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Dar razones de lo que hacemos y nos hace, entreteje la Dora Elvira García-González •
gas Medina, Mar y Becerril Ruiz, Diego
Sociología del conflicto en las sociedades
responsabilidad de vivir junto a quienes nos rodean, diversos contemporáneas por Lozano Martín, Antonio
a nosotros, que nos confrontan con lo que somos median- M. y Becerril Ruiz, Diego
te la conformación de un ideal regulativo que nos orienta • ¿Noviolencia o barbarie? El arte de no dejarse
deshumanizar por López Martínez, Mario
desde nuestras propias perspectivas. Así, pensar y construir
• De la igualdad de género a la igualdad sexual
de manera alternativa e imaginativa la realidad mediante
y de género. Reflexiones educativas y sociales
la superación de los conflictos y mediante la consideración por Venegas Medina, Mar, Chacón-Gordillo,
de la alteridad y del reconocimiento de las personas, impli- Pedro y Fernández Castillo, Antonio (Coords.)
ca resistirse moralmente, desobedecer civilmente, negarse a • Educación para la paz. Conflictos y construc-
cooperar con lo que se discurre como un mal, rehusarse a ción de cultura de paz desde las escuelas, las
colaborar con acciones que propician y generan la abyección familias y las comuidades por Pozo Serrano,
Este libro ha sido sometido a evaluación por parte de nuestro Consejo Editorial
Para mayor información, véase www.dykinson.com/quienes_somos
Esta obra fue posible gracias al financiamiento del Fondo Sectorial de Investigación para
la Educación SEP-CONACYT, a partir de la Convocatoria de Investigación Científica Bá-
sica 2015, con el Proyecto 252432 denominado “Pensar la paz como ideal moral desde la
tradición filosófica: responsabilidad para la acción”.
© Copyright by
Dora Elvira García-González
Madrid, 2019
ISBN: 978-84-1324-388-7
Preimpresión por:
Besing Servicios Gráficos S.L.
e-mail: besingsg@gmail.com
A mis querencias más preciadas,
por el tiempo regalado....
ÍNDICE
EXORDIO.............................................................................................................................. 11
EPÍLOGO............................................................................................................................... 311
“No es casual que los movimientos por los derechos humanos y por la
paz se hayan encontrado y marchen juntos. De este modo se refuerzan
mutuamente. La paz es la condición sine qua non para proteger
eficazmente los derechos humanos, y la protección de los derechos
humanos favorece la paz”.
Norberto Bobbio (1997: 133)
implícitamente a estos estudios, los cuales han venido investigando sobre la paz
de manera central a partir de los problemas de las grandes guerras y lo siguen ha-
ciendo en torno a las guerras intestinas, violencias políticas, sociales y económicas
existentes. El pensar filosófico ha buscado las raíces y las razones de dichas violen-
cias en el intento de proponer y aventurar posibles soluciones.
Ha habido estudios sobre la paz realizados desde la filosofía y, aunque no siem-
pre han sido explícitos en torno al irenismo, en general, han sido bastante acotados
y proporcionalmente mucho menores que los elaborados por motivo de la guerra y
la violencia. De ahí que este libro tenga el cometido de discurrir una amalgama de
reflexiones sobre las temáticas centrales de la paz, sondeando y explorando cauces
sobre este tópico en los textos de filósofos y filósofas a lo largo de la historia, para
desde y con ellas y ellos localizar y emplazar posibilidades, definiciones, problema-
tizaciones, preocupaciones y expresiones explícitas en torno a la paz. A partir de
tales filósofos, y a lo largo de la investigación, se van tejiendo –a través de reflexio-
nes hermenéuticas– los diversos temas en los que, como basamentos teóricos nos
apoyamos en la presente obra, para hacer, a su vez, indagaciones y proposiciones
que conduzcan a pensar la paz como una realidad que nos guía y ha de seguirse,
para que, como seres humanos, vivamos con posibilidades de plenitud. Por ello,
aquí se sostiene y se propone la paz como ideal moral, que va regulando nuestro
actuar, siempre visto como el acervo de acciones realizadas en vínculo con los de-
más y en el común y cuyo proceso y fin acomete situaciones y contextos pacíficos.
Pensar la paz desde los marcos de la contemporaneidad se vuelve un asunto
complicado y difícil. La poca credibilidad, las suspicacias y la imagen de ingenui-
dad que para muchos parece acarrear la comprensión de la paz, suele descalificarla
recurrentemente como posibilidad e intento de modificar el mundo. Sin embargo
–y es lo que se desafía y se arriesga en la presente obra–, la paz puede ser un motor
potente y capaz de tener la fuerza suficiente para transformar nuestra realidad,
siempre y cuando entendamos que hay que tener una comprensión robusta sobre
dicha paz; pero también, lograr que se lleve a cabo a través de acciones con un áni-
mo contundente y verdadero de construirla a corto, mediano y largo plazo.
La comprensión filosófica de la paz implica la aportación de exigencias críti-
cas y propuestas posibles, aunque siempre imperfectas e inconclusas, para trans-
formar las sociedades violentas –como en las que vivimos– en sociedades de paz.
Comprender y ahondar críticamente para desbrozar la realidad y concebir pensa-
mientos para actuar, resulta ineludible y constituye un imperativo ético y social de
la contemporaneidad. De ahí que nos interese –en un primer momento– ahondar
en la necesidad de pensar la paz desde perspectivas teóricas sólidas de la tradi-
ción filosófica para, con ellas, caminar los rumbos avistados y considerados por los
pensadores y pensadoras a lo largo de la historia.
Exordio
13
Pensar la paz como ideal moral obliga a indagar en los itinerarios reflexivos
realizados en torno a la paz para favorecer la responsabilidad moral en el mundo
que vivimos, y que nos exige habitarlo de manera ética. Investigar la paz desde
una reflexión filosófica implica preguntarse por la forma en que se consolida la
paz –como ideal moral– en todos los contornos humanos y, de manera principal,
en los espacios compartidos con los demás, en donde se supone la satisfacción de
necesidades fundamentales que han de ser saldadas de manera justa para lograr si-
tuaciones pacíficas. Por ello, apreciar y sacar a la luz los posicionamientos en torno
a la paz desde los recursos filosóficos de la tradición, revelan las consideraciones
éticas que han de postularse y reivindicarse ante la supremacía y el imperio de la
violencia. Esto habilita para ver las diversas líneas teóricas que han emergido sobre
el tema de la paz; en tanto, el concepto de paz ha sido descuidado, en un sentido de
abandono: un rudimento poco trabajado y apenas definido con enormes ambigüe-
dades, mientras que el concepto de la guerra ha sido mucho más estudiado y mejor
puntualizado. De este modo, desafortunadamente la paz no ha formado parte de
los conceptos fundamentales de la filosofía; se ha dudado de ella en tanto realidad;
asimismo, se ha revelado que como noción posee sustancia propia (Höffe, 2009:
13). Para describir lo que es la paz, se han utilizado ideas cercanas o epítomes tales
como la armonía o la concordia; sin embargo, no podemos olvidar que el término
paz posee una amplia gama de significados y matices, sobre los cuales –y entre
otros conceptos próximos a éste– ensayamos y exponemos en este libro a través de
sus diversos capítulos.
Por la dificultad misma para encontrar su definición es que en el trazado his-
tórico del pensar de la humanidad se han utilizado metáforas para definir el sig-
nificado de la paz, aun a sabiendas de que ellas pueden dar una vaga idea de su
contenido, el cual muy frecuentemente permanece idealizado y, generalmente, con
una carga subjetiva, ubicándola en un estado etéreo o en un paraíso en donde reina
la abundancia. Comúnmente, se le aprecia en relación con la guerra o la violencia,
por ello se le ve también como un entreacto –a modo de un descanso–, es decir,
como período de recuperación para emprender nuevas guerras.
Palpablemente, muchos pensadores han defendido –a mi parecer errónea-
mente– que el estudio de la paz se ha de hacer a través de dicha guerra. Eso se
debe a que a la guerra se le ha naturalizado a tal grado que no podemos pensarla
sin mirarla como algo ontológicamente propio de las personas. Por ello, es fun-
damental desnaturalizar su presencia en los constructos humanos visibilizando y
posibilitando de la misma forma a la paz. Estamos obligados a señalar igualmente
la existencia de la paz como algo natural; dejar de pensarla como una idea bofa y
boba; como algo inventado, o como una idea sin fundamento en lo real y, por ende,
como algo ilusorio.
14 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Ante los señalamientos justificativos de la guerra, los estudios de paz han in-
sistido en que podemos ser pacíficos o bélicos y no únicamente lo segundo. Es
importante afirmar, categóricamente, a quienes han sugerido la quimera y ficción
de la paz, que ésta es una realidad, y mediante ella se pueden solventar antago-
nismos sin necesidad de recurrir a la guerra como mediación para lograrlo, que,
por lo demás y como explicamos a lo largo del libro, los medios bélicos generarán
fines violentos. Se necesita tejer una red –al modo de la red de las arañas (Lede-
rach, 2007: 130)– como un proceso de creación: reconfigurando, reconociendo y
reconstruyendo espacios relacionales que permitan construir y trascender la injus-
ticia y todo tipo de violencias con las que se fusiona.
Los conflictos se resuelven y transforman –precisamente, para no dar lugar
a la violencia– en un estado de paz, mediante propuestas diversas como el arte de
la discusión, el diálogo, la escucha y la mediación. Todas estas formas y registros
semánticos buscan, al fin y al cabo, y mediante el recurso ético-político de la ima-
ginación, situaciones que se plasman como de paz y justicia, porque “la paz se crea
y se construye con la edificación incesante de la justicia social” (UNESCO, 1986:
46).
Así pues, es fundamental advertir que en el transcurso de todo el caminar en
torno a los estudios de paz, existe una necesidad teórico-filosófica de explicar por
qué no debemos únicamente dirigir nuestras miradas a evitar la guerra–y al cómo
evitarla–; es decir, no hemos de ceñirnos a considerar un sentido meramente ne-
gativo de la paz. De manera principal, debemos de otorgar a la paz un sentido fun-
damentalmente positivo que persiga construir situaciones nuevas inéditas, pero,
sobre todo, de plena realización humana.
Sin duda, el hecho de que prevalezcan los estudios sobre la guerra hace pensar
que la paz es un evento privativo de aquélla; por más que lo que se escriba sobre
la guerra y la violencia sea más atractivo y más prolífico, también es cierto que “la
alabanza o defensa incondicional de la guerra es algo excepcional. Lo que predomi-
na […] es más bien la crítica y la denuncia de los males que acompañan a la fuer-
za y, por implicación, la defensa y el elogio de la paz” (Fernández, 2010: 9). Tales
señalamientos son significativos porque, por lo general, prevalece la idea de que
los tratados sobre la guerra son fundamentales, y tales estudios sobre polemología
sostienen que la naturaleza humana es innatamente violenta.
Estas posturas se apuntalan con teorías heredadas desde la Antigüedad, cuan-
do se aludía a los aurea dicta de la civilización greco-romana, que defendían la vi-
sión de la inevitabilidad de la guerra. Ello ha demandado a los exégetas que se haga
distingos y precisiones que permitieron resignificar y comprender matizadamente
las frases pensadas desde lo bélico. Ya desde Heráclito se estipula que la guerra es
lo común a todas las cosas, y ella funge como padre y rey de todas esas cosas que a
Exordio
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unos los hacen esclavos y a otros los hacen libres (Fernández, 2010: 9). En realidad,
el concepto de guerra en tales espacios narrativos heraclíteos ha de tomarse no en
un sentido literal, sino en un sentido metafórico: de oposición o contraposición. Se
trata de los contrarios como principios o motores del cambio. Sin embargo, estas
ideas se han mantenido en lo esencial, a lo largo del tiempo en la cultura moderna
occidental, y por eso resulta tan difícil y lento aspirar a su transformación y relevo
por otras concepciones que aludan a lo pacífico.
Algunas frases latinas que han quedado grabadas en los imaginarios cultura-
les han sido contundentes y continúan mostrando su fuerza al justificar la guerra.
Todavía en nuestros días las seguimos encontrando como partes argumentales de
propuestas de guerra. Una de las más conocidas señala: si vis pacem para belum
(si quieres la paz haz la guerra); consiste en una afirmación hipotética que busca
como fin la paz, pero utilizando como medio la guerra. Esta propuesta contraviene
–como ya esbozábamos antes– los principios de la paz elaborados por sus teóricos
y estudiosos, quienes han apuntado con fuerza y claridad que la guerra propicia
guerra y genera devastación, pero nunca una paz constructiva. Lo más que podría
lograrse es una paz en la que no haya violencia, una paz negativa que poco ayuda a
la dignificación y edificación de las personas porque suele terminar, por lo general,
en una relación asimétrica de dominio.
Las definiciones positivas de paz incluyen elementos que la definen, atri-
buyéndole contenidos asentados en posturas que la precisan como un estado de
tranquilidad social y de acuerdo al interior de un colectivo humano, de una po-
lis o de una nación, como lo ejemplifica el modelo aristotélico. A partir de este
tipo de polis –que si bien es un ideal concreto pero universalizable y que se realiza
como comunidad–, se siguen otras muchas posiciones y ejemplos con un carácter
de universalidad, como son la universitas cristiana, la sociedad civil mundial kan-
tiana, el internacionalismo proletario de Marx o la universalidad de los derechos
humanos. En medio de estas teorías se dan múltiples matices, pero la paz está pre-
sente en la forja de dichas propuestas, y es lo que permite la consecución comunal
y articulante de esos modelos teóricos.
Se ha aspirado a rescatar el pensamiento pacífico inserto en las diversas apro-
ximaciones que, desde la filosofía política, se han construido, entresacando y bus-
cando en los entramados teóricos algunas de estas cuestiones acerca de la paz.
Sabemos que éste es un ensamblaje en el que convergen diversas disciplinas, como
la antropología, la sociología, la historia, la literatura, la política y, como hemos
dicho antes, los estudios filosóficos que se apoyan en la ética. La cantidad de dis-
ciplinas complejiza el estudio de la paz, además de que, en muchos casos, las re-
flexiones son implícitas y van de la mano de otros temas que los filósofos intentan
desbrozar.
16 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Podría pensarse que, con los avances de todas estas ciencias, con el conoci-
miento y con las sapiencias tecnocientíficas, los conflictos se superarían con ma-
yor comprensión y mayor juicio, evitando así situaciones de violencia. Nada más
alejado de la realidad. Aceptar, por razones diversas, las situaciones que generan
violencias estructurales y culturales eluden seguir reproduciendo viejos vicios y
generando otros nuevos. Intentar la búsqueda de soluciones a los conflictos obliga
a pensar de manera alternativa y creativa, lo cual implica ser conscientes de las po-
sibilidades de transformar la realidad y de ver y analizar los modos para adquirir
esos cambios, ponderando que podemos hacer las cosas de otra manera, a través
de la creación de otros paradigmas interpretativos y de otros modelos.
Evidentemente, no podemos obviar la injerencia que los modelos económicos
a gran escala han tenido en este tema, y que han impulsado la debacle actual plaga-
da de situaciones de violencia –sea como violencias explícitas o desde las violencias
soterradas–. Muchas de ellas han dado lugar a las nuevas guerras y a nuevas formas
de violencia. Ésta se infiltra en las comunidades y en grupos específicos que se han
convertido en botines de dichas violencias. Así lo han sido las mujeres, los migran-
tes y los grupos marginados económicamente, que han instaurado el eje de lo que
son esas “nuevas guerras” (Kaldor, 2001, passim), que componen las nuevas formas
de violencia organizada y florecida con fuerza en los procesos de globalización. És-
tas implican que las distinciones entre lo que es la guerra –generalmente, definida
como la violencia motivada por razones políticas sea entre Estados o entre grupos
políticos– se hayan ido desdibujando. Hoy día la violencia y la guerra adquieren
nuevos visos; se aproximan al crimen organizado, cuyas motivaciones son particu-
lares, pero en general se orientan por el beneficio económico.
Tales formas de violencia son ejercidas por grupos organizados que han re-
producido violaciones de los derechos humanos de manera ampliada (Kaldor,
2001: 15-16). Como efecto, muchos habitantes de poblados son desplazados, for-
zados y sometidos por regímenes de terror, de guerra y de diferentes formas de
violencias –como la pobreza–; que sufren amenazas que despliegan esas nuevas
guerras en el mundo.
En general, quienes padecen los fenómenos de violencia son los ciudadanos en
exclusión; los miles de desplazados que existen por las exigencias del gran capital, sea
minero, agrónomo, de narcotráfico o de intereses militares. Todas las modalidades
de la violencia han expoliado gran cantidad de territorios, generalmente, de países
empobrecidos; han suscitado inmensos problemas y conflictos que no pueden ser
resueltos entre los pobladores. Esto ha dado lugar a violencia de todo tipo: desde la
directa hasta la estructural; al impulsar a las poblaciones a migrar por el radical em-
pobrecimiento. De ahí que indefectiblemente los estudios de paz han de replantear
de manera infatigable sus elementos de estudio, dada la existencia de la enorme can-
Exordio
17
tidad de transformaciones que día a día van surgiendo en los diversos escenarios en
los que la humanidad se desarrolla, y que plantean peligros graves para ella. La mani-
festación de nuevas amenazas socio-ambientales, por ejemplo, aparece formalmente
en los estudios y la investigación de y para la paz en su versión contemporánea, por-
que han reproducido enormes situaciones de violencia.
La numeralia de las atrocidades vividas desde hace varios años en México da
cuenta de las condiciones violentas en las que, en los últimos 18 años se contabili-
zan cerca de 235 000 ejecutados, 40 000 desaparecidos, 250 000 desplazados, 20 000
cadáveres no identificados y millones de migrantes2. Este escenario nos hace pen-
sar que “todo es posible” (Arendt, 1987: 656), y que por ello es urgente pensar de
otra manera para intentar erigir de algún modo, situaciones de paz.
Estas tendencias han redundado en el plano conceptual, en el cual se ha pro-
fundizado, revisado y replanteando el concepto de paz; sobre todo, ha impulsado
la búsqueda de soluciones en todos los flancos, incluyendo el académico que ha de
insuflar contenidos para urgir cambios en nuestra sociedad.
Además de todas estas evidencias innegables en los diferentes perfiles de la
violencia, los abundantes escenarios de precariedad constituyen igualmente ex-
presiones violentas y un fértil caldo de cultivo de esas guerras de nueva factura.
Sabemos que los marcos en los que las sociedades contemporáneas se encuentran
situadas se ciñen, de manera casi indudable, a un sistema productor de explota-
ciones y violencias múltiples que se patentizan en perfiles comerciales. Todo, in-
cluidas las personas, se convierte en commodities, con las que se trafica con lo más
valioso: con la mismísima integridad de las personas que son vendidas, usadas y
mercantilizadas en acciones que se han ido asentando en el mundo, como es el caso
de la trata de personas (García-González, 2010b). Todas estas acciones constituyen
una realidad de múltiples y heterogéneas violencias cuyos matices varían, pero que
contienen elementos constantes y comunes. La amenaza sobre las personas cuya
dignidad es atacada, así como los impedimentos que paralizan la realización de la
libertad y la construcción de las propias identidades, hoy día establecen realidades
de presencia devastadora constante. Estas violencias no materiales, sumadas a las
violencias que sí son materiales (como las que no nos permiten sobrevivir porque
limitan la alimentación, el acceso a una vivienda, a tener vestido, a la salud, a la
educación) cancelan la posibilidad de las personas de habitar el mundo de ma-
nera digna y, por ende, humana. Por ello, es fundamental abordar esta cuestión.
Si las personas “existen como fines en sí mismos” (Kant, 2003: 48) –defendiendo
así el imperativo práctico– significa que la negativa a ser utilizados siempre como
medios es una transgresión a la ley moral. La dignidad excede con mucho a los
2
Estos datos pueden variar, son cifras aproximadas porque prevalecen las cifras negras y no ofi-
ciales, sin embargo, gran cantidad de estudiosos y de ONGs concuerdan grosso modo, en estas cantidades.
18 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
objetos: los desborda, y sus cualidades son infinitamente superiores a ellos. Evi-
dentemente, la dificultad de definir lo que es la persona es un problema porque
“nada que lo expresa lo agota, nada de cuanto lo condiciona lo sojuzga” (Mounier,
1984: 7), con lo cual, hacerse como persona implica la autocreación, la comunica-
ción con los demás y la relación con ellos. La existencia personal resulta paradójica
dado que es preciso conquistarla de manera incesante, y únicamente lo lograremos
en relación con los otros de manera conjunta y comunal, acometiendo el bien mu-
tuo; esto se dificulta con las presencias de la violencia. La intencionalidad humana
se evidencia en estas situaciones, buscando superar lo dado y trascender lo que
vivimos hacia algo mejor mediante las acciones que nos disponen a la excelencia,
tanto personal como grupal. De ahí que la vida de las personas penda sobre el por-
venir y desde él sea posible pensar en ese todavía no que nos da la esperanza.
De este modo, las investigaciones y los estudios sobre la paz han ido adqui-
riendo una condición especial en tanto que instauran un campo de estudio cien-
tífico en los marcos académicos. Dichos estudios, desde hace más de 70 años, han
sido impulsados por actores políticos que, después de la segunda conflagración, y
de la creación de entidades supranacionales como la Organización de las Naciones
Unidas (ONU), aspiraron a prevenir nuevos enfrentamientos a través de diferentes
estrategias. Una de ellas fue precisamente la institucionalización de las investiga-
ciones y estudios sobre la paz. Sin embargo, hoy vemos la absoluta insuficiencia de
sus acciones en torno a la paz, y la serie de complacencias respecto a este tema. Por
ello, no nos está permitido desfallecer. Debemos continuar impulsando la presen-
cia de estas ideas, haciendo que permeen en la sociedad, para urdir nuevas formas
en las que las sociedades tengan presentes los conceptos básicos en torno a la paz y
su construcción. Desde esa conciencia se han de posibilitar acciones patentes que
modifiquen la realidad en la que nos encontramos asentados.
3
El trabajo realizado por María Concepción Castillo González es de enorme relevancia; en
su protocolo de investigación doctoral abordó el tema que más adelante desarrolló en el capítulo “La
cultura de paz como meta principio y cuidado”, publicado en el libro Razones para la paz (García-
González, 2017b: 46-51).
4
Galtung ha señalado tres tipos de violencia: la violencia directa que es la explícita, la es-
tructural que es la que se ubica en las instituciones y en las estructuras sociales y la violencia cultural
que se encuentra situada en los espacios culturales, en los imaginarios simbólicos. Es importante
señalar que las estructuras se vinculan de manera importante con los sistemas económicos, de éstos
dependen tales estructuras y las violencias que generan. La mala distribución económica produce
violencia. Por ello, Galtung insiste en que tal violencia se produce cuando no se satisfacen las necesi-
dades básicas, y éstas en gran medida dependen de sistemas económicos injustos.
20 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
La paz está imbricada con las acciones que las personas llevamos a cabo. Estas
acciones tienen implicaciones de carácter moral e involucran a los sujetos de ma-
nera individual, pero también a los grupos en los que esos sujetos están inmersos
y con quienes coactúan en espacios compartidos. Las acciones éticas se involucran
inexcusablemente con la dignidad de las personas y, por supuesto, consideran el
impacto que tienen dichas acciones en tanto libres y en relación con los otros. Des-
de ahí resulta fundamental analizar la responsabilidad que tienen tales acciones y
por qué resultan apreciables para la paz. De este modo, no podemos obviar decir
que el sustento de la paz es la ética y desde ahí insistir en que la paz ha de pensarse
como ideal moral. Éste es el empeño de estudio que buscamos explicitar a lo largo
del presente libro.
Pensar en el ser humano significa aludir a lo que somos y a lo que hacemos; esto
porque lo que hacemos con nuestras acciones éticas es lo que nos define como per-
sonas. Por ello, llegar a ser lo que debemos ser se logrará a través de acciones éticas:
ellas son lo que nos realizan a plenitud. Si vivimos en un mundo violento es porque
las acciones humanas así lo han construido, de modo que siempre existe la posibili-
dad –por compleja que se plantee y aun en el peor de los escenarios– de poder modi-
ficar esta situación. De ahí la relevancia de comprender la ética en tanto compartida
por personas relacionadas entre sí, como realidad siempre presente en la vida huma-
na que nos impulsa a transformar las condiciones y las realidades (García-González
y Trasloheros, 2007: 13). La ética al inspirarse y responder a la pregunta socrática de
cómo vivir da cuenta de la posibilidad de realización humana en lo que somos como
personas, buscando a toda costa resguardar el valor que poseemos; es decir, la digni-
dad que nos caracteriza y que, al defenderse afirma, a la par, la paz.
De este modo, los conceptos éticos de persona y de dignidad son fundamenta-
les para los estudios de paz, y van siempre mutuamente imbricados. Lo que es una
22 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
persona se debe a que posee una dignidad insoslayable y que sin la paz no aparece
ni se logra; gracias a dicha paz, la dignidad mantiene una especificidad relacional
y dinámica con los demás. Las acciones de las que tenemos capacidad son las que
vertebran lo que somos y lo que hacemos, siempre en vínculo común erigiéndonos
de manera integral. Sin embargo, de igual modo, es posible que nuestras acciones
–cuando son lastimosas y violentas– nos hagan caer en estratos de inhumanidad.
Lo humano y sus objetivos muestran la posibilidad de realizarnos a plenitud; de
configurarnos y edificarnos con los demás en una búsqueda de nuestra perfección
y la realización mutua en el bien común. Por ello, la ética es nodal para la construc-
ción de la paz con la exigencia de la superación de la violencia, y está subsumida y
apuntala todo el andamiaje teórico de los estudios de paz.
El mundo que compartimos con los demás constituye nuestro espacio vital
más importante: es el espacio en el que vivimos, nos hacemos, nos relacionamos, y
en el que posibilitamos o cancelamos oportunidades y ocasiones de una vida dig-
na. Ahí se juega la posibilidad de vivir pacíficamente; para ello, es preciso lograr
una vida virtuosa y generar valores a través de cuya búsqueda el género humano
obtiene una articulación mutua con los demás, en tanto nuestras experiencias son
siempre intersubjetivas. La dignidad de la humanidad es reconocida explícitamen-
te cuando se define a la persona y muestra su característica en la intencionalidad
relacional, de ahí que tengamos que considerarnos siempre en interacción siempre
con los demás para hacernos mejores, unos y otros. Así nos hemos de edificar en
mutua vinculación a través del reconocimiento; modelándonos recíprocamente
con los otros: sólo así alcanzaremos la excelencia y la humanización.
Esta propuesta de intersubjetividad común aparece desde los griegos y des-
pués con los latinos quienes pensaban que la relación solidaria con los demás era
fundamental. Así lo afirma Cicerón cuando dice que nada es más glorioso ni tiene
mayor alcance que la solidaridad entre los ciudadanos. Esa especie de alianza y
comunidad de intereses, así como el afecto real que existe de los bienes y los ma-
les, es lo que enriquece la vida en común (Cicerón, 2002). Así, las personas somos
las forjadoras de nuestro propio existir y el nivel que alcancemos dependerá de
dichas acciones en un marco común. Esto es lo que revela la dimensión ética de la
vida humana en busca siempre de un sentido comunal y pacífico, en un marco de
acciones éticas ennoblecidas y virtuosas. Así lo declaraban Sócrates y Aristóteles
cuando sostenían que “no es el vivir lo que ha de ser estimado, en el más alto grado,
sino el vivir bien” (Platón, 1974, §48a: 227); ese vivir bien implica una vida en paz
con los demás. De igual forma “hemos, pues de considerar en qué consiste el vivir
bien y de qué manera hay que conseguir esto” (Aristóteles, 1973: §1105, 1214a),
y para ello la reflexión filosófica ha favorecido a pensar en esos quienes y en los
cómo, pero es claro que no es admisible separarse de un actuar pacífico. Esos fines
dan sentido al actuar mismo y se acrisolan como ideales morales.
Exordio
23
El capitulado de este libro discurre a través de diversos temas que vamos des-
plegando siempre con el hilo conductor de los estudios de paz y desde sus referen-
tes teóricos más relevantes, como han sido Johan Galtung, John Paul Lederach,
Francisco Muñoz, Vincent Martínez, Francisco Jiménez Bautista, Xabier Etxebe-
rría y muchos más. Todos ellos se van entretejiendo con los análisis y formulacio-
nes de filósofos y filósofas múltiples que, desde sus tiempos y espacios, trazan sus
miradas con las que abrevamos nuestras propuestas, como hemos asentado antes.
Aludimos a ellos a partir de las temáticas específicas que se van planteando y que
nos interesa destacar siempre desde acercamientos a los asuntos sobre la paz.
Entonces, la composición general del libro –configurada en cuatro capítulos–
busca ubicar la importancia de pensar la paz desde la tradición filosófica, por toda
la riqueza que emana de lo pensado por los autores a lo largo de la historia del
pensar filosófico. De ellos entresacamos –hermenéuticamente– algunos rubros
esenciales de la filosofía de la paz que tienen como propósito básico comprender lo
común y proponer una ética de la paz que funja como horizonte para la acción en
los marcos de la utopía y la esperanza.
En el capítulo primero –“La necesidad de pensar la paz desde la tradición filo-
sófica”– comenzamos planteando, con la ayuda de los pensamientos de Aristóteles
y Cicerón, la importancia que tiene la paz para pensar lo común. Más adelante, en
el segundo inciso, nos aproximamos a algunos modos de entender la paz en tanto
necesidad humana, tal como lo planteaban Erasmo y Vives.
La responsabilidad adscrita a la paz impacta sobre la cultura y la política –con-
tenido del tercer inciso del capítulo uno–, como se ha podido probar a lo largo del
caminar humano, y así lo mostraron, entre otros autores, Lutero y Moro. El prime-
ro de ellos nos ayuda a pensar el tema de la paz en relación con un orden social y a
costa del precio que sea inevitable pagar para mantener ese orden: es una exhorta-
ción sobre la paz que comprende injusticias. Mientras que Moro postula un ideal
pacífico en la demanda de la comunidad política y su ideal utópico, cuestiones que
se erigen en la justicia en tanto esta última se exhibe como norma reguladora de
la vida de la ciudad. Estas premisas de carácter político-culturales se abordan en el
tercer apartado de este capítulo inicial.
La propuesta kantiana no puede dejarse de lado al hablar de la paz, como se
estipula en el cuarto inciso del capítulo primero. Ante la destrucción del mundo,
se propone una paz sin treguas, concibiendo la guerra como inaceptable desde un
punto de vista ético –así se despliega en el inciso cuarto del primer capítulo–. La
paz perpetua se considera como el más alto bien político hacia el que debemos ir
26 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
5
En este libro se adopta el concepto de “noviolencia” escrito en una sola palabra, aunque
suele escribirse como “no violencia”, es decir, separando las dos palabras, o también con un guion “no-
violencia”. El concepto noviolencia fue postulado por Aldo Capitini, quien pretendía que la semántica
del concepto no fuese tan dependiente del término fuerte ‘violencia’ y quería resaltar la importancia de
que la noviolencia se identificara con una concepción humanista, espiritual y abierta de las relaciones
humanas conflictivas. La utilización de noviolencia se debe a que pretendemos que la terminología, las
tipologías y las herramientas de análisis dejen de asociarse al paradigma de la violencia y a las epistemo-
logías que están en su base para así facilitar que las nuevas categorías, metodologías y epistemologías
de los Estudios de paz adquieran relevancia. Con la noviolencia se busca preservar la vida con dignidad
con lo que se implica una tarea de humanizar a la humanidad. La noviolencia se identifica como una
forma de práctica ético-socio-política y así como un conjunto de estrategias y procedimientos que con-
forman una apuesta teórica y una doctrina. Éstas hoy día se identifican con ciertas experiencias histó-
ricas tales como el proceso de independencia de la India, la caída del Muro de Berlín, la separación de
la antigua República de Checoslovaquia o el desplome del Apartheid. Asimismo, se asocian con ciertos
personajes históricos como fueron Gandhi, Luther King y Nelson Mandela. Todos ellos constituyen
modelos o patrones generales de comportamiento que se alejan de otros modelos teórico-políticos li-
gados al paradigma hegemónico de la violencia. Se trata de un programa constructivo y abierto de tipo
ético-político, social y económico de emancipación en el que se pretendía, al máximo de lo posible, re-
ducir el sufrimiento humano. No se trata de una forma de consentimiento y asentimiento socio-políti-
co, como un acatamiento callado o una mera servidumbre voluntaria. Sus tipologías van desde el boicot
y no cooperación hasta la desobediencia civil y las más amplias formas de resistencia. La noviolencia
busca la humanización de la política (López, 2004: 783-795).
28 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Como quinta y última parte del tercer capítulo, se consideran las paces que se
van edificando y plasmando en las circunstancias vividas y que no siempre apare-
cen de manera atronadora ni escandalosa, como se advierte en el inciso quinto del
mismo capítulo tercero. Muchas de esas paces son silenciosas, que hemos de ver y
escuchar atentamente; se van tejiendo gracias al reforzamiento de las tramas co-
munes; urdimbres que se trenzan por una vocación de los interlocutores en pos de
la paz, aun en medio de situaciones de extrema violencia. Son las hebras que pode-
mos rescatar vívidamente como filones de paz aún en un maremágnum violento y
que, como las arañas, construyen redes de comunidad y ayuda. Así lo ha mostrado
Juan Gutiérrez con su proyecto Hebras de paz viva, que refiere a un tejido hecho
con restos que han quedado de ambientes desgarrados y, en donde esas hebras dis-
ponen una reconstrucción del tejido cercenado por la violencia. Son acciones ge-
nerosas, pero también insumisas que, como paces positivas, logran marginar los
enconos y resentimientos de las paces negativas mediante acciones o engarces de
vida que urdimos imaginativamente los seres humanos para apoyar a otros y ellos
a nosotros. Esas acciones se establecen como puentes de vida que invocan a la jus-
ticia y que restituyen la urdimbre social, apareciendo posibilidades de cambio en
esas hebras que se encuentran en los pliegues de la violencia.
Finalmente, el cuarto y último capítulo –“Paz y esperanza en tiempos oscu-
ros: utopía como acción”– cuenta con dos apartados, en donde en el primero em-
prendemos reflexiones sobre lo utópico y las proyecciones de un mundo mejor. El
segundo defiende el carácter procesal de la paz desde el actuar con esperanza. A
partir de estos lineamientos, la paz se apresta mediante acciones vivas que proyec-
tan situaciones diferentes y mejores, por ello no se presume ni se piensa que lo por
venir es inacción, ni se trata de una paz indolente o apática. Ella es activa y se afana
por reivindicaciones plenas de esperanza para hechuras nuevas y por ello es que, si
se comprende esta vocación, será posible divisar y viabilizar utopías reales.
Este capítulo se aboca a considerar a la paz como una utopía y a esta última en
tanto acción que mueve a la generación de cambios en los espacios que habitamos.
Es una invitación a reflexionar sobre las posibilidades de proyectar y confeccionar
otros modos y posibilidades de vivir, ante las dificultades que entrañan las relaciones
humanas. Así, pensar la paz como ideal moral nos apresta para esperar otros atisbos
posibles para tener acceso y buena acogida a los terrenos de la paz. Aun con todas las
sospechas y reticencias que existen en algunos ámbitos filosóficos para aceptar la es-
peranza y la utopía –como recursos para pensar otro modo de ser–, a lo largo de esta
investigación se defiende su pertinencia. Ambas –esperanza y utopía– se entreveran
mutuamente desde la imaginación ética y en pos de ideales morales.
Mucho se ha escrito sobre estas encomiendas, como se refiere en la narra-
tiva del texto, al hacer un recuento de algunas vertientes que hemos heredado y
30 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
han impulsado esta línea teórica. Una de las vetas buscadas ha sido la constante de
la paz. Esa paz como utopía expresa la necesidad de formular un ideal regulativo
con la vocación de aprehender permanentemente la paz como única posibilidad
de acercarnos a la erradicación de la violencia y la guerra (Pereda, 1996: 82-83). La
paz es entonces –como se ratifica y defiende a lo largo del libro– el ideal regulativo
que dirige las acciones y da cuenta de la exigencia de nuestra moralidad. El ideal
moral de la paz significa hablar de un ideal que conlleva el deber de lograrlo y, por
ello, se diferencia de ser un concepto meramente utópico; es entonces, un mandato
irrevocable y un ideal irrenunciable (Santiago, 2004: 226).
Este ánimo de pensar que la paz es posible porque al fungir como ideal moral
siempre impulsa hacia un modo de acontecer que se va haciendo, en un aún no –
dicho con Bloch–, pero a modo de proyecto continuado en los marcos de una uto-
pía posible y realista. De ahí que pensemos que es acertado y oportuno pensar en
la utopía, en tanto existe la esperanza que como principio nos postula lo aún por
venir y lo asequible que todavía no es. La esperanza en su situación potencial revela
y cimenta la paz en tanto situación posible, y emancipando a los actores, resguar-
dando y protegiendo su dignidad y promoviendo formas de propiciarla y apoyarla
ante situaciones de violencia.
Así, la esperanza nos presenta como posible algo deseado con una cierta con-
fianza y con una posibilidad plausible de lograr situaciones que resultan mejores,
porque no hay nada más humano que traspasar lo existente (Bloch, 2014: 209). La
utopía es una filosofía de la esperanza dado que esta última se requiere para cual-
quier intento de cambio en la sociedad. Los peligros que han señalado muchos crí-
ticos de la utopía miran al riesgo que conlleva apelar a éstas, en tanto han existido
ejemplos en los que se han trastocado las intenciones originales de cambio. En vez
de lograr la libertad buscada y situaciones mejores de vida para todos, se consuma-
ron imposiciones que cancelaron dicha libertad; así, muchos autores consideraron
la utopía como ideología. Pero incluso con las utopías caracterizadas por sus des-
engaños, no podemos revocar la posibilidad de toda utopía. Las utopías ofrecen
opciones, caminos y recursos que iluminan –por y con la imaginación– a aquellas
realidades que son inadmisibles. No deben anularse e inhabilitarse posibilidades
para vislumbrar y buscar acciones de salida a realidades invivibles por violentas e
injustas. Es precisamente la conciencia de incompletud y la falibilidad lo que incita
a que seamos seres esperanzados y es lo que nos permite abrir los horizontes fu-
turos que promueven la acción. Con dicha acción realmente es posible desplegar
y operar verdaderos cambios que, aunque apenas y pueden realizarse, se trata de
lo todavía-no-acontecido en plenitud; esos cambios brindan siempre posibilidades
que nos ofrecen esperanzas. Este proceso es apertura y tendencia hacia un futuro
todavía-no existente, de ahí la relevancia de la razón utópica que intenta descubrir
huellas anticipatorias de libertad, armonía y justicia.
Exordio
31
La acción se postula como uno de los elementos centrales para erigir la paz,
porque es necesario que nuestros pensamientos vayan atravesados de un impulso
que debe trascender aquello desdeñado por injusto e indigno, para plasmar con
acciones posibles una praxis que recaiga en los ámbitos humanos deseables.
Con todo y que sabemos que estamos haciendo el camino que evidencia nues-
tra finitud y nuestra transitoriedad, aun así, nuestras pretensiones –en su incesante
incompletud– no pueden ni decaer ni desertar. De ahí la relevancia de pensar la
paz como ideal moral a modo de trayecto trazado y a manera de continuum en aras
de realizarlo como algo bueno, en tanto mandato ante el cual no podemos decaer.
Su carácter procesual nos obliga a hacer una búsqueda que identifique su anda-
miaje para desde ahí elaborar aproximaciones siempre inconclusas e imperfectas,
pero siempre como posibilidades reales.
El epílogo que cierra este libro recoge las preocupaciones que dieron lugar a
tantas inquietudes –como hemos mostrado– sobre el tema de la paz, con el con-
vencimiento de que la paz puede fungir como ideal moral o ideal regulativo al
orientar nuestras acciones comunales hacia ese mandato inapelable. Sin embargo,
como ahí se suscribe de manera patentemente manifiesta, quedamos en falta en
torno a temas que dejamos sin abordar y que merecen ser trabajados –indefec-
tiblemente– desde las reflexiones en torno a la paz. Son cuestiones enormes que
seguramente ocuparán nuestros esfuerzos investigativos en el futuro, a saber, los
temas de mujeres y paz y de decolonialidad y paz. Ellos no han sido, ni podrán ser,
asuntos factibles de dejarse de lado, al ser ejes monumentales por la importancia
de su gravedad y por los daños que siguen sufriendo grupos numerosos de seres
humanos. Por ello, deben afrontarse, abordarse y acometerse con toda la energía.
Las violencias que sobre ellos se esgrimen deben ser canceladas sin ningún tipo de
condescendencia y estudiados desde la mirada de los estudios de paz.
El mandato irrevocable del ideal moral de la paz ha de ser una constante ética
en marcos comunes que exigen acciones patentes de construcción de paz y de pa-
ces con un carácter positivo. Sólo así podremos trasformar el mundo en un espacio
de vida justa y encumbrante.
Desde la filosofía de la paz, este libro pretende ser un exordio a pensar la paz
como un ideal moral con sus elementos centrales y con aquellos que plantean deri-
vas posibles de lograr; estas posibilidades evidencian que la escritura siempre está
en curso y, por ende, siempre en persistente transformación.
Como en todas las actividades humanas –y la escritura de un libro no es la
excepción–, siempre se involucran actores y voces que acompañan a quien efectúa
la tarea de plasmar las ideas construidas en red y los diversos cauces que resultan
del trabajo compartido. La generosidad de colegas y amigos que han coincidido en
tiempo y lugar en la búsqueda de este ideal moral de la paz, así como la confianza
32 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
en las posibilidades de un mundo mejor, todo ello ha impulsado –en los últimos
años– a reforzar y refrendar mi ánimo para seguir adelante estudiando, argumen-
tando, conjuntando y postulando nociones y esbozos conceptuales que instan a no
decaer en divisar posibilidades de situaciones de paz.
Algunos hilos de todos los que se conjuntan en este texto fueron realizados
como ponencias, conferencias y textos presentados en diversos foros universitarios
nacionales e internacionales. Al elaborarlos, a la par de la hechura de este libro, se
fueron entretejiendo con los entramados temáticos de este último, enriqueciendo
sus contenidos de manera muy manifiesta.
Muy significativo ha sido el apoyo magnánimo y lleno de confianza que siem-
pre me ha brindado el profesor Dr. Johan Galtung, quien en sus viajes a México
nos regaló invariablemente parte de su tiempo, sus ideas y reflexiones, con un áni-
mo amistoso. Su vitalidad y entusiasmo han influido sobre nosotros, en el Tecno-
lógico de Monterrey, desde hace ya casi una década. Su afable y vigorosa presencia
entre nosotros nos marcó de manera indeleble para seguir adelante con los estu-
dios de paz. La Universidad Transcend y el representante en América Latina de
ésta y del profesor Galtung, el Dr. Fernando Montiel, han tenido un papel central
y definitivo para quienes hemos estado inmersos en estos estudios desde hace ya
varios años. Gracias a su compromiso y dedicación hemos podido publicar libros y
manuales, y hemos organizado coloquios, congresos y encuentros que, sumados a
los trabajos de la Cátedra UNESCO en Ética, Cultura de Paz y Derechos Humanos
y al doctorado en Estudios Humanísticos del Tecnológico de Monterrey, con sus
profesores y alumnos, han dado frutos de inmensa riqueza. Todos juntos, profeso-
res, investigadores, alumnos de pregrado y posgrado, colegas de otras instituciones
educativas y grupos activistas, todos juntos y sumando esfuerzos, hemos procu-
rado impactar en la sociedad mexicana para que viva con justicia lo que humana-
mente le es propio: la paz.
Esta investigación –sobre todo en sus inicios– pudo hacerse gracias al se-
mestre sabático otorgado por el Tecnológico de Monterrey en el semestre agosto-
diciembre de 2013, que llevé a cabo en la Universidad de Deusto. En esa misma
ciudad de Bilbao conté con el apoyo del hoy extinto centro Bakeaz y algunos de sus
miembros que fueron interlocutores y guías valiosísimos para enriquecer mis re-
flexiones. Asimismo, una estancia breve en la Universidad de Granada favoreció e
impulsó esta investigación al brindarme un espacio de trabajo y abundantes recur-
sos bibliográficos en su Centro de Estudios de Paz, en el otoño de 2016. En aquél
momento recibí el apreciable apoyo de colegas de ese Centro y establecí relaciones
académicas y de amistad con algunos de ellos. Desde entonces, estos lazos han
persistido y han permitido continuar nuestras redes como constructores de paz.
Gracias al inestimable apoyo y paciencia de Francisco Jiménez Bautista es que este
volumen ha podido ver la luz desde tierras españolas.
Exordio
33
ahí que deba defenderse el ánimo de impulsar esta vertiente de los estudios de paz
desde las trincheras de la filosofía.
Ciertamente, las construcciones y reflexiones que hagamos sobre la manera
de transformar las cosas hoy –en cuanto a situaciones bélicas y de violencia– res-
ponderán a la realidad actual. Las nuevas guerras y las noveles formas de violencia
plantean todas estas dificultades en sus expresiones violentas, matizando –como
señala Kaldor (2001)6– lo que anteriormente se pensaba que era la guerra. Las vie-
jas guerras se conformaron entre los siglos XV y XVIII; hoy nos son bastante leja-
nas, no sólo por el tiempo sino por las maneras como aparecen en los escenarios
del mundo en general. Las rebeliones y las guerras de guerrillas solían calificarse
como guerras irregulares; no se les consideraba como guerras propiamente dichas,
sino que más bien se les adjetivaba como levantamientos, insurgencias o conflictos
de baja intensidad. Ahora, los dirigentes políticos siguen considerando a la violen-
cia en un marco de seguridad (Kaldor, 2001: 31), y es por ello que actúan ante las
diversas expresiones de violencia como si se tratara de guerras explícitas7. Dicho
tono impulsaba esas acciones, siguiendo la voluntad de un Estado que quería de-
mostrar quién mandaba, y viendo –casi exclusivamente– por sus intereses. Estas
acciones, cuya apropiación era hecha por el Estado, son las que Clausewitz (1999)
define como guerra. Por ello es que, a partir de dicho modelo, las reivindicaciones
de ciertas causas justas por parte de agentes no estatales resultan ilegítimas. En
este escenario, el Estado continúa teniendo una fuerza concentrada, pero las cosas
cambian cuando su centralidad se disloca, dando lugar con ello a otras acciones
bélicas igualmente violentas.
Esas nuevas guerras manan en contextos de una enorme erosión del Estado
y su autonomía, así como del desdibujamiento de su existencia acompañado de la
mengua del monopolio de la violencia legítima. En ese sentido, las nuevas guerras
forman parte de un proceso similar a aquellos por los que evolucionaron los Esta-
6
Mary Kaldor –en su libro ya clásico– Las nuevas guerras. Violencia organizada en la era
global, señala que las llama nuevas porque en ellas se desarrolla un nuevo tipo de violencia organizada
(sobre todo alude al inicio de las décadas de los ochenta y noventa); esta forma de violencia es propia de
las era de la globalización. “Utilizo el término ‘nueva’ para distinguir estas guerras de las percepciones
más comunes sobre la guerra procedentes de una época anterior […] El término guerra lo empleo para
subrayar el carácter político de este nuevo tipo de violencia, pese a que, […] las nuevas guerras impli-
can un desdibujamiento de las distinciones entre guerra (normalmente definida como la violencia por
motivos políticos entre Estados o grupos políticos organizados), crimen organizado (la violencia por
motivos particulares, en general el beneficio económico, ejercida por grupos organizados privados) y
las violaciones a gran escala de los derechos humanos (la violencia contra personas individuales ejerci-
da por Estados o grupos organizados políticamente)” (Kaldor, 2001: 15-16).
7
Ejemplos claros de lo anterior, son las acciones de los gobiernos mexicanos desde 2006,
que atacaron con el ejército a grupos delincuenciales o a movimientos civiles, con la intención de
doblegarlos.
38 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
como apuntaron con claridad los filósofos griegos. Aristóteles considera necesa-
rios los bienes básicos para la vida en comunidad, dando cuenta de su relevancia
para la existencia completa –y feliz– de los seres humanos. Estos bienes son ins-
trumento para la felicidad, aunque deben acotarse siempre con relación al fin que
persiguen y que está en la administración doméstica de la polis (Aristóteles, 1973:
§1257a). Esta riqueza no debe confundirse con aquella –la crematística– que no
es natural y que deriva de la técnica, generando situaciones de violencia. La cre-
matística como tal no satisface las necesidades del ser humano, sino que va más
allá, creando situaciones de violencia fundamentalmente hacia afuera de la polis,
mediante la guerra hecha hacia otras ciudades-Estado. La primera forma de rique-
za (la de los bienes básicos) es limitada, porque busca satisfacer las necesidades
humanas, sin embargo, la segunda (crematística) (§1257b) no tiene límites.
La satisfacción de las necesidades básicas en Aristóteles aspira a una vida bue-
na (Aristóteles, 1973: §1257b) e implica acciones de coraje, el cual, como virtud
ciudadana, se realiza siempre en beneficio del bien común al exigir indefectible-
mente la presencia de la justicia. De este modo se revela la armonía y las relaciones
entre las igualdades y las desigualdades ad intra de la sociedad. El ciudadano grie-
go justo observaba la ley en términos de igualdad, promoviendo una distribución
equitativa para proteger la felicidad de la comunidad. La relación común lograda
mediante las virtudes permite el alcance de dicha justicia y, por ende, la felicidad
y bien común (que para Aristóteles tiene sus acotaciones, porque no todos parti-
cipan como ciudadanos). Este entramado se constituye como el fundamento de
la política. Así, en ella la felicidad depende de la virtud y ésta, al mantener el justo
medio –tan defendido por el estagirita en su ética– hace que haya moderación en
la obtención de los bienes materiales, sin generar daño a los otros. Por ello, la vida
feliz es lograda por aquellos que defienden la ética con tintes siempre comunita-
rios, de ahí que la polis se realice de manera común desde los individuos, quienes al
realizar lo compartido se realizan a la vez a sí mismos.
Aristóteles (1973) entiende la guerra en gran medida como una violencia justi-
ficada que implica castigos justos y necesarios que, aunque los hombres parten de la
virtud, sin embargo, pueden ser necesarios, no obstante, no se desean para nadie, y
afirma que “sería preferible que ni el hombre ni el Estado tuvieran necesidad alguna
de estas cosas” (§1332a). Únicamente sería aceptable una guerra en aras de la paz,
es decir, se lleva a cabo la guerra y luego se alcanza la paz de manera causal. Así, la
guerra defensiva sería justificable para impedir que se esclavice a los ciudadanos a
manos de otros (§1333b), y de ahí la ponderación del entrenamiento militar en la po-
lis. La defensa del Estado y la esclavización son dos razones que justifican tal guerra.
Desde esta perspectiva aristotélica, la guerra aparece fundamentalmente
como defensiva, aunque hay que aceptar que emerge por un ánimo de dominio
40 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
que se sustituía más frecuentemente la paz era el de securitas, en tanto que asegura-
ba la paz cuando se mantenía dicha seguridad territorial.
Una guerra requería de legitimación en el ámbito religioso, cuando era de-
clarada con todas las formalidades –que apuntaban a la conveniencia utilitaria–, y
era cuando quedaba bajo la protección divina, y dentro del ámbito político. En ese
sentido, tenía que ser piadosa y justa, respectivamente justificando en beneficio
propio dicha guerra y convirtiéndose en la ejecución del derecho. La victoria se
acompañaba con una acción de gracias y siempre era ante una instancia política
configurada y se establecía con una iusta causa belli que justificaba la declaración
de guerra.
Ambas –la guerra y la paz– representaban instrumentos al servicio de la uni-
dad y la hegemonía del pueblo romano; la primera servía de modelo legítimo de
la aplicación del derecho de manera que jus y vis no se contradecían, sino que se
complementaban (Hernández, 2011: 109).
La significación histórica de lo que fue la experiencia de los romanos estuvo
conformada por sus diversos elementos que provinieron, por un lado, de lo vivi-
do en el pasado, en un marco cultural mediterráneo abrevado, entre otras cosas,
por las diversas culturas: fenicios, cretenses, griegos, cartagineses y etruscos, pero
asimismo desde las reconstrucciones de sus vivencias que fueron emanando del
seno mismo de sus experiencias. Sobre esas culturas se realizó una “centralización
hasta entonces desconocida, con prácticas de subordinación, coerción y explota-
ción, sobre todas las comunidades y pueblos de las riberas mediterráneas” (Muñoz
y Molina, 1998: 191). Así, la paz surge como concepto importante y como ideal en
todas las sociedades antiguas mediterráneas; fue relevante en las acciones públicas,
al ir creando idearios colectivos en las filosofías y en las confecciones religiosas.
Se convirtieron en columnas vertebrales del pensamiento social, dado que tenían
un papel central en la vida pública. Su reverberancia influyó en el pensamiento
subsecuente.
Las influencias que el mundo romano tuvo desde los griegos con Hesíodo y los
judíos con el Génesis, dan cuenta de la existencia del concepto de paz como pala-
bra escrita (Muñoz, 2007: 37-71)8. Así, los influjos de la eirene griega son evidencia
de bienestar y prosperidad en tanto se une a la dike [justicia] y la eunomía [equi-
dad y buen gobierno], las tres hermanas posibilitan la realización de la paz. Hesíodo
(López, 2000: 254-290) narra su nacimiento, y desde entonces la paz ha sido repre-
sentada como mujer, con cuerpo y atributos femeninos, encarnada en una diosa y
vinculada siempre con la prosperidad y el bienestar (García-González, 2017); esta
8
En esta parte seguiré muy de cerca a Francisco Muñoz, dado que ha sido punta de lanza
en esta temática y, además, la bibliografía disponible en torno a esta cuestión es muy escasa.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 43
representación ha perdurado a través de los siglos (Muñoz, 2007: 2). Otros concep-
tos que completan el campo semántico de la palabra eirene es la homonoia –la coinci-
dencia del pensamiento–, y es tan amplia que cada esfera, espacio o cultura se agrupa
de diversa manera y con marcos de pensamiento diferentes. Es un concepto funda-
mentalmente social, significa relación y conexión con los demás. “La homonoia, al
igual que la paz garantiza que los componentes de una agrupación humana, ya sea
una ciudad, un país, una familia o cualquier otra forma de asociación, se mantengan
con una misma voluntad, en una misma dirección y con un mismo pensamiento”
(Muñoz, 2007: 3). Esto permite las sanas convivencias y armonías sociales que se exi-
gen en las sociedades. Eirene y Koiné son entendidas en conjunto como paz común y
funcionan como instrumento de estabilidad, por ello su importancia.
Otra vertiente proveniente del judaísmo se expresa con la palabra Shalom e
implica un modelo de paz que aparece en el Antiguo Testamento con un significado
de prosperidad. Este concepto evoluciona desde una acepción negativa de ausen-
cia de guerra, frecuente en el Pentateuco y en los libros históricos, para más ade-
lante considerar su valor ético, más habitual en los profetas. Shalom es un nombre
masculino –a diferencia de Eirene– y da cuenta del tema de la alianza, importante
en esta concepción de la paz (Cano y Muñoz, 1997). La venida del Mesías propicia-
rá la paz y entonces todas las acciones tendrán que dar cuenta de ella.
La pax romana es un gran referente de lo que fue la paz en la Antigüedad. La
palabra pax, viene etimológicamente de pak, “fijar por una convención, resolver
mediante un acuerdo entre dos partes”, y también de pag que se relaciona con un
acto físico. Las lenguas romances heredan estas raíces: paz, pace, pax, pau y aún
peace, cuyos antecedentes etimológicos provienen de la pax-acis romana. Al no
haber una definición clara de lo que es la paz se le ha identificado con la ausencia
de guerra, ciñéndose únicamente a situaciones de la política exterior y borrando
los significados que se encuentran presentes en otros ámbitos sociales. La palabra
pax nace en Roma y se extiende a muchas ciudades más del imperio. Es cierto que
gran cantidad de conflictos de los pueblos mediterráneos se resolvieron mediante
tratados, y las paces que se consiguieron se debieron a victorias bélicas, pero tam-
bién como resultado de negociaciones. Esta idea de la paz que hace callar las armas
y aumentar el bienestar de los pueblos se encuentra en muchos autores latinos.
Así, Séneca sostiene que una paz profunda alimenta y engrandece a los pueblos,
con lo que campesinos, comerciantes, mujeres, y aun los militares, verían que lo
más efectivo era la firma de un tratado de paz como fin de la guerra y prevención
de males mayores, así como comienzo de otra etapa bajo nuevas coordenadas que
motivaban nuevas esperanzas (Muñoz, 2007: 6).
Todo ello le confiere a la paz un interés especial, dado que en la práctica po-
lítica el imperialismo prevalecía y en principio resulta “contradictorio con la pax,
44 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
9
La pax romana alude a un equilibrio político-militar que se conforma con la suma de pue-
blos diversos, pueblos que fueron conquistados que después disfrutaron de algunos períodos de paz.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 45
es que, con ellos caminamos y desde muchas de sus reflexiones abrevamos nues-
tros propósitos teóricos y andamiajes aplicados en la realidad que vivimos, sobre la
que hemos de dar cuenta, para habitar este mundo de manera más pacífica.
Cualquier acercamiento que se haga a la paz debe iniciar por lo que por ella
se entiende, y suele suceder, como en los conceptos que son más cotidianos, que
se sobreentienden. Sin embargo, es importante al menos clarificar en alguna me-
dida lo que es la noción. De este modo, “la paz es un signo de bienestar, felicidad
y armonía que nos une a los demás, también a la naturaleza, y al universo en su
conjunto, […] le da sentido a nuestras vidas” (Muñoz, 2004: 23). De este modo, la
paz no puede obviar el bienestar, entendido como estar bien en un sentido funda-
mentalmente humano; si bien no se trata de tener una situación material completa,
no es posible dejar de hacer caso a esa esfera dado que, sin la realización de las ne-
cesidades materiales, difícilmente pueden lograrse aquellas que no lo son, las que
suponen y sostienen la subsistencia. Es éste el punto de inicio para la existencia; a
la par es punto de llegada que da sentido a lo que realizamos, de ahí que conside-
remos a la paz con un ideal moral hacia él apuntamos, porque nos orienta en el ca-
mino hacia el objetivo al que queremos llegar. Ese caminar adquiere sentido en su
mismo ejercicio y nos conduce a lo más alto. El fin es importante, pero lo es más el
camino; no debemos olvidar que lo importante es cómo hacemos las cosas en ese
deambular. La paz es el piso, es el inicio, es la base, pero a la vez es el cielo porque es
hacia lo que aspiramos, como lo ha apuntado Johan Galtung (2003: 11 y 25).
Los acercamientos sobre lo que es la paz, la vinculan con otros conceptos cercanos
como son la concordia, la armonía y el pacto o la alianza, pero, concretamente, la no-
ción de la paz “sirve para definir diversas situaciones en las que las personas gestionan
sus conflictos de tal manera que se satisfacen al máximo posible sus necesidades” (Ro-
dríguez Molina, cfr.: López, 2004: 885). Como señalaremos más adelante, los conflictos
se presentan en la vida humana como algo cotidiano, parte de lo que es la vida, la cues-
tión es aclarar que los conflictos no resueltos se pueden convertir en violencia.
Además, vivir pacíficamente hace más fáciles las relaciones con los demás. Las
diferencias se superan a través de la tolerancia10, que implica el reconocimiento
10
El concepto de tolerancia suele ser el que se señala como central para las relaciones armó-
nicas, sin embargo, sin dejar de ubicarlo como una virtud ético-cívica, como se abordará más adelan-
te en este libro, es importante decir que su basamento está en el reconocimiento. En este sentido, se
48 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
de la presencia diferente de los demás. Esto ayuda a su aceptación para lograr una
convivencia sana.
La existencia de la paz es lo que permite sortear los conflictos de manera sa-
tisfactoria (Muñoz, 2004) y constituye un elemento de nuestra condición huma-
na y de nuestra existencia; ha sido una práctica desde tiempos ancestrales por ser
un elemento de integración constante, inclusive a pesar de tantos episodios que
recurrentemente la bloquean. Por ello es que se nos complica tanto apreciar esta
presencia, y por lo que es tan necesario insistir en verla como un elemento propio
de nuestra naturaleza y existencia. De este modo, la conceptualización y la institu-
cionalización de la paz presente en todos los episodios de nuestra historia, queda
de manifiesto en múltiples formas de relación formales e informales (pactos, trata-
dos, alianzas, armisticios, amistad, cariño, hospitalidad, etc.,) aunque en las histo-
rias oficiales en muchas ocasiones sólo aparece como un apéndice del poder, de la
actividad política y bélica de los estados (Muñoz, 2004: 24).
Por dicha confusión –y por el equivocado enroque diádico siempre persisten-
te entre la existencia de la paz y la guerra– es que se ha privilegiado en la mente de
las personas la existencia de la guerra: es más perceptible, se piensa que es la única
existente. Sin embargo, en la cotidianeidad nuestras actitudes se expresan en las
sociedades a partir de una base pacífica a través de gestos de reconocimiento, de
saludos o con palabras gratas, manifestaciones a través de las cuales nos deseamos
bienestar (Muñoz, 2004: 24). Y éste sucede tanto a nivel personal como comunal:
en las colectividades, en los poblados y en las ciudades, que en principio buscan
lograr el bienestar para todos los que las conforman. En lo que se refiere a las rela-
ciones entre las comunidades con organizaciones internacionales, éstas se apoyan
en acuerdos, pactos, tratados y alianzas, y se busca que sean de carácter pacífico.
Las lamentaciones que pronuncia la paz en los escritos de Erasmo de Rotterdam –
como veremos– se deben a las acciones perversas que las personas llevamos a cabo
en nuestros quehaceres humanos, a pesar de que “la naturaleza creó sólo a un ani-
mal dotado de razón y capacitado para pensar como un dios; sólo a uno engendró
provisto de benevolencia y concordia; y, sin embargo, más rápidamente hallarás un
lugar para mí [la paz] en las más feroces fieras y en las más salvajes bestias, que los
hombres” (Erasmo, 2000: 392).
Con esto, lo que pretendemos apuntar es que “la paz ha estado presente como
práctica individual, grupal y de especie” (Muñoz, 2004: 24), pero como no presen-
ta problemas ni agitaciones no se le da crédito, y por eso es que puede asignársele el
calificativo de “paz silenciosa” (García-González, 2014b: 12). Desafortunadamen-
te, esto muestra que si se vive en paz la idea de paz y sus estudios no tienen cabida,
trata del reconocimiento de carácter horizontal, en tanto comprensión del otro u otros como yo, pero
a la vez, diferentes. Esta comprensión da pie a la paz. Véase, Thiebaut (1999).
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 49
11
“Distintas acciones son identificadas como Paz, dotándolas de cierta unidad y apoyándose
las unas a las otras. Este proceso queda reflejado en palabras de las diferentes lenguas (hesychía, homo-
noías, synthékai, en griego; tranquilitas, otium, concordia, quietus, en latín; sulh, aman, sakina, aslaha, en
árabe; shequet, shalah, shalaw, betah, raga’, tob, en hebreo, entre otras). Cfr.: Muñoz (2004: 27).
50 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
fondos que se perdía en manos eclesiásticas y seglares sin llegar a los combatientes,
dejándoles como paga sólo el saqueo. Además, consideraba imposible, esto ya en
el campo teológico, que “Dios ayudara a naciones cristianas plagadas de todos los
vicios y pasiones más opuestas a los mandamientos de Dios y a los ejemplos de
Cristo” (Mann-Phillips; cfr. Bataillon, 2000: 68). Por ello, y en este mismo tenor, la
práctica ejemplar del cristianismo sería la forma única de subyugar a los turcos; la
verdadera victoria sobre los turcos no sería matarlos, sino convertirlos.
La condena de la guerra como medio para propagar la fe e incitar la evange-
lización estaba presente en el adagio Bellum, aunque es cierto que la punta más
hiriente del Dulce bellum inexpertis no abrió un surco visible en el pensamiento
político-religioso del siglo XVI. El mérito del irenismo religioso radical de Erasmo
tiene que ver con la raíz religiosa de su evangelismo y sus armas eran fundamental-
mente espirituales.
Muy cercano a Erasmo se encuentra Luis Vives, cuyo prestigio se aprecia en el
juicio que le merecía al primero, así como a Moro, en las cartas que cruzaban entre
ellos. “Ambos se deleitaban elogiando los méritos excepcionales de su amigo. Sus dis-
cípulos forman una verdadera pléyade, que constituía un capítulo de la historia de
la cultura si trazásemos la semblanza de cada uno” (Jiménez Delgado, 1977: 25). El
texto del Sueño de Escipión, de Cicerón mereció los elogios de los autores menciona-
dos por emitir un duro ataque “contra el oscurantismo y la verborrea de las escuelas
dialécticas de París, en donde recibió sus primeras lecciones” (Swift, 1977: 89).
El humanismo ciceroniano retomado por Vives condensa una aspiración edu-
cadora del pensamiento renacentista y que da cuenta de un principio de educación
integral. Este ideal pedagógico de humanismo se conforma por los principios re-
tóricos del buen decir que se acompaña del bien hacer, ya que como señala Vives,
“los vínculos de la convivencia humana son la palabra y la justicia, y si la retórica
de refiere al primero, al segundo afectan de modo más o menos directo la ética, la
política, el derecho y, por encima de todas estas ciencias, como reina y moderadora
suprema, la religión” (Argudo, 1977: 126). Vives es consciente de esto en ocasiones
“prefiere ‘corromper’ la lengua antes que guardar silencio” (Argudo, 1977: 137).
La herencia ciceroniana muestra en sus escritos la imagen del patriotismo, del
gobernante del teórico de la sana convivencia y del moralista. Estas características
fueron profundamente valoradas por Vives y marca los derroteros de su pensa-
miento defensor de la paz. Si bien la guerra ha sido una constante de la humani-
dad, de manera paralela siempre ha debido existir una aspiración a la paz.
Luis Vives sostiene en sus obras Sobre la concordia y la discordia en el género
humano, de 1529, y Sobre la pacificación que la paz surge de la concordia y este
vínculo ha de penetrar en las sociedades y en el corazón de las personas. En esta
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 55
de las leyes como vínculo de la concordia cívica” (Vives, cfr.: Kohut, 2014: 560)12. El
republicanismo vivesiano se expresa en cierta forma en que la concordia es regu-
lada por la ley y no por el monarca. La regulación de las tareas y deberes tanto de
príncipes y súbditos puede lograr la “armonía perfecta”, que en cierta forma antici-
pa el contrato social rousseaniano.
Vives es reticente frente a quienes defienden la guerra justa; aduce que es fá-
cil encontrar una causa justa para quien está inclinado a hacer la guerra. Añade:
“los pretextos nunca faltan, mientras no falten los recursos y la ocasión, pero, si
pensasen y deliberasen de otra forma, inculcando el sentimiento religioso en los
espíritus de los príncipes, reprimirían y contendrían a unos hombres proclives a
las armas y movidos por las pasiones” (cfr.: Calero, 1999: 19-20). Así, en diversos
pasajes de Sobre la concordia se aprecia la honda inclinación de Vives hacia la paz:
“Mejor que hacer la paz es evitar la guerra” (Vives, cfr.: Calero, 1999: 44), y en
donde añade diciendo: ¿qué es más importante, haber concertado después de la
guerra una paz por la fuerza y las armas, o haber detenido con tu autoridad (la de
Enrique VIII) una guerra incipiente y haber devuelto a tu casa y a tu ciudad, como
poniéndole la mano encima, una paz ya fugitiva y que retrocedía ante el furor de
los espíritus exaltados?” (Vives, cfr.: Calero, 1999: 44).
Vives recurrentemente pasa de lo individual a lo político y viceversa. Funcio-
na mal lo político funcionamos mal nosotros y viceversa. Por ello es tan relevante
la virtud. Y, la relevancia de que además haya sabiduría, por lo cual el gobernante
debería de ser un filósofo, al modo platónico.
El humanismo renacentista de estos autores valora al ser humano por encima
del ciudadano, a la humanidad sobre el Estado, haciendo de la paz un valor casi ab-
soluto (Puigdollers Oliver, 1940: 288). El criterio pacifista implica infiltrar el alma
de los príncipes para que regresen al ser natural de las personas y dejen de lado las
proclives acciones guerreras e impulsivas; con ello traerán paz y serenidad a las
desacertadas acciones humanas. La armonía interior de un estado sería garantía
de la paz internacional. Para Vives las luchas intestinas hacen que se busquen las
guerras afuera. Si los seres humanos son buenos, al estilo aristotélico, esa será la
medida para que pueda trascenderse eso humano. El príncipe ideal aparece en un
estado armonioso, como lo apunta en De pacificatione o en Sobre la concordia: “has
visto que de la concordia nacen todos los bienes y que todos los males se originan
de la discordia: que la concordia es camino para una felicidad eterna y la discordia,
lo es para unos tormentos y castigos sin fin” (Vives, 1944: 117). La paz es fruto
En realidad, Vives hace afirmaciones que confunden porque no queda claro si habla de un
12
proceso democrático o si es simplemente una afirmación metafórica. Lo que sí es cierto, es que para
Vives el monarca es como un padre tiene que respetar la ley. Su intención republicana defiende la ley
como alma de la república y no lo es el príncipe.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 57
del dominio de la voluntad sobre las pasiones. La paz social es obra del amor y se
consigue por la justicia y la caridad que presupone la paz de los individuos. La paz
de las naciones es fruto de la concordia que deriva de la naturaleza común de las
personas y se debe propagar con la pedagogía. La concordia se logra en círculos
concéntricos a la manera de la metáfora de Hierocles el estoico, que pensaba que
generar la paz en los círculos más íntimos la haría irradiarse hacia los círculos más
amplios.
Vives fundamentaba la teoría de la sociabilidad en la concordia y el amor, por
ello escribe que la guerra es una ocupación más propia de bestias que de hom-
bres (el término bellum procede etimológicamente de bellius, bestias [Vives, 1944:
83]). Por ende, la guerra es barbarie; resulta impropia e indigna de cultura elevada.
La causa más profunda de las guerras es la soberbia que ataca sirviéndose de la
envidia y la cólera (Vives, 1944: 72). “¿De qué nos sirve nuestra Literatura, nues-
tro Derecho, nuestras Humanidades, nuestras artes numerosas, nuestra avanzada
educación, si dirimimos las cuestiones del mismo modo que los pueblos bárbaros
y primitivos y que los mismos animales?” (Vives, 1978: 363). Aquí Vives plantea el
problema de la valoración moral de la cultura, el mismo problema que más tarde
inquietó a Rousseau en Discurso sobre las letras y las artes; que incomodó a Scho-
penhauer, a Nietzsche o Scheller.
La guerra es entonces para Vives nefanda, infame, pero lo es más para los cris-
tianos, porque si el dogma cristiano es amarse los unos a los otros, contravenirlo es
contradecirse en lo más hondo. Por ello su pacifismo extremo rechaza las distin-
ciones casuísticas entre la guerra justa y la guerra injusta en un marco de pretender
someter la guerra al derecho y a la justicia.
El pacifismo en Vives se encuentra insertado en un marco más amplio que
es la concordia (Calero, 1999: 46) que funge como eje, con lo cual y desde ella
se desarrolla toda su obra. Así, la concordia reunió al género humano, fundó las
ciudades, las engrandeció y las mantiene; introdujo artes provechosas para la vida,
los recursos, el cultivo de las inteligencias; hizo hombres de extraordinario ingenio
sabiduría, erudición, virtud; de la discordia salen hombres dispersos y errantes,
llenos de terror y miedo, que no confían en ningún lugar y en ningún hombre; […]
desaparecidas las leyes y roto el vínculo de la concordia, las reuniones y asambleas
quedan deshechas, los edificios, las granjas y las ciudades quedan destruidos, lo
que estaba fijo en el suelo es arrancado, sigue el hambre, la peste, la escasez de
todo, ignorancia, inactividad, pésimas costumbres, y de soldados licenciados salen
ladrones muy expertos y audaces (Vives, 1944: 217).
Además, las guerras continuas son el reflejo de la discordia existente en la so-
ciedad, incluso entre las personas que la deberían rechazar con mayores motivos
58 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
como son los eruditos, los filósofos, los teólogos y los hombres de religión (Calero,
1999: 46; Vives, 1944: 131).
Los seres humanos, “en virtud de su naturaleza, tienden espontáneamente al
amor; por sus aptitudes innatas y por las necesidades de su naturaleza es el hombre
un ser esencialmente social” (Xirau, 1944: 37). La caridad es vista no como gracia
sino como solidaridad, se sustituye la gracia por la concordia y un relevo de lo so-
brenatural vertical, por lo horizontal mundano. “El sentido mesiánico y utópico que
trata de realizarse mediante esa nueva y original versión del irenismo tiene una clara
dimensión política” (Abellán, 1982: t.2, 69). La paz es proclamada como ideal social
y la somete a valoración; es la meta de la justicia y, a la par, es el medio para alcanzar
los más altos valores. La paz en Vives se postula como ideal moral que será acompa-
ñada por la pedagogía de la concordia. Su pensamiento pretende asentar en su cultu-
ra ideal es de vida y, entre ellos, el ideal de la paz como ideal moral.
La causa de las guerras tiene que ver con la contradicción de lo que es un actuar
virtuoso de modo que las causas más profundas tienen que ver con la soberbia, la
envidia y la cólera (Vives, 1944: 144 y 198), pasiones que deben controlarse a través
de la virtud en tanto que, en el marco de nuestra precariedad, necesitamos de los de-
más y su ayuda. En ese sentido, el concepto de compasión es central y es una cuestión
central auxiliar a otros, además de la necesaria ayuda mutua que incide en el tema
del cuidado (Vives, 1944: 68-69). Todo esto se apuntala por “la aptitud para la paz”
(Vives, 1944: 71) y consiste en apaciguar las pasiones desencadenadas que pueden
educarse. Así, se presenta un claro ideal de vida que nos “da los procedimientos efi-
caces para proyectar las esperanzas del porvenir” (Vives, 1944: 71). Sólo dentro de
este amplio marco alcanzan pleno sentido las reformas concretas que propone en la
escuela, en la política y en la organización social. En ellas se hallan implícitos y cla-
ramente enunciados, muchos “ideales y de las instituciones pedagógicas, políticas y
sociales de los tiempos modernos” (Vives, 1944: 37).
Las guerras asolan y generan profundas injusticias, devastan a los pueblos y
en ocasiones hasta los ponen en peligro de desaparecer y, finalmente, quedan con-
sumidos y desgastados por los vicios que los carcomen. Así, la injusticia prevalece
y con ella se cancela la libertad. Vives señala “desterrada la justicia muere también
la libertad” (Vives, 1944: 97). El filósofo español tiene claro que ninguna guerra se
justifica, postura defendida por los estudios de paz y que remarcan, desde Gandhi,
que la paz es el camino; y con Galtung, que la paz se logra con medios pacíficos. En
Sobre la concordia, Vives se pregunta, “¿es que hay algo de tanto valor que pueda
dar gusto al que lo posee, si éste piensa que ha sido conquistado a fuerza de sangre
y de crímenes?”. Además, la libertad se cancela al propagarse la servidumbre y la
esclavitud; se generan odios porque “entre el esclavo y el señor nunca puede existir
amistad”. Los odios campean porque al de los vencidos, se suman “los de aquellos
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 59
que ayudaron al vencedor en sus victorias y cuya ayuda o cuyos gastos no pueden
satisfacer” (Vives, 1944: 100).
La paz ha de prevalecer, por ello sigue las propuestas de Erasmo que defen-
dían a una paz injusta por ser mejor que la más justa de las guerras, y así lo refren-
da Vives: “no hay ninguna guerra tan favorable a la que no sea preferible una paz
injusta” (Vives, 1944: 185).
Como puede verse, estamos obligados a ir a las honduras del concepto y sus
sentidos, sus formas, sus causas, sus derroteros y sus metas. No cabe duda que pen-
sar sobre el tema de la paz es obligado en cualquier tiempo, pero es más apremiante
cuando estamos sumergidos en realidades que lo que nos muestran es precisamen-
te lo contrario, como podemos apreciar a lo largo del pensamiento ha sido recu-
rrente la carencia de paz. Desde ahí se nos exige buscar remedios y soluciones que
emanen de cavilaciones en torno a la realidad, con su abanico de violencias, pero
asimismo con presencias y ausencias de la paz. La paz y las paces siempre están
enmarcadas en espacios culturales que las determinan, las constriñen o las pre-
disponen y por ello dichos enclaves culturales resultan tan importantes en la con-
figuración de la paz. Justamente, pensar en torno a la paz no puede dejar de lado
las situaciones culturales, y en ese marco, tampoco a las cuestiones políticas. Sobre
ellas y a partir de ese mundo experiencial que involucra a la filosofía es que ésta
tiene que reflexionar, porque tiene una responsabilidad y, con ella, habrá que dar
cuenta y hacerse cargo de las acciones que tomamos como humanidad, desde una
perspectiva profundamente ética.
13
Las cursivas son nuestras.
60 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
14
Esto puede verse desde Aristóteles y su propuesta de la phrónesis, y en teorías como la de
Habermas (2010) y de Rawls (1993), entre otras.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 61
na, básica condición tanto de la acción como del discurso, tiene el doble carácter de
igualdad y distinción” (200). Si, como ha constatado la filosofía, el mundo humano
de la acción –es decir, el espacio de la política– es el único espacio que nos provee de
una estabilidad en donde los seres humanos pueden aparecer como individuos di-
ferentes y plurales (Cannovan, 1992: 106), entonces tendremos que dar un impulso
crítico y hacer un obligado esfuerzo de autoconciencia sobre nuestra propia respon-
sabilidad personal y ciudadana, para impulsar las consecuencias que esto tiene para
mantener situaciones pacíficas, erradicando la violencia de la cultura y los espacios
públicos. De ahí, la relevancia de la ley como condición necesaria para que la libertad
se lleve a cabo y para que los ciudadanos no se encuentren sometidos a la voluntad
de alguien más. La ley efectiva pone límites a las acciones interesadas de unos cuan-
tos que generan situaciones de violencia, al atentar contra los elementos básicos de
sobrevivencia humana (Galtung, 2010: 13), y posibilita la democracia y la paz; su
contravención las limitará o cancelará. Algo se avanza con la existencia de la ley y su
respeto, aunque sin ciudadanos comprometidos que sistemáticamente dejan de lado
las virtudes cívicas y las virtudes de la paz (Etxeberría, 2011: 5) tampoco se avanzará
en una mejor convivencia. Ciertamente, es peor no tener leyes hechas por los ciuda-
danos participativos dado que ello conduce a la tiranía y compromete la vida digna
de las personas. Pero las leyes sin voluntad de su cumplimiento tampoco ayudan
mucho; además, favorecen la expansión de la violencia con la concomitante exclu-
sión ciudadana. Así lo vieron algunos filósofos, como Tomás Moro, quien aventuró
propuestas muy atractivas montadas en construcciones que implican a la paz como
ideal moral, inconformándose con una normalización del belicismo, situación que
impulsa partir de la esperanza vislumbrando situaciones mejores a las vividas. En
este sentido, barbechar el camino hacia la paz es una posibilidad para construir paz
y justicia como utopías posibles, a sabiendas de que históricamente ha habido po-
cos remordimientos por urdir enemistades y alianzas para llevar a cabo conquistas y
dominios. En general, todos los gobernantes se han “creído autorizados para iniciar
una guerra o para gestionar treguas o paces temporales” (Baquer, 2004: 43), prevale-
ciendo una lógica de guerra.
El estado de paz debe, por tanto, ser instaurado, pues la omisión de hostilida-
des no es todavía garantía de paz y si un vecino no da seguridad a otro (lo que sólo
puede suceder en un estado legal), cada uno puede considerar como enemigo a
quien le haya exigido esa seguridad (Kant, 2005b: 148).
Lograr una sociedad sin guerras ha sido lo que ha impulsado a muchos pensa-
dores a fundar iniciativas, que Tomás Moro construye como ideal utópico erigido
en la justicia como norma reguladora de la vida de la ciudad. Moro desdeña la
actividad bélica y critica a los gobernantes que se ocupaban de cuestiones mili-
tares en vez de dedicarse a los asuntos más saludables, como es el arte de la paz
(Hernández, 2011: 206-207). Esta afirmación no obsta para que los ciudadanos de
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 63
excesos por parte de sus miembros, todo esto fue generando una animadversión y
un enojo crecientes en las comunidades.
Lutero hace una exhortación sobre la paz en los movimientos de grupos de
campesinos y hace una conceptualización de ella al comprender las injusticias que
reportaban dichos grupos. Dado el progresivo empobrecimiento de las poblaciones
en Alemania, exigían la erradicación de los subsidios que se otorgaban al papado, ar-
guyendo que las comunidades estaban dando más recursos a la Iglesia de lo que ante-
riormente proveían a los emperadores. Esto había ido empobreciendo cada vez más
a príncipes y nobles, a las ciudades, al país y a los pobladores en general. Los reparos
de Lutero sobre la separación de los poderes eclesiásticos y civiles de los emperado-
res eran una necesidad para evitar el dominio de los primeros sobre los segundos16.
Lutero pretende y bosqueja la transformación y la edificación de una nueva
organización en lo religioso, lo político y lo social. En este sentido, en el tránsi-
to del feudalismo al capitalismo, la Reforma luterana fue un movimiento que en-
causó a Alemania hacia la modernidad. Las alteraciones sociales, la resistencia de
quienes habían resultado perjudicados por estos cambios –tanto señores feudales
como campesinos, artesanos y mineros–, fueron los movimientos contrarios a es-
tas transformaciones. Las formas de recaudación de recursos para las construc-
ciones del papado eran severamente criticadas y los reformadores como Lutero
pensaban que constituían abusos y cargas cada vez más onerosas para todos, seño-
res y campesinos17.
Los campesinos habían encontrado en la Biblia los puntos básicos de sus as-
piraciones redentoras (Várnagy, 1999); los nobles ahogaron en sangre el levanta-
miento y, como respuesta, se multiplicaron los movimientos agrarios con reclamos
fundamentalmente sociales.
Lutero respetaba el orden feudal y la autoridad, el Evangelio se refería única-
mente a la salvación espiritual, sin embargo, otros personajes –Thomas Müntzer,
entre ellos– defendían las capacidades transformadoras del nuevo credo. “La ilu-
minación interna del espíritu era capaz de realizar la utopía democrática, con una
sociedad sin necesidad de Iglesia, de Estado o, en su expresión más radicalizada, de
propiedad privada” (Várnagy, 1999). Su predicación adquirió tonos escatológico-
16
Esta separación se explica en los textos de Lutero “De la prisión babilónica de la Iglesia” y
“De la libertad de un hombre cristiano”.
17
En ese siglo XV, la autoridad alemana del poder imperial fue perdiendo fuerza, las atribucio-
nes y derechos fueron adjudicadas por los príncipes y la nobleza. “Existían casi cuatrocientas unidades
políticas: ducados, condados, principados, obispados, ciudades libres, abadías, cada uno de ellos inde-
pendiente en su régimen interno. La situación era anárquica y complicada. La defensa de la indepen-
dencia de los gobernantes respecto de la Iglesia le ganó a Lutero el apoyo de muchos príncipes”, quienes
buscaban la unificación de sus territorios para lograr una mejor administración (Várnagy, 1999).
66 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
18
Lutero sostiene que son tres muros que la Iglesia construyó: el primero, el sacerdocio,
que se plantea como especial para unos cuantos, que el monje refuta señalando que todo cristiano
es sacerdote por igual, y sólo la fe en Dios hace justas a las personas; el segundo se refiere a que es el
principado el único que puede interpretar las Escrituras; y, el tercero señala que es el Papa el único
que pude convocar a los concilios.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 67
Son estas acciones las que Lutero cuestionó de manera contundente. Bajo ningún
concepto justifica la violencia, ni contra la injusticia. Su argumento central es que
la revuelta y la violencia son anticristianas, de modo que, si campesinos, artesanos
y mineros se consideraban cristianos, habían de atenerse al Evangelio. Bajo este
supuesto la opción posible es pasiva, se vincula con la paciencia; el sufrimiento y
la cruz son los únicos derechos de los cristianos, “nadie en la cristiandad tiene el
poder para causar daño o mandar que se evite. No hay otro poder en la Iglesia que
el del mejoramiento de la comunidad” (Lutero, 1977: 31), y de ahí que las acciones
de los campesinos fueran consideradas injustificadas al sostener como intolerable
la violencia, especialmente inaceptable cuando se llevaba a cabo por quienes se
decían cristianos.
Si bien la exigencia de recursos a los pueblos y ciudades había surgido ori-
ginalmente para luchar contra los turcos y los herejes, sirvió también para pagar
posiciones y cargos en Roma: todo iba a “un costal sin fondo” (Lutero, 1977: 40). El
papado constituía la casa del datarius en Roma que –a decir de Lutero– era la casa
comercial del papado (Lutero, 1977: 51), con una avaricia insaciable que corrom-
pía a la cristiandad; añadía: “si queremos luchar contra los turcos debemos luchar
aquí, donde están los peores” (Lutero, 1977: 54).
La exhortación a la paz se convierte en forma de contención de la violencia ex-
plícita, pero Lutero no es un teórico al que le interesara defender conceptualmente
ciertas ideas como la paz. Lo que pretendía era una transformación de la realidad
en la que vivía, y se ceñía a cuestiones vivenciales que implicaban el comercio de
dones, que eran muy cuestionables. Las protestas del fraile no se hicieron esperar y
más adelante dieron lugar a las conocidas 95 Tesis19.
Evidentemente, y como parte del constructo mental cristiano, Lutero confor-
ma su concepto de paz desde las herencias cristianas que presuponen la liberación
de mundo y la confianza en Dios. Se trata de una paz escatológica que es incompa-
rable con cualquier paz terrenal20. En este sentido, la paz que poseen los seres hu-
manos es un don de Dios y supone una negación radical de la guerra. Sin embargo,
en el Nuevo Testamento no se encontrarán pasajes que justifiquen una renuncia a
las armas o una actitud pacifista, la guerra, se presupone, y se afirma que la habrá
hasta el final de los tiempos. Pero eso no significa un reconocimiento doctrinal o
una aceptación de la guerra, ni tampoco supone una resignación. Porque al igual
19
Las 95 tesis se colgaron en las puertas de la Iglesia de Wittenberg; en un par de semanas se
conocían en toda Alemania, y en un mes en toda Europa.
20
Esta paz se expresa con fuerza por san Pablo, a quien Lutero sigue muy de cerca. En la
Carta a los Romanos 5,1 se señala que “eirene hace referencia [a] la reconciliación que el hombre ha
logrado con Dios a través de Jesucristo, gracias a Él, el hombre tiene acceso a la gracia divina y posee
la esperanza de la paz futura” (Hernández, 2011: 119).
68 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
ahí que recomiende a los señores no despreciar la revuelta. Así, apela a la buena
voluntad de quienes mandan y conforman las estructuras de dominio para evitar
que se desencadene un incendio que después nadie sea capaz de extinguir. “Nada
perderéis por las buenas si de algo os vieses privados, lo recuperaríais duplicado
después con la paz” (García, 2001: 255). Desde esta idea de paz se constituye un
entorno propicio para mantener una situación de statu quo; esta proclama es tierra
fértil para apuntalar las acciones de los señores y los príncipes en la perpetuación
de abusos e injusticias. Por el lado de los campesinos, se promueve el inmovilismo
y la aceptación de dichas injusticias para evitar el desorden.
Es evidente en Lutero el paternalismo al sostener que la autoridad se instituyó
para procurar el bien y la utilidad de los súbditos, de ahí proviene su justificación
al derecho a la servidumbre. Pero tantas tasas impuestas han hecho insoportable
la vida, por ello es necesario dejar los dispendios para permitir que a los pobres
les quede algo. Sin embargo, la exhortación a los campesinos es dura: “si procedéis
con buena intención, podréis contar con la consoladora ventaja de la asistencia y
ayuda divina en vuestra empresa; si, entretanto fuereis derrotados, incluso si mu-
rieseis, al final todo ello se tornará en ganancia y vuestra alma pervivirá para siem-
pre con los santos” (García, 2001: 255).
Lutero sabe que violencia genera violencia, por ello es que expresa: “el que
toma la espada, a espada perecerá, de ahí que haya que someterse a la autoridad,
con temor y respeto, y la autoridad que tenga maldad y sea intolerable e impida la
predicación del Evangelio busca la perdición espiritual y corporal” (García, 2001:
258). Añade gravosamente que la maldad y la injusticia de la autoridad no discul-
pa el amotinamiento ni la revuelta, porque castigar la maldad no pertenece a un
particular cualquiera, es asunto exclusivo de la autoridad civil, que es la portadora
de la espada. Al pensar los campesinos en vengar las injusticias de las que han sido
víctimas ocupan el lugar de la autoridad, de su fuero, de su derecho y de todo lo
que posee. Para Lutero es una injusticia privar de su poder a la autoridad; todos
serían jueces, uno de los otros, y con ello “no sobreviviría el poder ni la autoridad,
el orden ni la justicia sino sólo el asesinato y el derramamiento de sangre” (Lutero,
2001: 259). Nadie puede ser vengador y juez de los ofensores y de las autorida-
des instituidas por Dios, y esto funciona igual para toda la humanidad. De otro
modo, “el mundo no podría disfrutar de paz y orden” (Lutero, 2001: 259). La paz
se equipara con mantener el orden establecido; hay una obligación como cristia-
nos de someterse tanto a los buenos señores como a los malos (Lutero, 2001: 259).
Evidentemente, esto contraviene a un pensamiento crítico. Además, la consigna
para los campesinos es no resistir el mal; la instrucción es no poner resistencia a
la injusticia; hay que ceder, aguantar y dejar hacer. Es necesario desear el bien a
los que nos ofenden, rezar por nuestros perseguidores, amar a nuestros enemigos,
devolver bien a los que nos dan mal, de modo que demanda “sufrimiento, sufri-
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 71
miento, cruz, cruz; ése y no otro es el derecho de los cristianos” (Lutero, 2001: 260).
Dice que con las armas se oprime al Evangelio (Lutero, 2001: 261); responder por
mano propia implica querer convertirse en Dios, y eso es blasfemia: “habéis inten-
tado forzar a la autoridad y presionarla violentamente con vuestra impaciencia y
vuestros desafueros, lo cual supone un atentado contra el derecho del país y contra
la equidad natural” (Lutero, 2001: 264).
Ahora bien, la Exhortación luterana poco pudo hacer ante el movimiento in-
cendiario de los cerca de 300 000 campesinos, de los cuales, en casi todo el país
–a excepción del norte y Baviera– impulsaron el movimiento que sucumbió –por
su improvisación y desorganización– ante las fuerzas de los príncipes, señores y
del emperador. Sin embargo, Lutero pensaba que ninguna de las dos facciones era
legítima, “ninguna de las dos partes estaba asistida por la razón, sino que ambos
luchaban por la injusticia” (Lutero, 2001: 275). El levantamiento era para él, in-
tolerable, de ahí que todos los campesinos revoltosos fueran ante sus ojos como
diablos.
La separación temporal y espiritual que defiende Lutero señala que los cris-
tianos que viven según la fe son libres al no estar sometidos a ninguna orden. Esa
libertad interior y espiritual no tiene sentido político; sin embargo, las reformas
eclesiásticas que propone están cargadas de repercusiones políticas.
Lutero asienta que quien sea atacado por causa de su fe y abandone esa pos-
tura de la obediencia pasiva y se defienda, no puede señalarse como rebelde ni
censurarlo. Considera estas acciones como legítima defensa. Si los católicos des-
encadenaran la guerra estarían actuando con violencia injusta y la defensa a ellos
sería lícita.
La cuestión central para Lutero reside en el argumento sobre la autoridad, con
este móvil escribe las 70 tesis sobre los tres tipos de autoridad, que redactó para
un debate académico llevado a cabo en 1539 en Wittenberg y que versaba sobre el
derecho a la resistencia.
Podemos pensar en que hay contradicciones en estas propuestas dado que
obedecer a la autoridad implicaría obedecer a Dios y viceversa. De ahí entonces,
no se necesitaría la ley si fuéramos buenos cristianos. La obediencia a la autoridad
se debe a que “el cristiano se somete a la autoridad, aunque no la necesite para él,
porque vive con otros hombres que sí la necesitan y porque la autoridad sí lo nece-
sita a él (Abellán, 1999: 179).
Cuando se habla de la autoridad, sostiene Lutero, no se habla de la fe, sino de
los bienes externos, del deber de ordenarlos y gobernarlos en la tierra, dado que
sólo Dios tiene poder sobre las almas (Sabine, 1994: 265). Para Lutero no había
ningún motivo o justificación posible para la desobediencia a las autoridades, ni
72 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
siquiera cuando se sufre la injusticia o la maldad ejercidas por éstas ya que “el que
la autoridad sea mala o injusta no excusa el motín o la rebelión” (Lutero, 2001: 75),
como escribe a los campesinos rebeldes. El hecho de ser gobernados por príncipes
injustos sólo sería expresión de la ira de Dios.
Así es cómo Lutero justifica la desobediencia cuando un gobernante da una
orden que va en contra de la conciencia cristiana de sus gobernados y se apoya en
el texto bíblico que rubrica “es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”
(Hechos 5:29). Sin embargo, va a ser una desobediencia y resistencia pasivas. El fin
de la guerra debe ser la obtención de paz y obediencia. Ahora bien, la coyuntura
en la que se encontraba Lutero era, ciertamente, delicada: por una parte intentaba
fortalecer la obediencia a la autoridad política, cuya negación suponía el rechazo
del mensaje paulino, y, por otra afirmaba un derecho a negar la obediencia “si-
tuacional” que constituía un deber civil. Como consecuencia de esta ambigüedad
Lutero terminó justificando sólo una resistencia no armada frente a la autoridad
(Hernández, 2011: 180).
Para él lo decisivo no era la violencia, sino el hecho de proclamar la verdad. Así,
“consciente de sus contradicciones, Lutero se limitó a pensar según las circunstan-
cias, haciendo hincapié en la autoridad del príncipe o en el derecho de resistencia
según las conveniencias” (Hernández, 2011: 181). Sin embargo, mostrando la am-
bigüedad de algunas de sus posiciones y cuán sujetas estaban a las circunstancias
políticas de su tiempo, no va a dudar en acudir a los príncipes y a la nobleza alemana
cuando ve en peligro su obra reformadora, buscando su apoyo. Entonces, el enfo-
que luterano de la autoridad política no era monolítico, sino que variaba según si el
problema fuera primordialmente religioso o político. Cuando se invocaba al gobier-
no temporal para que ayudara a fomentar reformas religiosas, se le consideraba un
agente positivo y constructivo. En su función más secular y política, en cambio, el
gobierno aparecía como esencialmente negativo y represivo (Wolin, 2002: 172).
A partir de la doctrina de las dos formas de gobierno es que el monje, desde
las enseñanzas agustinianas, fundamenta su rotundo rechazo a la revuelta de los
campesinos, porque argumenta que ellos han aplicado a sus reivindicaciones es-
pirituales ciertos comportamientos que son propios de los gobiernos seculares. La
autoridad está instituida por Dios y la rebelión es insoportable (Lutero, 2008: 101).
Las tensiones estallan con fuerza y cuando Lutero es consultado en 1529, y defien-
de que no se puede derramar sangre en aras del Evangelio; éste manda sufrir por su
causa y, como apuntábamos antes, la condición del cristiano va siempre unida a la
cruz. En 1530 vuelve a decir que desde una posición cristiana no cabe la resistencia
activa, sino sólo sufrir.
Ciertamente, a la luz de una mentalidad contemporánea, es inaceptable la
postura luterana, sin embargo, siguiendo los cánones de una reflexión que recono-
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 73
21
Estamos considerando las siguientes como necesidades básicas: sobrevivencia (alimenta-
ción, salud), bienestar (vestido, vivienda, educación), libertad e identidad (Galtung, 2004: 13).
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 75
despreocuparse del evento social y político, y por ello es que más adelante hubo
reclamos de pensadores que, como Marx, incidieron con fuerza en esta cuestión.
Con todo y esto, el filósofo de Tréveris hizo una valoración esencialmente positiva
de Lutero y de la Reforma, como se puede leer en la introducción a la Contribución
a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel:
la emancipación teórica tiene para Alemania un significado específicamente
práctico, y es que el pasado revolucionario de Alemania es teórico, la Reforma.
Entonces fue el monje Lutero, hoy es el filósofo, en cuya cabeza comienza la re-
volución […] Si [Lutero] quebró la fe en la autoridad, fue porque restauró la auto-
ridad de la fe […] Pero, aunque el protestantismo no fuera la verdadera solución,
al menos fue el verdadero planteamiento del problema (Marx, 1992: 77-78).
De la angustia sentida por Martín Lutero al pensar que nada de lo que pueda
hacer el ser humano servirá para justificarlo ante Dios y su implacable justicia,
emana su doctrina en cierta forma antihumanista y ultraagustiniana del hombre
(Skinner, 1993). Todo lo que éste haga –aunque se trate de buenas obras– es inútil
para su justificación y salvación. La respuesta del fraile eremita a El libre albedrío
de Erasmo, en 1525, apunta que la voluntad es esclava del mal; sólo por la gracia de
Dios se llega a la justificación de la fe. Esto constituye una afirmación revolucio-
naria para la cristiandad de la época, que sostenía que las obras jugaban un papel
relevante, aunque más adelante Lutero terminaría por rechazar y condenar que las
obras sólo podían ser consecuencia de la fe.
Una vez establecida la necesidad de un gobierno secular, Lutero expresa el de-
ber de obediencia que tienen los hombres hacia las autoridades. Para ello funda-
menta su posición –así como su teología– en los escritos de Pablo y san Agustín.
El texto bíblico que va a servir de apoyo a la posición luterana, escrito por Pablo en
su Epístola a los Romanos, sostiene que “el que la autoridad sea mala o injusta no ex-
cusa el motín o la rebelión” (Lutero, 2001: 75), como escribió sobre los campesinos
rebeldes. El hecho de ser gobernados por príncipes injustos sólo sería expresión
de la ira de Dios. La obediencia a un gobernante injusto puede ser una cruz que
debemos llevar en este mundo. Pagar con mal sería, para el ciudadano privado,
desobedecer a Dios y dañar su propia alma. La resistencia implica la usurpación
no autorizada del poder de juicio y condenación de Dios y, por tanto, es ilegítima
(Forrester, 1963: 325). Pero va a ser una desobediencia y resistencia pasiva: “no hay
que resistir al mal sino sufrirlo; pero no hay que aprobarlo, ni servirlo, ni secun-
darlo, ni dar un paso o mover un dedo para obedecerlo” (Lutero, 2001: 50).
Lutero, ante la confusión de algunas de sus posiciones, muestra la ambigüe-
dad de algunas de sus posiciones por estar sujetas a las circunstancias políticas y al
ver amenazada su obra reformadora no se detenía en acudir a los príncipes y a la
nobleza alemana, en busca de apoyo. Algunos de dichos príncipes lo respaldaron,
76 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
en gran parte, tentados por la posibilidad de hacerse dueños de las vastas propie-
dades eclesiásticas.
Así entonces, en la obra de Lutero se encuentran numerosos pasajes enco-
miando a la paz y pensándola como el “mejor bien en la tierra”. Incluso, acepta en
ocasiones que se obtenga, aunque sea con perjuicio, como lo formulaba él mismo
–con un talante popular–, cuando decía “quien tiene dos vacas, debe dar una para
que se mantenga la paz”. Es mejor tener una vaca en tiempos de paz que dos en
guerra.
Para Lutero, cuando el ministerio se ejercía correctamente la misma Iglesia
fomentaba la paz. ahí el punto dolens de dicha institución, en el que él recala con
insistencia. Ahora bien, en lo que se refiere al peligro turco, su postura no fue con-
secuente durante su vida. En un principio su actitud fue resignada y pasiva, hundía
sus raíces en una teología providencialista con fuerte raigambre veterotestamen-
taria. Más adelante, alrededor de 1529, se inicia un cambio de talante sobre los
turcos como el azote de Dios, y se muestra partidario de las actitudes beligerantes
del emperador, apoyándolo en su defensa, como lo hizo con los príncipes y señores
ante los levantamientos de los campesinos reportados en su Exhortación a la paz.
Se presenta entonces una relación particular entre la teología de Lutero y sus
enfoques políticos; sus posicionamientos pueden verse como una contradicción;
sin embargo, ésta radica en que sus ideas políticas no son lógicamente deducibles
de sus premisas teológicas (Wolin, 2002: 156). He aquí el problema de su exhor-
tación a la paz que no pretendía superar las injusticias, y cuyo marco se ciñó a un
concepto de paz negativa, en un marco de autoridad y orden, dejando de lado la
posibilidad de resistencia ante la injusticia.
Ante cuestiones como la violencia se han vislumbrado –desde tiempos ances-
trales y con revitalizaciones en la modernidad– posibles alternativas para sortear y
alcanzar de algún modo la existencia de expectativas esperanzadoras. Con ello, han
emergido respuestas que han ido tanto por la vía positiva de construcción –que aquí
seguimos–, como por la vía negativa, nihilista y pesimista, que da lugar, generalmen-
te, al inmovilismo. Todas ellas han sido motivo de interesantes estudios.
Las propuestas que generan las investigaciones sobre la paz inciden en que,
además de ser un imperativo de racionalidad, lo es también de carácter moral. Los
conflictos y confrontaciones deben solucionados de manera pacífica asumiendo
que las situaciones de pobreza, hambre y miseria constituyen el caldo de cultivo
de la violencia. Buscar la paz implica tener confianza en el ser humano y abonar
al despliegue de la vida (Galtung, 2003: 27), cuestión que ha hecho que podamos
pensar –con certeza– que las cosas podrían ser de otra manera. Esto es de extrema
relevancia, porque trastoca las formas en que históricamente se ha visto la realidad
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 77
desde una perspectiva bélica y de violencia, buscando salir de esas situaciones me-
diante la esperanza y la utopía. A este tema regresaremos en el último capítulo de
este volumen.
Así, el lenguaje y las preocupaciones en torno a la paz han versado histórica-
mente desde presupuestos violentos y han asumido que la guerra es algo inherente
y propio del ser humano y de la sociedad22. Estas tesis se articulan y fundamentan
en las teorías hobbesianas sobre la condición innata de la violencia en el estado
natural de las personas. De ahí la necesidad del Leviathan que domina, pero garan-
tiza la paz, gracias a que los ciudadanos ceden la libertad al Estado; herencias que
han perdurado y son patentes en las sociedades contemporáneas y, muchas de ellas
dependen de creencias no necesariamente fundadas, dado que, asimismo, a lo lar-
go de la humanidad han existido expresiones de reciprocidad y pacifismo silencia-
das sistemáticamente, legitimándose recurrentemente la presencia de la violencia.
Ahora bien, tener claridad sobre lo que significa la paz previene su uso excesivo,
manipulado y en ocasiones falaz. La paz es “el conjunto de situaciones en las que se
opta por la noviolencia” (Jiménez, 2011: 117), promoviendo situaciones de diálogo,
mediante la reconciliación, la tolerancia y la solidaridad. Yendo muy rápido, pode-
mos señalar que lo que significa la paz se vincula con una realidad centralísima que
es la justicia y, esta última es un eje fundamental para la primera, porque no hay paz
sin justicia. Esto conlleva todo un bagaje del pensamiento ético-político que implica
el respeto a las personas por su dignidad y una responsabilidad solidaria (Cortina,
1985) asumidas por unos seres humanos para con los otros.
Las ideas que emanan de lo vivido son las que han de guiar en la praxis de vida,
al fungir como metas a seguir, como ideales regulativos que nos permiten visualizar
lo que deberíamos perseguir, sin claudicar en esas metas al dar vida a cada uno de
nuestros pasos. Es lo que sucede con el concepto de paz, es decir, que ante la realidad
violenta que en general se vive, la paz se despliega como el ideal regulativo kantiano
de la Metafísica de las costumbres (1999b): tener un ideal que va regulando nuestro
actuar cotidiano y lo ordena en aras de alcanzarlo, y en donde la racionalidad prác-
tica o lo que es la racionalidad de la acción pone como veto a la guerra (Martínez,
2001: 30). Evidentemente, esta prohibición es coherente con la búsqueda de la exce-
lencia humana y, por ende, es congruente con la paz. Estas diferentes formas de ha-
cer la paz previenen la violencia que se ayuda de diálogo crítico, de la comunicación
y del respeto a los demás. Con estos elementos se abreva la posibilidad de ponerse
en el lugar de los otros, como recurso ético para favorecer la paz, y en tanto máxima
del sentido común que heredamos del pensamiento kantiano (Kant, 1973: 232ss y
269ss). La racionalidad práctica tiene sus razones morales y desde ellas se nos impo-
22
Así lo sostuvieron autores como Pierre Clastres (2004).
78 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
ne un deber: el de poder vivir como si pudiéramos alcanzar la paz. Esta propuesta tie-
ne que ver con la posibilidad de imaginarnos de otra manera, como si estuviéramos
en otro momento y en otra realidad, en el ánimo de que esto se podrá obtener si nos
reconocemos mutuamente como personas valiosas y con derechos de interlocución
en los ámbitos de una ética de la justicia, desde una ética de la responsabilidad con
los otros y en un ánimo de alcanzar conjuntamente beneficios mutuos que constitu-
yen la solidaridad y que inducen a diversas formas de lograr dicha paz.
La preeminencia del belicismo ha despertado siempre un interés mayor en
historiadores y en filósofos ante el soslayo y el desprecio de los estudios de paz,
desde los cuales, aun Kant pensó la paz como alcanzable y plausible, al colocar al
conflicto como motor de la historia que estimula el progreso de la humanidad.
La posibilidad de imaginar una situación mejor a la que se vive es lo que hace
posible pensar en alcanzar la paz y trascender situaciones de violencia y de injusti-
cia social, generando cambios en las estructuras de organización qué abra la posi-
bilidad de tener un mundo diferente. Ahí aparecen los escenarios utópicos.
Las formas recurrentes de injusticia social que se constituyen en formas vio-
lentas, no tienen por qué ser así, sino que pueden trastocarse y dejar de ser el
presupuesto de la violencia estructural23 de modo tal que la paz puede suponer
y vislumbrar el alcance de la justicia. Así, paz y justicia son ejes que articulan y
buscan construir una humanidad solidaria, ciudadana desde el telón de fondo de
lo humano, en los ejemplos concretos de los excluidos, los inmigrantes, los margi-
nados, las mujeres maltratadas, los niños sin hogar o aquellas personas que se en-
cuentran en situación de extrema pobreza. Ampliar los límites de las concepciones
de ciudadanía civil a una ciudadanía de tipo cosmopolita abreva estas propuestas
pacíficas, y cuya posibilidad se enmarca en la ampliación de las redes propias de lo
humano. De otro modo, sucede lo contrario, es decir, que cuanto más lejano es el
vínculo que une a las personas, menor es la reciprocidad que se da entre ellas.
Así entonces, podemos decir que la lucha contra las diversas formas de violencia
pasa obligadamente por la justicia. Con estas cuestiones como base, podemos ima-
ginar la posibilidad de pavimentar un camino hacia la paz que logre concomitante-
mente la justicia, mirando estos horizontes como utopías posibles, realistas y viables.
El punto de vista ético ilumina los conflictos de la acción. La paz es una meta
buscada por sí misma y los adjetivos, en todo caso, clarifican los fines específicos o
23
Galtung ha señalado tres tipos de violencia: la violencia directa que es la explícita; la es-
tructural que es la que se ubica en las instituciones y en las estructuras sociales; y, la violencia cultu-
ral, que se encuentra situada en los espacios culturales, en los imaginarios simbólicos, cfr.: Galtung
(2003: 57ss y 265ss). Es importante señalar que las estructuras se vinculan de manera importante con
los sistemas económicos, de éstos dependen aquéllas y las violencias que generan.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 79
Su opúsculo tuvo enorme éxito –se tradujo al inglés y al francés casi de inme-
diato–, y fue leído desde entonces como una obra célebre del pacifismo. Sin em-
bargo, no puede ser considerado un texto sencillo de persuasión política; mucho
se ha dicho que este texto es el planteamiento de un ideal moral al que es preciso
aspiren los países en sus relaciones exteriores, aun siendo difícil su alcance en la
realidad. Asimismo, se le ha visto como una defensa en favor de la instauración de
la paz “mediante el poder combinado con una liga de naciones amantes de la paz”
(Gallie, 2014: 30).
Kant describe la paz perpetua como el más alto bien político; una idea de la
razón práctica hacia la que debemos ir como si fuera algo real, aunque no lo sea.
Tanto en la Metafísica de la moral como en Sobre la paz perpetua (2005b), se define
la paz como una cancelación de las hostilidades entre los seres humanos en el esta-
do de naturaleza o entre los estados en una situación de guerra. Aunque puede ser
lograda por una reforma gradual de acuerdo con principios firmes, también puede
garantizarla una autoridad, o el gran artista de la naturaleza. Así, sea el destino o
la Providencia lo que produce la concordia entre las personas, aun en contra de su
voluntad o su discordia, en Sobre la paz perpetua (2005b), Kant presenta los princi-
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 83
pios firmes que tiene en mente, y lo hace en forma de un tratado con dos secciones
y un apéndice (Caygill, 1996: 314).
En este escrito, la intención de Kant es desarrollar un concepto de paz sin
cuestionamientos ni reservas, basado en el principio de la razón. Incluso con todas
las dudas sobre este tema –como lo expresaba en su Teoría del Derecho– también
sabía que era un elemento necesario en la vida de los seres humanos. “En su opús-
culo encontramos, en definitiva, un artificio metafórico que permite explicar una
idea filosófica en forma contractual” (Hernández, 2011: 246), que tendía a crear un
tratado de paz que no fuese atacable, sin intersticios por los que se filtrara alguna
posibilidad de reanudación de hostilidades. Por ello, su modelo tiene una meta que
no debiera romperse a menos que fuera con una voluntad explícita y arbitraria, al
margen del derecho y de la moral.
Ciertamente, Kant apoya la defensa de la paz haciendo un llamado de carácter
moral que va sistemáticamente contra las desgracias, los males de la guerra y las
violencias; también es un reclamo de un “interés personal civilizado (que habitual-
mente implica fe en nuevos mecanismos internacionales, que capacita a los hom-
bres y a las naciones para vivir en paz sin pasar por ninguna transformación moral
drástica)” (Gallie, 2014: 34). La demanda de paz perpetua va vinculada al derecho
internacional.
De este modo, el opúsculo kantiano queda para la historia como la base de
los tratados internacionales al prohibir toda conducta deshonrosa que impida una
reconciliación con el enemigo, mostrando así la salvaguardia de una dimensión
moral. Al no haber jueces que determinen el derecho entre las distintas unidades
estatales que viven en estado de naturaleza, es necesario limitar los efectos noci-
vos que generan la guerra. Kant diseña la paz como una paz política y no neutral,
basada en el establecimiento de una constitución republicana como la forma ideal
para la paz perpetua. De este modo, la búsqueda de la justicia común a partir de la
federación de repúblicas homogéneas podría superar el estado de naturaleza que
permitirá dicha paz.
Sin el esfuerzo continuo de la razón, lo que se obtiene es una paz de los reinos
o de los imperios, es decir, una paz imperial, para Kant una paz inmoral, opresiva,
impuesta; una paz de los cementerios. Éstas son, en definitiva, degradaciones de la
verdadera paz. Esa paz estratégica no es en absoluto para Kant genuina; es una as-
tucia, una mera oportunidad que permitirá a los contendientes reanimarse y forta-
lecerse para lanzarse a una nueva guerra. La paz estratégica es una tregua-trampa.
Por ello es que no puede aceptarse una paz con tregua.
Sin duda, dicho opúsculo de Kant condena todo tipo de treguas; adjetiva
como perpetua a la paz; concibe una paz sin treguas, sin reposos ni interrupciones.
84 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Por ello es que con el calificativo de perpetua Kant no sugiere en absoluto una vida
beata, porque su paz no es religiosa ni divina, sino terrena: para quienes son racio-
nales, pensantes e ilustrados.
Las herencias de sus predecesores –como son Saint Pierre, Rousseau y Vat-
tel– tienen un impacto relevante en Kant, y así como ellos antes, Kant redactó tex-
tos sobre las relaciones internacionales en términos del ámbito europeo del siglo
XVIII. Daban cuenta de la idea de la vida de las personas siempre como una al-
ternancia interminable entre la guerra y la paz, pensada ésta como cese temporal
de la guerra. Parece que no podemos evadirnos de la guerra, sin embargo, la idea
de todos estos teóricos apreciaba en Europa una civilización que de alguna mane-
ra había logrado hacer equilibrios ante el dominio de potencias dominantes y la
configuración de alianzas para enfrentar a dichas potencias. Por ello “la guerra no
era simplemente un mal necesario dentro del sistema europeo, sino que también
constituía una garantía indispensable de la supervivencia y la independencia de
los distintos Estados europeos” (Gallie, 2014: 45). Pese a su carácter destructivo, la
guerra habría de ser tolerada. Sin embargo, ni a Saint Pierre, Rousseau o Vattel les
convencía este panorama que resultaba ser muy complaciente y desconfiaban de
ese supuesto equilibrio entre los principales Estados europeos. Rousseau sostenía
que la guerra entre ellos era un mal inherente, que crecía y que era un obstáculo
para el progreso de las reformas internas. Esto se resolvería únicamente mediante
una federación de Estados europeos, aun a sabiendas, como lo reconoció después,
de que los países poderosos difícilmente se someterían a una autoridad federal.
Rousseau abandonó este problema internacional por su carácter de irresoluble.
Por otro lado, la posición de Vattel fue más “positiva y práctica” (Gallie, 2014:
46), y él estaba de acuerdo en que la guerra era inherente al sistema europeo: un
obstáculo para lograr el desarrollo comercial y cultural. La única posibilidad era
limitar y matizar dicha guerra, para lo cual era necesario reconocer el verdadero
su carácter y los desenlaces que podrían esperarse. La paz que se lograra sería me-
jor si la guerra había generado menos daño. Vattel defendía la moderación en la
guerra y en las negociaciones de paz señalaba que los hombres debían aceptar la
posibilidad de las guerras, o algunas de sus partes, como “justas”. Todas las guerras,
fueran “justas” o punitivas, creaban confusión y engendraban grandes perjuicios.
Kant coincidía con Vattel al sostener que la guerra era inherentemente opuesta al
derecho y no era un medio racional para que los hombres trataran de hacer valer
sus derechos (Gallie, 2014: 48). La guerra genera vencedores y vencidos, los pre-
senta como resultados de un método –por irracional– totalmente arbitrario, que
no considera ni el arbitraje ni la negociación. Los tratados, aunque favorecen al
vencedor, sirven para lograr la paz, por ello, para Vattel la guerra es un hecho in-
eludible; constituía un herramental de la vida política que había de utilizarse mo-
deradamente, o mejor no utilizarlo, de ser posible.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 85
Estas ideas hicieron eco en Kant, que bien sabía que acabar con los males de
la guerra era una tarea inevitable, ardua y lenta; sin embargo, no estaba de acuerdo
con Vattel en pensar que todos los Estados tienen el derecho a hacer la guerra para
garantizar sus intereses. Kant señalaba que la guerra puede moldearse, sin embar-
go, no puede cancelarse del escenario internacional.
Contra eso, Kant había de sostener que el reconocimiento de la meta de la paz
perpetua entre las naciones era necesario como primer paso en cualquier progreso
seguro hacia un orden jurídico internacional y, consecuentemente, que creer en la
posibilidad de una moderación y una limitación progresiva de las guerras, sin la
aceptación de aquella meta, constituía una ilusión sumamente peligrosa (Gallie,
2014: 48).
Kant era un defensor de la ley y de las legislaciones en las relaciones entre Es-
tados, por ello se le ha definido más como legalizador que como pacifista (Gallie,
2014: 49). Al haber establecido acuerdos de no agresión entre Estados se le puede
considerar como el primer internacionalista sistemático; en su propuesta los seres
humanos cumplían con su deber y mostraban su vocación cosmopolita. Además,
asentaba que las personas podrían aprender con ensayos y errores y con un sentido
de los ideales de justicia y armonía con los demás.
La guerra resultaba el mayor de los males de la humanidad, era irracional y
por ello inaceptable; era la forma extrema del mal general de la naturaleza huma-
na, es decir, una forma de egoísmo natural que se domeña por las leyes y que se
dirige hacia el ideal político de libertad y que, en su realización, se puede obtener
una moralidad social pura en tanto se trate a los demás como fines y nunca como
medios.
La presencia fundamental de la razón tiene –para el filósofo de Königsberg–
una proclividad del pensamiento humano: en todo esfuerzo consciente se inclina
hacia una unidad, un sistema y una necesidad aún mayores, al mismo tiempo que
hacia una autocrítica y un dominio de sí.
El primer aspecto de la razón se hace más evidente en su tarea de ordenar
nuestras sensoimpresiones subjetivas, en el conocimiento de un mundo objetivo,
público, regido por la ley; el segundo, en su tarea de someter nuestros impulsos
egoístas a reglas de consistencia, reciprocidad y justicia; pero esa sola y única ra-
zón, como Kant solía decir, también se expresa en la vida teórica y práctica (Gallie,
2014: 38).
Los logros en uno y otro campo han sido desequilibrados. La búsqueda de
unidad, sistema y necesidad por parte de la razón ha permitido el acuerdo sobre
los modos en que los objetos de su mundo común deben identificarse y explicar-
se, actuando en relación a normas convenidas sobre cuestiones de reciprocidad y
86 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
justicia entre una persona y otra. Esa razón se expresa en la vida teórica y práctica;
tal razón funge como clave capaz de entregar los secretos del mundo físico, así
como de dictar el asentimiento racional de todos quienes escucharan su llamado.
Esta razón se caracterizaba por ser imaginativa, flexible y profética (Gallie, 2014:
76). Kant pretendía conciliar las razones teórica y práctica, en tanto la razón teó-
rica revelaba un mundo de determinismo natural, un mundo ordenado y, la razón
práctica suponía la posibilidad de la libertad para elegir el deber y la justicia. Esta
razón práctica es una vocación siempre inacabada; la esperanza en esa razón tiene
en Kant un poder enorme para los empeños políticos.
Los fracasos y las dificultades revelados en la historia de la humanidad fueron
condiciones necesarias para la expansión de la capacidad humana de enfrentarse
racionalmente a la naturaleza y sus pruebas; ahí se muestra un progreso racional
en donde la paz perdurable sea posible. El ideal moral de lo humano y de la paz
entraña esa esperanza de posibilidades insospechadas.
La paz como ideal moral se patentiza en el pensamiento pacifista kantiano en
tanto “la paz perpetua no es una idea vacía sino una tarea que, resolviéndose poco
a poco, se acerca permanentemente a su fin, porque es de esperar que los tiem-
pos en que se producen iguales progresos sean cada vez más cortos” (Kant, 2005b:
187). Es esta idea de la paz como ideal moral la que nos interesa mantener como
hilo conductor en este libro, como hemos ya señalado, de modo tal que es facti-
ble forjar la apertura de un camino por el cual habrá que transitar perpetuamente
hacia la paz, aunque ésta habrá de convivir con la guerra que parece ser lo perpe-
tuamente presente. Si bien el camino hacia la paz busca su perpetuidad “el estado
de paz debe ser instaurado, pues la omisión de hostilidades no es todavía garantía
de paz” (Kant, 2005b: 148). Por ello se requiere una paz perpetua sin licencias ni
intervalos; que no se identifique con la vida eterna de la teología cristiana, ni con
la paz estratégica de los déspotas ilustrados. No es la paz dada o regalada que pro-
viene del estado de naturaleza, sino la que se obtiene por el progreso de la razón, de
ahí que Kant afirme que el estado de paz –sin pausa– debe ser instaurado. Ni una
paz de los imperios o una paz romana son aceptables, ya que son inmorales por
abusivas y tiránicas; por ello se la llama la paz de los cementerios, porque consti-
tuye un oprobio degradante de la verdadera paz. La paz estratégica no es una paz
genuina, sino un contraejemplo de la genuina.
El anuncio de la perpetuidad de la paz que mostraban los ilustrados en sus tex-
tos convivió con un crecimiento inexorable de unas formas nuevas de hacer la guerra
y cuya característica fue la ausencia de respeto a los límites antiguos. Así, la preocu-
pación kantiana de no cejar en momento alguno en defender la paz y, por ello, no
hay tregua temporal. La inscripción “hacia la paz perpetua” que estaba en cierta po-
sada holandesa, junto al dibujo de un cementerio –cuando Kant la visitó–, dio pauta
para que el filósofo prusiano la utilizara como título de su conocido opúsculo.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 87
Kant intenta entrever afanosamente el concepto de paz perpetua entre los Es-
tados, de modo que la ardua, diversa hasta la multiplicidad divergente y, por ello,
llena de sorpresas e incertidumbres, “la paz perpetua de los vivos, busca propo-
nerse como alternativa –quizá, como la única alternativa– a la otra paz perpetua,
a la fácil monótona, previsible paz perpetua de los muertos” (Pereda, 1996: 80). Se
busca una paz que no cese y que sea un proyecto continuo; ha de mostrar tanto la
astucia de la serpiente como la candidez de la paloma (Kant, 2005b: 170); en donde
política y ética se combinan para el beneficio humano.
A pesar de las inacabadas infracciones prácticas de los acuerdos para no dar
pie a la guerra y que involucran una necesidad ética de la paz, la guerra y la vio-
lencia han continuado. El veto que formula la razón práctico-moral a la guerra
es irrevocable por el daño que se causa a las personas. Este veto es coherente con
la búsqueda de la excelencia humana, y por ende es congruente con la paz. Kant
hereda a la posteridad algunas ideas fundamentales como son que cada persona
debe considerarse ciudadano del mundo antes que cualquier otra cosa; los acuer-
dos deben convertirse en auténticos tratados de paz y no sólo en armisticios; los
ejércitos permanentes convenientemente irán desapareciendo paulatinamente; la
existencia de tropas mercenarias supone un atentado en contra la dignidad huma-
na; la constitución de los estados debe ser republicana; debe declararse obligato-
ria la hospitalidad en todo el mundo independientemente del lugar de nacimiento
y la vinculación política y la cuestión que defiende el espíritu humanitario como
elemento de unión de los pueblos (Baquer, 2004: 279). “No pudo ser sino su pro-
funda convicción de que la guerra debe y puede ser evitada lo que llevó a Kant a
ese esfuerzo, cuyo resultado es una obra a la cual no siempre se le ha reconocido su
trascendencia” (Santiago, 2004: 127). Negarse a aceptar las justificaciones de cual-
quier guerra hace que tome distancia de teorías muy asentadas y aceptadas sobre
la guerra. Esto porque “las formulaciones clásicas de la teoría de la guerra justa o
el ius in bello debe funcionar provisionalmente con vistas a la cancelación del ius
ad bellum o derecho de guerra, y no como parte complementaria de la doctrina del
derecho de guerra” (Santiago, 2004: 135).
Si no se logra la armonía sobre la separación y las diferencias entre los pueblos
o entre las personas y las rivalidades llegan a sus últimas consecuencias, se habrá
instaurado la paz de los sepulcros dejando de lado el derecho y la justicia. Lograr la
paz implica considerar sus antinomias que emergen de las aparentes discrepancias
entre moral y política y, por ello, la solicitud de los filósofos para propiciar las con-
diciones de esa paz. Ahí es precisamente en donde juega un papel fundamental el
político moral y no el oportunista moralista político (Kant, 2005b: 177).
El proyecto kantiano difería de los anteriores porque “combinaba una deman-
da moral urgente de ‘acción inmediata’ con un sagaz reconocimiento político de la
88 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
larga lucha cuesta arriba que esa acción exigiría” (Gallie, 2012: 53). Los gobiernos
debían inaugurar la paz en una forma legal que buscara la perpetuidad de ésta y
la extendiera a todo el orbe. Esa paz pensada como perpetua únicamente podía
iniciarse haciendo una revisión de la noción de derecho internacional de la huma-
nidad. Los proyectos de paz eran impracticables mediante-imperio y lo eran asi-
mismo mediante-federación, y sobre esto estaba cierto Kant. La idea de implantar
la paz entre estados soberanos era una ilusión política; había para él una incom-
patibilidad entre establecer y mantener una constitución justa en el interior de un
Estado y establecer y mantener una relación justa entre Estados. La propuesta legal
debía incorporar a todos los Estados para evitar las agresiones ilegítimas; de otro
modo, la paz perpetua era difícil de lograrse. Lo único que asegura los derechos de
los Estados es el arbitraje para así defender sus derechos.
Las enseñanzas de Kant expresadas como máximas, argumentos o críticas
muestran que para él la paz concebida para ser perpetua es algo que debe exten-
derse a partir de un ejemplo positivo de no agresión prometida. Denuncia con
fuerza a Grotius, Puffendorf y Vattel por tratar de persuadir a los Estados europeos
de contentarse con las guerras estrictamente limitadas, como condición necesaria
para convenios de paz (Kant, 2005b: 154) y, como ya lo apuntamos, no debe haber
treguas. Kant no acepta este enfoque por ser tranquilizador e inaceptable, ya que la
guerra no es un camino que reivindique nuestros derechos pues acepta el dominio
del más fuerte. Esto constituye una afrenta contra la razón; todas las relaciones
entre Estados deben tener un fundamento legal (Reiss, 1995: 103). Se busca que la
esperanza de un mundo en el que los derechos del individuo llegan a trascender las
fronteras de su propia nación, quedando garantizados y limitados asimismo por
el reconocimiento mutuo entre los Estados confederados. Éste es un paso hacia la
consecución de relaciones pacíficas entre estados que respeten los derechos fuera y
dentro de sus fronteras.
Independientemente de reconocer lo inaceptable de la guerra, la pregunta so-
bre cómo garantizar la paz perpetua y la búsqueda para mantener a sus miembros
unidos al producirse diferencias y rivalidades entre ellos, es una consideración so-
bre la que Kant no ofrece garantía alguna de que la confederación no se desintegra-
ría. No se puede garantizar la paz perpetua si hay en la naturaleza humana barreras
insalvables al progreso político, y esos obstáculos pueden verse como elementos de
impulso al esfuerzo racional y desde ahí sea posible dar sentido del desarrollo polí-
tico de la humanidad. Esto porque, si bien para Kant las personas tienen una parte
animal e inherentemente egoísta, también tienen una parte racional y respetuosa
de las leyes. Esta última presenta posibilidades de desarrollo casi ilimitadas y se las
pone en acción por las necesidades de la naturaleza animal. Los peligros de la hu-
manidad por las crisis o las anomalías de la vida humana hacen que se apegue a las
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 89
24
Bando, término germánico entendido como exclusión de la comunidad, en Agamben (1998).
92 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
tura pública contemporáneos, en general, con sus malos ejemplos en países hoy
muy conocidos. Las políticas han reproducido la exclusión, la muerte, la injusticia,
la vejación, el dolor y han mostrado lo perverso de las acciones en el escenario de
lo político. Esto nos obliga a volver nuestros ojos a la filosofía con quienes han
sospechado derroteros por los cuales pensar y vivir en los espacios públicos. Las
manifestaciones violentas que se han tornado cotidianas en el mundo actual gene-
ran una indignación que corroe –desde lo más hondo– las entrañas de lo humano,
por ello es preciso hacer visibles estos problemas, analizarlos desde los recintos
teóricos de la misma filosofía para llevar su solución a las zonas prácticas y de la
vida cotidiana, buscando solucionarlos de manera articulada, mediante un ideal
regulativo que implica la acción. Desde ese ideal regulativo es que podemos tanto
reconocer a los demás seres humanos como criticar nuestra propia historia.
Ese ideal se enfrenta con lo dramático, que suelen ser los hechos, y porque
“aún estamos matándonos unos a otros, sin atender a la fuerza de la razón ni del
corazón sino utilizando las razones de la fuerza” (Martínez, 2001: 20, cursivas del
autor). De ahí que sea urgente “sacar la filosofía a la calle, al mundo distanciado
del reconocimiento de los seres humanos como seres humanos y confrontarlo con las
propuestas de los filósofos” (Martínez, 2001: 20, cursivas del autor). Sin embargo, es
preciso no quedarnos atados únicamente a los hechos, sino que se requiere apelar
al ideal regulativo que nos “impone la necesidad de explicitar la propia trama de la
racionalidad, mientras quede una colectividad o un solo ser humano que no tenga
reconocida su capacidad de dar razones de sus propias normas que regulen su vida
como seres humanos” (Martínez, 2001: 20). La humanidad trata de comprender el
sentido de lo humano constituyendo un compromiso para indagar y generar razo-
nes para cualquier ser humano. Desde aquí es posible apreciar lo que sucede en los
momentos críticos de la humanidad en los que se evidencia “la pérdida de la auto-
nomía y universalidad de la racionalidad que no sólo no llega a todos, sino que se
unilateraliza, se convierte en mera estrategia según la cual unos seres humanos uti-
lizan a otros como medios para unos fines diferentes del reconocimiento universal
de la racionalidad” (Martínez, 2001: 20, cursivas del autor). Y es dicha autocom-
prensión de la racionalidad que se compromete con el reconocimiento de las per-
sonas como seres humanos que nos hace –como apuntaba Husserl– delegados de
la humanidad, en tanto “hemos llegado a comprender […] que la importancia que
el filosofar y sus resultados tienen en la entera existencia humana de ningún modo
se limita a los fines culturales privados o de algún modo restringidos. Somos pues
–cómo podríamos dejar de verlo–, en nuestro filosofar, funcionarios de la huma-
nidad” (Husserl, 1984: 22-24). Este papel entraña responsabilidad y compromiso
con la humanidad. Así, de la propia concepción de la filosofía –como el uso autó-
nomo de la racionalidad para todos los seres humanos– se sigue el compromiso
público de los filósofos con la demanda de razones de por qué nos hacemos lo que
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 93
nos hacemos unos a otros, y la indagación de si podríamos llevar a cabo las cosas
de otra manera hasta que no quede ningún ser humano sin el reconocimiento de
esta racionalidad (Martínez, 2001: 22).
La filosofía para la paz tiene entonces, una función de carácter reconstructivo
de las capacidades humanas para vivir en paz. Esta función ha de impactar e im-
pregnarse en los espacios humanos, entre los cuales se tienen que resaltar los ám-
bitos políticos y culturales que es preciso restaurar, lo cual supone implicaciones
para construir o reconstruir el ideal regulativo de la paz como forma de zanjar los
conflictos de manera política y ética para poder generar posibilidades de acuerdo
y concordia.
Los conflictos y confrontaciones han de ser solucionados de manera pacífica
con la asunción de que situaciones de pobreza, hambre y miseria constituyen el
caldo de cultivo de la violencia, y que a su vez generan fanatismo e intolerancia
(García, 2001: 22) productores de esa violencia. Buscar la paz implica tener con-
fianza en el ser humano y que además implica el despliegue de la vida (Galtung,
1998: 27), por ello las normas éticas no pueden escapar del testimonio de la rea-
lidad. Eso fue lo que movió a Gandhi: la certeza de que las cosas podrían ser de
otra manera; es lo que filósofos de la paz, como Johan Galtung, han defendido.
Esto es de extrema relevancia porque con ello se trastocan las formas en las que
históricamente se ha visto a la realidad desde una perspectiva bélica y de violencia.
Estas formas han despertado siempre un interés mayor en historiadores y en los
filósofos, lo cual ha hecho que los estudios de paz hayan sido soslayados y hasta
despreciados.
Tanto el léxico como las preocupaciones en torno a la paz han versado históri-
camente desde presupuestos violentos y han asumido que la guerra es inherente y
propia del ser humano y de la sociedad. Estas tesis se articulan y se han fundamen-
tado en las hobbesianas: considerar la violencia como natural en las personas –de
ahí la necesidad del Leviathan que domina, pero que garantiza la paz gracias a la
cesión al Estado de la libertad de los ciudadanos–. Estas herencias y tradiciones
del pensamiento han perdurado y son patentes en las sociedades contemporáneas.
Muchas de ellas dependen de creencias no necesariamente fundadas, dado que a
lo largo de la humanidad han existido expresiones de reciprocidad y pacifismo que
han sido ocultadas. Y ese silenciamiento ha impactado en aras de legitimar la vio-
lencia (Galtung, 1996: 13-14). Sin embargo, no siempre fue así, como puede verse
desde el pensamiento griego y sus teogonías, en las que se explica la relevancia de
la paz encarnada en la diosa Eirene cuya representación se relacionó con la pros-
peridad y el bienestar de las sociedades. De ese modo su vínculo con la fertilidad,
la abundancia, la vida, la capacidad de creación y la tranquilidad son asociaciones
que se han reforzado mediante textos e imágenes en el transcurso de la historia
94 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
ellas marcan sus espacios, en los que los conflictos han sido discernidos y debati-
dos y superados y, finalmente, las violencias trascendidas de alguna manera.
La lucha contra las diversas formas de violencia pasa obligadamente por la
justicia en un espacio que parte de los hechos y de la realidad fáctica. Éstos forman
parte de lo que sucede en dicha realidad y fungen como espejo para las reflexiones
que llevamos a cabo. Se trata de un ir y venir entre las reflexiones teóricas y la rea-
lidad que se nos impone, y que al repensarla indaguemos sobre recursos teóricos
que impacten para desde la reflexión modificarla. Si bien esos recursos teóricos
no suelen escucharse, sí apuntalan y pavimentan el camino de la práctica de me-
jor manera. Las ideas teóricas pueden llevar dobles intenciones, sin embargo, los
estudiosos de la paz y quienes hacemos investigación teórica no tenemos agendas
ocultas. En boca de Kant es claro su posicionamiento en torno a la relación de la
teoría y la práctica cuando señala en Sobre la paz perpetua (2005b):
El autor del presente ensayo pone como condición lo siguiente: que el polí-
tico práctico sea consecuente, en caso de conflicto con el teórico, y no preten-
da haber peligro alguno para el estado en las opiniones de este, aventuradas
al azar y manifestadas públicamente, ya que suele desdeñar al teórico, cuyas
hueras ideas, según el político práctico, no ponen en peligro al Estado que
debe arrancar de principios empíricos, y a quien se le puede permitir echar los
once bolos de una vez sin que aquél, político de mundo, le haga ningún caso;
con esta cláusula salvatoria quiere el autor saberse a cubierto, expresamente y
de la mejor forma, de toda interpretación maliciosa (Kant, 2005b: 141).
Como hemos ido apreciando, articular la filosofía para la paz con la investiga-
ción para la paz permite apreciar los fundamentos epistemológicos que subyacen a
los fenómenos humanos, por medio de los cuales es posible aprehender la realidad
social (Galtung, 1993: 15-45; 1996). El contenido epistemológico se sustenta en de-
terminadas características cognitivas que se configuran a partir de la educación, la
cultura, los valores y las experiencias individuales de cada persona en cada socie-
dad (Jiménez, 2011: 24). Es preciso cambiar de paradigmas, es decir, transformar
el conjunto de prácticas que definen a una disciplina mediante el conocimiento,
para partir de constructos como la paz. Evidentemente, el conocimiento obtenido
atenderá las necesidades de la comunidad científica y, además, reconocerá a quie-
nes habitan en una realidad específica. Con la tensión entre lo teórico y lo práctico
se evidencia con fuerza la injusticia real y, de ahí, se busca modificarla en un pro-
ceso de paz. Desde la injusticia es posible reconstruir el mundo humano y generar
caminos hacia la paz, primero desde reflexiones teóricas que emergen de lo real y
después con el impacto que tendrán, sobre la realidad, las teorías alcanzables. Al
preguntar qué es la paz para cada uno de nosotros, se nos muestra que no es po-
sible esperar una respuesta general que sea igualmente vinculante para todos; sin
96 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
embargo, se dan pautas universalizables deseables y posibles para todos los seres
humanos en los marcos de dignidad, de reconocimiento y de plenitud humana.
Si los seres humanos tenemos la capacidad de paz, el quid es entonces cómo
realizar esa capacidad. Ahí está el meollo de su realización, pero también de su
estudio. Por ello y desde allí es que los estudios y reflexiones teóricas iluminan la
posibilidad de la paz (Galtung, 2003), cuestión que nos impulsa a no quedarnos
anclados en la mera violencia y el conflicto, sino que nos lanza a que veamos posi-
bilidades de alcanzar la paz sin verla como optimismo iluso sino con una base en
la realidad. Tenemos que prepararnos para la paz (Galtung, 2003) porque es lo que
afanosamente buscamos; así es como podemos trastocar el histórico dictum que
se nos ha repetido incansablemente: si quieres la paz prepárate para la guerra. La
afirmación que sostiene que la paz no puede ser mediada por la violencia nos insta
a buscarla por medios pacíficos y deberá enfrentarse con racionalidad y con res-
peto al ser humano y a sus necesidades básicas. Esto significa que el ser humano,
como punto de partida, es nuestra razón y meta. La paz es el despliegue de la vida
(Galtung, 2003: 27) que se ubica y desarrolla en situaciones de desafío recurrente.
Situaciones complicadas por el conflicto no rebasado, se han de ir trascendiendo
y transformando, ya que en ciertos recovecos humanos se guardan espacios ne-
gativos que habrá que aprender a superar. Sólo con la comprensión basada en los
análisis que nos muestran los estudios teóricos y que apuntalan a los estudios prác-
ticos es como podrán allanarse tales desafíos.
Así entonces, si bien la paz concebida para ser perpetua es una tarea política
recientemente reconocida, de manera lógica la humanidad siempre la exigió como
una sola comunidad moral. Desde ahí es posible señalar que, como comunidad
moral, es un imperativo para toda la humanidad y para todos los gobiernos. La
relevancia de tomar en consideración las consecuencias políticas y la paz se com-
prende como búsqueda de justicia entre las personas, mediante los Estados. Así, la
construcción de la paz debe dejarse a la imperfecta experiencia y a la racionalidad
de los interesados, porque intentar imponer la paz puede significar por sí misma la
reanudación de la guerra. El boceto filosófico escrito por Kant para alcanzar la paz
definitiva se sustentó en su profunda convicción de que la guerra debe y puede ser
evitada (Santiago, 2004: 127). Mientras existan las guerras los Estados no podrán
jactarse de haber logrado la paz y la armonía. Estos objetivos podrán alcanzarse
completamente cuando todos los involucrados sufraguen conjuntamente a la ex-
tirpación de la guerra. La paz definitiva podrá lograrse cuando se erradique el de-
recho a la guerra y en ese momento la razón –apuntalada en la ley– habrá vencido
a todas las demás justificaciones de fuerza. Las pautas básicas de esa normatividad
es lo que se manifiesta en Hacia la paz perpetua (Santiago, 2004: 129), como hemos
señalado a lo largo de este apartado.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 97
“El ‘conflicto’ forma parte del universo, de todas las realidades que lo
componen y de las relaciones que se establecen en ellas”.
Francisco A. Muñoz (1993: 114).
25
La incompatibilidad de metas no significa que haya que cancelar una de las dos posibi-
lidades. En este caso en el que se intenta eliminar a una de las partes es cuando surge la violencia.
Se pretende trascender el conflicto, se busca superarlo mediante acuerdos en los que ambas partes
ganen. Cancelar a uno de los interlocutores significa que uno gana y otro pierde, y la cuestión de-
seada es que los dos ganen, por ello es que se hacen los acuerdos y la relevancia que esta solución sea
creativa. cfr.: Galtung (2010: 15-17).
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 99
Aun sabiendo que el lenguaje que se usa para la paz ha versado históricamente
desde presupuestos violentos y ha asumido que la guerra es inherente y propia del
ser humano y de la sociedad26 –además de la fascinación que ha existido en torno
a la violencia–, ha orientado y condicionado nuestra percepción sobre la realidad,
estimulándonos a sobrevalorar el papel que de la violencia en la vida humana. Muy
a pesar de esto, no se han cancelado las posibilidades de mirar de otra manera
nuestra realidad; la simplificación que se ha hecho al absolutizar la presencia de la
violencia y que ha decantado un único modo de apreciar la realidad, aún con ella
y su prevalencia no ha silenciado ni cegado del todo las apreciaciones sobre la paz.
“La preocupación por la violencia no debe llevarnos a confundir sus patologías
con sus síntomas o a simplificar y descontextualizar sus causas y terapias” (Muñoz,
2006: 414), por ello, desbrozar dicha violencia parece obligarnos a ver las diferen-
tes posibilidades que se abren a través de las acciones, por ellas podemos comenzar
a actuar ahí en donde la libertad y la comunidad se vuelven palpables (Arendt,
1998: 201), mediante el discurso.
La violencia y el conflicto son los dos temas que permiten enmarcar un con-
junto de problemáticas que se han presentado en la filosofía política del siglo XX
y XXI, cuya presencia forma parte de nuestra cotidianeidad como hechos consti-
tuyentes de existir, centrándose de este modo como elementos centrales de la filo-
sofía. Entre las tareas de la filosofía política encontramos las apuestas por gestar
un orden en el que la sociedad logre mejores modos de vivir. Una de las derivas
filosóficas que han tratado de dar cuenta de esta situación ha sido la apuesta que
hizo Hannah Arendt a mediados del siglo pasado, y que continúan resonando en
nuestras reflexiones. Arendt considera el fenómeno de la violencia como un ele-
mento que disuelve el ámbito político, de ahí que uno de los grandes problemas
de la filosofía política del siglo recién terminado sea la violencia y el conflicto. Sin
pretender negar estas realidades, es posible pensar la manera de superarlas y eli-
minar sus consecuencias. Arendt piensa que la forma no es expulsarlas del ámbi-
to político sino ver cómo es posible enfrentar la realidad con ellos, buscando un
consenso a través del diálogo participativo. De este modo la política podría lograr
su razón de ser y su tarea al reconocer que el punto de partida es la existencia del
conflicto, la confrontación y la violencia, así como apostar por la capacidad huma-
na para resolver los conflictos del diálogo y del discurso. Para la filósofa alemana,
la vida política consigue ese nuevo orden a partir de razones expresadas por los
miembros dialogantes.
Ciertamente, no se trata de asumir la violencia como condición y eje de la vida
política –como lo hace por ejemplo Carl Schmitt (1999)–, pero tampoco de afir-
mar la exclusión de reflexiones teóricas sobre la violencia como elemento central
26
Así lo sostuvieron autores como Clastres (2004).
100 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Arendt sostiene que, ninguna de las dos –violencia y poder– son un fenómeno
natural o una manifestación del proceso de la vida, sino que, más bien, pertenecen
al terreno de lo político en el que los asuntos humanos se presentan sobre todo a
través de la facultad de la acción que inicia algo nuevo (Arendt, 1988c: 182). Cuan-
do se reduce el poder y se incita a la violencia (186) se prepara el terreno para la
dominación, la lucha y el conflicto. La política está conformada por la acción como
discurso, el acuerdo y la concertación, no por un gobierno. Lo que funda a una
república no es el dominio, sino la acción consentida entre todos, el poder, enten-
dido como diálogo consentido y buscado en sí. La violencia depende de los ins-
trumentos que posibilitan otro estado de cosas, de ahí que cuando se usan medios
violentos es inútilmente, porque no se garantiza el alcance del fin. Éste es, como
ya apuntábamos antes, imprevisible; lo que queda entonces como consecuencia
es un mundo más violento. Arendt es consciente del desarrollo de los medios de
destrucción que han alcanzado niveles insospechados de avance técnico, y cuyo
objetivo es la guerra.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 101
27
Que “es equiparado con la aparición de la libertad en el universo; el hombre es libre por-
que él es un inicio y fue creado después de que el universo haya tenido existencia: [Initium] ut esset,
creatus est homo, ante quem nemo fuit. En el inicio de cada hombre este comienzo inicial es reafir-
mado, porque en cada instancia algo nuevo llega en el mundo ya existente” (Arendt, 1996: 167). Este
sentido es heredado de la tradición judía y cristiana.
104 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
para obtener el material, como la madera justifica la muerte del árbol y la mesa la
destrucción de la madera” (Arendt, 1998a: 171). Arendt hace matices en sus ejem-
plos: no es lo mismo hacer una mesa –para lo que se requiere talar árboles–, o
hacer un omelette –para lo cual se precisa romper los huevos–, que instaurar una
república, para lo que es necesario matar gente. Por ello, para la filósofa alemana es
necesario deslindar y concretar el significado de la fundación o la instauración de
un nuevo sistema político que no debe confundirse con el concepto de fabricación
o producción28. La máxima para la acción política arendtiana es diametralmente
opuesta a esta categorización del hacer útil condenando así la actitud instrumental
de la violencia política. La dificultad emana cuando, por desconfiar de la acción
como condición necesaria para instaurar la política y la república se prefiere inter-
pretar la política en términos de fabricación. No es posible sostener –dice Arendt–
medios violentos pensando en fines favorables, porque las acciones morales son
siempre imprevisibles y no se puede garantizar plenamente la consecución del fin.
Este rasgo de predicción no pertenece a la acción; la impredecibilidad absoluta de
las acciones que comienzan con el initium no puede prever los efectos de tal acción
(Arendt, 1998a: 163 y 253).
Arendt signaba los conceptos de poder, de participación, pluralidad, discurso
y libertad como nociones esenciales para el republicanismo y no el de violencia.
Ésta es la razón por la que tampoco estaba de acuerdo con Maquiavelo, quien para
ella era “el padre espiritual de la revolución” (Arendt, 1988a: 38; García-González,
2005: 155-176).
La filósofa reprobó la consecución de mejores situaciones en aras de la des-
trucción previa de otras, para que así se generara el paso a un mejor estado de
cosas. El terror acarreado por muchas revoluciones es el ejemplo que Arendt
siempre considera; concretamente, la destrucción y la incertidumbre generada
por el movimiento de la Revolución francesa. Arendt defiende que no debe pen-
sarse en la violencia como el precio a pagar por la libertad y, por ello, no acepta
la violencia en el ámbito político, precisamente porque este último campo se ge-
nera cuando se supera la violencia propia del estamento privado. A pesar de la
negación de Arendt, la violencia siempre se ha presentado como práctica política
y como rubro propio de este espacio; pareciera imposible pensar en los terrenos
de la política sin hacer referencia explícita a la violencia, sobre todo porque si se
aprecia la perspectiva del siglo XX, ha resultado ser un siglo de guerras y revo-
luciones, “un siglo en el que esa violencia se ha considerado como denominador
común” (Arendt, 1998b: 111), y porque “el desarrollo técnico de los medios de
A partir de ahí lleva a cabo su crítica a la revolución. El problema surge cuando se con-
28
funde la fabricación, la actividad del homo faber con las acciones en el espacio público, al pensar lo
político como generado por ese homo faber y al afirmarse la instrumentalización de fines y medios.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 105
29
Violencia es atentar contra ciertos problemas –como falta de vestido, alimento, identidad,
libertad, salud– que deberían poder resolverse (cfr.: Galtung, 2003: 27).
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 107
30
Paul Ricoeur, en Caminos del reconocimiento (2005), incide en este tema, que es tan em-
blemático, dado que, finalmente, todos los seres humanos queremos ser tomados en cuenta, ser res-
petados y reconocidos. Evidentemente, este reconocimiento –al que llamamos ético– excluye a aquél
de corte funcional, de modo que implica el apuntado respeto y consideración de la dignidad como
personas, y no un reconocimiento meramente instrumental o funcional.
108 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
de un plano ético” (Marinas, 2007: 38) que esté sujeto a nuestras acciones. De este
modo, para el logro de la paz se requiere del equilibrio moral posible entre sujetos
libres, iguales y solidarios; esta solidaridad es una condición propia de los sujetos
morales. Porque “solidaridad es reconocimiento de la condición humana” (Mari-
nas, 2007: 38), ahí está en juego la paz, precisamente en “la restauración o no del
vínculo social” (Marinas, 2007: 38), que se decanta gracias al comienzo o initium
de acciones pacíficas mutuas.
En las situaciones dañadas se muestra la ruptura del vínculo entre las perso-
nas, y al destruirse tal vínculo se genera el conflicto y, en muchas ocasiones en que
estos conflictos son mal resueltos se deriva en violencia.
Las herencias violentas han sido protagonistas en tanto han reinado y han
perdurado a lo largo de la historia humana, y siguen siendo patentes en las so-
ciedades contemporáneas. Muchas de ellas dependen de creencias y de valores
que han predominado ligados a la belicosidad, y aun a lo largo de la historia de
la humanidad han existido también expresiones de reciprocidad y pacifismo, sin
embargo, han sido ocultadas, invisibilizadas y silenciadas, conllevando con ello
la apatía. Todos estos elementos legitiman la violencia (Galtung, 1996: 13-14). La
aceptación de ciertas tendencias que deforman la realidad de manera exagerada
aprecia las estructuras como causantes de lo que se vive, ellas se sostienen en las
razones culturales que tienen una potencialidad explicativa y, a la vez, justificadora
de dichas situaciones. Esto sucede con algunas tradiciones culturales y religiosas
que se apoyan en presupuestos e imaginarios negativos de la humanidad, como
son los paraísos perdidos, los pecados originales, los calvarios, los purgatorios e
infiernos, entre otros causales que, en aras de esperar algunas soluciones apocalíp-
ticas, paralizan cualquier acción para resolver y trascender los conflictos (Muñoz,
2006: 414), se considera que así son las cosas y no existe posibilidad de cambiarlos.
La trascendencia de los conflictos parte de las actitudes y conductas que hacen
visibles las posibilidades pacíficas producidas por la experiencia común. Desde la
conceptualización de la paz se cede a la posibilidad de dirimir las dificultades de
zanjar el camino hacia la construcción de una paz que, aunque no sea perfecta, tie-
ne la posibilidad de superar las dificultades y dilucidar derroteros que comiencen
a forjar un mundo más pacífico. Y si bien es necesario transformar y resolver los
conflictos por caminos pacíficos, no es suficiente si “la toma de decisiones no in-
tegra tales vías como elemento principal de las dinámicas sociales” (Muñoz, 2006:
418), y el diseño de las sociedades. Este diseño ha de considerar cuestiones como el
poder en tanto las teorías de la paz van imbricadas necesariamente con teorías del
poder, y éstas a su vez son dependientes de las teorías de los conflictos. En medio
de todo este entramado es que se posibilita la construcción de las teorías sobre la
paz.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 109
31
El tema del poder es inmenso y complicado. Su problematización ha generado una gran
cantidad de estudios a lo largo del pensamiento filosófico, y arrastra un caudal de nociones como
fuerza, dominación y violencia, y desde ellas se presupone alguna forma de sumisión. El poder es el
resultado de una relación en el que unos obedecen y otros mandan, por ello es que está vinculado no
sólo, ni prioritariamente, con la fuerza o la violencia, sino con ideas y creencias que son las que ayu-
dan a obtener obediencia, dando autoridad y legitimidad a quien manda. Como poder político, ha
dado lugar a diversas teorías a lo largo de la historia, como puede verse en las obras de Maquiavelo,
Hobbes, Marx, Simmel, Weber, Arendt, Foucault. Todas las teorías del poder desarrolladas en el siglo
XX tienen presente –sea como punto de partida, como referente o como elemento– las propuestas
que sobre el poder hiciera Weber. Sus reflexiones se alimentan de la disección que hace de la sociedad
con un uso de conceptos vinculados con las explicaciones del Estado moderno y una combinación
de elementos del derecho, la economía o la sociología. El poder es una categoría elusiva porque es
siempre cambiante en sus efectos, manifestaciones y rituales. cfr.: Pérez (2009), Menéndez (2007),
Del Águila (2003) y González, (1998).
32
Es el caso de Arendt, quien defiende el poder como concertación. Es el poder vértebra de
todo espacio político y no es mensurable; es intangible y carece de fronteras y guarda una multiplici-
dad infinita. “El poder como la acción es ilimitado; carece de limitación física en la naturaleza huma-
na, en la existencia corporal del hombre, como la fuerza. Su única limitación es la existencia de otras
personas, pero dicha limitación no es accidental, ya que el poder humano corresponde a la condición
de pluralidad para comenzar” (Arendt, 1998a: 224).
110 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
33
Este triángulo se refiere a las tres formas de violencia: la directa, estructural y cultural, y cada
una se ubica en un vértice, impactando a las otras dos formas de violencia con las que se concatena.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 111
36
Este ensanchamiento tiene que ver con el recurso de la mentalidad agrandada kantiana y
arendtiana.
37
Publio Terencio, el Africano, Heauton Timoroumenos (El enemigo de sí mismo); Miguel De
Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, en donde apunta, “soy hombre (ser humano) a ningún
otro hombre estimo extraño”.
116 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
prepararnos para la paz [si vis pacem para pacem], de modo que los involucrados
tienen que sentirse disuadidos de llevar a cabo la violencia, y así intentar superar
el conflicto. Los conflictos son de facto de diversa índole según los involucrados en
el mismo: micro-conflictos internos y entre las personas; meso-conflictos, que se
presentan en las sociedades; macro-conflictos, entre estados y naciones; y, mega-
conflictos, entre regiones y civilizaciones38.
Sabemos que, generalmente, se ha normalizado hablar de la guerra, se ha vuel-
to costumbre. Por su parte, hablar de paz cuesta más trabajo, porque se ve como
algo imposible, como una lejana eventualidad irrealizable; esto tiene que ver con la
misma falta de usanza y porque con las guerras acostumbran ganar los que sacan la
mejor tajada; ellos son los que tienen los elementos para continuar justificando los
procesos bélicos. Normalmente quienes están en los ámbitos de ejecución de la po-
lítica no consideran el conflicto no resuelto como punto de partida, ni visualizan
la problemática que encierra la polarización, sino que se centran en la violencia
exclusivamente; “confunden el escenario del conflicto –en el que se produce la vio-
lencia, la acción– con la formación del conflicto. Se reduce el problema a un dua-
lismo, maniqueísmo y la lógica de dominio en donde se presenta la violencia como
algo inevitable” (Galtung, 2002: 6). Dichos dirigentes de la política –en general
según lo que se vive en nuestros espacios– se interesan únicamente –y, por cierto,
no siempre– por la violencia directa, por ser la más visible; no analizan las causas
de la prolongación y la escalada de dicha violencia; no profundizan en apreciar que
los que sufren exclusiones sistemáticas y sistémicas sufren violencias estructurales
y culturales. Por ello es que no exploran propuestas de paz ni proponen situaciones
que real y efectivamente superen las violencias de diversa índole de las personas
afectadas; no vislumbran un mejor futuro porque no imaginan ni ofrecen situa-
ciones de paz, no buscan cambios profundos y en los eventos de violencia directa
dejan un lado las acciones que posibilitan la reconciliación, elemento central para
la despolarización.
Es manifiesto que las definiciones de la paz se vinculan indefectiblemente con
las de violencia, y como estas últimas son las que tenemos a la mano, se estudia
casi únicamente la violencia. Y por ello también es que desde estos referentes se
han hecho los estudios de paz. Ahora bien, la idea de violencia no resulta en nada
extraña a la filosofía si atendemos a sus consideraciones y a las múltiples herencias
del mismo Aristóteles y la tradición aristotélica, a todas sus derivas hacia el me-
dioevo, la modernidad con sus reformulaciones en la filosofía política, y las que
hoy en día se nos ofrecen. Definiciones que los estudios de paz –a través de su
fundador, Johan Galtung– han realizado y se relacionan con los conceptos de lo
38
Esto es lo que se explica a lo largo de todo el libro de Galtung, Trascender y transformar.
Una introducción al trabajo de conflictos.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 117
versos sujetos desean bienes externos de los que no hay cantidades suficientes dis-
ponibles para satisfacer a todos ellos” (Bilbao et al., 2004: 16). En ese caso se habla
de un conflicto de recursos escasos, aunque el antagonismo puede tener un origen
que emana de que se desea, lo que el otro desea y las razones porque lo desea; en
este caso hay un conflicto mimético (Bilbao et al., 2004: 16, cursivas de los autores).
Hablar de conflictos distributivos no significa que tengan que ver siempre con re-
cursos materiales sino también con recursos simbólicos como son valores, dere-
chos o mundos de sentido como podrían ser los políticos y los religiosos (Bilbao
et al., 2004: 16). Cuando sentimos atacados algunos aspectos que pensamos como
centrales para nuestra identidad es cuando se generan conflictos de identidad (Bil-
bao et al., 2004: 16). Por su parte, el conflicto objetivo tiene que ver con los recur-
sos en disputa y el subjetivo se bifurca en dos vertientes, es decir, en tanto remite a
la percepción que tiene cada parte del conflicto y la dimensión que se expresa en
las relaciones establecidas entre los contrincantes.
Ahora bien, la ausencia total de conflicto es el estado de muerte, es fundamen-
tal identificar la contradicción, hacer visible la incompatibilidad para desde ahí
buscar su transformación. Existen contradicciones que residen en la estructura del
sistema social, aunque ciertamente hay elementos que son inconscientes como los
intereses o aquellos que conscientemente son asumidos como son los valores. Sin
duda, los conflictos de la vida real son muy complejos, y cuanto más complejo es
un conflicto más ocasiones presenta para una transformación no violenta y creati-
va, pero exige mayor creatividad reflexiva. No puede prevalecer ni la complejidad
(Escila) ni la simplificación (Caribdis) porque acaba por polarizarse el conflicto,
y con ello se complica su resolución o su trascendencia. Cualquier formación de
la vida real tiene rasgos de armonía y discordia. En ella van de par en par la con-
flictividad y la cooperación de modo que “en una estructura conflictiva, domina
el aspecto discordante, […] pero no debe impedirnos de ninguna manera ver los
aspectos cooperativos, armoniosos, que pueden muy bien ser la base sobre la que
se pueden construir la transformación de los conflictos” (Galtung, 2002: 118).
Lo fundamental en el conflicto es buscar su transformación, ahí en donde en
alguna parte hay una contradicción y en ella hay dinamismo, por ello en el con-
flicto siempre hay perpetuo cambio y su estructura es resbaladiza (Galtung, 2002:
131). De este modo, desbrozar lo que es un conflicto nos obliga a mirar cuáles son
los actores y partes y cuáles son los objetivos; y cuáles son las contradicciones.
El pensamiento que ha prevalecido pretende buscar una forma de estado final en
donde el conflicto no se resuelve o se deja por imposible y prolongado, mantenido
para siempre. Pensar en una solución de los conflictos puede definirse como dan-
do lugar a una nueva estructura que es aceptable para todos los actores y asimismo
sostenible para todos. La visión más ingenua es creer que el conflicto queda solu-
cionado una vez que las élites de las partes han aceptado la solución. Esto sucede
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 119
en las firmas de documentos que suelen ser rúbricas en papel mojado, en parte
porque no siempre los firmantes son honestos, por lo cual no siempre se considera
a los demás actores (Galtung, 2018: 35-44). Aun si estos aceptaran, cabe preguntar
en dónde están las fuerzas que apuntalan el acuerdo y que producen estructuras
menos conflictivas y no sólo reproduciendo las anteriores. Por supuesto, es bueno
una configuración menos contradictoria, sin embargo, tiene que estar respaldada
por las actitudes y suposiciones correctas, de otro modo volverán los comporta-
mientos equivocados.
Es importante considerar que “la transformación de los conflictos es un pro-
ceso sin fin” (Galtung, 2003: 132), por ello el objetivo es la capacidad transforma-
dora permanente y junto con la habilidad para manejar las transformaciones de
forma aceptable y sostenible. El objetivo es el proceso y es el camino y las transfor-
maciones se dan en el tiempo preciso, como Cronos y Kairós, es decir, el momento
y el tiempo exacto.
Entonces, partiendo del supuesto de que los conflictos son una constante en la
vida de las personas y muchos de ellos han sido para bien –en el sentido de que en
la historia de la humanidad muchos de esos conflictos impulsaron cambios positi-
vos–, hubo otros casos que en vez de dirigirse a cuestiones constructivas se dirigie-
ron hacia lo negativo, hacia la destrucción y la deshumanización, al convertirse en
violencia. Según la propuesta de Galtung, tenemos que aprovechar la presencia del
conflicto; ciertamente es una crisis, pero también es oportunidad, es un hecho que
surge ante la incompatibilidad de objetivos. Evidentemente, los conflictos sí exis-
ten y son connaturales al ser humano; no se solucionan, pero sí pueden transfor-
marse mediante la noviolencia. Buscar la paz es un camino que pasa por la teoría y
la práctica de la resolución de conflictos.
En un conflicto estructural hay violencia estructural (Galtung, 2003: 136); la
contradicción básica del conflicto está en la verticalidad de la estructura, la repre-
sión y la explotación. Estas estructuras represivas y explotadoras están protegidas
por otras disposiciones estructurales que impiden la concientización y la moviliza-
ción generando fragmentación, dividiendo y marginando a los de abajo. Concien-
tización y movilización son procesos necesarios para transformar los intereses en
un conflicto estructural. Entonces, para superar la violencia estructural se requiere
en primer lugar confrontar y plantear la cuestión con claridad y el resultado que se
desea. La lucha tiene que ser por medios no violentos, de acuerdo con la fórmula
paz por medios pacíficos y esto es importante en un segundo momento. Un conflic-
to sólo puede solucionarse si las partes están convencidas de que no pueden forzar
a las otras a someterse. Es lo que hace la noviolencia. El tercer paso para superar la
violencia estructural es el desacoplamiento, es decir, cortar el lazo estructural que
une al represor al explotador. Este recurso fue muy conocido porque fue caracte-
120 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Los conceptos gandhianos, hoy muy conocidos, son los que estructuraron la propuesta
39
Así se titula el primer capítulo de Los retos de la sociedad por venir, que constituye el pri-
40
mer inciso del primer reto de los tres que propone: justicia, democracia efectiva e interculturalidad.
Estos tres retos son los centrales que plantea la sociedad por venir. Al responder a cada uno de estos
retos con razones fundadas es que podremos orientarnos en este mundo. Cfr.: Villoro (2007: 9).
41
Como algunas teorías lo proponen, véase, Rawls (1979).
42
Galtung ha señalado tres tipos de violencia: la violencia directa que es la explícita, la es-
tructural que es la que se ubica en las instituciones y en las estructuras sociales y la violencia cultural
que se encuentra situada en los espacios culturales, en los imaginarios simbólicos. Las estructuras de
las sociedades se vinculan irremediablemente con los sistemas económicos y de ellos dependen tales
estructuras y las violencias que generan. La mala distribución económica produce violencia. Por ello,
Galtung insiste en que tal violencia se produce cuando no se satisfacen las necesidades básicas y és-
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 123
tas en gran medida dependen de sistemas económicos injustos. Por supuesto, tenemos presente esta
cuestión porque constituye una causal de la violencia, sin embargo, por su importancia merecería un
escrito específico. Si pensamos en que los procesos de paz van ligados a la reparación de los daños,
tenemos que introducir necesariamente el tema de lo económico. Existen intereses, de carácter eco-
nómico –principalmente– para defender la violencia; evidentemente, tales intereses no se explicitan,
sino que se manipulan y se llevan a cabo de manera sutil. Además, es importante señalar que las vio-
lencias estructurales (aquellas que son reproducidas por las instituciones) son múltiples y entre ellas
apreciamos, por ejemplo, el racismo, el clasismo y la violencia de género.
124 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
y al erigirse como máximo valor, engulle a los valores como libertad, justicia y una
vida de plenitud, acabando por deteriorarlos y arruinarlos (Trías, 2005: 52). De este
modo, la seguridad “erosiona y arruina la libertad, sitúa en última fila la justicia, im-
posibilita la felicidad o la buena vida, e interpreta […] la fraternidad, la igualdad y la
libertad únicamente a través de su rostro más obtuso” (Trías, 2005: 52). Es la parte
sombría de la política que se erige sobre el miedo y que puede proveer una excusa
inadvertida para la militarización. Pero, con todo y esto, la investigación sobre la paz
no debe degenerar y ceñirse únicamente en torno a la investigación sobre la vio-
lencia, aunque si bien es cierto que las causas de la guerra fueron en un inicio una
cuestión que estuvo en el corazón de la investigación sobre la paz, sin embargo, hubo
una segunda tradición que dibuja inspiración desde las esperanzas más que desde los
traumas. Esta tradición que se ha ido construyendo en las últimas décadas se iden-
tifica con la paz positiva; de ahí que una definición negativa de paz es inadecuada
por insuficiente. No basta con decir que hay paz cuando no hay guerra, por ejemplo,
cuando “queremos explicar por qué hay alguien que es rico no es útil definirlo como
siendo ‘no pobre’” (Klein, Goertz y Diehl, 2008: 67-80). Es necesario apreciar las po-
tencialidades humanas y, desde ahí apuntar hacia la paz positiva subsanando lo no
logrado que causa la violencia.
De este modo, las investigaciones sobre la paz han ampliado su perspectiva
en el conflicto violento y ha ido construyendo un conocimiento –aunque sea inci-
piente– de que la paz tiene que ser algo más que la ausencia de violencia. Ésta era,
hasta cierto punto, la reflexión de un viejo dilema: paz o justicia. Si la paz negativa
es la ausencia de guerra y violencia, entonces la paz positiva es “la integración de la
sociedad humana” (Galtung, 1964: 2), aunque su naturaleza no sea completamente
clara y sea difícil de operacionalizar. Definir la paz positiva como la negación de
la violencia estructural (Galtung, 1969: 167-191) evidencia que tal violencia es-
tructural emana de las disposiciones y ordenamientos del sistema en que vivimos.
En situaciones en las que la gente muere de hambre en una sociedad, se evidencia
que son eventos injustos que no tendrían por qué darse, porque existe suficiente
alimento para satisfacer esas necesidades. Entonces, la cuestión es la mala distribu-
ción, que es la generadora de tales injusticias; de ahí que sea evidente que la estruc-
tura social injusta es la causante y la responsable de esos daños a las personas. Así,
la injusticia y la indignación se hacen presentes; si bien la paz negativa es un paso
y peldaño necesario que pretende reducir la guerra, generalmente, se ha quedado
ahí, como el principal foco en la investigación sobre la paz (Gleditisch, Nordkvelle
y Strand, 2014: 155). La paz negativa es un antecedente necesario, pero insuficien-
te; por ello, la exigencia es construir y visibilizar un concepto de paz más amplio
–estimulado por la definición de la paz positiva–, pues es una manera de revertir
la violencia estructural, porque construye subsanando situaciones de injusticia e
indignidad.
126 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Fue Galtung quien en 1959 fundó el Instituto Internacional de Investigación para la Paz
43
en Oslo, y en esos momentos expuso la definición de paz negativa y positiva. Un poco después, en
1960 se dedicó a pensar la violencia estructural para más adelante estudiar la violencia cultural.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 127
cedido en los países con altos índices de asignación y reparto de los recursos, en
donde se ha logrado articular tal distribución con formas de reconocimiento para
superar las figuras discriminatorias existentes. Ambas acciones, distribución y re-
conocimiento deben conjuntarse de manera tridimensional con lo político, y así,
en este espacio es en donde se “señala quién está incluido y quién excluido” (Fraser,
2009: 37). Es en ese ámbito político en donde se han de dirimir las disputas eco-
nómicas y culturales y resolver las “injusticias como la paridad en la participación
[con todo y] los obstáculos que dejan fuera del alcance algunos aspectos importan-
tes de la justicia” (Fraser, 2009: 37).
En un marco de exclusión y pobreza sobre un subsuelo de injusticia los acuer-
dos sociales y políticos mínimos se quebrantan, con lo que los agentes sociales no
participan en condiciones de igualdad (Fraser, 2009: 50). De ahí que sea funda-
mental la consideración de la justicia igualitaria en la participación y exigiéndose
una reflexión crítica de las injusticias sufridas en la coyuntura actual, por ejemplo,
en México. Sabemos que, bajo la tutela de la globalización y el desarrollo, lejos de
resolver los problemas vitales de la humanidad (Hessel y Morin, 2012: 15) éstos se
han agudizado, precisamente porque no se develan las injusticias en los modelos
dominantes. Los grupos más amenazados por violencias culturales y estructurales
son los que sistemáticamente están en la peor situación; son en quienes se explicita
la violencia más cruda que evidencia la ruptura ética. Sobre los excluidos recae el
peso de todo tipo de injusticias que se sitúan en esos espacios sociales, públicos y
políticos, en donde han de configurarse las formas y procesos y cómo se llevará a
cabo la presencia de los términos democráticos (Fraser, 2009: 47). Desde la insul-
tante pobreza en la que viven ciertos grupos de personas, hasta la devastación de
su misma integridad personal, incluyendo la física, todo ese proceso de violencias
da cuenta de un estado de cosas que han entrado en la lógica mercantilista. Las
“luchas por la justicia en un mundo globalizado no pueden tener éxito a menos
que se liguen íntimamente a luchas a favor de una participación implicada en los
procesos de decisión de quienes participan” (Fraser, 2009: 48). La política –y quie-
nes la manejan– tiene la responsabilidad de ver por la justicia de los miembros de
esa sociedad. Tal responsabilidad ética es fundamentalmente estructural (Young,
2011: 69). Y como sostiene Iris Marion Young, algo está fallando moralmente en
los espacios de la política, dado que la tarea encomendada a quienes están en esos
espacios no ha sido cumplida y sigue quedando en deuda para con la ciudadanía,
y por ende para con quienes conforman ese ámbito de lo común. Existe culpa ma-
nifiesta de dichos actores porque existen claras expresiones de faltas que pueden
incriminarse de manera evidente (Young, 2011: 89ss). Ellas hubieran podido sal-
darse si hubiera habido voluntad explícita de hacerlo y un compromiso moral que
recayera en los espacios de la acción política.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 129
44
En este espacio se está entendiendo lo político como espacio de libertad y deliberación
pública, de lo propio de lo político que significa, en términos arendtianos, espacio de acción. La polí-
tica es entendida como la organización para la administración de lo político. Al destruirse lo político
se genera una política, a su vez, destructiva de lo humano. La política frente a lo político ha sido un
concepto desarrollado por varios autores y constituye una parte fundamental de sus categorías bá-
sicas. Entre tales autores podemos señalar a Claude Lefort, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Zoltan
Szankay y Nelly Schnaith, principalmente.
130 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Pensar en la superación de los obstáculos con los que las sociedades cargan
significa generar cambios en las mismas estructuras sociales, por ello es central
dar cuenta de la organización de las estructuras sociales, que en muchos casos son
promotoras de esas violencias soterradas.
Cuando Galtung acuñaba el concepto de violencia estructural lo pensaba
como “la exclusión sistemática de un grupo de las fuentes necesarias para el desa-
rrollo de sus potencialidades humanas completas” (1969: 168). Este tipo de violen-
cia es indirecta, pues se encuentra en la injusticia social. Ella nos permite encontrar
ciertas formas ocultas de la violencia instalada en los sistemas o estructuras, como
la miseria, la dependencia, el hambre, la ignorancia, las desigualdades de género,
las desigualdades sociales, las de grupos marginales, entre otras.
En este capítulo, las reflexiones parten de las situaciones que vivimos y se
encuentran enmarcadas en el conjunto de violencias que las acompañan, desde
aquellas que son directas hasta las estructurales y culturales. Es obligatorio superar
estas violencias para poder pensar la paz, ya que todas ellas constituyen magnos
132 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
escollos para lograr sociedades pacíficas. Si bien las violencias directas, en mu-
chas ocasiones –en nuestras latitudes–, son vistas como inaceptables hay otras que
siguen normalizadas y que son apreciadas como algo natural. Esto se debe a la
ausencia de conciencia crítica que, por la intención de grupos preponderantes de
mantener las cosas en un statu quo, utilizan recursos para invisibilizar y hasta legi-
timar esas violencias de carácter estructural y cultural.
De este modo, en este segundo capítulo se consideran como punto de partida
dichas violencias, para desde ahí detonar imperativos, ideales y valores necesarios
para alcanzar situaciones pacíficas que impulsen las estimaciones del reconoci-
miento de las personas, tan dañado por las diversas formas de violencias. Por ello,
es cardinal la inclusión de reflexiones sobre la dignidad, ubicadas como base de la
ética de la paz.
Se propone trabajar todas las violencias a la vez para que, a través de una con-
sideración integral de éstas, puedan superarse y evitar los escollos que impiden
poder pensar y llevar a cabo la paz. Evidentemente, este logro requiere pensar el
conflicto en su diversidad y en las formas de rebasarlo, de trascenderlo, para en-
tonces construir una paz transcultural y universalizable. Esta última se sustenta en
valores éticos que al lograrse se convierten en virtudes y, si la acción es continua,
en habitus de paz. Pensar la paz como valor significa plantearlo como ideal moral,
consideración que conforma la columna vertebral e hilo conductor de este texto.
La acción moral se lleva a cabo en conjunción plural con los otros, en el espa-
cio político en el que el diálogo se constituye como parte central y elemento común
que hace posible la construcción de la paz.
Ahora bien, en el intento de englobar en nuestras consideraciones todas las
violencias resulta muy apropiado contemplar el concepto de violencia estructu-
ral, porque resalta la exclusión sistemática de grupos ubicados en ciertos nichos
sociales, los cuales difícilmente pueden romper dichas estructuras. Por ello, es tan
apropiada esta adjetivación de la violencia que resulta ser poco visible pero que
cercena de manera radical a la comunidad humana. Dicha violencia aparece en el
entramado estructural de las sociedades y al asentarse y legitimarse se constituye
en violencia cultural. Si bien las violencias estructural y cultural no son visibles –
como lo es la violencia directa, que es ostensible– sí tienen efectos devastadores en
las personas. La violencia estructural emana del mismo armazón social e impide
satisfacer las necesidades prioritarias debido a la desigualdad social y con relación
a los ingresos, la vivienda, la carencia o precariedad de los servicios sanitarios, la
falta de trabajo, la desnutrición, la formación y el divertimento mínimo. Por su
parte, la violencia cultural se vincula a las expresiones simbólicas de una comu-
nidad, expresiones utilizadas para justificar la violencia estructural, haciendo que
ciertas situaciones de enorme violencia parezcan normales. De este modo, fre-
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 133
45
La tarea es enorme porque hay que desandar el camino que a lo largo de la historia se ha
construido para violentar y con ello desnaturalizar todos aquellos elementos que violentan sin que
siquiera lo percibamos. En estas formas de violencia se aprecian asimismo las formas heredadas de
colonización.
134 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
político constituye una enorme preocupación, por ello y desde ahí es que podemos
preguntar si queda lugar para la vida moral, cuando las formas de la devastación
humana son tan potentes. No existe otra manera que apelar a un giro ético (Žižek,
2008: 7ss, 22ss), de ahí que “la ética ha de estar moldeada y promovida por deci-
siones fundamentales sobre nuestra vida […] y de decisiones colectivas por las que
hay que asumir una responsabilidad total” (Žižek, 2014: 9).
Sabemos que los escenarios de exclusión y de carencia son el detonador recu-
rrente para la violencia sobre las personas y se acompañan de la desconfianza jus-
tificada en la administración de la justicia que cancela la defensa de los derechos
humanos. Quienes sufren exclusión sufren desventajas generalizadas en términos
de educación, empleo, vivienda, recursos financieros, así como la falta de oportu-
nidades para tener acceso a la distribución de tales oportunidades, y por ende son
sustancialmente menores que las del resto de la población y la persistencia de ta-
les desventajas permanece a lo largo del tiempo (Abrahamson, cfr.: Moreno, 1997:
123) y todas estas menguas se constituyen como violencia.
Hay quienes prefieren apuntar por separado los términos de exclusión cul-
tural, social y la pobreza, pero de una forma u otra, la exclusión es un fenómeno
socio-cultural y ético-político que cuestiona y amenaza los valores de la sociedad
(Abrahamson, cfr.: Moreno, 1997: 123). En este sentido, no es únicamente la insu-
ficiencia de ingresos la expresión más patente de la marginación, sino que en ella
se revela algo más que la desigualdad social. La exclusión en cuanto a los ingresos
tiene implicaciones que evidencian el peligro de una sociedad fragmentada, con
lo que se amenaza la cohesión social de los Estados. De este modo, como algunos
teóricos han señalado, la exclusión viene dada por la negación, o no observancia,
de los derechos sociales, que incide en el deterioro de los derechos políticos y eco-
nómicos, y en el menoscabo de la paz. La exclusión y la violencia tienen que ver
con la ausencia de reconocimiento social y político como parte de una comunidad.
En las situaciones límite la exclusión implica un proceso de negación a un grupo
de la población de la condición humana, justificando y reproduciendo la injusticia
creada que margina y excluye de manera estructural y cultural.
Esa violencia sobre aquellos que están obligados a vivir al margen del mundo
de lo común radica en que son convertidos en seres humanos “sin una profesión,
sin una nacionalidad, sin una opinión, sin un hecho por el que identificarse y es-
pecificarse” (Florescano, 1997; 438), y no cuentan con posibilidades de expresión
dentro de ese mundo, ni con la aptitud de acción sobre ese mundo común. Son
los declassés, que no poseen ningún estatus definido y son –en términos de Han-
nah Arendt (1987: 678)– considerados superfluos; se convierten en vertederos dis-
puestos para los residuos humanos de la modernización, así considerados por el
pensamiento crítico de Zygmunt Bauman (2015: 16), o como los hombres de las
mazmorras de Primo Levi (2010: 117).
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 135
Hay que conocer cuáles fueron los motivos de las guerras, las características y los
resultados, y desde ahí contribuir a alejar el riesgo de las guerras y tratar de poner
fin a las que están en curso. Por ello resulta tan importante dirimir el conflicto.
Educar en un marco vital plagado de conflictos significa educar en el conflicto y
para el conflicto (Cascon, 2001), esto es, educar para la convivencia cotidiana; para
acostumbrarse a saber actuar en las situaciones conflictivas que afectan de manera
indefectible la vida de los humanos y obligan a reaccionar por medio del uso de
la palabra, la empatía y la cooperación. Se trata entonces de una tarea que ha de
centrarse en valores, actitudes y procedimientos para solventar dichos conflictos.
Frente a la violencia podemos apreciar a la paz como alternativa posible y enten-
derla como enmienda de la violencia y el remedio que la combate. Un primer paso es
entender la paz como la negación de la violencia y su ausencia en todos los aspectos
de dicha paz, tanto directa, como estructural y cultural. Galtung (2003) ha insisti-
do recurrentemente desde hace más de cincuenta años en que para alcanzar la paz
hay que encarar violencias personales y estructurales haciendo un abordaje y trata-
miento dobles, particulares y conjuntos. Es una exigencia para la pacificación en el
ámbito de la práctica que permite concebir que las violencias personal y estructural
están interrelacionadas y son interdependientes (Soto, 2007a: 54). Esto significa que
la existencia de una colabora con la de la otra; una refuerza la de la otra.
La emergencia de la violencia personal –sea de corte criminal o revolucionario–,
es inducida por la existencia de estructuras injustas que pueden ser, por ejemplo, de
carácter oligárquico. La violencia institucional autoritaria y paternalista es favoreci-
da por la presencia de la violencia personal; una puede ser el síntoma de la otra. Si
se pretende construir la paz es necesario desactivar ambas violencias; de otro modo,
una de las dos queda en estado latente hasta que vuelve a activarse. “En ocasiones
una violencia acorrala y hasta parece erradicar, a la contraria” (Soto, 2007a: 55) pero
es preciso desactivar ambas violencias para no dejarlas ni pendientes, ni en latencia,
y no generar así una paz efímera y pobre. La paz “no se compadece con la permanen-
cia de violencia alguna” (55), sea ésta entendida como justicia social o como orden
público, necesarias ambas cuestiones para lograr la paz. Si se violentan alguna de es-
tas no constituyen pasos seguros para el alcance de la paz. Porque, como decía Gand-
hi, la paz es el camino. Es necesario que obtengamos una paz sin violencia.
Eliminar la violencia estructural ayuda a cancelar la violencia personal, por-
que no la apuntala ni la apoya (Galtung, 1985: 89), pero es preciso buscar la paz
como tal, dado que no puede compatibilizar con cualquier violencia; la paz “com-
porta una plasmación positiva, sustantiva y efectiva” (Soto, 2007a: 61). La paz tiene
una complexión dual: por un lado, una dimensión negativa dado que se sustrae a la
violencia; por el otro, una dimensión positiva, que significa ausencia de violencia,
pero siempre presencia de esa paz. La paz definida en positivo indica orden, justi-
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 137
Quizás sea una verdad de Perogrullo. Decir que los seres humanos somos capaces de paz
46
no significa que sea una facultad como la razón, sino una posibilidad ínsita en las posibilidades de
acción, de igual manera que somos capaces de generar violencia.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 139
ello y desde allí es que los estudios y reflexiones teóricas iluminan la posibilidad de
la paz (Galtung, 2010), y esta apuesta nos impulsa a no quedarnos anclados en la
mera violencia vivida y el conflicto no superado, sino que nos lanza a que veamos
posibilidades en el alcance de la paz como algo realista, sin caer en un optimismo
iluso. Tenemos que prepararnos para la paz (Galtung, 2003) porque es lo que bus-
camos; ésa es la forma en que podemos trastocar el histórico dictum que se nos ha
repetido hasta el cansancio: prepararnos para la guerra cuando queramos la paz.
Es central una reflexión crítica para que se aprecie el problema en las discre-
pancias existentes y el señalamiento y distinción de la claridad en torno a: en nom-
bre de qué se establecen los lazos de respeto mutuo, cooperación o no agresión,
entre otros (Marinas, 2007: 44). Apreciando ese síntoma que exhibe realidades vi-
sibles y vividas, objeto de una racionalidad que en todo caso no debería basarse
en intereses, como la racionalidad estratégica o instrumental que establecen los
medios calculados para optimizar dichas metas y dejando de lado los elementos
comunes. Evidentemente, tal racionalidad se presenta en el escenario filosófico
apenas sometida a un análisis crítico, postulando el interés propio como generali-
zado y predominante, o un escenario en el que cada quien busca denodadamente
su interés, por lo que incita a situaciones de generación de conflictos o que efecti-
vamente se dé pie directamente a la violencia, porque se rompe el lazo común que
vincula. Con ello se genera la inmunitas (Esposito, 2005: 13ss), en tanto se presenta
el aislamiento y la ruptura del vínculo común. Se trata de relaciones vinculares y
no de relaciones entre sujetos utilitarios, de modo que la communitas atiende a va-
lores vinculantes que se ubican en el campo de lo político para que puedan llevarse
a cabo las formas y razones políticas que deberían estar fuera de las lógicas del
lucro y de la explotación.
Así, entre los supuestos podemos encontrar principalmente el elemento que
cohesiona y pretende una articulación cordial. Es el vínculo social que alude y se
sustenta en el vínculo constituido por valores morales que enlazan de manera co-
hesionada a las personas y grupos que logran superar los conflictos, y cuyas razones
pueden argumentarse a partir de la ética y los valores humanos. Éstos se expresan en
lo político47 tanto en su dimensión ética como a partir de la razón política.
La configuración de las realidades humanas y los sujetos que se vinculan de
diversas maneras, sea –como anotábamos– desde la instrumentalización, o pue-
den resolverse y superarse mediante la generación de vínculos y la ética del don, de
la restitución o de la correspondencia de los elementos que fungen como razones
47
Aquí entendemos lo político como espacio de libertad y deliberación pública y en tanto
elementos propios de lo político. Éste es el espacio de acción. La política por su parte se entiende
como la organización para la administración de lo político que, al destruirse lo político, se genera una
política asimismo destructiva de lo humano.
140 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
vinculantes que estarían en el munus. Tales razones han de lograr el equilibrio en-
tre las partes, las fuerzas y los por qué, buscando situaciones de igualdad, dado que
de lo contrario se propician situaciones de conflicto de intereses, de territorios, de
utilidad, de jerarquías, subordinaciones y de beneficios. Si las razones vinculantes
como pueden ser la restitución, la comunicación, el reconocimiento y el proyecto
logran la mesura, el equilibro y la justicia, seguramente se generará la communitas
indispensable para una sociedad pacífica.
Las razones vinculantes tienen un carácter ético. La restitución que implica
apertura al compromiso que se propicia con el don; obliga a corresponder respal-
dando y fortaleciendo los vínculos pacíficos. Se ayuda con un diálogo plural que
supone la apertura para evitar que se conviertan en hegemónicos y anclados en
prejuicios interesados y estereotipados para, en vez de eso, acometer con una ra-
zón común. Ésta coadyuva a crear un reconocimiento en tanto correspondencia en
un marco ético.
Para alcanzar la paz por medios pacíficos se requiere de una racionalidad am-
plia, razonable que abarque el respeto al ser humano y a sus necesidades básicas.
Esto significa que el ser humano –del que tenemos que partir– es nuestra razón y
meta y sus valores concurren en la paz; ésta es la expansión de la vida (Galtung,
2003: 27) que se ubica y desarrolla en situaciones de desafío recurrente. Estas si-
tuaciones deben trascenderse y transformarse, ya que en ciertos recovecos huma-
nos se guardan espacios negativos que habrá que aprender a superar de manera
práctica –pero apuntalada– en los estudios teóricos sobre paz. Sólo con la com-
prensión y el análisis que nos muestran tales estudios teóricos es como podrán su-
perarse dichos desafíos. Un primer paso es conocer los valores éticos –entre ellos
el de la paz– para poder evaluar las situaciones humanas y los procesos en los que
se presentan las situaciones valorales que conducen al logro de ella.
Ahora bien, la defensa de la idea de paz aspira a una paz transcultural y uni-
versalizable48 dado que se sustenta en los valores éticos que son deseables para to-
dos, apuntando que los valores no son absolutos, pero sí universalizables. La paz
es un valor deseable por sí mismo y por las consecuencias existentes al obtenerlo
vinculadas con la defensa de lo humano. La relevancia implica comprender que la
paz significa defensa de la dignidad de las personas, valor ético fundamental entre
otros que se vinculan mutuamente. Se defiende aquí su pertinencia como valor
ético y no como preferencia individual, por ello hablar de la transculturalidad de la
48
Sostener esta universabilidad y la transculturalidad no significa que se absoluticen los
valores ni que se conviertan en hegemónicos. La universabilidad de los valores éticos implica su plu-
ralidad, pero no puede renunciar a la pretensión de universalidad. No se trata de establecer única y
absolutamente un conjunto de valores a los cuales es preciso plegarse, pero sí reconocer que los va-
lores éticos pretenden lo deseable para cualquier ser humano. Es entonces una exigencia moral tanto
para el desarrollo personal como para una adecuada comprensión de la perspectiva institucional.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 141
49
Habrá quienes digan que la violencia da asimismo sentido a lo que hacemos, sin embargo,
la violencia destruye a corto o a largo plazo porque pretende algo sólo para un grupo, no para todo
el conjunto humano. El sentido que puede dar la violencia es temporal, la paz busca dar ese sentido a
la humanidad no determinado de manera temporal sino permanente. Agradezco a Raúl Alcalá, sus
comentarios en estos puntos.
142 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
por cualquier ser humano50. Este constructivismo se sitúa en lo que sería el mundo
que deseamos y que nos gustaría tener, de modo que los valores presentes en la paz
añaden una apertura hacia el futuro e impactan sobre cómo queremos que sea ese
futuro y hacia dónde debemos orientarnos.
El concepto de paz en la historia se ha producido de forma no científica, de ahí
la relevancia de los estudios para la paz dado que podría pensarse que el concepto
de paz es moldeable a políticas nacionales y a imaginarios culturales específicos51.
Esto es cierto y por ello la paz tiene una realidad bastante ambigua y relativa sobre
la cual se puede tomar cualquier postura, sin embargo, la paz se desea por valiosa y
su valor es ínsito al ser humano, independientemente de los tiempos que corran y
los espacios en los que se viva de manera diversa.
Las investigaciones para la paz tienen como objetivo fundamental la produc-
ción de un conocimiento científico independiente de las creencias del investigador
y de las circunstancias que habían estimulado su pensamiento. Los estudios para
la paz deberían ser universales en su metodología y debido a la existencia de un
problema en su método, la respuesta debería ser independiente del espacio y del
tiempo (Jiménez, 2011: 96).
En lo anterior, se enfatizaría su compromiso con resolver las complejidades
del mundo humano en el aquí y en el ahora. En tanto que la paz y los valores que la
acompañan son ideales a seguir, no obstante, se miran independientes del espacio
y del tiempo, pero necesariamente se ubican en ese espacio y tiempo, y siempre en
relación a las personas ubicadas en situaciones determinadas. Por ello es que se
habla de paces en plural, más que de una paz inerte, como lo han apuntado Vicent
Martínez (2001: 75 y ss) y Johan Galtung (2003: 38).
Ver la paz como valor la ubica en la perspectiva de la paz positiva, cuyo proceso
pasa por la paz negativa52 para la defensa y potenciación de la vida, hasta la trans-
formación no violenta de los conflictos. Se pretende transformar los conflictos para
buscar la paz, es decir, todo aquello que no entra en las estructuras dominantes. Por
eso la lucha por la paz requiere –antes que nada– la aclaración conceptual. No pode-
mos admitir únicamente la paz negativa en tanto ausencia de violencia, sino que es
manipulables y condicionadas a intereses, sin embargo, lo que se pretende aquí es apuntar que se
han hecho estudios racionales y razonables para entender lo que ha de ser la paz, sin intenciones
bastardas.
52
Podemos señalar que existen diversas formas de paz. Desde lo que algunos han llamado
la primera generación de paces: positiva, negativa (Galtung) y neutra (Francisco Jiménez); la dimen-
sión social de la paz, que es la paz entre los seres humanos y que propicia procesos para el desarrollo
humano; la paz de las personas con la naturaleza o paz gaia que es la dimensión ecológica de la paz y
a paz de las personas consigo mismas que es la paz interior.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 143
preciso promover la paz positiva, que implica la construcción de las personas como
dignas, satisfaciendo sus necesidades y promoviendo la justicia.
Partir de los mínimos compartidos en torno a la paz y desde ahí pretender la
obtención del consenso máximo en lo que significa la paz, esto para muchos pare-
ce poco realista, sin embargo, la paz se busca como ideal y esto nuestra sociedad sí
puede consensuarlo. La cuestión es no manipular los significados y las pretensio-
nes porque podrían convertirse en un dogmatismo intolerante. El diálogo es –en
todo caso– el medio por el que podremos lograr esos acuerdos de la paz ubicada en
la cultura; tal diálogo sustenta la objetividad concebida en la intersubjetividad lo
que finalmente determina dicha objetividad en un proceso dialéctico que ajusta lo
perceptible, lo previsible y lo deseable.
Este diálogo lo han llevado a cabo los teóricos de la paz y ha sido el modo
como poco a poco se han ido dilucidando los conceptos. Si tenemos claridad sobre
la paz como valor y como ideal, desde ahí y en conjunto con la realidad hemos de
intentar su concordancia.
Las enfermedades del mundo político contemporáneo y su cultura pública se
evidencian en situaciones tales como el aislamiento de los individuos, que rompe
con el mundo común y plural. Con ello, se hace imposible la formación del espacio
público entre las personas y genera un tipo de democracia acorde con estos ciu-
dadanos. La arena pública debe ser el mundo de la civilización, de la diversidad,
de la libertad, del discurso y del consenso. En el espacio y la cultura públicos los
ciudadanos han de compartir sus diversos puntos de vista y desarrollar sus opinio-
nes en el curso de sus conversaciones que requieren ese libre discurso. Pero, como
sabemos, estos presupuestos se despedazan por todos los fenómenos que carco-
men lo común y lo público. Tales fenómenos destructivos se constriñen casi sólo a
buscar beneficios principalmente económicos para un puñado de personas y gru-
pos privilegiados que lucran con la explotación de otros. Tal explotación genera la
exclusión y la violencia sistemática que cancelan las posibilidades de participación
de los ciudadanos. Si la política se sitúa en una instancia con sus especificidades
propias como son la libertad, el poder como concertación, la pluralidad y el diá-
logo, evidentemente, en este estamento la violencia habría de quedar erradicada
y suplantada por los acuerdos plurales. De nuevo, y si volvemos a lo contingente
sabemos que la violencia tiene presencia y es innegable, sin embargo, desde el pre-
supuesto de la violencia no se puede edificar un orden político humanizante. Por
ello es que hay que acotar y mantener al menos momentáneamente al margen, la
categoría de la violencia, para así poder construir el espacio político que se confor-
ma en los marcos públicos desde presupuestos de paz. Esto exige la capacidad para
la acción, la participación y el debate deliberativo, la afirmación de la igualdad y la
habilitación del autogobierno; todo ello se acrisola en la defensa de la democracia.
144 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
53
Se entiende lo político como lo ontológicamente existente, lo que debería de existir como
es la libertad, la deliberación y la política como las estructuras y la organización que da cuenta de lo
político. Si se rompe con lo político no se genera la política.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 145
“La virtud es algo que puede ser visto, que puede ser reconocido a
simple vista en el espacio público donde ocurre la interacción social.
No es un motivo o una intención, sino un ejercicio”.
Fernando Savater (1988: 114)
La importancia que tienen los valores en los estudios de paz es central: sin
valores los estudios para la paz se transformarían en estudios sociales en general,
o en estudios del mundo en particular. Aquí planteamos una ética aretológica con
implicaciones sociales atravesadas por la virtud de la justicia que busca finalmente
una vida en común que permita una coexistencia social armónica que “se hace
cargo no sólo de las diferencias, sino de la condición humana de vulnerabilidad”
(Etxeberría, 2012b: 15).
Es importante conocer los valores –éste es un tema epistemológico–, pero no es
suficiente, sino que se requiere actuar conforme a dichos valores en un marco que
involucra las realidades éticas. La adhesión a dichos valores en las acciones ha de
suponer lo que Paulo Freire defiende cuando alude a la necesaria concientización
(Freire, 2005: 102). Tal concientización tiene que ver con la acción y por ello es pre-
ciso un mínimo consenso sobre valores deseables y un máximo de consenso sobre
aquellos valores no deseables. La objetividad de tales valores está ubicada en la in-
tersubjetividad (Jiménez, 2011: 37; Galtung, 2003: 25, 76) siempre necesaria para la
construcción de la paz, de ahí que la definición de la paz ha de quedar abierta a la
incorporación de diversas aproximaciones desde posiciones culturales diferentes.
Hablar de las metas de la paz tiene que ver con la insistencia de ir más allá
de los límites que ponen las zonas del conflicto trascendiendo los límites espacio-
temporales. Su búsqueda es constituida como finalidad en la que se plasma toda su
riqueza. Además, esa finalidad es el fundamento de la acción y el sentido de todo
lo que se hace en las acciones que buscan al fin y al cabo algo bueno y deseable para
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 147
Esto significa que hay una gradualidad en el logro de la paz, la paz no es un ideal
distante, sino que cada quien deberá actuar de modo que las acciones sean parte de
la paz. Las normas positivas y jurídicas son medios, pero como sostiene Galtung
–resumiendo el gandhismo– es la unidad de la vida la que marca la debida unidad
de los medios y los fines. Si hacemos caso a Kant y la defensa de que nadie puede
ser tratado como un medio sino siempre como un fin, entonces podemos apreciar
esta unidad de medios y fines. “Si el fin es la supervivencia entonces el medio ha de
potenciar la vida” (Galtung, 1989: 14).
La paz se construye en la medida que sumamos todos los pasos que damos
en su dirección, sin esperar a que sea completa o absoluta. Por tanto, podríamos
incluir en esta paz aspectos parciales tales como aquellas situaciones en que se al-
canza cierto grado de bienestar; diversas escalas de las regulaciones pacíficas ya
sean a escala doméstica (socialización, caridad, cariño, dulzura, solidaridad, coo-
peración, mutua ayuda, etc.), a escala regional/estatal (diplomacia, acuerdos, ne-
gociación, intercambios, etc.), o a escala internacional/globales (pactos, tratados,
organismos internacionales, ONG, etc.). También deberíamos de tener en cuenta
las relaciones causales (en las que unas potencian a las otras) entre las diferentes
escalas e instancias. De este modo también podemos considerar cómo los pasos
dados hacia la paz por personas, grupos, asociaciones o partidos, de unos lugares y
otros podrían sumarse y apoyarse mutuamente.
Existen aproximaciones teóricas que miran en torno a la paz y la definen
como imperfecta (cfr.: Martínez, 2001: 206)54, propuestas que proporcionan algu-
nas ventajas al crear mejores condiciones para lograr nuestros objetivos, tanto en
el pensamiento como en la acción y entendiendo que estamos siempre en constante
búsqueda. Se parte de la imperfección humana, pero que nos acicatea para salir ade-
lante desde las propuestas valorales de la paz y no desde la violencia. De ahí que se
entienda a esa paz como el conjunto de procesos sociales en donde se toman deci-
siones para regular los conflictos pacíficamente, en una exigencia valoral que busca
una paz en un continuo proceso. Este concepto de paz imperfecta acota “aquellas
situaciones en las que la violencia, aunque presente en forma latente, no aparece al
menos en sus formas más virulentas permitiendo que los individuos y los grupos
desarrollen algunas de sus potencialidades y derechos” (Muñoz, 1993: 107).
Esta visión de la paz nos permite comprenderla de manera global –no fraccio-
naria–, consecuentemente, se hace posible una mejor promoción de ideas, valores,
actitudes y conductas de paz.
Para los estudios de paz los valores son fundamentales, porque expresan lo
deseable y, en todo caso, es lo que puede hacer el pronóstico en situaciones de vio-
54
Este autor apoya la postura de Muñoz (2001: 125ss).
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 149
lencia. Por ello es que la paz –en tanto eje valoral– tiene un papel especial (Gal-
tung, 2003: 36). Mirar hacia el futuro implica construir el pronóstico que es más
que la mera predicción que se refiere a los datos; es una predicción –en la dimen-
sión de valores– que abarca los extremos de paz y los de violencia y que pretende
la pacificación de la realidad. De ahí que el valor de la paz sea el faro que guía, ella
es –se puede decir– el valor de valores, es decir, el crisol en donde se conjuntan los
valores éticos y sociales que alcanzan la paz.
Los valores se constituyen en ideales buscados, son patrones que dividen los
estados de las cosas en rechazables y deseables, permitiendo otra categoría de indi-
ferencia o indecisión; es una pauta que funge como piedra de toque y nos ayuda a
apreciar los estados de paz. Es preciso interiorizar esos valores de la paz que tienen
que son parte de un proceso racional y emocional que dirimen situaciones dañinas
y lastimeras de las que no lo son. Lo previsible tiene que ceder ante lo perceptible, y
éste ante lo deseable, de modo que las reflexiones se ajustan a la realidad empírica
y habrá que ajustar la realidad empírica a los valores. La diversidad muestra la in-
terculturalidad ad intra de la sociedad que urge a obtener acuerdos que permitan
la sana vida en común al articular en su seno los diversos valores culturales preva-
lecientes. Con el diálogo y la escucha se puede construir poco a poco los elementos
comunes e intersubjetivos en torno a lo que es la paz, y esto es relevante porque no
habrá paz total, ésa sería la paz de los cementerios; lo que puede existir es la paz
parcial, y las paces diversas. Evidentemente, aquí surge de inmediato la dicotomía
maniquea que confronta y reduce la realidad a paz y violencia junto con la trilla-
dísima pregunta sobre si vencerá la paz sobre la guerra o la violencia. Lo que sí
podría suceder es que exista un mejor equilibrio entre paz y violencia, es decir, más
y mejor paz y menos y menos mala violencia, lo cual significa un mejoramiento de
la condición humana. Es preciso crear las mejores condiciones posibles mediante
la construcción y reforzamiento de los elementos valorales, lo cual conllevará la
mejor posibilidad de paz.
Ahora bien, la aclaración conceptual en torno a lo que significa la paz, consi-
derada como eje valoral cardinal, nos hace vincularla con otro valor centralísimo:
la justicia –considerada en el pasado capítulo–, y elemento y valor fundamental
para la paz porque no hay paz sin justicia. Este valor conlleva todo un bagaje de
pensamiento ético que implica el respeto a las personas por su dignidad y una res-
ponsabilidad solidaria (Cortina, 1985); ambos valores y realidades asumidas por
unos seres humanos para con los otros. La solidaridad implica el reconocimiento
de la relevancia de los demás y tiene que ver con un aprendizaje de carácter ético,
con ello se trata de una solidaridad razonable que no puede reducirse a un mero
emotivismo, pero que sí debe considerarlo. Tal solidaridad es crítica con la soli-
daridad meramente emotivista en tanto esta última presenta –por ejemplo, en los
medios de comunicación– realidades conflictivas, que se viven en el mundo “como
150 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Estas cuestiones las podemos encontrar en las éticas del sentimiento y las éticas del cui-
55
dado. Ellas tienen una relevancia en lo que se relaciona con la filosofía para la paz. Vid, Etxeberría
(2008) y Comins (2009).
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 151
mejor de entre tres disposiciones. Una de ellas es la virtud y las otras dos son vi-
cios. Además, el término medio no se concreta aritméticamente, es relativo a noso-
tros por ello varía entre las personas, en una misma persona en diversa situación.
Ahora bien, los extremos no se distancian por igual del término medio, alguno
tiende a mostrársenos más próximo a la virtud que el otro. Como en el caso de la
valentía: está más cerca de la temeridad que de la cobardía, o en el caso de la mode-
ración, en donde la austeridad es más cercana a ese justo medio que la intemperan-
cia. Los contextos delimitan esta cuestión y hacen difícil la tarea. La paz se define
y se vivencia y persigue con el horizonte de la mesotés en cuanto integradora de la
justicia.
Entonces, “las virtudes pueden ser vistas como disposiciones que, integran-
do los sentimientos, los modulan establemente de acuerdo con el bien, pista clave
para la educación en las virtudes. Indica, además, de manera contundente que la
virtud es algo arraigado en la persona y en su integridad” (Etxeberría, 2011: 8). To-
das esas virtudes se encuentran arraigadas en las personas y en su integridad; son
capacidades para el bien, de manera que los virtuosos hacen lo bueno con razona-
ble facilidad; son excelencias que nos dan fuerzas para la acción.
Las virtudes se van adquiriendo poco a poco con el ejercicio de las acciones
virtuosas que además de implicar a los otros por las acciones generadas hacia
nuestros congéneres, se revierten en nosotros mismos generando cambios en lo
que somos. Vamos alcanzando la virtud en dicho ejercicio aproximándonos poco
a poco, con lo cual se constata la realización de la paz aun siendo imperfecta, como
lo defiende Francisco Muñoz a lo largo de sus textos y de manera contundente en
su obra más emblemática y mejor conocida: La paz imperfecta (2001).
Las acciones de nuestra vida que nos definen no están aisladas unas de otras,
sino que son repetidas, nos hacen en un habitus, en una recurrencia y persistencia
de lo que llevamos a cabo cotidianamente. Tales acciones, refrendadas en todos
y cada uno de los momentos de la vida son los que edifican las virtudes. En eso
consiste una virtud, en ser un hábito recurrente que perfecciona a quien lo realiza.
Por ser siempre parte de lo que somos como seres humanos, las virtudes son
imperfectas y parciales; están en un proceso de desarrollo, aunque en ellas alcan-
zamos la felicidad. Por ello la virtud es una disposición conveniente del alma. Ser
virtuoso implica el alcance de las pasiones para con ello aproximarse a la mayor
perfección que supere la medianía o mediocridad.
En el transcurso histórico de las virtudes desde la Grecia antigua, pasando por la
enorme fuerza que tienen en el medioevo como sustentos de la moral y que más ade-
lante en la modernidad decayeron –con algunas excepciones en las que no perdieron
su significado–, en general quedaron acotadas, como lo fueron en el utilitarismo y
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 153
el kantismo, aunque siempre la línea tomista las mantuvo vivas. La bondad moral
intrínseca de la virtud tiene un carácter moral y es deseable; es un hábito operativo
bueno; un habitus virtuoso que se construye por el acto bueno y repetido.
En la mitad del siglo XX inician su reconsideración y, podría decirse, su res-
cate. Algunos filósofos que las insertan en el debate moral y ético como G.E.M.
Anscombe en su libro Modern Moral Philosohpy (1958), y A. MacIntyre con su
renombrado libro Tras la virtud (1987) (Muñoz y Molina, 2014: 8). MacIntyre, “en
su diálogo con los problemas del pensamiento moderno y posmoderno […] marca
todo un hito en la reconstrucción de una teoría moral basada en la virtud” (Muñoz
y Molina, 2014: 8). MacIntyre sanciona que las virtudes son cualidades necesarias
que nos ayudan a lograr los bienes internos en una práctica, son cualidades que
contribuyen a una vida completa y tienen relación con la búsqueda del bien huma-
no (MacIntyre, 1987: 355 y ss.).
Ahora bien, existen virtudes intelectuales –o dianoéticas– y éticas. Las dianoé-
ticas son los hábitos permanentes del entendimiento, es decir, las intelectuales, que
permiten ver lo justo en las emociones, en los sentimientos y en las pasiones; que
tienen relación con las acciones. Pueden ser de tipo especulativo, como la inteligen-
cia, la ciencia y el entendimiento o sabiduría, y las del conocimiento práctico, como
son la prudencia o phrónesis y el arte. Las virtudes éticas son las praxicas, las que se
logran con el ejercicio reiterativo del bien y sirven para perfeccionar la voluntad y las
facultades de los apetitos; ellas han de lograr el justo medio. El logro de cada virtud
pide caminos diferentes. Las dianoéticas se incrementarían por la enseñanza, mien-
tras que las éticas lo harían por la costumbre y la reiteración de las acciones. Pero
necesitamos que la enseñanza de las virtudes para la paz se vincule con la práctica de
todas ellas para que desde ahí se logre alcanzar o aproximarse a la paz.
Para Aristóteles, es por medio del habitus o hexis por el que se realiza el bien y
en el ejercicio repetido hace que las virtudes como la phrónesis –la más perfecta de
las virtudes, capacite a la razón para discernir el bien factible y se inclina siempre
al buen uso.
En el marco de la paz se busca que –como diría Aristóteles–, realicemos las
potencialidades y logremos la actualización de nuestras capacidades en un marco
de circunstancias que lo ratifiquen y lo posibiliten. Asimismo, implica y exige –
como lo ha dicho Johan Galtung– que se tengan las necesidades básicas satisfechas
para que se permita llevar a cabo las potencialidades humanas.
Amartya Sen (2000: 19 y ss) y Martha Nussbaum (2012: 52 y ss) refuerzan
la propuesta galtungiana cuando señalan que es preciso desarrollar los funciona-
mientos propios de las personas, y la única manera para garantizar esto es autenti-
cando el subsuelo en el que se lleva a cabo la misma libertad. Añadiríamos que el
154 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
este punto de vista, fuerzas para la acción” (Etxeberría, 2012b: 34). Si esto se logra
se alcanzará asimismo la paz.
Las virtudes generan un sistema plural de buenas formas de reconocimiento
moral, con lo que facultan los valores de unidad, de comunidad, de fraternidad, de
solidaridad. Y alcanzar estos valores mediante las virtudes ayudan y entablan situa-
ciones de bienestar y, por ende –al desarrollar las capacidades humanas–, de paz.
Las virtudes se van realizando en su proceso de repetición de las acciones hu-
manas y, como habíamos dicho antes, en su habitus, dado que se perfeccionan poco
a poco dado que son inacabadas dada la imperfección humana, de modo análogo a
como es la paz56. Justamente, “la paz imperfecta es la idea que nos facilita el recono-
cimiento práxico (teórico y práctico) de aquellas instancias donde se desarrollan las
potencialidades humanas, se satisfacen necesidades o se gestionan pacíficamente
los conflictos y las interacciones entre unas y otras” (Muñoz, 2011: 13, las cursivas
del autor). Esa paz imperfecta –acuñada por Francisco Muñoz– implica las limita-
ciones de las personas por la incapacidad de dominar completamente las pasiones
o por la incapacidad de que nuestra razón pueda hacerse cargo del entorno que
nos rodea. Esta imperfección nos lleva a “reconocer nuestra fragilidad, a ser hu-
mildes, a alcanzar la felicidad a través de la cooperación, del amor, que recibimos y
donamos en forma de ternura, filantropía, altruismo” (Muñoz y Molina, 1998: 61;
Muñoz, 2001).
Ante la realidad en que vivimos, las virtudes constituyen mediaciones entre
las situaciones de conflictividad reales y el camino hacia la paz (Muñoz y Molina,
1998: 61); ellas median las situaciones de conflictos para la regulación pacífica en
las tensiones de los conflictos, y desde ahí para poder desarrollar las capacidades
humanas. Entonces, las virtudes son entidades humanas que han de poder regular
los conflictos y facilitar la superación pacífica entre ellos.
En suma, las virtudes como habitus de realización de las capacidades y del bien-
estar son disposiciones para la regulación pacífica de los conflictos, para la satisfac-
ción de necesidades básicas y, por ende, para la implementación de la paz. De ahí que
“podríamos decir que las virtudes promocionan práxicamente la paz, o mejor aún,
que son un elemento importante de empoderamiento pacifista. Empoderamiento
porque genera poder, entendido como capacidad para incidir en la toma de decisio-
nes, en espacios personales, públicos y políticos” (Muñoz y Molina, 1998: 61).
El aprendizaje de esas virtudes en marcos de racionalidad, sensibilidad y refle-
xibilidad permite la realización de la paz, por ello es tan valiosa la educación sobre
Muñoz (2001) acuñó el concepto de paz imperfecta en sus textos y con esta categoría ca-
56
mina siempre en ellos; señala: “la idea de paz imperfecta se hizo pública en la reunión fundacional de
la Asociación Española de Investigación para la paz (AIPAZ) en 1997”.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 157
ellas. La aplicación de estas virtudes –al conjuntarse con la sabiduría práctica– eva-
lúa en dónde, cuándo y cómo actuar en los diversos momentos de conflictividad.
El pensamiento virtuoso se preocupa por que las acciones que se llevan a cabo
sean buenas para así frenar, evitar y destruir la violencia que aparece en las socie-
dades. Con ello se tiene la lucidez de saber cuáles son las razones, las condiciones,
los habitus que generan, aceleran y dan pie a la violencia, para así, a su vez, poder
apreciar cuáles son los habitus virtuosos que la mitigan y constituyen por otro lado
habitus de paz. Estos últimos son hábitos que propician el buen vivir juntos y, así,
conducen a la convivencia.
Con ello, erigir la paz indica la relevancia que tienen los habitus en su proceso
que, en su repetición permanecen como una disposición permanente (cfr.: Muñoz
y Martínez, 2011: 40) a través del tiempo. El significado etimológico da cuenta de
un modo especial de proceder o conducirse y que se adquiere por repetición de ac-
tos iguales o semejantes (RAE, s.f.). Esas disposiciones nos atavían como personas
y nos hacen diferentes con su uso reiterado y nos determinan en nuestro propio
modo de ser personas.
Sí, el habitus es una disposición de las acciones de los agentes. Esta disposición
se actualiza mediante las acciones con los demás y, en ese sentido, es ética. Así, los
hábitos nos van cambiando en lo que somos al ir internalizando conductas com-
partidas con los demás. Las virtudes, en su repetición habituada, buscan resolver
los problemas de las comunidades, los grupos y entre los congéneres, para crear
una sociedad con estructuras que acoten y ordenen los conflictos en la sociedad
y confeccionen la paz. A esto se debe la importancia de la educación en estas vir-
tudes de la paz. Las personas virtuosas “son la única prueba a su favor con que
cuenta la virtud” (Savater, 1988: 113, las cursivas del autor), por ello es que “desde
Aristóteles sabemos que lo que se da en primer lugar en el terreno moral no es la
formulación abstracta del principio virtuoso, sino el ejemplo concreto de la vida
buena (Savater, 1988: 113).
Ahora bien, las virtudes pueden aprenderse –como diría Platón– siempre
mediante las acciones ejemplarizantes; son potencialidades que como personas
necesitamos actualizar a nivel personal y grupal para el logro del bien común; y
este aprendizaje constituye un proceso de mejora y de potenciación progresiva de
lo que somos en nuestra libertad y en nuestra autonomía y en esta cuestión, el
ejemplo constituye un tema fundamental. Si bien las virtudes se aprenden, sólo se
enseñan actuando. Emular las acciones de quienes son virtuosos y que hacen de si-
tuaciones cotidianas acciones extraordinarias (Savater, 1988: 115), es precisamente
el aprendizaje que puede lograrse cuando se vive en contextos violentos, en los
que es posible hacer aparecer la paz. Aprender que con las acciones repetidas en la
virtud podemos cambiar el mundo de violento a pacífico, nos muestra las posibili-
dades de riqueza que brindan las virtudes.
158 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
ver con la promoción de valores en los que se apoya, hasta el logro de lo que se-
ría la búsqueda del bienestar universal que va desde el amor propio al universal.
La tarea de estas virtudes se conjuga con la capacidad creativa que enfrenta a la
conflictividad y la incertidumbre, para desde ahí generar conexiones positivas con
los demás. Así, tenemos la relevancia de la compasión como la posibilidad a ser
conmovidos por las situaciones de sufrimiento de los demás y que en el común
nos complican. El camino de edificación de ese común pacífico no es fácil porque
como bien lo señalaban los filósofos griegos, todos estamos bajo los influjos de las
emociones, de las pasiones, de los deseos, de modo que se requiere decidir sobre
la conflictividad constante en la que vivimos. Además, nuestras decisiones no son
sólo nuestras, sino que deben considerar a los otros en las divergencias que cada
uno tenemos para con ellos buscando y reconociendo la pluralidad de visiones e
interpretaciones. Los virtuosos no pueden dejar de lado las circunstancias en las
que los agentes actúan porque ellas dificultan y hacer variar las acciones.
El habitus puede modificar las estructuras para conseguir la paz con lo cual,
frente a las problemáticas de las violencias estructurales, no podemos dejar de pen-
sar que los habitus son fundamentales para allanar el campo vital de las comuni-
dades de dichas violencias. Una posibilidad para sortear esta situación la podemos
situar en los procesos de acciones en las que revertimos las acciones enraizadas en
las estructuras para poder modificarlas. Y una ocasión clara la encontramos en
poder generar habitus pacíficos mediante los cuales cambiemos nuestro proceder
en la vida social y, poco a poco, ir relevando dichas estructuras en estructuras de
paz, con todo y las dificultades existentes. Porque, de no hacerse así, los modos de
proceder continúan estando enviciados por estructuras violentas que conforman
esos hábitos en algo negativo, tal como lo apunta Pierre Bourdieu, para quien ese
habitus se constituye por sistemas de disposiciones duraderas y transferibles, es-
tructuras predispuestas para funcionar como estructuras estructurantes, es decir,
como principios generadores de las prácticas y representaciones que pueden estar
objetivamente adaptadas a su fin sin suponer la búsqueda consciente de fines y el
dominio expreso de las operaciones necesarias para alcanzarlos […] todo esto co-
lectivamente orquestadas sin ser el producto de la acción organizadora (Bourdieu,
2008: 92).
Así, este habitus da cuenta de lo que media mutuamente entre la sociedad y las
prácticas de los individuos que condicionan las circunstancias y, a su vez, éstas son
condicionadas. Hay una incardinación de las estructuras y los actores. El cambio
de habitus –pervertidos en habitus morales de las virtudes éticas– puede influir en
las modificaciones de las estructuras (Elias, 1989: 10-47). De otro modo, la agencia
de los actores frente a las estructuras queda cuestionada y deja poco margen de
maniobra a los sujetos. Las transformaciones en las sociedades han de implemen-
tar situaciones que generen a la par cambios en las estructuras. La posibilidad de
160 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
modificar las estructuras tiene que ver con la eventualidad de ser constructivos en
las formas sociales y desde ahí impactar trocando las estructuras, como parte de lo
humano que es cambiante y no estática. Y, precisamente, para justificar el cambio
es necesario llevar a cabo hábitos que nos lleven a generar las disposiciones que
se van requiriendo para poder actualizar nuestras potencialidades. Así es como
nos relacionamos con las estructuras que han de cambiar. “El universo en su con-
junto, el planeta tierra, los ecosistemas, los seres vivos y los seres humanos están
sujetos a las leyes de la complejidad, a la dependencia de múltiples circunstancias
y a las relaciones existentes entre ellas, de dimensiones cuantitativas y cualitativas
cambiantes” (Muñoz y Martínez, 2011: 38). Por ello, la visión cambiante del río
heracliteano es eso, cambiante y pensarlo como inamovible constituye “un espejis-
mo conservador y acomodaticio” (Muñoz y Martínez, 2011: 39). La realidad fluye
y cambia y nosotros con ella, así como las estructuras, aún a sabiendas de que los
sistemas sociales se modifican con lentitud y no se puede garantizar tal transfor-
mación. Hay cambio social si hay cambio entre los sujetos y viceversa; se genera
variación en los sujetos si hay cambio social. Ése es el debate del estructuralismo
y los actores sociales en su complejidad en donde cabe preguntarse si es posible
generar transformaciones en lo que respecta a la violencia estructural y lograr si-
tuaciones de paz estructural. La mudanza de estructuras da ocasión a cambios en
las sociedades y, por consiguiente, es posible apresar la paz estructural.
Ante la injusticia, la indignación que busca resortes para expresar y remontar
y variar dicha situación de injusticia. Esa indignación corroe comunalmente y ge-
nera la apuesta por virtudes como la solidaridad hacia los otros. “Y para que esa
solidaridad, y por tanto justicia, alcance a todos e imparcialmente, es necesario que
se dé un sentimiento de respeto sustentado en la dignidad universal” (Etxeberría,
2011: 27). El respeto hacia la dignidad de los otros es el que impulsa dicha solida-
ridad basada en la justicia, por eso cuando se aprecia una indignidad, cuando se
quebrantan los derechos de alguien, se genera la indignación que va no contra los
intereses de carácter particular sino a favor de una perspectiva humana.
En cuanto al respeto de las personas, este tiene que ver asimismo con la cues-
tión de la dignidad y el apreciar su valor; apreciar su relevancia, eso es el reconoci-
miento. Esto nos lleva a cuestiones kantianas que tienen que ver con no tratar a las
personas sólo como un medio, y a las hegelianas con el tema del reconocimiento.
El respeto planteado como virtud significa que es una “disposición interioriza-
da que se expresa habitualmente en un respeto hacia los demás que se desarro-
lla en la ‘consideración debida’ y en el ‘trato correspondiente’” (Etxeberría, 2011:
28). La extensión del respeto y del reconocimiento evidencia que aún con todas
las diferencias entre las personas, somos iguales en cuanto a sujetos de dignidad
y, por consiguiente, merecedores de respeto y de su expresión del reconocimiento
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 161
de que todos somos fines y, por ende, no es aceptable que nos mediaticemos o
instrumentalicemos.
Cuando ese respeto guarda las diferencias entre las personas, entonces se tra-
duce en lo que en el espacio público cívico llamamos tolerancia, la cual implica el
mencionado respeto. El límite de la tolerancia, que podría verse como virtud débil,
es el daño al otro. Esto implica apreciar su dignidad buscando no dañarlo bajo
ninguna lógica, y son los derechos humanos los que protegen de ese posible daño,
buscando garantizar la inviolabilidad de dicha dignidad.
Por ello, lo que sucede cuando aparece la violencia, es que se desbordan esos
límites del daño que se puede infligir a las personas, lastimando dicha dignidad
(Thiebaut, 1999: 12ss). No respetar lo respetable y aceptar lo inaceptable lacera y
vulnera la dignidad de las personas. Esto ejemplifica que la violencia se encuentra
entre las situaciones inaceptables porque transgreden lo más propiamente huma-
no. La violencia es inadmisible por lesionar a las personas en sus vidas y se traduce
en vivir mal juntos.
La convivencia y la armonía exigen estar vinculados en lo común con los otros,
preocupados de manera compasiva con los demás. La virtud de la compasión bus-
ca limitar los daños y las violencias perpetrados que dan lugar al sufrimiento, pre-
tende evitarlo o aliviarlo. La compasión implica un sentir con; una forma de sufrir
compartidamente con el otro. Se trata de estimar el dolor del otro, reconocer su
herida y, a la vez, intentar acompañar a ese otro. Se trata, como señalábamos, de
un sentido compartido de manera comunal en un marco ético-político que, como
recurso ético, nos ayuda a comprender lo otro y al otro brindando el apoyo reque-
rido ante la desgracia, ante a desdicha y en aras de la forja de la excelencia (Arteta,
2010: 145) y la búsqueda de lo semejante en los demás. La compasión acompasa la
justicia, la garantiza y se enmarca tanto en el espacio privado como en el público.
Ante la aparición de la violencia se requiere de coraje moral, tan apreciado y
tan buscado por los griegos y contenido en la virtud de la fortaleza, en tanto fuerza
espiritual que nos impulsa a no decaer ni sucumbir en los esfuerzos de defensa de
lo que pretendemos. Asimismo, la fortaleza nos empuja con vigor a no aceptar la
violencia y a realizarnos con plenitud, como ejemplo de dignidad ante los peligros
y el mal. Gracias a esta virtud respondemos con entereza y energía, pero de manera
pacífica y sin violencia, mediante acciones que no son aisladas sino continuadas
para así perseverar en acciones de paz.
Persistir en la disposición del ánimo y en la iniciativa orientada a lograr un
objetivo de carácter moral como es la paz, es fundamental para perseverar en el
bien y realizar la excelencia. Esta disposición provoca el logro de metas individua-
les y privadas a la par de las metas colectivas y públicas. Se trata de la constancia
162 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
incansable y con convicción que vamos haciendo cosas para lograr situaciones de
paz, pero a sabiendas que muchas otras faltan por hacerse, lo cual nos hace ubicar-
nos entre lo ya sí y lo todavía no, como diría Ernst Bloch (Bloch, 2007: 33-35).
En lo que es un extremo por defecto de la perseverancia se sitúa el desaliento y
la inconstancia y en el otro extremo vicioso se ubica la tozudez de una perseveran-
cia rígida y acartonada. Pero la perseverancia como virtud se logra no sólo cuando
actúa en relación al bien, sino cuando atiende los contextos y las circunstancias.
Por ello es tan importante que se vincule con la phrónesis o prudencia, que permite
analizar y sopesar los qué y los cómo de nuestras acciones, para que desde ellas
modifiquemos las situaciones lastimosas y destructivas de lo humano y demos
paso a realidades de convivencia y armonía. El modo humano de ser prudentes es
la disposición práctica que corresponde en la corrección del criterio de la acción,
es saber lo que es bueno en este momento, en este lugar y en esta circunstancia.
Desmontar la realidad violenta requiere perseverar en las virtudes, dado que se
busca un fin con claridad y con coraje y, en ese sentido, la implicación de mantenerse
fieles a esa meta es central. Dicha fidelidad implica serlo tanto con nosotros mismos
y, de manera concordante, con los demás; con cuestiones externas y sus respectivos
objetivos, como es la paz. Aun siendo que ésta es una meta difícil, y con circunstan-
cias variables y complejas, perseverar en ella significa buscar denodadamente lo que
habrá de venir, sin desfallecer en lo que, si bien todavía no es, sí es posible que sea.
Pero para ello necesitamos anticipar la esperanza como “adelantamiento del curso
natural de los acontecimientos” (Bloch, 2007: 33) que es factible alcanzar.
Desde la ética de las virtudes se impone el desarrollo del respeto y en este
escenario que pretende erigir la paz ha de apreciarse la dignidad humana –como
algo necesario y como punto de partida y de llegada– para sostener la paz. El daño
a la dignidad imposibilitará el logro de la paz, por ello es que debemos pensar a
dicha dignidad como elemento central, sostén y cimiento de la paz.
“Lo más elevado del hombre es ser persona. […] Sé persona y respeta
a los demás”.
Hegel (1968, §36: 68)
“En el reino de los fines todo tiene un precio o una dignidad. Aquello
que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio,
lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada
equivalente, eso tiene una dignidad. […] aquello que constituye la con-
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 163
dición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor
relativo o precio sino un valor intrínseco, esto es dignidad”.
Immanuel Kant (1999, §435: 199)
57
“La prudencia aristotélica representa la oportunidad y el riesgo de la acción humana”.
58
En los ámbitos de la filosofía, en muchas ocasiones las consideraciones del concepto de
dignidad parten de una actitud displicente y hostil por prejuicios básicamente religiosos que han in-
sistido con innecesaria oscuridad en la dignidad de la persona. Evidentemente, estos acercamientos
dejan de ver la relevancia que tiene dicho concepto (Rosen, 2012: 5).
164 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Por otro lado, hoy día se ha defendido recurrentemente que el respeto por las
personas puede simplemente ser el respeto por sus derechos y no puede existir uno
sin el otro, y lo que es llamado dignidad humana puede ser simplemente una capa-
cidad reconocible para aseverar las pretensiones humanas. Sin embargo, la cuestión
signa un tema de carácter ético que subyace a los mismos derechos. El respeto de
alguien como poseedor de dignidad humana se piensa como característica de un
agente moral que lleva a cabo acciones y reclamos (Feinberg, 1973: 39 y 97). Cier-
tamente, se respeta a las personas en el mismo sentido que se respeta a la ley, sin
embargo, no es posible reducir la dignidad meramente a ser un derecho, sino que ella
tiene una entidad más profunda que se explicita en y mediante los derechos.
La ventaja de expresar la dignidad en forma plausible y explícita, como son los
derechos, hace posible la defensa del respeto a las personas vigilando su cumpli-
miento. Tal observancia significa no sujetar a dichas personas a ninguna forma de
violencia dado que ésta transgrede y aniquila su dignidad, abatiendo, por ende, su
misma autonomía y agencia. Incapacitar a las personas a desarrollar una vida que
satisfaga lo más fundamental como es la sobrevivencia alimenticia, la vivienda, el
vestido, la salud, la educación, la libertad y la construcción de la identidad (Gal-
tung, 2003: 178), todo ello quebranta la dignidad, es decir, la trasgresión de sus lí-
mites y, por consecuencia, su daño genera violencia. La manera que la humanidad
ha encontrado para que garantizar esta dignidad ha sido a través de los derechos y
las diversas formas de violencia que se han generado por la cancelación de éstos –y,
por ende, de la dignidad– son las expresiones que recorren el mundo con una gran
virulencia y que han dado lugar a la violencia tan generalizada y plausible.
Así, ante las barbaries que vivimos y que están atestadas de violencia, las fron-
teras de la dignidad han sido desbordadas sistemáticamente, de ahí que la nece-
sidad de plantear la relevancia de la dignidad advierte la urgencia que existe en
trascender y superar dicha violencia, al negar su normalización en las sociedades,
y estimando que su presencia se ha sofisticado de tal manera que ha creado cau-
ces insospechados en su generación. La novedad de los medios y modalidades en
los que aparece la violencia da cuenta de un desbordamiento de los límites ética y
humanamente permisibles, lastimando consecuentemente los derechos positiva-
mente legislados, como son los derechos humanos. De ahí que sostengamos que
es desde la dignidad como pueden construirse situaciones pacíficas; atrincherar la
dignidad, fortalecerla o blindarla es lo que permitirá entrever la paz, o las paces en
cada situación.
Para ello, es imperioso ahondar en lo que es la dignidad y, desde ahí, después
reflexionar sobre cómo trascender la violencia que se genera cuando se sobrepasan
los márgenes de tal dignidad. A partir ésta se intenta vislumbrar los caminos para
poder cimentar la paz.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 165
59
En estas consideraciones sigo algunas ideas de Rosen (2012: 1-62).
166 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
actuar en los marcos de las éticas de plenitud o éticas virtuosas en las que se inclu-
ye a los demás.
A su vez, este tercer concepto podría pensarse articulado con el primero, su-
perándose ciertamente las falencias de un modelo de dignidades por estratos so-
ciales y asumiendo que la inclusión ha de ser basada tanto en el segundo concepto
de dignidad como en el último, y que implica la fundamental consideración de los
demás en las acciones éticas realizadas.
Desde aquí es posible proponer que este devenir de la idea de dignidad atien-
de, en cierta forma, al proceso histórico; si bien no de manera lineal –en donde
todo lo anterior se superara absolutamente– sí de manera espiral, ya que se puede
ver algún avance en la concepción de la dignidad, aunque siga acarreando resi-
duos de las etapas anteriores. De este modo, pensamos que la consideración de
la dignidad se ha ido expandiendo poco a poco, como puede deducirse desde los
tres sentidos recién aludidos. Tal expansión hace que su significado se haya ido
ampliando, al modo de la metáfora de Hierócles, es decir, en círculos concéntricos
que se van propagando y amplificando de menor a mayor ámbito humano, des-
de nosotros mismos hasta una sociedad humana más vasta, pasando respetuosa
y dignamente por quienes son cercanos, la gente del barrio, de nuestra ciudad, del
país y del mundo, mostrándose así que el reconocimiento de la dignidad se puede
amplificar en los espacios humanos60. Este acrecentamiento del sentido de digni-
dad de raigambre estoica aprecia a los seres humanos en un sentido mucho más
amplio en tanto “ciudadanos del mundo”. En este tenor se enmarca el tema de los
derechos de todos a un reconocimiento justo, que va más allá tanto de los sujetos
aislados como de las concepciones de la mera ciudadanía, como lo apuntaba Han-
nah Arendt cuando hablaba del “derecho a tener derechos” (cfr.: Arendt, 1987: t.2,
430). Si no se reconoce ese sustrato al que se adscribe tal derecho, no hay sobre qué
asignar dichos derechos. Por ello es que sostenemos que la ontología de la digni-
dad subyace a las tres vertientes señaladas y sustenta los sentidos de cada una de
ellas.
60
Nussbaum (1999: 20) utiliza esta idea para defender su apuesta que acoge el cosmopolitismo.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 167
respetuoso y con honores a cualquiera que ocupara esa posición. Así lo expresan
ciertos “términos que formulan concepciones similares en la mayoría de las len-
guas, incluyendo las antiguas” (cfr.: Rosen, 2012: 11), como lo es la empleada en
la biblia hebrea, que usa el sentido de elevación o majestuosidad y grandeza. La
idea de dignidad en Occidente fue más allá de adscribir a los individuos un estatus
elevado, como lo apunta Cicerón en Sobre los oficios. Ahí utiliza la palabra dignitas
como un término de estatus en una república bien ordenada en donde sería desea-
ble vivir. Esa dignidad significa algo cercano al honor que tenemos por ser huma-
nos y no animales (Cicerón, 2015), aproximándose con ello a la herencia estoica de
la que es continuación, y en donde podemos ver que la esclavitud se ubica como
violación a la dignidad humana.
Esta concepción expresa el lugar que ocupan los seres humanos en el orden
del universo. Los círculos concéntricos de la dignidad son ampliados al máximo
posible. En un primer momento entre los latinos era un tema relacionado con el
arte del lenguaje majestuoso que se relacionaba con quien lo profería. No fue sino
más adelante que se utilizó como un reconocimiento de carácter político.
Ese estatus de la dignidad expresado por el término iniciado por el estoicismo,
persiste en el cristianismo en donde la potestad del emperador –en cuanto a su
dignidad– es contrastada con la de la autoridad divina de la Iglesia. Y esta caracte-
rística se revierte a los humildes e imperfectos y con ello se les “otorga o concede”
esa dignidad; así sucede cuando el centurión le dice a Jesús “señor, yo no soy digno
de que vengas a mi casa”, frase que se repite en el ritual de la misa. Ahí aparecen las
bienaventuranzas en el Sermón de la Montaña, que apuntan hacia todos aquellos
a quienes no se les reconocía estatus alguno y que ahora, por ser miembros de la
humanidad, adquieren esa cualidad.
El ensanchamiento del ámbito de presencia de la dignidad desde una posición
individual pasa a esferas más amplias en donde esta posición es reforzada con la
construcción del corpus filosófico que da impulso al concepto de dignidad y que
fue construido por Tomás de Aquino. Éste parte desde la concepción boeciana de
la persona pensándola como el centro de los valores morales y deudora de la visión
bíblica y teológica que robustece de manera importante la racionalidad del ser hu-
mano y la presencia de las demás criaturas. Esas naturalezas intelectuales son más
afines con el todo que con las partes y Santo Tomás las piensa como elementos de
la persona en tanto ésta es considerada como el centro del universo y como lugar
de los valores morales. Es ahí en donde se asume la dimensión ética de la persona.
Las pretensiones de articular el pensamiento aristotélico y la antropología bíbli-
ca dan como resultado una filosofía nueva que trasciende los marcos meramente
griegos. De este modo la persona es lo más perfecto que permanece en la creación,
cuestión basada en razones filosóficas en torno a la naturaleza humana, pero que
se apoya en supuestos teológicos.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 169
humana es sólo una (muy importante) forma de dignidad” (Rosen, 2012: 18 y 19,
las cursivas son del autor). En este sentido, la dignidad de las plantas, por ejemplo,
–y siguiendo el ejemplo pascaliano, de la brizna de hierba–, es diversa a la huma-
na y jerárquicamente inferior. Evidentemente, esta posición muestra un antropo-
centrismo criticado por quienes, en temas de sostenibilidad y ecología adhieren
dignidad a la naturaleza en general. La pregunta pascaliana en torno a la dignidad
humana, así como la de Pico della Mirandola y Bacon, radica en el tipo de digni-
dad que tienen los seres humanos en cuanto a su racionalidad. Pascal (Torralba,
2005: 87) ha fundamentado esta dignidad ontológica en la capacidad de pensar
propia del ser humano. También podría apelarse una ética de la memoria para fun-
damentar la dignidad inherente a toda persona (Verspieren, 2005: 87), en tanto es
en el recuerdo de los momentos problemáticos en los que dicha dignidad ha sido
puesta en tela de juicio o negada debido a la sinrazón, a la barbarie o al mal radical.
Si bien este primer rumbo parece completarse con un reconocimiento más amplio
que se dirige hacia toda la humanidad, involucrando la moralidad, la dignidad on-
tológica permanece a lo largo del tiempo.
Tercera vertiente: la dignidad como virtud por la acción con los otros
(Adorno, 1998: 57, en Torralba Roselló, 2005: 85). El valor y la excelencia de las
personas se ubica en esa característica, y el respeto emana asimismo de ahí. La
dignidad ontológica es coextensiva a la naturaleza espiritual de las personas, y es
universal porque vale para todas las personas, distinguiéndose de las demás criatu-
ras (Deschamps, 1998, vocablo Dignité, cfr.: Torralba, 2005: 87).
Ya decíamos antes que, en general, en el Renacimiento –y en particular en
algunos pensadores como Pascal, Pico della Mirándola y Kant– se centra la aten-
ción en la individualidad del ser humano y se hace descansar la dignidad sobre la
libertad de las personas. Esta etapa se sortea para pasar a una fase más comunitaria
que ha de dar cuenta de la dignidad, en el ámbito de la ética de la virtud. De esta
manera, la ampliación de los círculos concéntricos a la que antes aludíamos y ma-
nifestada por Hierocles, puede concebirse como parte del proceso que pasa de la
igualdad de todos los seres humanos a un marco que involucra a los demás y, que
da pie para iniciar consideraciones en torno a lo comunitario, al reconocimiento
y a la compasión. Pero, a la vez, estas derivas son la raíz de muchos desacuerdos
como la historia ha mostrado. Estas líneas se juntan y se separan en diversos mo-
mentos del acontecer humano (cfr.: Rosen, 2012: 8).
La dignidad ética se cifra en las acciones que se realizan, de ahí que esta dig-
nidad se refiera al obrar de las personas. De ese modo, las personas se dignifican
más cuando nuestras acciones están de acuerdo con lo que debemos ser. “Sé lo que
debes ser” como dice el adagio proteico, obrando conforme al bien y a la virtud a
través del ejercicio de la libertad. Es una disposición práctica, acompañada de la
razón veraz respecto de lo que es bueno o malo realizar como ser humano, por ello
también se le ha llamado sabiduría práctica (cfr.: Barnes, 1995: 207). Por ello, es en
esa racionalidad práctica o phrónesis en donde ciframos nuestra acción virtuosa
con los otros, mediante la cual nos hacemos haciendo a los demás. Nuestras accio-
nes impactan en ellos y a la par nos construyen o nos desfiguran. La phrónesis en
su raigambre aristotélica que es la más poderosa de entre las herencias filosóficas
en esta cuestión, es una virtud ética porque involucra el actuar y la conducta y,
por consiguiente, involucra un juicio práctico del agere61. La racionalidad práctica
determina concretamente la conducta moral, considerando las circunstancias par-
ticulares y las lecciones de la experiencia moral. Ella es conocimiento práctico y re-
lativo a las acciones, a la conducta que toma en consideración a las circunstancias.
La phrónesis está en medio de las virtudes dianoéticas y las éticas, es una virtud
61
La phrónesis es una virtud intermedia o mediadora que conjuga las virtudes dianoéticas
con las éticas. Las virtudes dianoéticas se encuentran por encima de las virtudes éticas, que son ca-
racterísticas de la parte más elevada del alma, es decir, del alma racional; de ahí que sean dianoéticas,
virtudes de la razón. Estas virtudes, como partes del alma racional, se dividen en dos: una que conoce
las cosas variables y contingentes (razón práctica), y la otra conoce las cosas necesarias e inmutables
(razón teorética). Para cada una de ellas hay una virtud, y la phrónesis es la virtud de la razón práctica.
174 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
“puente”, porque además de ser una virtud intelectual, asimismo involucra una di-
mensión volitiva, implicando un cierto grado de “compromiso”, una consideración
vivencial y subjetiva (cfr.: Zagal y Aguilar, 1996: 112-113) en un momento espe-
cífico y con una circunstancia singular. La phrónesis incluye la deliberación que,
en tanto pensamiento práctico, puede alcanzar las conclusiones correctas desde
premisas correctas por medio de inferencias correctas. Se trata de una delibera-
ción acerca de los fines del hombre, en el sentido que señala los medios idóneos
para alcanzar esos fines. Así, si la phrónesis aristotélica es también una disposición
acompañada de razón justa dirigida a la acción (Aristóteles, 1973: §1242ss), es una
virtud puesta en práctica por el sujeto deliberante y es mediante esta acción en que
nos vamos dignificando con los demás, a la par que los dignificamos a ellos.
Y como ya apuntábamos antes, la dignidad ontológica es la condición de po-
sibilidad de la dignidad ética y ésta necesita, además, un proceso de acción y de
obrar bien. La dignidad ética es dinámica, puede cambiar según las acciones que
realicemos; pueden ser acciones dignificantes, pero también pueden ser acciones
indignas. Esto dependerá de las acciones en todos sus elementos morales y en don-
de tiene cabida la acción phronética.
El concepto de dignidad designa el grado o calidad que constituye lo digno
permitiendo ver que es la capacidad de afirmarnos como seres valiosos. Ese valor
debe ser protegido, sin mérito alguno, sino sólo por ser personas (Marina y De la
Válgoma, 2000: 264). Ha de resguardarse del dolor, del miedo, de la esclavitud, de
la ignorancia, de la discriminación y de la exclusión entre otros males, definiendo
y defendiendo la dignidad. Así lo respaldaba Séneca cuando sostenía “Homo res
sacra homini” [“el hombre es una cosa sagrada para el hombre”], en donde se invo-
lucra la cuestión relacional humana. Ese carácter sagrado emerge y se consolida en
la interacción humana.
La relevancia que tiene la dignidad para fundar la paz es central, no sólo en
un marco normativo que implique obligaciones, sino como un axioma básico que
se posiciona como base que sustenta todo el entramado humano. Esta expresión,
así como la pronunciada por Kant, considerada posteriormente, ha sido utilizada
como un punto de partida pero que al replicarla sin bases teóricas suficientes –en
muchas ocasiones– ha acabado por ir perdiendo sentido, aun cuando parece que
su uso salda argumentaciones necesarias al investir a las personas con un halo de
protección.
Si bien es posible cuestionar y poner bajo una reflexión crítica a la dignidad,
sin embargo, no podemos hacer caso omiso de su relevancia para poder apuntalar
la realización de la paz. Únicamente trascendiendo la violencia y defendiendo del
daño a la dignidad, es como se puede gestar la paz.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 175
solidaridad y que sintetiza otros derechos. La paz es una premisa para el ejercicio
de los derechos y deberes humanos, como lo ha señalado Mayor Zaragoza (2013:
17-20), y quien sostiene que “La paz del silencio […], la paz de la libertad […] de
la alegría, de la igualdad, de la solidaridad, donde todos los ciudadanos cuentan,
convive, comparten” (Mayor, 2013: 17).
Los derechos han de ser vistos como puntales en los que se ancla el recono-
cimiento y la realización de la paz. Por ello es que este espacio lo dedicamos a
reflexionar sobre los derechos humanos y derivamos desde ahí el obligado derecho
a la paz que subyace indefectiblemente a los demás derechos. Para ello nos apoya-
mos en las reflexiones realizadas por Norberto Bobbio, un filósofo político que de-
dicó a estos temas muchas líneas y sesudas reflexiones en las que vinculaba el tema
de lo jurídico con el tema de lo político. Y a sabiendas que el tema de la paz atravie-
sa ambos campos, lo introdujo como elemento necesario para pensar los derechos.
Cuando Bobbio (1991: 53-62, 63-84) señalaba que la cuestión fundamental
de los derechos humanos no proponía su justificación –que él mismo consideraba
ya aceptada, trabajada y supuesta– sino que sus pretensiones iban en busca de la
protección fáctica de tales derechos, apuntaba al carácter político de esta cuestión.
En este espacio se expone la relación de los derechos humanos con la paz, los
cuales se derivan desde la cuestión de la dignidad, recién abordada en el inciso
anterior. Las reflexiones aquí vertidas parten del pensamiento de Bobbio –quien
trabajó ambas nociones de derechos humanos y paz–, y nos brinda una ruta y un
análisis lúcido sobre la cardinal relación entre ambos conceptos.
Bobbio muestra recurrentemente en sus obras que sin derechos humanos reco-
nocidos y protegidos no hay democracia; sin democracia no existen las condiciones
mínimas para la solución de los conflictos de manera pacífica y no puede construirse
una cultura de paz. Para esto último se requiere involucrar necesariamente los dere-
chos que fungen como garantes de la dignidad en el espacio público y como avales de
lo político y, bajo ellos subyace una apuesta teórica en torno a la justicia que busca la
paz. Su punto de partida son los derechos humanos y la justicia.
El reconocimiento y la protección de los derechos es lo único que garantiza
la paz y ésta a su vez –de manera dialéctica– supone a los primeros, que permiten
una protección efectiva mediante un gobierno democrático que los defiende y los
garantiza. Esta tríada –derechos-democracia-paz– da cuenta de lo que el proceso
histórico exige: no habrá democracia si no hay derechos humanos reconocidos y
protegidos, y sin tal democracia no se generan las condiciones necesarias para que
haya paz, dado que es gracias a ella, en todo caso, que se resuelven los conflictos.
La importancia de la democracia para la paz es fundamental porque es el
pueblo quien tiene el control ex parte populi de las acciones de los gobernantes,
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 177
obligando a la transparencia del poder, tal como Kant lo sugería. Además, con el
reconocimiento de los derechos los súbditos se convierten en ciudadanos, y desde
ahí procede una situación de paz estable en la que la guerra no constituye una al-
ternativa. La ciudadanía defendida es una ciudadanía del mundo que surge a partir
de las indagaciones en torno a la guerra62 que ponen en riesgo a toda la especie
humana. Las apuestas que plantea la tríada se amalgaman con una vocación es-
peranzadora de una humanidad con características paradójicas y siempre con un
ánimo de búsqueda de soluciones, dado que si no hay paz y prevalece la guerra
difícilmente se transigen posibilidades para la democracia.
Ciertamente, el ideal cosmopolita heredado del filósofo de Königsberg funge
como puntal para las reflexiones posteriores en lo que respecta a pensar la paz des-
de los derechos. Si no se resuelve el problema de la guerra, difícilmente se podrá
alcanzar la paz. Por ello, si optamos por la paz es preciso superar la violencia. Si
bien podemos pensar un cosmopolitismo irenista en el ámbito de la aplicación, no
es sencillo su alcance si no hay fuerzas vinculantes. Si bien podemos estar alegres
de las posibilidades de existencia de un irenismo, sin embargo, tenemos que ser
realistas sobre las dificultades que esto entraña. Es cierto, no estamos en un lugar
sin salida y sin opciones, sin embargo, se nos exige tener presente las posibilidades
para alcanzar ideales morales que son los que llevan a las transformaciones que
dan pie al logro de la paz. Y esta cuestión no es imposible.
Ante el conflicto, defender la posibilidad del tercero incluido tiene que po-
der permitir el alcance de la paz por medio de la ética del diálogo que exige com-
prensión. El conflicto no resuelto (o mal resuelto) da lugar a la violencia, como ya
hemos insistido antes, de ahí que la necesidad del diálogo y de la defensa de ese
tercero incluido sea tan notable.
La temática sobre los derechos constituye una parte central, o el punto de
fuga, en el pensamiento político y jurídico de autores como Bobbio. Algunos es-
tudiosos de su pensamiento (cfr.: Córdoba, 2005: 63) han señalado que, de alguna
manera, constituye el puente temático desarrollado a finales de los años sesenta
que conecta la filosofía del derecho con la filosofía política. Esta última hace de
62
Según Danilo Zolo (2005), Bobbio afrontó por primera vez el problema de la guerra en
un curso de filosofía del derecho que dictó en la Universidad de Turín, en los años 1964 y 1965; re-
flexiones que en su manuscrito llevaban el nombre de El problema de la guerra y la vía de la paz. Estas
reflexiones se plasman más adelante, en 1976 en Diritto e guerra, L’idea della pace e il pacifismo y La
noviolencia è una alternativa? En las décadas de los ochenta y noventa sus reflexiones continúan en
este tenor, a excepción del tema de la guerra justa. Los textos en torno a la guerra fueron recopilados
y organizados por Bobbio en textos mayores tales como El tercero ausente, ¿Una guerra justa? y Sobre
el conflicto del Golfo. Esta última es una recopilación de ensayos sobre la guerra del Golfo Pérsico y las
polémicas que surgieron a partir de la toma de posición de Bobbio a favor de la intervención militar
de las potencias en contra de Iraq y Sadam Hussein.
178 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
esos derechos una impronta de carácter liberal que defiende a las personas de los
abusos del poder, además de ser lo que posibilita un sistema democrático.
Resulta primordial proteger los derechos; así este tema se ubica en un marco
ético que se lleva a la praxis en el espacio político. Pues, no se trata tanto de saber
cuáles y cuántos son estos derechos, cuál es su naturaleza y su fundamento, si son
derechos naturales o históricos, absolutos o relativos, sino cuál es el modo más
seguro para garantizarlos, para impedir que, a pesar de las declaraciones solemnes,
sean continuamente violados (Bobbio, 1991: 64).
Tal respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales supone
que esos derechos ya están fundados. La complicación emerge desde las garantías
y las posibilidades para que los derechos se lleven a cabo, lo cual significa que la
cuestión del fundamento está básicamente resuelta desde la Declaración de los De-
rechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 10
de diciembre de 1948.
La justificación y aceptación de tal Declaración mediante el consenso se debe
a la base amplia en la que se apoya, ya que fue aceptada por gran cantidad de Esta-
dos, de un modo histórico que dio cuenta de su posibilidad fáctica. Aquél consen-
sus ómnium gentium sobre un sistema de valores se probó de manera patente en
la historia, en la que, aunque difícil de comprobar –como lo intentó Giambattista
Vico–, hoy se constituye por tal Declaración de los Derechos.
Esta Declaración ha fungido como inspiración en los procesos de la comuni-
dad internacional para fortalecerse como tal y en tanto comunidad de Estados y de
individuos libres e iguales. Es una propuesta de un sistema universal de valores de
hecho que ha implicado a la mayoría de la humanidad, de modo tal que constituye
un “universalismo [que] ha sido una lenta conquista” (Bobbio, 1991: 66). Ese uni-
versalismo se ha entendido de modo tal que los seres humanos tenemos por natu-
raleza ciertos derechos que nadie nos debería arrebatar, universalismo entendido
como que parte de lo fáctico y particular en busca de su universalizabilidad.
La Declaración de los Derechos Humanos acrisola la apuesta heredada del jus-
naturalismo moderno de filósofos como Locke y Rousseau; “mantiene un eco de
ella porque los hombres de hecho no nacen ni libres ni iguales” (Bobbio, 1991: 67),
sino que la libertad y la igualdad constituyen ideales; no son datos de hecho, sino
que son valores y deberes. Libertad e igualdad no son la expresión de una noble
exigencia, sino el punto de partida para que se instaure un sistema de derechos que
los considere como efectivos y positivos. En este sentido, la propuesta bobbiana
muestra su concordancia con los contractualismos de la modernidad y con una
propuesta teórica más contemporánea de ese contractualismo presentada en Teo-
ría de la justicia (1979), de John Rawls.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 179
personas y los pueblos, por ello es un mal moral, y lo es por ser la expresión más
clara del despotismo político.
La propuesta kantiana del opúsculo sobre La paz perpetua emerge como pro-
yecto filosófico –según apunta en el subtítulo– e intenta indagar las exigencias, que
en Kant son las condiciones de posibilidad imprescindibles para fundamentar una
paz perpetua (Kant, 2005b). El tono incisivo en esta obra de Kant caracteriza a la
prudencia política ilustrada, en la que señala “el inmoral afán por el continuo in-
cremento del poder sin importar los medios” con “la astucia de la serpiente” (Kant,
2005b: 142 y 170).
Podemos decir que las vertientes que propone el ideal cosmopolita, de una
manera u otra, siguen los pasos de Kant y de su opúsculo sobre la Paz perpetua,
dado que para este filósofo sólo puede haber paz en una organización cosmopolita.
La influencia del abate San Pierre y de Rousseau, así como los eventos históricos
del momento, seguramente le impactaron por su relevancia, como sucedió cuando
se logró la paz de Westfalia. En aquel momento se podía esperar que surgieran des-
confianzas y prevenciones cuando Kant pensaba sobre el principio de soberanía
estatal y sobre el derecho de los Estados al recurso de las armas para proteger sus
intereses. Estas propuestas siguen siendo elementos centrales del derecho interna-
cional y resultan todavía hoy muy problemáticas. Así lo vio Kant cuando afirmaba
que entendiendo el derecho de gentes como un derecho para la guerra, se puede
pensar, en realidad nada en absoluto (porque sería un derecho que determinaría
qué es justo según máximas unilaterales del poder y no según leyes exteriores li-
mitativas de la libertad del individuo, de validez universal); con un concepto así
habría que entender, en ese caso, que a los hombres que así piensan les sucede lo
correcto si se aniquilan unos a otros y encuentran la paz perpetua en la amplia
tumba que oculta los horrores de la violencia y sus causantes (Kant, 2005b: 156).
Así es como el filósofo de Königsberg propone su idea del pacifismo legal en
el que se sacrifica la libertad al llevar a cabo leyes coactivas, logrando la confor-
mación de un Estado en el sentido doméstico y un Estado de naciones, o civitas
Gentium, desde la perspectiva internacional. Estos acuerdos han sufrido constan-
tes reveses a lo largo de la historia contemporánea por la dificultad que significa
domeñar los impulsos de violencia entre las personas y entre las naciones.
La búsqueda de la paz ubica sus presupuestos en la idea liberal de derecho
de Kant, que se ubicaba principalmente en la igualdad de libertades individuales
bajo leyes generales. En vida de Kant no existían las democracias de masas, ni el
sufragio universal, y se estaba en un período en que las consecuencias clasistas del
desarrollo capitalista harían aceptar la monarquía constitucional como la mejor
forma de gobierno republicano, pensando que así, y con los propietarios privados,
se generaría la justicia social.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 183
63
Así lo señala Kant (2005c: 147-148).
184 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
rácter mecánico de su ocurrencia por una libertad libre y liberadora que se apoye
en el ideal moral de la paz perpetua (Santiago, 2004: 21).
Ahora bien, si los seres humanos no pueden evitar el conflicto y la guerra por
ser dispositivos naturales, sin embargo, sí pueden evitar las situaciones injustas
que la hacen posible al actuar de acuerdo con la ley moral o el imperativo cate-
górico (Santiago, 2004: 22). La meta común es la paz, de manera que, aunque la
naturaleza disponga de la guerra, el ser humano ha de elegir la paz para plantear
un proyecto de un futuro sin guerra.
La resolución para la superación de los conflictos implica un elemento funda-
mental mediante un tertium inter pares, un tertium quid siempre desde presupues-
tos democráticos, que son los jurídicos –legales– que defienden la libertad y no se
alejan tanto de la meta final kantiana sobre la consecución de la paz perpetua. Su
logro ha de articular tres condiciones: la constitución republicana, la federación de
Estados libres y el derecho cosmopolita. Si los seres humanos pueden vivir bien,
deben vivir bien, y es el ser humano mismo el que lo logrará. Entonces, si la cance-
lación de la guerra es el fin más importante de la especie, se sigue casi de manera
obligatoria el surgimiento de una cultura de paz.
Ciertamente, una sociedad democrática no puede soportar la violencia po-
lítica. La guerra moderna se coloca fuera de todo posible criterio de legitimación
y legalización, más allá de cualquier principio de legitimidad o de legalidad. Es
incontrolada e incontrolable por el derecho, como un terremoto o una tormenta.
Después de haber sido considerada como un medio para realizar el derecho (teoría
de la guerra justa) o como objeto de reglamentación jurídica, la guerra vuelve a ser
la antítesis del derecho (Bobbio, 2008: 55-56 y 60; 1997: 30, 42), como en la repre-
sentación hobbesiana del estado de naturaleza.
Las teorías que en algún momento justificaban las guerras por ser útiles para
el progreso moral (Humboldt, Hegel o Nietzsche) no pueden aceptarse, como tam-
poco aquellas que las defienden como origen del progreso civil. Tampoco puede
defendérsela como progreso de carácter técnico. La guerra es un fenómeno de des-
trucción y de irracionalidad que no ofrece ninguna ventaja, y está despojada de
cualquier justificación moral (Bobbio, 2008: 31-35, 43-49, 65-70). Lo único que
genera cualquiera de estas tendencias es una destrucción cada vez más sofisticada.
Criticar la teoría de bellum justum, en la que no se intenta someter la guerra a las
reglas morales, significa que la moral se rinde frente a las razones de la guerra. Esta
apuesta es una teoría intermedia entre el belicismo y el pacifismo, usada desde san
Agustín para negar la validez del pacifismo y admitir las finalidades éticas de la
guerra como opciones válidas. Quién podría juzgar –desde una posición neutral
y superior– las razones de quienes pretenden la guerra, porque la doctrina que
justifica la guerra como justa no determina quién tiene razón, sino quién gana. El
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 185
res en esta realidad, a partir de aquel coraje al que apelaban los griegos que instaba
–como ideal moral– a buscar espacios mundanos de excelencia.
No podemos, no debemos ser optimistas. Optimista es hoy aquél que hoy
ha renunciado a darse cuenta con sinceridad, sin falsos ídolos de la forma en
que se vive. No digo que debamos plegarnos a los pesimistas. Pero al menos,
ellos han situado la prueba extrema en la vida y en la historia, y puesto que es
difícil resignarse y aceptarla, nos mueven a pensar, a salvarnos, a trabajar por
la salvación sin hacernos ilusiones. […] Hay que contar con los pesimistas, por-
que podrían tener razón. Podrían, pero no deben. La salvación es un esfuerzo
consciente, y, una vez más, […] un ideal moral (Bobbio, 1997a: 74).
Quizás por ello debamos pensar kantianamente en ideales regulativos que nos
hagan ser realistas, pero sin renunciar a la posibilidad de resolución pacífica de los
conflictos. “Lo que es necesario debe ser posible y lo que es posible no puede ser
imposible” (Bobbio, 1997a: 256). La propuesta bobbiana exige la aparición de un
tercero, que habrá de tener una injerencia fundamental y que, sin ser neutro, tiene
que ver con el conflicto siempre en aras de alcanzar la paz. Así es como se presen-
taría la democratización del sistema internacional como camino para la paz.
Bobbio propone una especie de democracia de carácter diplomático en donde
lo que busca el tercero ausente es la paz, y la manera como se logrará es desde la
ética del diálogo. Ésta se opone a la ética de la potencia, de modo que debemos
entender que la comprensión debe prevalecer sobre la dominación y a partir del
respeto que avale la dignidad de los otros como sujetos iguales a mí. De este modo,
cuando la tendencia es aplastarnos unos a otros, la ética de la potencia es la que
prevalece, el conflicto no se puede resolver sino por la fuerza y la única salida es la
eliminación del adversario: mors tua, vita mea. “En el momento en que los dos ad-
versarios deciden ponerse de acuerdo, la relación amigo-enemigo queda sustituida
por otra completamente distinta, que se rige por la convicción de que la coexis-
tencia pacífica es más conveniente para ambos que la continuación del conflicto”
(Bobbio, 1997a: 211).
El respeto a los acuerdos pacta sunt servanda constituye una norma moral; se
exige la confianza en que es posible comprender mediante la palabra y recuperar
la confianza en el diálogo que presupone la buena fe y se establece partiendo del
reconocimiento del otro como persona. Tal reconocimiento atestigua y sanciona
un sentido moral que establece el alcance de la paz desde los derechos humanos y
la justicia.
Como hemos postulado, la filosofía moral y política en general, además de los
estudios de paz en particular, han reflexionado mucho en torno al tema de la paz,
en tanto ella significa un intento de trascender y de resarcir los daños que generan
190 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
orígenes del totalitarismo, sin embargo, más tarde, con el caso Eichmann, sostiene la banalidad del
mal. De ahí que apunte en una carta a Jaspers: “No sé qué sea realmente el mal en su dimensión ra-
dical, pero me parece que, en cierto modo, tiene que ver con el siguiente fenómeno: la reducción de
los hombres en cuanto hombres a seres absolutamente superfluos, lo que significa […] convertir en
superflua su misma cualidad de hombres”. Con esta superficialidad las personas mueren aún antes de
su muerte biológica.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 191
65
Zygmunt Bauman entiende por adiaforización las “estratagemas para situar, a propósito,
o por defecto, ciertos actos y/o actos omitidos respecto a ciertas categorías de seres humanos fuera
del eje moral-inmoral. Es decir, fuera de ‘universo de obligaciones morales’ y al margen del ámbito de
los fenómenos sujetos a evaluación moral; estratagemas para declarar esos actos o esa inacción […]
como moralmente neutros y evitar que las opciones entre ellos se sometan a un juicio ético. […] se
trata de un regreso artificial al estado paradisíaco de ingenuidad. […] En la sabiduría popular, este
conjunto de estratagemas tiende a reunirse en la rúbrica de ‘el fin justifica los medios’” (Bauman y
Donskis, 2015: 57).
192 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
(58). Las personas aparecen como insustanciales, sin valor, sin dignidad, es decir,
como meras cosas.
La violencia puede hacernos perder nuestra capacidad de comprender e im-
pedirnos ver el daño al otro y el atentado a la dignidad. Este desborde de los límites
de la dignidad hace que la humanidad pierda lo más preciado; nos ciega para po-
der estimar el mal propio y ajeno.
Entonces, si lo que se pretende es alcanzar la paz, la igualdad y el mejor trata-
miento de los derechos humanos que avalan la dignidad, entonces es preciso analizar
y matizar las teorías que alejan de esos objetivos. La praxis es obligada dado que, si
lo que se busca es conseguir la paz, así como gestionar, transformar y resolver los
conflictos por vías pacíficas, el camino es impactar en las acciones mediante los ha-
bitus y las virtudes de la paz (Muñoz y Martínez, 2011: 37-64). Es preciso cristalizar
ese desideratum en acciones que transformen la realidad, por ello es tan relevante la
phrónesis. Ésta nos ayuda a mirar mejor –en aras de perseguir fines justos– y, más
claramente, para intentar no caer en errores pasados cuando se han legitimado for-
mas de violencia, que en muchas ocasiones han estimulado las enormes contradic-
ciones entre lo que se perseguía racional y teóricamente y el resultado final. De ahí
que sea fundamental decidir phronéticamente sobre qué acciones se llevan a cabo
para alcanzar situaciones de paz y, por ende, un mundo mejor, en el cual vivir. Esto
debe lograrse mediante fines pacíficos, buscados con prudencia; lo que significa que
los presupuestos de la acción se guían por la búsqueda recta y no instrumental de
la paz (Muñoz, Martínez y Jiménez Arenas, 2012: 36), en tanto esta última ha dado
lugar a propuestas violentas, como únicas propuestas de cambio.
Entre los principios de la noviolencia66 se pueden destacar el máximo respe-
to por las personas; la utilización de la persuasión antes que la coerción; la con-
sideración de principios de acción política ciertas virtudes que tradicionalmente
han sido relegadas al espacio privado, como son la amistad y la bondad. Si la
phrónesis es la capacidad de considerar la relación con el medio y alcanzar cam-
bios que tiendan a mejorar la calidad de vida, así pues, esta virtud es central para
el alcance de la paz. Se apoya en la deliberación, cuyo carácter es central en la
política, dado que “tiene soberanía acerca de la guerra y la paz y de la formación
y disolución de la alianza, acerca de las leyes, acerca de las sentencias de muerte,
El concepto noviolencia fue postulado por Aldo Capitini quien “pretendía que la semán-
66
tica del concepto no fuese tan dependiente del término fuerte ‘violencia’. Buscaba resaltar la impor-
tancia de que la noviolencia se identificara con una concepción humanista, espiritual y abierta de
las relaciones humanas conflictivas”. Mientras la terminología, las tipologías y las herramientas de
análisis continúen asociándose al paradigma de la violencia y a las epistemologías que están en su
base, difícilmente las nuevas categorías, las metodologías, y epistemologías de los Estudios de Paz
adquirirán relevancia. Se trata con la noviolencia de preservar la vida con dignidad y en tanto tarea
de humanizar a la humanidad o el concepto de ahímsa (López, 2004: 783).
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 193
67
Un conflicto no resuelto da lugar a la violencia.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 195
sino siempre como un fin, apreciaremos esta unidad de medios y fines y la defensa
de la dignidad.
Para terminar este inciso es preciso insistir en que la paz por medios pacíficos
debe afrontarse con racionalidad y respeto al ser humano y a sus necesidades bá-
sicas. Esto significa que ese ser humano –del que tenemos que partir–, es nuestra
razón y meta. La paz se ubica y desarrolla en situaciones de desafío recurrente y se
realiza mediante la preocupación por los otros, la compasión y el cuidado, de ahí la
urgencia de demarcar la dignidad, sus prerrogativas, sus definiciones, sus compro-
misos, sus vulnerabilidades y sus límites para trascender la violencia y cimentar
la paz. Las situaciones que se irán trascendiendo y transformando harán visibles
los recovecos humanos que guardan espacios negativos que habrán de superarse.
Sólo con la comprensión y el análisis que nos muestran los estudios teóricos –y
que apuntalan los estudios prácticos– es como podrán superarse tales desafíos, en
la consideración de la relevancia de la dignidad en sus diversas acepciones, pero
fundamentalmente apegada a la virtud en la construcción mutua y conjunta del
mundo en el que vivimos.
claudicar en esos objetivos, dando vida a cada una de nuestras acciones. Esto es
lo que sucede, de manera similar con el concepto de paz, es decir, que ante la rea-
lidad violenta que en general se vive, la paz se despliega como el ideal regulativo
kantiano en la Metafísica de las costumbres (1999b). Significa tener un ideal que va
regulando nuestro actuar cotidiano y lo ordena en aras de alcanzarlo, y en donde
la racionalidad práctica o lo que es la racionalidad de la acción, pone como veto a
la guerra (cfr.: Martínez, 2010: 30). Evidentemente, esta prohibición es coherente
con la búsqueda de la excelencia humana y por ende es congruente con la paz.
Las diferentes formas de hacer la paz previenen caer en la violencia; se ayudan
del diálogo crítico, de la comunicación y del respeto a los demás. La posibilidad de
ponerse en el lugar de los otros es un recurso ético muy propicio –como ya anotá-
bamos un par de incisos arriba– para favorecer la paz.
Este recurso, que heredamos del pensamiento kantiano, constituye una de las
tres máximas del sentido común, pensado desde lo comunal. Significa pensar sin
prejuicios, pensar por sí mismo y pensar imaginándose en un como si en el lugar de
los demás (Kant, 1973: 232 y ss y 269 y ss).
La racionalidad práctica tiene sus razones morales y desde ellas se nos impone
un deber: el de poder vivir como si pudiéramos alcanzar la paz; propuesta que tiene
que ver con la posibilidad de imaginarnos de otra manera, como si estuviéramos en
otro momento y en otra realidad, en el ánimo de que esto se podrá obtener si nos
reconocemos mutuamente como personas valiosas y con derechos de interlocu-
ción en los ámbitos de una ética de la justicia, desde una ética de la responsabilidad
con los otros y en un ánimo de alcanzar conjuntamente beneficios mutuos que
constituyen la solidaridad. Con estos recursos se inducen las formas de alcanzar
dicha paz en un entramado de carácter comunal.
Dicha comunalidad se apoya en el sentido común que es “una virtud social
asociada al bienestar común y vinculada al buen vivir y sus elementos humanos
–emanados del corazón y del entendimiento– que van siendo construidos virtuo-
sa y prudencialmente más que tener un origen que parta de algún derecho na-
tural” (García-González, 2014: 15). Este sentido común significa la capacidad
que hace posible la resolución de cuestiones problemáticas y una forma de actuar
razonablemente.
Con el sentido común podemos imaginar e inventar para pensar e interpretar
comunalmente el mundo, porque nos permite comprender las diversas formas de
vivir y compartir las que no lo son. Es el recurso por el que podemos comprender
lo diverso. Es ese sentido comunal que da pauta para el entendimiento compartido
y permite la sociabilidad (como lo apuntaba Séneca), y es lo que se llamó sensatez
que implica al mismo tiempo la prudencia y el buen juicio. Estos conceptos de
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 197
y a la par, que nos dignifiquemos por nuestras acciones virtuosas llevadas a cabo
para con los demás y en comunidad. Virtudes como justicia, solidaridad, toleran-
cia respetuosa, diálogo comunicativo y la phrónesis, en conjunción con las acciones
que nos hacen considerar a los otros todas ellas fungen como ideales regulativos.
Es de central relevancia apreciar que decir no a la guerra o a la violencia –que
significa la privación de acciones que lastiman a las personas y que Johan Galtung
(2003: 58) ha llamado paz negativa– es fundamental y necesario, aunque no sufi-
ciente. Se requiere construir situaciones en las que se abran posibilidades e incli-
naciones y se construya la paz positiva como lo apuntamos artes. En este sentido,
la paz negativa cobija y protege a la dignidad de las personas, porque pone límites
que no pueden ser desbordados; pero la paz positiva brinda las posibilidades de
protección activa y viabilización del desarrollo de esa dignidad a partir de cons-
truir derroteros posibles y con ello trascender la violencia. La cimentación de la
paz nos brindará la posibilidad de alcanzar la consecución de lo más relevante para
el perfeccionamiento de los seres humanos en conjunto: una situación de bienestar
y justicia.
La privación de las necesidades humanas básicas (Galtung, 2003: 178) pro-
voca sufrimiento y atenta contra la dignidad de las personas generando violencia;
por ello, se precisa partir de la consecución de dichas necesidades básicas para que,
desde ahí, se trasciendan esas violencias. Esto, porque partimos del entendimiento
de la violencia como aquellas “afrentas evitables a las necesidades humanas básicas
y más globalmente, contra la vida” (Galtung, 2010: 13).
La paz, o las paces, en plural, constituyen un imperativo de racionalidad que
es, a su vez, un imperativo de carácter moral, de ahí que los conflictos y confor-
taciones deben ser solucionados de manera pacífica, partiendo del supuesto de
que, situaciones de pobreza, hambre y miseria constituyen el caldo de cultivo de
la violencia, y a su vez generan fanatismo e intolerancia (García Bacca, 2001: 22),
promotores de esa violencia. Buscar la paz implica confiar, y entraña el despliegue
de la vida (Galtung, 1998: 27), el cual se logra por un agente que lleva a cabo las ac-
ciones con phrónesis y cuidado (Comins Mingol, 2003) para con los otros. Por ello,
las normas éticas no pueden escapar del testimonio de la realidad; eso fue lo que
movió a Gandhi a llevar a cabo su proyecto de paz y noviolencia, es decir, la certeza
de que las cosas podrían ser de otra manera. Es también lo que estudiosos de la paz
como Johan Galtung han defendido por más de cincuenta años.
Mirar desde estas perspectivas nos permite transformar las formas en las que
históricamente se ha visto la realidad desde una disposición bélica y de violen-
cia. Estas formas han despertado siempre un interés mayor en historiadores y en
filósofos, lo cual ha hecho que los estudios de paz hayan sido soslayados. El mis-
mo Immanuel Kant impactó con sus reflexiones en torno a la paz, estableciéndo-
200 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
la como alcanzable y plausible, aun cuando concebía el conflicto como motor del
progreso histórico de la humanidad.
Sabemos que el lenguaje y las preocupaciones en torno a la paz han versado
históricamente desde presupuestos violentos y han admitido que la guerra es in-
herente al ser humano y a la sociedad (cfr.: Clastres, 2004). Ha habido una gene-
ralización de la naturalización de estos presupuestos fundamentados en las tesis
hobbesianas, cuyos legados han perdurado hasta nuestros días y se han agregado
a muchos otros que continúan sosteniendo la guerra y la violencia como fatalida-
des biológicas. Sin embargo, muchas de estas propuestas dependen de creencias
infundadas, dado que a lo largo de la humanidad han existido expresiones de re-
ciprocidad y pacifismo que han sido silenciadas. Esta invisibilización y apatía ha
legitimado la violencia (Galtung, 1996: 13-14) como un sino innegable.
Si la paz significa “el conjunto de situaciones en las que se opta por la noviolen-
cia” (Jiménez, 2011: 117), porque la violencia indignifica, consideramos necesario
apuntar hacia horizontes que permitan el despliegue de dicha paz (117). Entre ta-
les desenvolvimientos se pretende alcanzar la realización de la dignidad que ga-
rantiza la justicia, la cual constituye un eje fundamental para la paz, porque no hay
paz sin justicia, lo cual conlleva todo un bagaje del pensamiento ético que implica
el respeto a las personas por su dignidad y una responsabilidad solidaria (Cortina,
1985). La solidaridad implica el reconocimiento de la relevancia de los demás, en
su misma dignidad.
Comprendemos que las diversas formas recurrentes de injusticia social se
constituyen en formas violentas, pero no tendría por qué ser así. Dichas injusticias
pueden trastocarse y dejar de ser el presupuesto de la violencia estructural –apun-
tada tan claramente por Galtung (1998: 25, 262ss)–, de modo tal que, la construc-
ción de paz puede suponer y vislumbrar el alcance de la justicia. Así, paz y justicia
son ejes articulantes que defienden y propulsan la dignidad y buscan construir una
humanidad solidaria ciudadana desde el telón de fondo de lo humano. Esta tríada
dignidad-justicia-paz se muestra de manera negativa en los ejemplos concretos de
los excluidos, los inmigrantes, los marginados, las mujeres maltratadas, los niños
sin hogar, o aquellas personas que se encuentran en situación de extrema pobreza
y mueren de hambre. La lucha contra las diversas formas de violencia pasa obliga-
damente por la justicia y sin ésta tampoco hay paz.
La paz es una meta buscada por sí misma y el punto de partida y de llegada ha
de ser dicha realidad; la reflexión pues tiene que partir al ras de la tierra, desde las
sociedades que son injustas y corruptas. Partimos de ahí dado que la justicia está
en los cimientos de la paz. Así, para sustentar la justicia se “parte de su ausencia;
en vez de pasar de la determinación de principios universales de justicia a su rea-
lización en una sociedad específica, [se] parte de la percepción de la injusticia real
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 201
para proyectar lo que podría remediarla” (Villoro, 2007: 16). Tal apuesta es la “vía
negativa hacia la justicia”68 (Villoro, 2008: 69, 75), y es una respuesta a la injusticia.
Dicha vía depende de un contexto situado en donde impera la desigualdad social
extrema y creciente, en donde manda la exclusión y la marginación de una gran
mayoría. La injusticia social está en la base de la violencia estructural, de modo
que el alcance de la paz asienta su base en la justicia social. Las virtudes éticas –que
apuntábamos antes para la defensa y la construcción de la paz– obligan a que esas
acciones no queden a la deriva limitando únicamente la violencia, sino que deben
apuntar hacia una paz activa. Estar insertos en un sistema de negligencias exhibe
en muchas ocasiones “nuestra colaboración en la ejecución del mal” (Wiesenthal,
1998: 115), en tanto “omisión universal” –como diría Arendt– que produce todo
un sistema de daños y males.
Es bien conocido por todos que la realidad constituye el detonador para nues-
tras reflexiones, es un ir y venir entre tales reflexiones teóricas y la realidad que
se nos impone y que al repensarla buscamos recursos teóricos que impacten para
modificarla. La articulación de la filosofía para la paz, con la investigación para la
paz, busca apreciar los fundamentos epistemológicos, por medio de los cuales es
posible aprehender la realidad social (Galtung, 1993: 15-45; 1996). El contenido
epistemológico se sustenta en ciertas características cognitivas que se configuran
a partir de la educación, la cultura, los valores y las experiencias individuales de
cada persona en cada sociedad (Jiménez, 2011: 24), por ello es preciso cambiar de
paradigmas para transformar con ello el conjunto de prácticas que definen a una
disciplina, y desde ahí elaborar constructos tales como es la paz. Evidentemente,
el conocimiento obtenido ha de atender las necesidades de la comunidad cientí-
fica y además reconocer a quienes habitan en una realidad específica de carácter
socio-cultural.
Para todo esto se requiere una elaboración teórica que al aplicarse a la realidad
práctica sea útil y sirva a los fines que se buscan, por ello todo este proceso tiene
que ver con la transformación de los conflictos para buscar la paz; ahí la justifica-
ción de su pertinencia y su legitimación. Esto constituye una tensión entre lo teóri-
co y lo práctico dado que al evidenciar la injusticia real que vivimos y que redunda
en situaciones de violencia busca modificarse en un proceso de paz.
La humanidad tiene la responsabilidad en todos y cada uno de nosotros de
generar los cambios obligados para entender íntegramente lo humano y de pro-
pugnar por una vida pacífica. Ciertamente, estamos obligados a pensar desde otra
68
Así titula el primer capítulo de su libro Los retos de la sociedad por venir, que constituye el
primer inciso del primer reto de los tres que propone: justicia, democracia efectiva e interculturali-
dad. Estos tres retos son los centrales que plantea la sociedad por venir. Al responder a cada uno de
estos retos con razones fundadas es que podremos orientarnos en este mundo (Villoro, 2007: 9).
202 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
racionalidad, desde una racionalidad ética que evidencie críticamente a una cultu-
ra mezquina por excluyente y perversa. De otro modo nos convertiremos en cóm-
plices; cerramos los ojos ante la devastación de lo humano, dado que, frente a una
mayúscula devaluación de la vida humana, y ante la instalación de las sociedades
en el miedo y una falsa piedad, se instauran los mecanismos de la violencia. Ese
mal consentido, el mal social y público que es causado por individuos dotados de
poder político o económico requiere: “a muchos más que los consientan, es decir,
a quienes colaboran con aquellos daños mediante su abstención, adquiera éste la
forma de indiferencia, silencio o cualquier otra” (Arteta, 2010: 43). Todas las ex-
presiones violentas que se han vuelto cotidianas en el mundo contemporáneo ge-
neran una indignación que corroe desde lo más hondo las entrañas de lo humano.
Es un sentido de urgencia que pretende lograr espacios de acción que alcan-
cen algo de luz al final del túnel, en tanto esa luz se sitúa en todo el proceso de
la búsqueda de la paz. Por ello, como recién decíamos, es preciso valorar nuestra
responsabilidad centrando nuestras esperanzas desde lo que vivimos. Esa espera
no debe ser confundida, como diría Roberto Esposito “con una actitud quietista
[…] su aspecto activo es la atención” (Esposito, 2006: 220). Por ello, hay que verlo
y considerarlo desde el lugar en el que estamos y que no puede quedar a la deri-
va, debe apuntar al objetivo de una paz activa. Por ello, si generalmente actuamos
como espectadores pasivos de las realidades que les suceden a otros y llevamos
acciones de omisión y de consentimiento, esto hace que la presencia de los que
sufren la violencia se desvanezca ante nuestros ojos y se quede en el olvido de la
responsabilidad. Es imperioso estar atentos; no es aceptable –bajo ningún concep-
to– que la violencia se normalice ante nuestros ojos; es preciso hacer un esfuerzo
de autoconciencia de nuestra propia responsabilidad personal y ciudadana frente a
la violencia para dejar de alimentarla. Desde ahí se puede iniciar el proceso de paz
que deberá incluir fundamentalmente la educación en la paz para la construcción
de una cultura de paz.
La recurrente y sistemática presencia de la violencia nos obliga a buscar sus
causas para no trivializar el dolor y la muerte, como lo hacen tan repetidamente
los medios de comunicación sin recato alguno. Bajo la égida de la globalización
y el desarrollo69 no ha sido posible resolver los problemas vitales de la humanidad
(cfr.: Hessel y Morin, 2012: 15), porque su incapacidad en la solución de tales difi-
cultades vitales ha generado la condena de todo el planeta a la desintegración o a
la regresión. Este desarrollo ha conllevado enormes males que lastran la vida de las
69
Resaltamos desarrollo porque hacemos una crítica al desarrollo visto desde una perspec-
tiva meramente economicista, buscando una situación de cada vez más y que no necesariamente
redunda en la humanización ni en un verdadero desarrollo humano. Esta situación es una de las
causas de la violencia en muchas sociedades, sobre todo en las que han sido más empobrecidas (cfr.:
Ridoux, 2010).
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 203
guerra en la mentalidad de las sociedades y las personas, es por ello que hay más
tratados en torno a la violencia y la guerra que a los estudios de paz. La irenología,
o ciencia de la paz, es más difícil de construcción que la polemología, o estudio
de la violencia desencadenada, y generalmente por ello la primera queda en un
segundo plano.
Los planteamientos que desde la filosofía política se han llevado a cabo, han
privilegiado a la guerra sobre la paz, no porque sea preferible sino porque la vio-
lencia bélica parece amenazarnos de manera más directa de lo que nos afectan
indirectamente las hipótesis de una paz consolidada. Con ello, ese planteamiento
bélico que se privilegia ha de ser relevado por otro planteamiento de carácter ético
que restablezca la paz al primer plano, entendiéndola como un valor fundante que
sostiene a otros valores éticos y de carácter social. La razón práctico-moral no ex-
presa un problema teórico como ya hemos dicho e insistido, sino que es una cues-
tión práctica (Martínez, 2001: 221) que debe lograrse en la acción efectiva.
En muchas ocasiones, y sociedades, en que no se busca el bienestar común
sino el de unos cuantos, los valores pervertidos son los que han prevalecido,
traicionando lo que éticamente debería ser buscado. De ahí que debamos apo-
yarnos concertadamente en quienes aquilatan el amparo de la paz y buscan
procurarse una morada como la que ella contiene y en la que se apoyan otros
valores fundamentales para la humanidad. No cejar en el intento de trastocar
la relevancia que se ha dado a la guerra y sus teorías para dársela a los estudios
de paz es una tarea pertinaz sobre la que no hemos de declinar. Porque si bien
es cierto que la guerra nos resulta normal dada su generalización en la historia
de la humanidad, sus efectos nos han mostrado su carácter devastador en las
sociedades contemporáneas. Se destroza la vida de las personas que la sufren
y se demuelen los vínculos sociales. Los ejemplos son vastísimos tanto para los
países ricos que han hecho las guerras como para los pobres que las han sufri-
do; sus grupos sociales han sufrido los embates y los efectos. Por ello es preciso
pensar la paz como orden de vida, porque con la guerra finalmente todos pier-
den; el gran problema es que sabemos que construir la paz resulta ser una mag-
na tarea con elementos sumamente complejos y con una dificultad grande para
ponerse en práctica. De ahí la proliferación de todo tipo de pesimismos que
conducen a situaciones de inmovilismo al pensar en que lo que sucede es por un
determinismo inamovible.
El historial de dichos pesimismos no es nuevo, sin embargo, es lo que nos ha
tocado vivir. Los pesimismos antropológicos de corte hobbesiano se han asentado
en el imaginario social, que defiende lo innato de la violencia en las personas. Las
consecuencias son esperables, dado que se requerirá entonces un Estado de carác-
ter absoluto, que defienda el terror, como lo es el de Leviathan que, aunque domina
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 205
70
Ciertamente, las teorías políticas privilegian la paz y estudian los estados de guerra por
ser elementos que de algún modo buscan superar esa violencia y, buscan alcanzar la paz. Lo que se
pretende insistir es el hecho de que la lógica de la violencia ha proliferado y ha dado lugar a culturas
centradas en ella, las cuales no pretenden vislumbrar cambios para el alcance de la paz por conside-
rarla como un sueño o una utopía en un sentido negativo. Por ello, plantear los estudios de paz como
una cuestión ética tiene que ver con las pretensiones de que sea deseable, como ideal regulativo,
como ideal moral y en tanto a la posibilidad de pensar un mundo mejor. Sin embargo, históricamente
ha habido respuestas en torno a la inevitabilidad de la guerra que se han aglutinado en dos grandes
grupos: los apologistas y los pacifistas. Entre los primeros encontramos los defensores de la Teoría de
la guerra justa (Escuela de Salamanca) y los defensores de la Teoría legalista de la guerra (postura de
la ONU).
206 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
“Mais la violence n’ést pas un destin devant lequel nous n’aurions qu’à
nous incliner. L’espace entre le donné mortifère et l’excellence attendue
est parcouru par nos protestations contre ce qui est ne devrait pas être.
Ces protestations ne sont pas des cris; elles soutiennent la lente recherche
humaine, son élaboration de médiations par lesquelles notre aspiration
pourra s’accomplir dans la paix en rejoignant ce qui doit être”72.
Paul Gilbert (2009: 85)
“La paz perpetua, que se deriva de los hasta ahora mal llamados tra-
tados de paz (en realidad armisticios), no es una idea vacía, sino una
tarea, que resolviéndose poco a poco, se acerca permanentemente a su
fin”.
Immanuel Kant (2005: 187)
71
“En su significado y propósito la paz no es ni un estado de perpetración ni un status quo.
No tiene nada que ver con inactividad […] La paz es una fuerza activa y dinámica. Comprometerse
con ella como una meta ofrece al individuo o a un grupo la fuerza para responder a cualquier tipo de
conflicto. […] Comprometerse con el propósito de lograr la paz sustenta las necesarias acciones que
se necesitan especialmente cuando se enfrentan retos”.
72
“Podemos traducir la cita de la siguiente manera: “Pero la violencia no es un destino al
que sólo hemos de inclinarnos. El espacio entre lo dado mortífero y la excelencia esperada es impul-
sado por nuestras protestas en contra de lo que no debería ser. Estas protestas no son gritos; ellas apo-
yan la lenta investigación humana, su elaboración de las mediaciones a través de las cuales nuestra
aspiración podrá lograrse en la paz uniendo lo que debe ser”.
210 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
“Habrá tantas culturas para hacer las paces como maneras de orga-
nizarse las relaciones entre los seres […] Reconocimiento universal de
que todos los pueblos tienen el derecho a darse las formas de goberna-
bilidad que bien les parezcan siempre que sirvan para incrementar las
formas pacíficas de convivencia”.
Vicent Martínez (2003: 330)
pero esas personas quizá no estarían necesariamente de acuerdo con una defini-
ción adicional de paz –en un sentido positivo–, como la presencia de asociaciones
y la equidad en las relaciones humanas, y probablemente no aceptarían la tesis de
que la paz positiva es equivalente a la ausencia de violencia estructural y cultural.
Este asunto es complicado; aquí se inscriben las participaciones de las institucio-
nes que contemplan únicamente el primer tipo de paz (ausencia de violencia ex-
plícita y directa) dejando intactas las estructuras institucionales y culturales que
generan violencia. En muchas ocasiones no hay violencia directa pero sí estructu-
ral y cultural, y en estos ámbitos se inserta la violación de los valores promotores
de cualquier paz.
Las instituciones y las culturas generalmente no están dispuestas a aceptar
explícitamente la no explotación, la no dominación, ni a advertir el respeto y re-
conocimiento obligados de quienes son diferentes o de las mujeres. Es por ello
que es imperativo entender que este rechazo pone en entredicho la dignidad de
las personas y da pie a la generación de violencias diversas. La necesidad de hablar
de paces nos da la pauta para entender que la paz tiene sus facetas y sus diversida-
des, y es más realista buscarlas así, de manera plural en sus diferentes modalidades
humanas, que anhelar una paz absoluta. Las violencias en plural se introducen en
los intersticios, por ello hemos de pensar en las paces. La paz absoluta se puede lo-
grar, pero para ello se violentan los valores diversos, situados en los variados espa-
cios y cosmovisiones humanas, como lo ha mostrado la historia, y en este sentido
el camino de la paz estaría realizándose con medios inaceptablemente violentos.
Es central partir de lo diverso existente y desde ahí reivindicar las paces, ellas se
acompañan de los valores éticos y socioculturales que se busca alcanzar.
Los valores son metas, pero son puntos de partida también, emanan de lo vivi-
do y guían la praxis de vida, como ideales que nos permiten visualizar lo que debe-
ríamos perseguir sin claudicar en esas metas. Lo que sucede con el concepto de paz
–ante la realidad violenta que en general se vive–, es que dicho concepto se desplie-
ga como el ideal regulativo kantiano en Metafísica de las costumbres (1999b), que
implica tener un ideal que va regulando nuestro actuar cotidiano. Éste es ordenado
por ese ideal en aras de alcanzarlo, en donde la racionalidad práctica o lo que es la
racionalidad de la acción veta la guerra. Evidentemente, esta prohibición es cohe-
rente con la búsqueda de la excelencia humana; por ende, es congruente con la paz.
Las diferentes formas de hacer la paz previenen la violencia que, como ya he-
mos dicho, se ayuda del diálogo crítico (que se aprende), de la comunicación y del
respeto a los demás. Un recurso ético excelente para favorecer la paz es ponerse
en el lugar de los otros; se trata de suscitar los recursos de la imaginación que pro-
mueven situaciones de una cierta moralidad empática, para desde ahí comprender
lo que es el daño y el sufrimiento. Ponerse imaginativamente en el lugar del otro
212 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Ricoeur hace una relación dialéctica entre Husserl y Levinas al reconocer la captación
73
analogizante del ego transferido a otro cuerpo en el que encuentra la alteridad por medio de la cual,
el otro deviene un semejante. Todo esto, de tinte husserliano, se combina con el movimiento del otro
que viene hacia mí –de Levinas– para quien el rostro del otro no es un espectáculo que me represen-
to, sino una voz que me interpela y me constituye como ser responsable, de modo que atestiguamos
al otro desde una coloratura ética, porque tiene que ver con el otro en un marco de historia efectual,
dicho así desde Gadamer (Ricoeur, 1996: 365ss, cfr.: Etxeberría, 1995: 122; Gadamer, 1994: 281 y ss).
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 213
unas luchas necesariamente múltiples en las que se expresa el deseo común de ha-
cer mundo” (Carcés, 2013: 23). La inmunización descrita por Roberto Esposito
manifiesta la lógica de la modernidad (Esposito, 2006: 13ss), en la que se lucha
por la autoconservación individual, la cual conforma el presupuesto de todas las
categorías políticas. Así, las sociedades se erigen a partir de la desvinculación de
los individuos que la conforman en cualquier dimensión compartida. Lo común
no puede pensarse como subsecuente de lo individual sino al contrario, porque la
primacía del individuo ha roto la vida en común. Ésta es “el conjunto de relaciones
tanto materiales como simbólicas que hacen posible una vida humana” (Garcés,
2013: 29). En este sentido, la condición del ser humano es relacional; no podemos
decir yo sin que resuene un nosotros. Esto es indefectible y su negación es la que
ha generado conflictos no resueltos y dado pie a la violencia y las guerras. Por ello,
el nosotros se conforma como “sentido del mundo entendido como las coordena-
das de nuestra actividad común necesariamente compartida” (30). Así, el contrato
social es artificio y nos obliga a pensar en la necesidad de la interdependencia y
de un vínculo para replantear la comunidad. De otro modo, las dos formas de la
sociedad moderna –a saber, los individuos asociales que prevalecen y se presen-
tan como amenazantes y las comunidades cerradas como resguardos defensivos y
ofensivos que actúan en una relación nosotros/ellos– generan una “geografía de la
furia” (Appadurai, 2013: 33), que refuerza esa “inmunidad” que expresa cerrazón
y aniquilamiento de lo común porque no se debe nada a nadie; es un recinto asép-
tico y suficiente, mientras que la comunidad implica falta. Así sólo en ese común y
en el nosotros, es posible la paz.
Ese común –cuya teoría fue proporcionada por Michael Hardt y Antonio
Negri– fue pensado desde las experiencias concretas de los comunes –en plural–,
hasta una concepción más abstracta y políticamente más ambiciosa de lo común
en singular. Ha llegado a ser “el nombre de un régimen de prácticas, de luchas, de
instituciones y de investigaciones que apuntan a un porvenir no capitalista” (Laval
y Dardot, 2015: 22). Y esto porque si lo común alude al don, al munus implica un
carácter colectivo y a menudo político que conlleva prestaciones y contrapresta-
ciones que conciernen a una comunidad entera (Laval y Dardot, 2015: 29) y que
comporta obligación de reciprocidad. La contravención de estas apuestas fecunda
problemas, conflictos y violencias que se contraponen a las pretensiones de paz y
de noviolencia; rompen con el propósito de buscar los elementos que no separen
a las sociedades; lo que se ansía es defender los factores que las cohesionen. Esas
violencias que aparecen en la escena pública, además de tener mayor visibilidad,
prevalecen porque es lo que tenemos ante nuestros ojos de manera más grave e
imperiosa.
Es relevante notar que, en nuestra cotidianeidad, asimismo, aparecen muchas
expresiones de paz, de las cuales no nos percatamos ni les damos su justo valor;
216 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
es lo que hemos llamado paces silenciosas (García-González, 2014: 17), que sue-
len ser sordas e invisibles. Todas estas acciones pacíficas pueden intentarse como
generalizables en todos los ámbitos de nuestras vidas, en eso consiste justamente
plantear la paz como ideal moral.
Aun a sabiendas de que una propuesta de paz podría suponerse como utópica,
es preciso que si vamos a hablar de la violencia hablemos también de la noviolencia,
porque “escribir la historia de este siglo violento, y analizar las políticas que en él se
han dado sin analizar también su noviolencia, es difamarlo aún más” (Galtung, 2003:
163ss)74. Han existido casos ejemplares en situaciones históricas en las que se evitó la
violencia directa y se redujo o evadió la violencia estructural; éstos son los ejemplos
que debemos tener ante nuestros ojos y en nuestras mentes para con ello mantener
presente y viva la esperanza. Trivializar la violencia significa naturalizarla y pensarla,
finalmente, como algo banal75 no porque no sea grave, sino porque se lleva a cabo sin
reflexión alguna y siguiendo una lógica imperante de la aniquilación, de la injusticia
y de la corrupción que se presentan en los espacios humanos. Una meta a alcanzar
reivindica la superación de las desigualdades, de las exclusiones y de la discrimina-
ción, y sólo en el momento en que se alcanza dicha trascendencia será cuando las
personas dejarán de ser añadidos superfluos y excluidos, convirtiéndose en piezas
fundamentales para la construcción de lo humano, precisamente porque se les ha
reconocido como tales. Sólo en ese momento se logrará la dignificación de dichas
personas y con ello se obtendrá el valor fundamental de la paz, y con esta última apa-
recerán los demás valores que la acompañan.
Si tenemos claridad en torno a los conceptos de paz podremos postularlos
como medios para alcanzar los fines, de modo que si el fin es la supervivencia y la
dignificación humanas hemos de considerar medios que potencien la vida. Así, los
medios tienen que ser buenos y no se puede justificar que no lo sean o que se dis-
tancien de los preceptos morales de respeto y dignificación de lo humano. Dichos
medios que llevan al logro de fines han de estar en función de objetivos igualmente
buenos. Esto significa que no se puede sacrificar ni a personas ni a grupos en aras
de alcanzar a lo lejos la paz; de igual modo, tampoco se puede sacrificar a genera-
ciones para lograrlo. Utilizar medios violentos para obtener fines no violentos no
74
En el siglo XX ha habido ejemplos tales como: la campaña swaraj de Gandhi por la in-
dependencia de la India desde 1920; la liberación de los judíos detenidos en Berlín en febrero de
1943; la campaña de Martin Luther King Jr. desde 1956; el movimiento contra la guerra de Vietnam,
dentro y fuera de Vietnam; las Madres de la Plaza de Mayo en Buenos Aires contra los militares; el
movimiento de poder popular en Filipinas en 1986; el movimiento de poder de niños y niñas en
Sudáfrica desde 1976 hasta 1986; el movimiento de la Intifada en la Palestina ocupada desde 1987;
el movimiento democrático en Pekín en la primavera de 1989; los movimientos solidarios/RDA que
pusieron fin a la guerra fría (Galtung, 2003: 163 y ss).
75
En esto sigo a Hannah Arendt y sus reflexiones sobre Eichmann (Arendt, 1999). La vio-
lencia puede ser traducida como el mal en el mundo, como lo sostiene Ricoeur (2004).
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 217
sigue una lógica consecuente ni entraña una ética aceptable, y mucho menos lo es
en el caso de la paz y la dignidad. Esta idea que defiende un tipo de utilitarismo
inaceptable y que contraviene al dictum ético que asevera que el fin no justifica
los medios. Por ello, Gandhi era claro cuando señalaba que hemos de cuidar los
medios porque lo fines se cuidarán de sí mismos, y añadía su tan famosa frase que
reza que la paz es el camino, ahí se confecciona en los medios.
La violencia puede comenzar en cualquier ángulo del triángulo conforma-
do por la violencia-directa-estructural-cultural, pero al iniciar en uno de ellos se
transmite fácilmente a los otros vértices del triángulo. Si la estructura violenta está
institucionalizada y la violencia se encuentra interiorizada, la violencia directa
tenderá a institucionalizarse y a convertirse en repetitiva y ritual. Este síndrome
triangular de la violencia debe contrastarse y apostarse mentalmente también con
una forma triangular de la paz. Así, la paz directa genera paz estructural con rela-
ciones asociativas y simbióticas equitativas y en actos de cooperación, de solidari-
dad y amistad que dan cuenta del reconocimiento. Podemos trastocar el triángulo
vicioso por el triángulo virtuoso, que trabaja sobre los tres ángulos al mismo tiem-
po, y desde ahí buscar la paz en los diferentes ámbitos.
El valor de la paz tiene que ver con lo humano, con la realización de lo más
valioso que es la dignidad de las personas, por ello la paz es el valor eje sobre el
que se montan otros valores como son la solidaridad, el reconocimiento, la coo-
peración y la hospitalidad, cuya realización logra una sociedad más pacífica que
apela a los elementos plurales y comunes. Sólo desde estos presupuestos es que
podemos orientarnos hacia la paz mediante una racionalidad pacífica. Ésta da la
pauta para el diálogo y permite escuchar para superar los conflictos y con ello di-
cha racionalidad pacífica aflora y se manifiesta. Desde ella y con ella se conforman
recursos para afrontar, atajar y subvertir las diversas violencias que aparecen en los
horizontes humanos.
“Para ser capaz de conversar hay que saber escuchar […] ¿Es un deci-
dido rechazo de toda voluntad de consenso y la rebelión contra el falso
consenso reinante en la vida pública lo que otros llaman incapacidad
para el dialogo? […] Siempre que se busca un entendimiento hay buena
voluntad”.
H.G. Gadamer (1994: 208, 203 y 331)
“Esta posible visión utópica de la escucha no es un estado actual o principio, sino un ho-
76
rizonte hacia el que tenemos que transitar. Un ser escuchante es un desafío filosófico que nos invita
a repensar la comunicación a través de los lentes de la escucha y se compromete con una forma de
comunicación humana y conciencia más allá del pensamiento discursivo” (Traducción propia).
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 219
78
La autora señala en una nota que eumeneia significa benevolencia, favor, gracia y elencos
significa refutación cruzada a la manera socrática (Aguilar, 2004a: 9; 2006c: 164).
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 223
huella en nosotros […] porque hemos encontrado en el otro algo que no habíamos
encontrado aún en nuestra experiencia del mundo […] La conversación posee una
fuerza transformadora” (Gadamer, 1994: 206). En ella se asienta una lógica de in-
clusión que repudia las “estrategias epistémicas de exclusión” y tan comunes en la
actualidad (Aguilar, 2014: 309)79.
La deriva de lo común a partir de la alteridad es una propuesta que da la pauta
para poder pensar en la cuestión política en la que se posibilitan algunos acuerdos
que trascienden los conflictos mediante el reconocimiento de los demás. “Reconocer
la alteridad del otro es reconocer la propia condición de alteridad, […] [la alteridad]
es un espacio […] que se comparte y en esa medida constituye […] un espacio co-
mún” (Aguilar, 2004a: 18) en donde se genera el entendimiento mediante la fusión
de horizontes. La alteridad –desde el reconocimiento de la diferencia– da cuenta de
una perspectiva ética-práctica que, gracias al diálogo permite llegar a acuerdos con-
cretos sobre normas de acción. La alteridad permite construir lo común, estar con
otra faculta el reconocer sus posiciones y al mismo tiempo ratifica la identificación
de las posiciones propias. Al comprender al otro –en sus diferencias– permite vis-
lumbrarse a sí mismo desde el punto de vista del otro. Es factible que la perspectiva
del otro me fuerce a ser crítico con las perspectivas propias y con ello se evite la au-
tocomplacencia. La alteridad promovida por los procesos hermenéuticos cimenta la
reflexión social y convoca a la revisión de la propia identidad.
El paso a lo común se da porque “la sensibilidad autocrítica permite pensar
que el otro, nuestro interlocutor, puede tener la razón” (Aguilar, 2004a: 20). La re-
nuncia a tener la razón de manera exclusiva se vincula con la condición de alteri-
dad porque de lo que se trata no es de tener la razón, sino de reforzar al otro para
que su consideración se convierta en evidente buscando que en tal conjunción se
construya algo común.
La benevolencia apoya al otro en sus razones y las aprecia como grandiosas;
igualmente da cauce a pensar en el reconocimiento de ese otro, da cuenta del diá-
logo socrático en el que gravita la tesis de la docta ignorantia. Esta actitud eviden-
cia más el no saber que el saber (Aguilar, 2006b: 164), y por ello se despliega en la
lógica de la pregunta y la respuesta. La apertura del no saber que da crédito al in-
terlocutor en aras de saber, presenta además de una humildad intelectual, una acti-
tud de escucha. Ese no-saber “es mucho más complejo que la simple ignorancia; es
un estado de perplejidad” (Aguilar, 2004b: 165), situado en la aporía del preguntar.
Apreciar al otro como interlocutor en el diálogo abre un espacio en el que tra-
bamos relaciones dialógicas; en ese sitio común nuestros horizontes se encuentran
79
La epistemología estratégica de exclusión apuntada por esta autora es semejante a la lla-
mada epistemología de la ceguera, de Sousa Santos (2009: 60).
226 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
una forma de superar la injusticia como puede ilustrarse mediante casos reales tan
cotidianos. La denuncia de la sordera de instituciones públicas y estatales en las
que no hay ni un lenguaje común, como tampoco hay diálogo ni escucha (Aguilar,
2014: 309 y ss), y en donde aparecen los conflictos que no se resuelven por esas
carencias y que han dado lugar y generan violencia. Aun cuando parece faltar el
lenguaje puede haber entendimiento mediante diversos recursos como la toleran-
cia y mediante la confianza incondicional en la razón que todos compartimos (Ga-
damer, 1994: 210); es entonces cuando para el cultivo de la paz se echa mano de
estos recursos hermenéuticos, aún a sabiendas que la paz o, si es el caso, las paces
que sea posible construir, sean imperfectas y llenas de paradojas81. Aun así, las cul-
turas para hacer las paces pueden enseñarnos formas concretas para cultivar una
paz –no perfecta– pero viable, que emerja y fomente el sentido de lo común entre
los hombres mediante el diálogo y la escucha.
(circunstancia que implicaría una contradicción epistémica pues sería en sí mismo un acto violento).
Por ello, reconociendo que existen voces que históricamente han quedado fuera de la construcción
del concepto, se propone hablar de culturas de paz, o culturas para hacer las paces.
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 235
El sentido común implica una relación ético-política con los otros, pues tie-
ne que ver con la proyección de nosotros mismos y de nuestras acciones. Es im-
portante aludir al sentido común por ser un recurso que genera un vínculo entre
personas diferentes en los ámbitos socio-políticos y en las situaciones cotidianas
colmadas de conflictos. En medio de ellos y en la cotidianeidad es posible lograr
acuerdos mediante el diálogo, la escucha –como ya analizamos–, y apelando al
sentido común –como veremos en este inciso–, con los elementos en los que se
apoya y abreva. Los elementos que conforman el sentido común son la imagina-
ción, el ingenio, el humor, la posibilidad de pensarnos por nosotros mismos y en el
lugar de los demás; todas éstas son capacidades diversas, pero siempre comunales,
organizadas por el sentido común y que en conjunto respaldan los anhelos por
lograr la paz.
La apertura, la comunalidad, lo compartido, lo convidado con los otros y lo no
encerrado en sí articula lo propio y lo ajeno, y relaciona lo individual y lo social,
y, al contener un sentido social, es la expresión y el punto de partida de la vida en
común. Por eso, el sentido común es un sentido propio de lo humano, potenciado
con y por los demás, es un conjunto de creencias que las sociedades comparten.
Así, es el suelo en donde podemos participar y colaborar, de modo tal que poda-
mos movernos en esos ámbitos de entendimiento que son coparticipados y com-
partidos. Desde ahí es posible apreciar e interpretar lo que significa ese sentido
común; desde cada una de las personas diferentes, que, ubicadas en una comuni-
dad, colaboran de manera diferente, pero a la vez similar en la construcción de ese
sentido.
Además, el sentido común es la capacidad de los individuos para juzgar y
obrar en cada circunstancia, con un adecuado conocimiento del sistema de creen-
cias o convicciones en el cual se mueven; en donde ese conjunto de elementos se
relaciona entre sí para conformar algo compartido en un sentido plenamente hu-
mano. Con ello, es la base común en la que logramos ponernos de acuerdo en un
universo social, y conseguir un consenso sobre el sentido del mundo que posibilita
el diálogo. Dicho diálogo se da entre aquellos que comparten tal sentido común,
que siempre requiere de los demás para poder apreciar ese sentido del mundo,
dada la finitud propia. Tal finitud, así como la falibilidad humana, marcan en gran
medida el imperativo comunal y urgen a relacionarnos mutuamente. Es una obli-
gada necesidad de los otros con quienes se comparte ese mundo, con quienes se
juzga y se actúa, con quienes se inventan nuevas situaciones humanas mediante
la representación y en el empeño de encontrar nuevos motivos de la acción. Ese
236 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
sentido común es convivencia; implica un sentido social y, por ende, exige la con-
fianza y –como puede deducirse– convoca a situaciones de paz.
Si bien la facultad de juzgar y de obrar, como claves del sentido común, se
ubican en la autonomía –porque cada quien busca la elección de sus propias rea-
lizaciones–, sin embargo, éste es un acuerdo que no puede excluir a los demás. La
autonomía tiene una connotación de la capacidad de los seres humanos de razonar
en forma consciente, autorreflexivamente e implicando la capacidad de delibera-
ción, la capacidad de juzgar, de elegir y de actuar que, como hemos apuntado an-
tes, sostienen el constructo de la paz.
Entre el sentido común individual y todo el proceso social hay una relación
constante, y mediante éste se genera la convivencia. Estar con los otros nos per-
mite convivir con ellos y ponernos en su lugar; nos permite imaginarnos en su
situación y, finalmente, lo social nos lleva a lo político, en busca de la participación
común. Es en esa democratización de la sociedad que se implica la consideración
de derechos, libertades y deberes que fungen como objetivos a alcanzar. Con ello,
el sentido común está íntimamente relacionado con la pluralidad y con conceptos
como la solidaridad, la compasión y la comprensión de los demás, así como con la
oportunidad para todos de lograr una igualdad de oportunidades. Esto, como bien
sabemos, consolida las intenciones por dar lugar a situaciones pacíficas. La consi-
deración de los demás y el respeto hacia ellos promueve y fortifica las posibilidades
de obtener una vida pacífica y, en ese sentido, una paz neutra (Jiménez, 2011: 23 y
165) que se decante por alcanzar la interrelación personal e intercultural sin pre-
juicios y en aras de erigir la armonía en las sociedades. Desde ella se posibilita
[…] la eliminación de las violencias culturales y simbólicas. La tarea de la paz
neutra es la de neutralizar los elementos violentos (culturales y simbólicos)
que habitan en los patrones que posee cada sociedad para organizar sus rela-
ciones entre los individuos, la familia, los grupos y el conjunto de la sociedad.
[…] La tarea humana es neutralizar los espacios, los signos, los mitos, las iden-
tidades, etc., de violencias culturales y simbólicas. Por qué no existe la neutrali-
dad, es por lo que luchamos por ella, por qué en la neutralidad está la paz. […]
La neutralidad es la base de toda relación social ya que con el respeto al “otro” se
desvaloriza las distintas formas de violencia (Directa, estructural, cultural y/o
simbólica) (Jiménez, 2011: 165 y 166, las cursivas son del autor).
podemos ver que se vinculan de manera recurrente, es decir, que el sentido común funciona análoga-
mente a como lo hace la virtud dianoética de la prudencia, impactando en el mundo de las acciones.
238 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
como tampoco es hacer un recuento de los presentes para lograr una mayoría. Sig-
nifica más bien ser y pensar desde nuestra propia identidad en las posiciones en las
que de hecho no estamos intentando presentizar lo que le sucede al otro u otros.
Esto significa imaginar el juicio de otra persona, imaginar cómo juzgaría si yo es-
tuviera en su lugar, es el salir al encuentro del otro, el “visitar” al otro y ponerse en
su lugar.
Las diversas personas hacen juicios diferentes y cada quien puede, en dife-
rentes momentos, ensayar nuevas posiciones, así como nuevas consideraciones.
Evidentemente, estas acciones entrañan enormes dificultades para ver con los ojos
ajenos aquello que sólo podemos ver con nuestros ojos. El desafío que plantea la
mentalidad agrandada reside en que, al saber cómo juzgaría yo al estar en el lugar
del otro, me permite tomar decisiones más sabias y justas. Compartir el mismo
mundo mediante este recurso nos da la posibilidad de tener algo en común. El
ejercicio de la imaginación implica imaginarme en otro lugar que no es el mío,
de modo que en un lugar específico cualquier persona haría el mismo juicio que
otra persona en ese sitio haría. Si cambiáramos de sitio constantemente, juzgaría-
mos de diferente manera las diversas formas de vida y las diversas identidades. De
este modo nuestras diferencias se especifican según el lugar en donde estemos, sin
embargo, pese a tales diversidades somos similares. El pensar representativo no
supone adoptar pasivamente el punto de vista de los otros, como si se quisiera ser
la otra persona (Arendt, 1996: 241-242) de manera acrítica, sino que se nos exige
una actitud crítica y, en ese sentido, las máximas del sentido común nos exigen
pensar críticamente. Además, dicha mentalidad ampliada o pensamiento extensivo
muestran características de apertura y posibilita la dialogicidad intersubjetiva, que
se lleva a cabo en el espacio público de manera deliberativa.
El desarrollo de la mentalidad agrandada se logra cuando somos conscien-
tes de la semejanza-en-la-diversidad o diversidad-en-la-semejanza y con ello se
desarrolla el conjunto de criterios específicos de una sociedad, desde una actitud
abierta y de inclusión y comprensión de lo otro. A partir de la aceptación de las di-
ferentes formas de vida grupales e individuales, parece condicional la postulación
del reconocimiento entre las formas y culturas diversas, en donde se defienden
elementos comunes entre los grupos diferentes. Los componentes mutuamente
compartidos –la eumeneis elenchoi y la compasión– constituyen el puente que per-
mite la interlocución, la relación o el pasadizo a través del cual se puede encontrar
la comunalidad, reconociéndose cada ser humano o grupo como portador de una
dignidad invaluable; finalmente, posibilitan la convivencia impregnada de justicia
de los grupos que son diferentes. El sentido común, aunque sea poseído como ca-
pacidad, puede cultivarse. De ahí la relevancia de la educación que le dieron cultu-
ras como la grecorromana y sus herederos de la modernidad. Con este aprendizaje
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 241
humanos– protege valores de los que nadie puede ser privado sin que se agravien
los principios de dignidad, equidad y justicia. La preocupación sobre aquellos de-
rechos que le son ínsitos al ser humano no puede obviarse bajo ninguna razón
explicativa, so pena de violentar la misma dignidad. Ésta, pensada como universal
concreto, no quiere decir que omitan o soslayen los conflictos que entre las per-
sonas se generan en lo contextual. En el espacio de lo concreto se presentan las
acciones humanas que –según sea el caso– defienden u ofenden lo digno de las
personas, apelan o niegan también a la justicia que ha de ser requerida para el gé-
nero humano. Se logra la universalidad por el interés en el otro y en los otros:
[…] en los muchos, en los más; y se trata de una universalización apoyada
por la benevolencia, la amistad, el ágape, la ayuda, la solidaridad, y en aquello
que antes se llamaba el bien común, más allá de la sola preocupación por el
bien particular. Y es la praxis apoyando a la teoría, inclusive lo afectivo apoyan-
do a lo conceptual (Beuchot, 1993: 69).
“On pourait dire que l` imagination est une lumière interièure, c´est
come l´huile de l´âme”83.
Christophe Bouriau (2010: 8)
83
La imaginación podría decirse es una luz interior, es como el aceite del alma (Traducción
propia).
244 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Autores como Giambattista Vico, Baltasar Gracián, Immanuel Kant, H.G. Gadamer, Han-
84
nah Arendt, Paul Ricoeur y, actualmente, Martha Nussbaum, entre otros, han utilizado el recurso
de la imaginación desde una perspectiva de carácter ético (cfr.: García-González, 2018). Asimismo,
desde la perspectiva sociológica de la imaginación moral en relación con la paz en Lederach (2007).
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 245
o las paces. Esta imaginación es una capacidad individual, sin embargo, tiene pre-
tensiones comunales. La imaginación ayuda a la razón (Nussbaum, 2005)85 a pen-
sar mejor la realidad ya que es una de las capacidades humanas fundamentales86;
de ella se desprende otra capacidad básica que es pensar el futuro87 y por ello es que
la imaginación se suele articular con la esperanza que abordaremos más adelante.
La imaginación ética introduce una visión constructiva del cambio social en
escenarios en los que los conflictos mal o no resueltos se encuentran entrampados
y enraizados en situaciones que claman otras formas de resolverse. La ayuda que
brinda la imaginación es dar lugar a otras situaciones originales, nuevas e inge-
niosas para poder vislumbrar otra manera de ver la realidad. Por ello, es factible
considerar a la imaginación como un elemento de cambio y de transformación.
Este cambio implica reeducar, reconstruir formas de pensamiento y de vida para
trastocar aquello dañino a las personas y que reproduce formas violentas.
La imaginación ética apuntala los esfuerzos de replantear esos supuestos y re-
posicionarlos intentando sortearlos y emplazar a la paz –como objetivo a lograr–
como un nuevo escenario susceptible de convertirse en realidad. De ese modo, y
como ya asentábamos antes, en un sentido general la imaginación se define “como
la disposición a presentar las cosas en su ausencia. Imaginar es tener en presencia
lo que está ausente” (Bouriau, 2010: 8, la traducción es nuestra).
Este posicionamiento de la imaginación ética se apoya en las consideraciones
epistemológicas como apoyo para comprender la faceta ética. Es posible traer imá-
genes al presente de algo que no está ante los ojos, como nuestra casa de la infancia
que, aunque no esté ante los ojos es posible hacer presente a través de una imagen.
En ese sentido, la imaginación posee un poder mágico de hacer aparecer lo que
no está ahí; parece dotada de un poder mágico, hacer aparecer lo que no está ahí
(Bouriau, 2010: 8). Aristóteles escribía que la imaginación o la phantasia venía sin
duda de faos, la luz, porque “sin luz es imposible de ver” (Aristóteles, 1973: 863);
así, la imaginación introduce las cosas en la luz y las hace aparecer.
Podemos preguntarnos si en esa función de evocación de las cosas ausentes la
imaginación se distingue de la percepción, de la memoria o de la combinación de
ambas. Podemos cuestionar si la imaginación es una percepción mitigada o una
pálida copia de la percepción –como diría Hume (1985: 271-272)– como cuando
85
Se incide también en el tema de la exclusión de género (Nussbaum, 2012: 53 y ss).
86
El enfoque centrado en las capacidades humanas es la mejor aproximación a la idea de un
mínimo social básico, y esto significa “aquello que la gente es realmente capaz de hacer y de ser, de
acuerdo a una idea intuitiva de la vida que corresponda a la dignidad del ser humano. […] de ahí que
el enfoque de las capacidades es completamente universal”, en Nussbaum (2002: 32-34 y 68 y ss).
87
Esta cuestión tiene relación con los anhelos, esfuerzos y motivaciones, como lo menciona
Nussbaum (2012: 51).
246 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
tenemos la imagen de algo que no es tan clara como lo es en realidad. En ese caso
se trata de una diferencia de grado. Por su parte, Sartre (1986: 17) diría que la di-
ferencia entre ambas –imagen y realidad– es de naturaleza y por ello no podemos
confundir la percepción con la imagen. La misma pregunta se puede hacer en tor-
no a la memoria cuando la imaginación parece consistir en la reproducción de un
estado de conciencia anterior, de manera que, cuando se rememora un evento, se
le evoca y ubica en el pasado. La memoria parece tener más desventaja que la ima-
ginación porque además de evocar una cosa ausente hay en el acto de memoria un
esfuerzo por situar esa cosa en el curso del tiempo. Pero es posible imaginar cosas
ya vistas o asimismo otras que jamás se les ha visto, como sería, por ejemplo, casos
como las imágenes de unicornios, pegasos, esfinges, entre muchas otras.
La percepción pone siempre un objeto en el presente, por ello la imaginación
revela un carácter privativo de lo que es la presencia y en ese sentido, dicho sar-
trianamente, la imaginación da a su objeto como una nada de ser, como nada de
presencia (Sartre, 1986: 25). La imaginación despliega su objeto como ausente. El
papel que juega aquí la conciencia perceptiva aparece más pasivo, como recepción
de un objeto dado, mientras que la conciencia imaginante se prueba como una
espontaneidad que pone y se conserva por un esfuerzo mental que convierte el
objeto en imagen. Con ello, la conciencia pone y mantiene el objeto en imágenes
y la imaginación es la espontaneidad de la conciencia porque le permite poner el
objeto en imágenes, quedando dicho objeto como nada, ausente, como un objeto
que no se ofrece en un aquí y ahora, pero que permite hacer una creación conti-
nuada después de ese esfuerzo mental (Bouriau, 2010: 16). De ahí que: “la espon-
taneidad del acto de imaginar revela la nada que envuelve al objeto en la imagen.
Esta espontaneidad es correlativa de otro aspecto negativo de la imagen que hemos
señalado, a saber, su pobreza, que contrasta con la riqueza del objeto ofrecido a la
percepción” (Bouriau, 2010: 16).
Con esto vemos la diferencia entre percepción e imaginación, considerando
además que la imaginación se distingue del pensamiento abstracto en que utili-
za una cierta materia, a través de la cual la conciencia apunta al objeto ausente.
Aquello imaginado no se reduce a saber abstracto porque involucra una materia
que reemplaza el papel de un símbolo, de una analogía. Esa función de la analogía
nos permite imaginar personas, verles a través de una fotografía y hacerlas vivir o
revivir mentalmente. Lo que hace ese analogado es que permite no ser presente en
persona para con ello representar; de ahí que la imaginación vaya más allá de la
materia utilizada para ver el objeto.
En este orden de ideas surge la pregunta sobre los sueños o alucinaciones pues-
tos en imágenes y éstas se presentan como tales, es decir, como herederas de una
presencia. En esta cuestión no podemos obviar a Descartes en sus Meditaciones, en
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 247
89
Así lo ha señalado Nussbaum (cfr.: 1997: 30; también, Echenberg, 2015).
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 253
se han planteado como utopías y lo que las define no son los contenidos de un tinte
u otro, sino su función. Ésta es una cuestión fundamental porque abre posibilida-
des reales de cambio hacia la construcción de otras formas de acción y otras identi-
dades de carácter pacífico. Ellas, si bien no hacen mayor estruendo ni aparecen con
algarabía, sí existen y aparecen de manera silenciosa aún en escenarios plagados de
violencias, y por ello se les obvia y soslaya, invisibilizándolas y enmudeciéndolas.
John Paul Lederach (2007: 33) y que responde con la tesis de su libro La imagina-
ción moral. El arte y el alma de la construcción de la paz, centrada en “la posibilidad
de superar la violencia [que] se forja por la capacidad de generar, movilizar y cons-
truir la imaginación moral” (Lederach, 2007: 33), para superar la violencia. Esa
imaginación exige la capacidad de imaginarnos una red de relaciones que incluya
a nuestros enemigos.
Se ha de generar un cambio creativo ante la violencia prolongada y desde ahí
explorar el proceso creativo como elemento que nutre la construcción de la paz;
esto es lo que hace posible ir más allá de los patrones arraigados en el conflicto
prolongado y destructivo que se mantiene empantanado si no se propugna por
una transformación y una trascendencia creativa.
Sabemos que construir la paz implica la transformación pacífica de los conflictos,
esta labor es como el trabajo de las arañas cuando tejen la telaraña (Lederach, 2007:
119) que tiene una serie de relaciones mutuas y articuladas que mantienen una
unidad. Así es como se construye la paz, con esta imagen en donde el centro está
ocupado por la justicia y la paz sostenibles y en su periferia se sustentan las relaciones
de la comunidad, las cuales se crean en los tejidos sociales de la solidaridad. Tal
trabajo de “las arañas, constructoras de redes orbiculares, […] empiezan la red con
unas pocas hebras ancladas a puntos estratégicamente escogidos, y flota después a
través de un espacio abierto, siempre enlazando el centro” (Lederach, 2007: 126). Se
trata de ir desde el centro y a partir de algo pequeño, ir construyendo entramados
cada vez más amplios a modo de involucramiento de cada vez más instancias y más
personas que desde su prosecución de paces, tejan redes de paz universalizables.
Las experiencias vividas nos dan la pauta para pensar creativamente cuando
vemos cómo se han resuelto en el seno de conflictos los procesos de paz. Lederach
expone varios ejemplos, como son el caso de Ghana, Wajir, Kenia, Colombia, India
y Tayikistán (cfr.: Lederach, 2007: 35-51). Todos ellos dan cuenta con claridad de
los procesos constructivos de esos tejidos de paz.
Es obligado buscar los cambios sociales favorables y benéficos indagando los
cauces para lograrlo. Algunos de ellos los hemos señalado y la pregunta latente que
podemos plantear versa sobre la posibilidad de participar en un punto de inflexión
y desde el mirar con una capacidad para situarnos, ojeando exhaustivamente en el
tiempo. Así lo apunta Elise Boulding en su libro Culture of Peace: The Hidden Side
of History (2000: 30 y ss). Ella proponía que esa actitud ha de darse en el marco de
lo que conocemos y de lo que hemos vivido y hemos aprendido, gracias a la memo-
ria, por ello no debe ser fugaz. Este modo de acercamiento nos presenta asimismo
problemas vigentes en los tiempos y sociedades actuales en los que se puede ejem-
plificar con la degradación medioambiental que, al igual que en situaciones como
258 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Juan Gutiérrez alerta con contundencia que la “paz negativa” –revisada en los
capítulos anteriores en este libro– que apela a la simple ausencia de violencia, pero
sin reconstruir ni proyectar, se apoya en la “memoria colectiva”. Ésta suele ser para
Gutiérrez una memoria frecuentemente rencorosa. Al estar sujeta a esos enconos
260 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
roicas” (Gutiérrez, 2017). Pero son esas acciones las que marcan la diferencia en lo
que se refiere a la condición humana, pensándola de otro modo a como la historia
enmarcada en instituciones nos han condicionado e impulsado a hacerlo.
En general “se suele presentar la violencia como arquitecta de todo, esa es la
mirada dominante, pero en cuanto se señala la realidad de la paz positiva hay un
vuelco en la percepción, la gente se abre” (Gutiérrez, 2017). Y si bien la violencia
se impone, es importante descubrir los “pliegues de la violencia, pero si tenemos
a la violencia como total, entonces percibimos una realidad que nos hace impo-
tentes y adquirimos el síndrome de la indefensión (o de impotencia) aprendida”
(Gutiérrez, 2017) que aniquila cualquier actitud de cambio o cualquier potencia
de transformación. De ese modo, el mal sufrido no es radical, como lo apunta
Hannah Arendt (1987: 680), ese mal puede ser extremo, pero no es total. Con
ello, si vemos
[…] la violencia como total ya no es la violencia real que hay en el mundo,
porque en el mundo real, y en el pasado que nos llega a través de la memoria,
siempre hay una tecla más en el teclado del piano y es una tecla que cambia
toda la melodía. Esa tecla es la paz viva (Gutiérrez, 2017).
remos otras cosas más que a la paz, cosas que están por encima de ella y eso nos
enfrenta. Por eso nos armamos para imponer nuestra voluntad” (Gutiérrez, 2017).
Pero en esta insumisión aparecen actitudes “en las cuales la bondad humana se an-
tepuso a la barbarie o sinrazón […], son fibras que actúan como puentes de vida en
un tejido que parece rasgado por la violencia” (Gutiérrez, 2017).
Los actos que se rescatan son esas rememoraciones que constituyen las paces
silenciosas, puentes de vida o pliegues de paz que constituyen intersticios de esas
acciones insumisas que se recuerdan gracias a la memoria, y se hacen visibles en
el ánimo de replicarse hacia el futuro. Este denuedo es una reparación de la huma-
nidad que ha visto rotos sus hilos en las acciones violentas y que de alguna forma
sondean maneras de reconocer las acciones de paz.
En este tenor y como ya asentábamos antes, la memoria y sus productos se
conjuntan con la imaginación, buscando conocer y responder a la verdad de lo
sucedido y enmarcándolo en una dimensión empírica, pero también moral (Etxe-
berría, 2012a: 41), y proyectando hacia otras posibilidades humanas. Además de
haberse dado el acto perverso se hizo el daño, de ahí que “la objetividad caracterís-
tica de la verdad incluye hacerse cargo de esto: el mal existe objetivamente, no es
una mera valoración subjetiva y relativa a las personas” (Etxeberría, 2012a: 41), de
modo que, cuando se falla a la verdad, no se asume con honestidad tal dimensión
de la moralidad y aparecen los mecanismos que la oscurecen. Esto sucede al negar
algún hecho que sí ocurrió y del cual podemos obtener situaciones de paz pero que
no se manifiestan como tales. Esto se debe a que en el momento en que se dan esos
hechos de paz silenciosa se contravienen situaciones establecidas como debidas, y
difícilmente pueden gritarse o clamarse abiertamente. Pero el peso de estas accio-
nes exige su desocultamieto a favor de sacar a la luz esas hebras de paz.
En muchas ocasiones, la parcialización de la memoria habitualmente se redu-
ce al recuerdo de las víctimas, nuestras víctimas, vistas ellas como únicas víctimas.
Esta tergiversación de la memoria hace que se pueda aceptar lo acontecido mani-
pulándolo o justificando situaciones como puede ser la violencia por la causa a la
que sirvió. Así, la memoria, además de resistirse al olvido, ha de hacerlo a las ma-
nipulaciones deformativas, y para ello son importantes los diversos tipos de verda-
des, a las que hay que apelar, como son la verdad testimonial, la verdad judicial y la
verdad histórica. Para ello es fundamental que haya relatos diversos y plurales y no
un relato unívoco; ha de ser un relato compartido, pero siempre teniendo presente
una fidelidad creativa rememorativa.
La memoria ha de dar reconocimiento a quienes fueron víctimas, reviven-
ciando su memoria con las exigencias morales implicadas y proyectándolo a un
futuro “cuyo horizonte viene también definido, en aspectos claves, por ese pasado
así afrontado en el presente” (Etxeberría, 2012a: 47).
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 263
“El hombre es aquello que tiene todavía mucho ante sí […] Se halla
siempre adelante ante límites que no lo son porque los percibe, los
traspone. Lo verdaderamente propio no se ha realizado aún ni en el
hombre ni en el mundo, se halla en espera, en el temor a perderse, en la
esperanza de lograrse […] Sólo esta praxis puede hacer pasar de la po-
sibilidad real a la realidad el punto pendiente en el proceso histórico:
la naturalización del hombre, la humanización de la naturaleza”.
Ernst Bloch, en Esteban Krotz (2011: 55)
mundo moderno no son refugios para las ilusiones perdidas. Las espe-
ranzas, en plural, mantienen el mundo funcionando del mismo modo
que lo hicieron anteriormente; pero la Esperanza con mayúscula, la
protagonista metafísica de Bloch, ha perdido su poderoso atractivo por
muchas razones”.
Agnes Heller y Ferenc Fehér (2000: 238)
Partir de la esperanza para hacer el camino hacia la paz es una idea que no es
posible obviar o dejar de lado cuando pensamos en las posibilidades de confec-
cionar, obtener y vislumbrar situaciones mejores a las que tenemos. Barbechar el
camino hacia la paz es una posibilidad para construir dicha paz y la justicia, ambas
como utopías posibles mediante la acción. En ese sentido, pensar la paz como ideal
moral nos prepara para esperar, para pensar en posibilidades otras mediante cons-
trucciones llevadas a cabo por nuestras acciones.
Al mismo tiempo, la caracterización de la esperanza ha tenido un largo reco-
rrido en el decurso del pensar humano. Sin embargo, la dificultad que entraña su
especificidad exige hoy día repensar su conceptualización. Esto, además de que la
cuestión en torno al umbral de su origen nos obliga a reflexionar sobre su defini-
ción –tanto epistemológica como ética– al evaluar su relación con el conocimiento
y su posibilidad de existencia. Para nosotros en este libro –como hemos señalado
también en otros textos (García-González, 2014)–, se establece y se estipula a di-
cha esperanza como surgida desde la imaginación.
Pensar la esperanza en el marco de una utopía posible nos obliga a considerar
el debate filosófico entre la esperanza y la desesperanza, para desde ahí intentar
reconceptualizar su pertinencia y su posibilidad. Asimismo, es desde esta posibili-
dad de realizar la esperanza que se entrevera la cuestión de la utopía factible en los
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 267
marcos de la paz y la justicia, para con ello, lograr una situación que articula ambas
nociones, esperanza y utopía mediante procesos de la acción humana.
En la situación que se vive el mundo contemporáneo –sobre todo en los espa-
cios en los que habitamos, donde abunda la arbitrariedad, la indignidad, la violen-
cia y la injusticia– parece obligado cuestionarnos sobre la posibilidad de pensar y
esperar un mundo mejor y, por ello, plantear la utopía acompañada de la esperan-
za. También es posible cuestionar cómo –frente a esta violencia y sinrazón; absur-
do de inhumanidad que corroe al mundo contemporáneo– podemos mantener
una creencia en la perfectibilidad humana o en la reivindicación y anhelo de una
sociedad ideal. Las evidencias son que, a pesar de los progresos humanos, los seres
humanos permanecemos imperfectos y, aun así, nos resistimos neciamente a la
eventualidad del cambio. Por ello y en este sentido las expresiones sobre el futuro
se han convertido generalmente en umbrías reflexiones que dan cuenta de nues-
tros temores y ansiedades y no, como la misma esperanza mantiene en su conteni-
do, una apuesta que se aventura a situaciones mejores y, a la vez, asequibles.
En tiempos oscuros estas expresiones manifiestan un enorme escepticismo
frente a la utopía y aseveran que ante una humanidad exhausta no hay más por
hacer. Así lo demostró Herbert Marcuse en 1967 cuando publicó El fin de la Utopía
(publicado en español en 1968), en donde ponía el dedo en la llaga, ya que sugería
que la utopía era inaplicable a los asuntos humanos. Argumentó también el final
de la historia, al menos de la historia interpretada desde la Modernidad como un
progreso continuo. Esta situación fue replicada en 1989 por Francis Fukuyama, en
su célebre ensayo El fin de la historia (2015). Para él la historia había alcanzado su
final al haber ganado el capitalismo, de modo que la conclusión de la historia mos-
traba que este capitalismo y el libre mercado eran libres de imponer su derecho de
realizar su hegemonía global y no había más por proponer o por hacer. La cancela-
ción de posibilidades en ambos casos generaba un ánimo de derrota y de pérdida
para quienes habían defendido oportunidades alternas. Marcuse se situó en el con-
texto de la emergencia de las nuevas esperanzas revolucionarias y de la renovación
de la utopía en mayo de 1968. Su noción de utopía como concepto histórico –y que
alude a los proyectos de transformación social que se consideran imposibles o más
bien que se encuentran imposibilitados– nos ofrece desafíos para que dichas espe-
ranzas puedan presentarse, introduciéndolas en los espacios de lo decididamente
posible y realizable en plazos históricos alcanzables en futuros previsibles. Marcuse
libera su consideración de cualquier ilusión y a la par de todo derrotismo –que va
contra la libertad–, porque implica la transformación en el proceso histórico de los
males insertos en las sociedades. Lo imaginario fluye de lo concreto. Así fueron los
casos de utopías que todavía hoy podemos visibilizar como fue la Comuna de Pa-
rís, la Revolución bolchevique o las tentativas revolucionarias de Hungría en 1956,
aun cuando fueron frustradas al final del camino. Parece ser una característica de
268 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
la esperanza que pueda ser frustrable e incluso debe serlo porque “lo frustrable es
lo que constituye en ella precisamente, en ciertos casos, su creadora negatividad,
a diferencia de la falsa positividad de una mera confianza subjetiva y abstracción
objetiva” (Bloch, 2014: 203).
Autores que se presentan como acérrimos opositores a la utopía y quienes
consideran –como John Gray (2008)– que los utopistas son milenialistas seculares
que se engañan a sí mismos sin esperanza, despliegan en sus argumentos el mismo
fervor que muchos de sus contrapartes medievales. Ellos se aferran a una creencia
dogmática, sostienen la posibilidad de un histórico fin de los días que, ya sea con
las intenciones de Dios o con sus propias creencias, serán finalmente realizadas.
Para ellos, el final ha llegado (cfr.: Coverly, 2010: 164), de ahí que muchas de esas
utopías se convirtieran en distopías.
Hay quienes han señalado que la utopía ha sido la víctima de un sentido debi-
litado de la historia que acompaña a la humanidad. “Las utopías no son ficciones
pero no son existentes” (Jameson, 2004: 35).
Hay quienes piensan –como Karl Popper (2002: 8)– que la utopía resulta
atractiva en sí y como teoría, pero de igual forma puede considerarse peligrosa y
perniciosa, de modo que se autoderrota y guía a la violencia. En vez de un acerca-
miento utópico deberíamos buscar la eliminación de los males concretos; para esto
contrapone dos tipos de razón, una que etiqueta como razonabilidad que él apoya;
la otra equipara con el utopismo porque requiere un fin definido: la utopía. Lo
racional está determinado por su conexión con ese fin. Por ello utiliza el término
blueprint, que involucra un significado de plano, diseño o plan de acción que le
sirve para describir las utopías. Este concepto es rechazado por la mayoría de los
defensores utopistas (Sargent, 2010: 107). Por su parte el filósofo político George
Kateb (1967: 239-59) se opone a esta acepción, pues considera que las utopías no
crean artefactos, como lo afirman Popper y otros críticos.
Ciertamente, quienes se oponen a la utopía no se equivocan del todo cuando
describen lo que puede suceder, si una utopía se considera la única solución de los
problemas de la humanidad al estar en manos de un grupo de personas, o de una
sola persona con el poder de imponer su voluntad a otros. En este caso deja de ser
utopía y se convierte en algo más que es la ideología. Ésta funge como sistema de
creencias en donde los creyentes tienen poder, como sucedió con el comunismo en
Rusia, el nacional socialismo en Alemania o con Pol Pot en Cambodia. Pero –y es
importante resaltar este punto–, en ninguno de esos casos se detalla con exactitud
en qué consiste la utopía que los oponentes describen. En este sentido “las uto-
pías fueron bastante vagas, específicas sólo en algunas partes, y el problema surgió
cuando a los individuos se les dio el poder de completar los detalles y tratar de me-
ter y ceñir sus sociedades en concordancia con esos detalles” (Sargent, 2010: 107).
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 269
Sin duda, la historia de la utopía es larga, pero es Tomás Moro –con su gran
obra– quien inaugura el género utópico, y desde entonces ha resultado para muchos
teóricos de la ética y la política un concepto sumamente complejo. Sin embargo, no
podemos limitar el utopismo a estas propuestas que restringen su significado. Para
unos –como es nuestro caso– significa una opción posible a las formas poco gra-
tas, por violentas e injustas, en las que se desarrolla nuestra existencia y aun con su
posible decepción, es una forma ética de comprometerse con el mundo hacia un
futuro incondicional. Para otros es una noción esquiva y escurridiza, que se apre-
cia como heredera de las apuestas de reinos paradisíacos de abundancia, cordu-
ra y armonía que aparecieron en el comienzo de tiempos inmemoriales desde los
griegos, como el mito de Atlantis adscrito a Platón en el Timeo (25a, 1974: 1131)
y en el Critias (107c, 1974: 1191) que plantea una situación idílica de vida que se
va corrompiendo, y se transforma –como anunciábamos antes– en su opuesto: la
distopía. Este último concepto sugiere una perturbación del pensamiento utópico
o alude a lo que sería una utopía enturbiada o corrompida. La distopía se apoya en
el supuesto de que, desde su aparición, el pensamiento utópico incluyó frecuente-
mente momentos de negatividad o de inversión de la realidad. Se trata más bien de
desencanto y amargura frente a aquellas ilusiones perdidas, canceladas o engaña-
das. Muchos de los ejemplos en los que prosperaron las distopías fueron aquellos
en los que las inquietudes y pasiones revolucionarias fueron más fervorosas y ar-
dientes. Y que en el camino fueron trastocándose y pervirtiéndose, convirtiendo
su andar en malas utopías, o como su nombre lo dice: (dis)topías.
Las utopías más antiguas como fue “la creencia en Atlantis ayuda a perpetuar
la idea de una multiplicidad de mundos, todos luchando para lograr la perfección”
(Coverly, 2010: 19), con pretensiones de una búsqueda de maneras de resarcir las
acciones que hicieron sucumbir un mundo perfecto. Esta lógica de buscar enmendar
la decadencia y el emponzoñamiento humano es la que construye el pensar utópico.
En una línea similar, el Génesis introduce el mundo del mal que se extendió
con el asesinato de Abel a manos de su hermano Caín. Caín funda la primera ciu-
dad sobre ese hecho fratricida, de igual manera que otro fratricida fundó Roma,
como lo anota san Agustín en Ciudad de Dios cuando dice:
La raza de Caín se extendió sobre la tierra. El mal se hizo dueño del mundo.
[…] Este fundó la primera ciudad, lejos, muy lejos del paraíso. Aquella ciudad
fue la primera de las ciudades en las que habitarían los seres humanos imper-
fectos. Sus leyes estarían regidas por la guerra, el mal, la avaricia, el poder y
todo cuanto era vivo sobre la tierra quedo sumido bajo la culpa (san Agustín,
1975: C.XV, 338).
decide la destrucción del mundo existente y busca crear un nuevo mundo más per-
fecto mediante la presencia del diluvio. Al único hombre que le advierte es a Noé,
que era justo; así destruye la violencia que se había iniciado con Caín. Noé era la
promesa del nacimiento de un mundo feliz y renovado.
De modo similar es que el pensamiento utópico –a lo largo de la historia– re-
petirá mutatis mutandis esta misma estructura, y desde ahí es que se mueven las
energías revolucionarias del presente para mundos mejores.
La violencia y la corrupción se acabarán con este mito de la revolución que
pretende la regeneración del mundo con su previa destrucción. Es como “la histo-
ria de la utopía se puede sintetizar en la permanente promesa de la recuperación
en el futuro de un paraíso perdido en el pasado mediante la destrucción del mun-
do presente” (Herrera, 2014: 27).
De manera parecida, tenemos en nuestras latitudes el caso de los aztecas y
Aztlán, relato similar al de la Atlántida: Aztlán es el lugar de las siete cuevas, ro-
deado por agua y que, finalmente, sufrió también los embates de una inundación.
Estas narraciones expresan la perfección utópica que se cancela con la aparición de
la hybris, que manifiesta los peligros de la perfectibilidad humana. Lo mismo suce-
de en latitudes orientales, en donde la épica de Gilgamesh –en el ámbito sumerio
y datada en el tercer milenio a.C.– mostraba asimismo un mundo de bondad sin
quejas, sin lamentaciones y sin males.
La literatura de los mitos más conocida que nos presenta un mundo primi-
genio de plena abundancia se ubica en el cristianismo, dado que ha sido el más
universal, y se encuentra en el Génesis y se representa en un primer momento en
el jardín del Edén. Tal paraíso en el que todo era felicidad se termina para dar paso
a un mundo de necesidad, de lucha, de esfuerzo, de males, orden de cosas que se
intenta resarcir y recobrar por medio del diluvio.
Los mitos referidos son narraciones que aluden a la edad de oro, de abundan-
cia total; en donde no hay lucha alguna ni dolor, y entre ellos tienen, como sugeri-
mos, sus diversos equivalentes. Ciertamente, estas narraciones se contraponen con
la creencia común de las sociedades tempranas cazadoras y recolectoras que dis-
frutaban de una mejor nutrición que los agricultores que los sucedieron, y cómo
los hombres y mujeres fueron forzados a abandonar ese modo de vida de plenitud
para situarse en espacios de grandes poblaciones. Esos sueños de la edad de oro se
vuelven nostálgicos porque nunca serán revividos.
Esta línea pesimista del utopismo –que hace romántico el pasado a expensas
del presente y del futuro– hace resonar historias de esperanzas poéticas que datan
también desde la Antigüedad. Hesíodo en Teogonía y en Los trabajos y los días
despliega los mitos de Prometeo y Pandora, así como el de las edades del hombre.
272 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Todos ellos dan cuenta de la idea de utopía como de igual forma lo hizo más ade-
lante Ovidio en Metamorfosis.
Desde esas narraciones que hacen alusiones y remiten a la edad dorada y ma-
ravillosa vivida en algún momento y tiempo remoto, se revela que sólo podemos
tener solaz en el pasado de oro y por ello poco puede hacerse, a no ser que po-
damos pensar en una vida futura que podría ser vivida en situaciones paradisía-
cas o de bonanza. De ahí emergen con enorme fuerza los relatos y epopeyas ya
enunciados90.
Si esa edad dorada nunca podrá regresar –como lo cuenta Hesíodo en Los
trabajos y los días, entonces es el lamento de lo perdido lo que va a caracterizar la
línea pesimista del utopismo, dado que “romantiza el pasado a expensas del pre-
sente” (Coverley, 2010: 21). En ese sentido el pasado se encumbra con sus glorias
y en muchas ocasiones debilita o cancela lo que existe en el presente socavando
cualquier posibilidad que pudiera realizarse en el futuro y con ello debilitando ese
horizonte.
Los ejemplos en la filosofía en torno a la búsqueda de mejores situaciones en la
historia son abundantes, sobre todo en lo que respecta a filosofía política en donde
se rastrean y se postulan ideales de sociedades, de humanidad, de vida común, de
gobernanza, de bienestar y de justicia. Ya aludimos a ese origen: los ejemplos míti-
cos y poéticos aparecidos en los albores de la humanidad que más adelante toma-
ron más fuerza narrativa con los filósofos griegos. Platón en su República expone
una sociedad ideal con el gobernante ideal. Éste, que sería el filósofo, gobernaría
ayudado de las leyes, dando lugar a la utopía platónica. Este bien es en el mundo
de occidente el primero y el más reverenciado ejemplo de una sociedad utópica,
sin embargo, en Ciudad de Dios de san Agustín, el ámbito de lo utópico se agranda
porque no se ciñe a lo terrenal, sino que la concepción de lo ideal lo trasciende.
Ahí el individuo ganará salvación más allá de la vida y después de la muerte. Esta
obra es quizás “el mejor ejemplo del milenialismo utópico, en el cual la sociedad
ideal se alcanza en el fin de la historia” (Coverley, 2010: 31). Y este punto culmen es
alcanzado en la conclusión de las luchas entre el bien y el mal que se habilitan en la
ciudad de Dios y en la ciudad de los hombres, en este marco agustiniano.
Estos filósofos fueron replicados por filósofos de la Modernidad de modo que
el proceso de irrupción de las utopías continuó y, en la Modernidad éstas tuvieron
una impronta muy grande con autores como Campanella (1568-1639) con Ciudad
90
En la mitología griega quienes eran favorecidos por los dioses podrían –en la vida después
de la vida– disfrutar los Campos Elíseos o las planicies elíseas o los campos de Asphodel que eran el
lugar final, el lugar de descanso de los heroicos y los virtuosos. Estos espacios son las llamadas Islas
de los Bendecidos por Hesíodo. Todas estas islas toman forma de paraísos o utopías quizá por estar
aisladas y por el sentido de pureza que sugieren.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 273
del Sol (1602), Bacon (1561-1626) con Nueva Atlántida (1617) (ejemplo de una
primera utopía científica y precedente de las novelas de ciencia ficción), Elogio de
la locura (1511), de Erasmo de Rotterdam (1467-1536). También pueden incluirse
con cierta reserva en este grupo Cristianópolis (1619), de Johann Valentin Andreae
(1586-1654); Commonwealth o The Law of the Freedom (1652), de Gerrard Wins-
tanley (1609-1676); y Oceana (1656), de James Harrington (1611-1677). El más
conocido fue Tomás Moro (1478-1535) con Utopía (1516).
Este último fue quien acuñó la palabra utopía; como se sabe, una palabra ba-
sada en el significado de topos, el lugar, en donde el prefijo ou, niega ese lugar. Pero
en “Six Lines on the Island of Utopía” Moro presenta un poema que llama a la isla
de Utopía “Eutopia”, con el prefijo eu, lo bueno o lo feliz. En ese sentido, se refiere
al lugar feliz o al buen lugar, lo buenamente utópico. Aun así, el concepto que sig-
nifica el “no lugar” ha devenido en un concepto que se ha referido como un buen
lugar inexistente. La isla de Utopía representa una sociedad bajo una autoridad de
hombres sabios y ancianos y, aunque jerárquica y patriarcal, tiene leyes estrictas
con castigos duros. Ahí se provee de una mejor vida a los ciudadanos que la vivida
en su época, con la que han estado insatisfechos. El historial de este soñar por una
situación más valiosa y justa, data de milenios, y las más tempranas utopías eran
bastante cercanas a sueños, completamente fuera del control humano, algo que
vendría de manera natural o por los deseos de algún dios.
De este modo, a partir de la Modernidad y la emancipación de la razón es que
surgen las utopías tan conocidas y encabezadas por Tomás Moro en su libro De
optima reipublicae statu, doque nova insula Utopia, libellus vere aureus, nec minus
salutaris quam festivus [Sobre el mejor estado y la nueva isla Utopía, librito verda-
deramente dorado, no menos festivo que provechoso] (1515-1516). Es este texto se
inaugura un género literario que desde su origen portará una alta carga valorativa
y crítica hacia lo vivido y con un ánimo de renovación. Éste se despliega con una
propuesta inédita en la manera de habitar el mundo y convivir con los demás.
El referente del texto utópico es una alternativa de la realidad que se encuentra
presente en el contenido del texto mismo. Los estudios que se han hecho acerca de
la significación de la utopía, desde que apareció como vocablo, oscilan desde los
que interpretan la utopía como género narrativo, hasta los que la analizan como
una forma de saber social e histórico. En el primer caso la narración utópica tiene
una estructura en la que se juega con la ficción de un lugar mejor e ideal para el ser
humano; ese espacio, por su perfección, es preferentemente un no lugar (ou-topía).
En el segundo caso está la utopía relacionada con el sentido del vocablo como cam-
po conceptual del saber y del conocimiento social y a la vez se vincula con elemen-
tos epistemológicos de veracidad. Se tiene a la utopía como la forma de fenómeno
ideal desde el cual el conocimiento social puede distinguir los sentidos universales
274 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
La representación ideal de una sociedad imposible e irreal podía ser posible y real, puesto
91
que por el hecho de que sea ou-topos no significa que deba ser ou-cronos, ya que aparece como un
modelo y, por tanto, la utopía se concibe para que pueda realizarse en un tiempo futuro.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 275
92
Asimismo, señala que en el marco de la doctrina cristiana es una virtud teologal por la
que se espera que Dios dé los bienes que ha prometido. No consideraremos esta línea porque preten-
demos aquí una reflexión netamente filosófica sin sustento religioso alguno (DRAE, 2007).
276 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Ese escenario era la “tierra prometida para ricos empresarios europeos que ahí
podían llevar a cabo sus proyectos, empezando de cero, sin los obstáculos tradicio-
nales” (Herrera, 2014: 186). Owen vio que era propicio para su proyecto ubicar
New Harmony en los Estados Unidos, edificando un enclave que se organizaba y
sustentaba en valores cooperativistas que estaban lejos de la explotación capitalis-
ta. Su cometido no tuvo éxito, pero su ánimo cooperativista no decayó con el fra-
caso de esta empresa y continuó pensando en la cooperación obrera. Su iniciativa
logró tener en Inglaterra más de veinte mil trabajadores obreros adscritos; su mo-
ción buscaba el cambio pacífico por medio del cooperativismo y el sindicalismo,
pero su lucha se oscureció y complicó por las huelgas que fueron surgiendo y que,
al ser largas, sumían a los obreros en mayor penuria. Esto hizo decaer el talante de
lucha obrera.
El concepto de la condición humana de Owen asumía que se corrompía por la
sociedad y por el sistema de explotación industrial, y se llevaba así a las personas a
comportamientos evasivos de esa situación a través del alcohol y el sexo. La indus-
trialización era la causante de ese ser humano corrupto; por ello su propuesta tenía
un sesgo paternalista importante que intentaba salvar a esos grupos por medio de
la educación. Los procesos comunitarios se irían estableciendo de manera pacífica
y cohesionante por medio de una revolución moral y educativa. El sistema indus-
trial era corruptor, por lo cual se debía volver a la tierra y a una moral racional.
El más radical de los socialistas utópicos fue Charles Fourier, quien –como lo
proponían también los otros socialistas utópicos– aseguraba que su sistema se im-
plantaría pacíficamente. Formuló su proyecto de sociedades cooperativas a las que
nombró falansterios y los experimentó en Rumania y luego en los Estado Unidos
(Brook Farm), en donde pretendió enmendar la historia de la humanidad. Fourier
radicaliza la duda metódica cartesiana poniendo en sospecha y negando todo lo
conocido, porque pensaba que habían sido sólo errores en los cuales no se podían
fundar verdades. Por ello concebía que había que iniciar de cero al negar todo lo
heredado y dando cauce a la matriz rousseauniana del carácter corruptor de la ci-
vilización. Fourier consideraba que “toda tesis de mejora del mundo es una trampa
para que los hombres pierdan el presente, cada presente y, finalmente todo el tiem-
po de su vida” (Herrera, 2014: 203). Con esto defendía que no tenía sentido perder
el presente trazando esperanzas en el futuro de la civilización.
La propuesta de Fourier no es un proyecto político porque éste se enmarcaba
en el espacio de la corrupción. Los falansterios, en tanto pequeñas comunidades,
serían para él el eje para sociedades felices en donde el centro eran los niños y el
sistema educativo que daba cuenta de la equidad. La agricultura era la actividad
central y el campo constituía el espacio predominante en el mundo del falansterio.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 279
Es relevante advertir que las prácticas utópicas propuestas por los socialistas
utópicos se sitúan sobre lo actual, más que como una transformación ficcional fu-
tura (Sargent, 2010: 7).
En el marco de la teoría social se incluye a la utopía como método de análisis
en el que se involucra a la relación entre utopía e ideología, tema subrayado en
primer lugar por el teórico social Karl Manheim en 1929. También pueden situarse
en el ámbito de la teoría social las formas en que ese utopismo ha sido usado para
explicar el cambio social por pensadores como el filósofo Ernst Bloch y el soció-
logo Frederick L. Polak; por el papel que ha jugado el utopismo en la religión o el
rol que ha tenido en el colonialismo y poscolonialismo. En este escenario se han
incluido los debates sobre teoría utópica entre los globalizadores y los antiglobali-
zadores (Sargent, 2010: 7).
Es importante insistir en que la esperanza se conforma como valor vinculado
con el recuerdo y la pretensión de que las cosas puedan ser de otra manera, pen-
sando en un mundo mejor. En muchas ocasiones el pesimismo emana del cinismo;
evita en gran cantidad de ocasiones el compromiso que brinda el impulso hacia
adelante. Trascender lo dado o lo vivido nos obliga a mostrar coraje moral en la
búsqueda de transformaciones estructurales y culturales, por ello Bloch sienta que
“nada es más humano que traspasar lo que existe” (Bloch, 2014: 209) sin ir más
allá del mundo. En ese sentido, la utopía blochiana es inmanente a la vida y tiene
características disruptivas e interrogativas. Ello impulsa la superación del pesimis-
mo con una imaginación capaz de ir más allá superando la violencia y, al mismo
tiempo, afrontando retos inmediatos y de carácter histórico que la han originado.
Por ello se precisa de la imaginación, de una mente inventora, fantasiosa y genial
que impulse al mejor entendimiento del mundo en su complejidad y que, a la vez,
provoque un cambio en la sociedad mediante la acción aplicada a la realidad. Por
ello es que “la esperanza del futuro requiere un estudio que no olvida la necesidad
y mucho menos el éxodo. El traspasar tiene muchas formas; la filosofía las consi-
dera todas: nihil humani alienum” (Bloch, 2014: 210). Y porque nada humano nos
es ajeno es que se nos impone ese traspaso y superación de lo que vivimos espe-
rando imaginativamente situaciones mejores, pero siempre con un carácter de in-
manencia y en un estado de no finalización que nos impulsa a que, por ese proceso
experimental podamos cambiar el desastre que vivimos.
Es así que podemos ver la
[…] estrecha vinculación que hay entre la imaginación humana y la utopía
–la imaginación ¿no es sino una productora de utopías, de cosas que no hay, y
la utopía no es sino un producto de la imaginación?–, y la relación estructural
que hay entre lo imaginario y lo posible. O cómo la imaginación nos remite de
plano al tema de la posibilidad (Sastre, 2010: 196).
280 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
93
Procesal alude estrictamente al concepto de proceso (y no indica relación alguna con lo
jurídico). Se refiere a que la paz es un camino que se conjunta con el de la esperanza.
282 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Algunas de las reflexiones que se harán en lo que sigue llevan a cabo algunas
críticas sobre la situación de la esperanza a final de siglo (Heller y Fehér, 2000:
235), y se realizan consideraciones orientadas hacia la cuestión de la paz, que, si
bien –como hemos ya anotado– su logro no se alcanza de manera absoluta. Sin
embargo, es posible no cejar en el propósito de su consecución, aunque sea de ma-
nera imperfecta, continuando persistentemente y sin decaer en tanto la paz puede
verse como una utopía posible.
Se incorpora a Bloch en las reflexiones de este capítulo dado que sus obras no
pueden ser obviadas cuando se reflexiona y se investiga sobre estos temas. Con
él se emprende un diálogo ineludible; sus concepciones contribuyen de manera
importante a profundizar el ideal moral de la paz –sobre el que hemos trabajado a
lo largo de este volumen– y sus enlaces con las propuestas que brinda este filósofo
sobre utopía y esperanza. Con esto cerramos el capítulo y el proyecto del libro.
El referente fundamental que Ernst Bloch instaura en estos temas de la espe-
ranza y la utopía busca desentrañar estos conceptos eje desde las tramas reflexivas
elaboradas por él y como respuesta al itinerario de su vida. En su primera etapa se
presenta una búsqueda que se caracteriza por la emigración y el exilio, momentos
que dan pie al descubrimiento de la utopía. Si su mundo y su existencia se vivía
como algo insoportable, la opción posible de conseguir una salida aparece en la
utopía, y a la par en una posibilidad de espera. Su segunda etapa de mayor estabi-
lidad aparece dominada por la idea de esperanza, en tanto principio generador del
proceso histórico que conduce a los seres humanos hacia la libertad.
La herencia de la primera mitad del siglo XX fue un tiempo de pérdida de la
esperanza en tanto había capitulado ante el despotismo de la nada que se enfren-
taba a los existencialistas que defendían la angustia, pero la “la vida y la obra de
Bloch son un éxodo permanente hacia la tierra de promisión donde imperan la
libertad y la esperanza” (Gómez, 1977: 20), dando sentido siempre a esa esperanza
por él planteada.
Su primer libro Espíritu de la utopía contiene in nuce el tema que apunta como
central en el pensamiento blochiano, a saber: la utopía. En este texto acopia la idea
de una sociedad ideal, la cual es heredera a partir de pensadores como Platón, san
Agustín, Moro, Campanella, Saint-Simon y Marx. Todas esas filosofías constituyen
la base para su pensamiento filosófico que planea una nueva ontología y una axio-
logía que propone que tales filosofías serán accesibles cuando decaiga la cultura
burguesa y se haga posible la esperanza. El socialismo utópico del siglo XIX –esbo-
zado brevemente párrafos arriba– marca con claridad ese tiempo con la presencia
de la utopía en ciertos pensadores, algunos ya mencionados como son Saint-Si-
mon, Fourier, Owen, Weitling o Godwin. Asimismo, hacen su presencia los ácra-
tas como Proudhon, Bakunin o Kropotlin y los socialistas “científicos” como son
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 283
Marx y Engels. Todos ellos soñaban despiertos con situaciones mejores, cada uno
con sus matices teóricos, pero todos, siempre esperanzados pensando en cómo
construir un mundo mejor y más justo. Fuere con los falansterios, con la Comuna,
la Nueva Armonía y otros ejemplos más, en todos ellos se planteaban imaginativa
y esperanzadamente ciertas utopías de raigambre socialista y comunista. Y, en ese
contorno y sus derivas es que aparecen nombres como el de Bloch y el de Marcuse.
Para Bloch –después de lo visto y sufrido en la guerra– la utopía conforma la
promesa salvadora de la catástrofe y de la oscuridad de lo vivido. Así, los seres hu-
manos esperanzados expresan lo no-acontecido en plenitud, de modo que pueden
iniciar un movimiento con posibilidades de socorrer y ayudar a los seres humanos.
Si la utopía es para este filósofo una forma del principio de esperanza y el conte-
nido dinámico de la esperanza, entonces es función positiva de la utopía. Se trata
de los sueños despiertos o aquellos sueños diurnos que requieren de la acción para
poder realizar dicha utopía (Bloch, 2007: 107).
Fue la República Democrática Alemana el lugar que le pareció a Bloch un buen
espacio para llevar a cabo la utopía concreta que él pensaba radicaba en el marxismo.
La universidad de Leipzig se convirtió en un espacio activo del socialismo utópico,
y por ello hace una apología del experimento político intentado en la zona oriental.
Sin embargo, al ser un crítico del marxismo, esto le genera animadversiones y con-
trincantes del marxismo ortodoxo, lo que en 1957 le conduce a su jubilación forzosa,
el veto a la docencia, la cancelación de sus publicaciones, el aislamiento y una vida
amenazada con ocasión de la edificación del Muro de Berlín. Le ofrecen una cátedra
en Tubinga y con esto termina el idilio y sus expectativas y esperanzas puestas en
aquella utopía concreta que pensaba se realizaría en la Alemania Oriental. En 1954
publica su Principio esperanza94 que se le ha considerado como una réplica a Ser y
tiempo de Heidegger. Mientras que Heidegger ubica la pregunta sobre el sentido del
ser en la experiencia de la finitud radical del Dasein, Bloch busca las rupturas de la
finitud a partir de la experiencia del futuro realizado en la esperanza. Esta última se
convierte en la estructura fundamental del filosofar, y con ello desbanca a la nada
del lugar que le habían dado los nihilismos existencialistas (Gómez Heras, 1977: 27).
94
El Principio esperanza ha sido considerado como verdadera enciclopedia de los anhelos utó-
picos. Consta de tres tomos con varias partes. La primera hace una crónica de los eventos del vivir coti-
diano en los que subyace la esperanza. La segunda desarrolla la teoría sobre la conciencia anticipadora.
Bloch propone una nueva modalidad de conciencia: lo aún no consciente, correlato subjetivo del aún
no acontecido. Después, se encuentra “Ilusiones en el espejo” pasa revista a la fábrica de esperanzas,
que se ubica en la actividad diaria del hombre y que se conforma por diversiones, modas, consumo,
amor, espectáculo. Más adelante se presenta “Bocetos de un mundo mejor”, en donde esboza la historia
y la fenomenología de los ideales del pasado y del presente: utopías médicas, técnicas, arquitectónicas,
paisajísticas, artísticas, filosóficas, religiosas. La parte quinta: “Identidad. Ideales del instante colmado”
presenta prototipos del espíritu utópico: Fausto, Don Juan, Hamlet, Don Quijote y modalidades de en-
carnación de la utopía, que son la música, la religión y el bien supremo (Gómez, 1977: 27).
284 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Cada uno de los tres volúmenes de su gran obra ensambla una serie de ejemplos de
esperanza en un conjunto de listas enciclopédicas que son la conciencia anticipatoria
conformada por los sueños diurnos, el pensamiento anhelante y la anticipación; por
las imágenes deseosas entre las que están los relatos o fábulas que hacen castillos en
el aire, las ficciones populares, los viajes, el teatro, la danza y el cine; por los bocetos
de un mundo mejor (en medicina, pintura, opera, poesía, música y filosofía). Asi-
mismo, presenta varias clases de experiencias, como la alegría, el gozo, la contem-
plación la soledad, la amistad, la muerte y la religión. Así, el excedente de esperanza
es revelado en las desbordantes descripciones expresadas en los tomos de Principio
de esperanza. Con esto se muestra una expansión del concepto de utopía más allá de
las definiciones tradicionales (Anderson, 2006: 694). La utopía en Bloch promulga
y recrea una esperanza para algo mejor, no en un sentido abstracto sino orientado
hacia el mundo, adelantando el curso natural de los eventos (Bloch, 2007: 12). En ese
sentido, si con frecuencia lo utópico es valorado por cómo trasciende a la realidad en
una exploración de un mundo posible que relativiza el presente. Lo utópico no puede
ser puramente el aquí y el ahora porque una vida que está sellada por la esperanza
confirma que hubo un pasado y habrá un futuro. En ese dinamismo de los procesos
utópicos pensar que existe un modo que es sincrónico con el momento de esperanza
en ese todavía-no, impulsa la apertura de lo que está por ser y por venir. Esa concien-
cia anticipatoria sintoniza cómo los procesos utópicos expresan un “enorme experi-
mento de capacidades mediadas de ser otros en proceso” (Bloch, 2007: 274).
El hambre de justicia y el deseo de un mundo más justo conforman un con-
junto de las motivaciones más profundas de los marxistas, por ello Bloch defiende
a cabalidad estos presupuestos, además de su creencia de que una parte fundamen-
tal para lograr un mundo diferente depende de los cambios en la infraestructura
económica y las pretensiones de una economía colectivizada.
En medio del clima fascista y la vida en el exilio,
Bloch alza su voz para proclamar a la utopía como principio supremo y a
la esperanza como alternativa válida al descorazonamiento de la emigración.
El hombre, tras la corteza de los sueños de su vida cotidiana, se descubre a sí
mismo como ser pleno de impulsos (Gómez Heras, 1977: 27).
La esperanza incide como factor que abreva los deseos con un futuro todavía
no acontecido, pero ya vislumbrado tenuemente a través de los hechos históricos
que mediaron la conciencia anticipadora.
Estando en el exilio, Bloch no puede evitar reflexionar sobre la posibilidad de
frustración de la esperanza. Ésta está cifrada en un futuro aún no decidido y en un
presente contingente que fluctúa entre el fracaso y el éxito, entre la posibilidad y la
frustración.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 285
está en ese aún-no que involucra el exceso de escasez y falta; en segundo lugar,
enuncia que abandona lo existente y armoniza con las condiciones bajo las cuales
algo tiene lugar; y, en tercer lugar, se captura lo venidero y esperado en el futuro.
Ese aún-no es lo no decidido. Podría decirse que además es algo “concebible ahora
pero no posible todavía o presente ahora en una manera problemática pero toda-
vía por venir a su plena realización” (Anderson, 2006: 696).
Por ello es que Bloch asevera que “la esperanza que no era todavía una reali-
dad, a menudo buscaba la respetabilidad vistiéndose con el ropaje utópico, el dis-
fraz de la realidad más allá de la realidad” (Heller y Fehér, 2000: 236). No se trata
de una esperanza trascendente, como bien lo señala el autor alemán, sino que se
encuentra dentro de un horizonte que se va moviendo, y este movimiento va ha-
cia adelante en un proceso siempre continuo, como el basso continuo musical que
se mantiene siempre acompañando el proceso. Este transcurso se va desplazando
conforme vamos caminando en la vida. Es una visión del mundo en proceso que
sigue una “tendencia de humanización posible pero no garantizada y por principio
necesitada de la acción humana” (Krotz, 2011: 56), como lo apuntaba Bloch en su
última obra Experimentum Mundi (Bloch, 1981).
La Esperanza95 no hace una adoración de las leyes porque es un agente margi-
nal, pero no se contrapone a lo consciente porque intenta hacerse consciente para
manifestarse. De este modo, Bloch argumenta que:
[…] por esa marginalidad y por su carácter aún no consciente, la Esperanza
se puede convertir, más que la “ciencia”, en la guía de la praxis, porque la Espe-
ranza es menos que la certeza ya que la certeza es lo que no es ambivalente,
mientras que la Esperanza es la progenitora de numerosas certezas en poten-
cia (Heller y Fehér, 2000: 238).
Esperanza escrita con mayúscula puede entenderse como el gran proyecto en un marco
95
metafísico, como algo abstracto. Con minúscula se entiende desde una perspectiva de concreción
que posibilita los cambios de una manera más factible.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 287
con una promesa necesaria, mínimamente racional, sin estructura y como fantasía
vacía, que está más allá. Los que tienen esperanza no pueden ser la fuente de las
promesas de la Esperanza porque la promesa tiene que darse desde un punto de
Arquímedes, fijo, por encima y más allá del dominio humano, para contar con la
más mínima autoridad. Heller y Fehér consideran que “las promesas trascendentes
de la esperanza político-histórica han sido completamente desacreditadas en el si-
glo del Holocausto y el Gulag” (Heller y Fehér, 2000: 238 y 239).
La esperanza (con minúscula), a pesar de su virtud de concreción pierde su
poderoso atractivo cuando se plantea frente al concepto de Esperanza (con mayús-
cula). Esta última unifica y homogeneiza los actos dispares de deseo, de sueño, de
proyección, imaginación y fantasía que no pueden separarse de la historia univer-
sal. La esperanza en tanto narrativa se va desmoronando en una aglomeración de
discursos. Pero, la Esperanza en abstracto se convierte en un capataz tan exigente
como las leyes de la historia dado que únicamente se siente satisfecha con tal de
dejar su marca personal sobre el mundo. Por ello, es fundamental hablar más bien
de las esperanzas, en plural y en concreto. De manera análoga hemos indicado y
sugerido antes algo que sucede de modo afín en torno a la paz, al pensarla con mi-
núscula y en plural, y ubicándola en el marco de las acciones humanas concretas.
Evidentemente, pensamos en la Paz (con mayúscula) porque es criterio y objetivo
que va iluminando el camino y va promoviendo las acciones que permiten llegar
a su consecución. Y, al igual que la Esperanza, que es la precursora y causante de
numerosas certezas que están en potencia y que están por realizarse, la Paz indica
y orienta la realización de la paz y que, generalmente, se hace acto en el plural. Y es
la imaginación la que da impulso a ambas realidades, tanto a la esperanza como a
la paz.
Al ser la imaginación “una fuente de creación” (Sastre, 2010: 44) es sospecho-
sa desde el punto de vista del conocimiento, y por ello vuelve a pensársele como
“la loca de la casa”, aun cuando se enfrenta con lo objetivo y real y también con
los discursos propios del sujeto cognoscente que tienen que ver con la verdad. Y
esta dialéctica hace que la imaginación se haya considerado como una facultad
propiamente humana y se caracteriza como política, como lo pensaron Cornelius
Castoriadis (Redeker, 1997: 24) o Hannah Arendt. Este planteamiento nos pone
claramente de cara al tema de la utopía y la esperanza.
Pero, desafortunadamente, la pérdida de atractivo sufrido por la esperanza
se vincula al cuestionamiento mismo que se le hace a la imaginación que, como
apunta Ricoeur (2004), es un campo de ruinas, y puede deberse a que es el princi-
pio de la negación de todo lo existente y,
[…] no puede concertar un compromiso con el orden de las cosas reinantes
sin estar comprometida consigo misma, ya que la Esperanza es la encarnación
288 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Ernst Bloch –referente obligado en este tema– parte en su filosofía de la reflexión sobre el
96
acontecer, ubicado en el devenir histórico con su horizonte vinculado con los elementos de la tradi-
ción cultural de Occidente (Serra, cfr.: Bloch, 2007: 17).
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 291
tiene ese horizonte vital de las personas, y por ello lo utópico es un imperativo que
mueve hacia otras realidades y no a una metafísica estática.
Los estudios que han surgido en torno al pensamiento de Ernst Bloch han se-
ñalado una serie de aporías (Gómez, 1977: 224-226). Una de ellas señala que
[…] aceptados como postulados la incognoscibilidad del utopicum final y la
correlativa oscuridad del momento vivido: ¿cómo es posible el ejercicio de la
crítica socio-cultural a partir de un “saber negativo” del futuro y en sistema de
referencias dominado por la oscuridad del instante vivido? ¿Cómo es posible
la construcción de una docta spes, que sirva de principio regulador de aconte-
cimientos y de acciones? (Gómez, 1977: 226).
ta que personificó su propio epitafio, que sería ‘pensar significa atreverse más allá’”
(Anderson, 2006: 700). El materialismo blochiano permite apreciar cómo el mo-
vimiento complejo y la emergencia de la esperanza prescribe topologías espacio
temporales en donde los bienes plurales son sincrónicos o no sincrónicos con la
materia. Por ello no se requiere de trascendencia, “aunque sí se necesita trascender
las situaciones que amenazan lo humano y en ese sentido es un proceso inmanen-
te” (Anderson, 2006: 700).
Muchas apuestas críticas en esta línea hacia la transformación de la circuns-
tancia material y de la conciencia venían desde los antecesores de Bloch, tal como
lo revelaron algunos de los pensadores que defendían el socialismo utópico. Así lo
hizo Owen cuando estipulaba que
[…] están cercanos los tiempos en que desaparecerá el maldito sistema del
Viejo Mundo, la ignorancia, la pobreza, la opresión, la crueldad, el crimen y
la miseria. ¡Hombres de todas las naciones y de todos los colores de la piel,
alégrense con nosotros sobre este gran acontecimiento que sucederá muy
pronto! Se creará un mundo donde a partir de la segunda generación no habrá
ignorancia, ni pobreza, ni limosnas, donde enfermedades y miseria ya no ten-
drán lugar, donde la guerra no existirá y donde la religión, el amor y el dinero
ya no separarán a los hombres y ya no crearán contradicciones en parte algu-
na de la humanidad (Owen, 1970: 15).
Así, sin reconocerlo o sin saberlo o sin que las personas tengan conciencia de
ello, es que ese proceso refuerza las perspectivas sostenidas.
En cuanto a la utopía, según Ricoeur también puede tener connotaciones
despectivas al mostrarla como un sueño social, como una actitud esquizofrénica
frente a la sociedad y como una manera de escapar a la lógica de la acción me-
diante una construcción realizada fuera de la historia. Entre lo que son ideología
y utopía hay versiones que pueden atribuirse a rasgos estructurales de lo que se
nombra como imaginación cultural. El concepto de ideología produce una imagen
invertida (Ricoeur, 1989: 48) y todo aquello que es precientífico y en este sentido
el conocimiento de la ideología, abarca el de utopía. Así, “la utopía es ideología
en la medida en que no es científica, en que es precientífica y hasta anticientífica”
(Ricoeur, 1989: 49).
La condición necesaria de la utopía radica en que ella ha de cambiar un orden
dado, por lo cual, siempre estará en el proceso de realizarse. La diferencia con la
ideología se sitúa en que las ideologías se relacionan siempre con grupos domi-
nantes y, por su parte, las utopías están sustentadas generalmente por grupos que
se hallan en vías de ascenso. Además, las ideologías se dirigen más hacia el pasado,
por lo que se ven aquejadas por las condiciones de lo anticuado, y las utopías –
como ya hemos especificado– posan su mirada al futuro (Mannheim, 1983).
Razón e imaginación detonaron históricamente la relación entre ideología y
utopía y, aún con sus divergencias, podemos asentar que se mueven juntas en la cons-
telación filosófica. Desde ahí es que es necesario incluir y considerar ciertas formas
de esperanza, adoptando ciertas especificidades como las que aquí hemos apuntado.
Se puede apreciar que han existido tres formas principales de esperanzas per-
niciosas en la Modernidad:
— La ilusoria-descriptiva. Se presenta cuando se cruza el horizonte, una es-
peranza de trascendencia absoluta. Sus raíces son detectadas por Man-
heim en la secularización nunca completada de la Modernidad, en los
vestigios del mesianismo que permanecieron y que se resistieron a la
Ilustración. Existe una fuente contemporánea de este tipo de esperanza
y se convierte en ilusoria y en destructiva cuando se origina en las raíces
modernas. El impulso agresivo de una esperanza emergida en la Moder-
nidad que todo lo puede, se convierte en ilusorio cuando la esperanza de
trascender ciertas barreras se ha transformado en la esperanza de domi-
nar el infinito. Esa esperanza resulta destructiva cuando quienes partici-
pan en ese experimento son utilizados y lanzados más allá del horizonte.
— La autodeificadora. En la Modernidad se mostraba la grandeza humana
en el intento de deificarse, por ello es que la esperanza ilusorio-destructi-
298 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
97
“La completa eliminación en nuestro mundo de elementos que trascienden la realidad
nos llevaría a una actitud “positiva y práctica” que en última instancia significaría la decadencia de
la voluntad humana. Aquí reside la más importante diferencia de estos dos tipos de trascendencia de
la realidad: mientras la decadencia de la ideología representa una crisis sólo para ciertos estratos y
la objetividad que deriva de desenmascarar las ideologías siempre toma la forma de una autoclarifi-
cación para la sociedad en general, la desaparición completa del elemento utópico de la acción y del
pensamiento humanos significaría que la naturaleza humana y el desarrollo humano tomarían un
carácter enteramente nuevo” (Ricoeur, 1989: 300).
300 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
98
En este punto es en donde Heidegger encuentra los vestigios de la vieja metafísica al ver
en Bloch un intento de trascendencia. Sin embargo, Heidegger siempre va a vincular al ser humano
al futuro en tanto somos siempre un proyecto; afirmaba que la filosofía de Bloch lleva un conjunto
de sueños y proyecciones en los que se esconde el fantasma metafísico de la Esperanza, vista con
mayúsculas y en tanto principio homogeneizador de acciones dispares y dispersos de los anhelos, las
esperanzas y los sueños, a lo largo de la historia.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 301
2010: 201) y, esa capacidad imaginante reduce mentalmente las distancias entre
situaciones pacíficas posibles.
Las verdaderas utopías son las que acaban realizándose, como decía Karl
Manheim, pero esto puede resultar muy peligroso porque se obliga de cualquier
manera a que se lleve a cabo esa utopía y, cuando se involucra en leyes y en los
sistemas legales, se convierte en ideología, pensada como lo que da una identidad
colectiva, tal como lo apunta Ricoeur (1989: 52).
En el momento que la utopía es realizada, entonces se vacía y se convierte
en esa ideología. El cometido y el sino de la utopía ha de ser un todavía-no, ha
de perseverar como idea reguladora, como motivación de una permanente con-
testación, como una vigilancia crítica y una imaginación de posibles alternativas.
En el momento que esa utopía se realice corre el inminente peligro–ricoeuriana-
mente dicho– de ideologizarse en las instituciones del Estado. Entonces, es posible
apuntar que esas propuestas de derechos humanos y de paz no se agotan nunca en
esa ideologización, sino que se patentizan en los colectivos ciudadanos que surgen
para defender los derechos y la paz y para denunciar su quebrantamiento. La ideo-
logización pervierte su sentido.
Cuando los ciudadanos se centran en la reivindicación de los derechos y de
la paz que han sido vulnerados y amenazados, entonces ellos, ante la indignidad
sufrida o presenciada, ejercen su derecho a disentir y a solidarizarse con las víc-
timas (Etxeberría, 1995: 306). Esto supone una tensión entre aquello que es una
utopía y lo que va realizándose y se va convirtiendo en ideología, pero sin dejar de
ser utopía. Esta situación es irremediablemente dialéctica, en la que un término
busca la concreción histórica y el otro busca y pretende un ideal con una raigambre
de carácter ético. Es ciertamente una paradoja de dos términos que se enfrentan
en el espacio político; por ello es una paradoja política. Así lo apreciaron también
Arendt y Weil; la primera, en esa díada contradictoria que es dominación y poder,
y la segunda entre forma y fuerza.
En la forma dialéctica conformada por la utopía y la ideología estamos entre
la contextualización histórica y la fundamentación, entre las coordenadas históri-
cas y las pretensiones de universalidad. En estas coordenadas está la búsqueda de
la paz.
La utopía sugiere un modelo de sociedad ideal proyectado hacia el futuro que
critica el presente, distinguiéndose así la realidad actual defectuosa y el modelo pa-
radigmático. La utopía se nos presenta como imagen anticipada del porvenir, en-
raizada en la realidad y que tiene una dimensión ética “desde la que la descripción
de un fin se convierte en prescripción y criterio de juicio” (Ricoeur, 1989: 384). De
ahí que sea una mirada ética sobre el mundo desde dicha imaginación que supone
302 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
la convicción de que hay que saber de alguna manera lo que es deseable para juz-
gar lo que es y hacia dónde es preciso ir. La utopía señala el fin y meta; desde ahí
se considera como criterio de juicio y se somete a la realidad a escrutinio y crítica
para con ello, impulsar a la acción que busca lograr la paz.
Dicho lo anterior, y cerrando estas reflexiones, podemos decir que deber y
acción son rasgos fundamentales en la utopía posible en el marco de la esperanza
y desde cauces de paz y justicia. Sólo así podremos erigir derroteros que nos guíen
hacia esa construcción tan anhelada por los teóricos de la utopía como fue Tomás
Moro. Sus propuestas siguen resonando fuertemente y promueven las posibilida-
des de imaginación ética que hace posible el alcance de la paz y la justicia, abre-
vando con ello los desafíos tan complicados que permiten escampar los cielos tan
oscuros que se presentan ante nuestros ojos. Hemos de continuar defendiendo la
utopía posible desde la esperanza para construir cauces y crisoles pacíficos y justos
en nuestras sociedades y en el mundo que vivimos y que ha de venir. Cada grupo
cultural y social, independientemente de las formas concretas que adopte, y des-
de el supuesto de un vínculo asociativo, ha de buscar “determinar fines comunes
mediante una elección sensata hecha en común” (Gadamer, 1993: 102), como se
destacaba previamente en último inciso del capítulo previo.
Esto significa que tenemos fines que se adecuan –por medio de una reflexión
práctica– a lo que hay que hacer en nuestra situación concreta, esperanzados en
que las cosas se modifiquen con nuestras acciones. Así, cada grupo contempla “un
ideal” de sociedad y una conformación política que pretende el desarrollo personal
y social de quienes lo configuran; una construcción tal que dé cauce a las aspira-
ciones esperanzadoras para vivir un mundo mejor. No podría ser de otro modo
porque “nadie puede vivir sin esperanza” (Gadamer, 1993: 103). Esta máxima lle-
vada a cabo en la realidad, resulta central para poder pensar en un algún proyecto
a futuro. A través de numerosos ejemplos Bloch ejemplifica la simple pretensión
de que esa oscuridad del momento vivido se anime por atreverse a ir más allá en
esos sueños por una mejor vida (Bloch, 2007: 347).
Cuando pensamos en luces esperanzadoras y elementos que miran hacia lo
que está por venir, aludimos siempre a posibilidades abiertas a pesar de los tiem-
pos oscuros. Desde ahí podemos pensar –al modo como lo hizo Arendt en su libro
Hombres en tiempos de oscuridad–, en opciones de vida hacia el futuro. A pesar de
haber vivido tiempos de oscuridad, tiempos de guerra, muerte, dolor y terribles
atrocidades, esos hombres y mujeres supieron vislumbrar y acoger de diferentes
maneras, alguna esperanza que les dio –de cierto modo–, luz para enfrentar este
mundo y continuar el camino. Sugerir la posibilidad de pensar en tiempos mejores
y en un mundo naciente significa apelar a la esperanza. El comienzo de algo nuevo
–así como la natalidad– constituyen nociones fundamentales para poder pensar
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 303
rácter más amplio quizás global, en el cual, al tener un carácter moral, su fuerza
sería enorme. Ese intento ya ha sido vislumbrado por pensadores como Kant en
su idea del cosmopolitismo, guiado por el deber moral de la humanidad que ha de
apuntalar el acceso a los recursos necesarios. Éstos tienen que implementarse para
garantizar una mejor forma de vida y con ella de justicia y de paz, en un ánimo de
posibilidades reales para su logro efectivo.
El compromiso mutuo implica acuerdo a través de concesiones recíprocas en
aras de un fin, y ahí mismo, en ese ánimo, se inserta como un temple que impulsa
a seguir adelante, en un denuedo esperanzador que nos mueve a confiar y a impli-
carnos con los demás en aras de reconstruir un mundo mejor. Localizar formas
sociales más justas y mediante el reconocimiento de la pluralidad de los otros, pro-
mueve y fortalece el ánimo de esperanza que permite cimentar y erigir enclaves
pacíficos.
En ese sentido la esperanza se construye desde horizontes de carácter ético
que a la par da pie a situaciones de paz, por ello es que esta última tiene un sustrato
ético que la legitima como búsqueda en los márgenes humanos. Sin embargo, di-
cha paz necesita de las instituciones para que no quede reducida a un mero ideal
vacío; a la vez estas instituciones requieren ser impulsadas y criticadas desde ese
impulso ético para no caer en idealidades vacuas.
La utopía se diseña como principio regulador para la reflexión y la acción y
puede servir de referencia y criterio para juzgar el orden existente y orientar el
esfuerzo transformador del mismo. No se trata de expresar por anticipado lo que
será y con ciertas garantías de realización de la sociedad armonizada lo cual podría
resultar muy ilusorio. No es tampoco un proyecto fijo y dogmático, sino que pre-
tende no quedarse en la abstracción. Se busca alcanzar la paz como una intención,
como un pathos, y no tanto como una visión (Etxeberría, 1995: 305). Es un recla-
mo que nos emplaza en los ámbitos de la vida cotidiana, en la experiencia vital en
concreción y en contextos situados.
La paz apela a la esperanza y al futuro, pero asimismo ha de reclamar a la
memoria. A la vez que recurre a una esperanza de plenitud que guía la reflexión
y la acción en tanto idea directriz en un marco ético e histórico-político, permite
también la injerencia de la imaginación a inspirar esperas. La fuerza moral de los
recursos éticos preserva los mandatos que prohíben la violencia y recomiendan la
paz y el reconocimiento ético. Se trata más que de hablar de una ley moral inamo-
vible; de un habitus de una actitud ética fundamental que puede expresarse en las
narrativas que tienen como modelo ético de la vida y desde ellos podemos juzgar
otros relatos, reglas de acción y acciones efectivas. Sus referentes son los que se sus-
tentan en la justicia y en sus principios que posibilitan visibilizar con la esperanza
mejores situaciones de existencia.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 305
Todo esto, en conjunción con la acción comunal, urde una red –ya antes aludida y
pensada por Lederach (2007)–, al modo de las telarañas, y desde ahí con la posibilidad
de la justicia se podrá lograr la construcción de las paces en las diversas sociedades. Es
un proceso de creación de fórmulas y estructuras implicadas al mismo tiempo en un
entorno y en el marco de personas que tienen un pensamiento común y situadas en
un sitio social, político y económico compartido y cambiante que tiene ánimos de ir
hacia mejor. Desde ese sitio se van tejiendo las acciones que siguen el camino marcado
por el ideal moral de la paz que acrisola las utopías y esperanzas en aras de situaciones
diversas y mejores a las que vivimos y con las debidas prevenciones frente a muchos
optimismos. Albert Camus sostenía que “la historia no muestra una particular inclina-
ción por colocar la razón moral en el pescante del carruaje de los vencedores” (Alonso,
2012: 164), y esto es cierto, porque esa razón moral queda truncada y desgarrada al ver
abatidas las vidas y los proyectos de los vencidos y de las víctimas.
La construcción de la paz al implicar esa razón moral se sitúa en el marco
de lo humano y aún a sabiendas que se desenvuelve en entornos impredecibles,
el enorme reto se constituye en el arrojo para crear denodadamente respuestas
innovadoras para las necesidades que nuestras sociedades y nuestro mundo nos
exigen. Esa trascendencia emana de los espacios relacionales, con las concesiones
necesarias y los recursos apropiados. Es la prudencia de la que hablábamos en ca-
pítulos previos, que nos exige acciones debidas en el momento preciso y en el lugar
conveniente. Esta capacidad phronética e imaginativa pone los medios necesarios,
promueve y construye procesos de cambio constructivos desde diversas perspec-
tivas posibles orientadas más allá de lo existente, para lograr los fines buscados. La
sagacidad aventurada desde la imaginación da pie a descubrir posibilidades ines-
peradas en lo que concierne a la realización de la utopía y la esperanza y por medio
de proyectos factibles de paz.
La imaginación creativa y moral da pie a una concientización, ese aún-no-
consciente que se va allegando y aproximando, tal como la ponderó Paulo Freire
en Pedagogía del oprimido (2005: 99). Ahí Freire piensa tal concientización como
la habilidad de formular los problemas en un escenario amplio que mira a todos
como actores y como parte del contexto de cambio ante la violencia (55 y 56). Tras-
tocar la violencia implica la acción y la reflexión común sobre el mundo, en la
confianza de poder visibilizar su transformación. Dicha transformación es siem-
pre comunal porque nadie es autosuficiente por sí mismo. Por ello se requiere la
acción compartida que tiene como preámbulo el diálogo; temática sobre la que
hemos reflexionado antes en el capítulo previo.
Ahora bien, para que haya diálogo ha de haber esperanza porque en nuestra
finitud se inserta la necesidad de apertura para buscar ser mejores humanamente
hablando. Por ello es que,
306 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
Así, poco a poco, podremos ir atenazando las situaciones pacíficas guiados por la
utopía y con el impulso de la esperanza.
Las consecuencias de las acciones tienen que ver con la permanencia de la
vida, de modo semejante a como Hans Jonas lo planteaba cuando reflexionaba so-
bre la superioridad del homo faber sobre el homo sapiens (Jonas, 1995: 36). Que el
mundo perezca no es una alternativa aceptable bajo ningún concepto. En el cami-
no irá arrasando todo lo existente dada la violencia de todo tipo que siempre se en-
saña con los que tienen una vida más precaria. Ante esta situación, la humanidad y
su mundo “exige[n] su siempre nueva capacidad inventiva para su conservación y
ulterior desarrollo” (Jonas, 1995: 37).
No puede olvidarse la relevancia de lo humano y su plenitud, con lo cual es in-
admisible una contracción de su ser y de su concepto de sí. Los actores en colectivo
y no de manera individual son quienes representan el futuro indeterminado; ellos
nos proporcionan el horizonte significativo de la responsabilidad para que el género
humano abra posibilidades en tanto imperativos que nos remiten a un futuro real
previsible que permita y promueva la realización humana. Esto es importante para
Jonas aun con sus reticencias sobre la utopía, al preocuparle que sea simplemente un
señuelo. Es fundamental por ello realizar realistamente la mejora de las condiciones
humanas desde la justicia, el bien, la razón y pensando en apresar la paz.
No se están estimando las desmesuras criticadas por Jonas en el pensamiento
blochiano, ni el embeleso de expectativas que le adscribe (Jonas, 1995: 352). Cier-
tamente, la utopía no puede negar una ética de la responsabilidad que se formule
como esperanza, y ésta es ciertamente condición de toda acción –como lo seña-
la Jonas, casi al final de su obra–, pues “presupone la posibilidad de hacer algo y
apuesta por hacerlo” (Jonas, 1995: 356). Esta meta es una responsabilidad de cara
al futuro.
Si la “utopía es la expresión de todas las potencialidades de un grupo” (Ricoeur,
1989: 293), esto significa que tales potencialidades y dichas vidas están ante el influ-
jo explícito de la violencia en sus diversas acepciones, es decir, la violencia tanto de
carácter directo como estructural y cultural. Y dado que estas potencialidades “se
encuentran reprimidas por el orden existente, (Ricoeur, 1989: 300), de ahí que dicha
utopía haya de tener un carácter liberador y emancipador de estas situaciones que
marginan la vida de las personas, como ya hemos insistido. Pero no sólo se requiere
de esto, sino que, además, se ha de suscitar un horizonte en el que las vidas buenas y
vivibles puedan realizarse en un marco deseable por humano y digno.
Por ello, y desde ahí, es que la utopía –en un marco de esperanza– apremia
para construir escenarios de paz, y se dispone como posibilidad que se genera por
y para la acción.
308 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
En este texto de Pérez-Tapias se cita a Ricoeur, quien subraya con énfasis que el fin que
99
las posibilidades y potenciales, mientras que la segunda no tiene estos acercamientos con la emer-
gencia de esas posibilidades.
EPÍLOGO
“La paz perpetua no es una idea vacía sino una tarea que, resolvién-
dose poco a poco, se acerca permanentemente a su fin, (porque es de
esperar que los tiempos en que se producen iguales progresos sean
cada vez más cortos”.
Immanuel Kant (2005: 187)
aún siendo ellas quienes han estado presentes, si bien de modo diverso y con una
voz diferente a la de los varones (Gilligan, 1982).
Así los roles han quedado marcados históricamente de manera que se ha iden-
tificado la vinculación de las mujeres con la paz y como mediadoras de los conflic-
tos y a los varones se les ha asociado indefectiblemente con la guerra y la violencia.
Por ello, y para romper esa lógica, es de enorme relevancia recuperar historias de
la paz y las mujeres que han sido invisibilizadas y silenciadas, para que, con dichas
historias se les integre a la historia aceptada y establecida a lo largo del tiempo.
Con esto se trastocará la construcción genérica de las sociedades que, recurrente-
mente, ha relacionado a los hombres en los marcos de la guerra y la violencia y a
las mujeres a la paz y la concordia. Mujeres y hombres han hecho la paz; mujeres y
hombres han hecho la guerra, de modo que si aceptamos este presupuesto desge-
nerizamos estas consideraciones esencializantes.
La exclusión de las mujeres en las discusiones y acciones públicas y políticas
han impulsado estos modelos generizados. Se piensa en las mujeres como pacíficas
y constructoras de paz, pero esta representación es lo que se ha construido social
y culturalmente a modo de estereotipos y ha fomentado los modelos mediante la
educación. Naturalizar la paz en las mujeres y la violencia en los hombres ha ser-
vido para propugnar ideológicamente la acción de los poderes hegemónicos en el
mundo (Magallón, 2004: 2).
Entonces, ver a las mujeres como constructoras de paz de manera reduccio-
nista ha hecho que se les desapruebe el ejercicio de la violencia, aun siendo que son
ellas las que reciben la violencia de manera más generalizada; que son las más las-
timadas por las violencias directa, cultural y estructural. Sin embargo, han sido las
mujeres las que han ejercido históricamente el papel de mediadoras y reguladoras
de conflictos, a sabiendas que “lo masculino y lo femenino operan tanto en la vida
política para incluir o excluir, como en el terreno imaginario a partir de la femini-
zación o masculinización de ciertas abstracciones” (Martínez López, 2000: 268). Si
bien se adscribe la paz de manera principal a las mujeres, las estructuras masculi-
nas se apropian de los valores pacíficos con la pretensión de la universalidad de la
paz (García-González, 2018: 52). Así se hizo con la Pax Augusta, que es una virtud
imperial que busca la paz en el ámbito político y es una paz muerta porque implica
el sometimiento y la resignación. Es un tipo de paz negativa que tiene como rasgo
precisamente este sometimiento y resignación, ambos conceptos que son semanti-
zados como femeninos. De igual manera lo concibió Sófocles en Ayax al estimar el
silencio de las mujeres, realidad que el cristianismo paulino tanto secundó y enal-
teció como característica propia de las mujeres.
Estos papeles asignados socialmente tienen que ver con las imágenes de mu-
jeres desvalidas y débiles que deben ser protegidas por los hombres protectores, si-
316 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González
se inserta a los hombres que pueden ser cuidadores. Con ello pueden trastocarse
los designios culturales para pensar en hacer la paz. El gran problema es que la
visión ética derivada de la práctica maternal es fuertemente asociada con el género
(Ruddick, 1989: 41).
Hablar de una utopía feminista de la paz o más bien, de una utopía feminista de la
noviolencia significa una formulación desde una reconstrucción histórica de las apues-
tas feministas contra las violencias sexuales y las opresiones estructurales de género.
A la vez se sitúa en “intersección con otros ejes de desigualdad que son la clase social
o la etnicidad, así como a partir de las respuestas antibelicistas de los movimientos de
mujeres a los conflictos armados” (Guerra, 2017: 1). Asimismo, se vincula tanto con
activismos como con teorizaciones antipatriarcales para vivir una vida libre de violen-
cia, cuestión que constituye un desiderátum feminista frente a sociedades feminicidas.
Desde un rescate histórico y genealógico podemos ver que el pacifismo femi-
nista que alentó al sufragismo en conjunción con otros movimientos ilumina el
sentido de una utopía feminista de la noviolencia. Es importante porque existe un
nexo entre la masculinidad hegemónica (patriarcal) y la guerra (violencia) (Gue-
rra, 2017: 2). La construcción de la feminidad se ha vinculado al ánimo pacifista
y, ciertamente, éste es mejor recibido que las luchas relacionadas con la autonomía
personal o con la libertad sexual y reproductiva.
Los movimientos pacifistas de las mujeres pueden ya contarse en decenas.
Desde los ejemplos antibelicistas propuestos en la Antigüedad, como Lisístrata
o Antígona, y los movimientos contemporáneos análogos al de Lisístrata, pode-
mos localizar acciones como fue la realizada en Liberia en 2003, en donde Leymah
Gbowee y las mujeres del grupo “Acción por la paz” protestaron de manera no
violenta que sumó a sus acciones la huelga de sexo. Se tuvo como resultado que se
logró la paz. Otro ejemplo en este mismo tenor se presentó en Colombia en 2006,
cuando las esposas de un grupo grande de pandilleros de la ciudad de Pereira y en
el ánimo de reducir la violencia, advirtieron de una “huelga de piernas cruzadas”.
En 2009, mujeres en Kenia organizaron también una huelga sexual para protes-
tar “por la brecha que se abría en la coalición del gobierno” (Guerra, 2017: 2). En
caso de Filipinas, en 2011, las mujeres de una cooperativa de costureras de Dado
declararon también huelga sexual, para intentar frenar la violencia y poder llevar
a cabo la reconstrucción de su aldea. Como quinto ejemplo, en 2011, en Bélgica la
senadora Marleen Temmerman propuso medidas para enfrentar la crisis política
belga y para presionar a la formación del nuevo gobierno hizo un llamamiento a
la abstinencia sexual hasta que no se formara un nuevo gobierno. En todos esto
ejemplos se muestra que Lisístrata no ha muerto. El caso de Antígona, como sabe-
mos desafía al poder y su ejemplo ha sido replicado en situaciones como los de las
Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo en Argentina.
Epílogo 319
territorios por las acciones de las corporaciones, en lugares que explotan monta-
ñas, ríos y bosques. Asimismo, los han hecho emigrar y se les ha empobrecido por
los cobros de las patentes de las semillas que se les exige a los campesinos pagar, en
tanto no hay muchas más opciones, o por los cultivos que se les ha impuesto culti-
var. Todo esto que instituyen las empresas transnacionales en connivencia con los
gobiernos locales significan atentados de genocidio, etnocidio y ecocidio. Todas
estas formas son modalidades nuevas de la colonialidad que conllevan brutales
formas de violencia, ya que consideran a la otredad como subhumanidad dado que
los otros se consideran como indeseables y como sobrantes o excedentes.
Las paradojas de lo humano no se hacen esperar y en muchas ocasiones se
genera una esquizofrenia comitiva, como lo señala Francisco Muñoz cuando anota
que, si bien es cierto que todos desean la paz o al menos dicen desearla, sin em-
bargo, todos tienen una fuerte seducción por la violencia (Muñoz, 2011). Y esto,
como hemos señalado desde el inicio del libro, tiene que ver con los aprendizajes
situados en las instituciones y en las diversas culturas que enseñan genéricamente
la importancia de la violencia, o su necesidad para el logro de la paz. Sea cons-
ciente o no esa atracción, lo que se anhela desde una teoría práctica como la que
hemos propuesto aquí, es trastocar este orden de cosas e imaginar que es posible ir
alcanzando poco a poco la paz o las paces. Éstas son elementos, principios e ideas
constitutivas de la misma historia.
Desde los planteamientos presentados en este libro de filosofía de la paz, se
insta a pensar de otro modo lo que se relaciona con la paz, su logro y las maneras
de superar, destrabar y trascender el conflicto para evitar la violencia. La violencia
contraviene el estatus moral de las personas porque no les permite permanecer
en la existencia y, si lo logran, simplemente violentan su dignidad. Los sistemas
asentados hoy día en nuestra realidad cancelan lo humano tanto de manera di-
recta como indirecta. Por ello es que “en las experiencias del horror el número de
víctimas debe multiplicarse por dos, porque cada ‘muerto presupone un asesino y
un asesino es un muerto espiritual’” (Gironella, 1979: 144). La humanidad entera
resiente estos hechos.
Ciertamente los dos ejes –el de la decolonialidad y el del feminismo– cambian
la forma como se ha pensado la filosofía de la paz y replantean el pensamiento
de manera total. Esto genera cambios en la percepción de la historia y obliga a
repensarla.
Esta transformación de la filosofía de la paz nos hace comprenderla estando
siempre en un decurso no decantado, provisional y que da lugar a una paz siempre
en proceso. En este sentido, no podemos pensar en una filosofía total y absoluta de
la paz. Ésta es parte de la metodología de su proceder, cuya tarea se enmarca en la
filosofía práctica y en un no estar terminada, sino siempre en un haciéndose, sea
Epílogo 323
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344 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González