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Jaime Mendoza

En las tierras
ilei Potasi
EDICIONES PUERTA DEL SOL
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TEXTOS SOBRE BOLIVIA

TEATRO, BIBLIOGRAFÍA, LITERATURA, AUTORES, SUS OBRAS Y LO ESCRITO


SOBRE LOS MISMOS, MASONERÍA BOLIVIANA

LITERATURA
AUTORES, SUS OBRAS Y TEXTOS QUE COMENTAN SUS LIBROS

FICHA DEL TEXTO

Número de identificación del texto en clasificación Bolivia: 5613


Número del texto en clasificación por autores: 11226
Título del libro: En las tierras del Potosí
Autor (es): Jaime Mendoza
Editor: Ediciones Puerta del Sol
Derechos de autor: Depósito Legal: 1437/73
Imprenta: Talleres Gráficos Bolivianos
Año: 1979
Ciudad y País: La Paz - Bolivia
Número total de páginas: 239
Fuente: Digitalizado por la Fundación
Temática: Jaime Mendoza
Segunda Edición

Depósito Legal N? 1437/73

Impreso en Bolivia — Talleres


Gráficos Bolivianos

Tiraje: 2.000 Ejemplares


Jaime Mendoza

EN LAS TIERRAS

DEL POTOSI

Casilla 2188 — La Paz ■Solivia


A MANERA DE PROLOGO

Lector...

Está en tus manos uno de los mejores libros que se han


escrito en mi tierra.

Ocupa mi tierra, amigo, el corazón frondoso de la América


meridional, precisamente el punto en que los Andes echan cuer­
po levantando al azul sus más atrevidas cumbres. Tiene anchos
ríos, intrincadas selvas, valles profundos, desoladas estepas; y
la linfa de los ríos, ricos en peces, todavía no ha reflejado los
penachos de humo de los vapores; las selvas permanecen vír­
genes é inexploradas; en los valles duermen, inviolados, paisajes
y leyendas, y en los yermos, dolorida y paciente, agoniza la ra­
za de los Incas.

Tú, por cierto, la conoces, lector amigo, esa tierra, no sea


sino de o'das, pues se trata de la del Potosí, que tus lecturas,
las charlas con los tuyos, las tradicionales, te han dado á ad­
mirar, pintándola como tierra de promisión, y en la que, en mo­
mentos de abandono, ó necesidad, ó capricho, ó ambición, ó
amartelo, has pensado quizás...

Y es de la gloriosa tierra del Potosí que en este libro se ha­


bla, gloriosa para ti, español, ’ donde los mejores de tu raza,
obligando á soterrarse en el fondo de las minas á hijos de re­
yes y de príncipes, fueron ¡ay! duros... Y verás que no tiene

* La primera edición de este libro fue publicado en Barcelona.


España en, 1911. N. del E.

V
los encantos que la imaginación le presta, ni es llana la vida en
ella, pues se vive no más que mirando un cielo casi siempre
azul y sin gozar de otros tesoros— al decir de un gringo— que de
plata y piedras.

Allí, en la meseta, á los cuatro mil y más metros da altura


sobre el nivel del mar, que es la de esa tierra, la natura'eza,
amigo, es de una grandiosidad insospechable para quien no ha
paseado los ojos por las cumbres; pero sin atractivos. Es ver­
daderamente salvaje, si das en llamar así á lo que no participa
de todos los colores del prisma. Es solemne, austera. Como co­
lares, no tiene sino el azul del cielo, un purísimo azul, es ver­
dad, el blanco de las andinas nieves y el gris del suelo, un gris
barroso, hostil, inclemente. Como ruidos, sólo oyes el chillar de
aves hurañas y descoloridas, la queja de las zampoñas y flau­
tas rústicas y los resoplidos del viento que concierta extrañas
sinfonías al tamizarse por los ralos pajonales de la pampa ó por
las humildes matas de hierbas, sólo adorno de las vastas oque­
dades. De noche, sobre la ancha bóveda aterciopelada del fir­
mamento, las estrellas brillan con fulgor intenso, acaso porque
se las ve de más cerca, confundiendo su lumbre á la de los hoga­
res indígenas encendidos en los flancos de los cerros rocallosos
ó á la vera de los desiertos caminos. Y después, nada; á no ser
el viento y el polvo, dando á las cosas y á los seres apariencia
de cansados ó de vencidos...

En esta tierra mora y trabaja el autor de este libro; y te juro


que la describe magnífica, espléndidamente, con toques rápidos,
breves, pero intensos.

Hace algunos días, ni de nombre conoc:a yo al autor de di­


cho libro, simple y admirable, quizás demasiado simple, cualidad
que para mí aumenta su belleza, por más que te choque mi gus­
to y suba de punto la consternación que veo pintada en tu ros­
tro desde cuando comencé á hablarte y sintiéndote tratado con
tan singular desparpajo por un ser que no sabes quién es, de
dónde viene y por dónde se irá.

VI
Aguanta todavía, paciente lector, la impertinencia, y permi­
te que te cuente el modo y manera cómo conocí y tuve amistad
con el autor de este buen libro. Seré breve, y esto, de fijo, aca­
so te permitirá seguirme hasta el fin.

Poco ha, en tarde de canícula, se nos presentó en una ta­


berna de los bulevares, donde tenemos costumbre de reunimos
algunos paisanos á beber cerveza, uno de ellos, acompañado da
un hombrecito menudo, y nos lo presentó con gesto displicente.

— El doctor Mendoza, compatriota nuestro.

Varios éramos los paisanos esa tarde, y ocupábamos dos 6


tres mesas de la terraza, impidiendo con nuestras sillas el paso
de los mozos y parroquianos, que nos miraban con agrado aqué­
llos por la expectativa de la elevada propina, y con rencor és­
tos por tener que privarse de sus comodidades para poder ha­
cer sitio á los recién llegados, que se instalaron, el uno sobre
el paso, con gesto indolente que, dice, llevamos los de la Amé­
rica meridional, y el otro, tímidamente y aun cohibido, á mi lado.

Era éste un hombre de pequeña talla, endeble, lampiño casi,


pálido, de aspecto tímido, de edad indefinible, porque á primera
vista parece pasar de los treinta, y su prematura calvicie y sus
arrugas hacen pensar en los cuarenta. Iba vestido muy s :mple-
mente de negro y hablaba con voz queda, embarazada y aun tro­
pezando; pero no daba, ni de lejos, ¡a impresión de pertenecer
á esa categoría de gentes que viven en nuestros pobres y des­
mantelados poblachos la obscura vida de los seres sin cultura y
sin ideales, absorbidos sólo con la preocupación del dinero, y
que una vez llenos de él, se les ocurre, en mala hora, viajar por
Europa, venir á este París de sus ensueños, no por curiosidad
intelectual, bellamente despertada, sino por decir que conocen
Europa, que han estado en París, ¡oh, en París! y, de regreso á
sus pagos, asombrar á los palurdos con la falsa pedrería de sus
dedos y sus narraciones soeces de las mancebías de Montmar-
tre y los embrutecedores espectáculos del Tabarin ó del Moulin-
Rouge; ordinarios seres, numerosos en América, que salen de

VII
lo s rincones donde se explotan las minas, se cultiva el caucho
ó se apacientan ganados, y se instalan en París para despil­
farrar juventud y caudales en perniciosa compañía, y que, por
disponer de dinero, creen tenerlo todo; singulares seres que,
cuando oyen hablar del.Louvre, piensan en el almacén de tra­
pos del frente, y que, como fruto de su experiencia y de sus
observaciones en Europa, no se llevan otra cosa sino que “Espa­
ña está peor que América”, que “Berl'n es una ciudad muy lim­
pia", que “la torre Eiffel tiene trescientos metros de alta”, que
“todas las francesas son cocottes”, y que París, este París man­
chado con su concupiscencia y su impudicicia, es “la Babilonia
moderna”. ..

No hace al caso decir, ni yo me acordaría exactamente, lo


que en la mencionada tarde hablamos con el desconocido pai­
sano, quien seguía con ojos indolentes el curioso espectáculo
del bulevar; y probablemente olvidara su nombre pasado este
ocasional encuentro, si, d:as después, no se repitiese éste, y,
tras breve charla, no me preguntase con tono indiferente y son­
riendo no sin cierta malicia:

— Usted que... (aquí algunos cumplimientos)... querría me


hiciese el favor de decirme si me sería fácil editar un libro.

Lo miré no sin cierta sorpresa.

¡Cómo! ¿Tiene usted un libro para publicar?

— Sí, señor.

£ inclinó la cabeza, enrojeciendo levemente.

— ¿Y qué clase de libro es?

Entonces, mi paisano, con voz algo tímida, habló;

— Un pequeño libro que he compuesto en mis ratos de ocio.»


Soy médico, he vivido algunos años entre 1os mineros y he vls-

vin
to que esa vida es un poco triste. En las minas de nuestro país
hay ciertas costumbres que van modificándose gradualmente y
que acaso acabarán por desaparecer del todo; y antes de que
tal suceda, creo que se debe hacer obras que en cierta manera
fijen esas costumbres dentro de su tiempo... Además, yo le
tengo cariño á esa tierra, allí he pasado parte de mi juventud y
ganado el pan que como, y es en mí una deuda de gratitud, con
esas gentes humildes y desgraciadas, contar algo de su vida.

— ¿Podra usted leerme su libro?— le pregunté repentinamen­


te, interesado por su hablar simple y cuerdo.

— ¡Por qué no!

Y me lo leyó una tarde, y como la impresión que dejase en


mí fuese profunda, híceme su amigo, y desde entonces, ya en
su casa ó en la mía, no cesamos de estar juntos y de cambiar
pareceres y opiniones, hasta el día en que, tras breve conoci­
miento, lo despedí en la estación de un ferrocarril, rumbo de
la añorada y distante tierra, donde, dadas por ahora las inven­
cibles dificultades del viaje y la enorme distancia que separa
nuestras respectivas regiones, pudiera ser que ya no nos vea­
mos m ás...

En esas charlas conocí de cerca al hombre, y supe lo que


valía el novelista cuyo nombre es ignorado en el estrecho círculo
intelectual del país.

El hombre interesa desde el primer instante en que se le


conoce. El rictus doloroso é irónico de sus labios, la fijeza de
su mirada, al parecer indiferente, su seriedad, sus repentinos
y poco durables entusiasmos, la sensatez de sus juicios, la par­
quedad de sus palabras, previenen en su favor y hacen formar
un alto y debido concepto de él. Una ó dos veces estuvo con
Rubén D aro y Blanco Fombona, á quienes leyó sus estrofas—
también es poeta— ó fragmentos de su fuerte prosa, y Rubén
le llamó “raro hombre”, y Fombona dijo de él “hombre estu­
pendo”. ..

IX
E! novelista...

Lector, de principio á fin he leído su obra, y, créeme, es, de


entre las de mi tierra virgen y bravia, la más objetiva, la que,
hasta ahora, mejor da la sensación de la realidad, amorosa y
piadosamente observada.

Los cuadros de esta novela, de un vigor y de un realismo no


superados quizás en ninguna otra de escritor hispanoamericano,
reproducen con aterradora exactitud ese medio de las minas,
donde, abandonado por todas las justicias, el obrero, según fra­
se de uno de los personajes de la novela, “rarísima vez llega á
la vejez; pues muere, ó por accidente del trabajo, ó por el ago­
tamiento gradual producido por el mismo”, y sin conocer gran­
des alegrías ni acariciar deleitosos ensueños. Los personajes,
movidos por apetitos, se suceden unos á otros, vivos, reales,
retratándose, sin quererlo, en sus diálogos de una precisión y
ralidad desconcertantes, en sus gestos vivamente trasuntados.
Las descripciones, breves y vigorosas, dan telieve de plasticidad
al paisaje... Y quien ha hecho esto así, sin gran empeño, como
de pasada, al correr de la pluma, tiene fuerzas para producir
obras que perduren y lleven en sus entrañas todos los dolores
de una época, y hasta puede que las preocupaciones de una raza

En este libro, incomparable por su intensidad y emoción, nada


de esas ficciones anodinas á que te han acostumbrado tantos
intelectuales de allende los mares; nada de vaguedades líricas
más ó menos bien arregladas; nada, sobre todo, de teatralidad,
de lamentaciones vacuas sobre los desdenes de la amada, ni de
anatemas furiosos ó aburridos sobre los1problemas sociales.
¡nada de eso, por Dios! No más que la vida bien observada, los
hechos que se suceden, hablando por sí mismos con un len­
guaje á veces pavoroso. Y añadido á eso, encima de todo, co­
rriendo callada y profunda por todas las páginas del libro, una
piedad honda, un torrente de emoción sincera, arrollador, una
simpatía profunda por los miserables y los desvalidos y un en­
trañable cariño del bien, de la bondad, del amor, de la dulzura.

X
Libro amargo, á pesar de que concluye amablemente; libro
triste, si quieres; pero profundamente bel'o, porque tiene ¡oh
amigo! esencia de emoción, de piedad y de simpatía.

Y ahora, adiós, lector.

ALCIDES ARGUEDAS

París, Julio 29 de 1911.

V"

XI
EN LAS TIERRAS DEL POTOSI

Era de ver á Martín Martínez el día de su salida de


Sucre. Sus botas charoladas reverberaban á la luz del
sol; sus diminutos espolines dejaban oir apenas un
suave tintín cuando andaba por el patio ó habitacio­
nes de la casa disponiendo algunos arreos de su silla
de montar; llevaba un pantalón de amarilla tela que
hacía feo contraste con el negro luciente de sus botas;
su delgado poncho de largos flecos pendía descuida­
damente de sus hombros; su sombrero de jipijapa
con el ala levantada por delante dejaba entrever por
encima de la oreja la punta de un barboquejo puesto
por su madre, pero que no quería usarle por parecer-
le poco gracioso; un gran pañuelo de seda escarlata
rodeaba su cuello formando un rosón hacia delante.
En suma, mostraba una indumentaria todo lo menos
apropiada para un largo viaje por regiones invenien­
tes, y á lo sumo pasadera para ir de paseo á cualquier
valle próximo.
Con todo, Martín parecía muy animado. Aquella
mañana se levantó de cama más temprano que de cos­
1
tumbre, y esperaba impaciente que le trajesen de la
posta la muía que el día anterior alquilara para su via­
je. Por fin, había llegado el día de la partida. Por fin,
iba á irse á Llallagua, á esa tierra opulenta y soñada,
donde sabía que se ganaba el dinero á manos llenas,
y de donde esperaba regresar al cabo de algún tiem­
po á deslumbrar á sus amigos con su largueza.
Un sol de primavera, luminoso y caliente, brillaba
sobre las blancas paredes y los techos rojos de la casa.
En un rincón del patio, una mata de madreselvas,
que estaba á medio trepar en un pilar próximo, mo­
vía rato á rato sus floridos festones, como diciendo
adiós á Martín, y un pajarillo, posado sobre el alero,
daba, á intervalos regulares, sus agudos gorjeos, como
si también se le despidiese.

Pero Martín poco ó nada se fijaba en este bello


asunto que le ofrecía la Naturaleza, pues con el afán
de su marcha, más iba su pensamiento á la muía es­
perada ú otros objetos prosaicos referentes á su viaje.
Cuando le llamaron al comedor, negóse á comer,
no obstante las insinuaciones de su madre, el peda­
zo de asado y los huevos fritos que ella le hiciera pre­
parar, y apenas bebió á sorbos, como maquinalmente,
el café que le sirvieron.

Llegó el postillón de la posta con la muía. Era un


animal greñudo y amojamado, con las costillas ha­
ciendo relieve por bajo del estropeado pellejo, el la­
bio inferior colgante, en ademán de desaliento, y, por
añadidura, con una protuberancia, á punto de reven­
tar, sobre el lomo. Martín sufrió y aun se indignó ante
semejante espectáculo; pero no había más recurso
que conformarse. Ya sabía él que con las postas de
Sucre no hay que tener exigencias. Ensillóse, pues, á
la muía con lentitud y mal, pues, además de que ella
2
ensayaba mordiscos y coces, Martín, nada experimen­
tado en la operación de ensillar convenientemente
una caballería, pudo apenas, y sólo con la ayuda del
postillón, llenar medianamente tal operación.
Luego, á última hora, notando que sus alforjas
estaban sumamente pesadas y voluminosas, trató de
aligerarlas sacando de ellas varias cosas; pero su ma­
dre, cuya mano cariñosa había hecho caber allí bue­
nos pollos, latas de conservas y botellas de vino, hízo-
le oportunas reflexiones sobre la necesidad que ten­
dría de esos menesteres en el camino, hasta que al fin
le redujo á llevarlos.
Por fin, llegó la hora. Martín, no sin cierta emo­
ción, dió el abrazo de despedida á su madre, que llo­
raba de verle partir por la vez primera á tierras le­
janas; montó con torpeza y dificultad, y salió de casa
caballero en su flaca muía, cuyos cascos resonaron
profundamente sobre las losas del zaguán.
Entretanto, el sol continuaba reverberando con vi­
veza, la madreselva meciéndose suavemente al soplo
del aire cargado de su fuerte aroma, y el paj arillo
posado sobre el tejado, siempre gorjeando con su vi­
brante voz.

3
VI

Aquella misma tarde se hallaba Martín entrete­


nido en ir y venir junto á la puerta del ingenio de
Catavi. L. portero le había dicho que el administra­
dor se hallaba muy ocupado, y mientras tanto que
se desocupase, resolvió el joven pasearse por aquel
sitio contemplando el cuadro que le rodeaba.
Había un continuo trajín de carretas, muías y per­
sonas. Enfiladas cerca á la puerta estaban diez ca­
rretas con sus muías enganchadas, que, paradas en
actitud fatigada y triste, parecían reflexionar en su
suerte. Los carreteros, sucios y sudorosos, salían del
ingenio cargados de sacos repletos de barrilla, que
depositaban en las carretas. El capataz, montado en
su mu'a. Levando un cinto del que pendían una pisto­
la y un puñal, calzado de bo as que le cubrían hasta
los muslos y ostentando unas espuelas enormes, di­
rigía la operación. Una multitud de gente, sobre to­
do de chiquillos, hormigueaba entre las carretas. Al­
gunas mujeres, sentadas junto á montones de frutas,
de pan y de ohas y platos con diversos maniares,
ofrecían sus mercancías á los transeúntes y cu:daban
de que las muías que pasaban con frecuencia por su
lado no las pisasen. Desde lejos, un continuado chi­
llido de maderas y fierros, que parecían estarse la­
mentando, anunciaba que se iba acercando otro con­
voy. Los acarreadores de la barrilla se apresuraban:
veíaaeles agobiados bajo el peso de los sacos, cami-
53
nando casi de carrera, bañados en sudor, jadeando,
sin sombreros, algunos con la cabeza envuelta en tra­
pos asquerosos y todos con la cara y los vestidos col­
mados de tierra. Alzábase un ruido infernal. Los gri­
tos de las mujeres, los chillidos de los chicos, las blas­
femias de los carreteros, los relinchos de las muías,
los latigazos, el chirrido de las carretas que se acer­
caban, el rumor del ingenio, todo formaba un con­
cierto ensordecedor.

Martín contemplaba distraído el espectáculo, y á


cada momento trataba de limpiarse del polvo que, al
levantarse en nubes espesas, caía sobre su elegante
traje.

Pronto las carretas quedaron cargadas, Resonaron


los látigos y las muías partieron. Cada carretero sal­
taba sobre su muía estando ella en movimiento, cau­
sando con esto mucha sorpresa en Martín.

Mientras salía este convoy, llegaba el otro. Veía­


se á los carreteros de aquél esgrimiendo gruesos re­
benques y cadenas de argollas, con las que excitaban
á las muías. Las carretas que llegaban estaban carga­
das de enormes rimeros de maderas, de fardos de
pasto aprensado, de cajones de mercaderías y de pie­
zas de maquinarias de variadas formas. De pronto,
la carreta que venia por delante se detuvo. Al pasar
por un charcal próximo, sus ruedas se habían hundi­
do profundamente en el barro y las muías no alcan­
zaban á sacarlas. El carretero empezó una azotaina
horrible en las muías. Estas hacían esfuerzos conti­
nuos: inclinábanse hacia adelante casi hasta tocar la
tierra. Sus patas se aferraban al suelo á modo de gan­
chos. Se estiraban, temblaban y tiraban. Pero nada.
Los demás carreteros aparecieron armados de sus lá­
tigos. Gritaban con furor. Pateaban á las muías, las
apedreaban y hacían caer, chasqueando, sus látigos
sobre los cuerpos temblorosos y desgarrados de las
muías, singularmente en sus delgadas piernas.
Martín no pudo tolerar más este cuadro y se me­
tió al ingeniQ.
El administrador continuaba muy ocupado; pero
Martín hizo que el portero le señalase el sitio en que
estaba, para ir á su encuentro.

—Allí está—dijo el portero, indicando un nume­


roso grupo de gente que se apiñaba en derredor de
una instalación.
—¿Cuál de ellos es?
—Fíjese usted en el hombre más sucio entre to­
dos. Ese es.
Martín avanzó entre una confusión de cosas. Vió
el suelo dividido en compartimientos, donde se mos­
traban objetos enteramente desconocidos para él. Vió
una especie de represas donde corría una agua lodo­
sa y rojiza, mujeres que escarbaban en esa agua, hom­
bre; y muchachos que iban y venían, ruedas que gi­
raban, chimeneas que humeaban, extraños aparatos
cuyo funcionamiento no comprendía. Pero, sobre to­
do. ;e fijaron sus ojos en el sitio que le señalara el
p:r*ero. Allí, más que en todas partes, se notaba una
actividad febril. Una multitud de obreros bu1lía como
un enjambre en irrupción. Tratábase de arreglar un
mo’ino cuyas grandes y pesadas piezas apenas po­
blar. ser movidas, y parecían burlarse, en su fría im­
pasibilidad, de los esfuerzos inauditos que desplega-
bar los hombres para moverlas apiñándose como
mascas en un panal. Unos palanaueban con gruesos
palas a barras de fierro; otros, colocados en fila, tira­
ban ce una gruesa cadena; varios, subidos sobre el
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maderamen, ayudaban á los otros, y todos gritaban,
se apelotonaban, jadeaban y sudaban; la madera cru­
jía, el fierro rechinaba. Y crujían también huesos
y coyunturas.

Entre aquel hacinamiento de hombres astrosos y


tiznados, Martín distinguió uno que mandaba á los
demás, no obstante de que, por la mugre que le cu­
bría, parecía uno de los más infelices. Entonces pien­
so, acordándose del dicho del portero, que ese debía
ser el administrador; pero como en aquellos momen­
tos dicho personaje estaba muy afanado, el joven se
reservó hablarles más tarde y entregarle la tarjeta.
Mientras tanto, sus ojos continuaban nvrando aque­
lla balumba. Pronto llamaron su atención unas bate­
rías de pisones. Aquellas gruesas barras negras dis­
puestas en fila, vertical mente, sobre una especie de
torres, abándose siempre rectas hacia arriba, vol­
viéndose en derredor de su gran eje, y cayendo, sin
variar su rectitud, con fornv'dable estrépito sobre el
metal que se ponía á sus pies, le parecieron otros
tantos bailarines grotescos que estuviesen en’reteni­
dos en vertiginosa danza. Aquí, el ruido era aún ma­
yor que afuera, y Martín se sentía ya atontado con
tanto clamoreo.
Sonó, poco después, un pito. Era la hora del des
canso, que allí llamaban acullí. Los obreros se dis­
persaron á tomar aliento. El administrador, que no
era otro el hombre mugriento en que Martín se fi­
jara, se dirigió también á su habitación. Entonces
Martín surgió desde su punto de observación y fué
á su encuentro. Saludó1e cortésmente y le presentó
la tarjeta del gerente. Recibióla el administrador con
mal modo y la dió vueltas en sus manos; leyó lenta­
mente lo contenido, y luego, después de mirar á Mar­
tín de pies á cabeza, le dijo en tono bronco y seco:

56
—No tengo ningún puesto desocupado en el inge­
nio. Dígalo así al gerente.
Y de seguida se puso á caminar, poniéndose al bol­
sillo del pantalón la tarjeta, que se había ennegreci­
do rápidamente en sus manos. Ante semejante res­
puesta, Martín no tuvo más que dar media vue'ta é
ir nuevamente á buscar al gerente para transmitirle
el recado, que él lo calificaba de insolente, del admi­
nistrador. Afortunadamente, esta vez no tuvo que
esperar. Cuando llegaba á la casa, salía el gerente.
Oyó éste al joven con benévola sonrisa, dijóle algu­
nas frases de consuelo y le dió otra tarjeta de reco­
mendación para el administrador del otro ingenio de
Ltallagua llamado Cancañiri, donde debería ir Mar­
tín al día siguiente.
Y por fin, ya al anochecer pudo regresar el joven
á su alojamiento, cansado, pues hubo de andar más
de dos kilómetros, y con a cabeza atolondrada por
las cosas que le hubieron pasado en aquel día memo­
rable.
A la llegada de Martín, no estaba Emilio en el alo­
jamiento. Había ido á Uncía llevado por sus negocios
y dejando el cuarto á la disposición de su amigo.
Pasó, pues, Martín solo aquella noche. Sentíase
descorazonado y empezaba á entrever lo difícil de su
empeño. Pero pronto el buen sueño vino á aliviarle,
y cuando se durmió, soñó que se hallaba en un sitio
extraordinario, un antro inmenso donde danzaban,
en frenética ronda, máquinas monstruosas, carretas,
muías, obreros, administradores...

57
VII

El administrador del ingenio Cancañiri, persona


amable, reposada y en un todo distinta del adminis.
trador del ingenio de Catavi, trató muy b’en á Mar­
tín. Díjole, al ver la tarjeta del gerente, que, desgra­
ciadamente, en aquellos días no había un puesto des­
ocupado; pero que pronto se retiraría uno de los prin­
cipales empleados, el canchero, y que en su lugar se­
ría colocado Martín.
Era, pues, necesario esperar. •
Pronto, Martín, empezaba á persuadirse que no
era tan fácil como él creyera ganar el dinero, ó que,
por lo menos, él no tenía la misma fortuna de otros.
En pocos días, y menos aún, en pocas horas, se des­
vanecían sus esperanzas, y sus cálculos resultaban
fallidos.

Pero Martín hizo el propósito de luchar.


Emilio regresó de Uncía, y Martín le contó las pe­
ripecias que le iban pasando.
—¡Pero, hombre!—exclamó Emilio— ¿por qué te
empeñas tanto en embromarte? Me extraña tu afán.
¿Cuánto te pagarán en el puesto que te ofrecen?
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—Cien pesos.
—Es decir, lo necesario para que te mueras de
hambre.
—Y entonces, ¿qué puedo hacer? No tengo otra
manera de hacerme de dinero.
—¿Quieres, efectivamente, hacerte de dinero y
pronto? ¿Tienes ánimo y resolución?
—¡Por qué no!
—Pues, entonces, no te amilanes, querido. Yo te
puedo asociar á mis trabajos... Ganarás lo que quie­
ras.
—¿Es decir?
—Oyeme.
Y Emilio, en forma categórica y no poco cínica,
desarrolló ante su amigo todo un plan de trabajos,
según el cual, Martín vendría á ser su ayudante en
los negocios que hacía; esto es, en el rescate.
Pero Martín no quedó satisfecho con las proposi­
ciones de Emilio. Le pareció que aquello estaba ro­
deado de ciertos inconvenientes que bien podrían po­
nerle en algún conflicto.
—¿Qué tienes?—exclamó Emilio.—Pones una ca­
ra como si ya yo te estuviese proponiendo que vayas
á robar.
Lanzó una carcajada, y luego prosiguió:
—Tú, aqui, no tienes nada que temer. Es un r.c
gocio como cualquier otro...
60
Pero Martín, por mucho que su amigo le habló de
las ventajas que le reportaría el asunto, no supo dar­
le una contestación favorable. Estaba convencido de
que Emilio no hacía un negocio lícito, y, por lo mis­
mo, tuvo escrúpulos de entrar en él; pero como al
mismo tiempo no quería descontentar á su amigo di-
ciándole ’o que pensaba, sólo pudo responderle con
ambigüedades.
Emilio siguió riéndose, adivinando, al través de
las frases evasivas de Martín, sus temores ocultos.
Luego concluyó:
—Bueno, querido, dejemos esto. Yo he querido
ayudarte como un amigo de la niñez. Conste Tú no
piensas como yo. ¡Qué le haremos! Tengo la seguri­
dad de que, andando el tiempo, y con la experiencia
que se adquiere en estos lugares, pensarás después
de otra manera y me darás razón.
—Tengo fe en tu amistad. Estoy persuadido de
lo bueno que eres conmigo. P e ro ...
—P e ro .. . —concluyó Emilio riendo—¿vamos á to­
mar una copa?

61
VIH

Los días pasaban sin que Martín pudiese colocar­


se. El administrador del ingenio Cancañiri le había
dicho que tan pronto como se retirase el canchero se
lo haría avisar. Pero el aviso no llegaba. Martín es­
peraba impaciente. Continuaba alojado en el cuarto
de Emilio, quien siempre le trataba con benevolen­
cia. Emilio demostraba una gran actividad. Por lo
general permanecía en Uncía, y sólo una que otra
noche venía á Llailagua. Parecía muy contento. Ha­
blaba á Martín, sin disimulo ninguno, sobre el “bri­
llante éxito de sus negocios”. Pero Martín no se alu­
cinaba. Algunas noches volvía también á presenciar
escenas análogas á la que tanto le sorprendió en la
primera noche que durmió en el cuarto; esto es: veía
entrar allí gentes de sombría catadura conduciendo
sendos sacos de metal. Esto mismo hacía que el jo­
ven desease trasladarse de una vez al lugar de su co­
locación, librándose así de ver cosas que afeaba, pe­
ro que no podía denunciar, dada su lealtad y discre­
ción.

¡Cuán largos y monótonos le parecían aquellos


días! Levantábase tarde de cama, y no tenía que ha­
cer. Vagaba por ios alrededores, iba á los veneros,
donde permanecía horas viendo trabajar á hombres
y mujeres, ó visitaba los sitios más agrestes y reti­
63
rados entregado á tristes ideas. Luego pasaba á al­
morzar al hotel, donde siempre encontraba dos per­
sonajes, con los que había trabado relación hacía días;
uno, don Juan Nava, de quien no sabía á p u n o cier­
to cuál era el oficio, y otro, D. Miguel Illanes, un an­
tiguo contratista fracasado que, como Martín, no te­
nía que hacer, y por lo general pasaba el tiempo ha­
blando contra la Compañía. Reunidos los tres á la
hora del a’muerzo, jugaban un cacho por una 6 dos
copas de koktail, y se sentaban á la mesa conversan
do sobre variados temas, en los que casi siempre es­
taban en contradicción D. Juan y D. M;guel. Después
de almorzar, poníanse asientos junto á la puerta, al
sol, y allí continuaban conversando, al propio t'em-
po que miraban afuera. En todos aquellos días que
eran de trabajo, la plazoleta de Ll!al!agua permane­
cía desierta y apenas pasaban por allí escasos tran­
seúntes. Cuando éstos eran conocidos por D. Juan ó
D. Miguel, era de oirlos haciendo Ja filiación, la his­
toria y el análisis más detallado del pasajero, que no
siempre salía airoso entre los labios de estos murmu­
radores. Un día oyó Martín este comentario;

—ARá va Juanito Vargas con los niños— decía D.


Juan señalando un grupo de viajeros que se dirigían
á las minas.
—¿Adonde irá ese asno?
—Pues á inspeccionar sus trabajos.

D. Miguel se rió con mofa. D. Juan repuso:


—¡Y qué! ¿Usted no cree que Juanito sea compe­
tente para eso? ¿No ve usted cómo esta de bien?
—¿Y quién le ha dicho á usted que para estar de
bien se necesita ser competente? Precisamente para
64
estar de bien en la Compañía se necesita ser un po­
llino.
—¡Bravo, D. Miguel! ¡Hable usted, hable!
—Ahí tiene usted una muestra en ese tipejo que
acaba de pasar. ¿Qué entiende él de minas? Nada. Y,
sin embargo, le han dado una de las mejores minas.
El ni siquiera entra á ellas. ¿Ni para quá va á entrar?
¿Qué sabe? Todo lo hacen los peones.
—Eso mismo prueba que el muchacho es listo, pues­
to que sabe ganar el dinero sin trabajar.
D. Miguel escupió con desprecio. D. Juan continuó:
—Pero, mire, D. Miguel, si Juanitc no será listo ...
¿Y lo de los perros muertos?
D. Miguel tornó á escupir. Martín preguntó:
—¿Qué es eso de los perros muertos?
—Se acostumbra aquí esa expresión para signifi­
car que en las planillas que presentan los contratis­
tas á la administración para hacer sus pagos, se ha­
cen figurar nombres de personas que no existen ó
que están ausentes.

—Pero eso es una iniquidad.


—Muy común aquí.
—Y en todas partes—dijo setnenciosamente D.
Juan.
Martín veía también pasar por la plazoleta, casi
diariamente, grupos de gentes llevando niños muer­
65
tos á enterrar. Eran siempre grupos de borrachos. Pa­
saban tocando charangos y cantando, y aun bailando.
Viendo uno de estes grupos, preguntó un día:
—; Hay alguna epidemia? Cada día veo llevar ni­
ños difuntos.
D. Miguel se encargó de contestarle.
—No hay ninguna epidemia. Pero para que aquí
mueran los niños no hay necesidad de epidemias. ¿No
ve usted cómo los tratan? Fíjese ahora mismo en esas
mujeres.
Señaló dos mujeres que iban cargadas de sus cria­
turas y en estado de completa ebriedad. Una de ellas
se podía tener apenas; se cimbraba de uno á otro la­
do. Su niño, como de un año, bien sujeto á la espal­
da de la madre, dormía profundamente. Su diminuta
cabeza, enfundada en un gorrito sucio, se mecía tam­
bién sobre el cuello, siguiendo los movimientos de
la beoda, á la manera de un botón de flor sacudido
por contrarios soplos de viento. La otra mujer canta­
ba y zapateaba, mientras su criatura, acomodada tam­
bién á la espalda, no dada muestras de inquietud,
pues quizá ya estaba habituada á tales cosas.
D. Miguel continuó:
—¡Y si usted viese otras cosas que hacen estas
malditas! A criaturas de pocos meses les dan carne,
frutas, chicha, ají. Les ponen unas envolturas con las
fajas tan apretadas, que las guaguas resultan más tie­
sas que un palo. Las tienen al frío, á la lluvia, al sol,
a la nieve, al viento. Las pegan con crueldad. En sus
borracheras se acuestan con frecuencia sobre ellas y
las ahogan.
—¡Qué horror!
66
—Como usted lo oye. Tratadas de esa manera las
guaguas, no es raro que mueran diariamente. Ahora,
si sobreviene alguna dolencia, peor. Entonces por el
cuerpo de la pobre criatura se hace pasar ios breba­
jes que no se pueden imaginar, siendo uno de los me­
nos repugnantes el excremento.
Un día, además de los entierros de costumbre, pa­
só el de un- adulto. Una procesión de gentes astrosas
seguía el ataúd. Algunas mujeres, cubiertas desde la
frente con viejos mantones verdinegros, vociferaban
y lloraban á voz en grito. Los que conducían el fére­
tro iban á la carrera jadeando de fatiga. Los demás
les seguían también corriendo. Todos parecían deso­
lados y ansiosos de llegar pronto.
—;.Por qué irán tan deprisa?—preguntó Martín
á D. Miguel.
—Una de tantas abusiones: creen que, haciendo
así, se libran de que el alma del muerto se quede por
mucho tiempo entre ellos.
—Ese cadáver es del que fué destrozado anoche—
exclamó D. Juan.
—¿Alguién fué destrozado?
—Sí, en La Azul cayó una aisa que averió á dos
hombres y mató á ese que llevan. Esta mañana vi el
cadáver. Tenía el cráneo aplastado en forma de un
pan.
—Estas cosas aquí son muy frecuentes— repuso
D. Miguel.—Las minas están tan mal trabajadas, que
las aisas caen á cada paso, y matan y hieren sin que
ni aun se sepa de algunos. Lo mismo con la dinamita.
No hay vigilancia. Lo que pasa ahí adentro es un es­
cándalo.
67
—Sin embargo—dijo D. Juan,—el subprefecto, en
la inspección que verificó últimamente, informó al
Gobierno que las minas ofrecen completa garantía y
están en magníficas condiciones.
—¡Qué inspección ni qué pistolas! El subprefec­
to y comitiva se han reducido á pasear por un rato
cerca de una de las bocaminas. Eso sí, comieron bien
y bebieron buenas copas... Y ya estaba la inspec­
ción. Pero, aun entrando al interior de los socavones
para examinarlos y ver las condiciones del trabajo,
¿qué habría dicho el subprefecto? Lo mismo. Que to­
do está espléndidamente. A no ser que le hubiese
caído una aisa, ó se hubiese derrumbado en un cua­
dro. ..
D. Juan sonrió.

—Hay que decir la verdad—continuó D. Miguel.—


Los subprefectos y otras autoridades no hacen más
que simulacros de inspecciones. Las minas acá están
tan mal trabajadas, que si los Gobiernos se preocu­
pasen de hacer levantar una investigación efectiva
ó seria, se sabrían cosas tremendas. Pero no se hace
así; y, naturalmente, alentados con semejante indi­
ferencia de los poderes públicos, los patronos poco ó
nada se cuidan de rodear al trabajador de las condi­
ciones de seguridad debidas, resultando que éste siem­
pre está expuesto á quedar inutilizado ó á morir por
a'gún accidente, y una vez inutilizado ó muerto, tam­
poco el patrón le resarce, á él ó á su familia, del da-
ño producido.
—¡No tanto—protestó D. Juan,—no tanto! El otro
día nomás le han dado á la viudad de Saavedra. Lo
he visto.
—¿Cuánto le han dado?
68
—Creo que cien pesos.
—Con lo que tiene lo bastante para pedir limosna.
Bueno. Y á otros no les dan ni siquiera eso. En ve?
de pesos les dan palos. Si se quejan, peor. Tienen
que andar temporadas largas tras de jueces, aboga­
dos, procuradores: otra calamidad. Y, por lo común,
concluyen por no ha1lar justicia. De modo, pues, que
ante semejante expectativa, el averiado ó su familia
prefieren callarse. Yo conozco, y usted y todos aquí
conocen, mujeres que han quedado cargadas de hi­
jos pequeños, seis, ocho, ó más, después que sus pa­
dres murieron en servicio de la Compañía. ¿Cómo
cree usted que esas mujeres sostienen á sus hijos?
—Sí, s í... no niego—exclamó D. Juan.— Pero la
verdad es también que esta gente es muy audaz. Mu­
chos se averian por su propia culpa: se meten á los
lugares peligrosos, manejan la dinamita sin ninguna
precaución.

—Eso mismo acusa falta de vigilancia de los patro­


nos. Otro defecto. Porque si ellos cuidasen de que los
trabajadores obren con prudencia y orden, no se pro­
ducirían tantos males que hoy pasan. Los patronos,
ya lo creo, siempre echan la culpa de todo á los tra­
bajadores; pero, si fuéramos á creerles, habría que
acabar en la imbecilidad.
—Sin embargo—añad’ó D. Juan,—cuando el obre­
ro se contrata para trabajar, es claro que afronta las
consecuencias que pueden resultarle de ese trabaja,
que ya se sabe que es peligroso; de modo qu el pa­
trón no siempre debe responder de los daños á que
voluntariamente se ha expuesto el obrero.
—Pues, justamente, para eso deberían estar los
poderes públicos, las leyes: para impedir que el obre­
69
ro se contrate en trabajos que son peligrosos, y que
pueden no serlo, y para obligar á los patronos á esta­
blecer trabajos que estén rodeados de suficiente ga­
rantía.
—Entonces se atacaría á la industria, al trabajo,
hasta á la libertad.
—Al contrario, se las consolidaría; se las daría una
forma más segura y humanitaria. Así surgirían in­
dustrias sólidas, de largo aliento, y no estas indus­
trias á medias donde todo es incipiente y defectuoso,
en que no se va sino á ganar pronto, á ganar de cual­
quier modo, á ganar aun con desprecio de la vida de
los otros. Entonces se establecerían desde el princi­
pio trabajos bien organizados. No se haría como en
Llallagua, donde se va agujereando por todas partes
la tierra sin cuidado ninguno.

—Bueno, señores, adiós—interrumpió D. Juan


despidiéndose;—ya D. Miguel está en su terreno... y
yo no quiero oir latas.
—¡Hombre, váyase! Tengo quien me las oiga. ¿No
es cierto, D. Martín?
—Justamente, me interesa oírlo.
—No crea usted que hablo por despecho, por ha­
ber perdido mi colocación en la Comoañía. No. Pre­
cisamente la he perdido por mi carácter indipendien-
te. Yo no transijo con ciertas cosas. Hablo claro. Por
eso, ciertos paniaguados como D. Juan, me Paman
latero y aun doctor. Pero no soy abogado, ni médico;
y, sin embargo, tengo el sentido común que suele fal­
ta r á muchos abogados y médicos. Ahora bien, el sim­
ple sentido común me dice que la situación del tra­
bajador en estos lugares no puede ser peor. Ya us­
70
ted habrá podido observar algunos obreros. Sus alo­
jamientos son cuevas; sus vestidos, harapos; su ali­
mento, inmundicias. Trabajan doce, veinticuatro y
treinta y seis horas seguidas. Y como trabajan en pé­
simas condiciones, su trabajo es deficiente, y funes­
to para el obrero. Rarísima vez llega á la vejez: pues
muere, ó por accidente del trabajo, ó por el agota­
miento gradual producido por él mismo. En sus ho­
ras de descanso no hace sino seguir sufriendo. No
tiene ninguna diversión, pues no se puede decir que
las juergas á que se entrega son una diversión. Al
contrario, son una de las peores formas de su cons­
tante sufrimiento. En efecto, emborracharse hasta la
inconsciencia, estragar su estómago, gastar todas sus
reales, pelear, cantar y bailar sollozando, no es go­
zar. Ahora, en lo mora], ya se puede deducir cómo es
un hombre que vive en semejantes condiciones. Es
abyecto, estúpido, malo, pervertido. Aborrece al pa­
trón. Le aborrece íntimamente, aun cuando en la
apariencia muestre otra cosa. Y aun cuando forzosa­
mente trabaja en beneficio del patrón, hace lo posi­
ble para perjudicarlo. Cuando roba, lo hace no sólo
por aprovecharse del producto de sus robos, sino
también por tener el gusto de hacer algún daño al
patrón. Hay patronos cándidos, y asimismo los que
los representan, que se figuran que sus trabajadores
les adoran porque son tratados por ellos con grandes
muestras de afecto, reverencias, genuflexiones y otras
piruetas, porque reciben en ciertas ocasiones guirnal­
das de filigrana, tarjetas, medallas ú otros obsequios.
No ven que eso es una sangrienta ironía. Son mani­
festaciones que no dicta el afecto, sino el m ;edo, el
interés, la codicia, la abyección. El trabajador siem­
pre aborrece al patrón. Y le aborrecerá mientras sub­
sista este estado de cosas. Esta es una verdad tre­
menda que ojalá estuviese en la mollera de muchos
patronos que en ese orden viven en la luna, conten­
tándose, ellos ó sus administradores, con el ejercicio
71
vulgar y automático de sus cargos, sin dar ninguna
importancia á un factor que debería constituir una se­
ria preocupación. Las buenas relaciones, no aparen­
tes, sino reales, entre el patrón y el obrero, son uno
de los factores más importantes para el desarrollo
regular de ciertas industrias, y para asegurar su por­
venir. Asi se haría obra previsora y sólida. Pero, va­
ya usted á decir esto á ciertos patronos ó geren es.
Se le reirán. Váyales á hablar de la equidad, de la
caridad, del amor, como factores del trabajo ... Le
dirán: ¡qué latero!... y hasta.

Martín oía, no sin cierto interés, las referencias


de D. Miguel. El comprendía que el viejo debía lle­
gar á la exageración en muchas cosas, pero también
debía tener razón en otras. De todos modos, las latas
(llamadas así por D. Juan) de D. Miguel no le cansa­
ban todavía. Hallaba en ellas algo como una ense­
ñanza y se prometía utilizarla. EsV imsmó ue
se aficionase á la compañía del antiguo contratista;
y entre ambos, viejo y joven, gualr: ente ü s na­
dos, y también casi igualmente tristes, se paseaban
todas las tardes en la plazoleta.
Desde las seis había allí a1gún movimiento de gen
te. Esta, después del trabajo, acudía á la pulpería
de Llallagua situada en la p’aza, y á Martín, sobre
todo desde que oía las relaciones de D. Miguel, no
dejaba de llamarle la atención el cuadro que se de­
sarrollaba ante sus ojos cada tarde. Era un desfile de
figuras miserab’es, Veíanse mineros de faz lívida y
manchada de zonas de mugre, de ojos enrojecidos,
de aire estúpido y decaído; unos embozados en sus
bufandas y calzados de gruesas medias y cueros frun­
cidos y acomodados á los pies y piernas por medio de
apretadas y cortantes correas: otros sin ninguno de
estos adminícu1os, teniendo únicamente un harapo
por blusa y otro harapo por pantalón. Veíanse mu-
72
;eres con los labios, la nariz, los ojos, las orejas em­
butidos de tierra; algunas llevando vacías polleras
superpuestas; al paso que otras no mostraban s no fes­
tones desgarrados colgando de su cintura, y dejando
ver entre ellos los miembros ateridos. Veíanse tam­
bién niños infelices, siempre descalzos, con 3a cabe­
za al aire ó apenas cubierta de algún resto de gorra
ó sombrero, con los cuerpos semidesnudos, con la
mirada viva y ávida, hambrientos, con frío, maltra­
tados, y, sin embargo, contentos.

Y todas estas gentes entraban y salían de la pul­


pería, se apiñaban y se empujaban ansiosos de ’levar
de una vez sus provisiones después de un día de pe­
sado trabajo. Sin embargo, algunos, y sobre todo los
más infelices y los niños, tenían que esperar horas y
horas. La aglomeración á veces llegaba á ser tal, que
se formaba ante la puerta una barrera compacta, im­
posible de atravesar para los retrasados; y aun los
que habían sido despachados apenas podían salir. No
pocos de ellos protestaban. Se les había pesado me­
nos el arroz ó la harina, se les había dado pan crudo,
ó se les había cambiado, lo que pedían, por otra cosa.
Las voces de los pulperos resonaban dentro destem­
pladas y vibrantes. La multitud rumoreaba sorda­
mente. Los chicos trataban de escurrirse en re los
grandes. Los fuertes repartían codazos y empellones
para avanzar. Y aquella masa humana, atiborrada de
polvo, sudorosa, mal oliente é irritada, apenas podía
disnv'nuir, pues en cambio de las que salían, llega­
ban otras personas á formar parte de ella.
Una tarde en que D. Miguel y Martín se habían
acercado al grupo plantado ante la pulpería, vieron
salir á una mujer que echaba pestes. Su marido la
había mandado por una botella de aguardiente, y co
mo no había en la pulpería, le dieron una botella
de cognac, viéndose ella obligada á llevarla, pues de
73
otro modo su marido, que era un borrachín terco y
bruto, la habría recibido á palos. La mujer lloriquea­
ba, diciendo que esto mismo le pasaba cada vez, y
que al fin de las quincenas, ella y sus hijos apenas
percibían una miseria de los salarios del hombre,
pues todo lo había absorbido la pulpería por el cog­
nac que se bebía aquél.

—Mil veces preferiría comprarme moscatel— de­


cía la mujer en quichua.
—¿Y por qué no lo hará así en otra parte? —ob­
servó Martín, hablando con D. Miguel.

—Pues porque no tiene un centavo. Ella tiene que


venir forzosamente á la pulpería de la Compañía á
aviarse, es decir, á surtirse de lo que necesita, y como
en la pulpería no hay sino bebidas finas, la mujer,
por imposición del marido, que pide cualquier bebi­
da alcohólica, tiene que llevar lo que le dan. Claro
es que ella, á tener dinero, preferiría, como ha dicho,
comprarse moscatel, que vale la quinta parte del cog­
nac.
—Pero será preferible que el hombre se tome cog­
nac y no moscatel.
—¡Phs! El cognac que aquí se vende es tan pési­
mo ó más aún que el último de los cañagos1.
—Entonces sería mejor que no hubiese ningún li­
cor en la pulpería.
—Seguramente. Pero, en tal caso, perdería la pul­
pería una de sus principales fuentes de ganancia, y
eso no es aceptable para ella; de modo que seguirá
alcoholizando á la gente con bebidas finas.

74
—Pero ¿no acobarda á los viciosos ni siquiera la
idea de tener que pagar con tanto exceso por esas
bebidas?
—¡Qué les va á acorbardar! Hay aquí peones que
ganan apenas tres ó cuatro pesos diarios y empleados
que ganan menos aún que los peones, y que casi to­
do su haber lo emplean en pagar los exagerados pre­
cios de las bebidas que consumen.
—Pero, á lo menos, la pulpería debería traer be­
bidas más baratas.
—Le es prohibido. Se dice que una de las mane­
ras de aminorar el alcoholismo en estos lugares es
alzando los precios de esas bebidas. Pura charla. En
el fondo de esto no está más que el negocio.
Eran las siete de la noche. Los pulperos echaron
fuera á algunos que ya habían penetrado hasta el
mostrador, y cerraron violentamente las puertas. La
gente que quedaba sin despachar se dispersó, mohína
y hambrienta.
—¿Ve usted cómo les tratan?—exclamó D. Mi­
guel;—no parece sino que fuesen mendigos que hu­
biesen acudido á pedir limosna.
—¿Y qué harán ahora estos?
—¡Qué sé yo! Muchos se irán á dormir sin comer;
quizá mañana no podrán entrar al trabajo porque no
se les ha aviado de cebo, coca y otras cosas indispen­
sables para emprenderlo.
—Pero, efectivamente, ¿no disponen ellos conto­
da libertad de sus salarios?
—No. La Compañía los administra. La pulpería pa­
sa á la administración las planillas en que figuran las
deudas de los trabajadores. La administración paga,
desde luego, á la pulpería por esas cuentas, y única-
75
man te después de eso entrega al trabajador su sal­
do, si lo tiene. Naturalmente, no faltan confusiones
y reclamos. Los obreros medianamente avisados, que
llevan sus cuentas con algún cuidado, casi nunca es­
tán de acuerdo con la pulpería, y reclaman. Pero los
más, que son tan ignorantes como estúpidos, no ha­
cen sino pedir y consumir, dejando que se disponga
como se quiera de sus ganancias. Según esto, se com­
prende que esto de la pulpería es un buen negocio.
Se la impone al obrero de todos modos. No se permi­
ten competencias. Si viene un carnicero con su ne­
gocio, se le echa ó se decomisa su carne. No se tolera
tenduchos de trapos ú otros artículos. Todo debe aca­
pararlo la pulpería impuesta por la Compañía. ¡Y si
siquiera la pulpería trajese mercaderías buenas y es-
bleciese precios módicos!... Todo lo contrario. Telas
más apropiadas para los trópicos que para las minas;
cosas de lujo y no de utilidad; alimentos adulterados;
bebidas llamadas finas, y, no obstante, de lo peor. Y
todo dado como por favor, y ¡á unos precios!. . . Y,
sin embargo, ya usted oirá quejarse á los pulperos.
Le dirán que “los indios son muy estúpidos”, que “no
piden pronto”, que “no se contentan con nada”. ¡Cla­
ro! Le dirán que “se han clavado con diez, ó veinte,
ó cincuenta mil pesos” por mercaderías dadas al cré­
dito. ¡Claro! Su avidez por ganar de un modo desme­
dido les arrastra á hacer préstamos locos, sucediendo
que alguna vez se les burlan los más míe ices He
ahí lo que son los señores pulperos. No niego que
suele haberlos buenos, moderados y probos. Pero ¡la
generalidad!...

—¿Cómo les puede tolerar la gente?— dijo Martín.


—Ya lo ve usted. En otras partes, los pulperos,
administradores y diab’os bailarían el gran baile.
Aquí la gente es muy dócil, muy sumisa, muy estú­
pida. ¡Somos unos pobres indios!

76
IX

Estas y otras cosas eran las que Martín oía dia­


riamente, y como las que veía no eran tampoco me­
jores, su corazón empezaba á contaminarse de esa
postración peligrosa que suele seguir, en los espíri­
tus delicados, á un gran entusiasmo helado repen­
tinamente por la decepción.
Y, para acrecentar su pena, el asunto de su colo­
cación se iba dilatando en demasía. Dos veces había
vuelto á ir al ingenio Cancañiri, y el administrador,
usando siempre con él de buenos modos, le dijo que
el canchero aun no se retiraba, pero que no tardaría
en hacerlo.
La última de estas veces, una tarde templada y
fría, volvía Martín á su alojamiento pensando en su
suerte y en que no había hecho mal disparate en de­
jar la tranquilidad de su vida muelle de Sucre para
venir á un lugar que se le mostraba tan ingrato.
Silbaba fúnebremente el viento del sud, azotando
la descubierta nuca del joven, que no llevaba abrigo
ninguno. A ratos pasaban tropas de llamas, muías ó
burros, levantando una polvareda fastidiosa y despi­
diendo un olor que daba grima al caminante. Un cre­
púsculo lívido envolvía los objetos con apariencias
77
funerales. Los cerros, las pampas, las cañadas, apa­
recían bañadas en tintas siniestras. Martín encontra­
ba á veces uno que otro caminante que ascendía en
el cerro, arrugando todo el rostro en ademán de evi­
tar el polvo que el viento le lanzaba de frente. En la
extensión sólo se oía el bramido del viento y las vo­
ces y silbos de los bajadores que arreaban á las lla­
mas y borricos.

Todo le parecía á Martín detestable en aquellos


momentos.
—¿Y esto es el famoso Llallagua?—decíase,— ¿es­
ta es esa tierra riquísima en que yo soñé como un
iluso? ¿Dónde están las grandezas de que me hablaba
el idiota Godoy? ¿Dónde está la plata? Yo no veo
aquí más que miserias. ¡Buen chasco me he llevado!

Luego, pensando en su madre, á quien él había


alucinado pintándole hermosas expectativas y dán­
dole mil seguridades, sentíase tan avergonzado, que
sólo por esto no se habría atrevido á presentarse otra
vez ante ella.

Y, sin embargo, al mismo tiempo, ¡echaba tanto


de menos el dulce afecto de su madre! En medio de
aquel ambiente en que ahora vivía, presenciando mi­
serias, egoísmos, odios, envidias y otras feas pasiones,
el exquisito amor materno se le presentaba desde le­
jos mucho más grande y querido de lo que se la ha­
bía figurado cuando estaba en plena posesión de él.
No parecía sino que quería volverse niño, y de bue­
no gana, él, un mozo rollizo, se habría acurrucado
en el regazo de su madre, como un bebé de tres años.
¿No era, acaso, su madre el gran asilo, el único re­
curso, el postrer consuelo?

73
Pensaba también en Lucía. ¿Qué diría ahora !a
graciosa muchacha si lo viese todo empolvado y su­
cio, con la faz demacrada, con el corazón oprimido y
enteramente distinto de aquel Martín alegre y decidor
que llegaba al salón, oliendo á violetas, para decirle
frases delicadas y discretas?
Y pensaba en sus amigos, en los entusiastas com­
pañeros de las aulas, que paseaban con él por las ca­
lles hablando del derecho natural ó de la economía
política, y pensaba en sus triunfos de estudiante y en
todos sus antiguos propósitos, abandonados por co­
rrer tras una aventura loca.
Y pensaba, en fin, en el aire de su pueblo natal,
ese aire regalado y suave, tan distinto de este otro
aire frío y polvoroso que respiraba en Llallagua; en
el agua dulce y exquisita de Sucre, en sus días lu­
minosos, en sus noches de luna espléndidas, en sus
cerros queridos.
¡Dulces y tristes pensamientos!
El viento mugía feroz en su rededor, y le abofetea­
ba con sus glaciales rachas como si le castigase por
tales pensamientos. La sombra nocturna—una som­
bra horripilante— desplegaba sus alas gigantescas
como una ave inmensa é impalpable. La soledad le
rodeaba.
De repente, tropezó con una piedra y cayó brus­
camente al través del camino. El viento llevó lejos
el estrépito de su caída. En aquel mismo momento,
una mujer pasaba cerca, acompañada de un perro
negro y feo. El perro ladró con furia al joven que
apenas podía incorporarse. Y la mujer, en lugar de
llegarse á socorrerlo, hizo un rodeo y pasó mirándole
con ojos desconfiados, como si dijese: “¡Si será un bo­
rracho!”.
79
X

El robo del estaño en Llallagua había llegado en


aquellos tiempos á tal grado, que bien podía decir­
se que, de la producción total del metal, por lo menos
una cuarta parte era absorbida por el robo. El robo
y los negocios relacionados con él, como el rescate,
eran el gran aliciente que atraía á esos lugares diver­
sas clases de gentes. Aun muchos de los obreros a-
fluían allí, más que por lo subido de los salarios que
pagó por un tiempo la Compañía, por las facilidades
que encontraban para el robo.

Y en vano era que la Compañía tocara diferentes


resortes para combatirlo. Se organizaban policías nu­
merosas, se daban magníficas primas por los descu­
brimientos y delaciones, se establecían castigos te­
rribles, se hacían trabajos de seguridad más ó menos
ingeniosos, y el estaño seguía escurriéndose con una
facilidad y constancia sorprendentes.

Se robaba en el interior de las minas, en las can­


chas, en los almacenes y hasta en las carretas yani-
males cargados del precioso metal. Robaban los hom­
bres, las mujeres y los. niños, esto es. los barreteros,
los apiris, los pongos, los chivatos, las lavadoras, las
palliris y chirapas. Hasta los policiales robaban.
81
Y, en verdad, que se daban tales mañas, que por
muy rigurosa que fuese la vigilancia, no era fácil des­
cubrirlos.
De noche subían hasta las proximidades de las
minas caravanas de hombres y borricos, que regre­
saban cargados con el metal.
Aun de día el robo era considerable. Los mineros
que salían del trabajo se llevaban con facibdad si­
quiera algunas libras. Las mujeres, vestidas de pesa­
das y gruesas polleras, salían con el peso aun más au­
mentado en ellas.
Contar con los chaguiris era inútil. Estos no hacían
más que registrar superficialmente á la gente. Con
las mujeres ni aun se podía hacer eso. Muchas se eno­
jaban diciendo que, bajo el pretexto de registrarlas,
se las hacía presiones poco honestas. Por lo demás,
la mayoría de los tales chaguiris estaba también
compuesta de ladrones.
Dado semejante orden de cosas, bien se compren­
derá que las casas de rescate prosperaban.
En esos tiempos, dichas casas no se podían implan­
tar ostensiblemente en Llallagua, por las restriccio­
nes impuestas por la Compañía; pero se las estable­
cía en el pueblo de Uncía, distante apenas algunos
kilómetros de las minas. De este modo, Uncía vino á
ser en poco tiempo el centro principal de acción de
los rescatadores y el seguro foco adonde afluían los
vendedores del metal substraído. Muy pronto fun­
dáronse allí, sobre todo por comerciantes austríacos,
casas de rescate, que se enriquecieron como por en­
salmo.
Siendo el rescate permitido por las.leyes bolivia­
nas, no había por qué acobardarse en emprender tal
82

i
negocio; y aun cuando los más de los metales resca­
tados procedían del robo, como casi nunca los indus­
triales podían probar esa procedencia en las innume­
rables cuestiones que se suscitaban con este motivo,
resultaba que los negociantes se mantenían dentro
de una situación muy ventajosa. Tal cosa alentaba á
los ladrones, y estando el rescate sobre todo apoyado
en ellos, vino á ser considerado lógicamente como uno
de los negocios más lucrativos y seguros.
Tal era el negocio al que Emilio se había dedicado.
Naturalmente, Emilio, cofno hombre audaz y des­
preocupado, no anduvo con tapujos, y procuró que
su industria le diese ganancias suficientes á llenar
sus necesidades de hombre derrochador á lo sumo,
como lo era. Por otra parte, exento de ciertos escrú-
puios, él no se limitaba á recibir, á la manera de
otros, lo que los vendedores le traían. Movíase con
admirable diligencia de una á otra parte. Se ponía
en íntimo contacto con los mineros; estimulábales
de unas y otras maneras á recoger la mayor cantidad
posible de metal para entregarle, y, en su afán, lle­
gaba á predicar la legalidad y aun la santidad del
robo.
Emilio vivía en Uncía, donde recogía el grueso
del metal que se le entregaba; pero también se iba
con frecuencia á Llallagua cuando allí encontraba
mejores expectativas.

Y fué así como le encontró Martín.


Hacía ya un año que Emilio era rescatador, y se
y se hallaba tan satisfecho, que, despertadas en él
nuevas ambiciones, lo que ahora quería era amplifi­
car su negocio. En un principio había sufrido no po­
cos contratiempos, y aun estuvo á punto de abando­
83
narlo. Los proveedores de metal no siempre se pre­
sentaban, se retrasaban en sus compromisos, busca­
ban otros compradores ó le engañaban. Estos incon­
venientes mortificaban al mozo, que deseaba ganar
como otros.
Un encuentro feliz favoreció sus anhelos.
Cierta noche regresaba de Llallagua á Uncía, muy
irritado porque un trabajador que debía entregarle
algunos sacos de metal no había podido cumplir esta
obligación. Acompañaba á Emilio un joven que había
garantizado al deudor y que había ofrecido entregar
por cuenta de éste, en Uncía, el indicado metal. Emi­
lio caminaba echando sapos y culebras contra varias
personas y lamentándose de tener que tratar con gen­
tes que sólo estaban buenas para fiarse y no para
pagar. De pronto su compañero le hizo una extraor­
dinaria proposición: díjole que él podría entregarle
con seguridad todas las noches, por lo menos diez
quintales de metal. /
¿Quién era aquel mozuelo?
Había dicho á Emilio llamarse Lucas Cruz; pero,
por lo demás, fué tan reservado, que inút'lmente Emi­
lio el hizo un mar de preguntas sin conseguir que le
dijese otra cosa que aquello de que, efectivamente,
podría entregarle “cada noche diez quintales de me­
tal”.

Emilio, naturalmente, muy intrigado, cerró el con­


venio con el joven proponedor, aunque dudase mu­
cho de la seriedad de tal compromiso. Pensó que bien
podía tratarse de un embaucador y sencillamente de
un simple de espíritu: mas como no le podía traer
ningún perjuicio esta aventura, quiso seguirla si­
quiera como asunto de diversión.
84
—Creo que cien pesos.
—Con lo que tiene lo bastante para pedir limosna.
Bueno. Y á otros no les dan ni siquiera eso. En vez
de pesos les dan palos. Si se quejan, peor. Tienen
que andar temporadas largas tras de jueces, aboga­
dos, procuradores: otra calamidad. Y, por lo común,
concluyen por no haHar justicia. De modo, pues, oue
ante semejante expectativa, el averiado ó su familia
prefieren callarse. Yo conozco, y usted y todos aquí
conocen, mujeres que han quedado cargadas de hi­
jos pequeños, seis, ocho, ó más, después que sus pa­
dres murieron en servicio de la Compañía. ¿Cómo
cree usted que esas mujeres sostienen á sus hijos?
—Sí, s í ... no niego—exclamó D. Juan.— Pero la
verdad es también que esta gente es muy audaz. Mu­
chos se averian por su propia culpa: se meten á los
lugares peligrosos, manejan la dinamita sin ninguna
precaución.

—Eso mismo acusa falta de vigilancia de los patro­


nos. Otro defecto. Porque si ellos cuidasen de que los
trabajadores obren con prudencia y orden, no se pro­
ducirían tantos males que hoy pasan. Los patronos,
ya lo creo, siempre echan la culpa de todo á los tra­
bajadores; pero, si fuéramos á creerles, habría que
acabar en la imbecilidad.
—Sin embargo—añad’ó D. Juan,—cuando el obre­
ro se contrata para trabajar, es claro que afronta las
consecuencias que pueden resultarle de ese trabajó,
que ya se sabe qué' es peligroso; de modo qu el pa­
trón no siempre debe responder de los daños á qué
voluntariamente se ha expuesto el obrero.
—Pues, justamente, para eso deberían estar los
poderes públicos, las leyes: para impedir que el obre-
ro se contrate en trabajos que son peligrosos, y que
pueden no serlo, y para obligar á los patronos á esta­
blecer trabajos que estén rodeados de suficiente ga­
rantía.
—Entonces se atacaría á la industria, al trabajo,
hasta á la libertad.
—Al contrario, se las consolidaría; se las daría una
forma más segura y humanitaria. Así surgirían in­
dustrias sólidas, de largo aliento, y no estas indus­
trias á medias donde todo es incipiente y defectuoso,
en que no se va sino á ganar pronto, á ganar de cual­
quier modo, á ganar aun con desprecio de la vida de
los otros. Entonces se establecerían desde el princi­
pio trabajos bien organizados. No se haría como en
Llallagua, donde se va agujereando por todas partes
la tierra sin cuidado ninguno.

—Bueno, señores, adiós—interrumpió D. Juan


despidiéndose;—ya D. Miguel está en su terren o ... y
. yo no quiero oir latas.
—¡Hombre, váyase! Tengo quien me las oiga. ¿No
es cierto, D. Martín?
—Justamente, me interesa oirlo.
—No crea usted que hablo por despecho, por ha­
ber perdido mi colocación en la Comoañía. No. Pre­
cisamente la he perdido por mi carácter indipendien-
te. Yo no transijo con ciertas cosas. Hablo claro. Por
eso, ciertos paniaguados como D. Juan, me ilaman
latero y aun doctor. Pero no soy abogado, ni médico;
y, sin embargo, tengo el sentido común que suele fal­
ta r á muchos abogados y médicos. Ahora bien, el sim­
ple sentido común me dice que la situación del tra ­
bajador en estos lugares no puede ser peor. Ya us-
70
ted habrá podido observar algunos obreros. Sus alo­
jamientos son cuevas; sus vestidos, harapos; su ali­
mento, inmundicias. Trabajan doce, veinticuatro y
treinta y seis horas seguidas. Y como trabajan en pé­
simas condiciones, su trabajo es deficiente, y funes­
to para el obrero. Rarísima vez llega á la vejez: pues
muere, ó por accidente del trabajo, ó por el agota­
miento gradual producido por él mismo. En sus ho­
ras de descanso no hace sino seguir sufriendo. No
tiene ninguna diversión, pues no se puede decir que
las juergas á que se entrega son una diversión. Al
contrario, son una de las peores formas de su cons­
tante sufrimiento. En efecto, emborracharse hasta la
inconsciencia, estragar su estómago, gastar tod°s sus
reales, pelear, cantar y bailar sollozando, no es go­
zar. Ahora, en lo moral, ya se puede deducir cómo es
un hombre que vive en semejantes condiciones. Es
abyecto, estúpido, malo, pervertido. Aborrece al pa­
trón. Le aborrece íntimamente, aun cuando en la
apariencia muestre otra cosa. Y aun cuando forzosa­
mente trabaja en beneficio del patrón, hace lo posi­
ble para perjudicarlo. Cuando roba, lo hace no sólo
por aprovecharse del producto de sus robos, sino
también por tener el gusto de hacer algún daño al
patrón. Hay patronos cándidos, y asimismo los que
los representan, que se figuran que sus trabajadores
les adoran porque son tratados por ellos con grandes
muestras de afecto, reverencias, genuflexiones y otras
piruetas, porque reciben en ciertas ocasiones guirnal­
das de filigrana, tarjetas, medallas ú otros obsequios.
No ven que eso es una sangrienta ironía. Son mani­
festaciones que no dicta el afecto, sino el uredo, el
interés, la codicia, la abyección. El trabajador siem­
pre aborrece al patrón. Y le aborrecerá mientras sub­
sista este estado de cosas. Esta es una verdad tre­
menda que ojalá estuviese en la mollera de muchos
patronos que en ese orden viven en la luna, conten­
tándose, ellos ó sus administradores, con el ejercicio
71
vulgar y automático de sus cargos, sin dar ninguna
importancia á un factor que debería constituir una se­
ria preocupación. Las buenas relaciones, no aparen­
tes, sino reales, entre el patrón y el obrero, son uno
de ¡os factores más importantes para el desarrollo
regular de ciertas industrias, y para asegurar su por­
venir. Asi se haría obra previsora y sólida. Pero, va­
ya usted á decir esto á ciertos patronos ó geren'es.
Se le reirán. Váyales á hablar de la equidad, de la
caridad, del amor, como factores del trab ajo ... Le
dirán: ¡qué latero!. .. y basta.

Martín oía, no sin cierto interés, las referencias


de D. Miguel. El comprendía que el viejo debía lle­
gar á la exageración en muchas cosas, pero también
debía tener razón en otras. De todos modos, las latas
(llamadas así por D. Juan) de B. Miguel no le cansa­
ban todavía. Hallaba en ellas algo como una ense­
ñanza y se prometía utilizarla. Esto rmsmo h-r-'« ~ue
se aficionase á la compañía del antiguo contratista;
y entre ambos, viejo y joven, ’guair ente a s na­
dos, y también casi igualmente tristes, se paseaban
todas las tardes en la plazoleta.
Desde las seis había allí a ^ ú n movimiento de gen
te. Esta, después del trabajo, acudía á la pulpería
de Llallagua situada en la pMza, y á Martín, sobre
todo desde que oía las relaciones de D. Miguel, no
dejaba de llamarle la atención el cuadro que se de­
sarrollaba ante sus ojos cada tarde. Era un desfile de
figuras miserah'es. Veíanse mineros de faz lívida y
manchada de zonas de mugre, de ojos enrojecidos,
de aire estúpido y decaído; unos embozados en sus
bufandas y calzados de gruesas medias y cueros frun­
cidos y acomodados á los pies y piernas por medio de
apretadas y cortantes correas; otros sin ninguno de
estos adminícu’os, teniendo únicamente un harapo
por blusa y otro harapo por pantalón. Veíanse mu­
72
jeres con los labios, la nariz, los ojos, las orejas em­
butidos de tierra; algunas llevando vacías polleras
superpuestas; al paso que otras no mostraban s'no fes­
tones desgarrados colgando de su cintura, y dejando
ver entre ellos los miembros ateridos. Veíanse tam­
bién niños infelices, siempre descalzos, con la cabe­
za al aire ó apenas cubierta de algún resto de gorra
ó sombrero, con los cuerpos semidesnudos, con la
mirada viva y ávida, hambrientos, con frío, maltra­
tados, y, sin embargo, contentos.

Y todas estas gentes entraban y salían de la pul­


pería, se apiñaban y se empujaban ansiosos de ’levar
de una vez sus provisiones después de un día de pe­
sado trabajo. Sin embargo, algunos, y sobre todo los
más infelices y los niños, tenían que esperar horas y
horas. La aglomeración á veces llegaba á ser tal, que
se formaba ante la puerta una barrera compacta, im­
posible de atravesar para los retrasados; y aun los
que habían sido despachados apenas podían salir. No
pocos de ellos protestaban. Se les había pesado me­
nos el arroz ó la harina, se les había dado pan crudo,
ó se les había cambiado, lo que pedían, por otra cosa.
Las voces de los pulperos resonaban dentro destem­
pladas y vibrantes. La multitud rumoreaba sorda­
mente. Los chicos trataban de escurrirse en re los
grandes. Los fuertes repartían codazos y empellones
para avanzar. Y aquella masa humana, atiborrada de
polvo, sudorosa, mal oliente é irritada, apenas podía
disminuir, pues en cambio de las que salían, llega­
ban otras personas á formar parte de ella.
Una tarde en que D. Miguel y Martín se habían
acercado al grupo plantado ante la pulpería, vieron
salir á una mujer que echaba pestes. Su marido la
había mandado por una botella de aguardiente, y co
mo no había en la pulpería, le dieron una botella
de cognac, viéndose ella obligada á llevarla, pues de
73
otro modo su marido, que era un borrachín terco y
bruto, la habría recibido á palos. La mujer lloriquea­
ba, diciendo que esto mismo le pasaba cada vez, y
que al fin de las quincenas, ella y sus hijos apenas
percibían una miseria de los salarios del hombre,
pues todo lo había absorbido la pulpería por el cog­
nac que se bebía aquél.

—Mil veces preferiría comprarme moscatel— de­


cía la mujer en quichua.
—¿Y por qué no lo hará así en otra parte? —ob­
servó Martín, hablando con D. Miguel.

—Pues porque no tiene un centavo. Ella tiene que


venir forzosamente á la pulpería de la Compañía á
aviarse, es decir, á surtirse de lo que necesita, y como
en la pulpería no hay sino bebidas finas, la mujer,
por imposición del marido, que pide cualquier bebi­
da alcohólica, tiene que llevar lo que le dan. Claro
es que ella, á tener dinero, preferiría, como ha dicho,
comprarse moscatel, que vale la quinta parte del cog­
nac.
—Pero será preferible que el hombre se tome cog­
nac y no moscatel.
—¡Phs! El cognac que aquí se vende es tan pési­
mo ó más aún que el último de los cañagos.
—Entonces sería mejor que no hubiese ningún li­
cor en la pulpería.
—Seguramente. Pero, en tal caso, perdería la pul­
pería una de sus principales fuentes de ganancia, y
eso no es aceptable para ella; de modo que seguirá
alcoholizando á la gente con bebidas finas.

74
—Pero ¿no acobarda á los viciosos ni siquiera la
idea de tener que pagar con tanto exceso por esas
bebidas?
—¡Qué les va á acorbardar! Hay aquí peones que
ganan apenas tres ó cuatro pesos diarios y empleados
que ganan menos aún que los peones, y que casi to­
do su haber lo emplean en pagar los exagerados pre­
cios de las bebidas que consumen.
—Pero, á lo menos, la pulpería debería traer be­
bidas más baratas.
—Le es prohibido. Se dice que una de las mane­
ras de aminorar el alcoholismo en estos lugares es
alzando los precios de esas bebidas. Pura charla. En
el fondo de esto no está más que el negocio.
Eran las siete de la noche. Los pulperos echaron
fuera á algunos que ya habían penetrado hasta el
mostrador, y cerraron violentamente las puertas. La
gente que quedaba sin despachar se dispersó, mohína
y hambrienta.
—¿Ve usted cómo les tratan?—exclamó D. Mi­
guel;—no parece sino que fuesen mendigos que hu­
biesen acudido á pedir limosna.
—¿Y qué harán ahora estos?
—¡Qué sé yo! Muchos se irán á dormir sin comer;
quizá mañana no podrán entrar al trabajo porque no
se les ha aviado de cebo, coca y otras cosas indispen­
sables para emprenderlo.
—Pero, efectivamente, ¿no disponen ellos conto­
da libertad de sus salarios?
—No. La Compañía los administra. La pulpería pa­
sa á la administración las planillas en que figuran las
deudas de los trabajadores. La administración paga,
desde luego, á la pulpería por esas cuentas, y única­
75
mente después de eso entrega al trabajador su sal­
do, si lo tiene. Naturalmente, no faltan confusiones
y reclamos. Los obreros medianamente avisados, que
llevan sus cuentas con algún cuidado, casi nunca es­
tán de acuerdo con la pulpería, y reclaman. Pero los
más, que son tan ignorantes como estúpidos, no ha­
cen sino pedir y consumir, dejando que se disponga
como se quiera de sus ganancias. Según esto, se com­
prende que esto de la pulpería es un buen negocio.
Se la impone al obrero de todos modos. No se permi­
ten competencias. Si viene un carnicero con su ne­
gocio, se le echa ó se decomisa su carne. No se tolera
tenduchos de trapos ú otros artículos. Todo debe aca­
pararlo la pulpería impuesta por la Compañía. ¡Y si
siquiera la pulpería trajese mercaderías buenas y es-
bleciese precios módicos!... Todo lo contrario. Telas
más apropiadas para los trópicos que para las minas;
cosas de lujo y no de utilidad; alimentos adulterados;
bebidas llamadas finas, y, no obstante, de lo peor. Y
todo dado como por favor, y ¡á unos precios!... Y,
sin embargo, ya usted oirá quejarse á los pulperos.
Le dirán que “los indios son muy estúpidos”, que “no
piden pronto”, que “no se contentan con nada”. ¡Cla­
ro! Le dirán que “se han clavado con diez, ó veinte,
ó cincuenta mil pesos” por mercaderías dadas al cré­
dito. ¡Claro! Su avidez por ganar de un modo desme­
dido les arrastra á hacer préstamos locos, sucediendo
que alguna vez se les burlan les más infelices. He
ahí lo que son los señores pulperos. No niego que
suele haberlos buenos, moderados y probos. Pero ¡la
generalidad!...

—¿Cómo les puede tolerar la gente?— dijo Martín.


—Ya lo ve usted. En otras partes, los pulperos,
administradores y diab'os bailarían el gran baile.
Aquí la gente es muy dócil, muy sumisa, muy estú­
pida. ¡Somos unos pobres indios!

76
IX

Estas y otras cosas eran las que Martín oía dia­


riamente, y como las que veía no eran tampoco me­
jores, su corazón empezaba á contaminarse de esa
postración peligrosa que suele seguir, en los espíri­
tus delicados, á un gran entusiasmo helado repen­
tinamente por la decepción,
Y, para acrecentar su pena, el asunto de su colo­
cación se iba dilatando en demasía. Dos veces había
vuelto á ir al ingenio Cancañiri, y el administrador,
usando siempre con él de buenos modos, le dijo que
el canchero aun no se retiraba, pero que no tardaría
en hacerlo.
La última de estas veces, una tarde templada y
fría, volvía Martín á su alojamiento pensando en su
suerte y en que no había hecho mal disparate en de­
jar la tranquilidad de su vida muelle de Sucre para
venir á un lugar que se le mostraba tan ingrato.
Silbaba fúnebremente el viento del sud, azotando
la descubierta nuca del joven, que no llevaba abrigo
ninguno. A ratos pasaban tropas de llamas, muías ó
burros, levantando una polvareda fastidiosa y despi­
diendo un olor que daba grima al caminante. Un cre­
púsculo lívido envolvía los objetos con apariencias
77
funerales. Los cerros, las pampas, las cañadas, apa­
recían bañadas en tintas siniestras. Martín encontra­
ba á veces uno que otro caminante que ascendía en
el cerro, arrugando todo el rostro en ademán de evi­
tar el polvo que el viento le lanzaba de frente. En la
extensión sólo se oía el bramido del viento y las vo­
ces y silbos de los bajadores que arreaban á las lla­
mas y borricos.

Todo le parecía á Martín detestable en aquellos


momentos.
—¿Y esto es el famoso Llallagua?—decíase,— ¿es­
ta es esa tierra riquísima en que yo soñé como un
iluso? ¿Dónde están las grandezas de que me hablaba
el idiota Godoy? ¿Dónde está la plata? Yo no veo
aquí más. que miserias. ¡Buen chasco me he llevado!

Luego, pensando en su madre, á quien él había


alucinado pintándole hermosas expectativas y dán­
dole mil seguridades, sentíase tan avergonzado, que
sólo por esto no se habría atrevido á presentarse otra
vez ante ella.

Y, sin embargo, al mismo tiempo, ¡echaba tanto


de menos el dulce afecto de su madre! En medio de
aquel ambiente en que ahora vivía, presenciando mi­
serias, egoísmos, odios, envidias y otras feas pasiones,
el exquisito amor materno se le presentaba desde le­
jos mucho más grande y querido de lo que se la ha­
bía figurado cuando estaba en plena posesión de él.
No parecía sino que quería volverse niño, y de bue­
no gana, él, un mozo rollizo, se habría acurrucado
en el regazo de su madre, como un bebé de tres años.
¿No era, acaso, su madre el gran asilo, el único re­
curso, el postrer consuelo?

78
Pensaba también en Lucía. ¿Qué diría ahora la
graciosa muchacha si lo viese todo empolvado y su­
cio, con la faz demacrada, con el corazón oprimido y
enteramente distinto de aquel Martín alegre y decidor
que llegaba al salón, oliendo á violetas, para decirle
frases delicadas y discretas?
Y pensaba en sus amigos, en los entusiastas com-
pañeros de las aulas, que paseaban con él por las ca­
lles hablando del derecho natural ó de la economía
política, y pensaba en sus triunfos de estudiante y en
todos sus antiguos propósitos, abandonados por co­
rrer tras una aventura loca.
Y pensaba, en fin, en el aire de su pueblo natal,
eee aire regalado y suave, tan distinto de este otro
aire frío y polvoroso que respiraba en Llallagua; en
el agua dulce y exquisita de Sucre, en sus días lu­
minosos, en sus noches de Irma espléndidas, en sus
cerros queridos.
¡Dulces y tristes pensamientos!
El viento mugía feroz en su rededor, y le abofetea­
ba con sus glaciales rachas como si le castigase por
tales pensamientos. La sombra nocturna—una som­
bra horripilante— desplegaba sus alas gigantescas
como una ave inmensa é impalpable. La soledad le
rodeaba.
De repente, tropezó con una piedra y cayó brus­
camente al través del camino. El viento llevó lejos
el estrépito de su caída. En aquel mismo momento,
una mujer pasaba cerca, acompañada de un perro
negro y feo. El perro ladró con furia al joven que
apenas podía incorporarse. Y la mujer, en lugar de
llegarse á socorrerlo, hizo un rodeo y pasó mirándole
con ojos desconfiados, como si dijese: “¡Si será un bo­
rracho!”.
79
X

El robo del estaño en Llallagua había llegado en


aquellos tiempos á tal grado, que bien podía decir­
se que, de la producción total del metal, por lo menos
una cuarta parte era absorbida por el robo. El robo
y los negocios relacionados con él, como el rescate,
eran el gran aliciente que atraía á esos lugares diver­
sas clases de gentes. Aun muchos de los obreros a-
fluían allí, más que por lo subido de los salarios que
pagó por un tiempo la Compañía, por las facilidades
que encontraban para el robo.

Y en vano era que la Compañía tocara diferentes


resortes para combatirlo. Se organizaban policías nu­
merosas, se daban magníficas primas por los descu­
brimientos y delaciones, se establecían castigos te­
rribles, se hacían trabajos de seguridad más ó menos
ingeniosos, y el estaño seguía escurriéndose con una
facilidad y constancia sorprendentes.

Se robaba en el interior de las minas, en las can­


chas, en los almacenes y hasta en las carretas yani-
males cargados del precioso metal. Robaban los hom­
bres, las mujeres y los. niños, esto es, los barreteros,
los apiris, los pongos, los chivatos, las lavadoras, las
palliris y chirapas. Hasta los policiales robaban.
81
Y, en verdad, que se daban tales mañas, que por
muy rigurosa que fuese la vigilancia, no era fácil des­
cubrirlos.
De noche subían hasta las proximidades de las
minas caravanas de hombres y borricos, que regre­
saban cargados con el metal.
Aun de día el robo era considerable. Los mineros
que salían del trabajo se llevaban con facil'dad si­
quiera algunas libras. Las mujeres, vestidas de pesa­
das y gruesas polleras, salían con el peso aun más au­
mentado en ellas.
Contar con los chaguiris era inútil. Estos no hacían
más que registrar superficialmente á la gente. Con
las mujeres ni aun se podía hacer eso. Muchas se eno­
jaban diciendo que, bajo el pretexto de registrarlas,
se las hacía presiones poco honestas. Por lo demás,
la mayoría de los tales chaguiris estaba también
compuesta de ladrones.
Dado semejante orden de cosas, bien se compren­
derá que las casas de rescate prosperaban.
En esos tiempos, dichas casas no se podían implan­
ta r ostensiblemente en Llallagua, por las restriccio­
nes impuestas por la Compañía; pero se las estable­
cía en el pueblo de Uncía, distante apenas algunos
kilómetros de las minas. De este modo, Uncía vino á
ser en poco tiempo el centro principal de acción de
los rescatadores y el seguro foco adonde afluían los
vendedores del metal substraído. Muy pronto fun­
dáronse allí, sobre todo por comerciantes austríacos,
casas de rescate, que se enriquecieron como por en­
salmo.
Siendo el rescate permitido por las. ley es bolivia­
nas, no había por qué acobardarse en emprender tal
82
negocio; y aun cuando los más de los metales resca­
tados procedían del robo, como casi nunca los indus­
triales podían probar esa procedencia en las innume­
rables cuestiones que se suscitaban con este motivo,
resultaba que los negociantes se mantenían dentro
de una situación muy ventajosa. Tal cosa a l t a b a á
los ladrones, y estando el rescate sobre todo apoyado
en ellos, vino á ser considerado lógicamente como uno
de los negocios más lucrativos y seguros.
Tal era el negocio al que Emilio se había dedicado.
Naturalmente, Emilio, como hombre audaz y des­
preocupado, no anduvo con tapujos, y procuró que
su industria le diese ganancias suficientes á llenar
sus necesidades de hombre derrochador á lo sumo,
como lo era. Por otra parte, exento de ciertos escrú-
pu’os, él no se limitaba á recibir, á la manera de
otros, lo que los vendedores le traían. Movíase con
admirable diligencia de una á otra parte. Se ponía
en íntimo contacto con los mineros; estimulábales
de unas y otras maneras á recoger la mayor cantidad
posible de metal para entregarle, y, en su afán, lle­
gaba á predicar la legalidad y aun la santidad del
robo.
Emilio vivía en Uncía, donde recogía el grueso
del metal que se le entregaba; pero también se iba
con frecuencia á Llallagua cuando allí encontraba
mejores expectativas.

Y fué así como le encontró Martín.


Hacía ya un año que Emilio era rescatador, y se
y se hallaba tan satisfecho, que, despertadas en él
nuevas ambiciones, lo que ahora quería era amplifi­
car su negocio. En un principio había sufrido no po­
cos contratiempos, y aun estuvo á punto de abando­
83
narlo. Los proveedores de metal no siempre se pre­
sentaban, se retrasaban en sus compromisos, busca­
ban oíros compradores ó le engañaban. Estos incon­
venientes mortificaban al mozo, que deseaba ganar
como otros.
Un encuentro feliz favoreció sus anhelos.
Cierta noche regresaba de Llallagua á Uncía, muy
irritado porque un trabajador que debía entregarle
algunos sacos de metal no había podido cumplir esta
obligación. Acompañaba á Emilio un joven que había
garantizado al deudor y que había ofrecido entregar
por cuenta de éste, en Uncía, el indicado metal. Emi­
lio caminaba echando sapos y culebras contra varias
personas y lamentándose de tener que tratar con gen­
tes que sólo estaban buenas para fiarse y no para
pagar. De pronto su compañero le hizo una extraor­
dinaria proposición: díjole que él podría entregarle
con seguridad todas las noches, por lo menos diez
quintales de metal.
¿Quién era aquel mozuelo?
Había dicho á Emilio llamarse Lucas Cruz; pero,
por lo demás, fué tan reservado, que inútilmente Emi­
lio el hizo un mar de preguntas sin conseguir que le
dijese otra cosa que aquello de que, efectivamente,
podría entregarle “cada noche diez quintales de me­
tal”.

Emilio, naturalmente, muy intrigado, cerró el con­


venio con el joven proponedor, aunque dudase mu­
cho de la seriedad de tal compromiso. Pensó que bien
podía tratarse de un embaucador y sencillamente de
un simple de espíritu: mas como no le podía traer
ningún perjuicio esta aventura, quiso seguirla si­
quiera como asunto de diversión.
84
XIII

Una tarde, Martín, como de costumbre, se encon­


traba paseando entre las lavadoras. Hacía cerca de
un mes que seguía en su colocación. No había vuelto
á ver á Emilio ni á sus otros conocidos, y pasaba su
vida en el ingenio, procurando llenar con toda pun­
tualidad sus obhgaciones. El joven, no obstante el
tiempo transcurrido, aun no estaba familiarizado con
su nueva vida; pero he aquí que una circunstancia
inesperada había venido á hacer más pasaderas sus
ocupaciones.
Una de las lavadoras, una chica de pollera y re­
bozo, había empezado á interesarle.
Nunca Martín se lo hubiese figurado; pero era así.

El, desde su regada á Llallagua, se sentía muy


mal impresionado de las mujeres. Las cholas le cau-
saban repugnancia, y, ciertamente, lo que veía en
ellas no era para agradar á un joven de sus gus'os.
AqueLas mujeres, que ordinariamente estaban su­
cias y desarrapadas, y que sólo en ciertos días se pre­
sentaban lavadas á medias y vistiendo trajes chillo­
nes y ridículos, no podían encantar ni mucho menos
los ojos de Martín, que se acordaba de la graciosa y
101
elegante indumentaria mujeril que antes viera en
Sucre. Martín, desde que llegó, se admiraba del mal
gusto de Emilio y de otros á quienes les oía hacerse
lenguas sobre la cholita tal ó cual. Consideraba aque­
llo como un capricho, como una degeneración del
gusto.
Además, Martín había venido con una buena par­
te de su corazón y su cabeza ocupados por la imagen
de Lucía, la muchacsa de apostura señoril y atracti­
va, y comparar esa imagen con las que ahora veía,
era una irrisión.
Mas ahora resultaba que él también se iba por el
mismo carril de sus criticados amigos. ¿Sería que
también su gusto se iba pervirtiendo? Martín, al pen­
sar en esto, no dejaba de sentirse avergonzado. El
nunca habría querido dar tal muestra de faqueza.
Pero la verdad era que ya miraba con ojos interere-
sados á la jovencita Claudina, que tal era el nombre
de la susodicha lavadora. Martín había empezado fi­
jándose parte por parte en la muchacha. Primero lla­
mábanle la atención sus bien formadas pantorrillas,
que por llevar las polleras cortas, se exhibían libre­
mente ya cubiertas de largas medias ó ya desnudas.
Después, Martín echó de ver la cara de la joven, una
cara efectivamente simpática, aunque por lo regu
lar estuviese empolvada de tierra. Por último, escu­
driñó aquel busto soberbio de mujer apenas púber,
y, en total de cuentas, se encontró ante un conjunto
de formas bellas, aunque estuviesen detestablemen­
te vestidas. Pero, aun en el mismo traje, el gusto de
Martín empezó á modificarse. Las poperas de las
cholas, que tan repulsivas le habían sido en un prin­
cipio, ya ahora le parecían más pasaderas y hasta
hallaba algunas dispuestas con mucha gracia, v. gr.
en Claudina. De este modo, el joven iba cediendo e;
campo, con escándalo de sí mismo, pero sin poder re­
mediarlo.
102
Aquella tarde, Martín paseaba lentamente, pasan­
do una y otra vez cerca á Claudina, cuando le anun­
ciaron que le buscaba un hombre. Volvióse y vió
acercarse á un muchacho vestido al modo de los mi­
neros, con gruesas medias subiéndole hasta las ro­
dillas, los ppolecos de cuero de cabra en los pies, y
al cuello una bufanda de lana de vicuña. Supuso que
era alguien que venía en busca de trabajo. Aproxi­
móse el recién llegado, hizo un sencillo saludo y le
entregó un papel. Martín quedó gratamente impre­
sionado. Era una carta de Emilio, en la que éste le
invitaba á almorzar en Uncía el domingo próximo, y
al propio tiempo le presentaba á su amigo Lucas Cruz,
un joven “notablemente talentoso y de pelo en pe­
cho”. Martín consideró con atención al portador del
papel, y se sorprendió que bajo tan pobre y descui­
dada vestidura se ocultase una “notable inteligen­
cia”, como le decía su amigo; pero consideró esto co­
mo un arranque hiperbólico de Emilio. Eso sí, halló
que el recién venido era todo un buen mozo. Tenía
una cara correcta y simpática, aunque extraordina­
riamente sucia. Su crecida y rubia cabehera le caía
en bucles en que estaban enredadas algunas hilachas
y pajas. Sus ojos azules lanzaban reflejos mirando
en derredor. Martín condújole á su cuarto é hizo que
le sirviesen una taza de té. Conversaron; pero el jo­
ven era de tan pocas palabras, que apenas daba ra­
zón á Martín sobre las diversas cuestiones que se
trajeron á cuento. Luego, Martín, que había supues­
to que el recomendado de su amigo le diría que ve­
nía en busca de trabajo, quedó muy admirado de no
oirle nada al respecto. Comprendió que quizá se tra­
taba de un muchacho sumamente tímido, y le pre­
guntó si no buscaba alguna colocación, y cuando le
contestó negativamente, quedó más admirado aún.
Pocos momentos después, se despedían, Levando Lu­
cas para Emilio el recado de Martín, en que éste acep­
taba agradecido su invitación. Martín, viendo alejar­

103
se aquel muchacho tan simpático y tan pobremente
vestido, no pudo menos de sentir cierta impresión de
pena y de lástima. Confirmóse en su idea de que de­
bía ser algún ser exageradamente tímido, y que aque­
llo de “talentoso y de pelo en pecho” que dijo Emi­
lio, oo pasaba de ser una broma.

Al día siguiente, muy temprano, se notó en el in­


genio la desaparición de una gruesa cantidad de ba­
rrilla. Los ladrones habían hecho abundante cosecha
por la noche, entrando á pleni cancha y substrayen­
do, de un gran montón de metal beneficiado que que­
daba allí, lo menos una docena de quintales. El ad­
ministrador estaba furioso por esta pérdida, v des­
pidió al sereno, que no había sabido vigilar debida­
mente el ingenio, no faltando quien dijese que aquél
más bien estaba en connivencia con los ladrones. Y
lo peor era que éstos no habían dejado señal ninguna
para seguirles la pista. Martín estaba asombrado. A-
cababa de convencerse de la facilidad con que se ha­
cían los robos en Llallagua, y aqueho le intrigaba.
¡Entrarse al ingenio sin dejarse sentir, y llevarse do­
ce quintales de metal como hevarse una libra, le pa­
reció una obra de arte sorprendente! Luego, por un
proceso ideológico muy natural, llegó á pensar en
su visitante del día anterior. ¿No podría ser que éste
se hallase envuelto en el misterioso robo? ¿No sería
que vino con fines preconcebidos y en connivencia
con Emilio? Ya sabía Martín á qué atenerse respec­
to de la escrupulosidad de Emilio. Pero, su amigo
Emilio ¿sería posible que recurriese á tales procedi­
mientos y abusase así de la amistad? Aquejo le pa­
recía monstruoso. Luego pensaba Martín en la figu­
ra y ademanes del enviado de Emilio. Recordaba su
rostro de niño cándido y su aire reservado é indolen­
te. ¿Cómo pensar que ese muchacho, que no tenía ni
pizca de la facha de un salteador, anduviese metido
en tales líos? Aquello le parecía inaceptable, mas
104
siempre quedaba en su corazón la sospecha. Para su
satisfacción, pronto abandonó tales presunciones,
pues empezó á correr como muy valedera la voz de
que los ladrones eran unos trabajadores que vivían
en las mismas proximidades del ingenio, con cuyo
motivo se comenzaron á hacer pesquisas por aquel
lado.

105
XIV

Mientras así Martín pensaba ganarse honrada­


mente, aunque con muchas mortificaciones, su mo­
desto sue’do, su amigo Emilio, á quien hacía como un
mes que no veía, se hallaba entregado á más y me­
jor en hacer “soberbias combinaciones”, como él de­
cía. El dinero se le venía en tal abundancia, que, á
ser Emilio más previsor y arreglado, se habría he­
cho rico muy rápidamente. Había días en que recibía
hasta veinte quintales de metal de buena ley; de mo­
do que sus despachos de Uncía representaban cifras
que, sí hubiesen sido conocidas, habrían causado jus­
ta alarma en los patronos y aun suscitado un movi­
miento de envidia en muchos otros rescatadores.
Mas con la misma facilidad con que entraba el
dinero en las manos de Emilio, volvía á salir de ellas.
Jamás Emilio sería rico. Su temperamento derrocha­
dor llevábalo á los mayores extremos, muchas veces
hasta á quedar sin un peso, debiendo entonces acu­
dir al crédito, del que aun llegaba á abusar, puesto
que se le concedía con harta facilidad. Desde luego,
su mayor preocupación era cumplir con Lucas, dán­
dole todo el dinero que éste requería, para lo cual
no' omitía esfuerzo ninguno; mas una vez llenada es­
ta obligación, se entregaba de lleno á su vida de disi­
pación. Su paso por los hoteles, las jaranas y diver­
siones, estaba señalado por un reguero de plata. Emi­
lio era un asiduo concurrente de los jolgorios de la
plebe. Veíasele allí barajado con los barreteros, los
arrieros, las cholas y otras gentes de baja estofa, go-
107
zando de gran partido entre ellas. Allí mismo tam­
bién solía hacer muchas de sus “combinaciones”, li­
bando sendas copas de el? cha y de licor y emborra­
chándose y haciendo emborrachar á los demás. Y
claro es que, con tal sistema, favorecía sus planes y se
aseguraba éxitos. El tenía ciertas máximas que solía
incu1car á otros. “Hay que mezclarse con los trabaja­
dores—les decía;—hay que estudiarlos y tratarlos se­
gún son ellos. Hay que beber con ellos; hay que favo­
recer á los que están mal, sin descuidarse tampoco
de repartir de cuando en cuando algunos puñetazos”.
Y así era como obraba. Famfiarizábase con los cholos
y aun los indios. Tenía un regimiento de compadres.
Estimulaba á los tímidos y pocatos; ayudaba á los
necesitados; libraba á los tramposo; se a’coholizaba,
bailaba, cantaba, reía y l1oraba con los borrachos. Y
cuando llegaba el caso, iniciaba formidables sesiones
de box, de las que pocas veces salía con chichones,
pues, por lo general, le respetaban.

Y á este paso se despertaban nuevas ambiciones


en Emilio. Ya que le iba tan bien en sus negocios, que
ría magnificarlos todavía más. Forjaba planes más ó
menos ingeniosos, algunos de los cuales no dejaban
de tener cierta origina1idad. Quería hacer una espe­
cie de sindicato con ramificaciones en todas ’as mi­
nas, disponiendo en todas las minas, disponiendo de
los mismos empleados de ellas. “Con un poco de pla­
ta y de m aña... ”, se decía en sus adentros. Una vez
insinuó ante Lucas el siguiente plan: La policía de
LlaTagua debía pertenecer les. ¿Por qué no? Si la
Compañía pagaba á los serenos noventa ó cien pesos,
¿por qué ;no pagarles el doble ó el triple por mes?
Pero Lucas, siempre reservado é indiferente, no se
entusiasmo. Quizá encontraba ocioso este plan. ¿Por
qué pagar á los serenos de la Compañía ese sobre­
sueldo, cuando sin neces’dad de eso dejaban sacar
todo el metal que se quería?
108
XV

Llegado el domingo de la invitación, que era día


de pago y de descanso, Martín emprendió el cem:'no
de Uncía. No tenía un animal para hacer en él los
seis kilómetros que habían hasta allí, y debió ir á pie,
lo cual le fatigó mucho, Pero quedó b;en compensa­
do con la magnífica recepción que le hizo su arrugo.
Después de un mes de trabajo y de retraimiento, Mar­
tín estaba deseoso de alguna expansión; de manera
que se sentía comento aquel día. Causóle buena im­
presión ver que en Uncía estaba Emih'o de bien dis­
tinto modo de como lo hadara en LlaPagua. Ocuna­
ba una casa espaciosa, con buen menaje y ciertas co­
modidades que denunciaban bien claro su feliz situa­
ción.

Grande fué la sorpresa de Martín cuando, á poco


de hallarse en el cuarto al que le condujera su ami­
go, entró al’í una chola, llevando un niño en brazos,
de quien le dijo Emilio:
—Mi m u je r... mi hijito.
Luego conoció también otros dos chicos, hijos de
Emilio, el mayor de los cuales apenas debía contar
cuatro años. Eran un par de bebés, de mejillas regor-
1C9
detas y coloradas, bulliciosos y horriblemente tra­
viesos.
—Ya verás que no me he descuidado... Y tú ¿no
tienes todavía una mujercita?
Martín sonrió mientras Emilio se extendió en lar
gas consideraciones sobre la necesidad de contar, en
lugares como las minas, con una compañera que le
atienda á uno debidamente, que le arregle la ropa,
que ne sirva bien condimentados platos y le atienda
la cama.
—Por ahora, tú estás todavía huraño— añadía;—
pero al fin caerás. Es imprescindible. La mujer es
tan necesaria, que eso lo reconocen los mismos mon­
jes. Estoy seguro que no tardarás en echarle el ojo
á una...
Martín pensaba en Claudina, y encontraba que
Emilio tenía razón.

Preparóse koktail. Mientras bebían, su charla se


hacía más animada. Martín se reía de buena gana an­
te las ocurrencias de Emilio. Lleno de buen humor
después de aquel tiempo de continuas molestias, se
entregaba al gozo, y hasta menudeaba en los sorbos
del aperitivo, haciendo á un lado su parquedad ordi­
naria. Seguramente aquel era el primer día alegre
que pasaba en las minas.
—¿Y qué te pareció mi recomendado del otro día?
—preguntó Emilio.
Martín contestó que le parecía un joven simpáti­
co, pero demasiado tímido, y que no le pudo notar el
“notable talento” á que se refiriera Emilio.

110
Luego, el recuerdo de Lucas trajo á Martín el del
robo de la noche inmediata, y se lo contó á Emilio.
Este se rió á carcajadas y exclamó:

—¡Ah picaro! Con razón me pidió la carta de pre­


sentación... Tenía, sin duda, su p la n ... ¡Ah pica­
ro!. .. ¡Y decir que no tiene talento!
Martín, considerando que las palabras de Emilio
eran simples bromas, se apresuró á cortarle, diciendo:
—Ya se sabe que los ladrones del metal son unos
trabajadores que viven cerca del mismo ingenio; así
es que tu Lucas no ha tenido el honor de ser el autor
de esta fechoría.
—Justamente, Lucas vive con una familia de tra­
bajadores cerca del ingenio. El es. ¡Con razón el otro
día me entregó doce quintales de riquísima barrilla!

Pero Martín no se daba por vencido. Para seguir


la broma exclamó:
—Entonces no me queda más que denunciar á
Lucas.

—Sería inútil. ¿Cómo podrías probar que él es el


ladrón? Supongo que no irías á avisar lo que te voy
diciendo en! el seno de la confianza.
Martín empezaba á decirse á sí mismo:
—¿Será posible?
Emilio prosiguió con cinismo:
—Has de saber, querido, que este Lucas es el prin­
cipal de mis proveedores de metal; pero si tú dijeses
111
algo de é!, aun presentando pruebas, no sólo á él le
perjudicarías, sino también á mi, lo que no se puede
esperar de tu lealtad.
Martín continuaba diciéndose:
—¿Será posible?
Luego Emilio empezó á contar á Martín lo aue
era Lucas. Martín habría preferido no oir cosas que
se veía obligado á callar; mas como era e1 mismo
anr'go que le halagaba amen le hablaba de esas co­
sas, no tuvo más que oirlas. Fué así como supo Martín
que Lucas era un muchacho sin par, que hacía con­
ducir á Uncía cargamentos de metal, que no temía á
los hombres ni a los e^mentos, que ganaba valientes
cantidades de dinero, que lo gastaba todo en los mise­
rables, que era el ídolo de los mineros...
La llegada de dos nuevos invitados interrumpió á
Emilio.
Eran un comerciante, probab1emente italiano, que
usaba con mucha frecuencia de la sílaba ma en su
charla, y el otro un viejecito delgado, chico, arrugado
y de apariencia simiesca.
Llamaron á almorzar; pero antes hubo que beber
otra ronda de koktail. Los recién legados abrazaron
á la chola, mujer de Emdio, que cumplía años, y obli­
garon á hacer lo propio á Martín,
Almorzaron alegremente.
Emilio exclamó, dirigiéndose al comerciante:
—¿Y qué tal, D. Gregorio, con el negocio?
—M a... yo no sé lo que pasa. Ya no se vende, ma...
112
—Pero, en cambio, comprará usted mucho metal.
—M a... n o ... Con la morte del otro día, ya no
vene casi n ad ie... ¿E qué lo vamos á hacer?
Efectivamente, en aquellas días los serenos de
una de las minas habían muerto de un balazo á un
hombre que se llevaba un poco de metal.
—El nuevo subprefecto—dijo el viejecito —ha de­
clarado, como uno de los puntos principales de su
programa, que combatirá el rescate hasta extirparlo
por completo.
—¡Iluso! Seguro que eso dirá por el influjo de las
empresas; pero no es hombre de realizar tal cosa.
¿Cómo podría impedir el rescate, si él está autoriza­
do por las leyes del país?

—Es que ciertos subprefectos sue’en pasar por en­


cima de las leyes—añadió, haciendo ji, ¡ji, ji, el viejo.
—Se conoce que usted lo hacía así.
—Cuando yo fui subprefecto en Lipes, siempre
subordiné mis actos á la Ley. Por eso estoy en este
estado.
—No, suegro: usted está así por su afición á las
copitas.
El viejo, sin darse por ofendido, volvió á hacer
ji, ji. El comerciante habló:
—Ma, yo tambén he sido l’otro día con el siñore
subprefeto é le oí hablar...
—¿Sobre el rescate?
113
—Ma, no. Habló contra de su antecesor ó, é decía
que no halló, ma, nada en la oñchina, ni archivo, ni
libro de copias, ni pren sa...
—Lo de siempre: así hablan todos los subprefec­
tos. Han de ver ustedes que cuando venga otro sub­
prefecto ha de decir lo mismo de éste, que no ha ha­
llado nada, ni archivo, ni libros, ni diablos. Supongo,
suegro, que á usted le pasó esto mismo cuando fué
autoridad.

—En Lipes, yo no hallé más que una mesa vieja,


como único mueble, en la subprefectura. Y como era
un trasto tan miserable, al retirarme me dió vergüen­
za dejarlo...
—¿Y se lo llevó usted?
—No. La regalé á Da. Leandra, á quien debía unos
pesos.
Martín, ya algo mareado con el vino que se bebía
en abundancia en el almuerzo, miraba con repug­
nancia ai vejete, que le parecía muy cínico, y al co­
merciante, cuyas grandes mandíbulas devoraban los
platos. Los chiquillos hacían un ruido infernal en la
pieza contigua. La chola Mariana aparecía con fre­
cuencia ayudando á servir al criado, un cchuta, cu­
yos calzones partidos llamaban también la atención
de Martín.
El comerciante habló:
—Ma, ¿saben ustedes la noticia de Llallagua? Di­
ce que el gerente se va en Chile, é dice que no será
más aquí, ma, que vene un otro.
—¡Hola!
114
—E dice que se suspenden los contratos.
—Bueno; pero ya es tarde. La mina está destroza-

—Ma, dice que en Santiago los directore son pe­


leado, é no son contentos de la producción; ma, quie­
ren molto más, é que van á hacer novos trabajos.
—Seguro. Los chilenos son valientes y fecundos en
iniciativas. No faltará quien desde Santiago, en vis­
ta de cualquier plano, indique la conveniencia de
abrir, por ejempY, un socavón, desde Catavi á las
minas, para facilitar la explotación.
El viejo hizo ji. .. ¡ji... ji.
Emilio siguió:
—La verdad: en Chile hay gentes fantásticas que
todo lo facilitan. No sospechan lo que es Lllagua. Se
han formado tal idea de su riqueza, sin fijarse en las
dificultades. Pero, ya pronto abrirán les ojos. Y, so­
bre todo, cuando haya que sacar la plata para corre­
gir los desaguisados, ya me figuro la cara que pon­
drán. Las minas no pueden estar peor trabajadas.
Son una atrocidad, un absurdo. Solamente los contra­
tistas importan á la Compañía una pérdida ante la
cual deberían ponerse á llorar los accionistas, y so­
bre todo los directores.

* • *

Después del almuerzo, llevó Emilio á Martín á


pasear por el pueblo. Uncía hizo á éste la impresión
de un pueblo muy jaranero y alegre. Por todas par­
tes flameaban pañuelitos multicolores, izados de lar­
115
gos palos acomodados en las puertas. Las juergas se
sucedían sin interrupción en calles enteras. Oíase el
rumor de armoniums, guitarras, bandurrias y cha­
rangas, acompañados de cantos, zapateados y jaleos.
Cuando llegaron á la plaza, había allí un hervide­
ro de gente, sobre todo de indios. Se celebraba la
fiesta de San Miguel, y los indios, conforme á una
costumbre tradicional, hacían ejercicios de pugilato.
En medio de la multitud se había formado un claro,
á manera de liza, y ahí avanzaba el indio que quería
pelear, inclinando el tronco irguiendo la cabeza, ade­
lantando la quijada y mirando al frente en actitud
de desafío, al modo de un gafo. En eguida, venía otro
indio haciendo los mismos gestos, y entonces se da­
ban de puñetazos con las manos forradas de rebota­
dos guaníes, bajo la vigilancia de un juez, quien, des­
pués de un momento, los separaba para que se con­
tinuase la misma operación con otros.
Entre los concurrentes que presenciaban estos
ejercicios, Emilio reparó en Lucas, y lo llamó.
Lucas llevaba un traje muy distinto de aquel con
que Martín lo conoció. Estaba enfundado en un saco
y un pantalón que, por serle sobradamente grandes,
no ’e venían bien. Un sombrero alón caíale á un 1ado
sombreándole la pálida tez. Llevaba al cuello un pa­
ñuelo de seda verde. Su cara lavada dejaba ver dis­
tintamente sus facciones juvenfes y correctas.
—;Qué ropa de gigante te has ido á poner?—ex­
clamó Emilio riendo.
Lucas explicó que el sastre le había hecho aque­
lla ropa, sobre la medida de uno de sus compañeros
(de Lucas), que era más alto y gordo que él.
—¡Vaya un sistema de mandarse hacer ropa!
116
XIII

Una tarde, Martín, como de costumbre, se encon­


traba paseando entre las lavadoras. Hacía cerca de
un mes que seguía en su colocación. No había vuelto
á ver á Emilio ni á sus otros conocidos, y pasaba su
vida en el ingenio, procurando llenar con toda pun­
tualidad sus obligaciones. El joven, no obstante el
tiempo transcurrido, aun no estaba familiarizado con
su nueva vida; pero he aquí que una circunstancia
inesperada había venido á hacer más pasaderas sus
ocupaciones.
Una de las lavadoras, una chica de pollera y re­
bozo, había empezado á interesarle.
Nunca Martín se lo hubiese figurado; pero era así.

El, desde su llegada á Llallagua, se sentía muy


mal impresionado de las mujeres. Las cholas le cau­
saban repugnancia. ty, ciertamente, lo que veía en
ellas no era para agradar á un joven de sus gustos.
Aqueras mujeres, que ordinariamente estaban su­
cias y desarrapadas, y que sólo en ciertos días se pre­
sentaban lavadas á medias y vistiendo trates challo­
nes y ridículos, no podían encantar ni mucho menos
los ojos de Martín, que se acordaba de la graciosa y
101
elegante indumentaria mujeril que antes viera en
Sucre. Martín, desde que llegó, se admiraba del mal
gusto de Emilio y de otros á quienes les oía hacerse
lenguas sobre la cholita tal ó cual. Consideraba aque­
llo como un capricho, como una degeneración del
gusto.
Además, Martín había venido con una buena par­
te de su corazón y su cabeza ocupados por la imagen
de Lucía, la muchacsa de apostura señoril y atracti­
va, y comparar esa imagen con las que ahora veía,
era una irrisión.
Mas ahora resultaba que él también se iba por el
mismo carril de sus criticados amigos. ¿Sería que
también su gusto se iba pervirtiendo? Martín, al pen­
sar en esto, no dejaba de sentirse avergonzado. El
nunca habría querido dar tal muestra de faqueza.
Pero la verdad era que ya miraba con ojos interere-
sados á la jovencita Claudina, que tal era el nombre
de la susodicha lavadora. Martín había empezado fi­
jándose parte por parte en la muchacha. Primero lla­
mábanle la atención sus bien formadas pantorrillas,
que por llevar las polleras cortas, se exhibían libre­
mente ya cubiertas de largas medias ó ya desnudas.
Después, Martín echó de ver la cara de la joven, una
cara efectivamente simpática, aunque por lo regu
lar estuviese empolvada de tierra. Por último, escu­
driñó aquel busto soberbio de mujer apenas púber,
y, en total de cuentas, se encontró ante un conjunto
de formas bellas, aunque estuviesen detestablemen­
te vestidas. Pero, aun en el mismo traje, el gusto de
Martín empezó á modificarse. Las poneras de las
cholas, que tan repulsivas le habían sido en un prin­
cipio, ya ahora le parecían más pasaderas y hasta
hallaba algunas dispuestas con mucha gracia, v. gr.
en Claudina. De este modo, el joven iba cediendo ei
campo, con escándalo de sí mismo, pero sin poder re­
mediarlo.
102
Aquella tarde, Martín paseaba lentamente, pasan­
do una y otra vez cerca á Claudina, cuando le anun­
ciaron que le buscaba un hombre. Volvióse y vio
acercarse á un muchacho vestido al modo de los mi­
neros, con gruesas medias subiéndole hasta las ro­
dillas, los ppolecos de cuero de cabra en los pies, y
al cuello una bufanda de lana de vicuña. Supuso que
era alguien que venía en busca de trabajo. Aproxi­
móse el recién llegado, hizo un sencillo saludo y le
entregó un papel. Martín quedó gratamente impre­
sionado. Era una carta de Emilio, en la que éste le
invitaba á almorzar en Uncía el domingo próximo, y
al propio tiempo le presentaba á su amigo Lucas Cruz,
un joven “notablemente talentoso y de pelo en pe­
cho”. Martín consideró con atención al portador del
papel, y se sorprendió que bajo tan pobre y descui­
dada vestidura se ocultase una “notable inteligen­
cia”, como le decía su amigo; pero consideró esto co­
mo un arranque hiperbóreo de Emilio. Eso sí, halló
que el recién venido era todo un buen mozo. Tenía
una cara correcta y simpática, aunque extraordina­
riamente sucia. Su crecida y rubia cabellera le caía
en bucles en que estaban enredadas algunas hilachas
y pajas. Sus ojos azules lanzaban reflejos mirando
en derredor. Martín condújóle á su cuarto é hizo que
le sirviesen una taza de té. Conversaron; pero el jo­
ven era de tan pocas palabras, que apenas daba ra­
zón á Martín sobre las diversas cuestiones que se
trajeron á cuento. Luego, Martín, que había supues­
to que el recomendado de su amigo le diría que ve­
nía en busca de trabajo, quedó muy admirado de no
oirle nada al respecto. Comprendió que quizá se tra­
taba de un muchacho sumamente tímido, y le pre­
guntó si no buscaba alguna colocación, y cuando le
contestó negativamente, quedó más admirado aún.
Pocos momentos después, se despedían, Levando Lu­
cas para Emilio el recado de Martín, en que éste acep­
taba agradecido su invitación. Martín, viendo alejar­

103
se aquel muchacho tan simpático y tan pobremente
vestido, no pudo menos de sentir cierta impresión de
pena y de lástima. Confirmóse en su idea de que de­
bía ser algún ser exageradamente tímido, y que aque­
llo de “talentoso y de pelo en pecho” que dijo Emi­
lio, no pasaba de ser una broma.

Al día siguiente, muy temprano, se notó en el in­


genio la desaparición de una gruesa cantidad de ba­
rrilla. Los ladrones habían hecho abundante cosecha
por la noche, entrando á pleni cancha y substrayen
do, de un gran montón de metal beneficiado que que­
daba allí, lo menos una docena de quintales. El ad­
ministrador estaba furioso por esta pérdida, y des­
pidió al sereno, que no había sabido vigilar debida­
mente el ingenio, no faltando quien dijese que aquél
más bien estaba en connivencia con los ladrones. Y
lo peor era que éstos no habían dejado señal ninguna
para seguirles la pista. Martín estaba asombrado. A-
cababa de convencerse de la facilidad con que se ha­
cían los robos en Llallagua, y aquello le intrigaba.
¡Entrarse al ingenio sin dejarse sentir, y llevarse do­
ce quintales de metal como llevarse una libra, le pa­
reció una obra de arte sorprendente! Luego, por un
proceso ideológico muy natural, llegó á pensar en
su visitante del día anterior. ¿No podría ser que éste
se hallase envuelto en el misterioso robo? ¿No sería
que vino con fines preconcebidos y en connivencia
con Emilio? Ya sabía Martín á qué atenerse respec­
to de la escrupulosidad de Emilio. Pero, su amigo
Emilio ¿sería posible que recurriese á tales procedi­
mientos y abusase así de la amistad? Aquello le pa­
recía monstruoso. Luego pensaba Martín en la figu­
ra y ademanes del enviado de Emilio. Recordaba su
rostro de niño cándido y su aire reservado é indolen­
te. ¿Cómo pensar que ese muchacho, que no tenía ni
pizca de la facha de un salteador, anduviese metido
en tales líos? Aquello le parecía inaceptable, mas
104
siempre quedaba en su corazón la sospecha. Para su
satisfacción, pronto abandonó tales presunciones,
pues empezó á correr como muy valedera la voz de
que los ladrones eran unos trabajadores que vivían
en las mismas proximidades del ingenio, con cuyo
motivo se comenzaron á hacer pesquisas por aquel
lado.

105
XIV

Mientras así Martín pensaba ganarse honrada­


mente, aunque con muchas mortificaciones, su mo­
desto sue’do, su amigo Emilio, á quien hacía como un
mes que no veía, se hallaba entregado á más y me­
jor en hacer “soberbias combinaciones”, como él de­
cía. El dinero se le venía en tal abundancia, que, á
ser Emilio más previsor y arreglado, se habría he­
cho rico muy rápidamente. Había días en que recibía
hasta veinte quintales de metal de buena ley; de mo­
do que sus despachos de Uncía representaban cifras
que, si hubiesen sido conocidas, habrían causado jus­
ta alarma en los patronos y aun suscitado un movi­
miento de envidia en muchos otros rescatadores.
Mas con la misma facilidad con que entraba el
dinero en las manos de Emilio, volvía á salir de ellas.
Jamás Emilio sería rico. Su temperamento derrocha­
dor llevábalo á los mayores extremos, muchas veces
hasta á quedar sin un peso, debiendo entonces acu­
dir al crédito, del que aun llegaba á abusar, puesto
que se le concedía con harta facilidad. Desde luego,
su mayor preocupación era cumplir con Lucas, dán­
dole todo el dinero que éste requería, para lo cual
no' omitía esfuerzo ninguno; mas una vez llenada es­
ta obligación, se entregaba de lleno á su vida de disi­
pación. Su paso por los hoteles, las jaranas y diver­
siones, estaba señalado por un reguero de plata. Emi­
lio era un asiduo concurrente de los jolgorios de la
plebe. Veíasele allí barajado con los barreteros, los
arrieros, las cholas y otras gentes de baja estofa, go-
107
zando de gran partido entre ellas. Allí mismo tam­
bién solía hacer muchas de sus “combinaciones”, li­
bando sendas copas de chicha y de licor y emborra­
chándose y haciendo emborrachar á los demás. Y
claro es que, con tal sistema, favorecía sus planes y se
aseguraba éxitos. El tenía ciertas máximas que solía
incu1car á otros. “Hay que mezclarse con los trabaja­
dores—les decía;—hay que estudiarlos y tratarlos se­
gún son ellos. Hay que beber con ellos; hay que favo­
recer á los que están mal, sin descuidarse tampoco
de repartir de cuando en cuando algunos puñetazos”.
Y así era como obraba. Famiharizábase con los cholos
y aun los indios. Tenía un regimiento de compadres.
Estimulaba á los tímidos y pocatos; ayudaba á los
necesitados; libraba á los tramposo; se alcoholizaba,
bailaba, cantaba, reía y l1oraba con los borrachos. Y
cuando llegaba el caso, iniciaba formidables sesiones
de box, de las que pocas veces salía con chichones,
pues, por lo general, le respetaban.

Y á este paso se despertaban nuevas ambiciones


en Emilio. Ya que le iba tan bien en sus negocios, que
ría magnificarlos todavía más. Forjaba planes más ó
menos ingeniosos, algunos de los cuales no dejaban
de tener cierta originahdad. Quería hacer una espe­
cie de sindicato con ramificaciones en todas ’as mi­
nas, disponiendo en todas las minas, disponiendo de
los mismos empleados de ellas. “Con un poco de pla­
ta y de m aña... ”, se decía en sus adentros. Una vez
insinuó ante Lucas el siguiente plan: La policía de
LlaUagua debía pertenecerles. ¿Por qué no? Si la
Compañía pagaba á los serenos noventa ó cien pesos,
¿por qué no pagarles el doble ó el triple por mes?
Pero Lucas, siempre reservado é indiferente, no se
entusiasmo. Quizá encontraba ocioso este plan. ¿Por
qué pagar á los serenos de la Compañía ese sobre­
sueldo, cuando sin necesidad de eso dejaban sacar
todo el metal que se quería?
108
XV

Llegado el domingo de la invitación, que era día


de pago y de descanso, Martín emprendió el camino
de Uncía. No tenía un animal para hacer en él los
seis kilómetros que habían hasta allí, y debió ir á pie,
lo cual le fatigó mucho. Pero quedó b'en compensa­
do con la magnífica recepción que le hizo su amigo.
Después de un mes de trabajo y de retraimiento, Mar­
tín estaba deseoso de alguna expansión; de manera
que se sentía contento aquel día. Causóle buena im­
presión ver que en Uncía estaba Entibo de bien dis­
tinto modo de como lo hadara en Llabagua. Ocupa­
ba una casa espaciosa, con buen menaje y ciertas co­
modidades que denunciaban bien claro su feliz situa­
ción.

Grande fué la sorpresa de Martín cuando, á poco


de hallarse en el cuarto al que le condujera su ami­
go, entró alh una chola, llevando un niño en brazos,
de quien le dijo Emilio:
—Mi m u je r... mi hijito.
Luego conoció también otros dos chicos, hijos de
Emilio, el mayor de los cuales apenas debía contar
cuatro años. Eran un par de bebés, de mejillas regor-
109
detas y coloradas, bulliciosos y horriblemente tra­
viesos.
—Ya verás que no me he descuidado... Y tú ¿no
tienes todavía una mujercita?
Martín sonrió mientras Emilio se extendió en lar'
gas consideraciones sobre la necesidad de contar, en
lugares como las minas, con una compañera que le
atienda á uno debidamente, que le arregle la ropa,
que ’e sirva bien condimentados platos y le atienda
la cama.
—Por ahora, tú estás todavía huraño— añadía;—
pero al fin caerás. Es imprescindible. La mujer es
tan necesaria, que eso lo reconocen los mismos mon­
jes. Estoy seguro que no tardarás en echarle el ojo
á u n a...
Martín pensaba en Claudina, y encontraba que
Emilio tenía razón.

Preparóse koktail. Mientras bebían, su charla se


hacía más animada. Martín se reía de buena gana an­
te las ocurrencias de Emilio. Lleno de buen humor
después de aquel tiempo de continuas molestias, se
entregaba al gozo, y hasta menudeaba en los sorbos
del aperitivo, haciendo á un lado su parquedad ordi­
naria. Seguramente aquel era el primer día alegre
que pasaba en las minas.
—¿Y qué te pareció mi recomendado del otro día?
—preguntó Emilio.
Martín contestó que le parecía un joven simpáti­
co, pero demasiado tímido, y que no le pudo notar el
“notable talento” á que se refiriera Emilio.

110
Luego, el recuerdo de Lucas trajo á Martín el del
robo de la noche inmediata, y se lo contó á Emilio.
Este se rió á carcajadas y exclamó:

—¡Ah picaro! Con razón me pidió la carta de pre­


sentación... Tenía, sin duda, su p la n ... ¡Ah pica­
ro !... ¡Y decir que no tiene talento!
Martín, considerando que las palabras de Emilio
eran simples bromas, se apresuró á cortarle, diciendo:
—Ya se sabe que los ladrones del metal son unos
trabajadores que viven cerca del mismo ingenio; así
es que tu Lucas no ha tenido el honor de ser el autor
de esta fechoría.
—Justamente, Lucas vive con una familia de tra­
bajadores cerca del ingenio. El es. ¡Con razón el otro
día me entregó doce quintales de riquísima barrilla!

Pero Martín no se daba por vencido. Para seguir


la broma exclamó:
—Entonces no me queda más que denunciar á
Lucas.

—Sería inútil. ¿Cómo podrías probar que él es el


ladrón? Supongo que no irías á avisar lo que te voy
diciendo en el seno de la confianza.
Martín empezaba á decirse á sí mismo:
—¿Será posible?
Emilio prosiguió con cinismo:
—Has de saber, querido, que este Lucas es el prin­
cipal de mis proveedores de metal; pero si tú dijeses
111
algo de él, aun presentando pruebas, no sólo á él le
perjudicarías, sino también á mi, lo que no se puede
esperar de tu lealtad.
Martín continuaba diciéndose:
—¿Será posible?
Luego Emilio empezó á contar á Martín lo que
era Lucas. Martín habría preferido no oir cosas que
se veía obligado á callar; mas como era el mismo
amigo que le halagaba quien le hablaba de esas co­
sas, no tuvo más que oirlas. Fué así como supo Martín
que Lucas era un muchacho sin par, que hacía con­
ducir á Uncía cargamentos de metal, que no temía á
los hombres ni a los elementos, que ganaba valientes
cantidades de dinero, que lo gastaba todo en los mise­
rables, que era el ídolo de los mineros...
La llegada de dos nuevos invitados interrumpió á
Emilio.
Eran un comerciante, probablemente italiano, que
usaba con mucha frecuencia de la sílaba ma en su
charla, y el otro un viejecito delgado, chico, arrugado
y de apariencia simiesca.
Llamaron á almorzar; pero antes hubo que beber
otra ronda de koktail. Los recién llegados abrazaron
á la chola, mujer de Emilio, que cumplía años, y obli­
garon á hacer lo propio á Martín.
Almorzaron alegremente.
Emilio exclamó, dirigiéndose al comerciante:
—¿Y qué tal, D. Gregorio, con el negocio?
—M a ... yo no sé lo que pasa. Ya no se vende, ma...
112
—Pero, en cambio, comprará usted mucho metal.
—M a... n o ... Con la morte del otro día, ya no
vene casi n ad ie... ¿E qué lo vamos á hacer?
Efectivamente, en aquellas días los serenos de
una de las minas habían muerto de un balazo á un
hombre que se llevaba un poco de metal.
—El nuevo subprefecto—dijo el viejecito —ha de­
clarado, como uno de los puntos principales de su
programa, que combatirá el rescate hasta extirparlo
por completo.
—¡Iluso! Seguro que eso dirá por el influjo de las
empresas; pero no es hombre de realizar tal cosa.
¿Cómo podría impedir el rescate, si él está autoriza­
do por las leyes del país?

—Es que ciertos subprefectos sue’en pasar por en­


cima de las leyes—añadió, haciendo ji, ji, ji, el viejo.
—Se conoce que usted lo hacía así.
—Cuando yo fui subprefecto en Lipes, siempre
subordiné mis actos á la Ley. Por eso estoy en este
estado.
—No, suegro: usted está así por su afición á las
copitas.
El viejo, sin darse por ofendido, volvió á hacer
ji, ji. El comerciante habló:
—Ma, yo tambán he sido l’otro día con el siñore
subprefeto é le oí h ab lar...
—¿Sobre el rescate?
113
—Ma, no. Habló contra de su antecesoré, é decía
que no halló, ma, nada en la ofichina, ni archivo, ni
libro de copias, ni prensa...
—Lo de siempre: así hablan todos los subprefec­
tos. Han de ver ustedes que cuando venga otro sub­
prefecto ha de decir lo mismo de éste, que no ha ha­
llado nada, ni archivo, ni libros, ni diablos. Supongo,
suegro, que á usted le pasó esto mismo cuando fué
autoridad.

—En Lipes, yo no hallé más que una mesa vieja,


como único mueble, en la subprefectura. Y como era
un trasto tan miserable, al retirarme me dió vergüen­
za dejarlo...
—¿Y se lo llevó usted?
—No. La regalé á Da. Leandra, á quien debía unos
pesos.
Martín, ya algo mareado con el vino que se bebía
en abundancia en el almuerzo, miraba con repug­
nancia ai vejete, que le parecía muy cínico, y al co­
merciante, cuyas grandes mandíbulas devoraban los
platos. Los chiquitos hacían un ruido infernal en la
pieza contigua. La chola Mariana aparecía con fre­
cuencia ayudando á servir al criado, un cchuta, cu­
yos calzones partidos llamaban también la atención
de Martín.
El comerciante habló:
—Ma, ¿saben ustedes la noticia de Llallagua? Di­
ce que el gerente se va en Chile, é dice que no será
más aquí, ma, que vene un otro.
—¡Hola!
114
—E dice que se suspenden los contratos.
—Bueno; pero ya es tarde. La mina está destroza-

—Ma, dice que en Santiago los directore son pe­


leado, é no son contentos de la producción; ma, quie­
ren molto más, é que van á hacer novos trabajos.
—Seguro. Los chilenos son valientes y fecundos en
iniciativas. No faltará quien desde Santiago, en vis­
ta de cualquier plano, indique la conveniencia de
abrir, por ejemp1o, un socavón, desde Catavi á las
minas, para facilitar la explotación.
El viejo hizo ji. .. j i . .. ji.
Emilio siguió:
—La verdad: en Chile hay gentes fantásticas que
todo lo facilitan. No sospechan lo que es Lllagua. Se
han formado tal idea de su riqueza, sin fijarse en las
dificultades. Pero, ya pronto abrirán les ojos. Y, so­
bre todo, cuando haya que sacar la plata para corre­
gir los desaguisados, ya me figuro la cara que pon­
drán. Las minas no pueden estar peor trabajadas.
Son una atrocidad, un absurdo. Solamente los contra­
tistas importan á la Compañía una pérdida ante la
cual deberían ponerse á llorar los accionistas, y so­
bre todo los directores.

* • *

Después del almuerzo, llevó Emilio á Martín á


pasear por el pueblo. Uncía hizo á éste la impresión
de un pueblo muy jaranero y alegre. Por todas par­
tes flameaban pañuelitos multicolores, izados de lar­
115
gos palos acomodados en las puertas. Las juergas se
sucedían sin interrupción en calles enteras. Oíase el
rumor de armoniums, guitarras, bandurrias y cha­
rangas, acompañados de cantos, zapateados y jaleos.
Cuando llegaron á la plaza, había allí un hervide­
ro de gente, sobre todo de indios. Se celebraba la
fiesta de San Miguel, y los indios, conforme á una
costumbre tradicional, hacían ejercicios de pugilato.
En medio de la multitud se había formado un claro,
á manera de liza, y a^í avanzaba el indio que quería
pelear, inclinando el tronco, irguiendo la cabeza, ade­
lantando la quijada y mirando al frente en actitud
de desafío, al modo de un gafo. En eguida, venía otro
indio haciendo los mismos gestos, y entonces se da­
ban de puñetazos con las manos forradas de rebota­
dos guantes, bajo la vigilancia de un juez, quien, des­
pués de un momento, los separaba para que se con­
tinuase la misma operación con otros.
Entre los concurrentes que presenciaban estos
ejercicios, Emilio reparó en Lucas, y lo llamó.
Lucas llevaba un traje muy distinto de aquel con
que Martín lo conoció. Estaba enfundado en un saco
y un pantalón que, por serle sobradamente grandes,
no ’e venían bien. Un sombrero alón caíale á un 1ado
sombreándole la pálida tez. Llevaba al cuello un pa­
ñuelo de seda verde. Su cara lavada dejaba ver dis­
tintamente sus facciones juvenfes y correctas.
—¿Qué ropa de gigante te has ido á poner?—ex­
clamó Emilio riendo. ~ _____ _____
Lucas explicó que el sastre le había hecho aque­
lla ropa, sobre la medida de uno de sus compañeros
(de Lucas), que era más alto y gordo que él.
—¡Vaya un sistema de mandarse hacer ropa!
116
Pero dejemos á Martín en esta situación y siga­
mos al médico que lo trató con tan poco miramiento.
Aquella misma mañana se había producido en las
minas un trágico suceso por una explosión de dina­
mita. Había dos averiados, á los que iba á ver el mé­
dico. Tales averías eran muy frecuentes en Llallagua,
sobre todo en los días subsiguientes al de pago, en
que la gente, en su mayor parte, estaba embriagada.
Los mineros manejaban la dinamita con la cachaza
que les era habitual. Muchos se ponían los tubos en­
tre los dientes ó los hacían reventar en las manos.
Cualquier diversión estaba acompañada de dinami­
tazos. De aquí frecuen'es desgracias: manos voladas,
hombres horriblemente mutilados, muerte lastimo­
sas. Luego, en el trabajo, dentro de las minas, las ca­
tástrofes eran cosa vulgar. Allí, la defectuosa orga­
nización de aquél, la vigilancia deficiente, mantenían
lamente el peligro; y la estupidez y la audacia de los
mineros hacía el resto.

Un rumor de voces y lamentos horribles, que sa­


lía de una ranchería próxima, anunció al médico que
ya había llegado al lugar en que estaban los averia­
dos. Bajóse de su fatigada muía y fué introducido á
un cuarto lóbrego y repleto de gente. En media ha­
bitación, envuelto en una manta ensangrentada, y con
la cara cubierta de un trapo, estaba un hombre muer­
to. El doctor se le acercó, y levantando el trapo, vió
que el difunto tenía el cráneo destrozado. No había
más que hacer. En torno al muerto se arremolinaba
una aglomeración de gentes mugrientas y embriaga­
das. Un olor nauseabundo de alientos alcohólicos y
de hacinamiento humano infestaba el aire. Una mu­
jer borracha y harapienta, parada junto al cadáver,
auTaba desaforadamente. Recordaba, entre pausas y
sollozos, las obras y palabras del que había muerto, su
buen carácter, sus maneras, su alegría en las jaranas.
133
Contaba diversas anécdotas referentes á él. Luego ta­
chábale de ingrato, dirigíale tiernos ruegos ó repro­
ches por haberse muerto, y, en suma, decía tales co­
sas, que en poco estuvo que el doctor se pusiese á
reir ante aquella trágica y grotesca escena.

A pocos pasos de esta casucha estaba la otra en la


que esperaba el segundo averiado. El doctor paró allí,
seguido de una multitud de hombres, mujeres y niños
que se atropellaban. Cerca á la puerta se hallaba un
minero muy joven, sentado en el suelo, con la faz lí­
vida y pudiendo apenas moverse. Otro hombre, ál que
estaba apoyado, le sujetaba levantándole el brazo de­
recho, que aparecía envuelto en varios trapos sucios
y enrojecidos que dejaban caer sin descanso gotas de
sangre que ya habían formado un charco en el suelo.
El doctor pidió un poco de agua hervida para lavar­
se las manos. Todos gritaron repitiendo lo mismo:
que se trajese agua. Pero nadie fué á traerla. Aque­
llas gentes borrachas no haciían más que apiñarse,
estirando las caras, ávidas de ver al hombre mutila­
do. El doctor, vista la dificultad de conseguir agua, y
notando que uno de los mineros tenía en las manos
una botella de alcohol, pidió1e un poco de tal líquido,
lavóse con él, y de seguida descubrió rápidamente el
miembro dañado. Ya no existía sino una parte del
antebi azo. Habían volado la mano y la muñeca, y en
lugar de ellas, sólo se veían algunos colgajos de piel,
músculos y tendones, entre los que estaban enclava­
das astillas de huesos. La sangre se escurría sin cesar,
no obstante una fuerte ligadura que se había puesto
con un cordel por encima de la herida, en tomo del
miembro. El doctor quitó el cordel y puso en la raíz
del brazo un vendaje compresivo rápido, con el que
consiguió detener provisionalmente la hemorragia, y
después de hecha una pequeña cura, dispuso aue se
trasladase al paciente á Llahagua. Luego volvió á pe­
dir agua caliente, pues el hombre del alcohol se ha­

134
bía escabulido, y el doctor tenía las manos ensangren­
tadas. Pero todos pedían agua, y se volvían y revol
vían, y se miraban, y corrían, y se em pujaban... y
el agua no parecía. No había ni una palangana. Una
mujer se puso á fregar precipitadamente una bacini­
ca, pusieron en ella una agua terrosa y se la presen­
taron al médico. Y el médico no tuvo más remedio
que pedir su botella de alcohol á otro borracho, que,
al verle lavarse abundantemente con el líquido codi­
ciado, pensaba seguramente que aquello habría esta­
do mucho mejor en su panza.

Después de esto, pasó el médico á ver al enfermo


Robles. Allí le esperaba otro espectáculo doloroso. En
derredor de la cama del enfermo, estaban todos sus pe­
queños hijos almorzando. Uno rumiaba, porfiado, un
hueso. Dos comían, disputando, de un mismo plato. Só­
lo el más chico masticaba apaciblemente un mendrugo
de pan sopado en té con leche. El doctor se enfadó,
pues había anteriormente advertido á la mujer de Ro­
bles que no dejase comer á sus niños dentro de la ha­
bitación del enfermo, y encontraba que iban hacien­
do precisamente lo contrario. Solamente cuando el
doctor llegó hubo un desbande desordenado de los
chicos. La mujer se disculpó diciendo que, por sen­
tirse también ella enferma, no podía atender debida­
mente á sus hijos. Efectivamente, la infeliz, agotada
con varias noches de vigilia, y sintiendo quizá los pri­
meros síntomas del mismo mal de su marido, había
concluido por recostarse á su lado. Lo que no causó
mucha sorpresa en el doctor, pues ya en otras partes
había visto repetidas veces, en una misma cama, dos
ó tres enfermos ¡y aun familias enteras!

Por su suerte, la familia de Robles había hallado


un amigo generoso en Lucas, que iba con frecuencia
á verla, y que, justamente, hallándose el doctor en
la casucha, se presentó aquella mañana. El médico
135
conocía mucho á Lucas, y sabía que era un buen mu­
chacho que se prestaba con voluntad á ayudar a mi­
serables y enfermos. Sabía asimismo lo inteligente
que era, pues ya en varios casos análogos al de Ro
bles había desempeñado con facilidad los encargos
del médico.
Robles continuaba muy agitado; pero el médico,
después de un examen largo y minucioso, manifestó
su opinión de que aquello pasaría y que se curaría
el enfermo.
Luego, conversando, afuera ya de la casa, con Lu­
cas, le expresaba sus temores de que la enfermedad
de la mujer de Robles fuese de la misma naturaleza
que la de éste.
—Y ahora, ¿qué se harán estos infelices?—decía
el doctor.—¿No tienen parientes para llevarse á los
niños?
No. Yo los haré llevar con la Presenta.
—Hay que poner lavativas á Robles... y ya su
mujer está inhábil para eso.
—¿Son lavativas como las que me enseñó usted á
poner á otros?
—Iguales.
—Entonces yo le pondré.
—¡Eres nn buen muchacho!
Y el doctor se despidió de Lucas, pensando en que,
muchas veces, seres miserables, individuos anónimos,
y aun aquellos mismos que el mundo desprecia y mira

136
como hombres pervertidos y criminales, realizan ac­
tos de caridad superiores á los de los mejores filán­
tropos, y desconocidos por los mismos que se dan el
nombre de caritativos nada más que porque arrojan
un?, moneda al mendigo que pasa por la calle.

137
XVIII

Aquella misma tarde. Martín se sintió considera­


blemente aliviado. Calmáronle los vómitos, y pudo
tomar una taza de caldo que le reconfortó mucho. Re­
cién entonces comprendió que el médico tenía razón
al decir que sólo se trataba de una enfermedad pa­
sajera.
Pero, por la noche, volvió á caer en sus aprensio­
nes. Tuvo un sueño intranquilo y terribles pesadillas
que le dejaron pésima impresión. Con todo, al día si­
guiente se levantó temprano y fué á la cancha á rea­
sumir sus funciones. Mas, á poco, notóse un temblor-
cilio particular en las manos, y como al propio tiem­
po era presa de una gran postración, creyó que se
trataba de algo grave y que, por lo tanto, era necesa­
rio ser atendido seriamente por el médico.
En consecuencia, resolvió ir personalmente, tan
pronto como cesase el trabajo, á buscar al doctor.
Martín se arrepentía en el alma por lo que negara al
doctor el haberse exagerado en las “copas”. Pero es­
ta vez sería explícito y lo confesaría todo, y no para­
ría hasta no ser sometido á un examen prolijo.
Conforme con esto, á las seis de la tarde Martín
emprendió empeñosamente el camino de más de un
139
kilómetro que distaba á Llallagua, donde vivía el
doctor. Pero éste no estaba en su casa, y Martín de­
bió esperarlo por un gran rato.

En cambio, el joven se encontró en Llallagua con


su antiguo amigo D. Miguel. D. Miguel seguía siem­
pre desocupado y siempre hablando contra la Com­
pañía de Llallagua. Los dos aproximáronse á la pul­
pería, y allí volvió á ver Martín el cuadro que le era
tan familiar tiempos pasados. Era la hora del avío.
La gente se agolpaba en la puerta. Los empleados a-
penas si bastaban para despachar al excesivo número
de solicitantes. Reñían á los que eran tardos en pe­
dir sus provisiones. Pesaban rápidamente el arroz,
la harina, la coca ó el sebo, que iban á mezclarse en
el único trapo presentado por el comprador, y poco
faltaba para que le arrojasen por la cara con los ta­
rros de leche condensada y con el pan.

i Martín contemplaba, no sin tristeza, aquel ir y


venir de seres que parecían otros tantos condenados
por inapelable sentencia á expiar a ^ ú n crimen. Vió
entre un grupo de mineros un muchacho de aspecto
humilde y encogido, vestido miserablemente, sopor­
tando las burlas de sus compañeros. Era un pobre
tartamudo. Cuando se acercó al mostrador, se expli­
có con tanta torpeza y lentitud, que, al punto, fué
euminado por los piúperos, teniendo que darse media
vuelta, con la servilleta vacía y la cara baja y aver­
gonzada, con lo cual causó mayor hilaridad entre los
demás. Una vieja llegó desolada creyendo que ya se
estaba cerrando la pulpería. Apenas pudo entrar. Sus
delgadísimos y mugrientos brazos salían de entre sus
mangas rotas, oprimiendo como garra el jirón de en­
negrecido tocuyo en que llevaría los víveres. Una po­
llera hecha harapos colgaba de sus nalgas. No lleva­
ba zapatos. Tenía prendido al cuedo un rebozo que
j tío era sino una serie de agujeros alternados con re­
140
miendos. Su boca enorme, de labios colgantes, esta­
ba rodeada de tremendas arrugas. Sus pómulos sa­
lientes parecían serlo aún más por ia flacura de su
cara. Pero, sobre todo, sus ojos azulados, nebulosos
como vidrios empañados, como los de un muerto, cau­
saban una impresión atroz.

D. Miguel dirigió la palabra á un minero de ros­


tro patibulario, tembloroso, agobiado, que apenas po­
día sostenerse apoyado á ia puerta, esperando que
los que estaban ante el mostrador se retirasen para
acercarse á su vez.
—¿Qué te pasa, Domínguez? ¿Estás enfermo?
El minero contestó que hacía varios días sentía
calentura, que no comía, y que el dolor de cabeza le
mortificaba sin descanso.
—¿Ya has visto al médico?
—No. Me diría que deje de tra b a ja r... y no pue­
d o ... Tengo mucho que h a ce r... mis h ijo s...
Y D. Miguel, dirigiéndose á Martín, dijo:
—Ahí tiene usted un enfermo que no se echará á
la cama sino cuando ya no pueda más. Seguro que
está atacado de la tifus. La tifus está aquí de epide­
mia.

Martín no pudo menos de comparar su caso ccn


el de aquel hombre. Martín venía en busca de] mé­
dico. y el otro, que parecía más enfermo, no pensaba
verlo.
En fin, Martín tuvo aquella tarde en la pulpería
otra mala impresión. Entre los últimos retrasados en­
141
tró un chiquitín de apenas unos seis años. Traía tam­
bién su pedazo de tocuyo sucio, y miraba en derredor
con viveza y aire sonriente. Su sombrerito negro mos­
traba en la copa dos agujeros grandes por los que
sobresalían los mechones de su abundante cabellera
mal cortada. Su saco, por lo grande, se notaba que
había sido de otra persona. En las piernecitas mos­
traba algo así como un boceto de pantalón.
D. Miguel, notando el interés con que Martín mi­
raba al chico, le dijo:
—Voy á darle un notición.
—¿Cuál?
—¿Quiere usted saber quién es el padre de ese
chico?
—Probablemente algún m inero...
—No.
Y D. Miguel pronunció un nombre que causó gran
sorpresa en Martín. Luego continuó:

—Ni más, ni menos. Y ya sabe usted que ese se­


ñor se las da de caballero. Pues bien: este caballero,
en cierta ocasión que estuvo por acá, tuvo este hijo
con una chola. Después se fué, y esta es la hora en
que no se ha acordado de su hijo ni con un peso.
—¿Es posible eso, siendo un hombre rico?...
—Como usted lo oye. Hoy la chola, que es una in­
feliz, está metida con un peón. Y el peón, que apenas
tiene para comer, sostiene al hijo del caballero...
del rico...
142
—Pero ¿usted está seguro de que esteehiquillo
sea efectivamente hijo de ese señor . . .
—¡Claro! como que es vivo retrato de su padre.
¿No lo ve usted? Los hombres pueden mentir. La Na­
turaleza no miente.
—¡Y qué mal traído está el pobrecito!
>
—No tendrán con qué vestirlo mejor. Pronto le
harán tra b a ja r... si es que ya ahora mismo no tra­
baja.
—Me parece muy tierno para eso.

—Pero, ¡hombre! ¿no ha visto usted en las minas


niños de siete años trabajando?
A poco rato, Martín se despidió de D. Miguel. Se
había fijado nuevamente en el temblorcillo de sus
dedos, y creyó necesario volver á buscar al doctor.
Esta vez estaba en su consultorio.
Martín hallólo solo, y le pareció mejor dispuesto
que el día anterior.

Con acento decidido y claro, expuso el joven el


objeto de su visita. Habló de todo lo que sentía, de
sus temores de que aquello fuese el principio de al­
gún mal terrible, y acabó pidiendo al doctor que le
hiciese una observación detallada.
El doctor accedió. Pero después de un prolijo exa­
men, concluyó diciendo:
—Señor Martínez, usted está bien.

143
Admirado, Martín trato de insistir. Habló nueva­
mente de sus pesadillas, de sus temblores, de su pos­
tración.
—Cosas sin importancia.
Martín declaró que, efectivamente, se había ex­
cedido en la bebida.
—Ya lo sabía—repuso sonriendo el doctor.
—¿Probab1emente se lo avisó Emilio Olmos?— di­
jo Martín candorosamente.
—No. Hace tiempo que no veo á Olmos. Pero ayer
bastaba verlo á usted para saber que había bebido
usted más de la cuenta. ¿Estuvo usted, pues, con Ol­
mos?
Martín expuso todo lo referente al convite de Emi­
lio, á lo que el médico dijo:
—Comprendo. Olmos le quiso' agasajar á usted, y
el agasajo le cuesta hoy á usted cierta indisposición
y mucho susto. Eso pasa con frecuencia. El alcohol
no siemppre es bien tolerado por todos.

—A saber esto, yo habría preferido no tomar ni


una gota de bebida ninguna.
—Entonces ya no había agasajo. Sin el alcohol no
se exp’ican aquí ciertas cosas. Un convite sin alcohol
sería una vergüenza. El alcohol es el adminículo in­
dispensable, que hay que darlo ó recibirlo fatalmen­
te. ..
Y como Martín mostrase una cara de sumo inte­
rés oyendo las palabras del médico, éste continuó:
144
—Emilio, como los demás, no hace sino seguir la
usanza de estos lugares. Como es muy cariñoso con
sus amigos, les hace frecuentes manifestaciones de
esta clase... Sólo que, algunas veces, estas manifes­
taciones suelen poner en cama á los manifestados.
—Como á mí.
—Lo de usted es nada. Emilio ha sabido provocar
borracheras memorables. No hace mucho, él y uno de
sus amigos, aficionado á las copas, se habían ence­
rrado, según decían, en su casa durante cinco días,
atosigándose con las más variadas bebidas. Al quin­
to día, Emilio estaba casi fresco, pero su compañero
sufrió un ataque de delirio alcohólico que le duro
más de un mes.
Martín exclamó con cierto sobresalto:
—¿Y no cree usted, doctor, que á mí puede pasar­
me después algo?
—De ningún modo. Supongo que usted no menu­
deará mucho en las copas.
Martín dijo que no volvería á tomar ni una copa
en su vida.
—Tampoco hay que hacer tanto. Es simplemente
cuestión de tener medida. Por otra parte, usted no
podría estar en estos lugares s:n sujetarse al y u g o ...
Es un tributo que hay que pagar, so pena de muchos
males.
Martín volvió todavía á hacerse asegurar, con el
médico, que no había por qué temer por su sa’ud; que
estaba bien, que sus recelos eran infundados; y se
despidió, lleno de gusto, porque esta vez había sido
acogido por el doctor conforme á sus deseos.
Y cuando se iba. camino de Cancañiri, notó, para
su mayor satisfacción, que ya no tenía ningún tem-
bloreillo en los dedos, y que, á su anterior postración,
había sucedido una animación inusitada.
145
XIX

En la cancha había el trajín ordinario.


Las lavadoras, inclinadas hacia el agua, llenaban
su tarea bajo un sol claro y radioso, que les calentaba
las espaldas y cabezas. Las escobedoras, armadas de
largas escobas, hacíanlas deslizar suave y lentamen­
te sobre la superficie del agua, retirando la capa su­
perior espumante v terrosa. Otras mujeres ib n ha­
cia los montones de metal sin beneficiar, recogían­
los en sacos y los llevaban al lavadero. Algunos hom­
bres y chicos provistos de palas, las hundían con es­
trépito entre las piedras y tierra que lavaba el agua,
separando lo que se podía utilizar. Por todas partes
brillaban las partículas de metal esparcidas en el
suelo.
Martín pasaba una y otra vez cerca á Claudina,
que parecía muy entretenida en su faena. Segura­
mente, él tenía buenas ganas de dirigirle la palabra;
pero, al mismo tiempo, comprendía que aque
lio no sería correcto hallándose encargado de la
vigilancia del trabajo. Acobardábale, por otra
parte, la vecindad de las otras mujeres y peones que
trabajaban allí.
Contentábase, pues, con mirar á Claudina con el
interés y antojo que produce un objeto deseado. Lle-
147
vaha ella un rebozo colorado que le cubría la espal­
da. Su negra cabellera relucía al sol, mostrando en­
tre su., guedejas gajitos de Itola y otras malezas. Su
cara estaba empolvada de tierra. Sus manos, bien for­
madas, se hundían en el agua, agitándola con el ba­
rro. Martín consideraba dignas de besar aquellas
manos,
Quizá el joven estaba ya enamorado de aquella
mujer cita, sucia, pero fresca y graciosa. Mas ¿cómo
entenderle con ella? Ya alguna vez, de pasada, le ha­
bía dirigido discretos requiebros, mas sin obtener de
ella ninguna muestra de complacencia. Parecía un
hermoso ser salvaje que, ó no entendía á Martín, ó,
aun entendiéndole, se le mostraba poco tratable.
Tal aquel día, cuando Martín pasaba cerca de ella,
bajaba obstinadamente los ojos, fijándolos en el agua,
y sólo cuando ya le había dado las espaldas, los alza­
ba, mirábale alejarse poco á poco, y cuando regresa­
ba, volvía á repetir la misma operación.
Sin embargo, Martín esperaba que pronto se fa­
miliarizaría con éj la pequeña fiera. El había hecho
sus p’anes. La abordaría afuera, en el campo, ya que
dentro del ingenio no podía hacerlo. Iría á su misma
casa, llegado el caso. Ya él sabía dónde era ésta. Y
sabía, asimismo, que Claudina no tenía padre y que
vivía con su madre y hermanos menores, á quienes
ayudaba á sostenerse con sus escasas ganancias.
De este modo, la humilde obrera iba ganando más y
más terreno en el corazón de Martín, al paso que otra
imagen de niña rubia y hermosa que antes domina­
ra en su corazón, palidecía hoy visiblemente.
Martín se avergonzaba pensando en esto.
El se acordaba cómo, hacía poco tiempo, se había
despedido de Lucía recibiendo reiterados juramentos
de fidelidad, y haciéndolos también él de su lado; ¿y
ahora ? Ahora él era el primero de ser infiel á Lucía.
¿Y por quién?
148
Pero dejemos á Martín en esta situación y siga­
mos al médico que lo trató con tan poco miramiento.
Aquella misma mañana se había producido en las
minas uií trágico suceso por una explosión de dina­
mita. Había dos averiados, á los que iba á ver el mé­
dico. Tales averías eran muy frecuentes en Llallagua,
sobre todo en los días subsiguientes al de pago, en
que la gente, en su mayor parte, estaba embriagada.
Los mineros manejaban la dinamita con la cachaza
que les era habitual. Muchos se ponían les tubos en­
tre los dientes ó los hacían reventar en las manos.
Cualquier diversión estaba acompañada de dinami­
tazos. De aquí frecuentes desgracias: manos voladas,
hombres horriblemente mutilados, muerte lastimo­
sas. Luego, en el trabajo, dentro de las minas, las ca­
tástrofes eran cosa vulgar. Allí, la defectuosa orga­
nización de aquél, la vigilancia deficiente, mantenían
la'ente el peligro; y la estupidez y la audacia de los
mineros hacía el resto.

Un rumor de voces y lamentos horribles, que sa­


lía de una ranchería próxima, anunció al médico que
ya había llegado al lugar en que estaban los averia­
dos. Bajóse de su fatigada muía y fué introducido á
un cuarto lóbrego y repleto de gente. En media ha­
bitación, envuelto en una manta ensangrentada, y con
la cara cubierta de un trapo, estaba un hombre muer­
to. El doctor se le acercó, y levantando el trapo, vió
que el difunto tenía el cráneo destrozado. No había
más que hacer. En torno al muerto se arremolinaba
una aglomeración de gentes mugrientas y embriaga­
das. Un olor nauseabundo de alientos alcohólicos y
de hacinamiento humano infestaba el aire. Una mu­
jer borracha y harapienta, parada junto al cadáver,
au’laba desaforadamente. Recordaba, entre pausas y
sollozos, las obras y palabras del que había muerto, su
buen carácter, sus maneras, su alegría en las jaranas.
133
Contaba diversas anécdotas referentes á él. Luego ta­
chábale de ingrato, dirigíale tiernos ruegos ó repro­
ches por haberse muerto, y, en suma, decía tales co­
sas, que en poco estuvo que el doctor se pusiese á
reir ante aquella trágica y grotesca escena.

A pocos pasos de esta casucha estaba la otra en la


que esperaba el segundo averiado. El doctor paró allí,
seguido de una multitud de hombres, mujeres y niños
que se atropellaban. Cerca á la puerta se hallaba un
minero muy joven, sentado en el suelo, con la faz lí­
vida y pudiendo apenas moverse. Otro hombre, ál que
estaba apoyado, le sujetaba levantándole el brazo de­
recho, que aparecía envuelto en varios trapos sucios
y enrojecidos que dejaban caer sin descanso gotas de
sangre que ya habían formado un charco en el suelo.
El doctor pidió un poco de agua hervida para lavar­
se las manos. Todos gritaron repitiendo lo mismo:
que se trajese agua. Pero nadie fué á traerla. Aque­
llas gentes borrachas no haciían más que apiñarse,
estirando las caras, ávidas de ver al hombre mutila­
do. El doctor, vista la dificultad de conseguir agua, y
notando que uno de los mineros tenía en las manos
una botella de alcohol, pidióle un poco de tal liquido,
lavóse con él, y de seguida descubrió rápidamente el
miembro dañado. Ya no existía sino una parte del
antebrazo. Habían volado la mano y la muñeca, y en
lugar de ellas,, sólo se veían algunos colgajos de piel,
músculos y tendones, entre los que estaban enclava­
das astillas de huesos. La sangre se escurría sin cesar,
no obstante una fuerte ligadura que se había puesto
con un cordel por encima de la herida, en torno del
miembro. El doctor quitó el cordel y puso en la raíz
del brazo un vendaje compresivo rápido, con el que
consiguió detener provisionalmente la hemorragia, y
después de hecha una pequeña cura, dispuso aue se
trasladase al paciente á Llallagua. Luego volvió á pe­
dir agua caliente, pues el hombre del alcohol se ha­

134
bía escabulido, y el doctor tenía las manos ensangren­
tadas. Pero todos pedían agua, y se volvían y revol­
vían, y se miraban, y corrían, y se em pujaban... y
el agua no parecía. No había ni una palangana. Una
mujer se puso á fregar precipitadamente una bacini­
ca, pusieron en ella una agua terrosa y se la presen­
taron al médico. Y el médico no tuvo más remedio
que pedir su botella de alcohol á otro borracho, que,
al verle lavarse abundantemente con el líquido codi­
ciado, pensaba seguramente que aquello habría esta­
do mucho mejor en su panza.

Después de esto, pasó el médico á ver al enfermo


Robles. Allí le esperaba otro espectáculo doloroso. En
derredor de la cama del enfermo, estaban todos sus pe­
queños hijos almorzando. Uno rumiaba, porfiado, un
hueso. Dos comían, disputando, de un mismo plato. Só­
lo el más chico masticaba apaciblemente un mendrugo
de pan sopado en té con leche. El doctor se enfadó,
pues había anteriormente advertido á la mujer de Ro­
bles que no dejase comer á sus niños dentro de la ha­
bitación del enfermo, y encontraba que iban hacien­
do precisamente lo contrario. Solamente cuando el
doctor llegó hubo un desbande desordenado de los
chicos. La mujer se disculpó diciendo que, por sen­
tirse también ella enferma, no podía atender debida­
mente á sus hijos. Efectivamente, la infeliz, agotada
con varias noches de vigilia, y sintiendo quizá los pri­
meros síntomas del mismo mal de su marido, había
concluido por recostarse á su lado. Lo que no causó
mucha sorpresa en el doctor, pues ya en otras partes
había visto repetidas veces, en una misma cama, dos
ó tres enfermos ¡y aun familias enteras!

Por su suerte, la familia de Robles había hallado


un amigo generoso en Lucas, que iba con frecuencia
á verla, y que, justamente, hallándose el doctor en
la casucha, se presentó aquella mañana. El médico
135
conocía mucho á Lucas, y sabía que era un buen mu­
chacho que se prestaba con voluntad á ayudar a mi­
serables y enfermos. Sabía asimismo lo inteligente
que era, pues ya en varios casos análogos al de Ro
bles había desempeñado con facilidad los encargos
del médico.
Robles continuaba muy agitado; pero el médico,
después de un examen largo y minucioso, manifestó
su opinión de que aquello pasaría y que se curaría
el enfermo.
Luego, conversando, afuera ya de la casa, con Lu­
cas, le expresaba sus temores de que la enfermedad
de la mujer de Robles fuese de la misma naturaleza
que la de éste.
—Y ahora, ¿qué se harán estos infelices?—decía
el doctor.—¿No tienen parientes para llevarse á los
niños?
—No. Yo los haré llevar con la Presenta.
—Hay que poner lavativas á Robles... y ya su
mujer está inhábil para eso.
—¿Son lavativas como las que me enseñó usted á
poner á otros?
—Iguales.
—Entonces yo le pondré.
—¡Eres un buen muchacho!
Y el doctor se despidió de Lucas, pensando en que,
muchas veces, seres miserables, individuos anónimos,
y aun aquellos mismos que el mundo desprecia y mira

136
como hombres pervertidos y criminales, realizan ac­
tos de caridad superiores á los de los mejores filán­
tropos, y desconocidos por los mismos que se dan el
nombre de caritativos nada más que porque arrojan
un?, moneda al mendigo que pasa por la calle.

137
XVIII

Aquella misma tarde. Martín se sintió considera­


blemente aliviado. Calmáronle los vómitos, y pudo
tomar una taza de caldo que le reconfortó mucho. Re­
cién entonces comprendió que el médico tenía razón
al decir que sólo se trataba de una enfermedad pa­
sajera.
Pero, por la noche, volvió á caer en sus aprensio­
nes. Tuvo un sueño intranquilo y terribles pesadillas
que le dejaron pésima impresión. Con todo, al día si­
guiente se levantó temprano y fué á la cancha á rea­
sumir sus funciones. Mas, á poco, notóse un temblor-
cilio particular en las manos, y como al propio tiem­
po era presa de una gran postración, creyó que se
trataba de algo grave y que, por lo tanto, era necesa­
rio ser atendido seriamente por el médico.
En consecuencia, resolvió ir personalmente, tan
pronto como cesase el trabajo, á buscar al doctor.
Martín se arrepentía en el alma por lo que negara al
doctor el haberse exagerado en las “copas”. Pero es­
ta vez sería explícito y lo confesaría todo, y no para­
ría hasta no ser sometido á un examen prolijo.
Conforme con esto, á las seis de la tarde Martín
emprendió empeñosamente el camino de más de un
139
kilómetro que distaba á Llallagua, donde vivía el
doctor. Pero éste no estaba en su casa, y Martín de­
bió esperarlo por un gran rato.

En cambio, el joven se encontró en Llallagua con


su antiguo amigo D. Miguel. D. Miguel seguía siem­
pre desocupado y siempre hablando contra la Com­
pañía de Llallagua. Los dos aproximáronse á la pul­
pería, y allí volvió á ver Martín el cuadro que le era
tan familiar tiempos pasados. Era la hora del avío.
La gente se agolpaba en la puerta. Los empleados a-
penas si bastaban para despachar al excesivo número
de solicitantes. Reñían á los que eran tardos en pe­
dir sus provisiones. Pesaban rápidamente el arroz,
la harina, la coca ó el sebo, que iban á mezclarse en
el único trapo presentado por el comprador, y poco
faltaba para que le arrojasen por la cara con los ta­
rros de leche condensada y con el pan,

Martín contemplaba, no sin tristeza, aquel ir y


venir de seres que parecían otros tantos condenados
por inapelable sentencia á expiar a1gún crimen. Vió
entre un grupo dr mineros un muchacho de aspecto
humilde y encogido, vestido miserablemente, sopor­
tando las burlas de sus compañeros. Era un pobre
tartamudo. Cuando se acercó al mostrador, se expli­
có con tanta torpeza y lentitud, que, al punto, fué
eliminado por los pu1peros, teniendo que darse media
vuelta, con la servilleta vacía y la cara baja y aver­
gonzada, con lo cual causó mayor hilaridad entre los
demás. Una vieja llegó desolada creyendo que ya se
estaba cerrando la pulpería. Apenas pudo entrar. Sus
delgadísimos y mugrientos brazos salían de entre sus
mangas rotas, oprimiendo como garra el jirón de en­
negrecido tocuyo en que llevaría los víveres. Una po­
llera hecha harapos colgaba de sus nalgas. No lleva­
ba zapatos. Tenía prendido al cueho un rebozo que
no era sino una serie de agujeros alternados con r e
140
miendos. Su boca enorme, de labios colgantes, esta­
ba rodeada de tremendas arrugas. Sus pómulos sa­
lientes parecían serlo aún más por la flacura de su
cara. Pero, sobre todo, sus ojos azulados, nebulosos
como vidrios empañados, como los de un muerto, cau­
saban una impresión atroz,

D. Miguel dirigió la palabra á un minero de ros­


tro patibulario, tembloroso, agobiado, que apenas po­
día sostenerse apoyado á la puerta, esperando que
los que estaban ante el mostrador se retirasen para
acercarse á su vez.
—¿Qué te pasa, Domínguez? ¿Estás enfermo?
El minero contestó que hacía varios días sentía
calentura, que no comía, y que el dolor de cabeza le
mortificaba sin descanso.
—¿Ya has visto al médico?
—No. Me diría que deje de tra b a ja r... y no pue­
d o ... Tengo mucho que h a ce r... mis h ijo s...
Y D. Miguel, dirigiéndose á Martín, dijo:
—Ahí tiene usted un enfermo que no se echará á
la cama sino cuando ya no pueda más. Seguro oue
está atacado de la tifus. La tifus está aquí de epide­
mia.

Martín no pudo menos de comparar su caso ccn


el de aquel hombre. Martín venía en busca del mé­
dico, y el otro, que parecía más enfermo, no pensaba
verlo.
En fin, Martín tuvo aquella tarde en la pulpería
otra mala impresión. Entre los últimos retrasados en­
141
tró un chiquitín de apenas unos seis años. Traía tam­
bién su pedazo de tocuyo sucio, y miraba en derredor
con viveza y aire sonriente. Su sombrerito negro mos­
traba en la copa dos agujeros grandes por los que
sobresalían los mechones de su abundante cabellera
mal cortada. Su saco, por lo grande, se notaba que
había sido de otra persona. En las piernecitas mos­
traba algo así como un boceto de pantalón.
D. Miguel, notando el interés con que Martín mi­
raba al chico, le dijo:
—Voy á darle un notición.
—¿Cuál?
—¿Quiere usted saber quién es el padre de ese
chico?
—Probablemente algún minero.,.
—No.
Y D. Miguel pronunció un nombre que causó gran
sorpresa en Martín. Luego continuó:

—Ni más, ni menos. Y ya sabe usted que ese se­


ñor se las da de caballero. Pues bien: este caballero,
en cierta ocasión que estuvo por acá, tuvo este hijo
con una chola. Después se fué, y esta es la hora en
que no se ha acordado de su hijo ni con un peso.
—¿Es posible eso, siendo un hombre rico?...
—Como usted lo oye. Hoy la chola, que es una in­
feliz, está metida con un peón. Y el peón, que apenas
tiene para comer, sostiene al hijo del caballero...
del rico...
142
—Pero ¿usted está seguro de que estechiquillo
sea efectivamente hijo de ese señor . . .
—¡Claro! como que es vivo retrato de su padre.
¿No lo ve usted? Los hombres pueden mentir. La Na­
turaleza no miente.
—¡Y qué mal traído está el pobrecito!
V
—No tendrán con qué vestirlo mejor. Pronto le
harán tra b a jar... si es que ya ahora mismo no tra­
baja.
—Me parece muy tierno para eso.

—Pero, ¡hombre! ¿no ha visto usted en las minas


niños de siete años trabajando?
A poco rato, Martín se despidió de D. Miguel. Se
había fijado nuevamente en el temblorcillo de sus
dedos, y creyó necesario volver á buscar al doctor.
Esta vez estaba en su consultorio.
Martín hallólo solo, y le pareció mejor dispuesto
que el día anterior.

Con acento decidido y claro, expuso el joven el


objeto de su visita. Habló de todo lo que sentía, de
sus temores de que aquello fuese el principio de al­
gún mal terrible, y acabó pidiendo al doctor que le
hiciese una observación detallada.
El doctor accedió. Pero después de un prolijo exa­
men, concluyó diciendo:
—Señor Martínez, usted está bien.

143
Admirado, Martín trato de insistir. Habló nueva­
mente de sus pesadillas, de sus temblores, de su pos­
tración.
—Cosas sin importancia.
Martín declaró que, efectivamente, se había ex­
cedido en la bebida.
—Ya lo sabía—repuso sonriendo el doctor.
—¿Probab1emente se lo avisó Emilio Olmos?— di­
jo Martín candorosamente.
—No. Hace tiempo que no veo á Olmos. Pero ayer
bastaba verlo á usted para saber que había bebido
us^ed más de la cuenta. ¿Estuvo usted, pues, con Ol­
mos?

Martín expuso todo lo referente al convite de Emi­


lio, á lo que el médico dijo:
—Comprendo. Olmos le quiso agasajar á usted, y
el agasajo le cuesta hoy á usted cierta indisposición
y mucho susto. Eso pasa con frecuencia. El alcohol
no siemppre es bien tolerado por todos.

—A saber esto, yo habría preferido no tomar ni


una gota de bebida ninguna.
—Entonces ya no había agasajo. Sin el alcohol no
se exp’ican aquí ciertas cosas. Un convite sin alcohol
sería una vergüenza. El alcohol es el adminículo in­
dispensable, que hay que darlo ó recibirlo fatalmen­
te. ..
Y como Martín mostrase una cara de sumo inte­
rés oyendo las palabras del médico, éste continuó:
144
—Emilio, como los demás, no hace sino seguir la
usanza de estos lugares. Como es muy cariñoso con
sus amigos, les hace frecuentes manifestaciones de
esta clase... Sólo que, algunas veces, estas manifes­
taciones suelen poner en cama á los manifestados.
—Como á mí.
—Lo de usted es nada. Emilio ha sabido provocar
borracheras memorables. No hace mucho, él y uno de
sus amigos, aficionado á las copas, se habían ence­
rrado, según decían, en su casa durante cinco días,
atosigándose con las más variadas bebidas. Al quin­
to día, Emilio estaba casi fresco, pero su compañero
sufrió un ataque de delirio alcohólico que le duro
más de un mes.
Martín exclamó con cierto sobresalto:
—¿Y no cree usted, doctor, que á mí puede pasar­
me después algo?
—De ningún modo. Supongo que usted no menu­
deará mucho en las copas.
Martín dijo que no volvería á tomar ni una copa
en su vida.
—Tampoco hay que hacer tanto. Es simplemente
cuestión de tener medida. Por otra parte, usted no
podría estar en estos lugares sin sujetarse al y ug o ...
Es un tributo que hay que pagar, so pena de muchos
males.
Martín volvió todavía á hacerse asegurar, con el
médico, que no había por qué temer por su sa'ud; que
estaba bien, que sus recelos eran infundados; y se
despidió, lleno de gusto, porque esta vez había sido
acogido por el doctor conforme á sus deseos.
Y cuando se iba. camino de Cancañiri, notó, para
su mayor satisfacción, que ya no tenía ningún tem-
blorcillo en los dedos, y que, á su anterior postración,
había sucedido una animación inusitada.
145
XIX

En la cancha había el trajín ordinario.


Las lavadoras, inclinadas hacia el agua, llenaban
su tarea bajo un sol claro y radioso, que les calentaba
las espaldas y cabezas. Las escobedoras, armadas de
largas escobas, hacíanlas deslizar suave y lentamen­
te sobre la superficie del agua, retirando la capa su­
perior espumante y terrosa. Otras mujeres ib n ha­
cia los montones de metal sin beneficiar, recogían­
los en sacos y los llevaban al lavadero. Algunos hom­
bres y chicos provistos de palas, las hundían con es­
trépito entre las piedras y tierra que lavaba el agua,
separando lo que se podía utilizar. Por todas partes
brillaban las partículas de metal esparcidas en el
suelo.
Martín pasaba una y otra vez cerca á Claudina,
que parecía muy entretenida en su faena. Segura­
mente, él tenía buenas ganas de dirigirle la palabra;
pero, al mismo tiempo, comprendía que aque
lio no sería correcto hallándose encargado de la
vigilancia del trabajo. Acobardábale, por otra
parte, la vecindad de las otras mujeres y peones que
trabajaban allí.
Contentábase, pues, con m irar á Claudina con el
interés y antojo que produce un objeto deseado. Lle-
147
vaha ella un rebozo colorado que le cubría la espal­
da. Su negra cabellera relucía al sol, mostrando en­
tre su,; guedejas gajitos de Itola y otras malezas. Su
cara estaba empolvada de tierra. Sus manos, bien for­
madas, se hundían en el agua, agitándola con el ba­
rro. Martín consideraba dignas de besar aquellas
manos,
Quizá el joven estaba ya enamorado de aquella
mujer cita sucia, pero fresca y graciosa. Mas ¿cómo
entenderse con ella? Ya alguna vez, de pasada, le ha­
bía dirigido discretos requiebros, mas sin obtener de
ella ninguna muestra de complacencia. Parecía un
hermoso ser salvaje que, ó no entendía á Martín, ó,
aun entendiéndole, se le mostraba poco tratable.
Tal aquel día, cuando Martín pasaba cerca de ella,
bajaba obstinadamente los ojos, fijándolos en el agua,
y sólo cuando ya le había dado las espaldas, los alza­
ba, mirábale alejarse poco á poco, y cuando regresa­
ba, volvía á repetir la misma operación.
Sin embargo, Martín esperaba que pronto se fa­
miliarizaría con éj la pequeña fiera. El había hecho
sus planes. La abordaría afuera, en el campo, ya que
dentro del ingenio no podía hacerlo. Iría á su misma
casa, llegado el caso. Ya él sabía dónde era ésta. Y
sabía, asimismo, que Claudina no tenía padre y que
vivía con su madre y hermanos menores, á quienes
ayudaba á sostenerse con sus escasas ganancias.
De este modo, la humilde obrera iba ganando más y
más terreno en el corazón de Martín, al paso que otra
imagen de niña rubia y hermosa que antes domina­
ra en su corazón, palidecía hoy visiblemente.
Martín se avergonzaba pensando en esto.
El re acordaba cómo, hacía poco tiempo, se había
desperado de Lucía recibiendo reiterados juramentos
de fidelidad, y haciéndolos también él de su lado; ¿y
ahora? Ahora él era el primero de ser infiel á Lucía.
¿Y por quién?
148
Pero dejemos á Martín en esta situación y siga­
mos al médico que lo trató con tan poco miramiento.
Aquella misma mañana se había producido en las
minas un trágico suceso por una explosión de dina­
mita. Había dos averiados, á los que iba á ver el mé­
dico. Tales averías eran muy frecuentes en Llallagua,
sobre todo en los días subsiguientes al de pago, en
que la gente, en su mayor parte, estaba embriagada.
Los mineros manejaban la dinamita con la cachaza
que leu era habitual. Muchos se ponían los tubos en­
tre los dientes ó los hacían reventar en las manos.
Cualquier diversión estaba acompañada de dinami­
tazos. De aquí frecuentes desgracias: manos voladas,
hombres horriblemente mutilados, muerte lastimo­
sas. Luego, en el trabajo, dentro de las minas, las ca­
tástrofes eran cosa vulgar. Allí, la defectuosa orga­
nización de aquél, la vigilancia deficiente, mantenían
latente el peligro; y la estupidez y la audacia de los
mineros hacía el resto.

Un rumor de voces y lamentos horribles, que sa­


lía de una ranchería próxima, anunció al médico que
ya había llegado al lugar en que estaban los averia­
dos. Bajóse de su fatigada muía y fué introducido á
un cuarto lóbrego y repleto de gente. En media ha­
bitación, envuelto en una manta ensangrentada, y con
la cara cubierta de un trapo, estaba un hombre muer­
to. El doctor se le acercó, y levantando el trapo, vió
que el difunto tenía el cráneo destrozado. No había
más que hacer. En tomo al muerto se arremolinaba
una aglomeración de gentes mugrientas y embriaga­
das. Un olor nauseabundo de alientos alcohólicos y
de hacinamiento humano infestaba el aire. Una mu­
jer borracha y harapienta, parada junto al cadáver,
au'laba desaforadamente. Recordaba, entre pausas y
sollozos, las obras y palabras del que había muerto, su
buen carácter, sus maneras, su alegría en las jaranas.
133
Contaba diversas anécdotas referentes á él. Luego ta­
chábale de ingrato, dirigíale tiernos ruegos ó repro­
ches por haberse muerto, y, en suma, decía tales co­
sas, que en poco estuvo que el doctor se pusiese á
reir ante aquella trágica y grotesca escena.

A pocos pasos de esta casucha estaba la otra en la


que esperaba el segundo averiado. El doctor paró allí,
seguido de una multitud de hombres, mujeres y niños
que se atropellaban. Cerca á la puerta se hallaba un
minero muy joven, sentado en el suelo, con la faz lí­
vida y pudiendo apenas moverse. Otro hombre, ál que
estaba apoyado, le sujetaba levantándole el brazo de­
recho, que aparecía envuelto en varios trapos sucios
y enrojecidos que dejaban caer sin descanso gotas de
sangre que ya habían formado un charco en el suelo.
El doctor pidió un poco de agua hervida para lavar­
se las manos. Todos gritaron repitiendo lo mismo:
que se trajese agua. Pero nadie fué á traerla. Aque­
llas gentes borrachas no haciían más que apiñarse,
estirando las caras, ávidas de ver al hombre mutila­
do. El doctor, vista la dificultad de consegu r agua, y
notando que uno de los mineros tenía en las manos
una botella de alcohol, pidió’e un poco de tal liquido,
lavóse con él, y de seguida descubrió rápidamente el
miembro dañado. Ya no existía sino una parte del
antebrazo. Habían volado la mano y la muñeca, y en
lugar de ellas, sólo se veían algunos colgajos de piel,
músculos y tendones, entre los que estaban enclava­
das astillas de huesos. La sangre se escurría sin cesar,
no obstante una fuerte ligadura que se había puesto
con un cordel por encima de la herida, en torno del
miembro. El doctor quitó el cordel y puso en la raíz
del brazo un vendaje compresivo rápido, con el que
consiguió detener provisionalmente la hemorragia, y
después de hecha una pequeña cura, dispuso aue se
trasladase al paciente á Lladagua. Luego volvió á pe­
dir agua caliente, pues el hombre del alcohol se ha­

134
bía escabulido, y el doctor tenía las manos ensangren­
tadas. Pero todos pedían agua, y se volvían y revol­
vían, y se miraban, y corrían, y se em pujaban... y
el agua no parecía. No había ni una palangana. Una
mujer se puso á fregar precipitadamente una bacini­
ca, pusieron en ella una agua terrosa y se la presen­
taron al médico. Y el médico no tuvo más remedio
que pedir su botella de alcohol á otro borracho, que,
al verle lavarse abundantemente con el líquido codi­
ciado, pensaba seguramente que aquello habría esta­
do mucho mejor en su panza.

Después de esto, pasó el médico á ver al enfermo


Robles. Allí le esperaba otro espectáculo doloroso. En
derredor de la cama del enfermo, estaban todos sus pe­
queños hijos almorzando. Uno rumiaba, porfiado, un
hueso. Dos comían, disputando, de un mismo plato. Só­
lo el más chico masticaba apaciblemente un mendrugo
de pan sopado en té con leche. El doctor se enfadó,
pues había anteriormente advertido á la mujer de Ro­
bles que no dejase comer á sus niños dentro de la ha­
bitación del enfermo, y encontraba que iban hacien­
do precisamente lo contrario. Solamente cuando el
doctor llegó hubo un desbande desordenado de los
chicos. La mujer se disculpó diciendo que, por sen­
tirse también ella enferma, no podía atender debida­
mente á sus hijos. Efectivamente, la infeliz, agotada
con varias noches de vigilia, y sintiendo quizá los pri­
meros síntomas del mismo mal de su marido, había
concluido por recostarse á su lado. Lo que no causó
mucha sorpresa en el doctor, pues ya en otras partes
había visto repetidas veces, en una misma cama, dos
ó tres enfermos ¡y aun familias enteras!

Por su suerte, la familia de Robles había hallado


un amigo generoso en Lucas, que iba con frecuencia
á verla, y que, justamente, hallándose el doctor en
la casucha, se presentó aquella mañana. El médico
135
conocía mucho á Lucas, y sabía que era un buen mu­
chacho que se prestaba con voluntad á ayudar a mi­
serables y enfermos. Sabía asimismo lo inteligente
que era, pues ya en varios casos análogos al de Ro
bles había desempeñado con facilidad los encargos
del médico.
Robles continuaba muy agitado; pero el médico,
después de un examen largo y minucioso, manifestó
su opinión de que aquello pasaría y que se curaría
el enfermo.
Luego, conversando, afuera ya de la casa, con Lu­
cas, le expresaba sus temores de que la enfermedad
de la mujer de Robles fuese de la misma naturaleza
que la de éste.
—Y ahora, ¿qué se harán estos infelices?—decía
el doctor.—¿No tienen parientes para llevarse á los
niños?
—No. Yo los haré llevar con la Presenta.
—Hay que poner lavativas á Robles... y ya su
mujer está inhábil para eso.
—¿Son lavativas como las que me enseñó usted á
poner á otros?
—Iguales.
—Entonces yo le pondré.
—¡Eres un buen muchacho!
Y el doctor se despidió de Lucas, pensando en que,
muchas veces, seres miserables, individuos anónimos,
y aun aquellos mismos que el mundo desprecia y mira

136
como hombres pervertidos y criminales, realizan ac­
tos de caridad superiores á los de los mejores filán­
tropos, y desconocidos por los mismos que se dan el
nombre de caritativos nada más que porque arrojan
una, moneda al mendigo que pasa por la calle.

137

\
XVIII

Aquella misma tarde. Martín se sintió considera­


blemente aliviado. Calmáronle los vómitos, y pudo
tomar una taza de caldo que le reconfortó mucho. Re­
cién entonces comprendió que el médico tenía razón
al decir que sólo se trataba de una enfermedad pa­
sajera.
Pero, por la noche, volvió á caer en sus aprensio­
nes. Tuvo un sueño intranquilo y terribles pesadillas
que le dejaron pésima impresión. Con todo, al día si­
guiente se levantó temprano y fué á la cancha á rea­
sumir sus funciones. Mas, á poco, notóse un temblor-
cilio particular en las manos, y como al propio tiem­
po era presa de una gran postración, creyó que se
trataba de algo grave y que, por lo tanto, era necesa­
rio ser atendido seriamente por el médico.
En consecuencia, resolvió ir personalmente, tan
pronto como cesase el trabajo, á buscar al doctor.
Martín se arrepentía en el alma por lo que negara al
doctor el haberse exagerado en las “copas”. Pero es­
ta vez sería explícito y lo confesaría todo, y no para­
ría hasta no ser sometido á un examen prolijo.
Conforme con esto, á las seis de la tarde Martín
emprendió empeñosamente el camino de más de un
139
kilómetro que distaba á Llallagua, donde vivía el
doctor. Pero éste no estaba en su casa, y Martín de­
bió esperarlo por un gran rato.

En cambio, el .ioven se encontró en Llallagua con


su antiguo amigo D. Miguel. D. Miguel seguía siem­
pre desocupado y siempre hablando contra la Com­
pañía de Llallagua. Los dos aproximáronse á la pul­
pería, y allí volvió á ver Martín el cuadro que le era
tan familiar tiempos pasados. Era la hora del avío.
La gente se agolpaba en la puerta. Los empleados a-
penas si bastaban para despachar al excesivo número
de solicitantes. Reñían á los que eran tardos en pe­
dir sus provisiones. Pesaban rápidamente el arroz,
la harina, la coca ó el sebo, que iban á mezclarse en
el único trapo presentado por el comprador, y poce
faltaba para que le arrojasen por la cara con los ta­
rros de leche condensada y con el pan.

Martín contemplaba, no sin tristeza, aquel ir y


venir de seres que parecían otros tantos condenados
por inapelable sentencia á expiar a1gún crimen. Vio
entre un grupo de mineros un muchacho de aspecto
humilde y encogido, vestido miserablemente, sopor­
tando las burlas de sus compañeros. Era un pobre
tartamudo. Cuando se acercó al mostrador, se expli­
có con tanta torpeza y lentitud, que. al punto, fué
eliminado por los pu’peros, teniendo que darse media
vuelta, con la servilleta vacía y la cara baja y aver­
gonzada, con lo cual causó mayor hilaridad entre los
demás. Una vieja llegó desolada creyendo que ya se
estaba cerrando la pulpería. Apenas pudo entrar. Sus
delgadísimos y mugrientos brazos salían de entre sus
mangas rotas, oprimiendo como garra el jirón de en­
negrecido tocuyo en que llevaría los víveres. Una po­
llera hecha harapos colgaba de sus nalgas. No lleva­
ba zapatos. Tenía prendido al cuerio un rebozo que
no era sino una serie de agujeros alternados con re­
140
miendos. Su boca enorme, de labios colgantes, esta­
ba rodeada de tremendas arrugas. Sus pómulos sa­
lientes parecían serlo aún más por la flacura de su
cara. Pero, sobre todo, sus ojos azulados, nebulosos
como vidrios empañados, como los de un muerto, cau­
saban una impresión atroz.

D. Miguel dirigió la palabra á un minero de ros­


tro patibulario, tembloroso, agobiado, que apenas po­
día sostenerse apoyado á la puerta, esperando aue
los que estaban ante el mostrador se retirasen para
acercarse á su vez.
—¿Qué te pasa, Domínguez? ¿Estás enfermo?
El minero contestó que hacía varios días sentía
calentura, que no comía, y que el dolor de cabeza le
mortificaba sin descanso.
—¿Ya has visto al médico?
—No. Me diría que deje de tra b a ja r... y no pue­
d o ... Tengo mucho que h a ce r... mis h ijo s...
Y D. Miguel, dirigiéndose á Martín, dijo:
—Ahí tiene usted un enfermo que no se echará á
la cama sino cuando ya no pueda más. Seguro nu.e
está atacado de la tifus. La tifus está aquí de epide­
mia.

Martín no pudo menos de comparar su caso con


el de aquel hombre. Martín venía en busca del mé­
dico, y el otro, que parecía más enfermo, no pensaba
verlo.
En fin, Martín tuvo aquella tarde en la pulpería
otra mala impresión. Entre los últimos retrasados en­
141
tró un chiquitín de apenas unos seis años. Traía tam­
bién su pedazo de tocuyo sucio, y miraba en derredor
con viveza y aire sonriente. Su sombrerito negro mos­
traba en la copa dos agujeros grandes por los que
sobresalían los mechones de su abundante cabellera
mal cortada. Su saco, por lo grande, se notaba que
había sido de otra persona. En las piernecitas mos­
traba algo así como un boceto de pantalón.
D. Miguel, notando el interés con que Martín mi­
raba al chico, le dijo:
—Voy á darle un notición.
—¿Cuál?
—¿Quiere usted saber quién es el padre de ese
chico?
—Probablemente algún m inero...
—No.
Y D. Miguel pronunció un nombre que causó gran
sorpresa en Martín. Luego continuó:

—Ni más, ni menos. Y ya sabe usted que ese se­


ñor se las da de caballero. Pues bien: este caballero,
en cierta ocasión que estuvo por acá, tuvo este hijo
con una chola. Después se fué, y esta es la hora en
que no se ha acordado de su hijo ni con un peso.
—¿Es posible eso, siendo un hombre rico?...
—Como usted lo oye. Hoy la chola, que es una in­
feliz, está metida con un peón. Y el peón, que apenas
tiene para comer, sostiene al hijo del caballero...
del ric o ...
142
—Pero ¿usted está seguro de que estechiquillo
sea efectivamente hijo de ese señor . . .
—¡Claro! como que es vivo retrato de su padre.
¿No lo ve usted? Los hombres pueden mentir. La Na­
turaleza no miente.
—¡Y qué mal traído está el pobrecito!
—No tendrán con qué vestirlo mejor. Pronto le
harán tra b a ja r... si es que ya ahora mismo no tra­
baja.
—Me parece muy tierno para eso.

—Pero, ¡hombre! ¿no ha visto usted en las minas


niños de siete años trabajando?
A poco rato, Martín se despidió de D. Miguel. Se
había fijado nuevamente en el temblorcillo de sus
dedos, y creyó necesario volver á buscar al doctor.
Esta vez estaba en su consultorio.
Martín hallólo solo, y le pareció mejor dispuesto
que el día anterior.

Con acento decidido y claro, expuso el joven el


objeto de su visita. Habló de todo lo que sentía, de
sus temores de que aquello fuese el principio de al­
gún mal terrible, y acabó pidiendo al doctor que le
hiciese una observación detallada.
El doctor accedió. Pero después de un prolijo exa
men, concluyó diciendo:
—Señor Martínez, usted está bien.

143
Admirado, Martín trato de insistir. Habló nueva­
mente de sus pesadillas, de sus temblores, de su pos­
tración.
—Cosas sin importancia.
Martín declaró que, efectivamente, se había ex­
cedido en la bebida.
—Ya lo sabía—repuso sonriendo el doctor.
—¿Probab1emente se lo avisó Emilio Olmos?— di­
jo Martín candorosamente.
—No. Hace tiempo que no veo á Olmos. Pero ayer
bastaba verlo á usted para saber que había bebido
usfed más de la cuenta. ¿Estuvo usted, pues, con Ol­
mos?
Martín expuso todo lo referente al convite de Emi­
lio, á lo que el médico dijo:
—Comprendo, Olmos le quiso' agasajar á usted, y
el agasajo le cuesta hoy á usted cierta indisposición
y mucho susto. Eso pasa con frecuencia. El alcohol
no siemppre es bien tolerado por todos.

—A saber esto, yo habría preferido no tomar ni


una gota de bebida ninguna.
—Entonces ya no había agasajo. Sin el alcohol no
se expMcan aquí ciertas cosas. Un convite sin alcohol
sería una vergüenza. El alcohol es el adminículo in­
dispensable, que hay que darlo ó recibirlo fatalmen­
te. ..
Y como Martín mostrase una cara de sumo inte­
rés oyendo las palabras del médico, éste continuó:
144
—Emilio, como los demás, no hace sino seguir la
usanza de estos lugares. Como es muy cariñoso con
sus amigos, les hace frecuentes manifestaciones de
esta clase... Sólo que, algunas veces, estas manifes­
taciones suelen poner en cama á los manifestados.
—Como á mí.
—Lo de usted es nada. Emilio ha sabido provocar
borracheras memorables. No hace mucho, él y uno de
sus amigos, aficionado á las copas, se habían ence­
rrado, según decían, en su casa durante cinco días,
atosigándose con las más variadas bebidas. Al quin­
to día, Emilio estaba casi fresco, pero su compañero
sufrió un ataque de delirio alcohólico que le duro
más de un mes.
Martín exclamó con cierto sobresalto:
—¿Y no cree usted, doctor, que á mí puede pasar­
me después algo?
—De ningún modo. Supongo que usted no menu­
deará mucho en las copas.
Martín dijo que no volvería á tomar ni una copa
en su vida.
—Tampoco hay que hacer tanto. Es simplemente
cuestión de tener medida. Por otra parte, usted no
podría estar en estos lugares s:n sujetarse al y u g o ...
Es un tributo que hay que pagar, so pena de muchos
males.
Martín volvió todavía á hacerse asegurar, con el
médico, que no había por qué temer por su sa’ud; que
estaba bien, que sus recelos eran infundados; y se
despidió, lleno de gusto, porque esta vez había sido
acogido por el doctor conforme á sus deseos.
Y cuando se iba. camino de Cancañiri, notó, para
su mayor satisfacción, que ya no tenía ningún tem-
bloreillo en los dedos, y que, á su anterior postración,
había sucedido una animación inusitada.
145
XIX

En la cancha había el trajín ordinario.


Las lavadoras, inclinadas hacia el agua, llenaban
su tarea bajo un sol claro y radioso, que les calentaba
las espaldas y cabezas. Las escobedoras, armadas de
largas escobas, hacíanlas deslizar suave y lentamen­
te sobre la superficie del agua, retirando la capa su­
perior espumante y terrosa. Otras muieres ib n ha­
cia los montones de metal sin beneficiar, recogían­
los en sacos y los llevaban al lavadero. Algunos hom­
bres y chicos provistos de palas, las hundían con es­
trépito entre las piedras y tierra que lavaba el agua,
separando lo que se podía utilizar. Por todas partes
brillaban las partículas de metal esparcidas en el
suelo.
Martín pasaba una y otra vez cerca á Claudina,
que parecía muy entretenida en su faena. Segura­
mente, él tenía buenas ganas de dirigirle la palabra;
pero, al mismo tiempo, comprendía que aque
lio no sería correcto hallándose encargado de la
vigilancia del trabajo. Acobardábale, por otra
parte, la vecindad de las otras mujeres y peones que
trabajaban allí.
Contentábase, pues, con mirar á Claudina con el
interés y antojo que produce un objeto deseado. Lie
147
vaha ella un rebozo colorado que le cubría la espal­
da. Su r,T igra cabellera relucía al sol, mostrando en­
tre su., guedejas gajitos de Itola y otras malezas. Su
cara estaba empolvada de tierra. Sus manos, bien for­
madas, se hundían en el agua, agitándola con el ba­
rro. Martín consideraba dignas de besar aquellas
manos
Quizá el joven estaba ya enamorado de aquella
mujercit? sucia, pero fresca y graciosa. Mas ¿cómo
entenderse con ella? Ya alguna vez, de pasada, le ha­
bía dirigido discretos requiebros, mas sin obtener de
ella ninguna muestra de complacencia. Parecía un
hermoso ser salvaje que, ó no entendía á Martín, ó,
aun entendiéndole, se le mostraba poco tratable.
Tal aquel día, cuando Martín pasaba cerca de ella,
bajaba obstinadamente los ojos, fijándolos en el agua,
y só’o cuando ya le había dado las espaldas, los alza­
ba, mirábale alejarse poco á poco, y cuando regresa­
ba, volvía á repetir la misma operación.
Sin embargo, Martín esperaba que pronto se fa­
miliarizaría con éi la pequeña fiera. El había hecho
sus p anes. La abordaría afuera, en el campo, ya que
dentro del ingenio no podía hacerlo. Iría á su misma
casa, llegado el caso. Ya él sabía dónde era ésta. Y
sabía, asimismo, que Claudina no tenía padre y que
vivía con su madre y hermanos menores, á quienes
ayudaba á sostenerse con sus escasas ganancias.
De este modo, la humilde obrera iba ganando más y
más terreno en el corazón de Martín, al paso que otra
imagen de niña rubia y hermosa que antes domina­
ra en su corazón, palidecía hoy visiblemente.
Martín se avergonzaba pensando en esto.
El re acordaba cómo, hacía poco tiempo, se había
despedido de Lucía recibiendo reiterados juramentos
de fidelidad, y haciéndolos también él de su lado; ¿y
ahora? Ahora él era el primero de ser infiel á Lucía.
¿Y por quién?
148
XX

Sudorosos, cubiertos de tierra, unos con el pon­


cho terciado ó la bufanda puesta en derredor del cue­
llo, muchos con sus ppolleos y grandes pedazos de
cueros pegados hacia las asentaderas, los mineros sa­
lían del trabajo diurno para recogerse á sus hogares.
Iban solos ó en grupos de dos ó más personas. Los
unos descendían corriendo por las pendientes; otros
ascendían lentamente. En las bocaminas, los echagui-
ris registraban á los que salían. En cambio de éstos,
entraban otros destinados á trabajar en la noche. Asi­
mismo, del ingenio Cancañiri salían en dispersión los
trabajadores de ambos sexos. Las cholas, con sus re­
bozos prendidos , acudían con presteza á sus casas.
Por todas partes se notaba un ir y venir de gente.
Había fogatas que se encendían á cada momento. El
acre olor de la lióla y la yareta que se quemaba en los
hogares, se difundía en el ambiente.

Aquella tarde, Martín, por vía de paseo, también


caminaba en las sendas frecuentadas por los mine­
ros. Hacía varias tardes que había adoptado este sis­
tema de ejercicios, por supuesto con la intención de
encontrarse con Claudina, cuyos pasos iba siguiendo
disimuladamente. Sabía que ella iba cada tarde, de
su casa á una vertiente próxima, á coger agua. Ahora,
149
también, hacía poco rato que la había visto parasar
allá mismo.
Sentóse el joven sobre una piedra, casi á la vera
del estrecho camino por donde debía regresar Clau-
dina, y desde allí se puso á contemplar el bello cua­
dro de la Naturaleza en aquellos momentos. El sol
había caído. Un grupo de nubes amontonadas en el
poniente reflejaban su luz, matizándose de colora­
ciones amarillas que iluminaban vivamente el am­
biente. Bajo esta difusa claridad, se destacaban con
apariencias áureas y fantásticas los peñascos oróxi-
mos, las pampas reverdecidas y las serranías discan­
tes. El viento poderoso había aplacado su fuerza, y
apenas soplaba, como si no quisiese perturbar este
solemne momento de la tarde.

M artín oyó una voz y una risa sonora que venían


del lado de la aguada. Volvió sus ojos en esa direc­
ción y vió, como á distancia de cincuenta metros á
Claudina, que estaba empeñada en animada conver­
sación con un hombre, en quien, á poco de examina­
do, reconoció á Lucas. Ambos estaban cerca á ’a ver­
tiente de donde Claudina ya hubo sacado su ración
de agua. Ella había puesto la garrafa al suelo, y mien­
tras hablaba con Lucas se componía el rebozo. El,
embozado en su chal y con las manos apoyadas en su
cintura, estaba parado en actitud indiferente. Mar
tín no podía saber de qué hablaban, y sólo percibía
el rumor que hacían sus voces, singularmente la de
Claudina, cuyas risas vibrantes eran distintamente
traídas por el aire.

Martín experimentó cierta contrariedad. He aquí


una muchacha que se mostraba con él encogida y
arisca, y, sin embargo, se estaba despachando con
otro á maravilla. ;,No sería que estaban hablando de

150
cosas de amor? Estaba visto que Lucas sólo podía
darle motivos de disgusto.
Y como el diálogo no tenía trazas de acabarse,
Martín consideró su situación poco airosa, y volvien­
do las espaldas á la entretenida pareja, continuó as­
cendiendo en el cerro á la ventura.

Ahora, la tarde estaba roja. Las nubes habían per­


dido sus tonos arr aril'os para adquirir un tinte san­
griento, con que bañaban el cielo y la tierra. Pero
Martín, con la mala impresión que acababa de expe­
rimentar, poco ó nada se fijaba en este bebo juego de
coloraciones. Por un momento le entretuvo un grupo
de llamas pequeñas que triscaban alegremente en
torno de sus madres. Varios de estos animalitos de
suave vellón pasaron cerca de él, m irándo^ con sus
enormes ojos negros, tendiendo hacia adelante sus an­
gostas orejas y moviendo grotescamente su largo cue­
llo al dar sus trancos torpes. Martín seguía avanzan­
do siempre arriba. La luz rojiza se había disipado en
pocos instantes. La noche se hacía rápidamente. Pero
otra luz más apaciVe y blanca se hacía en el oriente.
Era la luna llena, cuyo globo magnífico apuntó tras
la distante serranía. Una noche Wanca sucedía al día
luminoso que acababa de morir. Como med’a hora
estuvo todavía Martín vagando. El panorama que se
desarrollaba en su redor empezó á distraerle de sus
malos pensamientos, y como si la suerte quisiese aca­
bar de aplacarlo, se dejó oir, en una de las casuchas
próximas donde se había acercado, un rumor delicio­
so de quenas tocadas á dúo. Martín escuchó encanta­
do aquellas notas tiernas que venían apaciblemente á
sus oídos modulando aires acariciadores y melancó­
licos. Admirábase de que en semejantes ranchos y
entre gentes como los mineros hubiesen quienes to­
caran con tal maestría. Poco á poco se acercó á la ca­
sita de donde salía la música. Afuera, cerca á la puer-
151
ta, á luz de la luna, estaban sentados los dos hombres
que tocaban. Uno de ellos era Lucas. Martín sintió
una impresión indefinible. ¡Siembre Lucas! ¿Por qué
fatal coincidencia de la suerte, siempre debía encon­
trarse con Lucas? Este, que reconoció á Martín, se
adelantó á saludarlo.
—¡Hola, mi amigo! ¡qué bien lo hace usted!—dijo
Martín disimulando su contrariedad.
—Estamos ejercitando para el carnaval—dijo Lu­
cas.
Inivitaron á Martín á que se sentase sobre un apo­
yo de piedras en que habían extendido una manta. Y
Martín, sentado en aquel humilde asiento bañado por
al luna, y con una mezcla ansiosa de gusto y de rabia,
estuvo oyendo por mucho rato una preciosa serie de
bailecitos de tierra, kcaluyos y otros aires que, bro­
tando de las bien tocadas quenas, se perdían suave­
mente á lo lejos. Seguramente, en tales momentos de­
bía Martín pensar que si Lucas, además de ser un
muchacho valiente y bello, tenía también la cualidad
de tocar con tanta habilidad la quena, nada raro era
que estuviese en amores con muchachas como Clau-
dina.

152

l
XXI

Pasaron varios días. Era una tarde tempestuosa.


El viento soplaba con toda su tremenda fuerza, tra­
tando de barrer del cielo un ejército de nubes lóbre­
gas y densas que se amontonaban en legión enorme
y amenazadora. Los relámpagos se sucedían casi sin
interrupción, venciendo la desmayada claridad del
día. El ambiente parecía inflamado. Un hálito de fue­
go palpitaba en él. Los rayos, que tan frecuentes son
en esos lugares, chasqueaban en distintas direccio­
nes. Los truenos rodaban en la altura provocando
una algarabía formidable; pero más torvo, más si­
niestro, más terrible que ellos, se oía un rumor in­
menso y sordo que avanzaba en la lejanía; era una
manga de granizo que venía blanqueando las pampas
y los cerros.
Martín se metió en la choza, pidiendo permiso á
sus moradores para guarecerse allí de la tormenta.
Era la casa de Claudina. Hacía rato que Martín había
estado vagando en las proximidades, y cuando esta­
lló la borrasca encontró en ella un buen pretexto pa­
ra visitar la casa. Una pobre muier, la madre de Clau­
dina, acogió á Martn benévolamente, tendiéndole, so­
bre un cajón vacío que allí había, un cobertor para
que se sentase.

153
Claudina, de cuclillas y agachada en un rincón,
pugnaba por encender unos pedazos de yareta que
no podían arder. La estancia era de completa indigen­
cia, sin más que algunos cachorros de cocina y unos
cuantos trapos. Hacía un frío rabioso, sin que la ya­
reta, que empezaba á humear y á arder con los es­
fuerzos de Claudina, alcanzase á dar calor á la vivien­
da. Un chiquitín, sucio y semidesnudo, pero muy sim­
pático, se acurrucaba en un rincón mirando á Martín
de hito en hito. Otro más pequeño gimoteaba pidien­
do de comer. Unicamente una criatura de pecho dor­
mía, indiferente á la tempestad.
Y la tempestad arreciaba. Caía un granizo menu­
do. Las rachas de viento helado, entrando á la habi­
tación, hacían crujir los palos del techo y sacudían
los trapos. Los relámpagos y truenos continuaban con
furia. No lejos se sintió caer un rayo.

La mujer se asomaba á cada instante á la puerta


para ver el camino. Esperaba á su hijita Lucía, á quien
hacía algunas horas había mandado á la pulpería en
busca de provisiones para la cena. Pero Lucía no pa­
recía, y la madre estaba impaciente.
—No hay que apurarse—di jola Martín;— tu hija
estará esperando en la pulpería que pase la lluvia.
La mujer contó á Martín que no era la primera
vez que pasaba tal cosa. Jamás despachaban inme­
diatamente á la chica, y, entretanto, estaba la familia
llena de hambre y cuidados. Martín, recordando las
cosas que hubo visto en la pulpería, pensó que acaso
la mujer tenía razón. Y lo peor era que el chico Juan,
otro hijo de la mujer, que trabajaba en las minas,
tampoco parecía. Su madre decía que él podría haber
corrido en alcance de Lucía.

154
—Yo voy—exclamó Claudina, incorporándose de
su rincón, donde al fin ardían los pedazos de yareta,
Pero la mujer no quiso que Claudina saliese, y no
hubo más que seguir esperando.
La mujer, llamada Juana, era una viuda cuyo ma­
rido hacía un año que había muerto por un accidente
en las minas. La infeliz había quedado con seis hijos.
Su hija mayor, Claudina, trabajaba de lavadora; el
que le seguía, un muchacho de diez años, trabajaba
de chivato. Los demás eran Lucía y los chicos que
Martín iba mirando. He aquí una familia compuesta
de siete personas que se sostenían nada más que con
el esfuerzo de una joven, casi una niña, y de un mu
chacho de diez años.
Martín sentíase impresionado tristemente. Aque­
lla pobre mujer, vestida con una pollera rota y mu­
grienta, con las mangas remangadas que dejaban ver
sus descamados y trémulos brazos, con su cara de
miseria y sufrimientos; con sus ojos ansiosos é intran­
quilos, le causaba profunda lástima. Sus mismos im­
pulsos eróticos parecían acurrucarse en su corazón
llenos de miedo. Y apenábale, asimismo, el chico que
temblaba de frío hecho un ovillo en un rincón, y el
otro que lloraba pidiendo pan.
Cerca al fuego que había encendido Claudina, es­
taban las ollas sin más que agua.
La lluvia había sucedida al granizo. Lucía no pa­
recía.
—¡Maldita!... ¡condenada!. . . —prorrumpió la
madre.
Cladina trató nuevamente de salir en alcance de
su hermana, mas tampoco se lo consintió su madre.
155
Dijo que iría ella misma, y se puso á buscar una man­
ta para taparse.
La tormenta decrecía. Ya no había truenos, pero
aún caía una lluvia copiosa. Se oía el rumor de to­
rrentes desatados, y aun á la choza entraba el agua
por los agujeros del techo y por la puerta.
Obscurecía. La mujer se había cubierto con una
frazada vieja y estaba ya para salir, encargando á
Claudina que cuidase de los niños, cuando en esto lle­
gó Lucía. Era una chiquilla flacucha que andaba des­
calza. Chorreaba agua por su agujereado rebozo, por
su pollera que se le pegaba al cuerpo, por su cabeza
y por su cara. Estaba tan embarrada, que parecía que
se hubiese revolcado en el lodo. Cuando entró á la
habitación miró con sorpresa á Martín; pero repues­
ta de esto, con una mirada de su madre se desemb
razó de su rebozo empapado de agua, y enseñó un
pedazo de tocuyo en que no traía nada. Luego expli­
có á su madre que los pulperos habían rechazado su
boleta de avíos, diciendo que correspondía á otra
quincena.
La mujer se quedó aterrada ¿Qué iba á comer aho­
ra la familia? En su desesperación, estuvo á punto
de pegar á la chica Lucía, como si ella tuviese la cul­
pa de lo que sucedía. Díjola que se había tardado “to­
do el día'’, y que seguramente se puso á jugar en el
camino. La chica, temblando de susto y de frío, dijo
que no había jugado, y que tuvo que esperar en la pu-1
pería á que la despachasen. Martín intervino, tratan
do de aplacar á la mujer. Explicóla que debía tratar­
se de algún error, que no perdería nada de sus avíos,
y aconsejóla que se presentase al día siguiente al ad­
ministrador haciendo el respectivo reclamo.
Y como la lluvia había calmado, despidióse Mar­
tín de aquellas pobres gentes, no sin regalar á los chl-
156
eos algunas monedas para que con ellas se compra­
sen “siquiera pan”.
Y de esta manera quedaron otra vez más frustra
dos los planes amorosos de Martín. Quizá ál había
contado con disfrutar aquella tarde agradables mo­
mentos en el seno apacible de la rústica vivienda en
que vivía la graciosa Claudina. Mas aquello se redu­
jo á un cuadro de harapos, de hambre, de miseria
vulgares.

157
XXII

Por aquellos días se notaba un movimiento inusi­


tado en Llallagua y Uncía. Se aproximaba el carna­
val y todos se disponían á la celebración del festival
con gran ahinco.
Las tiendas de comercio aparecían repletas de los
artículos más usados en tales ocasiones. Veíanse, col­
gadas de las puertas y paredes, polleras de vivos colo­
res y de finas y lucientes telas; Mantillas bonitísimas
á cuya vista llameaban los ojos de las cholas; boti­
nes de mujer atiborrados de filetes y otros adornos
no siempre de buen gusto; máscaras y caretas que
provocaban la admiración de los chicos; en fin, un
m ar de cosas que atraían diariamente á los grupos
de transeúntes. En los umbrales de las tenduchas se
veían canastas y palanganas pletóricas de cascarones
llenos de aguas de colores y montones de harinas co­
loradas, verdes ó blancas, adminículos indispensables
en aquellos lugares para pasar un buen carnaval. Los
confites campeaban por todas partes. Los mercachi­
fles ambulantes vagaban por una y otra dirección,
llevando en los brazos y hombros sus bultos de úti­
les y dijes que deshacían en las calles para enseñar­
los á los pasajeros. Fabricábase con afán una gran
variedad de bebidas alcohólicas de pésima calidad,
pero de colocación segura. Las chicherías competían
159
en abundancia y suciedad. En las empresas mineras
se disponía la Itinca.
A todo esto, el robo de estaño en las minas toma­
ba también mayor incremento. El rescate entraba en
su mayor actividad. Los mineros cuya flaca bolsa no
les prometía nada para pasar debidamente la fiesta,
recurrían al medio usual de sacar cuanto metal po­
dían de las minas, veneros y canchas, para realizarlo
á bajo precio y de este modo proveerse de recursos.

Diariamente se descubrían los robos, y la Policía


estaba atestada de hombres y mujeres desarrapados
que habían sido sorprendidos en sus ilícitas tareas. La
administración de Llallagua dispuso que se redoblase
la vigñancia de los serenos en vista de las cosas que
pasaban. Una noche, dos de éstos, que estaban apos­
tados en el camino de Viluyo, que era el más frecuen­
tado por los ladrones, lograron distinguir á lo lejos
una tropa de hombres y animales que se alejaba pre­
surosamente. Corrieron entonces en su alcance; pero
al aproximarse á una de las rugosidades del cerro,
salió de allí una detonación que los detuvo. Estaba
visto que allí había gente dispuesta á defender el pa­
so. Los serenos, á su vez, hicieron fuego en esa di­
rección, y al momento les contestaron nuevos tiros
de rifle; y como uno de éstos silbase á los oídos de
uno de los serenos, éste emprendió precipitada fuga,
debiendo hacer lo mismo su compañero. Al día si­
guiente se hicieron las pesquisas del caso. En el pun­
to de donde salió la primera detonación y adonde ti­
raron los serenos, había manchas de sangre, lo que
indicaba que uno de los defensores del robo había
sido herido. Luego halláronse algunos sacos de metal
desparramado en el trayecto, que los ladrones deja­
ron al huir. Pero nada más. Los rastros se perdían en
el pueblo de Uncía, y no hubo manera de descubrir
el resto del robo.
160
Aquel mismo día, Emilio recibió la noticia de que
el joven Lucas estaba mal herido en Llallagua, é
inmediatamente se dirigió allí.
Efectivamente, Lucas había sido herido por la no­
che. El y otro compañero, que habían seguido los pa­
sos de los serenos, se apostaron en un lugar apropia­
do para impedirles el paso, y en esta posición provo­
caron el incidente. Una bala de Winchester tocó á
Lucas cerca á la oreja, interesándole una porción del
cuero cabelludo. Cuando Emilio, después de fatigosa
marcha, llegó á la casa del minero Melgarejo, donde
se asilaba Lucas, hallólo rodeado de varias mujeres y
peones, y más pálido de lo que ordinariamente lo era.
A duras penas, y á fuerza de comprimir la herida con
algodón quemado, habían los compañeros del herido
conseguido estancar la sangre. Lucas se mostraba muy
tranquilo; pero Emilio consideró indispensable lla­
mar al médico, y él mismo fué en su busca.
Cuando bajaba la pedregosa y larga pendiente, se
encontró con Martín, Este subía al cerro á la cabeza
de varios policiales.
—Me han comisionado—le dijo—para hacer prac­
ticar una requisa en las casas próximas á La Blanca,
con motivo del robo de anoche.
—¡Hola! Me alegro. Anda, pues, y ojalá encuen­
tres lo que buscas.
Emilio de buena gana habría querido hablar con
Martín sobre lo que ocurría; pero la presencia de los
policiales se lo impidió.
Despidiéronse, pues, los dos amigos. Emilio conti­
nuó el descenso á la carrera, y Martín siguió ascen­
diendo lentamente por la cuesta en dirección á las
minas.

161
Efectivamente, con motivo del robo audaz de la
noche anterior, la administración de Llallagua había
destacado diferentes comisiones con objeto de hacer
algún descubrimiento, y una de ellas se le encargó á
Martín. Este pensaba en sus adentros que, segura­
mente, Lucas no era extraño al incidente, y cuando
se encontró con Emilio, acabó de confirmarse en sus
conjeturas. De todos modos, Martín estaba dispuesto
á cumplir con su deber.
Llegaron al grupo de cabañas denunciado como
uno de los lugares en que se ocultaban las metales
robados.

Martín penetró en todas ellas y las hizo registrar


minuciosamente; pero no hal’aron nada de lo que se
buscaba. Entre estas casas, estaba la del minero Mel­
garejo. Allí Martín vió á Lucas. Estaba afuera, sen­
tado al sol, en el suelo, con las piernas estiradas, con
la cabeza vendada y el rostro intensamente pálido.
Saludáronse. Lucas se levantó por un momento, y en
seguida volvió extenderse en tierra, y en esta actitud
estuvo contemplando la inspección que se hacía de
las casas. No parecían Melgarejo ni su mujer, v sola­
mente se mostró Presentación en el umbral, invitan­
do con cierto desgarbo á entrar en la habitación á
Martín y á los policiales. Nunca había visto Martín
en las minas otra mujer más linda y mejor plantada.
Presentación era una muchacha rolliza, de aire alta­
nero, de ojos provocativos y de facciones graciosas
en sumo grado. Pero Martín no estaba en situación de
embobarse con estas contemplaciones, y más bien,
apartando la vista de la linda moza, hizo que se prac­
ticase un detenido examen de la casa. Aquí tampoco
había nada sospechoso. Después de mucho hurgar,
salieron los policia^s con las manos vacías. Presen­
tación, parada junto á la puerta, sonreía cambiando
miradas de inteligencia con Lucas. Martín sorpren­
162
dió una de estas miradas, y no quedó muy satisfecho;
pero disimuló. Luego, antes de retirarse, dijo á Lu
cas:
—¿Qué le ha pasado á usted? ¿ Alguna avería?
—Me rompí la cabeza.
—¿Cómo así
—Una casualidad...
Uno de los policiales dijo por bajo á Martín:
—Seguro que éste es el herido de anoche. Es un
ladrón.
Presentación alcanzó á oir estas palabras, y al mo­
mento lanzó sobre el policial una salva de dicterios.
Hablaba en quichua, haciendo encantadoras muecas,
y de su linda boca salían nombres de varios animales
para calificar al policial, como los de perro, cerdo,
pollino, cam ero...

Los policiales se indignaron, y como el aludido di­


jese que se estaba faltando á la autoridad, Presenta­
ción empezó á burlarse sin ninguna consideración,
ni aun por Martín. Aflautaba la voz, ponía las manos
en actitud suplicante, y miraba tristemente, diciendo
siempre en quichua.
—¡Jesús! santo varón de castos oídos, gran señor
al que hay que respetar, perdóname por lo que te
dicho y por lo que te voy á decir...
—Cállate, Presenta—exclamó Lucas de mal talan­
te; y sólo entonces interrumpió la chola su jerigonza
y se metió á la casa.
163
Lucas dijo, dirigiéndose á Martín:
—Dispénsela usted. Estas mujeres son muy mal
criadas.
Cuando regresaban, después de la infructuosa ins­
pección, uno de los policiales dijo á Martín:
—Yo, señor, en lugar de usted, la hago cargar á
esa mujer al calabozo.
Los demás hacían coro.
—¡Qué mujer más insolente!
—Si su querido no la hace callar, nos come á todos.
—Debe ser una grandísima...
—Se debe dar parte de esto á la administración.
Mientras tanto aun se distinguían claramente las
notas de una voz y risa argentinas y vibrantes, que
venían desde la altura. Era Presentación que, hablan­
do con Lucas, comentaba á voz en cuello el incidente.
A Martín, en vez de causarle mayor disgusto las
ocurrencias de la chola, más bien habían acabado por
divertirle. Luego regresaba sobernamente impresio­
nado con una noticia: la de que Presentación era la
querida de Lucas.
Los policiales regresaban mohinos. De lejos ya di­
visaron al doctor y á Emilio que llegabán á la casa de
Melgarejo.
—¿Qué irá á hacer allí el médico?—dijo uno de
ellos.

164
—Pues á curar al niño.
—Pero ¡si él no es de la Compañía!
—¿Qué le importa eso al doctor?
El policial maltratado por Presentación exclamó:
—Es un escándalo que el médico de la Compañía
vaya á curar á los que la perjudican.
—De eso también hay que dar parte.
Estas y otras cosas se decían los policiales segura­
mente con la intención de que Martín tomase la de­
bida nota para dar su informe en la administración.
Las suspicacias, les chismecillos y aun las calumnias
se iban trayendo á cuanto en todo el trayecto. No pa­
recía sino que querían enseñar á Martín la manera
de dar un informe- un informe compuesto de cuentos
de baja extracción,
Pero Martín, muy distante de acoger semejantes
presunciones, no decía nada y se limitaba á caminar
pensativo y silencioso.
En Cancañiri se despidió de ellos y continuó á Ca-
tavi.

Era ya entrada la noche cuando Martín llegó á


Catavi.
Comían. El gerente, después de escuchar la rela­
ción del joven, invitóle á ocupar ün asiento. Estaban
sentados á la mesa, además de] gerente y su esposa
Da. Micaela, todos los emppleados de alta jerarquía
165
de la empresa. Departían sobre la producción del es­
taño, las cotizaciones de las acciones de Llallagua,
los contratos, las innovaciones que era preciso hacer
en la Compañía, y otros temas análogos. Era la charla
diaria. Mas, cuando Martín dió su informe, volvieron
al asunto referente al robo del que ya se habían ocu­
pado anteriormente.
—Es el cólmo de la audacia que se ataque á bala á
los serenos de la Compañía— decía uno.
—¡Salvajes!—repitió por undécima vez el conta­
dor,—yo los mataría á azotes.
—Me figuro—dijo el gerente—que hay gente chi­
lena metida en esco.
—¿Por qué, señor?—exclamó casi en son de pro­
testa el contador, que, como el gerente, era chileno.
—Porque la gente boliviana es muy tímida. No es
capaz de aventurarse en tales desmanes. En cambio,
ya sabemos lo que es el roto. Es de lo más desalmado
y valiente. No teme nada.
El contador se sintió satisfecho. El gerente añadió-
—No nos conviene traer aquí gente chilena. Per­
vierte á la gente y de un momento á otro puede oca­
sionar un conflicto serio.
—Es así—dijo otro comensal;—los bolivianos son
poco avisados. No saben; por ejempplo, ni lo que es
una huelga. El otro día vi á un grupo de peones en­
tre los que estaba un roto hecho un doctor, tratando
de explicarles eso. Hablaba contra los patronos y de­
cía que en Chile no se les aguanta.
—Ya ven ustedes.
166
—Pero la verdad es que aquí los trabajadores boli-
%-ianos saben robar.
—¿Y cómo lo harían los otros? Mucho más. No se
pararían en nada. Los bolivianos solamente son rate­
ros. Se contentan con poco. No asaltan ni matan. Pe­
ro traiga usted á los otros, y verá cómo nos revientan.
El ingeniero de la empresa desvió la conversación
hablando al gerente sobre el nuevo ingenio de Cata-
vi. Todos callaron para oirle. El ingeniero era inglés
y se expresaba con mucha deficiencia en castellano j
pero tratándose de la indicada construcción era in­
fatigable para hablar, y aunque se cortase á cada mo­
mento, enseriaba, en una mezcla de inglés y castella­
no. frases cuya significación escapaba á todos, inclu­
so á él mismo. Tal en esta ocasión se puso á hacer una
exposición intrincada sobre la mejor dispos;ción de
la maquinaria del ingenio. Continuamente se detenía
buscando algún vocablo que alguno de los comensales
se veía obligado á indicarle. Otras veces se embrolla­
ba tanto, que sin poder salir del paso, variaba de
asunto y se iba á otra instalación.
Sin embargo, todos parecían escuchar con aten­
ción la disertación del ingeniero, y únicamente la es­
posa del gerente daba muestras de impaciencia, pues
se movía continuamente en su asiento, daba boste­
zos ó suspiros, l1amaba á los criados y hacía otros
gestos de mortificación. Da. Micaela estaba que un
sudor se le iba y otro le venía pensando en su hiiito
Benjamín, que se hallaba enfermo desde hacía algu­
nos días. El médico no parecía hasta aquella hora y
Da. Micaela rabiaba por esto. ¿Que interés podía te­
ner para ella eso de oir hablar sobre cotizaciones, pro­
ducción. contratos, robos, maquinaria y otros temas
que eran tan del gusto de su esposo y de los otros co­
mensales?

167
De pronto, interrumpiendo al ingeniero, que esta­
ba más que nunca engolfado en describir un motor
de doscientos caballos, Da. Micaela exclamó:
—¡Qué tierra esta tan llena de dificultades!
El ingeniero se calló, mirando con sorpresa á Da.
Micaela.
—Pues hasta esta hora no puedo conseguirlo
al doctor, y, entretanto, no sé qué hacer con Benja­
mín.
—¿Está muy grave Benjamín?—preguntó alguien.
—No—dijo el gerente;—el doctor dice que la en­
fermedad del niño es cosa leve y pasajera.
—¡Pasajera!—remedó Da. Micaela.—Es que el
doctor no nos hace caso. Figúrense ustedes que ayer,
después de ver al niño, me dijo con mucha flema:
“Señora, ¡esto no vale la pena de visitar cada día al
niño!”.
—Pues el doctor sabe lo que hace—dijo el gerente.
—Pero yo le diie que me hiciese el favor de venir
también hoy. Y ya ven ustedes que hasta ahora no
parece.
—¡Qué falta de cortesía!—exclamó el contador.
El gerente, que parecía dispuesto á defender al
médico contra las recriminaciones de su esposa, dijo:
—El doctor debe estar ocupado. Quizá ha pasado
algún accidente en las minas.

168
—¡En las minas ¡repitió Da. Micaela.— ¡Los peones
valen más que nosotros!
Martín dijo que, efectivamente, había él visto al
doctor por la tardo en las proximidades de La Blanca.
—¿No ves?—dijo el gerente á su esposa.
Esta repitió indignada:
—¡Los peones valen más que nosotros!

Cuando tomaban el café se anunció al médico. Da.


Micaela se levantó inmediatamente de su asiento pa­
ra ir al encuentro del doctor y conducir’o á la habi­
tación del niño enfermo. Pero muy luego la señora
volvió á presentarse seguida del médico, á quien se
le invitó también un asiento y una taza de café.
—¿Y qué tal, doctor; hay muchos enfermos?—di­
jo el gerente.
—¡Pocos! Su..niño ya está bien.
—Y en las minas ¿no pasó ninguna desgracia?
—Ninguna, que yo sepa.
—Pero sé que usted estuvo esta tarde por allí.
—Efectivamente; pero fui á ver un averiado que
no es de la Compañía.
—¿Quien—preguntó Da. Micaela abriendo tama­
ños ojos.
—¡Un muchacho!..,

169
Y como si el doctor no quisiese entrar en más ex­
plicaciones, preguntó:
—¿Y por acá no hay novedades
—Ninguna.
—Ija novedad es la del robo de anoche á mano ar­
mada—exclamó el contador.
—Y, á propósito—exclamó el gerente en tono fes­
tivo,—oigamos al doctor. Ya aquí todos hemos dado
nuestra opinión sobre la mejor manera de evitar el
robo. El señor Scott es partidario de hacer un sistema
de instalaciones que no dejará sacar ni una brizna de
estaño; el señor Rivera considera más eficaces los azo­
tes; otros señores juzgan que se debe cuadruplicar el
personal de la policía. Y usted ¿qué opina, doctor?
Supongo que no nos propondrá algún medicamento...
El médico, siguiendo el tono del gerente, contestó:
—Los trabajadores dicen que si se les tratara bien
no robarían. Dicen que los patronos abusan.
—¡Salvajes!—gritó el contador;—raro que no di­
gan que más bien son los patronos los que roban.
—¡Uff! no sólo que lo dicen, sino que están ínti­
mamente convencidos de eso.
—¡Habráse visto!
—Pero, ¿acaso no se les trata bien?—exclamó el
gerente;—desde luego esta empresa paga mejores sa­
larios que las otras.
—No es suficiente. Los obreros se quejan de sus
viviendas: los más viven en cuevas. Asimismo de las
170
condiciones del trabajo: es un trabajo mal organiza­
do. Lo propio de su alimentación y vestidos: son ar-.
tículos malos y que, si no lo son, están por encima de
sus recursos. Es por eso que los obreros quieren me­
jorar su situación aunque sea robando. •;
—¡Salvajes!—repitió el contador.—Yo no acepto
nada de eso. El obrero, por mucho que se le trate bien,
seguirá robando, porque el instinto del robo está en
su sangre; porque roba por vicio, porque roba por>
aquello d e l... d e l.. .¿qué es?
—¿Atavismo?—dijo uno.
—Justamente.
El médico y otros se rieron.

—Señor Rivera, á seguir la tesis de usted, vendría­


mos á parar á la conclusión de que la tierra no es si­
no lo que dice lord Byron: “una gran caverna de la­
drones”.
Se levantaron de la mesa.
El contador continuó aún vociferando contra los
obreros ladrones, y detuvo al médico, que quería irse.
—La verdad es, doctor, que sus compatriotas son
demasiado exigentes. Nosotros traemos aquí los capi­
tales, la civilización. Queremos implantar grandes in­
dustrias. .. y no se reconoce. ¿No es esto ser salvajes?
El doctor, sin abandonar su calma, contestó:
—¿Y por qué traen ustedes sus capitales y su ci­
vilización? ¿Es por algún fin altruista? ¿No es por
aprovecharse de eso ustedes mismos? ¿Acaso ustedes
171
están impulsados por un. móvil humanitario? El inte
rés, la conveniencia: nada más, señor Rivera.
—’Bueno; sea cual fuere el móvil, pero el hecho es
ese: nosotros venimos á contribuir al adelanto del
país.
—Convenido. Pero también existe este otro hecho:
con ese adelanto y todo, el obrero, aquí, se halla tan
mal ó peor que antes.
—¡Doctor!
—¡La verdad, señor Rivera! Ustedes no traen aquí
la felicidad, aunque traigan la civf ización. Felicidad
y civilización no son sinónimos. La situación del obre­
ro boliviano sigue y seguirá siendo pésima. Lo que,
por otra parte, no es tan admirable si se tiene en
cuenta que este es un país de salvajes. Lo admirable
es que en el país de usted, que se da de más civiliza­
d o ... pero no digo su país, más lejos aún, los mismos
países que marchan á la cabeza de la civilización mun­
dial, como Inglaterra ó Norte América, son también
aquellos en que el obrero está en peor situación. ¿No
es cierto?

Y el médico se despidió del contador, y se fué,


acompañado de Martín, que le había estado oyendo
no poco sorprendido.

172
xxra

Llegó el carnaval. Desde por la mañana del do­


mingo la plazoleta de Llallagua era un hervidero de
gente. Los mineros bajaban de las minas formando
grupos pintorescos. Estaban todos atiborrados de pol­
vos de mil colores. Los caminos de Uncía y Chayan-
ta se hallaban ocupados por cordones de gentes y ani­
males cargados de mercancías. Grupos de indios lle­
vando á la espalda sus cargas, y empuñando sus flau­
tas y charangas llegaban sin cesar para hacer sus
compras. Más tarde todas esas pobres gentes estarían
completamente embriagadas.

Los vendedores y compradores pululaban en la


plaza formando una confusmn indescriptible. Sobre
todo, los comerciantes en ropa se multiplicaban exhi­
biendo y vendiendo sus mercaderías. Todas las pare­
des estaban literalmente cubiertas de polleras, jubo­
nes, chalecos, pantalones, sombreros, pañuelos y otras
prendas. La ropa que ya no había podido caber en las
paredes estaba distribuida en el suelo formando mon­
tañas que se deshacían y rehacían sin descanso por
los interesados y los dueños.
Los mineros llegaban con la Itinca, consistente en
botellas de alcohol preparado de cierto modo, y pu­
ñados de confites contenidos en grandes pañuelos
173
multicolores. Estaban descontentos. Muchos arroja­
ban contra el suelo las botellas y confites diciendo
que se les había dado una porquería.

Al mediodía bajó Martín de Cancañiri dirigién­


dose á Llallagua. Distraíale ahora aquel camino de
gentes vestidas de sus mejores trajes. El también ya
había sido empolvado varias veces, v por más que se
limpiaba, volvían á echarle con nuevas cantidades de
harinas de color los que le encontraban. Y como tal
era la costumbre, no había más que tolerarla.

Al bajar, Martín caminaba cerca de un grupo com­


puesto de un minero viejo, su mujer y tres hijos pe­
queños. El hombre estaba ya borracho y su mujer le
decía que se contuviese y que no empezase tan tem­
prano la fiesta. Quería convencerle que, ante todo,
con el salario recibido había que comprar algunas
prendas de ropa indispensables y también los comes­
tibles, y que, después de eso, podía divertirse cuanto
quisiera. El minero contestaba que era carnaval y
parecía escandalizarse de las insinuaciones de su mu­
jer. Esta lloraba, rogaba é insultaba. Intrigado Mar­
tín por esta escena, pensaba en que cuántos otros tra­
bajadores, padres de familia, habría que aquel día
iban á gastar todas sus ganancias en emborracharse,
sin pensar en comprar el pan para sus hijos, ni re­
servarse nada siquiera para seguir divirtiéndose en
los días siguientes.

Por 1a tarde, los alrededores de Llallagua estaban


inundados de gente que se divertía. En cada rancho
había una jarana, y fuera de las casas, pasaban y re­
pasaban, daban vueltas y saltaban pandillas de gente
en completa dispersión. A veces resonaban alaridos
y voceríos descompuestos. Era alguna pelea. Amon­
tonábanse allí los chicos, y á poco ya se veían rostros
ensangrentados y cubiertos de polvos que les daban
174
apariencias de payasos. Martín miraba á todos lados
espectáculos graciosos y ridículos. Por largo rato mi­
ró á un grupo de cuatro ó cinco indios completamen­
te borrachos. Agarrados de sus botellas de alcahol,
que se las aplicaban á cada momento á la boca, se
hablaban con gran calor. Una saliva verdosa por la
coca se derramaba de sus labios. Y como al hablar se
acercaban recíprocamente las caras hasta tocarse, re­
sultaba que se llenaban de saliva el rostro y parecían
lamerse. Mas, pronto, este grupo de indios fué arras­
trado por otro mucho mayor en que habían hombres
y mujeres igualmente borrachos, sobre todo las mu­
jeres, que iban cargadas de sus grandes bultos, mu­
chos de los que consistían en criaturas que ya puede
calcularse cómo estaban con las vueltas, y saltos, y
caídas de sus madres. Hacia otro lado surgió una pe­
lea: un minero disforme salió de un tenducho acomo­
dándose el sombrero en actitud de combate y lanzan­
do retos á otro que permanecía dentro. Las cholas se
le abalanzaban para contenerlo; pero él daba mayores
signos de ferocidad, sin cansarse de acomodarse el
sombrero, ya hacia atrás, ya hacia adelante, ya hacia
los lados. A juzgar por sus ademanes, parecía que iba
á pulverizar á su adversario. Pero la pelea no se rea­
lizaba y únicamente el sombrero tomaba en la cabe­
za posiciones más ó menos amenazadoras. De repen­
te, el hombre que estaba dentro dió un salto, y pegan­
do al otro en el pecho, lo derribó cuan largo era. Este
se levantó, buscó su sombrero, que no parecía, y, en­
tretanto, el otro le volvió á asestar otro golpe que lo
echó de nuevo en tierra, y en esto intervinieron los
demás. Las mujeres de los dos mineros entraron en
la palestra. Hubo arrancamiento de cabellos, pelliz­
cos y arañazos. Llovieron las piedras, y en poco estu­
vo que Martín fuese envuelto en la balumba, en vis­
ta de lo cual escapó en busca de más tranquilos cua­
dros.

175
Al anochecer, se recogía Martín á su vivienda,
cuando se encontró con el mayordomo Benito, que le
instó tan vivamente para entrar en una de las casu-
chas de1 trayecto donde había jarana, que al fin tuvo
que condescender con su compañero de trabajo. Ja­
más había visto mayor revoltijo y hacinamiento de
gente. En una habitación donde apenas debían caber
para divertirse unas seis personas, había por lo me­
nos treinta. Y, sin embargo, entre aquel apiñamien­
to se bailaba. Bien es cierto que bailaban unos sobre
otros. Todos estaban borrachos. Tomaban chicha y li­
cor. Desde luego se le pasó á Martín un gran vaso de
aquella bebida, que él debía apurar de una vez. Mar­
tín se acordó de sus propósitos de nunca más tomar
tales bebidas. Pero ¡para ta’es cosas estaba el tiem­
po! No había más que beber. En la casucha estaban
varias de las lavadoras y peones que trabajaban en
el ingenio Cancañiri, y ellos se creyeron en ia obli­
gación de invitar al joven e1 amarillo brebaje, uno
por uno. Martín estaba sofocado con esta invasión,
y procuraba arrojar la mayor parte de sus vasos, apro­
vechando el estado de borrachera en que estaban los
demás; mas pronto fué notado uno de sus movimien­
tos, y, á poco, las caras que le estuvieran mirando
con complacencia, se le empezaron á mostrar host'les,
y aun oyó algunas invéctivas, sobre todo de las mu­
jeres. Decíase que “estaba despreciando á los traba­
jadores por ser pobres” y otras sandeces. Entonces
pensó en irse de aquel antro donde b :en veía aue no
estaría bien, pero tampoco le dejaron salir; de mace­
ra que tuvo que resignarse á permanecer por ’argo
rato entre aquella gente y, lo peor, á transigir con
el1a para no disgustarla. En su mente, echaba pestes
contra el mayordomo que le había conducido á tal
lugar, pero el mayordomo no se daba cuenta de tal
cosa y, por el contrario, estimulaba á Martín á di­
vertirse.

17«
—Alégrese usted—le decía;—¿no ve que es car­
naval?
—¡Cómo no! ¡cómo n o !...
—En el lugar en que estuvieres, haz lo que vieres
—repetía á cada momento el mayordomo.

Mas ¿cómo podía divertirse Martín en medio de


esa batahola? La verdad era que más bien estaba
atormentado, por mucho que hiciera para disimular­
lo. A cada momento se le llegaban hombres y muje­
res, le abrazaban, le besaban y le ensuciaban. Derra­
maban sobre su ropa la chicha y el licor que le obli­
gaban á beber, pues como estaban ebrios, ya no eran
dueños de sus movimientos. Hacíanle también bailar
continuamente los bailecitos de tierra al son de una
música detestable. Aquello era un cuadro repugnan­
te. Un amasijo de carne humana, de chicha, de hara­
pos, de polvos y de lodo. Nadie se entendía. Todos
cantaban y bailaban haciendo contorsiones inverosí­
miles. Las mujeres hacían coros con sus voces que
parecían berridos de anima’es en la degollina. Can­
taban, lloraban y reían á la vez. El suelo, también
ahito de chicha y de licor, se pegaba á las plantas de
los que andaban. Sin cesar se trasegaba, de los pan­
zudos cántaros enfi’ados en un rincón ó jarras de po­
ner agua, cantidades estupendas de chicha que des­
aparecían rápidamente en las profundidades de aque­
llos estómagos. La atmósfera era tan espesa y cálida,
que parecía á punto de solificarse. Al mediar la no­
che, Martín no pudo más. Aprovechando de aquel
estado de semi-inconsciencia de todos, salióse disimu­
ladamente fuera. Viéron’o dos mujeres de la casa y
fueron á tomarlo. Negóse Martín á entrar, y entonces
una de ellas le dijo que era una vergüenza que se
fuese sin pedir nada, él, que tan halagado y obes-
quiado había sido por los demás. Martín, profunda-
177
hiérate ruborizado, sacóse algunos pesos y se los dió
á la mujer, diciéndole que sirviese con eso y que le
dejase en paz. Pero ¿qué iban á entender esas gen­
tes? Lo que hicieron fué tomarlo de los brazos y vol­
verlo á introducir al cuarto de la juerga. Martín bus­
có al mayordomo. Este roncaba en un rincón, echado
contra otro y teniendo por encima á un hombre y
una mujer que disputaban. A todos lados había cuer­
pos informes simulando despojos después de una ba­
talla. Habían llegado al momento estúpido. Muchos
ya no podían ni hablar por mucho que tuviesen los
ojos abiertos. Miraban los objetos con ojos vidriosos,
muertos. Las mujeres de la casa seguían dando chi­
cha á los despiertos y aun á los dormidos. Los más
ya no hacían sino abrir la boca y tragar, si no es que
rebalsaba el líquido. Martín concluyó por irritarse
con las dos mujeres que querían obligarlo á beber,
y hacindolas con resolución á un lado, abandonó al
fin la casa. Estaba en un estado desastroso. No esta­
ba embriagado, pues que casi todo cuanto le daban
había echado al suelo, pero se sentía horriblemente
descompuesto. Su ropa, manchada de chicha y de li­
cor, olía de un modo detestable. Parecía que le se­
guía la atmósfera de la juerga. En más de un kilóme­
tro que tuvo que caminar para llegar á su domicilio,
halló el trayecto sembrado de borrachos. Unos pasa­
ban bailando y cantando. Otros apenas podían cami­
nar. Muchos estaban tirados sobre el camino durmien­
do á la intemperie.

178
XXIV

A la mañana siguiente, proponíase Martín ir á Un­


cía á visitar á Emilio, que le había invitado para ese
día. Al pasar por Llallagua, vió reproducidos los mis­
mos cuadros del día anterior, y con más furor s' cabe.
Lloviznaba, el suelo estaba charcoso y soplaba un
viento glacial. Pero, no obstante, numerosos grupos
de gentes bebían y bailaban al aire libre. Habíanse
formado pandillas de cochabambinos, challarateños
y llallagücños. Cada una de ehas estaba encabezada
por uno ó más músicos, que tocaban flautas, guita­
rras, acordeones, charangos y otros instrumentos. To­
das las personas que constituían la pandilla canta­
ban sus aires respectivos, y era de notarse, sobre to­
do, las voces de las mujeres, por lo agudas y desento­
nadas. Por lo general, los grupos caminaban movién­
dose al compás de la música. A ratos se detenían, for­
maban ruedas más ó menos grandes, tomándose de
las manos, y bailaban largos ratos saltando sobre el
barro de los charcos ó el pasto de las praderas. Des­
prendíanse á intervalos regulares, palmoteaban ale­
gremente y acababan dando vivas al carnaval ó á
cualquier otra cosa. Cuando Martín pasaba cerca de
una de estas pandillas, fué reconocido por algunas
personas que inmediatamente se desprendieron de
ella y, alcanzándolo, le echaron polvos y papeles pi­
cados, y luego le obligaron á formar parte de la pan-
179
dilla. Entre estas personas estaba Lucas. Martín, que
había ya empezado á abandonar su antigua apren­
sión contra el joven, le acogió con buen modo y le
miró riendo. Lucas, en efecto, presentaba una cara
reidera. Sus simpáticas facciones desaparecían com­
pletamente bajo varias capas superpuestas de hari­
na de distintos colores. Mas lo que, sobre todo, le da­
ba la fisonomía de un viejo grotesco, eran varias ra­
yas rojas en forma de arrugas que llevaba en torno
á los labios y la nariz.
—¡Qué desfigurado le han puesto á usted! Ape­
nas lo he reconocido—dijo Martín.
Lucas sonrió, bien que no se podía notar su son­
risa, pues el tatuaje que llevaba le hacía parecer
siempre riendo.
En la pandilla figuraban varias jovencitas, hijas
de los mineros, vestidas con sus mejores trajes y lu­
ciendo cuanto dije pudieron haber para colocarlo en
su cuerpo. Habían formado, hombres y mujeres, un
gran círculo,, en cuyo centro bailaban, por turno, las
parejas que indicaba uno á quien llamaban bastonero.
Lucas, que había dejado de tocar su quena para
ir en alcance de Martín, una vez ingresado éste en la
pandilla, vo’vió á su tarea acompañado por otro mo­
zo que tocaba tan bien como él.

A Martín le habían hecho beber dos copas de un


licor que olía á duraznos, y esta vez—valga la ver­
dad—ya no se mostró tan hostil como el día anterior
á la bebida. Seguramente influía, para poner de me­
jor humor á Martín, la vecindad de las muchachas
de la pandilla, entre las que veía caras frescas y ri­
sueñas que le miraban con benevolencia. Allí estaba
también Presentación, graciosamente ataviada con
180
—Pues á curar al niño.
—Pero ¡si él no es de la Compañía!
—¿Qué le importa eso al doctor?
El policial maltratado por Presentación exclamó:
—Es un escándalo que el médico de la Compañía
vaya á curar á los que la perjudican.
—De eso también hay que dar parte.
Estas y otras cosas se decían los policiales segura­
mente con la intención de que Martín tomase la de­
bida nota para dar su informe en la administración.
Las suspicacias, les chismecillos y aun las calumnias
se iban trayendo á cuanto en todo el trayecto. No pa­
recía sino que querían enseñar á Martín la manera
de dar un informe- un informe compuesto de cuentos
de baja extracción.
Pero Martín, muy distante de acoger semejantes
presunciones, no decía nada y se limitaba á caminar
pensativo y silencioso.
En Caneañiri se despidió de ellos y continuó á Ca-
tavi.

* • *

Era ya entrada la noche cuando Martín llegó á


Catavi.
Comían. El gerente, después de escuchar la rela­
ción del joven, invitóle á ocupar Un asiento. Estaban
sentados á la mesa, además de] gerente y su esposa
Da. Micaela, todos los emppleados de alta jerarquía
165
de la empresa. Departían sobre la producción del es­
taño, las cotizaciones de las acciones de Llallagua,
los contratos, las innovaciones que era preciso hacer
en la Compañía, y otros temas análogos. Era la charla
diaria. Mas, cuando Martín dió su informe, volvieron
al asunto referente al robo del que ya se habían ocu­
pado anteriormente.
—Es el cólmo de la audacia que se ataque á bala á
los serenos de la Compañía— decía uno.
—¡Salvajesl—repitió por undécima vez el conta­
dor,—yo los mataría á azotes.
—Me figuro—dijo el gerente—que hay gente chi­
lena metida en esco.
—¿Por qué, señor?—exclamó casi en son de pro­
testa el contador, que, como el gerente, era chileno.
—Porque la gente boliviana es muy tímida. No es
capaz de aventurarse en tales desmanes. En cambio,
ya sabemos lo que es' el roto. Es de lo más desalmado
y valiente. No teme nada.
El contador se sintió satisfecho. El gerente añadió1
—No nos conviene traer aquí gente chilena. Per­
vierte á la gente y de un momento á otro puede oca­
sionar un conflicto serio.
—Es así—dijo otro comensal;—los bolivianos son
poco avisados. No saben, por ejempplo, ni lo que es
una huelga. El otro día vi á un grupo de peones en­
tre los que estaba un roto hecho un doctor, tratando
de explicárles eso. Hablaba contra los patronos y de­
cía que en Chile no se les aguanta.
—Ya ven ustedes.
166
-—Pero la verdad es que aquí los trabajadores boli­
vianos saben robar.
—¿Y cómo lo harían los otros? Mucho más. No se
pararían en nada. Los bolivianos solamente son rate­
ros. Se contentan con poco. No asaltan ni matan. Pe­
ro traiga usted á los otros, y verá cómo nos revientan.
El ingeniero de la empresa desvió la conversación
hablando al gerente sobre el nuevo ingenio de Cata-
vi. Todos callaron para oirle. El ingeniero era inglés
y se expresaba con mucha deficiencia en castellano-
pero tratándose de la indicada construcción era in­
fatigable para hab’ar, y aunque se cortase á cada mo­
mento, enseriaba, en una mezcla de inglés y castella­
no. frases cuya significación escapaba á todos, inclu­
so á él mismo. Tal en esta ocasión se puso á hacer una
exposición intrincada sobre la mejor disposición de
la maquinaria del ingenio. Continuamente se detenía
buscando algún vocablo que alguno de los comensales
se veía obligado á indicarle. Otras veces se embrolla­
ba tanto, que sin poder salir del paso, variaba de
asunto y se iba á otra instalación.
Sin embargo, todos parecían escuchar con aten­
ción la disertación del ingeniero, y únicamente la es­
posa del gerente daba muestras de impaciencia, pues
se movía continuamente en su asiento, daba boste­
zos ó suspiros, l1amaba á los criados y hacía otros
gestos de mortificación. Da. Micaela estaba que un
sudor se le iba y otro le venía pensando en su hiiito
Benjamín, que se hallaba enfermo desde hacía algu­
nos días. El médico no parecía hasta aquella hora y
Da. Micaela rabiaba por esto. ¿Que interés podía te­
ner para ella eso de oir hablar sobre cotizaciones, pro­
ducción, contratos, robos, maquinaria y otros temas
que e~an tan del gusto de su esposo y de los otros co­
mensales?

167
De pronto, interrumpiendo al ingeniero, que esta­
ba más que nunca engolfado en describir un motor
de doscientos caballos, Da. Micaela exclamó:
—¡Qué tierra esta tan llena de dificultades!
El ingeniero se calló, mirando con sorpresa á iíá.
Micaela.
—Pues hasta esta hora no puedo conseguirlo
al doctor, y, entretanto, no sé qué hacer con Benja­
mín.
—¿Está muy grave Benjamín?—preguntó alguien.
—No—dijo el gerente;—el doctor dice que la en­
fermedad del niño es cosa leve y pasajera.
—¡Pasajera!—remedó Da. Micaela.—Es que el
doctor no nos hace caso. Figúrense ustedes que ayer,
después de ver al niño, me dijo con mucha flema:
“Señora, ¡esto no vale la pena de visitar cada día al
niño!”.
—Pues el doctor sabe lo que hace—dijo el gerente.
—Pero yo le dne que me hiciese el favor de venir
también hoy. Y ya ven ustedes que hasta ahora nc>
parece.
—¡Qué falta de cortesía!—exclamó el contador.
El gerente, que parecía dispuesto á defender al
médico contra las recriminaciones de su esposa, dijo:
—El doctor debe estar ocupado. Quizá ha pasado
algún accidente en las minas.

168
—¡En las minasirepitió Da Micaela.— ¡Los peones
valen más que nosotros!
Martín dijo que, efectivamente, había él visto al
doctor por la tarde en las proximidades de La Blanca.
—¿No ves?—dijo el gerente á su esposa.
Esta repitió indignada:
—¡Los peones valen más que nosotros!

Cuando tomaban el café se anunció al médico. Da.


Micaela se levantó inmediatamente de su asiento pa­
ra ir al encuentro de! doctor y conducir’o á la habi­
tación del niño enfermo. Pero muy luego la señora
volvió á presentarse seguida del médico, á quien se
le invitó también un asiento y una taza de café.
—¿Y qué tal, doctor; hay muchos enfermos?—di­
jo el gerente.
—¡Pocos! Su. niño ya está bien.
—Y en las minas ¿no pasó ninguna desgracia?
—Ninguna, que yo sepa.
—Pero sé que usted estuvo esta tarde por allí.
—Efectivamente; pero fui á ver un averiado que
no es de la Compañía.
—¿Quien—preguntó Da. Micaela abriendo tama­
ños ojos.
—¡Un muchacho!. . .

1G9
Y como si el doctor no quisiese entrar en más ex­
plicaciones, preguntó:
—¿Y por acá no hay novedades
—Ninguna.
—La novedad es la del robo de anoche á mano ar­
mada—exclamó el contador.
—Y, á propósito—exclamó el gerente en tono fes­
tivo,—oigamos al doctor. Ya aquí todos hemos dado
nuestra opinión sobre la mejor manera de evitar el
robo. El señor Scott es partidario de hacer un sistema
de instalaciones que no dejará sacar ni una brizna de
estaño; el señor Rivera considera más eficaces los azo­
tes; otros señores juzgan que se debe cuadruplicar el
personal de la policía. Y usted ¿qué opina, doctor?
Supongo que no nos propondrá algún medicamento...
El médico, siguiendo el tono del gerente, contestó:
—Los trabajadores dicen que si se les tratara bien
no robarían. Dicen que los patronos abusan.
—¡Salvajes!—gritó el contador;—raro que no di­
gan que más bien son los patronos los que roban.
—¡Uff! no sólo que lo dicen, sino que están ínti­
mamente convencidos de eso.
—¡Habráse visto!
—Pero, ¿acaso no se les trata bien?—exclamó el
gerente;—desde luego esta empresa paga mejores sa­
larios que las otras.
—No es suficiente. Los obreros se quejan de sus
viviendas: los más viven en cuevas. Asimismo de las
170
condiciones del trabajo: es un trabajo mal organiza­
do. Lo propio de su alimentación y vestidos: son ar-
tículos malos y que, si no lo son, están por encima de
sus recursos. Es por eso que los obreros quieren me­
jorar su situación aunque sea robando.
—¡Salvajes!—repitió el contador.—Yo no acepto
nada de eso. El obrero, por mucho que se le trate bien,
seguirá robando, porque el instinto del robo está en
su sangre; porque roba por vicio, porque roba por
aquello d e l... d e l.. .¿qué es?
—¿Atavismo?—dijo uno.
—Justamente.
El médico y otros se rieron.

—Señor Rivera, á seguir la tesis de usted, vendría­


mos á parar á la conclusión de que la tierra no es si­
no lo que dice lord Byron: “una gran caverna de la-'
drones”.
Se levantaron de la mesa.
El contador continuó aún vociferando contra los
obreros ladrones, y detuvo al médico, que quería irse.
—La verdad es, doctor, que sus compatriotas son
demasiado exigentes. Nosotros traemos aquí los capi­
tales, la civilización. Queremos implantar grandes in­
dustrias. .. y no se reconoce. ¿No es esto ser salvajes?
El doctor, sin abandonar su calma, contestó:
—¿Y por qué traen ustedes sus capitales y su ci­
vilización? ¿Es por algún fin altruista? ¿No es por
aprovecharse de eso ustedes mismos? ¿Acaso ustedes
171
están impulsados por un. móvil humanitario? El inte
rés, la conveniencia: nada más, señor Rivera.
—Bueno; sea cual fuere el móvil, pero el hecho es
ese: nosotros venimos á contribuir al adelanto del
país.
—Convenido. Pero también existe este otro hecho:
con ese adelanto y todo, el obrero, aquí, se halla tan
mal ó peor que antes.
—¡Doctor!
—¡La verdad, señor Rivera! Ustedes no traen aquí
la felicidad, aunque traigan la civrización. Felicidad
y civilización no son sinónimos. La situación del obre­
ro boliviano sigue y seguirá siendo pésima. Lo que,
por otra parte, no es tan admirable si se tiene en
cuenta que este es un país de salvajes. Lo admirable
es que en el país de usted, que se da de más civiliza­
d o ... pero no digo su país, más lejos aún, los mismos
países que marchan á la cabeza de la civilización mun­
dial, como Inglaterra ó Norte América, son también
aquellos en que el obrero está en peor situación. ¿No
es cierto?

Y el médico se despidió del contador’, y se fué,


acompañado de Martín, que le había estado oyendo
no poco sorprendido.

172
xxm

Llegó el carnaval. Desde por la mañana del do­


mingo la plazoleta de Llallagua era un hervidero de
gente. Los mineros bajaban de las minas formando
grupos pintorescos. Estaban todos atiborrados de pol­
vos de mil colores. Los caminos de Uncía y Chayan-
ta se hallaban ocupados por cordones de gentes y ani­
males cargados de mercancías. Grupos de indios lle­
vando á la espalda sus cargas, y empuñando sus flau­
tas y charangas llegaban sin cesar para hacer sus
compras. Más tarde todas esas pobres gentes estarían
completamente embriagadas.

Los vendedores y compradores pululaban en la


plaza formando una confus’lón indescriptible. Sobre
todo, los comerciantes en ropa se multiplicaban exhi­
biendo y vendiendo sus mercaderías. Todas las pare­
des estaban literalmente cubiertas de polleras, jubo­
nes, chalecos, pantalones, sombreros, pañuelos y otras
prendas. La ropa que ya no había podido caber en las
paredes estaba distribuida en el suelo formando mon­
tañas que se deshacían y rehacían sin descanso por
los interesados y los dueños.
Los mineros llegaban con la Itinca, consistente en
botellas de alcohol preparado de cierto modo, y pu­
ñados de confites contenidos en grandes pañuelos
173
multicolores. Estaban descontentos. Muchos arroja­
ban contra el suelo las botellas y confites diciendo
que se les había dado una porquería.

Al mediodía bajó Martín de Cancañiri dirigién­


dose á Llallagua. Distraíale ahora aquel camino de
gentes vestidas de sus mejores trajes. El también ya
había sido empolvado varias veces, y por más que se
limpiaba, volvían á echarle con nuevas cantidades de
harinas de color los que le encontraban. Y como tal
era la costumbre, no había más que tolerarla.

Al bajar, Martín caminaba cerca de un grupo com­


puesto de un minero viejo, su mujer y tres hijos pe­
queños. El hombre estaba ya borracho y su mujer le
decía que se contuviese y que no empezase tan tem­
prano la fiesta. Quería convencerle que, ante todo,
con el salario recibido había que comprar algunas
prendas de ropa indispensables y también los comes­
tibles, y que, después de eso, podía divertirse cuanto
quisiera. El minero contestaba que era carnaval y
parecía escandalizarse de las insinuaciones de su mu­
jer. Esta lloraba, rogaba é insultaba. Intrigado Mar­
tín por esta escena, pensaba en que cuántos otros tra­
bajadores, padres de familia, habría que aouel día
iban á gastar todas sus ganancias en emborracharse,
sin pensar en comprar el pan para sus hijos, ni re­
servarse nada siquiera para seguir divirtiéndose en
los días siguientes.

Por la tarde, los alrededores de Llallagua estaban


inundados de gente que se divertía. En cada rancho
había una jarana, y fuera de las casas, pasaban y r e
pasaban, daban vueltas y saltaban pandillas de gente
en completa dispersión. A veces resonaban alaridos
y voceríos descompuestos. Era alguna pelea. Amon­
tonábanse allí los chicos, y á poco ya se veían rostros
ensangrentados y cubiertos de polvos que les daban
174
apariencias de payasos. Martín miraba á todos lados
espectáculos graciosos y ridículos. Por largo rato mi­
ró á un grupo de cuatro ó cinco indios completamen­
te borrachos. Agarrados de sus botellas de alcahol,
que se las aplicaban á cada momento á la boca, se
hablaban con gran calor. Una saliva verdosa por la
coca se derramaba de sus labios. Y como al hablar se
acercaban recíprocamente las caras hasta tocarse, re­
sultaba que se llenaban de saliva el rostro y parecían
lamerse. Mas, pronto, este grupo de indios fué arras­
trado por otro mucho mayor en que habían hombres
y mujeres igualmente borrachos, sobre todo las mu­
jeres, que iban cargadas de sus grandes bultos, mu­
chos de los que consistían en criaturas que ya puede
calcularse cómo estaban con las vueltas, y saltos, y
caídas de sus madres. Hacia otro lado surgió una pe­
lea: un minero disforme salió de un tenducho acomo­
dándose el sombrero en actitud de combate y lanzan­
do retos á otro que permanecía dentro. Las cholas se
le abalanzaban para contenerlo; pero él daba mayores
signos de ferocidad, sin cansarse de acomodarse el
sombrero, ya hacia atrás, ya hacia adelante, ya hacia
los lados. A juzgar por sus ademanes, parecía que iba
á pulverizar á su adversario. Pero la pelea no se rea­
lizaba y únicamente el sombrero tomaba en la cabe­
za posiciones más ó menos amenazadoras. De repen­
te, el hombre que estaba dentro dió un salto, y pegan­
do al otro en el pecho, lo derribó cuan largo era. Este
se levantó, buscó su sombrero, que no parecía, y, en­
tretanto, el otro le volvió á asestar otro golpe que lo
echó de nuevo en tierra, y en esto intervinieron los
demás. Las mujeres de los dos mineros entraron en
la palestra. Hubo arrancamiento de cabellos, pelliz­
cos y arañazos. Llovieron las piedras, y en poco estu­
vo que Martín fuese envuelto en la balumba, en vis­
ta de lo cual escapó en busca de más tranquilos cua­
dros.

175
Al anochecer, se recogía Martín á su vivienda,
cuando se encontró con el mayordomo Benito, que le
instó tan vivamente para entrar en una de las casu-
chas de1 trayecto donde había jarana, que al fin tuvo
que condescender con su compañero de trabajo. Ja­
más había visto mayor revoltijo y hacinamiento de
gente. En una habitación donde apenas debían caber
para divertirse unas seis personas, había por lo me­
nos treinta. Y, sin embargo, entre aquel apiñamien­
to se bailaba. Bien es cierto que bailaban unos sobre
otros. Todos estaban borrachos. Tomaban chicha y li­
cor. Desde luego se le pasó á Martín un gran vaso de
aquella bebida, que él debía apurar de una vez. Mar­
tín se acordó de sus propósitos de nunca más tomar
tales bebidas. Pero ¡para ta'es cosas estaba el tiem­
po! No había más que beber. En la casucha estaban
varias de las lavadoras y peones que trabajaban en
el ingenio Cancañiri, y ellos se creyeron en la obli­
gación de invitar al joven e1 amarillo brebaje, uno
por uno. Martín estaba sofocado con esta invasión,
y procuraba arrojar la mayor parte de sus vasos, apro­
vechando el estado de borrachera en que estaban los
demás; mas pronto fué notado uno de sus movimien­
tos, y, á poco, las caras que le estuvieran mirando
con complacencia, se le empezaron á mostrar host'les,
y aun oyó algunas invéctivas, sobre todo de las mu­
jeres. Decíase que “estaba despreciando á los traba­
jadores por ser pobres” y otras sandeces. Entonces
pensó en irse de aquel antro donde b ;en veía aue no
estaría bien, pero tampoco le dejaron salir; de m ace­
ra que tuvo que resignarse á permanecer por ^rgo
rato entre aquella gente y, lo peor, á transigir con
el’a para no disgustarla. En su mente, echaba pesies
contra el mayordomo que le había conducido á tal
lugar, pero el mayordomo no se daba cuenta de tal
cosa y, por el contrario, estimulaba á Martín á di­
vertirse.

176
—Alégrese usted—le decía;—¿no ve que es ca r-
navsl?
—¡Cómo no! ¡cómo no!...
—En el lugar en que estuvieres, haz lo que vieres
—repetía á cada momento el mayordomo.

Mas ¿cómo podía divertirse Martín en medio de


esa batahola? La verdad era que más bien estaba
atormentado, por mucho que hiciera para disimular­
lo. A cada momento se le llegaban hombres y muje­
res, le abrazaban, le besaban y le ensuciaban. Derra­
maban sobre su ropa la chicha y el licor que le obli­
gaban á beber, pues como estaban ebrios, ya no eran
dueños de sus movimientos. Hacíanle también bailar
continuamente los bailecitos de tierra al son de una
música detestable. Aquello era un cuadro repugnan­
te. Un amasijo de carne humana, de chicha, de hara­
pos, de polvos y de lodo. Nadie se entendía. Todos
cantaban y bailaban haciendo contorsiones inverosí­
miles. Las mujeres hacían coros con sus voces que
parecían berridos de anima1es en la degollina. Can­
taban, lloraban y reían á la vez. El suelo, también
ahito de chicha y de licor, se pegaba á las plantas de
los que andaban. Sin cesar se trasegaba, de los pan­
zudos cántaros enfí’ados en un rincón ó jarras de po­
ner agua, cantidades estupendas de chicha que des­
aparecían rápidamente en las profundidades de aque­
llos estómagos. La atmósfera era tan espesa y cálida,
que parecía á punto de solificarse. Al mediar la no­
che, Martín no pudo más. Aprovechando de aquel
estado de semi-inconsciencia de todos, salióse disimu­
ladamente fuera. Viéron^o dos mujeres de la casa y
fueron á tomarlo. Negóse Martín á entrar, y entonces
una de ellas le dijo que era una vergüenza que se
fuese sin pedir nada, él, que tan halagado y obes-
quiado había sido por los demás. Martín, profunda­
177
mente ruborizado, sacóse algunos pesos y se los dió
á la mujer, diciéndole que sirviese con eso y que le
dejase en paz. Pero ¿qué iban á entender esas gen­
tes? Lo que hicieron fué tomarlo de los brazos y vol­
verlo á introducir al cuarto de la juerga. Martín bus­
có al mayordomo. Este roncaba en un rincón, echado
contra otro y teniendo por encima á un hombre y
una mujer que disputaban. A todos lados había cuer­
pos informes simulando despojos después de una ba­
talla. Habían llegado al momento estúpido. Muchos
ya no podían ni hablar por mucho que tuviesen los
ojos abiertos. Miraban los objetos con ojos vidriosos,
muertos. Las mujeres de la casa seguían dando chi­
cha á los despiertos y aun á los dormidos. Los más
ya no hacían sino abrir la boca y tragar, si no es que
rebalsaba el líquido. Martín concluyó por irritarse
con las dos mujeres que querían obligarlo á beber,
y hacindolas con resolución á un lado, abandonó al
fin la casa. Estaba en un estado desastroso. No esta­
ba embriagado, pues que casi todo cuanto le daban
había echado al suelo, pero se sentía horriblemente
descompuesto. Su ropa, manchada de chicha y de li­
cor, olía de un modo detestable. Parecía que le se­
guía la atmósfera de la juerga. En más de un kilóme­
tro que tuvo que caminar para llegar á su domicilio,
halló el trayecto sembrado de borrachos. Unos pasa­
ban bailando y cantando. Otros apenas podían cami­
nar. Muchos estaban tirados sobre el camino durmien­
do á la intemperie.

178
XXIV

A la mañana siguiente, proponíase Martín ir á Un­


cía á visitar á Emilio, que le había invitado para ese
día. Al pasar por Llallagua, vió reproducidos los mis­
mos cuadros del día anterior, y con más furor s! cabe.
Lloviznaba, el suelo estaba charcoso y soplaba un
viento glacial. Pero, no obstante, numerosos grupos
de gentes bebían v bailaban al aire libre. Habíanse
formado pandillas de cochabambinos, challarateños
y llallagüeños. Cada una de eTas estaba encabezada
por uno ó más músicos, que tocaban flautas, guita­
rras, acordeones, charangos y otros instrumentos. To­
das las personas que constituían la pandilla canta­
ban sus aires respectivos, y era de notarse, sobre to­
do, las voces de las mujeres, por lo agudas y desento­
nadas. Por lo general, los grupos caminaban movién­
dose al compás de la música. A ratos se detenían, for­
maban ruedas más ó menos grandes, tomándose de
las manos, y bailaban largos ratos saltando sobre el
barro de los charcos ó el pasto de las praderas. Des­
prendíanse á intervalos regulares, palmoteaban ale­
gremente y acababan dando vivas al carnaval ó á
cualquier otra cosa. Cuando Martín pasaba cerca de
una de estas pandillas, fué reconocido por algunas
personas que inmediatamente se desprendieron de
ella y, alcanzándolo, le echaron polvos y papeles pi­
cados, y luego le obligaron á formar parte de la pan-
179
dilla. Entre estas personas estaba Lucas. Martín, que
había ya empezado á abandonar su antigua apren­
sión contra el joven, le acogió con buen modo y le
miró riendo. Lucas, en efecto, presentaba una cara
reidera. Sus simpáticas facciones desaparecían com­
pletamente bajo varias capas superpuestas de hari­
na de distintos colores. Mas lo que, sobre todo, le da­
ba la fisonomía de un viejo grotesco, eran varias ra­
yas rojas en forma de arrugas que llevaba en torno
á los labios y la nariz.
—¡Qué desfigurado le han puesto á usted! Ape­
nas lo he reconocido—dijo Martín.
Lucas sonrió, bien que no se podía notar su son­
risa, pues el tatuaje que llevaba le hacía parecer
siempre riendo.
En la pandilla figuraban varias jovencitas, hijas
de los mineros, vestidas con sus mejores trajes y lu­
ciendo cuanto dije pudieron haber para colocarlo en
su cuerpo. Habían formado, hombres y mujeres, un
gran círculo,, en cuyo centro bailaban, por turno, las
parejas que indicaba uno á quien llamaban bastonero.
Lucas, que había dejado de tocar su quena para
ir en alcance de Martín, una vez ingresado éste en la
pandilla, vo’vió á su tarea acompañado por otro mo­
zo que tocaba tan bien como él.

A Martín le habían hecho beber dos copas de un


licor que olía á duraznos, y esta vez—valga la ver­
dad—ya no se mostró tan hostil como el día anterior
á la bebida. Seguramente influía, para poner de me­
jor humor á Martín, la vecindad de las muchachas
de la pandilla, entre las que veía caras frescas v ri­
sueñas que le miraban con benevolencia. Allí estaba
también Presentación, graciosamente ataviada con
180
—Pues á curar al niño.
—Pero ¡si él no es de la Compañía!
—¿Qué le importa eso al doctor?
El policial maltratado por Presentación exclamó:
—Es un escándalo que el médico de la Compañía
vaya á curar á los que la perjudican.
—De eso también hay que dar parte.
Estas y otras cosas se decían los policiales segura­
mente con la intención de que Martín tomase la de­
bida nota para dar su informe en la administración.
Las suspicacias, les chismecillos y aun las calumnias
se iban trayendo á cuanto en todo el trayecto. No pa­
recía sino que querían enseñar á Martín la manera
de dar un informe- un informe compuesto de cuentos
de baja extracción.
Pero Martín, muy distante de acoger semejantes
presunciones, no decía nada y se limitaba á caminar
pensativo y silencioso.
En Cancañiri se despidió de ellos y continuó á Ca-
tavi.

Era ya entrada la noche cuando Martín llegó á


CatavL
Comían. El gerente, después de escuchar la rela­
ción del joven, invitóle á ocupar ün asiento. Estaban
sentados á la mesa, además de] gerente y su esposa
Da. Micaela, todos los emppleados de alta jerarquía
165
de la empresa. Departían sobre la producción del es­
taño, las cotizaciones de las acciones de Llallagua,
los contratos, las innovaciones que era preciso hacer
en la Compañía, y otros temas análogos. Era la charla
diaria. Mas, cuando Martín dió su informe, volvieron
al asunto referente al robo del que ya se habían ocu­
pado anteriormente.
—Es el colmo de la audacia que se ataque á bala á
los serenos de la Compañía— decía uno.
—¡Salvajes!—repitió por undécima vez el conta­
dor,—yo los mataría á azotes.
—Me figuro—dijo el gerente-*que hay gente chi­
lena metida en esco.
— ¿Por qué, señor?—exclamó casi en son de pro­
testa el contador, que, como el gerente, era chileno.
—Porque la gente boliviana es muy tímida. No es
capaz de aventurarse en tales desmanes. En cambio,
ya sabemos lo que es el roto. Es de lo más desalmado
y valiente. No teme nada.
El contador se sintió satisfecho. El gerente añadió-
—No nos conviene traer aquí gente chilena. Per­
vierte á la gente y de un momento á otro puede oca­
sionar un conflicto serio.
—Es así—dijo otro comensal;—los bolivianos son
poco avisados. No saben, por ejempplo, ni lo que es
una huelga. El otro día vi á un grupo de peones en­
tre los que estaba un roto hecho un doctor, tratando
de explicarles eso. Hablaba contra los patronos y de­
cía que en Chile no se les aguanta.
—Ya ven ustedes.
166
—Pero la verdad es que aquí los trabajadores boli­
vianos saben robar.
—¿Y cómo lo harían los otros? Mucho más. No se
pararían en nada. Los bolivianos solamente son rate­
ros. Se contentan eon poco. No asaltan ni matan. Pe­
ro traiga usted á los otros, y verá cómo nos revientan.
El ingeniero de la empresa desvió la conversación
hablando al gerente sobre el nuevo ingenio de Cata-
vi. Todos callaron para oirle. El ingeniero era inglés
y se expresaba con mucha deficiencia en castellano;
pero tratándose de la indicada construcción era in­
fatigable para hab^r, y aunque se cortase á cada mo­
mento, enseriaba, en una mezcla de inglés y castella­
no. frases cuya significación escapaba á todos, inclu­
so á él mismo. Tal en esta ocasión se puso á hacer una
exposición intrincada sobre la mejor dispos:ción de
la maquinaria del ingenio. Continuamente se detenía
buscando algún vocablo que alguno de los comensales
se veía obligado á indicarle. Otras veces se embrolla­
ba tanto, que sin poder salir del paso, variaba de
asunto y se iba á otra instalación.
Sin embargo, todos parecían escuchar con aten­
ción la disertación del ingeniero, y únicamente la es­
posa del gerente daba muestras de impaciencia, pues
se movía continuamente en su asiento, daba boste­
zos ó suspiros, l1amaba á los criados y hacía otros
gestos de mortificación. Da. Micaela estaba que un
sudor se le iba y otro le venía pensando en su hijito
Benjamín, que se hallaba enfermo desde hacía algu­
nos días. El médico no parecía hasta aquella hora y
Da. Micaela rabiaba, por esto. ¿Que interés podía te­
ner para ella eso de oir hablar sobre cotizaciones, pro­
ducción, contratos, robos, maquinaria y otros temas
que eran tan del gusto de su esposo y de los otros co­
mensales?

167
De pronto, interrumpiendo al ingeniero, que esta­
ba más que nunca engolfado en describir un motor
de doscientos caballos, Da. Micaela exclamó:
—¡Qué tierra esta tan llena de dificultades!
El ingeniero se calló, mirando con sorpresa á I)a.
Micaela.
—Pues hasta esta hora no puedo conseguirlo
al doctor, y, entretanto, no sé qué hacer con Benja­
mín.
—¿Está muy grave Benjamín?—preguntó alguien.
—No—dijo el gerente;—el doctor dice que la en­
fermedad del niño es cosa leve y pasajera.
—¡Pasajera!—remedó Da. Micaela.—Es que el
doctor no nos hace caso. Figúrense ustedes que ayer,
después de ver al niño, me dijo con mucha flema:
“Señora, ¡esto no vale la pena de visitar cada día al
niño!”.
—Pues el doctor sabe lo que hace—dijo el gerente.
—Pero yo le diie que me hiciese el favor de venir
también hoy. Y ya ven ustedes que hasta ahora no
parece.
—¡Qué falta de cortesía!—exclamó el contador.
El gerente, que parecía dispuesto á defender al
médico contra las recriminaciones de su esposa, dijo:
—El doctor debe estar ocupado. Quizá ha pasado
algún accidente en las minas.

168
—¡En las minas ¡repitió Da. Micaela.— ¡Los peones
valen más que nosotros!
Martín dijo que, efectivamente, había él visto al
doctor por la tarde en las proximidades de La Blanca.
—¿No ves?—dijo el gerente á su esposa.
Esta repitió indignada:
—¡Los peones valen más que nosotros!

Cuando tomaban el café se anunció al médico. Da.


Micaela se levantó inmediatamente de su asiento pa­
ra ir al encuentro deJ doctor y conducir’o á la habi­
tación del niño enfermo. Pero muy luego la señora
volvió á presentarse seguida del médico, á quien se
le invitó también un asiento y una taza de café.
—¿Y qué tal, doctor; hay muchos enfermos?—di­
jo el gerente.
—¡Pocos! Su. niño ya está bien.
—Y en las minas ¿no pasó ninguna desgracia?
—Ninguna, que yo sepa.
—Pero sé que usted estuvo esta tarde por allí.
—Efectivamente; pero fui á ver un averiado que
no es de la Compañía.
—¿Quien—preguntó Da. Micaela abriendo tama­
ños ojos.
—¡Un muchacho!. . .

169
Y como si el doctor no quisiese entrar en más ex­
plicaciones, preguntó:
—¿Y por acá no hay novedades
—Ninguna.
—La novedad es la del robo de anoche á mano ar­
mada—-exclamó el contador.
—Y, á propósito—exclamó el gerente en tono fes­
tivo,—oigamos al doctor. Ya aquí todos hemos dado
nuestra opinión sobre la mejor manera de evitar el
robo. El señor Scott es partidario de hacer un sistema
de instalaciones que no dejará sacar ni una brizna de
estaño; el señor Rivera considera más eficaces 'os azo­
tes; otros señores juzgan que se debe cuadruplicar el
personal de la policía. Y usted ¿qué opina, doctor?
Supongo que no nos propondrá algún medicamento...
El médico, siguiendo el tono del gerente, contestó:
—Los trabajadores dicen que si se les tratara bien
no robarían. Dicen que los patronos abusan.
—¡Salvajes!—gritó el contador;—raro que no di­
gan que más bien son los patronos los que roban.
—¡Uff! no sólo que lo dicen, sino que están ínti­
mamente convencidos de eso.
—¡Habráse visto!
—Pero, ¿acaso no se les trata bien?—exclamó el
gerente;—desde luego esta empresa paga mejores sa­
larios que las otras.
—No es suficiente. Los obreros se quejan de sus
viviendas: los más viven en cuevas. Asimismo de las
170
condiciones del trabajo: es un trabajo mal organiza­
do. Lo propio de su alimentación y vestidos: son ar­
tículos malos y que, si no lo son, están por encima de
sus recursos. Es por eso que los obreros quieren me­
jorar su situación aunque sea robando.
—¡Salvajes!—repitió el contador.—Yo no acepto
nada de eso. El obrero, por mucho que se le trate bien,
seguirá robando, porque el instinto del robo está en
su sangre; porque roba por vicio, porque roba por
aquello d e l... d e l.. .¿qué es?
—¿Atavismo?—dijo uno.
—Justamente.
El médico y otros se rieron.

—Señor Rivera, á seguir la tesis de usted, vendría­


mos á parar á la conclusión de que la tierra no es si­
no lo que dice lord Byron: “una gran caverna de la­
drones”.
Se levantaron de la mesa.
El contador continuó aún vociferando contra los
obreros ladrones, y detuvo al médico, que quería irse.
—La verdad es, doctor, que sus compatriotas son
demasiado exigentes. Nosotros traemos aquí los capi­
tales, la civilización. Queremos implantar grandes in­
dustrias— y no se reconoce. ¿No es esto ser salvajes?
El doctor, sin abandonar su calma, contestó:
—¿Y por qué traen ustedes sus capitales y su ci­
vilización? ¿Es por algún fin altruista? ¿No es por
aprovecharse de eso ustedes mismos? ¿Acaso ustedes
171
están impulsados por un móvil humanitario? El inte
rés, la conveniencia: nada más, señor Rivera.
—Bueno; sea cual fuere el móvil, pero el hecho es
ese: nosotros venimos á contribuir al adelanto del
país.
—Convenido. Pero también existe este otro hecho:
con ese adelanto y todo, el obrero, aquí, se halla tan
mal ó peor que antes.
—¡Doctor!
—¡La verdad, señor Rivera! Ustedes no traen aquí
la felicidad, aunque traigan la civilización. Felicidad
y civilización no son sinónimos. La situación del obre­
ro boliviano sigue y seguirá siendo pésima. Lo que,
por otra parte, no es tan admirable si se tiene en
cuenta que este es un país de salvajes. Lo admirable
es que en el país de usted, que se da de más civiliza­
d o ... pero no digo su país, más lejos aún, los mismos
países que marchan á la cabeza de la civilización mun­
dial, como Inglaterra ó Norte América, son también
aquellos en que el obrero está en peor situación. ¿No
es cierto?

Y el médico se despidió del contador, y se fué,


acompañado de Martín, que le había estado oyendo
no poco sorprendido.

172
xxin

Llegó el carnaval. Desde por la mañana del do­


mingo la plazoleta de Llallagua era un hervidero de
gente. Los mineros bajaban de las minas formando
grupos pintorescos. Estaban todos atiborrados de pol­
vos de mil colores. Los caminos de Uncía y Chayan-
ta se hallaban ocupados por cordones de gentes y ani­
males cargados de mercancías. Grupos de indios lle­
vando á la espalda sus cargas, y empuñando sus flau­
tas y charangas llegaban sin cesar para hacer sus
compras. Más tarde todas esas pobres gentes estarían
completamente embriagadas.

Los vendedores y compradores pululaban en la


plaza formando una confusión indescriptible. Sobre
todo, los comerciantes en ropa se multiplicaban exhi­
biendo y vendiendo sus mercaderías. Todas las pare­
des estaban literalmente cubiertas de polleras, jubo­
nes, chalecos, pantalones, sombreros, pañuelos y otras
prendas. La ropa que ya no había podido caber en las
paredes estaba distribuida en el suelo formando mon­
tañas que se deshacían y rehacían sin descanso por
los interesados y los dueños.
Los mineros llegaban con la Itinca, consistente en
botellas de alcohol preparado de cierto modo, y pu­
ñados de confites contenidos en grandes pañuelos
173
multicolores. Estaban descontentos. Muchos arroja­
ban contra el suelo las botellas y confites diciendo
que se les había dado una porquería.

Al mediodía bajó Martín de Cancañiri dirigién­


dose á Llallagua. Distraíale ahora aquel camino de
gentes vestidas de sus mejores trajes. El también ya
había sido empolvado varias veces, y por más que se
limpiaba, volvían á echarle con nuevas cantidades de
harinas de color los que le encontraban. Y como tal
era la costumbre, no había más que tolerarla.

Al bajar, Martín caminaba cerca de un grupo com­


puesto de un minero viejo, su mujer y tres hijos pe­
queños. El hombre estaba ya borracho y su mujer 3e
decía que se contuviese y que no empezase tan tem­
prano la fiesta. Quería convencerle que, ante todo,
con el salario recibido había que comprar algunas
prendas de ropa indispensables y también los comes­
tibles, y que, después de eso, podía divertirse cuanto
quisiera. El minero contestaba que era carnaval y
parecía escandalizarse de las insinuaciones de su mu­
jer. Esta lloraba, rogaba é insultaba. Intrigado Mar­
tín por esta escena, pensaba en que cuántos otros tra­
bajadores, padres de familia, habría que aquel día
iban á gastar todas sus ganancias en emborracharse,
sin pensar en comprar el pan para sus hijos, ni re­
servarse nada siquiera para seguir divirtiéndose en
los días siguientes.

Por la tarde, los alrededores de Llallagua estaban


inundados de gente que se divertía. En cada rancho
había una jarana, y fuera de las casas, pasaban y re­
pasaban, daban vueltas y saltaban pandillas de gente
en completa dispersión. A veces resonaban alaridos
y voceríos descompuestos. Era alguna pelea. Amon­
tonábanse allí los chicos, y á poco ya se veían rostros
ensangrentados y cubiertos de polvos que les daban
174
apariencias de payasos. Martín miraba á todos lados
espectáculos graciosos y ridículos. Por largo rato mi­
ró á un grupo de cuatro ó cinco indios completamen­
te borrachos. Agarrados de sus botellas de alcahol,
que se las aplicaban á cada momento á la boca, se
hablaban con gran calor. Una saliva verdosa por la
coca se derramaba de sus labios. Y como al hablar se
acercaban recíprocamente las caras hasta tocarse, re­
sultaba que se llenaban de saliva el rostro y parecían
lamerse. Mas, pronto, este grupo de indios fué arras­
trado por otro mucho mayor en que habían hombres
y mujeres igualmente borrachos, sobre todo las mu­
jeres, que iban cargadas de sus grandes bultos, mu­
chos de los que consistían en criaturas que ya puede
calcularse cómo estaban con las vueltas, y saltos, y
caídas de sus madres. Hacia otro lado surgió una pe­
lea: un minero disforme salió de un tenducho acomo­
dándose el sombrero en actitud de combate y lanzan­
do retos á otro que permanecía dentro. Las cholas se
le abalanzaban para contenerlo; pero él daba mayores
signos de ferocidad, sin cansarse de acomodarse el
sombrero, ya hacia atrás, ya hacia adelante, ya hacia
los lados. A juzgar por sus ademanes, parecía que iba
á pulverizar á su adversario. Pero la pelea no se rea­
lizaba y únicamente el sombrero tomaba en la cabe­
za posiciones más ó menos amenazadoras. De repen­
te, el hombre que estaba dentro dió un salto, y pegan­
do al otro en el pecho, lo derribó cuan largo era. Este
se levantó, buscó su sombrero, que no parecía, y, en­
tretanto, el otro le volvió á asestar otro golpe que lo
echó de nuevo en tierra, y en esto intervinieron los
demás. Las mujeres de los dos mineros entraron en
la palestra. Hubo arrancamiento de cabellos, pelliz­
cos y arañazos. Llovieron las piedras, y en poco estu­
vo que Martín fuese envuelto en la balumba, en vis­
ta de lo cual escapó en busca de más tranquilos cua­
dros.

175
Al anochecer, se recogía Martín á su vivienda,
cuando se encontró con el mayordomo Benito, que le
instó tan vivamente para entrar en una de 1*3 casu-
chas de1 trayecto donde había jarana, que al fin tuvo
que condescender con su compañero de trabajo. Ja­
más había visto mayor revoltijo y hacinamiento de
gente. En una habitación donde apenas debían caber
para divertirse unas seis personas, había por lo me­
nos treinta. Y, sin embargo, entre aquel apiñamien­
to se bailaba. Bien es cierto que bailaban unos sobre
otros. Todos estaban borrachos. Tomaban chicha y li­
cor. Desde luego se le pasó á Martín un gran vaso de
aquella bebida, que él debía apurar de una vez. Mar­
tín se acordó de sus propósitos de nunca más tomar
tales bebidas. Pero ¡para ta'es cosas estaba el tiem­
po! No había más que beber. En la casucha estaban
varias de las lavadoras y peones que trabajaban en
el ingenio Cancañiri, y ellos se creyeron en la obli­
gación de invitar al joven e1 amarillo brebaje, uno
por uno. Martín estaba sofocado con esta invasión,
y procuraba arrojar la mayor parte de sus vasos, apro­
vechando el estado de borrachera en que estaban los
demás; mas pronto fué notado uno de sus movimien­
tos, y, á poco, las caras que le estuvieran mirando
con complacencia, se le empezaron á mostrar hostTes,
y aun oyó algunas invectivas, sobre todo de las mu­
jeres. Decíase que “estaba despreciando á los traba­
jadores por ser pobres” y otras sandeces. Entonces
pensó en irse de aquel antro donde bien veía que no
estaría bien, pero tampoco le dejaron salir; de m ire-
ra que tuvo que resignarse á permanecer por 'argo
rato entre aquella gente y, lo peor, á transigir con
el1a para no disgustarla. En su mente, echaba pesies
contra el mayordomo que le había conducido á tal
lugar, pero el mayordomo no se daba cuenta de tal
cosa y, por el contrario, estimulaba á Martín á di­
vertirse.

176
—Alégrese usted—le decía;—¿no ve que es car­
naval?
—¡Cómo no! ¡cómo n o !...
—En el lugar en que estuvieres, haz lo que vieres
—repetía á cada momento el mayordomo.

Mas ¿cómo podía divertirse Martín en medio de


esa batahola? La verdad era que más bien estaba
atormentado, por mucho que hiciera para disimular­
lo. A cada momento se le llegaban hombres y muje­
res, le abrazaban, le besaban y le ensuciaban. Derra­
maban sobre su ropa la chicha y el licor que le obli­
gaban á beber, pues como estaban ebrios, ya no eran
dueños de sus movimientos. Hacíanle también bailar
continuamente los bailecitos de tierra al son de una
música detestable. Aquello era un cuadro repugnan­
te. Un amasijo de carne humana, de chicha, de hara­
pos, de polvos y de lodo. Nadie se entendía. Todos
cantaban y bailaban haciendo contorsiones inverosí­
miles. Las mujeres hacían coros con sus voces que
parecían berridos de animaos en la degollina. Can­
taban, lloraban y reían á la vez. El suelo, también
ahito de chicha y de licor, se pegaba á las plantas de
los que andaban. Sin cesar se trasegaba, de los pan­
zudos cántaros enfi’ados en un rincón ó jarras de po­
ner agua, cantidades estupendas de chicha que des­
aparecían rápidamente en las profundidades de aque­
llos estómagos. La atmósfera era tan espesa y cálida,
que parecía á punto de solificarse. Al mediar la no­
che, Martín no pudo más. Aprovechando de aquel
estado de semi-inconsciencia de todos, salióse disimu­
ladamente fuera. Viéron’o dos mujeres de la casa y
fueron á tomarlo. Negóse Martín á entrar, y entonces
una de ellas le dijo que era una vergüenza que se
fuese sin pedir nada, él, que tan halagado y obes-
quiado había sido por los demás. Martín, profunda­
177
mente ruborizado, sacóse algunos pesos y se los dió
á la mujer, diciéndole que sirviese con eso y que le
dejase en paz. Pero ¿qué iban á entender esas gen­
tes? Lo que hicieron fué tomarlo de los brazos y vol­
verlo á introducir al cuarto de la juerga. Martín bus­
có al mayordomo. Este roncaba en un rincón, echado
contra otro y teniendo por encima á un hombre y
una mujer que disputaban. A todos lados había cuer­
pos informes simulando despojos después de una ba­
talla. Habían llegado al momento estúpido. Muchos
ya no podían ni hablar por mucho que tuviesen los
ojos abiertos. Miraban los objetos con ojos vidriosos,
muertos. Las mujeres de la casa seguían dando chi­
cha á los despiertos y aun á los dormidos. Los más
ya no hacían sino abrir la boca y tragar, si no es que
rebalsaba el líquido. Martín concluyó por irritarse
con las dos mujeres que querían obligarlo á beber,
y hacindolas con resolución á un lado, abandonó al
fin la casa. Estaba en un estado desastroso. No esta­
ba embriagado, pues que casi todo cuanto le daban
había echado al suelo, pero se sentía horriblemente
descompuesto. Su ropa, manchada de chicha y de li­
cor, olía de un modo detestable. Parecía que le se­
guía la atmósfera de la juerga. En más de un kilóme­
tro que tuvo que caminar para llegar á su domicilio,
halló el trayecto sembrado de borrachos. Unos pasa­
ban bailando y cantando. Otros apenas podían cami­
nar. Muchos estaban tirados sobre el camino durmien­
do á la intemperie.

178
XXIV

A la mañana siguiente, proponíase Martín ir á Un­


cía á visitar á Emilio, que le había invitado para ese
día. Al pasar por Llallagua, vió reproducidos los mis­
mos cuadros del día anterior, y con más furor s' cabe.
Lloviznaba, el suelo estaba charcoso y soplaba un
viento glacial. Pero, no obstante, numerosos grupos
de gentes bebían y bailaban al aire libre. Habíanse
formado pandillas de cochsbambmos, challarateños
y llallagüeños. Cada una de e la s estaba encabezada
por uno ó más músicos, que tocaban flautas, guita­
rras, acordeones, charangos y otros instrumentos. To­
das las personas que constituían la pandilla canta­
ban sus aires respectivos, y era de notarse, sobre to­
do, las voces de las mujeres, por lo agudas y desento­
nadas. Por lo general, los grupos caminaban movién­
dose al compás de la música. A ratos se detenían, for-
maban ruedas más ó menos grandes, tomándose de
las manos, y bailaban largos ratos saltando sobre el
barro de los charcos ó el pasto de las praderas. Des­
prendíanse á intervalos regulares, palmoteaban ale­
gremente y acababan dando vivas al carnaval ó á
cualquier otra cosa. Cuando Martín pasaba cerca de
una de estas pandillas, fué reconocido por algunas
personas que inmediatamente se desprendieron de
ella y, alcanzándolo, le echaron polvos y papeles pi­
cados, y luego le obligaron á formar parte de la pan-
179
dilla. Entre estas personas estaba Lucas. Martín, que
había ya empezado á abandonar su antigua apren­
sión contra el joven, le acogió con buen modo y le
miró riendo. Lucas, en efecto, presentaba una cara
reidera. Sus simpáticas facciones desaparecían com­
pletamente bajo varias capas superpuestas de hari­
na de distintos colores. Mas lo que, sobre todo, le da­
ba la fisonomía de un viejo grotesco, eran varias ra­
yas rojas en forma de arrugas que llevaba en torno
á los labios y la nariz.
—¡Qué desfigurado le han puesto á usted! Ape­
nas lo he reconocido—dijo Martín.
Lucas sonrió, bien que no se podía notar su son­
risa, pues el tatuaje que llevaba le hacía parecer
siempre riendo.
En la pandilla figuraban varias jovencitas, hijas
de los mineros, vestidas con sus mejores trajes y lu­
ciendo cuanto dije pudieron haber para colocarlo en
su cuerpo. Habían formado, hombres y mujeres, un
gran círculo,, en cuyo centro bailaban, por turno, las
parejas que indicaba uno á quien llamaban bastonero.
Lucas, que había dejado de tocar su quena para
ir en alcance de Martín, una vez ingresado éste en la
pandilla, vo’vió á su tarea acompañado por otro mo­
zo que tocaba tan bien como él.

A Martín le habían hecho beber dos copas de un


licor que olía á duraznos, y esta vez—valga la ver­
dad—ya no se mostró tan hostil como el día anterior
á la bebida. Seguramente influía, para poner de me­
jor humor á Martín, la vecindad de las muchachas
de la pandilla, entre las que veía caras frescas v ri­
sueñas que le miraban con benevolencia. Allí estaba
también Presentación, graciosamente ataviada con
180
—Pues á curar al niño.
—Pero ¡si él no es de la Compañía!
—¿Qué le importa eso al doctor?
El policial maltratado por Presentación exclamó:
—Es un escándalo que el médico de la Compañía
vaya á curar á los que la perjudican.
—De eso también hay que dar parte.
Estas y otras cosas se decían los policiales segura­
mente con la intención de que Martín tomase la de­
bida nota para dar su informe en la administración.
Las suspicacias, los chismecillos y aun las calumnias
se iban trayendo á cuanto en todo el trayecto. No pa­
recía sino que querían enseñar á Martín la manera
de dar un informe- un informe compuesto de cuentos
de baja extracción.
Pero Martín, muy distante de acoger semejantes
presunciones, no decía nada y se limitaba á caminar
pensativo y silencioso.
En Cancañiri se despidió de ellos y continuó á Ca-
tavi.

* • *

Era ya entrada la noche cuando Martín llegó á


Catavi.
Comían. El gerente, después de escuchar la rela­
ción del joven, invitóle á ocupar ün asiento. Estaban
sentados á la mesa, además de] gerente y su esposa
Da. Micaela, todos los emppleados de alta jerarquía
165
de la empresa. Departían sobre la producción del es- -
taño, las cotizaciones de las acciones de Llallagua,
los contratos, las innovaciones que era preciso hacer
en la Compañía, y otros temas análogos. Era la charla
diaria. Mas, cuando Martín dió su informe, volvieron
al asunto referente al robo áel que ya se habían ocu­
pado anteriormente.
—Es el cólnio de la audacia que se ataque á bala á
los serenos de la Compañía— decía uno.
—¡Salvajes!—repitió por undécima vez el conta­
dor,—yo los mataría á azotes.
—Me figuro—dijo el gerente—que hay gente chi­
lena metida en esco.
— ¿Por qué, señor?—exclamó casi en son de pro­
testa el contador, que, como el gerente, era chileno.
—Porque la gente boliviana es muy tímida. No es
capaz de aventurarse en tales desmanes. En cambio,
ya sabemos lo que es el roto. Es de lo más desalmado
y valiente. No teme nada.
El contador se sintió satisfecho. El gerente añadió-
—No nos conviene traer aquí gente chilena. Per­
vierte á la gente y de un momento á otro puede oca­
sionar un conflicto serio.
—Es así—dijo otro comensal;—los bolivianos son
poco avisados. No saben, por ejempplo, ni lo que es
una huelga. El otro día vi á un grupo de peones en­
tre los que estaba un roto hecho un doctor, tratando
de explicarles eso. Hablaba contra los patronos y de­
cía que en Chile no se les aguanta.
—Ya ven ustedes.
166
■—Pero la verdad es que aquí los trabajadores boli­
vianos saben robar.
—¿Y cómo lo harían los otros? Mucho más. No se
pararían en nada. Los bolivianos solamente son rate­
ros. Se contentan con poco. No asaltan ni matan. Pe­
ro traiga usted á los otros, y verá cómo nos revientan.
El ingeniero de la empresa desvió la conversación
hablando al gerente sobre el nuevo ingenio de Cata-
vi. Todos callaron para oirle. El ingeniero era inglés
y se expresaba con mucha deficiencia en castellano;
pero tratándose de la indicada construcción era in­
fatigable para hab'ar. y aunque se cortase á cada mo­
mento, ensertaba, en una mezcla de inglés y castella­
no. frases cuya significación escapaba á todos, inclu­
so á él mismo. Tal en esta ocasión se puso á hacer una
exposición intrincada sobre la mejor disposición de
la maquinaria del ingenio. Continuamente se detenía
buscando algún vocablo que alguno de los comensales
se veía obligado á indicarle. Otras veces se embrolla­
ba tanto, que sin poder salir del paso, variaba de
asunto y se iba á otra instalación.
Sin embargo, todos parecían escuchar con aten­
ción la disertación del ingeniero, y únicamente la es­
posa del gerente daba muestras de impaciencia, pues
se movía continuamente en su asiento, daba boste­
zos ó suspiros, llamaba á los criados y hacía otros
gestos de mortificación. Da. Micaela estaba que un
sudor se le iba y otro le venía pensando en su hiiito
Benjamín, que se hallaba enfermo desde hacía algu­
nos días. El médico no parecía hasta aquella hora y
Da. Micaela rabiaba por esto. ¿Que interés podía te­
ner para ella eso de oir hablar sobre cotizaciones, pro­
ducción, contratos, robos, maquinaria y otros temas
que eran tan del gusto de su esposo y de los otros co­
mensales?

167
De pronto, interrumpiendo al ingeniero, que esta­
ba más que nunca engolfado en describir un motor
de doscientos caballos, Da. Micaela exclamó:
—¡Qué tierra esta tan llena de dificultades!
El ingeniero se calló, mirando con sorpresa á I)á.
Micaela.
—Pues hasta esta hora no puedo conseguirlo
al doctor, y, entretanto, no sé qué hacer con Benja­
mín.
—¿Está muy grave Benjamín?—preguntó alguien.
—No—dijo el gerente;—el doctor dice que la en­
fermedad del niño es cosa leve y pasajera.
—¡Pasajera!—remedó Da. Micaela.—Es que el
doctor no nos hace caso. Figúrense ustedes que ayer,
después de ver al niño, me dijo con mucha flema:
“Señora, ¡esto no vale la pena de visitar cada día al
niño!”.
—Pues el doctor sabe lo que hace—dijo el gerente.
—Pero yo le dne que me hiciese el favor de venir
también hoy. Y ya ven ustedes que hasta ahora no
parece.
—¡Qué falta de cortesía!—exclamó el contador.
El gerente, que parecía dispuesto á defender al
médico contra las recriminaciones de su esposa, dijo:
—El doctor debe estar ocupado. Quizá ha pasado
algún accidente en las minas.

168
—¡En las minaslrepitió Da. Micaela.— ¡Los peones
valen más que nosotros!
Martín dijo que, efectivamente, había él visto al
doctor por la tardo en las proximidades de La Blanca.
—¿No ves?—dijo el gerente á su esposa.
Esta repitió indignada:
—¡Los peones valen más que nosotros!

Cuando tomaban ei café se anunció al médico. Da.


Micaela se levantó inmediatamente de su asiento pa­
ra ir al encuentro de! doctor y conducir’o á la habi­
tación del niño enfermo, Pero muy luego la señora
volvió á presentarse seguida del médico, á quien se
le invitó también un asiento y una taza de café.
—¿Y qué tal, doctor; hay muchos enfermos?—di­
jo el gerente.
—¡Pocos! Su.miño ya está bien.
—Y en las minas ¿no pasó ninguna desgracia?
—Ninguna, que yo sepa.
—Pero sé que usted estuvo esta tarde por allí.
—Efectivamente; pero fui á ver un averiado que
no es de la Compañía.
—¿Quien—preguntó Da. Micaela abriendo tama­
ños ojos.
—¡Un muchacho!...

169
Y como si el doctor no quisiese entrar en más ex­
plicaciones, preguntó:
—¿Y por acá no hay novedades
—Ninguna.
—La novedad es- la del robo de anoche á mano ar­
mada—exclamó el contador.
—Y, á propósito—exclamó el gerente en tono fes­
tivo,—oigamos al doctor. Ya aquí todos hemos dado
nuestra opinión sobre la mejor manera de evitar el
robo. El señor Scott es partidario de hacer un sistema
de instalaciones que no dejará sacar ni una brizna de
estaño; el señor Rivera considera más eficaces los azo­
tes; otros señores juzgan que se debe cuadruplicar el
personal de la policía. Y usted ¿qué opina, doctor?
Supongo que no nos propondrá algún medicamento...
El médico, siguiendo el tono del gerente, contestó:
—Los trabajadores dicen que si se les tratara bien
no robarían. Dicen que los patronos abusan.
—¡Salvajes!—gritó el contador;—raro que no di­
gan que más bien son los patronos los que roban.
—¡Uff! no sólo que lo dicen, sino que están ínti­
mamente convencidos de eso,
—¡Habráse visto!
—Pero, ¿acaso no se les trata bien?—exclamó el
gerente;—desde luego esta empresa paga mejores sa­
larios que las otras.
—No es suficiente. Los obreros se quejan de sus
viviendas: los más viven en cuevas. Asimismo de las
170
condiciones del trabajo: es un trabajo mal organiza­
do. Lo propio de su alimentación y vestidos: son ar-.
tículos malos y que, si no lo son, están por encima de
sus recursos. Es por eso que los obreros quieren me­
jorar su situación aunque sea robando.
.?

—¡Salvajes!—repitió el contador.—Yo no acepto


nada de eso. El obrero, por mucho que se le trate bien,
seguirá robando, porque el instinto del robo está en
su sangre; porque roba por vicio, porque roba pon
aquello d e l... d e l.. .¿qué es?
—¿Atavismo?—dijo uno.
—Justamente.
El médico y otros se rieron.

—Señor Rivera, á seguir la tesis de usted, vendría­


mos á parar á la conclusión de que la tierra no es si­
no lo que dice lord Byron: “una gran caverna de la­
drones”.
Se levantaron de la mesa.
El contador continuó aún vociferando contra los
obreros ladrones, y detuvo al médico, que quería irse.
—La verdad es, doctor, que sus compatriotas son
demasiado exigentes. Nosotros traemos aquí los capi­
tales, la civilización. Queremos implantar grandes in­
dustrias. .. y no se reconoce. ¿No es esto ser salvajes?
El doctor, sin abandonar su calma, contestó:
—¿Y por qué traen ustedes sus capitales y su ci­
vilización? ¿Es por algún fin altruista? ¿No es por
aprovecharse de eso ustedes mismos? ¿Acaso ustedes
171
están impulsados por un móvil humanitario? El inte
rés, la conveniencia: nada más, señor Rivera.
—Bueno; sea cual fuere el móvil, pero el hecho es
ese: nosotros venimos á contribuir al adelanto del
país.
—Convenido. Pero también existe este otro hecho:
con ese adelanto y todo, el obrero, aquí, se halla tan
mal ó peor que antes.
—¡Doctor!
—¡La verdad, señor Rivera! Ustedes no traen aquí
la felicidad, aunque traigan la civi’ización. Felicidad
y civilización no son sinónimos. La situación del obre­
ro boliviano sigue y seguirá siendo pésima. Lo que,
por otra parte, no es tan admirable si se tiene en
cuenta que este es un país de salvajes. Lo admirable
es que en el país de usted, que se da de más civiliza­
d o .,. pero no digo su país, más lejos aún, los mismos
países que marchan á la cabeza de la civilización mun­
dial, como Inglaterra ó Norte América, son también
aquellos en que el obrero está en peor situación. ¿No
es cierto?

Y el médico se despidió del contador, y se ñié,


acompañado de Martín, que le había estado oyendo
no poco sorprendido.

172
xxm

Llegó el carnaval. Desde por la mañana del do­


mingo la plazoleta de Llallagua era un hervidero de
gente. Los mineros bajaban de las minas formando
grupos pintorescos. Estaban todos atiborrados de pol­
vos de mil coiores. Los caminos de Uncía y Chayan-
ta se ha’laban ocupados por cordones de gentes y ani­
males cargados de mercancías. Grupos de indios lle­
vando á la espalda sus cargas, y empuñando sus flau­
tas y charangas llegaban sin cesar para hacer sus
compras. Más tarde todas esas pobres gentes estarían
completamente embriagadas.

Los vendedores y compradores pululaban en la


plaza formando una confusión indescriptible. Sobre
todo, los comerciantes en ropa se multiplicaban exhi­
biendo y vendiendo sus mercaderías. Todas las pare­
des estaban literalmente cubiertas de pollerías, jubo­
nes, chalecos, pantalones, sombreros, pañuelos y otras
prendas. La ropa que ya no había podido caber en las
paredes estaba distribuida en el suelo formando mon­
tañas que se deshacían y rehacían sin descanso por
los interesados y los dueños.
Los mineros llegaban con la Itinca, consistente en
botellas de alcohol preparado de cierto modo, y pu­
ñados de confites contenidos en grandes pañuelos
173
multicolores. Estaban descontentos. Muchos arroja­
ban contra el suelo las botellas y confites diciendo
que se les había dado una porquería.

Al mediodía bajó Martín de Cancañiri dirigién­


dose á Llallagua. Distraíale ahora aquel camino de
gentes vestidas de sus mejores trajes. El también ya
había sido empolvado varias veces, y por más que se
limpiaba, volvían á echarle con nuevas cantidades de
harinas de color los que le encontraban. Y como tal
era la costumbre, no había más que tolerarla.

Al bajar, Martín caminaba cerca de un grupo com­


puesto de un minero viejo, su mujer y tres hijos pe­
queños. El hombre estaba ya borracho y su mujer le
decía que se contuviese y que no empezase tan tem­
prano la fiesta. Quería convencerle que, ante todo,
con el salario recibido había que comprar algunas
prendas de ropa indispensables y también los comes­
tibles, y que, después de eso, podía divertirse cuanto
quisiera. El minero contestaba que era carnaval y
parecía escandalizarse de las insinuaciones de su mu­
jer. Esta lloraba, rogaba é insultaba. Intrigado Mar­
tín por esta escena, pensaba en que cuántos otros tra­
bajadores, padres de familia, habría que aquel día
iban á gastar todas sus ganancias en emborracharse,
sin pensar en comprar el pan para sus hijos, ni re­
servarse nada siquiera para seguir divirtiéndose en
los días siguientes.

Por la tarde, los alrededores de Llallagua estaban


inundados de gente que se divertía. En cada rancho
había una jarana, y fuera de las casas, pasaban y re­
pasaban, daban vueltas y saltaban pandillas de gente
en completa dispersión. A veces resonaban alaridos
y voceríos descompuestos. Era alguna pelea. Amon­
tonábanse allí los chicos, y á poco ya se veían rostros
ensangrentados y cubiertos de polvos que les daban
174
apariencias de payasos. Martín miraba á todos lados
espectáculos graciosos y ridículos. Por largo rato mi­
ró á un grupo de cuatro ó cinco indios completamen­
te borrachos. Agarrados de sus botellas de alcahol,
que se las aplicaban á cada momento á la boca, se
hablaban con gran calor. Una saliva verdosa por la
coca se derramaba de sus labios. Y como al hablar se
acercaban recíprocamente las caras hasta tocarse, re­
sultaba que se llenaban de saliva el rostro y parecían
lamerse. Mas, pronto, este grupo de indios fué arras­
trado por otro mucho mayor en que habían hombres
y mujeres igualmente borrachos, sobre todo las mu­
jeres, que iban cargadas de sus grandes bultos, mu­
chos de los que consistían en criaturas que ya puede
calcularse cómo estaban con las vueltas, y saltos, y
caídas de sus madres. Hacia otro lado surgió una pe­
lea: un minero disforme salió de un tenducho acomo­
dándose el sombrero en actitud de combate y lanzan­
do retos á otro que permanecía dentro. Las cholas se
le abalanzaban para contenerlo; pero él daba mayores
signos de ferocidad, sin cansarse de acomodarse el
sombrero, ya hacia atrás, ya hacia adelante, ya hacia
los lados. A juzgar por sus ademanes, parecía que iba
á pulverizar á su adversario. Pero la pelea no se rea­
lizaba y únicamente el sombrero tomaba en la cabe­
za posiciones más ó menos amenazadoras. De repen­
te, el hombre que estaba dentro dió un salto, y pegan­
do al otro en el pecho, lo derribó cuan largo era. Este
se levantó, buscó su sombrero, que no parecía, y, en­
tretanto, el otro le volvió á asestar otro golpe que lo
echó de nuevo en tierra, y en esto intervinieron los
demás. Las mujeres de los dos mineros entraron en
la palestra. Hubo arrancamiento de cabellos, pelliz­
cos y arañazos. Llovieron las piedras, y en poco estu­
vo que Martín fuese envuelto en la balumba, en vis­
ta de lo cual escapó en busca de más tranquilos cua­
dros.

175
Al anochecer, se recogía Martín á su vivienda,
cuando se encontró con el mayordomo Benito, que le
instó tan vivamente para entrar en una de las casu-
chas de1 trayecto donde había jarana, que al fin tuvo
que condescender con su compañero de trabajo. Ja­
más había visto mayor revoltijo y hacinamiento de
gente. En una habitación donde apenas debían caber
para divertirse unas seis personas, había por lo me­
nos treinta. Y, sin embargo, entre aquel apiñamien­
to se bailaba. Bien es cierto que bailaban unos sobre
otros. Todos estaban borrachos. Tomaban chicha y li­
cor. Desde luego se le pasó á Martín un gran vaso de
aquella bebida, que él debía apurar de una ve?. Mar­
tín se acordó de sus propósitos de nunca más tomar
tales bebidas. Pero ¡para ta ^ s cosas estaba el tiem­
po! No había más que beber. En la casucha estaban
varias de las lavadoras y peones que trabajaban en
el ingenio Cancañiri, y ellos se creyeron en la obli­
gación de inv’tar al joven e1 amarillo brebaje, uno
por uno. Martín estaba sofocado con esta invasión,
y procuraba arrojar la mayor parte de sus vasos, apro­
vechando el estado de borrachera en que estaban los
demás; mas pronto fué notado uno de sus movimien­
tos, y, á poco, las caras que le estuvieran mirando
con complacencia, se le empezaron á mostrar hostTes,
y aun oyó algunas invéctivas, sobre todo de las mu­
jeres. Decíase que “estaba despreciando á los traba­
jadores por ser pobres” y otras sandeces. Entonces
pensó en irse de aquel antro donde b'en veía aue no
estaría bien, pero tampoco le dejaron salir; de mane­
ra que tuvo que resignarse á permanecer por 'argo
rato entre aquella gente y, lo peor, á transigir con
el1a para no disgustarla. Én su mente echaba pes-es
contra el mayordomo que le había conducido á tal
lugar, pero el mayordomo no se daba cuenta de tal
cosa y, por el contrario, estimulaba á Martín á di­
vertirse.

17«
—Alégrese usted—le decía;—¿no ve que es car­
naval?
—¡Cómo no! ¡cómo no!...
—En el lugar en que estuvieres, haz lo que vieres
—repetía á cada momento el mayordomo.

Mas ¿cómo podía divertirse Martín en medio de


esa batahola? La verdad era que más bien estaba
atormentado, por mucho que hiciera para disimular­
lo. A cada momento se le llegaban hombres y muje­
res, le abrazaban, le besaban y le ensuciaban. Derra­
maban sobre su ropa la chicha y el licor que le obli­
gaban á beber, pues como estaban ebrios, ya no eran
dueños de sus movimientos. Hacíanle también bailar
continuamente los bailecitos de tierra al son de una
música detestable. Aquello era un cuadro repugnan­
te. Un amasijo de carne humana, de chicha, de hara­
pos, de polvos y de lodo. Nadie se entendía. Todos
cantaban y bailaban haciendo contorsiones inverosí­
miles. Las mujeres hacían coros con sus voces que
parecían berridos de animales en la degollina. Can­
taban, lloraban y reían á la vez. El suelo, también
ahito de chicha y de licor, se pegaba á las plantas de
los que andaban. Sin cesar se trasegaba, de los pan­
zudos cántaros enfi’ados en un rincón ó jarras de po­
ner agua, cantidades estupendas de chicha que des­
aparecían rápidamente en las profundidades de aque­
llos estómagos. La atmósfera era tan espesa y cálida,
que parecía á punto de solificarse. Al mediar la no­
che, Martín no pudo más. Aprovechando de aquel
estado de semi-inconsciencia de todos, salióse disimu­
ladamente fuera. Viéron’o dos mujeres de la casa y
fueron á tomarlo. Negóse Martín á entrar, y entonces
una de ellas le dijo que era una vergüenza que se
fuese sin pedir nada, él, que tan halagado y obes-
quiado había sido por los demás. Martín, profunda­
177
mente ruborizado, sacóse algunos pesos y se los dió
á la mujer, diciéndole que sirviese con eso y que le
dejase en paz. Pero ¿qué iban á entender esas gen­
tes? Lo que hicieron fué tomarlo de los brazos y vol­
verlo á introducir al cuarto de la juerga. Martín bus­
có al mayordomo. Este roncaba en un rincón, echado
contra otro y teniendo por encima á un hombre y
una mujer que disputaban. A todos lados había cuer­
pos informes simulando despojos después de una ba­
talla. Habían llegado al momento estúpido. Muchos
ya no podían ni hablar por mucho que tuviesen los
ojos abiertos. Miraban los objetos con ojos vidriosos,
muertos. Las mujeres de la casa seguían dando chi­
cha á los despiertos y aun á los dormidos. Los más
ya no hacían sino abrir la boca y tragar, si no es que
rebalsaba el líquido. Martín concluyó por irritarse
con las dos mujeres que querían obligarlo á beber,
y hacindolas con resolución á un lado, abandonó al
fin la casa. Estaba en un estado desastroso. No esta­
ba embriagado, pues que casi todo cuanto le daban
había echado al suelo, pero se sentía horriblemente
descompuesto. Su ropa, manchada de chicha y de li­
cor, olía de un modo detestable. Parecía que le se­
guía la atmósfera de la juerga. En más de un kilóme­
tro que tuvo que caminar para llegar á su domicilio,
halló el trayecto sembrado de borrachos. Unos pasa­
ban bailando y cantando. Otros apenas podían cami­
nar. Muchos estaban tirados sobre el camino durmien­
do á la intemperie.

178
XXIV

A la mañana siguiente, proponíase Martín ir á Un­


cía á visitar á Emilio, que le había invitado para ese
día. Al pasar por Llallagua,. vió reproducidos los mis­
mos cuadros del día anterior, y con más furor s' cabe.
Lloviznaba, el suelo estaba charcoso y soplaba un
viento glacial. Pero, no obstante, numerosos grupos
de gentes bebían y bailaban al aire libre. Habíanse
formado pandillas de eochabambinos, challarateños
y llallagüeños. Cada una de e'las estaba encabezada
por uno ó más músicos, que tocaban flautas, guita­
rras, acordeones, charangos y otros instrumentos. To­
das las personas que constituían la pandilla canta­
ban sus aires respectivos, y era de notarse, sobre to­
do, las voces de las mujeres, por lo agudas y desento­
nadas. Por lo general, los grupos caminaban movién­
dose al compás de la música. A ratos se detenían, for­
maban ruedas más ó menos grandes, tomándose de
las manos, y bailaban largos ratos saltando sobre el
barro de los charcos ó el pasto de las praderas. Des­
prendíanse á intervalos regulares, palmoteaban ale­
gremente y acababan dando vivas al carnaval ó á
cualquier otra cosa. Cuando Martín pasaba cerca de
una de estas pandillas, fué reconocido por algunas
personas que inmediatamente se desprendieron de
ella y, alcanzándolo, le echaron polvos y papeles pb
cados, y luego le obligaron á formar parte de la pan-
179
dilla. Entre estas personas estaba Lucas. Martín, que
había ya empezado á abandonar su antigua apren­
sión contra el joven, le acogió con buen modo y le
miró riendo. Lucas, en efecto, presentaba una cara
reidera. Sus simpáticas facciones desaparecían com­
pletamente bajo varias capas superpuestas de hari­
na de distintos colores. Mas lo que, sobre todo, le da­
ba la fisonomía de un viejo grotesco, eran varias ra­
yas rojas en forma de arrugas que llevaba en torno
á los labios y la nariz.
—¡Qué desfigurado le han puesto á usted! Ape­
nas io he reconocido—dijo Martín.
Lucas sonrió, bien que no se podía notar su son­
risa, pues el tatuaje que llevaba le hacía parecer
siempre riendo.
En la pandilla figuraban varias jovencitas, hijas
de los mineros, vestidas con sus mejores trajes y lu­
ciendo cuanto dije pudieron haber para colocarlo en
su cuerpo. Habían formado, hombres y mujeres, un
gran círculo,, en cuyo centro bailaban, por turno, las
parejas que indicaba uno á quien llamaban bastonero.
Lucas, que había dejado de tocar su quena para
ir en alcance de Martín, una vez ingresado éste en la
pandilla, vo’vió á su tarea acompañado por otro mo­
zo que tocaba tan bien como él.

A Martín le habían hecho beber dos copas de un


licor que olía á duraznos, y esta vez—valga la ver­
dad—ya no se mostró tan hostil como el día anterior
á la bebida. Seguramente influía, para poner de me­
jor humor á Martín, la vecindad de las muchachas
de la pandilla, entre las que veía caras frescas y ri­
sueñas que le miraban con benevolencia. Allí estaba
también Presentación, graciosamente ataviada con
180
cuadros gratos y reideros. No parecía condenado á
morir, y ni siquiera mal enfermo.
Martín se levantó, diciendo á las mujeres que, al
día siguiente, volvería á ver á Lucas. Luego dirigió­
se á él y le hizo un gesto de despedida. Pero Lucas
no le contestó, y continuó mirando el techo de la ca­
sa con ojos extáticos y con su cara pintada de una in­
decible expresión tragi cómica.

213
XXXI

En la tarde del día siguiente, apenas cesó el tra­


bajo, volvió Martín á ver á Lucas.
El día agonizaba. El cielo adquiría tintas obscuras
que, al transmitirse á la tierra, la pintaban de un gris
abrumador. El eterno viento soplaba con fuerza con­
tra el suelo, sin hallar más que algunas escorzoneras
ú otras flaquísimas plantas que temblaban á sus em­
bates. Martín no se encontraba con nadie en el cami­
no. Una soledad profunda le rodeaba, y un silencio si­
niestro que sólo era interrumpido por la voz podero­
sa del viento.
Martín, con la mente preparada á ideas tristes,
encontraba todo esto quizá más sombrío y desolador
de lo que realmente lo era.
Sobre todo, el viento le parecía más elegiaco y fu­
neral que nunca. Sus soplos eran sollozos. Su voz era
una voz trágica, que le hablaba de cosas efímeras y
fatales. Era el gemido mundial salido quién sabe de
qué fondos espantosos, para infiltrar en el alma un
sentimiento de doior inevitable.
Martín sentíase á cada momento más triste.
Detúvose por algunos instantes á tomar aliento.
El viento le habló con más insistencia aún. Había
215
que oirle. ¡Cuántos millares de seres ya le habían
oído del mismo modo! El había hablado á los desam­
parados, con voz preñada de todas las esperanzas
muertas y de todos los ideales marchitos. El había
hablado, durante siglos, al hombre primitivo. El ha­
bía hablado al indio, solitario morador de esa agria
región. Había sido cruel con él. Le había azotado sin
tregua y sin piedad. Pero también le había enseñado
á ser sufrido, porfiado, fuerte y bravo. Y aun antes
que nadie a'entase allí, él había hablado á la inmen­
sa soledad. Había sido el eterno perturbador de aquel
silencio de piedra. Y, asimismo, ¡quién sabe si cuan­
do todo muriese, él seguiría hablando solo y feroz en
la callada inmensidad!

* • *

Martín, jadeante por la rápida ascensión que aca­


baba de hacer, entró al obscuro tugurio de Lucas.
Emilio ya estaba allí desde temprano.
Lucas parecía más animado que el día anterior.
Con frecuencia sacaba los brazos de entre la cama y
se los llevaba á la cabeza como si quisiese restregar­
la. Sus ojos, abiertos siempre, se dirigían arriba. Con­
tinuaba mudo.
Las mujeres y Melgarejo estaban también junto
á la cama.
—Parece que está mejor. Ahora se mueve —dijo
Martín.
—Ya veremos lo que dice el médico. Felizmente
ya está aquí—repuso Emilio, mirando con afán ha­
cia fuera, donde vió que acababa de llegar el médico.
216
Este entró preguntando:
—¿Sigue la batalla?
—Sigue—respondió Emilio.
El doctor empezó á examinar al enfermo. Los ojos
de Emilio brillaban, y, más que en el enfermo, se fi­
jaban en el rostro del médico, escudriñando hasta sus
más pequeños gestos. Todos los semblantes revela­
ban una gran ansiedad, y en todos también parecía
dibujarse un rayo de esperanza.
El médico concluyó el examen, y después de guar­
dar su termómetro, exclamó:
—Es cuestión de pocas horas.
—¿Cómo?—exclamó Emilio.
—Que al fin se morirá Lucas dentro de poco.
Las mujeres empezaron á dar alaridos. Emilio pa­
recía aún no creer lo dicho por el médico. A Martín se
le saltaban las lágrimas. El rudo Melgarejo acabó
aullando como las mujeres.
El doctor salióse fuera.
Tras él salieron Emilio y Martín.
—¿De modo que no hay más que esperar? —pro­
rrumpió Emilio.
—Hay que esperar que se muera.
—¿Pero no se puede tentar ningún recurso? ¿Na­
da, n ad a?...

217
El doctor sentóse sobre una piedra grande que es­
taba cerca. Paseó su mirada sobre las lejanas serra­
nías que se divisaban desde aquella altura, y de re­
pente, volviendo sus ojos á Emilio, exclamó:
—¿Tú quieres que viva ese muchacho? ¿Y para
qué?
Emilio iba á contestar, pero el doctor prosiguió:
—Francamente, si yo hubiese llegado aún á tiem­
po de salvar á Lucas, lo habría sentido. Felizmente
he llegado tarde. No le he podido hacer un servicio
por el que nunca habría merecido que Lucas me agra­
deciese.
—No te entiendo—dijo Emilio.
—Quiero decir que Lucas hace bien de morirse.
Es un ser que no debe continuar en este mundo, que
es una perrería para él. Era un muchacho desgracia­
do. No conoció á su padre. Su madre le echó de su
lado como á un estorbo. La Naturaleza le dotó de
hermosas cualidades; pero por el camino adonde le
llevaba la suerte, esas cualidades, en lugar de hacer
de él un hombre feliz, le iban precipitando al mal.
En poco tiempo más, habría sido un criminal remata­
do. Por fortuna, hoy se escapa de ese extremo. La
muerte, para muchos, es una liberación.
—Señor—exclamó Melgarejo saliendo de la habi­
tación y dirigiéndose al médico,—el señor cura estu­
vo aquí esta mañana.
—¿ Y ... los casó?
—No. Dijo que no había cómo; y más bien, le ha
dicho á la Presenta que no entre al cuarto del enfer*

218
m o ... porque eso es pecado grave... pero la Presenta
no quiere obedecer al señor cura, y sigue entrando.
—Y hace bien. No le hagan ustedes caso al señor
cura.
Melgarejo estaba desolado de que su hija Presen'
tación no hubiese podido casarse con Lucas siquie­
ra en sus últimos momentos.
—Pero, señor, si eso es pecado, ¿no nos traerá al­
guna desgracia
—¿Qué pecado ha de ser? Pecado sería que la jo­
ven deje de asistir al moribundo en su última hora.
—Y dirigiéndose á los otros, dijo el médico irritado:
—Siempre las fórmulas insulsas, las amenazas, las
prohibiciones... El matrimonio, el pecado, en vez del
amor y la caridad. ¡Cuántas imbecilidades se cometen
en nombre de la religión!
Emilio oía las palabras del médico sin decir nada.
Había perdido su vivacidad ordinaria y parecía ano­
nadado. Martín, silencioso también, miraba la leja­
nía que se iba envolviendo en un crepúsculo funeral.
En la próxima habitación seguían los lamentos de
las mujeres. El viento las acompañaba: introducíase
entre las junturas del techo, en los agujeros de la pa­
red y en los resquicios de la puerta, y allí emitía no­
tas graves y agudas que, reuniéndose en un solo acor­
de solemne y patético, parecían entonar el último
canto de la vida en aquella casa donde agonizaba un
hombre.
El médico entró á ver una vez más á Lucas, dió
algunas instrucciones y se despidió. Poco después, se
le veía bajando, en su paciente muía, por el largo ca­
mino del cerro, ya envuelto en los últimos reflejos
del crepúsculo.
219
XXXII

Aquella noche expiró Lucas, en estado de incons­


ciencia completa. Su paso de la vida á la muerte le
fué inadvertido. Después de una breve agitación, por
la tarde habíale sobrevenido un sueño profundo, del
que pasó al sueño definitivo.
Unicamente las mujeres le sintieron morir. Emi­
lio y Martín se habían ido, hasta el día siguiente. Mel­
garejo dormía, agotado por las noches de vela que ha­
bía pasado anteriormente. Aun su mujer, rendida
también, cabaceaba en un rincón del cuarto en que
estaba Lucas. En cambio, Presentación, no obstante
las terribles palabras del cura y las advertencias de
su mismo padre, y aun sin temer el contagio, se había
abrazado al enfermo sosteniéndolo por la espalda, y
en esta actitud le sintió extinguirse para siempre.
Cuando Lucas dejó de respirar, Presentación empe­
zó á dar desgarradores gritos. Su madre, que en ese
momento había abierto los ojos, estalló también en
sollozos. Melgarejo apareció, y en pos de él aparecie­
ron otros vecinos. Entre éstos, estaba Pérez, el anti­
guo enfermo, ya convaleciente, que andaba apoyado
en un largo bastón. Todos ellos rodearon el lecho del
extinto, y con dificultad consiguieron que se separa­
se la desolada y amorosa mujer de aquel cuerpo iner­
te al que se había abrazado.

221
XXXIII

Hacía un tiempo delicioso. Había llovido hacía po­


co; pero ahora el cielo ostentaba su azul limpidez,
apenas sembrada de algunas nubecillas blancas que
se desmenuzaban como pedazos de algodón. El verde
de los campos y sementeras distantes brillaba alegre­
mente bajo los rayos de un sol radiante. Las pampas,
donde se entrecruzaban los caminos á lo lejos, repo­
saban amuralladas por las cadenas de cerros que ce­
rraban el horizonte. Un olor de tierra y de vegetación
humedecidas recientemente, se levantaba del suelo,
donde ondulaban nubes de un vaho blanquecino y
vaporoso.

El pequeño cortejo que debía conducir los restos


de Lucas á su última morada, disponíase ya al largo
y pesado descenso de más de una legua desde la ca­
sa mortuoria al panteón. Habíase ya clavado el fé­
retro, hecho de cajones de dinamita y forrado de or­
dinaria tela negra. Dos mineros lo sacaron del cuar­
to en que estaba rodeado de cuatro cirios, y lo pusie­
ron fuera por algunos momentos. El sol reflejaba su
vivida luz sobre aquella masa negra mejor que las
humildes velas.
Varias mujeres conversaban en derredor en voz
baja. Las más llevaban la cabeza arrebujada en man­
tones negros y descoloridos. Nadie lloraba afuera; pe-
223
ro del interior de la casa salían los sollozos de Pre­
sentación, murmurando como una melopea monóto­
na y doliente.
Emilio, de pie sobre un desmonte, algo alejado de
la concurrencia, miraba en actitud distraída y triste
el extenso panorama que se desarrollaba hacia abajo.
Las pampas, las laderas y serranías sembradas de
manchas verdes por las sementeras de cebada, pata­
tas y habas, continuaban brillando bañadas por la luz
espléndida del sol. Hacia las faldas del cerro brilla­
ban también las casas dispersas, con sus techos de
calamina ó de paja y sus paredes blancas. Y brihaba
asimismo el andarivel con sus postes de Perro, y sus
baldes, que pasaban arrastrados por el cable.
Dióse la señal de la marcha. Cuatro mineros colo­
caron sobre sus hombros el negro féretro y empeza­
ron á caminar apresuradamente seguidos de los de­
más. En este moménto los alaridos de Presentación
se redoblaron á tal punto, que muchas mujeres y hom­
bres del cortejo se pusieron, también á llorar.
—¡Apuren!—gritó atrás una voz, y los conductores
llegaron rápidamente á la pendiente.
Pero no era fácil bajar por allí con mucha preste­
za, á consecuencia de las sinuosidades y piedras del
escabroso camino; de modo que el cortejo tuvo que
avanzar poco á poco.
Emilio y Martín iban á la cola un poco separados
de la concurrencia. Nuevos hombres querían reem­
plazar á los conductores del féretro; pero éstos insis­
tían en llevarlo por un trecho más, y tampoco que­
rían descansar. Eran cuatro robustos mineros que ha­
bían sido buenos amigos y compañeros de Lucas.

224
Mientras tanto, los gritos desgarradores de Pre­
sentación seguían resonando distintamente á lo lejos.
Martín recordaba aquel día en que, bajando por
ese mismo camino con los policiales, oía á esa misma
mujer hablando festivamente y dando estruendosas
risotadas. ¡Qué ironía tan cruel!
Recién á más de un kilómetro los conductores con­
sintieron en descansar y ser relevados por otros.
El cortejo hizo alto junto á unos solares abando­
nados. Circularon vasitos de lata con alcohol entre
los concurrentes. El féretro descansaba sobre una
gran piedra. El día continuaba tranquilo y luminoso.
El viento soplaba manso, como cansado. Y á ratos,
vagamente, traídos por el viento, pero ya apagados
por la distancia, se oían ecos lastimeros que llenaban
el corazón de tristeza.
La marcha continuó. Largo era el trayecto, y por
mucho que se caminase con la posib’e presteza, había
que emplear lo menos una hora en llegar al cemente­
rio.
Emilio y Martín, casi á media cuadra atrás de la
concurrencia, conversaban á ratos.
—¡Qué fatalidad!—exclamó Emilio.
Martín añadió:
—¡Quién hubiera creído que el pobre Lucas se
muriera tan joven!
—¡Qué fatalidad!... Y lo peor es que esta muer­
te me perjudica á mí de un modo horrible. Es un ver­
dadero desastre. ¿Dónde encontraré ahora otro como
Lucas?
225
Martín calló. Por lo visto, lo que parecía mortifi­
car y causar mayor sufrimiento en Emilio era, más
que la muerte de un amigo á quien se quiere, la de
un servidor á quien se necesita.

Emilio prosiguió:
—Lucas era todo un hombre. No se arredraba an­
te nada. Era activo, inteligente y valeroso. Por eso
sacaba el metal que quería. Ahora estoy seguro que
toda esta gente junta no me proporcionará ni la mi­
tad de lo que me traía Lucas.
Martín continuaba callado, y Emilio siguió aún:
—Los demás son unos imbéciles. Sólo sirven para
fiarse. No saben ni siquiera robar. No tienen un poco
de iniciativa é inteligencia. Están pereciendo de ham­
bre y desnudez y apenas se mueven. Son unos hol­
gazanes. Ni aun reconocen el bién que se les hace.
Son horriblemente ingratos. No merecen que se les
tenga compasión.

Martín, al oir este discurso, se acordó al momen­


to de aquel otro de tiempos atrás, en el que su amigo
Emilio le había hablado con tanto entusiasmo de los
pobres obreros y de la ayuda que se les debía pres­
tar. Ahora los pobres obreros eran unos imbéciles,
holgazanes é ingratos.
Emilio parecía estar furioso. Callaron por un gran
rato, caminando por la senda sembrada de piedras,
con las que procuraban no tropezar.
El cortejo seguía por delante caminando ya con
más facilidad, porque había acabado el descenso y
ahora se cruzaba por la p1anide donde serpeaba el
ancho camino carretero. Hacíanse descansos á inter-
226
valos regulares, volviéndose á beber nuevos tragos,
limpiándose el sudor y conversando en voz baja.
El panteón ya se divisaba cerca, á un lado del ca­
mino á Chayanta.
Emilio, después de su largo silencio, exclamó, vol­
viéndose á Martín:
—Y tú, ¿estás contento con tu empleo?
—¡Qué he de estar!
—¿Sigues ganando cien pesos?
—Sí; pero ofrecen mejorarme.
—Fíate de promesas. Yo, en tu lugar, no me de­
jaría exprimir así. Eres muy miedoso.
—Pero ¿qué puedo hacer? Yo querría ganar mu
cho más, pero no veo la manera.
Emilio se detuvo é hizo que Martín se detuviese;
luego miró á su alrededor, y suavizando la voz, dijo;
—Bueno, pues, está en tu voluntad ganarte la pla­
ta. Con un poco más de despreocupación. . .
Martín empezó á ruborizarse, y Emilio, notándo­
lo, exclamó:
—A cualquier hombre medianamente inteligente
le gusta vivir con independencia y holgura. Sólo las
almas pusilánimes y de escaso discernimiento se con­
tentan con poco, teniendo á la mano mucho. Tú, na­
turalmente, eres una persona inteligente. Tú podrías
hacer muchas cosas.

227
—Pero ¿qué cosa? Vamos á verlas.
—Tú eres el canchero, ¿no es cierto? Tú estás al
corriente del movimiento de metales. Tú eres el que
principalmente vigila el ingenio. Los peones, las la­
vadoras, los acarreadores, los pesadores, están bajo
tus ojos... Pues bien, si quisieses, se podría hacer
una combinación.
Martín, con la cara completamente colorada, sin­
tióse muy mortificado oyendo las palabras descara­
das de su amigo; pero sin querer manifestar su in­
dignación, acudió al recurso de reirse.
Emilio, también riendo, añadió:
—¡Es lo más común! Aquí estas cosas suceden á
cada paso. Los jefes de cancha que no son tontos ha­
cen su negocio. Así lo hizo tu antecesor. Pero aun los
que no quieren entrar directa y personalmente en es­
tas cosas, tienen tantas maneras de obrar. . . Les bas­
ta, por ejemplo, hacerse los de la vista gorda... Les
basta.. .
—No continúes... ¡Hazme el servicio!— exclamó
Martín con entereza.
Tenía ganas de decirle: “¡Ladrón! ¿Quieres que
yo también robe como los otros? ¡Anda!”. Pero se ca­
lló, demostrando únicamente, en un gesto impreso
en su cara, la indignación de que estaba poseído.
Emilio, reparando en la mortificación de su ami­
go, dijo, haciendo por reir:
—¡Hombre! ¿por qué te incomodas? ¡Son bromas!
Mientras tanto, en sus adentros, quizá en cambio
á las palabras mudas que retozaban en el cerebro de
228
Martín, Emilio decía estas otras: “¡Cobarde! tú tam­
bién, como' los otros, no sirves para nada”
Llegaron al panteón. El cortejo paró ante la fosa
de la que se había extraído un gran montón de tie­
rra húmeda. Algunos hombres armados de picotas y
palas estaban allí esperando. Eran indios con la boca
llena de coca y los rostros veteados de regueros ne­
gruzcos de sudor mugriento. Estaban borrachos, y
cuando la concurrencia llegó comenzaron á señalar,
con las manos embarradas, la fosa, alabando su an­
chura y profundidad.
El panteón consistía en un agrupamiento de tú­
mulos rústicos y algunas cruces plantadas sobre pro­
minencias de tierra. No tenía muros ó cercos de nin­
guna clase, y á no ser los dichos túmulos y cruces, na-,
die se habría percatado de él. Los lugareños llama­
ban aquel sitio. El campamento. Tenía su leyenda.
Contábase que en los tiempos de la guerra de la in­
dependencia, un regimiento español fué allí rodeado
por millares de indios, y después de bizarra resisten­
cia, fué exterminado en su totalidad.

Cuando, depositado el féretro en el fondo de la fo­


sa, los enterradores comenzaron á echar sobre él pa­
letadas de tierra, todas las mujeres y muchos hombres
se pusieron á gimotear. Un coro de frases afligidas y
de sollozos se elevó de todas partes. Todos recorda­
ban las buenas cualidades del extinto. Alabábase su
sencillez, su bravura y, sobre todo, su generosidad.
Una mujer señalaba su rebozo diciendo que se lo de­
bía á la largueza de Lucas. Una anciana que, á pesar
de su decrepitud, había podido ir hasta el Campamen­
to, se lamentaba diciendo que en adelante ya no ha­
bría quien la socorriese. Dos mineros convalecientes
declaraban que estaban vivos merced á la ayuda de
Lucas. Y hasta un grupo de chiquillos se acordaba
229
de los juguetes que sabía regalarle el niño. En suma,
toda la concurrencia publicaba alguna buena acción
de Lucas. Y todos hablaban á la vez, con acento in­
genuo y doliente, rindiendo homenaje al extinto. Tal
fué la oración fúnebre pronunciada en masa, sin pre­
vio acuerdo, espontánea y cándidamente, por aquel
grupo de gentes sencillas que daban el último adiós
á su compañero de hambre, de desnudez y de vicisi­
tudes.
Concluido el entierro, la concurrencia se dispersó.
Formáronse grupos aislados para emprender el re­
greso. Melgarejo y varios hombres y mujeres que ya
estaban borrachos, siguieron el camino siempre be­
biendo.
Emilio emprendió, solo y de mal humor, el cami­
no de Uncía. Cuando se despedía de Martín, trató de
reir; pero en la mueca que arrugó su semblante, bien
se notó que aquello era fingido y que tras su sonrisa
forzada se iba ocultando un sordo despecho y quizá
un profundo desdén hacia el amigo al que tanto hala­
gara otras veces.

Martín permaneció aún por bastante tiempo va­


gando en los alrededores del Campamento. Triste y
meditabundo, distraíase andando sin rumbo sobre las
pampas cubiertas de zarzas y pajonales. A ratos, en­
contraba praderas alfombradas de menudo pasto y
tachonadas por una multitud de florecillas multico­
lores que les daban pintoresco aspecto. Algunas de
estas flores apenas sobresalían del nivel del suelo, y
parecían incrustadas en él. Martín recogió una gran
cantidad de flores de color lila, que eran las que te­
nían tallos más largos, y haciendo con ellas un agres­
te ramo, fué á colocarlo sobre la tierra recientemen­
te removida que cubría á Lucas. Todos ya se habían
retirado de allí, menos un muchacho á quien Martín
230
encontró, por rara coincidencia, haciendo lo mismo
que él, es decir, echando flores sobre sobre el sepul­
cro. Este muchacho, que era hermano de Presenta­
ción, avisó á Martín que ella le había encargado re­
coger flores y echarlas en aquel sitio. Por lo demás,
no quedaba allí ninguna otra señal que una cruz tos­
camente labrada, la misma que en poco tiempo aca­
baría por desaparecer, sin que después se supiese don­
de había sido enterrado Lucas.
Se hacía tarde, y Martín emprendió el regreso,
acompañado del muchacho.
El tiempo se había descompuesto. En el cielo avan­
zaban lúgubres nubarrones denunciadores de próxi­
ma tempestad. En lugar del aire blando de hacía po­
co, empezaba á soplar un viento frío y cortante. Los
pajonales y las zarzas se sacudían como desperezán­
dose después de un gran rato de inercia. Las llamas
esparcidas en dispersión miraban, al pasar, á los ca­
minantes, con ojos asombrados. A la distancia blan­
queaban las casas de Llallagua.

Mientras caminaban, el muchacho que acompaña­


ba á Martín le contó que esa mañana, mientras se
reunía el cortejo funerario, había ocurrido en la casa
de Melgarejo una seria desavenencia entre éste y
Emilio. Melgarejo había dicho á Emilio, en presencia
de algunos testigos llevados al efecto, que Lucas, an­
tes de perder la palabra, había declarado una y otra
vez que Emilio le debía algunos cientos de pesos. Aho­
ra bien, siendo esto así, era justo que Emilio entre­
gase esa suma á Presentación, toda vez que ésta ha­
bía sido la querida de Lucas. Emilio había protesta­
do contra las exigencias del minero, diciéndole que
Lucas también tenía que entregarle tal número de
quintales de estaño, y que mientras Melgarejo no hi­
ciese esto por cuenta de aquél, no soltaría un peso.
I
231
Con tal motivo se había producido una discusión aca­
lorada, llevando Emilio la peor parte, pues la mayo­
ría de la gente allí reunida había apoyado á Melga­
rejo.
Martín se explicaba ahora la rabia de Emilio, que,
contra su costumbre, le habló tan mal de los obreros
aquel día.
El viento arreciaba. Las nubes, aglomeradas, aca­
baron por formar una sola masa informe y gruesa
que tapó todo el firmamento y abarcó la tierra, como
si se hubiese volcado sobre ella un domo monstruo­
so y lóbrego. La tierra estaba negra. Un trueno pro­
longado retumbó de uno á otro confín, cual si rodase
sobre las serranías.
Martín y su compañero apresuraron el paso.
Empesaron á caer gruesas gotas, y en las distan­
tes cumbres dibujó la lluvia sus primeras avanzadas
que se extendían como rápidas nebulosas. Pronto
Martín echó de ver que la lluvia le rodeaba por todos
lados y que no tardaría en quedar empapado.

Pensaba meterse á alguna casucha vecina: mas


al pasar por Llallagua, frente á la casa del médico,
éste, que se hallaba parado en la puerta, le reconoció
y le llamó.
—Guarézcase aquí—le dijo;—¿ya enterraron á Lu­
cas
—Sí—contestó Martín, saludando y sentándose en
la silla que el doctor le ofrecía.
Estaba sofocado. Limpióse el sudor que le bañaba
la frente. El médico repuso:
232
—Yo no he tenido tiem po... Pero tenía muchas
ganas de ir al entierro.
—¿Usted?—dijo Martín un si es no es sorprendido.
Quizá le parecía que Lucas era muy insignifican­
te para que todo un doctor le hubiese hecho el honor
de acompañar sus restos. El médico continuó:
—Yo tenía mucho cariño por ese muchacho: Me
ayudaba alguna vez en mis curaciones. Tenía talen­
to, y, sobre todo, era admirablemente generoso.
Martín pensó para sí:
—He aquí un hombre sobre el que la opinión se
pronuncia unánimemente. ¿Quién no habló de la ge­
nerosidad de Lucas?

La lluvia se había desatado. Los techos de calami­


na de la casa del médico resonaban con tal estrépito,
que parecía que encima de ellos zapateaban muchos
danzarines. Las vidrieras eran azotadas con violen­
cia por el viento y la lluvia. Afuera se veía pasar,
corriendo, algunos transeúntes ya al descubierto á ya
tapados con telas enceradas ú otras prendas.
El médico se entregaba á sus recuerdos.
—¡Pobre m uchacho!...—exclamó.—Me acuerdo
mucho de la primera conversación que tuve con él.
Cierta vez, en altas horas de la noche, vino á desper­
tarme para que fuese á asistir á un averiado. Yo es­
taba incomodado, porque no me gusta que me hagan
levantar de la cama tarde de la noche; pero ante la
testarudez, y humildad á la vez, con que me solicita­
ba el joven, no pude menos de seguirlo. Me llevó por
sendas incomprensibles. Con su pequeña linterna en
233
la mano, parecía un demonio. Yo echaba pestes, y co­
mo 3a marcha se alargaba más y más, concluí por de­
cirle que era una insolencia hacerme andar en tales
condiciones, y me negué á seguir. Entonces él me di­
jo con mucha cachaza que eso y más se podía hacer
por salvar á un hombre. ¿Qué le podía yo contestar?
Lo que hice fué continuar detrás de el. Por fin, lle­
gamos á la casucha en que estaba el herido. Era un
caso dificilísimo. Le habían flagelado con tal cruel­
dad, que manaba sangre por todas partes, y me cos­
tó curarlo. Después pregunté quién ó quiénes le tra­
taron de ese modo, y el hombre me respondió que ios
serenos de la Compañía eran los autores de la fecho­
ría. Con tal noticia, inquirí más, y, al cabo, descubri
que el hombre era un ladrón que seguramente se hi­
zo sorprender robando, y castigar, en consecuencia.
Sentí rabia, y volviéndome al muchacho, le dije:
“—¿Y por qué no me lo avisaste así antes de traer­
me?
“—Porque creí que no querría curarlo.
“Me sentí nuevamente derrotado.
‘Luego regresé, acompañado del mismo mucha­
cho. Yo no estaba ya irritado. Al contrario; la llane­
za é ingenuidad de mi guía concluyeron por encan­
tarme. En el camino, al hacerle yo diversas pregun­
tas, me hizo comprender en pocas palabras que era
otro ladrón.
“Yo le dije:
“ —Pero, muchacho, ¿por qué has elegido un ofi­
cio tan feo y peligroso? Tú eres joven: ¿acaso no pue­
des trabajar?
“—Se gana muy poco.
234
“—Ambicioso eres. Entonces, ¿ganas mucho ro­
bando?
“—A veces.
“—¿Y cómo no te haces siquiera ropa? Estás an­
drajoso. ¿Qué haces con lo que ganas?
“—Todos lo gastamos.
“Luego añadió, suspirando:
“—¡Se sufre mucho allá entre los mineros!
“—Ya lo creo que se sufre. Pero para aliviar ese
sufrimiento no es preciso robar.
“—¿Qué hay que hacer, entonces, para conseguir
bastante plata
“Le contesté con un largo discurso en que traté
de hacerle comprender que para mejorar una mala
situación no se debía cometer delitos. El me pidió que
le explicase exactamente lo que es delito. Le respon­
dí que es faltar á las leyes, á la moral, etc. Volvióme
á preguntar lo que son las leyes. Y después que le
expliqué como pude todo esto, él me dijo con conven­
cimiento:
“—Me parece que las leyes son injustas, puesto
que mandan ó permiten que unos estén bien y otros
estén mal. ¿Por qué, los que hacen las leyes, no las
harán mejores?
“Inútil era seguir discutiendo con ese muchacho.
Era uno de esos seres rudos que van por el camino
de la vida con una nueva moral y con ideas no ense­
ñadas en las cátedras, sino en los cerros por los sim­
ples dictados de su razón sencilla. Ya ve usted uno
de los rasgos del carácter de Lucas. Según esto, ¿no
le parece á usted que tuve razón al decir, el otro día,
que Lucas hizo bien de morirse?”.
235
XXXIV

Transcurrieron algunos días.


Martín alentaba la grata esperanza de que pron­
to se le cambiaría de colocación en la Compañía. Ha­
cía algún tiempo que se le había prometido una pla­
za en las oficinas de la Gerencia, donde debía perci­
bir, por lo menos, el doble del sueldo que actualmen­
te ganaba. Y ahora más que nunca deseaba Martín
que tal cosa se realizase; pues con todo lo ocurrido
últimamente, el ingenio de Cancañiri le había llegado
á ser insoportable.
Ahora ya ni siquiera tenía la distracción de con­
templar diariamente la carita simpática de la lava­
dora Claudina. Y, en cambio, sólo veía rostros maci­
lentos y antipáticos. Todo lo que encontraba en su
redor le parecía repulsivo. La charla del mayordomo
Benito le daba grima. El ruido del motor era su tor­
mento. El viejo Acarapi, que antes le hiciera reir,
hoy le incitaba á llorar. Las casas bajísimas, 'as ca­
laminas, las chimeneas, el metal, el agua, le llenaban
de tedio. Y aun en muchas cosas en que poco antes
no se fijaba, hoy descubría fea'dades nuevas y nue­
vos motivos de cansancio y mortificación.
Luego, levantarse cada día á las seis de la maña­
na para ir á la cancha á morirse de frío y de fastidio,
237
y recogerse á las seis de la tarde á su cuarto, un cuar­
to, un cuarto infame, para seguir lo mismo, era un
oficio estúpido, matador.

Iban á ser seis meses que vivía de ese modo. Era


ya tiempo de mejorar su situación. Cierto es que
seis meses constituyen un plazo relativamente corto
para ciertos merecimientos; pero hay que tener en
cuenta que Martín, dado su temperamento delicado
y su educación de muchacho regalón y nada traba­
jador, hizo más gracia que muchos á quienes sus na­
turales tendencias y sus hábitos laboriosos les hacen
ejercer ciertos papeles sin gran violencia ni sufri­
miento.

Por lo demás, hacíale también acreedor á mejores


puestos, su acrisolada honradez y su lealtad bien com­
probada. Martín fué siempre un muchacho correcto
y probo. Ya se sabe lo que pudieron en él las sugestio­
nes de Emilio. Jamás le desviaron del camino limpio
y recto que se hubo trazado.
Martín esperaba, pues, que no tardaría mucho en
ascender á su nueva colocación.
Y esta esperanza era tanto más fundada, cuanto
que el joven se consideraba muy bien visto por sus
superiores. El administrador del ingenio le trataba
con señalada distinción, y el gerente de la Compañía
manifestóle más de una vez que, al paso que iba, bien
podía esperar nuevos ascensos.
Bajo el influjo de estas ideas, las cartas que escri­
bía Martín á su madre eran también más animadas.
Anteriormente, él le había escrito siempre con cier­
to embarazo. Habiendo encontrado en un principio
tantas dificultades, apenas manifestó una parte de
ellas, tanto por no apenar á su madre, como por la
238
humillación que le producía el fracaso de sus proyec­
tos. Disimulaba en lo posible su malestar, y aun ha­
cíala pequeñas remesas de dinero, guardando para
sí, de su escaso sueldo, le estrictamente indispensa­
ble para no morirse de hambre. Pero ahora, con las
nuevas perspectivas que se le ofrecían, reanimábase
gratamente, y sus epístolas eran ya portadoras de
grandes esperanzas y de mucho entusiasmo.
De este modo, el joven hacía un gran esfuerzo
de voluntad para tolerar con paciencia los días que
le quedaban en Cancañiri, estimulado con la idea de
que pronto tendría un puesto más apropiado á su
temperamento, puesto en el que ya no tendría que
madrugar á las seis de la mañana, ni salir afuera á
sufrir el viento, el polvo, el frío, y, sobre todo, á ver
el sitio en que ya no estaba Claudina.
Una tarde, el administrador del ingenio hizo lla­
mar á Martín reservadamente. Quería trasmitirle una
orden que acababa de recibir de la gerencia. Martín
vió llegada la ocasión, y se presentó muy contento
al administrador. Por fin se iban á cumplir sus de­
seos. Pronto dejaría aquel triste Cancañiri. Ya no ve­
ría más cuadros prosaicos y aburridores.

Pero ¡cuál no fué su sorpresa, cuando el adminis­


trador le comunicó que había recibido órdenes supe­
riores para retirarlo del servicio de la Compañía!
Martín quedó estupefacto. ¿Qué quería decir aque­
llo? <•
El administrador, usando de las mejores palabras,
debió repetir ante el azorado joven lo que acababa
de comunicarle. Mirábale con lástima, comprendía su
mortificación, y, para atenuarla, le hablaba con be­
nevolencia.
239
Martín acabó por decir:
—¿Y por qué es esto, señor? ¿Qué he hecho yo?
—Yo no sé. Lo que es de mi parte, siempre se han
dado buenos informes acerca de usted. Pero parece
que hay intrigas en su contra en la Administración.
Dicen que usted está en connivencia con los rescata­
dores.
-¿ Y o ?
—Amigo mío, no extrañe usted estas cosas. Los
cuentos, los anónimos, los trabajos de zapa y otras
mezquindades, son platos de consumo diario en al­
gunas empresas mineras, y, por desgrana, hay em­
presarios que llegan á comer y aun á digerir esos
platos.
—¡Es monstruoso!
—Y, sobre todo, ridículo, muy ridículo. Adminis­
traciones serias, industriales sensatos, se dejan á ve­
ces embobar por papanatas. Se da importancia á chis-
mecillos de baja estofa. Se organizan policías secre­
tas. Las comadres son factores respetables. Los tin­
terillos inf’uyen. Se ve lo que no hay. Se hacen dela­
ciones misteriosas. En resumen, una asquerosidad...

Por un rato estuvieron callados. Luego, Martín,


como dando conclusión á un pensamiento, dijo:
—¡Mi amistad con Em ilio... seguramente!.. .
—Si usted es amigo de algún rescatador, malísimo.
Aquí sólo se deben tener amigos que no inspiren re­
celos á la Compañía.

240
—Yo creía que, con tal de que el empleado cum­
pliese sus obligaciones, no tenía la Compañía por qué
exigirle más.
—Así debería ser; pero no lo es. Uno es vigilado
hasta en su vida privada. Las intrigas toman pie en
cualquier cosa. Los cuentos van hasta el directorio.
Usan hasta del telégrafo...
—Felizmente, yo no tengo qué reprocharme—ex­
clamó Martín con altivez.
—Comprendo. Siempre lo he considerado como
un joven honorable y puntual en el cumplimiento de
sus ob’igaciones. Pero eso no basta. A veces, hasta
es peor.
—¡Qué barbaridad!
—Es seguro que hay alguien que interesa en el
puesto de usted.
—Puesto que lo dejo. .. ¡ahí está—exclamó Mar­
tín con asco.
Sentíase profundamente indignado. ¿De qué ser­
vía ser una persona digna y escrupulosa en el cum­
plimiento de un cargo tal ó cual, si se estaba á mer­
ced de la calumnia?
Martín consideró su situación, y tuvo vergüenza.
Hizo una reminiscencia de su vida desde que llegó á
Llallagua, y vió que, en el transcurso de ella, no sa­
boreó más que decepciones y disgustos. El vino á
L’allagua como á una tierra de promisión, creyendo
ganar fácilmente grandes sumas de dinero, y apenas,
después de muchas dificultades, alcanzó un puesteci-
11o todo lo más inapropiado para él, por el que se le
retribuyó con sueldos miserables. Sufrió fatigas, tor-
241
pezas, desaires é inclemencias físicas. Llegó hasta á
sentir una pasión extravagante para sufrir la más
prosaica decepción La amistad trató de corromperlo.
Vió, en fin, tales cuadros de miseria, de perversión,
de vicio y de dolor, que en su ser quedó un sedimen
to de amargura que ya nunca se podría limpiar por
completo.
Por último, el tratamiento injusto de que al fin
de todo era objeto, acabó por hacerle aborrecido un
lugar donde pasaban tales cosas, y ya no pensó sino
en abandonarle.

242
XXXV

Una semana después, Martín llegaba á Sucre.


Era un delicioso atardecer. Un grupo de celajes
que se encendieron en el poniente, bañaba la campi­
ña de Sucre con una claridad de incendio que se di­
fundía viva, pero fugitiva, sobre todas las cosas. Mar­
tín miraba á los costados del camino verdes semente­
ras de maíz y de trigo, que se mecían con el aire. A
su frente emergía de la llanura la gallarda ciudad,
como si retozase á las faldas de sus dos clásicos cerros.
Ya no le faltaba sino una legua para llegar á su
casa. Helo aquí mirando otra vez aquellas campiñas
que dejara escuetas y que ahora encontraba rever­
decidas. y aquellas chozas rústicas sembradas cerca
al camino, con sus banderolas blancas, que quizá eran
las mismas que había visto al partir. El campo esta­
ba engalanado, y un aire tibio y perfumado entraba
al pecho del viajero, en lugar del aire frío y rudo
que respiró en otros climas.
Martín se sentía muy cansado. Cinco días de un
viaje difícil al través de altas cordilleras, de planicies
frías y áridas, de hondas quebradas y de precipicios
horribles, bajo un sol quemante, á veces azotado por
la lluvia y siempre acompañado por el viento, le
habían dejado todo quebrantado. Y contribuyeron no
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poco á esto mismo las dificultades de las postas, las
noches pésimas, la comida asquerosa y los animales
torpes en que debió hacer la travesía.
Pero, sobre todo, los recuerdos é impresiones que
traía de Llallagua eran la principal parte para que
el joven considerase la excursión que acababa de ha­
cer como un verdadero desastre. Sentía gran ver­
güenza de volver á su casa tan pobre como salió de
ella. ¿Qué le diría á su madre? Pero, aun prescindien­
do de pobrezas, su madre seguramente iba á quedar
desconsolada al ver la facha de Martín. Martín ya
no era aquel joven animoso que meses atrás salió de
Sucre con la cara risueña, luciendo botas de charol y
pantalón y poncho y sombrero flamantes. Ahora te­
nía el rostro flaco y quemado, del que se le pelaba
el cutis. Parecía envejecido. Su traje semejaba el de
un lapón, pues había tenido la ocurrencia de ponerse
un saco de cuero que usaba en las minas. En vez de
sus diminutos espolines, traía esquelas gauchescas;
sus botas y su sombrero eran una humillación; sola­
mente su poncho, aquel poncho tan azarandeado por
el viento, regresaba completamente viejo.
La sombra iba envolviendo lentamente la ciudad,
que se divisaba ya muy cerca. La luz roja de les ce­
lajes se había extinguido. El cielo tomaba tin as de
violeta, que se obscurecían poco á poco. Veíanse ya
más vagas é indistintas las techumbres rojas de las
casas, las torres legendarias y las arboledas verdio-
sanas de las quintas. Luces dispersas brotaban en dis­
tintos puntos de la población. Tañidos de campanas
muy conocidos para Martín, tocaban la orac'ón. Y
un aire embriagador, cargado de los perfumes de las
huertas vecinas, venía á regalarle con ondas llenas
de vida y de poesía.

* • *

244
Después de todo, Martín sintió pronto que sus
ideas tristes se disipaban. El ambiente suave de su
pueblo natal parecía recibirle con sus halagos cari­
ñosos, compensándole de sus anteriores sufrimientos.
Sentíase transformado á medida que se aproxi­
maba. Llallagua, Emilio, Lucas, Claudina, se iban es­
fumando atrás como figuras quiméricas. ¿Qué impor­
taba todo eso? Un poco de lodo, de dolor y de mise­
ria amontonados. Pero él había pasado el charcal sin
ensuciarse.
En cambio, ahora se desplegaban sus antiguos ho­
rizontes .Pronto abrazaría á su madre. ¡A su madre!
¡Qué mayor compensación!

* • *

Y ved aquí de qué manera Martín Martínez regre­


só á Sucre tan pobre como había salido.
¡Y qué!
Si Martín no volvía con la bolsa colmada de bri­
llantes libras esterlinas, venía en cambio provisto de
otra riqueza que á veces vale más que sendos talegos
de dinero: de esa riqueza que, aunque sea á costa de
golpes crueles, sabe enseñar á los hombres á vivir:
la experiencia.

París, 14 Julio 1911.

24.1
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Este libro se terminó de imprimir


en Talleres Gráficos Bolivianos
el día 4 de agosto de 1973
La Paz — Bolivia
JAIME MENDOZA (1874-1938)

Este formidable
intelectual boliviano, fué mé­
dico, literato y parlamentario.
Espíritu sencible, amó entra­
ñablemente a su patria cuyo
espacio geográfico recorrió ca­
si en su integridad. Su sentido
de agudo observador penetró
en lo más recóndito del alma
nacional.
La obra literaria
de Jaime Mendoza es vasta y
sólo citaremos algunas: “ En las tierras del Potosí” (1911),
“ Los M alos pensamientos" (1916), “ Páginas Bábaras”
(1917), “ Memorias de un estudiante” (1918), “ Figuras del
pasado" (1925) y “ El macizo Andino” . “ La tragedia del Cha­
co” es una obra de rigurosa investigación sobre el derecho
territorial de Bolivia.
EN LAS TIERRAS DEL POTOSI fué escrito
cuando nadie osaba decir nada sobre la vida miserable del
minero, sobre, su breve y trágica existencia. Es la novela que
marca el primer hito de la novela social en Bolivia. Rubén
Darío que conoció al autor, dijo: “ Yo he tenido oportunidad
de conocer al doctor Jaime Mendoza, en quien se revela en
nuestro continente un nuevo y distinguido G orki” .
Ediciones PUERTA DEL SOL se enorgullece en
presentar esta segunda edición de EN LAS TIERRAS DEL
POTOSI que fuera publicada por primera vez hace más de
sesenta años y que en nuestra patria, lamentablemente, se
conoció muy poco.
No podríamos dejar de rendir un homenaje al
mangnifico visionario que nunca dejo de tener fé en el supe­
rior destino de la patria cuando dijo: “ No hay porque deses­
perar; a Bolivia le llegará su hora. La hora del progreso bioló­
gico, de la expansión natural, de la hegemonía incontrastable.
Bolivia volverá a su mar. Y esa evolución no será sino una
reconstrucción... La naturaleza hace su obra.”

Los Editores.

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