se les trata bien?—exclamó el
gerente;—desde luego esta empresa paga mejores sa
larios que las otras.
—No es suficiente. Los obreros se quejan de sus
viviendas: los más viven en cuevas. Asimismo de las
170
condiciones del trabajo: es un trabajo mal organiza
do. Lo propio de su alimentación y vestidos: son ar
tículos malos y que, si no lo son, están por encima de
sus recursos. Es por eso que los obreros quieren me
jorar su situación aunque sea robando.
—¡Salvajes!—repitió el contador.—Yo no acepto
nada de eso. El obrero, por mucho que se le trate bien,
seguirá robando, porque el instinto del robo está en
su sangre; porque roba por vicio, porque roba por
aquello d e l... d e l.. .¿qué es?
—¿Atavismo?—dijo uno.
—Justamente.
El médico y otros se rieron.
172
xxin
175
Al anochecer, se recogía Martín á su vivienda,
cuando se encontró con el mayordomo Benito, que le
instó tan vivamente para entrar en una de 1*3 casu-
chas de1 trayecto donde había jarana, que al fin tuvo
que condescender con su compañero de trabajo. Ja
más había visto mayor revoltijo y hacinamiento de
gente. En una habitación donde apenas debían caber
para divertirse unas seis personas, había por lo me
nos treinta. Y, sin embargo, entre aquel apiñamien
to se bailaba. Bien es cierto que bailaban unos sobre
otros. Todos estaban borrachos. Tomaban chicha y li
cor. Desde luego se le pasó á Martín un gran vaso de
aquella bebida, que él debía apurar de una vez. Mar
tín se acordó de sus propósitos de nunca más tomar
tales bebidas. Pero ¡para ta'es cosas estaba el tiem
po! No había más que beber. En la casucha estaban
varias de las lavadoras y peones que trabajaban en
el ingenio Cancañiri, y ellos se creyeron en la obli
gación de invitar al joven e1 amarillo brebaje, uno
por uno. Martín estaba sofocado con esta invasión,
y procuraba arrojar la mayor parte de sus vasos, apro
vechando el estado de borrachera en que estaban los
demás; mas pronto fué notado uno de sus movimien
tos, y, á poco, las caras que le estuvieran mirando
con complacencia, se le empezaron á mostrar hostTes,
y aun oyó algunas invectivas, sobre todo de las mu
jeres. Decíase que “estaba despreciando á los traba
jadores por ser pobres” y otras sandeces. Entonces
pensó en irse de aquel antro donde bien veía que no
estaría bien, pero tampoco le dejaron salir; de m ire-
ra que tuvo que resignarse á permanecer por 'argo
rato entre aquella gente y, lo peor, á transigir con
el1a para no disgustarla. En su mente, echaba pesies
contra el mayordomo que le había conducido á tal
lugar, pero el mayordomo no se daba cuenta de tal
cosa y, por el contrario, estimulaba á Martín á di
vertirse.
176
—Alégrese usted—le decía;—¿no ve que es car
naval?
—¡Cómo no! ¡cómo n o !...
—En el lugar en que estuvieres, haz lo que vieres
—repetía á cada momento el mayordomo.
178
XXIV
* • *
167
De pronto, interrumpiendo al ingeniero, que esta
ba más que nunca engolfado en describir un motor
de doscientos caballos, Da. Micaela exclamó:
—¡Qué tierra esta tan llena de dificultades!
El ingeniero se calló, mirando con sorpresa á I)á.
Micaela.
—Pues hasta esta hora no puedo conseguirlo
al doctor, y, entretanto, no sé qué hacer con Benja
mín.
—¿Está muy grave Benjamín?—preguntó alguien.
—No—dijo el gerente;—el doctor dice que la en
fermedad del niño es cosa leve y pasajera.
—¡Pasajera!—remedó Da. Micaela.—Es que el
doctor no nos hace caso. Figúrense ustedes que ayer,
después de ver al niño, me dijo con mucha flema:
“Señora, ¡esto no vale la pena de visitar cada día al
niño!”.
—Pues el doctor sabe lo que hace—dijo el gerente.
—Pero yo le dne que me hiciese el favor de venir
también hoy. Y ya ven ustedes que hasta ahora no
parece.
—¡Qué falta de cortesía!—exclamó el contador.
El gerente, que parecía dispuesto á defender al
médico contra las recriminaciones de su esposa, dijo:
—El doctor debe estar ocupado. Quizá ha pasado
algún accidente en las minas.
168
—¡En las minaslrepitió Da. Micaela.— ¡Los peones
valen más que nosotros!
Martín dijo que, efectivamente, había él visto al
doctor por la tardo en las proximidades de La Blanca.
—¿No ves?—dijo el gerente á su esposa.
Esta repitió indignada:
—¡Los peones valen más que nosotros!
169
Y como si el doctor no quisiese entrar en más ex
plicaciones, preguntó:
—¿Y por acá no hay novedades
—Ninguna.
—La novedad es- la del robo de anoche á mano ar
mada—exclamó el contador.
—Y, á propósito—exclamó el gerente en tono fes
tivo,—oigamos al doctor. Ya aquí todos hemos dado
nuestra opinión sobre la mejor manera de evitar el
robo. El señor Scott es partidario de hacer un sistema
de instalaciones que no dejará sacar ni una brizna de
estaño; el señor Rivera considera más eficaces los azo
tes; otros señores juzgan que se debe cuadruplicar el
personal de la policía. Y usted ¿qué opina, doctor?
Supongo que no nos propondrá algún medicamento...
El médico, siguiendo el tono del gerente, contestó:
—Los trabajadores dicen que si se les tratara bien
no robarían. Dicen que los patronos abusan.
—¡Salvajes!—gritó el contador;—raro que no di
gan que más bien son los patronos los que roban.
—¡Uff! no sólo que lo dicen, sino que están ínti
mamente convencidos de eso,
—¡Habráse visto!
—Pero, ¿acaso no se les trata bien?—exclamó el
gerente;—desde luego esta empresa paga mejores sa
larios que las otras.
—No es suficiente. Los obreros se quejan de sus
viviendas: los más viven en cuevas. Asimismo de las
170
condiciones del trabajo: es un trabajo mal organiza
do. Lo propio de su alimentación y vestidos: son ar-.
tículos malos y que, si no lo son, están por encima de
sus recursos. Es por eso que los obreros quieren me
jorar su situación aunque sea robando.
.?
172
xxm
175
Al anochecer, se recogía Martín á su vivienda,
cuando se encontró con el mayordomo Benito, que le
instó tan vivamente para entrar en una de las casu-
chas de1 trayecto donde había jarana, que al fin tuvo
que condescender con su compañero de trabajo. Ja
más había visto mayor revoltijo y hacinamiento de
gente. En una habitación donde apenas debían caber
para divertirse unas seis personas, había por lo me
nos treinta. Y, sin embargo, entre aquel apiñamien
to se bailaba. Bien es cierto que bailaban unos sobre
otros. Todos estaban borrachos. Tomaban chicha y li
cor. Desde luego se le pasó á Martín un gran vaso de
aquella bebida, que él debía apurar de una ve?. Mar
tín se acordó de sus propósitos de nunca más tomar
tales bebidas. Pero ¡para ta ^ s cosas estaba el tiem
po! No había más que beber. En la casucha estaban
varias de las lavadoras y peones que trabajaban en
el ingenio Cancañiri, y ellos se creyeron en la obli
gación de inv’tar al joven e1 amarillo brebaje, uno
por uno. Martín estaba sofocado con esta invasión,
y procuraba arrojar la mayor parte de sus vasos, apro
vechando el estado de borrachera en que estaban los
demás; mas pronto fué notado uno de sus movimien
tos, y, á poco, las caras que le estuvieran mirando
con complacencia, se le empezaron á mostrar hostTes,
y aun oyó algunas invéctivas, sobre todo de las mu
jeres. Decíase que “estaba despreciando á los traba
jadores por ser pobres” y otras sandeces. Entonces
pensó en irse de aquel antro donde b'en veía aue no
estaría bien, pero tampoco le dejaron salir; de mane
ra que tuvo que resignarse á permanecer por 'argo
rato entre aquella gente y, lo peor, á transigir con
el1a para no disgustarla. Én su mente echaba pes-es
contra el mayordomo que le había conducido á tal
lugar, pero el mayordomo no se daba cuenta de tal
cosa y, por el contrario, estimulaba á Martín á di
vertirse.
17«
—Alégrese usted—le decía;—¿no ve que es car
naval?
—¡Cómo no! ¡cómo no!...
—En el lugar en que estuvieres, haz lo que vieres
—repetía á cada momento el mayordomo.
178
XXIV
213
XXXI
* • *
217
El doctor sentóse sobre una piedra grande que es
taba cerca. Paseó su mirada sobre las lejanas serra
nías que se divisaban desde aquella altura, y de re
pente, volviendo sus ojos á Emilio, exclamó:
—¿Tú quieres que viva ese muchacho? ¿Y para
qué?
Emilio iba á contestar, pero el doctor prosiguió:
—Francamente, si yo hubiese llegado aún á tiem
po de salvar á Lucas, lo habría sentido. Felizmente
he llegado tarde. No le he podido hacer un servicio
por el que nunca habría merecido que Lucas me agra
deciese.
—No te entiendo—dijo Emilio.
—Quiero decir que Lucas hace bien de morirse.
Es un ser que no debe continuar en este mundo, que
es una perrería para él. Era un muchacho desgracia
do. No conoció á su padre. Su madre le echó de su
lado como á un estorbo. La Naturaleza le dotó de
hermosas cualidades; pero por el camino adonde le
llevaba la suerte, esas cualidades, en lugar de hacer
de él un hombre feliz, le iban precipitando al mal.
En poco tiempo más, habría sido un criminal remata
do. Por fortuna, hoy se escapa de ese extremo. La
muerte, para muchos, es una liberación.
—Señor—exclamó Melgarejo saliendo de la habi
tación y dirigiéndose al médico,—el señor cura estu
vo aquí esta mañana.
—¿ Y ... los casó?
—No. Dijo que no había cómo; y más bien, le ha
dicho á la Presenta que no entre al cuarto del enfer*
218
m o ... porque eso es pecado grave... pero la Presenta
no quiere obedecer al señor cura, y sigue entrando.
—Y hace bien. No le hagan ustedes caso al señor
cura.
Melgarejo estaba desolado de que su hija Presen'
tación no hubiese podido casarse con Lucas siquie
ra en sus últimos momentos.
—Pero, señor, si eso es pecado, ¿no nos traerá al
guna desgracia
—¿Qué pecado ha de ser? Pecado sería que la jo
ven deje de asistir al moribundo en su última hora.
—Y dirigiéndose á los otros, dijo el médico irritado:
—Siempre las fórmulas insulsas, las amenazas, las
prohibiciones... El matrimonio, el pecado, en vez del
amor y la caridad. ¡Cuántas imbecilidades se cometen
en nombre de la religión!
Emilio oía las palabras del médico sin decir nada.
Había perdido su vivacidad ordinaria y parecía ano
nadado. Martín, silencioso también, miraba la leja
nía que se iba envolviendo en un crepúsculo funeral.
En la próxima habitación seguían los lamentos de
las mujeres. El viento las acompañaba: introducíase
entre las junturas del techo, en los agujeros de la pa
red y en los resquicios de la puerta, y allí emitía no
tas graves y agudas que, reuniéndose en un solo acor
de solemne y patético, parecían entonar el último
canto de la vida en aquella casa donde agonizaba un
hombre.
El médico entró á ver una vez más á Lucas, dió
algunas instrucciones y se despidió. Poco después, se
le veía bajando, en su paciente muía, por el largo ca
mino del cerro, ya envuelto en los últimos reflejos
del crepúsculo.
219
XXXII
221
XXXIII
224
Mientras tanto, los gritos desgarradores de Pre
sentación seguían resonando distintamente á lo lejos.
Martín recordaba aquel día en que, bajando por
ese mismo camino con los policiales, oía á esa misma
mujer hablando festivamente y dando estruendosas
risotadas. ¡Qué ironía tan cruel!
Recién á más de un kilómetro los conductores con
sintieron en descansar y ser relevados por otros.
El cortejo hizo alto junto á unos solares abando
nados. Circularon vasitos de lata con alcohol entre
los concurrentes. El féretro descansaba sobre una
gran piedra. El día continuaba tranquilo y luminoso.
El viento soplaba manso, como cansado. Y á ratos,
vagamente, traídos por el viento, pero ya apagados
por la distancia, se oían ecos lastimeros que llenaban
el corazón de tristeza.
La marcha continuó. Largo era el trayecto, y por
mucho que se caminase con la posib’e presteza, había
que emplear lo menos una hora en llegar al cemente
rio.
Emilio y Martín, casi á media cuadra atrás de la
concurrencia, conversaban á ratos.
—¡Qué fatalidad!—exclamó Emilio.
Martín añadió:
—¡Quién hubiera creído que el pobre Lucas se
muriera tan joven!
—¡Qué fatalidad!... Y lo peor es que esta muer
te me perjudica á mí de un modo horrible. Es un ver
dadero desastre. ¿Dónde encontraré ahora otro como
Lucas?
225
Martín calló. Por lo visto, lo que parecía mortifi
car y causar mayor sufrimiento en Emilio era, más
que la muerte de un amigo á quien se quiere, la de
un servidor á quien se necesita.
Emilio prosiguió:
—Lucas era todo un hombre. No se arredraba an
te nada. Era activo, inteligente y valeroso. Por eso
sacaba el metal que quería. Ahora estoy seguro que
toda esta gente junta no me proporcionará ni la mi
tad de lo que me traía Lucas.
Martín continuaba callado, y Emilio siguió aún:
—Los demás son unos imbéciles. Sólo sirven para
fiarse. No saben ni siquiera robar. No tienen un poco
de iniciativa é inteligencia. Están pereciendo de ham
bre y desnudez y apenas se mueven. Son unos hol
gazanes. Ni aun reconocen el bién que se les hace.
Son horriblemente ingratos. No merecen que se les
tenga compasión.
227
—Pero ¿qué cosa? Vamos á verlas.
—Tú eres el canchero, ¿no es cierto? Tú estás al
corriente del movimiento de metales. Tú eres el que
principalmente vigila el ingenio. Los peones, las la
vadoras, los acarreadores, los pesadores, están bajo
tus ojos... Pues bien, si quisieses, se podría hacer
una combinación.
Martín, con la cara completamente colorada, sin
tióse muy mortificado oyendo las palabras descara
das de su amigo; pero sin querer manifestar su in
dignación, acudió al recurso de reirse.
Emilio, también riendo, añadió:
—¡Es lo más común! Aquí estas cosas suceden á
cada paso. Los jefes de cancha que no son tontos ha
cen su negocio. Así lo hizo tu antecesor. Pero aun los
que no quieren entrar directa y personalmente en es
tas cosas, tienen tantas maneras de obrar. . . Les bas
ta, por ejemplo, hacerse los de la vista gorda... Les
basta.. .
—No continúes... ¡Hazme el servicio!— exclamó
Martín con entereza.
Tenía ganas de decirle: “¡Ladrón! ¿Quieres que
yo también robe como los otros? ¡Anda!”. Pero se ca
lló, demostrando únicamente, en un gesto impreso
en su cara, la indignación de que estaba poseído.
Emilio, reparando en la mortificación de su ami
go, dijo, haciendo por reir:
—¡Hombre! ¿por qué te incomodas? ¡Son bromas!
Mientras tanto, en sus adentros, quizá en cambio
á las palabras mudas que retozaban en el cerebro de
228
Martín, Emilio decía estas otras: “¡Cobarde! tú tam
bién, como' los otros, no sirves para nada”
Llegaron al panteón. El cortejo paró ante la fosa
de la que se había extraído un gran montón de tie
rra húmeda. Algunos hombres armados de picotas y
palas estaban allí esperando. Eran indios con la boca
llena de coca y los rostros veteados de regueros ne
gruzcos de sudor mugriento. Estaban borrachos, y
cuando la concurrencia llegó comenzaron á señalar,
con las manos embarradas, la fosa, alabando su an
chura y profundidad.
El panteón consistía en un agrupamiento de tú
mulos rústicos y algunas cruces plantadas sobre pro
minencias de tierra. No tenía muros ó cercos de nin
guna clase, y á no ser los dichos túmulos y cruces, na-,
die se habría percatado de él. Los lugareños llama
ban aquel sitio. El campamento. Tenía su leyenda.
Contábase que en los tiempos de la guerra de la in
dependencia, un regimiento español fué allí rodeado
por millares de indios, y después de bizarra resisten
cia, fué exterminado en su totalidad.
240
—Yo creía que, con tal de que el empleado cum
pliese sus obligaciones, no tenía la Compañía por qué
exigirle más.
—Así debería ser; pero no lo es. Uno es vigilado
hasta en su vida privada. Las intrigas toman pie en
cualquier cosa. Los cuentos van hasta el directorio.
Usan hasta del telégrafo...
—Felizmente, yo no tengo qué reprocharme—ex
clamó Martín con altivez.
—Comprendo. Siempre lo he considerado como
un joven honorable y puntual en el cumplimiento de
sus ob’igaciones. Pero eso no basta. A veces, hasta
es peor.
—¡Qué barbaridad!
—Es seguro que hay alguien que interesa en el
puesto de usted.
—Puesto que lo dejo. .. ¡ahí está—exclamó Mar
tín con asco.
Sentíase profundamente indignado. ¿De qué ser
vía ser una persona digna y escrupulosa en el cum
plimiento de un cargo tal ó cual, si se estaba á mer
ced de la calumnia?
Martín consideró su situación, y tuvo vergüenza.
Hizo una reminiscencia de su vida desde que llegó á
Llallagua, y vió que, en el transcurso de ella, no sa
boreó más que decepciones y disgustos. El vino á
L’allagua como á una tierra de promisión, creyendo
ganar fácilmente grandes sumas de dinero, y apenas,
después de muchas dificultades, alcanzó un puesteci-
11o todo lo más inapropiado para él, por el que se le
retribuyó con sueldos miserables. Sufrió fatigas, tor-
241
pezas, desaires é inclemencias físicas. Llegó hasta á
sentir una pasión extravagante para sufrir la más
prosaica decepción La amistad trató de corromperlo.
Vió, en fin, tales cuadros de miseria, de perversión,
de vicio y de dolor, que en su ser quedó un sedimen
to de amargura que ya nunca se podría limpiar por
completo.
Por último, el tratamiento injusto de que al fin
de todo era objeto, acabó por hacerle aborrecido un
lugar donde pasaban tales cosas, y ya no pensó sino
en abandonarle.
242
XXXV
* • *
244
Después de todo, Martín sintió pronto que sus
ideas tristes se disipaban. El ambiente suave de su
pueblo natal parecía recibirle con sus halagos cari
ñosos, compensándole de sus anteriores sufrimientos.
Sentíase transformado á medida que se aproxi
maba. Llallagua, Emilio, Lucas, Claudina, se iban es
fumando atrás como figuras quiméricas. ¿Qué impor
taba todo eso? Un poco de lodo, de dolor y de mise
ria amontonados. Pero él había pasado el charcal sin
ensuciarse.
En cambio, ahora se desplegaban sus antiguos ho
rizontes .Pronto abrazaría á su madre. ¡A su madre!
¡Qué mayor compensación!
* • *
24.1
/
Este formidable
intelectual boliviano, fué mé
dico, literato y parlamentario.
Espíritu sencible, amó entra
ñablemente a su patria cuyo
espacio geográfico recorrió ca
si en su integridad. Su sentido
de agudo observador penetró
en lo más recóndito del alma
nacional.
La obra literaria
de Jaime Mendoza es vasta y
sólo citaremos algunas: “ En las tierras del Potosí” (1911),
“ Los M alos pensamientos" (1916), “ Páginas Bábaras”
(1917), “ Memorias de un estudiante” (1918), “ Figuras del
pasado" (1925) y “ El macizo Andino” . “ La tragedia del Cha
co” es una obra de rigurosa investigación sobre el derecho
territorial de Bolivia.
EN LAS TIERRAS DEL POTOSI fué escrito
cuando nadie osaba decir nada sobre la vida miserable del
minero, sobre, su breve y trágica existencia. Es la novela que
marca el primer hito de la novela social en Bolivia. Rubén
Darío que conoció al autor, dijo: “ Yo he tenido oportunidad
de conocer al doctor Jaime Mendoza, en quien se revela en
nuestro continente un nuevo y distinguido G orki” .
Ediciones PUERTA DEL SOL se enorgullece en
presentar esta segunda edición de EN LAS TIERRAS DEL
POTOSI que fuera publicada por primera vez hace más de
sesenta años y que en nuestra patria, lamentablemente, se
conoció muy poco.
No podríamos dejar de rendir un homenaje al
mangnifico visionario que nunca dejo de tener fé en el supe
rior destino de la patria cuando dijo: “ No hay porque deses
perar; a Bolivia le llegará su hora. La hora del progreso bioló
gico, de la expansión natural, de la hegemonía incontrastable.
Bolivia volverá a su mar. Y esa evolución no será sino una
reconstrucción... La naturaleza hace su obra.”
Los Editores.