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a preocupación por estudiar la paz pretende impulsar Colección

Dora Elvira García-González


La paz como ideal moral
cambios en la mentalidad de las sociedades, para que PAZ Y CONFLICTOS
se comprenda —desde lo sucedido— la posibilidad de
• Racionalidad pacífica. Una introducción a
modificación de las estructuras políticas, económicas y mo-
rales que radica en ellas mismas. El trabajo de los estudios de Una reconfiguración de la filosofía los estudios para la paz por Jiménez Bautista,
Francisco
paz emprende una acometida de investigación que, además • Colombia. Un mosaico de conflictos y vio-
de apreciar las circunstancias en que se viven en conjunción de la paz para la acción común lencias para transformar por González Joves,
con la filosofía de la paz, se refuerzan poco a poco al recu- Álvaro y Jiménez Bautista, Francisco
perar, retomar y repensar los constructos teóricos de pen- • Antropología Ecológica por Jiménez Bautista,
sadores y filósofos que han hecho esfuerzos, a lo largo de la Francisco
historia, por pensar la paz. • La custodia compartida en España por Vene-

Dar razones de lo que hacemos y nos hace, entreteje la Dora Elvira García-González •
gas Medina, Mar y Becerril Ruiz, Diego
Sociología del conflicto en las sociedades
responsabilidad de vivir junto a quienes nos rodean, diversos contemporáneas por Lozano Martín, Antonio
a nosotros, que nos confrontan con lo que somos median- M. y Becerril Ruiz, Diego
te la conformación de un ideal regulativo que nos orienta • ¿Noviolencia o barbarie? El arte de no dejarse
deshumanizar por López Martínez, Mario
desde nuestras propias perspectivas. Así, pensar y construir
• De la igualdad de género a la igualdad sexual
de manera alternativa e imaginativa la realidad mediante
y de género. Reflexiones educativas y sociales
la superación de los conflictos y mediante la consideración por Venegas Medina, Mar, Chacón-Gordillo,
de la alteridad y del reconocimiento de las personas, impli- Pedro y Fernández Castillo, Antonio (Coords.)
ca resistirse moralmente, desobedecer civilmente, negarse a • Educación para la paz. Conflictos y construc-
cooperar con lo que se discurre como un mal, rehusarse a ción de cultura de paz desde las escuelas, las
colaborar con acciones que propician y generan la abyección familias y las comuidades por Pozo Serrano,

La paz como ideal moral


y la indignidad. No podemos dejar de lado y dejar de ver la Francisco José del
indignación que hoy nos consume ante las evidencias que • Gestión de Conflictos por Jiménez Bautista,
muestran la traición a la dignidad humana y la destrucción Francisco, Beltrán Zambrano, Roberto y Mo-
reira Aguirre, Diana Gabriela
de muchas posibles opciones para dejar atrás esas infamias.
• La paz como ideal moral. Una reconfiguración
Las violencias sufridas —de todo tipo— en todos los resqui-
de la filosofía de la paz para la acción común
cios humanos nos impulsan a modificar estas lógicas; esa por García-González, Dora Elvira
indignación sirve de motor para trascenderlas y sortearlas
y pensar desde la filosofía de la paz. La paz y la justicia han
de considerarse como utopías posibles que a partir de la es-
peranza y mediante la acción permiten bregar el camino a su
realización.
En ese sentido, pensar la paz como ideal moral nos prepa-
ra para esperar, para pensar en otras posibilidades mediante
construcciones realizadas a través de nuestras acciones. Los
posibles e infinitos cauces que las acciones pueden tomar, se-
rán los que logren subsanar estos daños infringidos a la hu-
manidad; por ello, la comprensión es un interminable diálo-
go que no se cansa de su ir y venir; ni de ese inicio constante
de acción y reconciliación tenaz que entresaca hitos valiosos
para trastocar la oscuridad —que en muchos casos se vive—,
en luminosidades esperanzadoras abiertas a los otros.

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LA PAZ COMO IDEAL MORAL
Una reconfiguración de la filosofía de la paz para la acción común
LA PAZ COMO IDEAL MORAL
Una reconfiguración de la filosofía
de la paz para la acción común

Dora Elvira García-González


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Colección “Paz y Conflictos”


Director: Francisco Jiménez Bautista

Este libro ha sido sometido a evaluación por parte de nuestro Consejo Editorial
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Esta obra fue posible gracias al financiamiento del Fondo Sectorial de Investigación para
la Educación SEP-CONACYT, a partir de la Convocatoria de Investigación Científica Bá-
sica 2015, con el Proyecto 252432 denominado “Pensar la paz como ideal moral desde la
tradición filosófica: responsabilidad para la acción”.

©  Copyright by
   Dora Elvira García-González
  Madrid, 2019

Editorial DYKINSON, S.L. Meléndez Valdés, 61 - 28015 Madrid


Teléfono (+34) 91 544 28 46 - (+34) 91 544 28 69
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ÍNDICE

EXORDIO.............................................................................................................................. 11

LOS ESTUDIOS DE LA PAZ Y LA URGENCIA DE PENSAR LA PAZ


COMO IDEAL MORAL................................................................................................ 11
RETROSPECTIVAS Y HORIZONTES DE LOS ESTUDIOS DE PAZ ................. 18
LA PAZ COMO EXIGENCIA ÉTICA Y RESPONSABILIDAD
INTERSUBJETIVA EN LA CONSTRUCCIÓN COMÚN DE DIGNIDAD........ 21
TRAYECTORIA DE NUESTRA PROPUESTA EN EL LIBRO............................... 25

CAPÍTULO I. LA NECESIDAD DE PENSAR LA PAZ


DESDE LA TRADICIÓN FILOSÓFICA......................................................................... 35

1.1. PENSAR LO COMÚN: UNA CONSTANTE EN LOS ESTUDIOS Y LA


FILOSOFÍA DE LA PAZ.................................................................................... 35
1.2. PENSAR LA PAZ COMO NECESIDAD HUMANA: EL PISO Y EL
CIELO DE LO HUMANO ................................................................................ 47
1.3. LA FILOSOFÍA PARA LA PAZ Y SU RESPONSABILIDAD CON
LA REALIDAD: IMPACTOS SOBRE LA CULTURA, LA SOCIEDAD
Y LA POLÍTICA ................................................................................................. 59
1.4. VISUALIZAR LA DESTRUCCIÓN Y APOSTAR POR UNA
COMPRENSIÓN DE LA PAZ SIN TREGUAS .............................................. 81
1.5. EL CONFLICTO: INITIUM PARA EL ALCANCE DE LA PAZ................. 97
1.6. PARTIR DE LOS DESASTRES Y LA INJUSTICIA: CONSTELACIONES
PARA CONSTRUIR EL SOSIEGO CON LA JUSTICIA Y LA PAZ ........... 121

CAPÍTULO II. FILOSOFÍA DE LA PAZ, COMPRENDER LO COMÚN................ 131

2.1 SUPERAR LOS ESCOLLOS PARA PENSAR LA PAZ FRENTE


AL DESMORONAMIENTO DE LA CULTURA Y LA POLÍTICA ........... 131
2.2. VIRTUDES Y HABITUS: UN EJE DE CONVERGENCIA DE LOS
VALORES ÉTICOS PARA LA PAZ.................................................................. 146
10 Índice

2.3 LA DIGNIDAD: BASAMENTO FILOSÓFICO PARA UNA ÉTICA


DE LA PAZ........................................................................................................... 162
Primera vertiente: la dignidad como valor inherente por la condición
natural-social........................................................................................................ 166
Segunda vertiente: la dignidad como valor inherente por el vínculo
ético-trascendental-legal..................................................................................... 170
Tercera vertiente: la dignidad como virtud por la acción con los otros........ 172
2.4 LOS DERECHOS: ESPACIO POLÍTICO PARA UNA ARQUITECTURA
DE LA PAZ........................................................................................................... 175
2.5 LO COMÚN: TELÓN DE FONDO PARA LA ARTICULACIÓN DE
UNA PROPUESTA TEÓRICO-PRÁCTICA DE LA PAZ............................ 195

CAPÍTULO III. ÉTICA DE LA PAZ, HORIZONTE PARA LA ACCIÓN............... 209

3.1 HACIA UNA RACIONALIDAD PRÁCTICA PACÍFICA, DESDE LO


COMÚN Y LO PLURAL.................................................................................... 210
3.2. TEJER LA PAZ DESDE EL DIÁLOGO Y LA ESCUCHA............................ 217
3.3. LA CAPACIDAD Y EL CULTIVO DEL SENTIDO COMÚN PARA
PERGEÑAR SITUACIONES DE PAZ............................................................. 234
3.4. LA IMAGINACIÓN ÉTICA Y LA CONSTRUCCIÓN DE UNA
IDENTIDAD PACÍFICA................................................................................... 243
3.5. PACES SILENCIOSAS EN LOS ENTRAMADOS DE VIOLENCIA.......... 256

CAPÍTULO IV. PAZ Y ESPERANZA EN TIEMPOS OSCUROS:


UTOPÍA COMO ACCIÓN................................................................................................. 265

4.1. PROYECCIONES DE UN MUNDO MEJOR DESDE EL


PENSAMIENTO UTÓPICO............................................................................. 266
4.2. EL CARÁCTER PROCESAL DE LA PAZ DESDE UN ACTUAR
CON ESPERANZA............................................................................................. 281

EPÍLOGO............................................................................................................................... 311

BIBLIOGRAFÍA GENERAL.............................................................................................. 325


EXORDIO

“Puede dejarse de lado la cuestión de si esta satírica inscripción es-


crita en el rótulo de una posada holandesa en el que había dibujado un
cementerio interesa a los hombres en general o a los jefes de Estado en
particular, que no llegan nunca a estar hartos de la guerra o exclusiva-
mente a los filósofos, que anhelan este dulce sueño”.
Immanuel Kant (2005: 141)1

“Paz espacio de encuentro, locus, y elemento orientador, focus…”.


Juan Gutiérrez (1998: 13)

“No es casual que los movimientos por los derechos humanos y por la
paz se hayan encontrado y marchen juntos. De este modo se refuerzan
mutuamente. La paz es la condición sine qua non para proteger
eficazmente los derechos humanos, y la protección de los derechos
humanos favorece la paz”.
Norberto Bobbio (1997: 133)

“El bienestar que persiguen las virtudes es identificable directamen-


te con la paz en cuanto que desarrollan las capacidades humanas que
son la base del bienestar y la felicidad […]. Las virtudes median entre la
conflictividad de una situación y el camino hacia la paz”.
Francisco A. Muñoz y Beatriz Molina Rueda (2009: 59-61)

Los estudios de la paz y la urgencia de pensar la paz como ideal moral

La historia de los estudios de paz tiene un recorrido muy amplio y signifi-


cativo y, si bien sus investigaciones son aproximaciones multidisciplinares, éstas
siempre tienen intenciones de carácter moral. De este modo, la filosofía subyace
1
Kant inicia su texto Sobre la paz perpetua (2005b) de manera irónica dado que cuestiona si
lo que se discute en este texto tiene relación alguna con la inscripción “Hacia la paz perpetua” del rótulo
de cierta posada holandesa que presenta un cementerio. La inscripción y el escrito kantiano tienen que
ver entre sí al ser el segundo el contraejemplo del tema que alude la primera. El opúsculo Sobre la paz
perpetua (2005b) alude a los estados que, afanosamente, quisiera ver Kant: la complicada e incierta paz
perpetua de los vivos, que busca proponerse como alternativa a la otra paz perpetua, la del cementerio,
sencilla y sin complicaciones, la previsible paz perpetua de los muertos (Pereda, 1996: 80).
12 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

implícitamente a estos estudios, los cuales han venido investigando sobre la paz
de manera central a partir de los problemas de las grandes guerras y lo siguen ha-
ciendo en torno a las guerras intestinas, violencias políticas, sociales y económicas
existentes. El pensar filosófico ha buscado las raíces y las razones de dichas violen-
cias en el intento de proponer y aventurar posibles soluciones.
Ha habido estudios sobre la paz realizados desde la filosofía y, aunque no siem-
pre han sido explícitos en torno al irenismo, en general, han sido bastante acotados
y proporcionalmente mucho menores que los elaborados por motivo de la guerra y
la violencia. De ahí que este libro tenga el cometido de discurrir una amalgama de
reflexiones sobre las temáticas centrales de la paz, sondeando y explorando cauces
sobre este tópico en los textos de filósofos y filósofas a lo largo de la historia, para
desde y con ellas y ellos localizar y emplazar posibilidades, definiciones, problema-
tizaciones, preocupaciones y expresiones explícitas en torno a la paz. A partir de
tales filósofos, y a lo largo de la investigación, se van tejiendo –a través de reflexio-
nes hermenéuticas– los diversos temas en los que, como basamentos teóricos nos
apoyamos en la presente obra, para hacer, a su vez, indagaciones y proposiciones
que conduzcan a pensar la paz como una realidad que nos guía y ha de seguirse,
para que, como seres humanos, vivamos con posibilidades de plenitud. Por ello,
aquí se sostiene y se propone la paz como ideal moral, que va regulando nuestro
actuar, siempre visto como el acervo de acciones realizadas en vínculo con los de-
más y en el común y cuyo proceso y fin acomete situaciones y contextos pacíficos.
Pensar la paz desde los marcos de la contemporaneidad se vuelve un asunto
complicado y difícil. La poca credibilidad, las suspicacias y la imagen de ingenui-
dad que para muchos parece acarrear la comprensión de la paz, suele descalificarla
recurrentemente como posibilidad e intento de modificar el mundo. Sin embargo
–y es lo que se desafía y se arriesga en la presente obra–, la paz puede ser un motor
potente y capaz de tener la fuerza suficiente para transformar nuestra realidad,
siempre y cuando entendamos que hay que tener una comprensión robusta sobre
dicha paz; pero también, lograr que se lleve a cabo a través de acciones con un áni-
mo contundente y verdadero de construirla a corto, mediano y largo plazo.
La comprensión filosófica de la paz implica la aportación de exigencias críti-
cas y propuestas posibles, aunque siempre imperfectas e inconclusas, para trans-
formar las sociedades violentas –como en las que vivimos– en sociedades de paz.
Comprender y ahondar críticamente para desbrozar la realidad y concebir pensa-
mientos para actuar, resulta ineludible y constituye un imperativo ético y social de
la contemporaneidad. De ahí que nos interese –en un primer momento– ahondar
en la necesidad de pensar la paz desde perspectivas teóricas sólidas de la tradi-
ción filosófica para, con ellas, caminar los rumbos avistados y considerados por los
pensadores y pensadoras a lo largo de la historia.
Exordio
13

Pensar la paz como ideal moral obliga a indagar en los itinerarios reflexivos
realizados en torno a la paz para favorecer la responsabilidad moral en el mundo
que vivimos, y que nos exige habitarlo de manera ética. Investigar la paz desde
una reflexión filosófica implica preguntarse por la forma en que se consolida la
paz –como ideal moral– en todos los contornos humanos y, de manera principal,
en los espacios compartidos con los demás, en donde se supone la satisfacción de
necesidades fundamentales que han de ser saldadas de manera justa para lograr si-
tuaciones pacíficas. Por ello, apreciar y sacar a la luz los posicionamientos en torno
a la paz desde los recursos filosóficos de la tradición, revelan las consideraciones
éticas que han de postularse y reivindicarse ante la supremacía y el imperio de la
violencia. Esto habilita para ver las diversas líneas teóricas que han emergido sobre
el tema de la paz; en tanto, el concepto de paz ha sido descuidado, en un sentido de
abandono: un rudimento poco trabajado y apenas definido con enormes ambigüe-
dades, mientras que el concepto de la guerra ha sido mucho más estudiado y mejor
puntualizado. De este modo, desafortunadamente la paz no ha formado parte de
los conceptos fundamentales de la filosofía; se ha dudado de ella en tanto realidad;
asimismo, se ha revelado que como noción posee sustancia propia (Höffe, 2009:
13). Para describir lo que es la paz, se han utilizado ideas cercanas o epítomes tales
como la armonía o la concordia; sin embargo, no podemos olvidar que el término
paz posee una amplia gama de significados y matices, sobre los cuales –y entre
otros conceptos próximos a éste– ensayamos y exponemos en este libro a través de
sus diversos capítulos.
Por la dificultad misma para encontrar su definición es que en el trazado his-
tórico del pensar de la humanidad se han utilizado metáforas para definir el sig-
nificado de la paz, aun a sabiendas de que ellas pueden dar una vaga idea de su
contenido, el cual muy frecuentemente permanece idealizado y, generalmente, con
una carga subjetiva, ubicándola en un estado etéreo o en un paraíso en donde reina
la abundancia. Comúnmente, se le aprecia en relación con la guerra o la violencia,
por ello se le ve también como un entreacto –a modo de un descanso–, es decir,
como período de recuperación para emprender nuevas guerras.
Palpablemente, muchos pensadores han defendido –a mi parecer errónea-
mente– que el estudio de la paz se ha de hacer a través de dicha guerra. Eso se
debe a que a la guerra se le ha naturalizado a tal grado que no podemos pensarla
sin mirarla como algo ontológicamente propio de las personas. Por ello, es fun-
damental desnaturalizar su presencia en los constructos humanos visibilizando y
posibilitando de la misma forma a la paz. Estamos obligados a señalar igualmente
la existencia de la paz como algo natural; dejar de pensarla como una idea bofa y
boba; como algo inventado, o como una idea sin fundamento en lo real y, por ende,
como algo ilusorio.
14 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Ante los señalamientos justificativos de la guerra, los estudios de paz han in-
sistido en que podemos ser pacíficos o bélicos y no únicamente lo segundo. Es
importante afirmar, categóricamente, a quienes han sugerido la quimera y ficción
de la paz, que ésta es una realidad, y mediante ella se pueden solventar antago-
nismos sin necesidad de recurrir a la guerra como mediación para lograrlo, que,
por lo demás y como explicamos a lo largo del libro, los medios bélicos generarán
fines violentos. Se necesita tejer una red –al modo de la red de las arañas (Lede-
rach, 2007: 130)– como un proceso de creación: reconfigurando, reconociendo y
reconstruyendo espacios relacionales que permitan construir y trascender la injus-
ticia y todo tipo de violencias con las que se fusiona.
Los conflictos se resuelven y transforman –precisamente, para no dar lugar
a la violencia– en un estado de paz, mediante propuestas diversas como el arte de
la discusión, el diálogo, la escucha y la mediación. Todas estas formas y registros
semánticos buscan, al fin y al cabo, y mediante el recurso ético-político de la ima-
ginación, situaciones que se plasman como de paz y justicia, porque “la paz se crea
y se construye con la edificación incesante de la justicia social” (UNESCO, 1986:
46).
Así pues, es fundamental advertir que en el transcurso de todo el caminar en
torno a los estudios de paz, existe una necesidad teórico-filosófica de explicar por
qué no debemos únicamente dirigir nuestras miradas a evitar la guerra–y al cómo
evitarla–; es decir, no hemos de ceñirnos a considerar un sentido meramente ne-
gativo de la paz. De manera principal, debemos de otorgar a la paz un sentido fun-
damentalmente positivo que persiga construir situaciones nuevas inéditas, pero,
sobre todo, de plena realización humana.
Sin duda, el hecho de que prevalezcan los estudios sobre la guerra hace pensar
que la paz es un evento privativo de aquélla; por más que lo que se escriba sobre
la guerra y la violencia sea más atractivo y más prolífico, también es cierto que “la
alabanza o defensa incondicional de la guerra es algo excepcional. Lo que predomi-
na […] es más bien la crítica y la denuncia de los males que acompañan a la fuer-
za y, por implicación, la defensa y el elogio de la paz” (Fernández, 2010: 9). Tales
señalamientos son significativos porque, por lo general, prevalece la idea de que
los tratados sobre la guerra son fundamentales, y tales estudios sobre polemología
sostienen que la naturaleza humana es innatamente violenta.
Estas posturas se apuntalan con teorías heredadas desde la Antigüedad, cuan-
do se aludía a los aurea dicta de la civilización greco-romana, que defendían la vi-
sión de la inevitabilidad de la guerra. Ello ha demandado a los exégetas que se haga
distingos y precisiones que permitieron resignificar y comprender matizadamente
las frases pensadas desde lo bélico. Ya desde Heráclito se estipula que la guerra es
lo común a todas las cosas, y ella funge como padre y rey de todas esas cosas que a
Exordio
15

unos los hacen esclavos y a otros los hacen libres (Fernández, 2010: 9). En realidad,
el concepto de guerra en tales espacios narrativos heraclíteos ha de tomarse no en
un sentido literal, sino en un sentido metafórico: de oposición o contraposición. Se
trata de los contrarios como principios o motores del cambio. Sin embargo, estas
ideas se han mantenido en lo esencial, a lo largo del tiempo en la cultura moderna
occidental, y por eso resulta tan difícil y lento aspirar a su transformación y relevo
por otras concepciones que aludan a lo pacífico.
Algunas frases latinas que han quedado grabadas en los imaginarios cultura-
les han sido contundentes y continúan mostrando su fuerza al justificar la guerra.
Todavía en nuestros días las seguimos encontrando como partes argumentales de
propuestas de guerra. Una de las más conocidas señala: si vis pacem para belum
(si quieres la paz haz la guerra); consiste en una afirmación hipotética que busca
como fin la paz, pero utilizando como medio la guerra. Esta propuesta contraviene
–como ya esbozábamos antes– los principios de la paz elaborados por sus teóricos
y estudiosos, quienes han apuntado con fuerza y claridad que la guerra propicia
guerra y genera devastación, pero nunca una paz constructiva. Lo más que podría
lograrse es una paz en la que no haya violencia, una paz negativa que poco ayuda a
la dignificación y edificación de las personas porque suele terminar, por lo general,
en una relación asimétrica de dominio.
Las definiciones positivas de paz incluyen elementos que la definen, atri-
buyéndole contenidos asentados en posturas que la precisan como un estado de
tranquilidad social y de acuerdo al interior de un colectivo humano, de una po-
lis o de una nación, como lo ejemplifica el modelo aristotélico. A partir de este
tipo de polis –que si bien es un ideal concreto pero universalizable y que se realiza
como comunidad–, se siguen otras muchas posiciones y ejemplos con un carácter
de universalidad, como son la universitas cristiana, la sociedad civil mundial kan-
tiana, el internacionalismo proletario de Marx o la universalidad de los derechos
humanos. En medio de estas teorías se dan múltiples matices, pero la paz está pre-
sente en la forja de dichas propuestas, y es lo que permite la consecución comunal
y articulante de esos modelos teóricos.
Se ha aspirado a rescatar el pensamiento pacífico inserto en las diversas apro-
ximaciones que, desde la filosofía política, se han construido, entresacando y bus-
cando en los entramados teóricos algunas de estas cuestiones acerca de la paz.
Sabemos que éste es un ensamblaje en el que convergen diversas disciplinas, como
la antropología, la sociología, la historia, la literatura, la política y, como hemos
dicho antes, los estudios filosóficos que se apoyan en la ética. La cantidad de dis-
ciplinas complejiza el estudio de la paz, además de que, en muchos casos, las re-
flexiones son implícitas y van de la mano de otros temas que los filósofos intentan
desbrozar.
16 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Podría pensarse que, con los avances de todas estas ciencias, con el conoci-
miento y con las sapiencias tecnocientíficas, los conflictos se superarían con ma-
yor comprensión y mayor juicio, evitando así situaciones de violencia. Nada más
alejado de la realidad. Aceptar, por razones diversas, las situaciones que generan
violencias estructurales y culturales eluden seguir reproduciendo viejos vicios y
generando otros nuevos. Intentar la búsqueda de soluciones a los conflictos obliga
a pensar de manera alternativa y creativa, lo cual implica ser conscientes de las po-
sibilidades de transformar la realidad y de ver y analizar los modos para adquirir
esos cambios, ponderando que podemos hacer las cosas de otra manera, a través
de la creación de otros paradigmas interpretativos y de otros modelos.
Evidentemente, no podemos obviar la injerencia que los modelos económicos
a gran escala han tenido en este tema, y que han impulsado la debacle actual plaga-
da de situaciones de violencia –sea como violencias explícitas o desde las violencias
soterradas–. Muchas de ellas han dado lugar a las nuevas guerras y a nuevas formas
de violencia. Ésta se infiltra en las comunidades y en grupos específicos que se han
convertido en botines de dichas violencias. Así lo han sido las mujeres, los migran-
tes y los grupos marginados económicamente, que han instaurado el eje de lo que
son esas “nuevas guerras” (Kaldor, 2001, passim), que componen las nuevas formas
de violencia organizada y florecida con fuerza en los procesos de globalización. És-
tas implican que las distinciones entre lo que es la guerra –generalmente, definida
como la violencia motivada por razones políticas sea entre Estados o entre grupos
políticos– se hayan ido desdibujando. Hoy día la violencia y la guerra adquieren
nuevos visos; se aproximan al crimen organizado, cuyas motivaciones son particu-
lares, pero en general se orientan por el beneficio económico.
Tales formas de violencia son ejercidas por grupos organizados que han re-
producido violaciones de los derechos humanos de manera ampliada (Kaldor,
2001: 15-16). Como efecto, muchos habitantes de poblados son desplazados, for-
zados y sometidos por regímenes de terror, de guerra y de diferentes formas de
violencias –como la pobreza–; que sufren amenazas que despliegan esas nuevas
guerras en el mundo.
En general, quienes padecen los fenómenos de violencia son los ciudadanos en
exclusión; los miles de desplazados que existen por las exigencias del gran capital, sea
minero, agrónomo, de narcotráfico o de intereses militares. Todas las modalidades
de la violencia han expoliado gran cantidad de territorios, generalmente, de países
empobrecidos; han suscitado inmensos problemas y conflictos que no pueden ser
resueltos entre los pobladores. Esto ha dado lugar a violencia de todo tipo: desde la
directa hasta la estructural; al impulsar a las poblaciones a migrar por el radical em-
pobrecimiento. De ahí que indefectiblemente los estudios de paz han de replantear
de manera infatigable sus elementos de estudio, dada la existencia de la enorme can-
Exordio
17

tidad de transformaciones que día a día van surgiendo en los diversos escenarios en
los que la humanidad se desarrolla, y que plantean peligros graves para ella. La mani-
festación de nuevas amenazas socio-ambientales, por ejemplo, aparece formalmente
en los estudios y la investigación de y para la paz en su versión contemporánea, por-
que han reproducido enormes situaciones de violencia.
La numeralia de las atrocidades vividas desde hace varios años en México da
cuenta de las condiciones violentas en las que, en los últimos 18 años se contabili-
zan cerca de 235 000 ejecutados, 40 000 desaparecidos, 250 000 desplazados, 20 000
cadáveres no identificados y millones de migrantes2. Este escenario nos hace pen-
sar que “todo es posible” (Arendt, 1987: 656), y que por ello es urgente pensar de
otra manera para intentar erigir de algún modo, situaciones de paz.
Estas tendencias han redundado en el plano conceptual, en el cual se ha pro-
fundizado, revisado y replanteando el concepto de paz; sobre todo, ha impulsado
la búsqueda de soluciones en todos los flancos, incluyendo el académico que ha de
insuflar contenidos para urgir cambios en nuestra sociedad.
Además de todas estas evidencias innegables en los diferentes perfiles de la
violencia, los abundantes escenarios de precariedad constituyen igualmente ex-
presiones violentas y un fértil caldo de cultivo de esas guerras de nueva factura.
Sabemos que los marcos en los que las sociedades contemporáneas se encuentran
situadas se ciñen, de manera casi indudable, a un sistema productor de explota-
ciones y violencias múltiples que se patentizan en perfiles comerciales. Todo, in-
cluidas las personas, se convierte en commodities, con las que se trafica con lo más
valioso: con la mismísima integridad de las personas que son vendidas, usadas y
mercantilizadas en acciones que se han ido asentando en el mundo, como es el caso
de la trata de personas (García-González, 2010b). Todas estas acciones constituyen
una realidad de múltiples y heterogéneas violencias cuyos matices varían, pero que
contienen elementos constantes y comunes. La amenaza sobre las personas cuya
dignidad es atacada, así como los impedimentos que paralizan la realización de la
libertad y la construcción de las propias identidades, hoy día establecen realidades
de presencia devastadora constante. Estas violencias no materiales, sumadas a las
violencias que sí son materiales (como las que no nos permiten sobrevivir porque
limitan la alimentación, el acceso a una vivienda, a tener vestido, a la salud, a la
educación) cancelan la posibilidad de las personas de habitar el mundo de ma-
nera digna y, por ende, humana. Por ello, es fundamental abordar esta cuestión.
Si las personas “existen como fines en sí mismos” (Kant, 2003: 48) –defendiendo
así el imperativo práctico– significa que la negativa a ser utilizados siempre como
medios es una transgresión a la ley moral. La dignidad excede con mucho a los
2
Estos datos pueden variar, son cifras aproximadas porque prevalecen las cifras negras y no ofi-
ciales, sin embargo, gran cantidad de estudiosos y de ONGs concuerdan grosso modo, en estas cantidades.
18 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

objetos: los desborda, y sus cualidades son infinitamente superiores a ellos. Evi-
dentemente, la dificultad de definir lo que es la persona es un problema porque
“nada que lo expresa lo agota, nada de cuanto lo condiciona lo sojuzga” (Mounier,
1984: 7), con lo cual, hacerse como persona implica la autocreación, la comunica-
ción con los demás y la relación con ellos. La existencia personal resulta paradójica
dado que es preciso conquistarla de manera incesante, y únicamente lo lograremos
en relación con los otros de manera conjunta y comunal, acometiendo el bien mu-
tuo; esto se dificulta con las presencias de la violencia. La intencionalidad humana
se evidencia en estas situaciones, buscando superar lo dado y trascender lo que
vivimos hacia algo mejor mediante las acciones que nos disponen a la excelencia,
tanto personal como grupal. De ahí que la vida de las personas penda sobre el por-
venir y desde él sea posible pensar en ese todavía no que nos da la esperanza.
De este modo, las investigaciones y los estudios sobre la paz han ido adqui-
riendo una condición especial en tanto que instauran un campo de estudio cien-
tífico en los marcos académicos. Dichos estudios, desde hace más de 70 años, han
sido impulsados por actores políticos que, después de la segunda conflagración, y
de la creación de entidades supranacionales como la Organización de las Naciones
Unidas (ONU), aspiraron a prevenir nuevos enfrentamientos a través de diferentes
estrategias. Una de ellas fue precisamente la institucionalización de las investiga-
ciones y estudios sobre la paz. Sin embargo, hoy vemos la absoluta insuficiencia de
sus acciones en torno a la paz, y la serie de complacencias respecto a este tema. Por
ello, no nos está permitido desfallecer. Debemos continuar impulsando la presen-
cia de estas ideas, haciendo que permeen en la sociedad, para urdir nuevas formas
en las que las sociedades tengan presentes los conceptos básicos en torno a la paz y
su construcción. Desde esa conciencia se han de posibilitar acciones patentes que
modifiquen la realidad en la que nos encontramos asentados.

Retrospectivas y horizontes de los estudios de paz


Exordio
19

En su devenir histórico los estudios de paz se pueden dividir en cuatro etapas


generales, como se esquematiza en el siguiente cuadro3:
En la primera de ellas, comprendida entre los años entre 1930 y 1960, los es-
tudios se enfocaron hacia la comprensión de la paz en términos negativos –la paz
negativa– que da cuenta de la ausencia de la violencia directa. Este concepto de
paz es el dominante, heredado del concepto de la pax romana: se identifica como
ausencia de violencia o de guerra (pensada como violencia organizada). En esta
primera etapa aparece uno de los grandes teóricos de los estudios de paz, quien
desde ese momento y hasta el día de hoy–después de más de 60 años– ha continua-
do su lucha y su investigación por la paz, un ícono en estos temas: Johan Galtung.
Este pensador ha incursionado en ámbitos académicos pensando sobre la paz y
aplicando sus reflexiones a la praxis política. En esos espacios nacionales e interna-
cionales desarrolló teorías sobre el conflicto y una tipología inédita sobre la violen-
cia4. El acento en el estudio de la guerra en la primera etapa impulsó el nombre de
los primeros estudios de paz como polemología.
La segunda etapa corresponde a la ampliación del término y a la creación de
centros especializados de investigación para la paz –1959, Peace Research Institute
of Oslo (PRIO); 1963, International Peace Research Association (INPRA); 1964, la
creación de la revista Journal of Peace Research–. En esta época, el mismo Galtung
acuñaría el término de paz positiva como una alternativa a la violencia estructu-
ral. Se partía de un concepto negativo de paz como mera ausencia de guerra. Sin
embargo, un concepto positivo de paz implica la ausencia de violencia directa y
estructural. La paz positiva de Galtung impulsaría a los promotores de causas hu-
manitarias a la transformación, por vías pacíficas, de las condiciones estructurales
violentas, en favor de la satisfacción de necesidades básicas. Entre éstas encontra-
mos la seguridad, la supervivencia, el bienestar, la identidad y la libertad.
Se ha hablado de una tercera etapa, coincidente con los años 80, durante la
cual los estudios de la paz presentaron un retroceso que se ha adjudicado al contex-
to de la guerra fría, período donde una vez más el enfoque de los estudios se centró

3
El trabajo realizado por María Concepción Castillo González es de enorme relevancia; en
su protocolo de investigación doctoral abordó el tema que más adelante desarrolló en el capítulo “La
cultura de paz como meta principio y cuidado”, publicado en el libro Razones para la paz (García-
González, 2017b: 46-51).
4
Galtung ha señalado tres tipos de violencia: la violencia directa que es la explícita, la es-
tructural que es la que se ubica en las instituciones y en las estructuras sociales y la violencia cultural
que se encuentra situada en los espacios culturales, en los imaginarios simbólicos. Es importante
señalar que las estructuras se vinculan de manera importante con los sistemas económicos, de éstos
dependen tales estructuras y las violencias que generan. La mala distribución económica produce
violencia. Por ello, Galtung insiste en que tal violencia se produce cuando no se satisfacen las necesi-
dades básicas, y éstas en gran medida dependen de sistemas económicos injustos.
20 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

en la paz negativa (guerra, conflicto y la violencia) producto de la ansiedad que


generaba la posibilidad de una tercera guerra mundial.
Finalmente, la cuarta etapa se ubica a partir de los años 90, en la cual se hace
más explícito el interés por conocer los elementos constitutivos de la paz (en tér-
minos positivos), y en la comprensión de las intervenciones necesarias para llevar
a cabo su construcción por medios pacíficos. Una vez más, la aparición en positi-
vo, corresponde a la de su contraparte en negativo, formando un nuevo binomio
con el concepto violencia cultural (acuñado por Galtung en esos años) que descri-
be la justificación y/o legitimación cultural de la violencia, ya sea estructural y/o
directa a partir de cuestiones simbólicas y culturales.
En esta última etapa, interviene en el campo de los estudios de paz la Orga-
nización de las Naciones Unidas, instancia que define el término cultura de paz.
Ésta fue una idea formulada en 1989 en el “Congreso Internacional de las Naciones
Unidas titulado: La paz en el espíritu de los hombres”, en el marco de la lucha contra
el racismo y colonialismo en Costa de Marfil. Los debates y diálogos realizados en
dicho Congreso provocarían que, años más tarde, las reflexiones se institucionali-
zaran en la resolución 53/243 de la Asamblea de la Naciones Unidas. Dicha resolu-
ción se tituló Declaración y Programa de Cultura de Paz y dio lugar a una serie de
acciones que enfatizaron la educación para la trasformación social. En 1999, con
esta misma resolución, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó la
“Declaración sobre una Cultura de Paz”, definiendo el concepto en términos ge-
nerales, como un conjunto de valores, actitudes, tradiciones, comportamientos y
estilos de vida que practican la no-violencia, respetan los derechos humanos y las
libertades fundamentales, y fomentan el desarrollo y la justicia para todas las per-
sonas a través de la educación, el diálogo y la cooperación.
Asimismo, en los objetivos del desarrollo sostenible del PNUD, que vieron la
luz en el 2016, se planteó de nuevo la importancia de la paz, así lo señala el objetivo
16 sobre “Paz, justicia e instituciones sólidas”. El reto es inmenso y por ello debe
comprenderse lo que significa la paz para, desde ahí, enfrentarlo sin banalizar sus
hondas preocupaciones y desafíos.
Desde que nació la investigación para la paz, el concepto de paz adquirió un
nuevo significado asociado con la violencia, y no como antítesis de la guerra (la
guerra no deja de ser un tipo de violencia organizada). La violencia aparece cuan-
do las realizaciones afectivas, somáticas y mentales están por debajo de las reali-
zaciones potenciales de las personas (Galtung, 1985: 30). Por ello, la violencia es
evitable en la medida en que esas elementales potencialidades de la humanidad se
actualicen, de otro modo se seguirá obstaculizando la autorrealización humana
(Galtung, 1981: 96).
Exordio
21

Las investigaciones posteriores, surgidas a partir de la declaración del concep-


to de cultura de paz, se han venido realizando desde el supuesto que la paz ha de
ser una construcción cultural. Dichas investigaciones han tomado elementos prin-
cipalmente de los estudios culturales, pero también de la pedagogía crítica y de la
antropología. En esta investigación nos centramos fundamentalmente en aquellos
emanados de las reflexiones desde la filosofía. Pensar la paz ha implicado postular
el desarrollo de medios pacíficos en un marco de humanización que, como im-
perativo ético, nos obliga a equiparnos con recursos teóricos fundamentales que
provienen de la filosofía política y la filosofía moral.

La paz como exigencia ética y responsabilidad intersubjetiva en la


construcción común de dignidad

La paz está imbricada con las acciones que las personas llevamos a cabo. Estas
acciones tienen implicaciones de carácter moral e involucran a los sujetos de ma-
nera individual, pero también a los grupos en los que esos sujetos están inmersos
y con quienes coactúan en espacios compartidos. Las acciones éticas se involucran
inexcusablemente con la dignidad de las personas y, por supuesto, consideran el
impacto que tienen dichas acciones en tanto libres y en relación con los otros. Des-
de ahí resulta fundamental analizar la responsabilidad que tienen tales acciones y
por qué resultan apreciables para la paz. De este modo, no podemos obviar decir
que el sustento de la paz es la ética y desde ahí insistir en que la paz ha de pensarse
como ideal moral. Éste es el empeño de estudio que buscamos explicitar a lo largo
del presente libro.
Pensar en el ser humano significa aludir a lo que somos y a lo que hacemos; esto
porque lo que hacemos con nuestras acciones éticas es lo que nos define como per-
sonas. Por ello, llegar a ser lo que debemos ser se logrará a través de acciones éticas:
ellas son lo que nos realizan a plenitud. Si vivimos en un mundo violento es porque
las acciones humanas así lo han construido, de modo que siempre existe la posibili-
dad –por compleja que se plantee y aun en el peor de los escenarios– de poder modi-
ficar esta situación. De ahí la relevancia de comprender la ética en tanto compartida
por personas relacionadas entre sí, como realidad siempre presente en la vida huma-
na que nos impulsa a transformar las condiciones y las realidades (García-González
y Trasloheros, 2007: 13). La ética al inspirarse y responder a la pregunta socrática de
cómo vivir da cuenta de la posibilidad de realización humana en lo que somos como
personas, buscando a toda costa resguardar el valor que poseemos; es decir, la digni-
dad que nos caracteriza y que, al defenderse afirma, a la par, la paz.
De este modo, los conceptos éticos de persona y de dignidad son fundamenta-
les para los estudios de paz, y van siempre mutuamente imbricados. Lo que es una
22 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

persona se debe a que posee una dignidad insoslayable y que sin la paz no aparece
ni se logra; gracias a dicha paz, la dignidad mantiene una especificidad relacional
y dinámica con los demás. Las acciones de las que tenemos capacidad son las que
vertebran lo que somos y lo que hacemos, siempre en vínculo común erigiéndonos
de manera integral. Sin embargo, de igual modo, es posible que nuestras acciones
–cuando son lastimosas y violentas– nos hagan caer en estratos de inhumanidad.
Lo humano y sus objetivos muestran la posibilidad de realizarnos a plenitud; de
configurarnos y edificarnos con los demás en una búsqueda de nuestra perfección
y la realización mutua en el bien común. Por ello, la ética es nodal para la construc-
ción de la paz con la exigencia de la superación de la violencia, y está subsumida y
apuntala todo el andamiaje teórico de los estudios de paz.
El mundo que compartimos con los demás constituye nuestro espacio vital
más importante: es el espacio en el que vivimos, nos hacemos, nos relacionamos, y
en el que posibilitamos o cancelamos oportunidades y ocasiones de una vida dig-
na. Ahí se juega la posibilidad de vivir pacíficamente; para ello, es preciso lograr
una vida virtuosa y generar valores a través de cuya búsqueda el género humano
obtiene una articulación mutua con los demás, en tanto nuestras experiencias son
siempre intersubjetivas. La dignidad de la humanidad es reconocida explícitamen-
te cuando se define a la persona y muestra su característica en la intencionalidad
relacional, de ahí que tengamos que considerarnos siempre en interacción siempre
con los demás para hacernos mejores, unos y otros. Así nos hemos de edificar en
mutua vinculación a través del reconocimiento; modelándonos recíprocamente
con los otros: sólo así alcanzaremos la excelencia y la humanización.
Esta propuesta de intersubjetividad común aparece desde los griegos y des-
pués con los latinos quienes pensaban que la relación solidaria con los demás era
fundamental. Así lo afirma Cicerón cuando dice que nada es más glorioso ni tiene
mayor alcance que la solidaridad entre los ciudadanos. Esa especie de alianza y
comunidad de intereses, así como el afecto real que existe de los bienes y los ma-
les, es lo que enriquece la vida en común (Cicerón, 2002). Así, las personas somos
las forjadoras de nuestro propio existir y el nivel que alcancemos dependerá de
dichas acciones en un marco común. Esto es lo que revela la dimensión ética de la
vida humana en busca siempre de un sentido comunal y pacífico, en un marco de
acciones éticas ennoblecidas y virtuosas. Así lo declaraban Sócrates y Aristóteles
cuando sostenían que “no es el vivir lo que ha de ser estimado, en el más alto grado,
sino el vivir bien” (Platón, 1974, §48a: 227); ese vivir bien implica una vida en paz
con los demás. De igual forma “hemos, pues de considerar en qué consiste el vivir
bien y de qué manera hay que conseguir esto” (Aristóteles, 1973: §1105, 1214a),
y para ello la reflexión filosófica ha favorecido a pensar en esos quienes y en los
cómo, pero es claro que no es admisible separarse de un actuar pacífico. Esos fines
dan sentido al actuar mismo y se acrisolan como ideales morales.
Exordio
23

Si desde la ética el bien significa la supervivencia de la vida en una situación


óptima de libertad, armonía y bienestar, la realización de estas posibilidades nos
permite aprehender la paz. Si, por el contrario, lo que emerge es el camino de la au-
todestrucción, el conflicto, la falta de libertad, la no realización de las necesidades
básicas y de bienestar, aparece y, por ende, aflora la violencia.
Con ello, el reclamo ético recae en lo que es una vida pacífica que permite el
perfeccionamiento de los seres humanos de manera comunal. La búsqueda racio-
nal del bienestar privado de las personas ha de estar concertada con el beneficio
del resto de los miembros de la sociedad. Sólo así el bien será colectivo, de otro
modo, lo que parecería un bien individual desafectado de lo colectivo, acabará re-
virtiéndose sobre esas partes privadas, como ha acontecido con la violencia en los
sitios en donde ha prevalecido el interés individual y se ha producido un empo-
brecimiento y una injusticia generalizados. Tales violencias acaban por volverse
en contra de quienes se piensan inmunes. Tenemos ejemplos de esto en nuestra
cotidianeidad, y de manera generalizada en los países pobres. Esto se ha debido a
diversas formas de conculcación de la ética y en donde la corrupción e impunidad
han prevalecido al no existir formas de integridad cooperativa y comunal, salvo
algunas excepciones. Este campo del ethos y de la acción humana ha sido traicio-
nado, porque es el espacio en donde se ha de expresar el reino de la libertad que se
sustenta en lo que es propiamente la persona y su dignidad y que, por desgracia, se
han convertido en espacio de crueldad en donde se diseca lo vivo y lo vital (Segato,
2018: 12).
La notabilidad de este espacio del ethos en el constructo de la paz que tanto en-
noblece la consideración del género humano sin dejar de ver las diferentes formas
de violencia en esos sistemas es fundamental. Por ello, no es posible invisibilizar la
violencia ni aceptar cualquier tipo de paz o la aspiración de la paz bajo cualquier
circunstancia o a cualquier precio, sobre todo para los tiranizados y/o dominados
dado que ahí se sigue manteniendo y reproduciendo la violencia.
Las metas éticas son entonces nuestro destino; nos remiten a la eudaimonía y
al buen camino, en donde mediante nuestras conductas se puede tener al alcance
la plenitud. Nos creamos a nosotros mismos mediante nuestras acciones repeti-
das, las cuales a su vez construyen nuestro sino, y nos hacemos al realizar accio-
nes propias que recaen sobre nosotros mismos. Ya lo anotaba Heráclito cuando
sostenía que la forja del carácter es el destino del ser humano: “el ethos es para las
personas, su daimon”, lo que nos muestra que el carácter, lo que vamos forjando
en nuestro quehacer humano. Ése es nuestro sino, es lo que hemos de hacer y no
nos queda otra opción más que hacernos en ese destino (González, 1996: 11). Por
ello, algo que no podemos rehusar o declinar es el compromiso de nuestra condi-
ción humana que apuesta por formas diversas de acción en esa labor en la que ya
24 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

estamos colocados, en lo que es la misión de la existencia ética, que se desarrolla


en ese actuar. Así lo defendió Aristóteles cuando afirmaba que “en lo que hace re-
ferencia a la virtud, la ciencia teórica no basta, es necesario también esforzarse por
poseer esa virtud y sacar provecho de ella” (Aristóteles, 1973, §1179b: 1307). Puede
agregarse que esto sucede sobre todo al ver los escenarios de violencia, agresión y
conflictos no resueltos en los que estamos involucrados cotidianamente. Desarro-
llar las virtudes nos permitirá resolver algunos de estos problemas. Es necesario
señalar que existe una tensión insoslayable entre la libertad como ejercicio de rea-
lización personal en aras a la completud –lo que es propio al telos de cada quien– y
las consecuencias de nuestras acciones en los demás. El tema del proyecto vital u
opción fundamental radica en que las acciones libres o morales se inscriban en un
proyecto, sea afectivo, personal, profesional, con el que imprimimos un dinamis-
mo general a nuestra existencia. Tal proyecto funge como brújula que va guiando
nuestra existencia forjándola y lanzándola al futuro imaginando situaciones mejo-
res. Ese ideal moral en tanto proyecto articula la vida moral con las acciones que
construyen paz, de modo que, si asumimos el principio pindárico considerado por
Miguel de Unamuno, de llegar a ser el que eres como regla moral, se apela a una
grandeza de ánimo que nos impulsa al alcance de este objetivo (Unamuno, 2000:
68). Ésta es la expresión más clara de lo que busca la virtud. De ahí la importancia
de edificar y visibilizar ideales morales en tanto fines, cuyos medios son acciones
éticas virtuosas.
Con todo lo dicho, asumimos la relevancia fundamental de quienes habitamos
este mundo, puesto que si queremos un mundo mejor éste no se va a hacer por sí
mismo o por algún sortilegio o hechizo. El mundo se hará habitable y más humano
únicamente si nosotros estamos presentes de manera activa. Se requiere un trabajo
cuyo compromiso será darle sentido a la realidad vivida mediante las acciones de
las personas, por medio de la relevancia que tengan las virtudes que se vayan pleni-
ficando con excelencia; significa defender la posibilidad de un mundo mejor en el
que sea posible vivir, lo cual alude a una idea que regula nuestro actuar cotidiano y,
por ello, es una idea regulativa. Se trata de un ideal moral que nos inspira a anhelar
y a empeñarnos de manera realista hacia un mejor estado de las cosas; significa
tener un ánimo de anhelo esperanzador, como lo sugería Aristóteles –en boca de
Diógenes Laercio– al afirmar que la esperanza es el sueño del hombre despierto. Y
esta sentencia coincide con las palabras de Bloch sobre las que reflexionamos en el
cuarto y último capítulo de este libro, que señalan que la esperanza es la función
positiva de la utopía: se trata de los sueños despiertos o sueños diurnos que requie-
ren la acción para lograr dicha utopía (Bloch, 2007: 107). De ahí que, aun siendo
que la esperanza pueda ser frustrable, no hemos de decaer.
Exordio
25

Trayectoria de nuestra propuesta en el libro

El capitulado de este libro discurre a través de diversos temas que vamos des-
plegando siempre con el hilo conductor de los estudios de paz y desde sus referen-
tes teóricos más relevantes, como han sido Johan Galtung, John Paul Lederach,
Francisco Muñoz, Vincent Martínez, Francisco Jiménez Bautista, Xabier Etxebe-
rría y muchos más. Todos ellos se van entretejiendo con los análisis y formulacio-
nes de filósofos y filósofas múltiples que, desde sus tiempos y espacios, trazan sus
miradas con las que abrevamos nuestras propuestas, como hemos asentado antes.
Aludimos a ellos a partir de las temáticas específicas que se van planteando y que
nos interesa destacar siempre desde acercamientos a los asuntos sobre la paz.
Entonces, la composición general del libro –configurada en cuatro capítulos–
busca ubicar la importancia de pensar la paz desde la tradición filosófica, por toda
la riqueza que emana de lo pensado por los autores a lo largo de la historia del
pensar filosófico. De ellos entresacamos –hermenéuticamente– algunos rubros
esenciales de la filosofía de la paz que tienen como propósito básico comprender lo
común y proponer una ética de la paz que funja como horizonte para la acción en
los marcos de la utopía y la esperanza.
En el capítulo primero –“La necesidad de pensar la paz desde la tradición filo-
sófica”– comenzamos planteando, con la ayuda de los pensamientos de Aristóteles
y Cicerón, la importancia que tiene la paz para pensar lo común. Más adelante, en
el segundo inciso, nos aproximamos a algunos modos de entender la paz en tanto
necesidad humana, tal como lo planteaban Erasmo y Vives.
La responsabilidad adscrita a la paz impacta sobre la cultura y la política –con-
tenido del tercer inciso del capítulo uno–, como se ha podido probar a lo largo del
caminar humano, y así lo mostraron, entre otros autores, Lutero y Moro. El prime-
ro de ellos nos ayuda a pensar el tema de la paz en relación con un orden social y a
costa del precio que sea inevitable pagar para mantener ese orden: es una exhorta-
ción sobre la paz que comprende injusticias. Mientras que Moro postula un ideal
pacífico en la demanda de la comunidad política y su ideal utópico, cuestiones que
se erigen en la justicia en tanto esta última se exhibe como norma reguladora de
la vida de la ciudad. Estas premisas de carácter político-culturales se abordan en el
tercer apartado de este capítulo inicial.
La propuesta kantiana no puede dejarse de lado al hablar de la paz, como se
estipula en el cuarto inciso del capítulo primero. Ante la destrucción del mundo,
se propone una paz sin treguas, concibiendo la guerra como inaceptable desde un
punto de vista ético –así se despliega en el inciso cuarto del primer capítulo–. La
paz perpetua se considera como el más alto bien político hacia el que debemos ir
26 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

en un como si esas acciones fueran algo real. No puede haber concesiones en la


búsqueda de la justicia común desde la federación de repúblicas y ésta no puede
aceptar paces estratégicas que obliguen a consentir una paz con tregua. La paz es
sin treguas, sin reposos y sin interrupciones. El proyecto kantiano combina una
instancia moral con un reconocimiento político, cuyas derivas se plantean desde
reflexiones de diversos filósofos que articulan indeclinablemente paz y justicia. Es
palpable que la excepcionalidad genera profundas injusticias, como lo ha revelado
en nuestros días el filósofo italiano Giorgio Agamben.
Más adelante, en la parte quinta del capítulo inicial, el pensamiento de Han-
nah Arendt nos ayuda a pensar el conflicto como comienzo y punto de partida
para alcanzar la paz. Es importante desbrozar las violencias –como señala Fran-
cisco Muñoz– para comenzar con acciones libres en la comunidad, al modo for-
mulado por la filósofa de origen germano-judío. La violencia es inaceptable en el
espacio político, por lo que ha de suplantarse por el poder concertado que implica
una característica vital para la conquista de la paz. Encontramos las expresiones de
este poder en recursos como el diálogo y la discusión, que suponen la pluralidad y
un mundo común en donde la acción es nodal. Pero esta acción ha de ser pacífica
porque son tanto el acuerdo como el consentimiento lo que funda las repúblicas, y
es el actuar en concierto, lo que crea el poder.
Sabemos que partimos de los desastres y la injusticia y por ello es fundamental
encontrar constelaciones para construir el sosiego a través de la justicia y la paz,
y para esto en esta sexta parte del mismo capítulo primero, abrevamos del pensa-
miento de filósofos como son Luis Villoro, Nancy Fraser, Iris Marion Young y John
Rawls. Con ellos reflexionamos acerca del vínculo que hay entre la injusticia –que
es lo que vivimos– y la paz.
Estos autores, entre otros más, nos van dando pautas importantes para pensar
la paz desde sus propios modelos conceptuales de estar en el mundo. Así, desde la
consideración de las violencias vividas –y en el intento de su superación– es que se
busca el beneficio de alcanzar la paz, dado que esas violencias son grandes escollos
para lograr situaciones pacíficas; este asunto inicia el segundo capítulo –“Filosofía
de la paz, comprender lo común”–.
En su primer inciso se alude a las injusticias indicadas y se considera la posibi-
lidad de detonar imperativos, ideales y valores exigibles para impulsar las valías del
reconocimiento necesario en las personas. Dicho reconocimiento ha sido merma-
do de manera punzante por las violencias que –junto con el menoscabo de la dig-
nidad– es ineluctable reparar y reivindicar. Éstas son cuestiones que constituyen el
segundo y el tercer apartado del segundo capítulo, abordadas desde un tenor ético
y desde donde nos adentramos en la noción de dignidad –a la que previamente
aludíamos–, afirmándola como soporte filosófico de la paz. Violentar a los seres
Exordio
27

humanos incapacita la obtención y construcción de la paz. Ésta se garantiza me-


diante la aparición de los derechos expresados y apuntalados en las leyes, como lo
propone desde la filosofía del derecho Norberto Bobbio, y en relación con la paz,
como se señala en el cuarto apartado de este capítulo dos.
La paz necesita de las leyes –cuestión defendida desde la Antigüedad– y es la
manera que garantiza el mantenimiento de una sociedad pacífica. Ciertamente, la
guerra hace enmudecer las leyes –como lo apuntaba Cicerón–, y supone una pro-
funda incertidumbre porque –a decir de Tito Livio y Séneca–: cuando se utilizan
las armas no se tiene moderación (Fernández, 2010: 10). Para ello, se recurre al
respaldo de los derechos que apuntalan y han de garantizar ese derecho a la paz.
Cierra este capítulo la consideración de lo común pensado en un marco del senti-
do común y en tanto virtud social asociada al bienestar compartido y al buen vivir
y que será trabajado de manera más explícita y contundente en el tercer inciso del
capítulo tercero. Estas posibilidades de una buena vida se construyen prudencial-
mente en los contextos, buscando comprender las formas diversas de vida en un
entendimiento compartido, que permitan asir la paz y optar por la noviolencia5.
Este sentido común no tiene una actitud quietista, sino que su base es la acción que
anhela la paz activa que se logra mediante una convivencia plena.
La acción y lo común son tesis subyacentes a la propuesta teórica que se va
entreverando y construyendo a lo largo del libro y las que dan la pauta para en-
garzar con el capítulo tercero –“Ética de la paz, horizonte para la acción”–. En él se

5
En este libro se adopta el concepto de “noviolencia” escrito en una sola palabra, aunque
suele escribirse como “no violencia”, es decir, separando las dos palabras, o también con un guion “no-
violencia”. El concepto noviolencia fue postulado por Aldo Capitini, quien pretendía que la semántica
del concepto no fuese tan dependiente del término fuerte ‘violencia’ y quería resaltar la importancia de
que la noviolencia se identificara con una concepción humanista, espiritual y abierta de las relaciones
humanas conflictivas. La utilización de noviolencia se debe a que pretendemos que la terminología, las
tipologías y las herramientas de análisis dejen de asociarse al paradigma de la violencia y a las epistemo-
logías que están en su base para así facilitar que las nuevas categorías, metodologías y epistemologías
de los Estudios de paz adquieran relevancia. Con la noviolencia se busca preservar la vida con dignidad
con lo que se implica una tarea de humanizar a la humanidad. La noviolencia se identifica como una
forma de práctica ético-socio-política y así como un conjunto de estrategias y procedimientos que con-
forman una apuesta teórica y una doctrina. Éstas hoy día se identifican con ciertas experiencias histó-
ricas tales como el proceso de independencia de la India, la caída del Muro de Berlín, la separación de
la antigua República de Checoslovaquia o el desplome del Apartheid. Asimismo, se asocian con ciertos
personajes históricos como fueron Gandhi, Luther King y Nelson Mandela. Todos ellos constituyen
modelos o patrones generales de comportamiento que se alejan de otros modelos teórico-políticos li-
gados al paradigma hegemónico de la violencia. Se trata de un programa constructivo y abierto de tipo
ético-político, social y económico de emancipación en el que se pretendía, al máximo de lo posible, re-
ducir el sufrimiento humano. No se trata de una forma de consentimiento y asentimiento socio-políti-
co, como un acatamiento callado o una mera servidumbre voluntaria. Sus tipologías van desde el boicot
y no cooperación hasta la desobediencia civil y las más amplias formas de resistencia. La noviolencia
busca la humanización de la política (López, 2004: 783-795).
28 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

aborda en un primer momento el problema de la racionalidad práctica, los ideales


regulativos y la paz obtenida a partir de la acción compartida y en convivencia. Se
insiste en el mundo común para la posible humanización y, por ende, esa consti-
tución común es esencial para el logro de situaciones pacíficas y siempre desde la
pluralidad, tanto de las personas como de lo que es la paz, con lo que se da la pauta
para hablar también de paces.
La búsqueda de lo común se demanda para obtener componentes que logran
la cohesión mediante un conjunto de elementos valorales comunes, compartidos y
comunitarios. La imprescindible explicitación de lo que significa lo común instiga
a definir esta noción que vuelca a las personas al exterior, implicándolas unas con
otras. En este sentido, se trata de las relaciones materiales y simbólicas que hacen
posible la vida humana.
Así, al pretender reforzar la defensa de la ética y la racionalidad práctica pa-
cífica, que parte de lo compartido común y lo plural, se accede a dos componen-
tes centrales para la construcción de paz: el diálogo y la escucha, y dan lugar al
segundo apartado de este mismo tercer capítulo. Ellos se acompañan de la bue-
na voluntad y son recursos que cimentan la posibilidad de promover el sentido
común conducente a inventar e imaginar escenarios mediante una propuesta de
imaginación ética. Así es como podemos pensar en edificar una identidad pací-
fica propia de quienes miran más allá de sí mismos en aras de buscar formas de
vida satisfactorias para todos basadas en el mundo común. Diálogo y escucha son
principios de solidaridad comunicativa y bases del reconocimiento mutuo y, por
ende, de la apertura y la inclusión. Desde ahí nos situamos con el sentido común
en espacios compartidos que nos aseguran una base que nos permite ponernos en
el lugar de los otros. Tal disposición de la mentalidad ampliada concibe tejidos de
intersubjetividad y concurrencia mutua; desde ahí se facilita la superación de los
conflictos y el éxito de obtener la paz. El sentido común nos lía con la justicia y con
las cuestiones concernientes a lo común, resguardando el pluralismo y propician-
do la paz o las paces. El recurso de agencia que ampara a este sentido común es la
imaginación, noción cardinal para fraguar la paz y ayudar a la razón para pensar la
realidad de una otra manera, como lo asienta Martha Nussbaum. El cuarto inciso
señala el posicionamiento de la imaginación ética como ayuda para comprender
lo vivido, plantear situaciones inéditas al iluminar la realidad y vislumbrar hori-
zontes posibles. Ante la negación con la que nos resistimos a vivir como vivimos,
la imaginación ética nos permite proseguir, porque es apertura estimulante hacia
situaciones otras y búsquedas por venir. De ahí que la imaginación ética sea cons-
tructiva, es activa e indagadora de lo posible y libre, como lo anota Montaigne en
sus Ensayos y, en tanto aparejo transformador. Con ello volvemos a insistir en la
acción, que vuelve a tener injerencia y presencia central y es la que permite vislum-
brar prospectivamente hacia algo que pueda venir.
Exordio
29

Como quinta y última parte del tercer capítulo, se consideran las paces que se
van edificando y plasmando en las circunstancias vividas y que no siempre apare-
cen de manera atronadora ni escandalosa, como se advierte en el inciso quinto del
mismo capítulo tercero. Muchas de esas paces son silenciosas, que hemos de ver y
escuchar atentamente; se van tejiendo gracias al reforzamiento de las tramas co-
munes; urdimbres que se trenzan por una vocación de los interlocutores en pos de
la paz, aun en medio de situaciones de extrema violencia. Son las hebras que pode-
mos rescatar vívidamente como filones de paz aún en un maremágnum violento y
que, como las arañas, construyen redes de comunidad y ayuda. Así lo ha mostrado
Juan Gutiérrez con su proyecto Hebras de paz viva, que refiere a un tejido hecho
con restos que han quedado de ambientes desgarrados y, en donde esas hebras dis-
ponen una reconstrucción del tejido cercenado por la violencia. Son acciones ge-
nerosas, pero también insumisas que, como paces positivas, logran marginar los
enconos y resentimientos de las paces negativas mediante acciones o engarces de
vida que urdimos imaginativamente los seres humanos para apoyar a otros y ellos
a nosotros. Esas acciones se establecen como puentes de vida que invocan a la jus-
ticia y que restituyen la urdimbre social, apareciendo posibilidades de cambio en
esas hebras que se encuentran en los pliegues de la violencia.
Finalmente, el cuarto y último capítulo –“Paz y esperanza en tiempos oscu-
ros: utopía como acción”– cuenta con dos apartados, en donde en el primero em-
prendemos reflexiones sobre lo utópico y las proyecciones de un mundo mejor. El
segundo defiende el carácter procesal de la paz desde el actuar con esperanza. A
partir de estos lineamientos, la paz se apresta mediante acciones vivas que proyec-
tan situaciones diferentes y mejores, por ello no se presume ni se piensa que lo por
venir es inacción, ni se trata de una paz indolente o apática. Ella es activa y se afana
por reivindicaciones plenas de esperanza para hechuras nuevas y por ello es que, si
se comprende esta vocación, será posible divisar y viabilizar utopías reales.
Este capítulo se aboca a considerar a la paz como una utopía y a esta última en
tanto acción que mueve a la generación de cambios en los espacios que habitamos.
Es una invitación a reflexionar sobre las posibilidades de proyectar y confeccionar
otros modos y posibilidades de vivir, ante las dificultades que entrañan las relaciones
humanas. Así, pensar la paz como ideal moral nos apresta para esperar otros atisbos
posibles para tener acceso y buena acogida a los terrenos de la paz. Aun con todas las
sospechas y reticencias que existen en algunos ámbitos filosóficos para aceptar la es-
peranza y la utopía –como recursos para pensar otro modo de ser–, a lo largo de esta
investigación se defiende su pertinencia. Ambas –esperanza y utopía– se entreveran
mutuamente desde la imaginación ética y en pos de ideales morales.
Mucho se ha escrito sobre estas encomiendas, como se refiere en la narra-
tiva del texto, al hacer un recuento de algunas vertientes que hemos heredado y
30 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

han impulsado esta línea teórica. Una de las vetas buscadas ha sido la constante de
la paz. Esa paz como utopía expresa la necesidad de formular un ideal regulativo
con la vocación de aprehender permanentemente la paz como única posibilidad
de acercarnos a la erradicación de la violencia y la guerra (Pereda, 1996: 82-83). La
paz es entonces –como se ratifica y defiende a lo largo del libro– el ideal regulativo
que dirige las acciones y da cuenta de la exigencia de nuestra moralidad. El ideal
moral de la paz significa hablar de un ideal que conlleva el deber de lograrlo y, por
ello, se diferencia de ser un concepto meramente utópico; es entonces, un mandato
irrevocable y un ideal irrenunciable (Santiago, 2004: 226).
Este ánimo de pensar que la paz es posible porque al fungir como ideal moral
siempre impulsa hacia un modo de acontecer que se va haciendo, en un aún no –
dicho con Bloch–, pero a modo de proyecto continuado en los marcos de una uto-
pía posible y realista. De ahí que pensemos que es acertado y oportuno pensar en
la utopía, en tanto existe la esperanza que como principio nos postula lo aún por
venir y lo asequible que todavía no es. La esperanza en su situación potencial revela
y cimenta la paz en tanto situación posible, y emancipando a los actores, resguar-
dando y protegiendo su dignidad y promoviendo formas de propiciarla y apoyarla
ante situaciones de violencia.
Así, la esperanza nos presenta como posible algo deseado con una cierta con-
fianza y con una posibilidad plausible de lograr situaciones que resultan mejores,
porque no hay nada más humano que traspasar lo existente (Bloch, 2014: 209). La
utopía es una filosofía de la esperanza dado que esta última se requiere para cual-
quier intento de cambio en la sociedad. Los peligros que han señalado muchos crí-
ticos de la utopía miran al riesgo que conlleva apelar a éstas, en tanto han existido
ejemplos en los que se han trastocado las intenciones originales de cambio. En vez
de lograr la libertad buscada y situaciones mejores de vida para todos, se consuma-
ron imposiciones que cancelaron dicha libertad; así, muchos autores consideraron
la utopía como ideología. Pero incluso con las utopías caracterizadas por sus des-
engaños, no podemos revocar la posibilidad de toda utopía. Las utopías ofrecen
opciones, caminos y recursos que iluminan –por y con la imaginación– a aquellas
realidades que son inadmisibles. No deben anularse e inhabilitarse posibilidades
para vislumbrar y buscar acciones de salida a realidades invivibles por violentas e
injustas. Es precisamente la conciencia de incompletud y la falibilidad lo que incita
a que seamos seres esperanzados y es lo que nos permite abrir los horizontes fu-
turos que promueven la acción. Con dicha acción realmente es posible desplegar
y operar verdaderos cambios que, aunque apenas y pueden realizarse, se trata de
lo todavía-no-acontecido en plenitud; esos cambios brindan siempre posibilidades
que nos ofrecen esperanzas. Este proceso es apertura y tendencia hacia un futuro
todavía-no existente, de ahí la relevancia de la razón utópica que intenta descubrir
huellas anticipatorias de libertad, armonía y justicia.
Exordio
31

La acción se postula como uno de los elementos centrales para erigir la paz,
porque es necesario que nuestros pensamientos vayan atravesados de un impulso
que debe trascender aquello desdeñado por injusto e indigno, para plasmar con
acciones posibles una praxis que recaiga en los ámbitos humanos deseables.
Con todo y que sabemos que estamos haciendo el camino que evidencia nues-
tra finitud y nuestra transitoriedad, aun así, nuestras pretensiones –en su incesante
incompletud– no pueden ni decaer ni desertar. De ahí la relevancia de pensar la
paz como ideal moral a modo de trayecto trazado y a manera de continuum en aras
de realizarlo como algo bueno, en tanto mandato ante el cual no podemos decaer.
Su carácter procesual nos obliga a hacer una búsqueda que identifique su anda-
miaje para desde ahí elaborar aproximaciones siempre inconclusas e imperfectas,
pero siempre como posibilidades reales.
El epílogo que cierra este libro recoge las preocupaciones que dieron lugar a
tantas inquietudes –como hemos mostrado– sobre el tema de la paz, con el con-
vencimiento de que la paz puede fungir como ideal moral o ideal regulativo al
orientar nuestras acciones comunales hacia ese mandato inapelable. Sin embargo,
como ahí se suscribe de manera patentemente manifiesta, quedamos en falta en
torno a temas que dejamos sin abordar y que merecen ser trabajados –indefec-
tiblemente– desde las reflexiones en torno a la paz. Son cuestiones enormes que
seguramente ocuparán nuestros esfuerzos investigativos en el futuro, a saber, los
temas de mujeres y paz y de decolonialidad y paz. Ellos no han sido, ni podrán ser,
asuntos factibles de dejarse de lado, al ser ejes monumentales por la importancia
de su gravedad y por los daños que siguen sufriendo grupos numerosos de seres
humanos. Por ello, deben afrontarse, abordarse y acometerse con toda la energía.
Las violencias que sobre ellos se esgrimen deben ser canceladas sin ningún tipo de
condescendencia y estudiados desde la mirada de los estudios de paz.
El mandato irrevocable del ideal moral de la paz ha de ser una constante ética
en marcos comunes que exigen acciones patentes de construcción de paz y de pa-
ces con un carácter positivo. Sólo así podremos trasformar el mundo en un espacio
de vida justa y encumbrante.
Desde la filosofía de la paz, este libro pretende ser un exordio a pensar la paz
como un ideal moral con sus elementos centrales y con aquellos que plantean deri-
vas posibles de lograr; estas posibilidades evidencian que la escritura siempre está
en curso y, por ende, siempre en persistente transformación.
Como en todas las actividades humanas –y la escritura de un libro no es la
excepción–, siempre se involucran actores y voces que acompañan a quien efectúa
la tarea de plasmar las ideas construidas en red y los diversos cauces que resultan
del trabajo compartido. La generosidad de colegas y amigos que han coincidido en
tiempo y lugar en la búsqueda de este ideal moral de la paz, así como la confianza
32 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

en las posibilidades de un mundo mejor, todo ello ha impulsado –en los últimos
años– a reforzar y refrendar mi ánimo para seguir adelante estudiando, argumen-
tando, conjuntando y postulando nociones y esbozos conceptuales que instan a no
decaer en divisar posibilidades de situaciones de paz.
Algunos hilos de todos los que se conjuntan en este texto fueron realizados
como ponencias, conferencias y textos presentados en diversos foros universitarios
nacionales e internacionales. Al elaborarlos, a la par de la hechura de este libro, se
fueron entretejiendo con los entramados temáticos de este último, enriqueciendo
sus contenidos de manera muy manifiesta.
Muy significativo ha sido el apoyo magnánimo y lleno de confianza que siem-
pre me ha brindado el profesor Dr. Johan Galtung, quien en sus viajes a México
nos regaló invariablemente parte de su tiempo, sus ideas y reflexiones, con un áni-
mo amistoso. Su vitalidad y entusiasmo han influido sobre nosotros, en el Tecno-
lógico de Monterrey, desde hace ya casi una década. Su afable y vigorosa presencia
entre nosotros nos marcó de manera indeleble para seguir adelante con los estu-
dios de paz. La Universidad Transcend y el representante en América Latina de
ésta y del profesor Galtung, el Dr. Fernando Montiel, han tenido un papel central
y definitivo para quienes hemos estado inmersos en estos estudios desde hace ya
varios años. Gracias a su compromiso y dedicación hemos podido publicar libros y
manuales, y hemos organizado coloquios, congresos y encuentros que, sumados a
los trabajos de la Cátedra UNESCO en Ética, Cultura de Paz y Derechos Humanos
y al doctorado en Estudios Humanísticos del Tecnológico de Monterrey, con sus
profesores y alumnos, han dado frutos de inmensa riqueza. Todos juntos, profeso-
res, investigadores, alumnos de pregrado y posgrado, colegas de otras instituciones
educativas y grupos activistas, todos juntos y sumando esfuerzos, hemos procu-
rado impactar en la sociedad mexicana para que viva con justicia lo que humana-
mente le es propio: la paz.
Esta investigación –sobre todo en sus inicios– pudo hacerse gracias al se-
mestre sabático otorgado por el Tecnológico de Monterrey en el semestre agosto-
diciembre de 2013, que llevé a cabo en la Universidad de Deusto. En esa misma
ciudad de Bilbao conté con el apoyo del hoy extinto centro Bakeaz y algunos de sus
miembros que fueron interlocutores y guías valiosísimos para enriquecer mis re-
flexiones. Asimismo, una estancia breve en la Universidad de Granada favoreció e
impulsó esta investigación al brindarme un espacio de trabajo y abundantes recur-
sos bibliográficos en su Centro de Estudios de Paz, en el otoño de 2016. En aquél
momento recibí el apreciable apoyo de colegas de ese Centro y establecí relaciones
académicas y de amistad con algunos de ellos. Desde entonces, estos lazos han
persistido y han permitido continuar nuestras redes como constructores de paz.
Gracias al inestimable apoyo y paciencia de Francisco Jiménez Bautista es que este
volumen ha podido ver la luz desde tierras españolas.
Exordio
33

El apoyo de Conacyt para la realización de este libro fue fundamental. Esta


publicación forma parte del Proyecto de Ciencia Básica de Conacyt, respalda-
do por el Fondo Sectorial de Investigación para la Educación SEP-Conacyt de la
Convocatoria de Investigación Científica Básica 2015, con el Proyecto 252432 de-
nominado: “Pensar la paz como ideal moral desde la tradición filosófica: responsa-
bilidad para la acción”.
El apoyo y el constante estímulo tanto intelectual como de un profundo sen-
tido humano solidario y de honda amistad siempre obsequiados generosamente
por Inés Sáenz para desarrollar mis investigaciones, ha significado un invaluable y
preciado tesoro. Este aliento me ha brindado un remanso emocional –que en me-
dio del voraz trabajo académico y de gestión– me permitió seguir siempre adelante
en este proceso investigativo y de escritura para no decaer en mis intenciones de
continuar la investigación y publicación de este libro.
El respaldo de mis amigos y colegas de la Cátedra Unesco en Ética, Cultura de
paz y Derechos Humanos, hospedada en el Tecnológico de Monterrey, a través del
trabajo en su seminario ha sido de enorme valía y estimación para mí. Los espacios
de reflexión siempre abiertos al diálogo y la reflexión fueron de invaluable apoyo
para seguir adelante.
La lectura de tales amigos colegas siempre ha originado diálogos interdisci-
plinarios fructíferos y de una riqueza inmensa. Así fueron las conversaciones que
se motivaron con muchos de ellos, como fue el caso de Natalia Vargas, con quien
discutí algunos incisos y me ayudó a esclarecer mis propuestas desde una mirada
fresca y crítica.
De consideración muy especial ha sido el paciente, largo y valiosísimo acom-
pañamiento de Javier Camargo, incansable lector e interlocutor de mis textos en
los últimos años y cuya lectura siempre asertiva y puntual me brindó claridad en
los cauces posibles que la investigación iba tomando. Los diálogos que estableci-
mos en estos años enriquecieron de manera inestimable mis reflexiones y me ayu-
daron a pensar con mayor claridad y fuerza muchas de mis sospechas y conjeturas
en torno a la organización del documento y en torno al tópico de la paz. Sin su lu-
cidez, apoyo y amistad el camino habría sido –seguramente– mucho más sinuoso
para mí.
Ni qué decir del estímulo de toda mi familia, especialmente de José Luis, com-
pañero amoroso de vida, quien aún en tiempos de difíciles y desafiantes retos,
comprendió la importancia y la alegría que para mí ha tenido la escritura de este
libro. El significado que, como proyecto vital ha tenido esta investigación durante
los últimos años, me ha dado bríos para no decaer y continuar con ahínco en la
brega de la vida.
34 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Sin toda esta red de gratuidades, generosidad, afectos y amistad difícilmente


hubiera podido lograrse el libro que, finalmente tenemos en nuestras manos.
CAPÍTULO I
LA NECESIDAD DE PENSAR LA PAZ
DESDE LA TRADICIÓN FILOSÓFICA

“Lo que los músicos llaman armonía en el canto es concordia en el


estado, el más perfecto y mejor formado vínculo permanente en la re-
pública. Tal Concordia nunca puede ser lograda sin ayuda de la justicia
[…] En asuntos relativos al estado, al que procura su paz y su honor
solemos llamar buen ciudadano y estimarlo como tal”.
Cicerón (1993, II.XLII: 85)

“Las máximas de los filósofos sobre las condiciones de posibilidad


de la paz pública deben ser tomadas en consideración por los estados
preparados para la guerra”.
Immanuel Kant (2006: 168)

1.1. Pensar lo común: una constante en los estudios y la filosofía de la paz

“Un hombre que es incapaz de entrar a formar parte de una comuni-


dad o que se basta a sí mismo hasta el extremo de no necesitar esto, no
es parte alguna del estado. […] Resulta también evidente que cualquier
Estado que verdaderamente se llame así […] debe atender a la virtud, ya
que de otra manera, la comunidad resultará ser solamente una alianza
[…]. Un Estado es una asociación o comunidad de familias y clanes en
una vida buena y su finalidad es una vida plena e independiente. […] El
elemento deliberativo tiene soberanía acerca de la guerra y de la paz y
la formación y disolución de la alianza, acerca de las leyes, acerca de las
sentencias de muerte, del destierro y de la confiscación de las propieda-
des y acerca de las rendiciones de cuentas de los magistrados”.
Aristóteles (1973, Política: §1253b, 1280b,
1298a, 1413, 1463, 1492.)

“Un pueblo no es cualquier muchedumbre congregada de cualquier


modo, sino un conjunto numeroso de hombres vinculados en el acuer-
do de respetar la justicia y en la búsqueda del provecho común”.
Cicerón (1993, Lb. I, XXV: 30)
36 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

La paz como campo de estudio científico nace formalmente en el siglo XX, a


partir de las conflagraciones mundiales; sin embargo, el anhelo de vivir en concor-
dia ha sido una preocupación que ha acompañado históricamente al ser humano,
desde los orígenes de la filosofía. Por ello pueden rastrearse discursos desde múl-
tiples orientaciones disciplinares sobre este debatido tema, y existen también tra-
bajos e investigaciones multidisciplinares y transdisciplinares sobre las cuestiones
de la paz. Todos ellos buscan comprender, explicar, analizar, argumentar y razonar
lo que significa la paz y su estudio, para reflexionar sobre la paz o sobre la guerra,
la violencia y el conflicto. Los orígenes y el devenir de los estudios de paz inician
pensando siempre desde la base de la comunidad, es decir, desde el común, desde
lo compartido: aquello que está vinculado a las personas, como lo defendieron fi-
lósofos como Aristóteles y Cicerón, entre muchos otros.
El acercamiento teórico que se lleva a cabo en este espacio emana de la re-
flexión filosófica, tanto desde una preocupación analítica-hermenéutica-crítica de
las cuestiones que forman parte de ella –de sus condiciones de posibilidad, sus
razones, sus basamentos o sus objetivos–, como de una inquietud histórica de los
bosquejos hechos desde la filosofía. De este modo, se presentan algunas propues-
tas filosóficas en torno a la paz en los diversos contextos filosóficos en la historia
del pensamiento, partiendo desde los constructos ético-políticos y entreverándo-
los con algunas consideraciones teóricas de los estudios de paz. Se busca con ello ir
mostrando cómo se han trabajado y planteado ciertos presupuestos de la teoría de
los estudios de paz, por pensadores desde la antigüedad clásica hasta nuestros días.
Así entonces, dado que el tema de la paz ha sido una cuestión que ha ocupado
a los filósofos desde los inicios del pensamiento, son ellos quienes han buscado
históricamente las maneras de sortear los elementos que minan las situaciones pa-
cíficas en las comunidades. Estas reflexiones pretendieron dar luces sobre cómo
comportarse; indagaron qué elementos han de conjuntarse y concretarse para po-
der alcanzar la paz. Es por ello que permanecen como ideas fundamentales en los
marcos de los estudios éticos, aunque ciertamente dicha paz se realiza en el espacio
de lo público y de lo común y adquiere complejidades de realización que son muy
evidentes. Por ello es que los estudios de la paz han quedado en desventaja frente
a los trabajos que se han escrito sobre la guerra. Las descripciones explicativas y
apegadas a lo existente –básicamente, bélicas– han prevalecido sobre las apuestas
teóricas con un carácter irenista, que entienden la paz como ideal moral. Desde
esta moción ética, la filosofía plantea propuestas de estudios de paz en el campo
de lo político, porque es ahí en donde se ejerce y en donde se ha de dirimir. Es en
el espacio público en donde se pone en juego la construcción de paz, de ahí que las
vertientes teóricas de estudio provengan desde los nichos de la filosofía política.
Evidentemente, la realidad se impone –sobre todo cuando se amenaza la vida–, de
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 37

ahí que deba defenderse el ánimo de impulsar esta vertiente de los estudios de paz
desde las trincheras de la filosofía.
Ciertamente, las construcciones y reflexiones que hagamos sobre la manera
de transformar las cosas hoy –en cuanto a situaciones bélicas y de violencia– res-
ponderán a la realidad actual. Las nuevas guerras y las noveles formas de violencia
plantean todas estas dificultades en sus expresiones violentas, matizando –como
señala Kaldor (2001)6– lo que anteriormente se pensaba que era la guerra. Las vie-
jas guerras se conformaron entre los siglos XV y XVIII; hoy nos son bastante leja-
nas, no sólo por el tiempo sino por las maneras como aparecen en los escenarios
del mundo en general. Las rebeliones y las guerras de guerrillas solían calificarse
como guerras irregulares; no se les consideraba como guerras propiamente dichas,
sino que más bien se les adjetivaba como levantamientos, insurgencias o conflictos
de baja intensidad. Ahora, los dirigentes políticos siguen considerando a la violen-
cia en un marco de seguridad (Kaldor, 2001: 31), y es por ello que actúan ante las
diversas expresiones de violencia como si se tratara de guerras explícitas7. Dicho
tono impulsaba esas acciones, siguiendo la voluntad de un Estado que quería de-
mostrar quién mandaba, y viendo –casi exclusivamente– por sus intereses. Estas
acciones, cuya apropiación era hecha por el Estado, son las que Clausewitz (1999)
define como guerra. Por ello es que, a partir de dicho modelo, las reivindicaciones
de ciertas causas justas por parte de agentes no estatales resultan ilegítimas. En
este escenario, el Estado continúa teniendo una fuerza concentrada, pero las cosas
cambian cuando su centralidad se disloca, dando lugar con ello a otras acciones
bélicas igualmente violentas.
Esas nuevas guerras manan en contextos de una enorme erosión del Estado
y su autonomía, así como del desdibujamiento de su existencia acompañado de la
mengua del monopolio de la violencia legítima. En ese sentido, las nuevas guerras
forman parte de un proceso similar a aquellos por los que evolucionaron los Esta-

6
Mary Kaldor –en su libro ya clásico– Las nuevas guerras. Violencia organizada en la era
global, señala que las llama nuevas porque en ellas se desarrolla un nuevo tipo de violencia organizada
(sobre todo alude al inicio de las décadas de los ochenta y noventa); esta forma de violencia es propia de
las era de la globalización. “Utilizo el término ‘nueva’ para distinguir estas guerras de las percepciones
más comunes sobre la guerra procedentes de una época anterior […] El término guerra lo empleo para
subrayar el carácter político de este nuevo tipo de violencia, pese a que, […] las nuevas guerras impli-
can un desdibujamiento de las distinciones entre guerra (normalmente definida como la violencia por
motivos políticos entre Estados o grupos políticos organizados), crimen organizado (la violencia por
motivos particulares, en general el beneficio económico, ejercida por grupos organizados privados) y
las violaciones a gran escala de los derechos humanos (la violencia contra personas individuales ejerci-
da por Estados o grupos organizados políticamente)” (Kaldor, 2001: 15-16).
7
Ejemplos claros de lo anterior, son las acciones de los gobiernos mexicanos desde 2006,
que atacaron con el ejército a grupos delincuenciales o a movimientos civiles, con la intención de
doblegarlos.
38 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

dos modernos, pues su asentamiento estuvo siempre vinculado a la guerra. Dichos


conflictos se lograban gracias al incremento en la fiscalidad, a los préstamos y la su-
presión del desperdicio resultante del crimen, corrupción e ineficacia; de la regula-
rización de las fuerzas armadas y la policía; de la eliminación de ejércitos privados
y las movilizaciones del apoyo popular para recaudar dinero y reclutar personas.
Las nuevas guerras surgieron con la caída de la economía y con la expansión de los
delitos, la corrupción y la ineficacia. Con todo esto, y por la aparición de grupos
paramilitares, la violencia se fue privatizando y causando la caída de la legitimidad
política. “La barbarie de la guerra entre Estados puede acabar siendo una cosa del
pasado […sin embargo…] en su lugar surge un nuevo tipo de violencia organizada
que está más extendida” (Kaldor, 2001: 20). Ciertamente, la violencia vivida en los
últimos tiempos está lejos de ser menos extrema; las nuevas guerras y las nuevas
formas de violencia –utilizadas no sólo por los grupos militares sino por los gru-
pos del crimen organizado y del narcotráfico– prevalecen en el escenario nacional
y mundial perpetrando “una condición social depredadora” (Kaldor, 2001: 139).
Así, aunque es factible controlar a individuos y grupos concretos, “es muy difícil
controlar la condición social, tanto en el espacio como en el tiempo” (Kaldor, 2001:
139), y por ello es tan complicado erradicar las violencias que se han generado
en estos marcos de las nuevas guerras. De ahí que sea tan necesario recalar en las
reflexiones sobre la construcción de paz para poder buscar cauces y caminos que
resuelvan las formas de violencia hincadas en estos nuevos conflictos.
Este texto trata de incidir en el otro lado de la moneda, el cual ha sido igno-
rado sistemáticamente; aspira a explicitar dicha vertiente de paz, siempre con una
visión realista, pero que prometa formas mejores de vivir: son éstas las que nos
humanizan y nos construyen éticamente, a través de acciones pacíficas que buscan
trascender la violencia y dirimir los conflictos. Esto significa que, ante estas gue-
rras de nueva confección, hemos de construir maneras inéditas de paz, o paces,
que desafíen las enraizadas formas sociales violentas, y desde ahí poder visualizar
que los cielos violentos que nos ha tocado apreciar escampen y muestren situa-
ciones más claras, tranquilas y de concordia humana. Esta paz se logra, en gran
medida, con un ánimo comunal, como el descrito y defendido desde la antigüedad
por filósofos como Aristóteles, Cicerón, Marsilio de Padua, Erasmo, Vives, Moro
y otros más próximos a nuestros tiempos, como Kant, Gadamer, Bobbio, Arendt,
Žižek, entre muchos más.
La cuestión ética es la que nos preocupa de manera fundamental en este libro,
ya que tiene una enorme resonancia en la construcción de la paz y la trascendencia
de la violencia. Esta última sigue siendo propiciada en muchos países del orbe por
la insuficiencia de recursos para grupos sociales y países que están bajo el yugo de
quienes han abusado y acumulado dichos recursos para el beneficio individual.
Sabemos de la importancia que tiene el acopio de bienes para garantizar la paz, y
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 39

como apuntaron con claridad los filósofos griegos. Aristóteles considera necesa-
rios los bienes básicos para la vida en comunidad, dando cuenta de su relevancia
para la existencia completa –y feliz– de los seres humanos. Estos bienes son ins-
trumento para la felicidad, aunque deben acotarse siempre con relación al fin que
persiguen y que está en la administración doméstica de la polis (Aristóteles, 1973:
§1257a). Esta riqueza no debe confundirse con aquella –la crematística– que no
es natural y que deriva de la técnica, generando situaciones de violencia. La cre-
matística como tal no satisface las necesidades del ser humano, sino que va más
allá, creando situaciones de violencia fundamentalmente hacia afuera de la polis,
mediante la guerra hecha hacia otras ciudades-Estado. La primera forma de rique-
za (la de los bienes básicos) es limitada, porque busca satisfacer las necesidades
humanas, sin embargo, la segunda (crematística) (§1257b) no tiene límites.
La satisfacción de las necesidades básicas en Aristóteles aspira a una vida bue-
na (Aristóteles, 1973: §1257b) e implica acciones de coraje, el cual, como virtud
ciudadana, se realiza siempre en beneficio del bien común al exigir indefectible-
mente la presencia de la justicia. De este modo se revela la armonía y las relaciones
entre las igualdades y las desigualdades ad intra de la sociedad. El ciudadano grie-
go justo observaba la ley en términos de igualdad, promoviendo una distribución
equitativa para proteger la felicidad de la comunidad. La relación común lograda
mediante las virtudes permite el alcance de dicha justicia y, por ende, la felicidad
y bien común (que para Aristóteles tiene sus acotaciones, porque no todos parti-
cipan como ciudadanos). Este entramado se constituye como el fundamento de
la política. Así, en ella la felicidad depende de la virtud y ésta, al mantener el justo
medio –tan defendido por el estagirita en su ética– hace que haya moderación en
la obtención de los bienes materiales, sin generar daño a los otros. Por ello, la vida
feliz es lograda por aquellos que defienden la ética con tintes siempre comunita-
rios, de ahí que la polis se realice de manera común desde los individuos, quienes al
realizar lo compartido se realizan a la vez a sí mismos.
Aristóteles (1973) entiende la guerra en gran medida como una violencia justi-
ficada que implica castigos justos y necesarios que, aunque los hombres parten de la
virtud, sin embargo, pueden ser necesarios, no obstante, no se desean para nadie, y
afirma que “sería preferible que ni el hombre ni el Estado tuvieran necesidad alguna
de estas cosas” (§1332a). Únicamente sería aceptable una guerra en aras de la paz,
es decir, se lleva a cabo la guerra y luego se alcanza la paz de manera causal. Así, la
guerra defensiva sería justificable para impedir que se esclavice a los ciudadanos a
manos de otros (§1333b), y de ahí la ponderación del entrenamiento militar en la po-
lis. La defensa del Estado y la esclavización son dos razones que justifican tal guerra.
Desde esta perspectiva aristotélica, la guerra aparece fundamentalmente
como defensiva, aunque hay que aceptar que emerge por un ánimo de dominio
40 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

imperialista característico de los griegos sobre sus vecinos, bajo el argumento de


que aquéllos, al ser bárbaros, merecen ser esclavos (§1334a), y en este sentido la
guerra se plantea como justa. Las guerras libradas por los helenos realizan una
“búsqueda de hegemonía sobre poleis consintientes, pero en contra de terceros,
–esta lectura es fácilmente compatible con la recomendación de Aristóteles” (Ros-
ler, 2016: 52), cuando apunta que los guerreros han de ser temibles y asimismo
capaces de ayudar (Aristóteles, 1973: §1327a), en una lógica de la virtud de los
ciudadanos. A la concepción de la guerra en Aristóteles le subyace “la concepción
griega clásica como agon, […] una actividad violenta entre adultos consintientes o
al menos temerosos del deshonor” (Rosler, 2016: 53).
Aunque hay un ánimo hegemónico e imperialista entre los griegos –y aun-
que sea de manera sutil–, el estagirita lo crítica por tener como fin el dominio y la
obtención de botines. Con este supuesto se hace primar la crematística que busca
obtener ganancias exageradas, para con ello soportar la creación de un emporio.
Aristóteles es hombre de su tiempo, pero aun así sabe que la lógica de la crema-
tística destruye a la ciudad, porque genera la guerra, así como múltiples violencias.
El filósofo griego entiende que la justicia es preferible a la violencia (Aristóteles,
1973: §1326b), pero juzga que la propuesta de un Estado –en el que la meta de la
guerra es la paz (§1177a)– tiene su razón de ser; en el que las cosas necesarias y
útiles son de alta envergadura. En última instancia, para Aristóteles la felicidad
descansa en las bases éticas de los individuos virtuosos en un marco de justicia.
Él tiene conciencia de la disposición de la polis, la cual se conforma de manera
fundamental gracias a la organización de las legislaciones y la importancia de la
ley, así como por la educación o paideia, que funge como elemento esencial de
la construcción política griega. La importancia de tener ciudadanos con una vida
virtuosa, educados y con leyes, posibilita la presencia de un gobierno sabio; es un
buen gobierno porque es justo y prudente. Por su parte, el gobierno despótico ge-
nera violencia y va en contra de la justicia pues no toma en consideración el buen
trato a los demás.
La felicidad en los momentos de paz se logra por la situación que supone ha-
ber pasado por una guerra, y esto da pie a una política preocupada por edificar una
buena vida y la felicidad de los ciudadanos actuando en concordia (Aristóteles,
1973: §1324a). De este modo, en la comunidad hay paz y benevolencia recíproca,
así como una convivencia de la cual todos participan (§1325a, §1325b, §1257a),
para alcanzar finalmente el ocio. Esa comunidad es fundamentalmente de amis-
tad y de asociación a través de una vida buena y virtuosa que busca la plenitud
(§1280b).
El tenue antimperialismo aristotélico se deriva de principios morales y del ca-
mino del justo medio en la política, mediante la justicia que se apoya en la ética. La
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 41

lucha es contra la hybris o desmesura, impulsada por la fuerza de la crematística y


la ambición; es resistirse a caer en dicha perversión y desorden mediante el equi-
librio, la proporción, la mesura, la moderación y la igualdad de proporción. Todas
estas acciones virtuosas se logran por la virtud fundamental de la phrónesis (Aris-
tóteles, 1973: §1178a y §1187a) que engloba las demás virtudes éticas. Es por ella
que los ciudadanos –siempre en conjunto y comunidad– pueden alcanzar la paz. A
pesar de defender las guerras de esclavización y de hegemonía, puede decirse que
Aristóteles resguarda un pacifismo moderado: si los ciudadanos están obligados a
fomentar el bienestar común las guerras no pueden suceder, ya que cancelan dicho
bienestar. Ésta es una apuesta ética. El ciudadano tiene un telos, una finalidad que
debe realizar, y su deber consiste en oponerse a otros telos pervertidos, incom-
patibles con la esencia de la comunidad. Esto puede ocurrir con unidad política
basada en una homogeneidad cultural de los ciudadanos que sea autosuficiente y
autónoma y en la polis como la unidad suprema de la sociedad. Por ello es que sólo
se acepta la exigencia de una guerra cuando se satisfacen las aspiraciones de la polis
de una existencia más feliz. Un elemento que distorsiona el trayecto hacia el telos
interno y perturba el camino hacia la felicidad y la perfección es la política exterior
(Hernández, 2011: 98). Hablar de paz en Aristóteles alude exclusivamente a la polis
y no a una comunidad más amplia, y en este marco la paz posee una preponderan-
cia frente a la guerra.
Asimismo, en el mundo latino se trata la paz con similitudes y diferencias.
En este caso, si bien la situación comunal es relevante, la lectura de lo que fue el
Imperio romano ha de hacerse con una mirada amplia que evite un acercamiento
conceptual limitado al reducir la paz a un estudio de la ausencia de guerra o de la
política exterior romana. El mero significado de lo que es la paz no puede reducir-
se a la pax romana o pax augusta, dado que la paz no es únicamente la negación de
la guerra por el dominio, sino que es un proceso más complejo, como señalaremos
más adelante con la paz positiva (González, 2003: 438). Es Augusto quien se con-
sidera el artífice de esta pax que acaba apreciándose como paz civil y estabilidad
social, y que alude a las alegorías de Némesis, Concordia, Ceres y Securitas: el con-
cepto de paz dominante es el de la simple ausencia de conflictos bélicos.
La pax romana se distingue por una precisión que hasta ese momento no
existía, e influye poderosamente en la historia europea pues se une a la elabora-
ción racional de un concepto de bellum justum que será, más adelante, objeto del
pensamiento filosófico. Pax era “un concepto jurídico pensado para regular las re-
laciones entre dos partes contractuales: designaba un estado de equilibrio entre
pretensiones opuestas” (Hernández, 2011: 102). Algo peculiar de este pensamiento
romano es que la pax se considera, al mismo tiempo, un estado de equilibrio y una
“posesión”; mediante la paz se garantiza la seguridad. De ahí que el concepto con el
42 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

que se sustituía más frecuentemente la paz era el de securitas, en tanto que asegura-
ba la paz cuando se mantenía dicha seguridad territorial.
Una guerra requería de legitimación en el ámbito religioso, cuando era de-
clarada con todas las formalidades –que apuntaban a la conveniencia utilitaria–, y
era cuando quedaba bajo la protección divina, y dentro del ámbito político. En ese
sentido, tenía que ser piadosa y justa, respectivamente justificando en beneficio
propio dicha guerra y convirtiéndose en la ejecución del derecho. La victoria se
acompañaba con una acción de gracias y siempre era ante una instancia política
configurada y se establecía con una iusta causa belli que justificaba la declaración
de guerra.
Ambas –la guerra y la paz– representaban instrumentos al servicio de la uni-
dad y la hegemonía del pueblo romano; la primera servía de modelo legítimo de
la aplicación del derecho de manera que jus y vis no se contradecían, sino que se
complementaban (Hernández, 2011: 109).
La significación histórica de lo que fue la experiencia de los romanos estuvo
conformada por sus diversos elementos que provinieron, por un lado, de lo vivi-
do en el pasado, en un marco cultural mediterráneo abrevado, entre otras cosas,
por las diversas culturas: fenicios, cretenses, griegos, cartagineses y etruscos, pero
asimismo desde las reconstrucciones de sus vivencias que fueron emanando del
seno mismo de sus experiencias. Sobre esas culturas se realizó una “centralización
hasta entonces desconocida, con prácticas de subordinación, coerción y explota-
ción, sobre todas las comunidades y pueblos de las riberas mediterráneas” (Muñoz
y Molina, 1998: 191). Así, la paz surge como concepto importante y como ideal en
todas las sociedades antiguas mediterráneas; fue relevante en las acciones públicas,
al ir creando idearios colectivos en las filosofías y en las confecciones religiosas.
Se convirtieron en columnas vertebrales del pensamiento social, dado que tenían
un papel central en la vida pública. Su reverberancia influyó en el pensamiento
subsecuente.
Las influencias que el mundo romano tuvo desde los griegos con Hesíodo y los
judíos con el Génesis, dan cuenta de la existencia del concepto de paz como pala-
bra escrita (Muñoz, 2007: 37-71)8. Así, los influjos de la eirene griega son evidencia
de bienestar y prosperidad en tanto se une a la dike [justicia] y la eunomía [equi-
dad y buen gobierno], las tres hermanas posibilitan la realización de la paz. Hesíodo
(López, 2000: 254-290) narra su nacimiento, y desde entonces la paz ha sido repre-
sentada como mujer, con cuerpo y atributos femeninos, encarnada en una diosa y
vinculada siempre con la prosperidad y el bienestar (García-González, 2017); esta

8
En esta parte seguiré muy de cerca a Francisco Muñoz, dado que ha sido punta de lanza
en esta temática y, además, la bibliografía disponible en torno a esta cuestión es muy escasa.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 43

representación ha perdurado a través de los siglos (Muñoz, 2007: 2). Otros concep-
tos que completan el campo semántico de la palabra eirene es la homonoia –la coinci-
dencia del pensamiento–, y es tan amplia que cada esfera, espacio o cultura se agrupa
de diversa manera y con marcos de pensamiento diferentes. Es un concepto funda-
mentalmente social, significa relación y conexión con los demás. “La homonoia, al
igual que la paz garantiza que los componentes de una agrupación humana, ya sea
una ciudad, un país, una familia o cualquier otra forma de asociación, se mantengan
con una misma voluntad, en una misma dirección y con un mismo pensamiento”
(Muñoz, 2007: 3). Esto permite las sanas convivencias y armonías sociales que se exi-
gen en las sociedades. Eirene y Koiné son entendidas en conjunto como paz común y
funcionan como instrumento de estabilidad, por ello su importancia.
Otra vertiente proveniente del judaísmo se expresa con la palabra Shalom e
implica un modelo de paz que aparece en el Antiguo Testamento con un significado
de prosperidad. Este concepto evoluciona desde una acepción negativa de ausen-
cia de guerra, frecuente en el Pentateuco y en los libros históricos, para más ade-
lante considerar su valor ético, más habitual en los profetas. Shalom es un nombre
masculino –a diferencia de Eirene– y da cuenta del tema de la alianza, importante
en esta concepción de la paz (Cano y Muñoz, 1997). La venida del Mesías propicia-
rá la paz y entonces todas las acciones tendrán que dar cuenta de ella.
La pax romana es un gran referente de lo que fue la paz en la Antigüedad. La
palabra pax, viene etimológicamente de pak, “fijar por una convención, resolver
mediante un acuerdo entre dos partes”, y también de pag que se relaciona con un
acto físico. Las lenguas romances heredan estas raíces: paz, pace, pax, pau y aún
peace, cuyos antecedentes etimológicos provienen de la pax-acis romana. Al no
haber una definición clara de lo que es la paz se le ha identificado con la ausencia
de guerra, ciñéndose únicamente a situaciones de la política exterior y borrando
los significados que se encuentran presentes en otros ámbitos sociales. La palabra
pax nace en Roma y se extiende a muchas ciudades más del imperio. Es cierto que
gran cantidad de conflictos de los pueblos mediterráneos se resolvieron mediante
tratados, y las paces que se consiguieron se debieron a victorias bélicas, pero tam-
bién como resultado de negociaciones. Esta idea de la paz que hace callar las armas
y aumentar el bienestar de los pueblos se encuentra en muchos autores latinos.
Así, Séneca sostiene que una paz profunda alimenta y engrandece a los pueblos,
con lo que campesinos, comerciantes, mujeres, y aun los militares, verían que lo
más efectivo era la firma de un tratado de paz como fin de la guerra y prevención
de males mayores, así como comienzo de otra etapa bajo nuevas coordenadas que
motivaban nuevas esperanzas (Muñoz, 2007: 6).
Todo ello le confiere a la paz un interés especial, dado que en la práctica po-
lítica el imperialismo prevalecía y en principio resulta “contradictorio con la pax,
44 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

aunque […] incluye el uso de la diplomacia y otras regulaciones pacíficas” (Mu-


ñoz y Molina, 1998: 191). Las herencias dejadas por ese imperio incluyen impactos
múltiples que van desde la lengua, las normas jurídicas, la religión y la cultura en
general, todas ellas dieron forma a las normativas que regulaban las relaciones en-
tre ciudades y grupos culturales. Así, los estudios sobre la paz incluyen los estudios
sobre las temáticas de la guerra en tanto esta dupla se involucra en los estudios
acerca del imperialismo romano.
Mucho se ha dicho sobre la pax romana9 como una paz armada, lo que se
enlaza con la consideración sobre las formas en que se actúa contra quienes no
aceptan las condiciones romanas. Este concepto de paz armada ha prevalecido en
muchos momentos de la historia de la humanidad y da cuenta de un modelo de
orden mundial impuesto desde un Estado. La lógica imperante es una guerra con
cierta justicia, como lo justificaban los romanos, que tiene como efecto la paz.
En este marco romano surge Cicerón, quien apuntaba que la consecución de
la paz, vinculada con el concepto securitas antes anotado, se obtiene a cambio de
la pérdida de la libertas. Cicerón busca diferenciar una paz civil de los usos que los
señores de la guerra le dan. Los senadores son la élite socio-económica y política
de Roma y son quienes deciden sobre los asuntos de guerra y de paz; ellos son
quienes toman las decisiones de carácter político y bélico. Cicerón defiende la paz
romana y asume en sus propuestas el concepto de bellum justum, heredado de los
griegos y del estoicismo, que estimaba como moral a toda guerra que fuera em-
prendida como legítima defensa. Las herencias de las que abreva tienen un talante
pacífico y para ello se da un antagonismo entre el “clamor de las armas y el vigor
de las leyes” (Hernández, 2011: 109) cuando sostiene que “la voz de la ley se ahoga
en el estruendo de las armas” [“silent leges inter arma”] (Cicerón, cfr.: Hernández,
2011: 109). Con esta frase alude a los momentos en los que se suspende la vigencia
de la legalidad, la excepcionalidad. Cicerón en contra de este aserto defiende que
las armas han de ceder ante la toga, ante la justicia y la ley.
Si bien Cicerón trata de concretar los perfiles confusos de la guerra justa como
concepto jurídico-político en sus diferentes obras, como La República, Las leyes y
Los oficios, así como en los discursos que se ocupan de problemas políticos de la
comunidad, tanto internos como externos. Ejemplos de esta violencia justificada
tiene que ver con la defensa de injusticias o con quienes se han enfrentado a los
dioses o a la res publica. Sin embargo, utiliza este concepto de guerra justa sobre
todo para vincularlo con la justicia, ya que de no existir ésta no puede existir nin-
guna res publica (Cicerón, 2015: 73).

9
La pax romana alude a un equilibrio político-militar que se conforma con la suma de pue-
blos diversos, pueblos que fueron conquistados que después disfrutaron de algunos períodos de paz.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 45

De manera similar a como lo había propuesto Aristóteles, Cicerón señala


que sólo se puede emprender una guerra para buscar la paz (Cicerón, 2015: 80),
y únicamente se puede emprender una guerra como ultima ratio, cuando se han
agotado todos los recursos y mediaciones para evitar un conflicto. Así, pretende
“regular la guerra aunque aceptando su necesidad intrínseca; su intención no con-
siste en deslegitimar el fenómeno bélico, sino en jerarquizar las formas de conflicto
y establecer límites claros” (Hernández, 2011: 112). Cuando la República está en
cuestión y bajo amenaza se justifica moralmente el ataque preventivo.
Hay un reconocimiento en la filosofía de Cicerón a la sociedad común del
género humano, dado que entre los ciudadanos existe un lazo [societas] que se in-
tensifica con la proximidad. La negociación propia de los seres humanos es la que
logra la paz, a diferencia de la violencia, que es propia de los animales, y acepta-
ble en los seres humanos únicamente como último recurso, cuando no era posible
convencer al enemigo de resolver un conflicto pacíficamente. Replica la fórmula
aristotélica al defender que únicamente puede emprenderse una guerra para poder
vivir en paz y sin injusticia.
Así, la pax romana se afianzó como un antónimo de guerra y su contenido ju-
rídico se había perfilado cuidadosamente como un programa político que bordaba
un orden de dominio que buscaba estabilidad y persistencia (Hernández, 2011:
113). Por ello, no es casual que se utilice el concepto pax para designar espacios
geopolíticos en los que se garantiza la ausencia de guerra a través de un poder
hegemónico. De ahí que se hable, por ejemplo, de la pax americana (Hernández,
2011: 113). El concepto de pax se siguió empleando más adelante en el Imperio
romano y se hablaba de la pax Augusta en donde se buscaba la consolidación de
las estructuras de dominio mediante la acción política y la regeneración moral. Se
proponía detener la expansión, cuestión esta última que no se cumplió del todo,
porque las invasiones continuaron, aunque sí hubo logros que hicieron valorar la
paz teniendo ciudades abiertas, vías seguras e inexistencia de fronteras interiores.
La función pacificadora que significó este proceder justificaba, en cierta me-
dida, la política imperial. Esta paz se logró a través de la guerra y suponía la derrota
y la sumisión, por un lado, y la victoria, por el otro: la Pax Victoria, Victoria Augus-
ta que suponía desde una perspectiva jurídica que la paz garantizaba la tranqui-
lidad [otium] y la seguridad [securitas] de la población, en tanto ciudadanos y en
cuanto al respeto a la propiedad. Por el lado político, la paz quedaba vinculada a la
concordia y presumía proteger contra los ataques de otros pueblos; desde lo reli-
gioso, prometía el favor de los dioses. Esta pax Augusta se convierte en diosa con
culto propio fundiendo en su seno la religión y la política.
El recorrido histórico-filosófico es amplio y nos va dando luces, de modo que
cuando estudiamos a los filósofos que reflexionaron sobre la paz apreciamos que
46 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

tuvieron la misma urgencia de explicar y analizar los elementos de la paz y la gue-


rra que nosotros tenemos hoy. Así lo hizo también en su Defensor Pacis Marcilio
de Padua (1989), quien asumió la empresa de analizar los fundamentos de la paz y
de la guerra pensando que es el poder temporal el garante de la paz, mientras que
otras instancias con intereses, como la Iglesia, se habían convertido en promotoras
del desorden y la discordia. Marcilio, defiende la soberanía popular e identifica la
paz con la unidad social; sostiene que una sociedad puede salvarse únicamente
bajo el precepto de la unidad, y la paz es eso para él. De este modo, “la tranquili-
dad de un Estado se asocia con la paz y ésta a su vez, con la homogeneidad social”
(Hernández, 2011: 157). La estabilidad política es fundamental y permite la fun-
cionalidad de las relaciones sociales, por ello la paz tiene prioridad y es objetivo
de las comunidades políticas. Ya desde 1326, Marsilio de Padua establece que la
paz política se refleja en la tranquilidad social, que se alcanza haciendo coincidir la
voluntad de los súbditos con el Estado y sus miembros. De ahí que defienda el plu-
ralismo –como lo hacía Aristóteles y con quien coincide– así como el hecho de que
la paz se construye desde el pueblo y su soberanía. Afirma que la paz es expresión
de la voluntad humana haciendo ecos posteriores asimismo como en Rousseau.
Su lucha por la paz implica la secularización y la politización del concepto de paz
medieval –que se estructura como tranquilidad y seguridad–, sumada a la unidad,
y que son, finalmente, los principios medievales que prevalecen. Se adelanta a po-
siciones –como la hobbesiana– que postulan el contrato social para conseguir esa
paz que el poder terrenal deberá proteger. Si bien es una paz terrenal imperfecta y
precaria, como lo apuntaba san Agustín, es mejor que la guerra.
Como podemos apreciar, las preocupaciones que los estudios de paz han tenido
continúan los derroteros que tuvieron estos filósofos, y otros más que seguiremos
sumando, y que no pueden obviar las riquezas teóricas de lo construido y lo apren-
dido del pasado. Estos estudios abrevan de lo vivido, de lo analizado y de lo pensado
por quienes dieron explicaciones lúcidas sobre el tema que nos ocupa en este escrito.
La preocupación por estudiar la paz pretende impulsar cambios en las men-
talidades de las sociedades al comprender desde lo sucedido la posibilidad de mo-
dificación de las estructuras políticas, económicas y morales de las sociedades.
Por ello, es importante entreverar lo que la historia nos hereda y sus indagaciones
teóricas para clarificar los caminos y hacer que se lleven a cabo las invitaciones
teóricas en la praxis vivida. Esta inquietud se enfrenta al maremágnum de tratados
sobre violencia que inevitablemente intentan dar cuenta de lo que sucede, y por
ello resulta ser para muchos un tema más atractivo. Sin embargo, el trabajo de los
estudios de paz lejos de ser un tema soso, emprende una acometida de investiga-
ción que además de apreciar las circunstancias que se viven, se refuerzan poco a
poco al recuperar, retomar y repensar los constructos teóricos de pensadores y fi-
lósofos que han hecho esfuerzos a lo largo de la historia por pensar la paz. Por ello
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 47

es que, con ellos caminamos y desde muchas de sus reflexiones abrevamos nues-
tros propósitos teóricos y andamiajes aplicados en la realidad que vivimos, sobre la
que hemos de dar cuenta, para habitar este mundo de manera más pacífica.

1.2. Pensar la paz como necesidad humana: el piso y el cielo de lo humano

“La paz es fuente de toda felicidad”.


Erasmo de Rotterdam (1964: 73)

Cualquier acercamiento que se haga a la paz debe iniciar por lo que por ella
se entiende, y suele suceder, como en los conceptos que son más cotidianos, que
se sobreentienden. Sin embargo, es importante al menos clarificar en alguna me-
dida lo que es la noción. De este modo, “la paz es un signo de bienestar, felicidad
y armonía que nos une a los demás, también a la naturaleza, y al universo en su
conjunto, […] le da sentido a nuestras vidas” (Muñoz, 2004: 23). De este modo, la
paz no puede obviar el bienestar, entendido como estar bien en un sentido funda-
mentalmente humano; si bien no se trata de tener una situación material completa,
no es posible dejar de hacer caso a esa esfera dado que, sin la realización de las ne-
cesidades materiales, difícilmente pueden lograrse aquellas que no lo son, las que
suponen y sostienen la subsistencia. Es éste el punto de inicio para la existencia; a
la par es punto de llegada que da sentido a lo que realizamos, de ahí que conside-
remos a la paz con un ideal moral hacia él apuntamos, porque nos orienta en el ca-
mino hacia el objetivo al que queremos llegar. Ese caminar adquiere sentido en su
mismo ejercicio y nos conduce a lo más alto. El fin es importante, pero lo es más el
camino; no debemos olvidar que lo importante es cómo hacemos las cosas en ese
deambular. La paz es el piso, es el inicio, es la base, pero a la vez es el cielo porque es
hacia lo que aspiramos, como lo ha apuntado Johan Galtung (2003: 11 y 25).
Los acercamientos sobre lo que es la paz, la vinculan con otros conceptos cercanos
como son la concordia, la armonía y el pacto o la alianza, pero, concretamente, la no-
ción de la paz “sirve para definir diversas situaciones en las que las personas gestionan
sus conflictos de tal manera que se satisfacen al máximo posible sus necesidades” (Ro-
dríguez Molina, cfr.: López, 2004: 885). Como señalaremos más adelante, los conflictos
se presentan en la vida humana como algo cotidiano, parte de lo que es la vida, la cues-
tión es aclarar que los conflictos no resueltos se pueden convertir en violencia.
Además, vivir pacíficamente hace más fáciles las relaciones con los demás. Las
diferencias se superan a través de la tolerancia10, que implica el reconocimiento
10
El concepto de tolerancia suele ser el que se señala como central para las relaciones armó-
nicas, sin embargo, sin dejar de ubicarlo como una virtud ético-cívica, como se abordará más adelan-
te en este libro, es importante decir que su basamento está en el reconocimiento. En este sentido, se
48 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

de la presencia diferente de los demás. Esto ayuda a su aceptación para lograr una
convivencia sana.
La existencia de la paz es lo que permite sortear los conflictos de manera sa-
tisfactoria (Muñoz, 2004) y constituye un elemento de nuestra condición huma-
na y de nuestra existencia; ha sido una práctica desde tiempos ancestrales por ser
un elemento de integración constante, inclusive a pesar de tantos episodios que
recurrentemente la bloquean. Por ello es que se nos complica tanto apreciar esta
presencia, y por lo que es tan necesario insistir en verla como un elemento propio
de nuestra naturaleza y existencia. De este modo, la conceptualización y la institu-
cionalización de la paz presente en todos los episodios de nuestra historia, queda
de manifiesto en múltiples formas de relación formales e informales (pactos, trata-
dos, alianzas, armisticios, amistad, cariño, hospitalidad, etc.,) aunque en las histo-
rias oficiales en muchas ocasiones sólo aparece como un apéndice del poder, de la
actividad política y bélica de los estados (Muñoz, 2004: 24).
Por dicha confusión –y por el equivocado enroque diádico siempre persisten-
te entre la existencia de la paz y la guerra– es que se ha privilegiado en la mente de
las personas la existencia de la guerra: es más perceptible, se piensa que es la única
existente. Sin embargo, en la cotidianeidad nuestras actitudes se expresan en las
sociedades a partir de una base pacífica a través de gestos de reconocimiento, de
saludos o con palabras gratas, manifestaciones a través de las cuales nos deseamos
bienestar (Muñoz, 2004: 24). Y éste sucede tanto a nivel personal como comunal:
en las colectividades, en los poblados y en las ciudades, que en principio buscan
lograr el bienestar para todos los que las conforman. En lo que se refiere a las rela-
ciones entre las comunidades con organizaciones internacionales, éstas se apoyan
en acuerdos, pactos, tratados y alianzas, y se busca que sean de carácter pacífico.
Las lamentaciones que pronuncia la paz en los escritos de Erasmo de Rotterdam –
como veremos– se deben a las acciones perversas que las personas llevamos a cabo
en nuestros quehaceres humanos, a pesar de que “la naturaleza creó sólo a un ani-
mal dotado de razón y capacitado para pensar como un dios; sólo a uno engendró
provisto de benevolencia y concordia; y, sin embargo, más rápidamente hallarás un
lugar para mí [la paz] en las más feroces fieras y en las más salvajes bestias, que los
hombres” (Erasmo, 2000: 392).
Con esto, lo que pretendemos apuntar es que “la paz ha estado presente como
práctica individual, grupal y de especie” (Muñoz, 2004: 24), pero como no presen-
ta problemas ni agitaciones no se le da crédito, y por eso es que puede asignársele el
calificativo de “paz silenciosa” (García-González, 2014b: 12). Desafortunadamen-
te, esto muestra que si se vive en paz la idea de paz y sus estudios no tienen cabida,

trata del reconocimiento de carácter horizontal, en tanto comprensión del otro u otros como yo, pero
a la vez, diferentes. Esta comprensión da pie a la paz. Véase, Thiebaut (1999).
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 49

de ahí que no encontremos dichos estudios en muchos espacios. Ha sucedido así


desde la antigüedad, no sólo porque eran sociedades ágrafas, sino precisamente
porque muchas de ellas vivían en paz y no consideraban necesario nombrarla. In-
cluso con esta situación, en muchas culturas surgió la idea de vincular ciertos con-
ceptos con la paz11.
La paz supone acuerdos entre diversos participantes, actores o agentes invo-
lucrados en sus circunstancias, con lo que se evidencia que la “Paz es una práctica
social profunda” (Muñoz, 2004: 28), por ello su estudio no es obviable. Se requiere
claridad sobre cómo sufragar los conflictos y lograr la armonía y los acuerdos, de
ahí que haya que trabajar para mantenerla o, cuando se necesita, lograrla. Así y
dicho con Erasmo, si queremos la paz hemos de prepararnos para alcanzarla, es-
cuchándola y evitando ser sordos ante sus lamentaciones (Erasmo, 2000: 391ss)
porque si bien podemos ser pacíficos podemos asimismo dejar de lado los acuer-
dos dialogados y caer en la violencia. Tener conocimiento de los qué y los cómo de
la paz se logra estudiándola e indagando lo necesario para que se lleve a cabo y se
florezca.
En los marcos del humanismo surgido de la modernidad en general, no pode-
mos ignorar las coordenadas ético-prácticas que toman como eje a la justicia, en
las que se sitúa dicha paz. El humanismo circunscribe –en sus escenarios– a las re-
flexiones en torno a la paz por ser un elemento propio de lo humano, la postura de
Erasmo no deja lugar a dudas: “la paz es la madre y la nodriza de todos los bienes.
La guerra arruina, extingue, barre de repente y de una sola vez lo alegre y todo lo
bello y descarga sobre la vida de los hombres una cloaca de males, una especie de
ciénaga” (Puig, 2008: 216-217).
Erasmo insiste en sus obras en la humanización de las personas –no única-
mente de unas cuantas, sino a todas–, como lo demuestra sus intenciones en los
Adagia. Su humanismo pretendía conocer los hondos saberes para poder enfren-
tar el mundo, aunque varios de sus esfuerzos terminaron en fracaso. Es cierto que
muchas veces retrocede ante la lucha que enfrenta su ánimo, dado que “el siglo XVI
osado y vehemente, pasa arrollador por encima de él, despreciando su ideal de mo-
deración y tolerancia” (Huizinga, 2014: 262). Su sensibilidad, moderación, profun-
didad, firmeza, sinceridad y franqueza implacables se conjugan con la erudición
literaria latina, que constituía toda verdadera cultura. Así es como construye su
humanismo conjuntando además las influencias que recibe tanto de Séneca –De

11
“Distintas acciones son identificadas como Paz, dotándolas de cierta unidad y apoyándose
las unas a las otras. Este proceso queda reflejado en palabras de las diferentes lenguas (hesychía, homo-
noías, synthékai, en griego; tranquilitas, otium, concordia, quietus, en latín; sulh, aman, sakina, aslaha, en
árabe; shequet, shalah, shalaw, betah, raga’, tob, en hebreo, entre otras). Cfr.: Muñoz (2004: 27).
50 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

clementia–, así como de algunos conceptos de origen estoico en lo que se refiere a


la armonía del cosmos y a la noción de humanidad.
Escrutar la obra erasmiana nos permite comprender lo que fue el período del
Renacimiento representado por él con eminencia (Bataillon, 2000: 15); tuvo una
influencia notable en enunciaciones bastante tempranas de la creencia en la edu-
cación y la perfectibilidad, de un sentido social fuerte, de la fe en la naturaleza
humana y la pacífica benevolencia y tolerancia (Huizinga, 2014: 233). En el siglo
XVIII, su pensamiento irrumpe, su mensaje liberador constituyó el antecedente
de pensadores modernos como Rousseau, Herder o Pestalozzi, así como de algu-
nos pensadores ingleses y norteamericanos. Su espíritu de responsabilidad social
fue tan admirado en las instituciones de Holanda del siglo XVII por los modelos
de prosperidad, caridad, disciplina social y dechado de gentileza y discreción. Por
ello es que Johan Huizinga, uno de sus más connotados biógrafos, señala que la
historia de Holanda es mucho menos sangrienta y cruel que la de cualquiera de
los países que la rodeaban. No en balde alabó Erasmo como verdaderamente ho-
landesas esas cualidades que nosotros podríamos llamar también verdaderamente
erasmianas: gentileza, benevolencia, moderación y una cultura media extendida a
todo el pueblo (Huizinga, 2014: 270).
Las reflexiones de Erasmo –con todo y las diferencias de época– resuenan con
nuestras preocupaciones actuales en lo que respecta al tema de la paz. Ciertamen-
te, como señala Bataillon, se han hecho progresos en los estudios de la polemología
sobre todo en cuanto a la relación que guarda la guerra con factores económicos y
sociales. Las obras de Erasmo, como la Querela pacis y el Bellum, nos hacen pensar
irremediablemente en los temas que hoy nos sobrecogen; nos exigen reflexionar y
nos obligan a darle la razón. “Si somos lectores de Erasmo podemos repetir las la-
mentaciones de la paz por los males que los hombres se infringen a sí mismos” (Hui-
zinga, 2014: 25). Erasmo fue un irenista que pretendía detener el cisma que veía venir
en la misma religión y su acercamiento es en muchas ocasiones irónico, como lo es
su famoso Elogio de la locura o más bien, como se le ha reconocido por los estudiosos
especialistas el Elogio de la estupidez que, como declamatio, es el elogio de la locura
hecho por ella misma. La imagen de alguien impregnado por la moria y que da pie a
una imagen equívoca del loco o el bufón, es un “‘instrumento de autocomprensión’
[…] ‘la locura humanista es la conciencia crítica o irónica del yo’” (Huizinga, 2014:
30) que ha tenido a lo largo de los años el poder de hostigar al mundo humano.
Erasmo era un pacifista convencido: para él la guerra constituía el peor de los
males, debía ser evitada a toda costa. Sobre las ideas en torno a las causas, efectos y
posibles soluciones de la guerra, además de las ideas expuestas a lo largo de su am-
plia epistolografía encontramos el Dulce bellum inexpertis introducido en los Ada-
gia como Adagio del poder y de la guerra y teoría del adagio (Fanego, 2011: 243).
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 51

En el Elogio de la estupidez (Erasmo, 2011: 106) encontramos el germen del


adagio Dulce bellum inexpertis. El Elogio hunde sus raíces en el programa inte-
lectual y moral de Erasmo, en donde intenta criticar y ridiculizar lo que le pare-
cía inaceptable, y desde ahí proponía posibles soluciones. Más que risas, el Elogio
produce una media sonrisa, “no es pura bufonada. Es, como Erasmo nos dice em-
pleando el símil lucreciano –tan empleado por tantos autores posteriores–, la miel
necesaria para engañar el sentido del gusto y poder tomar la medicina amarga pero
beneficiosa para nuestra salud” (Fanego, 2011: 33). Este libro Morias Enkomion,
id est, stuliticiae lavs está dedicado a Tomás Moro. El Morias Enkomion presenta el
sustantivo griego moria que equivale al castellano ‘idiotez’ como remedo del latino
stultitia significa ‘necedad’, ‘idiotez’, ‘tontería’, ‘estupidez’, y hace juego lingüístico
con el nombre de Moro (Erasmo, 2011: 81-84) utilizando la ironía, propia de toda
la obra (Fanego, 2011: 35). Si la Estupidez canta sus propias glorias, todo lo que
diga, procede de que es responsable de que haya tantos necios y tontos por todos
lados. La ironía que utiliza Erasmo consiste en decir lo contrario de lo que se quie-
re dar a entender, pero cuando quien habla irónicamente es alguien inesperado
como es la Estupidez, todo lo que diga ha de ser necedad, como es propio de su
condición. Es un elogio sobre algo poco encomiable, que se presenta de manera
satírica y mordaz, orientada a la sociedad e intenta mostrar lo que es correcto a
contrariis, presentando los comportamientos que no se deben seguir y una crítica
de la sociedad en la que vive en general y en particular contra la hipocresía, la ava-
ricia, la soberbia, la gula. Su denuncia en general es contra las miserias humanas
(86) causadas por la Estupidez. Y esto es importante porque Erasmo sostiene que
la “Estupidez es la causa de los asuntos de guerra”, de ahí que escriba: ¿qué hay más
tonto que entablar por no se sabe qué razones una lucha tal que de ella siempre
sacan ambas partes más desventajas que beneficios? Porque de los que sucumben,
como de los megarenses, ni una palabra. Después, cuando ya se han formado de
ambos lados las filas armadas y con ronca música retumban las trompas, ¿qué uti-
lidad –pregunto yo– tienen los sabios ésos, que, agotados por el estudio, a duras
penas sacan aliento de su sangre indeleble y fría? Los que hacen falta son los gor-
dos y cebados, que tengan mucha audacia y muy poco seso. […] Pero, la reflexión
–dicen– es de la mayor importancia en las guerras. Desde luego, reconozco que lo
es en un general, y ésta es una reflexión de índole militar, no filosófica. Por lo de-
más, son los gorrones, rufianes, ladrones, matones, aldeanos, estúpidos, morosos y
la hez de semejante ralea quienes realizan algo tan ilustre, no los filósofos lumbre-
ras (Erasmo, 2011, art. XX, 106).
La guerra es la semilla y la fuente de todas las hazañas celebradas a pesar de
que se obtienen de la guerra más desventajas y males que cosas buenas. No se habla
de los que pierden porque quienes son buenos para esos haceres son los que bus-
can sacar beneficio.
52 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

El proyecto erasmiano implicaba una búsqueda de reforma de los individuos


y la sociedad de su tiempo en donde funge como instructor de los seres humanos
de su generación a través de un pensamiento ético-político que se plenifica en su
proyecto educativo para alcanzar la paz. Es en la cultura en donde se expresa el he-
rramental contra la barbarie, y es en la paz y en la tolerancia en donde apreciamos
las metas que pueden lograrse en una sociedad. De ahí que, si bien su Protesta, La-
mentación de la paz o Querela pacis no representan ningún tratado sistemático ni
tampoco un análisis de la realidad, sí son llamamientos morales a la paz, con una
invocación a los corazones a modo de sermón con fines pedagógicos.
El ánimo de evitar la guerra y la negativa a participar a fondo en una batalla
entre cristianos le valió fama a Erasmo en su posicionamiento como irenista. Su
pacifismo se presentaba de manera extremista al criticar toda cruzada, sin embar-
go, los príncipes mismos no podían poner fin a las guerras fratricidas, sobre todo
porque para vencer había que ser coherentes con la doctrina cristiana.
Las fórmulas de Erasmo “para combatir el belicismo no han envejecido. Pro-
pone crear instancias supranacionales; recurrir a los arbitrajes de los consejos civi-
les; desarrollar una relación constructiva con los pueblos exteriores a Europa (los
turcos) y ejercer un control reforzado del poder de declarar la guerra” (Puig, 2008:
197). Con ello, las visiones de Erasmo sobre las causas y las consecuencias de las
guerras, cuyas víctimas son las gentes del pueblo, siguen siendo de triste actuali-
dad. “Las razones por las que los seres humanos se matan colectivamente desde
tiempo inmemorial y que Erasmo trató de investigar siguen siendo hoy materia de
preocupación y de estudio” (Puig, 2008: 198).
Muchos han sido los pensadores que han considerado que fallaron sus ideales
acerca del mundo y de la sociedad, Erasmo uno de ellos. Pensaba que el bienestar
del Estado y de la sociedad era una cuestión de moralidad personal e ilustración
intelectual (Huizinga, 2014: 213), por ello hacía recomendaciones y divulgaba am-
bas capacidades pensando que generarían una renovación en las formas de proce-
der, aun cuando él mismo acabó involucrándose en los conflictos. Aun así, Erasmo
no renunciaba a su ideal, prefería resistir, “no con vituperios y amenazas, no por
la fuerza de las armas y la injusticia, sino con la simple discreción, con las buenas
obras, con afabilidad y tolerancia” (Huizinga, 2014: 213).
Las cuestiones de la guerra y de la paz son una constante en la obra de Erasmo,
quien valoraba enormemente la concordia, la paz, el sentido del deber y la benevo-
lencia, aunque no los hayan podido apreciar en la vida práctica. Su actitud pacifista,
hastiada de las guerras constantes, se sirve de ideales para comenzar su frustrado
anhelo de paz. Por ello, por ejemplo, Erasmo se siente defraudado, y después de su
optimismo habla de su tiempo como una época amarga, criminal, la más infeliz y
depravada que se pueda imaginar. De ahí que se piense, tan recurrentemente, que
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 53

en vano escribió en defensa de la paz en Querella Pacis. Ahí se presenta la queja de


la paz y el adagio Dulce bellum inexpertis, que versa sobre la guerra dulce para los
que no la han experimentado, lo mismo que sucede en la Oratio de pace et dicordia.
Todos estos trabajos a favor de la paz eran muy apreciados por él, dado que además
de la apología señalada, perseguía las guerras mediante su pluma. El amor a la paz
que debe distinguir a los príncipes de ser el ideal del príncipe pacífico, y por ello
entra en conflicto con la teoría de la guerra justa que se caracteriza por pretender
someter la guerra al derecho y a la justicia.
El pacifismo racionalista como el de la Escuela de Salamanca hunde sus razo-
nes en una contextura ético jurídica, con rigor lógico, mientras que Erasmo junto
con Luis Vives postulan un pacifismo del corazón que opera a través de deduc-
ciones emotivo-religiosos. El método teológico-jurídico de los primeros salta a la
vista frente al razonar de los segundos que proceden más por intuiciones que por
procedimientos lógicamente motivados (Calero, 1999: 44).
Erasmo enumera los trabajos de la paz que deben llevar a cabo el príncipe
y los reyes, esperando que se logre la paz (tanto en la Iglesia como en el Estado).
Sus Adagia insisten en las labores de esos príncipes y sobre su negligencia hacia el
deber. Señala que “hay los que siembran la semilla de la discusión entre sus mu-
nicipios para despojar sin estorbos a los pobres y satisfacer su glotonería por el
hambre de los inocentes ciudadanos” (Erasmo, 2008: 237). Sus conceptos sobre
aquellos príncipes los hace similares a águilas salteadoras o hace comunes algunos
dichos como “el pueblo funda y desarrolla las ciudades, la locura de los príncipes
las devasta” (Erasmo, 2008: 238).
Tanto Querela Pacis como Bellum tuvieron enorme resonancia en el siglo XVI.
Su polémico antibelicismo involucra tanto el aspecto político-religioso como el
teológico, ambos dominados por el problema de la fe verdadera. Pero para Erasmo
las guerras más escandalosas eran las guerras entre cristianos, por ello se ha seña-
lado que “fue Julio II quien convirtió a Erasmo en un pacifista” (Mann-Phillips,
cfr.: Bataillon, 2000: 67). Su veredicto negativo sobre la guerra denuncia a los sol-
dados como ladrones, asesinos; un fermento de maldad. Su condena a la guerra es
absoluta y va contra la naturaleza del hombre que tiene las capacidades de hablar
y de razonar.
Se ha hablado de un irenismo radical de Erasmo que hizo la más corrosiva
crítica del poder monárquico [Scarabeus] y un alegato tajante contra la guerra [Be-
llum]. Es importante señalar que el antibelicismo erasmiano tenía dos filones: uno
político-religioso y el otro teológico, ambos impregnados por la cuestión de la pro-
pagación de la fe verdadera. Por el lado político, iba en contra de las acciones que
acompañaban a las cruzadas en donde muchos fieles desengañados consideraban
la predicación y la venta de bulas de cruzada como una gigantesca extorsión de
54 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

fondos que se perdía en manos eclesiásticas y seglares sin llegar a los combatientes,
dejándoles como paga sólo el saqueo. Además, consideraba imposible, esto ya en
el campo teológico, que “Dios ayudara a naciones cristianas plagadas de todos los
vicios y pasiones más opuestas a los mandamientos de Dios y a los ejemplos de
Cristo” (Mann-Phillips; cfr. Bataillon, 2000: 68). Por ello, y en este mismo tenor, la
práctica ejemplar del cristianismo sería la forma única de subyugar a los turcos; la
verdadera victoria sobre los turcos no sería matarlos, sino convertirlos.
La condena de la guerra como medio para propagar la fe e incitar la evange-
lización estaba presente en el adagio Bellum, aunque es cierto que la punta más
hiriente del Dulce bellum inexpertis no abrió un surco visible en el pensamiento
político-religioso del siglo XVI. El mérito del irenismo religioso radical de Erasmo
tiene que ver con la raíz religiosa de su evangelismo y sus armas eran fundamental-
mente espirituales.
Muy cercano a Erasmo se encuentra Luis Vives, cuyo prestigio se aprecia en el
juicio que le merecía al primero, así como a Moro, en las cartas que cruzaban entre
ellos. “Ambos se deleitaban elogiando los méritos excepcionales de su amigo. Sus dis-
cípulos forman una verdadera pléyade, que constituía un capítulo de la historia de
la cultura si trazásemos la semblanza de cada uno” (Jiménez Delgado, 1977: 25). El
texto del Sueño de Escipión, de Cicerón mereció los elogios de los autores menciona-
dos por emitir un duro ataque “contra el oscurantismo y la verborrea de las escuelas
dialécticas de París, en donde recibió sus primeras lecciones” (Swift, 1977: 89).
El humanismo ciceroniano retomado por Vives condensa una aspiración edu-
cadora del pensamiento renacentista y que da cuenta de un principio de educación
integral. Este ideal pedagógico de humanismo se conforma por los principios re-
tóricos del buen decir que se acompaña del bien hacer, ya que como señala Vives,
“los vínculos de la convivencia humana son la palabra y la justicia, y si la retórica
de refiere al primero, al segundo afectan de modo más o menos directo la ética, la
política, el derecho y, por encima de todas estas ciencias, como reina y moderadora
suprema, la religión” (Argudo, 1977: 126). Vives es consciente de esto en ocasiones
“prefiere ‘corromper’ la lengua antes que guardar silencio” (Argudo, 1977: 137).
La herencia ciceroniana muestra en sus escritos la imagen del patriotismo, del
gobernante del teórico de la sana convivencia y del moralista. Estas características
fueron profundamente valoradas por Vives y marca los derroteros de su pensa-
miento defensor de la paz. Si bien la guerra ha sido una constante de la humani-
dad, de manera paralela siempre ha debido existir una aspiración a la paz.
Luis Vives sostiene en sus obras Sobre la concordia y la discordia en el género
humano, de 1529, y Sobre la pacificación que la paz surge de la concordia y este
vínculo ha de penetrar en las sociedades y en el corazón de las personas. En esta
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 55

obra se refleja ampliamente la propuesta de Erasmo en Dulce bellum inexpertis.


De la concordia nace todo lo ventajoso para el ser humano, como son las ciuda-
des, la sabiduría, las artes provechosas mientras que por la discordia todo queda
deshecho y destruido, de ella surgen las enfermedades, el hambre, la escasez y la
ignorancia. La naturaleza del ser humano es pacífica; por medio de la razón, de
la voluntad, de la memoria, del habla, de la educación y de la religión es posible
alcanzar la paz.
Las visiones de Vives sobre las causas y las consecuencias de las guerras, cu-
yas víctimas son las gentes del pueblo, siguen –tristemente– vigentes; las mismas
razones por las que los seres humanos se matan colectivamente desde tiempo
inmemorial.
Hablar del pacifismo humanista de Vives da cuenta de la situación política
y religiosa de su tiempo cuya observación recaía sobre los acontecimientos de su
tiempo. Intuyó la gravedad de las situaciones, como lo muestran sus cartas y al-
gunas de sus obras. Así lo asienta en el diálogo Sobre las disensiones de Europa y
la guerra contra los turcos, en donde expone y denuncia el sombrío panorama que
visualiza en las acciones de príncipes –tanto cristianos como turcos– en guerras,
discordias y odios.
Muchos han sido los pensadores que consideraron que sus ideales acerca del
mundo y de la sociedad fallaron –Vives uno de ellos–, y, sin embargo, continua-
ron su lucha. Por ello las cuestiones de la guerra y de la paz son una constante
en su obra; manifiesta abiertamente la valoración de la concordia, de la paz, del
sentido del deber y de la benevolencia. Su actitud pacifista, hastiada de las guerras
constantes, se sirve del ideal para comenzar su frustrado anhelo de paz. Frente a
las guerras entre cristianos expresa un pacifismo absoluto y radical dado que los
conflictos entre los príncipes cristianos deberían de resolverse mediante la caridad
cristiana y sin hacer diferencia entre las guerras justa e injusta (Calero, 1999: 45).
Vives afirma que “esta guerra entre hermanos […] es injusta, criminal, contra lo
lícito, contra la piedad, igual que si los miembros de un mismo cuerpo lucharan
entre sí” (Vives, 1999: 196). En lo referente a la guerra contra los turcos, su pensa-
miento evoluciona (Vives, 1999: 45-46) entre las dos summas (1526-1529): en la
primera, alienta a los monarcas cristianos a unirse para impedir el avance turco; en
la segunda, recomienda el amor para con éstos con el ánimo de orientarlos hacia la
verdad, a través de una vida recta y ejemplar. Vives apela a la autoridad de Platón
y Aristóteles cuando habla del monarca y apunta: “el rey se diferencia del tirano en
esto, en que el rey procura y cultiva la paz entre sus ciudadanos, y el tirano irrita los
espíritus y esparce la semilla de la discordia y fomenta lo que allí ha brotado” (Vi-
ves, cfr.: Kohut, 2014: 560). El tirano explota a sus súbditos y el rey al contrario es
elegido por el pueblo para que “asista a la justicia para que sea patrono y defensor
56 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

de las leyes como vínculo de la concordia cívica” (Vives, cfr.: Kohut, 2014: 560)12. El
republicanismo vivesiano se expresa en cierta forma en que la concordia es regu-
lada por la ley y no por el monarca. La regulación de las tareas y deberes tanto de
príncipes y súbditos puede lograr la “armonía perfecta”, que en cierta forma antici-
pa el contrato social rousseaniano.
Vives es reticente frente a quienes defienden la guerra justa; aduce que es fá-
cil encontrar una causa justa para quien está inclinado a hacer la guerra. Añade:
“los pretextos nunca faltan, mientras no falten los recursos y la ocasión, pero, si
pensasen y deliberasen de otra forma, inculcando el sentimiento religioso en los
espíritus de los príncipes, reprimirían y contendrían a unos hombres proclives a
las armas y movidos por las pasiones” (cfr.: Calero, 1999: 19-20). Así, en diversos
pasajes de Sobre la concordia se aprecia la honda inclinación de Vives hacia la paz:
“Mejor que hacer la paz es evitar la guerra” (Vives, cfr.: Calero, 1999: 44), y en
donde añade diciendo: ¿qué es más importante, haber concertado después de la
guerra una paz por la fuerza y las armas, o haber detenido con tu autoridad (la de
Enrique VIII) una guerra incipiente y haber devuelto a tu casa y a tu ciudad, como
poniéndole la mano encima, una paz ya fugitiva y que retrocedía ante el furor de
los espíritus exaltados?” (Vives, cfr.: Calero, 1999: 44).
Vives recurrentemente pasa de lo individual a lo político y viceversa. Funcio-
na mal lo político funcionamos mal nosotros y viceversa. Por ello es tan relevante
la virtud. Y, la relevancia de que además haya sabiduría, por lo cual el gobernante
debería de ser un filósofo, al modo platónico.
El humanismo renacentista de estos autores valora al ser humano por encima
del ciudadano, a la humanidad sobre el Estado, haciendo de la paz un valor casi ab-
soluto (Puigdollers Oliver, 1940: 288). El criterio pacifista implica infiltrar el alma
de los príncipes para que regresen al ser natural de las personas y dejen de lado las
proclives acciones guerreras e impulsivas; con ello traerán paz y serenidad a las
desacertadas acciones humanas. La armonía interior de un estado sería garantía
de la paz internacional. Para Vives las luchas intestinas hacen que se busquen las
guerras afuera. Si los seres humanos son buenos, al estilo aristotélico, esa será la
medida para que pueda trascenderse eso humano. El príncipe ideal aparece en un
estado armonioso, como lo apunta en De pacificatione o en Sobre la concordia: “has
visto que de la concordia nacen todos los bienes y que todos los males se originan
de la discordia: que la concordia es camino para una felicidad eterna y la discordia,
lo es para unos tormentos y castigos sin fin” (Vives, 1944: 117). La paz es fruto

En realidad, Vives hace afirmaciones que confunden porque no queda claro si habla de un
12

proceso democrático o si es simplemente una afirmación metafórica. Lo que sí es cierto, es que para
Vives el monarca es como un padre tiene que respetar la ley. Su intención republicana defiende la ley
como alma de la república y no lo es el príncipe.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 57

del dominio de la voluntad sobre las pasiones. La paz social es obra del amor y se
consigue por la justicia y la caridad que presupone la paz de los individuos. La paz
de las naciones es fruto de la concordia que deriva de la naturaleza común de las
personas y se debe propagar con la pedagogía. La concordia se logra en círculos
concéntricos a la manera de la metáfora de Hierocles el estoico, que pensaba que
generar la paz en los círculos más íntimos la haría irradiarse hacia los círculos más
amplios.
Vives fundamentaba la teoría de la sociabilidad en la concordia y el amor, por
ello escribe que la guerra es una ocupación más propia de bestias que de hom-
bres (el término bellum procede etimológicamente de bellius, bestias [Vives, 1944:
83]). Por ende, la guerra es barbarie; resulta impropia e indigna de cultura elevada.
La causa más profunda de las guerras es la soberbia que ataca sirviéndose de la
envidia y la cólera (Vives, 1944: 72). “¿De qué nos sirve nuestra Literatura, nues-
tro Derecho, nuestras Humanidades, nuestras artes numerosas, nuestra avanzada
educación, si dirimimos las cuestiones del mismo modo que los pueblos bárbaros
y primitivos y que los mismos animales?” (Vives, 1978: 363). Aquí Vives plantea el
problema de la valoración moral de la cultura, el mismo problema que más tarde
inquietó a Rousseau en Discurso sobre las letras y las artes; que incomodó a Scho-
penhauer, a Nietzsche o Scheller.
La guerra es entonces para Vives nefanda, infame, pero lo es más para los cris-
tianos, porque si el dogma cristiano es amarse los unos a los otros, contravenirlo es
contradecirse en lo más hondo. Por ello su pacifismo extremo rechaza las distin-
ciones casuísticas entre la guerra justa y la guerra injusta en un marco de pretender
someter la guerra al derecho y a la justicia.
El pacifismo en Vives se encuentra insertado en un marco más amplio que
es la concordia (Calero, 1999: 46) que funge como eje, con lo cual y desde ella
se desarrolla toda su obra. Así, la concordia reunió al género humano, fundó las
ciudades, las engrandeció y las mantiene; introdujo artes provechosas para la vida,
los recursos, el cultivo de las inteligencias; hizo hombres de extraordinario ingenio
sabiduría, erudición, virtud; de la discordia salen hombres dispersos y errantes,
llenos de terror y miedo, que no confían en ningún lugar y en ningún hombre; […]
desaparecidas las leyes y roto el vínculo de la concordia, las reuniones y asambleas
quedan deshechas, los edificios, las granjas y las ciudades quedan destruidos, lo
que estaba fijo en el suelo es arrancado, sigue el hambre, la peste, la escasez de
todo, ignorancia, inactividad, pésimas costumbres, y de soldados licenciados salen
ladrones muy expertos y audaces (Vives, 1944: 217).
Además, las guerras continuas son el reflejo de la discordia existente en la so-
ciedad, incluso entre las personas que la deberían rechazar con mayores motivos
58 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

como son los eruditos, los filósofos, los teólogos y los hombres de religión (Calero,
1999: 46; Vives, 1944: 131).
Los seres humanos, “en virtud de su naturaleza, tienden espontáneamente al
amor; por sus aptitudes innatas y por las necesidades de su naturaleza es el hombre
un ser esencialmente social” (Xirau, 1944: 37). La caridad es vista no como gracia
sino como solidaridad, se sustituye la gracia por la concordia y un relevo de lo so-
brenatural vertical, por lo horizontal mundano. “El sentido mesiánico y utópico que
trata de realizarse mediante esa nueva y original versión del irenismo tiene una clara
dimensión política” (Abellán, 1982: t.2, 69). La paz es proclamada como ideal social
y la somete a valoración; es la meta de la justicia y, a la par, es el medio para alcanzar
los más altos valores. La paz en Vives se postula como ideal moral que será acompa-
ñada por la pedagogía de la concordia. Su pensamiento pretende asentar en su cultu-
ra ideal es de vida y, entre ellos, el ideal de la paz como ideal moral.
La causa de las guerras tiene que ver con la contradicción de lo que es un actuar
virtuoso de modo que las causas más profundas tienen que ver con la soberbia, la
envidia y la cólera (Vives, 1944: 144 y 198), pasiones que deben controlarse a través
de la virtud en tanto que, en el marco de nuestra precariedad, necesitamos de los de-
más y su ayuda. En ese sentido, el concepto de compasión es central y es una cuestión
central auxiliar a otros, además de la necesaria ayuda mutua que incide en el tema
del cuidado (Vives, 1944: 68-69). Todo esto se apuntala por “la aptitud para la paz”
(Vives, 1944: 71) y consiste en apaciguar las pasiones desencadenadas que pueden
educarse. Así, se presenta un claro ideal de vida que nos “da los procedimientos efi-
caces para proyectar las esperanzas del porvenir” (Vives, 1944: 71). Sólo dentro de
este amplio marco alcanzan pleno sentido las reformas concretas que propone en la
escuela, en la política y en la organización social. En ellas se hallan implícitos y cla-
ramente enunciados, muchos “ideales y de las instituciones pedagógicas, políticas y
sociales de los tiempos modernos” (Vives, 1944: 37).
Las guerras asolan y generan profundas injusticias, devastan a los pueblos y
en ocasiones hasta los ponen en peligro de desaparecer y, finalmente, quedan con-
sumidos y desgastados por los vicios que los carcomen. Así, la injusticia prevalece
y con ella se cancela la libertad. Vives señala “desterrada la justicia muere también
la libertad” (Vives, 1944: 97). El filósofo español tiene claro que ninguna guerra se
justifica, postura defendida por los estudios de paz y que remarcan, desde Gandhi,
que la paz es el camino; y con Galtung, que la paz se logra con medios pacíficos. En
Sobre la concordia, Vives se pregunta, “¿es que hay algo de tanto valor que pueda
dar gusto al que lo posee, si éste piensa que ha sido conquistado a fuerza de sangre
y de crímenes?”. Además, la libertad se cancela al propagarse la servidumbre y la
esclavitud; se generan odios porque “entre el esclavo y el señor nunca puede existir
amistad”. Los odios campean porque al de los vencidos, se suman “los de aquellos
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 59

que ayudaron al vencedor en sus victorias y cuya ayuda o cuyos gastos no pueden
satisfacer” (Vives, 1944: 100).
La paz ha de prevalecer, por ello sigue las propuestas de Erasmo que defen-
dían a una paz injusta por ser mejor que la más justa de las guerras, y así lo refren-
da Vives: “no hay ninguna guerra tan favorable a la que no sea preferible una paz
injusta” (Vives, 1944: 185).
Como puede verse, estamos obligados a ir a las honduras del concepto y sus
sentidos, sus formas, sus causas, sus derroteros y sus metas. No cabe duda que pen-
sar sobre el tema de la paz es obligado en cualquier tiempo, pero es más apremiante
cuando estamos sumergidos en realidades que lo que nos muestran es precisamen-
te lo contrario, como podemos apreciar a lo largo del pensamiento ha sido recu-
rrente la carencia de paz. Desde ahí se nos exige buscar remedios y soluciones que
emanen de cavilaciones en torno a la realidad, con su abanico de violencias, pero
asimismo con presencias y ausencias de la paz. La paz y las paces siempre están
enmarcadas en espacios culturales que las determinan, las constriñen o las pre-
disponen y por ello dichos enclaves culturales resultan tan importantes en la con-
figuración de la paz. Justamente, pensar en torno a la paz no puede dejar de lado
las situaciones culturales, y en ese marco, tampoco a las cuestiones políticas. Sobre
ellas y a partir de ese mundo experiencial que involucra a la filosofía es que ésta
tiene que reflexionar, porque tiene una responsabilidad y, con ella, habrá que dar
cuenta y hacerse cargo de las acciones que tomamos como humanidad, desde una
perspectiva profundamente ética.

1.3. La filosofía para la paz y su responsabilidad con la realidad: impactos


sobre la cultura, la sociedad y la política

“Todo el país se encuentra, aun en tiempo de paz –si es que a esto


se puede llamar paz– lleno de mercenarios, mantenidos por la misma
falsa razón que los induce a vosotros los ingleses a mantener esa turba
de vagos. […] Y llegan a pensar incluso que hay que suscitar guerras y
degollar de vez en cuando algunos hombres para que –como dice soca-
rronamente Salustio– su brazo y su espíritu no se emboten por la inac-
ción. […] No veo manera de justificar esa inmensa turba de perezosos
por la simple posibilidad de que puede estallar una guerra. Guerra que
se podría siempre evitar, si es que de verdad se quiere la paz, tesoro más
preciado que la guerra”.
Tomas Moro (2012: 9)13


13
Las cursivas son nuestras.
60 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

“Mi enseñanza ha sido transmitida sin violencia alguna”.


Martín Lutero (2001: 255)

“Aunque el conflicto no se pueda resolver a la manera cristiana, al me-


nos podrá arreglarse en fuerza del derecho y de contratos humanos”.
Martín Lutero (2001: 270)

Como hemos ya venido diciendo, el pensar filosófico ha impactado histó-


ricamente en el mundo experiencial de una u otra manera y hoy día se vuelve
una exigencia el que la cultura pública, la política y los constructos sociales se
impregnen de reflexiones críticas. La filosofía –en el marco del tema de la paz–
ha de acercarse a otros saberes y aprender de la investigación que se hace en
las ciencias sociales; de ahí que se requiera una apertura interdisciplinaria para
generar la riqueza necesaria en el mundo contemporáneo para comprender y
sortear el tema de la paz.
Dar las razones para llevar a cabo una reflexión filosófica sobre la paz implica
visualizar la responsabilidad que tiene la filosofía ante este tema de carácter teó-
rico-práctico, que continúa los derroteros que ha seguido la tradición de la inves-
tigación para la Paz, desde el presupuesto teórico de que las cosas podrían ser de
otra manera (Cortina, 1992: 61). Pensar sobre todas estas cuestiones nos evidencia
la gran responsabilidad que tenemos para con la realidad y sus impactos y conse-
cuencias sobre la cultura, la sociedad y la política.
Nuestro habitar se manifiesta en lo vivido y así, la contingencia de lo real, su
precariedad y su complejidad evidencian el mundo en sus marcos culturales y en
concreto de la cultura pública. Su planificación no ha de ser la cancelación de tal
contingencia desde leyes y principios universales que introducen inteligibilidad
y sentido en ese aparente desorden que la realidad muestra, sino su articulación
mutua. De ahí que sea posible anotar una tensión entre filosofía, cultura pública,
sociedad y política contemporánea, superando las ya añejas consideraciones sobre
la filosofía como inútiles y abstractas, sea porque a tales reflexiones se les ha con-
denado a producir decepciones y desengaños o porque se considera que no gene-
ran cambios palpables. Se ha intentado restringir la filosofía a un uso meramente
descriptivo, así como limitar su participación en la conformación de la cultura pú-
blica, reduciéndola a una descripción estrictamente fenomenológica. Sin embargo,
podemos decir que aun en las posturas teóricas más normativas se ha explorado
una adecuación de carácter empírico, como puede constatarse en muchas teorías
filosóficas antiguas como contemporáneas, como las que ya hemos considerado y
muchas otras más14.

14
Esto puede verse desde Aristóteles y su propuesta de la phrónesis, y en teorías como la de
Habermas (2010) y de Rawls (1993), entre otras.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 61

De este modo, es obligado pensar en la necesidad de mantener activa la re-


flexión sobre la paz que ha de incorporar la acción de los campos diversos de la
realidad. Por ello, no podemos suprimir la capacidad que la cultura pública, la po-
lítica y el constructo social tienen para organizar la convivencia colectiva, cons-
truir la identidad de la comunidad y crear situaciones democráticas y pacíficas.
No podemos abandonar las aspiraciones de justicia o imparcialidad en conjunción
con las de paz; sin embargo, sí debemos reconocer “que el verdadero reto consiste
en mantener esa aspiración, a sabiendas del terreno que se pisa” (Ovejero, 2012:
26) para aprovechar la riqueza de lo normativo en tensión con lo vivido. De este
modo, “en la práctica de las acciones y de lo que nos hacemos unos a otros, la auto-
nomía que cada uno tenemos para darnos las normas que rigen nuestra conducta
se convierte en compromiso hacia los otros que siempre nos pueden pedir razones
de lo que hemos hecho” (Martínez, 2001: 18). Dar razones de lo que hacemos y nos
hacen se vincula con lo que es la responsabilidad y se traduce en ideal regulativo
que nos orienta desde nuestras propias perspectivas, pero que nos involucra res-
ponsablemente con quienes nos rodean, diversos a nosotros y que nos confrontan
con lo que somos nosotros mismos. Tales ideales regulativos de carácter kantiano
–implicados en las reflexiones en torno a la paz– son los ideales que nos propone-
mos y que nos regulan en tanto criterios para actuar.
Ciertamente, los conceptos filosóficos suelen mantenerse en el ámbito nor-
mativo y tienen que ver con las buenas razones, sin embargo, esta esfera tiene que
vincularse con la cultura pública y la acción vivida. Los conceptos filosóficos han
de sintetizar los horizontes de expectativas y de ideales de libertad, de racionalidad
y de justicia principalmente y entre otros ubicados en el terreno de lo deseable. La
articulación tensional de tales concepciones normativas se ha de contrastar con la
realidad histórica, esto porque las decisiones pierden calidad normativa cuando se
imponen intereses y sesgos cognitivos que afectan también a las deliberaciones de
los “mejores” y que el mejor modo de embridar esas patologías de la razón –y por
tanto de mejorar la deliberación–, es mediante una participación que oxigene a la
deliberación (Ovejero, 2012: 27).
Es cierto que la filosofía y la reflexión política involucran la razón, pero tam-
bién involucran el interés y el conflicto, que en muchas ocasiones generan situacio-
nes de violencia.
Podemos preguntar qué hace la filosofía ante los conflictos que violentan la
vida de muchas personas en la realidad contextual. La normalización de la violen-
cia obliga a que haya quienes viven en continua acechanza en un espacio en el que
se representan los intentos de la transformación de lo humano (Arendt, 1988a: 73)
ante los peligros que amenazan a los grupos de personas y generan la destrucción
de la pluralidad, de la individualidad y de la espontaneidad. “La pluralidad huma-
62 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

na, básica condición tanto de la acción como del discurso, tiene el doble carácter de
igualdad y distinción” (200). Si, como ha constatado la filosofía, el mundo humano
de la acción –es decir, el espacio de la política– es el único espacio que nos provee de
una estabilidad en donde los seres humanos pueden aparecer como individuos di-
ferentes y plurales (Cannovan, 1992: 106), entonces tendremos que dar un impulso
crítico y hacer un obligado esfuerzo de autoconciencia sobre nuestra propia respon-
sabilidad personal y ciudadana, para impulsar las consecuencias que esto tiene para
mantener situaciones pacíficas, erradicando la violencia de la cultura y los espacios
públicos. De ahí, la relevancia de la ley como condición necesaria para que la libertad
se lleve a cabo y para que los ciudadanos no se encuentren sometidos a la voluntad
de alguien más. La ley efectiva pone límites a las acciones interesadas de unos cuan-
tos que generan situaciones de violencia, al atentar contra los elementos básicos de
sobrevivencia humana (Galtung, 2010: 13), y posibilita la democracia y la paz; su
contravención las limitará o cancelará. Algo se avanza con la existencia de la ley y su
respeto, aunque sin ciudadanos comprometidos que sistemáticamente dejan de lado
las virtudes cívicas y las virtudes de la paz (Etxeberría, 2011: 5) tampoco se avanzará
en una mejor convivencia. Ciertamente, es peor no tener leyes hechas por los ciuda-
danos participativos dado que ello conduce a la tiranía y compromete la vida digna
de las personas. Pero las leyes sin voluntad de su cumplimiento tampoco ayudan
mucho; además, favorecen la expansión de la violencia con la concomitante exclu-
sión ciudadana. Así lo vieron algunos filósofos, como Tomás Moro, quien aventuró
propuestas muy atractivas montadas en construcciones que implican a la paz como
ideal moral, inconformándose con una normalización del belicismo, situación que
impulsa partir de la esperanza vislumbrando situaciones mejores a las vividas. En
este sentido, barbechar el camino hacia la paz es una posibilidad para construir paz
y justicia como utopías posibles, a sabiendas de que históricamente ha habido po-
cos remordimientos por urdir enemistades y alianzas para llevar a cabo conquistas y
dominios. En general, todos los gobernantes se han “creído autorizados para iniciar
una guerra o para gestionar treguas o paces temporales” (Baquer, 2004: 43), prevale-
ciendo una lógica de guerra.
El estado de paz debe, por tanto, ser instaurado, pues la omisión de hostilida-
des no es todavía garantía de paz y si un vecino no da seguridad a otro (lo que sólo
puede suceder en un estado legal), cada uno puede considerar como enemigo a
quien le haya exigido esa seguridad (Kant, 2005b: 148).
Lograr una sociedad sin guerras ha sido lo que ha impulsado a muchos pensa-
dores a fundar iniciativas, que Tomás Moro construye como ideal utópico erigido
en la justicia como norma reguladora de la vida de la ciudad. Moro desdeña la
actividad bélica y critica a los gobernantes que se ocupaban de cuestiones mili-
tares en vez de dedicarse a los asuntos más saludables, como es el arte de la paz
(Hernández, 2011: 206-207). Esta afirmación no obsta para que los ciudadanos de
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 63

Utopía no renuncien a la guerra a pesar de contradecir elementos esenciales de la


conformación de esta isla. Se presenta una ambigüedad, porque si bien en Moro
prevalece un ideal pacífico en la postulación de su comunidad política, al mismo
tiempo, no renuncia a la guerra. Los habitantes de la isla no llevan a cabo guerras
de agresión, sino sólo guerras defensivas o en representación de aliados; en cierta
forma, practican el jus in bello y procuran una lógica del menor daño. De ahí que
“no se puede evitar la impresión de que todas estas prácticas guerreras contradicen
los principios básicos en que se funda la comunidad pacífica de Utopía” (Hernán-
dez, 2011: 207; Moro, 2012). Podríamos encontrar la clave de respuesta más bien
en el concepto de paz implícito en el mundo de Utopía, pensado por Moro, en la
necesidad de crear una zona en la que superen las imperfecciones que imposibili-
tan la presencia de un paraíso terrenal. De ahí que imagine como ideal un espacio
en que pueda ser plausible la prevalencia de la paz.
En el género utópico encontramos ambigüedades o confusiones en las so-
ciedades que se orientan a la solución pacífica de conflictos y a la armonía, pero
a la vez, en esas sociedades se mantiene un ejército poderoso y no se eluden las
guerras. De este modo, en tal género utópico podemos decir que se manifiestan
claras reservas éticas que son las que apuntalan la imaginación, tan presente en la
modernidad.
Ciertamente, en un mundo no pacificado e imperfecto la renuncia a la guerra
–como instrumento para salvaguardar la paz interna– resulta imposible (Hernán-
dez, 2011: 208). En el caso de Utopía, sin embargo, no existe ejército, éste se cons-
tituye por todos los utopianos, hombres o mujeres. Todos se ejercitan igualmente
en el arte de la guerra y “aunque son pacifistas y deploran el arte de la guerra, no
obstante, son conscientes de que su régimen no puede perdurar si no tienen un
sistema preventivo contra los enemigos. En este sentido, Moro defiende un paci-
fismo que no es ingenuo (Herrera, 2014: 108), a sabiendas de que la necesidad de
la defensa en un mundo en el que se justifica y naturaliza la guerra es insoslayable.
Este reconocimiento, lejos de mostrar ingenuidad, revela las posibilidades de vivir
de otra manera, de una manera más esperanzadora. De ahí que, partiendo de los
principios utópicos, en el presente inciso nos centremos en reflexionar sobre las
posibilidades de encontrar rumbos que hagan camino hacia la paz y la justicia,
a partir de la esperanza, pensando esto como una utopía posible abrevándonos a
partir de algunas consideraciones de Tomás Moro.
La caracterización de la esperanza ha tenido un largo recorrido en el decurso
del pensar humano. Sin embargo, la dificultad que entraña su especificidad exige
repensar su conceptualización, además de que la cuestión en torno al umbral de
su origen nos obliga a reflexionar sobre su definición –tanto epistemológica como
ética–, al evaluar su relación con el conocimiento y su posibilidad de existencia
64 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

surgida de la imaginación. La esperanza en este marco no es una cuestión escato-


lógica sino más bien ética.
De este modo, pensar la esperanza en el marco de lo posible nos obliga a con-
siderar el debate filosófico entre la esperanza y la desesperanza, para desde ahí
intentar reconceptualizar su pertinencia y su posibilidad. Asimismo, es desde esta
posibilidad de realizar la esperanza que se logra la utopía factible en los marcos de
la paz y la justicia, como expondremos en el capítulo cuarto de este libro.
Las posibilidades de entrever la realidad de otro modo son, en muchos casos,
menospreciadas o canceladas al pensarlas como inútiles, por su tinte de carácter
utópico, en un sentido negativo15. Estamos obligados a ser buscadores de paz y en-
contrar rumbos hacia los cuales ir, repensando e indagando alternativas posibles
desde el recurso de la imaginación ética que da cauce a la utopía. Con ello, podre-
mos reformular el futuro a partir del presente –aun con todos los fracasos deja-
dos a los pies de la humanidad–, y de aquello que no ha sido realizado, mirando
siempre al pasado mediante una propuesta de acción humana en prospectiva para
encontrar soluciones de paz y justicia.
En aquella época, en el centro de Europa, dicha búsqueda fue urgida por Mar-
tín Lutero. Los ajustes que conllevaron los cambios en las ideas medievales dieron
pie a situaciones complejas de prevalencia de los poderes en la gobernanza de las
entidades y los pueblos. Las relaciones feudales de vasallaje funcionaron como for-
mas de recompensa en manos de los reyes y nobles, pero los derechos hereditarios
de los vasallos, junto con la incipiente comercialización de los excedentes agrícolas
en los burgos, comenzó a limitar el poder real. En aquel momento, la Iglesia se
convirtió en árbitro de disputas entre el poder de reyes, príncipes, nobles y vasa-
llos; las fuerzas del Papado y del Imperio, que pugnaban por su prevalencia, gene-
raron desazones en su relación que implicaban luchas por la supremacía.
Mientras que un humanismo naciente, con características tolerantes, eviden-
ciaba –de manera irónica– las situaciones que se vivían, las pretensiones de Lutero
buscaban construir un Estado sin lastres medievales en Alemania. Éste, aunque
continuaba ligado al cristianismo, ya no era religioso, sino “libre de toda tutela
eclesiástica y portador de nuevas tareas morales y sociales” (De Bopp, 1977: 8).
Hubo hechos que influyeron en las perspectivas de Lutero, que tenían que ver con
la constante preeminencia de las decisiones religiosas y políticas en una actitud
constante de sumisión siempre ante Roma. Situaciones como los cobros en los im-
puestos y las propiedades de la Iglesia, distribuidas en toda Europa, aunado a los
15
El tema de la utopía ha sido profundamente denostado por quienes piensan que la realidad
únicamente puede darse tal como es (los realistas), sin apelar a otras posibilidades. Aquí defenderemos
que la utopía no debe desdeñarse porque es el leit motiv de nuestro andar: es la posibilidad de abrir cau-
ces posibles de una vida más humanizada para las personas y, por ende, de una sociedad mejor.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 65

excesos por parte de sus miembros, todo esto fue generando una animadversión y
un enojo crecientes en las comunidades.
Lutero hace una exhortación sobre la paz en los movimientos de grupos de
campesinos y hace una conceptualización de ella al comprender las injusticias que
reportaban dichos grupos. Dado el progresivo empobrecimiento de las poblaciones
en Alemania, exigían la erradicación de los subsidios que se otorgaban al papado, ar-
guyendo que las comunidades estaban dando más recursos a la Iglesia de lo que ante-
riormente proveían a los emperadores. Esto había ido empobreciendo cada vez más
a príncipes y nobles, a las ciudades, al país y a los pobladores en general. Los reparos
de Lutero sobre la separación de los poderes eclesiásticos y civiles de los emperado-
res eran una necesidad para evitar el dominio de los primeros sobre los segundos16.
Lutero pretende y bosqueja la transformación y la edificación de una nueva
organización en lo religioso, lo político y lo social. En este sentido, en el tránsi-
to del feudalismo al capitalismo, la Reforma luterana fue un movimiento que en-
causó a Alemania hacia la modernidad. Las alteraciones sociales, la resistencia de
quienes habían resultado perjudicados por estos cambios –tanto señores feudales
como campesinos, artesanos y mineros–, fueron los movimientos contrarios a es-
tas transformaciones. Las formas de recaudación de recursos para las construc-
ciones del papado eran severamente criticadas y los reformadores como Lutero
pensaban que constituían abusos y cargas cada vez más onerosas para todos, seño-
res y campesinos17.
Los campesinos habían encontrado en la Biblia los puntos básicos de sus as-
piraciones redentoras (Várnagy, 1999); los nobles ahogaron en sangre el levanta-
miento y, como respuesta, se multiplicaron los movimientos agrarios con reclamos
fundamentalmente sociales.
Lutero respetaba el orden feudal y la autoridad, el Evangelio se refería única-
mente a la salvación espiritual, sin embargo, otros personajes –Thomas Müntzer,
entre ellos– defendían las capacidades transformadoras del nuevo credo. “La ilu-
minación interna del espíritu era capaz de realizar la utopía democrática, con una
sociedad sin necesidad de Iglesia, de Estado o, en su expresión más radicalizada, de
propiedad privada” (Várnagy, 1999). Su predicación adquirió tonos escatológico-

16
Esta separación se explica en los textos de Lutero “De la prisión babilónica de la Iglesia” y
“De la libertad de un hombre cristiano”.
17
En ese siglo XV, la autoridad alemana del poder imperial fue perdiendo fuerza, las atribucio-
nes y derechos fueron adjudicadas por los príncipes y la nobleza. “Existían casi cuatrocientas unidades
políticas: ducados, condados, principados, obispados, ciudades libres, abadías, cada uno de ellos inde-
pendiente en su régimen interno. La situación era anárquica y complicada. La defensa de la indepen-
dencia de los gobernantes respecto de la Iglesia le ganó a Lutero el apoyo de muchos príncipes”, quienes
buscaban la unificación de sus territorios para lograr una mejor administración (Várnagy, 1999).
66 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

sociales, impulsando a los príncipes y nobles alemanes a rebelarse contra Roma y


contra el Imperio. En julio de 1524 inicia la insurrección armada, Müntzer se con-
vierte en su guía, profeta y guerrero; la revuelta es extinguida y él decapitado. La
guerra de los campesinos fue combatida por la nobleza y aniquilada, se caracterizó
por las formas crueles de proceder, alentadas por el lema tan agresivo de Lutero de
exterminar al adversario para salvarle. Los nobles y los señores se hacen cargo de la
situación reforzando sus intereses económicos y el Papa León X condena a Lutero.
Cuando aparecen los escritos reformadores de Lutero y sus Disputatio prode-
claratione virtutis indulgentiarum –conocidas como las 95 Tesis–, tuvieron un im-
pacto insospechado en Europa, con efectos en el resto del mundo. Esta conmoción
implicó que ninguna doctrina política fue capaz en el siglo XVI de suscitar tanta
agitación y tantas acciones políticas como las que produjeron los reformadores,
[…] sus concepciones de la sociedad y del gobierno derivan de sus teologías, es
decir, ocupan un segundo plano, y a veces hasta un plano secundario, en sus preo-
cupaciones (Touchard, 2001: 214).
En sus inicios religiosos, marcados por los años de su conversión, Lutero plan-
teó dos cuestiones que perduraron a lo largo de su vida: la primera sostenía el ca-
rácter divino de toda autoridad establecida; la segunda apuntaba a la separación
radical entre la fe y la ley. Además, ordenaba la sumisión total e incondicional a la
autoridad por su carácter y misión divinos; consideraba al papado y a los empera-
dores como príncipes del infierno y pretende renunciar a la fuerza física al apelar a
la fuerza divina, al temor y la humildad frente a Dios.
Las situaciones que reforzaron al papado partieron de la construcción de
muros18 que protegían de transformaciones y mantenían la supremacía del poder
eclesiástico como superior al poder mundano y que garantizaban la posibilidad de
realizar una “serie de fechorías y maldades” (Lutero, 1977: 16). La lucha del fraile
contra estas acciones y otras más que daban poder al Papa como la supremacía
para convocar a concilios, pretendía quitarles dominio.
Todo esto constituía una serie de detonantes estructurales de la violencia; las
injusticias prevalecían a cielo abierto y tuvieron –como suele suceder– su válvula
de escape en los movimientos de los grupos de personas más afectadas por dichas
acciones injustas causadas tanto por los señores, por los gobiernos o por la Igle-
sia. Tales grupos fueron tomando conciencia de esas injusticias, generándose un
ambiente de inconformidad que fue el caldo de cultivo de situaciones violentas.

18
Lutero sostiene que son tres muros que la Iglesia construyó: el primero, el sacerdocio,
que se plantea como especial para unos cuantos, que el monje refuta señalando que todo cristiano
es sacerdote por igual, y sólo la fe en Dios hace justas a las personas; el segundo se refiere a que es el
principado el único que puede interpretar las Escrituras; y, el tercero señala que es el Papa el único
que pude convocar a los concilios.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 67

Son estas acciones las que Lutero cuestionó de manera contundente. Bajo ningún
concepto justifica la violencia, ni contra la injusticia. Su argumento central es que
la revuelta y la violencia son anticristianas, de modo que, si campesinos, artesanos
y mineros se consideraban cristianos, habían de atenerse al Evangelio. Bajo este
supuesto la opción posible es pasiva, se vincula con la paciencia; el sufrimiento y
la cruz son los únicos derechos de los cristianos, “nadie en la cristiandad tiene el
poder para causar daño o mandar que se evite. No hay otro poder en la Iglesia que
el del mejoramiento de la comunidad” (Lutero, 1977: 31), y de ahí que las acciones
de los campesinos fueran consideradas injustificadas al sostener como intolerable
la violencia, especialmente inaceptable cuando se llevaba a cabo por quienes se
decían cristianos.
Si bien la exigencia de recursos a los pueblos y ciudades había surgido ori-
ginalmente para luchar contra los turcos y los herejes, sirvió también para pagar
posiciones y cargos en Roma: todo iba a “un costal sin fondo” (Lutero, 1977: 40). El
papado constituía la casa del datarius en Roma que –a decir de Lutero– era la casa
comercial del papado (Lutero, 1977: 51), con una avaricia insaciable que corrom-
pía a la cristiandad; añadía: “si queremos luchar contra los turcos debemos luchar
aquí, donde están los peores” (Lutero, 1977: 54).
La exhortación a la paz se convierte en forma de contención de la violencia ex-
plícita, pero Lutero no es un teórico al que le interesara defender conceptualmente
ciertas ideas como la paz. Lo que pretendía era una transformación de la realidad
en la que vivía, y se ceñía a cuestiones vivenciales que implicaban el comercio de
dones, que eran muy cuestionables. Las protestas del fraile no se hicieron esperar y
más adelante dieron lugar a las conocidas 95 Tesis19.
Evidentemente, y como parte del constructo mental cristiano, Lutero confor-
ma su concepto de paz desde las herencias cristianas que presuponen la liberación
de mundo y la confianza en Dios. Se trata de una paz escatológica que es incompa-
rable con cualquier paz terrenal20. En este sentido, la paz que poseen los seres hu-
manos es un don de Dios y supone una negación radical de la guerra. Sin embargo,
en el Nuevo Testamento no se encontrarán pasajes que justifiquen una renuncia a
las armas o una actitud pacifista, la guerra, se presupone, y se afirma que la habrá
hasta el final de los tiempos. Pero eso no significa un reconocimiento doctrinal o
una aceptación de la guerra, ni tampoco supone una resignación. Porque al igual

19
Las 95 tesis se colgaron en las puertas de la Iglesia de Wittenberg; en un par de semanas se
conocían en toda Alemania, y en un mes en toda Europa.
20
Esta paz se expresa con fuerza por san Pablo, a quien Lutero sigue muy de cerca. En la
Carta a los Romanos 5,1 se señala que “eirene hace referencia [a] la reconciliación que el hombre ha
logrado con Dios a través de Jesucristo, gracias a Él, el hombre tiene acceso a la gracia divina y posee
la esperanza de la paz futura” (Hernández, 2011: 119).
68 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

que se constata, se condena su existencia, y se le atribuyen rasgos satánicos, situán-


dola en la esfera del pecado (Hernández, 2011: 120).
La guerra se concibe en otra dimensión, ya no con el escepticismo filosófico o
con el rechazo ético, sino desde una perspectiva escatológica; en estos escritos no
parece haber una teoría de la guerra justa, ni siquiera en el Sermón de la Montaña,
en que se condena el ejercicio de la violencia y se bendice a quienes promueven
la paz (Hernández, 2011: 120). Sin embargo, este mensaje pacífico parece contra-
decirse por los pasajes de compleja interpretación, como lo es el texto de Mateo
(10,34) que señala: “no pensáis que he venido para traer la paz a la tierra. No he
venido para traer la paz, sino la espada”, texto que retoma recurrentemente Lutero.
Asimismo, se citan de manera frecuente las palabras de Mateo (5,44) y Lucas (6,27)
que rezan “Amad a vuestros enemigos”, refiriéndose al enemigo personal, al inimi-
cus, no al enemigo público o político, al hostis.
Las primeras comunidades cristianas problematizaron la guerra y muchos se
negaban a prestar el servicio militar porque matar a otro ser humano resultaba
irreconciliable con el mandato del amor. A partir del Edicto de Milán con Cons-
tantino, se concedió libertad religiosa a los cristianos y desde ahí inició la fusión de
la doctrina cristiana con la idea imperial.
Las apuestas de Lutero sobre la paz y la libertad eran centralmente evangélicas
y se anclaban en una llamada de carácter espiritual a la “liberación” (Egido, 2001:
251) de un reino que nada tiene que ver con situaciones sociales, económicas y,
menos aún, con las políticas (251), por ello no aceptaba una guerra de las clases
oprimidas. A pesar de esto, y como influencia de sus propuestas, muchos clérigos
y monjas habían logrado liberarse de sus votos; él mismo había desconocido la
autoridad pontificia a partir de ese evangelio liberador que influyó también en los
caballeros que se esforzaban por liberarse de la situación económica y social azota-
da por las influencias y marcos del capitalismo, incipiente en esos años.
La guerra de los campesinos –a consideración de algunos mal nombrada así
(Egido, 2001: 251)– en tanto tensión social, junto con la disolución progresiva de
los modos feudales, el alza de precios, el recrudecimiento de los derechos señoria-
les y las acciones pasivas dieron apoyatura al proceso de la modernidad. Esta gue-
rra fue una parte del conjunto de elementos y tensiones sociales que conjuntaban
a campesinos, artesanos y mineros que en su mayoría constituían movimientos
desorganizados. Lutero se oponía al programa que impulsó este movimiento de los
campesinos, el cual fungía como núcleo de alguno de los movimientos y así lo deja
ver en su Exhortación a la paz.
Las propuestas de dichos artículos tienen la pretensión de revindicar los dere-
chos de la comunidad para elegir y deponer a sus predicadores del evangelio puro,
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 69

suprimir el diezmo sobre animales y el impuesto de cereales, suprimir la manuten-


ción del párroco y promover la asistencia social de los pobres, promover la aboli-
ción de la servidumbre, liberalizar la caza y la pesca cuando no haya perjuicio de
un tercero, el derecho a la madera, la reducción de corveas, fomentar los acuerdos
con los señores, aligeramiento de las rentas, juicios conforme al derecho consuetu-
dinario y no conforme al derecho romano, devolución de los terrenos comunales
que no hubieran sido comprados legítimamente… (Egido, 2001: 252).
En las cuatro partes de Exhortación a la paz se plasman las diversas preocu-
paciones de Lutero dirigidas hacia los señores, culpándolos en gran medida por la
opresión hacia sus campesinos. Formula un texto “poseído por el pánico” (Egido,
2001: 251) sobre la negociación y cesión a los campesinos; la exhortación que diri-
ge a esta población ocupa la mayor parte de su escrito. Reconoce las cargas que los
agobian, pero los reprime con mayor fuerza que a sus señores y les reprocha una
violencia injustificada, aunque se alcen en contra de la injusticia.
Una vez más, situaciones detonadoras de la violencia se encuentran en los
marcos de la injusticia; en este caso, la injusticia y violencia vividas por esos cam-
pesinos. Lutero comprendía que la violencia genera violencia, y en ese sentido de-
manda una paz entendida básicamente en un ámbito de carácter religioso. Cabe
preguntarnos si es aceptable admitir la pobreza y el dominio, pretendiendo sol-
ventarlos con justicia, mediante la intercesión divina. En este rubro, y desde esta
perspectiva, mucho se ha visto en la historia de la humanidad sobre la forma en
que estas violencias –inaceptables y que se encuentran en la base de las demás vio-
lencias– han sido legitimadas.
¿No sería exigible intentar subsanar dichas violencias cancelando esas situa-
ciones de pobreza, dominio, exclusión y sometimiento –entre otras formas vio-
lentas– de alguna otra manera? Para Lutero aquello era aceptable únicamente
mediado por la religión y, si bien buscaba hacer frente a estos conflictos, no lo-
graba comprender otras alternativas que de manera pacífica podrían haberlos so-
lucionado enérgicamente. Esto, sobre todo, asumiendo que no basta con soportar
situaciones de pobreza, hambre y miseria que constituyen en sí mismas situaciones
de violencia. Tales realidades son a su vez caldo de cultivo para el fanatismo e into-
lerancia (García, 2001: 22), y constituyen formas reproductoras de dicha violencia.
Detonadores como el fanatismo y la intolerancia conformaban los perfiles de
relación con los campesinos, los señores y príncipes, de ahí que Lutero recriminara
a los señores y conminara a los súbditos para que mantuvieran la obediencia y el
honor hacia los superiores “aunque éstos sean tiránicos y furiosos como vosotros”
(García, 2001: 255). El fraile agustino intuye la necesidad de desbrozar los conflic-
tos y superarlos; señala que, si tuviera impulsos de venganza contra esos señores, y
se permitiera a los campesinos obrar a su voluntad, el problema se agudizaría. De
70 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

ahí que recomiende a los señores no despreciar la revuelta. Así, apela a la buena
voluntad de quienes mandan y conforman las estructuras de dominio para evitar
que se desencadene un incendio que después nadie sea capaz de extinguir. “Nada
perderéis por las buenas si de algo os vieses privados, lo recuperaríais duplicado
después con la paz” (García, 2001: 255). Desde esta idea de paz se constituye un
entorno propicio para mantener una situación de statu quo; esta proclama es tierra
fértil para apuntalar las acciones de los señores y los príncipes en la perpetuación
de abusos e injusticias. Por el lado de los campesinos, se promueve el inmovilismo
y la aceptación de dichas injusticias para evitar el desorden.
Es evidente en Lutero el paternalismo al sostener que la autoridad se instituyó
para procurar el bien y la utilidad de los súbditos, de ahí proviene su justificación
al derecho a la servidumbre. Pero tantas tasas impuestas han hecho insoportable
la vida, por ello es necesario dejar los dispendios para permitir que a los pobres
les quede algo. Sin embargo, la exhortación a los campesinos es dura: “si procedéis
con buena intención, podréis contar con la consoladora ventaja de la asistencia y
ayuda divina en vuestra empresa; si, entretanto fuereis derrotados, incluso si mu-
rieseis, al final todo ello se tornará en ganancia y vuestra alma pervivirá para siem-
pre con los santos” (García, 2001: 255).
Lutero sabe que violencia genera violencia, por ello es que expresa: “el que
toma la espada, a espada perecerá, de ahí que haya que someterse a la autoridad,
con temor y respeto, y la autoridad que tenga maldad y sea intolerable e impida la
predicación del Evangelio busca la perdición espiritual y corporal” (García, 2001:
258). Añade gravosamente que la maldad y la injusticia de la autoridad no discul-
pa el amotinamiento ni la revuelta, porque castigar la maldad no pertenece a un
particular cualquiera, es asunto exclusivo de la autoridad civil, que es la portadora
de la espada. Al pensar los campesinos en vengar las injusticias de las que han sido
víctimas ocupan el lugar de la autoridad, de su fuero, de su derecho y de todo lo
que posee. Para Lutero es una injusticia privar de su poder a la autoridad; todos
serían jueces, uno de los otros, y con ello “no sobreviviría el poder ni la autoridad,
el orden ni la justicia sino sólo el asesinato y el derramamiento de sangre” (Lutero,
2001: 259). Nadie puede ser vengador y juez de los ofensores y de las autorida-
des instituidas por Dios, y esto funciona igual para toda la humanidad. De otro
modo, “el mundo no podría disfrutar de paz y orden” (Lutero, 2001: 259). La paz
se equipara con mantener el orden establecido; hay una obligación como cristia-
nos de someterse tanto a los buenos señores como a los malos (Lutero, 2001: 259).
Evidentemente, esto contraviene a un pensamiento crítico. Además, la consigna
para los campesinos es no resistir el mal; la instrucción es no poner resistencia a
la injusticia; hay que ceder, aguantar y dejar hacer. Es necesario desear el bien a
los que nos ofenden, rezar por nuestros perseguidores, amar a nuestros enemigos,
devolver bien a los que nos dan mal, de modo que demanda “sufrimiento, sufri-
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 71

miento, cruz, cruz; ése y no otro es el derecho de los cristianos” (Lutero, 2001: 260).
Dice que con las armas se oprime al Evangelio (Lutero, 2001: 261); responder por
mano propia implica querer convertirse en Dios, y eso es blasfemia: “habéis inten-
tado forzar a la autoridad y presionarla violentamente con vuestra impaciencia y
vuestros desafueros, lo cual supone un atentado contra el derecho del país y contra
la equidad natural” (Lutero, 2001: 264).
Ahora bien, la Exhortación luterana poco pudo hacer ante el movimiento in-
cendiario de los cerca de 300 000 campesinos, de los cuales, en casi todo el país
–a excepción del norte y Baviera– impulsaron el movimiento que sucumbió –por
su improvisación y desorganización– ante las fuerzas de los príncipes, señores y
del emperador. Sin embargo, Lutero pensaba que ninguna de las dos facciones era
legítima, “ninguna de las dos partes estaba asistida por la razón, sino que ambos
luchaban por la injusticia” (Lutero, 2001: 275). El levantamiento era para él, in-
tolerable, de ahí que todos los campesinos revoltosos fueran ante sus ojos como
diablos.
La separación temporal y espiritual que defiende Lutero señala que los cris-
tianos que viven según la fe son libres al no estar sometidos a ninguna orden. Esa
libertad interior y espiritual no tiene sentido político; sin embargo, las reformas
eclesiásticas que propone están cargadas de repercusiones políticas.
Lutero asienta que quien sea atacado por causa de su fe y abandone esa pos-
tura de la obediencia pasiva y se defienda, no puede señalarse como rebelde ni
censurarlo. Considera estas acciones como legítima defensa. Si los católicos des-
encadenaran la guerra estarían actuando con violencia injusta y la defensa a ellos
sería lícita.
La cuestión central para Lutero reside en el argumento sobre la autoridad, con
este móvil escribe las 70 tesis sobre los tres tipos de autoridad, que redactó para
un debate académico llevado a cabo en 1539 en Wittenberg y que versaba sobre el
derecho a la resistencia.
Podemos pensar en que hay contradicciones en estas propuestas dado que
obedecer a la autoridad implicaría obedecer a Dios y viceversa. De ahí entonces,
no se necesitaría la ley si fuéramos buenos cristianos. La obediencia a la autoridad
se debe a que “el cristiano se somete a la autoridad, aunque no la necesite para él,
porque vive con otros hombres que sí la necesitan y porque la autoridad sí lo nece-
sita a él (Abellán, 1999: 179).
Cuando se habla de la autoridad, sostiene Lutero, no se habla de la fe, sino de
los bienes externos, del deber de ordenarlos y gobernarlos en la tierra, dado que
sólo Dios tiene poder sobre las almas (Sabine, 1994: 265). Para Lutero no había
ningún motivo o justificación posible para la desobediencia a las autoridades, ni
72 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

siquiera cuando se sufre la injusticia o la maldad ejercidas por éstas ya que “el que
la autoridad sea mala o injusta no excusa el motín o la rebelión” (Lutero, 2001: 75),
como escribe a los campesinos rebeldes. El hecho de ser gobernados por príncipes
injustos sólo sería expresión de la ira de Dios.
Así es cómo Lutero justifica la desobediencia cuando un gobernante da una
orden que va en contra de la conciencia cristiana de sus gobernados y se apoya en
el texto bíblico que rubrica “es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”
(Hechos 5:29). Sin embargo, va a ser una desobediencia y resistencia pasivas. El fin
de la guerra debe ser la obtención de paz y obediencia. Ahora bien, la coyuntura
en la que se encontraba Lutero era, ciertamente, delicada: por una parte intentaba
fortalecer la obediencia a la autoridad política, cuya negación suponía el rechazo
del mensaje paulino, y, por otra afirmaba un derecho a negar la obediencia “si-
tuacional” que constituía un deber civil. Como consecuencia de esta ambigüedad
Lutero terminó justificando sólo una resistencia no armada frente a la autoridad
(Hernández, 2011: 180).
Para él lo decisivo no era la violencia, sino el hecho de proclamar la verdad. Así,
“consciente de sus contradicciones, Lutero se limitó a pensar según las circunstan-
cias, haciendo hincapié en la autoridad del príncipe o en el derecho de resistencia
según las conveniencias” (Hernández, 2011: 181). Sin embargo, mostrando la am-
bigüedad de algunas de sus posiciones y cuán sujetas estaban a las circunstancias
políticas de su tiempo, no va a dudar en acudir a los príncipes y a la nobleza alemana
cuando ve en peligro su obra reformadora, buscando su apoyo. Entonces, el enfo-
que luterano de la autoridad política no era monolítico, sino que variaba según si el
problema fuera primordialmente religioso o político. Cuando se invocaba al gobier-
no temporal para que ayudara a fomentar reformas religiosas, se le consideraba un
agente positivo y constructivo. En su función más secular y política, en cambio, el
gobierno aparecía como esencialmente negativo y represivo (Wolin, 2002: 172).
A partir de la doctrina de las dos formas de gobierno es que el monje, desde
las enseñanzas agustinianas, fundamenta su rotundo rechazo a la revuelta de los
campesinos, porque argumenta que ellos han aplicado a sus reivindicaciones es-
pirituales ciertos comportamientos que son propios de los gobiernos seculares. La
autoridad está instituida por Dios y la rebelión es insoportable (Lutero, 2008: 101).
Las tensiones estallan con fuerza y cuando Lutero es consultado en 1529, y defien-
de que no se puede derramar sangre en aras del Evangelio; éste manda sufrir por su
causa y, como apuntábamos antes, la condición del cristiano va siempre unida a la
cruz. En 1530 vuelve a decir que desde una posición cristiana no cabe la resistencia
activa, sino sólo sufrir.
Ciertamente, a la luz de una mentalidad contemporánea, es inaceptable la
postura luterana, sin embargo, siguiendo los cánones de una reflexión que recono-
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 73

ce los imperativos históricos, tratemos de comprender su posicionamiento, sobre


todo en lo que respecta a los dos espacios de gobernanza que hereda de sus lecturas
de san Agustín. En ellas se proclama una separación radical entre la ley y el Evan-
gelio; el eremita monje agustino argumenta desde ahí, desde la religión.
La cuestión ética y política radica en pensar si es digno soportar el mal –por
parte de los campesinos– para lograr la paz. Hoy pensaríamos desde los estudios
de paz que la paz a la que apela Lutero es una paz negativa. No basta con que no
haya violencia, sino que se debe mantener un estatus aceptable para lograr situa-
ciones humanizantes, es decir, alcanzar una paz positiva y entonces optar por la
“noviolencia” (Jiménez, 2011: 117). Esto habría sido posible con la promoción de
situaciones de diálogo, que parece no existieron en aquellas disputas; mediante
una reconciliación y una solidaridad humana que no indignificara a los campesi-
nos, sino que, muy al contrario, los liberara y apoyara las posibilidades que como
humanos tenían. Todo esto demuestra la viabilidad de una regulación pacífica de
los conflictos. La paz ha de constituir una serie de elementos y de acciones que nos
impulse y coadyuve a ser más humanos (Jiménez, 2011: 117). El potencial para la
paz se restringe enormemente cuando nos ceñimos a la mera paz negativa dejando
a un lado la paz positiva, en la que se realizan las personas y sus proyectos de liber-
tad, de no sojuzgamiento y de plenificación de los derechos.
El punto de vista ético echa una pequeña –pero potente– luz en los conflictos
de la acción, y es mucho más enriquecedor que una mera asunción de preceptos
religiosos que no promueven lo meramente humano y su dignificación. Es factible
resolver los conflictos cuando se refieren a los intereses generalizables, y desde ahí
analogar la justicia con la paz. Pero la cuestión es cómo entender la paz. Lutero no
es explícito sobre este concepto; lo que podemos interpretar es un entendimiento
muy acotado y reducido, únicamente como ausencia de guerra. Si lo que buscamos
es la paz, tenemos que prepararnos para ella (Galtung, 2003). Ésa es la forma como
podemos trastocar el histórico dictum que se nos ha repetido hasta el cansancio: si
vis pacem para bellum, si quieres la paz prepárate para la guerra.
Es bastante claro que los conflictos mal resueltos generan violencia, ésta se
utiliza para suprimir aquél, eliminando al antagonista. Se entiende por conflicto el
proceso de incompatibilidad entre las metas o intereses de las personas y las socie-
dades. Un conflicto bien solventado trasciende la violencia. No basta con acallar el
conflicto o soterrarlo mediante formas de soportarlo, porque el alcance de la paz
debe ser por medios pacíficos, respetando al ser humano y subsanando sus nece-
sidades básicas para con ello desplegar la vida (Galtung, 2003: 27) que se ubica y
desarrolla en situaciones de desafío recurrente para lograr la paz.
Si la violencia es “aquella actitud de comportamiento que constituye una vio-
lación o la privación al ser humano de algo que le es esencial como persona –inte-
74 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

gridad física, psíquica o moral, derechos, libertades” (Seminario de la Asociación


Pro Derechos Humanos, 2000), o la negación de las necesidades básicas materiales
de sobrevivencia, vivienda, vestido, salud, educación, y no materiales como liber-
tad e identidad, entonces podemos ver que tal violencia no es sólo una forma de
hacer, sino asimismo de “no dejar hacer”, de negarle las posibilidades de desarrollo
a las personas. Aquí se requiere la presencia de la paz positiva exhortada y desde
donde podemos, en este sentido, ver lo inaceptable de la propuesta de Lutero, por-
que la paz está fundamentalmente en el reino de los fines –aunque también de los
medios– en tanto significa trascender lo buscado por quienes están sumidos en
los conflictos y con ello dando pie a nuevas realidades comunes. Es importante no
confundir los medios con el fin, por ello la paz es el camino y es el proceso. Esto
significa que hay una gradualidad en el logro de la paz, la paz no es un ideal dis-
tante, sino que cada quien deberá actuar de modo que cada paz en las acciones sea
parte de la paz. Las normas positivas y jurídicas son medios, pero es la unidad de la
vida la que marca la debida unidad de esos medios y sus fines.
Ahora bien, entender la violencia no sólo se refiere únicamente a lo explícito,
como las guerras contra los campesinos, que ilustra Lutero. La violencia se presenta
en los mismos procesos de pauperización, de exclusión y de privación de las necesi-
dades básicas. Por ello, pedir a los campesinos que no lucharan a pesar de sus condi-
ciones es lamentable, y termina por justificar la situación en que se encuentran. La
violencia-directa es la muestra de las legitimaciones de otras violencias de carácter
estructural y cultural, porque al iniciar una de las tres se transmite fácilmente a los
otros dos ángulos de la tríada. Si la estructura violenta está institucionalizada y se ha
interiorizado, la cultura directa de la violencia tenderá a institucionalizarse, a con-
vertirse en repetitiva y ritual. En este sentido, la defensa y la exhortación a la paz
radica en que el valor de la paz tiene que ver con lo humano, con la realización de lo
más valioso, que es la dignidad de las personas. Así, la paz es el valor eje sobre el que
se montan otros valores como la solidaridad, el reconocimiento, la cooperación y la
hospitalidad cuya realización logra una sociedad más pacífica.
Además, esas exclusiones desde una perspectiva moral representan el mal, al
justificar fraudulentamente una máxima (Etxeberría, 1994: 73), es decir, se justifica
lo injustificable: la desigualdad y la exclusión. Son contradicciones profundas que
tienen que ver con el desgarramiento sufrido como consecuencia de un mal que
muestra una oposición “entre lo que somos y lo que deberíamos ser” (Etxeberría,
1994: 73). De ahí que, sin las necesidades básicas21 cubiertas, difícilmente se goza
de autonomía y libertad y, llevar a cabo los planes de vida, implica la satisfacción
de esas necesidades básicas (Nussbaum, 2002). Así, y en este marco, Lutero parece

21
Estamos considerando las siguientes como necesidades básicas: sobrevivencia (alimenta-
ción, salud), bienestar (vestido, vivienda, educación), libertad e identidad (Galtung, 2004: 13).
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 75

despreocuparse del evento social y político, y por ello es que más adelante hubo
reclamos de pensadores que, como Marx, incidieron con fuerza en esta cuestión.
Con todo y esto, el filósofo de Tréveris hizo una valoración esencialmente positiva
de Lutero y de la Reforma, como se puede leer en la introducción a la Contribución
a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel:
la emancipación teórica tiene para Alemania un significado específicamente
práctico, y es que el pasado revolucionario de Alemania es teórico, la Reforma.
Entonces fue el monje Lutero, hoy es el filósofo, en cuya cabeza comienza la re-
volución […] Si [Lutero] quebró la fe en la autoridad, fue porque restauró la auto-
ridad de la fe […] Pero, aunque el protestantismo no fuera la verdadera solución,
al menos fue el verdadero planteamiento del problema (Marx, 1992: 77-78).

De la angustia sentida por Martín Lutero al pensar que nada de lo que pueda
hacer el ser humano servirá para justificarlo ante Dios y su implacable justicia,
emana su doctrina en cierta forma antihumanista y ultraagustiniana del hombre
(Skinner, 1993). Todo lo que éste haga –aunque se trate de buenas obras– es inútil
para su justificación y salvación. La respuesta del fraile eremita a El libre albedrío
de Erasmo, en 1525, apunta que la voluntad es esclava del mal; sólo por la gracia de
Dios se llega a la justificación de la fe. Esto constituye una afirmación revolucio-
naria para la cristiandad de la época, que sostenía que las obras jugaban un papel
relevante, aunque más adelante Lutero terminaría por rechazar y condenar que las
obras sólo podían ser consecuencia de la fe.
Una vez establecida la necesidad de un gobierno secular, Lutero expresa el de-
ber de obediencia que tienen los hombres hacia las autoridades. Para ello funda-
menta su posición –así como su teología– en los escritos de Pablo y san Agustín.
El texto bíblico que va a servir de apoyo a la posición luterana, escrito por Pablo en
su Epístola a los Romanos, sostiene que “el que la autoridad sea mala o injusta no ex-
cusa el motín o la rebelión” (Lutero, 2001: 75), como escribió sobre los campesinos
rebeldes. El hecho de ser gobernados por príncipes injustos sólo sería expresión
de la ira de Dios. La obediencia a un gobernante injusto puede ser una cruz que
debemos llevar en este mundo. Pagar con mal sería, para el ciudadano privado,
desobedecer a Dios y dañar su propia alma. La resistencia implica la usurpación
no autorizada del poder de juicio y condenación de Dios y, por tanto, es ilegítima
(Forrester, 1963: 325). Pero va a ser una desobediencia y resistencia pasiva: “no hay
que resistir al mal sino sufrirlo; pero no hay que aprobarlo, ni servirlo, ni secun-
darlo, ni dar un paso o mover un dedo para obedecerlo” (Lutero, 2001: 50).
Lutero, ante la confusión de algunas de sus posiciones, muestra la ambigüe-
dad de algunas de sus posiciones por estar sujetas a las circunstancias políticas y al
ver amenazada su obra reformadora no se detenía en acudir a los príncipes y a la
nobleza alemana, en busca de apoyo. Algunos de dichos príncipes lo respaldaron,
76 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

en gran parte, tentados por la posibilidad de hacerse dueños de las vastas propie-
dades eclesiásticas.
Así entonces, en la obra de Lutero se encuentran numerosos pasajes enco-
miando a la paz y pensándola como el “mejor bien en la tierra”. Incluso, acepta en
ocasiones que se obtenga, aunque sea con perjuicio, como lo formulaba él mismo
–con un talante popular–, cuando decía “quien tiene dos vacas, debe dar una para
que se mantenga la paz”. Es mejor tener una vaca en tiempos de paz que dos en
guerra.
Para Lutero, cuando el ministerio se ejercía correctamente la misma Iglesia
fomentaba la paz. ahí el punto dolens de dicha institución, en el que él recala con
insistencia. Ahora bien, en lo que se refiere al peligro turco, su postura no fue con-
secuente durante su vida. En un principio su actitud fue resignada y pasiva, hundía
sus raíces en una teología providencialista con fuerte raigambre veterotestamen-
taria. Más adelante, alrededor de 1529, se inicia un cambio de talante sobre los
turcos como el azote de Dios, y se muestra partidario de las actitudes beligerantes
del emperador, apoyándolo en su defensa, como lo hizo con los príncipes y señores
ante los levantamientos de los campesinos reportados en su Exhortación a la paz.
Se presenta entonces una relación particular entre la teología de Lutero y sus
enfoques políticos; sus posicionamientos pueden verse como una contradicción;
sin embargo, ésta radica en que sus ideas políticas no son lógicamente deducibles
de sus premisas teológicas (Wolin, 2002: 156). He aquí el problema de su exhor-
tación a la paz que no pretendía superar las injusticias, y cuyo marco se ciñó a un
concepto de paz negativa, en un marco de autoridad y orden, dejando de lado la
posibilidad de resistencia ante la injusticia.
Ante cuestiones como la violencia se han vislumbrado –desde tiempos ances-
trales y con revitalizaciones en la modernidad– posibles alternativas para sortear y
alcanzar de algún modo la existencia de expectativas esperanzadoras. Con ello, han
emergido respuestas que han ido tanto por la vía positiva de construcción –que aquí
seguimos–, como por la vía negativa, nihilista y pesimista, que da lugar, generalmen-
te, al inmovilismo. Todas ellas han sido motivo de interesantes estudios.
Las propuestas que generan las investigaciones sobre la paz inciden en que,
además de ser un imperativo de racionalidad, lo es también de carácter moral. Los
conflictos y confrontaciones deben solucionados de manera pacífica asumiendo
que las situaciones de pobreza, hambre y miseria constituyen el caldo de cultivo
de la violencia. Buscar la paz implica tener confianza en el ser humano y abonar
al despliegue de la vida (Galtung, 2003: 27), cuestión que ha hecho que podamos
pensar –con certeza– que las cosas podrían ser de otra manera. Esto es de extrema
relevancia, porque trastoca las formas en que históricamente se ha visto la realidad
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 77

desde una perspectiva bélica y de violencia, buscando salir de esas situaciones me-
diante la esperanza y la utopía. A este tema regresaremos en el último capítulo de
este volumen.
Así, el lenguaje y las preocupaciones en torno a la paz han versado histórica-
mente desde presupuestos violentos y han asumido que la guerra es algo inherente
y propio del ser humano y de la sociedad22. Estas tesis se articulan y fundamentan
en las teorías hobbesianas sobre la condición innata de la violencia en el estado
natural de las personas. De ahí la necesidad del Leviathan que domina, pero garan-
tiza la paz, gracias a que los ciudadanos ceden la libertad al Estado; herencias que
han perdurado y son patentes en las sociedades contemporáneas y, muchas de ellas
dependen de creencias no necesariamente fundadas, dado que, asimismo, a lo lar-
go de la humanidad han existido expresiones de reciprocidad y pacifismo silencia-
das sistemáticamente, legitimándose recurrentemente la presencia de la violencia.
Ahora bien, tener claridad sobre lo que significa la paz previene su uso excesivo,
manipulado y en ocasiones falaz. La paz es “el conjunto de situaciones en las que se
opta por la noviolencia” (Jiménez, 2011: 117), promoviendo situaciones de diálogo,
mediante la reconciliación, la tolerancia y la solidaridad. Yendo muy rápido, pode-
mos señalar que lo que significa la paz se vincula con una realidad centralísima que
es la justicia y, esta última es un eje fundamental para la primera, porque no hay paz
sin justicia. Esto conlleva todo un bagaje del pensamiento ético-político que implica
el respeto a las personas por su dignidad y una responsabilidad solidaria (Cortina,
1985) asumidas por unos seres humanos para con los otros.
Las ideas que emanan de lo vivido son las que han de guiar en la praxis de vida,
al fungir como metas a seguir, como ideales regulativos que nos permiten visualizar
lo que deberíamos perseguir, sin claudicar en esas metas al dar vida a cada uno de
nuestros pasos. Es lo que sucede con el concepto de paz, es decir, que ante la realidad
violenta que en general se vive, la paz se despliega como el ideal regulativo kantiano
de la Metafísica de las costumbres (1999b): tener un ideal que va regulando nuestro
actuar cotidiano y lo ordena en aras de alcanzarlo, y en donde la racionalidad prác-
tica o lo que es la racionalidad de la acción pone como veto a la guerra (Martínez,
2001: 30). Evidentemente, esta prohibición es coherente con la búsqueda de la exce-
lencia humana y, por ende, es congruente con la paz. Estas diferentes formas de ha-
cer la paz previenen la violencia que se ayuda de diálogo crítico, de la comunicación
y del respeto a los demás. Con estos elementos se abreva la posibilidad de ponerse
en el lugar de los otros, como recurso ético para favorecer la paz, y en tanto máxima
del sentido común que heredamos del pensamiento kantiano (Kant, 1973: 232ss y
269ss). La racionalidad práctica tiene sus razones morales y desde ellas se nos impo-

22
Así lo sostuvieron autores como Pierre Clastres (2004).
78 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

ne un deber: el de poder vivir como si pudiéramos alcanzar la paz. Esta propuesta tie-
ne que ver con la posibilidad de imaginarnos de otra manera, como si estuviéramos
en otro momento y en otra realidad, en el ánimo de que esto se podrá obtener si nos
reconocemos mutuamente como personas valiosas y con derechos de interlocución
en los ámbitos de una ética de la justicia, desde una ética de la responsabilidad con
los otros y en un ánimo de alcanzar conjuntamente beneficios mutuos que constitu-
yen la solidaridad y que inducen a diversas formas de lograr dicha paz.
La preeminencia del belicismo ha despertado siempre un interés mayor en
historiadores y en filósofos ante el soslayo y el desprecio de los estudios de paz,
desde los cuales, aun Kant pensó la paz como alcanzable y plausible, al colocar al
conflicto como motor de la historia que estimula el progreso de la humanidad.
La posibilidad de imaginar una situación mejor a la que se vive es lo que hace
posible pensar en alcanzar la paz y trascender situaciones de violencia y de injusti-
cia social, generando cambios en las estructuras de organización qué abra la posi-
bilidad de tener un mundo diferente. Ahí aparecen los escenarios utópicos.
Las formas recurrentes de injusticia social que se constituyen en formas vio-
lentas, no tienen por qué ser así, sino que pueden trastocarse y dejar de ser el
presupuesto de la violencia estructural23 de modo tal que la paz puede suponer
y vislumbrar el alcance de la justicia. Así, paz y justicia son ejes que articulan y
buscan construir una humanidad solidaria, ciudadana desde el telón de fondo de
lo humano, en los ejemplos concretos de los excluidos, los inmigrantes, los margi-
nados, las mujeres maltratadas, los niños sin hogar o aquellas personas que se en-
cuentran en situación de extrema pobreza. Ampliar los límites de las concepciones
de ciudadanía civil a una ciudadanía de tipo cosmopolita abreva estas propuestas
pacíficas, y cuya posibilidad se enmarca en la ampliación de las redes propias de lo
humano. De otro modo, sucede lo contrario, es decir, que cuanto más lejano es el
vínculo que une a las personas, menor es la reciprocidad que se da entre ellas.
Así entonces, podemos decir que la lucha contra las diversas formas de violencia
pasa obligadamente por la justicia. Con estas cuestiones como base, podemos ima-
ginar la posibilidad de pavimentar un camino hacia la paz que logre concomitante-
mente la justicia, mirando estos horizontes como utopías posibles, realistas y viables.
El punto de vista ético ilumina los conflictos de la acción. La paz es una meta
buscada por sí misma y los adjetivos, en todo caso, clarifican los fines específicos o

23
Galtung ha señalado tres tipos de violencia: la violencia directa que es la explícita; la es-
tructural que es la que se ubica en las instituciones y en las estructuras sociales; y, la violencia cultu-
ral, que se encuentra situada en los espacios culturales, en los imaginarios simbólicos, cfr.: Galtung
(2003: 57ss y 265ss). Es importante señalar que las estructuras se vinculan de manera importante con
los sistemas económicos, de éstos dependen aquéllas y las violencias que generan.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 79

concretos, pero no cambian el significado mismo y profundo de esa paz. En todo


caso, le dan algunos matices, pero no la transforman en su hondura, porque ade-
más de ser una meta, la paz es el camino que ha de hacerse para alcanzar la pleni-
tud de lo humano.
Ahora bien, uno de los grandes problemas a los que nos enfrentamos en el
ámbito contextual son las patologías sociales y criminales existentes en la sociedad,
ya que cancelan las posibilidades de inclusión y no se preocupan por los intereses
generales ciudadanos. Muchos de estos desvíos no se aprecian por el trasfondo
invisible de su existencia como violencias sistémicas o estructurales. Es un tipo
de violencia que aparece desde todos los lugares y desde ningún lugar, similar a la
violencia divina o pura que Walter Benjamin (1998) plantea y que coincide par-
cialmente con el fenómeno de la biopolítica (Benjamin, 1998: 8; Žižek, 2008: 198).
La violencia sistémica es inherente a las condiciones sociales de las formas
actuales del capitalismo global que excluye a personas que son dispensables, cues-
tión que, por supuesto tiene consecuencias en el espacio y cultura públicos y en la
política, porque genera desintegración y exclusión de todo tipo. Esto excluye las
acciones de los ciudadanos por lo que la relevancia que tiene la filosofía y sus pro-
puestas son fundamentales para intentar poner un alto a estas situaciones. En los
últimos tiempos estas consideraciones sobre la violencia sistémica han sido mati-
zados entendiéndola como una violencia que afecta a toda la sociedad, a todos sus
miembros y no sólo a unos cuantos, no sólo a los excluidos (Han, 2017: 123). Esta
concepción pone en juego poder y violencia.
Las ideas de cultura pública, de política o de espacio público han de abarcar
las ideas normativas que están relacionadas con conceptos tales como autonomía,
voluntad colectiva, representación, ciudadanía, legitimidad, discusión y debate, y
todos preocupados con una idea subyacente de racionalidad. Todas estas catego-
rías han de repensarse a la luz de sociedades complejas, diferenciadas porque
cuando ningún grupo social puede considerarse portador de intereses gene-
rales, cuando se debilita el recurso a la historia, cuando el Estado-nación ya no
supone un referente simbólico común, se plantea una especie de tensión entre
la tendencia hacia la búsqueda de algún tipo de unidad o garantía de intersub-
jetividad […] y la pluralidad (Rabotnikof, 1995: 51).

Es preciso reconocer las circunstancias y las situaciones empíricas en las que


se lleva a cabo la cultura política y los espacios públicos, porque de otra manera no
podremos comprender las formas en las que se presenta la democracia y correrá
el peligro de reducirse a mera quimera con las consecuencias devastadoras para la
paz. Las instituciones mismas dan cuenta y son resultado de un proceso y un de-
venir de la historia, mediado y frecuentado por intereses en conflicto, resultando
además causales de violencia estructural.
80 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Las razones hacen lo que pueden, pero no podemos desafectarnos de la rea-


lidad y ser ingenuos pensando que apelar por la virtud y el diálogo, por dar un
ejemplo, bastan. Si no queremos que la filosofía y las reflexiones sobre la política
despeguen por los aires y se aparten de los intereses y los conflictos propios de
la cultura política y las democracias, es preciso administrar caudales de realismo
y contextualidad histórica investidos con una cultura crítica para el logro de la
paz. Ésta será la única manera de allanar los caminos de la problemática y violenta
realidad.
Desde las categorías de la filosofía política es posible evaluar los desvíos que
en el espacio público se han llevado a cabo, en lo que respecta a la cultura demo-
crática, al respeto a la dignidad y a la libertad de las personas, cuestiones que han
contravenido situaciones de justicia y, por ende, dieron lugar a situaciones vio-
lentas. A través de esos objetivos de carácter ético-político se pretende, de alguna
manera, visualizar la reconfiguración de lo humano en el espacio público, a partir
de las experiencias de violencia que evidencian sus trastoques y tergiversaciones
aniquilantes sobre lo que es la política misma, para que entonces sea posible im-
pactar en los cambios que la sociedad demanda y fuera de muchos paradigmas
de belicismo naturalizado. Desde los inicios de la tradición occidental existe una
tensión que parece condenar al infortunio a las relaciones entre filosofía y política.
La política, cualquiera que sea la acepción que se siga, siempre remite a un eje de
contingencia, de modo que se presenta siempre la posibilidad de situaciones que
podrían presentarse de otra manera. Ahí está la complejidad de las cuestiones que
se dan en esas contingencias y en los diversos contextos de la política y de los espa-
cios culturales públicos. La propensión originaria de la filosofía tuvo como intento
el sometimiento de esa contingencia para la superación de esa fragilidad, simpli-
ficando las complejidades propias de los espacios políticos y la cultura pública. La
búsqueda de generar tensión entre ambos polos se debe a que los recursos de la
filosofía tienen que ver con su intento de implantar inteligibilidad, orden y sentido
en la vorágine de lo real y en la construcción y enunciación de ideales de vida.
Cruzar el puente que vincula y articula el pensar filosófico y la realidad impli-
ca esfuerzos que necesitan impulsos reales de la ciudadanía. Quizás, si queremos
vivir, podamos decir que “está[mos] condenado[s] a la esperanza” (Todorov, 2004:
153). Por ello, la filosofía nos da los elementos teóricos para visualizar el camino a
seguir, sugiriéndonos derroteros para no terminar como una sociedad a la deriva.
La filosofía genera la necesaria conciencia crítica y propositiva que nos impulsa a
pensar que la realidad puede escampar y participar, para desde esa trinchera gene-
rar cambios en las sociedades y sus conformaciones democráticas. Sólo así vere-
mos la presencia de la filosofía en los espacios de la cultura pública y los espacios
políticos.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 81

1.4. Visualizar la destrucción y apostar por una comprensión de la paz sin


treguas

“Ahora viene la cuestión que afecta a lo esencial del propósito de la


paz perpetua: lo que la Naturaleza hace en relación con el fin que la ra-
zón humana impone como deber, esto es lo que impone para favorecer
su finalidad moral, y cómo la Naturaleza suministra la garantía de que
aquello que el hombre debería hacer según las leyes de la libertad, pero
que no hace, queda asegurado que lo hará sin que la coacción de la Na-
turaleza dañe esta libertad; esto se garantiza precisamente con las tres
relaciones del derecho público, el derecho político, el derecho de gentes
y el derecho cosmopolita […] Una guerra de exterminio, en la que puede
producirse la desaparición de ambas partes y, por tanto, de todo el de-
recho, sólo posibilitaría la paz perpetua sobre el gran cementerio de la
especie humana”.
Immanuel Kant (2005: 165, 145)

Ante la realidad violenta que se vive en general, la paz se despliega como el


ideal regulativo kantiano de la Metafísica de las costumbres (1999b), que significa
tener un modelo paradigmático que va regulando nuestro actuar cotidiano, orde-
nándolo en aras de alcanzar dicho ideal y, en donde la racionalidad práctica –o ra-
cionalidad de la acción– pone como veto a la guerra (Martínez, 2001: 30). En este
inciso desplegaremos algunas ideas en torno al pensamiento kantiano sobre la paz
y, necesariamente, con la guerra.
La propuesta kantiana –con su breve tratado sobre la paz– busca ir más allá de
las expresiones pacíficas que imperaban en la época. Se basaba en paces tácticas y
guerras de alcance limitado; los tratados no se tomaban demasiado en serio por-
que eran más bien estrategias para tomar posiciones de ganancias ventajosas en las
futuras guerras. Si bien es cierto que inicialmente Kant valoraba la guerra como
promotora del progreso, más adelante estableció las bases de lo que pensaba era
una paz duradera, aunque sin aislar el tema de la guerra. Así lo apunta en la Crítica
del juicio cuando declara que incluso la guerra en la que se respetan los derechos
civiles tiene algo de sublime en sí misma y hace al pueblo aún más sublime. Una
paz por amor al espíritu comercial se convierte en una paz egoísta, en ella dominan
la debilidad y la cobardía, mostrándose como una paz que mancilla el pensar del
pueblo.
La guerra misma, cuando es llevada con orden y respeto sagrado de los dere-
chos ciudadanos, tiene algo de sublime en sí, y al mismo tiempo, hace tanto más
sublime el modo de pensar del pueblo que la lleva de esta manera cuanto mayores
son los peligros que ha arrastrado y en ellos se ha podido afirmar valeroso; en
cambio, una larga paz suele hacer dominar el mero espíritu de negocio, y con él
82 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

el bajo provecho propio, la cobardía y la malicia, y rebajar el modo de pensar del


pueblo (Kant, 1973: 249).
Si bien para Kant la guerra es reprobable desde un punto de vista racional y
ético, también es cierto que le halla utilidad para el progreso de la historia: hace
que el Estado civil se perfeccione. Las guerras son formas de avance de las cons-
tituciones, mejoran la esencia de las naciones hasta llegar a un punto en el que se
puedan mantener por sí mismas. Así, el pequeño (pero de gran relevancia) ensayo
Sobre la paz perpetua (2005b) ha mostrado ser un texto muy importante y se ha
convertido en obligado en el tema de la paz. Este célebre panfleto –publicado en
Königsberg a finales de 1795– sobre la retirada de los prusianos de la guerra contra
los franceses, da cuenta de la complacencia que le generó a Kant. Ese clima polí-
tico lo impulsó “a hacer públicas sus propias ideas revolucionarias acerca de una
legislación internacional revisada, que él creía condición necesaria para cualquier
paz duradera” (Gallie, 2014: 28). Sin embargo, en el tratado de Bâle había también
cuestiones que él no avalaba, como la participación de Prusia para el reparto de
Polonia. Por ello es que denuncia esta cuestión en su escrito al señalar que
la posibilidad de nuevos adelantos políticos importantes y la amenaza de in-
terminables iniquidades políticas periódicas por igual lo indujeron a hablar de
un modo inhabitual por completo: no en un tratado demasiado formal, redac-
tado en estilo escolástico, como era su costumbre, sino en un panfleto breve,
popular, sorprendentemente directo y específico (Gallie, 2014: 29).

Su opúsculo tuvo enorme éxito –se tradujo al inglés y al francés casi de inme-
diato–, y fue leído desde entonces como una obra célebre del pacifismo. Sin em-
bargo, no puede ser considerado un texto sencillo de persuasión política; mucho
se ha dicho que este texto es el planteamiento de un ideal moral al que es preciso
aspiren los países en sus relaciones exteriores, aun siendo difícil su alcance en la
realidad. Asimismo, se le ha visto como una defensa en favor de la instauración de
la paz “mediante el poder combinado con una liga de naciones amantes de la paz”
(Gallie, 2014: 30).
Kant describe la paz perpetua como el más alto bien político; una idea de la
razón práctica hacia la que debemos ir como si fuera algo real, aunque no lo sea.
Tanto en la Metafísica de la moral como en Sobre la paz perpetua (2005b), se define
la paz como una cancelación de las hostilidades entre los seres humanos en el esta-
do de naturaleza o entre los estados en una situación de guerra. Aunque puede ser
lograda por una reforma gradual de acuerdo con principios firmes, también puede
garantizarla una autoridad, o el gran artista de la naturaleza. Así, sea el destino o
la Providencia lo que produce la concordia entre las personas, aun en contra de su
voluntad o su discordia, en Sobre la paz perpetua (2005b), Kant presenta los princi-
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 83

pios firmes que tiene en mente, y lo hace en forma de un tratado con dos secciones
y un apéndice (Caygill, 1996: 314).
En este escrito, la intención de Kant es desarrollar un concepto de paz sin
cuestionamientos ni reservas, basado en el principio de la razón. Incluso con todas
las dudas sobre este tema –como lo expresaba en su Teoría del Derecho– también
sabía que era un elemento necesario en la vida de los seres humanos. “En su opús-
culo encontramos, en definitiva, un artificio metafórico que permite explicar una
idea filosófica en forma contractual” (Hernández, 2011: 246), que tendía a crear un
tratado de paz que no fuese atacable, sin intersticios por los que se filtrara alguna
posibilidad de reanudación de hostilidades. Por ello, su modelo tiene una meta que
no debiera romperse a menos que fuera con una voluntad explícita y arbitraria, al
margen del derecho y de la moral.
Ciertamente, Kant apoya la defensa de la paz haciendo un llamado de carácter
moral que va sistemáticamente contra las desgracias, los males de la guerra y las
violencias; también es un reclamo de un “interés personal civilizado (que habitual-
mente implica fe en nuevos mecanismos internacionales, que capacita a los hom-
bres y a las naciones para vivir en paz sin pasar por ninguna transformación moral
drástica)” (Gallie, 2014: 34). La demanda de paz perpetua va vinculada al derecho
internacional.
De este modo, el opúsculo kantiano queda para la historia como la base de
los tratados internacionales al prohibir toda conducta deshonrosa que impida una
reconciliación con el enemigo, mostrando así la salvaguardia de una dimensión
moral. Al no haber jueces que determinen el derecho entre las distintas unidades
estatales que viven en estado de naturaleza, es necesario limitar los efectos noci-
vos que generan la guerra. Kant diseña la paz como una paz política y no neutral,
basada en el establecimiento de una constitución republicana como la forma ideal
para la paz perpetua. De este modo, la búsqueda de la justicia común a partir de la
federación de repúblicas homogéneas podría superar el estado de naturaleza que
permitirá dicha paz.
Sin el esfuerzo continuo de la razón, lo que se obtiene es una paz de los reinos
o de los imperios, es decir, una paz imperial, para Kant una paz inmoral, opresiva,
impuesta; una paz de los cementerios. Éstas son, en definitiva, degradaciones de la
verdadera paz. Esa paz estratégica no es en absoluto para Kant genuina; es una as-
tucia, una mera oportunidad que permitirá a los contendientes reanimarse y forta-
lecerse para lanzarse a una nueva guerra. La paz estratégica es una tregua-trampa.
Por ello es que no puede aceptarse una paz con tregua.
Sin duda, dicho opúsculo de Kant condena todo tipo de treguas; adjetiva
como perpetua a la paz; concibe una paz sin treguas, sin reposos ni interrupciones.
84 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Por ello es que con el calificativo de perpetua Kant no sugiere en absoluto una vida
beata, porque su paz no es religiosa ni divina, sino terrena: para quienes son racio-
nales, pensantes e ilustrados.
Las herencias de sus predecesores –como son Saint Pierre, Rousseau y Vat-
tel– tienen un impacto relevante en Kant, y así como ellos antes, Kant redactó tex-
tos sobre las relaciones internacionales en términos del ámbito europeo del siglo
XVIII. Daban cuenta de la idea de la vida de las personas siempre como una al-
ternancia interminable entre la guerra y la paz, pensada ésta como cese temporal
de la guerra. Parece que no podemos evadirnos de la guerra, sin embargo, la idea
de todos estos teóricos apreciaba en Europa una civilización que de alguna mane-
ra había logrado hacer equilibrios ante el dominio de potencias dominantes y la
configuración de alianzas para enfrentar a dichas potencias. Por ello “la guerra no
era simplemente un mal necesario dentro del sistema europeo, sino que también
constituía una garantía indispensable de la supervivencia y la independencia de
los distintos Estados europeos” (Gallie, 2014: 45). Pese a su carácter destructivo, la
guerra habría de ser tolerada. Sin embargo, ni a Saint Pierre, Rousseau o Vattel les
convencía este panorama que resultaba ser muy complaciente y desconfiaban de
ese supuesto equilibrio entre los principales Estados europeos. Rousseau sostenía
que la guerra entre ellos era un mal inherente, que crecía y que era un obstáculo
para el progreso de las reformas internas. Esto se resolvería únicamente mediante
una federación de Estados europeos, aun a sabiendas, como lo reconoció después,
de que los países poderosos difícilmente se someterían a una autoridad federal.
Rousseau abandonó este problema internacional por su carácter de irresoluble.
Por otro lado, la posición de Vattel fue más “positiva y práctica” (Gallie, 2014:
46), y él estaba de acuerdo en que la guerra era inherente al sistema europeo: un
obstáculo para lograr el desarrollo comercial y cultural. La única posibilidad era
limitar y matizar dicha guerra, para lo cual era necesario reconocer el verdadero
su carácter y los desenlaces que podrían esperarse. La paz que se lograra sería me-
jor si la guerra había generado menos daño. Vattel defendía la moderación en la
guerra y en las negociaciones de paz señalaba que los hombres debían aceptar la
posibilidad de las guerras, o algunas de sus partes, como “justas”. Todas las guerras,
fueran “justas” o punitivas, creaban confusión y engendraban grandes perjuicios.
Kant coincidía con Vattel al sostener que la guerra era inherentemente opuesta al
derecho y no era un medio racional para que los hombres trataran de hacer valer
sus derechos (Gallie, 2014: 48). La guerra genera vencedores y vencidos, los pre-
senta como resultados de un método –por irracional– totalmente arbitrario, que
no considera ni el arbitraje ni la negociación. Los tratados, aunque favorecen al
vencedor, sirven para lograr la paz, por ello, para Vattel la guerra es un hecho in-
eludible; constituía un herramental de la vida política que había de utilizarse mo-
deradamente, o mejor no utilizarlo, de ser posible.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 85

Estas ideas hicieron eco en Kant, que bien sabía que acabar con los males de
la guerra era una tarea inevitable, ardua y lenta; sin embargo, no estaba de acuerdo
con Vattel en pensar que todos los Estados tienen el derecho a hacer la guerra para
garantizar sus intereses. Kant señalaba que la guerra puede moldearse, sin embar-
go, no puede cancelarse del escenario internacional.
Contra eso, Kant había de sostener que el reconocimiento de la meta de la paz
perpetua entre las naciones era necesario como primer paso en cualquier progreso
seguro hacia un orden jurídico internacional y, consecuentemente, que creer en la
posibilidad de una moderación y una limitación progresiva de las guerras, sin la
aceptación de aquella meta, constituía una ilusión sumamente peligrosa (Gallie,
2014: 48).
Kant era un defensor de la ley y de las legislaciones en las relaciones entre Es-
tados, por ello se le ha definido más como legalizador que como pacifista (Gallie,
2014: 49). Al haber establecido acuerdos de no agresión entre Estados se le puede
considerar como el primer internacionalista sistemático; en su propuesta los seres
humanos cumplían con su deber y mostraban su vocación cosmopolita. Además,
asentaba que las personas podrían aprender con ensayos y errores y con un sentido
de los ideales de justicia y armonía con los demás.
La guerra resultaba el mayor de los males de la humanidad, era irracional y
por ello inaceptable; era la forma extrema del mal general de la naturaleza huma-
na, es decir, una forma de egoísmo natural que se domeña por las leyes y que se
dirige hacia el ideal político de libertad y que, en su realización, se puede obtener
una moralidad social pura en tanto se trate a los demás como fines y nunca como
medios.
La presencia fundamental de la razón tiene –para el filósofo de Königsberg–
una proclividad del pensamiento humano: en todo esfuerzo consciente se inclina
hacia una unidad, un sistema y una necesidad aún mayores, al mismo tiempo que
hacia una autocrítica y un dominio de sí.
El primer aspecto de la razón se hace más evidente en su tarea de ordenar
nuestras sensoimpresiones subjetivas, en el conocimiento de un mundo objetivo,
público, regido por la ley; el segundo, en su tarea de someter nuestros impulsos
egoístas a reglas de consistencia, reciprocidad y justicia; pero esa sola y única ra-
zón, como Kant solía decir, también se expresa en la vida teórica y práctica (Gallie,
2014: 38).
Los logros en uno y otro campo han sido desequilibrados. La búsqueda de
unidad, sistema y necesidad por parte de la razón ha permitido el acuerdo sobre
los modos en que los objetos de su mundo común deben identificarse y explicar-
se, actuando en relación a normas convenidas sobre cuestiones de reciprocidad y
86 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

justicia entre una persona y otra. Esa razón se expresa en la vida teórica y práctica;
tal razón funge como clave capaz de entregar los secretos del mundo físico, así
como de dictar el asentimiento racional de todos quienes escucharan su llamado.
Esta razón se caracterizaba por ser imaginativa, flexible y profética (Gallie, 2014:
76). Kant pretendía conciliar las razones teórica y práctica, en tanto la razón teó-
rica revelaba un mundo de determinismo natural, un mundo ordenado y, la razón
práctica suponía la posibilidad de la libertad para elegir el deber y la justicia. Esta
razón práctica es una vocación siempre inacabada; la esperanza en esa razón tiene
en Kant un poder enorme para los empeños políticos.
Los fracasos y las dificultades revelados en la historia de la humanidad fueron
condiciones necesarias para la expansión de la capacidad humana de enfrentarse
racionalmente a la naturaleza y sus pruebas; ahí se muestra un progreso racional
en donde la paz perdurable sea posible. El ideal moral de lo humano y de la paz
entraña esa esperanza de posibilidades insospechadas.
La paz como ideal moral se patentiza en el pensamiento pacifista kantiano en
tanto “la paz perpetua no es una idea vacía sino una tarea que, resolviéndose poco
a poco, se acerca permanentemente a su fin, porque es de esperar que los tiem-
pos en que se producen iguales progresos sean cada vez más cortos” (Kant, 2005b:
187). Es esta idea de la paz como ideal moral la que nos interesa mantener como
hilo conductor en este libro, como hemos ya señalado, de modo tal que es facti-
ble forjar la apertura de un camino por el cual habrá que transitar perpetuamente
hacia la paz, aunque ésta habrá de convivir con la guerra que parece ser lo perpe-
tuamente presente. Si bien el camino hacia la paz busca su perpetuidad “el estado
de paz debe ser instaurado, pues la omisión de hostilidades no es todavía garantía
de paz” (Kant, 2005b: 148). Por ello se requiere una paz perpetua sin licencias ni
intervalos; que no se identifique con la vida eterna de la teología cristiana, ni con
la paz estratégica de los déspotas ilustrados. No es la paz dada o regalada que pro-
viene del estado de naturaleza, sino la que se obtiene por el progreso de la razón, de
ahí que Kant afirme que el estado de paz –sin pausa– debe ser instaurado. Ni una
paz de los imperios o una paz romana son aceptables, ya que son inmorales por
abusivas y tiránicas; por ello se la llama la paz de los cementerios, porque consti-
tuye un oprobio degradante de la verdadera paz. La paz estratégica no es una paz
genuina, sino un contraejemplo de la genuina.
El anuncio de la perpetuidad de la paz que mostraban los ilustrados en sus tex-
tos convivió con un crecimiento inexorable de unas formas nuevas de hacer la guerra
y cuya característica fue la ausencia de respeto a los límites antiguos. Así, la preocu-
pación kantiana de no cejar en momento alguno en defender la paz y, por ello, no
hay tregua temporal. La inscripción “hacia la paz perpetua” que estaba en cierta po-
sada holandesa, junto al dibujo de un cementerio –cuando Kant la visitó–, dio pauta
para que el filósofo prusiano la utilizara como título de su conocido opúsculo.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 87

Kant intenta entrever afanosamente el concepto de paz perpetua entre los Es-
tados, de modo que la ardua, diversa hasta la multiplicidad divergente y, por ello,
llena de sorpresas e incertidumbres, “la paz perpetua de los vivos, busca propo-
nerse como alternativa –quizá, como la única alternativa– a la otra paz perpetua,
a la fácil monótona, previsible paz perpetua de los muertos” (Pereda, 1996: 80). Se
busca una paz que no cese y que sea un proyecto continuo; ha de mostrar tanto la
astucia de la serpiente como la candidez de la paloma (Kant, 2005b: 170); en donde
política y ética se combinan para el beneficio humano.
A pesar de las inacabadas infracciones prácticas de los acuerdos para no dar
pie a la guerra y que involucran una necesidad ética de la paz, la guerra y la vio-
lencia han continuado. El veto que formula la razón práctico-moral a la guerra
es irrevocable por el daño que se causa a las personas. Este veto es coherente con
la búsqueda de la excelencia humana, y por ende es congruente con la paz. Kant
hereda a la posteridad algunas ideas fundamentales como son que cada persona
debe considerarse ciudadano del mundo antes que cualquier otra cosa; los acuer-
dos deben convertirse en auténticos tratados de paz y no sólo en armisticios; los
ejércitos permanentes convenientemente irán desapareciendo paulatinamente; la
existencia de tropas mercenarias supone un atentado en contra la dignidad huma-
na; la constitución de los estados debe ser republicana; debe declararse obligato-
ria la hospitalidad en todo el mundo independientemente del lugar de nacimiento
y la vinculación política y la cuestión que defiende el espíritu humanitario como
elemento de unión de los pueblos (Baquer, 2004: 279). “No pudo ser sino su pro-
funda convicción de que la guerra debe y puede ser evitada lo que llevó a Kant a
ese esfuerzo, cuyo resultado es una obra a la cual no siempre se le ha reconocido su
trascendencia” (Santiago, 2004: 127). Negarse a aceptar las justificaciones de cual-
quier guerra hace que tome distancia de teorías muy asentadas y aceptadas sobre
la guerra. Esto porque “las formulaciones clásicas de la teoría de la guerra justa o
el ius in bello debe funcionar provisionalmente con vistas a la cancelación del ius
ad bellum o derecho de guerra, y no como parte complementaria de la doctrina del
derecho de guerra” (Santiago, 2004: 135).
Si no se logra la armonía sobre la separación y las diferencias entre los pueblos
o entre las personas y las rivalidades llegan a sus últimas consecuencias, se habrá
instaurado la paz de los sepulcros dejando de lado el derecho y la justicia. Lograr la
paz implica considerar sus antinomias que emergen de las aparentes discrepancias
entre moral y política y, por ello, la solicitud de los filósofos para propiciar las con-
diciones de esa paz. Ahí es precisamente en donde juega un papel fundamental el
político moral y no el oportunista moralista político (Kant, 2005b: 177).
El proyecto kantiano difería de los anteriores porque “combinaba una deman-
da moral urgente de ‘acción inmediata’ con un sagaz reconocimiento político de la
88 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

larga lucha cuesta arriba que esa acción exigiría” (Gallie, 2012: 53). Los gobiernos
debían inaugurar la paz en una forma legal que buscara la perpetuidad de ésta y
la extendiera a todo el orbe. Esa paz pensada como perpetua únicamente podía
iniciarse haciendo una revisión de la noción de derecho internacional de la huma-
nidad. Los proyectos de paz eran impracticables mediante-imperio y lo eran asi-
mismo mediante-federación, y sobre esto estaba cierto Kant. La idea de implantar
la paz entre estados soberanos era una ilusión política; había para él una incom-
patibilidad entre establecer y mantener una constitución justa en el interior de un
Estado y establecer y mantener una relación justa entre Estados. La propuesta legal
debía incorporar a todos los Estados para evitar las agresiones ilegítimas; de otro
modo, la paz perpetua era difícil de lograrse. Lo único que asegura los derechos de
los Estados es el arbitraje para así defender sus derechos.
Las enseñanzas de Kant expresadas como máximas, argumentos o críticas
muestran que para él la paz concebida para ser perpetua es algo que debe exten-
derse a partir de un ejemplo positivo de no agresión prometida. Denuncia con
fuerza a Grotius, Puffendorf y Vattel por tratar de persuadir a los Estados europeos
de contentarse con las guerras estrictamente limitadas, como condición necesaria
para convenios de paz (Kant, 2005b: 154) y, como ya lo apuntamos, no debe haber
treguas. Kant no acepta este enfoque por ser tranquilizador e inaceptable, ya que la
guerra no es un camino que reivindique nuestros derechos pues acepta el dominio
del más fuerte. Esto constituye una afrenta contra la razón; todas las relaciones
entre Estados deben tener un fundamento legal (Reiss, 1995: 103). Se busca que la
esperanza de un mundo en el que los derechos del individuo llegan a trascender las
fronteras de su propia nación, quedando garantizados y limitados asimismo por
el reconocimiento mutuo entre los Estados confederados. Éste es un paso hacia la
consecución de relaciones pacíficas entre estados que respeten los derechos fuera y
dentro de sus fronteras.
Independientemente de reconocer lo inaceptable de la guerra, la pregunta so-
bre cómo garantizar la paz perpetua y la búsqueda para mantener a sus miembros
unidos al producirse diferencias y rivalidades entre ellos, es una consideración so-
bre la que Kant no ofrece garantía alguna de que la confederación no se desintegra-
ría. No se puede garantizar la paz perpetua si hay en la naturaleza humana barreras
insalvables al progreso político, y esos obstáculos pueden verse como elementos de
impulso al esfuerzo racional y desde ahí sea posible dar sentido del desarrollo polí-
tico de la humanidad. Esto porque, si bien para Kant las personas tienen una parte
animal e inherentemente egoísta, también tienen una parte racional y respetuosa
de las leyes. Esta última presenta posibilidades de desarrollo casi ilimitadas y se las
pone en acción por las necesidades de la naturaleza animal. Los peligros de la hu-
manidad por las crisis o las anomalías de la vida humana hacen que se apegue a las
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 89

costumbres, a la lucidez y al respeto por la justicia que constituyen tal racionalidad


(Reiss, 1995: 113-114).
La conciencia abstracta de lo injusto de la guerra, de sus principales causas o
de los medios por los que esas causas pueden evitarse o anticiparse nunca será su-
ficiente para producir la paz entre las naciones. La voluntad humana es impotente
en la práctica, y únicamente cuando la guerra sea patentemente más destructiva
será cuando las personas sentirán el impuso de buscar una paz permanente. Para
Kant no había dificultad en apreciar que era fundamental decidir si se deseaba una
paz perpetua. El reconocimiento de los peligros sustenta la exigencia de la razón
sobre los derechos para hacerlos valer por medios legales y evitar recurrir a la gue-
rra. La valoración que hace Kant de la mediación y el arbitraje es lo que zanja los
conflictos interestatales y la posibilidad de acuerdos legales. Kant aprecia la vida
humana con realismo y no deja de ver las rivalidades, las demandas, las alianzas de
poderosos, las presiones, los infortunios y las injusticias particulares; pero centra
sus fuerzas en contra de una forma inaceptable de infortunio y de injusticia: la gue-
rra y su pretensión de zanjar disputas entre Estados.
Una guerra de exterminio en la que puede producirse la desaparición de am-
bas partes y, por tanto, de todo el derecho, sólo posibilitaría la paz perpetua sobre
el gran cementerio de la especie humana y por consiguiente no puede permitirse
ni una guerra semejante ni el uso de los medios conducentes a ella (Kant, 2005b:
145-146).
Pensar en la factibilidad de la paz perpetua muestra que en Kant tenemos el
derecho a planear y a actuar como si pudiéramos hacerlo para soportar nuestro
esfuerzo y asegurar su realización. La acción política exige reconocimiento de las
verdades intemporales que Kant llamaba las exigencias de la razón en relación con
el trato justo entre personas, entre sociedades, en relación de lo que es y no posible;
lo que vale y no vale, la posibilidad de reclamar y aquello por lo que merece la pena
trabajar.
La sociable insociabilidad de la humanidad estimula las facultades racionales
a realizar la racionalidad. La razón práctica es impotente en la política y aún con
las metas del comportamiento humano racional debe aguardar a que los trabajos
indirectos de la naturaleza sean alcanzados y luego ayudar a esos designios. Ahí se
necesita la capacidad inventiva de la humanidad y una sabiduría humana derivada
de la razón práctica (Reiss, 1995: 112).
Mucho más puede decirse de las apuestas teóricas kantianas que tanto nos
ayudan a clarificar nuestras concepciones e ideas de la paz. Las diferentes formas
de hacer la paz previenen la violencia o la guerra –como una forma de violencia– a
partir del diálogo crítico (que se aprende), de la comunicación y del respeto a los
90 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

demás. La posibilidad de imaginarnos en el lugar de los otros es un recurso ético


excelente para favorecer la paz; este recurso constituye una de las tres máximas del
sentido común: pensar sin prejuicios; pensar por sí mismo; y, pensar imaginándo-
se un como si en el lugar de los demás (Kant, 1973: 232ss y 269ss). La racionalidad
práctica tiene sus razones morales y desde ellas se nos impone un deber: poder
vivir como si pudiéramos alcanzar la paz. Esta propuesta tiene que ver con la po-
sibilidad de imaginarnos de otra manera, como si estuviéramos en otro momento
y en otra realidad, en el ánimo de que esto se podrá obtener si nos reconocemos
mutuamente como personas valiosas y con derechos de interlocución en los ám-
bitos de una ética de la justicia, desde una ética de la responsabilidad con los otros
y en un ánimo de alcanzar conjuntamente beneficios mutuos que constituyen la
solidaridad.
Las formas recurrentes de injusticia social que se constituyen en formas vio-
lentas no tienen que ser así; pueden trastocarse y dejar de ser el presupuesto de la
violencia estructural –apuntada por Galtung–, o la violencia sistémica –sosteni-
da por Byung-Chul Han–o la violencia epistémica –señalada por Miranda Fricker
(2017)–, de modo tal que la paz puede suponer y vislumbrar, por complicado y
difícil que sea (Han, 2016: 117ss), el alcance de la justicia. Así, paz y justicia son
ejes articulantes, que buscan construir una humanidad ciudadana solidaria desde
el telón de fondo de lo humano, en los ejemplos concretos de los excluidos, los in-
migrantes, los marginados, las mujeres maltratadas y excluidas, los niños sin hogar
o aquellas personas que se encuentran en situación de extrema pobreza y mueren
de hambre. Ampliar los horizontes de comprensión de lo humano es lo que nos
permitirá edificar las redes entre las personas, como sería el caso de ciudadanos
sin fronteras, sin resquicios de razas, sin límites de estratos sociales. De otro modo,
sucede lo opuesto, es decir, que cuanto más lejano es el vínculo que une a dos per-
sonas, menor es la reciprocidad que se da entre ellas, y esto amenaza el carácter
pacífico de las personas.
Las sociedades extractivas (Fuentes, 2012) –en las que se concentra el poder
en pocas manos y se crean instituciones con el objeto de proteger a los poderes mi-
noritarios–, son sociedades excluyentes, que restringen los derechos de gran parte
de la comunidad. Una de las expresiones de esta exclusión es la pobreza que genera
acciones formuladas como reclamos violentos que buscan superar la situación de
ser ciudadanos excluidos de todos esos beneficios. Las organizaciones criminales
se han adjudicado el fenómeno delictivo como una forma de negocio muy redi-
tuable y con una fuerza tan grande que todo lo que les es próximo lo transforman
en parte de su negocio. ¿Cómo evitar la implicación de un porcentaje importante
de la población en esos ilícitos si vive en la pobreza, la indigencia y en la exclusión
sistemática de todo beneficio ciudadano? Cuando uno se pregunta por la autori-
dad misma y las instancias que habrían de responder y dar cuenta, lejos de estar
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 91

involucradas, se puede apreciar que se ubican más allá de la ciudadanía y de la ley,


se sitúan en ese bando soberano que mantiene el estado de excepción permanente
(Agamben, 1999). Así, lo que habría de ser la excepción –es decir, la destrucción, la
aniquilación y la abyección más radical– queda normalizado. Esta situación cons-
tituye un estado de sitio continuo en donde ciertos grupos humanos están a la
deriva en un espacio que parece agrandarse como la tierra de nadie y en donde, si
bien todos estamos, quienes son más vulnerables son aquellos que están más mar-
ginados, siendo los blancos más susceptibles para ser usados, vendidos, expolia-
dos, explotados y un sinfín de los etcéteras más execrables a los que son sometidos
grupos de seres humanos a lo largo de su vida. La fuerza evidente que tienen las or-
ganizaciones criminales transnacionales es tan grande que supera la de los Estados
y hace de las suyas en ese espacio de excepción sin ley y sin control. Ahí se ultraja
a las personas, pero especialmente se mancilla a aquellos a quienes la pobreza los
mantiene en ese bando24.
Quienes están en tal situación de excepción resultan ser innecesarios para la
sociedad, que no los incluye y se conforman como grupos “desechables” (Bau-
man, 2005: passim) al constituir un conjunto de “residuos humanos” a través de los
cuales se manifiesta ese ámbito, en el que se suspende cualquier viso de legalidad,
aun para quienes deberían ejercerla. Así, se suman los variados disfraces de la ex-
clusión ciudadana ante la ceguera de la sociedad que normaliza tales situaciones,
con el beneplácito de las instancias responsables. Existe una situación política de
inacción e inmovilidad de los ciudadanos, efecto propiciado por la sistemática des-
igualdad normalizada y por el abismo existente en las enormes diferencias entre
quienes están en lo más alto y lo más bajo de los peldaños económicos y sociales.
La pobreza impacta en los ámbitos políticos y de acción pública; hace desmoro-
nar cualquier propuesta democratizadora y desgarra los bordes de la dignidad y
la integridad de las personas al mediatizarlos y destruirlos como ciudadanos. La
ceguera existente relacionada con estos grupos pervierte y desvía la mente al estar
ante estos eventos. Se está frente a ellos como si no se supiera nada, sabiendo que
se sabe, pero se rechaza asumir todas las consecuencias de ese conocimiento.
Si el espacio público es lo común, lo visible, lo manifiesto y lo ostensible –y en
donde converge lo que es compartible–, entonces lo que está fuera de este espec-
tro dejará de implicar la inclusión y dejará de concebir la puesta en común como
elemento central. Desde ahí es que se origina la exclusión, lo oculto, lo cerrado,
lo secreto y, en fin, lo privado de aquello que debería de ser, de lo abierto y lo
patente. Así, al advertir las formas en que se lleva a cabo la realidad humana en
nuestros días, y confrontándolas con lo deseable que nos propone la filosofía nos
damos cuenta de las falsas formas políticas que se presentan en ese espacio y cul-

24
Bando, término germánico entendido como exclusión de la comunidad, en Agamben (1998).
92 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

tura pública contemporáneos, en general, con sus malos ejemplos en países hoy
muy conocidos. Las políticas han reproducido la exclusión, la muerte, la injusticia,
la vejación, el dolor y han mostrado lo perverso de las acciones en el escenario de
lo político. Esto nos obliga a volver nuestros ojos a la filosofía con quienes han
sospechado derroteros por los cuales pensar y vivir en los espacios públicos. Las
manifestaciones violentas que se han tornado cotidianas en el mundo actual gene-
ran una indignación que corroe –desde lo más hondo– las entrañas de lo humano,
por ello es preciso hacer visibles estos problemas, analizarlos desde los recintos
teóricos de la misma filosofía para llevar su solución a las zonas prácticas y de la
vida cotidiana, buscando solucionarlos de manera articulada, mediante un ideal
regulativo que implica la acción. Desde ese ideal regulativo es que podemos tanto
reconocer a los demás seres humanos como criticar nuestra propia historia.
Ese ideal se enfrenta con lo dramático, que suelen ser los hechos, y porque
“aún estamos matándonos unos a otros, sin atender a la fuerza de la razón ni del
corazón sino utilizando las razones de la fuerza” (Martínez, 2001: 20, cursivas del
autor). De ahí que sea urgente “sacar la filosofía a la calle, al mundo distanciado
del reconocimiento de los seres humanos como seres humanos y confrontarlo con las
propuestas de los filósofos” (Martínez, 2001: 20, cursivas del autor). Sin embargo, es
preciso no quedarnos atados únicamente a los hechos, sino que se requiere apelar
al ideal regulativo que nos “impone la necesidad de explicitar la propia trama de la
racionalidad, mientras quede una colectividad o un solo ser humano que no tenga
reconocida su capacidad de dar razones de sus propias normas que regulen su vida
como seres humanos” (Martínez, 2001: 20). La humanidad trata de comprender el
sentido de lo humano constituyendo un compromiso para indagar y generar razo-
nes para cualquier ser humano. Desde aquí es posible apreciar lo que sucede en los
momentos críticos de la humanidad en los que se evidencia “la pérdida de la auto-
nomía y universalidad de la racionalidad que no sólo no llega a todos, sino que se
unilateraliza, se convierte en mera estrategia según la cual unos seres humanos uti-
lizan a otros como medios para unos fines diferentes del reconocimiento universal
de la racionalidad” (Martínez, 2001: 20, cursivas del autor). Y es dicha autocom-
prensión de la racionalidad que se compromete con el reconocimiento de las per-
sonas como seres humanos que nos hace –como apuntaba Husserl– delegados de
la humanidad, en tanto “hemos llegado a comprender […] que la importancia que
el filosofar y sus resultados tienen en la entera existencia humana de ningún modo
se limita a los fines culturales privados o de algún modo restringidos. Somos pues
–cómo podríamos dejar de verlo–, en nuestro filosofar, funcionarios de la huma-
nidad” (Husserl, 1984: 22-24). Este papel entraña responsabilidad y compromiso
con la humanidad. Así, de la propia concepción de la filosofía –como el uso autó-
nomo de la racionalidad para todos los seres humanos– se sigue el compromiso
público de los filósofos con la demanda de razones de por qué nos hacemos lo que
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 93

nos hacemos unos a otros, y la indagación de si podríamos llevar a cabo las cosas
de otra manera hasta que no quede ningún ser humano sin el reconocimiento de
esta racionalidad (Martínez, 2001: 22).
La filosofía para la paz tiene entonces, una función de carácter reconstructivo
de las capacidades humanas para vivir en paz. Esta función ha de impactar e im-
pregnarse en los espacios humanos, entre los cuales se tienen que resaltar los ám-
bitos políticos y culturales que es preciso restaurar, lo cual supone implicaciones
para construir o reconstruir el ideal regulativo de la paz como forma de zanjar los
conflictos de manera política y ética para poder generar posibilidades de acuerdo
y concordia.
Los conflictos y confrontaciones han de ser solucionados de manera pacífica
con la asunción de que situaciones de pobreza, hambre y miseria constituyen el
caldo de cultivo de la violencia, y que a su vez generan fanatismo e intolerancia
(García, 2001: 22) productores de esa violencia. Buscar la paz implica tener con-
fianza en el ser humano y que además implica el despliegue de la vida (Galtung,
1998: 27), por ello las normas éticas no pueden escapar del testimonio de la rea-
lidad. Eso fue lo que movió a Gandhi: la certeza de que las cosas podrían ser de
otra manera; es lo que filósofos de la paz, como Johan Galtung, han defendido.
Esto es de extrema relevancia porque con ello se trastocan las formas en las que
históricamente se ha visto a la realidad desde una perspectiva bélica y de violencia.
Estas formas han despertado siempre un interés mayor en historiadores y en los
filósofos, lo cual ha hecho que los estudios de paz hayan sido soslayados y hasta
despreciados.
Tanto el léxico como las preocupaciones en torno a la paz han versado históri-
camente desde presupuestos violentos y han asumido que la guerra es inherente y
propia del ser humano y de la sociedad. Estas tesis se articulan y se han fundamen-
tado en las hobbesianas: considerar la violencia como natural en las personas –de
ahí la necesidad del Leviathan que domina, pero que garantiza la paz gracias a la
cesión al Estado de la libertad de los ciudadanos–. Estas herencias y tradiciones
del pensamiento han perdurado y son patentes en las sociedades contemporáneas.
Muchas de ellas dependen de creencias no necesariamente fundadas, dado que a
lo largo de la humanidad han existido expresiones de reciprocidad y pacifismo que
han sido ocultadas. Y ese silenciamiento ha impactado en aras de legitimar la vio-
lencia (Galtung, 1996: 13-14). Sin embargo, no siempre fue así, como puede verse
desde el pensamiento griego y sus teogonías, en las que se explica la relevancia de
la paz encarnada en la diosa Eirene cuya representación se relacionó con la pros-
peridad y el bienestar de las sociedades. De ese modo su vínculo con la fertilidad,
la abundancia, la vida, la capacidad de creación y la tranquilidad son asociaciones
que se han reforzado mediante textos e imágenes en el transcurso de la historia
94 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

en las efigies clásicas de la paz. Estas manifestaciones se encuentran inmersas en


los imaginarios socio-culturales a tono con la necesidad de las comunidades de
poner un freno a las guerras (sin dejar de lado evidentemente los discursos que
siempre han justificado la guerra). Es claro que los horrores de la guerra tenían
que explicarse y, a la par, había que lograr la paz que se tocaba recurrentemente
con un horizonte de esperanza (Muñoz y Rodríguez, 1997: 60-61), porque la paz
es un elemento fundamental en las comunidades humanas al proteger el bienes-
tar y la pervivencia, la base de lo que hoy día hemos llamado necesidades básicas
fundamentales, y es, asimismo, aspiración y horizonte permanente para superar
la violencia, como lo han dicho los estudios de paz. La pretensión central de la
humanidad está en lograr “lo estable, lo que siempre queda, lo que subyace, a lo
que se aspira: es la paz” (López, 2004: 272). La guerra inicia y acaba, pero lo que
permanece y lo que se anhela es la paz, ella introduce la tranquilidad y la armonía,
elementos que se dislocan por necesidades y por intereses.
La aclaración conceptual en torno a lo que significa la paz nos hace vincularla
con una realidad centralísima que es la justicia que, como decíamos arriba, ya des-
de la acepción misma de la paz con sus hermanas daba cuenta de esta exigencia de
la justicia y del buen gobierno. La justicia es un eje fundamental para la paz, por-
que no hay paz sin justicia, y esto conlleva todo un bagaje del pensamiento ético
que implica el respeto a las personas por su dignidad y una responsabilidad solida-
ria (Cortina, 1985), ambas asumidas por unos seres humanos para con los otros.
La solidaridad implica el reconocimiento de la relevancia de los demás y tiene que
ver con un aprendizaje de carácter ético.
En los escenarios de violencia que concurren por doquier pareciera absurdo
pensar en la necesidad de dar razones para la paz, de dar cuenta explicativa por
qué es fundamental pensar que es impostergable dicha paz y que es central su de-
fensa y construcción. Ahora bien, la paz no puede ser absoluta, como tampoco lo
puede ser la violencia, entre ellas hay escalas y matices. Es una paz gradual que se
evidencia en la convivencia diaria de buena vecindad, la hospitalidad –de la que
Kant también habla en Sobre la paz perpetua (2005b)– que se supone en las relacio-
nes comunes existentes y que se evidencia sin bombos ni platillos.
Las diversas formas de paz evidencian su maleabilidad, según el aspecto que se
considere, de este modo, desde lo que algunos han llamado la primera generación
de paces, entre las que estarían la positiva y la negativa (Galtung, 2003), la neutra
(Jiménez, 2011), la imperfecta (Muñoz, 2001); la segunda generación ubicada en
la dimensión social de la paz, que es la paz entre los seres humanos y propiciadora
de procesos para el desarrollo humano; o la de tercera generación situada en la paz
de las personas en relación con la naturaleza llamada paz gaia, que es la dimensión
ecológica de la paz, entre todas ellas los matices existentes son múltiples. Todas
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 95

ellas marcan sus espacios, en los que los conflictos han sido discernidos y debati-
dos y superados y, finalmente, las violencias trascendidas de alguna manera.
La lucha contra las diversas formas de violencia pasa obligadamente por la
justicia en un espacio que parte de los hechos y de la realidad fáctica. Éstos forman
parte de lo que sucede en dicha realidad y fungen como espejo para las reflexiones
que llevamos a cabo. Se trata de un ir y venir entre las reflexiones teóricas y la rea-
lidad que se nos impone, y que al repensarla indaguemos sobre recursos teóricos
que impacten para desde la reflexión modificarla. Si bien esos recursos teóricos
no suelen escucharse, sí apuntalan y pavimentan el camino de la práctica de me-
jor manera. Las ideas teóricas pueden llevar dobles intenciones, sin embargo, los
estudiosos de la paz y quienes hacemos investigación teórica no tenemos agendas
ocultas. En boca de Kant es claro su posicionamiento en torno a la relación de la
teoría y la práctica cuando señala en Sobre la paz perpetua (2005b):
El autor del presente ensayo pone como condición lo siguiente: que el polí-
tico práctico sea consecuente, en caso de conflicto con el teórico, y no preten-
da haber peligro alguno para el estado en las opiniones de este, aventuradas
al azar y manifestadas públicamente, ya que suele desdeñar al teórico, cuyas
hueras ideas, según el político práctico, no ponen en peligro al Estado que
debe arrancar de principios empíricos, y a quien se le puede permitir echar los
once bolos de una vez sin que aquél, político de mundo, le haga ningún caso;
con esta cláusula salvatoria quiere el autor saberse a cubierto, expresamente y
de la mejor forma, de toda interpretación maliciosa (Kant, 2005b: 141).

Como hemos ido apreciando, articular la filosofía para la paz con la investiga-
ción para la paz permite apreciar los fundamentos epistemológicos que subyacen a
los fenómenos humanos, por medio de los cuales es posible aprehender la realidad
social (Galtung, 1993: 15-45; 1996). El contenido epistemológico se sustenta en de-
terminadas características cognitivas que se configuran a partir de la educación, la
cultura, los valores y las experiencias individuales de cada persona en cada socie-
dad (Jiménez, 2011: 24). Es preciso cambiar de paradigmas, es decir, transformar
el conjunto de prácticas que definen a una disciplina mediante el conocimiento,
para partir de constructos como la paz. Evidentemente, el conocimiento obtenido
atenderá las necesidades de la comunidad científica y, además, reconocerá a quie-
nes habitan en una realidad específica. Con la tensión entre lo teórico y lo práctico
se evidencia con fuerza la injusticia real y, de ahí, se busca modificarla en un pro-
ceso de paz. Desde la injusticia es posible reconstruir el mundo humano y generar
caminos hacia la paz, primero desde reflexiones teóricas que emergen de lo real y
después con el impacto que tendrán, sobre la realidad, las teorías alcanzables. Al
preguntar qué es la paz para cada uno de nosotros, se nos muestra que no es po-
sible esperar una respuesta general que sea igualmente vinculante para todos; sin
96 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

embargo, se dan pautas universalizables deseables y posibles para todos los seres
humanos en los marcos de dignidad, de reconocimiento y de plenitud humana.
Si los seres humanos tenemos la capacidad de paz, el quid es entonces cómo
realizar esa capacidad. Ahí está el meollo de su realización, pero también de su
estudio. Por ello y desde allí es que los estudios y reflexiones teóricas iluminan la
posibilidad de la paz (Galtung, 2003), cuestión que nos impulsa a no quedarnos
anclados en la mera violencia y el conflicto, sino que nos lanza a que veamos posi-
bilidades de alcanzar la paz sin verla como optimismo iluso sino con una base en
la realidad. Tenemos que prepararnos para la paz (Galtung, 2003) porque es lo que
afanosamente buscamos; así es como podemos trastocar el histórico dictum que
se nos ha repetido incansablemente: si quieres la paz prepárate para la guerra. La
afirmación que sostiene que la paz no puede ser mediada por la violencia nos insta
a buscarla por medios pacíficos y deberá enfrentarse con racionalidad y con res-
peto al ser humano y a sus necesidades básicas. Esto significa que el ser humano,
como punto de partida, es nuestra razón y meta. La paz es el despliegue de la vida
(Galtung, 2003: 27) que se ubica y desarrolla en situaciones de desafío recurrente.
Situaciones complicadas por el conflicto no rebasado, se han de ir trascendiendo
y transformando, ya que en ciertos recovecos humanos se guardan espacios ne-
gativos que habrá que aprender a superar. Sólo con la comprensión basada en los
análisis que nos muestran los estudios teóricos y que apuntalan a los estudios prác-
ticos es como podrán allanarse tales desafíos.
Así entonces, si bien la paz concebida para ser perpetua es una tarea política
recientemente reconocida, de manera lógica la humanidad siempre la exigió como
una sola comunidad moral. Desde ahí es posible señalar que, como comunidad
moral, es un imperativo para toda la humanidad y para todos los gobiernos. La
relevancia de tomar en consideración las consecuencias políticas y la paz se com-
prende como búsqueda de justicia entre las personas, mediante los Estados. Así, la
construcción de la paz debe dejarse a la imperfecta experiencia y a la racionalidad
de los interesados, porque intentar imponer la paz puede significar por sí misma la
reanudación de la guerra. El boceto filosófico escrito por Kant para alcanzar la paz
definitiva se sustentó en su profunda convicción de que la guerra debe y puede ser
evitada (Santiago, 2004: 127). Mientras existan las guerras los Estados no podrán
jactarse de haber logrado la paz y la armonía. Estos objetivos podrán alcanzarse
completamente cuando todos los involucrados sufraguen conjuntamente a la ex-
tirpación de la guerra. La paz definitiva podrá lograrse cuando se erradique el de-
recho a la guerra y en ese momento la razón –apuntalada en la ley– habrá vencido
a todas las demás justificaciones de fuerza. Las pautas básicas de esa normatividad
es lo que se manifiesta en Hacia la paz perpetua (Santiago, 2004: 129), como hemos
señalado a lo largo de este apartado.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 97

1.5. El conflicto: initium para el alcance de la paz

“El hombre no tiene sólo la capacidad de comenzar: es el comienzo


mismo”.
Hannah Arendt (1995: 44)

“La capacidad del hombre para actuar, y especialmente para hacerlo


concertadamente, es útil en extremo para los fines de autodefensa o
búsqueda de intereses”.
Hannah Arendt (1998a: 203)

“Inter-est, que se encuentra entre las personas y por lo tanto puede


relacionarlas y unirlas”.
Hannah Arendt (1998a: 206)

“Nadie consagrado a pensar sobre la historia y la política puede per-


manecer ignorante del enorme papel que la violencia ha desempeñado
siempre en los asuntos humanos”.
Hannah Arendt (1998c: 116)

“Paz es lo que obtenemos cuando la transformación creativa del con-


flicto se produce sin violencia”.
Hannah Arendt (2003: 344).

“El ‘conflicto’ forma parte del universo, de todas las realidades que lo
componen y de las relaciones que se establecen en ellas”.
Francisco A. Muñoz (1993: 114).

El conflicto es connatural no sólo a la realidad humana sino al cosmos. Tal


como lo presenta la ciencia contemporánea, prevalece la incertidumbre y el caos,
cuestiones tuteladas por una complejidad que involucra situaciones conflictivas que
se presentan como controversias, disputas, colisiones, antagonismos, competencias,
luchas, oposiciones, peleas, debates, polémicas, fricciones fluctuaciones, azares, alea-
toriedades y probabilidades. “Parece como si el ‘conflicto’ entendido de un modo
más amplio en tanto una serie de propuestas, tendencias o ‘intereses’ que se presen-
tan en las continuas relaciones de los elementos constitutivos de los sistemas […]
siempre estuvieran presentes” (Muñoz, 2006: 404). Por ello, los conflictos forman
parte del proceso de socialización en el que se lleva a cabo el decurso de interacción
social. Ahí es donde los intereses de los individuos y grupos se relacionan, se regulan,
se transforman y se resuelven. Este proceso de choque y enfrentamientos puede dar
lugar a formas de reconocimiento mutuo, comprendiendo la otredad y la diversidad
humana, además de la pluralidad de perspectivas en las que se presenta la aceptación
y la comprensión de lo diverso. Pueden ser también momentos y formas de “cola-
98 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

boración, convivencia y mestizaje. En otras ocasiones comporta, como ya sabemos,


resultados destructivos y aniquiladores” (Muñoz, 2006: 407).
Las diversas sociedades construyen propuestas para la transformación, ges-
tión, regulación o prevención de los conflictos que en su dimensión de paz com-
ponen garantías para la supervivencia. Con ello es que, a través del conflicto se
crea la dinámica de las sociedades. Si –como diría Gandhi (2004: 46)– la paz es un
proceso y no es un fin, está en vías de cambio y, posiblemente, de mejorar, impul-
sándonos a proceder y comenzar para crear situaciones nuevas y transformadoras
de los conflictos. Son estos los que detonan los comienzos para las acciones que
pueden ser pacíficas, lo cual nos hace ver el mundo humano con la esperanza de
que construir una realidad más pacífica, más justa y perdurable es posible.
Ahora bien, es fundamental considerar que no se puede asimilar el concepto
de violencia al de conflicto y comprender que la violencia emerge cuando el con-
flicto no ha sido resuelto. Si el conflicto es el proceso de incompatibilidad entre las
metas o intereses de las personas y las sociedades25, no habrá de resolverse elimi-
nando al antagonista, de ahí la relevancia de buscar soluciones. La reflexión crítica
nos lleva a pensar cómo es posible hacer sentido de 10 000 años de civilización hu-
mana que han coexistido con la violencia. Algunos autores piensan que la mayoría
de los perpetradores de violencia no son ni patológicos ni egoístas, sino que están
convencidos que lo que hacen está al servicio de un bien moral superior (Fiske, Rai
y Pinker, 2015: XXII). Con base en este pensamiento se trastocan los ideales mo-
rales de carácter universalizable, los cuales, bajo ningún concepto podrían aceptar
esta apuesta utilitaria que pretende lograr primordialmente el logro únicamente de
las consecuencias. Evidentemente no se trata de moralizar, sino de apreciar lo que
significa el ideal moral que perseguimos como regulativo de nuestras acciones. En
este sentido, no podemos confundir tampoco lo que significa la moral y la ética,
pensando a la primera como aquellas formas que articulan y garantizan comporta-
mientos y conductas en un espacio de tradiciones acotado, específico, contextual y
particular, frente a la ética que pretende y busca la universalización al estilo del im-
perativo categórico kantiano que aun defendiendo las diferencias entre personas
y culturas permite los acuerdos gracias a esas pretensiones de comunalidad y de
universalidad. Además, la contigüidad –el estar con otras personas– es fundamen-
tal para la vida en conjunción y para la vida política en una ‘trama’ de relaciones
humanas (Arendt, 1998: 205-207).

25
La incompatibilidad de metas no significa que haya que cancelar una de las dos posibi-
lidades. En este caso en el que se intenta eliminar a una de las partes es cuando surge la violencia.
Se pretende trascender el conflicto, se busca superarlo mediante acuerdos en los que ambas partes
ganen. Cancelar a uno de los interlocutores significa que uno gana y otro pierde, y la cuestión de-
seada es que los dos ganen, por ello es que se hacen los acuerdos y la relevancia que esta solución sea
creativa. cfr.: Galtung (2010: 15-17).
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 99

Aun sabiendo que el lenguaje que se usa para la paz ha versado históricamente
desde presupuestos violentos y ha asumido que la guerra es inherente y propia del
ser humano y de la sociedad26 –además de la fascinación que ha existido en torno
a la violencia–, ha orientado y condicionado nuestra percepción sobre la realidad,
estimulándonos a sobrevalorar el papel que de la violencia en la vida humana. Muy
a pesar de esto, no se han cancelado las posibilidades de mirar de otra manera
nuestra realidad; la simplificación que se ha hecho al absolutizar la presencia de la
violencia y que ha decantado un único modo de apreciar la realidad, aún con ella
y su prevalencia no ha silenciado ni cegado del todo las apreciaciones sobre la paz.
“La preocupación por la violencia no debe llevarnos a confundir sus patologías
con sus síntomas o a simplificar y descontextualizar sus causas y terapias” (Muñoz,
2006: 414), por ello, desbrozar dicha violencia parece obligarnos a ver las diferen-
tes posibilidades que se abren a través de las acciones, por ellas podemos comenzar
a actuar ahí en donde la libertad y la comunidad se vuelven palpables (Arendt,
1998: 201), mediante el discurso.
La violencia y el conflicto son los dos temas que permiten enmarcar un con-
junto de problemáticas que se han presentado en la filosofía política del siglo XX
y XXI, cuya presencia forma parte de nuestra cotidianeidad como hechos consti-
tuyentes de existir, centrándose de este modo como elementos centrales de la filo-
sofía. Entre las tareas de la filosofía política encontramos las apuestas por gestar
un orden en el que la sociedad logre mejores modos de vivir. Una de las derivas
filosóficas que han tratado de dar cuenta de esta situación ha sido la apuesta que
hizo Hannah Arendt a mediados del siglo pasado, y que continúan resonando en
nuestras reflexiones. Arendt considera el fenómeno de la violencia como un ele-
mento que disuelve el ámbito político, de ahí que uno de los grandes problemas
de la filosofía política del siglo recién terminado sea la violencia y el conflicto. Sin
pretender negar estas realidades, es posible pensar la manera de superarlas y eli-
minar sus consecuencias. Arendt piensa que la forma no es expulsarlas del ámbi-
to político sino ver cómo es posible enfrentar la realidad con ellos, buscando un
consenso a través del diálogo participativo. De este modo la política podría lograr
su razón de ser y su tarea al reconocer que el punto de partida es la existencia del
conflicto, la confrontación y la violencia, así como apostar por la capacidad huma-
na para resolver los conflictos del diálogo y del discurso. Para la filósofa alemana,
la vida política consigue ese nuevo orden a partir de razones expresadas por los
miembros dialogantes.
Ciertamente, no se trata de asumir la violencia como condición y eje de la vida
política –como lo hace por ejemplo Carl Schmitt (1999)–, pero tampoco de afir-
mar la exclusión de reflexiones teóricas sobre la violencia como elemento central

26
Así lo sostuvieron autores como Clastres (2004).
100 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

en ese espacio político. Se trata de asumir a la violencia como hecho de nuestra


vida política y las pretensiones para solventarla y superarla por medio del diálogo
y el discurso de la sociedad política, es decir trascenderla por medio de acciones
políticas relevantes en un orden civil.
Arendt sostiene que el problema central es la confusión en los términos que
tienen que ver con la violencia –el conflicto y el poder, autoridad, potencia, fuerza
y violencia– que se presentan como sinónimos pero que requieren matizarse y pre-
cisarse para que sean bien comprendidos. La primera caracterización que Arendt
hace de la violencia la señala como necesitada de herramientas, de ahí que afirme
que la acción violenta tiene como característica principal el hecho de que se rija
por una racionalidad instrumental, cuyos fines no pueden prevenirse. Además, la
violencia se justifica hasta que se logra el fin que persigue; el poder no necesita
justificación: es una actividad propia de la acción de las personas entre sí. “Políti-
camente hablando, lo cierto es que la pérdida de poder se convierte en una tenta-
ción para reemplazar al poder por la violencia [… la cual] en sí misma concluye
en impotencia” (Arendt, 1988c: 156). La violencia sirve como medio de coacción
mientras que el poder expresa el acuerdo concertado de un grupo que se mantiene
plural pero unido (Arendt, 1988b: 223). Así,
la esencial condición humana de la pluralidad, el actuar y hablar juntos, que
es la condición de todas las formas de organización política. La tiranía impide
el desarrollo del poder […] El poder preserva a la esfera pública y al espacio de
la aparición, y como tal, es también la sangre vital del artificio humano que, si
no es la escena de la acción y del discurso, de la trama de los asuntos humanos
y de las relaciones e historias engendradas por ellos, carece de su última rai-
son d’être (Arendt, 1988b: 225-227).

Arendt sostiene que, ninguna de las dos –violencia y poder– son un fenómeno
natural o una manifestación del proceso de la vida, sino que, más bien, pertenecen
al terreno de lo político en el que los asuntos humanos se presentan sobre todo a
través de la facultad de la acción que inicia algo nuevo (Arendt, 1988c: 182). Cuan-
do se reduce el poder y se incita a la violencia (186) se prepara el terreno para la
dominación, la lucha y el conflicto. La política está conformada por la acción como
discurso, el acuerdo y la concertación, no por un gobierno. Lo que funda a una
república no es el dominio, sino la acción consentida entre todos, el poder, enten-
dido como diálogo consentido y buscado en sí. La violencia depende de los ins-
trumentos que posibilitan otro estado de cosas, de ahí que cuando se usan medios
violentos es inútilmente, porque no se garantiza el alcance del fin. Éste es, como
ya apuntábamos antes, imprevisible; lo que queda entonces como consecuencia
es un mundo más violento. Arendt es consciente del desarrollo de los medios de
destrucción que han alcanzado niveles insospechados de avance técnico, y cuyo
objetivo es la guerra.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 101

Arendt es contundente cuando distingue entre poder y violencia. “Una de las


distinciones más obvias entre poder y violencia es que el poder siempre precisa el
número [de personas], mientras que la violencia, hasta cierto punto, puede pres-
cindir del número porque descansa en sus instrumentos” (Arendt, 1988c: 144).
Ejemplo claro de esta situación es el totalitarismo: determina las acciones violentas
con armas en mano, además, afirma que “la extrema forma de poder es la de To-
dos contra Uno, la extrema forma de violencia es la de Uno contra Todos. Y esta
última nunca es posible sin instrumentos” (Arendt, 1988c: 144). El poder implica
la capacidad humana para actuar y actuar concertadamente (146), por ello el po-
der pertenece al grupo y dura mientras éste se mantiene unido. De ahí que, como
consecuencia de la desintegración del poder, las revoluciones se tornen posibles
(Arendt, 1988c: 151).
Donde la violencia ya no es apoyada y sujetada por el poder se verifica la bien
conocida inversión en la estimación de medios y fines. Los medios, los medios
de destrucción, ahora determinan el fin con la consecuencia de que el fin será la
destrucción de todo poder. […] La violencia puede siempre destruir al poder; del
cañón de un arma brotan las órdenes más eficaces que determinan la más instan-
tánea y perfecta obediencia. Lo que nunca puede brotar ahí es el poder (Arendt,
1988c: 156).
Arendt es cautelosa, tanto en La condición humana como en Sobre la revolu-
ción, pero sobre todo en “Sobre la violencia”, denunciando la justificación y la glo-
rificación de la violencia en la tradición revolucionaria. El problema es que –como
ella advierte– ambos términos revolución y violencia resultan casi sinónimos. Sin
embargo, Arendt se empeña en resignificar la noción de revolución que para ella
significa que “el establecimiento de la libertad” (Arendt, 1988c: 143) no tiene que
ver con aquello que lleva a cabo la violencia.
Así, Arendt proscribe clara y tajantemente la violencia del ámbito político por
concebirlo como un campo de concertación y acuerdo, como lo manifiesta des-
de La condición humana en lo referente a la acción, pero lo reafirma en “Sobre la
violencia” y en Sobre la revolución, donde expone la equivocación de aquellos que
pensaron que la revolución surge de la necesidad y la miseria. Estos problemas
generan el sentimiento de la compasión que, para ella, poco tiene que hacer en lo
político, en tanto es una pasión (Arendt, 1988a: 87 y 90). Lo más que se podría rea-
lizar, es mostrar las atrocidades que genera la guerra y las actitudes violentas, para
así, en todo caso, pensar en evitarla. Ella no es capaz de remontar las afirmaciones
que hace en La condición humana: no logra aceptar y asumir la presencia de la vio-
lencia en el ámbito político. No se trata de permanecer en el ámbito de la violencia,
esto es claro, pero tampoco es posible negarla ante su presencia ineludible. Para
Arendt los movimientos revolucionarios violentos pueden generar nuevos órdenes
102 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

políticos, sin embargo, su insistencia radica en la imposibilidad de predecir esos


nuevos órdenes, por lo que decide dejar a la violencia fuera de cualquier partici-
pación en lo político. Sólo a través de la acción y sus especificidades como son la
libertad, el diálogo, la deliberación discursiva y los acuerdos concertados, es como
podrá obtenerse el nuevo estado de cosas buscado, el novus ordo saeclorum conce-
bido como el nuevo comienzo.
Para generar un nuevo estado de cosas en el campo político se necesita consi-
derar la violencia como un dato fáctico, no instrumentalizarla ni caer en dictaduras
o totalitarismos, pero tampoco excluirla del espacio político de manera ingenua.
Hay que ir más allá: superándola por medio del diálogo, de la concertación y del
acuerdo libre, de manera que suponiendo y aceptando su existencia, superaremos
su absolutización como condición de lo político –así como su presencia generado-
ra de la disolución del mundo político–. Arendt lleva a cabo todas estas reflexiones
en La condición humana, “Sobre la Violencia”, Sobre la revolución y Los orígenes
del totalitarismo. En La condición humana expone la cuestión de la violencia en
el ámbito de lo biológico, donde se encuentra el desarrollo de la familia en donde
existe la dominación del “señor” o dominus. En el segundo momento, en el trabajo
o fabricación, la violencia se prolonga al transformar y violentar la naturaleza y
adecuarla a las necesidades de las personas. Hasta aquí todavía no estamos en el
ámbito de la política en tanto ésta se ubica en una tercera instancia, en la cual se
desarrolla la acción humana, con sus especificidades como son la libertad, el poder
como concertación, la pluralidad y el diálogo. Evidentemente, en este estamento
la violencia queda erradicada y suplantada por los acuerdos plurales; no hay lugar
para ella porque el conflicto no forma parte ni constituye el orden político arend-
tiano. En Los orígenes del totalitarismo el concepto de violencia aparece de manera
necesaria dado que para poder dominar a las personas se necesitan las acciones
violentas que ejercen una masificación con lo cual, se deja de reconocer a los parti-
cipantes en sí mismos y consecuentemente dando lugar a la aniquilación humana.
En ellas se da pie a una incapacidad de pensamiento que significa en Arendt la de-
tención de la reflexividad y la imposibilidad de desarrollar la capacidad de juicio,
cancelando el diálogo, la deliberación y la libertad.
En “Sobre la violencia”, Arendt rescata la relación de la violencia con el fracaso
de la política. Si el fin de la política es la fundación de un orden nuevo de cosas en
el que pueden definirse los contenidos de las decisiones colectivas que entre sí lo-
gran alcanzar la libertad, la violencia queda explícitamente excluida y al margen de
lo que es el desarrollo de la esfera política y pública. La gestación del campo políti-
co tiene que llevarse a cabo por medio de la acción y no de la fabricación, porque es
en la acción donde se muestran las capacidades de comienzo, inicio y fundación, y
donde se genera la libertad como realidad propiamente humana. De este modo, la
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 103

acción se constituye como elemento paradigmático y necesario de la revolución no


violenta y del novus ordo saeclorum.
La pluralidad defendida por Arendt impide la homogeneización totalitaria –
es la solución de ese totalitarismo– y, además de la pluralidad, existen otras dos
condiciones: la vida y la mundaneidad, que se corresponden respectivamente con
tres dimensiones de la actividad humana: labor, fabricación y acción. Sólo la ac-
ción se abre al campo de lo público, constituyente de la vida política, mientras que
en la esfera privada “la fuerza y la violencia se justifican en esta esfera porque son
los únicos medios para dominar la necesidad” (Arendt, 1998a: 44).
El pensar manifiesta que gracias a él mismo coincidimos con nosotros mis-
mos; somos uno con nosotros mismos. Con esto se afirma la alteridad, y se posi-
bilita nuestra salida hacia lo otro. De este modo, conciencia y alteridad conforman
las características de la pluralidad del mundo y de cada uno de los seres huma-
nos. “En mi unicidad –dice Arendt–, se inserta la diferencia” (Arendt, 1995: 132),
porque hay pluralidad, consecuentemente hay diferencia. Por ello “sin un mundo
común que al mismo tiempo los separe y relacione, viven o en una desesperada y
solitaria separación o están comprimidos unos contra otros en una masa” (Arendt,
1995: 73).
El ámbito de la vida y su condición de la labor es un espacio violento por lo
acuciante de la necesidad de los procesos de la vida, en el espacio privado y la
sujeción por la dominación del patriarca en la familia. Aunque en el nivel de la
fabricación sigue habiendo violencia al transformar y destruir la naturaleza, y
está determinado por las categorías medio-fin, sin embargo, se inicia el reino de
la libertad porque ya no hay inmediatez de las necesidades físicas. En la acción ya
encontramos el terreno de la libertad, no sólo como capacidad de elección, sino
como capacidad de trascender lo dado. La importancia de esta noción, en un sen-
tido político hace referencia al consentimiento de la voluntad a un cuerpo político
institucional, a la humanidad como “nacida” y su posibilidad de fijar un inicio en
el mundo27.
En el esquema de Arendt la violencia se presenta básicamente –como hemos
dicho– en la labor y la fabricación, ya que sostiene que la violencia es prolongación
de la potencia. La violencia con su carácter instrumental hace relación a la fabrica-
ción y, como todas las demás herramientas son concebidas y empleadas para mul-
tiplicar la potencia natural. El fin justifica “la violencia ejercida sobre la naturaleza

27
Que “es equiparado con la aparición de la libertad en el universo; el hombre es libre por-
que él es un inicio y fue creado después de que el universo haya tenido existencia: [Initium] ut esset,
creatus est homo, ante quem nemo fuit. En el inicio de cada hombre este comienzo inicial es reafir-
mado, porque en cada instancia algo nuevo llega en el mundo ya existente” (Arendt, 1996: 167). Este
sentido es heredado de la tradición judía y cristiana.
104 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

para obtener el material, como la madera justifica la muerte del árbol y la mesa la
destrucción de la madera” (Arendt, 1998a: 171). Arendt hace matices en sus ejem-
plos: no es lo mismo hacer una mesa –para lo que se requiere talar árboles–, o
hacer un omelette –para lo cual se precisa romper los huevos–, que instaurar una
república, para lo que es necesario matar gente. Por ello, para la filósofa alemana es
necesario deslindar y concretar el significado de la fundación o la instauración de
un nuevo sistema político que no debe confundirse con el concepto de fabricación
o producción28. La máxima para la acción política arendtiana es diametralmente
opuesta a esta categorización del hacer útil condenando así la actitud instrumental
de la violencia política. La dificultad emana cuando, por desconfiar de la acción
como condición necesaria para instaurar la política y la república se prefiere inter-
pretar la política en términos de fabricación. No es posible sostener –dice Arendt–
medios violentos pensando en fines favorables, porque las acciones morales son
siempre imprevisibles y no se puede garantizar plenamente la consecución del fin.
Este rasgo de predicción no pertenece a la acción; la impredecibilidad absoluta de
las acciones que comienzan con el initium no puede prever los efectos de tal acción
(Arendt, 1998a: 163 y 253).
Arendt signaba los conceptos de poder, de participación, pluralidad, discurso
y libertad como nociones esenciales para el republicanismo y no el de violencia.
Ésta es la razón por la que tampoco estaba de acuerdo con Maquiavelo, quien para
ella era “el padre espiritual de la revolución” (Arendt, 1988a: 38; García-González,
2005: 155-176).
La filósofa reprobó la consecución de mejores situaciones en aras de la des-
trucción previa de otras, para que así se generara el paso a un mejor estado de
cosas. El terror acarreado por muchas revoluciones es el ejemplo que Arendt
siempre considera; concretamente, la destrucción y la incertidumbre generada
por el movimiento de la Revolución francesa. Arendt defiende que no debe pen-
sarse en la violencia como el precio a pagar por la libertad y, por ello, no acepta
la violencia en el ámbito político, precisamente porque este último campo se ge-
nera cuando se supera la violencia propia del estamento privado. A pesar de la
negación de Arendt, la violencia siempre se ha presentado como práctica política
y como rubro propio de este espacio; pareciera imposible pensar en los terrenos
de la política sin hacer referencia explícita a la violencia, sobre todo porque si se
aprecia la perspectiva del siglo XX, ha resultado ser un siglo de guerras y revo-
luciones, “un siglo en el que esa violencia se ha considerado como denominador
común” (Arendt, 1998b: 111), y porque “el desarrollo técnico de los medios de

A partir de ahí lleva a cabo su crítica a la revolución. El problema surge cuando se con-
28

funde la fabricación, la actividad del homo faber con las acciones en el espacio público, al pensar lo
político como generado por ese homo faber y al afirmarse la instrumentalización de fines y medios.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 105

la violencia ha alcanzado el grado en que ningún objetivo político puede co-


rresponder concebiblemente a su potencial destructivo o justificar su empleo en
un conflicto armado” (Arendt, 1998b: 111). Ella enfrenta estos prejuicios sobre
la construcción de un mundo mejor sin hacer referencia necesariamente a he-
rencias tan ancestrales como aquellas que sostenían la indefectible necesidad de
las acciones violentas como generadoras causales del mundo. Este tono de acep-
tación de la violencia prosigue su camino y conjunta en su cruzada ejemplos
claros de violencia en el desarrollo de la humanidad, influyendo y forjando una
mentalidad que le ha dado una reputación, como elemento común y necesario
al proceso de construcción del mundo contemporáneo. Entonces, la violencia
no está, ni puede existir, en el corazón de toda la política (Weber, 1974: 43), por-
que ésta como discurso, más que el gobierno, es lo que constituye la verdadera
política que ha de ser pacífica. Es el acuerdo, el consentimiento y no la domina-
ción lo que funda repúblicas; es actuar en concierto y no la violencia lo que crea
el poder. Pensar lo político es referirse al poder, pero en un sentido arendtiano
implica que “‘Toda la política es una lucha por el poder’ […] esta coincidencia
resulta muy extraña, porque equiparar el poder político con la ‘organización de
la violencia’ sólo tiene sentido si uno acepta la idea marxista del Estado como
instrumento de opresión de la clase dominante” (Arendt, 1998b: 138-139).
Entonces, podemos cuestionar si el final de la violencia conlleva el final del
poder. Su concepto de poder alude a la polis griega y a la civitas romana, que su-
gerían un concepto de poder y de ley no sustentado “en la dualidad mando-obe-
diencia” (Arendt, 1998b: 143). De ahí que “todas las instituciones políticas sean
manifestaciones y materializaciones de poder; se petrifican y decaen tan pronto
como el poder vivo del pueblo deja de apoyarlas” (Arendt, 1998b: 143). Ellos ape-
laban a un nuevo estado de cosas, una república, cuya base fuera el mundo de la
ley, y a partir del poder del pueblo para erradicar cualquier tiranía que ejerciera el
dominio de los hombres (Arendt, 1998b: 143). Lo político es expresión del poder
que se inmoviliza y se aniquila cuando el pueblo quita su apoyo.
En suma, la consideración de la violencia en el aparato teórico arendtiano está
inmersa en la mismísima conformación de su modelo teórico, porque si la acción
es un asunto de inicio en donde prevalece la libertad, el discurso y el acuerdo con
base en una racionalidad crítica, no es posible aceptar la violencia.
Pensar resulta central, ya que como lo propone el totalitarismo, al “sustraer a
la gente de los peligros del ‘examen crítico’ se le enseña a adherirse inmediatamen-
te a cualquiera de las reglas de conducta vigentes en una sociedad determinada”
(Arendt, 1995: 127). El totalitarismo anula el examen detenido de las reglas, lo cual
lleva a la vacilación de una manera más aguda que tener las reglas y sólo subsu-
mir bajo ellas los particulares, o sólo hacer lo que se manda sin tomar decisiones,
106 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

cambiando códigos supuestamente aferrados, cuya intercambiabilidad resulta de


la somnolencia ante el mundo. Pensar acompaña la existencia al tener que ver con
conceptos tales como justicia, felicidad, templanza, placer o todo aquello que ocu-
rre en la vida. Aquellos que piensan oponen resistencia a hacer irreflexivamente
aquello con lo que no están de acuerdo. En ese pensamiento se cuestionan todas
las certezas, haciendo imposible para el que piensa estar de acuerdo con la muche-
dumbre y adoptar opiniones aceptadas, generalmente sin escrutinio.
La capacidad de juicio y su desarrollo en el mundo de la acción es, según
Arendt, requisito para el diálogo, donde se manifiesta la libertad. Tal capacidad
funge como exigencia de la acción moral llevada a cabo en el ámbito ético, político
y cultural. Para poder lograr este ámbito se requiere del inicio en el pensar como
elemento revitalizador de las culturas y como antídoto en contra de la somnolen-
cia. Es propio del pensar y de su proceso la relación necesaria con los otros. Ahí se
evidencia la pluralidad y se manifiesta la diferencia, por ello, la capacidad de juicio
defiende a las personas de algunas tradiciones antipolíticas que pretenden la ho-
mogeneización y consecuente parálisis de la actividad de pensar. Ejercitar la mente
en los asuntos comunes posibilita la diferenciación de los pareceres. El recurso del
pensar evita las tendencias hacia la masificación y banalización de las personas.
El pensar libera la facultad del juicio, la más política de las habilidades huma-
nas mentales; la habilidad de juzgar y distinguir lo bueno de lo malo, lo bello de lo
feo, que puede ser vital en los momentos en que se generaron las rupturas y se per-
dieron las “barandillas” (Arendt, 1995: 137; 2002: 224), y en esa pérdida se exige el
pensamiento. De otro modo la injusticia y la violencia desmantelan el reconoci-
miento del valor y la dignidad de las personas. Ante este panorama de violencias es
un imperativo ético esforzarnos por comprender. “El reconocimiento se deja sentir
principalmente en su ausencia, bajo las modalidades de la humillación, la discri-
minación, la exclusión, el desprecio, la invisibilidad y la imposición que se ejerce”
(Innerarity, 2009: 28). La injusticia se presenta como explotación y es, asimismo,
una dominación cultural y política (Fraser, 2009: 41); generaliza y globaliza los
agravios y el menosprecio hacia personas, grupos, etnias y países. Estos problemas
son complejos al estar atravesados por múltiples elementos concurrentes. Por ello
la necesidad de intentar comprender mediante el pensamiento, cuestión en la que
tanto insistió Arendt. Estos recursos –comprensión y pensamiento– conducen a
explicitar la existencia de los demás y la pluralidad mediante el reconocimiento.
Así, es central el reconocimiento para la construcción de la identidad, situación
que, cuando no se logra, se trastoca en violencia29 de diversos tipos y también con

29
Violencia es atentar contra ciertos problemas –como falta de vestido, alimento, identidad,
libertad, salud– que deberían poder resolverse (cfr.: Galtung, 2003: 27).
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 107

un carácter funcional30. La vinculación del reconocimiento con la violencia es


fundamental porque la falta del primero –o cuando éste es falso– propicia la des-
valorización de las personas y, por ende, vuelve presencia la violencia entendida
como las “afrentas evitables a las necesidades humanas básicas y más globalmente,
contra la vida” (Galtung, 2010). Las formas de reconocimiento implican el auto-
rreconocimiento y el reconocimiento mutuo que expresan una dignidad humana
en un sentido activo. Ellas logran la superación –en cierta forma– de la violencia;
la búsqueda de tal reconocimiento pretende la justicia para todos. En este sentido,
podemos apreciar que la lucha por el reconocimiento tiene que ver con el progreso
moral, como lo señala Axel Honneth, cuando–siguiendo a Hegel– sostiene que el
progreso moral nace de la lucha por el reconocimiento, y éste es “el punto central
de un proceso de formación ética del espíritu humano” (Honneth, 1997: 14).
Así, allegar la paz mediante la acción nos conecta con un propósito éticamen-
te más alto, y esto es lo que da sentido a nuestras vidas en un futuro por venir, al
dar pie a justicia para todos y, así, lograr situaciones pacíficas.
Pensar en un mundo restaurado por el inicio de la acción humana –que mira
y comprende el pasado quitándole sus pesados lastres, reparando lo existente, para
así dirigirse al futuro– da una pauta esperanzadora de comenzar con lo que viene.
Porque permanece la verdad de que cada final de la historia contiene necesaria-
mente un nuevo comienzo, y este comienzo es la promesa apuntalada en Arendt
por el ofrecimiento del amor y el compromiso con el género humano que permite
alcanzar la paz. De ahí que las narrativas, especialmente aquéllas que cuentan his-
torias de paz, constituyen perlas (Arendt, 2001: 212) para el reconocimiento y la
reconciliación.
Actualmente, vemos y vivimos violencias en todos los ámbitos y en todas las
modalidades: guerras de exterminio, de pacificación o ayudas humanitarias; todas
ellas parten de programas en los que se destruye a personas, a las que han cercena-
do sus vidas. Asistimos también a situaciones de sojuzgamiento tolerado y selec-
tivo de grupos poblacionales, supuestamente enemigos. En todos esos escenarios
no podemos dejar de apreciar las condiciones morales de la paz y pensar en que
quizás la violencia no pueda erradicarse del todo, pero por el hecho de seguir bus-
cando y al obtener avances y logros de paz, se integra y se “supera la condición de
la violencia en una dimensión que sitúa su posibilidad no en un irenismo antro-
pológico (en el que no haya violencia como desideratum), sino en la postulación

30
Paul Ricoeur, en Caminos del reconocimiento (2005), incide en este tema, que es tan em-
blemático, dado que, finalmente, todos los seres humanos queremos ser tomados en cuenta, ser res-
petados y reconocidos. Evidentemente, este reconocimiento –al que llamamos ético– excluye a aquél
de corte funcional, de modo que implica el apuntado respeto y consideración de la dignidad como
personas, y no un reconocimiento meramente instrumental o funcional.
108 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

de un plano ético” (Marinas, 2007: 38) que esté sujeto a nuestras acciones. De este
modo, para el logro de la paz se requiere del equilibrio moral posible entre sujetos
libres, iguales y solidarios; esta solidaridad es una condición propia de los sujetos
morales. Porque “solidaridad es reconocimiento de la condición humana” (Mari-
nas, 2007: 38), ahí está en juego la paz, precisamente en “la restauración o no del
vínculo social” (Marinas, 2007: 38), que se decanta gracias al comienzo o initium
de acciones pacíficas mutuas.
En las situaciones dañadas se muestra la ruptura del vínculo entre las perso-
nas, y al destruirse tal vínculo se genera el conflicto y, en muchas ocasiones en que
estos conflictos son mal resueltos se deriva en violencia.
Las herencias violentas han sido protagonistas en tanto han reinado y han
perdurado a lo largo de la historia humana, y siguen siendo patentes en las so-
ciedades contemporáneas. Muchas de ellas dependen de creencias y de valores
que han predominado ligados a la belicosidad, y aun a lo largo de la historia de
la humanidad han existido también expresiones de reciprocidad y pacifismo, sin
embargo, han sido ocultadas, invisibilizadas y silenciadas, conllevando con ello
la apatía. Todos estos elementos legitiman la violencia (Galtung, 1996: 13-14). La
aceptación de ciertas tendencias que deforman la realidad de manera exagerada
aprecia las estructuras como causantes de lo que se vive, ellas se sostienen en las
razones culturales que tienen una potencialidad explicativa y, a la vez, justificadora
de dichas situaciones. Esto sucede con algunas tradiciones culturales y religiosas
que se apoyan en presupuestos e imaginarios negativos de la humanidad, como
son los paraísos perdidos, los pecados originales, los calvarios, los purgatorios e
infiernos, entre otros causales que, en aras de esperar algunas soluciones apocalíp-
ticas, paralizan cualquier acción para resolver y trascender los conflictos (Muñoz,
2006: 414), se considera que así son las cosas y no existe posibilidad de cambiarlos.
La trascendencia de los conflictos parte de las actitudes y conductas que hacen
visibles las posibilidades pacíficas producidas por la experiencia común. Desde la
conceptualización de la paz se cede a la posibilidad de dirimir las dificultades de
zanjar el camino hacia la construcción de una paz que, aunque no sea perfecta, tie-
ne la posibilidad de superar las dificultades y dilucidar derroteros que comiencen
a forjar un mundo más pacífico. Y si bien es necesario transformar y resolver los
conflictos por caminos pacíficos, no es suficiente si “la toma de decisiones no in-
tegra tales vías como elemento principal de las dinámicas sociales” (Muñoz, 2006:
418), y el diseño de las sociedades. Este diseño ha de considerar cuestiones como el
poder en tanto las teorías de la paz van imbricadas necesariamente con teorías del
poder, y éstas a su vez son dependientes de las teorías de los conflictos. En medio
de todo este entramado es que se posibilita la construcción de las teorías sobre la
paz.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 109

No debemos dejar de lado ni olvidar que las consideraciones en torno a la in-


clinación natural humana hacia la violencia han sido utilizadas como refugio justi-
ficador de las acciones devastadoras y de depredación. Ellas han fungido como un
verdadero escollo en las teorías de la paz. La tarea yace en que es preciso atemperar
tal ánimo naturalizado de la violencia y asentado normalizadamente como esencia
humana. Asimismo, es necesario desbrozar el concepto y la teoría del poder31 que
ha sido considerado como un medio para desafiar los conflictos, sea buscando ob-
jetivos y medios de dominación violenta o de manera pacífica y concertada32.
Para el tema de la paz consideraremos una acepción de poder caracterizada
por los valores como la cooperación, el amor y la solidaridad, que concierta y que
busca acuerdos, y cuyas acciones inciden en la sociedad, en su posible transforma-
ción. Es el poder integrativo que se distingue del poder destructivo que constituye
la guerra y la violencia, así como del poder productivo que se resume en el ámbito
económico. Estos tres campos del poder se presentan interrelacionados y en equi-
librio (cfr.: Boulding, 1993), debiendo prevalecer el ánimo pacífico para alcanzar
las mejores expectativas humanas. Superar y trascender los conflictos significa im-
pulsar la noviolencia como posibilidad del logro de la paz. Esta última basada en
estos marcos intelectuales al involucrar acciones básicas tales como el respeto a las
personas, el uso de la persuasión en vez de la coerción y la utilización de valores y
virtudes políticas que logran la cohesión y la integración de la sociedad. Todo este
conjunto de elementos constituye formas de poder que, vinculadas al Estado y a
sus formas deberán retomar y rescatar los espacios para la construcción de la paz.
La participación y la unión –estar juntos– fortalece el poder que se logra median-

31
El tema del poder es inmenso y complicado. Su problematización ha generado una gran
cantidad de estudios a lo largo del pensamiento filosófico, y arrastra un caudal de nociones como
fuerza, dominación y violencia, y desde ellas se presupone alguna forma de sumisión. El poder es el
resultado de una relación en el que unos obedecen y otros mandan, por ello es que está vinculado no
sólo, ni prioritariamente, con la fuerza o la violencia, sino con ideas y creencias que son las que ayu-
dan a obtener obediencia, dando autoridad y legitimidad a quien manda. Como poder político, ha
dado lugar a diversas teorías a lo largo de la historia, como puede verse en las obras de Maquiavelo,
Hobbes, Marx, Simmel, Weber, Arendt, Foucault. Todas las teorías del poder desarrolladas en el siglo
XX tienen presente –sea como punto de partida, como referente o como elemento– las propuestas
que sobre el poder hiciera Weber. Sus reflexiones se alimentan de la disección que hace de la sociedad
con un uso de conceptos vinculados con las explicaciones del Estado moderno y una combinación
de elementos del derecho, la economía o la sociología. El poder es una categoría elusiva porque es
siempre cambiante en sus efectos, manifestaciones y rituales. cfr.: Pérez (2009), Menéndez (2007),
Del Águila (2003) y González, (1998).
32
Es el caso de Arendt, quien defiende el poder como concertación. Es el poder vértebra de
todo espacio político y no es mensurable; es intangible y carece de fronteras y guarda una multiplici-
dad infinita. “El poder como la acción es ilimitado; carece de limitación física en la naturaleza huma-
na, en la existencia corporal del hombre, como la fuerza. Su única limitación es la existencia de otras
personas, pero dicha limitación no es accidental, ya que el poder humano corresponde a la condición
de pluralidad para comenzar” (Arendt, 1998a: 224).
110 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

te la concertación (Arendt, 1998a: 224-226), fundamental para el logro de la paz.


Arendt sostiene que “el poder preserva la esfera pública y al espacio de la aparición,
y como tal, es también la sangre vital del artificio humano que, si no es la escena
de la acción y del discurso, de la trama de los asuntos humanos y de las relaciones
e historias engendradas por ellos, carece de su última raison d’être” (Arendt, 1998a:
226-227). La pluralidad concertada mediante el discurso es fundamental para la
superación de los conflictos (Arendt, 1998a: 203).
Es posible lograr dicha trascendencia de tales conflictos mediante medios pa-
cíficos, para de ese modo alcanzar un estado de paz utilizando medios positivos y
convenientes, como son el uso de la imaginación, tanto de ponerse en el lugar de
los otros como para vislumbrar multiplicidades en la creatividad y, además, su-
mando la noviolencia. Todos estos recursos abren posibilidades en la transforma-
ción de conflictos para llegar a un buen puerto. Entonces, tales conflictos pueden
tener elementos constructivos y con un carácter positivo.
La transformación pacífica de los conflictos y la construcción de la paz es
como el trabajo de las arañas cuando tejen la telaraña (cfr.: Lederach, 2007: 119):
cada hilatura mantiene una serie de relaciones que conservan una unidad. Así es
como se construye la paz, con esta imagen en donde el centro de las relaciones
orbiculares está ocupado por la justicia y por la paz sostenible, en tanto valores
medulares. En su periferia se sustentan las relaciones de la comunidad que se van
tejiendo en las urdimbres sociales conformadas por la solidaridad. “Las arañas,
constructoras de redes orbiculares […] empiezan la red con unas pocas hebras an-
cladas a puntos estratégicamente escogidos, y flota después a través de un espacio
abierto, siempre enlazando el centro” (Lederach, 2007: 126), así es como se com-
pone la paz.
La aparición del conflicto entonces puede llevar a conductas constructivas
a través de actitudes profundas y reflexivas en forma de diálogos tanto internos
como externos en torno a ciertos problemas. Una conducta agresiva añade una
nueva contradicción al conflicto y estimula quizás mayor agresividad e irritación
en todas las partes implicadas, de modo tal que, “la violencia genera violencia, […]
el triángulo33 se convierte en la proyección de una espiral” (Galtung, 2003: 109), y
esta deriva acaba cuando, como en un incendio, la casa se ha quemado por com-
pleto. Por ello es que la paz hace hincapié en la reducción de la violencia y en la
transformación no violenta del conflicto y entonces, pensar en dicha construcción
y trasformación de conflictos vincula los hechos con las teorías y los valores, y con
todos ellos, se ha de construir la paz (Galtung, 1993: 15-46; 1995).

33
Este triángulo se refiere a las tres formas de violencia: la directa, estructural y cultural, y cada
una se ubica en un vértice, impactando a las otras dos formas de violencia con las que se concatena.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 111

En lo que respecta al conflicto, es fundamental señalar que dicho conflicto


remite a la contraposición entre objetivos incompatibles y polarizados, cuestión
enlazada con actitudes que pueden traducirse en conductas, como en el caso
de los prejuicios. Puede también iniciar con esas conductas como sucede en la
discriminación.
La polarización surge porque se ve a las otras partes como obstáculos para la
consecución de los objetivos propios. Un conflicto mal resuelto, como hemos ya
sugerido, genera violencia y ésta es una forma evitable de comportamiento (físico,
verbal o ambos), y que provocan daño o dolor. De este modo, siempre existe un
conflicto no resuelto como sustrato de la violencia y ejemplo de esto son los casos
en los que de las potencias imperiales generaron conflictos porque su lógica fue y
es la del dominio y su correspondiente impulso de sumisión de los otros. La ima-
gen que expresa la relación de la violencia con el conflicto se representa mostrando
análogamente a la violencia como el humo, y al conflicto como el fuego.
Justamente, el conflicto es una disputa entre dos o más objetivos defendidos
por una o más partes; los objetivos de cada una de las partes se pueden formu-
lar en positivo –por ser algo que se pretende conseguir–, o negativo –algo que se
busca evitar–. Los objetivos se relacionan con las situaciones necesarias de la exis-
tencia humana, son las necesidades primarias: supervivencia, bienestar, libertad,
identidad, y dichos objetivos se ven bloqueados cuando vemos los empeños de
los demás como obstáculos que traban los nuestros. Consideramos a los objetivos
propios como legítimos mientras que los de los otros los consideramos como espu-
rios. Bien sabemos que muchas veces existen fines ocultos, malvados y mezquinos
de uno de los actores, privando al otro de poder llevar a cabo sus motivaciones.
Así, los conflictos no resueltos o mal resueltos generan violencia, como ya lo se-
ñalábamos antes y que Kant lo rubricaba en Sobre la paz perpetua (2005b). Esta
situación constituía para el filósofo prusiano una enorme preocupación porque
era el caldo de cultivo que generaba las guerras.
El problema central con los conflictos mal resueltos o no resueltos que dan
lugar a la violencia es que amenazan con vulnerar la supervivencia, la más básica
de las necesidades humanas primarias. Ante una acción violenta sigue una reac-
ción. Esta posibilidad, generadora de conflicto, frente al otro u otros permite más
opciones: que el otro se ponga fuera del alcance; que se dé a la fuga. La tercera
posibilidad es que el otro soporte la violencia sin oponer resistencia, lo cual “es
habitual cuando se trata de violencia institucionalizada, directa o estructural, con
la eventualidad del extermino al final del trayecto” (Galtung, 2002: 3). Una cuar-
ta posibilidad puede ser la resistencia violenta del otro y la última, una quinta,
que tiene que ver con la resistencia noviolenta de los otros. De este modo, y como
apuntábamos antes, la violencia introduce un conflicto más, éste se superpone al
112 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

conflicto original, es una metaconflicto, como afirma Galtung y sostiene que, a su


vez lleva a una metapolarización que retroalimenta el conflicto original, en el tan
conocido círculo vicioso de la violencia que engendra violencia.
En las tres primeras posibilidades uno obtiene lo que quiere y sucede lo mis-
mo si gana, imponiéndose a la resistencia violenta o a la no violenta. Esta salida es
una solución militar, un paréntesis antes del siguiente acometimiento. La situación
de pensar que una pretensión es legítima es el elemento que redundará en la solu-
ción del conflicto y la primera opción señalada. Sin embargo, el otro puede llegar
a la misma conclusión y puede pedir la revancha, un nuevo acuerdo. Uno o el otro
pueden concluir que sus objetivos en el metaconflicto eran legítimos y exigir, por
ende, una compensación. Johan Galtung afirma que cuando alguno de los implica-
dos gana, parece equipararse a que sea legítimo, y de acuerdo con esa metanarra-
ción se observa el despliegue de esa violencia o guerra, y esto significa apreciar la
justicia en acción. Falazmente se piensa que “quien pierde es porque se lo merece,
[y, por ende, diríamos,] se ha hecho justicia” (Galtung, 2002: 3), ya sea de parte de
Dios, de la evolución, de la globalización o del mercado, ubicándose ahí quienes se
ponen del lado de quien vence.
¿Cómo dar por terminada una guerra, un conflicto y metaconflicto, una pola-
rización y meta-polarización? Podemos tener varios escenarios:
— La neutralización de una de las partes: no pueden quedar las dos inhabili-
tadas, el vencedor establece las condiciones.
— La capitulación de una de las partes: la parte que capitula va a conservar
recursos de venganza o revancha, por ello la preferencia por una capitula-
ción incondicional.
— Tregua por acuerdo mutuo: aquí el punto reside en quién la pide, porque
esto le dará una posición de fuerza o de debilidad.
— El estrangulamiento de la violencia o la guerra: sea por falta de blancos o
por agotamiento de la motivación. Encontramos este escenario en la his-
toria occidental profunda, en donde el final llega después del clímax y se
proclama un vencedor.
Pero Galtung nos presenta otro escenario: pensemos que la guerra no se ter-
mina, entonces se presenta una intervención por terceros. “El humanitarismo ofre-
ce fórmulas para la legitimidad, pero evidentemente no son suficientes para acallar
las sospechas de motivos ocultos. Los conflictos violentos dejan cabos sueltos que
son ‘bocados suculentos’ para los audaces que están al acecho” (Galtung, 2002: 4),
de ahí que es importante que si se va a intervenir cuando el conflicto esté avanza-
do, esto da la oportunidad a las partes de agotarse recíprocamente. Puede suce-
der también que surja el terror, entonces la lucha se vuelve una pesadilla. Según el
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 113

fundador de los estudios de paz, hay tres interpretaciones: la primera es negativa,


porque puede ser que la intervención se haya agotado por capacidades o por moti-
vaciones insuficientes, por finiquito de los objetivos o por flaqueza de la voluntad;
la segunda parece ser peor, dado que es posible que quien interviene carece de
credenciales suficientes para alcanzar la justicia o, peor aún, que fueran negativas;
que quien intervenga esté en el bando de los malos. La tercera interpretación –que
sería la peor de todas– puede suceder cuando la utilización de la guerra estuviera
viciada desde el origen. Entonces, dice Galtung (2002: 4), en la primera opción
que se señaló, la de la guerra tipo Clausewitz, se trataba de la persecución exitosa
del objetivo del conflicto por medios militares. En este caso se genera la polariza-
ción instantánea. La violencia prevalecerá sobre los lazos económicos, los lazos
de vecindad, de amistad e incluso los lazos familiares. Así, se pasa a un conflicto
irresuelto, porque un bando se negó a someterse y con ello la violencia y la guerra
hacen presencia hasta llegar a la victoria. En el segundo caso encontramos la inter-
vención exitosa en una guerra prolongada. La tercera narración es la que Galtung
denomina la narración de la paz por medios pacíficos. La paz no se impone, sino
que se construye y, seguramente, se reduce la violencia; se trata de mantener la paz
por medios no violentos. La solución de los conflictos hace que la violencia aparez-
ca como irrelevante y fuera de lugar.
Existen ejemplos de este último posicionamiento, pero los que resuenan en
los medios de comunicación son los otros dos, que “anegan la conciencia públi-
ca” (Galtung, 2002: 3) y dan cuenta del subconsciente colectivo beligerante. Varias
narraciones de la paz pueden exponerse, entre ellas está el conflicto entre negros
y blancos que se superó, el problema de Sudáfrica solucionado por Mandela-De-
Klerk y el caso de España a la muerte de Franco, que no volvió su mirada atrás a los
odios entre los falangistas y republicanos.
Galtung piensa que, en general, no se vislumbra una paz sólida sino sólo pau-
sas de violencia, porque no hay una imagen convincente a futuro y porque no se
comprende que la narración de la paz es más prometedora. Los ecos de Kant que
señalábamos antes siguen resonando. Se busca una paz que no tenga treguas ni im-
passes para comprender que la paz promete situaciones permanentes de concordia.
Si no se resuelven los conflictos positiva y creativamente se trastocan en violencia
porque “en el interior profundo de cada conflicto hay una contradicción, algo que
se interpone en el camino de otra cosa, en otras palabras, un problema” (Galtung,
2003: 107). Pero este problema tiene en sí mismo la fuerza que exige solución.
En este tenor, son formas del conflicto:
— La disputa –en la que dos personas o actores persiguen un mismo fin que
escasea– desemboca fácilmente en intentos de dañar o herir al agente
114 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

cuyo objetivo se interpone en el camino; lleva a destruir al otro, sea per-


sona, institución, o hasta Estados34.
— Y el dilema de dos personas o actores cuando persiguen dos fines incom-
patibles entre sí; se llega a negar algo en esas personas, que es la autodes-
trucción y también puede ser la destrucción del otro35.
Ambas situaciones se experimentan en la vida diaria. El conflicto genera ener-
gía, el problema es cómo canalizar constructivamente tal energía (Galtung, 2003:
109) para no desembocar en violencia.
Ahora bien, podemos pensar que el concepto de crisis es próximo al de con-
flicto, en tanto que existe un peligro al cual se le añade la ocasión. Galtung sostiene
que peligro es un concepto fronterizo al de violencia, y el concepto de ocasión es
razonablemente cercano a lo que es el reto, que puede verse como la raíz de la
acción creativa. Así, se pretende cambiar el temor estático en relación con los con-
flictos y se propone más bien llevar a cabo la solución/resolución/disolución de
tales conflictos. Con ello, la única forma de transformar los conflictos es partir de
su transformación creativa, lo cual nos guiaría al alcance posible de la paz. Ese ini-
tium agustiniano –tan relevante para Arendt– es el que instiga la acción y es el que
marca la pauta para pensar en las situaciones de trascendencia de los conflictos
buscando situaciones pacíficas.
La frecuente polarización de la realidad –que anotábamos párrafos arriba–
indica que no se pretende afrontar dicho conflicto y, por ello, es que acaba con-
cretándose como tabú; se aspira a su cancelación –que resulta imposible– porque
el conflicto es connatural a los seres humanos. Por ello, intentar la simplificación
y la abolición de ambigüedades en donde se perciben situaciones extremas que se
expresan como blanco/negro o amigo/enemigo, deseando el daño para el otro y la
dicha para mí, y con la presencia de fases de provocación y disuasión, todas estas
consideraciones extremadas no logran superar el conflicto sino momentáneamen-
te. En todo caso, su apaciguamiento temporal y efímero resurgirá indefectible-
mente más tarde. Si despolarizamos las situaciones, entonces cancelamos muchas
de las causas de la violencia, estableciendo relaciones nuevas y disminuyendo las
diferencias o desniveles entre los bandos opuestos.
Así, la violencia es polarizadora, de modo que cuando se transforma el con-
flicto y se minimizan esas polarizaciones se van eliminando los “belógenos frus-
tración y agresión; la despolarización añade un paxógeno análogo al sistema
34
Por ello es que Johan Galtung, en Trascender y transformar. Una introducción al trabajo de
conflictos, organiza su capitulado desde los conflictos micro hasta los mega conflictos. El trabajo de
resolución de conflictos y su reconstrucción es complicado en los diferentes niveles.
35
Aquí estamos pensando en conflictos no sólo entre personas, sino asimismo entre institu-
ciones y países, y por ello los señalamos como actores.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 115

inmunitario. En el lenguaje de la ONU estas dos actividades se denominan gené-


ricamente hacer la paz y construir la paz” (Galtung, 2002: 1-2). Es fundamental
además el mantenimiento de la paz que busca el control de la violencia, intentado
reducirla y quizás eliminándola. Polarización significa distancia social, y ésta a su
vez “distancia humana” (Galtung, 2002: 2), por ello es tan importante el concepto
de lo común, en donde hay identificación y ciertas analogías valorales. Pretender
que esa identificación se ensanche36, se amplíe y se vuelva con pretensiones comu-
nales, contemplando a toda la humanidad, es lo que desde Kant se ha buscado y
que Gandhi refrenda con fuerza y que se vincula con el famoso proverbio latino
retomado por pensadores hispanos como Unamuno y que reza “omo sum, humani
nihil a me alienum puto” [“ser humano soy, nada humano me es ajeno”]37.
Un conflicto irresuelto se acompaña de la frustración por no haber logrado
los objetivos propuestos. En los conflictos en los que las necesidades esenciales
son parte de los objetivos buscados es mucho más probable que haya agresión y
puede darse el sufrimiento en el silencio. Esto sucede principalmente en los con-
flictos estructurales que enfrentan a quienes están situados en jerarquía y puestos
superiores –en una posición que pretenden mantener– contra quienes están más
abajo y se resignan –o no– a su suerte. La polarización puede permanecer en silen-
cio, pero cuando las necesidades básicas se vulneran, se produce la violencia, que
puede ser directa o, cuando permanece en las estructuras de la sociedad, estruc-
tural. Un conflicto irresuelto sumado a la polarización, desemboca en violencia,
y muchas veces se genera una cultura de la violencia en la que la violencia aparece
como natural o normal, rebajando el umbral del rechazo y en la que se promueve la
pedagogía de la crueldad (Segato, 2016: 18-20). Una cultura violenta es el caldo de
cultivo de cualquier actor frustrado en la sociedad quien por un conflicto irresuel-
to se convierte en un actor nocivo (en un matón, diría Galtung [2002: 3]). Sucede
cuando una estructura ha establecido las premisas para una polarización de la so-
ciedad y, algún acontecimiento desencadenante constituye un chispazo que hace
que se encienda la violencia. El desencadenamiento de la violencia se inicia cuan-
do alguna de las partes en la sociedad o en los grupos se siente más provocada que
disuadida y quiere que el equilibrio de poder logre el efecto de “si quieres la paz
prepárate para la guerra” [si vis pacem, para bellum]. En este libro, como en otros
textos (García-González, 2014b: 11), hemos insistido en la necesidad de cambiar
este paradigma en el cual la paz como meta es el único objetivo, dejándose de lado
los medios y los procesos para llegar a dicha meta; así, si queremos la paz hemos de

36
Este ensanchamiento tiene que ver con el recurso de la mentalidad agrandada kantiana y
arendtiana.
37
Publio Terencio, el Africano, Heauton Timoroumenos (El enemigo de sí mismo); Miguel De
Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, en donde apunta, “soy hombre (ser humano) a ningún
otro hombre estimo extraño”.
116 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

prepararnos para la paz [si vis pacem para pacem], de modo que los involucrados
tienen que sentirse disuadidos de llevar a cabo la violencia, y así intentar superar
el conflicto. Los conflictos son de facto de diversa índole según los involucrados en
el mismo: micro-conflictos internos y entre las personas; meso-conflictos, que se
presentan en las sociedades; macro-conflictos, entre estados y naciones; y, mega-
conflictos, entre regiones y civilizaciones38.
Sabemos que, generalmente, se ha normalizado hablar de la guerra, se ha vuel-
to costumbre. Por su parte, hablar de paz cuesta más trabajo, porque se ve como
algo imposible, como una lejana eventualidad irrealizable; esto tiene que ver con la
misma falta de usanza y porque con las guerras acostumbran ganar los que sacan la
mejor tajada; ellos son los que tienen los elementos para continuar justificando los
procesos bélicos. Normalmente quienes están en los ámbitos de ejecución de la po-
lítica no consideran el conflicto no resuelto como punto de partida, ni visualizan
la problemática que encierra la polarización, sino que se centran en la violencia
exclusivamente; “confunden el escenario del conflicto –en el que se produce la vio-
lencia, la acción– con la formación del conflicto. Se reduce el problema a un dua-
lismo, maniqueísmo y la lógica de dominio en donde se presenta la violencia como
algo inevitable” (Galtung, 2002: 6). Dichos dirigentes de la política –en general
según lo que se vive en nuestros espacios– se interesan únicamente –y, por cierto,
no siempre– por la violencia directa, por ser la más visible; no analizan las causas
de la prolongación y la escalada de dicha violencia; no profundizan en apreciar que
los que sufren exclusiones sistemáticas y sistémicas sufren violencias estructurales
y culturales. Por ello es que no exploran propuestas de paz ni proponen situaciones
que real y efectivamente superen las violencias de diversa índole de las personas
afectadas; no vislumbran un mejor futuro porque no imaginan ni ofrecen situa-
ciones de paz, no buscan cambios profundos y en los eventos de violencia directa
dejan un lado las acciones que posibilitan la reconciliación, elemento central para
la despolarización.
Es manifiesto que las definiciones de la paz se vinculan indefectiblemente con
las de violencia, y como estas últimas son las que tenemos a la mano, se estudia
casi únicamente la violencia. Y por ello también es que desde estos referentes se
han hecho los estudios de paz. Ahora bien, la idea de violencia no resulta en nada
extraña a la filosofía si atendemos a sus consideraciones y a las múltiples herencias
del mismo Aristóteles y la tradición aristotélica, a todas sus derivas hacia el me-
dioevo, la modernidad con sus reformulaciones en la filosofía política, y las que
hoy en día se nos ofrecen. Definiciones que los estudios de paz –a través de su
fundador, Johan Galtung– han realizado y se relacionan con los conceptos de lo

38
Esto es lo que se explica a lo largo de todo el libro de Galtung, Trascender y transformar.
Una introducción al trabajo de conflictos.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 117

potencial y lo efectivo, es decir, con posibilidades y realizaciones. Así, al ensamblar


los estudios de paz con la tradición filosófica podemos dar una definición tanto
comprensiva como pragmática de la violencia, es decir, “una definición que evitan-
do el reduccionismo en la comprensión del fenómeno y la esterilidad en la acción
práctica, permita entenderla en su complejidad y combatirla con eficacia” (Soto,
2007b: 84). Pero no sólo esto, sino que a la par habremos de construir estudios de
la filosofía de la paz que se vinculen con todo un entramado filosófico que involu-
cra lo ético y lo político.
Se ambiciona el trato respetuoso e incluyente de todas las personas sin excep-
ción y este respeto tiene que ver con la garantía de que se satisfagan sus necesidades
tanto materiales como no materiales, las intangibles o las espirituales. Se persigue
que dichas personas realicen sus planes vitales como seres humanos integrales y
con ello subsanen las situaciones de violencia, trascendiéndola y abriendo espacios
para la paz como ideal moral y ético. Con ello, la necesidad de construir una éti-
ca de la paz da cuenta del desarrollo moral requerido de quienes constituyen una
sociedad. Si pensamos que la paz se construye como un ideal moral es factible vis-
lumbrar una ética de la paz que conduce a desbrozar la realidad y a recomponerla
ante los retos que se presentan. Los diversos procesos de educación, los procesos
de generación inclusiva de los bienes materiales, la participación política, así como
la comprensión de la necesidad de alcanzar la paz como ideal moral –todo esto en
conjunción–, permite el desarrollo de una conciencia ética que cimiente espacios
en los que se viva en paz. Sólo así se podrá construir una cultura de paz en una
sociedad como la que nos ha tocado vivir. La reflexión sobre ese ideal moral de la
paz –en tanto valor–, nos permite hablar de una cultura de paz; de una cultura que
descansa en la perspectiva ética de la paz, entendida como exigencia moral, para el
desarrollo personal de todos los individuos, y para una adecuada comprensión de
la configuración de las instituciones.
Sin duda, apreciar críticamente la violencia nos obliga a hacer un acercamien-
to con uno de sus detonantes no resueltos que hemos señalado y que se fragua
en el conflicto. El conflicto es algo propio de lo humano y la reflexión en torno
a la paz hace hincapié en la reducción de la violencia, yendo por el camino de la
transformación no violenta del conflicto. Es preciso por ello dilucidar el concepto
de conflicto y señalar que es un término que, en su sentido más genérico, sugiere
un antagonismo tensionado de resolución problemática (Bilbao, Etxeberría, Sáez y
Vitoria, 2004: 15; Galtung, 2002: 107). Sin embargo, es importante resaltar que este
problema tiene la fuerza de generar soluciones y que el antagonismo existente pue-
de expresar o vivirse dentro de un único sujeto, cuando aspira a dos objetivos que
se le presentan como incompatibles, además de mostrar su carácter intersubjetivo.
El conflicto intersubjetivo “puede tener orígenes varios, generando de ese modo
varios tipos de conflicto. Normalmente suele resaltarse que se produce cuando di-
118 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

versos sujetos desean bienes externos de los que no hay cantidades suficientes dis-
ponibles para satisfacer a todos ellos” (Bilbao et al., 2004: 16). En ese caso se habla
de un conflicto de recursos escasos, aunque el antagonismo puede tener un origen
que emana de que se desea, lo que el otro desea y las razones porque lo desea; en
este caso hay un conflicto mimético (Bilbao et al., 2004: 16, cursivas de los autores).
Hablar de conflictos distributivos no significa que tengan que ver siempre con re-
cursos materiales sino también con recursos simbólicos como son valores, dere-
chos o mundos de sentido como podrían ser los políticos y los religiosos (Bilbao
et al., 2004: 16). Cuando sentimos atacados algunos aspectos que pensamos como
centrales para nuestra identidad es cuando se generan conflictos de identidad (Bil-
bao et al., 2004: 16). Por su parte, el conflicto objetivo tiene que ver con los recur-
sos en disputa y el subjetivo se bifurca en dos vertientes, es decir, en tanto remite a
la percepción que tiene cada parte del conflicto y la dimensión que se expresa en
las relaciones establecidas entre los contrincantes.
Ahora bien, la ausencia total de conflicto es el estado de muerte, es fundamen-
tal identificar la contradicción, hacer visible la incompatibilidad para desde ahí
buscar su transformación. Existen contradicciones que residen en la estructura del
sistema social, aunque ciertamente hay elementos que son inconscientes como los
intereses o aquellos que conscientemente son asumidos como son los valores. Sin
duda, los conflictos de la vida real son muy complejos, y cuanto más complejo es
un conflicto más ocasiones presenta para una transformación no violenta y creati-
va, pero exige mayor creatividad reflexiva. No puede prevalecer ni la complejidad
(Escila) ni la simplificación (Caribdis) porque acaba por polarizarse el conflicto,
y con ello se complica su resolución o su trascendencia. Cualquier formación de
la vida real tiene rasgos de armonía y discordia. En ella van de par en par la con-
flictividad y la cooperación de modo que “en una estructura conflictiva, domina
el aspecto discordante, […] pero no debe impedirnos de ninguna manera ver los
aspectos cooperativos, armoniosos, que pueden muy bien ser la base sobre la que
se pueden construir la transformación de los conflictos” (Galtung, 2002: 118).
Lo fundamental en el conflicto es buscar su transformación, ahí en donde en
alguna parte hay una contradicción y en ella hay dinamismo, por ello en el con-
flicto siempre hay perpetuo cambio y su estructura es resbaladiza (Galtung, 2002:
131). De este modo, desbrozar lo que es un conflicto nos obliga a mirar cuáles son
los actores y partes y cuáles son los objetivos; y cuáles son las contradicciones.
El pensamiento que ha prevalecido pretende buscar una forma de estado final en
donde el conflicto no se resuelve o se deja por imposible y prolongado, mantenido
para siempre. Pensar en una solución de los conflictos puede definirse como dan-
do lugar a una nueva estructura que es aceptable para todos los actores y asimismo
sostenible para todos. La visión más ingenua es creer que el conflicto queda solu-
cionado una vez que las élites de las partes han aceptado la solución. Esto sucede
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 119

en las firmas de documentos que suelen ser rúbricas en papel mojado, en parte
porque no siempre los firmantes son honestos, por lo cual no siempre se considera
a los demás actores (Galtung, 2018: 35-44). Aun si estos aceptaran, cabe preguntar
en dónde están las fuerzas que apuntalan el acuerdo y que producen estructuras
menos conflictivas y no sólo reproduciendo las anteriores. Por supuesto, es bueno
una configuración menos contradictoria, sin embargo, tiene que estar respaldada
por las actitudes y suposiciones correctas, de otro modo volverán los comporta-
mientos equivocados.
Es importante considerar que “la transformación de los conflictos es un pro-
ceso sin fin” (Galtung, 2003: 132), por ello el objetivo es la capacidad transforma-
dora permanente y junto con la habilidad para manejar las transformaciones de
forma aceptable y sostenible. El objetivo es el proceso y es el camino y las transfor-
maciones se dan en el tiempo preciso, como Cronos y Kairós, es decir, el momento
y el tiempo exacto.
Entonces, partiendo del supuesto de que los conflictos son una constante en la
vida de las personas y muchos de ellos han sido para bien –en el sentido de que en
la historia de la humanidad muchos de esos conflictos impulsaron cambios positi-
vos–, hubo otros casos que en vez de dirigirse a cuestiones constructivas se dirigie-
ron hacia lo negativo, hacia la destrucción y la deshumanización, al convertirse en
violencia. Según la propuesta de Galtung, tenemos que aprovechar la presencia del
conflicto; ciertamente es una crisis, pero también es oportunidad, es un hecho que
surge ante la incompatibilidad de objetivos. Evidentemente, los conflictos sí exis-
ten y son connaturales al ser humano; no se solucionan, pero sí pueden transfor-
marse mediante la noviolencia. Buscar la paz es un camino que pasa por la teoría y
la práctica de la resolución de conflictos.
En un conflicto estructural hay violencia estructural (Galtung, 2003: 136); la
contradicción básica del conflicto está en la verticalidad de la estructura, la repre-
sión y la explotación. Estas estructuras represivas y explotadoras están protegidas
por otras disposiciones estructurales que impiden la concientización y la moviliza-
ción generando fragmentación, dividiendo y marginando a los de abajo. Concien-
tización y movilización son procesos necesarios para transformar los intereses en
un conflicto estructural. Entonces, para superar la violencia estructural se requiere
en primer lugar confrontar y plantear la cuestión con claridad y el resultado que se
desea. La lucha tiene que ser por medios no violentos, de acuerdo con la fórmula
paz por medios pacíficos y esto es importante en un segundo momento. Un conflic-
to sólo puede solucionarse si las partes están convencidas de que no pueden forzar
a las otras a someterse. Es lo que hace la noviolencia. El tercer paso para superar la
violencia estructural es el desacoplamiento, es decir, cortar el lazo estructural que
une al represor al explotador. Este recurso fue muy conocido porque fue caracte-
120 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

rístico en la no cooperación de Gandhi, que implicó la autonomía y la capacidad


de autoconfianza expresada a través del concepto de swaraj y el de ahimsa que
refiere a la noviolencia, además del de satyagraha39. Con ello se ha de empezar a
tomar espacios de poder a través de formas de empoderamiento, tal como se han
mostrado en los avances históricos de los trabajadores o de las mujeres, por ejem-
plo. Sin embargo, este desacoplamiento no puede ser el objetivo a largo plazo por-
que se generaría una estructura vertical y lo que se busca es lograr una estructura
horizontal de justicia, finalmente, asentada en los derechos humanos. Otro mo-
mento para la superación de la violencia estructural está en el reacoplamiento de la
estructura horizontal y busca equidad y no explotación, autonomía en vez de pe-
netración, integración en vez de segmentación, solidaridad en vez de fragmenta-
ción y participación en vez de marginación (Galtung, 2003: 137). Todo esto forma
parte del proceso para construir estructuras nuevas, que abarquen más, que sean
más amplias, más comunales y menos excluyentes, por lo tanto, menos violentas.
Generalmente, en los conflictos hay frustraciones que se encuentran en la peri-
feria de tales conflictos. La situación se puede transformar mediante la trascenden-
cia, la transigencia y la retirada. En la trascendencia, se supera el obstáculo, se realiza
el objetivo posiblemente con una transformación, dado que quizás el obstáculo no
sea tan grande como podría suponerse. Una transigencia en donde se rebajan las
pretensiones y se reduce el objetivo se hace realista en cuestiones tales como posi-
ción social, poder, riqueza y fama. En los casos de la retirada se renuncia al objetivo
porque se considera que la movilización no merece la pena (Galtung, 2003: 138). Por
ende, y después de lo dicho, el conflicto parece ser una característica de los seres vi-
vos que, en su intento de perpetuarse, pretenden utilizar en su beneficio los recursos
y los elementos que los rodean en aras de buscar soluciones. El conflicto abre posibi-
lidades y constituye fuentes de creatividad y renovación en el entramado humano y
social. Aun cuando la lógica de la conflictividad no pueda ser anulada, sí nos permite
vivir situaciones pacíficas, si bien no sea de manera absoluta y completa. Por ello
es que Francisco A. Muñoz ha defendido el concepto de paz imperfecta dado que
enfatiza un proceso inacabado y un transcurso, ni finiquitado y tampoco infalible,
pero, aun así, nos ayuda a “reconocer las prácticas pacíficas allá donde ocurran, que
nos descubre estos hitos como apoyos de una paz mayor, más amplia […] y una paz
imperfecta que nos ayuda a planificar unos futuros conflictivos y siempre incomple-
tos” (Muñoz, 2006: 411). La cuestión está en que esa paz siempre está haciéndose en
el proceso que se va realizando en la cotidianeidad y de manera silenciosa. De este
modo, es posible apreciar que la paz deriva de los conflictos resueltos positivamente,
aunque su carácter siempre es inacabado, como lo es el ser humano. De ahí que se

Los conceptos gandhianos, hoy muy conocidos, son los que estructuraron la propuesta
39

fundamental de Gandhi. Satyagraha implica la resistencia pasiva; Swaraj significa independencia y


gobierno propio; y, Ahímsa que implica las acciones noviolentas. Gandhi (2012: 127, 158, 170 y 276).
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 121

defienda la promoción de epistemologías pacíficas (Muñoz, 2006: 417) que suplan-


ten las existentes de violencia que son predominantes, y por ello la razón de ser de
este libro que pretende evidenciar que la paz es un ideal moral.
Pensar la paz se relaciona con la realización de reflexiones que nos permitan
comprender la realidad desde una perspectiva de trascendencia de los conflictos y
de superación de los atavismos que han lastrado la posibilidad de alcanzar dicha paz.
Para ello es preciso comprenderla en toda su extensión y, sobre todo, entender que
la calidad de dicha paz dependerá de que quienes la ejerzan logren situaciones más
humanizantes y encumbrantes para la humanidad. De ahí que implique siempre la
acción de las personas que son quienes llevan a cabo los procesos de paz con la de-
terminación de los comienzos en las acciones de paz, y esto no siempre es claro en
las mentes de los seres humanos, por lo que es preciso impulsar la educación para la
paz y su enseñanza. Esta será la única manera de revertir los procesos que vivimos
impregnados siempre de acciones violentas. Una de las razones que propicia la vio-
lencia es la injusticia y, en las situaciones en las que ésta aparece se cancelan todas las
posibilidades de la paz y emana indefectiblemente la violencia. Por ello, una educa-
ción ética para la paz transversal se ubica en la cimentación y construcción en una
base conformada por virtudes como la solidaridad, la tolerancia respetuosa, el diálo-
go comunicativo, la prudencia y la compasión, entre otros. Estos valores han de fun-
gir como ideales regulativos, es decir, como ideas pretendidas que regulan nuestras
acciones y nuestro caminar en la existencia y sólo desde estas acciones es que esos
valores se harán realidad. Las acciones que den pie a la paz se han de enseñar a través
de procesos de una educación para la paz inserta en una cultura de paz, aun en los
marcos de violencia en los que aparece cotidianamente y que es necesario trascender.

1.6. Partir de los desastres y la injusticia: constelaciones para construir el


sosiego con la justicia y la paz

“Partamos por lo pronto de una realidad: la vivencia del sufrimien-


to causado por la injusticia. […] La experiencia de la injusticia expresa
una vivencia originaria: la vivencia de un mal injustificado, gratuito”.
Luis Villoro (2007: 16)

“Necesitamos el recuerdo de la barbarie para reiterar el motivo de


su rechazo. […] La sensibilidad herida ante la barbarie de la violencia
bélica, una sensibilidad que no acepta consuelo y que grita ¡Nunca más!
[…] No tendrían que haber acontecido. Por eso son daños innecesa-
rios, evitables e impulsan el compromiso con otro orden distinto del
mundo”.
Carlos Thiebaut (1999: 12, 15, 19)
122 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Mirar la realidad nos recuerda las expresiones en los grabados Desastres de


la guerra de Goya, que describen ese doliente ¡Nunca más! Ese “nunca más” nos
obliga a pensar seriamente en aquellas situaciones inaceptables desde cualquier
óptica por ser injustas, por excluir a quienes deben estar incluidos y, en suma, por
violentar la dignidad de las personas. En este sentido, la violencia se contrapone a
la justicia, y es necesario aseverar que no puede haber paz si la injusticia es parte de
las formas de vida de una sociedad.
Los grabados del pintor español muestran las consecuencias de la injusticia,
evidenciados en acciones eminentemente violentas que nos exigen cavilar críti-
camente y pensar desde las reflexiones teóricas sobre estas tramas al darnos luz y
claridad para comprender mejor nuestro mundo; para poder vislumbrar los mati-
ces necesarios y después de la reflexión teórica, volver a la realidad para analizarla,
intentar transformarla y después hacernos cargo de ella (Cruz, 2000). Pero el pun-
to de partida y de llegada es esa realidad; la reflexión tiene que partir –como decía-
mos antes– al ras de la tierra y desde las sociedades que son injustas y corruptas.
Partimos de ahí dado que la justicia es la base de la paz, y la reflexión analítica
se decanta desde ese nivel de tierra. Así, “en lugar de partir del consenso para fun-
dar la justicia, part[iremos]e de su ausencia; en vez de pasar de la determinación
de principios universales de justicia a su realización en una sociedad específica,
part[iremos]e de la percepción de la injusticia real para proyectar lo que podría re-
mediarla” (cfr.: Villoro, 2007: 16). Esta apuesta para el acceso a la justicia es la “vía
negativa hacia la justicia” (cfr.: Villoro, 2008: 69 y 75)40 y es una respuesta a la injus-
ticia. Esta vía depende de un contexto histórico determinado y situado en donde
rige la desigualdad social extrema y creciente; en donde manda la exclusión y la
marginación de una gran mayoría. Por ello, la clave no puede ser el acuerdo, dado
que no prevalecen las condiciones ni sociales ni políticas para un consenso co-
mún41, sino una reclamación desde la experiencia de la injusticia y la indignación
porque no hay acceso ni a la justicia ni a la dignidad. La injusticia social está en la
base de la violencia estructural42 de modo que el alcance de la paz asienta su base
en la justicia social.

Así se titula el primer capítulo de Los retos de la sociedad por venir, que constituye el pri-
40

mer inciso del primer reto de los tres que propone: justicia, democracia efectiva e interculturalidad.
Estos tres retos son los centrales que plantea la sociedad por venir. Al responder a cada uno de estos
retos con razones fundadas es que podremos orientarnos en este mundo. Cfr.: Villoro (2007: 9).
41
Como algunas teorías lo proponen, véase, Rawls (1979).
42
Galtung ha señalado tres tipos de violencia: la violencia directa que es la explícita, la es-
tructural que es la que se ubica en las instituciones y en las estructuras sociales y la violencia cultural
que se encuentra situada en los espacios culturales, en los imaginarios simbólicos. Las estructuras de
las sociedades se vinculan irremediablemente con los sistemas económicos y de ellos dependen tales
estructuras y las violencias que generan. La mala distribución económica produce violencia. Por ello,
Galtung insiste en que tal violencia se produce cuando no se satisfacen las necesidades básicas y és-
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 123

Los elementos comunes permiten conseguir las metas de realización propias


e implican el alcance de la proyectada justicia, sin dejar de apreciar que, en socie-
dades como la nuestra, se exige una vía alternativa para el logro de dicha justicia.
La vía negativa –propuesta por Luis Villoro– parte de la injusticia y la exclusión;
es una ruta con pretensiones de justicia a partir de la vivida interculturalidad que
indefectiblemente exige algunos elementos de universalidad.
La cultura condiciona el marco valorativo de la figura del mundo y de gran can-
tidad de conceptos que emanan de ella, como el concepto de justicia (cfr.: Villoro,
2007: 104), además de la efervescencia de las reflexiones filosóficas sobre la justicia
en intentos que pretenden dilucidar sus características y sus fundamentos tienen que
ver asimismo con “un interés renovado de la ética-política” (Villoro, 2009: 11). Al-
gunos de los puntos de vista contemporáneos encabezados por la teoría de la justicia
de Rawls parten del supuesto que las sociedades desarrolladas han superado tanto
la injusticia económica y social, así como la política de los sistemas dictatoriales y
totalitarios. En esos países, llamados desarrollados, se han instaurado situaciones
políticas basadas en la consideración de una ciudadanía igualitaria, esto dado que los
filósofos oriundos de esas latitudes así lo han vivido. El caso de Rawls es claro; emana
de una sociedad como la norteamericana que parte del consenso racional como jus-
tificación de la justicia entre personas iguales en un marco democrático. Pero cuan-
do estas situaciones que se viven no son precisamente como las supuestas por estos
filósofos anglosajones o alemanes, y en donde los procesos políticos no son preci-
samente democráticos, ni tampoco existe una igualdad, sino al contrario, dado que
la exclusión de los beneficios que deberían ser para todos no lo son, las reflexiones
filosóficas que surgen en estos espacios varían. “En nuestra realidad social no son
comunes comportamientos consensuados que tengan por norma principios de jus-
ticia incluyentes de todos los sujetos; se hace patente su ausencia” (Villoro, 2009: 12).
La construcción de una teoría de la justicia en nuestros marcos reflexivos habría de
partir de la injusticia, considerada como principio que explica las diversas formas en
que la injusticia puede presentarse. La pretensión sería determinar las características
de lo que sería la justicia desde el principio existente de la injusticia, que procede de
lo particular hacia lo universal.
Los ideales kantianos –retomados por filósofos como Rawls– son realizables
únicamente si se considera como condición sine que non que promueven los de-

tas en gran medida dependen de sistemas económicos injustos. Por supuesto, tenemos presente esta
cuestión porque constituye una causal de la violencia, sin embargo, por su importancia merecería un
escrito específico. Si pensamos en que los procesos de paz van ligados a la reparación de los daños,
tenemos que introducir necesariamente el tema de lo económico. Existen intereses, de carácter eco-
nómico –principalmente– para defender la violencia; evidentemente, tales intereses no se explicitan,
sino que se manipulan y se llevan a cabo de manera sutil. Además, es importante señalar que las vio-
lencias estructurales (aquellas que son reproducidas por las instituciones) son múltiples y entre ellas
apreciamos, por ejemplo, el racismo, el clasismo y la violencia de género.
124 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

rechos humanos, el respeto a la dignidad, a la libertad y, con ello, la necesidad de


un gobierno republicano que descanse en ideales republicanos que garanticen esa
libertad. Los derechos humanos basados en esa libertad son, tanto para Rawls como
para Kant, la base de toda vida digna. En ese sentido, el criterio fundamental que
distingue a los pueblos de buena fe de aquellos criminales o canallas son los derechos
humanos (Rawls, 2001: 95). Los derechos humanos son el criterio central para que
las relaciones entre los pueblos puedan lograrse. Aun cuando para Rawls la viola-
ción a los derechos humanos –por ser en defensa de las instituciones democráticas,
de las tradiciones, de las formas de vida religiosas y no religiosas– sí es causa para
una guerra justa (Rawls, 2001: 109). Poner en riesgo la pacificación por un Estado
infractor que violenta los derechos humanos parece justificar una guerra defensiva.
Así, podría justificarse una guerra contra el enemigo injusto de la Metafísica de las
costumbres (1999b), de Kant y el estado criminal del Derecho de los pueblos, de Rawls.
Pero, para evitar cualquier guerra se requiere un respeto a los derechos humanos que
ha de extenderse como criterio de universalidad en el cosmopolitismo globalizando
y que se apuntala en la responsabilidad moral (Santiago, 2004: 240), porque “cual-
quier violación del derecho en un punto de la tierra repercute en todos los demás”
(Honneth, cfr.: Santiago, 2004: 241). Por ello, la propuesta de paz debe considerar
necesariamente los derechos, las libertades y la dignidad.
De ahí que debamos seguir insistiendo en la necesidad de llevar a cabo inves-
tigaciones sobre la paz y concretamente desde la filosofía política, en tanto todas
ellas han estado excesivamente enfocadas hacia la guerra (Gleditisch, Nordkvelle y
Strand, 2014: 145); además, porque los conceptos de paz han sido poco claros y os-
curecidos siempre por los de la violencia. Generalmente, se ha pensado a la paz y de
manera amplia, en el marco de una agenda ya tradicional de la violencia básicamente
física, presente entre grupos, así como en la manera en que se podría reducir dicha
violencia. Se ha pensado de manera más acotada que “aunque ha habido cambios
en el tiempo en el uso de los conceptos como paz, guerra, violencia y conflicto, sin
embargo, no ha habido una época centrada en los estudios de paz” (Gleditisch et al.,
2014: 145). En cierto punto, la investigación sobre la paz ha retornado a su agenda
original sobre la paz negativa, es decir, sobre la prevención de la guerra y la violencia
y lo que es la prevención de la guerra y la violencia. Las reflexiones más poderosas se
han centrado de manera casi única en los estudios de la guerra más que en los aspec-
tos más amplios y de manera más general, como es la violencia en la sociedad y los
problemas de injusticia, explotación y opresión (Brock-Utne y Garbo, 2009; Carrol,
1972: 585-616); éstos se han estudiado de manera más acotada y en los países peri-
féricos que son los que sufren de estas infamias. La manera como se les ha buscado
sortear ha sido con recursos securitarios en vez de ir al fondo de estos problemas. Es
muy delicado intentar subsanar estos males sólo con la seguridad, porque los ideales
morales acaban siendo socavados por los excesos securitarios, que al radicalizarse
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 125

y al erigirse como máximo valor, engulle a los valores como libertad, justicia y una
vida de plenitud, acabando por deteriorarlos y arruinarlos (Trías, 2005: 52). De este
modo, la seguridad “erosiona y arruina la libertad, sitúa en última fila la justicia, im-
posibilita la felicidad o la buena vida, e interpreta […] la fraternidad, la igualdad y la
libertad únicamente a través de su rostro más obtuso” (Trías, 2005: 52). Es la parte
sombría de la política que se erige sobre el miedo y que puede proveer una excusa
inadvertida para la militarización. Pero, con todo y esto, la investigación sobre la paz
no debe degenerar y ceñirse únicamente en torno a la investigación sobre la vio-
lencia, aunque si bien es cierto que las causas de la guerra fueron en un inicio una
cuestión que estuvo en el corazón de la investigación sobre la paz, sin embargo, hubo
una segunda tradición que dibuja inspiración desde las esperanzas más que desde los
traumas. Esta tradición que se ha ido construyendo en las últimas décadas se iden-
tifica con la paz positiva; de ahí que una definición negativa de paz es inadecuada
por insuficiente. No basta con decir que hay paz cuando no hay guerra, por ejemplo,
cuando “queremos explicar por qué hay alguien que es rico no es útil definirlo como
siendo ‘no pobre’” (Klein, Goertz y Diehl, 2008: 67-80). Es necesario apreciar las po-
tencialidades humanas y, desde ahí apuntar hacia la paz positiva subsanando lo no
logrado que causa la violencia.
De este modo, las investigaciones sobre la paz han ampliado su perspectiva
en el conflicto violento y ha ido construyendo un conocimiento –aunque sea inci-
piente– de que la paz tiene que ser algo más que la ausencia de violencia. Ésta era,
hasta cierto punto, la reflexión de un viejo dilema: paz o justicia. Si la paz negativa
es la ausencia de guerra y violencia, entonces la paz positiva es “la integración de la
sociedad humana” (Galtung, 1964: 2), aunque su naturaleza no sea completamente
clara y sea difícil de operacionalizar. Definir la paz positiva como la negación de
la violencia estructural (Galtung, 1969: 167-191) evidencia que tal violencia es-
tructural emana de las disposiciones y ordenamientos del sistema en que vivimos.
En situaciones en las que la gente muere de hambre en una sociedad, se evidencia
que son eventos injustos que no tendrían por qué darse, porque existe suficiente
alimento para satisfacer esas necesidades. Entonces, la cuestión es la mala distribu-
ción, que es la generadora de tales injusticias; de ahí que sea evidente que la estruc-
tura social injusta es la causante y la responsable de esos daños a las personas. Así,
la injusticia y la indignación se hacen presentes; si bien la paz negativa es un paso
y peldaño necesario que pretende reducir la guerra, generalmente, se ha quedado
ahí, como el principal foco en la investigación sobre la paz (Gleditisch, Nordkvelle
y Strand, 2014: 155). La paz negativa es un antecedente necesario, pero insuficien-
te; por ello, la exigencia es construir y visibilizar un concepto de paz más amplio
–estimulado por la definición de la paz positiva–, pues es una manera de revertir
la violencia estructural, porque construye subsanando situaciones de injusticia e
indignidad.
126 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Es indiscutible que a lo largo de la historia humana la paz se ha visto como “lo


que no es”, es decir, desde una perspectiva negativa, como privación. Esta cuestión
fue heredada de la cultura romana, que apelaba a la ausencia de guerra en tanto ab-
sentia belli, percepción y afirmación que no cambió sino hasta la década de 195043. La
paz negativa supone la ausencia de malos tratos, abusos y violaciones, sean directas
o estructurales, las cuales muestran las insatisfacciones de las necesidades básicas.
Aunque no haya agresiones explícitas, sin embargo, sí existe la violencia en la cual la
paz está profundamente cuestionada y amenazada. De ahí que la tarea para quienes
hacen trabajo de paz es favorecer y responder a la construcción de situaciones de jus-
ticia para, desde ahí edificar situaciones y espacios sociales pacíficos.
Ante los desastres y la injusticia debemos postular la paz ubicándonos en el
campo de la ética, que no se queda en lo meramente normativo, sino que tiene un
sentido práctico, tal como nos lo enseñó Aristóteles, en los albores de la filosofía.
Las acciones suponen el desbroce conceptual, el deslinde de campos y de planos,
así como también las depuraciones categoriales. Todas estas acciones son necesa-
rias porque nos ayudan a pensar con mayor claridad que no podemos quedarnos
ahí ni reducir tales matices a lo meramente teórico, porque los cauces reales en los
que han desembocado los fenómenos ruines y mezquinos impactan en la vida de
las personas. Por ello es tan relevante la acción.
Hemos heredado estructuras de filiación naturalista que desembocan en la
violencia y en la guerra, pero sabemos que tales situaciones pueden ser evitadas o
reducidas. Tales situaciones comprenden dos fases que son previas a la violencia
(Galtung, 2002: 1). En un primer momento –y como ya lo sosteníamos antes– se
puede tener un conflicto que presenta partes o bandos con objetivos contrapuestos,
o un conflicto irresuelto que lleva a la frustración porque se bloquean los objetivos.
Asimismo, en esos conflictos inconclusos existe un potencial de agresión hacia las
partes a las que se percibe como obstáculos en el camino. También y en un segundo
momento, se presenta la polarización, es decir, la reducción a dos elementos grupa-
les, rivales o contrincantes: yo y el otro o los otros, enfrentados de manera maniquea;
esto es, un grupo negado o deshumanizado, por un lado, y, por el otro, un grupo que
es reconocido y exaltado, en tanto que portador de valores supremos. Sin embargo,
es fundamental reconocer que “la violencia puede prevenirse eliminando sus causas”
(Galtung, 2002: 1), y esto se logra neutralizando el poder causal del conflicto me-
diante su transformación. Despolarizar las situaciones permite cancelar las causas de
la violencia, estableciendo relaciones nuevas y disminuyendo las diferencias o desni-
veles entre los bandos, entre quienes se polarizan.

Fue Galtung quien en 1959 fundó el Instituto Internacional de Investigación para la Paz
43

en Oslo, y en esos momentos expuso la definición de paz negativa y positiva. Un poco después, en
1960 se dedicó a pensar la violencia estructural para más adelante estudiar la violencia cultural.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 127

Pensar desde la paz implica visualizarla acompañada de un aprendizaje de


valores positivos, que se encuentra basada en la gestión y en la resolución no vio-
lenta de los conflictos, en la preeminencia del diálogo, la mediación y el acuerdo
con instrumentos procedimentales. Se rastrean decisiones que permitan acordar y
ganar a todos (Bastida, 2004: 4), siempre en marcos de una justicia real, común y
compartida por todos.
Heredamos una tradición bélica de larga data que ha facilitado que nos haya-
mos acostumbrado a la guerra y que estemos tan familiarizados con ella, invisibili-
zándola por lo natural que se ha vuelto. Las situaciones de conflictos armados y de
guerras que aparecen en los medios de comunicación cotidianamente se exhiben
una y otra vez de manera acrítica, porque no podemos olvidar que muchos países
se benefician económicamente y, por ello, colaboran en la construcción de esas
guerras libradas en diferentes espacios del orbe.
Las “luchas por la justicia en un mundo globalizado no pueden tener éxito a
menos que se liguen íntimamente a luchas a favor de una participación implica-
da en los procesos de decisión de quienes participan” (Fraser, 2009: 41) y sólo así
podrá construirse la paz. Quienes manejan la política tienen una responsabilidad
sustantiva, que es la de asegurar la justicia para y entre los miembros de la so-
ciedad, y tal responsabilidad ética es fundamentalmente estructural (Young, 2011:
69). Algo falla moralmente cuando la tarea encomendada a quienes están en los
espacios de la política no ha sido cumplida, además, de la culpa manifiesta en ex-
presiones claras de faltas que pueden incriminarse.
Los retos de una sociedad por venir –parafraseando a Villoro– se conforman
por ideales regulativos que reivindican la justicia desde la injusticia, zanjando si-
tuaciones de violencia a partir de la igualdad, la justa distribución de recursos bá-
sicos y la operatividad de un Estado de derecho. Ésta es la vía para solventar las
cuentas pendientes –que históricamente se tienen con personas y grupos– en el
curso hacia la superación de la violencia. Como deriva de este proceso, la justicia
más que un derecho universal se restaura como ejercicio de la no exclusión, en el
marco de una democracia comunitaria y consensual.
Es cierto que además de los problemas locales, los procesos de globalización
lejos de haber modificado realidades injustas, las han recrudecido, y han pasado de
ser formas específicas y localizadas de violencia, a estructuras organizadas a nivel
internacional y global. Por ello, es ineludible la exigencia de reflexionar sobre los
marcos políticos en los que se genera la injusticia (Villoro, 2007: 14ss) para que
desde ahí podamos pensar y dar paso a la justicia –como señala Villoro–, dado que
“la dimensión política está implícita, y de hecho viene exigida por la gramática del
concepto de justicia” (Fraser, 2009: 41). Esta justicia tiene que ver con cuestiones
diversas que se vinculan con la distribución, pero no únicamente, tal como ha su-
128 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

cedido en los países con altos índices de asignación y reparto de los recursos, en
donde se ha logrado articular tal distribución con formas de reconocimiento para
superar las figuras discriminatorias existentes. Ambas acciones, distribución y re-
conocimiento deben conjuntarse de manera tridimensional con lo político, y así,
en este espacio es en donde se “señala quién está incluido y quién excluido” (Fraser,
2009: 37). Es en ese ámbito político en donde se han de dirimir las disputas eco-
nómicas y culturales y resolver las “injusticias como la paridad en la participación
[con todo y] los obstáculos que dejan fuera del alcance algunos aspectos importan-
tes de la justicia” (Fraser, 2009: 37).
En un marco de exclusión y pobreza sobre un subsuelo de injusticia los acuer-
dos sociales y políticos mínimos se quebrantan, con lo que los agentes sociales no
participan en condiciones de igualdad (Fraser, 2009: 50). De ahí que sea funda-
mental la consideración de la justicia igualitaria en la participación y exigiéndose
una reflexión crítica de las injusticias sufridas en la coyuntura actual, por ejemplo,
en México. Sabemos que, bajo la tutela de la globalización y el desarrollo, lejos de
resolver los problemas vitales de la humanidad (Hessel y Morin, 2012: 15) éstos se
han agudizado, precisamente porque no se develan las injusticias en los modelos
dominantes. Los grupos más amenazados por violencias culturales y estructurales
son los que sistemáticamente están en la peor situación; son en quienes se explicita
la violencia más cruda que evidencia la ruptura ética. Sobre los excluidos recae el
peso de todo tipo de injusticias que se sitúan en esos espacios sociales, públicos y
políticos, en donde han de configurarse las formas y procesos y cómo se llevará a
cabo la presencia de los términos democráticos (Fraser, 2009: 47). Desde la insul-
tante pobreza en la que viven ciertos grupos de personas, hasta la devastación de
su misma integridad personal, incluyendo la física, todo ese proceso de violencias
da cuenta de un estado de cosas que han entrado en la lógica mercantilista. Las
“luchas por la justicia en un mundo globalizado no pueden tener éxito a menos
que se liguen íntimamente a luchas a favor de una participación implicada en los
procesos de decisión de quienes participan” (Fraser, 2009: 48). La política –y quie-
nes la manejan– tiene la responsabilidad de ver por la justicia de los miembros de
esa sociedad. Tal responsabilidad ética es fundamentalmente estructural (Young,
2011: 69). Y como sostiene Iris Marion Young, algo está fallando moralmente en
los espacios de la política, dado que la tarea encomendada a quienes están en esos
espacios no ha sido cumplida y sigue quedando en deuda para con la ciudadanía,
y por ende para con quienes conforman ese ámbito de lo común. Existe culpa ma-
nifiesta de dichos actores porque existen claras expresiones de faltas que pueden
incriminarse de manera evidente (Young, 2011: 89ss). Ellas hubieran podido sal-
darse si hubiera habido voluntad explícita de hacerlo y un compromiso moral que
recayera en los espacios de la acción política.
Capítulo I | La necesidad de pensar la paz desde la tradición filosófica 129

En estos escenarios en los que lo político44 ha sido desbordado por la domi-


nación, el silenciamiento, la mercantilización y la corrupción en donde se ha trai-
cionado su espíritu, podemos ver que se ha sacrificado lo humano; por ello “todo
es posible” (Arendt, 1987: 656), amenazando de manera radical a la humanidad.
De ahí la necesidad de la justicia transnacional y sus exigencias. Muchos de estos
factores penetran en terrenos en los que en la medida en que se desvalija a los
inmigrantes en todos sentidos incluyendo el de la ciudadanía y los derechos, los
ubica en una esfera en la que ‘todo está permitido’ (Arendt, 1987: 656), generando
limbos o tierras de nadie en donde lo que campea y domina es la violencia explícita
y la ilegalidad. En ellos es en donde las autoridades o no aparecen, o están más allá
de las mismas leyes, quitándolas y poniéndolas a su antojo (Agamben, 1999: 27 y
31); y en donde la mentira se vuelve moneda de cambio que, como señala Hannah
Arendt, hace que “las posibilidades de que la verdad factual sobreviva a la embes-
tida feroz del poder son muy escasas; la verdad siempre corre el peligro de que
la arrojen del mundo no sólo por un período sino potencialmente para siempre”
(Arendt, 1996: 243).
Generalmente, cuando se habla de violencia se genera una polémica que pre-
tende sostener ya sea el carácter bueno y pacífico o malo y violento de la naturaleza
humana. Este tema desborda tanto el espacio como las metas de este trabajo, pero
no podemos desconocer que ha habido mentes extraordinarias que a lo largo de
la historia han hecho trabajos filosóficos en defensa de uno u otro aspecto, según
sus propuestas ético-políticas, como ya hemos expuesto en algunos apartados de
este libro. Sostenemos que se deben evitar respuestas y visones simplificadoras tan
comunes en nuestra realidad compleja; es decir, en vez de pensar en la dualidad
bueno-malo o paz-violencia, se ha de tratar de involucrar otros elementos para que
conjuntamente intenten explicar y comprender la realidad humana.
Si el ser humano tiene la capacidad para la paz, habrá que replantear las vi-
siones que no nos han llevado a buen puerto, mirando al ser humano en su antro-
pología apoyada en la categoría de la confianza en el mismo (Galtung, 2003: 164),
de la dignidad y de la justicia categorías que buscan constelaciones para lograr la
paz desde una visualización de los seres humanos en el marco de sus capacidades y
seguido de un recorrido que nos ha mostrado las caras más devastadoras de lo hu-
mano. Habrá que mirar entonces a esas posibilidades en las capacidades humanas

44
En este espacio se está entendiendo lo político como espacio de libertad y deliberación
pública, de lo propio de lo político que significa, en términos arendtianos, espacio de acción. La polí-
tica es entendida como la organización para la administración de lo político. Al destruirse lo político
se genera una política, a su vez, destructiva de lo humano. La política frente a lo político ha sido un
concepto desarrollado por varios autores y constituye una parte fundamental de sus categorías bá-
sicas. Entre tales autores podemos señalar a Claude Lefort, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Zoltan
Szankay y Nelly Schnaith, principalmente.
130 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

de alcanzar la paz sin quedarnos rumiando mentalmente las realidades violentas


que prevalecen dando vueltas en círculos sin salida. Construir la paz es pensarla
para hacerla acción.
Urdir matices, definiciones y aclaraciones en torno a la paz tiene que ver con
el uso del término de paz de manera no equívoca para evitar producir una serie
de ambigüedades que pueden hacernos caer en trampas, sobre todo en un mun-
do urgido de ella. Por ello es tan útil la tríada conceptual sobre la paz (como lo
ha sido también la de la violencia) que presenta Galtung: recoge la preeminencia
que tienen las teorías para construir una realidad impregnada con una búsqueda
de la paz. Además de estas teorías, se ha de discurrir en torno a los datos que nos
proporcionan referencias en la realidad, y para completar las metas buscadas se
procura la presencia del tercer elemento situado en los valores, como recursos que
guían nuestras acciones de manera compartida con los demás miembros de la so-
ciedad, y que generan escenarios para construir el sosiego en espacios de justicia y
paz.
Como puede apreciarse, la preeminencia de los estudios de la violencia mues-
tra su asentamiento única y absolutamente en los hechos y datos, aunque cier-
tamente existen análisis filosóficos sobre la paz y sus fundamentos ontológicos,
antropológicos y ético-políticos que se contraponen con las formas de violencia
y que impiden legitimarla en la vida humana. Con esto, se niega cualquier forma
naturalizada por la que se quiera legitimarla. Para construir la paz es obligado bus-
car valores como la justicia, la equidad y la dignidad, entre otros, y por ello es que
dicha paz constituye un ideal moral que se logra alcanzar mediante la acción que
supera obstáculos que las situaciones de violencia plantean como inamovibles.
CAPÍTULO II
FILOSOFÍA DE LA PAZ, COMPRENDER LO COMÚN

2.1 Superar los escollos para pensar la paz frente al desmoronamiento de la


cultura y la política

“[…] Estrujados contra el fondo, han vivido muchos hombres de


nuestros días, pero todos durante un tiempo relativamente breve; por
lo que quizás sea posible preguntarse si realmente merece la pena, y si
está bien, que de esa excepcional condición humana quede cualquier
clase de recuerdo. […] Me parece, en cambio, digno de atención este
hecho: queda claro que hay entre los hombres dos categorías particu-
larmente bien distintas: los salvados y los hundidos”.
Primo Levi (2010: 117-118)

“El fenómeno ‘paz’ es más originario que el fenómeno ‘violencia’


pero ambos forman parte de la condición humana”.
Vincent Martínez (2001: 211)

Pensar en la superación de los obstáculos con los que las sociedades cargan
significa generar cambios en las mismas estructuras sociales, por ello es central
dar cuenta de la organización de las estructuras sociales, que en muchos casos son
promotoras de esas violencias soterradas.
Cuando Galtung acuñaba el concepto de violencia estructural lo pensaba
como “la exclusión sistemática de un grupo de las fuentes necesarias para el desa-
rrollo de sus potencialidades humanas completas” (1969: 168). Este tipo de violen-
cia es indirecta, pues se encuentra en la injusticia social. Ella nos permite encontrar
ciertas formas ocultas de la violencia instalada en los sistemas o estructuras, como
la miseria, la dependencia, el hambre, la ignorancia, las desigualdades de género,
las desigualdades sociales, las de grupos marginales, entre otras.
En este capítulo, las reflexiones parten de las situaciones que vivimos y se
encuentran enmarcadas en el conjunto de violencias que las acompañan, desde
aquellas que son directas hasta las estructurales y culturales. Es obligatorio superar
estas violencias para poder pensar la paz, ya que todas ellas constituyen magnos
132 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

escollos para lograr sociedades pacíficas. Si bien las violencias directas, en mu-
chas ocasiones –en nuestras latitudes–, son vistas como inaceptables hay otras que
siguen normalizadas y que son apreciadas como algo natural. Esto se debe a la
ausencia de conciencia crítica que, por la intención de grupos preponderantes de
mantener las cosas en un statu quo, utilizan recursos para invisibilizar y hasta legi-
timar esas violencias de carácter estructural y cultural.
De este modo, en este segundo capítulo se consideran como punto de partida
dichas violencias, para desde ahí detonar imperativos, ideales y valores necesarios
para alcanzar situaciones pacíficas que impulsen las estimaciones del reconoci-
miento de las personas, tan dañado por las diversas formas de violencias. Por ello,
es cardinal la inclusión de reflexiones sobre la dignidad, ubicadas como base de la
ética de la paz.
Se propone trabajar todas las violencias a la vez para que, a través de una con-
sideración integral de éstas, puedan superarse y evitar los escollos que impiden
poder pensar y llevar a cabo la paz. Evidentemente, este logro requiere pensar el
conflicto en su diversidad y en las formas de rebasarlo, de trascenderlo, para en-
tonces construir una paz transcultural y universalizable. Esta última se sustenta en
valores éticos que al lograrse se convierten en virtudes y, si la acción es continua,
en habitus de paz. Pensar la paz como valor significa plantearlo como ideal moral,
consideración que conforma la columna vertebral e hilo conductor de este texto.
La acción moral se lleva a cabo en conjunción plural con los otros, en el espa-
cio político en el que el diálogo se constituye como parte central y elemento común
que hace posible la construcción de la paz.
Ahora bien, en el intento de englobar en nuestras consideraciones todas las
violencias resulta muy apropiado contemplar el concepto de violencia estructu-
ral, porque resalta la exclusión sistemática de grupos ubicados en ciertos nichos
sociales, los cuales difícilmente pueden romper dichas estructuras. Por ello, es tan
apropiada esta adjetivación de la violencia que resulta ser poco visible pero que
cercena de manera radical a la comunidad humana. Dicha violencia aparece en el
entramado estructural de las sociedades y al asentarse y legitimarse se constituye
en violencia cultural. Si bien las violencias estructural y cultural no son visibles –
como lo es la violencia directa, que es ostensible– sí tienen efectos devastadores en
las personas. La violencia estructural emana del mismo armazón social e impide
satisfacer las necesidades prioritarias debido a la desigualdad social y con relación
a los ingresos, la vivienda, la carencia o precariedad de los servicios sanitarios, la
falta de trabajo, la desnutrición, la formación y el divertimento mínimo. Por su
parte, la violencia cultural se vincula a las expresiones simbólicas de una comu-
nidad, expresiones utilizadas para justificar la violencia estructural, haciendo que
ciertas situaciones de enorme violencia parezcan normales. De este modo, fre-
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 133

cuentemente la violencia directa se justifica porque emerge de esas violencias es-


tructural y cultural que, al no apreciarse visiblemente como violencias, se ignoran
o, simplemente, se invisibilizan. La violencia cultural se vincula con la simbólica,
se ejerce en las sociedades de modo tal que “la violencia simbólica es la violencia que
arranca sumisiones que no se perciben como tales, apoyándose en unas ‘expectativas
colectivas’ y en unas creencias socialmente inculcadas” (Bourdieu, 1999: 173). Esto
significa que esta violencia –generadora de sometimientos– no se observa como
tal, porque se apoya en creencias inculcadas y grabadas en el seno de la sociedad,
y con ello las relaciones flagrantes de dominación y de sumisión se convierten en
relaciones afectivas (172-173). La violencia simbólica es inadvertida, se mantie-
ne en el silencio y en la invisibilidad; además, está constituida por el conjunto de
ideas, ideologías, creencias y sentimientos que, de alguna manera, hacen posible
que exista violencia hacia grupos específicos de personas. Ejemplos existen: la
discriminación, la pobreza y las exclusiones que se naturalizan y se normalizan45
justificando su existencia. Con dicha normalización estos hechos invisibilizan a
quienes sufren la violencia; estos son elementos recurrentes que redundan en la
despersonalización y la nulificación de tales personas, evidenciando la violencia
estructural y cultural.
Dichas formas violentas privan a las personas de participar en el discurso, en
el debate y la deliberación común y con ello, en la acción con los demás. Sólo me-
diante tales recursos es que la libertad pública es tangible y tiene un poder claro
de concertación. Estas situaciones de pérdida de libertad hacen perder la humani-
dad de quienes están en dichas condiciones, e inhabilitan la potencialidad humana
(Arendt, 1996: 5). Se pierden elementos fundamentales, reducción que radica en el
menoscabo y merma de los debates, del poder concertado y de la capacidad de jui-
cio. Con ello, la cancelación de la libertad en la exclusión y la privación de lo básico
–material y espiritual– constituye un efecto de la violencia en toda su amplitud, de
modo que se constata que “la violencia destruye la política” (Bernstein, 2015: 22).
La violencia muestra la faz corrosiva y destructora de los seres humanos y
de la política misma. Este infierno construido por el ser humano es lo que se ha
denominado biopolítica. Este fenómeno parece imponérsenos sin que podamos
siquiera comprender a cabalidad lo que está sucediendo, porque se transforman
las formas tradicionales de esclavitud, de ahí que destruir lo humano en sus ri-
quezas políticas y sociales reduciéndolo únicamente a lo biológico echa por tierra
la conquista histórica de los derechos humanos. Todo este trastoque del ámbito

45
La tarea es enorme porque hay que desandar el camino que a lo largo de la historia se ha
construido para violentar y con ello desnaturalizar todos aquellos elementos que violentan sin que
siquiera lo percibamos. En estas formas de violencia se aprecian asimismo las formas heredadas de
colonización.
134 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

político constituye una enorme preocupación, por ello y desde ahí es que podemos
preguntar si queda lugar para la vida moral, cuando las formas de la devastación
humana son tan potentes. No existe otra manera que apelar a un giro ético (Žižek,
2008: 7ss, 22ss), de ahí que “la ética ha de estar moldeada y promovida por deci-
siones fundamentales sobre nuestra vida […] y de decisiones colectivas por las que
hay que asumir una responsabilidad total” (Žižek, 2014: 9).
Sabemos que los escenarios de exclusión y de carencia son el detonador recu-
rrente para la violencia sobre las personas y se acompañan de la desconfianza jus-
tificada en la administración de la justicia que cancela la defensa de los derechos
humanos. Quienes sufren exclusión sufren desventajas generalizadas en términos
de educación, empleo, vivienda, recursos financieros, así como la falta de oportu-
nidades para tener acceso a la distribución de tales oportunidades, y por ende son
sustancialmente menores que las del resto de la población y la persistencia de ta-
les desventajas permanece a lo largo del tiempo (Abrahamson, cfr.: Moreno, 1997:
123) y todas estas menguas se constituyen como violencia.
Hay quienes prefieren apuntar por separado los términos de exclusión cul-
tural, social y la pobreza, pero de una forma u otra, la exclusión es un fenómeno
socio-cultural y ético-político que cuestiona y amenaza los valores de la sociedad
(Abrahamson, cfr.: Moreno, 1997: 123). En este sentido, no es únicamente la insu-
ficiencia de ingresos la expresión más patente de la marginación, sino que en ella
se revela algo más que la desigualdad social. La exclusión en cuanto a los ingresos
tiene implicaciones que evidencian el peligro de una sociedad fragmentada, con
lo que se amenaza la cohesión social de los Estados. De este modo, como algunos
teóricos han señalado, la exclusión viene dada por la negación, o no observancia,
de los derechos sociales, que incide en el deterioro de los derechos políticos y eco-
nómicos, y en el menoscabo de la paz. La exclusión y la violencia tienen que ver
con la ausencia de reconocimiento social y político como parte de una comunidad.
En las situaciones límite la exclusión implica un proceso de negación a un grupo
de la población de la condición humana, justificando y reproduciendo la injusticia
creada que margina y excluye de manera estructural y cultural.
Esa violencia sobre aquellos que están obligados a vivir al margen del mundo
de lo común radica en que son convertidos en seres humanos “sin una profesión,
sin una nacionalidad, sin una opinión, sin un hecho por el que identificarse y es-
pecificarse” (Florescano, 1997; 438), y no cuentan con posibilidades de expresión
dentro de ese mundo, ni con la aptitud de acción sobre ese mundo común. Son
los declassés, que no poseen ningún estatus definido y son –en términos de Han-
nah Arendt (1987: 678)– considerados superfluos; se convierten en vertederos dis-
puestos para los residuos humanos de la modernización, así considerados por el
pensamiento crítico de Zygmunt Bauman (2015: 16), o como los hombres de las
mazmorras de Primo Levi (2010: 117).
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 135

Es claro que la falta de reconocimiento genera injusticia y a la par constituye


formas de violencia insospechadas; de ahí que, dado el fenómeno de la violencia
debemos evidenciar la posibilidad de la paz, aún a pesar de que sabemos que la
guerra se utiliza para fines manipulados o encubiertos, como la guerra para instau-
rar la libertad. Estas formas devalúan y desvirtúan conceptos básicos de lo que es el
significado de lo más profundamente humano como es la dignidad y los elementos
que la defienden y coadyuvan a su plenificación. Estos fines pervertidos promue-
ven la confusión al propugnar cambios y modificaciones con acciones bélicas y
violentas y decir que se realizan esas acciones en aras de la promoción de lo hu-
mano. Y esto acaba siendo una crasa manipulación y perversión de aquello que se
busca para el verdadero desarrollo de la humanidad.
Un recurso que se desperdicia para la promoción de la paz como son los medios
de comunicación, refleja la sociedad a la que se dirigen, es decir, son “el espejo del
reino” como la afirma Linch en su conocido libro (2000), en donde se alimentan tó-
picos claramente belicistas. En ese espejo se hacen “afirmaciones del tipo: ‘la guerra
es un mal, pero un mal inevitable’ (Lynch, 1982: 61) o bien ‘el recurso a las armas es
útil porque sirve para resolver conflictos y traer la paz’” (Bastida, 2004: 6). Por ello
existe la convicción de que debemos prepararnos para esas situaciones, con lo cual la
consigna si vis pacem para bellum [si quieres la paz prepara la guerra] sigue teniendo
gran vigencia y seguirá estando muy ligada a la cultura (Han, 2016: 61).
Hablar de la guerra como algo natural tiene que ver con “un comportamiento
aprendido, enmarcado en una tradición milenaria, pero nada natural, y por tanto
perfectamente rechazable” (Bastida, 2004: 7). Entonces, la guerra ni es inherente
a la naturaleza humana ni es inevitable; existe porque la guerra tiene ventajas po-
líticas notables. Si se gana, permite tomar decisiones de carácter unilateral; lograr
los objetivos que se buscaban, sin necesidad de discutir, negociar o compartir con
el adversario, quien deberá plegarse a los deseos del vencedor; es el precio de “la
victoria que da derecho a actuar en solitario en beneficio propio” (7). Sostener que
la guerra es el fracaso de la política significa que es el fracaso de la palabra, en tanto
ésta, en muchos casos, ni se considera porque la vía de las armas suele favorecer a
los agresores.
De este modo, la normalización de la guerra hace que no se le cuestione, ana-
lice, diseccione, ni se averigüen sus claves, porque no puede ser cuestionada; ella es
algo inevitable e inherente a todas las sociedades humanas.
En todas las circunstancias que nos rodean se evidencia la necesidad de im-
pulsar la paz, porque la guerra, como sabemos, tiene múltiples promotores. Así, el
aprendizaje sobre la paz ha de marcar ciertos derroteros que nos inspiran para en-
tender que los conflictos son situaciones potencialmente positivas, y que hay que
aprender a gestionarlos de manera no violenta y ventajosa para todas las partes.
136 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Hay que conocer cuáles fueron los motivos de las guerras, las características y los
resultados, y desde ahí contribuir a alejar el riesgo de las guerras y tratar de poner
fin a las que están en curso. Por ello resulta tan importante dirimir el conflicto.
Educar en un marco vital plagado de conflictos significa educar en el conflicto y
para el conflicto (Cascon, 2001), esto es, educar para la convivencia cotidiana; para
acostumbrarse a saber actuar en las situaciones conflictivas que afectan de manera
indefectible la vida de los humanos y obligan a reaccionar por medio del uso de
la palabra, la empatía y la cooperación. Se trata entonces de una tarea que ha de
centrarse en valores, actitudes y procedimientos para solventar dichos conflictos.
Frente a la violencia podemos apreciar a la paz como alternativa posible y enten-
derla como enmienda de la violencia y el remedio que la combate. Un primer paso es
entender la paz como la negación de la violencia y su ausencia en todos los aspectos
de dicha paz, tanto directa, como estructural y cultural. Galtung (2003) ha insisti-
do recurrentemente desde hace más de cincuenta años en que para alcanzar la paz
hay que encarar violencias personales y estructurales haciendo un abordaje y trata-
miento dobles, particulares y conjuntos. Es una exigencia para la pacificación en el
ámbito de la práctica que permite concebir que las violencias personal y estructural
están interrelacionadas y son interdependientes (Soto, 2007a: 54). Esto significa que
la existencia de una colabora con la de la otra; una refuerza la de la otra.
La emergencia de la violencia personal –sea de corte criminal o revolucionario–,
es inducida por la existencia de estructuras injustas que pueden ser, por ejemplo, de
carácter oligárquico. La violencia institucional autoritaria y paternalista es favoreci-
da por la presencia de la violencia personal; una puede ser el síntoma de la otra. Si
se pretende construir la paz es necesario desactivar ambas violencias; de otro modo,
una de las dos queda en estado latente hasta que vuelve a activarse. “En ocasiones
una violencia acorrala y hasta parece erradicar, a la contraria” (Soto, 2007a: 55) pero
es preciso desactivar ambas violencias para no dejarlas ni pendientes, ni en latencia,
y no generar así una paz efímera y pobre. La paz “no se compadece con la permanen-
cia de violencia alguna” (55), sea ésta entendida como justicia social o como orden
público, necesarias ambas cuestiones para lograr la paz. Si se violentan alguna de es-
tas no constituyen pasos seguros para el alcance de la paz. Porque, como decía Gand-
hi, la paz es el camino. Es necesario que obtengamos una paz sin violencia.
Eliminar la violencia estructural ayuda a cancelar la violencia personal, por-
que no la apuntala ni la apoya (Galtung, 1985: 89), pero es preciso buscar la paz
como tal, dado que no puede compatibilizar con cualquier violencia; la paz “com-
porta una plasmación positiva, sustantiva y efectiva” (Soto, 2007a: 61). La paz tiene
una complexión dual: por un lado, una dimensión negativa dado que se sustrae a la
violencia; por el otro, una dimensión positiva, que significa ausencia de violencia,
pero siempre presencia de esa paz. La paz definida en positivo indica orden, justi-
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 137

cia y derechos; asume de ese modo el no daño o no crimen, condiciones necesarias,


pero no suficientes para su realización.
Cancelar la violencia estructural exige una labor constructiva dado que, al
buscar la no miseria, la no sujeción o la no explotación permite palpar su tarea
de construcción y sobrepasar y desbordar la violencia. En un inicio, la paz busca
cancelar situaciones como la muerte, el hambre, la enfermedad y la pobreza; ga-
rantizar estas situaciones significa lograr la existencia, la subsistencia, la asistencia
y el bienestar, identidad y libertad, y por ende la paz. De ahí que para lograr situa-
ciones no violentas se requiera de la acción, del comienzo que implica la búsqueda
de la justicia. La noviolencia es el camino hacia la paz, sea personal o estructural y
esta última es importante al vincularse con el fomento del desarrollo bien enten-
dido, es decir, que no destruye, no limita, no sujeta, sino que promueve y busca la
realización de las potencialidades humanas.
Como hemos apuntado, el logro de la paz frente a los conflictos implica la ne-
cesidad de neutralizar dichos conflictos para resolverlos. Esto significa “encontrar,
confeccionar o aplicar la norma y colocar la interacción conflictiva en un ámbito
de orden, justicia y derechos, además de buscar soluciones estructurales. La no-
violencia es el recurso central e implica la búsqueda de la paz neutra que permite
la pluralidad de visiones y su complejidad cultural” (Jiménez Bautista, 2011: 68).
Frente a los conflictos irresueltos, y ante la violación de los derechos, se ge-
neran violencias que quiebran la confianza de las personas. Así, ante un poder
que pretende anular a los demás, convirtiéndolos en saberes y poderes sometidos
(Foucault, 1992), se generan violencias múltiples. Imposibilitar la realización de
oportunidades de desarrollo de las capacidades de las personas (Sen, 1992: 72) im-
plica violentarlas en su misma dignidad. Por ello, extender la realización de las
necesidades básicas y posibilitar el desarrollo de sus capacidades para que se com-
prenda a todos los seres humanos, seguramente construirá situaciones de supe-
ración de dichos conflictos a partir de la generación de justicia y del acogimiento
para todos y entre todos.
Los procesos de conflictividad no se inician necesariamente al aparecer las
contradicciones, pueden motivarlos actitudes agresivas y conductas percibidas
como amenazadoras. Es preciso ver en dichos conflictos lo manifiesto, pero tam-
bién lo latente. Los conflictos constituyen peligros, pero también son oportunida-
des. Como bien sabemos, uno de estos peligros es la violencia –como una de sus
formas de expresión–, pero el conflicto es asimismo una manera de encontrar so-
luciones, la cuestión es gestionarlo de manera positiva y constructiva, para ello las
propuestas triangulares de Galtung (2003: 50ss) en la construcción de paz nos dan
luces. Siguiendo estas propuestas, cuando se está inmerso en un conflicto violento
se requiere un diagnóstico del conflicto/problema, el pronóstico y la terapia. Esta
138 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

figura triangular se completa con la que se erige en la construcción de paz (Gal-


tung, 1998) en donde se presentan los objetivos que se interrelacionan y que deben
perseguirse para finalizar positivamente el conflicto violento. “Es la tarea que nos
corresponde hacer cuando estamos ya inmersos en la violencia y oteamos posibili-
dades de superación de la misma” (Bilbao, Etxeberría, Sáez de la Fuente y Vitoria,
2004: 58). Pero una cuestión importante es que la resolución de los conflictos no
se zanja cuando ocurren los primeros actos de violencia, sino que “el momento de
empezar es siempre, –el trabajo de paz no es un trabajo a destajo– y el momento de
acabar es nunca” (Galtung, 1998: 103). Así, este triángulo inicia con la reconstruc-
ción –tanto material como de las instituciones derruidas, como de la democracia–,
y sigue con la reconciliación –verdad, reparación, indulto, restauración– y, en el
tercer vértice sitúa la resolución del conflicto que subyace a la violencia –yendo a
las violencias en sus tres dimensiones– (Galtung, 2003), modificando así los facto-
res proviolentos y restaurando las relaciones para su transformación creativa.
Se trata de solventar los conflictos de manera que la realización de las perso-
nas no esté por debajo de sus realizaciones potenciales (Galtung, 1985: 30), para no
dar lugar a las violencias señaladas. Ese potencial que deberá planificarse viene de
los conocimientos y los recursos de los que disponemos. Desde ahí podemos llevar
a cabo el proyecto pacífico en un marco de paz positiva, como anotábamos antes,
estipulándola como ausencia de violencia estructural con una traza de recursos y
con el respeto a las libertades y la identidad como condiciones de posibilidad para
la construcción de nuestra plenitud. A partir de este punto es oportuno erigir los
planes y proyectos de paz.
Ahora bien, pensar las condiciones de posibilidad de la paz como dimensión
ética de la polis e ideal regulativo en los conflictos nos obliga a pensar que la paz
puede existir como espacio ético y político que garantiza una vida más justa. Para
esto es necesario ubicarnos en un plano que trasciende lo meramente empírico
que, entre otras cuestiones, involucra el poder y sus vaivenes, postulando una rela-
ción ideal tanto entre sujetos como entre pueblos (Marinas, 2007: 37).
La posibilidad de la paz emana de una reflexión que considera las condiciones
mismas del vínculo social y de las condiciones políticas. Generar la paz significa
restaurar, fundar un nuevo orden en los grupos sociales y políticos, resarcir o crear
vínculos, superar el daño que se puede producir en ellos y las desvinculaciones y
analizar las razones de éstas.
Los seres humanos con su capacidad de paz46 precisan ver cómo realizar esa
capacidad; ahí está el meollo de su realización, pero también de su estudio. Por

Quizás sea una verdad de Perogrullo. Decir que los seres humanos somos capaces de paz
46

no significa que sea una facultad como la razón, sino una posibilidad ínsita en las posibilidades de
acción, de igual manera que somos capaces de generar violencia.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 139

ello y desde allí es que los estudios y reflexiones teóricas iluminan la posibilidad de
la paz (Galtung, 2010), y esta apuesta nos impulsa a no quedarnos anclados en la
mera violencia vivida y el conflicto no superado, sino que nos lanza a que veamos
posibilidades en el alcance de la paz como algo realista, sin caer en un optimismo
iluso. Tenemos que prepararnos para la paz (Galtung, 2003) porque es lo que bus-
camos; ésa es la forma en que podemos trastocar el histórico dictum que se nos ha
repetido hasta el cansancio: prepararnos para la guerra cuando queramos la paz.
Es central una reflexión crítica para que se aprecie el problema en las discre-
pancias existentes y el señalamiento y distinción de la claridad en torno a: en nom-
bre de qué se establecen los lazos de respeto mutuo, cooperación o no agresión,
entre otros (Marinas, 2007: 44). Apreciando ese síntoma que exhibe realidades vi-
sibles y vividas, objeto de una racionalidad que en todo caso no debería basarse
en intereses, como la racionalidad estratégica o instrumental que establecen los
medios calculados para optimizar dichas metas y dejando de lado los elementos
comunes. Evidentemente, tal racionalidad se presenta en el escenario filosófico
apenas sometida a un análisis crítico, postulando el interés propio como generali-
zado y predominante, o un escenario en el que cada quien busca denodadamente
su interés, por lo que incita a situaciones de generación de conflictos o que efecti-
vamente se dé pie directamente a la violencia, porque se rompe el lazo común que
vincula. Con ello se genera la inmunitas (Esposito, 2005: 13ss), en tanto se presenta
el aislamiento y la ruptura del vínculo común. Se trata de relaciones vinculares y
no de relaciones entre sujetos utilitarios, de modo que la communitas atiende a va-
lores vinculantes que se ubican en el campo de lo político para que puedan llevarse
a cabo las formas y razones políticas que deberían estar fuera de las lógicas del
lucro y de la explotación.
Así, entre los supuestos podemos encontrar principalmente el elemento que
cohesiona y pretende una articulación cordial. Es el vínculo social que alude y se
sustenta en el vínculo constituido por valores morales que enlazan de manera co-
hesionada a las personas y grupos que logran superar los conflictos, y cuyas razones
pueden argumentarse a partir de la ética y los valores humanos. Éstos se expresan en
lo político47 tanto en su dimensión ética como a partir de la razón política.
La configuración de las realidades humanas y los sujetos que se vinculan de
diversas maneras, sea –como anotábamos– desde la instrumentalización, o pue-
den resolverse y superarse mediante la generación de vínculos y la ética del don, de
la restitución o de la correspondencia de los elementos que fungen como razones

47
Aquí entendemos lo político como espacio de libertad y deliberación pública y en tanto
elementos propios de lo político. Éste es el espacio de acción. La política por su parte se entiende
como la organización para la administración de lo político que, al destruirse lo político, se genera una
política asimismo destructiva de lo humano.
140 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

vinculantes que estarían en el munus. Tales razones han de lograr el equilibrio en-
tre las partes, las fuerzas y los por qué, buscando situaciones de igualdad, dado que
de lo contrario se propician situaciones de conflicto de intereses, de territorios, de
utilidad, de jerarquías, subordinaciones y de beneficios. Si las razones vinculantes
como pueden ser la restitución, la comunicación, el reconocimiento y el proyecto
logran la mesura, el equilibro y la justicia, seguramente se generará la communitas
indispensable para una sociedad pacífica.
Las razones vinculantes tienen un carácter ético. La restitución que implica
apertura al compromiso que se propicia con el don; obliga a corresponder respal-
dando y fortaleciendo los vínculos pacíficos. Se ayuda con un diálogo plural que
supone la apertura para evitar que se conviertan en hegemónicos y anclados en
prejuicios interesados y estereotipados para, en vez de eso, acometer con una ra-
zón común. Ésta coadyuva a crear un reconocimiento en tanto correspondencia en
un marco ético.
Para alcanzar la paz por medios pacíficos se requiere de una racionalidad am-
plia, razonable que abarque el respeto al ser humano y a sus necesidades básicas.
Esto significa que el ser humano –del que tenemos que partir– es nuestra razón y
meta y sus valores concurren en la paz; ésta es la expansión de la vida (Galtung,
2003: 27) que se ubica y desarrolla en situaciones de desafío recurrente. Estas si-
tuaciones deben trascenderse y transformarse, ya que en ciertos recovecos huma-
nos se guardan espacios negativos que habrá que aprender a superar de manera
práctica –pero apuntalada– en los estudios teóricos sobre paz. Sólo con la com-
prensión y el análisis que nos muestran tales estudios teóricos es como podrán su-
perarse dichos desafíos. Un primer paso es conocer los valores éticos –entre ellos
el de la paz– para poder evaluar las situaciones humanas y los procesos en los que
se presentan las situaciones valorales que conducen al logro de ella.
Ahora bien, la defensa de la idea de paz aspira a una paz transcultural y uni-
versalizable48 dado que se sustenta en los valores éticos que son deseables para to-
dos, apuntando que los valores no son absolutos, pero sí universalizables. La paz
es un valor deseable por sí mismo y por las consecuencias existentes al obtenerlo
vinculadas con la defensa de lo humano. La relevancia implica comprender que la
paz significa defensa de la dignidad de las personas, valor ético fundamental entre
otros que se vinculan mutuamente. Se defiende aquí su pertinencia como valor
ético y no como preferencia individual, por ello hablar de la transculturalidad de la

48
Sostener esta universabilidad y la transculturalidad no significa que se absoluticen los
valores ni que se conviertan en hegemónicos. La universabilidad de los valores éticos implica su plu-
ralidad, pero no puede renunciar a la pretensión de universalidad. No se trata de establecer única y
absolutamente un conjunto de valores a los cuales es preciso plegarse, pero sí reconocer que los va-
lores éticos pretenden lo deseable para cualquier ser humano. Es entonces una exigencia moral tanto
para el desarrollo personal como para una adecuada comprensión de la perspectiva institucional.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 141

paz y su universabilidad pretende la humanización y no el dominio ni la explota-


ción; de ahí que no ha de significar ni hegemonía ni ideologización que tanto daño
han hecho al mundo.
La manera de comprender tales valores éticos y de superar los conflictos que
emanan del enfrentamiento de la diversidad entre esos valores tiene que resolverse
con las formas de diálogo con los otros. Así, se busca ir más allá de un concepto de
paz condicionado por la cultura y apuntalándose en el punto de vista ético, favore-
cer el surgimiento de luces que logren trascender los conflictos de la acción.
Estar ubicados en la búsqueda y la realización de la paz como un valor, justi-
precia la relevancia de la paz porque gracias a ello las personas dan sentido a lo que
hacen y buscan para el género humano y no únicamente para un grupo49. Lo va-
lioso de la paz tiene que ver con el alcance del entendimiento de lo que es esa paz;
inicia por la vía del consenso, aunque sea temporal y parcial y en torno a valores e
intereses sociales.
La paz busca y valora la resolución de conflictos, los acuerdos y vislumbra una
finalidad común, esto no significa un acuerdo universal que cancela las diferencias
entre personas y culturas. La axiología de la paz estudia los ideales sociales como
la libertad, la justicia, la equidad, la concordia, la solidaridad, todos ellos relevan-
tes para los seres humanos y las culturas, porque mediante su logro se construye
el valor de la paz. Entonces, los estudios para la paz no deben buscar empeños
absolutos, sino que aspiran a generar valores y orientaciones axiológicas que sean
efectivas para transformar y obtener la resolución y la gestión de los conflictos y la
búsqueda de la paz en situaciones concretas.
Es indudable que los valores tienen un papel esencial y dividen el mundo en-
tre lo deseado y lo rechazado; por ello es que los valores de paz buscan lo deseado.
No podemos dejar de ver que los valores se vinculan con los datos, que son los
que nos mantienen en la realidad como lo percibido y las teorías que explican esa
realidad y la previenen (Galtung, 2003: 33 y ss). Tales orientaciones –que se cons-
tituyen como brújulas– se encuentran en constante variación, mutando según las
exigencias culturales, históricas, sociales, políticas y económicas de cada sociedad.
Así, los valores son culturales; son más relevantes que los datos y las teorías debido
a que los valores son las entidades que nos orientan en las miras al futuro y preva-
lecen y propician que construyamos la realidad con los mismos ingredientes, pero
de otro modo, según nos guían dichos valores que son universalizables y deseables

49
Habrá quienes digan que la violencia da asimismo sentido a lo que hacemos, sin embargo,
la violencia destruye a corto o a largo plazo porque pretende algo sólo para un grupo, no para todo
el conjunto humano. El sentido que puede dar la violencia es temporal, la paz busca dar ese sentido a
la humanidad no determinado de manera temporal sino permanente. Agradezco a Raúl Alcalá, sus
comentarios en estos puntos.
142 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

por cualquier ser humano50. Este constructivismo se sitúa en lo que sería el mundo
que deseamos y que nos gustaría tener, de modo que los valores presentes en la paz
añaden una apertura hacia el futuro e impactan sobre cómo queremos que sea ese
futuro y hacia dónde debemos orientarnos.
El concepto de paz en la historia se ha producido de forma no científica, de ahí
la relevancia de los estudios para la paz dado que podría pensarse que el concepto
de paz es moldeable a políticas nacionales y a imaginarios culturales específicos51.
Esto es cierto y por ello la paz tiene una realidad bastante ambigua y relativa sobre
la cual se puede tomar cualquier postura, sin embargo, la paz se desea por valiosa y
su valor es ínsito al ser humano, independientemente de los tiempos que corran y
los espacios en los que se viva de manera diversa.
Las investigaciones para la paz tienen como objetivo fundamental la produc-
ción de un conocimiento científico independiente de las creencias del investigador
y de las circunstancias que habían estimulado su pensamiento. Los estudios para
la paz deberían ser universales en su metodología y debido a la existencia de un
problema en su método, la respuesta debería ser independiente del espacio y del
tiempo (Jiménez, 2011: 96).
En lo anterior, se enfatizaría su compromiso con resolver las complejidades
del mundo humano en el aquí y en el ahora. En tanto que la paz y los valores que la
acompañan son ideales a seguir, no obstante, se miran independientes del espacio
y del tiempo, pero necesariamente se ubican en ese espacio y tiempo, y siempre en
relación a las personas ubicadas en situaciones determinadas. Por ello es que se
habla de paces en plural, más que de una paz inerte, como lo han apuntado Vicent
Martínez (2001: 75 y ss) y Johan Galtung (2003: 38).
Ver la paz como valor la ubica en la perspectiva de la paz positiva, cuyo proceso
pasa por la paz negativa52 para la defensa y potenciación de la vida, hasta la trans-
formación no violenta de los conflictos. Se pretende transformar los conflictos para
buscar la paz, es decir, todo aquello que no entra en las estructuras dominantes. Por
eso la lucha por la paz requiere –antes que nada– la aclaración conceptual. No pode-
mos admitir únicamente la paz negativa en tanto ausencia de violencia, sino que es

Como lo apuntábamos antes, por ser un valor ético.


50

Es cierto que, como se ha señalado, la cientificidad no siempre deja de lado situaciones


51

manipulables y condicionadas a intereses, sin embargo, lo que se pretende aquí es apuntar que se
han hecho estudios racionales y razonables para entender lo que ha de ser la paz, sin intenciones
bastardas.
52
Podemos señalar que existen diversas formas de paz. Desde lo que algunos han llamado
la primera generación de paces: positiva, negativa (Galtung) y neutra (Francisco Jiménez); la dimen-
sión social de la paz, que es la paz entre los seres humanos y que propicia procesos para el desarrollo
humano; la paz de las personas con la naturaleza o paz gaia que es la dimensión ecológica de la paz y
a paz de las personas consigo mismas que es la paz interior.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 143

preciso promover la paz positiva, que implica la construcción de las personas como
dignas, satisfaciendo sus necesidades y promoviendo la justicia.
Partir de los mínimos compartidos en torno a la paz y desde ahí pretender la
obtención del consenso máximo en lo que significa la paz, esto para muchos pare-
ce poco realista, sin embargo, la paz se busca como ideal y esto nuestra sociedad sí
puede consensuarlo. La cuestión es no manipular los significados y las pretensio-
nes porque podrían convertirse en un dogmatismo intolerante. El diálogo es –en
todo caso– el medio por el que podremos lograr esos acuerdos de la paz ubicada en
la cultura; tal diálogo sustenta la objetividad concebida en la intersubjetividad lo
que finalmente determina dicha objetividad en un proceso dialéctico que ajusta lo
perceptible, lo previsible y lo deseable.
Este diálogo lo han llevado a cabo los teóricos de la paz y ha sido el modo
como poco a poco se han ido dilucidando los conceptos. Si tenemos claridad sobre
la paz como valor y como ideal, desde ahí y en conjunto con la realidad hemos de
intentar su concordancia.
Las enfermedades del mundo político contemporáneo y su cultura pública se
evidencian en situaciones tales como el aislamiento de los individuos, que rompe
con el mundo común y plural. Con ello, se hace imposible la formación del espacio
público entre las personas y genera un tipo de democracia acorde con estos ciu-
dadanos. La arena pública debe ser el mundo de la civilización, de la diversidad,
de la libertad, del discurso y del consenso. En el espacio y la cultura públicos los
ciudadanos han de compartir sus diversos puntos de vista y desarrollar sus opinio-
nes en el curso de sus conversaciones que requieren ese libre discurso. Pero, como
sabemos, estos presupuestos se despedazan por todos los fenómenos que carco-
men lo común y lo público. Tales fenómenos destructivos se constriñen casi sólo a
buscar beneficios principalmente económicos para un puñado de personas y gru-
pos privilegiados que lucran con la explotación de otros. Tal explotación genera la
exclusión y la violencia sistemática que cancelan las posibilidades de participación
de los ciudadanos. Si la política se sitúa en una instancia con sus especificidades
propias como son la libertad, el poder como concertación, la pluralidad y el diá-
logo, evidentemente, en este estamento la violencia habría de quedar erradicada
y suplantada por los acuerdos plurales. De nuevo, y si volvemos a lo contingente
sabemos que la violencia tiene presencia y es innegable, sin embargo, desde el pre-
supuesto de la violencia no se puede edificar un orden político humanizante. Por
ello es que hay que acotar y mantener al menos momentáneamente al margen, la
categoría de la violencia, para así poder construir el espacio político que se confor-
ma en los marcos públicos desde presupuestos de paz. Esto exige la capacidad para
la acción, la participación y el debate deliberativo, la afirmación de la igualdad y la
habilitación del autogobierno; todo ello se acrisola en la defensa de la democracia.
144 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

El destierro de estas realidades a la esfera de lo íntimo y lo privado vacía la esfera


pública de esos elementos constitutivos, de modo tal que difícilmente –en tal ais-
lamiento– se podrán alcanzar lo que el espacio público brinda para la excelencia
humana. La acción pública y política –a diferencia de la fabricación y la produc-
ción, dicho en términos arendtianos– nunca es posible en aislamiento; la acción
y el discurso están en la trama de los actos y palabras con otros seres humanos
(Arendt, 1988c: 211-212) lo cual da cuenta de la pluralidad (226-227). La actual
glorificación de la violencia es provocada por una grave frustración de la facultad
de la acción en el mundo moderno cuya especificidad está en la concertación plu-
ral (Arendt, 1998b: 146), su cancelación implica y orienta situaciones de violencia.
La negación de todas las cualidades que deben estar presentes en el espacio
de la cultura pública pervierten y eclipsan la política y a la misma cultura pública
de modo tal que, en vez de ser espacio de acción común, es el sitio en donde se
instrumentaliza a las personas y en el que se difuminan las categorías sobre las
que se funda la política, en donde se exhibe una zona de indiferenciación y se hace
presente el aislamiento en el que no se consideran relevantes los proyectos, las ac-
ciones, las esperanzas y narraciones de todos, sino sólo de unos cuantos. En este
espacio, la exclusión y la excepción son la regla que establece las condiciones de
la política moderna y contemporánea. La anulación del espacio de la cultura pú-
blica de encuentro interhumano anula la posibilidad de respuestas y alternativas
de reflexión comprensiva. El espacio público –con sus derivas recién citadas– se
presenta con una lógica profunda por la cual se establece el sinuoso carácter bio-
político avizorado por Arendt, Foucault y Agamben. Con todo ello, se trastoca el
espacio de la visibilidad, de la aparición y de los consensos por los espacios ocultos,
oscuros, cerrados en los que la vida misma se pone en juego. Cuando lo político se
anula y se destruye emergen las formas autoritarias que vacían las formas políticas,
la pluralidad y la libertad política. Y hablar de libertad no se trata de un atributo de
la voluntad sino de un prerrequisito del espacio público.
La libertad política se da como realidad cuando los individuos tienen la po-
sibilidad de aparecer y de distinguirse en un espacio de pares por medio de la pa-
labra y la acción en el espacio común. Dado que en muchos casos las personas
son criminales, la cancelación de tal libertad se utiliza como instrumentos para
generar dinero. El uso de sus cuerpos se reduce a ser medios que sirven sólo como
utensilios, como en los procesos del narcotráfico y del crimen organizado, que in-
cluye en su lista de especificidades de acción o la trata de personas. Es una muestra
de cómo se pervierten las formas políticas y se ocasiona un alejamiento del espacio
de la política por el eclipse de lo político y la política53.

53
Se entiende lo político como lo ontológicamente existente, lo que debería de existir como
es la libertad, la deliberación y la política como las estructuras y la organización que da cuenta de lo
político. Si se rompe con lo político no se genera la política.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 145

Reflexionar sobre los marcos políticos en los que se genera la justicia es


ineludible; “la dimensión política está implícita, y de hecho viene exigida, por la
gramática del concepto de justicia” (Fraser, 2009: 41). Esta justicia tiene que ver
con cuestiones de distribución, pero no exclusivamente, como se ve en los países
con altos índices de distribución de los recursos, en donde han logrado articular
tal distribución con formas de reconocimiento y han buscado superar las figuras
discriminatorias existentes. Ambas, distribución y reconocimiento deben unirse
con lo político, en donde se “señala quién está incluido y quién excluido” (Fraser,
2009: 37). Ese ámbito político ha de dirimir las disputas económicas y culturales y
resolver las “injusticias como la paridad en la participación [con todo y] los obs-
táculos que dejan fuera del alcance algunos aspectos importantes de la justicia”
(Fraser, 2009: 37). Cuando lo político deja de sistematizar y dirimir los temas de
distribución y de reconocimiento y está lejos de propiciar la libertad, deliberación
y la acción y tiene fuertes carencias de generación de un marco político organiza-
dor adecuado (la política), todo esto propicia la flagrancia de las injusticias. Así,
“en donde hay injusticia hay violencia y hay víctimas en el sentido moral del tér-
mino” (Etxeberría, 2011: 5). A éstas no se las reconoce, ni tampoco existen los re-
cursos políticos que les de voz y tales desventajas persisten, subsistiendo a lo largo
del tiempo (Abrahamson, 1997: 123). Es lo que Nancy Fraser ha nombrado como
muerte política, que existe en quienes están privados de “la posibilidad de formu-
lar reivindicaciones de primer orden y con ello se convierten en no-personas res-
pecto de la justicia” (Fraser, 2009: 39).
Las exclusiones sistemáticas y las discriminaciones generadas por la falta de
distribución y de reconocimiento son muy preocupantes, porque recaen en los es-
pacios públicos al socavar la participación de los ciudadanos y con ello destruir las
posibilidades democráticas. Lo más preocupante ante la indigencia es que “nada
homogeneiza o iguala más que la miseria, [y] nada despersonaliza más” (Birulés,
2006: 19), y nada excluye más de la participación ciudadana. El gran peligro de
aquellos que viven obligadamente al margen del mundo de lo común está en que
son convertidos en seres humanos “sin una profesión, sin una nacionalidad, sin
una opinión, sin un hecho por el que identificarse y especificarse” (Florescano,
1997: 438), y sin posibilidades de expresarse dentro de ese mundo, como tampoco
con la aptitud de acción sobre ese mundo común. De ahí que sea preciso pensar la
vida de la humanidad tratando de instituir un nuevo orden político que reinstaure
la esfera del estar en común y compartir el mundo para que existan posibilidades
de construir situaciones de paz. Y éstas pueden culminarse apoyándose en ele-
mentos éticos como son los valores que se consolidan y se consuman en acciones
que expanden lo humano en un sentido ético y mediante acciones habituales y
repetidas.
146 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

2.2 Virtudes y habitus: un eje de convergencia de los valores éticos para la


paz

“La virtud es algo que puede ser visto, que puede ser reconocido a
simple vista en el espacio público donde ocurre la interacción social.
No es un motivo o una intención, sino un ejercicio”.
Fernando Savater (1988: 114)

“La virtud permanece porque haciéndose cargo de los contextos, es


capaz destacar las mejores posibilidades en cada momento”.
Xabier Etxeberría (2011: 8)

“Los valores dividen el mundo entre lo deseado y lo rechazado […]


Sin el valor paz, resultan imposibles tanto los estudios críticos como
los constructivos sobre la paz. […] El valor esencial, la paz, tiene que
estar bien definido, pero no demasiado bien definido”.
Johan Galtung (2003: 33, 36)

La importancia que tienen los valores en los estudios de paz es central: sin
valores los estudios para la paz se transformarían en estudios sociales en general,
o en estudios del mundo en particular. Aquí planteamos una ética aretológica con
implicaciones sociales atravesadas por la virtud de la justicia que busca finalmente
una vida en común que permita una coexistencia social armónica que “se hace
cargo no sólo de las diferencias, sino de la condición humana de vulnerabilidad”
(Etxeberría, 2012b: 15).
Es importante conocer los valores –éste es un tema epistemológico–, pero no es
suficiente, sino que se requiere actuar conforme a dichos valores en un marco que
involucra las realidades éticas. La adhesión a dichos valores en las acciones ha de
suponer lo que Paulo Freire defiende cuando alude a la necesaria concientización
(Freire, 2005: 102). Tal concientización tiene que ver con la acción y por ello es pre-
ciso un mínimo consenso sobre valores deseables y un máximo de consenso sobre
aquellos valores no deseables. La objetividad de tales valores está ubicada en la in-
tersubjetividad (Jiménez, 2011: 37; Galtung, 2003: 25, 76) siempre necesaria para la
construcción de la paz, de ahí que la definición de la paz ha de quedar abierta a la
incorporación de diversas aproximaciones desde posiciones culturales diferentes.
Hablar de las metas de la paz tiene que ver con la insistencia de ir más allá
de los límites que ponen las zonas del conflicto trascendiendo los límites espacio-
temporales. Su búsqueda es constituida como finalidad en la que se plasma toda su
riqueza. Además, esa finalidad es el fundamento de la acción y el sentido de todo
lo que se hace en las acciones que buscan al fin y al cabo algo bueno y deseable para
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 147

la humanidad. La trascendencia se monta en la transformación y se articula con las


realidades que se traducen en situaciones deseables y en las tres “erres” apuntadas
por Galtung: la reconstrucción, la reconciliación, la resolución de los conflictos.
Esta última significa la posibilidad de generar capacidades y potencialidades de
actores, generalmente, dejados de lado en lo candente del conflicto. Si la paz tiene
que ver con regenerar las relaciones, es fundamental reconstruir esas relaciones
mirando metas comunes, y ellas son los valores. Ésa es la verdadera superación del
conflicto y el forjamiento de la paz y esa forja depende de cuestiones centrales de
carácter ético como lo es el reconocimiento y la empatía; imaginarse y ponerse en
el lugar del otro que nos permite realizar una máxima del sentido común (Kant,
1973: 269-270). Por su parte, la reconciliación es locus o espacio de encuentro y es
elemento orientador o focus a través del cual inclina las posibilidades de obtener la
paz (Gutiérrez, 1998: 13).
La reflexión filosófica en su perspectiva ética sigue los derroteros críticos so-
bre el reconocimiento de todos los seres humanos como tales y de ahí el compro-
miso de tal reflexión busca dar razones en tanto respuestas prácticas que expliquen
lo que nos hacemos los seres humanos unos a otros, los daños que nos infringi-
mos y las acciones de violencia con las que nos agredimos cotidianamente. Así,
los hechos y las experiencias que vivimos nos dan la pauta y punto de partida para
esta reflexión, la cual ha de volver a ese origen práctico de la vida y la experiencia.
Desde ahí habrá de impactar después de regreso –digámoslo así– al mundo en el
que vivimos generando transformaciones. En ese sentido, la labor de la reflexión
filosófica orientada hacia la paz –a la que se ha nombrado filosofía para la paz–,
realiza una tarea de reconstrucción de las conductas humanas para poder vivir pa-
cíficamente a través de cambios de actitudes, comportamientos y a través de va-
lores en la sociedad. Para ello se precisa de las reflexiones serias en torno a este
enorme tema, siempre en aras de poder recalar e influir en la realidad vivida.
La transformación se producirá al trascender el conflicto utilizando los re-
cursos citados y desde ahí la imaginación concebida por ese ponerse en el lugar de
los otros en un como si. Con ello se plasman las ideas precedentes que representan
opciones para nuevas realidades y de posibilidades constructivas. Desde ahí es que
los conflictos se transforman en oportunidades constructoras de paz. La trascen-
dencia “presupone esperanza y la esperanza está localizada en visiones de lo posi-
tivo en un futuro constructivo” (Galtung, 2010: 29) y esto implica que aquello que
estaba en potencia se vuelve realidad.
Fundamentalmente, la paz está en el reino de los fines (aunque también de los
medios), porque significa trascender lo buscado por quienes están sumidos en los
conflictos. Así, se da pie a nuevas realidades comunes. Ahora bien, es importante
no confundir los medios con el fin, por ello la paz es el camino y es el proceso.
148 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Esto significa que hay una gradualidad en el logro de la paz, la paz no es un ideal
distante, sino que cada quien deberá actuar de modo que las acciones sean parte de
la paz. Las normas positivas y jurídicas son medios, pero como sostiene Galtung
–resumiendo el gandhismo– es la unidad de la vida la que marca la debida unidad
de los medios y los fines. Si hacemos caso a Kant y la defensa de que nadie puede
ser tratado como un medio sino siempre como un fin, entonces podemos apreciar
esta unidad de medios y fines. “Si el fin es la supervivencia entonces el medio ha de
potenciar la vida” (Galtung, 1989: 14).
La paz se construye en la medida que sumamos todos los pasos que damos
en su dirección, sin esperar a que sea completa o absoluta. Por tanto, podríamos
incluir en esta paz aspectos parciales tales como aquellas situaciones en que se al-
canza cierto grado de bienestar; diversas escalas de las regulaciones pacíficas ya
sean a escala doméstica (socialización, caridad, cariño, dulzura, solidaridad, coo-
peración, mutua ayuda, etc.), a escala regional/estatal (diplomacia, acuerdos, ne-
gociación, intercambios, etc.), o a escala internacional/globales (pactos, tratados,
organismos internacionales, ONG, etc.). También deberíamos de tener en cuenta
las relaciones causales (en las que unas potencian a las otras) entre las diferentes
escalas e instancias. De este modo también podemos considerar cómo los pasos
dados hacia la paz por personas, grupos, asociaciones o partidos, de unos lugares y
otros podrían sumarse y apoyarse mutuamente.
Existen aproximaciones teóricas que miran en torno a la paz y la definen
como imperfecta (cfr.: Martínez, 2001: 206)54, propuestas que proporcionan algu-
nas ventajas al crear mejores condiciones para lograr nuestros objetivos, tanto en
el pensamiento como en la acción y entendiendo que estamos siempre en constante
búsqueda. Se parte de la imperfección humana, pero que nos acicatea para salir ade-
lante desde las propuestas valorales de la paz y no desde la violencia. De ahí que se
entienda a esa paz como el conjunto de procesos sociales en donde se toman deci-
siones para regular los conflictos pacíficamente, en una exigencia valoral que busca
una paz en un continuo proceso. Este concepto de paz imperfecta acota “aquellas
situaciones en las que la violencia, aunque presente en forma latente, no aparece al
menos en sus formas más virulentas permitiendo que los individuos y los grupos
desarrollen algunas de sus potencialidades y derechos” (Muñoz, 1993: 107).
Esta visión de la paz nos permite comprenderla de manera global –no fraccio-
naria–, consecuentemente, se hace posible una mejor promoción de ideas, valores,
actitudes y conductas de paz.
Para los estudios de paz los valores son fundamentales, porque expresan lo
deseable y, en todo caso, es lo que puede hacer el pronóstico en situaciones de vio-


54
Este autor apoya la postura de Muñoz (2001: 125ss).
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 149

lencia. Por ello es que la paz –en tanto eje valoral– tiene un papel especial (Gal-
tung, 2003: 36). Mirar hacia el futuro implica construir el pronóstico que es más
que la mera predicción que se refiere a los datos; es una predicción –en la dimen-
sión de valores– que abarca los extremos de paz y los de violencia y que pretende
la pacificación de la realidad. De ahí que el valor de la paz sea el faro que guía, ella
es –se puede decir– el valor de valores, es decir, el crisol en donde se conjuntan los
valores éticos y sociales que alcanzan la paz.
Los valores se constituyen en ideales buscados, son patrones que dividen los
estados de las cosas en rechazables y deseables, permitiendo otra categoría de indi-
ferencia o indecisión; es una pauta que funge como piedra de toque y nos ayuda a
apreciar los estados de paz. Es preciso interiorizar esos valores de la paz que tienen
que son parte de un proceso racional y emocional que dirimen situaciones dañinas
y lastimeras de las que no lo son. Lo previsible tiene que ceder ante lo perceptible, y
éste ante lo deseable, de modo que las reflexiones se ajustan a la realidad empírica
y habrá que ajustar la realidad empírica a los valores. La diversidad muestra la in-
terculturalidad ad intra de la sociedad que urge a obtener acuerdos que permitan
la sana vida en común al articular en su seno los diversos valores culturales preva-
lecientes. Con el diálogo y la escucha se puede construir poco a poco los elementos
comunes e intersubjetivos en torno a lo que es la paz, y esto es relevante porque no
habrá paz total, ésa sería la paz de los cementerios; lo que puede existir es la paz
parcial, y las paces diversas. Evidentemente, aquí surge de inmediato la dicotomía
maniquea que confronta y reduce la realidad a paz y violencia junto con la trilla-
dísima pregunta sobre si vencerá la paz sobre la guerra o la violencia. Lo que sí
podría suceder es que exista un mejor equilibrio entre paz y violencia, es decir, más
y mejor paz y menos y menos mala violencia, lo cual significa un mejoramiento de
la condición humana. Es preciso crear las mejores condiciones posibles mediante
la construcción y reforzamiento de los elementos valorales, lo cual conllevará la
mejor posibilidad de paz.
Ahora bien, la aclaración conceptual en torno a lo que significa la paz, consi-
derada como eje valoral cardinal, nos hace vincularla con otro valor centralísimo:
la justicia –considerada en el pasado capítulo–, y elemento y valor fundamental
para la paz porque no hay paz sin justicia. Este valor conlleva todo un bagaje de
pensamiento ético que implica el respeto a las personas por su dignidad y una res-
ponsabilidad solidaria (Cortina, 1985); ambos valores y realidades asumidas por
unos seres humanos para con los otros. La solidaridad implica el reconocimiento
de la relevancia de los demás y tiene que ver con un aprendizaje de carácter ético,
con ello se trata de una solidaridad razonable que no puede reducirse a un mero
emotivismo, pero que sí debe considerarlo. Tal solidaridad es crítica con la soli-
daridad meramente emotivista en tanto esta última presenta –por ejemplo, en los
medios de comunicación– realidades conflictivas, que se viven en el mundo “como
150 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

si fueran simplemente reality shows que rehúyen la responsabilidad de dar y exigir


razones para la paz y tan sólo promueven una pseudo-paz de emociones” (Martí-
nez, 2001: 30). Evidentemente, aquí no se pretende una dicotomización entre la
racionalidad y el ámbito de lo emocional-sentimental. Separar así los ámbitos de
lo humano no hace más que fragmentarlo, y dado que somos seres integrales es
fundamental la articulación de lo racional y lo emotivo vinculados por los elemen-
tos valorales; las razones son sentimentales y de tales sentimientos damos razones
(Habermas, 1985: 61-68)55. Los sentimientos afectan a la totalidad de la persona,
“sus dimensiones cognoscitivas y motivacionales […] pueden ser experimentadas
en el ámbito de la privacidad como cuando se proyectan en el ámbito público”
(Etxeberría, 2008: 15). La base en que se constituye la paz –en tanto valor eje– da
pauta para que en ella se engarcen los demás valores que contribuyen para cons-
truir una sociedad más humana por pacífica.
Hablar de virtud significa aludir a categorías clásicas que lo siguen siendo
porque continúan significando para nosotros y nos ayudan a construirnos de una
manera más humana. Las virtudes en su finalidad pretenden alcanzar un horizon-
te de paz superando las violencias que se producen por la no consideración de este
recurso ético por ello. Su consideración resulta ser benéfica para poder construir
la paz. Las virtudes alientan planteamientos personales y colectivos de una vida
lograda en marcos de paz.
Las personas nos construimos a través de las acciones que realizamos en nues-
tro diario actuar, siempre ligada a las acciones de los demás en tanto somos seres
comunales, y desde ahí es como somos mejores y nos encumbramos a lo más alto,
como decía Pico della Mirándola, o nos podemos sobajar, o menospreciar a los
demás con nuestras acciones más bajas y miserables. De ahí dependerá nuestra
construcción, de cómo decidamos en libertad –mayor o menor– que llevaremos
nuestro actuar, alentando las acciones para tener una vida lograda.
Es posible decir que la virtud ha sido una categoría sobre la que la reflexión
filosófica ha versado desde sus orígenes y que, conjuntamente con la del bien (que
se concreta su realización en la virtud), ha conformado la ética desde el mundo
antiguo y medieval, que más tarde quedó algo relegada ante los valores de la mo-
dernidad como fueron la dignidad, la autonomía y el bienestar y, en cierta medida,
como apoyo de esos principios (Etxeberría, 2011: 6). Sin embargo, se mantuvo la
importancia de los valores y virtudes adscritos o potenciadores de las categorías,
como la dignidad y, en conjunto, intervienen en la construcción de la paz. Las teo-
rías sobre la areté se han aceptado, negado, releído y redefinido, y han permaneci-

Estas cuestiones las podemos encontrar en las éticas del sentimiento y las éticas del cui-
55

dado. Ellas tienen una relevancia en lo que se relaciona con la filosofía para la paz. Vid, Etxeberría
(2008) y Comins (2009).
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 151

do presentes en reflexiones filosóficas –aunque no exclusivamente–. Las virtudes


han tenido vínculo con diversos ámbitos de lo humano desde lo ético, pasando por
lo educativo y lo social, y a través de ideas como la felicidad o las pasiones, decurso
humano que evidencia su relevancia.
Aristóteles es el gran maestro de las virtudes y de la ética de la virtud, ya que
además insiste en su educabilidad, cuestión motivante para el tema de la paz, por-
que nos da posibilidades de generación de nuevos escenarios de vida mejor. La
virtud es un modo de ser de las personas, un modo de ser que nos realiza bien en
lo que somos o, dicho al revés, los humanos nos realizamos bien como tales gracias
a las virtudes (Etxeberría, 2011: 7). Se trata de una vida virtuosa, una vida lograda
con felicidad que se realiza mediante la excelencia.
Aristóteles define la virtud ética como “un modo de ser selectivo, siendo un
término medio relativo a nosotros, determinado por la razón” (Aristóteles, 1973:
§1173). Así, estas virtudes se llevan a cabo en la práctica. En esta definición “se
integran tres tesis: 1) la virtud es un modo de ser que se autentifica en el actuar; 2)
ese modo de ser se precisa en un término medio que en cuanto al bien es la supre-
ma excelencia; 3) e implica una selección que se muestra como elección delibera-
da” (Etxeberría, 2011: 7).
La virtud siempre tiene que ver con su condición experiencial y en las accio-
nes y como tal las virtudes son disposiciones que se adquieren por medio de esas
acciones, son aptitudes permanentes que se orientan hacia el bien y desbordan las
acciones particulares. Se trata de un modo de ser refrendado en el actuar y como
un modo de ser que nos realiza bien en lo que somos, es decir, nos realizamos
como humanos gracias a las virtudes. De este modo, una vida lograda es una vida
de excelencia, de felicidad. Por ello es que la ética de las virtudes no se centra pri-
mero en las acciones sino en el sujeto que hace suyas las disposiciones, en su ser.
Son –diría Aristóteles– excelencias del carácter de la persona, que lo configuran
como carácter moral. Las acciones emanan de esas disposiciones permanentes y en
ese sentido hay una circularidad creativa, que significa que es virtuoso quien rea-
liza obras virtuosas, pero a su vez, las obras virtuosas son realizadas por la persona
virtuosa. De este modo, mediante las acciones vamos adquiriendo las virtudes, y
esto transluce en todo lo que somos y a lo largo de nuestra vida que se desarrolla en
el tiempo y en su permanencia.
Así, las virtudes son disposiciones, carácter, excelencias que nos dan fuerza
para la acción y con ello realizan el modo de ser de las personas. Las virtudes nos
hacen actuar cuando es debido, por las cosas debidas y hacia las personas debidas,
por el motivo y la manera debida. Así, esa manera debida se sitúa como término
medio [mesotés] entre dos extremos, que fallan uno por exceso y otro por defecto,
ya que es ésa la justa mesura de cada virtud. El término medio implica el extremo
152 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

mejor de entre tres disposiciones. Una de ellas es la virtud y las otras dos son vi-
cios. Además, el término medio no se concreta aritméticamente, es relativo a noso-
tros por ello varía entre las personas, en una misma persona en diversa situación.
Ahora bien, los extremos no se distancian por igual del término medio, alguno
tiende a mostrársenos más próximo a la virtud que el otro. Como en el caso de la
valentía: está más cerca de la temeridad que de la cobardía, o en el caso de la mode-
ración, en donde la austeridad es más cercana a ese justo medio que la intemperan-
cia. Los contextos delimitan esta cuestión y hacen difícil la tarea. La paz se define
y se vivencia y persigue con el horizonte de la mesotés en cuanto integradora de la
justicia.
Entonces, “las virtudes pueden ser vistas como disposiciones que, integran-
do los sentimientos, los modulan establemente de acuerdo con el bien, pista clave
para la educación en las virtudes. Indica, además, de manera contundente que la
virtud es algo arraigado en la persona y en su integridad” (Etxeberría, 2011: 8). To-
das esas virtudes se encuentran arraigadas en las personas y en su integridad; son
capacidades para el bien, de manera que los virtuosos hacen lo bueno con razona-
ble facilidad; son excelencias que nos dan fuerzas para la acción.
Las virtudes se van adquiriendo poco a poco con el ejercicio de las acciones
virtuosas que además de implicar a los otros por las acciones generadas hacia
nuestros congéneres, se revierten en nosotros mismos generando cambios en lo
que somos. Vamos alcanzando la virtud en dicho ejercicio aproximándonos poco
a poco, con lo cual se constata la realización de la paz aun siendo imperfecta, como
lo defiende Francisco Muñoz a lo largo de sus textos y de manera contundente en
su obra más emblemática y mejor conocida: La paz imperfecta (2001).
Las acciones de nuestra vida que nos definen no están aisladas unas de otras,
sino que son repetidas, nos hacen en un habitus, en una recurrencia y persistencia
de lo que llevamos a cabo cotidianamente. Tales acciones, refrendadas en todos
y cada uno de los momentos de la vida son los que edifican las virtudes. En eso
consiste una virtud, en ser un hábito recurrente que perfecciona a quien lo realiza.
Por ser siempre parte de lo que somos como seres humanos, las virtudes son
imperfectas y parciales; están en un proceso de desarrollo, aunque en ellas alcan-
zamos la felicidad. Por ello la virtud es una disposición conveniente del alma. Ser
virtuoso implica el alcance de las pasiones para con ello aproximarse a la mayor
perfección que supere la medianía o mediocridad.
En el transcurso histórico de las virtudes desde la Grecia antigua, pasando por la
enorme fuerza que tienen en el medioevo como sustentos de la moral y que más ade-
lante en la modernidad decayeron –con algunas excepciones en las que no perdieron
su significado–, en general quedaron acotadas, como lo fueron en el utilitarismo y
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 153

el kantismo, aunque siempre la línea tomista las mantuvo vivas. La bondad moral
intrínseca de la virtud tiene un carácter moral y es deseable; es un hábito operativo
bueno; un habitus virtuoso que se construye por el acto bueno y repetido.
En la mitad del siglo XX inician su reconsideración y, podría decirse, su res-
cate. Algunos filósofos que las insertan en el debate moral y ético como G.E.M.
Anscombe en su libro Modern Moral Philosohpy (1958), y A. MacIntyre con su
renombrado libro Tras la virtud (1987) (Muñoz y Molina, 2014: 8). MacIntyre, “en
su diálogo con los problemas del pensamiento moderno y posmoderno […] marca
todo un hito en la reconstrucción de una teoría moral basada en la virtud” (Muñoz
y Molina, 2014: 8). MacIntyre sanciona que las virtudes son cualidades necesarias
que nos ayudan a lograr los bienes internos en una práctica, son cualidades que
contribuyen a una vida completa y tienen relación con la búsqueda del bien huma-
no (MacIntyre, 1987: 355 y ss.).
Ahora bien, existen virtudes intelectuales –o dianoéticas– y éticas. Las dianoé-
ticas son los hábitos permanentes del entendimiento, es decir, las intelectuales, que
permiten ver lo justo en las emociones, en los sentimientos y en las pasiones; que
tienen relación con las acciones. Pueden ser de tipo especulativo, como la inteligen-
cia, la ciencia y el entendimiento o sabiduría, y las del conocimiento práctico, como
son la prudencia o phrónesis y el arte. Las virtudes éticas son las praxicas, las que se
logran con el ejercicio reiterativo del bien y sirven para perfeccionar la voluntad y las
facultades de los apetitos; ellas han de lograr el justo medio. El logro de cada virtud
pide caminos diferentes. Las dianoéticas se incrementarían por la enseñanza, mien-
tras que las éticas lo harían por la costumbre y la reiteración de las acciones. Pero
necesitamos que la enseñanza de las virtudes para la paz se vincule con la práctica de
todas ellas para que desde ahí se logre alcanzar o aproximarse a la paz.
Para Aristóteles, es por medio del habitus o hexis por el que se realiza el bien y
en el ejercicio repetido hace que las virtudes como la phrónesis –la más perfecta de
las virtudes, capacite a la razón para discernir el bien factible y se inclina siempre
al buen uso.
En el marco de la paz se busca que –como diría Aristóteles–, realicemos las
potencialidades y logremos la actualización de nuestras capacidades en un marco
de circunstancias que lo ratifiquen y lo posibiliten. Asimismo, implica y exige –
como lo ha dicho Johan Galtung– que se tengan las necesidades básicas satisfechas
para que se permita llevar a cabo las potencialidades humanas.
Amartya Sen (2000: 19 y ss) y Martha Nussbaum (2012: 52 y ss) refuerzan
la propuesta galtungiana cuando señalan que es preciso desarrollar los funciona-
mientos propios de las personas, y la única manera para garantizar esto es autenti-
cando el subsuelo en el que se lleva a cabo la misma libertad. Añadiríamos que el
154 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

logro de esa libertad es posible si se tienen resguardados los medios mínimos de


subsistencia.
Las virtudes no vienen dadas con las circunstancias históricas, culturales o
materiales del entorno, aunque éste pueda condicionarlas; tampoco son fruto di-
recto de la conflictividad, la casualidad, la fortuna o la mala suerte, sino que más
bien son las vías por las que se afrontan, lo más adecuadamente posible, estas cir-
cunstancias. En esencia, la virtud no es un punto de partida, sino aquella cualidad
que se decanta en el proceso y en nuestros puntos de llegada (Muñoz y Molina,
2014: 9). Por ello es que las virtudes son disposiciones de los sujetos conseguidas
activamente, haciendo que en esas acciones los sujetos sean mejores y logrando
en la repetición las mejores formas de sortear a los conflictos para erigir la paz.
Así, se trata de hacer camino andando virtuosamente, por ello es tan significativo
el dictum gandhiano de la relevancia del camino, porque ahí está la paz. En esa
misma acción se define y se va formando la paz. Con ello nuestras disposiciones
básicas y modos de ser hacia lo que es moralmente loable, será bueno perseguirlo
y alcanzarlo de acuerdo con los valores compartidos que orientan los quehaceres
de las personas.
Las virtudes para la paz involucran principalmente las virtudes morales, aun-
que no pueden dejarse de lado las intelectuales que tienen que ver con que las pri-
meras buscan comportamientos correctos, mientras que las segundas sondean
creencias justificadas y fiabilidad para evitar errores, acercándose a la verdad (Mu-
ñoz y Molina, 2014: 10).
Ahora bien, la importancia de las virtudes en la regulación pacífica de los con-
flictos tiene que ver con la garantía de realización de las capacidades humanas y
con la gestión de la complejidad del entorno. La adquisición y construcción de
paz van de la mano del empoderamiento pacifista de las personas y de las socie-
dades. Entonces, si las virtudes desde los posicionamientos aristotélicos consisten
en mantenerse el término medio, es decir, in medio virtus, se ligan a actos electivos
desde lo que la recta razón indica y manda, para con ello alcanzar lo bueno y lo jus-
to. Ese justo medio –entre exceso y defecto (Aristóteles, 1973: §1240)– depende de
las circunstancias y de quienes ejercen dichas acciones. Por ello es tan importante
en lo que respecta a la construcción de la paz en las diversas latitudes y contextos.
Es un asunto complicado, pero viable gracias a las posibilidades que secundan las
acciones virtuosas.
Erigir la paz desde la virtud implica el ejercicio de facultades morales, por ello,
es importante pensar en el logro de la virtud y el justo medio que conlleva la acción
de la prudencia o la phrónesis que, como virtud dianoética se articula tensamente
entre las virtudes intelectuales y las virtudes morales. La phrónesis implica sopesar,
apelar al buen consejo y la sindéresis y nos da indicaciones sobre cómo actuar en
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 155

situaciones particulares ante situaciones de conflictos cambiantes, porque precisa-


mente lo que implica es decidir cómo actuar en situaciones nuevas, imprevisibles,
en las que es preciso decidir y zanjar las decisiones (Aristóteles, 1973: §1243). Por
ello es que la construcción de la paz se afinca en esta sabiduría práctica que dirime
situaciones de conflicto y sabe –en su momento– cómo zanjarlas buscando y reco-
nociendo opciones existentes para las acciones necesarias.
Las virtudes como la fortaleza, justicia, templanza y prudencia conforman el
ethos de quien las comete y consuma. La justicia da a la voluntad una recta direc-
ción, de modo que la ajusta a la realidad, haciéndola ir más allá de la rigidez egoísta
y versando sobre las acciones debidas entre iguales que implica rectitud, por la que
se obra lo debido.
Las virtudes ayudan a perfeccionarnos a nosotros mismos, y a los que nos
rodean; favorecen las acciones mutuas con lo que se posibilita alcanzar el bien
de la comunidad. Así, las virtudes se vuelven necesarias para afrontar de manera
positiva la problemática de la convivencia. Esta visión –expresada desde Aristó-
teles–, que pasa por el humanismo medieval, y después por el humanismo cívico
renacentista, promovió la virtud para el bien público (Kant, 2005a: 65; Rousseau,
1985: 412). Si la virtud es ante todo una fuerza moral que opone resistencia a un
adversario injusto, como son las emociones, los afectos y las pasiones, sobrepasar
esto conlleva y requiere fuerza moral amén de generar lo que los estoicos busca-
ban con la tranquilidad del alma. Lo bueno y la felicidad lograda están en el coraje
moral (Kidder, 2006: 15) que implica la acción virtuosa. Es una fuerza (vis) que se
requiere para volvernos poderosos ante nuestra debilidad natural y que impulsan
proyectos humanos emancipadores.
Las virtudes, al no ser únicamente privadas o individuales sino asimismo fun-
damentalmente públicas, sociales y políticas recaen en la construcción del ethos
público y práctico, en el que las virtudes fungen como recursos morales impres-
cindibles para “construir presentes y futuros ética y moralmente consensuados y
aceptados por el conjunto de las sociedades, en el mundo contemporáneo” (Mu-
ñoz y Molina, 1998: 58). Una ética de las virtudes estimula las disposiciones mora-
les que modelan el carácter para generar una consistencia personal para ser buenas
personas tanto en el espacio privado como en el público.
Tales virtudes públicas, en tanto ethos, son disposiciones requeridas para im-
plementar igualmente comportamientos privados, grupales, sociales, públicos y
políticos que se basan en imágenes sociales moralmente relevantes que se requie-
ren para construir lo público-político. Las virtudes públicas, como modos de ser,
promueven el bien común, suscitan la participación cívica y las relaciones igualita-
rias, valorando lo común y la comunidad. Se justiprecian las actividades que abre-
van y hacen crecer estos ideales (Camps, 1996: 21 y ss). “Las virtudes son, desde
156 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

este punto de vista, fuerzas para la acción” (Etxeberría, 2012b: 34). Si esto se logra
se alcanzará asimismo la paz.
Las virtudes generan un sistema plural de buenas formas de reconocimiento
moral, con lo que facultan los valores de unidad, de comunidad, de fraternidad, de
solidaridad. Y alcanzar estos valores mediante las virtudes ayudan y entablan situa-
ciones de bienestar y, por ende –al desarrollar las capacidades humanas–, de paz.
Las virtudes se van realizando en su proceso de repetición de las acciones hu-
manas y, como habíamos dicho antes, en su habitus, dado que se perfeccionan poco
a poco dado que son inacabadas dada la imperfección humana, de modo análogo a
como es la paz56. Justamente, “la paz imperfecta es la idea que nos facilita el recono-
cimiento práxico (teórico y práctico) de aquellas instancias donde se desarrollan las
potencialidades humanas, se satisfacen necesidades o se gestionan pacíficamente
los conflictos y las interacciones entre unas y otras” (Muñoz, 2011: 13, las cursivas
del autor). Esa paz imperfecta –acuñada por Francisco Muñoz– implica las limita-
ciones de las personas por la incapacidad de dominar completamente las pasiones
o por la incapacidad de que nuestra razón pueda hacerse cargo del entorno que
nos rodea. Esta imperfección nos lleva a “reconocer nuestra fragilidad, a ser hu-
mildes, a alcanzar la felicidad a través de la cooperación, del amor, que recibimos y
donamos en forma de ternura, filantropía, altruismo” (Muñoz y Molina, 1998: 61;
Muñoz, 2001).
Ante la realidad en que vivimos, las virtudes constituyen mediaciones entre
las situaciones de conflictividad reales y el camino hacia la paz (Muñoz y Molina,
1998: 61); ellas median las situaciones de conflictos para la regulación pacífica en
las tensiones de los conflictos, y desde ahí para poder desarrollar las capacidades
humanas. Entonces, las virtudes son entidades humanas que han de poder regular
los conflictos y facilitar la superación pacífica entre ellos.
En suma, las virtudes como habitus de realización de las capacidades y del bien-
estar son disposiciones para la regulación pacífica de los conflictos, para la satisfac-
ción de necesidades básicas y, por ende, para la implementación de la paz. De ahí que
“podríamos decir que las virtudes promocionan práxicamente la paz, o mejor aún,
que son un elemento importante de empoderamiento pacifista. Empoderamiento
porque genera poder, entendido como capacidad para incidir en la toma de decisio-
nes, en espacios personales, públicos y políticos” (Muñoz y Molina, 1998: 61).
El aprendizaje de esas virtudes en marcos de racionalidad, sensibilidad y refle-
xibilidad permite la realización de la paz, por ello es tan valiosa la educación sobre

Muñoz (2001) acuñó el concepto de paz imperfecta en sus textos y con esta categoría ca-
56

mina siempre en ellos; señala: “la idea de paz imperfecta se hizo pública en la reunión fundacional de
la Asociación Española de Investigación para la paz (AIPAZ) en 1997”.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 157

ellas. La aplicación de estas virtudes –al conjuntarse con la sabiduría práctica– eva-
lúa en dónde, cuándo y cómo actuar en los diversos momentos de conflictividad.
El pensamiento virtuoso se preocupa por que las acciones que se llevan a cabo
sean buenas para así frenar, evitar y destruir la violencia que aparece en las socie-
dades. Con ello se tiene la lucidez de saber cuáles son las razones, las condiciones,
los habitus que generan, aceleran y dan pie a la violencia, para así, a su vez, poder
apreciar cuáles son los habitus virtuosos que la mitigan y constituyen por otro lado
habitus de paz. Estos últimos son hábitos que propician el buen vivir juntos y, así,
conducen a la convivencia.
Con ello, erigir la paz indica la relevancia que tienen los habitus en su proceso
que, en su repetición permanecen como una disposición permanente (cfr.: Muñoz
y Martínez, 2011: 40) a través del tiempo. El significado etimológico da cuenta de
un modo especial de proceder o conducirse y que se adquiere por repetición de ac-
tos iguales o semejantes (RAE, s.f.). Esas disposiciones nos atavían como personas
y nos hacen diferentes con su uso reiterado y nos determinan en nuestro propio
modo de ser personas.
Sí, el habitus es una disposición de las acciones de los agentes. Esta disposición
se actualiza mediante las acciones con los demás y, en ese sentido, es ética. Así, los
hábitos nos van cambiando en lo que somos al ir internalizando conductas com-
partidas con los demás. Las virtudes, en su repetición habituada, buscan resolver
los problemas de las comunidades, los grupos y entre los congéneres, para crear
una sociedad con estructuras que acoten y ordenen los conflictos en la sociedad
y confeccionen la paz. A esto se debe la importancia de la educación en estas vir-
tudes de la paz. Las personas virtuosas “son la única prueba a su favor con que
cuenta la virtud” (Savater, 1988: 113, las cursivas del autor), por ello es que “desde
Aristóteles sabemos que lo que se da en primer lugar en el terreno moral no es la
formulación abstracta del principio virtuoso, sino el ejemplo concreto de la vida
buena (Savater, 1988: 113).
Ahora bien, las virtudes pueden aprenderse –como diría Platón– siempre
mediante las acciones ejemplarizantes; son potencialidades que como personas
necesitamos actualizar a nivel personal y grupal para el logro del bien común; y
este aprendizaje constituye un proceso de mejora y de potenciación progresiva de
lo que somos en nuestra libertad y en nuestra autonomía y en esta cuestión, el
ejemplo constituye un tema fundamental. Si bien las virtudes se aprenden, sólo se
enseñan actuando. Emular las acciones de quienes son virtuosos y que hacen de si-
tuaciones cotidianas acciones extraordinarias (Savater, 1988: 115), es precisamente
el aprendizaje que puede lograrse cuando se vive en contextos violentos, en los
que es posible hacer aparecer la paz. Aprender que con las acciones repetidas en la
virtud podemos cambiar el mundo de violento a pacífico, nos muestra las posibili-
dades de riqueza que brindan las virtudes.
158 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Así entonces, el aprendizaje de las virtudes se logra a través del ejercicio y en el


espacio público; la apreciación de lo que los otros hacen es importantísima porque
la imitación que hagan de ellos se extendería a espacios más amplios. Tal imitación
es madura, crítica y reflexiva, y no absolutiza porque quien es virtuoso lo es en un
contexto y momento dado; forja su carácter en el marco de sus ideales, en ese tiem-
po y circunstancia.
Un recurso que apuntala el ejemplo ha sido el del uso de las narrativas o las
obras de teatro, porque evidencian la situación en la que nos encontramos todos
los seres humanos, y nos pone en una igualdad de circunstancias, humanamente
hablando, y está situada en los otros que nos hace apreciar sus vivencias. El recurso
ético de sentido común, de ponerse en el lugar de los demás para poder experi-
mentar una situación ético-comunal (García-González, 2014a: 29 y ss) es el que
nos permite erigir situaciones de armonía. Reconocer el dolor, el sufrimiento y la
injusticia en los demás nos sitúa en este tenor y nos compromete a ver y no obviar
o voltear el rostro para otro lado (Arteta, 2010: 38).
Por todo lo ya dicho, resulta posible sugerir ciertas virtudes para la paz, en cuan-
to a la consideración de su relevancia. Por ello es preciso insistir que las virtudes se
presentan en urdimbres que las relacionan mutuamente y no se puede señalar una
enumeración cerrada de ellas; pueden sumarse unas u otras más, según las conside-
raciones que se vayan haciendo en la praxis cotidiana. Estas virtudes se enfrentan a
situaciones de violencia y gracias a éstas es posible encontrar una solución, al orien-
tarse principalmente a lo que son las virtudes públicas, sin dejar de estar presentes
en los asuntos privados de los sujetos. Con todas ellas, y por su despliegue, es que
es posible lograr soluciones mejores y más pacíficas, de modo que virtudes como la
justicia, la solidaridad, la tolerancia, el respeto, la valentía, la compasión, el diálogo,
que se articulan indefectiblemente con virtudes como la perseverancia, la humildad,
la paciencia, la confianza, la admiración, la honestidad (Etxeberría, 2011: 27), faci-
litarían y conducirían a un mejor estado de cosas entre las personas. Gracias a ellas
y entendiéndolas como guías es posible realizar acciones sobre cómo vivir pacífica-
mente en un marco de lo que es justo hacer o no hacer, o de llevar a cabo lo moral-
mente valioso o lo deseable. Este talante se posibilita en el ejercicio, en la reiteración
y en el habitus –que hemos venido señalando–, que faculta a dichas virtudes para
poder agenciarse la vida buena en un marco de paz. Esto supone abrir caminos para
integrar, reconciliar y expresar las demandas de su entorno de manera tal que dicha
acción cumpla con las exigencias de los seres humanos en conjunto, así como de la
naturaleza, incluyendo la exigencia de lograr las metas de las virtudes como propues-
tas plurales de reconocimiento moral (Muñoz y Molina, 2014: 19).
Así, si las virtudes son un conjunto de rasgos de carácter que integran un sis-
tema completo y plural de buenas formas de reconocimiento moral, tienen que
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 159

ver con la promoción de valores en los que se apoya, hasta el logro de lo que se-
ría la búsqueda del bienestar universal que va desde el amor propio al universal.
La tarea de estas virtudes se conjuga con la capacidad creativa que enfrenta a la
conflictividad y la incertidumbre, para desde ahí generar conexiones positivas con
los demás. Así, tenemos la relevancia de la compasión como la posibilidad a ser
conmovidos por las situaciones de sufrimiento de los demás y que en el común
nos complican. El camino de edificación de ese común pacífico no es fácil porque
como bien lo señalaban los filósofos griegos, todos estamos bajo los influjos de las
emociones, de las pasiones, de los deseos, de modo que se requiere decidir sobre
la conflictividad constante en la que vivimos. Además, nuestras decisiones no son
sólo nuestras, sino que deben considerar a los otros en las divergencias que cada
uno tenemos para con ellos buscando y reconociendo la pluralidad de visiones e
interpretaciones. Los virtuosos no pueden dejar de lado las circunstancias en las
que los agentes actúan porque ellas dificultan y hacer variar las acciones.
El habitus puede modificar las estructuras para conseguir la paz con lo cual,
frente a las problemáticas de las violencias estructurales, no podemos dejar de pen-
sar que los habitus son fundamentales para allanar el campo vital de las comuni-
dades de dichas violencias. Una posibilidad para sortear esta situación la podemos
situar en los procesos de acciones en las que revertimos las acciones enraizadas en
las estructuras para poder modificarlas. Y una ocasión clara la encontramos en
poder generar habitus pacíficos mediante los cuales cambiemos nuestro proceder
en la vida social y, poco a poco, ir relevando dichas estructuras en estructuras de
paz, con todo y las dificultades existentes. Porque, de no hacerse así, los modos de
proceder continúan estando enviciados por estructuras violentas que conforman
esos hábitos en algo negativo, tal como lo apunta Pierre Bourdieu, para quien ese
habitus se constituye por sistemas de disposiciones duraderas y transferibles, es-
tructuras predispuestas para funcionar como estructuras estructurantes, es decir,
como principios generadores de las prácticas y representaciones que pueden estar
objetivamente adaptadas a su fin sin suponer la búsqueda consciente de fines y el
dominio expreso de las operaciones necesarias para alcanzarlos […] todo esto co-
lectivamente orquestadas sin ser el producto de la acción organizadora (Bourdieu,
2008: 92).
Así, este habitus da cuenta de lo que media mutuamente entre la sociedad y las
prácticas de los individuos que condicionan las circunstancias y, a su vez, éstas son
condicionadas. Hay una incardinación de las estructuras y los actores. El cambio
de habitus –pervertidos en habitus morales de las virtudes éticas– puede influir en
las modificaciones de las estructuras (Elias, 1989: 10-47). De otro modo, la agencia
de los actores frente a las estructuras queda cuestionada y deja poco margen de
maniobra a los sujetos. Las transformaciones en las sociedades han de implemen-
tar situaciones que generen a la par cambios en las estructuras. La posibilidad de
160 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

modificar las estructuras tiene que ver con la eventualidad de ser constructivos en
las formas sociales y desde ahí impactar trocando las estructuras, como parte de lo
humano que es cambiante y no estática. Y, precisamente, para justificar el cambio
es necesario llevar a cabo hábitos que nos lleven a generar las disposiciones que
se van requiriendo para poder actualizar nuestras potencialidades. Así es como
nos relacionamos con las estructuras que han de cambiar. “El universo en su con-
junto, el planeta tierra, los ecosistemas, los seres vivos y los seres humanos están
sujetos a las leyes de la complejidad, a la dependencia de múltiples circunstancias
y a las relaciones existentes entre ellas, de dimensiones cuantitativas y cualitativas
cambiantes” (Muñoz y Martínez, 2011: 38). Por ello, la visión cambiante del río
heracliteano es eso, cambiante y pensarlo como inamovible constituye “un espejis-
mo conservador y acomodaticio” (Muñoz y Martínez, 2011: 39). La realidad fluye
y cambia y nosotros con ella, así como las estructuras, aún a sabiendas de que los
sistemas sociales se modifican con lentitud y no se puede garantizar tal transfor-
mación. Hay cambio social si hay cambio entre los sujetos y viceversa; se genera
variación en los sujetos si hay cambio social. Ése es el debate del estructuralismo
y los actores sociales en su complejidad en donde cabe preguntarse si es posible
generar transformaciones en lo que respecta a la violencia estructural y lograr si-
tuaciones de paz estructural. La mudanza de estructuras da ocasión a cambios en
las sociedades y, por consiguiente, es posible apresar la paz estructural.
Ante la injusticia, la indignación que busca resortes para expresar y remontar
y variar dicha situación de injusticia. Esa indignación corroe comunalmente y ge-
nera la apuesta por virtudes como la solidaridad hacia los otros. “Y para que esa
solidaridad, y por tanto justicia, alcance a todos e imparcialmente, es necesario que
se dé un sentimiento de respeto sustentado en la dignidad universal” (Etxeberría,
2011: 27). El respeto hacia la dignidad de los otros es el que impulsa dicha solida-
ridad basada en la justicia, por eso cuando se aprecia una indignidad, cuando se
quebrantan los derechos de alguien, se genera la indignación que va no contra los
intereses de carácter particular sino a favor de una perspectiva humana.
En cuanto al respeto de las personas, este tiene que ver asimismo con la cues-
tión de la dignidad y el apreciar su valor; apreciar su relevancia, eso es el reconoci-
miento. Esto nos lleva a cuestiones kantianas que tienen que ver con no tratar a las
personas sólo como un medio, y a las hegelianas con el tema del reconocimiento.
El respeto planteado como virtud significa que es una “disposición interioriza-
da que se expresa habitualmente en un respeto hacia los demás que se desarro-
lla en la ‘consideración debida’ y en el ‘trato correspondiente’” (Etxeberría, 2011:
28). La extensión del respeto y del reconocimiento evidencia que aún con todas
las diferencias entre las personas, somos iguales en cuanto a sujetos de dignidad
y, por consiguiente, merecedores de respeto y de su expresión del reconocimiento
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 161

de que todos somos fines y, por ende, no es aceptable que nos mediaticemos o
instrumentalicemos.
Cuando ese respeto guarda las diferencias entre las personas, entonces se tra-
duce en lo que en el espacio público cívico llamamos tolerancia, la cual implica el
mencionado respeto. El límite de la tolerancia, que podría verse como virtud débil,
es el daño al otro. Esto implica apreciar su dignidad buscando no dañarlo bajo
ninguna lógica, y son los derechos humanos los que protegen de ese posible daño,
buscando garantizar la inviolabilidad de dicha dignidad.
Por ello, lo que sucede cuando aparece la violencia, es que se desbordan esos
límites del daño que se puede infligir a las personas, lastimando dicha dignidad
(Thiebaut, 1999: 12ss). No respetar lo respetable y aceptar lo inaceptable lacera y
vulnera la dignidad de las personas. Esto ejemplifica que la violencia se encuentra
entre las situaciones inaceptables porque transgreden lo más propiamente huma-
no. La violencia es inadmisible por lesionar a las personas en sus vidas y se traduce
en vivir mal juntos.
La convivencia y la armonía exigen estar vinculados en lo común con los otros,
preocupados de manera compasiva con los demás. La virtud de la compasión bus-
ca limitar los daños y las violencias perpetrados que dan lugar al sufrimiento, pre-
tende evitarlo o aliviarlo. La compasión implica un sentir con; una forma de sufrir
compartidamente con el otro. Se trata de estimar el dolor del otro, reconocer su
herida y, a la vez, intentar acompañar a ese otro. Se trata, como señalábamos, de
un sentido compartido de manera comunal en un marco ético-político que, como
recurso ético, nos ayuda a comprender lo otro y al otro brindando el apoyo reque-
rido ante la desgracia, ante a desdicha y en aras de la forja de la excelencia (Arteta,
2010: 145) y la búsqueda de lo semejante en los demás. La compasión acompasa la
justicia, la garantiza y se enmarca tanto en el espacio privado como en el público.
Ante la aparición de la violencia se requiere de coraje moral, tan apreciado y
tan buscado por los griegos y contenido en la virtud de la fortaleza, en tanto fuerza
espiritual que nos impulsa a no decaer ni sucumbir en los esfuerzos de defensa de
lo que pretendemos. Asimismo, la fortaleza nos empuja con vigor a no aceptar la
violencia y a realizarnos con plenitud, como ejemplo de dignidad ante los peligros
y el mal. Gracias a esta virtud respondemos con entereza y energía, pero de manera
pacífica y sin violencia, mediante acciones que no son aisladas sino continuadas
para así perseverar en acciones de paz.
Persistir en la disposición del ánimo y en la iniciativa orientada a lograr un
objetivo de carácter moral como es la paz, es fundamental para perseverar en el
bien y realizar la excelencia. Esta disposición provoca el logro de metas individua-
les y privadas a la par de las metas colectivas y públicas. Se trata de la constancia
162 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

incansable y con convicción que vamos haciendo cosas para lograr situaciones de
paz, pero a sabiendas que muchas otras faltan por hacerse, lo cual nos hace ubicar-
nos entre lo ya sí y lo todavía no, como diría Ernst Bloch (Bloch, 2007: 33-35).
En lo que es un extremo por defecto de la perseverancia se sitúa el desaliento y
la inconstancia y en el otro extremo vicioso se ubica la tozudez de una perseveran-
cia rígida y acartonada. Pero la perseverancia como virtud se logra no sólo cuando
actúa en relación al bien, sino cuando atiende los contextos y las circunstancias.
Por ello es tan importante que se vincule con la phrónesis o prudencia, que permite
analizar y sopesar los qué y los cómo de nuestras acciones, para que desde ellas
modifiquemos las situaciones lastimosas y destructivas de lo humano y demos
paso a realidades de convivencia y armonía. El modo humano de ser prudentes es
la disposición práctica que corresponde en la corrección del criterio de la acción,
es saber lo que es bueno en este momento, en este lugar y en esta circunstancia.
Desmontar la realidad violenta requiere perseverar en las virtudes, dado que se
busca un fin con claridad y con coraje y, en ese sentido, la implicación de mantenerse
fieles a esa meta es central. Dicha fidelidad implica serlo tanto con nosotros mismos
y, de manera concordante, con los demás; con cuestiones externas y sus respectivos
objetivos, como es la paz. Aun siendo que ésta es una meta difícil, y con circunstan-
cias variables y complejas, perseverar en ella significa buscar denodadamente lo que
habrá de venir, sin desfallecer en lo que, si bien todavía no es, sí es posible que sea.
Pero para ello necesitamos anticipar la esperanza como “adelantamiento del curso
natural de los acontecimientos” (Bloch, 2007: 33) que es factible alcanzar.
Desde la ética de las virtudes se impone el desarrollo del respeto y en este
escenario que pretende erigir la paz ha de apreciarse la dignidad humana –como
algo necesario y como punto de partida y de llegada– para sostener la paz. El daño
a la dignidad imposibilitará el logro de la paz, por ello es que debemos pensar a
dicha dignidad como elemento central, sostén y cimiento de la paz.

2.3 La dignidad: basamento filosófico para una ética de la paz

“Lo más elevado del hombre es ser persona. […] Sé persona y respeta
a los demás”.
Hegel (1968, §36: 68)

“En el reino de los fines todo tiene un precio o una dignidad. Aquello
que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio,
lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada
equivalente, eso tiene una dignidad. […] aquello que constituye la con-
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 163

dición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor
relativo o precio sino un valor intrínseco, esto es dignidad”.
Immanuel Kant (1999, §435: 199)

“La prudence aristotélicienne représente la chance et le risque de


l’action humaine”.
Pierre Aubenque (1997: 177)57

Pensar sobre la dignidad es un tema fundamental para pensar la ética, y no


deja de serlo cuando reflexionamos en torno a una ética de la paz, cuyas pretensio-
nes engloban el mundo humano que necesariamente debe sustentarse y cimentar-
se en esa dignidad. Difícilmente podemos pensar en escenarios pacíficos si no se
resguarda de manera esencial e imprescindible tal dignidad; por eso resulta rele-
vante su estudio y su análisis para poder pensar en lo que ella es y los porqués de su
centralidad para una construcción ética de la paz como ideal moral.
Existen profusos estudios y acercamientos de todo tipo, entre ellos encontra-
mos aquéllos que son escépticos, equivocados o poco claros que parece urgente
aclarar, desbrozar y justificar. En muchos casos se alude a la dignidad como un
concepto que no significa más que respeto por las personas, sobre el que es redun-
dante hablar o abordar, pues basta con señalar el concepto de autonomía, además
de verlo como un borroso eslogan. Como puede apreciarse, esta noción de digni-
dad es problemática y controvertida y asume variadas acepciones, utilizándose en
muchas ocasiones según los intereses de quienes la usan y para los diversos fines
que se pretenden, perdiendo con ello la riqueza de su sentido.
A menudo la noción de dignidad se utiliza con una base de raigambre religio-
sa y de fe. Además, su significado se ha ampliado de modo que se refiere no úni-
camente al ámbito humano, sino que asimismo ha sido usado para la defensa de la
dignidad de las plantas y de los animales. Incluso, se ha reducido su sentido para
referirse a quienes defienden la camiseta deportiva con estoicismo y dignidad. Su
uso llegó hasta los extremos en los que se dispuso como nombre de aquella comu-
nidad de alemanes que, en los tiempos de la dictadura militar chilena se convirtió
en un centro de detención y tortura, en un enclave asentado como colonia de fun-
damentalistas religiosos llamado Colonia Dignidad. Estos excesos en su uso nos
obligan a delimitar y precisar lo que entendemos por dignidad, partiendo desde
una comprensión filosófica58.

57
“La prudencia aristotélica representa la oportunidad y el riesgo de la acción humana”.
58
En los ámbitos de la filosofía, en muchas ocasiones las consideraciones del concepto de
dignidad parten de una actitud displicente y hostil por prejuicios básicamente religiosos que han in-
sistido con innecesaria oscuridad en la dignidad de la persona. Evidentemente, estos acercamientos
dejan de ver la relevancia que tiene dicho concepto (Rosen, 2012: 5).
164 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Por otro lado, hoy día se ha defendido recurrentemente que el respeto por las
personas puede simplemente ser el respeto por sus derechos y no puede existir uno
sin el otro, y lo que es llamado dignidad humana puede ser simplemente una capa-
cidad reconocible para aseverar las pretensiones humanas. Sin embargo, la cuestión
signa un tema de carácter ético que subyace a los mismos derechos. El respeto de
alguien como poseedor de dignidad humana se piensa como característica de un
agente moral que lleva a cabo acciones y reclamos (Feinberg, 1973: 39 y 97). Cier-
tamente, se respeta a las personas en el mismo sentido que se respeta a la ley, sin
embargo, no es posible reducir la dignidad meramente a ser un derecho, sino que ella
tiene una entidad más profunda que se explicita en y mediante los derechos.
La ventaja de expresar la dignidad en forma plausible y explícita, como son los
derechos, hace posible la defensa del respeto a las personas vigilando su cumpli-
miento. Tal observancia significa no sujetar a dichas personas a ninguna forma de
violencia dado que ésta transgrede y aniquila su dignidad, abatiendo, por ende, su
misma autonomía y agencia. Incapacitar a las personas a desarrollar una vida que
satisfaga lo más fundamental como es la sobrevivencia alimenticia, la vivienda, el
vestido, la salud, la educación, la libertad y la construcción de la identidad (Gal-
tung, 2003: 178), todo ello quebranta la dignidad, es decir, la trasgresión de sus lí-
mites y, por consecuencia, su daño genera violencia. La manera que la humanidad
ha encontrado para que garantizar esta dignidad ha sido a través de los derechos y
las diversas formas de violencia que se han generado por la cancelación de éstos –y,
por ende, de la dignidad– son las expresiones que recorren el mundo con una gran
virulencia y que han dado lugar a la violencia tan generalizada y plausible.
Así, ante las barbaries que vivimos y que están atestadas de violencia, las fron-
teras de la dignidad han sido desbordadas sistemáticamente, de ahí que la nece-
sidad de plantear la relevancia de la dignidad advierte la urgencia que existe en
trascender y superar dicha violencia, al negar su normalización en las sociedades,
y estimando que su presencia se ha sofisticado de tal manera que ha creado cau-
ces insospechados en su generación. La novedad de los medios y modalidades en
los que aparece la violencia da cuenta de un desbordamiento de los límites ética y
humanamente permisibles, lastimando consecuentemente los derechos positiva-
mente legislados, como son los derechos humanos. De ahí que sostengamos que
es desde la dignidad como pueden construirse situaciones pacíficas; atrincherar la
dignidad, fortalecerla o blindarla es lo que permitirá entrever la paz, o las paces en
cada situación.
Para ello, es imperioso ahondar en lo que es la dignidad y, desde ahí, después
reflexionar sobre cómo trascender la violencia que se genera cuando se sobrepasan
los márgenes de tal dignidad. A partir ésta se intenta vislumbrar los caminos para
poder cimentar la paz.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 165

Es cardinal partir de la consideración de los rumbos teóricos que ha tomado el


concepto de dignidad para desde ahí poder desbrozar dicho concepto y articularlo
con la cuestión de la paz. Se proponen tres vertientes principales (primera parte), y
desde ahí se expone que el quebranto a dicha dignidad genera violencia (segunda
parte). El recurso filosófico que vehicula la concatenación entre teoría y práctica
busca la defensa de los derechos humanos y se encuentra en la phrónesis. Ella ins-
taura un proceso que permite la consideración de los demás desde una perspectiva
de inclusión y, entonces, es posible trascender la violencia y asentar la paz.
Ahora bien, es fundamental considerar que las reflexiones sobre la dignidad
derivan desde las implicaciones éticas y no únicamente a partir de los derechos hu-
manos; es en dichas implicaciones éticas en donde se afirma y se defiende, de ahí
que su daño, su perjuicio y su menoscabo.
El concepto de dignidad tiene un carácter multívoco, sin embargo, aun así,
podemos constreñirlo a tres derivas teóricas que pueden situarse en autores o co-
rrientes de pensamiento que han propuesto de alguna manera cada uno de esos
tres acercamientos.
La primera acepción que ha tenido la idea de dignidad da cuenta de una situa-
ción de estatus o condición natural-social de las personas en tanto un distintivo de
la posición en la sociedad y, en virtud de ella, ciertos individuos poseen más digni-
dad que otros. En este sentido, diríamos que es una consideración social. El segun-
do significado de la noción de dignidad alude a un valor inherente al ser humano,
del cual se deriva la construcción de los derechos que buscan respetar ese valor.
Podemos decir que ésta es una consideración ético-trascendental-legal del con-
cepto de dignidad en tanto apunta al valor que cualquier sujeto tiene y en el que se
adscribe un derecho legislado. Finalmente, como tercera vertiente a discurrir, en-
contramos la idea de dignidad estimada en un sentido ético-virtuoso, orientación
que completa el sentido anterior y se basa en aquella conducta, carácter o com-
portamiento que le da un plus y una excelencia a la mera dignidad tenida como
inherente. En ese sentido, los seres humanos se dignifican a partir de las acciones
realizadas, con una constancia de propósitos y con una plenificación en la virtud59.
El decurso del concepto de dignidad en los tres ramales señalados, hace que se
vayan superando –a modo de etapas– las significaciones previas, de modo que la
consideración de la dignidad como un miramiento debido para todos, supera crí-
ticamente aquélla que daba legitimidad a las jerarquías basadas en la estatificación
social. Tal titularidad ostentada por todos los seres humanos como algo propio se
realiza y completa fundamentalmente por quienes llevan a cabo acciones éticas-
virtuosas, dado que no todas las personas forjan y despliegan sus posibilidades de


59
En estas consideraciones sigo algunas ideas de Rosen (2012: 1-62).
166 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

actuar en los marcos de las éticas de plenitud o éticas virtuosas en las que se inclu-
ye a los demás.
A su vez, este tercer concepto podría pensarse articulado con el primero, su-
perándose ciertamente las falencias de un modelo de dignidades por estratos so-
ciales y asumiendo que la inclusión ha de ser basada tanto en el segundo concepto
de dignidad como en el último, y que implica la fundamental consideración de los
demás en las acciones éticas realizadas.
Desde aquí es posible proponer que este devenir de la idea de dignidad atien-
de, en cierta forma, al proceso histórico; si bien no de manera lineal –en donde
todo lo anterior se superara absolutamente– sí de manera espiral, ya que se puede
ver algún avance en la concepción de la dignidad, aunque siga acarreando resi-
duos de las etapas anteriores. De este modo, pensamos que la consideración de
la dignidad se ha ido expandiendo poco a poco, como puede deducirse desde los
tres sentidos recién aludidos. Tal expansión hace que su significado se haya ido
ampliando, al modo de la metáfora de Hierócles, es decir, en círculos concéntricos
que se van propagando y amplificando de menor a mayor ámbito humano, des-
de nosotros mismos hasta una sociedad humana más vasta, pasando respetuosa
y dignamente por quienes son cercanos, la gente del barrio, de nuestra ciudad, del
país y del mundo, mostrándose así que el reconocimiento de la dignidad se puede
amplificar en los espacios humanos60. Este acrecentamiento del sentido de digni-
dad de raigambre estoica aprecia a los seres humanos en un sentido mucho más
amplio en tanto “ciudadanos del mundo”. En este tenor se enmarca el tema de los
derechos de todos a un reconocimiento justo, que va más allá tanto de los sujetos
aislados como de las concepciones de la mera ciudadanía, como lo apuntaba Han-
nah Arendt cuando hablaba del “derecho a tener derechos” (cfr.: Arendt, 1987: t.2,
430). Si no se reconoce ese sustrato al que se adscribe tal derecho, no hay sobre qué
asignar dichos derechos. Por ello es que sostenemos que la ontología de la digni-
dad subyace a las tres vertientes señaladas y sustenta los sentidos de cada una de
ellas.

Primera vertiente: la dignidad como valor inherente por la condición


natural-social

La primera acepción da cuenta de un valor de las personas que radica en ser


un distintivo de la posición en la sociedad, y en virtud de él, ciertos individuos
poseen características que brindan dicha dignidad, a saber, la racionalidad y su
especificidad política. En estos valores encontramos la ontología de la que parten


60
Nussbaum (1999: 20) utiliza esta idea para defender su apuesta que acoge el cosmopolitismo.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 167

filósofos como Platón y Aristóteles, en la que se sustentan las excelencias de la ra-


cionalidad y su posibilidad específica de ser animales políticos y sociales.
Referirse a la dignidad humana en estos pensadores y fundamentarla a partir
del alma racional, da cuenta de que “según el punto de vista de Platón y, poste-
riormente, de su discípulo Aristóteles, el ser humano se eleva por encima de otras
entidades del mundo, por el hecho de tener alma racional” (Torralba, 2005: 61).
El principio vital del alma se comparte con otras entidades vivas del universo, sin
embargo, el alma racional tiene “un rasgo de excelencia que se sitúa en un plano
jerárquicamente superior respecto a los otros seres y le hace más digno de consi-
deración y respeto” (Torralba, 2005: 61). La racionalidad es una característica que
marca la excelencia de los seres que existen, y con ello se ubica al ser humano en
un rango privilegiado en relación con los demás entes de la naturaleza; esto lo hace
digno de respeto. Los niveles de excelencia ubicados en la racionalidad y en la poli-
ticidad son los que lo destacan de los demás.
La consideración de la racionalidad como elemento de dignificación ha sido
cuestionada, en tanto que se ha señalado que la diferencia entre los seres humanos
y los animales no se debe a que el pensar sea algo exclusivo de los seres humanos,
pues sí se da en algunos animales superiores (Singer, 1984), aunque de manera
diferente.
Aristóteles apoya esta dignidad en la característica de la politicidad, es decir,
en el hecho de que los seres humanos por ser políticos tienen una mayor jerarquía.
Así, “en la comprensión aristotélica del ser humano, el hombre es un animal capaz
de pensar, porque tiene alma racional, y capaz de vivir en la polis porque es, por
naturaleza, un ser social que se abre constitutivamente a los otros y crea comuni-
dades” (Torralba, 2005: 62).
El estatus se apuntala en la racionalidad y en el hecho de ser zoon politikon,
características brindadas en la comunidad que propician la posibilidad de conside-
rarnos dignos. En tal marco de la filosofía griega únicamente son dignos aquellos
que pueden participar de esa comunidad, es decir, no todos (se excluye a las muje-
res y a los esclavos, por ejemplo). Sin embargo, más adelante el concepto de digni-
dad se extiende con los estoicos, que defienden “que todo ser humano es un bien
cuyo valor no puede cifrarse porque no tiene precio. Este reconocimiento univer-
sal del valor de la dignidad de todo ser humano se manifiesta ética y políticamen-
te en la crítica que hacen los estoicos a cualquier forma de esclavitud” (Torralba,
2005: 63).
Entonces, en sus primeras expresiones y en el primer rumbo teórico que toma
la dignidad, ésta era parte únicamente del grupo social que conformaba una élite
que indicaba el estatus de un nivel social alto, en donde se exigía un tratamiento
168 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

respetuoso y con honores a cualquiera que ocupara esa posición. Así lo expresan
ciertos “términos que formulan concepciones similares en la mayoría de las len-
guas, incluyendo las antiguas” (cfr.: Rosen, 2012: 11), como lo es la empleada en
la biblia hebrea, que usa el sentido de elevación o majestuosidad y grandeza. La
idea de dignidad en Occidente fue más allá de adscribir a los individuos un estatus
elevado, como lo apunta Cicerón en Sobre los oficios. Ahí utiliza la palabra dignitas
como un término de estatus en una república bien ordenada en donde sería desea-
ble vivir. Esa dignidad significa algo cercano al honor que tenemos por ser huma-
nos y no animales (Cicerón, 2015), aproximándose con ello a la herencia estoica de
la que es continuación, y en donde podemos ver que la esclavitud se ubica como
violación a la dignidad humana.
Esta concepción expresa el lugar que ocupan los seres humanos en el orden
del universo. Los círculos concéntricos de la dignidad son ampliados al máximo
posible. En un primer momento entre los latinos era un tema relacionado con el
arte del lenguaje majestuoso que se relacionaba con quien lo profería. No fue sino
más adelante que se utilizó como un reconocimiento de carácter político.
Ese estatus de la dignidad expresado por el término iniciado por el estoicismo,
persiste en el cristianismo en donde la potestad del emperador –en cuanto a su
dignidad– es contrastada con la de la autoridad divina de la Iglesia. Y esta caracte-
rística se revierte a los humildes e imperfectos y con ello se les “otorga o concede”
esa dignidad; así sucede cuando el centurión le dice a Jesús “señor, yo no soy digno
de que vengas a mi casa”, frase que se repite en el ritual de la misa. Ahí aparecen las
bienaventuranzas en el Sermón de la Montaña, que apuntan hacia todos aquellos
a quienes no se les reconocía estatus alguno y que ahora, por ser miembros de la
humanidad, adquieren esa cualidad.
El ensanchamiento del ámbito de presencia de la dignidad desde una posición
individual pasa a esferas más amplias en donde esta posición es reforzada con la
construcción del corpus filosófico que da impulso al concepto de dignidad y que
fue construido por Tomás de Aquino. Éste parte desde la concepción boeciana de
la persona pensándola como el centro de los valores morales y deudora de la visión
bíblica y teológica que robustece de manera importante la racionalidad del ser hu-
mano y la presencia de las demás criaturas. Esas naturalezas intelectuales son más
afines con el todo que con las partes y Santo Tomás las piensa como elementos de
la persona en tanto ésta es considerada como el centro del universo y como lugar
de los valores morales. Es ahí en donde se asume la dimensión ética de la persona.
Las pretensiones de articular el pensamiento aristotélico y la antropología bíbli-
ca dan como resultado una filosofía nueva que trasciende los marcos meramente
griegos. De este modo la persona es lo más perfecto que permanece en la creación,
cuestión basada en razones filosóficas en torno a la naturaleza humana, pero que
se apoya en supuestos teológicos.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 169

La ampliación del concepto de dignidad continúa en pensadores del Rena-


cimiento, como Pico della Mirandola en su famosa Sobre la dignidad humana y,
otros pensadores más, como Juan Luis Vives, Nicolás de Cusa, Marsilio Ficino y
Erasmo de Rotterdam. En la obra de Pico della Mirandola se pasa de la conside-
ración de una posición superior de unas cuantas personas a una característica de
los seres humanos en general. La construcción de esa dignidad de los superiores
da cuenta de una lógica de dominio para obligar al respeto de los inferiores. La
concesión de dignidad a los órdenes inferiores, se extiende a todos y se sitúa así,
como una característica de los seres humanos en general, dada la posibilidad de la
voluntad como autodeterminación que da cuenta de la libertad.
El optimismo de Pico della Mirandola radica en que el ser humano es un ani-
mal no fijado o predeterminado, sino que puede llegar a ser lo que se proponga,
porque no hay límites en tanto no hay leyes prescritas, como sucede en los ani-
males. En su filosofía se acrisolan varias tradiciones del pensamiento, como la
judeocristiana, la griega y la romana, todas ellas enmarcadas en un contexto pre-
dominantemente cristiano. El carácter optimista, y casi omnipotente del ser huma-
no, en tanto rasgo atribuido históricamente a Dios, ha sido puesto en duda por las
filosofías de la finitud que parten de la consideración de la indigencia y vulnerabi-
lidad del ser humano (Torralba, 2005: 68). Joan-Carles Mèlich (2012) ha sostenido
que la finitud representa la fragilidad y vulnerabilidad de la contingencia humana;
significa un estar expuesto al acecho de lo humano, pero también de lo inhumano.
De ese modo, descubrirse como finito, es aceptar la vida en un encuadre de tiempo
y espacio al cual hemos llegado en condiciones de alteridad. “El ser humano es
finito, frágil y vulnerable y vive a merced del cambio y de la transformación, de la
caducidad y de la muerte […] La experiencia es una experiencia de la contingencia
en la cual, no hay nada firme y absoluto que nos sostenga” (Mèlich, 2012: 137 y 57).
De este modo, la significación del concepto de dignidad se amplía y va más
allá de la mera racionalidad cuando involucra –en su ámbito de sentido– a la mo-
ralidad. Éste es un legado que tiene sus orígenes en el pensamiento católico de San-
to Tomás de Aquino, quien nos da una definición de la dignidad como algo cuya
bondad es considerada en sí misma como un valor intrínseco (Santo Tomás, cfr.:
Rosen, 2012: 16 y 17) y que ocupa su lugar en la creación divina. Desde ahí, todo
lo creado tiene dignidad; la cuestión ahora tiene que ver con qué tipo de dignidad
poseen las cosas y en virtud de qué tienen esa dignidad, qué forma tiene y por qué
razones. Éstas razones son formuladas por autores como Pascal en sus Pensées,
quien adhiere al pensar, tal dignidad humana, es decir, la caracterización de la dig-
nidad como dependiente del pensamiento.
Es posible defender la existencia de dignidades diversas y, “si tomamos la tra-
dición católica seriamente, no toda dignidad es dignidad humana. La dignidad
170 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

humana es sólo una (muy importante) forma de dignidad” (Rosen, 2012: 18 y 19,
las cursivas son del autor). En este sentido, la dignidad de las plantas, por ejemplo,
–y siguiendo el ejemplo pascaliano, de la brizna de hierba–, es diversa a la huma-
na y jerárquicamente inferior. Evidentemente, esta posición muestra un antropo-
centrismo criticado por quienes, en temas de sostenibilidad y ecología adhieren
dignidad a la naturaleza en general. La pregunta pascaliana en torno a la dignidad
humana, así como la de Pico della Mirandola y Bacon, radica en el tipo de digni-
dad que tienen los seres humanos en cuanto a su racionalidad. Pascal (Torralba,
2005: 87) ha fundamentado esta dignidad ontológica en la capacidad de pensar
propia del ser humano. También podría apelarse una ética de la memoria para fun-
damentar la dignidad inherente a toda persona (Verspieren, 2005: 87), en tanto es
en el recuerdo de los momentos problemáticos en los que dicha dignidad ha sido
puesta en tela de juicio o negada debido a la sinrazón, a la barbarie o al mal radical.
Si bien este primer rumbo parece completarse con un reconocimiento más amplio
que se dirige hacia toda la humanidad, involucrando la moralidad, la dignidad on-
tológica permanece a lo largo del tiempo.

Segunda vertiente: la dignidad como valor inherente por el vínculo


ético-trascendental-legal

Entendemos que los sentidos en los que se utiliza el reconocimiento de esta


cualidad de la dignidad se extendieron desde el siglo XVII. Apoyándose en las he-
rencias kantianas se apuntala asimismo la teoría de los derechos humanos, en don-
de las leyes incluyen –en sus consideraciones sobre la dignidad– a todos los seres
humanos, considerados como fines en sí mismos. La filosofía moral de Kant es un
hito en la reflexión ética sobre la dignidad en tanto “la dignidad es un estatus ho-
norable que otro debe reconocer” (Torralba Roselló, 2005: 69) y a pesar de lo que
pueda suceder en los factores externos, el ser humano debe llevar una vida digna y
de dominio de sí mismo en un universo natural.
La propuesta kantiana intenta fundamentar la dignidad fuera de presupuestos
teológicos, defendiendo el valor primordial de los seres humanos e independiente-
mente de los méritos individuales y de su posición social. Kant vincula la cuestión de
la dignidad con la idea de que todos los seres humanos tienen un valor intrínseco in-
condicional que se manifiesta en el imperativo categórico. En su formulación, todos
los seres humanos han de ser tratados como fines y nunca sólo como medios, de ahí
se extiende el respeto por la dignidad en decisiones de ética práctica y disposiciones
legales. Ser tratado de manera digna expresa el respeto por esa humanidad.
Las reflexiones kantianas han inspirado gran parte de lo que después ha apa-
recido en el tema que nos ocupa. Kant utiliza de manera significativa la palabra
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 171

alemana Würde como algo valioso o merecido en su libro Fundamentación de la


Metafísica de las Costumbres. Cada ser humano está dotado de dignidad en virtud
de su naturaleza racional. En uno de sus pasajes se señala que en el reino de los
fines todo tiene o un precio o una dignidad. Lo que tiene un precio puede ser re-
emplazado por algo más como su equivalente, lo que por otra parte es considerado
sobre todo precio y no admite equivalente, eso tiene dignidad. […] Aquello que
constituye la condición bajo la cual algo puede ser un fin en sí mismo, no tiene
meramente un valor relativo, esto es, un precio, sino un valor intrínseco, eso es,
dignidad (Kant, 1999a: 200-201).
Si, siguiendo a Kant, la humanidad –por ser capaz de moralidad tiene dig-
nidad– da un paso más allá de la postura de Pascal, en este último, la dignidad
procedía de la racionalidad, mientras que en el primero procede de la racionalidad
y la moralidad. Esa dignidad que va más allá del precio y que tiene un valor in-
condicional e incomparable, es decir, la persona, es un fin en sí. Kant sostiene que
suponemos que hay algo cuya existencia en sí misma posee un valor absoluto, algo
que como fin en sí mismo puede ser fundamento de determinadas leyes, entonces
en ello –y sólo en ello– estaría el fundamento de un posible imperativo categó-
rico. Todo ser racional existe como un fin en sí mismo, y no sólo como medio
para cualquier uso de alguna voluntad. Y añade: los seres racionales se llaman per-
sonas, porque su naturaleza los distingue como fines en sí mismos (Kant, 1999a:
200-201).
Para Kant hablar de dignidad se restringe a la humana debido a la racio-
nalidad y a la moralidad, a diferencia de algunas de las concepciones que am-
plían este concepto más allá del ámbito humano. Ella se conforma como el punto
común entre todos los seres humanos. Tenemos dignidad por ser, es un valor
incondicional e incomparable, porque todos los seres humanos en igualdad
contenemos la ley moral a la que estamos sujetos. Y de ahí –desde la perspecti-
va kantiana– se deriva nuestra posesión de derechos. Éstos son centrales en su
noción de la moralidad. Para Kant, la humanidad en sí misma es dignidad, de
tal manera que un ser humano no puede ser usado meramente como un medio
(Kant, 1999a), por esta razón es intocable, así “la ley moral es santa (inviolable),
[…] la humanidad, en su persona debe ser santa para él” (Kant, 2001: 84). Así,
todo lo que quiera y tenga poder sobre él “puede ser empleado únicamente como
medio; sólo el hombre, y con él toda criatura racional es fin en sí mismo” (84). De
ahí se deriva el respeto, que es –en este marco– una observancia. La dignidad se
enlaza con el respeto y, a la vez, con los derechos que lo garantizan y por ello han
de presentarse de manera conjunta.
Lo que se llama dignidad humana puede ser simplemente el reconocimiento
de la capacidad de afirmar lo que las personas somos y lo que nuestros derechos
172 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

nos protegen. En ese sentido, respetar la dignidad de una persona es sencilla-


mente respetarla y, si esto se da, por ende, se respetan sus derechos y se reconoce
la capacidad de reivindicar sus pretensiones; ese respeto tiene que ver con el re-
conocimiento de que una persona es un potencial actor de esas pretensiones. No
respetar la dignidad de alguien significa entre otras cosas violentarla mediante
diferentes acciones no sólo se restringen a acciones como son el asesinato, el
tratamiento cruel y la tortura. El respeto a esa ley moral significa el respeto a la
dignidad.
El papel de la dignidad es entendido –como ya dijimos– como fin en sí, y aun-
que una persona puede perder su estatuto de ciudadano cometiendo delitos gra-
ves, sin embargo, la dignidad no puede privarse a ningún ser humano. Respetar a
los individuos es una forma de respeto a la ley moral y esto sucede cuando reco-
nocemos adecuadamente sus derechos y responsabilidades como agentes morales
dotados de dignidad. La dignidad es el criterio de todas las valoraciones, por ello
se entiende de manera trascendental: es un atributo aplicable a los miembros del
género humano independientemente de las condiciones empíricas. No puede exis-
tir, por tanto, ningún ser humano sin dignidad.
De este modo, esta segunda idea de dignidad –como valor intrínseco de las
personas– ha jugado un papel muy importante en los presupuestos morales en los
que se apoya el discurso de los derechos humanos.

Tercera vertiente: la dignidad como virtud por la acción con los otros

El tercer cauce de significación de la dignidad tiene que ver con el comporta-


miento que dignifica tanto al agente que realiza las acciones como en quien recaen
dichos actos. De ahí se deriva el hecho de tratar a cualquier persona con dignidad
y con respeto porque eso dignifica a los otros tanto como a nosotros. Este sentido
matiza el que seamos virtuosos en las acciones que realizamos.
Pero, como decíamos antes, el proceso sigue su cauce, yendo más allá de lo
digno como meramente inherente. Por ello, recapitulando, es importante insistir,
para avanzar “en vez de respetar la dignidad al respetar un conjunto de derechos
fundamentales, la dignidad requiere respetuosidad” (Rosen, 2012: 60), y ésta es
precisamente la dignidad con un carácter ético, en donde que se apoya la cuestión
de los derechos. De ahí se abreva el sentido en el que las acciones virtuosas respe-
tan la dignidad de las personas per se porque la cualidad de lo que es la dignidad es
inseparable de lo que las personas somos. Esta dignidad se convierte en la misma
para todos y tiene que ver con el simple hecho de ser personas. “En este sentido,
todos los seres humanos aun el peor de los criminales es un ‘ser digno’ y, por lo
tanto, no puede ser sometido a tratamientos degradantes, como la tortura u otros”
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 173

(Adorno, 1998: 57, en Torralba Roselló, 2005: 85). El valor y la excelencia de las
personas se ubica en esa característica, y el respeto emana asimismo de ahí. La
dignidad ontológica es coextensiva a la naturaleza espiritual de las personas, y es
universal porque vale para todas las personas, distinguiéndose de las demás criatu-
ras (Deschamps, 1998, vocablo Dignité, cfr.: Torralba, 2005: 87).
Ya decíamos antes que, en general, en el Renacimiento –y en particular en
algunos pensadores como Pascal, Pico della Mirándola y Kant– se centra la aten-
ción en la individualidad del ser humano y se hace descansar la dignidad sobre la
libertad de las personas. Esta etapa se sortea para pasar a una fase más comunitaria
que ha de dar cuenta de la dignidad, en el ámbito de la ética de la virtud. De esta
manera, la ampliación de los círculos concéntricos a la que antes aludíamos y ma-
nifestada por Hierocles, puede concebirse como parte del proceso que pasa de la
igualdad de todos los seres humanos a un marco que involucra a los demás y, que
da pie para iniciar consideraciones en torno a lo comunitario, al reconocimiento
y a la compasión. Pero, a la vez, estas derivas son la raíz de muchos desacuerdos
como la historia ha mostrado. Estas líneas se juntan y se separan en diversos mo-
mentos del acontecer humano (cfr.: Rosen, 2012: 8).
La dignidad ética se cifra en las acciones que se realizan, de ahí que esta dig-
nidad se refiera al obrar de las personas. De ese modo, las personas se dignifican
más cuando nuestras acciones están de acuerdo con lo que debemos ser. “Sé lo que
debes ser” como dice el adagio proteico, obrando conforme al bien y a la virtud a
través del ejercicio de la libertad. Es una disposición práctica, acompañada de la
razón veraz respecto de lo que es bueno o malo realizar como ser humano, por ello
también se le ha llamado sabiduría práctica (cfr.: Barnes, 1995: 207). Por ello, es en
esa racionalidad práctica o phrónesis en donde ciframos nuestra acción virtuosa
con los otros, mediante la cual nos hacemos haciendo a los demás. Nuestras accio-
nes impactan en ellos y a la par nos construyen o nos desfiguran. La phrónesis en
su raigambre aristotélica que es la más poderosa de entre las herencias filosóficas
en esta cuestión, es una virtud ética porque involucra el actuar y la conducta y,
por consiguiente, involucra un juicio práctico del agere61. La racionalidad práctica
determina concretamente la conducta moral, considerando las circunstancias par-
ticulares y las lecciones de la experiencia moral. Ella es conocimiento práctico y re-
lativo a las acciones, a la conducta que toma en consideración a las circunstancias.
La phrónesis está en medio de las virtudes dianoéticas y las éticas, es una virtud

61
La phrónesis es una virtud intermedia o mediadora que conjuga las virtudes dianoéticas
con las éticas. Las virtudes dianoéticas se encuentran por encima de las virtudes éticas, que son ca-
racterísticas de la parte más elevada del alma, es decir, del alma racional; de ahí que sean dianoéticas,
virtudes de la razón. Estas virtudes, como partes del alma racional, se dividen en dos: una que conoce
las cosas variables y contingentes (razón práctica), y la otra conoce las cosas necesarias e inmutables
(razón teorética). Para cada una de ellas hay una virtud, y la phrónesis es la virtud de la razón práctica.
174 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

“puente”, porque además de ser una virtud intelectual, asimismo involucra una di-
mensión volitiva, implicando un cierto grado de “compromiso”, una consideración
vivencial y subjetiva (cfr.: Zagal y Aguilar, 1996: 112-113) en un momento espe-
cífico y con una circunstancia singular. La phrónesis incluye la deliberación que,
en tanto pensamiento práctico, puede alcanzar las conclusiones correctas desde
premisas correctas por medio de inferencias correctas. Se trata de una delibera-
ción acerca de los fines del hombre, en el sentido que señala los medios idóneos
para alcanzar esos fines. Así, si la phrónesis aristotélica es también una disposición
acompañada de razón justa dirigida a la acción (Aristóteles, 1973: §1242ss), es una
virtud puesta en práctica por el sujeto deliberante y es mediante esta acción en que
nos vamos dignificando con los demás, a la par que los dignificamos a ellos.
Y como ya apuntábamos antes, la dignidad ontológica es la condición de po-
sibilidad de la dignidad ética y ésta necesita, además, un proceso de acción y de
obrar bien. La dignidad ética es dinámica, puede cambiar según las acciones que
realicemos; pueden ser acciones dignificantes, pero también pueden ser acciones
indignas. Esto dependerá de las acciones en todos sus elementos morales y en don-
de tiene cabida la acción phronética.
El concepto de dignidad designa el grado o calidad que constituye lo digno
permitiendo ver que es la capacidad de afirmarnos como seres valiosos. Ese valor
debe ser protegido, sin mérito alguno, sino sólo por ser personas (Marina y De la
Válgoma, 2000: 264). Ha de resguardarse del dolor, del miedo, de la esclavitud, de
la ignorancia, de la discriminación y de la exclusión entre otros males, definiendo
y defendiendo la dignidad. Así lo respaldaba Séneca cuando sostenía “Homo res
sacra homini” [“el hombre es una cosa sagrada para el hombre”], en donde se invo-
lucra la cuestión relacional humana. Ese carácter sagrado emerge y se consolida en
la interacción humana.
La relevancia que tiene la dignidad para fundar la paz es central, no sólo en
un marco normativo que implique obligaciones, sino como un axioma básico que
se posiciona como base que sustenta todo el entramado humano. Esta expresión,
así como la pronunciada por Kant, considerada posteriormente, ha sido utilizada
como un punto de partida pero que al replicarla sin bases teóricas suficientes –en
muchas ocasiones– ha acabado por ir perdiendo sentido, aun cuando parece que
su uso salda argumentaciones necesarias al investir a las personas con un halo de
protección.
Si bien es posible cuestionar y poner bajo una reflexión crítica a la dignidad,
sin embargo, no podemos hacer caso omiso de su relevancia para poder apuntalar
la realización de la paz. Únicamente trascendiendo la violencia y defendiendo del
daño a la dignidad, es como se puede gestar la paz.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 175

Así, en el marco de las derivas del concepto de dignidad encontramos que la


tercera acepción supera los males de un modelo de dignidades por estratos socia-
les y asume que la inclusión ha de ser basada tanto en el segundo concepto de dig-
nidad –como una entidad ínsita de las personas–, como con el último que implica
la consideración de los demás en las acciones éticas realizadas. Desde aquí pode-
mos pensar que dicha expansión de la expresión de lo que es la dignidad puede
superar la violencia mediante acciones virtuosas, como las realizadas a través de la
phrónesis.
Cuando pensamos en las atrocidades que ha vivido la humanidad se evidencia
lo poco que hemos aprendido y que hemos avanzado sobre la práctica de la virtud
en la gama de la dignidad y en lo que específicamente respecta a las acciones sobre
la consideración de los otros, su reconocimiento y respeto; esto que en concreto
da cuenta y atención a su dignidad. Y si bien las cosas humanas no han cambiado
en el seno de las sociedades contemporáneas, la presencia de la violencia se ha
sofisticado; ha generado cauces insospechados por la novedad de los medios y mo-
dalidades en los que hace presencia. Pero el perjuicio es básicamente el mismo, se
atenta en contra de la dignidad en todos esos casos de violencia; por ello, apreciar
y mantener el concepto de dignidad como un concepto apegado al de paz resulta
fundamental. Defender dicha dignidad protege de sufrir la violencia en todas sus
formas para desde ahí posibilitar –en la defensa siempre de lo humano en toda su
extensión y desde las perspectivas éticas–, la edificación bien asentada de la paz.
Y si bien la paz necesita de la consideración de la dignidad desde una perspectiva
ética, requiere también de su apreciación en tanto derecho porque se ostenta como
condición de posibilidad de la tutela de los derechos (Di Santo, 2009: 234). Así
entonces, la paz es un derecho humano que nace de manera similar a los demás
derechos en defensa y para la afirmación de la dignidad humana.

2.4 Los derechos: espacio político para una arquitectura de la paz

“Si alguien me preguntara cuales son, a mi parecer, los problemas


fundamentales de nuestra época, no dudaría en responder: los dere-
chos humanos y el derecho a la paz”.
Norberto Bobbio (1997a: 127)

“Desarmados de todo el mundo. ¡Unámonos!”.


Norberto Bobbio (1997a: 13)

El derecho a la paz ha de configurarse como un derecho humano, de modo


que la defensa hecha por la sociedad civil ha entendido que ese derecho se traslada
a categorías jurídicas cuando se le ha comprendido como un derecho humano de
176 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

solidaridad y que sintetiza otros derechos. La paz es una premisa para el ejercicio
de los derechos y deberes humanos, como lo ha señalado Mayor Zaragoza (2013:
17-20), y quien sostiene que “La paz del silencio […], la paz de la libertad […] de
la alegría, de la igualdad, de la solidaridad, donde todos los ciudadanos cuentan,
convive, comparten” (Mayor, 2013: 17).
Los derechos han de ser vistos como puntales en los que se ancla el recono-
cimiento y la realización de la paz. Por ello es que este espacio lo dedicamos a
reflexionar sobre los derechos humanos y derivamos desde ahí el obligado derecho
a la paz que subyace indefectiblemente a los demás derechos. Para ello nos apoya-
mos en las reflexiones realizadas por Norberto Bobbio, un filósofo político que de-
dicó a estos temas muchas líneas y sesudas reflexiones en las que vinculaba el tema
de lo jurídico con el tema de lo político. Y a sabiendas que el tema de la paz atravie-
sa ambos campos, lo introdujo como elemento necesario para pensar los derechos.
Cuando Bobbio (1991: 53-62, 63-84) señalaba que la cuestión fundamental
de los derechos humanos no proponía su justificación –que él mismo consideraba
ya aceptada, trabajada y supuesta– sino que sus pretensiones iban en busca de la
protección fáctica de tales derechos, apuntaba al carácter político de esta cuestión.
En este espacio se expone la relación de los derechos humanos con la paz, los
cuales se derivan desde la cuestión de la dignidad, recién abordada en el inciso
anterior. Las reflexiones aquí vertidas parten del pensamiento de Bobbio –quien
trabajó ambas nociones de derechos humanos y paz–, y nos brinda una ruta y un
análisis lúcido sobre la cardinal relación entre ambos conceptos.
Bobbio muestra recurrentemente en sus obras que sin derechos humanos reco-
nocidos y protegidos no hay democracia; sin democracia no existen las condiciones
mínimas para la solución de los conflictos de manera pacífica y no puede construirse
una cultura de paz. Para esto último se requiere involucrar necesariamente los dere-
chos que fungen como garantes de la dignidad en el espacio público y como avales de
lo político y, bajo ellos subyace una apuesta teórica en torno a la justicia que busca la
paz. Su punto de partida son los derechos humanos y la justicia.
El reconocimiento y la protección de los derechos es lo único que garantiza
la paz y ésta a su vez –de manera dialéctica– supone a los primeros, que permiten
una protección efectiva mediante un gobierno democrático que los defiende y los
garantiza. Esta tríada –derechos-democracia-paz– da cuenta de lo que el proceso
histórico exige: no habrá democracia si no hay derechos humanos reconocidos y
protegidos, y sin tal democracia no se generan las condiciones necesarias para que
haya paz, dado que es gracias a ella, en todo caso, que se resuelven los conflictos.
La importancia de la democracia para la paz es fundamental porque es el
pueblo quien tiene el control ex parte populi de las acciones de los gobernantes,
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 177

obligando a la transparencia del poder, tal como Kant lo sugería. Además, con el
reconocimiento de los derechos los súbditos se convierten en ciudadanos, y desde
ahí procede una situación de paz estable en la que la guerra no constituye una al-
ternativa. La ciudadanía defendida es una ciudadanía del mundo que surge a partir
de las indagaciones en torno a la guerra62 que ponen en riesgo a toda la especie
humana. Las apuestas que plantea la tríada se amalgaman con una vocación es-
peranzadora de una humanidad con características paradójicas y siempre con un
ánimo de búsqueda de soluciones, dado que si no hay paz y prevalece la guerra
difícilmente se transigen posibilidades para la democracia.
Ciertamente, el ideal cosmopolita heredado del filósofo de Königsberg funge
como puntal para las reflexiones posteriores en lo que respecta a pensar la paz des-
de los derechos. Si no se resuelve el problema de la guerra, difícilmente se podrá
alcanzar la paz. Por ello, si optamos por la paz es preciso superar la violencia. Si
bien podemos pensar un cosmopolitismo irenista en el ámbito de la aplicación, no
es sencillo su alcance si no hay fuerzas vinculantes. Si bien podemos estar alegres
de las posibilidades de existencia de un irenismo, sin embargo, tenemos que ser
realistas sobre las dificultades que esto entraña. Es cierto, no estamos en un lugar
sin salida y sin opciones, sin embargo, se nos exige tener presente las posibilidades
para alcanzar ideales morales que son los que llevan a las transformaciones que
dan pie al logro de la paz. Y esta cuestión no es imposible.
Ante el conflicto, defender la posibilidad del tercero incluido tiene que po-
der permitir el alcance de la paz por medio de la ética del diálogo que exige com-
prensión. El conflicto no resuelto (o mal resuelto) da lugar a la violencia, como ya
hemos insistido antes, de ahí que la necesidad del diálogo y de la defensa de ese
tercero incluido sea tan notable.
La temática sobre los derechos constituye una parte central, o el punto de
fuga, en el pensamiento político y jurídico de autores como Bobbio. Algunos es-
tudiosos de su pensamiento (cfr.: Córdoba, 2005: 63) han señalado que, de alguna
manera, constituye el puente temático desarrollado a finales de los años sesenta
que conecta la filosofía del derecho con la filosofía política. Esta última hace de

62
Según Danilo Zolo (2005), Bobbio afrontó por primera vez el problema de la guerra en
un curso de filosofía del derecho que dictó en la Universidad de Turín, en los años 1964 y 1965; re-
flexiones que en su manuscrito llevaban el nombre de El problema de la guerra y la vía de la paz. Estas
reflexiones se plasman más adelante, en 1976 en Diritto e guerra, L’idea della pace e il pacifismo y La
noviolencia è una alternativa? En las décadas de los ochenta y noventa sus reflexiones continúan en
este tenor, a excepción del tema de la guerra justa. Los textos en torno a la guerra fueron recopilados
y organizados por Bobbio en textos mayores tales como El tercero ausente, ¿Una guerra justa? y Sobre
el conflicto del Golfo. Esta última es una recopilación de ensayos sobre la guerra del Golfo Pérsico y las
polémicas que surgieron a partir de la toma de posición de Bobbio a favor de la intervención militar
de las potencias en contra de Iraq y Sadam Hussein.
178 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

esos derechos una impronta de carácter liberal que defiende a las personas de los
abusos del poder, además de ser lo que posibilita un sistema democrático.
Resulta primordial proteger los derechos; así este tema se ubica en un marco
ético que se lleva a la praxis en el espacio político. Pues, no se trata tanto de saber
cuáles y cuántos son estos derechos, cuál es su naturaleza y su fundamento, si son
derechos naturales o históricos, absolutos o relativos, sino cuál es el modo más
seguro para garantizarlos, para impedir que, a pesar de las declaraciones solemnes,
sean continuamente violados (Bobbio, 1991: 64).
Tal respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales supone
que esos derechos ya están fundados. La complicación emerge desde las garantías
y las posibilidades para que los derechos se lleven a cabo, lo cual significa que la
cuestión del fundamento está básicamente resuelta desde la Declaración de los De-
rechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 10
de diciembre de 1948.
La justificación y aceptación de tal Declaración mediante el consenso se debe
a la base amplia en la que se apoya, ya que fue aceptada por gran cantidad de Esta-
dos, de un modo histórico que dio cuenta de su posibilidad fáctica. Aquél consen-
sus ómnium gentium sobre un sistema de valores se probó de manera patente en
la historia, en la que, aunque difícil de comprobar –como lo intentó Giambattista
Vico–, hoy se constituye por tal Declaración de los Derechos.
Esta Declaración ha fungido como inspiración en los procesos de la comuni-
dad internacional para fortalecerse como tal y en tanto comunidad de Estados y de
individuos libres e iguales. Es una propuesta de un sistema universal de valores de
hecho que ha implicado a la mayoría de la humanidad, de modo tal que constituye
un “universalismo [que] ha sido una lenta conquista” (Bobbio, 1991: 66). Ese uni-
versalismo se ha entendido de modo tal que los seres humanos tenemos por natu-
raleza ciertos derechos que nadie nos debería arrebatar, universalismo entendido
como que parte de lo fáctico y particular en busca de su universalizabilidad.
La Declaración de los Derechos Humanos acrisola la apuesta heredada del jus-
naturalismo moderno de filósofos como Locke y Rousseau; “mantiene un eco de
ella porque los hombres de hecho no nacen ni libres ni iguales” (Bobbio, 1991: 67),
sino que la libertad y la igualdad constituyen ideales; no son datos de hecho, sino
que son valores y deberes. Libertad e igualdad no son la expresión de una noble
exigencia, sino el punto de partida para que se instaure un sistema de derechos que
los considere como efectivos y positivos. En este sentido, la propuesta bobbiana
muestra su concordancia con los contractualismos de la modernidad y con una
propuesta teórica más contemporánea de ese contractualismo presentada en Teo-
ría de la justicia (1979), de John Rawls.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 179

En principio, con la Declaración del 48 la afirmación de los derechos no se


restringiría únicamente a los Estados, sin embargo, todavía hoy día podemos ver
que esta situación está lejos de las propuestas de teóricos como Bobbio. En la letra
tales derechos están protegidos incluso contra el propio Estado cuando los viola.
Sin embargo, falta todavía mucho por hacer al respecto. Por ello, no podemos dejar
de reconocer –como lo hizo el filósofo turinés– que la Declaración Universal es el
punto de partida de un proceso largo y que todavía no vislumbramos con claridad.
“La declaración es algo más que un sistema doctrinal, pero algo menos que un sis-
tema de normas jurídicas” (Bobbio, 1991: 69). Desde tal posición, podemos decir
que la Declaración es la indicación del camino, aunque no del recorrido, el cual
deberemos realizar hasta la meta (Bobbio, 1991: 69).
El análisis de los recorridos de los derechos humanos en el devenir histórico
evidencia su paulatina ampliación a partir de que se reclama su existencia desde
Locke y Hobbes. Es en aquel momento en que se podían vislumbrar de manera
muy acotada los derechos, tal como hoy día en principio gozamos. Por ello, la De-
claración representa “la conciencia histórica que la humanidad tiene de sus pro-
pios valores fundamentales en la segunda mitad del Siglo XX. […] Es una síntesis
del pasado y una inspiración para el porvenir” (Bobbio, 1991: 72).
Bobbio –en tanto defensor de los derechos– coincide con otros grandes fi-
lósofos, como Rawls y Habermas, en lo que respecta a los planteamientos reivin-
dicativos de una democracia más igualitarista y que se han preocupado por las
condiciones sociales que permiten esa igualdad. La definición de la igualdad le
interesa al filósofo italiano como igualdad práctica. Por ello pregunta, ¿igualdad
de qué e igualdad entre quienes? Cada uno de los enfoques interpreta lo que es
para sí la igualdad como categoría fundamental para el logro de la justicia social.
Cuando se hace prevalecer la igualdad en ciertos aspectos se niega al mismo tiem-
po en otros, ya que las solicitudes de igualdad en los diversos campos se oponen en
ocasiones entre ellas y a veces son incompatibles por aceptar algunas desigualda-
des. De ese modo, las pretensiones de una igualdad completa en todos los diversos
aspectos son insostenibles. La igualdad es, como sabemos, un concepto contro-
vertido –como afirmaría Dworkin (1974)–, por lo que ubicar a esa igualdad en un
único sentido, sería empobrecerla. La historia del pensamiento político nos mues-
tra la variada gama de propuestas igualitarias que evidencian un término compli-
cado. En este sentido, Dworkin, Sen y Cohen son defensores de diversas teorías
igualitaristas, pero difieren entre sí también según su respuesta a la pregunta an-
tes hecha. Desde ahí es que podemos encontrar diversas propuestas, como la del
igualitarismo de bienestar, o bienestarismo; la propuesta rawlsiana, que plantea la
igualdad de bienes sociales; la de Dworkin, que defiende la igualdad de los recur-
sos; la de Sen, que propone la igualdad de las capacidades básicas; la de igualdad
de oportunidades para el bienestar, de R. Arneson y la de G. Cohen, que sugiere la
180 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

igualdad de acceso a las ventajas. En este mismo corte igualitarista encontramos


a Norberto Bobbio, quien entiende libertad e igualdad como valores de carácter
jurídico y político.
Entonces, la igualdad es una relación de carácter formal que se completa o
se sacia con diversos contenidos, por ello es igualdad en algo. De este modo, la
igualdad es propia del ser humano y se plenifica según los elementos con los que la
constituimos. Pero, al fin y al cabo, tal igualdad queda como la base de lo humano
y desde ahí es que podemos considerarla como lo radical. La reflexión obligada
sería aquello que en igualdad debemos poseer los seres humanos: la libertad. Para
Bobbio la libertad es una cualidad, mientras que la igualdad es una relación que se
considera como justa. Esto significa que hay una relación que precisa ser institui-
da y que busca un orden en armonía. Por ello, la relevancia de las leyes da pie a la
igualdad y encontramos que, hay una hermosa frase de Aristóteles que cito a pro-
pósito de la superioridad del gobierno de la ley sobre el gobierno de los hombres,
que dice: “la ley no tiene pasión”. No tiene pasión en el sentido de que no favorece
ni a uno ni a otro, y establece la igualdad para todos, tratándolos del mismo modo
(Bobbio, 2002: 32).
La igualdad tiene que ver con la justicia, dado que es un orden social por ex-
celencia, y su búsqueda tiene un carácter tanto normativo como moral, como lo es
la justicia. La igualdad entonces tiene que serlo de algo y se convierte en condición
necesaria para el alcance de dicha justicia. Ahora bien, es primordial defender que
no basta con proteger los derechos, fundamentarlos y realizarlos fácticamente y
para ello necesitamos los recursos institucionales de carácter político que permi-
tan situaciones de paz.
El problema de los derechos humanos no puede abstraerse de dos grandes
problemas que aquejan al mundo: la guerra y la miseria; ambas, el exceso de poten-
cia generadora de guerras de exterminio y el exceso de impotencia que condenan
a enormes masas humanas al hambre (cfr.: Bobbio, 1991: 82). Pero la importancia
dada en los debates internacionales entre los hombres de cultura y los políticos, en
los seminarios de estudio y en las conferencias gubernamentales sobre el problema
del reconocimiento de los derechos (Bobbio, 1991: 97) permite su defensa y su rea-
lización; ésta debe hacerse en los Estados.
Aunque sabemos que la guerra ha fungido como detonador y prueba de fue-
go para la construcción de los Estados (García-González, 2010a), la paz ha sido
el proyecto de las ciudadanías que buscan situaciones de noviolencia y tranquili-
dad. La posibilidad de construir Estados con ciudadanos que logren organizarse
sin violencia es viable si vislumbramos un proyecto de paz, desde el cual se cree un
orden jurídico que establezca un derecho universal de ciudadanía.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 181

La influencia kantiana en cualquier filosofía que defienda la paz y cuestione la


guerra no puede dejarse de lado, como hemos señalado ya en varios espacios de este
libro. Kant es paradigmático como filósofo de la paz y, por ello, desde la publicación
Sobre la paz perpetua (2005b) el tema de la paz se ha pensado y estudiado tanto. Ahí
se contiene el proyecto para una paz perpetua en la forma de principios que con-
forman gran parte del derecho de gentes que se completa con La metafísica de las
costumbres. Las reflexiones kantianas nos permiten ver dos vertientes que parecerían
opuestas: por un lado, la concepción de la guerra como mecanismo que está dotado
por la naturaleza para forzar el desarrollo y el progreso moral y político de los seres
humanos y, por otro, tenemos el proyecto de paz y el mandato de la razón práctica
que prohíbe la guerra, cuando señala que “la razón práctico-moral expresa en noso-
tros su veto irrevocable: no debe haber guerra; ni guerra entre tú y yo en el estado de
naturaleza, ni guerra entre nosotros como Estados” (Kant, 1999: 195). La pretensión
de concertar naturaleza y libertad evidencia el planteamiento sobre el conflicto y la
guerra como algo natural, sin embargo, no son un mecanismo ciego, sino que son
parte de lo que Kant llama técnica de la naturaleza, en la que el ser humano –con sus
elementos y productos– tiene que ir de acuerdo con los fines morales y políticos en
desarrollo para ser mejores. Este tema se presenta en la Crítica del juicio, en donde la
capacidad del juicio reflexionante permite a la razón guiarse a través de un principio
teleológico, y funge como recurso heurístico para comprender y actuar en el mundo.
Sin embargo, esto no garantiza que se actúe de acuerdo con la ley moral.
Ahora bien, la guerra constituye para Kant el origen del estado de derecho
(Kant, 2005c: principio 4° pp. 38, y principio 7°, 41-42), lo cual significa que en un
estado de conflicto permanente, que es la insociable sociabilidad –que si bien no
es la guerra como tal sí es la raíz de la guerra y del conflicto–, precisa establecer
un pacto inaugurante del orden civil y sólo ese estado garantiza tal orden y paz
mediante el derecho, precisamente. De ahí que la guerra se proponga como origen
del derecho. De este modo, la relación que hay entre el conflicto o la guerra con el
establecimiento de una situación regulada a través de leyes da lugar en Kant a una
constitución republicana y a una federación de estados libres. Estas tres construc-
ciones pueden habilitar el alcance de la paz. Con ello, la guerra constituye la razón
y el mecanismo de la naturaleza para el establecimiento de un derecho internacio-
nal (Kant, 2005c: principio 7°, 42); así es como la guerra cumple su función en la
historia. Es entonces desde ahí que se conforman las instituciones políticas para el
alcance de la justicia por medio del derecho.
Sin embargo, la guerra es, asimismo, la “fuente de todos los males y de toda la
depravación de las costumbres, […] el mayor obstáculo para la moralidad y el ene-
migo constante del progreso” (Kant, 2005c: principio 7°, 42). Para Kant la guerra
tiene un carácter negativo por los males que genera, porque viola la dignidad de las
182 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

personas y los pueblos, por ello es un mal moral, y lo es por ser la expresión más
clara del despotismo político.
La propuesta kantiana del opúsculo sobre La paz perpetua emerge como pro-
yecto filosófico –según apunta en el subtítulo– e intenta indagar las exigencias, que
en Kant son las condiciones de posibilidad imprescindibles para fundamentar una
paz perpetua (Kant, 2005b). El tono incisivo en esta obra de Kant caracteriza a la
prudencia política ilustrada, en la que señala “el inmoral afán por el continuo in-
cremento del poder sin importar los medios” con “la astucia de la serpiente” (Kant,
2005b: 142 y 170).
Podemos decir que las vertientes que propone el ideal cosmopolita, de una
manera u otra, siguen los pasos de Kant y de su opúsculo sobre la Paz perpetua,
dado que para este filósofo sólo puede haber paz en una organización cosmopolita.
La influencia del abate San Pierre y de Rousseau, así como los eventos históricos
del momento, seguramente le impactaron por su relevancia, como sucedió cuando
se logró la paz de Westfalia. En aquel momento se podía esperar que surgieran des-
confianzas y prevenciones cuando Kant pensaba sobre el principio de soberanía
estatal y sobre el derecho de los Estados al recurso de las armas para proteger sus
intereses. Estas propuestas siguen siendo elementos centrales del derecho interna-
cional y resultan todavía hoy muy problemáticas. Así lo vio Kant cuando afirmaba
que entendiendo el derecho de gentes como un derecho para la guerra, se puede
pensar, en realidad nada en absoluto (porque sería un derecho que determinaría
qué es justo según máximas unilaterales del poder y no según leyes exteriores li-
mitativas de la libertad del individuo, de validez universal); con un concepto así
habría que entender, en ese caso, que a los hombres que así piensan les sucede lo
correcto si se aniquilan unos a otros y encuentran la paz perpetua en la amplia
tumba que oculta los horrores de la violencia y sus causantes (Kant, 2005b: 156).
Así es como el filósofo de Königsberg propone su idea del pacifismo legal en
el que se sacrifica la libertad al llevar a cabo leyes coactivas, logrando la confor-
mación de un Estado en el sentido doméstico y un Estado de naciones, o civitas
Gentium, desde la perspectiva internacional. Estos acuerdos han sufrido constan-
tes reveses a lo largo de la historia contemporánea por la dificultad que significa
domeñar los impulsos de violencia entre las personas y entre las naciones.
La búsqueda de la paz ubica sus presupuestos en la idea liberal de derecho
de Kant, que se ubicaba principalmente en la igualdad de libertades individuales
bajo leyes generales. En vida de Kant no existían las democracias de masas, ni el
sufragio universal, y se estaba en un período en que las consecuencias clasistas del
desarrollo capitalista harían aceptar la monarquía constitucional como la mejor
forma de gobierno republicano, pensando que así, y con los propietarios privados,
se generaría la justicia social.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 183

La preocupación kantiana sobre la plausibilidad y realizabilidad del ideal


de paz se podrá apreciar en la salvaguarda efectiva de los derechos humanos, así
como la realización de la autodeterminación democrática y la redistribución igua-
litaria. Es la preocupación de Habermas en Between Facts and Norms (1998: 157),
y de John Rawls (1993, 1999) en Political Liberalism. Estos filósofos expresan en
sus reflexiones las dificultades que la diversidad presenta y proponen reformula-
ciones de la concepción kantiana de la justicia. Sus textos están dedicados princi-
palmente al constitucionalismo en sociedades plurales, y ambas propuestas teóricas
versan sobre la posibilidad de ampliar sus concepciones de la justicia nacional ha-
cia el ámbito global. Esto guía específicamente a cada uno de dichos filósofos por
diferentes sendas. Lo que ambos comparten es el aserto que defiende que la única
forma de preservar la dignidad y de asegurar los bienes básicos de la vida es a par-
tir de las libertades, así como de las oportunidades que se brinden en las socieda-
des y además mediante los bienes materiales que aseguren una vida digna. Esto se
logra a través del establecimiento de un orden político justo, lo que evidencia la
necesidad de crear “una estructura institucional justa y nuestros deberes para la
humanidad deberían así concebirse, primero, y, antes que nada, como los deberes
de hacer aquello que podamos para que tales estructuras se den” (Nussbaum, 1998,
cfr.: Agra, 2002: 22).
Es importante señalar que estas estructuras implican no sólo al Estado-na-
ción, sino que buscan alcanzar y descubrir el mínimo básico debido a todos los
seres humanos. Este mínimo se puede ubicar en el cimiento; primeramente, en
la dignidad, para después apoyarlo en los derechos humanos que suponen a un
elemento sine qua non que se sitúa en lo que son situaciones pacíficas. La paz es el
escenario que ha de quererse y buscarse a través de las instituciones con el derecho
implicado y materializado en tales instituciones.
Pensar en la posibilidad de construir la paz obliga a abordar el problema de
la guerra63 y la violencia porque si no se resuelven los segundos, difícilmente se
puede obtener la primera. La dinámica que establece entre lo que la naturaleza
dispone, y la transformación humana de esos mecanismos naturales se ubica en la
necesidad de buscar los cauces de la política y el derecho para que la paz constituya
un elemento condicional imprescindible porque el orden jurídico no puede pen-
sarse como un estado constituido plenamente, mientras no se garantice la paz y
sólo podrá lograrse, a decir de Bobbio, desde un constructo democrático.
Kant afirma que la paz no puede ser instaurada a través de la coerción implí-
cita en la ley, no puede ser el producto de una obligación contractual. Si la guerra
es sinónimo de fuerza y violencia, aquello que la puede anular es “desactivar” el ca-


63
Así lo señala Kant (2005c: 147-148).
184 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

rácter mecánico de su ocurrencia por una libertad libre y liberadora que se apoye
en el ideal moral de la paz perpetua (Santiago, 2004: 21).
Ahora bien, si los seres humanos no pueden evitar el conflicto y la guerra por
ser dispositivos naturales, sin embargo, sí pueden evitar las situaciones injustas
que la hacen posible al actuar de acuerdo con la ley moral o el imperativo cate-
górico (Santiago, 2004: 22). La meta común es la paz, de manera que, aunque la
naturaleza disponga de la guerra, el ser humano ha de elegir la paz para plantear
un proyecto de un futuro sin guerra.
La resolución para la superación de los conflictos implica un elemento funda-
mental mediante un tertium inter pares, un tertium quid siempre desde presupues-
tos democráticos, que son los jurídicos –legales– que defienden la libertad y no se
alejan tanto de la meta final kantiana sobre la consecución de la paz perpetua. Su
logro ha de articular tres condiciones: la constitución republicana, la federación de
Estados libres y el derecho cosmopolita. Si los seres humanos pueden vivir bien,
deben vivir bien, y es el ser humano mismo el que lo logrará. Entonces, si la cance-
lación de la guerra es el fin más importante de la especie, se sigue casi de manera
obligatoria el surgimiento de una cultura de paz.
Ciertamente, una sociedad democrática no puede soportar la violencia po-
lítica. La guerra moderna se coloca fuera de todo posible criterio de legitimación
y legalización, más allá de cualquier principio de legitimidad o de legalidad. Es
incontrolada e incontrolable por el derecho, como un terremoto o una tormenta.
Después de haber sido considerada como un medio para realizar el derecho (teoría
de la guerra justa) o como objeto de reglamentación jurídica, la guerra vuelve a ser
la antítesis del derecho (Bobbio, 2008: 55-56 y 60; 1997: 30, 42), como en la repre-
sentación hobbesiana del estado de naturaleza.
Las teorías que en algún momento justificaban las guerras por ser útiles para
el progreso moral (Humboldt, Hegel o Nietzsche) no pueden aceptarse, como tam-
poco aquellas que las defienden como origen del progreso civil. Tampoco puede
defendérsela como progreso de carácter técnico. La guerra es un fenómeno de des-
trucción y de irracionalidad que no ofrece ninguna ventaja, y está despojada de
cualquier justificación moral (Bobbio, 2008: 31-35, 43-49, 65-70). Lo único que
genera cualquiera de estas tendencias es una destrucción cada vez más sofisticada.
Criticar la teoría de bellum justum, en la que no se intenta someter la guerra a las
reglas morales, significa que la moral se rinde frente a las razones de la guerra. Esta
apuesta es una teoría intermedia entre el belicismo y el pacifismo, usada desde san
Agustín para negar la validez del pacifismo y admitir las finalidades éticas de la
guerra como opciones válidas. Quién podría juzgar –desde una posición neutral
y superior– las razones de quienes pretenden la guerra, porque la doctrina que
justifica la guerra como justa no determina quién tiene razón, sino quién gana. El
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 185

argumento del jus ad bellum no puede defender la legitimidad moral. La misma


distinción en torno a la guerra de defensa y la guerra de agresión es hoy día, clara.
“La guerra es un camino sin salida. Un camino obstruido. Un remedio que ya no
sirve para resolver nuestros problemas, porque ya es el peor de los males” (Bobbio,
1997a: 243). Por ello es preciso inclinarse por la paz.
En el prefacio de la primera edición del libro El problema de la guerra y las
vías para la paz, Bobbio señala que el problema conceptual más importante de
ese momento era cómo eliminar, o por lo menos cómo limitar de la mejor manera
posible, la violencia como medio para resolver los conflictos entre individuos, gru-
pos, o Estados (cfr.: Celso Lafer, 2009: IX). Las herencias de violencia del fascismo
fueron fuertes porque el fascismo “traía la violencia en el cuerpo, la violencia era
su ideología y la exaltación de la guerra hasta el paroxismo” (cfr.: Bobbio, 2007: 27,
53, 56, cfr.: Lafer, 2009: X). La guerra es el peor de los males, pero ¿quién ha de de-
cir de una vez por todas no a la guerra? Es evidente, quienes no la quieren y nunca
la han querido, incluso cuando se han visto obligados a hacerla resignadamente, y
aunque haya que decirlo con el coraje que proporciona la desesperación. Pero esos
que no la quieren y nunca la han querido, ¿no son la inmensa mayoría de la huma-
nidad? […] Entiéndase bien, seremos fuertes mientras permanezcamos unidos y
solidarios al menos en un punto esencial: no existe conflicto que no pueda resol-
verse con las armas de la razón (Bobbio, 1997a: 244 y 245).
La vía de la paz para Bobbio se ejemplifica por el pacifismo jurídico que puede
lograrse mediante el derecho y sus respectivas reformas, así como por la extensión
de las relaciones entre los Estados para lograr acuerdos entre las instituciones in-
ternacionales. La universalidad del pacto y la democratización del mismo por el
reconocimiento de los derechos humanos son dos elementos fundamentales. Los
derechos humanos en el sistema internacional –según Bobbio– tienen un límite,
salvo raras excepciones, estos conflictos se mueven en el limes del poder soberano
de los Estados. De ese modo, el filósofo italiano vuelve a estas situaciones límite.
[S]i he querido llamar la atención ante todo sobre el problema de la guerra y
de la paz es porque representa el gran dilema de todas las épocas y, con mayor
razón, de la nuestra. Hemos llegado a lo que el filósofo Jaspers, autor del primer
libro importante sobre la bomba atómica y el desino del hombre, llamó situación
límite, es decir, aquélla más allá de la cual no existe ninguna otra; sólo la nada,
lo que significa la ausencia de cualquier tipo de situación (Bobbio, 1997a: 151).

La violencia absoluta se presenta como la relación amigo/enemigo, y encara


la guerra como antítesis del derecho, por eso cuestionamos la posibilidad de una
guerra justa llevada a cabo mediante el uso de armas, con lo cual es inaceptable la
tesis de la guerra como mal menor; no puede considerarse a la guerra como un
bien. Esta postura es afín a aquellas propuestas en las que la guerra era la savia de
186 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

las que se alimentaron ciertos regímenes totalitarios. Esas expresiones de violencia


acrisoladadas en la guerra eran banderas del totalitarismo. Sin embargo, en éstos
se apreció de la manera más patente el “mal radical” presentado en Los orígenes del
totalitarismo (Arendt, 1987: 680), en el que mostró el exterminio más vil, porque
desnudó a las personas de su dignidad y las llevó a las situaciones más abyectas de
humanidad. En esas situaciones los seres humanos simplemente eran “superfluos”
(677ss) y, una vez ahí, no hay salida. La única opción de salida es la paz, ése es el
motivo central de El tercero ausente con el que Bobbio pretende alcanzar la paz
mediante valoraciones positivas y reflexiones sobre cómo hacer realidad la paz,
no como algo dado sino como algo posible, construido desde la convivencia hu-
mana. Como afirma Celso Lafer, Bobbio no es un profeta del apocalipsis ni hace
una exhortación a la paz (Lafer, cfr.: Bobbio, 2009: XXXV), sino que obliga a su
realización.
La paz y la democracia se construyen; es necesario emerger y buscar salidas de
las complejidades y cerrazones que las sociedades en las que se presentan plantean.
Esto, para “no quedarse como la mosca en la botella, regodeándose de esa violen-
cia que es el máximo de negatividad, mientras que la paz se constituye como la
máxima positividad; es preciso buscarla mediante un comportamiento activo y el
uso de remedios prácticos” (Bobbio, 1997a: 63).
Los diferentes tipos de pacifismo visualizan una paz verdadera. El pacifismo
político defiende una democracia en contra de todo aquello que causa la guerra.
Ésta es generada por los regímenes despóticos en los diversos ámbitos humanos
(Bobbio, 1997a: 49).
El pacifismo ha de refrendarse y guiarse a partir de la educación para la paz, que
a su vez afirma el respeto a los derechos humanos y el consecuente apuntalamiento
de los sistemas democráticos. Éstos serán los que evidencien las diversas maneras
de impartición de justicia en diversos ámbitos. Hay momentos en los que –como
diría Arendt (1988a: 67 y ss)– no se plasman ni generan las formas de impartición de
justicia y por ello entonces, los miembros de las sociedades suelen desviar la mirada
y no ver la miseria e infelicidad en la que viven muchos sectores de seres humanos.
No se mira tampoco, y por ende no se comprende la gravedad de lo que significa
el que grandes sectores sociales en el mundo hayan sido conducidos a la pobreza.
Difícilmente se quiere aceptar el impacto que produce evidenciar tal miseria ajena y
por ello se invisibiliza. La dignidad tan vapuleada y maltratada nunca aparecerá ni se
desarrollará cuando existe la desigualdad extrema y la consecuente violencia.
El realismo bobbiano es una herencia hobbesiana que se tensiona con su co-
razón kantiano de la paz perpetua y el cosmopolitismo irenista. De esa manera,
las intenciones de Bobbio (1997b: 188) mantienen la tensión entre el “cielo de los
principios” y la “tierra de los intereses” y lo hacen autonombrarse como un “dua-
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 187

lista empedernido”. Su intención de mantenerse anclado a la realidad no ignora


su inclinación por los valores e ideales. Éstos se jalonean de manera contundente
con los mojones terrenales, por lo que no está de acuerdo con las apuestas teóricas
platónicas, ya que los ideales no son, ni deben ser, eternos ni inamovibles –por
perfectos que parezcan– ya que se corresponden con la sociedad considerada es-
pecífica, contingente e históricamente. Desde ahí es que hay que imaginar el ideal
de una cultura de paz que se ha considerado como desafectado de las realidades, y
que Bobbio (2008: 170) va a considerar cuando rechaza la idea hobbesiana de que
la paz es un bien absoluto, posición que no va de acuerdo con la prudencia y con
las circunstancias exigidas. La apuesta bobbiana hereda la búsqueda de la phrónesis
aristotélica, que permite articular los principios con las particularidades, además
de aceptar que, por un lado, la guerra puede ser justa y, como tal no es un valor
negativo; y admitir por otra parte, que la paz puede ser injusta y no siempre es un
valor positivo (Bobbio, 2008: 171).
Bobbio (1994) no acepta la paz como fin absoluto, pues defiende que existen
quienes postulan valores supremos diferentes. Para superar estas controversias,
en la realidad las sociedades han optado por hacer la guerra como forma para el
alcance de remedios y soluciones. Sin embargo, en muchas ocasiones las posibili-
dades de lograr medidas no violentas pueden tener aplicabilidad individual pero
difícilmente colectiva. De ahí que defender la guerra como alternativa posible para
una comunidad política no sea factible.
En su Teoría general de la política, Bobbio (1997a: 557) apunta los usos im-
propios que se utilizan por extensión del concepto de paz, sea porque no se com-
prende o porque se manipula. Si bien la paz y la justicia se vinculan de manera muy
importante, sin embargo es claro que no son lo mismo, como muchas veces se les
ha postulado. Su relación es dialéctica dado que la justicia propicia la paz, y cuan-
do hay paz, es posible postular la justicia. De este modo, proponer la guerra –que
implica injusticia– para generar cambios en las realidades políticas, es inaceptable.
Tampoco es admisible la violencia para buscar cambios políticos, porque ésta es
una contradicción que se asienta en lo más propio de la humanidad y contraviene
lo que permite su realización en el seno de una comunidad de carácter social y
político.
Las propuestas de Bobbio en relación con la paz asumen matices que hacen in-
aceptable aquellos pacifismos que se constituyen como propuestas absolutizadoras
de la paz. De ahí que el filósofo italiano proponga una paz de carácter mínimo y ape-
le a la realización del derecho y al fortalecimiento de las instituciones como garantes
de la paz. Es el derecho entonces, el puntal institucional que garantiza la paz.
En El problema de la guerra y las vías de la paz, Bobbio (2008: 614) señala
que las pretensiones del derecho tienen como objetivo la paz, lo cual implica el
188 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

finiquito de la guerra, entendiendo a esta última como el empleo no regulado de la


fuerza, y que existe en función de la existencia del Estado. Bobbio argumenta que
Hobbes y Kant se quedaron a la mitad del camino pues, en el caso del primero, su
apuesta teórica se restringió a lo nacional y no trascendió al campo internacional,
y el segundo únicamente propuso un pacto de asociación, sin pacto de sujeción
que endosara y consignara las formas para superar la guerra.
Ya hemos insistido en que el condicional de la paz permite el alcance de cues-
tiones fundamentales como lo son los derechos humanos que defienden ideales ta-
les como la justicia o la libertad, divisas fundamentales del pensamiento bobbiano.
Bobbio es suficientemente crítico con instancias como la Organización de las
Naciones Unidas en la que los Estados acuerdan y organizan un pacto asociativo
que ha de respetar los pacta sunt servanda. Sin embargo, críticamente aprecia que
“resulta evidente que cuando éste aparece [el derecho], el problema no es ya la vali-
dez de la norma, cualquiera que ésta sea, sino su eficacia” (1997a: 179). Esos pactos
son ineficaces cuando se generan acciones antijurídicas como el estado de natura-
leza [que] nos ha sido definitivamente ofrecido por Hobbes. Nadie puede conside-
rarse obligado a observar los pactos cuando no es seguro que el otro lo haga. Pero
¿cómo estar seguro en un estado de naturaleza donde no existe un poder superior
a los contrayentes capaz de obligar al que no los cumple? (Bobbio, 1997a: 180).
Es fundamental no darse por vencidos, tenemos que levantar la voz y pensar
que es posible hacer algo, desafiando lo que queremos cambiar. Así, alguna vez
ha sucedido que un grano de arena levantado por el viento ha frenado una má-
quina. Aunque sólo hubiese una probabilidad infinitesimal de que el granito de
arena levantado por el viento se pose en los engranajes y detenga su movimiento, la
máquina que estamos construyendo es demasiado monstruosa como para que no
merezca la pena desafiar al destino (Bobbio, 2008: 94-95).
Las soluciones y los caminos de búsqueda no están prefijados ni tampoco son
únicos; tendremos que seguir buscando soluciones y posibles salidas por las cuales
acrisolemos las metas. El laberinto conformado por la vida de la humanidad en las
construcciones institucionales del estado y de la sociedad nos brinda alguna alter-
nativa. En nuestro caminar apenas vamos vislumbrando salidas que hacen posible
zanjar las situaciones bélicas, porque al no estar confinados en una botella cerrada
ni tampoco en una red que atrapa a los peces sin posibilidad de escapatoria, pode-
mos sospechar y conjeturar metas y salidas viables, aunque ciertamente “ninguno
de nosotros está en condiciones de prever razonablemente [nuestro destino o el]
de la humanidad. El futuro no está garantizado. […] el hombre no conoce la meta
última de la historia” (Bobbio, 1997a: 73). Las metas trazadas nos permitirán con-
tinuar los caminos, por lo cual no debemos decaer. Hemos de seguir caminando y
espoleando todos aquellos elementos que nos ayuden a generar situaciones mejo-
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 189

res en esta realidad, a partir de aquel coraje al que apelaban los griegos que instaba
–como ideal moral– a buscar espacios mundanos de excelencia.
No podemos, no debemos ser optimistas. Optimista es hoy aquél que hoy
ha renunciado a darse cuenta con sinceridad, sin falsos ídolos de la forma en
que se vive. No digo que debamos plegarnos a los pesimistas. Pero al menos,
ellos han situado la prueba extrema en la vida y en la historia, y puesto que es
difícil resignarse y aceptarla, nos mueven a pensar, a salvarnos, a trabajar por
la salvación sin hacernos ilusiones. […] Hay que contar con los pesimistas, por-
que podrían tener razón. Podrían, pero no deben. La salvación es un esfuerzo
consciente, y, una vez más, […] un ideal moral (Bobbio, 1997a: 74).

Quizás por ello debamos pensar kantianamente en ideales regulativos que nos
hagan ser realistas, pero sin renunciar a la posibilidad de resolución pacífica de los
conflictos. “Lo que es necesario debe ser posible y lo que es posible no puede ser
imposible” (Bobbio, 1997a: 256). La propuesta bobbiana exige la aparición de un
tercero, que habrá de tener una injerencia fundamental y que, sin ser neutro, tiene
que ver con el conflicto siempre en aras de alcanzar la paz. Así es como se presen-
taría la democratización del sistema internacional como camino para la paz.
Bobbio propone una especie de democracia de carácter diplomático en donde
lo que busca el tercero ausente es la paz, y la manera como se logrará es desde la
ética del diálogo. Ésta se opone a la ética de la potencia, de modo que debemos
entender que la comprensión debe prevalecer sobre la dominación y a partir del
respeto que avale la dignidad de los otros como sujetos iguales a mí. De este modo,
cuando la tendencia es aplastarnos unos a otros, la ética de la potencia es la que
prevalece, el conflicto no se puede resolver sino por la fuerza y la única salida es la
eliminación del adversario: mors tua, vita mea. “En el momento en que los dos ad-
versarios deciden ponerse de acuerdo, la relación amigo-enemigo queda sustituida
por otra completamente distinta, que se rige por la convicción de que la coexis-
tencia pacífica es más conveniente para ambos que la continuación del conflicto”
(Bobbio, 1997a: 211).
El respeto a los acuerdos pacta sunt servanda constituye una norma moral; se
exige la confianza en que es posible comprender mediante la palabra y recuperar
la confianza en el diálogo que presupone la buena fe y se establece partiendo del
reconocimiento del otro como persona. Tal reconocimiento atestigua y sanciona
un sentido moral que establece el alcance de la paz desde los derechos humanos y
la justicia.
Como hemos postulado, la filosofía moral y política en general, además de los
estudios de paz en particular, han reflexionado mucho en torno al tema de la paz,
en tanto ella significa un intento de trascender y de resarcir los daños que generan
190 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

–para la dignidad– aquellas acciones que la sobrepasan y violentan. El garante nor-


mativo es importante para el intento de refrenar ese desborde de la dignidad y se
ubica en los derechos humanos; sin embargo, lo central radica en el carácter ético
que manda y determina esas garantías. El elemento ético constituye un marco para
una regulación normativa de la vida política y abona la posibilidad de lograr la paz.
Ahora bien, los bloqueos mentales de carácter fundamentalmente cultural fa-
cilitan acciones que justifican la violencia y, por ende, tienen que ver con el olvido
del otro. Esta situación expone la idea de la esencial inconmensurabilidad de los
seres humanos en todas sus acepciones. Dejar de lado a todos esos grupos significa
“robar […] sus rostros e individualidad” (cfr.: Donskis, 2015: 21), y esto, al socavar
su dignidad, constituye una forma de maldad que debemos enfrentar por el daño
que produce. La única salida parece generarse desde perspectivas éticas en torno a
ese daño profundamente humano; esos diablos y demonios que ejecutan acciones
perversas se encuentran en ejemplos varios y en figuras muy representativas como
la de Eichmann, tan bien descrito por Arendt (1999). El teniente de la SS –un ser
humano normal y anodino, del montón, un padre de familia común y corrien-
te– llevó a cabo el mal más atroz debido a la falta de reflexión con la que realizaba
sus acciones. Su falta de conciencia moral conduce a la banalización en sus actos
morales y a la generación del mal, debido a la incapacidad para pensar (Arendt,
1995: 109); esa ausencia de examen y de reflexión habilita a las personas para rea-
lizar acciones perversas. La privación del juicio, su ausencia o abandono afecta la
capacidad de valorar la acción. Se trata de una idiotez moral, incapaz de juzgar o
deliberar sobre la moralidad de los actos, se realizan sin más con una superficiali-
dad que hace posible todo y de ahí se deriva la oportunidad de saltar por encima
de cualquier límite imaginable, al rescindirse todo principio de moralidad.
Tal desbordamiento vulnera la dignidad al generar violencia64. De ahí que no
podamos obviar o soslayar acciones éticas en donde las acciones de dirigentes nu-
lifican las voluntades y las capacidades de razonamiento o deliberación. Eviden-
temente, la actividad de pensar no da ningún mandato o proposición moral, ni
algún código de conducta, es una capacidad de deliberar ponderada que tantea,
distingue y relaciona, sabe totalizar y relacionar (cfr.: Pereda, 1999: 144). Esta fun-
ción es la phrónesis aristotélica, que sopesa las acciones desde su contextualidad,
de acuerdo con principios y criterios, para lograr acciones que no dañen a los de-

Arendt sostiene en un primer momento la radicalidad del mal, principalmente en Los


64

orígenes del totalitarismo, sin embargo, más tarde, con el caso Eichmann, sostiene la banalidad del
mal. De ahí que apunte en una carta a Jaspers: “No sé qué sea realmente el mal en su dimensión ra-
dical, pero me parece que, en cierto modo, tiene que ver con el siguiente fenómeno: la reducción de
los hombres en cuanto hombres a seres absolutamente superfluos, lo que significa […] convertir en
superflua su misma cualidad de hombres”. Con esta superficialidad las personas mueren aún antes de
su muerte biológica.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 191

más en su dignidad. La ausencia de reflexividad y pensamiento –como señalara


Arendt– da lugar al mal y a su banalización. Por ello es tan importante, es aquel re-
curso que “los griegos llamaron φρονεσις (sic), discernimiento, a esa capacidad, y
la consideraron la principal virtud o la excelencia del hombre de Estado” (Arendt,
1996: 233), es decir, de quienes están en el espacio público. Quienes ejercen la
phrónesis son las personas de buen juicio que logran ponerse en el punto de vista
ajeno, es decir, ellas advierten y dan cuenta de la pluralidad propia de lo humano
y desde ahí aprecian y disciernen la multiplicidad de puntos de vista posibles que
se confrontan con las visiones propias. Esto es lo que Arendt –siguiendo a Kant–
llama la mentalidad ampliada o modo de pensar extendido, que se conjuga con el
sentido común por considerar lo otro, lo comunal y lo que se cifra en lo realizado
en la comunidad.
La trivialización del mal, así como la trivialización de la violencia, minimizan
el menoscabo a la dignidad, y, en ese sentido, se les retira la relevancia debida a
ciertas acciones, las hace irrelevantes e indiferentes. Esta adiaforización –como la
llama Bauman (y Donskis, 2015)65– implica acciones que entrañan situaciones a las
que habríamos de hacer caso, pero como no es así, se da pie a una “retirada tem-
poral de la propia zona de sensibilidad” (Donskis, 2015: 53). Ahí, la compasión es
cancelada y con ella la capacidad para mostrar un sentido de afinidad para con los
demás. La carencia de pensamiento y la ausencia de reflexión incide en el actuar
moral de manera fundamental. Esta limitación cancela cualquier opción, y en el
plano ético se convierte en una posibilidad perversa y destructiva de las personas,
anulando la visión de la existencia de la dignidad en los otros y aniquilando nues-
tra posibilidad de hacernos verdaderamente sustentadores de una dignidad huma-
na, al contravenir con nuestras acciones el bienestar para con los demás.
Las acciones repetidas de violencia y su rutinización forjan formas de inac-
ción y displicencia generalizada, dando pie al olvido. Por ello la indiferencia, la
justificación y la “cortesía del consentimiento social” (Bauman, 2015: 58) han ex-
culpado –en cierta forma– el exceso de violencia en la sociedad. Así, ante el eclipse
de un pensamiento reflexivo “la conciencia moral queda […] desarmada y como
un factor irrelevante a la hora de encauzar y limitar la elección de las acciones”

65
Zygmunt Bauman entiende por adiaforización las “estratagemas para situar, a propósito,
o por defecto, ciertos actos y/o actos omitidos respecto a ciertas categorías de seres humanos fuera
del eje moral-inmoral. Es decir, fuera de ‘universo de obligaciones morales’ y al margen del ámbito de
los fenómenos sujetos a evaluación moral; estratagemas para declarar esos actos o esa inacción […]
como moralmente neutros y evitar que las opciones entre ellos se sometan a un juicio ético. […] se
trata de un regreso artificial al estado paradisíaco de ingenuidad. […] En la sabiduría popular, este
conjunto de estratagemas tiende a reunirse en la rúbrica de ‘el fin justifica los medios’” (Bauman y
Donskis, 2015: 57).
192 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

(58). Las personas aparecen como insustanciales, sin valor, sin dignidad, es decir,
como meras cosas.
La violencia puede hacernos perder nuestra capacidad de comprender e im-
pedirnos ver el daño al otro y el atentado a la dignidad. Este desborde de los límites
de la dignidad hace que la humanidad pierda lo más preciado; nos ciega para po-
der estimar el mal propio y ajeno.
Entonces, si lo que se pretende es alcanzar la paz, la igualdad y el mejor trata-
miento de los derechos humanos que avalan la dignidad, entonces es preciso analizar
y matizar las teorías que alejan de esos objetivos. La praxis es obligada dado que, si
lo que se busca es conseguir la paz, así como gestionar, transformar y resolver los
conflictos por vías pacíficas, el camino es impactar en las acciones mediante los ha-
bitus y las virtudes de la paz (Muñoz y Martínez, 2011: 37-64). Es preciso cristalizar
ese desideratum en acciones que transformen la realidad, por ello es tan relevante la
phrónesis. Ésta nos ayuda a mirar mejor –en aras de perseguir fines justos– y, más
claramente, para intentar no caer en errores pasados cuando se han legitimado for-
mas de violencia, que en muchas ocasiones han estimulado las enormes contradic-
ciones entre lo que se perseguía racional y teóricamente y el resultado final. De ahí
que sea fundamental decidir phronéticamente sobre qué acciones se llevan a cabo
para alcanzar situaciones de paz y, por ende, un mundo mejor, en el cual vivir. Esto
debe lograrse mediante fines pacíficos, buscados con prudencia; lo que significa que
los presupuestos de la acción se guían por la búsqueda recta y no instrumental de
la paz (Muñoz, Martínez y Jiménez Arenas, 2012: 36), en tanto esta última ha dado
lugar a propuestas violentas, como únicas propuestas de cambio.
Entre los principios de la noviolencia66 se pueden destacar el máximo respe-
to por las personas; la utilización de la persuasión antes que la coerción; la con-
sideración de principios de acción política ciertas virtudes que tradicionalmente
han sido relegadas al espacio privado, como son la amistad y la bondad. Si la
phrónesis es la capacidad de considerar la relación con el medio y alcanzar cam-
bios que tiendan a mejorar la calidad de vida, así pues, esta virtud es central para
el alcance de la paz. Se apoya en la deliberación, cuyo carácter es central en la
política, dado que “tiene soberanía acerca de la guerra y la paz y de la formación
y disolución de la alianza, acerca de las leyes, acerca de las sentencias de muerte,

El concepto noviolencia fue postulado por Aldo Capitini quien “pretendía que la semán-
66

tica del concepto no fuese tan dependiente del término fuerte ‘violencia’. Buscaba resaltar la impor-
tancia de que la noviolencia se identificara con una concepción humanista, espiritual y abierta de
las relaciones humanas conflictivas”. Mientras la terminología, las tipologías y las herramientas de
análisis continúen asociándose al paradigma de la violencia y a las epistemologías que están en su
base, difícilmente las nuevas categorías, las metodologías, y epistemologías de los Estudios de Paz
adquirirán relevancia. Se trata con la noviolencia de preservar la vida con dignidad y en tanto tarea
de humanizar a la humanidad o el concepto de ahímsa (López, 2004: 783).
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 193

del destierro y de la confiscación de propiedades…” (Aristóteles, 1973: §1493).


Así, la phrónesis nos ayuda a actuar en situaciones particulares, ya que los con-
flictos varían según las diferentes sociedades y los diversos momentos históricos.
Los fines y los medios que utilizamos en nuestras decisiones deberán sopesarse
en cada situación particular. Las personas prudentes [phronimos] en su actuar
práctico, y con disposición racional a la acción, viven la contingencia del mundo,
su incertidumbre y buscan la habilidad de actuar en el momento justo [kairós].
De este modo, la praxis implica reflexión, acción, conocimiento y creación de
posibilidades y todas estas acciones coadyuvan a construir la paz. Con este mar-
co, la dignidad se constituye como eje desde el cual se comprende a los otros, y
con ello entretejen todas estas realidades.
Así, la defensa de las personas no puede reducirse únicamente al respeto de
sus derechos, sino que –necesariamente– deberá considerar a la dignidad como
un elemento ontológico de la humanidad y su consideración con un carácter ético.
Los tres rumbos ya comentados revelan cómo se ha considerado a la dignidad
y las cavilaciones que la historia del pensamiento ha hecho, que van desde lo jerár-
quico, hasta lo más solidario, mediante la phrónesis, así como la consideración de
los otros en un proceso en el que la dignidad pasa a través de su inherencia propia
en todos los seres humanos y como algo generalizado e igualitario. Ciertamente,
los derechos se apoyan en esa dignidad y ambos preservan las pretensiones huma-
nas; pero la consideración ética permanece en la base de los derechos que por su
carácter son más plausibles. La tercera vertiente tiene implicaciones con los demás,
los involucra con la propia realización mirando hacia ellos en un trance solidario y
compasivo, y en donde dicha dignidad se colma con los otros.
Necesitaremos proteger la dignidad de las amenazas que suelen volcarse so-
bre ella. Ir más allá de sus límites se traduce en diversas maneras de violencia y
en ejemplos que quebrantan sus fronteras, como sucede con la transgresión de las
necesidades básicas. Este menoscabo causa violencia, violencia que transgrede los
límites de la dignidad y que puede evitarse mediante acciones phronéticas y dando
lugar a situaciones más humanas y pacíficas.
La paz es la antítesis de la violencia (no de la guerra); existe violencia cuando
“los seres humanos están influidos de tal forma que sus realizaciones afectivas, somá-
ticas y mentales, están por debajo de sus realizaciones potenciales” (Galtung, 1985:
30), es decir, cuando se limitan o cancelan sus necesidades fundamentales. Desde
aquí es que podemos pensar en la posibilidad real de la paz al dejar de desbordar las
fronteras de aquello que debiera ser realizado desde una perspectiva de base ética,
como es la dignidad. Por ello es tan relevante la comprensión de lo que es, para desde
ahí propiciar su defensa y resguardo mediante acciones que encumbren lo humano.
194 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

La violencia cancela las posibilidades propiamente humanas, es decir, la auto-


rrealización entendida como la satisfacción de las necesidades básicas; de este modo,
la violencia puede ser evitable porque las potencialidades humanas que se expresan
en las necesidades deberían ser satisfechas por las diversas instancias y por la mis-
ma sociedad. De ahí que al suspenderlas o liquidarlas se presenten formas que se
confrontan también con la justicia y pueden manifestarse con diversas caras, tales
como la pobreza y, en general, en situaciones de privación de necesidades materiales
y espirituales (como la libertad y la construcción de la identidad). Esto implica la vio-
lación de la dignidad y, por ende, de los derechos humanos y conlleva la presencia de
situaciones de extrema injusticia. La paz se erige desde la construcción (UNESCO,
1986: 46) de la justicia social que se avala en acciones éticamente virtuosas mediante
la phrónesis, desplegándose en la solidaridad y el cuidado entre y con los demás. La
tarea para lograr la paz implica la competencia humana para el cuidado y la pre-
ocupación para los otros como práctica ético-social de transformación pacífica de
conflictos (cfr.: Comins, 2009: 20). En este sentido, hemos de rescatar y reconstruir
nuestras competencias y capacidades para hacer las paces.
Entonces, hablar de los objetivos que se pretenden para alcanzar la paz no pue-
de desvincularse de lo que es la dignidad, como ya se apuntaba antes, en relación
con la insistencia en la trascendencia del conflicto67 y la violencia. La trascendencia
se apoya en dicha transformación y se articula con las realidades expresadas en la
reconstrucción, la reconciliación y la resolución. Esta última significa la posibili-
dad de generar capacidades y potencialidades de los actores, generalmente dejados
de lado en lo candente del conflicto. Si la paz tiene que ver con regenerar las rela-
ciones, es fundamental reconstruir esas relaciones mirando metas comunes. Ésa es
la verdadera superación del conflicto y el forjamiento de la paz. La transformación
se producirá al trascender el conflicto utilizando los recursos citados, así como la
imaginación concebida por ese ponerse en el lugar de los otros (García-González,
2014: 3-30). A partir de ahí, los conflictos pueden transformarse en posibilidades
de oportunidades constructoras de paz.
La paz está en el reino de los fines –aunque también de los medios– porque
significa trascender lo buscado por quienes están sumidos en el conflicto. Así se
dan pie a nuevas realidades comunes. La paz es el camino, es el proceso, como diría
en su momento Mahatma Gandhi. Esto significa que hay una gradualidad en el
logro de la paz; la paz no es un ideal distante; cada quien deberá actuar de modo
que cada paz en las acciones phronéticas sean parte de ella. Las normas positivas
y jurídicas son medios, pero como sostiene Galtung –resumiendo el gandhismo–
es la unidad de la vida la que marca la debida unidad de los medios y los fines. Si
hacemos caso a Kant y su defensa de que nadie puede ser tratado como un medio


67
Un conflicto no resuelto da lugar a la violencia.
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 195

sino siempre como un fin, apreciaremos esta unidad de medios y fines y la defensa
de la dignidad.
Para terminar este inciso es preciso insistir en que la paz por medios pacíficos
debe afrontarse con racionalidad y respeto al ser humano y a sus necesidades bá-
sicas. Esto significa que ese ser humano –del que tenemos que partir–, es nuestra
razón y meta. La paz se ubica y desarrolla en situaciones de desafío recurrente y se
realiza mediante la preocupación por los otros, la compasión y el cuidado, de ahí la
urgencia de demarcar la dignidad, sus prerrogativas, sus definiciones, sus compro-
misos, sus vulnerabilidades y sus límites para trascender la violencia y cimentar
la paz. Las situaciones que se irán trascendiendo y transformando harán visibles
los recovecos humanos que guardan espacios negativos que habrán de superarse.
Sólo con la comprensión y el análisis que nos muestran los estudios teóricos –y
que apuntalan los estudios prácticos– es como podrán superarse tales desafíos, en
la consideración de la relevancia de la dignidad en sus diversas acepciones, pero
fundamentalmente apegada a la virtud en la construcción mutua y conjunta del
mundo en el que vivimos.

2.5 Lo común: telón de fondo para la articulación de una propuesta teórico-


práctica de la paz

“El conflicto genera energía. El problema es cómo canalizar positiva-


mente esa energía […] En una estructura discordante domina el aspec-
to discordante […] Insultar las necesidades básicas, eso es violencia”.
Johan Galtung (2010: 14)

“Cuando el niño participa en acciones como alternar o cooperar, re-


cibe también una confirmación de su existencia por el hecho de que
partenaire le da lugar, se detiene para escucharlo ‘cantar’ o canta con
él. […] Cuando es reconfortado o combatido, cuando entra en comu-
nión con el otro, recibe también, como un beneficio secundario, una
prueba de su existencia. Toda coexistencia es un reconocimiento”.
Tzvetan Todorov (2008: 117)

Articular la filosofía para la paz –entendida como algo sumido y anclado en


la acción–, con la investigación de la paz implica relacionar las reflexiones teóricas
con la practicidad de la realidad. Por ello la hoja de ruta en esta cuestión parte de
lo que se vive y es de donde emanan nuestras acciones. Es un ir y venir entre lo
que sucede y las reflexiones filosóficas, siendo las ideas que emanan de lo vivido
las que han de guiar en la praxis de vida al fungir como metas a seguir y como
ideales regulativos. Éstos nos permiten visualizar lo que deberíamos perseguir sin
196 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

claudicar en esos objetivos, dando vida a cada una de nuestras acciones. Esto es
lo que sucede, de manera similar con el concepto de paz, es decir, que ante la rea-
lidad violenta que en general se vive, la paz se despliega como el ideal regulativo
kantiano en la Metafísica de las costumbres (1999b). Significa tener un ideal que va
regulando nuestro actuar cotidiano y lo ordena en aras de alcanzarlo, y en donde
la racionalidad práctica o lo que es la racionalidad de la acción, pone como veto a
la guerra (cfr.: Martínez, 2010: 30). Evidentemente, esta prohibición es coherente
con la búsqueda de la excelencia humana y por ende es congruente con la paz.
Las diferentes formas de hacer la paz previenen caer en la violencia; se ayudan
del diálogo crítico, de la comunicación y del respeto a los demás. La posibilidad de
ponerse en el lugar de los otros es un recurso ético muy propicio –como ya anotá-
bamos un par de incisos arriba– para favorecer la paz.
Este recurso, que heredamos del pensamiento kantiano, constituye una de las
tres máximas del sentido común, pensado desde lo comunal. Significa pensar sin
prejuicios, pensar por sí mismo y pensar imaginándose en un como si en el lugar de
los demás (Kant, 1973: 232 y ss y 269 y ss).
La racionalidad práctica tiene sus razones morales y desde ellas se nos impone
un deber: el de poder vivir como si pudiéramos alcanzar la paz; propuesta que tiene
que ver con la posibilidad de imaginarnos de otra manera, como si estuviéramos en
otro momento y en otra realidad, en el ánimo de que esto se podrá obtener si nos
reconocemos mutuamente como personas valiosas y con derechos de interlocu-
ción en los ámbitos de una ética de la justicia, desde una ética de la responsabilidad
con los otros y en un ánimo de alcanzar conjuntamente beneficios mutuos que
constituyen la solidaridad. Con estos recursos se inducen las formas de alcanzar
dicha paz en un entramado de carácter comunal.
Dicha comunalidad se apoya en el sentido común que es “una virtud social
asociada al bienestar común y vinculada al buen vivir y sus elementos humanos
–emanados del corazón y del entendimiento– que van siendo construidos virtuo-
sa y prudencialmente más que tener un origen que parta de algún derecho na-
tural” (García-González, 2014: 15). Este sentido común significa la capacidad
que hace posible la resolución de cuestiones problemáticas y una forma de actuar
razonablemente.
Con el sentido común podemos imaginar e inventar para pensar e interpretar
comunalmente el mundo, porque nos permite comprender las diversas formas de
vivir y compartir las que no lo son. Es el recurso por el que podemos comprender
lo diverso. Es ese sentido comunal que da pauta para el entendimiento compartido
y permite la sociabilidad (como lo apuntaba Séneca), y es lo que se llamó sensatez
que implica al mismo tiempo la prudencia y el buen juicio. Estos conceptos de
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 197

prudencia o phrónesis y de buen juicio implican no únicamente actividades de ca-


rácter teórico, sino que recaen asimismo en el ámbito práctico –en lo individual y
lo comunal–, así como en el espacio social y político (García-González, 2014: 18).
El sentido común como capacidad de los individuos para juzgar y obrar en
cada circunstancia con un adecuado conocimiento del sistema de creencias o con-
vicciones en el cual se mueven y en donde tal conjunto de elementos se relaciona
para conformar algo compartido en un sentido plenamente humano. Dicho sen-
tido común es la base colectiva con la que logamos ponernos de acuerdo en un
universo social, logrando en cierta forma, un consenso sobre el sentido del mundo
que posibilita el diálogo entre aquellos que comparten ese sentido común y que por
su finitud son insuficientes. Dicha finitud, así como la falibilidad humana, marcan
en gran medida el imperativo comunal, por ello urgen a relacionarnos mutuamen-
te. Es una necesidad obligada de los otros con quienes se comparte ese mundo, con
quienes se juzga y se actúa, con quienes se inventan nuevas situaciones humanas
mediante la representación en el intento de encontrar nuevos motivos de la acción.
Ese sentido común es convivencia, implica un sentido social y exige, por ende, la
confianza.
Estar con los otros nos permite convivir con ellos y ponernos en su lugar, nos
permite imaginarnos en su situación y, finalmente, este sentido de lo social nos
lleva a lo político en donde se busca la participación común. Es en esa democra-
tización de la sociedad que se implica la consideración de derechos, libertades y
deberes que fungen como objetivos a alcanzar. Con ello, el sentido común está
íntimamente relacionado con conceptos de los cuales hemos hablado ya desde el
primer capítulo, como son la pluralidad o la solidaridad, la compasión y la com-
prensión de los demás, así como la oportunidad para todos de lograr una igualdad
de oportunidades. El sentido común nos interna otra vez dentro de la distinción
indisoluble de lo privado y de lo público; siendo la mejor forma de estar dentro de
la comunidad, un arte de desenvolverse en comunidad, un sentido de bienestar
público y de interés común. Es la muestra de amor a la comunidad y una suerte de
civilidad que brota de un sentido de los derechos comunes de la humanidad. Con
ello, el sentido común constituye la base y el punto de partida para imaginar, in-
ventar y reconstruir ideas (García-González, 2014: 27).
La posibilidad de imaginar una situación mejor a la que se vive es lo que hace
posible pensar en el alcance de la paz y la trascendencia de situaciones de violencia
y de injusticia social. El desarrollo de la paz lograría la paz social y la paz gaia, que
implicaría transformaciones en los ámbitos educativos, en las formas de sociali-
zación y en las valoraciones sociales. Se generarían cambios en las estructuras de
organización y se impulsarían posibilidades varias para tener otro mundo posible
que nos permitiera pensar en situaciones diversas y mejores a las que aspiramos si
198 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

logramos cambios de paradigmas en los que gran parte de la humanidad ha estado


asentada a lo largo de la historia y no menos en los últimos tiempos, en los que se
han visto formas recurrentes de injusticia social. Ellas se constituyen en formas
violentas que no tendrían por qué ser así, sino que pueden trastocarse y dejar de
ser el presupuesto aceptado de la violencia estructural, con lo cual la paz puede
suponer y vislumbrar el alcance de la justicia.
Justamente, paz y justicia son ejes articulantes que buscan construir una hu-
manidad solidaria ciudadana desde el telón de fondo de lo humano, en los ejem-
plos concretos de los excluidos, los inmigrantes, los marginados, las mujeres
maltratadas, los niños sin hogar o aquellas personas que se encuentran en situa-
ción de extrema pobreza y mueren de hambre, por ello es que la lucha contra las
diversas formas de violencia pasa obligadamente por la justicia.
En este tenor es preciso ampliar los límites de las concepciones de ciudadanía
civil a lo que sería una ciudadanía de carácter cosmopolita. Esto se lograría am-
pliando las redes propias de lo humano, a modo de círculos concéntricos, como
la metáfora de Hierocles –estoico que pensaba que si acercábamos los límites con-
céntricos de quienes están más lejos de nosotros podríamos comprenderlos e in-
cluirlos en el marco de nuestras preocupaciones de manera más solidaria–. Sería el
caso de considerar como ciudadanos a todos aquellos que son migrantes, es decir,
se trata de crear ciudadanías sin fronteras, sin límites raciales, sin lindes de estratos
sociales, sin linderos de ninguna índole. Hacerlo de otro modo –como se ha veni-
do llevando a cabo desde la formación de los Estados-nación– impulsa la ruptura,
la desligazón humana. Los quiebres que generan las fronteras impulsan el aleja-
miento y las separaciones. Cuanto más lejano es el vínculo que une a las personas,
menor es la reciprocidad que se da entre ellas y esto constituye una amenaza para
el carácter pacífico del ser humano.
Si, como hemos señalado, la construcción de la paz tiene que ver con trascen-
der los conflictos y superar los atavismos que han lastrado la posibilidad de alcan-
zar dicha paz, violentando la dignidad de las personas y conciliando sus derechos,
es preciso revertir las realidades impregnadas de acciones violentas. Esta urgencia
es un imperativo moral, precisamente porque la violencia implica violación de la
dignidad, y las recurrentes situaciones de injusticia generan escenarios de violen-
cia e impiden la posibilidad de la construcción de la paz.
Las injusticias derivan de las acciones de las personas, por ello tales acciones
son las que las dignifican y al mundo, por esto es tan importante pensar en su dig-
nidad desde esta perspectiva, ya que soporta y construye la paz en una comunidad,
y sólo desde ahí podremos edificar una comunidad pacífica.
El basamento de las situaciones pacíficas se sustenta en virtudes que nos dig-
nifican, es decir, que nos hacen que seamos dignos como personas, pero asimismo
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 199

y a la par, que nos dignifiquemos por nuestras acciones virtuosas llevadas a cabo
para con los demás y en comunidad. Virtudes como justicia, solidaridad, toleran-
cia respetuosa, diálogo comunicativo y la phrónesis, en conjunción con las acciones
que nos hacen considerar a los otros todas ellas fungen como ideales regulativos.
Es de central relevancia apreciar que decir no a la guerra o a la violencia –que
significa la privación de acciones que lastiman a las personas y que Johan Galtung
(2003: 58) ha llamado paz negativa– es fundamental y necesario, aunque no sufi-
ciente. Se requiere construir situaciones en las que se abran posibilidades e incli-
naciones y se construya la paz positiva como lo apuntamos artes. En este sentido,
la paz negativa cobija y protege a la dignidad de las personas, porque pone límites
que no pueden ser desbordados; pero la paz positiva brinda las posibilidades de
protección activa y viabilización del desarrollo de esa dignidad a partir de cons-
truir derroteros posibles y con ello trascender la violencia. La cimentación de la
paz nos brindará la posibilidad de alcanzar la consecución de lo más relevante para
el perfeccionamiento de los seres humanos en conjunto: una situación de bienestar
y justicia.
La privación de las necesidades humanas básicas (Galtung, 2003: 178) pro-
voca sufrimiento y atenta contra la dignidad de las personas generando violencia;
por ello, se precisa partir de la consecución de dichas necesidades básicas para que,
desde ahí, se trasciendan esas violencias. Esto, porque partimos del entendimiento
de la violencia como aquellas “afrentas evitables a las necesidades humanas básicas
y más globalmente, contra la vida” (Galtung, 2010: 13).
La paz, o las paces, en plural, constituyen un imperativo de racionalidad que
es, a su vez, un imperativo de carácter moral, de ahí que los conflictos y confor-
taciones deben ser solucionados de manera pacífica, partiendo del supuesto de
que, situaciones de pobreza, hambre y miseria constituyen el caldo de cultivo de
la violencia, y a su vez generan fanatismo e intolerancia (García Bacca, 2001: 22),
promotores de esa violencia. Buscar la paz implica confiar, y entraña el despliegue
de la vida (Galtung, 1998: 27), el cual se logra por un agente que lleva a cabo las ac-
ciones con phrónesis y cuidado (Comins Mingol, 2003) para con los otros. Por ello,
las normas éticas no pueden escapar del testimonio de la realidad; eso fue lo que
movió a Gandhi a llevar a cabo su proyecto de paz y noviolencia, es decir, la certeza
de que las cosas podrían ser de otra manera. Es también lo que estudiosos de la paz
como Johan Galtung han defendido por más de cincuenta años.
Mirar desde estas perspectivas nos permite transformar las formas en las que
históricamente se ha visto la realidad desde una disposición bélica y de violen-
cia. Estas formas han despertado siempre un interés mayor en historiadores y en
filósofos, lo cual ha hecho que los estudios de paz hayan sido soslayados. El mis-
mo Immanuel Kant impactó con sus reflexiones en torno a la paz, estableciéndo-
200 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

la como alcanzable y plausible, aun cuando concebía el conflicto como motor del
progreso histórico de la humanidad.
Sabemos que el lenguaje y las preocupaciones en torno a la paz han versado
históricamente desde presupuestos violentos y han admitido que la guerra es in-
herente al ser humano y a la sociedad (cfr.: Clastres, 2004). Ha habido una gene-
ralización de la naturalización de estos presupuestos fundamentados en las tesis
hobbesianas, cuyos legados han perdurado hasta nuestros días y se han agregado
a muchos otros que continúan sosteniendo la guerra y la violencia como fatalida-
des biológicas. Sin embargo, muchas de estas propuestas dependen de creencias
infundadas, dado que a lo largo de la humanidad han existido expresiones de re-
ciprocidad y pacifismo que han sido silenciadas. Esta invisibilización y apatía ha
legitimado la violencia (Galtung, 1996: 13-14) como un sino innegable.
Si la paz significa “el conjunto de situaciones en las que se opta por la noviolen-
cia” (Jiménez, 2011: 117), porque la violencia indignifica, consideramos necesario
apuntar hacia horizontes que permitan el despliegue de dicha paz (117). Entre ta-
les desenvolvimientos se pretende alcanzar la realización de la dignidad que ga-
rantiza la justicia, la cual constituye un eje fundamental para la paz, porque no hay
paz sin justicia, lo cual conlleva todo un bagaje del pensamiento ético que implica
el respeto a las personas por su dignidad y una responsabilidad solidaria (Cortina,
1985). La solidaridad implica el reconocimiento de la relevancia de los demás, en
su misma dignidad.
Comprendemos que las diversas formas recurrentes de injusticia social se
constituyen en formas violentas, pero no tendría por qué ser así. Dichas injusticias
pueden trastocarse y dejar de ser el presupuesto de la violencia estructural –apun-
tada tan claramente por Galtung (1998: 25, 262ss)–, de modo tal que, la construc-
ción de paz puede suponer y vislumbrar el alcance de la justicia. Así, paz y justicia
son ejes articulantes que defienden y propulsan la dignidad y buscan construir una
humanidad solidaria ciudadana desde el telón de fondo de lo humano. Esta tríada
dignidad-justicia-paz se muestra de manera negativa en los ejemplos concretos de
los excluidos, los inmigrantes, los marginados, las mujeres maltratadas, los niños
sin hogar, o aquellas personas que se encuentran en situación de extrema pobreza
y mueren de hambre. La lucha contra las diversas formas de violencia pasa obliga-
damente por la justicia y sin ésta tampoco hay paz.
La paz es una meta buscada por sí misma y el punto de partida y de llegada ha
de ser dicha realidad; la reflexión pues tiene que partir al ras de la tierra, desde las
sociedades que son injustas y corruptas. Partimos de ahí dado que la justicia está
en los cimientos de la paz. Así, para sustentar la justicia se “parte de su ausencia;
en vez de pasar de la determinación de principios universales de justicia a su rea-
lización en una sociedad específica, [se] parte de la percepción de la injusticia real
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 201

para proyectar lo que podría remediarla” (Villoro, 2007: 16). Tal apuesta es la “vía
negativa hacia la justicia”68 (Villoro, 2008: 69, 75), y es una respuesta a la injusticia.
Dicha vía depende de un contexto situado en donde impera la desigualdad social
extrema y creciente, en donde manda la exclusión y la marginación de una gran
mayoría. La injusticia social está en la base de la violencia estructural, de modo
que el alcance de la paz asienta su base en la justicia social. Las virtudes éticas –que
apuntábamos antes para la defensa y la construcción de la paz– obligan a que esas
acciones no queden a la deriva limitando únicamente la violencia, sino que deben
apuntar hacia una paz activa. Estar insertos en un sistema de negligencias exhibe
en muchas ocasiones “nuestra colaboración en la ejecución del mal” (Wiesenthal,
1998: 115), en tanto “omisión universal” –como diría Arendt– que produce todo
un sistema de daños y males.
Es bien conocido por todos que la realidad constituye el detonador para nues-
tras reflexiones, es un ir y venir entre tales reflexiones teóricas y la realidad que
se nos impone y que al repensarla buscamos recursos teóricos que impacten para
modificarla. La articulación de la filosofía para la paz, con la investigación para la
paz, busca apreciar los fundamentos epistemológicos, por medio de los cuales es
posible aprehender la realidad social (Galtung, 1993: 15-45; 1996). El contenido
epistemológico se sustenta en ciertas características cognitivas que se configuran
a partir de la educación, la cultura, los valores y las experiencias individuales de
cada persona en cada sociedad (Jiménez, 2011: 24), por ello es preciso cambiar de
paradigmas para transformar con ello el conjunto de prácticas que definen a una
disciplina, y desde ahí elaborar constructos tales como es la paz. Evidentemente,
el conocimiento obtenido ha de atender las necesidades de la comunidad cientí-
fica y además reconocer a quienes habitan en una realidad específica de carácter
socio-cultural.
Para todo esto se requiere una elaboración teórica que al aplicarse a la realidad
práctica sea útil y sirva a los fines que se buscan, por ello todo este proceso tiene
que ver con la transformación de los conflictos para buscar la paz; ahí la justifica-
ción de su pertinencia y su legitimación. Esto constituye una tensión entre lo teóri-
co y lo práctico dado que al evidenciar la injusticia real que vivimos y que redunda
en situaciones de violencia busca modificarse en un proceso de paz.
La humanidad tiene la responsabilidad en todos y cada uno de nosotros de
generar los cambios obligados para entender íntegramente lo humano y de pro-
pugnar por una vida pacífica. Ciertamente, estamos obligados a pensar desde otra

68
Así titula el primer capítulo de su libro Los retos de la sociedad por venir, que constituye el
primer inciso del primer reto de los tres que propone: justicia, democracia efectiva e interculturali-
dad. Estos tres retos son los centrales que plantea la sociedad por venir. Al responder a cada uno de
estos retos con razones fundadas es que podremos orientarnos en este mundo (Villoro, 2007: 9).
202 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

racionalidad, desde una racionalidad ética que evidencie críticamente a una cultu-
ra mezquina por excluyente y perversa. De otro modo nos convertiremos en cóm-
plices; cerramos los ojos ante la devastación de lo humano, dado que, frente a una
mayúscula devaluación de la vida humana, y ante la instalación de las sociedades
en el miedo y una falsa piedad, se instauran los mecanismos de la violencia. Ese
mal consentido, el mal social y público que es causado por individuos dotados de
poder político o económico requiere: “a muchos más que los consientan, es decir,
a quienes colaboran con aquellos daños mediante su abstención, adquiera éste la
forma de indiferencia, silencio o cualquier otra” (Arteta, 2010: 43). Todas las ex-
presiones violentas que se han vuelto cotidianas en el mundo contemporáneo ge-
neran una indignación que corroe desde lo más hondo las entrañas de lo humano.
Es un sentido de urgencia que pretende lograr espacios de acción que alcan-
cen algo de luz al final del túnel, en tanto esa luz se sitúa en todo el proceso de
la búsqueda de la paz. Por ello, como recién decíamos, es preciso valorar nuestra
responsabilidad centrando nuestras esperanzas desde lo que vivimos. Esa espera
no debe ser confundida, como diría Roberto Esposito “con una actitud quietista
[…] su aspecto activo es la atención” (Esposito, 2006: 220). Por ello, hay que verlo
y considerarlo desde el lugar en el que estamos y que no puede quedar a la deri-
va, debe apuntar al objetivo de una paz activa. Por ello, si generalmente actuamos
como espectadores pasivos de las realidades que les suceden a otros y llevamos
acciones de omisión y de consentimiento, esto hace que la presencia de los que
sufren la violencia se desvanezca ante nuestros ojos y se quede en el olvido de la
responsabilidad. Es imperioso estar atentos; no es aceptable –bajo ningún concep-
to– que la violencia se normalice ante nuestros ojos; es preciso hacer un esfuerzo
de autoconciencia de nuestra propia responsabilidad personal y ciudadana frente a
la violencia para dejar de alimentarla. Desde ahí se puede iniciar el proceso de paz
que deberá incluir fundamentalmente la educación en la paz para la construcción
de una cultura de paz.
La recurrente y sistemática presencia de la violencia nos obliga a buscar sus
causas para no trivializar el dolor y la muerte, como lo hacen tan repetidamente
los medios de comunicación sin recato alguno. Bajo la égida de la globalización
y el desarrollo69 no ha sido posible resolver los problemas vitales de la humanidad
(cfr.: Hessel y Morin, 2012: 15), porque su incapacidad en la solución de tales difi-
cultades vitales ha generado la condena de todo el planeta a la desintegración o a
la regresión. Este desarrollo ha conllevado enormes males que lastran la vida de las
69
Resaltamos desarrollo porque hacemos una crítica al desarrollo visto desde una perspec-
tiva meramente economicista, buscando una situación de cada vez más y que no necesariamente
redunda en la humanización ni en un verdadero desarrollo humano. Esta situación es una de las
causas de la violencia en muchas sociedades, sobre todo en las que han sido más empobrecidas (cfr.:
Ridoux, 2010).
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 203

personas y destruyen su dignidad. Podemos apreciar que esta situación no variará


“a menos que consiga crear las condiciones de su propia metamorfosis, la cual la
haría capaz de sobrevivir y de transformarse al mismo tiempo” (Hessel y Morin,
2012: 15). Las causas son bastante claras y no menos que los efectos devastadores
en las personas, debido a las violencias estructurales como es la pobreza, se engen-
dran efectos asimismo violentos en aquellos que sufren de manera más intensa y
atroz en las escenas de exclusión e injusticia. Uno de los ejemplos patentes todavía
en nuestras sociedades es la violencia contra las mujeres que ha sido recurrente en
la historia de la humanidad. Por desgracia, aun con los avances históricos en rela-
ción a los derechos humanos, tal exclusión y violencia no han cesado en nuestros
días. Por desgracia, este fenómeno se origina principal –aunque no únicamente–
en países pobres, en países en vías de desarrollo, debido a factores como la pobre-
za, la corrupción y estados de derecho débiles, en conjunción con los prejuicios
que constituyen la violencia estructural y cultural aludidas.
Las características de la paz no pueden separarse de los atributos y cualidades
que posee. El diccionario señala que tal cualidad alude al conjunto de propiedades
inherentes a algo, y con ello se permite juzgar su valor. Esto significa que cuando
algo o alguien tiene ciertas características propias entonces se sostiene que ha lo-
grado cierta excelencia. Así, buena calidad atiende a la superioridad o excelencia y
se relaciona con todo el espectro del abanico de lo que es la paz.
Dado que en el caso de los seres humanos la cualidad se vincula con la exce-
lencia, entonces tiene que ver con especificidades de carácter ético, en tanto tal
excelencia tiene que ver con la construcción que de nosotros hagamos en noso-
tros mismos mediante nuestras acciones. Es la ejecución de acciones positivas para
las personas, por ello es tan fundamental la descripción de la paz positiva que la
enmarca en el espacio social y político. Ahí se explicita lo que es la paz entre los
propósitos institucionales y las exigencias humanas y la justicia. Éste es el marco en
el que se hace posible la paz, un proceso mediado por las acciones que concertada-
mente buscan elementos de construcción humana comunal.
De ahí que la pregunta sobre si un tipo de paz es mejor que otra puede res-
ponderse diciendo que la paz es un concepto amplio, que involucra múltiples ad-
jetivos, y en ese sentido, algunos le darían más o menos superioridad o excelencia,
dependiendo de quién la ejerce y ejecuta. La paz es acción, y por ello no podríamos
hablar de una paz inamovible o pasiva; aquélla de los cementerios a la que insinua-
ba críticamente Kant en Sobre la paz perpetua (2005b) y en la que la acción huma-
na queda en los sepulcros.
El valor de la paz como elemento propiamente humano se muestra cuando se
patentiza que la humanidad ansía vivir en paz y ella constituye el modelo final para
la convivencia en concordia, aún a pesar que la lógica prevalente ha sido la de la
204 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

guerra en la mentalidad de las sociedades y las personas, es por ello que hay más
tratados en torno a la violencia y la guerra que a los estudios de paz. La irenología,
o ciencia de la paz, es más difícil de construcción que la polemología, o estudio
de la violencia desencadenada, y generalmente por ello la primera queda en un
segundo plano.
Los planteamientos que desde la filosofía política se han llevado a cabo, han
privilegiado a la guerra sobre la paz, no porque sea preferible sino porque la vio-
lencia bélica parece amenazarnos de manera más directa de lo que nos afectan
indirectamente las hipótesis de una paz consolidada. Con ello, ese planteamiento
bélico que se privilegia ha de ser relevado por otro planteamiento de carácter ético
que restablezca la paz al primer plano, entendiéndola como un valor fundante que
sostiene a otros valores éticos y de carácter social. La razón práctico-moral no ex-
presa un problema teórico como ya hemos dicho e insistido, sino que es una cues-
tión práctica (Martínez, 2001: 221) que debe lograrse en la acción efectiva.
En muchas ocasiones, y sociedades, en que no se busca el bienestar común
sino el de unos cuantos, los valores pervertidos son los que han prevalecido,
traicionando lo que éticamente debería ser buscado. De ahí que debamos apo-
yarnos concertadamente en quienes aquilatan el amparo de la paz y buscan
procurarse una morada como la que ella contiene y en la que se apoyan otros
valores fundamentales para la humanidad. No cejar en el intento de trastocar
la relevancia que se ha dado a la guerra y sus teorías para dársela a los estudios
de paz es una tarea pertinaz sobre la que no hemos de declinar. Porque si bien
es cierto que la guerra nos resulta normal dada su generalización en la historia
de la humanidad, sus efectos nos han mostrado su carácter devastador en las
sociedades contemporáneas. Se destroza la vida de las personas que la sufren
y se demuelen los vínculos sociales. Los ejemplos son vastísimos tanto para los
países ricos que han hecho las guerras como para los pobres que las han sufri-
do; sus grupos sociales han sufrido los embates y los efectos. Por ello es preciso
pensar la paz como orden de vida, porque con la guerra finalmente todos pier-
den; el gran problema es que sabemos que construir la paz resulta ser una mag-
na tarea con elementos sumamente complejos y con una dificultad grande para
ponerse en práctica. De ahí la proliferación de todo tipo de pesimismos que
conducen a situaciones de inmovilismo al pensar en que lo que sucede es por un
determinismo inamovible.
El historial de dichos pesimismos no es nuevo, sin embargo, es lo que nos ha
tocado vivir. Los pesimismos antropológicos de corte hobbesiano se han asentado
en el imaginario social, que defiende lo innato de la violencia en las personas. Las
consecuencias son esperables, dado que se requerirá entonces un Estado de carác-
ter absoluto, que defienda el terror, como lo es el de Leviathan que, aunque domina
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 205

y cancela posibilidades de decisión comunal de los ciudadanos, garantiza la paz


gracias a la cesión de la libertad de los ciudadanos al Estado70.
Pensar en la paz como telón de fondo para una propuesta teórico-práctica en
un marco comunal nos obliga a indagar y estudiar lo que ella es con mayor ahínco
(que el estado de guerra) para desde ahí promover los valores que la defienden y la
propician. De este modo, podemos señalar –como hemos ido ya aventurando– que
la investigación sobre la paz incide en el hecho de que la paz puede pensarse racio-
nalmente como factible y desde la perspectiva moral como un imperativo.
Los conflictos y confrontaciones han de ser solucionados de manera pacífica
con la asunción y la obligada comprensión de que situaciones de pobreza, hambre
y miseria constituyen el caldo de cultivo de la violencia y, por ello, como violencias
estructurales han de ser trascendidas y solucionadas. Si todo esto es así, podemos
refrendar la afirmación de Linch que señala que “El sujeto kantiano debe entender
que todo es para bien, de lo contrario no podría sobrevivir a la gratuidad y el absur-
do de su existencia. […] Esta solapada declaración de optimismo forzoso recuerda
los recursivos argumentos medievales para fundamentar una conducta buena y
combatir de paso la desviación pesimista” (Linch, 1982: 59). Se trata de dar cauce
a la idea kantiana que hemos defendido a lo largo del presente libro y que postula
un ideal moral que se consuma en la realización de la paz. Esta propuesta permite
dar oportunidad a la aparición de la esperanza y con ella se abran ocasiones e inci-
dencias pacíficas.
Las experiencias violentas se imponen en nuestras mentes y la evidencia de
los conflictos se presentan como situaciones insuperables, quizás al modo de la
insociable sociabilidad o el pueblo de demonios kantianos. Si este fuera el caso, no
sería posible superar los conflictos, lo cual nos invita al quietismo escéptico y al fa-
talismo. Que las cosas sean como son porque así las hemos hecho no significa que
así debieran ser. La realidad conflictiva no la podemos evitar, las situaciones con-
flictivas, los desastres provocados por la humanidad, las guerras y las injusticias
nos obligan a aprender sobre la necesidad de organizar nuestra convivencia en paz

70
Ciertamente, las teorías políticas privilegian la paz y estudian los estados de guerra por
ser elementos que de algún modo buscan superar esa violencia y, buscan alcanzar la paz. Lo que se
pretende insistir es el hecho de que la lógica de la violencia ha proliferado y ha dado lugar a culturas
centradas en ella, las cuales no pretenden vislumbrar cambios para el alcance de la paz por conside-
rarla como un sueño o una utopía en un sentido negativo. Por ello, plantear los estudios de paz como
una cuestión ética tiene que ver con las pretensiones de que sea deseable, como ideal regulativo,
como ideal moral y en tanto a la posibilidad de pensar un mundo mejor. Sin embargo, históricamente
ha habido respuestas en torno a la inevitabilidad de la guerra que se han aglutinado en dos grandes
grupos: los apologistas y los pacifistas. Entre los primeros encontramos los defensores de la Teoría de
la guerra justa (Escuela de Salamanca) y los defensores de la Teoría legalista de la guerra (postura de
la ONU).
206 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

(cfr.: Martínez, 2001: 42). Esto se relaciona profundamente “con la responsabilidad


que tenemos los seres humanos en el acontecer de la experiencia […] Razonamos
sobre cómo debería de ser nuestra convivencia en paz, pero tenemos experiencias
de todo lo contrario” (Martínez, 2001: 42), aunque en realidad la idea de paz se
enfoca en la práctica de las relaciones humanas. Por ello es tan lúcido el análisis de
Galtung (1990: 291-305) al señalar la amenaza y/o cancelación de las necesidades
humanas y la generación de injusticia como causa del deterioro de la paz
Buscar la paz implica confiar en el ser humano acompañado de los valores que
le acompañan y por lo cual las normas éticas no pueden escapar del testimonio de
la realidad. Eso fue lo que movió a Gandhi desde las certezas de que las cosas po-
drían ser de otra manera, y es lo que ha implicado a pensadores de la paz en estas
cuestiones de extrema relevancia. Con estos esfuerzos y ejemplos se trastocan las
formas en las que históricamente se ha visto a la realidad desde una perspectiva
bélica y de violencia que ha hecho que los estudios de paz hayan sido soslayados y
hasta despreciados. El fardo que se ha construido y se ha instalado en el imagina-
rio de los pueblos y en las mentes de las personas a partir de las ideas de la guerra
es tan pesado que aun el mismo Kant, como filósofo de la paz, coloca al conflicto
como motor de la historia que hace que la humanidad progrese.
Por ello, la presencia de los valores es nodal para lograr la paz, además –y
esto es fundamental–, ella misma constituye un valor, y los valores a los que nos
hemos referido a lo largo de este capítulo están situados en la paz y tienen impli-
caciones con ella. El respeto a los otros, la regla de oro que implica pensar en lo
que nos gustaría recibir de los otros y sus comportamientos hacia nosotros, todo
esto –conjuntamente con lo que habríamos de hacer por ellos–, construye la paz.
Además de esto, el hecho de reconocer el valor de todos los seres humanos –inde-
pendientemente de sus especificidades raciales, de clase o alguna otra diferencia–,
la justicia, la igualdad, la no opresión, el amor; la inclusión y la solidaridad, entre
otras más, posibilitan el logro de la paz. Por eso es importante comprender lo que
es la paz para después indagar lo que significa su contraparte que la socava, es
decir, hemos de inquirir en el fenómeno que la traiciona y que aparece en forma
de violencia, poniendo manos a la obra para analizar el mundo como lo ha vivido
la humanidad, inclinado a la violencia. Desde ahí podremos pensar en un mundo
diferente y quizás mejor, que rescate las actitudes de paz que han existido a lo largo
de la historia humana.
Frente a la realidad se nos impone cuestionar los fundamentos epistemológi-
cos por medio de los cuales es posible aprehender la realidad social (Galtung, 1993:
15-45; 1996). El contenido epistemológico se sustenta en determinadas caracterís-
ticas cognitivas que se configuran a partir de la educación, la cultura, los valores y
las experiencias individuales de cada persona en cada sociedad (Jiménez, 2011: 24),
Capítulo II | Filosofía de la paz, comprender lo común 207

cuestión fundamental para cambiar y transformar el conjunto de prácticas, y así


intentar partir de expresiones como la paz. Evidentemente, el conocimiento ob-
tenido ha de atender las necesidades de la comunidad científica y además ha de
reconocer a quienes habitan en una realidad específica de carácter socio-cultural.
Para todo esto se requiere una elaboración teórica que, al aplicarse a la realidad
práctica, sea útil y sirva a los fines que se buscan y que entraña la transformación
de los conflictos para buscar la paz con los valores que la acompañan.
Quizás uno de los enormes problemas a los que nos enfrentamos cuando ha-
blamos de la paz tiene que ver con que se ha sustantivizado y se apela a ella como
un ideal inalcanzable y utópico (en el peor sentido), y por esto se ha trivializado su
utilización. Hemos ya asentado que entendemos por paz el despliegue de la vida
de las personas en un contexto que se cifra en el desafío incesante y permanente.
Tener como telón de fondo una filosofía de la paz es fundamental, toda vez que de-
limita, define, modifica la realidad, clarifica la base que es requisito para un marco
de reconocimiento mutuo que exige y supone situaciones de diálogo que permiten
desplegar y expandir la vida de las personas en un ámbito práctico, en el cual pue-
de pensarse a la paz como realizable.
Analizar todos estos elementos valorales, políticos y éticos nos dan acceso a
comprender los sucesos que vive la humanidad aun con todo y nuestra paradó-
jica insociable sociabilidad definida por Kant. Afrontar esta paradoja nos obliga
a insistir en principios razonables, imparciales y universales a los que nuestras
acciones se ajustan obligadamente; o instigándonos a “hacer cálculos inteligentes
de lo que acarrean nuestras iniciativas, para que ajustemos nuestra conducta a las
que aporten los mayores beneficios, […] invitándonos a que configuremos nues-
tro modo personal a ser de formas tales que realicen lo mejor de nosotros y nos
dispongan a las mejores relaciones” (Etxeberría, 2012b: 5). Sólo así podremos sos-
tener que La paz da cuenta siempre de una convivencia plena en escenarios comu-
nales. Sobre esta cuestión abundaremos más en el siguiente capítulo tercero, sobre
todo en el tercer inciso.
CAPÍTULO III
ÉTICA DE LA PAZ, HORIZONTE PARA LA ACCIÓN

“In its meaning and purpose, peace is neither a state of perpetration


nor the status quo. It has nothing to do with inactiveness. […] Peace is an
active, dynamiuc force. Commiting to it as a goal offers an individual or
a group the strength to respond to any and all types of conflict. […] Com-
mitment to the purpose of achieving peace sustains the needed actions,
especially when we are facing challenges”71.
Candice C. Carter y Ravindra Kumar (2010: 1-3)

“Mais la violence n’ést pas un destin devant lequel nous n’aurions qu’à
nous incliner. L’espace entre le donné mortifère et l’excellence attendue
est parcouru par nos protestations contre ce qui est ne devrait pas être.
Ces protestations ne sont pas des cris; elles soutiennent la lente recherche
humaine, son élaboration de médiations par lesquelles notre aspiration
pourra s’accomplir dans la paix en rejoignant ce qui doit être”72.
Paul Gilbert (2009: 85)

“La paz perpetua, que se deriva de los hasta ahora mal llamados tra-
tados de paz (en realidad armisticios), no es una idea vacía, sino una
tarea, que resolviéndose poco a poco, se acerca permanentemente a su
fin”.
Immanuel Kant (2005: 187)

71
“En su significado y propósito la paz no es ni un estado de perpetración ni un status quo.
No tiene nada que ver con inactividad […] La paz es una fuerza activa y dinámica. Comprometerse
con ella como una meta ofrece al individuo o a un grupo la fuerza para responder a cualquier tipo de
conflicto. […] Comprometerse con el propósito de lograr la paz sustenta las necesarias acciones que
se necesitan especialmente cuando se enfrentan retos”.
72
“Podemos traducir la cita de la siguiente manera: “Pero la violencia no es un destino al
que sólo hemos de inclinarnos. El espacio entre lo dado mortífero y la excelencia esperada es impul-
sado por nuestras protestas en contra de lo que no debería ser. Estas protestas no son gritos; ellas apo-
yan la lenta investigación humana, su elaboración de las mediaciones a través de las cuales nuestra
aspiración podrá lograrse en la paz uniendo lo que debe ser”.
210 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

3.1 Hacia una racionalidad práctica pacífica, desde lo común y lo plural

“Habrá tantas culturas para hacer las paces como maneras de orga-
nizarse las relaciones entre los seres […] Reconocimiento universal de
que todos los pueblos tienen el derecho a darse las formas de goberna-
bilidad que bien les parezcan siempre que sirvan para incrementar las
formas pacíficas de convivencia”.
Vicent Martínez (2003: 330)

“Lo que acaece al sujeto en su estricta soledad no sería en realidad


una experiencia: esta requiere la presencia de otros, requiere la plura-
lidad. Y para poder examinar esas experiencias, debemos girar nuestra
mirada al interior mismo de las acciones y las palabras de hombres y
mujeres, en ‘aquellas situaciones y gestos singulares que interrumpen
el movimiento circular de la vida cotidiana’. La apuesta de Arendt por
una metodología que reinstaure la pluralidad lleva afirmar el papel de
la narración y la actividad del narrador –storytelling– como ‘guías en
el camino de la comprensión’. Mediante la incorporación de los relatos
damos cuenta de la. irreductible pluralidad. […] El loco y el extranjero
representan la última frontera en el reino de los nosujetos, de aque-
llos expulsados de la convivencia humana. Son realmente los extraños,
como la misma etimología de ‘extranjero’ nos recuerda. Si el loco es
aquel que ya no puede comunicarse, el extranjero es ‘un símbolo pa-
voroso de la desnuda individualidad’, ya que quien vive al margen del
mundo común, es devuelto a la naturaleza, ‘se convierte en un ser hu-
mano en general, sin una profesión, sin una nacionalidad, sin una opi-
nión, sin un hecho por el que identificarse y especificarse’. Para Arendt,
en este sentido, ser ‘humano’ no es algo dado, sino algo por lo que hay
que luchar: ‘La humanitas nunca se alcanza en soledad’”.
Cristina Sánchez (2007: 227, 232)

Ya decíamos en el capítulo precedente que la paz es un valor esencial y conlleva


en sí mismo otros valores que tienen que ver con la defensa de la humanidad. Por
ello, uno de esos valores es la dignidad que se resguarda al defender la paz. La tutela
de esa paz supone acuerdos mínimos que determinan lo que ella es, sobre todo cuan-
do se trata de diversas formas culturales o de diferentes cosmovisiones en el seno de
las culturas. Cuanto más refinado y enriquecido sea el valor de la paz, y más los cri-
terios que inyectemos en su definición, menos probable es que nos encontremos con
situaciones empíricas en las que todas las ponderaciones puedan ser satisfechas, por
ello es mejor pensar en la paz en plural. Así, hablar de las paces abre las posibilidades
de inclusión de problemáticas y de formas diferentes de convivencia pacífica.
La mayoría de la gente estaría de acuerdo en el concepto de paz como ausen-
cia de violencia, aquello que, como hemos insistido, se ha llamado paz negativa,
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 211

pero esas personas quizá no estarían necesariamente de acuerdo con una defini-
ción adicional de paz –en un sentido positivo–, como la presencia de asociaciones
y la equidad en las relaciones humanas, y probablemente no aceptarían la tesis de
que la paz positiva es equivalente a la ausencia de violencia estructural y cultural.
Este asunto es complicado; aquí se inscriben las participaciones de las institucio-
nes que contemplan únicamente el primer tipo de paz (ausencia de violencia ex-
plícita y directa) dejando intactas las estructuras institucionales y culturales que
generan violencia. En muchas ocasiones no hay violencia directa pero sí estructu-
ral y cultural, y en estos ámbitos se inserta la violación de los valores promotores
de cualquier paz.
Las instituciones y las culturas generalmente no están dispuestas a aceptar
explícitamente la no explotación, la no dominación, ni a advertir el respeto y re-
conocimiento obligados de quienes son diferentes o de las mujeres. Es por ello
que es imperativo entender que este rechazo pone en entredicho la dignidad de
las personas y da pie a la generación de violencias diversas. La necesidad de hablar
de paces nos da la pauta para entender que la paz tiene sus facetas y sus diversida-
des, y es más realista buscarlas así, de manera plural en sus diferentes modalidades
humanas, que anhelar una paz absoluta. Las violencias en plural se introducen en
los intersticios, por ello hemos de pensar en las paces. La paz absoluta se puede lo-
grar, pero para ello se violentan los valores diversos, situados en los variados espa-
cios y cosmovisiones humanas, como lo ha mostrado la historia, y en este sentido
el camino de la paz estaría realizándose con medios inaceptablemente violentos.
Es central partir de lo diverso existente y desde ahí reivindicar las paces, ellas se
acompañan de los valores éticos y socioculturales que se busca alcanzar.
Los valores son metas, pero son puntos de partida también, emanan de lo vivi-
do y guían la praxis de vida, como ideales que nos permiten visualizar lo que debe-
ríamos perseguir sin claudicar en esas metas. Lo que sucede con el concepto de paz
–ante la realidad violenta que en general se vive–, es que dicho concepto se desplie-
ga como el ideal regulativo kantiano en Metafísica de las costumbres (1999b), que
implica tener un ideal que va regulando nuestro actuar cotidiano. Éste es ordenado
por ese ideal en aras de alcanzarlo, en donde la racionalidad práctica o lo que es la
racionalidad de la acción veta la guerra. Evidentemente, esta prohibición es cohe-
rente con la búsqueda de la excelencia humana; por ende, es congruente con la paz.
Las diferentes formas de hacer la paz previenen la violencia que, como ya he-
mos dicho, se ayuda del diálogo crítico (que se aprende), de la comunicación y del
respeto a los demás. Un recurso ético excelente para favorecer la paz es ponerse
en el lugar de los otros; se trata de suscitar los recursos de la imaginación que pro-
mueven situaciones de una cierta moralidad empática, para desde ahí comprender
lo que es el daño y el sufrimiento. Ponerse imaginativamente en el lugar del otro
212 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

muestra cómo la imaginación hace visible el lazo de asociación que proporciona


la constitución del otro, y lo hace en una forma de imaginación y simpatía con el
otro (cfr.: Etxeberría, 1995: 78). En este sentido, en la transferencia hacia el otro
u otros existe la analogía y la simpatía; ponerse en el lugar de los otros signifi-
ca que podemos imaginar lo que experimentaríamos si estuviéramos en su lugar,
pero tal transferencia no es total, puesto que no podemos vivir sino nuestras vidas;
sin embargo, nos pone en el entresijo del conocimiento de los otros de manera
analógica. Por ello, la imaginación ética es tan relevante en la visualización de los
otros, quienes por ser fines en sí mismos tienen un valor absoluto, de este modo,
tal imaginación ética funge como postulado ético73. Además, cuando hay fines de
largo alcance y con peso ético pueden ser esbozos para la orientación de la acción,
abriendo el campo de lo posible como ejercicio de la imaginación para pensar de
otro modo al ser social, al involucrar la compasión y la solidaridad. Mantener pre-
sentes estos preceptos, por más formales que sean, dará lucidez a nuestras acciones
cotidianas de manera más pacífica.
Precisamente porque la diferencia es lo que prevalece, hemos de hablar de
paces y de la pluralidad de expresiones de la paz, no de una paz unívoca. Las di-
ferencias culturales muestran valoraciones diversas en los senos de las culturas y
parten de la búsqueda de la paz desde las situaciones de violencia. Pensando al
modo como lo hizo Luis Villoro, es posible decir que hay teorías que toman como
criterio los disensos, las diferencias y las situaciones del mal radical –que es la in-
justicia– y que implican la negación sistemática y recurrente de lo que es lo común
y el incumplimiento de normas universales. Añadiríamos que dentro de la confi-
guración de estas normas universalizables se encuentra la paz. Justamente, y como
ya lo habíamos señalado en el primer capítulo de este libro, en lugar de partir del
consenso, para fundar la justicia, Villoro apuesta por partir de su ausencia: en vez
de pasar de la determinación de principios universales de justicia hacia su realiza-
ción en una sociedad específica, hemos de partir de la injusticia real y desde ahí
proyectar lo que podría remediarla (Villoro, 2007: 16). Esta vía negativa situada en
los contextos históricamente determinados y apostados rige la desigualdad social
extrema y creciente, y manda la exclusión y la marginación de una gran mayoría.
Todas estas formas se acompañan por la violencia, por ello en estos contextos la
clave difícilmente puede ser el consenso. No prevalecen las condiciones ni sociales

Ricoeur hace una relación dialéctica entre Husserl y Levinas al reconocer la captación
73

analogizante del ego transferido a otro cuerpo en el que encuentra la alteridad por medio de la cual,
el otro deviene un semejante. Todo esto, de tinte husserliano, se combina con el movimiento del otro
que viene hacia mí –de Levinas– para quien el rostro del otro no es un espectáculo que me represen-
to, sino una voz que me interpela y me constituye como ser responsable, de modo que atestiguamos
al otro desde una coloratura ética, porque tiene que ver con el otro en un marco de historia efectual,
dicho así desde Gadamer (Ricoeur, 1996: 365ss, cfr.: Etxeberría, 1995: 122; Gadamer, 1994: 281 y ss).
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 213

ni políticas para un acuerdo común, sino una reclamación desde la experiencia de


la injusticia y de la ausencia de paz. En estas situaciones, la realidad se impone de
manera indefectible y agresiva y difícilmente se pueden lograr consensos, a no ser
que hablemos de consensos de violencia y de injusticia dado que lejos estamos de
que el desarrollo social, la justicia y la paz sean el común denominador.
Sin duda, cuando la exclusión de los beneficios sociales y políticos se vuelve
algo cotidiano, la injusticia y la violencia campean, entonces, no podemos seguir
mirando igual a la realidad. Al alcanzar la justicia se logra la paz y al apresar am-
bas, la humanidad se edifica. El camino es sinuoso y lleno de obstáculos conforma-
dos por la violencia y la injusticia, ambas impiden la plenitud humana y el logro de
la paz, esta última es el camino y en él nos vamos edificando en la búsqueda de las
paces de todos quienes formamos la humanidad.
Proyectar implica realizar la racionalidad práctica que tiene sus razones mo-
rales y desde ellas se nos impone el deber de poder vivir como si pudiéramos al-
canzar la paz. Esta propuesta se vincula con la posibilidad de imaginarnos de otra
manera, como si estuviéramos en otro momento y en otra realidad. Todo esto, en el
ánimo de que será posible obtenerlo si nos reconocemos mutuamente como per-
sonas valiosas y con derechos de interlocución en los ámbitos de una ética de la
justicia, desde una ética de la responsabilidad con los otros, considerando la hos-
pitalidad y en aras de alcanzar –conjuntamente– los beneficios mutuos que cons-
tituyen la solidaridad. Con estos recursos se inducen las formas de alcanzar dicha
paz. Y esto es, ciertamente, lo que se pretende en este tercer y último capítulo del
presente libro, en tanto abordaje de una ética de la paz como moción para vislum-
brar horizontes en los que se piense la paz y las paces como realidades que puedan
llevarse a la acción práctica.
La posibilidad de imaginar una situación mejor a la que se vive es lo que hace
posible pensar en el alcance de la paz y las paces y trascender situaciones de vio-
lencia y de injusticia social. Así, el desarrollo de la paz lograría la paz social y la paz
gaia, que implicarían transformaciones en los ámbitos educativos, en las formas
de socialización, en las valoraciones sociales y en las acciones ecológicas. Con este
logro se suscitarían cambios en las estructuras de organización y se impulsarían
posibilidades varias para tener otro mundo posible. Quizás este planteamiento po-
dría juzgarse como un escenario utópico, sin embargo, encarna pensar en situa-
ciones diversas y mejores a las que aspiramos si logramos cambios de paradigmas,
en los que gran parte de la humanidad ha estado asentada a lo largo de la historia.
Las formas recurrentes de injusticia social, que se constituyen en formas vio-
lentas, pueden trastocarse y dejar de ser el presupuesto de la violencia estructural
y cultural, de modo tal que las paces agenciadas pueden suponer y vislumbrar el
alcance de la justicia y pensarse siempre desde lo común y lo plural.
214 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Los presupuestos valorales se construyen en la intersubjetividad y el diálogo,


teniendo como eje la paz en tanto valor y recurso que guía nuestras acciones de
manera compartida con los demás miembros de la sociedad (Galtung, 2003: 34).
Esa paz busca acuerdos en los mínimos valorales de modo que podemos hablar de
esos mínimos en tanto valores localizables en toda cultura que, además, se confor-
man como valores transculturales (Krotz, 2004) inclinados a la conquista de la paz,
aunque la interpretación de ellos varíe. Partir de la pluralidad y del disenso implica
que “la fundamentación de los valores es cultural, depende de cada cultura funda-
mentar sus valores, no existen valores con independencia cultural” (Krotz, 2004:
154). Tales valores se encarnan en las culturas y desde ellas se erigen posibilidades
de universalidad de esos valores; dicha universalidad no ha de originar problemas,
dado que se buscan siempre para bien de todos y, por ende, supone que no existan
afectados por su consecución.
La búsqueda del común es necesaria para poder erigir componentes que lo-
gren la cohesión con un carácter valoral apreciado por todos ellos, como son los
elementos compartidos, los comunes [the commons], la comunidad, lo comuni-
tario, lo comunal, lo común, la comuna o la comunidad. Todos éstos parecen ser
términos que entendemos con facilidad, pero, de hecho, son términos complejos
y de interpretación complicada, desde las nociones estudiadas por la economía o
el derecho hasta la misma etimología. Roberto Esposito (2007), por ejemplo, tras
desenredar las raíces de ese conjunto de palabras, dice que “la comunidad no es
un recinto aséptico en cuyo interior se establezca una comunicación transparente”
ni “un modo de ser –o menos aún, de ‘hacer’– del sujeto individual” (Esposito,
2007: 22) La comunidad, añade, “es el conjunto de personas a las que une no una
‘propiedad’ sino justamente un deber o una ‘deuda’: lo que nos debemos unos a
otros” (Esposito, 2007: 22). La comunidad no es ni proliferación ni multiplicación
de individuos, continúa Esposito, sino lo que los pone fuera de sí, es decir, “inte-
rrumpe su clausura y los vuelca al exterior” (Esposito, 2007: 29-30). Lo común es
lo inapropiable: no lo que nos pertenece a todos sino aquello de lo que nadie puede
hacerse sin perjuicio de la comunidad. Eso común es lo que nos antecede y está
como hecho existente, por ello es que a las formas individualistas que vivimos hoy
les ha sido previo ese común que se ha roto. Por ello la comunidad es deuda, pren-
da, un don-a-dar (Esposito, 2007: 29-30). Así, “recuperar la idea de mundo común
no es una forma de escapismo utópico. Todo lo contrario. Es asumir el compromi-
so con una realidad que no puede ser el proyecto particular de nadie. Y en la que,
queramos o no, estamos ya siempre implicados” (Garcés, 2013: 14). Ese nosotros
nos precede, por ello, luchar contra lo que nos separa es una manera de analizar
esos motivos como han sido las religiones, las comunidades tradicionales cerradas,
el miedo y las formas de producción del capitalismo radical. Desde ahí y con nues-
tra “realidad fracturada y en guerra pueden ser abordados desde la concreción de
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 215

unas luchas necesariamente múltiples en las que se expresa el deseo común de ha-
cer mundo” (Carcés, 2013: 23). La inmunización descrita por Roberto Esposito
manifiesta la lógica de la modernidad (Esposito, 2006: 13ss), en la que se lucha
por la autoconservación individual, la cual conforma el presupuesto de todas las
categorías políticas. Así, las sociedades se erigen a partir de la desvinculación de
los individuos que la conforman en cualquier dimensión compartida. Lo común
no puede pensarse como subsecuente de lo individual sino al contrario, porque la
primacía del individuo ha roto la vida en común. Ésta es “el conjunto de relaciones
tanto materiales como simbólicas que hacen posible una vida humana” (Garcés,
2013: 29). En este sentido, la condición del ser humano es relacional; no podemos
decir yo sin que resuene un nosotros. Esto es indefectible y su negación es la que
ha generado conflictos no resueltos y dado pie a la violencia y las guerras. Por ello,
el nosotros se conforma como “sentido del mundo entendido como las coordena-
das de nuestra actividad común necesariamente compartida” (30). Así, el contrato
social es artificio y nos obliga a pensar en la necesidad de la interdependencia y
de un vínculo para replantear la comunidad. De otro modo, las dos formas de la
sociedad moderna –a saber, los individuos asociales que prevalecen y se presen-
tan como amenazantes y las comunidades cerradas como resguardos defensivos y
ofensivos que actúan en una relación nosotros/ellos– generan una “geografía de la
furia” (Appadurai, 2013: 33), que refuerza esa “inmunidad” que expresa cerrazón
y aniquilamiento de lo común porque no se debe nada a nadie; es un recinto asép-
tico y suficiente, mientras que la comunidad implica falta. Así sólo en ese común y
en el nosotros, es posible la paz.
Ese común –cuya teoría fue proporcionada por Michael Hardt y Antonio
Negri– fue pensado desde las experiencias concretas de los comunes –en plural–,
hasta una concepción más abstracta y políticamente más ambiciosa de lo común
en singular. Ha llegado a ser “el nombre de un régimen de prácticas, de luchas, de
instituciones y de investigaciones que apuntan a un porvenir no capitalista” (Laval
y Dardot, 2015: 22). Y esto porque si lo común alude al don, al munus implica un
carácter colectivo y a menudo político que conlleva prestaciones y contrapresta-
ciones que conciernen a una comunidad entera (Laval y Dardot, 2015: 29) y que
comporta obligación de reciprocidad. La contravención de estas apuestas fecunda
problemas, conflictos y violencias que se contraponen a las pretensiones de paz y
de noviolencia; rompen con el propósito de buscar los elementos que no separen
a las sociedades; lo que se ansía es defender los factores que las cohesionen. Esas
violencias que aparecen en la escena pública, además de tener mayor visibilidad,
prevalecen porque es lo que tenemos ante nuestros ojos de manera más grave e
imperiosa.
Es relevante notar que, en nuestra cotidianeidad, asimismo, aparecen muchas
expresiones de paz, de las cuales no nos percatamos ni les damos su justo valor;
216 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

es lo que hemos llamado paces silenciosas (García-González, 2014: 17), que sue-
len ser sordas e invisibles. Todas estas acciones pacíficas pueden intentarse como
generalizables en todos los ámbitos de nuestras vidas, en eso consiste justamente
plantear la paz como ideal moral.
Aun a sabiendas de que una propuesta de paz podría suponerse como utópica,
es preciso que si vamos a hablar de la violencia hablemos también de la noviolencia,
porque “escribir la historia de este siglo violento, y analizar las políticas que en él se
han dado sin analizar también su noviolencia, es difamarlo aún más” (Galtung, 2003:
163ss)74. Han existido casos ejemplares en situaciones históricas en las que se evitó la
violencia directa y se redujo o evadió la violencia estructural; éstos son los ejemplos
que debemos tener ante nuestros ojos y en nuestras mentes para con ello mantener
presente y viva la esperanza. Trivializar la violencia significa naturalizarla y pensarla,
finalmente, como algo banal75 no porque no sea grave, sino porque se lleva a cabo sin
reflexión alguna y siguiendo una lógica imperante de la aniquilación, de la injusticia
y de la corrupción que se presentan en los espacios humanos. Una meta a alcanzar
reivindica la superación de las desigualdades, de las exclusiones y de la discrimina-
ción, y sólo en el momento en que se alcanza dicha trascendencia será cuando las
personas dejarán de ser añadidos superfluos y excluidos, convirtiéndose en piezas
fundamentales para la construcción de lo humano, precisamente porque se les ha
reconocido como tales. Sólo en ese momento se logrará la dignificación de dichas
personas y con ello se obtendrá el valor fundamental de la paz, y con esta última apa-
recerán los demás valores que la acompañan.
Si tenemos claridad en torno a los conceptos de paz podremos postularlos
como medios para alcanzar los fines, de modo que si el fin es la supervivencia y la
dignificación humanas hemos de considerar medios que potencien la vida. Así, los
medios tienen que ser buenos y no se puede justificar que no lo sean o que se dis-
tancien de los preceptos morales de respeto y dignificación de lo humano. Dichos
medios que llevan al logro de fines han de estar en función de objetivos igualmente
buenos. Esto significa que no se puede sacrificar ni a personas ni a grupos en aras
de alcanzar a lo lejos la paz; de igual modo, tampoco se puede sacrificar a genera-
ciones para lograrlo. Utilizar medios violentos para obtener fines no violentos no
74
En el siglo XX ha habido ejemplos tales como: la campaña swaraj de Gandhi por la in-
dependencia de la India desde 1920; la liberación de los judíos detenidos en Berlín en febrero de
1943; la campaña de Martin Luther King Jr. desde 1956; el movimiento contra la guerra de Vietnam,
dentro y fuera de Vietnam; las Madres de la Plaza de Mayo en Buenos Aires contra los militares; el
movimiento de poder popular en Filipinas en 1986; el movimiento de poder de niños y niñas en
Sudáfrica desde 1976 hasta 1986; el movimiento de la Intifada en la Palestina ocupada desde 1987;
el movimiento democrático en Pekín en la primavera de 1989; los movimientos solidarios/RDA que
pusieron fin a la guerra fría (Galtung, 2003: 163 y ss).
75
En esto sigo a Hannah Arendt y sus reflexiones sobre Eichmann (Arendt, 1999). La vio-
lencia puede ser traducida como el mal en el mundo, como lo sostiene Ricoeur (2004).
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 217

sigue una lógica consecuente ni entraña una ética aceptable, y mucho menos lo es
en el caso de la paz y la dignidad. Esta idea que defiende un tipo de utilitarismo
inaceptable y que contraviene al dictum ético que asevera que el fin no justifica
los medios. Por ello, Gandhi era claro cuando señalaba que hemos de cuidar los
medios porque lo fines se cuidarán de sí mismos, y añadía su tan famosa frase que
reza que la paz es el camino, ahí se confecciona en los medios.
La violencia puede comenzar en cualquier ángulo del triángulo conforma-
do por la violencia-directa-estructural-cultural, pero al iniciar en uno de ellos se
transmite fácilmente a los otros vértices del triángulo. Si la estructura violenta está
institucionalizada y la violencia se encuentra interiorizada, la violencia directa
tenderá a institucionalizarse y a convertirse en repetitiva y ritual. Este síndrome
triangular de la violencia debe contrastarse y apostarse mentalmente también con
una forma triangular de la paz. Así, la paz directa genera paz estructural con rela-
ciones asociativas y simbióticas equitativas y en actos de cooperación, de solidari-
dad y amistad que dan cuenta del reconocimiento. Podemos trastocar el triángulo
vicioso por el triángulo virtuoso, que trabaja sobre los tres ángulos al mismo tiem-
po, y desde ahí buscar la paz en los diferentes ámbitos.
El valor de la paz tiene que ver con lo humano, con la realización de lo más
valioso que es la dignidad de las personas, por ello la paz es el valor eje sobre el
que se montan otros valores como son la solidaridad, el reconocimiento, la coo-
peración y la hospitalidad, cuya realización logra una sociedad más pacífica que
apela a los elementos plurales y comunes. Sólo desde estos presupuestos es que
podemos orientarnos hacia la paz mediante una racionalidad pacífica. Ésta da la
pauta para el diálogo y permite escuchar para superar los conflictos y con ello di-
cha racionalidad pacífica aflora y se manifiesta. Desde ella y con ella se conforman
recursos para afrontar, atajar y subvertir las diversas violencias que aparecen en los
horizontes humanos.

3.2. Tejer la paz desde el diálogo y la escucha

“Para ser capaz de conversar hay que saber escuchar […] ¿Es un deci-
dido rechazo de toda voluntad de consenso y la rebelión contra el falso
consenso reinante en la vida pública lo que otros llaman incapacidad
para el dialogo? […] Siempre que se busca un entendimiento hay buena
voluntad”.
H.G. Gadamer (1994: 208, 203 y 331)

“El Derecho a la participación social se entiende como aquellas inicia-


tivas sociales que configuraron las personas en colectivo para la toma
consciente del accionar frente a su realidad social, en tanto que permi-
218 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

ten la consolidación de nuevos espacios e imaginarios del manejo de las


estructuras sociales de poder y de lo que es la inclusión de los actores
sociales en los movimientos sociales como presencia, empoderamiento
y realización en la esfera pública. […] Poder reclamar situaciones que de-
mandaron cambios para el goce efectivo de derechos, en los cuales, los
procesos de participación social se ejercieron como la forma de identifi-
cación del daño sufrido por causa del conflicto armado [… esto] significó
que reparar es asumir el daño ocasionado en las dimensiones econó-
micas, sociales, políticas, culturales y ambientales, permitiendo de esta
manera el restablecimiento de los lazos comunitarios y formas organi-
zativas y reconstructivas del tejido social […] con miras a la restitución
de derechos de las víctimas para la mejora de su convivencia en vías a su
inclusión en los planes, estrategias y políticas públicas a nivel nacional,
de acuerdo con lo que propone el enfoque de acción sin daño.
María Ordoñez, Diego Moncada,
Sandra Restrepo y Nataly Cortés (2017: 12)

“This perhaps utopian vision of listening is not an actual state or prin-


ciple, but a horizon toward which we might travel. Listening being is thus
a philosophical challenge that invites us to rethink communication tho-
rough the lens of listening and engage with/in a form of human commu-
nication and consciousness beyond discursive thought”.
Lisbeth Lipari (2010: 348)76

Los conflictos que se presentan en nuestra vida cotidiana tienen la posibilidad


de zanjarse porque pueden ser procesados, trascendidos, sobrepasados, proyecta-
dos y, finalmente, transformados. De este modo, aunque las partes involucradas
puedan coexistir con la permanencia de los conflictos, que no implican necesa-
riamente una relación suma cero (que la ganancia de uno signifique la pérdida del
otro), merece la pena plantearse alternativas de solución y esto desde la premisa
que apunta que los conflictos no resueltos generan violencia.
Si –como se ha apuntado antes– los conflictos son luchas por sobrevivir, por
obtener bienestar y libertad, por construir la propia identidad y, en última ins-
tancia, por defender la satisfacción de las necesidades humanas básicas, entonces,
insultar tales necesidades básicas significa violentar la realidad humana (Galtung,
2010: 7 y 14). Además, sabemos que en el interior de cada conflicto existe una
contradicción o un problema, es decir, algo que se interpone en el camino de otros.
Se presentan como situaciones que tienen en sí mismas una orcé motrice para los
agentes, individuos o colectivos que piden solución. De ahí que afirmemos que el

“Esta posible visión utópica de la escucha no es un estado actual o principio, sino un ho-
76

rizonte hacia el que tenemos que transitar. Un ser escuchante es un desafío filosófico que nos invita
a repensar la comunicación a través de los lentes de la escucha y se compromete con una forma de
comunicación humana y conciencia más allá del pensamiento discursivo” (Traducción propia).
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 219

conflicto no es estático y puede derivar en conductas constructivas como son el


arte de la discusión y la mediación que se vehicula gracias al diálogo. Si las con-
tradicciones o problemas considerados conflictuales no se superan, se viven como
frustraciones:
[…] esto lleva a la agresividad como actitud y a la agresión como conducta,
según la famosa hipótesis [que afirma que…] una conducta agresiva puede ser
incompatible con el concepto de felicidad que tiene la otra parte, lo que aña-
de una nueva contradicción a la ya existente, y posiblemente estimula mayor
agresión en todas las partes implicadas (Galtung, 2003: 109).

Un conflicto no resuelto y no superado es el germen de la espiral de violencia.


El recurso eje que constituye una alternativa fundamental para resolver y tras-
cender los conflictos y alcanzar la paz es el diálogo; sobre éste existe un acuerdo
razonable en tanto modalidad reconocida para afrontar los conflictos. Sin embar-
go, cuando se concreta en disputas específicas, tal acuerdo razonable se dirime en
opiniones polarizadas, los desacuerdos se despliegan de manera especialmente ví-
vida y escalan en campos caracterizados por posturas irreconciliables. Por ello la
imperiosidad de vincular el diálogo con la resolución de conflictos violentos nos
permite suscitar posibilidades para la trascendencia de tal violencia.
Hay para quienes el diálogo –incluso en circunstancias y modos específicos–
“debe seguir siendo la referencia central en la gestión positiva del conflicto; para
otros, expresa una gravísima claudicación moral, con la que nunca se consigue la
paz en el marco de la justicia” (Bilbao, Etxeberría, Sáez y Victoria, 2004: 11). Esta
segunda postura clausura posibilidades hacia el futuro porque en vez de pensar
que hubo una victoria, aunque sea parcial, se aprecia desde la pérdida. El diálogo
supone una tensión entre dos perspectivas: por un lado, una perspectiva de fe-
cundidad para las relaciones humanas y, por el otro, una situación problemática y
compleja cuando se intenta aplicar a la realidad conflictual. Es posible considerar
la tensión como elemento medular trabajándola de manera positiva y situándola
en un entorno contextual en el que se viven con fuerza los conflictos políticos y
sociales que incluyen expresiones violentas.
Ahora bien, el diálogo integra a la escucha, como lo han estudiado filósofos y
filósofas77 en diversos ámbitos disciplinares, pero principalmente en la línea de los
estudios hermenéuticos que aquí situamos vinculados con los estudios de paz. Si
el diálogo dirime conflictos y se enriquece por la escucha, entonces es posible lo-
grar la trascendencia de los señalados conflictos al atisbar los acuerdos a partir del
reconocimiento de lo otro y en lo común. En lo común es posible esgrimir y cons-
77
Entre ellos podemos señalar algunos como H.G. Gadamer (1994) y Aguilar (1998, 2005,
2006ª, 2006b, 2008, 2014).
220 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

truir la paz en escenarios específicos de la realidad social. Cuando se encuentran


dos personas y cambian impresiones hay en cierto modo dos mundos, dos visiones
del mundo y dos forjadores de mundo que se confrontan. La importancia de salir
de uno mismo hacia los otros refrenda y fortalece los pensamientos y los argumen-
tos propios; de ahí que sea en el diálogo en donde se lleva a cabo esta acción.
La propuesta del diálogo tiene un largo trayecto y data desde los filósofos grie-
gos cuyas herencias continúan dándonos luces, de ahí que volvamos a ellos recu-
rrentemente para apoyar nuestros argumentos. Así,
Sócrates […] consideró un principio de verdad que la palabra sólo encuentra
confirmación en la recepción y aprobación por el otro, y las conclusiones que
no vayan acompañadas del pensamiento del otro pierden vigor argumentati-
vo. Y es cierto que cualquier punto de vista humano tiene algo de aleatorio en
sí (Gadamer, 1994: 205).

La razón logra conjuntar y articular lo que es común,


[…] y se muestra impotente ante las ofuscaciones que en nosotros alimenta
nuestra individualidad. Por eso la conversación con el otro, sus objeciones o su
aprobación, su comprensión y también sus malentendidos son una especie de
ampliación de nuestra individualidad y una piedra de toque del posible acuer-
do al que la razón nos invita (Gadamer, 1994: 205).

Y en ese acuerdo se pueden ir localizando posibilidades pacíficas.


Las pequeñas paces, que desde las diferencias es preciso construir, parten de la
diversidad de formas de vida y generan un ánimo que en ocasiones es calificado de
cándido y falto de realismo porque se piensa como algo enorme de alcanzar, en vez
de pensar en la posibilidad de pequeños avances. Sin embargo, es posible pensar en
alcanzar –mediante dicha escucha–, ciertos acuerdos generados a través del diálogo.
Ante las violencias existentes no podemos cancelar las propuestas de pensar en idea-
les morales, como lo es en este caso, la paz. No podemos dejar de pensar en la paz
como ideal moral que puede ser logrado y construido de manera factible mediante la
modificación de estructuras que dependen de nuestras acciones y de nuestros pen-
samientos. En este sentido, es fundamental considerar los elementos que viabilizan
dicha paz y que permiten pensar en su alcance como algo real y experiencial en no-
sotros. Esto porque frente a los antagonismos que vivimos y ante el escenario donde
es posible pensar en una conciliación entre varias partes enfrentadas, ahí justamente
es imperiosa la mediación de recursos como el diálogo y la conversación. Así, auto-
res como Karl Jaspers, Franz Rosenzwig, Martin Buber, entre otros,
[…] coincidieron en la creencia de que el camino de la verdad es la conversa-
ción. ¿Qué es una conversación? Todos pensamos sin duda en un proceso que
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 221

se da entre dos personas y que, pese a su amplitud y su posible inconclusión


posee no obstante su propia unidad y armonía. La conversación deja siempre
una huella en nosotros. Lo que hace que algo sea una conversación no es el
hecho de habernos enseñado algo nuevo, sino que hallamos encontrado en el
otro algo que no habíamos encontrado aún en nuestra experiencia del mundo.
[…] La conversación posee una fuerza transformadora. […] Por eso la conver-
sación ofrece una afinidad peculiar con la amistad (Gadamer, 1994: 206-207).

Con el diálogo y algunas de sus formas –como lo es la conversación– se aspira


a la comprensión, en tanto atañe a nuestra experiencia de vida, y su caracterización
como praxis del arte de comprender al otro bajo los supuestos de la consideración
de la alteridad. Tal alteridad involucra indefectiblemente el diálogo. Por ello es
que, si somos capaces de entrar en diálogo a pesar de las situaciones complicadas y
nuestras tendencias, será posible acordar y establecer situaciones pacíficas.
Los acercamientos para la construcción de la paz han seguido diversas líneas
y variados caminos, sin embargo, todos ellos concuerdan con la importancia que
tiene el recurso del diálogo. La resolución y la trascendencia de los conflictos exige
un posicionamiento que considere la alteridad. Por ello se apela a la escucha como
medio indispensable de apertura para un diálogo fructífero que supone la inclu-
sión. Con apertura e imaginación “el diálogo es posible entre personas de diverso
temperamento y diversas opiniones políticas” (Gadamer, 1994: 210) o de cualquier
índole.
Asumo con Gadamer que “la capacidad para el diálogo es un atributo natural
del ser humano” (Gadamer, 1994: 205), y el verdadero diálogo ha de suponer una
escucha atenta para dar crédito a lo que dice el otro y, siguiendo esta propuesta, es
que se defiende –en este libro– el tema de la escucha, en aras de alcanzar el enten-
dimiento mutuo y, por ende, lograr acuerdos en situaciones e donde los conflictos
se dirimen para trascenderlos y desde ahí conseguir la paz.
Entonces, se trata de un diálogo vivo socrático-platónico que busca el acuerdo
a través de la afirmación y la réplica que tiene consideración siempre del otro (Ga-
damer, 1994: 331) y apelando en esa relación, a la buena voluntad. Se defiende “el
acuerdo al que deben llegar los interlocutores que ‘desean entenderse’ puesto que
‘siempre que se busca un entendimiento, hay buena voluntad’” (Aguilar, 2004a: 9).
Tales acuerdos, aunque difíciles, son siempre pretendidos como ideales morales,
sin embargo, no sorprende la reacción escéptica de Jacques Derrida contra Gada-
mer por defender la posibilidad de acuerdos sinceros y de buena voluntad. Según
el filósofo francés, dichos acuerdos pueden ser sospechosos, y lo son –a su en-
tender– para las almas poco angelicales que habitan este mundo (Derrida, 1998).
Sin embargo, es justo pensar en que “siempre que se busca un entendimiento, hay
buena voluntad” (Gadamer, 1994: 331).
222 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Ante la renuencia a la buena voluntad podemos defender la aparición y el re-


forzamiento del punto de vista del otro para probar que puede tener razón y que
lo que dice es revelador. En este sentido, la buena voluntad es reafirmada como
eumeneís élenchoi que da cuenta de una actitud de benevolencia; algo favorable o
propicio que se prueba o refuta con buenas intenciones y cuya finalidad es el refor-
zamiento del discurso del otro78 para que, lo que diga ese otro sea revelador. Con
ello, se manifiesta altura moral en la consideración de la dignidad de las personas.
Por ello la escucha es una acción ética que hace espacio a la presencia de los demás
y a su reconocimiento. Nos vincula por ende con los elementos comunales y nos
vincula con el mundo. La escucha disminuye una realidad plagada de atomizacio-
nes y dualismos e impulsa la preocupación del aislamiento y la vacuidad involu-
crando la alteridad. En la escucha soy “unidad y pluralidad, dado que la unidad de
la pluralidad es la paz” (Lipari, 2010: 350).
Dicha altura moral da crédito relevante al punto de vista de ese otro por “en-
contrarlo significativo y esto no como una cuestión de habilidad argumentativa
ni una estrategia sofista, sino como un arte, el arte de pensar” (Aguilar, 2004a: 9).
Se trata de una disposición a no tener razón invariablemente, actitud que condu-
ce al otro hacia el diálogo, a un estado de perplejidad y duda; así, al estar en una
situación aporética lo abre a otras posibilidades. La experiencia hermenéutica en
su apertura es un ejercicio que desafía al interlocutor y revela un determinado no
saber, una situación que le otorga una capacidad de preguntar (Aguilar, 2004a: 11).
Este ejercicio aporético derivado de Sócrates y su método de la pregunta lleva a la
apertura de alternativas y posibilidades.
En el Gorgias de Platón la buena voluntad expresada en la eumeneia es un su-
puesto necesario para poder dar pie al verdadero diálogo, se articula con el cono-
cimiento y la sinceridad. La buena voluntad en este punto hace referencia a “cierta
consideración amistosa hacia la persona con la que se habla, pero una considera-
ción que involucra un verdadero interés por el bien y la dignidad de la otra perso-
na, de tal manera que sería imposible reducirlo a instrumento objeto o enemigo
o utilizarlo como medio manipulándolo” (Aguilar, 2004a: 12). La consideración
gadameriana de la buena voluntad pretende pensar en que los otros tienen razón,
por ello hay autores –como David Hoy– que relacionan este principio de buena vo-
luntad con el principio de caridad de Davidson, aunque Gadamer mismo disienta
sobre esta interpretación y analogía. Para Hoy, el principio de caridad es similar a
la eumeneís élenchoi en tanto “principio de entendimiento, o conjunto de condicio-
nes generales de la comprensión” (Aguilar, 2004a: 12; Hoy, 1998: 43-44), que se ba-
san en que el otro es un agente racional, hacia el que se tiene una actitud de buena

78
La autora señala en una nota que eumeneia significa benevolencia, favor, gracia y elencos
significa refutación cruzada a la manera socrática (Aguilar, 2004a: 9; 2006c: 164).
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 223

voluntad y hacia el que se generan perplejidades, como se ejemplifica en Sócrates,


cuya pregunta emana desde el estado de perplejidad y aquello que lo guía.
El significado de la eumeneia en Gadamer –ubicada desde el psicoanálisis–,
plantea el concepto como “neutralidad benevolente” que “renuncia al lugar del
amo” (Aguilar, 2004a: 14) en tanto posición del analista. La buena voluntad ga-
dameriana promueve una búsqueda que refuerza el discurso del otro y con ello
fomenta el reconocimiento de ese otro en tanto condición de la comprensión que
se sitúa en la diferencialidad. En este punto se incorpora el diálogo socrático, que
busca la comprensión del otro no desde procesos de autoproyección ni desde posi-
ciones solipsistas que suponen la incomprensión del otro (Aguilar, 2005: 123). La
eumeneís élenchoi busca sortear –desde la pregunta– la aporía como perplejidad,
reconociendo los diversos marcos culturales desde los que se hace la pregunta. Se
apela a reforzar el discurso del otro que sitúa a los interlocutores en la diferen-
cia, a ellos les reclama autoconocimiento y la autocrítica. Es así como se reconoce
al otro interlocutor en la eumeneís élenchoi en tanto condición de diferencia y de
alteridad.
Con la buena voluntad se da paso hacia las políticas incluyentes que abordan
los conflictos sociales, con lo cual da pie a pensar en las implicaciones obligadas de
carácter político. Así,
[…] muchos asuntos de la política contemporánea se plantean en términos
del reconocimiento de los grupos en su especificidad y en su diferencia. Las
cuestiones de la interculturalidad, los problemas de género y las políticas de
minorías conceden al pensamiento de la diferencia un lugar central. Pero al
mismo tiempo sabemos que si bien es indispensable pensar las formas especí-
ficas de exclusión y de marginación, así como la naturaleza distintiva de cada
grupo social, es también necesario pensar los elementos en común que hagan
posible las solidaridades en la colectividad (Aguilar, 2004a: 18).

Este robustecimiento del otro implicaría –según podemos apreciar–, el reco-


nocimiento de que,
[…] así como en la dialéctica hegeliana, en la construcción hermenéutica de
la alteridad, el sujeto no busca la muerte de su adversario pues de él depende
su propia vida, pero a diferencia de lo que ocurre en la dialéctica de Hegel, en
la hermenéutica son dos los momentos de la alteridad en diálogo: uno inicial
que es el de una alteridad interrogante que demanda la lucha del sujeto consi-
go mismo para acotar su horizonte de diálogo, y el otro es el de una alteridad
diferenciada como respuesta y resultado (Aguilar, 2004a: 17).

El círculo hermenéutico de salir de sí mismo, pensar con el otro y volver sobre


sí mismo como otro, redunda en una transformación que hace variar lo que se era
224 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

originalmente y, en esta salida hacia lo común, se genera un cambio. Este círculo


permite entender a uno y a otro. El señalamiento de Aguilar es fundamental cuan-
do apunta que “una elaboración teórica que rechaza de mil maneras la autoproyec-
ción no puede pensar la comprensión en términos de apropiarse la alteridad, […]
el acuerdo hermenéutico […] es un acuerdo sobre requisitos o condiciones de la
relación con los otros, acuerdo que hace posible cualquier otra forma de diálogo”
(Aguilar, 2004a: 18). La comprensión hermenéutica se expresa en un diálogo, y
la experiencia hermenéutica se relaciona con la tradición que es lenguaje, habla,
entre un yo y un tú. La exigida apertura permite que los monólogos no se disfracen
de dialogicidad, ya sea por usar a alguno de los dialogantes de modo que ese tú no
es reconocido, sino que es tomado como referencia al yo (Aguilar, 2006b). Ésta es
una primera forma de relación fallida entre el yo y el tú, en donde a éste se le reco-
noce como persona, pero la relación es autorreferencial del yo. Aquí la relación es
argumental, se da cuando se escucha al otro u otra en una relación argumentativa,
pero en donde ese tú se transforma en yo, oponiendo a cada pretensión una con-
trapretensión (Gadamer, 1997: 436, citado en Aguilar, 2006b: 160). A esta contra-
pretensión corresponde la lógica de relación de dominio y servidumbre. Se busca
el beneficio y la pretensión propia, o bien que se refute el de los otros, el otro se
hace inasequible. Únicamente alcanzamos lo otro, lo extraño mediante el diálogo
hermenéutico en el que no se busque tener la razón (Gadamer, 1997: 440). Por ello
el diálogo de escucha subordina el interés de cambiar la posición del otro y, más
bien, busca atender lo dicho por el interlocutor. De este modo se refuerza el discur-
so del otro y lo dicho por él, al encontrar la fuerza que tiene lo dicho por ese otro.
Gadamer presenta varias formas fundamentales de diálogo y éstas se vinculan
con el alcance de la paz dado que gracias al diálogo es posible la transformación del
conflicto y la superación de la violencia. La negociación es una de dichas formas
gadamerianas de diálogo en donde se enfatiza el intercambio de los interlocutores
que, por medio de este diálogo, se aproximan. Y aun siendo que las negociaciones
entre socios comerciales o políticos no son equivalentes a la conversación entre
las personas –como tales y como grupos–, las partes como representantes preten-
den alcanzar un equilibrio entre los intereses mutuos. “En este sentido la propia
conversación del negocio confirma la nota general del diálogo: para ser capaz de
conversar hay que saber escuchar. El encuentro con el otro se produce sobre la base
de saber autolimitarse, incluso cuando se trata de dólares o de intereses de poder”
(Gadamer, 1994: 208).
Sabemos que cuando se encuentran dos personas y cambian impresiones es-
tán frente a frente dos forjadores de mundos, dos visiones de la realidad, sin em-
bargo, en ese encuentro es posible detectar lo que es común y que en ocasiones
se oculta. La conversación, es “impotente ante las ofuscaciones que en nosotros
alimentan nuestra individualidad” (Gadamer, 1994: 206). Pero “siempre deja una
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 225

huella en nosotros […] porque hemos encontrado en el otro algo que no habíamos
encontrado aún en nuestra experiencia del mundo […] La conversación posee una
fuerza transformadora” (Gadamer, 1994: 206). En ella se asienta una lógica de in-
clusión que repudia las “estrategias epistémicas de exclusión” y tan comunes en la
actualidad (Aguilar, 2014: 309)79.
La deriva de lo común a partir de la alteridad es una propuesta que da la pauta
para poder pensar en la cuestión política en la que se posibilitan algunos acuerdos
que trascienden los conflictos mediante el reconocimiento de los demás. “Reconocer
la alteridad del otro es reconocer la propia condición de alteridad, […] [la alteridad]
es un espacio […] que se comparte y en esa medida constituye […] un espacio co-
mún” (Aguilar, 2004a: 18) en donde se genera el entendimiento mediante la fusión
de horizontes. La alteridad –desde el reconocimiento de la diferencia– da cuenta de
una perspectiva ética-práctica que, gracias al diálogo permite llegar a acuerdos con-
cretos sobre normas de acción. La alteridad permite construir lo común, estar con
otra faculta el reconocer sus posiciones y al mismo tiempo ratifica la identificación
de las posiciones propias. Al comprender al otro –en sus diferencias– permite vis-
lumbrarse a sí mismo desde el punto de vista del otro. Es factible que la perspectiva
del otro me fuerce a ser crítico con las perspectivas propias y con ello se evite la au-
tocomplacencia. La alteridad promovida por los procesos hermenéuticos cimenta la
reflexión social y convoca a la revisión de la propia identidad.
El paso a lo común se da porque “la sensibilidad autocrítica permite pensar
que el otro, nuestro interlocutor, puede tener la razón” (Aguilar, 2004a: 20). La re-
nuncia a tener la razón de manera exclusiva se vincula con la condición de alteri-
dad porque de lo que se trata no es de tener la razón, sino de reforzar al otro para
que su consideración se convierta en evidente buscando que en tal conjunción se
construya algo común.
La benevolencia apoya al otro en sus razones y las aprecia como grandiosas;
igualmente da cauce a pensar en el reconocimiento de ese otro, da cuenta del diá-
logo socrático en el que gravita la tesis de la docta ignorantia. Esta actitud eviden-
cia más el no saber que el saber (Aguilar, 2006b: 164), y por ello se despliega en la
lógica de la pregunta y la respuesta. La apertura del no saber que da crédito al in-
terlocutor en aras de saber, presenta además de una humildad intelectual, una acti-
tud de escucha. Ese no-saber “es mucho más complejo que la simple ignorancia; es
un estado de perplejidad” (Aguilar, 2004b: 165), situado en la aporía del preguntar.
Apreciar al otro como interlocutor en el diálogo abre un espacio en el que tra-
bamos relaciones dialógicas; en ese sitio común nuestros horizontes se encuentran

79
La epistemología estratégica de exclusión apuntada por esta autora es semejante a la lla-
mada epistemología de la ceguera, de Sousa Santos (2009: 60).
226 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

y se fusionan, ahí se despliega la comunalidad que se forja en el encuentro dialógi-


co en que se abre la presencia del otro mediante el reconocimiento y la atención a
sus razones, evidenciando su diferencialidad.
El carácter común del eunemeís élenchoi despliega la sensibilidad ética y busca
romper la rigidez cuando se juzga a los demás. Éticamente, está obligado a abs-
traerse de las condiciones subjetivas, se insta a ponerse en el punto de vista del
otro. Se exige estar abierto a la opinión del otro y estar dispuesto a “dejarse decir
algo por él” (Gadamer, 1994: 335), es una actitud receptiva con la alteridad. La
apertura se bloquea en muchas ocasiones con la existencia de los prejuicios –posi-
tivos o negativos–, tan comunes en los escenarios de conflicto, por ello el diálogo
que se exige es un diálogo crítico. Tales “prejuicios de un individuo son, mucho más
que sus juicios, la realidad histórica de su ser” (Gadamer, 1994: 334; las cursivas
son del autor). No oír u oír mal, son prácticas motivadas por nosotros mismos, no
oímos a los otros porque sólo vemos nuestros impulsos e intereses. “Éste es, –se-
ñala Gadamer– en mayor o menor grado –y lo subrayo–, el rasgo esencial de todos
nosotros. El hacerse capaz de entrar en diálogo a pesar de todo es, a mi juicio, la
verdadera humanidad del hombre” (Gadamer, 2994: 209). No escuchar a los otros
es también la razón por la que el lenguaje común entre las personas se va degra-
dando a medida que nos habituamos a la situación monológica de la civilización
contemporánea. Hay un atrofiamiento porque “ese lenguaje es hablar-a-alguien y
conectar-a-alguien y que llamamos conversación. […] El entendimiento entre las
personas crea un lenguaje común y viceversa” (Gadamer, 1994: 210) y clausurarlo
significa anular la alteridad y la humanidad, escuchándose sólo reverberaciones de
un discurso monológico prejuicioso y ciego a la diferencia.
Entonces, el diálogo que está supuesto y que se apoya en el reconocimien-
to mutuo y la alteridad propia y de los otros, da cuenta asimismo de un elemen-
to central de la escucha, como ampliación de los horizontes de comprensión. Por
ello, es que el diálogo de escucha se conforma como fuerza movilizante. En un
diálogo de escucha se comprende al otro sin generar una descalificación, se cons-
truye algo común. Esto se logra desde el sentido comunal gadameriano como “el
sentido que funda la comunidad” (Gadamer, 1997: 50). La formación del sentido
común fundamental para la vida reside en la “generalidad concreta que representa
la comunidad de un grupo, de un pueblo, de una nación o del género humano en
su conjunto” (Gadamer, 1997: 51). Esta generalidad integra un carácter ético que
subsume lo dado bajo lo general, bajo el objetivo que se persigue y se ubica en lo
correcto, lo justo y lo bueno. Este sentido se adquiere en la comunidad de vida,
desde lo vivido y circunstancial. El sentido común es entonces una virtud social
que se ejerce; tener sentido común –es decir capacidad de juzgar– es una exigencia
(más que una aptitud) que se debe plantear a todos en tanto sentido comunitario
que contiene una solidaridad ética y ciudadana. Se le puede atribuir la capacidad
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 227

de juzgar sobre lo justo y lo injusto y la preocupación por el “provecho común”


(Gadamer, 1997: 63) tan necesario para edificar la paz.
Un diálogo efectivo en el que se asume la alteridad de los dialogantes abre ho-
rizontes que facilitan el cambio de posiciones en la vida. Decir que “el otro puede
tener razón no es otra cosa que decir que el otro tiene derecho a ser escuchado”
(Aguilar, 2004a: 23) y es así como se edifica una conversación hermenéutica que
elabora un lenguaje común elemental para la comprensión y los acuerdos. La crea-
ción de un espacio compartido entre los interlocutores de un diálogo, correspon-
de a lo común. Gadamer remarca que construimos nuestro mundo en el lenguaje
cuando queremos decirnos algo unos a otros y que se acrisola en lo que él nombra
como fusión de horizontes. Así, prosigue diciendo que:
[…] la auténtica coordinación de los seres humanos se produce como resul-
tado de ser cada uno una especie de círculo lingüístico y de que estos círculos
se tocan y se amalgaman constantemente. […] el lenguaje auténtico que tiene
algo que decir […] busca palabras para llegar a los otros, es una tarea humana
general… pero no tarea especial (Gadamer, 1994: 224).

Si el lenguaje es experiencia del mundo (Gadamer, 1997: 526), y ese mundo es


violento, seguramente el lenguaje lo será también, porque “el lenguaje sólo tiene su
verdadera existencia en el hecho de que en él se representa el mundo” (Gadamer,
1997: 531 y 539). La palabra a la que tenemos que prestar oídos es el recurso de la
pregunta que se dirige al otro, pero también a sí mismo. El oír tiene primacía en
el fenómeno hermenéutico porque “participa directamente en la universalidad de
la experiencia lingüística del mundo” (Gadamer, 1997: 554), si lo que puede ser
comprendido es el lenguaje, necesitamos del diálogo. El encuentro entre personas
pretende ese fundamento común, es decir, el mutuo entendimiento que articula el
mundo común (Gagdamer, 1997: 14 y 16) y que nos proyecta situaciones de paz.
El derecho a ser escuchado supone el diálogo como parte esencial del círcu-
lo hermenéutico. Dialogar no es sólo exponer razones –a otro o a uno mismo–,
requiere de la acción de escuchar. Ambos recursos –diálogo y escucha– son prin-
cipios de la solidaridad comunicativa, son base del reconocimiento (López, 2004:
783) mutuo como humanos e iguales y, como formas de construcción social. La
escucha que implica dicho reconocimiento se ubica en los terrenos de la ética al
apreciar la dignidad paritaria y compartida.
En general, nuestra cultura es una cultura del habla (Aguilar, 2004b: 9) y pa-
rece que efectivamente a la escucha se le tiene soslayada. ¿De qué sirve el habla
si no hay personas que realmente quieran escuchar? A la escucha se le considera
como un supuesto cuando se realiza el diálogo y “ni siquiera se piensa pertinen-
te preguntar qué significa escuchar” (9) y, si bien todo mundo asume que hablar
228 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

implica la escucha, sin embargo, todos se preocupan por la actividad expresiva y


muy pocos investigadores se dedican al estudio de la escucha (Corradi, 1990, cfr.:
Aguilar, 2004b: 9).
La misma historia de la filosofía y del pensamiento constata este apartamiento
de lo que es la escucha (Aguilar, 2004b: 9; Platón, 1974: §328b, §666); desde Platón
en La República se da un reconocimiento de la relevancia y centralidad de la escu-
cha en las cuestiones políticas. En ese diálogo platónico, Polemarco se percata de
que Sócrates y Glaucón se marchaban a sus casas y, alcanzándolos, les pidió que es-
peraran. Les dijo que, o demostraban que eran más fuertes que él o si no, deberían
permanecer ahí. Los trata de convencer invitándolos a una carrera de antorchas
como parte de los festejos del Pireo. Sócrates pide a Glaucón la posibilidad de per-
suadir a Polemarco para que les permita partir con tranquilidad, pero este último
le responde que no podrá convencerlo, dado que no tiene la disposición de escu-
charlo. Glaucón señala con claridad que sería imposible convencer a Polemarco si
no está dispuesto a escuchar.
El olvido de la escucha se refleja en la forma misma de proceder de la filosofía,
en su apreciación de lo que es la razón y el pensamiento, que la soslaya (Aguilar,
2004b: 10). Al confundirse la escucha con oír se hace que falsamente se piense que
la primera está presente en la cotidianeidad; esto es, no se trata meramente de un
fenómeno acústico, porque hoy día los sonidos prevalecen, lo mismo que el ruido:
“ruidos de trabajo, de fiesta, de vida y de naturaleza; ruidos comprados, vendidos,
impuestos, prohibidos; ruidos de descontento, de revuelta, de desesperación, de
rabia; música y danzas” (Attali, 2001, cfr.: Aguilar, 2004b: 19). Evidentemente, todo
este bullicio y la algarabía nos dificulta escuchar; esto es evidencia de que es preci-
so aprender a escuchar en tanto es una cuestión compleja y un arte que implica la
formación de la sensibilidad que se adquiere con su práctica. Y es en este sentido
una especie de virtud moral que construye nuestro propio modo de relacionarnos
con las personas y con el mundo.
Si “todos somos auditorio, debemos aprender y escuchar, en uno u otro ca-
mino, a luchar siempre contra el ensimismamiento y eliminar el egoísmo y el afán
de imposición de todo impulso intelectual” (Gadamer, 1986: 146). La escucha da
cuenta de la inclusión y de la promoción de la igualdad para que no sea una escu-
cha arrogante y de sometimiento y se convierta en una verdadera escucha. Por ello
es que se apela a abrirnos a los otros sin afán de dominio, permitiendo el paso a la
docta ignorancia socrática, a la escucha, al diálogo y a la ampliación de horizontes.
Una escucha incluyente supone procesos mentales, éticos y de convivencia social
que son basales para presenciar situaciones de paz.
Si lo que se pretende es la comprensión y el entendimiento mutuo, es funda-
mental la consideración de la virtud de la humildad como condición de posibilidad
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 229

de toda comprensión (Monteagudo, 2013)80. Esa humildad supone una disposi-


ción singular a dejarnos decir algo por el otro, incluso contra nuestras propias pre-
comprensiones. Significa una disposición a la transformación de nuestro propio
horizonte hermenéutico para destacar la alteridad mediante una “cura de humil-
dad” ante al afán de imposición de todo impulso intelectual (Gadamer, 1986: 392).
Es preciso cambiar la idea de que la escucha sólo tiene dos opciones: la del some-
timiento y la de la obediencia o la escucha autoritaria (Aguilar, 2004b: 14), porque
la escucha constituye un aparejo emancipatorio que involucra necesariamente el
habla y la escucha como díada insoslayable. La “desviación originaria” (Aguilar,
2004b: 10 y 15), que elude la escucha, ha privilegiado sólo el habla y da cuenta de
las herencias de las filosofías predominantes de la Modernidad que dieron lugar a
un sujeto pensante aislado, el cual se mira únicamente a sí mismo y habla sin in-
tentar tener un interlocutor, sino únicamente escuchándose a sí mismo. Son las in-
fluencias legadas que nos han conformado hoy y que dificultan el vivir en común
y que se centran los sujetos en sí mismos y en un habla como un proceso cerrado,
sin mostrar preocupación por el otro, u otros, y en quienes se realiza la escucha.
No basta con dar voz a las personas, sino que la exigencia es tener la actitud de es-
cuchar y hacerlo efectivamente en un ánimo incluyente. Si no se tiene ese ánimo de
inclusión y de consideración de los otros por la escucha, pueden entonces emerger
[…] tres actitudes profundamente centradas en nuestra sensibilidad: la pri-
mera, supone siempre que lo que yo creo es lo correcto, es la verdad; la segun-
da supone que los otros no tienen nada que enseñare ni que aportarme para
mi mejor forma de vivir, y, por ende, en tercer lugar, mi relación con los otros
sólo tiene sentido para indicarles cuál es la verdad o cual es el camino correcto
(Aguilar, 2004b: 15).

Como puede suponerse estas actitudes dificultan de manera importante las


relaciones personales y dan lugar a una serie de situaciones conflictuales en los
diversos espacios públicos y privados. Escuchar a los otros no significa cancelar
nuestra posición, de igual modo los otros pueden escucharnos sin que eso signifi-
que que deben adherirse a nuestro punto de vista. Estas formas, lejos de impulsar
la comprensión y el diálogo mutuo lo rompen y cancelan posibilidades de creci-
miento. Los otros se convierten en espejos y con ello se clausuran perspectivas.
Suponer que la verdad es única, da pie a enfrentamientos y conflictos porque es
profundamente contraintuitivo y contraviene la misma realidad humana de fini-
tud, dado que la realidad humana es plural. Es así que las exclusiones, las opre-
siones, los desprecios y los expolios se derivan de esta consideración de la historia
única (Garcés, 2018: 44).
80
La autora señala que, si bien no está presente esta categoría manera explícita en Gadamer,
sin embargo, puede deducirse de sus propuestas. Ella se apoya asimismo en el texto de James Risser
(2010) en un texto conmemorativo de los 50 años de Verdad y Método.
230 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

La única manera de ensanchar nuestras visiones y nuestros horizontes ha de


aludir a la forja de la escucha y el diálogo. A la verdad se accede de manera co-
lectiva mediante el diálogo, mediante construcciones creativas y conjuntas y en
un ánimo de comprender mediante el recurso de la escucha. La cancelación de
ésta revoca asimismo el reconocimiento de los demás y discurre con ello hacia
los espacios de la vida social en donde se puede atacar la desigualdad mediante
dicha escucha.
De este modo, si la escucha puede paliar la fuerza violenta –porque apuntala
el diálogo y nos permite generar la emancipación y libertad, dado que escuchar no
significa obedecer, sino que implica una relación con el otro en un círculo dialogal
de habla-escucha– entonces implica crecimiento personal siempre a través de los
otros. La escucha conjunta fuerzas, las de cada quien y su autonomía dado que
[…] podemos escuchar sin anularnos ni autoeliminarnos, [la escucha] tiene
la fuerza de dar la palabra a los que no la tienen; porque escuchar no es final-
mente otra cosa que distribuir con nuestra atención los turnos del habla: al
escuchar le damos la palabra a uno u otro. Además, tiene también la fuerza del
crecimiento y del aprendizaje, pues en la medida en que no nos autoanulamos
podemos incorporar nuestras ideas y nuevos aspectos a nuestros marcos de
reflexión (Aguilar, 2004b: 18).

Las transformaciones generadas por la escucha dan cuenta de cambios de ca-


rácter intelectual y racional, pero también de signo moral, porque implican un re-
conocimiento al otro, a su otredad y esto reporta un argumento ético.
Estas propuestas –en tanto hermenéuticas benevolentes (Vigo, 2011)– pueden
verse como una filosofía del oír y apuntan a un aprender a escuchar para que “no
nos pasen inadvertidos los tonos más leves de lo que merece saberse” (Gadamer,
2002: 75), sobre todo porque se busca entendimiento y algún tipo de acuerdo que
parta de esos elementos comunes. El sentido común ligado al bienestar colectivo
involucra la sabiduría práctica que integra siempre a los otros con quienes com-
parto y construyo el mundo prudencialmente.
Es así que en la escucha de carácter incluyente actúan dos virtudes que apro-
ximan a las personas entre sí. Se trata de dos virtudes aristotélicas relacionadas con
el saber moral y ellas son la phrónesis (sobre la que hemos insistido) y la synesis.
La primera es importante para la escucha porque se trata de acciones concretas y
en equilibrio entre la indiferencia, la descalificación y la autoanulación (Aguilar,
2004b: 21). Además, la escucha sopesa lo que es debido escuchar, la capacidad de
juzgar debidamente y en el momento preciso, en ese sentido es una guía que se
complementa con la synesis, que implica la comprensión y el encuentro con los
demás. De esa forma “se trata de comprender en el sentido de apreciar lo que los
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 231

otros dicen. Comprender en griego significa penetrar en lo que se dice, profundi-


zar en ello” (Aguilar, 2004b: 22), en una relación interpersonal porque es un en-
cuentro, una unión y una confluencia, es decir, un conocimiento íntimo. En latín
auscultar significa comprender para diagnosticar; alude a saber leer los signos y
saber descifrarlos para adquirir un conocimiento acerca del otro, y desde ese otro
que habla pueda identificársele en su diferencia específica (Aguilar, 2004b: 22) y
reconociéndolo como quien es. En ese sentido, la escucha nos permite ver y esta-
blecer las diferencias, pero asimismo avista los elementos comunes que comparti-
mos. Distinguimos la diferencia para buscar los elementos comunales.
Por la synesis advertimos que somos diferentes y en ese estado de diferencia se
comparte un espacio comunal que comparto al salir de mi egocentrismo y autorre-
ferencialidad en aras de lograr un espacio común.
Entonces, y como hemos reiterado, la escucha se realiza únicamente en el diá-
logo, en ese círculo de salida y regreso y en ese sentido es la base para la compren-
sión mutua y, por ende, para saldar los intrincados nudos que se generan entre las
personas y grupos diversos.
Se puede entender el diálogo como un diálogo instrumental o en tanto diá-
logo argumental. En relación con el primero se ha dicho que es un monólogo dis-
frazado dado que alguno de los interlocutores no es tomado en cuenta. Se trata de
imponer sin buscar escuchar, por ello es instrumental, es usar al otro o utilizarlo
para los fines personales y no se le reconoce en cuanto a su valor moral, sino como
mera referencia al yo. El diálogo argumental busca persuadir a los interlocutores
de lo que se afirma. Cada quien da razones para defender su posición y para mos-
trarle al interlocutor que su pretensión es infundada, que no se apoya ni en buenas
razones ni en buenos argumentos (Aguilar, 2004b: 26). El objeto es claro: la acepta-
ción o refutación de las pretensiones de los hablantes. “El tú se dirige al yo guiado
por la postura del otro” (Aguilar, 2004b: 26), se busca subsumir la postura del otro
para triunfar argumentalmente.
Lo que “propone el diálogo de escucha es invertir el orden de prioridades de los
diálogos comunicativos” (Aguilar, 2004b: 27) en donde prevalece la atención que se
presta a lo que dice el interlocutor, más que modificar las posiciones de ese interlocu-
tor. En ese diálogo de escucha se busca ampliar los horizontes propios, no se trata de
eliminar a los contrincantes, sino más bien de escuchar lo diferente y la pluralidad.
No es un diálogo en el que se ignore al otro, sino que lo incluye; se expanden las ideas
de todos los interlocutores porque supone el intercambio de ideas y percepciones del
mundo, de puntos de vista diversos y hasta antagónicos, pero a través de ellos apren-
demos, nos educamos y nos formamos en la escucha de las voces diversas.
El sentido común nos ubica en los ámbitos de significaciones compartidas,
con potencialidad de actividades y realizaciones humanas gracias a su orientación
232 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

de carácter comunal con la capacidad de juzgar y obrar acertadamente de manera


conjunta, siempre en un marco de acciones personales de cada quien en armonía
con nuestra humanidad. De esta manera una relación con los otros significa con-
vivencia, implica un sentido social y exige, por ende, confianza. Por ello el sentido
común requiere de la imaginación y el ingenio en tanto capacidades diversas, pero
siempre comunales. Son capacidades que aseguran una base compartida que nos
concede ponernos en el lugar de los otros, generando espacios tejidos por la inter-
subjetividad, la apertura y la concurrencia. En la escucha se articula el nosotros en
un sentido común que no se encierra en sí, ni se aísla, sino que articula lo propio y
lo ajeno y relaciona lo individual y lo social.
Propiciado por la escucha, el sentido común se relaciona estrechamente con
conceptos tales como son la pluralidad, la solidaridad, la compasión y la compren-
sión de los demás, dando pauta para propiciar la igualdad de oportunidades. Poner
énfasis en los ámbitos humanos demanda reconocimiento que une al individuo
con los demás para incluirse y ser un sujeto copartícipe de la comunidad con un
sentido de bienestar público y de interés común. Con esto se muestra una suerte
de civilidad que brota de un sentido de los derechos de la humanidad. Se trata de un
sentido comunitario que implica solidaridad ética y ciudadana en aras de un pro-
vecho conjunto que enlaza a las personas, y propicia situaciones pacíficas.
Desde aquí, pensar la paz desde este sentido comunal se convierte en una ta-
rea impostergable ante un contexto social deshumanizante en donde se ha subes-
timado esta capacidad de discernir y obrar en defensa de aquello que nos vincula
con los otros, en donde se ha minimizado esa capacidad de escucha y se ha gene-
ralizado el escepticismo ante la posibilidad de tener un diálogo de buena voluntad.
La consideración del sentido común y algunos de sus recursos –ingenio e imagina-
ción–, suponen la existencia de una racionalidad abierta y fresca, capaz de poner
en tela de juicio aquellos paradigmas que, a través de la historia, han obstaculizado
la construcción de razones y sentidos compartidos, básicos para considerar a la
paz como un proyecto viable.
Con todo lo dicho, limitar la capacidad de escucha, apertura y buena voluntad
en los diálogos para lograr situaciones mejores y realidades más pacíficas profundiza
el empobrecimiento de las situaciones sociales y políticas. Seguir pensando que la
violencia ha de prevalecer o al naturalizarla se minan los escenarios de diálogo, de
escucha y, por ende, de una posible paz, al socavar la creatividad y la imaginación de
posibles salidas y posibles maneras para enfrentar los conflictos. Los conflictos no
resueltos –como señalábamos en el capítulo anterior– degeneran en violencia, como
negación del potencial para que lo humano se despliegue. Tal negación generalmen-
te está asociada a la fuerza física y al poder, pero es claro que existen otro tipo de
omisiones y silencios que niegan el derecho al despliegue de la vida.
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 233

Las consecuencias que redundan en el daño a los sujetos se manifiestan en


la descomposición social caracterizada por la desconfianza, el miedo y el resenti-
miento que viven nuestras sociedades contemporáneas. Estos sentimientos com-
plican el reconocimiento de la existencia del sentido que implica la defensa del
bien común y de los derechos compartidos como humanidad. De ahí que sea tan
importante la consideración de algunos recursos teóricos como son la escucha, la
buena voluntad o la apertura para romper la posibilidad de un ciclo de la crueldad
y dar paso al cultivo de la paz reactivando el horizonte de humanización.
Buscar la superación y la trascendencia de los conflictos mediante el diálogo
y la escucha implica una posibilidad de transformación de la realidad. Anhelar la
paz y la noviolencia requiere significar un lenguaje que da a la palabra su valor más
cabal y profundo. Permite recobrar o profundizar en la confianza y la esperanza
de lo que somos y significamos como humanos, sin tener que optar por la fuerza,
sino por las buenas razones (cfr.: López, 2004: 783-784) –nuestras y de los otros–
en el ánimo de comprendernos en un campo de acción vivida de carácter ético y
político.
Pensar y construir de manera alternativa e imaginativa la realidad mediante
la superación de los conflictos y mediante la consideración de la alteridad y del
reconocimiento de las personas implica resistirse moralmente, desobedecer civil-
mente, negarse a cooperar con lo que se discurre como un mal, rehusarse a cola-
borar con acciones que propician y generan la abyección, la indignidad. “Discurrir
creativamente implica deslegitimar el uso y las razones de las violencias, no dejarse
seducir por sus soluciones inmediatas y fáciles, por sus resultados rápidos y super-
ficiales” (cfr.: López, 2004: 783-784), significa no claudicar ante los escepticismos
simplistas que cancelan posibilidades humanas como es el diálogo y la escucha.
La exigencia de visibilizar la capacidad destructiva que la violencia tiene tanto
en quienes recae y también en aquellos que la ejercen, nos obliga a advertir que he-
mos de ser creativos en la superación de los conflictos, abiertos a las posibilidades
del diálogo, juiciosos en relación con la confianza y la buena voluntad, razonables
para interpretar la complejidad del mundo desde otras miradas y actuando de for-
ma diferente. Esto significa trazar, como principio de acción, nuestra capacidad
de pensar y hacer de formas diferentes, alternativas, creativas e imaginativas que
cancelan las falsas limitaciones en las que nos circunscribimos. Tal imaginación se
abreva asimismo de la señalada eumeneís élenchoi, de esa benevolencia que le con-
cede al interlocutor una fuerza en la comprensión de sus razones y en la lógica de
sus acciones y de su discurso, se asume lo encomiable del otro para emprender así
acciones inéditas que repercuten en la conformación socio-política.
Por ello, la riqueza de un pensamiento que incita con fuerza la escucha da
pie para pensar la paz en los espacios tanto privados como públicos. Allí aparece
234 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

una forma de superar la injusticia como puede ilustrarse mediante casos reales tan
cotidianos. La denuncia de la sordera de instituciones públicas y estatales en las
que no hay ni un lenguaje común, como tampoco hay diálogo ni escucha (Aguilar,
2014: 309 y ss), y en donde aparecen los conflictos que no se resuelven por esas
carencias y que han dado lugar y generan violencia. Aun cuando parece faltar el
lenguaje puede haber entendimiento mediante diversos recursos como la toleran-
cia y mediante la confianza incondicional en la razón que todos compartimos (Ga-
damer, 1994: 210); es entonces cuando para el cultivo de la paz se echa mano de
estos recursos hermenéuticos, aún a sabiendas que la paz o, si es el caso, las paces
que sea posible construir, sean imperfectas y llenas de paradojas81. Aun así, las cul-
turas para hacer las paces pueden enseñarnos formas concretas para cultivar una
paz –no perfecta– pero viable, que emerja y fomente el sentido de lo común entre
los hombres mediante el diálogo y la escucha.

3.3. La capacidad y el cultivo del sentido común para pergeñar situaciones de


paz

“Sensus communis no significa en este caso evidentemente sólo cierta


capacidad general sita en todos los hombres, sino al mismo tiempo el
sentido que funda la comunidad”.
H.G. Gadamer (1994: 47)

“Lo común no es, ni la humaidad como esencia moral o dignidad


(Menschleit), ni la humanidad como especie (Menschengattung), ni
la humanidad como aptitud para simpatizar con los demás hombres
(Humanität), que no carece de relación con la facultad de pensar po-
niéndose en el lugar de los demás. […] Lo común debe ser pensado
como una co-actividad, no como una co-pertenencia, co-propiedad o
co-posesión”.
Christian Laval y Pierre Dardot (2015: 57)

“Descubrimos que el sentido común […] es una virtud social asocia-


da al bienestar común y vinculada al buen vivir y sus elementos hu-
manos –emanados del corazón y del entendimiento– que van siendo
construidos virtuosa y prudencialmente más que tener un origen que
parta de algún derecho natural.[…] El sentido común significa apertura
al ser abierto a los demás, es comunal, es simultáneo y es convidado
con los otros, no es encerrado en sí, ni tiene que ver con el aislamiento.

Se ha reconocido el riesgo latente de imponer un modelo único de paz para el mundo


81

(circunstancia que implicaría una contradicción epistémica pues sería en sí mismo un acto violento).
Por ello, reconociendo que existen voces que históricamente han quedado fuera de la construcción
del concepto, se propone hablar de culturas de paz, o culturas para hacer las paces.
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 235

[…] es un sentido social, […] es el suelo en donde podemos participar y


colaborar”.
Dora Elvira García-González (2014: 15)

El sentido común implica una relación ético-política con los otros, pues tie-
ne que ver con la proyección de nosotros mismos y de nuestras acciones. Es im-
portante aludir al sentido común por ser un recurso que genera un vínculo entre
personas diferentes en los ámbitos socio-políticos y en las situaciones cotidianas
colmadas de conflictos. En medio de ellos y en la cotidianeidad es posible lograr
acuerdos mediante el diálogo, la escucha –como ya analizamos–, y apelando al
sentido común –como veremos en este inciso–, con los elementos en los que se
apoya y abreva. Los elementos que conforman el sentido común son la imagina-
ción, el ingenio, el humor, la posibilidad de pensarnos por nosotros mismos y en el
lugar de los demás; todas éstas son capacidades diversas, pero siempre comunales,
organizadas por el sentido común y que en conjunto respaldan los anhelos por
lograr la paz.
La apertura, la comunalidad, lo compartido, lo convidado con los otros y lo no
encerrado en sí articula lo propio y lo ajeno, y relaciona lo individual y lo social,
y, al contener un sentido social, es la expresión y el punto de partida de la vida en
común. Por eso, el sentido común es un sentido propio de lo humano, potenciado
con y por los demás, es un conjunto de creencias que las sociedades comparten.
Así, es el suelo en donde podemos participar y colaborar, de modo tal que poda-
mos movernos en esos ámbitos de entendimiento que son coparticipados y com-
partidos. Desde ahí es posible apreciar e interpretar lo que significa ese sentido
común; desde cada una de las personas diferentes, que, ubicadas en una comuni-
dad, colaboran de manera diferente, pero a la vez similar en la construcción de ese
sentido.
Además, el sentido común es la capacidad de los individuos para juzgar y
obrar en cada circunstancia, con un adecuado conocimiento del sistema de creen-
cias o convicciones en el cual se mueven; en donde ese conjunto de elementos se
relaciona entre sí para conformar algo compartido en un sentido plenamente hu-
mano. Con ello, es la base común en la que logramos ponernos de acuerdo en un
universo social, y conseguir un consenso sobre el sentido del mundo que posibilita
el diálogo. Dicho diálogo se da entre aquellos que comparten tal sentido común,
que siempre requiere de los demás para poder apreciar ese sentido del mundo,
dada la finitud propia. Tal finitud, así como la falibilidad humana, marcan en gran
medida el imperativo comunal y urgen a relacionarnos mutuamente. Es una obli-
gada necesidad de los otros con quienes se comparte ese mundo, con quienes se
juzga y se actúa, con quienes se inventan nuevas situaciones humanas mediante
la representación y en el empeño de encontrar nuevos motivos de la acción. Ese
236 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

sentido común es convivencia; implica un sentido social y, por ende, exige la con-
fianza y –como puede deducirse– convoca a situaciones de paz.
Si bien la facultad de juzgar y de obrar, como claves del sentido común, se
ubican en la autonomía –porque cada quien busca la elección de sus propias rea-
lizaciones–, sin embargo, éste es un acuerdo que no puede excluir a los demás. La
autonomía tiene una connotación de la capacidad de los seres humanos de razonar
en forma consciente, autorreflexivamente e implicando la capacidad de delibera-
ción, la capacidad de juzgar, de elegir y de actuar que, como hemos apuntado an-
tes, sostienen el constructo de la paz.
Entre el sentido común individual y todo el proceso social hay una relación
constante, y mediante éste se genera la convivencia. Estar con los otros nos per-
mite convivir con ellos y ponernos en su lugar; nos permite imaginarnos en su
situación y, finalmente, lo social nos lleva a lo político, en busca de la participación
común. Es en esa democratización de la sociedad que se implica la consideración
de derechos, libertades y deberes que fungen como objetivos a alcanzar. Con ello,
el sentido común está íntimamente relacionado con la pluralidad y con conceptos
como la solidaridad, la compasión y la comprensión de los demás, así como con la
oportunidad para todos de lograr una igualdad de oportunidades. Esto, como bien
sabemos, consolida las intenciones por dar lugar a situaciones pacíficas. La consi-
deración de los demás y el respeto hacia ellos promueve y fortifica las posibilidades
de obtener una vida pacífica y, en ese sentido, una paz neutra (Jiménez, 2011: 23 y
165) que se decante por alcanzar la interrelación personal e intercultural sin pre-
juicios y en aras de erigir la armonía en las sociedades. Desde ella se posibilita
[…] la eliminación de las violencias culturales y simbólicas. La tarea de la paz
neutra es la de neutralizar los elementos violentos (culturales y simbólicos)
que habitan en los patrones que posee cada sociedad para organizar sus rela-
ciones entre los individuos, la familia, los grupos y el conjunto de la sociedad.
[…] La tarea humana es neutralizar los espacios, los signos, los mitos, las iden-
tidades, etc., de violencias culturales y simbólicas. Por qué no existe la neutrali-
dad, es por lo que luchamos por ella, por qué en la neutralidad está la paz. […]
La neutralidad es la base de toda relación social ya que con el respeto al “otro” se
desvaloriza las distintas formas de violencia (Directa, estructural, cultural y/o
simbólica) (Jiménez, 2011: 165 y 166, las cursivas son del autor).

Desde esta apuesta se genera un potencial importante para la consecución de


la paz, dado que vale para las relaciones personales, pero también para las que se
insertan en marcos sociales más amplios, y aun entre los que se involucran entre
sociedades. Con ello, los conflictos pueden ser sorteados al apelar a un sentido
compartido que impulsa al logro común de situaciones de paz y justicia. De ahí
la relevancia del sentido común cuyas reflexiones se remontan a una historia que,
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 237

si bien hunde sus raíces en la antigüedad, no es sino hasta la modernidad cuando


aparece como un elemento y categoría con un carácter que incide en el aspecto co-
munal y con una raigambre ética. Podría verse esta emergencia del sentido común
–en el sentido social, ético y político– como algo paradójico en aquellos momentos
de popularidad de la generalización del método propio de las ciencias, caracteriza-
do por la verificabilidad. Podría pensarse que desde estos marcos el sentido común
habría quedado muy acotado, sin embargo, la fuerza que tomó en los filósofos que
se orientaban a la defensa del humanismo y que formaban parte de la misma mo-
dernidad fue una fuerza reivindicativa de lo humano desde las perspectivas ética,
social y política. La defensa de lo común y de una razón compartida vista más
allá del individuo cerrado fue el elemento que sustentó la preocupación de esos
filósofos que iban a contracorriente de esa modernidad. De ahí la aparición de ese
sentido común –común por comunal–, que hacía un énfasis en los ámbitos huma-
nos no necesariamente cientificistas, no obligadamente comprobables ni cerrados,
que reclamaban la presencia central de los contornos humanos que habían queda-
do sistemática e históricamente excluidos por la falta de presencia en los ámbitos
de la ciencia. Imaginación e ingenio fueron algunas de las peticiones reclamadas
y deseadas aguerridamente por algunos filósofos cuyas pretensiones llegan hasta
nuestros días. Autores humanistas como Giambattista Vico, el Conde de Shaftes-
bury y Baltasar Gracián intentaron reconstruir una idea de verdad menos restrin-
gida que la sugerida por la ciencia y acompañada del recurso del sentido común.
En sus propuestas intentaban reconstruir un concepto de verdad más amplio que
el propuesto por la ciencia, dado que ésta excluye de sus campos al sentido común
(García-González, 2014a).
Muy potente ha sido la tradición contraria a la defensa del sentido común, por
ello ha generado feroces críticas señalándolo como un conocimiento acrítico, sin
fundamento racional y por ello tratado de manera despreciativa y displicente. Así,
tan notable resulta el trabajo realizado por los filósofos recién citados que buscan
en sus propuestas una integralidad más completa de lo humano.
Retomar la vertiente que utilizó al sentido común como recuperación de la
resonancia estoica de los clásicos romanos, así como para plantarse frente al ra-
cionalismo, nos permite retomar a autores como Shaftesbury, cuya concepción del
sentido común lo considera un “moral sense”, algo parecido a una virtud –similar a
la prudencia82– basada en la tradición que forma y educa a los seres humanos y que
les ayuda a dirimir las situaciones en conflicto.

Si rastreamos el concepto de sentido común en su relación con la prudencia o phrónesis


82

podemos ver que se vinculan de manera recurrente, es decir, que el sentido común funciona análoga-
mente a como lo hace la virtud dianoética de la prudencia, impactando en el mundo de las acciones.
238 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

En Giambattista Vico, el sentido común se resuelve como la característica bá-


sica del ser humano; en ambos filósofos, Shaftesbury y Vico, el sentido común se
vincula con el concepto del ingenio y con el concepto de humor, recursos que son
capaces de desarrollar socialmente al ser humano. Mediante ellos se rompe con
el racionalismo al fundar la comunidad como concreción social del ingenio y del
humor. El ingenio –por ejemplo, en Shaftesbury– es la facultad del entendimiento
para discurrir o inventar con facilidad y prontitud. Tal ingenio es necesario para
desenvolvernos en comunidad, es una característica individual que nos dispone
de la mejor manera ante diversas situaciones sociales. Por su parte, el concepto
de humor es el que nos lleva a tratarnos unos a otros como amigos y en un tenor
analógico como humanos; al vincularnos y ubicarnos como tales, nos dispone de
la mejor manera para el desenvolvimiento en la sociedad.
Más que una virtud, el sentido común nos interna dentro de la distinción in-
disoluble de lo privado y de lo público, siendo la mejor forma de estar dentro de
la comunidad, un arte de desenvolverse en comunidad, un sentido de bienestar
público y de interés común. Es la muestra de amor a la comunidad y una suerte de
civilidad que brota de un sentido de los derechos comunes de la humanidad y que
permite forjar situaciones pacíficas.
Entender que existe una virtud ligada al sentido común nos permite visua-
lizar, con mayor amplitud, la fuerza de este sentido común. De nuevo aludo a la
phrónesis o prudencia, porque ella apuntala dicho sentido común como parte de la
estructura del conocimiento y a la par lo sitúa como realización vital en el ámbito
contextual y cotidiano. La prudencia o phrónesis entendida como virtud dianoéti-
ca se vincula con las necesidades sociales-culturales que son compartidas por los
sujetos, y mediante la cual emergen en el campo de la cotidianeidad el ingenio y
el humor. Ambas intervenciones se congregan para equilibrar al ser humano en lo
público y lo privado, dando lugar a una situación de comunidad.
Entonces, el sentido común es una virtud social asociada al bienestar común y
vinculada al buen vivir y sus elementos humanos –emanados más del corazón que
del entendimiento– que van siendo construidos virtuosa y prudentemente.
Así, el sentido común es un sentido comunitario que implica solidaridad ética
y ciudadana en aras de un provecho comunal. El sensus communis es un momento
del ser ciudadano en los campos político y ético, de modo que su consideración
desde la perspectiva ética, social y comunal se convierte en un elemento central
de las reflexiones sobre lo humano. Su importancia teórica viene de necesidades
políticas y cívicas, y es así como su preeminencia recae en objetivos reales que in-
tervienen en la vida común que desemboca en la política.
Postular el sentido común en los espacios de construcción de paz amplía el
significado de lo que se ha venido pensando a lo largo de la historia, y que ha refe-
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 239

rido al buen pensar como capacidad para la resolución de cuestiones problemáti-


cas; una forma de actuar razonablemente, con consenso sobre las cuestiones que
son de sentido común. De las dos interpretaciones de las que se derivan los estu-
dios filosóficos, la primera versa sobre el buen juicio, la segunda sobre lo innato de
este sentido en todos los seres humanos. Este buen juicio, que es propio de todos,
es compartido por todo el género humano, y es común.
El sentido común constituye la base y el punto de partida para imaginar, in-
ventar y reconstruir ideas. El grupo de pensadores que buscaron equilibrar la re-
levancia de la razón con otras capacidades tales como la imaginación, la agudeza
y la invención insistieron en ello de manera importante. Así lo hicieron –como
ya adelantábamos antes– por ejemplo, Giambattista Vico y Baltasar Gracián, y
después Hannah Arendt y H. G. Gadamer. En este contexto, el sentido común
puede verse como una forma de percibir el mundo y de actuar en él. De ahí que
sea algo común a quienes participamos de lo humano y, por ende, que se trate de
un sentido compartido y común con la especie humana, que de facto se mani-
fiesta a través de diversas formas culturales. En su acepción de común, el sentido
común es una cuestión compartida por todo el género humano de todo tiempo
y espacio cultural, de modo que “se relaciona con una visión o concepción del
mundo o, mejor aún, con una forma humana de percibir, pensar o entender, y
también de actuar en el mundo, que propicia y puede dar lugar a la sensatez o
un sentido común ‘sensato’” (Hernández, 2002: 1). Esta última expresión es una
característica no necesariamente desarrollada por todos, sino únicamente por
quienes cuentan con esa sensibilidad y sensatez de ánimo que involucra cuestio-
nes más cordiales. Éstas contienen elementos emocionales además de la consa-
bida racionalidad.
La apertura a los demás y el pensar representativo constituyen una estrategia
mediante la cual, al recuperar la mentalidad agrandada o ampliada de la que habla-
ba Kant y que Arendt refrenda (1989: 43), permite ponernos en su lugar. Es “la ca-
pacidad del individuo de formarse su propio juicio teniendo primero en cuenta los
juicios que considera pueden tener los demás” (Kateb, 2008: 23). En este sentido,
hablamos del tan conocido recurso de ponerse en el lugar o imaginarse en el lugar
de los otros y reconocerlos en condiciones de igualdad y en su justa dignidad.
Esta hermenéutica del sentido común da cuenta de ese ponerse en el lugar del
otro y se sustenta mediante el diálogo intersubjetivo presupuesto en la comunali-
dad humana. Ponernos en el lugar de los otros nos relaciona con los demás me-
diante el pensar representativo, que nos hace ver las aspiraciones y las expectativas
de los otros, generando una idea de respeto moral hacia ellos y expresando la po-
sibilidad solidaria comunitaria. La mentalidad agrandada (Arendt, 1996: 241-242)
no es una cuestión ni de empatía, ni de intentar ser o sentir como la otra persona,
240 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

como tampoco es hacer un recuento de los presentes para lograr una mayoría. Sig-
nifica más bien ser y pensar desde nuestra propia identidad en las posiciones en las
que de hecho no estamos intentando presentizar lo que le sucede al otro u otros.
Esto significa imaginar el juicio de otra persona, imaginar cómo juzgaría si yo es-
tuviera en su lugar, es el salir al encuentro del otro, el “visitar” al otro y ponerse en
su lugar.
Las diversas personas hacen juicios diferentes y cada quien puede, en dife-
rentes momentos, ensayar nuevas posiciones, así como nuevas consideraciones.
Evidentemente, estas acciones entrañan enormes dificultades para ver con los ojos
ajenos aquello que sólo podemos ver con nuestros ojos. El desafío que plantea la
mentalidad agrandada reside en que, al saber cómo juzgaría yo al estar en el lugar
del otro, me permite tomar decisiones más sabias y justas. Compartir el mismo
mundo mediante este recurso nos da la posibilidad de tener algo en común. El
ejercicio de la imaginación implica imaginarme en otro lugar que no es el mío,
de modo que en un lugar específico cualquier persona haría el mismo juicio que
otra persona en ese sitio haría. Si cambiáramos de sitio constantemente, juzgaría-
mos de diferente manera las diversas formas de vida y las diversas identidades. De
este modo nuestras diferencias se especifican según el lugar en donde estemos, sin
embargo, pese a tales diversidades somos similares. El pensar representativo no
supone adoptar pasivamente el punto de vista de los otros, como si se quisiera ser
la otra persona (Arendt, 1996: 241-242) de manera acrítica, sino que se nos exige
una actitud crítica y, en ese sentido, las máximas del sentido común nos exigen
pensar críticamente. Además, dicha mentalidad ampliada o pensamiento extensivo
muestran características de apertura y posibilita la dialogicidad intersubjetiva, que
se lleva a cabo en el espacio público de manera deliberativa.
El desarrollo de la mentalidad agrandada se logra cuando somos conscien-
tes de la semejanza-en-la-diversidad o diversidad-en-la-semejanza y con ello se
desarrolla el conjunto de criterios específicos de una sociedad, desde una actitud
abierta y de inclusión y comprensión de lo otro. A partir de la aceptación de las di-
ferentes formas de vida grupales e individuales, parece condicional la postulación
del reconocimiento entre las formas y culturas diversas, en donde se defienden
elementos comunes entre los grupos diferentes. Los componentes mutuamente
compartidos –la eumeneis elenchoi y la compasión– constituyen el puente que per-
mite la interlocución, la relación o el pasadizo a través del cual se puede encontrar
la comunalidad, reconociéndose cada ser humano o grupo como portador de una
dignidad invaluable; finalmente, posibilitan la convivencia impregnada de justicia
de los grupos que son diferentes. El sentido común, aunque sea poseído como ca-
pacidad, puede cultivarse. De ahí la relevancia de la educación que le dieron cultu-
ras como la grecorromana y sus herederos de la modernidad. Con este aprendizaje
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 241

se consigue discriminar, relacionar y decidir para comprender lo diverso desde


perspectivas razonables.
Con ello y según lo antes señalado, el sentido común es la capacidad de los
individuos para juzgar y obrar en cada circunstancia con un adecuado conoci-
miento del sistema de creencias o convicciones en el cual se mueven, y en donde
ese conjunto de elementos se relaciona entre sí para conformar algo compartido
en un sentido plenamente humano. De ahí que podamos pensar en las relaciones
interpersonales e interculturales. El sentido común es el suelo común en el que
logramos ponernos de acuerdo en un universo social, alcanzando en cierta forma,
un consenso sobre el sentido del mundo. Con ello se posibilita el diálogo entre
aquellos que comparten ese sentido común, y que al ser insuficientes por su finitud
necesitan de los otros con quienes se comparte ese mundo, se juzga y se actúa y con
quienes se inventan nuevas situaciones humanas, mediante la representación en el
intento de encontrar nuevos motivos de la acción. Ese sentido común es conviven-
cia, por lo que implica un sentido social y, por ende, exige la confianza.
El sentido común está íntimamente relacionado con conceptos que hemos
abordado a lo largo de este libro, como son la pluralidad, la apertura, la compren-
sión y con conceptos como la solidaridad y la oportunidad para todos de lograr
una igualdad de oportunidades y situaciones vitales. Es en este punto en donde
ha de imbricarse con la reflexión en torno a la posibilidad de pensar las relaciones
justas y pacíficas desde la pluralidad de culturas y sociedades.
El intento de destruir la pluralidad del mundo humano –al evitar el reconoci-
miento de los otros actuando como si no existieran– propicia una instancia domi-
nadora que avasalla a lo diferente, lo excluye en tanto orienta a su beneplácito las
posibilidades de esos diferentes, con eso borra cualquier diferencia, generando su
fácil manejo para la dominación o subyugación. A la par se puede originar el aisla-
miento y las violencias producidos por la marginación, la exclusión y la discrimi-
nación al destruir la esfera de lo común, escindiéndola y cancelando así cualquier
posibilidad de comunalidad, de libertad y de reconocimiento.
El sentido común apunta hacia un sentido comunitario y esto significa solida-
ridad ética, una expresión básica de justicia entre los que conforman la comunidad
ciudadana. Desde ahí es que podamos hablar entonces de la importancia del senti-
do común como elemento clave para poder pensar la comunalidad entre las cultu-
ras, las personas y las naciones, a partir de los elementos de defensa de lo humano
para el alcance de la justicia y la realización efectiva de la paz. Sólo pensando lo
común es posible llevar a cabo una situación pacífica, de modo que al desafectarse
de los demás se causan situaciones de violencia e injusticia.
Cuando aquello debido es violado, al mismo tiempo se ataca a la justicia, toda
vez que lo debido –que actualmente puede ser entendido como respeto derechos
242 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

humanos– protege valores de los que nadie puede ser privado sin que se agravien
los principios de dignidad, equidad y justicia. La preocupación sobre aquellos de-
rechos que le son ínsitos al ser humano no puede obviarse bajo ninguna razón
explicativa, so pena de violentar la misma dignidad. Ésta, pensada como universal
concreto, no quiere decir que omitan o soslayen los conflictos que entre las per-
sonas se generan en lo contextual. En el espacio de lo concreto se presentan las
acciones humanas que –según sea el caso– defienden u ofenden lo digno de las
personas, apelan o niegan también a la justicia que ha de ser requerida para el gé-
nero humano. Se logra la universalidad por el interés en el otro y en los otros:
[…] en los muchos, en los más; y se trata de una universalización apoyada
por la benevolencia, la amistad, el ágape, la ayuda, la solidaridad, y en aquello
que antes se llamaba el bien común, más allá de la sola preocupación por el
bien particular. Y es la praxis apoyando a la teoría, inclusive lo afectivo apoyan-
do a lo conceptual (Beuchot, 1993: 69).

Cuando Kant utiliza la frase evangélica de “sed prudentes como serpientes


[…] y sencillos como palomas” (2005: 170) da cuenta del necesario uso de la pru-
dencia, la sagacidad, la astucia y el ingenio, siempre con una condición que radica
es la sencillez. La sagacidad prudente aristotélica nos remonta a la sensatez para
que elijamos el término medio si pretendemos llevar a cabo la excelencia de nues-
tras acciones.
La reflexión hermenéutico-crítica resulta central para la edificación humana
y la paz, y reconoce que mediante la consideración del sentido común es posible la
construcción humana justa. Es por ello que va contra las propuestas de los dogma-
tismos universalistas o univocistas, que tuvieron su expresión más clara en los to-
talitarismos vividos a lo largo de la historia, ya que esos totalitarismos al “sustraer
a la gente de los peligros del ‘examen crítico’ [se] les enseña a adherirse inmediata-
mente a cualquiera de las reglas de conducta vigentes en una sociedad determina-
da y en un momento dado” (Arendt, 1995: 127).
La comunalidad facilita, promueve y propicia la construcción de personas
preocupadas por los demás, por las instituciones que son garante de un estado
de cosas deseado y por el desarrollo de las capacidades y potencialidades de sus
miembros al impulsar la pluralidad de voces y al originar acciones cívicas y moral-
mente deseables.
El sentido común es una premisa básica de la cultura democrática que per-
mite en su actitud abierta del encuentro de lo mínimo común, ventilar y dirimir
discursivamente las diferencias. El punto de partida es la vinculación del diálogo
con una concepción ética de la vida compartida; es la existencia de personas con
diversas ideas y valores la que condiciona la flexibilización de las distintas posicio-
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 243

nes participantes en la dialogicidad. El diálogo es necesario para la convivencia e


implica respeto y consideración de todas las opiniones. Por ello, en este sentido, el
reconocimiento y el pluralismo fungen como condiciones básicas de este diálogo,
donde deberán ser admitidos y reconocidos todos los interlocutores en igualdad
de dignidad y de derechos, haciendo posible la relación con el otro, el diferente y
con ello favorecer un intercambio de opiniones que viabilice la comprensión re-
cíproca. Cuando esto sucede, se “ha dado cabida al pluralismo, a un pluralismo
dialogante, pues el sentido común –que en cierta forma analoga a las personas– se
promueve mediante el diálogo, en el diálogo de los que están en el camino de su
búsqueda (Beuchot, 1997: 95).
La pluralidad es posible en una sociedad “cuando sus miembros, a pesar de
tener ideales morales distintos, tiene también unos mínimos morales que les pare-
cen innegociables y a los que han ido llegando motu proprio y no por imposición”
(Cortina, 1995: 70). De ahí que tal sentido común también funja como ideal regu-
lativo y heurístico entre las personas, posibilitando así su convivencia pacífica, y
buscando, a fin de cuentas, una sociedad justa. La preocupación por el humanismo
basado en el sentido común hace referencia a una propuesta con un sentido inte-
grador que incluye el respeto al otro, su validez y sus perspectivas, pensando en
que ellas pueden compartirse perfectamente aun existiendo diferencias. De ahí que
se apele a pensar una hermenéutica del sentido común en las relaciones entre las
personas, lo cual no significa homologar sino distinguir y apreciar las diferencias
dentro de lo común, entendiéndonos desde ahí como sujetos solidarios, con recla-
mos no meramente individuales, sino comunitarios y compartidos. El proceso en
el que somos sujetos implica estar con los demás, en conjunción con ellos, con lo
que, a la par se afianza lo propio inscrito en lo común. Y parece que, si esto es así,
el sentido común nos ubica indisolublemente ligados a la justicia, a las cuestiones
referentes a lo común, en la salvaguarda del pluralismo y, por ende, vinculados con
la paz. Todo esto cimenta el entramado teórico que permite construir la paz en las
sociedades y, por más dificultades que haya, si se apela a ejercitar este sentido co-
mún mediante la imaginación será más accesible allegarnos situaciones pacíficas.

3.4. La imaginación ética y la construcción de una identidad pacífica

“On pourait dire que l` imagination est une lumière interièure, c´est
come l´huile de l´âme”83.
Christophe Bouriau (2010: 8)

83
La imaginación podría decirse es una luz interior, es como el aceite del alma (Traducción
propia).
244 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

“La anticipación de posibles estados de cosas por parte de la ima-


ginación práctica se encuentra fuertemente determinada por nuestra
experiencia pasada, en la que alteramos contrafácticamente algunos
aspectos de los hechos y situaciones que hemos vivido, de tal forma de
realizar una representación mental de cómo tales hechos y situaciones
podrían haber sido diferentes, y de esa forma la imaginación práctica
oficia como un elemento dinamizador de nuestro aprendizaje práctico.
[…] La imaginación práctica en su especificación como imaginación éti-
ca tiene como función representar potenciales estados de cosas en los
que el agente anticipe diferentes cursos de acción que podría recorrer
en la realización de lo que considera una buena vida, de esa forma es
que contribuye a que el agente visualice la elección entre medios al-
ternativos para alcanzar sus fines, o transformar, reforzar o ajustar los
fines vitales que actualmente lo guían. Las representaciones que pro-
vee la imaginación se dan bajo un trasfondo de evaluación deliberativa,
que posibilita que el agente reflexione sobre aquello que le otorga va-
lor y sentido a la vida que quiere vivir”.
Gustavo Pereira (2018: 13 y 17)

“La resolución de incompatibilidades o (su) trascendencia […] con


mucha frecuencia es una cuestión de imaginación”.
Johan Galtung (2003: 161)

Hemos dicho ya que el recurso de la imaginación es de enorme relevancia


para pensar y generar situaciones de paz. En los diversos escenarios de violencia
una posibilidad para sortear las violencias y buscar situaciones de vida mejores
es apelar al uso de la imaginación ética que implica la capacidad de invención,
pensándola siempre en el común con los demás y dando lugar a la construcción de
una identidad comunal y pacífica. La imaginación ética nos ha de dar la pauta para
poder atisbar creativamente posibilidades que superen las lógicas que han prevale-
cido y que han gestado situaciones de un belicismo exorbitante.
Como se ha reiterado a lo largo de este libro, la presente propuesta formula una
apuesta que sustenta a la imaginación como elemento central para pensar un cambio
de paradigmas mentales pensando de otra manera y postulando otras posibilidades,
por ello su fundamental preeminencia para pensar la racionalidad pacífica.
La imaginación es un recurso de creación que hace presente lo ausente y lo de-
seado, y genera posibilidades supuestas como inexistentes en situaciones existen-
tes84, de modo que con la imaginación es posible concebir la noviolencia y la paz

Autores como Giambattista Vico, Baltasar Gracián, Immanuel Kant, H.G. Gadamer, Han-
84

nah Arendt, Paul Ricoeur y, actualmente, Martha Nussbaum, entre otros, han utilizado el recurso
de la imaginación desde una perspectiva de carácter ético (cfr.: García-González, 2018). Asimismo,
desde la perspectiva sociológica de la imaginación moral en relación con la paz en Lederach (2007).
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 245

o las paces. Esta imaginación es una capacidad individual, sin embargo, tiene pre-
tensiones comunales. La imaginación ayuda a la razón (Nussbaum, 2005)85 a pen-
sar mejor la realidad ya que es una de las capacidades humanas fundamentales86;
de ella se desprende otra capacidad básica que es pensar el futuro87 y por ello es que
la imaginación se suele articular con la esperanza que abordaremos más adelante.
La imaginación ética introduce una visión constructiva del cambio social en
escenarios en los que los conflictos mal o no resueltos se encuentran entrampados
y enraizados en situaciones que claman otras formas de resolverse. La ayuda que
brinda la imaginación es dar lugar a otras situaciones originales, nuevas e inge-
niosas para poder vislumbrar otra manera de ver la realidad. Por ello, es factible
considerar a la imaginación como un elemento de cambio y de transformación.
Este cambio implica reeducar, reconstruir formas de pensamiento y de vida para
trastocar aquello dañino a las personas y que reproduce formas violentas.
La imaginación ética apuntala los esfuerzos de replantear esos supuestos y re-
posicionarlos intentando sortearlos y emplazar a la paz –como objetivo a lograr–
como un nuevo escenario susceptible de convertirse en realidad. De ese modo, y
como ya asentábamos antes, en un sentido general la imaginación se define “como
la disposición a presentar las cosas en su ausencia. Imaginar es tener en presencia
lo que está ausente” (Bouriau, 2010: 8, la traducción es nuestra).
Este posicionamiento de la imaginación ética se apoya en las consideraciones
epistemológicas como apoyo para comprender la faceta ética. Es posible traer imá-
genes al presente de algo que no está ante los ojos, como nuestra casa de la infancia
que, aunque no esté ante los ojos es posible hacer presente a través de una imagen.
En ese sentido, la imaginación posee un poder mágico de hacer aparecer lo que
no está ahí; parece dotada de un poder mágico, hacer aparecer lo que no está ahí
(Bouriau, 2010: 8). Aristóteles escribía que la imaginación o la phantasia venía sin
duda de faos, la luz, porque “sin luz es imposible de ver” (Aristóteles, 1973: 863);
así, la imaginación introduce las cosas en la luz y las hace aparecer.
Podemos preguntarnos si en esa función de evocación de las cosas ausentes la
imaginación se distingue de la percepción, de la memoria o de la combinación de
ambas. Podemos cuestionar si la imaginación es una percepción mitigada o una
pálida copia de la percepción –como diría Hume (1985: 271-272)– como cuando

85
Se incide también en el tema de la exclusión de género (Nussbaum, 2012: 53 y ss).
86
El enfoque centrado en las capacidades humanas es la mejor aproximación a la idea de un
mínimo social básico, y esto significa “aquello que la gente es realmente capaz de hacer y de ser, de
acuerdo a una idea intuitiva de la vida que corresponda a la dignidad del ser humano. […] de ahí que
el enfoque de las capacidades es completamente universal”, en Nussbaum (2002: 32-34 y 68 y ss).
87
Esta cuestión tiene relación con los anhelos, esfuerzos y motivaciones, como lo menciona
Nussbaum (2012: 51).
246 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

tenemos la imagen de algo que no es tan clara como lo es en realidad. En ese caso
se trata de una diferencia de grado. Por su parte, Sartre (1986: 17) diría que la di-
ferencia entre ambas –imagen y realidad– es de naturaleza y por ello no podemos
confundir la percepción con la imagen. La misma pregunta se puede hacer en tor-
no a la memoria cuando la imaginación parece consistir en la reproducción de un
estado de conciencia anterior, de manera que, cuando se rememora un evento, se
le evoca y ubica en el pasado. La memoria parece tener más desventaja que la ima-
ginación porque además de evocar una cosa ausente hay en el acto de memoria un
esfuerzo por situar esa cosa en el curso del tiempo. Pero es posible imaginar cosas
ya vistas o asimismo otras que jamás se les ha visto, como sería, por ejemplo, casos
como las imágenes de unicornios, pegasos, esfinges, entre muchas otras.
La percepción pone siempre un objeto en el presente, por ello la imaginación
revela un carácter privativo de lo que es la presencia y en ese sentido, dicho sar-
trianamente, la imaginación da a su objeto como una nada de ser, como nada de
presencia (Sartre, 1986: 25). La imaginación despliega su objeto como ausente. El
papel que juega aquí la conciencia perceptiva aparece más pasivo, como recepción
de un objeto dado, mientras que la conciencia imaginante se prueba como una
espontaneidad que pone y se conserva por un esfuerzo mental que convierte el
objeto en imagen. Con ello, la conciencia pone y mantiene el objeto en imágenes
y la imaginación es la espontaneidad de la conciencia porque le permite poner el
objeto en imágenes, quedando dicho objeto como nada, ausente, como un objeto
que no se ofrece en un aquí y ahora, pero que permite hacer una creación conti-
nuada después de ese esfuerzo mental (Bouriau, 2010: 16). De ahí que: “la espon-
taneidad del acto de imaginar revela la nada que envuelve al objeto en la imagen.
Esta espontaneidad es correlativa de otro aspecto negativo de la imagen que hemos
señalado, a saber, su pobreza, que contrasta con la riqueza del objeto ofrecido a la
percepción” (Bouriau, 2010: 16).
Con esto vemos la diferencia entre percepción e imaginación, considerando
además que la imaginación se distingue del pensamiento abstracto en que utili-
za una cierta materia, a través de la cual la conciencia apunta al objeto ausente.
Aquello imaginado no se reduce a saber abstracto porque involucra una materia
que reemplaza el papel de un símbolo, de una analogía. Esa función de la analogía
nos permite imaginar personas, verles a través de una fotografía y hacerlas vivir o
revivir mentalmente. Lo que hace ese analogado es que permite no ser presente en
persona para con ello representar; de ahí que la imaginación vaya más allá de la
materia utilizada para ver el objeto.
En este orden de ideas surge la pregunta sobre los sueños o alucinaciones pues-
tos en imágenes y éstas se presentan como tales, es decir, como herederas de una
presencia. En esta cuestión no podemos obviar a Descartes en sus Meditaciones, en
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 247

donde precisamente el filósofo francés ponía bajo cuestionamiento la dificultad de


saber si soñamos o es realidad lo que vivimos. Si en un sueño no identificamos el
contenido representado como imaginado es porque nuestra conciencia es incapaz
de salir del imaginario cerca de ella o con el que se encuentra implicado. De ese
modo, al despertar, el problema desaparece; el sueño es identificado como sueño
y la percepción como percepción. El contenido de lo que imagino no puede ser
confundido con lo que percibo, mi contenido representativo entra como prueba de
una confrontación con vivencias anteriores –como diría Descartes–, añadiendo las
reglas evidentes que se imponen a nuestro entendimiento.
Asimismo, la imaginación asume una función esencialmente diferente de la
que tiene la memoria. Al contrario de la memoria –que reemplaza los recuerdos
en el tiempo–, la imaginación los proyecta en el espacio, los hace visibles al espa-
cializarlos (Bouriau, 2010: 37). La imaginación depende de la percepción; nunca es
una presentación exacta del objeto evocado. Por su parte, la memoria puede aten-
der perfectamente su intención y, por ende, existe una desconfianza con la que se
ha visto a la imaginación y por lo que se le ha considerado con un carácter pálido
e impreciso (Bouriau, 2010: 37). Por ello también es que se le llamó la “loca de la
casa” en el siglo XVII por Malèbranche y por Pascal (cfr.: Bouriau, 2010: 38). Esta
metáfora aludía a la locura del espíritu humano –en tanto morada– porque tiende
a buscar un objeto que no puede alcanzar –a diferencia de la memoria que cuando
busca una cosa la puede encontrar–. De ahí que se visualice a la imaginación con
una actitud loca. La imaginación, para quienes la denuestan, logra tener el objeto
en imagen, pero el riesgo en el que cae es que ella puede zambullirnos en la ilusión,
a través de las pasiones que conducen al sujeto a tener sus fantasmas. Estos filó-
sofos (Malèbranche y Pascal) consideran que como la imaginación está privada
del reconocimiento de los recuerdos, los proyecta en el espacio intemporal de la
representación mental, que hace confundir dicho fantasma de una cosa deseada
por su realidad, lo cual mantiene a las personas locamente en la ilusión (Bouriau,
2010: 37). Sin embargo, esta consideración hay que matizarla, porque si bien la es-
pecificidad de lo que es la imaginación necesita de la percepción, sin embargo, ésa
es su fuerza, porque no queda ceñida o atada a esas percepciones de lo real, sino
que puede ir más allá de ellas. La imaginación juega un papel en el que la ilusión
es vista como disposición de conjuntar las cosas del mundo en un orden nuevo, de
modo que podemos pensar en organizar nuestra realidad mundana según nues-
tras expectativas. Esta imaginación busca con la ilusión, disponer y arreglar las
cosas del mundo, con la esperanza de que sean mejores y no se trata necesariamen-
te de que algo sea fantasioso. Lo imaginativo implica una imaginación fértil que
encuentra soluciones y cosas nuevas y aquí aparece la invención –a la que hemos
aludido antes– como recurso importante para la imaginación.
248 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Las invenciones de la imaginación creadora dan cuenta de lo real, pero asi-


mismo plantean nuevas posibilidades que pueden sustituir lo real, algo que puede
venir lanzándonos a la dimensión del futuro. Gracias a las prefiguraciones puedo
prepararme de afrontar lo que vendrá, más cercana o más lejanamente.
La imaginación creativa revela una de las especificaciones de lo humano y esta
posibilidad de desimplicarse del mundo presente anima a poder vivir una realidad
posible o imaginaria. Esto no lo puede hacer el animal –como sostiene Cassirer
(1951)– cuando indica que: “el animal no tiene otro universo que aquel que sus ins-
tintos le designan” (Cassirer, 1951: 49), esto es, el animal no puede remplazar el objeto
por otro hacia el cual sus instintos lo cambien; es prisionero del círculo de sus nece-
sidades y pulsiones, y no hay otra alternativa que la de seguirlos (Cassirer, 1951: 57).
Por su parte, los seres humanos pueden aludir y hacer referencias sobre algún
o algunos objetos virtuales que no existen más, pueden oponerse a sus emociones
y sus deseos, a la presencia aplastante de la realidad bruta. Para Cassirer (1951: 57)
el símbolo fundamental de lo humano es aquel que está cargado de la significa-
ción: ¡No! Ese “¡No!” es el acto inicial por el que el ser humano se eleva sobre los
animales y es el comienzo de la espiritualidad, definida como una forma de eman-
cipación del mundo corporal.
Además, el hecho de poder decir “¡No!” pone el mundo a la distancia, seña-
lando en ciertos momentos que las cosas podrían ser de otra manera, de ese modo,
“imaginar, como dice Sartre, es ‘anonadar’, es negar lo real existente para substi-
tuir sus representaciones rivales” (Bouriau, 2010: 50), y desde ahí postular otras
posibilidades.
En ese sentido, la imaginación nos da la pauta para pensar que ella es la aper-
tura sobre lo virtual, cuyo punto de partida es lo real; ella tiene el poder de fraguar
un objeto o una situación virtual que es activa y con un carácter estimulante. Es así
como nos liberamos del presente agobiante y que requiere que le digamos “¡bas-
ta, no más!”, que gracias a dicha imaginación de ‘algo por venir’ es que podemos
proponer otras posibilidades, siempre “teniendo por vocación de inscribirse en lo
real. Y es únicamente por la intermediación de esta imagen prospectiva, y en su
nombre” (Bouriau, 2010: 50) que las personas logran remontar tanto la tiranía de
las emociones y las afecciones presentes, como los males que se generan en el seno
de las comunidades. Esa capacidad de decir “no” al presente para orientarse hacia
las decisiones de lo que vendrá, es precisamente lo que fortalece a la imaginación.
Así, cuando las urgencias y exigencias de la realidad claman por ser escuchadas,
cuando esa conciencia humana reclama, cuando ese clamor es de rechazo y de in-
dignación, es cuando puede relevarse ese daño o ese mal mediante la imaginación,
para desde ahí dar paso y lugar a un estado de cosas avizoradas como mejores. En
ese sentido, la imaginación es revolucionaria y reformadora; nos libera de lo real
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 249

por indigno, llevándonos a lo irreal o aún más, guiándonos hacia lo posible, a lo


que da luces para dignificar la vida humana. Y aquí hace presencia con claridad la
imaginación ética. Cassirer (1951) conecta el tema de la inteligencia imaginativa
como inventora de formas simbólicas que efectúan una construcción del mundo
que es otra y diversa a la establecida.
Desde esta posibilidad de ir más allá de la realidad por indigna, inicua y
degradante es que la imaginación es activa y produce posibilidades de prefigurar
situaciones futuras. Desde lo vivido y por las experiencias del pasado es que
podemos reinterpretar lo real corrigiendo nuestras interpretaciones iniciales
sobre las percepciones de lo real, y esto nos permite tener un mejor conocimiento
de nuestras experiencias para rehacer el sentido y reconstruir los lazos rotos
de la comunidad, del nosotros. La imaginación se aclara por esa inteligencia
prudencial que nos ayuda a sopesar equilibradamente nuestros pensamientos y
desde ellos poder ir más allá de lo que sería el horror de la vida y apela a invocar
ciertas explicaciones para que, desde ellas, la imaginación las verifique y postule
propuestas. “Nuestra justa aprehensión de lo real progresa gracias a la imaginación
que por sus audacias y por su capacidad de salir de caminos habituales del
pensamiento, nos hace descubrir nuevas relaciones entre los fenómenos” (Bouriau,
2010: 58). Además, la imaginación conjunta el pasado con los recuerdos y la
memoria, el presente con lo que vivimos y el futuro con lo que está por venir. El
pasado reconfigurado con el presente nos ayuda a plantear lo que vendrá desde
una posición creativa e imaginativa. No hacerlo nos hace caer en la “condición
póstuma” (Garcés, 2017: 23 y ss) que se presenta como la destrucción irremediable
de nuestras condiciones de vida en un marco de desesperanza.
Así, la imaginación mira al pasado porque de ahí obtiene sus recursos funda-
mentales y sus insatisfacciones, éstos son sus referentes; y a la vez mira al futuro, al
ser réplica de algo ausente, pero a la vez indagando las ficciones heurísticas en la
lógica de la invención, como pueden ser las narraciones ficticias –cuentos, dramas,
novelas– y las ficciones políticas, como pueden ser las ideologías y las utopías. Se
busca insertar lo posible e imaginado en lo real88, y el coraje de lo posible se pone
en contacto con la imaginación (cfr.: Etxeberría, 1995: 76). Esa imaginación es so-
lidaria de la cultura de cualquier grupo social que pretenda la paz comunal.
La imaginación se abastece de un conjunto de imágenes que hacen posible sus
procesos y estas imágenes similares se reúnen y se van analogando, sus caracterís-
ticas comunes se refuerzan y se articulan entre sí para de ese modo construir desde
ellas, pero yendo más allá. De este modo, se acarrea hacia el inicio de los procesos
que acompañan a la imaginación como es la invención, que ayuda a la primera,
88
En Ricoeur (2011: 55 y ss) la imaginación puede exiliarse del mundo desde su irrealiza-
ción, sin embargo, aquí nos interesa verlo como implicado en el mundo que es lo que da luces.
250 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

dando elementos para suscitar realidades que se pretenden o se buscan. En ese


sentido, la imaginación es constructiva y activa, la cual, además de reproducir lo
percibido, reproduce a aquello que estuvo presente y ya no lo está. Ahí el carácter
productor y activo de la imaginación que apunta a ir más allá de lo vivido en el
presente, máxime si esto vivido es humillante y vejatorio.
Entonces, la imaginación nos permite presentar el conjunto de objetos con-
cebibles desprovistos de presencia, existan o no, y alcanzarlos por la imaginación
para restituirles su visibilidad.
Como ya hemos asentado, “la imaginación tiene ese poder sorprendente de
llevar a la presencia, […] las cosas que no podrían ser más heteróclitas” (Bouriau,
2010: 58) y tiene la capacidad de dar a cada uno de los objetos tan diversos –como
pueden ser el amor, un primer auto, la categoría de accidente o de sustancia, un
círculo o mis deseos reprimidos– un contenido sensible bajo sus formas muy dife-
rentes. La imaginación se desmarca de la memoria y de la percepción con su capa-
cidad de hacer aflorar algo que jamás aparecería, y a darle un rostro a aquello que,
sin ella, permanecería por siempre invisible e insensible.
Gracias a la imaginación el ser humano puede transformarse por mor de un
cierto uso de su imaginación, y gracias a esta última puede desprenderse de sí mis-
mo y contemplar otros modos de vida, otros pensamientos que no son los suyos,
y a abrirse a formas variadas de la humanidad. De ahí que, como señala Pico de
la Mirandola (De la imaginación, caps. 3, 5 y 6, citado en Bouriau, 2010: 87-91),
puede caer en los rangos más bajos de las bestias cuando se deja gobernar por los
fantasmas más rastreros. Pero, puede asimismo y, al contrario, edificarse y espiri-
tualizarse si presta oídos a su imaginación y a su inteligencia. Vivir como un ser
imaginante impulsa a trascender y a orientarse hacia lo infinito en tanto capacidad
infinita de transformación de sí y una tarea infinita de construcción del mundo y
la comunidad. En ese sentido es que Pico de la Mirandola –dando continuidad a
Aristóteles–, implica a la imaginación en el conjunto de las operaciones humanas
teóricas y prácticas. Comprender lo que es la imaginación es comprender la posi-
bilidad misma del ser humano, haciéndolo moldeable, por lo que estas disposiciones
toman más adelante en Montaigne una posteridad decisiva. Montaigne presenta la
imaginación o fantasía como el instrumento de todas las transformaciones físicas
y mentales. En sus Ensayos, lo humano se define menos por la razón que se reserva
sólo a Dios que por la libertad de la imaginación (Montaigne, 1999: 179, 200). Y,
de similar forma con Cassirer (1951), formula que, de todos los animales, el ser
humano tiene una cierta libertad de la imaginación y es lo que le representa de lo
que no es y de lo que quiere.
La imaginación nos saca, y a quienes están con nosotros, del presente para
introducirnos en nuevas formas de pensamiento y de vida humana. Y, como lo
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 251

hemos mencionado previamente con otros autores, con Montaigne insistimos en


que por la imaginación nos podemos colocar en el lugar de otro. Es por la imagi-
nación que puedo salir de mí para ponerme en el lugar del otro, y esto es posible
porque la imaginación es la libertad misma, como potencia de arrancamiento del
aquí y el ahora y que se expresa como resistencia. Montaigne observa el valor del
ser humano de no partir de la sumisión ni tampoco de una razón universal y nor-
mativa, sino en la fecundación de la imaginación y la fantasía como herramentales
de transformación (Bouriau, 2010: 110).
La inauguración que plasma la imaginación permite a toda la humanidad
abrirse al universo; es obstáculo de cualquier fijación de lo humano bajo una for-
ma definida y desafía toda tentativa de definición restrictiva o particularista del ser
humano. En ese sentido, articular la imaginación y lo posible, como lo hace Kant
(1973: 340) en su Crítica de la facultad de juzgar, nos permite distinguir entre la
realidad de las cosas y su posibilidad. Lo propio del entendimiento humano es que
tiene la necesidad de imágenes (Kant, 1973: 343) para que sus conceptos tengan
cuerpo. El ser humano a diferencia del entendimiento divino está condenado a
revisar incesantemente su concepción de mundo, a cambiar de dirección de su ac-
ción al fulgor de posibles imaginados. La finitud característica de lo humano es la
prueba de una vitalidad creadora infinita y por ello la imaginación permite romper
los límites espacio temporales. De ahí que realidades postuladas como irreales son
valiosas porque fungen como ideales morales, como lo ha demostrado toda la filo-
sofía política y sus conceptos. Ideas como son: república, democracia o gobierno,
son ideas que lejos de ser inútiles, introducen la luz gracias a la imaginación de
plantearlos como instancias deseables a lograr, o como resistencias contestatarias
con respecto a lo dado y con la tradición. Pretender la consecución de situaciones
de paz nos acerca a verla como imperfecta y con la imaginación nos posibilita a
crear posibilidades y escenarios de horizontes amplios para lograr nuestros objeti-
vos. La imperfección humana nos anima a buscar situaciones mejores imaginando
la concordia, con ello se nos abren posibilidades realistas que se presentan a modo
de ideales morales.
Recién decíamos que la imaginación se vincula con la producción simbóli-
ca y como auxiliar de la razón, propiciando que esta última sea más abierta e in-
cluyente. Si bien, como ya hacíamos notar, su reivindicación y su defensa no han
sido claras ante los embates del racionalismo, desde la modernidad temprana hasta
nuestros días han existido filones del pensamiento que la han defendido.
La imaginación se sitúa “por un lado en el proceso del conocimiento concep-
tual –como operación transitoria pero necesaria– y, por el otro, lado se le reconoce
vinculada conflictivamente al mundo de los sentimientos, los deseos, los temores”
(Etxeberría, 1995: 17), aquí se le defiende como un recurso rico, pleno y humano
252 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

que nos permite proponer la posibilidad de la noviolencia y la paz. “La imaginación


forja proyectos para la esperanza y potencia la construcción de ellos al anticipar los
posibles realizables” (Etxeberría, 1995: 17) de ahí que, como ya señalábamos antes,
esta imaginación está en tensión entre la realidad y las representaciones en las que
se procura algo mejorado.
Eludir en cierta forma lo real no significa evadirse, sino que constituye una
condición de posibilidad de esa nueva puesta en escena por la imaginación, tanto
en el discurso como en la acción, no sólo en lo teórico sino en lo práctico, no sólo
en lo individual sino en lo colectivo, y funge como elemento crítico. De ahí que
Ricoeur (cfr.: Etxeberría, 1995: 24) señale que la imaginación es el instrumento
mismo de la crítica de lo real; la imaginación tiene cabida cuando “un agujero se
hace en la historia, un lugar es abierto para lo posible” (Ricoeur, cfr.: Etxeberría,
1995: 28)89.
Pensar en lo imaginable que surge de la creatividad es lo que podrá dar luces
para concebir y favorecer proyectos de paz. Esa capacidad imaginativa nos permi-
te el desarrollo de nuestras capacidades de percepción más allá de lo que visuali-
zamos; por ello es un acto de creación. Además, su característica propia es la de
trascender lo dado, lo que existe, para ir hacia lo que está más allá de lo meramente
aparente y visible.
Cuando lo que prevalece es un vacío de imaginación, se promueve la cancela-
ción de los sueños posibles porque –y es preciso insistir–, la imaginación ética nos
permite intuir y vislumbrar la paz como algo real, logrando procesos de relaciones
no polarizadas y en situaciones de justicia. La imaginación nos hace comprender
que la realidad se puede forjar no en una disyuntiva extrema, sino yendo más allá
de esas violencias y desde lo existente.
La imaginación ética evoca la posesión que será lo que colme a la humanidad.
Hemos de refrendar nuevamente que la intencionalidad de la imaginación versa
sobre una ausencia que busca la presencia de lo ausente (Ricoeur, 2004: 23) de ahí
que juegue un rol prospectivo. La imaginación tiene que ver con una reconstruc-
ción de lo pasado para impulsar una nueva edificación de lo que vendrá. En la
ficción se rompe el círculo de la facticidad y ella “permite ensayar variaciones ili-
mitadas que nos abren a posibles, es ella la que da toda su envergadura a la libertad
de la ideación” (Etxeberría, 1995: 23-24). Esto nos ayuda a construir esa identidad
pacífica tan necesaria para generar acciones que buscan acuerdos y concordia. Di-
bujar esa identidad pacífica requiere partir de lo que vivimos y lo que queremos
ser a través de la imaginación, de modo tal que los postulados prospectivos impul-
san la construcción de nuestra identidad pacífica.


89
Así lo ha señalado Nussbaum (cfr.: 1997: 30; también, Echenberg, 2015).
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 253

Gracias a la factibilidad humana de modelarse según propuestas de acción y


por su plasticidad que nos construye con una identidad pacífica es que podemos
apelar con la imaginación a algo ausente en el mundo y en nosotros mismos, pero
mirando hacia lo que se pretende alcanzar, evocando la posibilidad de su pose-
sión. En ese sentido, la centralidad de la imaginación para lograr la paz implica
que tenga una intencionalidad sobre una ausencia “que da forma –viva y vana– a la
carencia. En este punto, lo imaginario es heredero de lo percibido” (Ricoeur, 2004:
93), como ya decíamos al inicio de este inciso. Según Ricoeur, este proceder hace
presentes las propiedades de lo percibido y la relación de ese imaginario con la ne-
cesidad –dicho con Sartre–, dado que el objeto ausente es la luz de esa necesidad.
La imaginación es “una potencia militante al servicio de un sentido difuso
del futuro por el que anticipamos lo real por venir, como un real ausente sobre
el fondo del mundo” (Ricoeur, cfr.: Etxeberría, 1995: 29-30), y es la necesidad la
que le da la carnalidad a la imaginación. La ausencia tiene capacidad proyectiva
hacia futuros posibles, con lo cual se aproxima a la imagen de la ficción creadora.
Las imágenes del pasado siempre referenciadas, que son réplica de algo ausente, a
la vez miran las ficciones heurísticas en la lógica de la invención, las narraciones
ficticias como son cuentos, dramas y novelas, y las ficciones políticas, como son
ideologías y utopías. Todos estos recursos plantean situaciones imaginativas que
buscan posibilidades nuevas enmarcadas en ideales morales que estructuran las
identidades pacíficas.
Ante la falta y la carencia, la imaginación suple, y por ello es anticipación de
pretensiones que se ubican a partir de saberes aprendidos. Se busca insertar lo po-
sible en lo real para desde ahí imaginar la paz. La imaginación no es ilusoria, ella
trata de desenmascarar la falsa realidad y la conciencia falaz, dejando que nue-
vos mundos formen nuestra propia comprensión (Ricoeur, cfr.: Etxeberría, 1995:
78). Al cambiar nuestras formas de imaginar cambiamos nuestra existencia desde
nuestras estructuras identitarias; por ello, la imaginación potencia realidades nue-
vas que buscan saldar situaciones reales procurando modificar desde nosotros y
nuestras identidades la sociedad misma y el mundo en el que existimos.
Si bien la imaginación se conforma de símbolos, entonces la tarea es pensar
mediando con el recurso del lenguaje. Éste se liga con la imaginación de manera
decisiva y se realiza en definitoria en el diálogo, y por medio de él imaginativamen-
te se podrá construir la posible paz y las diversas paces. La especificidad de la ima-
ginación se sitúa en la creación –como advertimos antes cuando hablábamos de la
imaginación creativa–, de modo tal que los imaginarios sociales, las ideologías y
las utopías mantienen íntimas conexiones con el mundo del relato histórico o de
ficción en esa tensión entre lo pasado y lo futuro.
254 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

La contextualización lingüística de la imaginación –cuando se refiere a sus


productos sociales– se exige y da lugar a la praxis social de forma que, las creacio-
nes imaginarias sociales se entrelazan irremediablemente con dicha praxis.
Ricoeur sostiene que gracias a la imaginación es que el ámbito histórico de
experiencia tiene una constitución analógica y está en la condición de posibilidad
de esa experiencia. La posibilidad de una experiencia histórica reside en nuestra
capacidad de ser afectados gracias a la imaginación por los efectos de la historia
(Ricoeur, cfr.: Etxeberría, 1995: 115). Con esto, la imaginación compone de ma-
nera fundamental el campo práctico y “desde ahí vería las mismas cosas pero bajo
otra perspectiva. Por tanto, por medio de variaciones imaginativas puedo concor-
dar otros lugares y otras perspectivas con los míos, […] así consigo penetrar más
adentro en la experiencia analogizante del otro” (Husserl, 1979: 185; cfr.: Etxebe-
rría, 1995: 29-30). En ese sentido, la imaginación hace presente el lazo asociativo
que proporciona la constitución del otro en una forma de imaginación y simpatía
con el otro y que conjunta lo común.
La trasferencia de cuando nos imaginamos en el lugar de los otros busca lo
común, y a la vez reclama por imaginarse en el lugar de los demás en un “como si”
kantiano. Éste es el enigma por lo que la experiencia del otro sólo la puedo conocer
analógicamente. La intersubjetividad pues, se comprende en un marco de analo-
gicidad imaginativa. Así el imaginario juega un papel fundamental y es posible
pensarlo desde la experiencia histórica ligada al ámbito ético-práctico. Mediante
la analogía tenemos el recurso en el que se apoya la imaginación para ver al otro
como yo, en un sentido kantiano y levinasiano y desde ahí se abren posibilidades
de resarcimiento y reconciliación de los lazos rotos que invitan a pensar imaginati-
vamente en la alteridad, por medio de la cual el otro deviene un semejante que ana-
lógicamente es visto como yo y en el que al ver su rostro me interpela y me llama a
responder. En ese contexto se posibilita la construcción de la paz.
En el marco de la historia y en la praxis de la imaginación es posible encontrar
el pleno sentido las ideologías con su función de conservar el pasado recibido; y de
similar manera encontramos ese sentido en las utopías que buscan formular nues-
tro horizonte de espera para movernos hacia él.
El vínculo de la imaginación creadora con la utopía permite concebir creati-
vamente aspiraciones de paz. La utopía sugiere un modelo de sociedad ideal pro-
yectado hacia el futuro que critica el presente. Con ello se distingue la realidad
actual defectuosa y el modelo paradigmático que se postula hacia el futuro. Antes
de la Edad Moderna se renegaba del mundo presente injusto a partir de la esperan-
za de una iniciativa sobrenatural. La resolución viene de lo sobrenatural, por ello
se trata de una escatología.
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 255

Pero, un cambio en estos paradigmas aparece en la modernidad cuando se


elaboran propuestas con un carácter utópico, que son planteadas como proyectos
que los seres humanos pueden y deben realizar. La utopía se nos presenta como
imagen anticipada del porvenir enraizado en la realidad y con una dimensión ética
que supone la convicción de que hay que saber de alguna manera lo que debe ser
para juzgar lo que es y hacia dónde es preciso ir. La utopía señala el fin y la meta,
y desde ahí se considera como criterio de juicio que comienza con la crítica de la
realidad que impulsa a la acción.
La acción requiere de imaginaciones que abran espacios nuevos, ideales que
expresen los anhelos de plenitud y propicien la convicción del deber. Son ideas
reguladoras e instrumentos de acción que guían en la vida diaria. No puede conce-
birse ningún horizonte como inalcanzable dado que las posibilidades irrumpen en
la realidad procediendo con la imaginación continua y con ello, las posibilidades
muestran posibilidades de ser alcanzables. Se trata de abrir el campo de lo posible
más allá de lo actual y lo presente. Es un ejercicio de la imaginación para pensar de
otro modo el ser y la realidad social.
Cuando Galtung (2004: 345) habla del realismo en el cerebro, por un lado, y
de idealismo en el corazón, por el otro; marca una epistemología para la paz. Se
trata de hacer las paces integrando una razonabilidad con las experiencias profun-
das del pesimismo ante los contextos que vivimos. Esa actitud ha de ser “construc-
tiva” (Lederach, 1998: 479) e innovadora para suscitar situaciones modificadas y
orientadas hacia la paz. Afirmar que esta realidad no tiene remedio y que la vio-
lencia ha llegado para quedarse, porque es algo inamovible de lo humano, lo que
hace es proclamar profecías que seguramente se autocumplirán. Sentarnos a mirar
las formas violentas no modificará en nada el escenario, e ideologizar la situación
sobre la violencia y sus sustentos enturbia la realidad y cancela las posibilidades de
modificar esas violencias en entornos pacíficos. Con la imaginación, con sus ha-
bilidades, destrezas, sagacidades y con el ingenio es como podremos crear formas
imaginativas que abran los escenarios posibles para la llegada de la paz.
En este sentido, la imaginación es una llamada ante la falta y es anticipación
afectiva; el querer y el imaginario invocan al poder hacer y al poder alcanzar aque-
llo que se está proyectando. Se trata de colocar lo posible e imaginado en lo real, en
lo existente, en las vidas y en las sociedades existentes y en las personas de carne y
hueso.
Cuando hay fines de largo alcance y con peso ético, ellos pueden ser esbozos
para la orientación de la acción. La acción requiere de imaginaciones que abran
espacios nuevos, ideales que expresen los anhelos de plenitud y propicien la con-
vicción del deber. Son –como sostienen Kant y más adelante Ricoeur, entre otros–,
ideas reguladoras, instrumentos de acción que guían en la vida diaria. Estos ideales
256 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

se han planteado como utopías y lo que las define no son los contenidos de un tinte
u otro, sino su función. Ésta es una cuestión fundamental porque abre posibilida-
des reales de cambio hacia la construcción de otras formas de acción y otras identi-
dades de carácter pacífico. Ellas, si bien no hacen mayor estruendo ni aparecen con
algarabía, sí existen y aparecen de manera silenciosa aún en escenarios plagados de
violencias, y por ello se les obvia y soslaya, invisibilizándolas y enmudeciéndolas.

3.5. Paces silenciosas en los entramados de violencia

“El tejido de los engarces de apoyo siempre parece encogido y rasgado,


pero nunca lo está del todo. Lo que pasa es que en pasados marcados por
la violencia y el trauma, los engarces de paz de vida desaparecen de la
superficie. Pero siempre quedan un par de hebras en el tejido que parece
roto”.
Juan Gutiérrez (2012: 1)

“Otro paso adelante en el proceso de aprovechar los recursos para la


construcción de la paz consiste en despertar un sentido de responsa-
bilidad generalizado para el panorama sistémico más amplio del con-
flicto contemporáneo. […] El compromiso estratégico tiene que ver con
una comprensión de la naturaleza compleja y a largo plazo de la labor
de construcción de la paz. […] consecuente con la necesidad de apoyar
una comunidad de paz es la necesidad de basarse en los recursos con-
textuales y culturales para la paz y la resolución del conflicto presentes
en el escenario”.
John Paul Lederach (1998: 20, 22, 24)

De igual modo a como se manifiesta y se encuentra la violencia presente de


variopintas formas a través de diversas expresiones directas, estructurales, cultu-
rales y en disímiles espacios, es posible encontrar formas variadas de paz. La cues-
tión es que esas paces aparecen sin estridencias y no son ruidosas ni hacen escándalo,
ellas suelen ser paces silenciosas cuyas expresiones no suelen considerarse. Sin em-
bargo, no podemos mantenernos mudos y sordos ante estas experiencias y hemos
de oír sus voces y testimonios que tanto patentizan y a la vez pugnan por ser es-
cuchadas. Las paces silenciosas han de hacerse notar para dar cuenta de su amplia
existencia y su enorme relevancia para que demos cuenta de su vasta presencia en
las sociedades contemporáneas. Aún con toda la violencia existente, la irrupción
constante de estas paces es fuente de apreciación de la realidad bajo una óptica más
amplia que aquélla que únicamente aprecia la mera belicosidad.
¿Cómo trascender los ciclos de violencia que subyugan a nuestra comunidad
humana cuando aún estamos viviendo en ellos? Ésta es la pregunta que se hace
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 257

John Paul Lederach (2007: 33) y que responde con la tesis de su libro La imagina-
ción moral. El arte y el alma de la construcción de la paz, centrada en “la posibilidad
de superar la violencia [que] se forja por la capacidad de generar, movilizar y cons-
truir la imaginación moral” (Lederach, 2007: 33), para superar la violencia. Esa
imaginación exige la capacidad de imaginarnos una red de relaciones que incluya
a nuestros enemigos.
Se ha de generar un cambio creativo ante la violencia prolongada y desde ahí
explorar el proceso creativo como elemento que nutre la construcción de la paz;
esto es lo que hace posible ir más allá de los patrones arraigados en el conflicto
prolongado y destructivo que se mantiene empantanado si no se propugna por
una transformación y una trascendencia creativa.
Sabemos que construir la paz implica la transformación pacífica de los conflictos,
esta labor es como el trabajo de las arañas cuando tejen la telaraña (Lederach, 2007:
119) que tiene una serie de relaciones mutuas y articuladas que mantienen una
unidad. Así es como se construye la paz, con esta imagen en donde el centro está
ocupado por la justicia y la paz sostenibles y en su periferia se sustentan las relaciones
de la comunidad, las cuales se crean en los tejidos sociales de la solidaridad. Tal
trabajo de “las arañas, constructoras de redes orbiculares, […] empiezan la red con
unas pocas hebras ancladas a puntos estratégicamente escogidos, y flota después a
través de un espacio abierto, siempre enlazando el centro” (Lederach, 2007: 126). Se
trata de ir desde el centro y a partir de algo pequeño, ir construyendo entramados
cada vez más amplios a modo de involucramiento de cada vez más instancias y más
personas que desde su prosecución de paces, tejan redes de paz universalizables.
Las experiencias vividas nos dan la pauta para pensar creativamente cuando
vemos cómo se han resuelto en el seno de conflictos los procesos de paz. Lederach
expone varios ejemplos, como son el caso de Ghana, Wajir, Kenia, Colombia, India
y Tayikistán (cfr.: Lederach, 2007: 35-51). Todos ellos dan cuenta con claridad de
los procesos constructivos de esos tejidos de paz.
Es obligado buscar los cambios sociales favorables y benéficos indagando los
cauces para lograrlo. Algunos de ellos los hemos señalado y la pregunta latente que
podemos plantear versa sobre la posibilidad de participar en un punto de inflexión
y desde el mirar con una capacidad para situarnos, ojeando exhaustivamente en el
tiempo. Así lo apunta Elise Boulding en su libro Culture of Peace: The Hidden Side
of History (2000: 30 y ss). Ella proponía que esa actitud ha de darse en el marco de
lo que conocemos y de lo que hemos vivido y hemos aprendido, gracias a la memo-
ria, por ello no debe ser fugaz. Este modo de acercamiento nos presenta asimismo
problemas vigentes en los tiempos y sociedades actuales en los que se puede ejem-
plificar con la degradación medioambiental que, al igual que en situaciones como
258 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

la pobreza, cobran enorme sentido porque impactan en situaciones de injusticia


que dan pie a diversas violencias.
El acento que pongamos habrá de impactar en la humanidad de manera más
humanizante, y se ubica en la capacidad de la comunidad humana para generar y
mantener un recurso propiamente humano que apele y recurra a la imaginación
moral (cfr.: Lederach, 2007: 56). Ella nos proveerá de acervos para orientar hacia el
norte requerido para alcanzar las situaciones deseables para la comunidad humana
y con ello consiga trascender la escalada de violencia existente. Esa búsqueda de lo
imaginable o lo inimaginable, de lo inesperado y de aquello que emerge de la crea-
tividad, es lo que podrá dar luces a proyectos de paz. Esa capacidad imaginativa
nos permite el desarrollo de nuestras capacidades de percepción más allá de lo que
visualizamos, por ello significa es un acto de creación cuyas características propias
pretenden trascender lo dado, lo que existe, yendo hacia lo que está más allá de
lo meramente aparente y visible. Con ello, desde ese nuevo sitio erigir una nueva
realidad más justa, más vivible, más pacífica. Su campo de acción es el espacio de
la conducta y lo que es deseable para todos como humanidad, aquello que es uni-
versalizable. Y, si esto se logra, se podrán obtener situaciones de paces y paz más
inclusivas y más generalizadas para todos los miembros de las diversas sociedades.
Precisamente, porque la violencia es la conducta de alguien “incapaz de ima-
ginar otras soluciones a los problemas que se le presentan” (Fisas, 2002: 58), por
ello la imaginación moral nos permite imaginar la paz como algo real en proce-
sos de relaciones no polarizadas. Asimismo, implica emprender disposiciones que
trastoquen la violencia, lo que conlleva a aventurarse por caminos insospechados
para lograr una transformación constructiva.
Los nuevos horizontes posibles han de aparecer para construir nuevas formas
de abordar las cuestiones de la humanidad aun con los otros tan profundamente
diversos, con los enemigos, con los diferentes, con los extraños, etcétera. La inven-
ción y la indagación creativa son fundamentales para construir la paz en un marco
de recurrente violencia. Muchos de esos procesos suelen ser silenciosos.
La trascendencia de los ciclos de violencia se erige constructivamente en la
comunidad humana buscando cambios genuinos, para lo cual es preciso apelar a la
memoria que transmite significados del pasado. Se pretende alcanzar acuerdos que
no son necesariamente soluciones “en cuanto a contenidos, sino más bien son pro-
puestas para procesos negociados, que, si se producen, cambiarán las expresiones
del conflicto y suministrarán cauces para redefinir las relaciones” (cfr.: Lederach,
2007: 85). Por ello, y como ya lo señalábamos antes con la imaginación, la memoria
es fundamental en el reconocimiento de los hechos y de las víctimas. En muchas
ocasiones hay “evitación o una eufemización” (Alonso, 2012: 13), o también existe
el negacionismo que evita volver a esos hechos y rehúye dignificar a quienes estu-
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 259

vieron en las acciones de violencia sufriendo situaciones de destrucción y daño.


Los marcos sociales sin memoria no pueden tener verdad, justicia ni reparación; la
memoria colectiva “es un instrumento básico para la configuración de la identidad
grupal” (Alonso, 2012: 13). La memoria tiene extrañas circunvoluciones que no
pueden ignorar la responsabilidad y el reconocimiento de quienes vivieron situa-
ciones dolosas o vivieron sufrimientos de manera injusta y no debida.
En este sentido, un ejemplo claro del resguardo de la memoria y de la gene-
ración de posibilidades de paz silenciosa lo encontramos en el proyecto de Juan
Gutiérrez, cuyo nombre “Hebras de paz viva” da cuenta de la imagen de paz ex-
puesta antes y heredada de Paul Lederach, pero injertada en este proyecto de voces
que emergen en tiempos y espacios en donde se localizan hebras que pretenden
reconformar lo humano y develar situaciones pacíficas en medio de entramados
violentos. Hablar de esas hebras nos remite a pensar en unas manos tejiendo una
tela en común para reconstruir un tejido roto por la violencia y a partir de los res-
tos de situaciones belicosas.
Las hebras de paz son gestos desinteresados realizados por personas comunes
y corrientes en medio del fragor de las violencias y que realizan acciones a favor
de alguien del supuesto bando contrario o grupo antagonista. Así lo señala Juan
Gutiérrez cuando apunta que son esas actitudes que van dando apoyo y cobijo a
quienes están en medio de la violencia y reclaman paz. Son los hilos con los que
se va tejiendo una urdimbre reconstitutiva y que después se conforma y expresa a
la manera de relatos que muestran un virtuosismo silencioso que queda como un
ejemplo a emular. Así lo apunta Juan Gutiérrez en sus conferencias y textos, cuan-
do afirma:
Las hebras de paz son esos actos, la mayoría de las veces pequeños y casi
imperceptibles, pero otras veces desafiantes e incluso heroicos, que, en tiem-
pos o situaciones marcados por el horror, terror, violencia letal o flagrantes
injusticias, tienden una mano para ayudar o salvar a personas amenazadas o
que sufren abusos y humillaciones por ser consideradas enemigas o ajenas.
Estos actos se saltan las reglas y normas del grupo propio que exige obedien-
cia y responden a motivos desinteresados. […] (Son) actos generosos de ayuda
a personas en grave peligro o en una situación de abuso intolerable, acciones
insumisas que rompen la disciplina, acciones que casi son insensatas, pero
que vemos que son hechas por gente común y corriente que no siente que ha
hecho ninguna heroicidad sino lo que tenía que hacer (Gutiérrez, 2017).

Juan Gutiérrez alerta con contundencia que la “paz negativa” –revisada en los
capítulos anteriores en este libro– que apela a la simple ausencia de violencia, pero
sin reconstruir ni proyectar, se apoya en la “memoria colectiva”. Ésta suele ser para
Gutiérrez una memoria frecuentemente rencorosa. Al estar sujeta a esos enconos
260 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

y resentimientos, dicha memoria no permite que surja la verdadera “paz positiva”


que es esa “gran malla de engarces que los seres humanos establecemos para apo-
yar a otros y recibir de otros apoyos. […] Las llamamos Hebras de paz viva porque
son las hebras que quedan actuando como puentes de vida” (Gutiérrez, 2017).
Es significativa y esencial la reconstrucción de esas hebras rotas haciendo de
esa memoria una posición positiva dado que, a decir del fundador de esta propues-
ta, la memoria negativa siempre ve al propio grupo como víctima, al del enfrente
como verdugo, con lo cual “rechazan los relatos del otro y brindan los propios y
ven el pasado con los ojos de la justicia penal. Hay una memoria que educa para la
paz y otra que educa para la guerra” (Gutiérrez, 2017). Quedarse en este posiciona-
miento provoca una cierta ceguera para construir algo mejor, permaneciendo así,
encerrados en esa lógica.
Por ello es que la reafirmación del concepto de paz positiva es impulsado con
fuerza para comprender que es esa paz positiva la que ayuda a visualizar las he-
bras de paz silenciosas existentes. Éstas significan acciones que pueden ser trivia-
les pero que dan lugar a acciones buenas, como pueden ser dejar el asiento a una
embarazada en el metro, ayudar a cargar una maleta a un anciano, llamar al dueño
de un móvil que te encuentras tirado por la calle para devolvérselo, ponerse junto
a un inmigrante y hablar con él con normalidad si vemos que un grupo violento
le empieza a insultar, compartir pupitre con un chico poco popular en el colegio
que es víctima de acoso por los matones de la clase… Éstos son los ejemplos que
refiere Gutiérrez para mostrar esa paz que es silenciosa pero que restituye y reteje
la urdimbre social.
Las memorias colectivas nos presentan el pasado amargo y oscuro [… pero] si
metemos relatos con hebras de paz viva metemos una lucecita que hace que llegue
a ese pasado algo atrayente. Las pequeñas dosis de hebras de paz viva son el afrodi-
síaco que añadimos a esa memoria. Y es la fuerza que la voluntad de paz necesita
para pasar de un mundo en guerra a un mundo que la arrincona (Gutiérrez, 2017).
Se redefine la paz positiva como el engarce de vidas, una gran malla que va es-
labonando las vidas compartidas en una afirmación común. Así se hace aparecer
la paz en el escenario compartido. Por ello es que el fundador de Hebras de paz
ha renombrado a la paz positiva como paz de vida o paz viva que se expresa en
la vida compartida y en las mallas de engarces que están amenazadas por los tre-
mendos desgarrones de la violencia. Y es en atención a los dos lados de la paz
como emergen formas que restituyen los tejidos sociales desgarrados a modo de
engarces. Esos engarces de paz viva son las acciones de la persona de un bando
que, rompiendo la disciplina que ese bando impone, “echan una mano de ayuda,
muchas veces salvadora, a una persona del bando enemigo en gran necesidad o
peligro. Pueden ser acciones pequeñas e imperceptibles, o bien desafiantes y he-
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 261

roicas” (Gutiérrez, 2017). Pero son esas acciones las que marcan la diferencia en lo
que se refiere a la condición humana, pensándola de otro modo a como la historia
enmarcada en instituciones nos han condicionado e impulsado a hacerlo.
En general “se suele presentar la violencia como arquitecta de todo, esa es la
mirada dominante, pero en cuanto se señala la realidad de la paz positiva hay un
vuelco en la percepción, la gente se abre” (Gutiérrez, 2017). Y si bien la violencia
se impone, es importante descubrir los “pliegues de la violencia, pero si tenemos
a la violencia como total, entonces percibimos una realidad que nos hace impo-
tentes y adquirimos el síndrome de la indefensión (o de impotencia) aprendida”
(Gutiérrez, 2017) que aniquila cualquier actitud de cambio o cualquier potencia
de transformación. De ese modo, el mal sufrido no es radical, como lo apunta
Hannah Arendt (1987: 680), ese mal puede ser extremo, pero no es total. Con
ello, si vemos
[…] la violencia como total ya no es la violencia real que hay en el mundo,
porque en el mundo real, y en el pasado que nos llega a través de la memoria,
siempre hay una tecla más en el teclado del piano y es una tecla que cambia
toda la melodía. Esa tecla es la paz viva (Gutiérrez, 2017).

Siempre aparecen posibilidades de cambio en esas hebras que se encuentran


en los pliegues de la violencia.
Las hebras de paz viva nos hacen cambiar la perspectiva, de manera tal que al
destacar esas hebras propicia que se vean situaciones que no se quieren o simple-
mente, no se ven. Estas hebras de paz que conforman esas paces silenciosas hacen
que las miradas se maticen y generen desplazamientos. Y éstos se alimentan de la
imaginación de carácter ético que apela a la creatividad y al ingenio –como hemos
señalado en el inciso previo– para generar situaciones de paz. En este sentido, “no
se trata por tanto de ‘alcanzar la paz’ como suele decirse, ya vivimos en ella y hay
que hacerla valer para derrotar a la violencia” (Gutiérrez, 2017). Se trata entonces
de visibilizar esas actitudes y gestos que existen y han existido y que no se recono-
cen o se quedan borradas e invizibilizadas por el apabullamiento que reproduce la
violencia en la vida cotidiana y en los espacios sociales. Por eso se trata de rescatar
esas acciones que no ven la luz, sino que quedan soterradas y ocultas, soterradas,
sordas, invisibles y mudas. Esa recuperación de acciones y gestos son actos de re-
cuperación, de resarcimiento y reconciliación que requieren de la fuerza de la des-
obediencia de la conciencia ante situaciones de indignidad e injusticia.
De ahí que las hebras de paz sean “actos insumisos de la gente que ayuda a
los demás” (Gutiérrez, 2017); pero estos esfuerzos muestran que, frente a la fuer-
za aplastante de la violencia “la paz es débil” (Gutiérrez, 2017), porque si bien es
cierto que todos queremos la paz, sin embargo, asimismo y lamentablemente “que-
262 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

remos otras cosas más que a la paz, cosas que están por encima de ella y eso nos
enfrenta. Por eso nos armamos para imponer nuestra voluntad” (Gutiérrez, 2017).
Pero en esta insumisión aparecen actitudes “en las cuales la bondad humana se an-
tepuso a la barbarie o sinrazón […], son fibras que actúan como puentes de vida en
un tejido que parece rasgado por la violencia” (Gutiérrez, 2017).
Los actos que se rescatan son esas rememoraciones que constituyen las paces
silenciosas, puentes de vida o pliegues de paz que constituyen intersticios de esas
acciones insumisas que se recuerdan gracias a la memoria, y se hacen visibles en
el ánimo de replicarse hacia el futuro. Este denuedo es una reparación de la huma-
nidad que ha visto rotos sus hilos en las acciones violentas y que de alguna forma
sondean maneras de reconocer las acciones de paz.
En este tenor y como ya asentábamos antes, la memoria y sus productos se
conjuntan con la imaginación, buscando conocer y responder a la verdad de lo
sucedido y enmarcándolo en una dimensión empírica, pero también moral (Etxe-
berría, 2012a: 41), y proyectando hacia otras posibilidades humanas. Además de
haberse dado el acto perverso se hizo el daño, de ahí que “la objetividad caracterís-
tica de la verdad incluye hacerse cargo de esto: el mal existe objetivamente, no es
una mera valoración subjetiva y relativa a las personas” (Etxeberría, 2012a: 41), de
modo que, cuando se falla a la verdad, no se asume con honestidad tal dimensión
de la moralidad y aparecen los mecanismos que la oscurecen. Esto sucede al negar
algún hecho que sí ocurrió y del cual podemos obtener situaciones de paz pero que
no se manifiestan como tales. Esto se debe a que en el momento en que se dan esos
hechos de paz silenciosa se contravienen situaciones establecidas como debidas, y
difícilmente pueden gritarse o clamarse abiertamente. Pero el peso de estas accio-
nes exige su desocultamieto a favor de sacar a la luz esas hebras de paz.
En muchas ocasiones, la parcialización de la memoria habitualmente se redu-
ce al recuerdo de las víctimas, nuestras víctimas, vistas ellas como únicas víctimas.
Esta tergiversación de la memoria hace que se pueda aceptar lo acontecido mani-
pulándolo o justificando situaciones como puede ser la violencia por la causa a la
que sirvió. Así, la memoria, además de resistirse al olvido, ha de hacerlo a las ma-
nipulaciones deformativas, y para ello son importantes los diversos tipos de verda-
des, a las que hay que apelar, como son la verdad testimonial, la verdad judicial y la
verdad histórica. Para ello es fundamental que haya relatos diversos y plurales y no
un relato unívoco; ha de ser un relato compartido, pero siempre teniendo presente
una fidelidad creativa rememorativa.
La memoria ha de dar reconocimiento a quienes fueron víctimas, reviven-
ciando su memoria con las exigencias morales implicadas y proyectándolo a un
futuro “cuyo horizonte viene también definido, en aspectos claves, por ese pasado
así afrontado en el presente” (Etxeberría, 2012a: 47).
Capítulo III | Ética de la paz, horizonte para la acción 263

Rememorar tiene una dinámica memorial cuando es asumida desde la justi-


cia, tal como lo expresa Paul Ricoeur cuando enuncia que “el deber de la memoria
al identificarse con la justicia hacia la víctima ‘transforma la memoria en proyecto’
y es este mismo proyecto de justicia el que da al deber de la memoria la forma de
futuro y de imperativo” (Ricoeur, 2004: 119). Una memoria así alimenta acciones
en el presente orientadas también al futuro mostrando que el deber de memoria no
se agota en el mero recuerdo. Esto es lo que ha de permanecer cuando la violencia
en sus formas más crudas se queda no meramente en el recuerdo, sino que ha de
convertirse en un recuerdo trasformador y reconciliador.
La memoria pasa a constituirse en “fuente de motivación y de orientación
para la acción” (Etxeberría, 2012a: 46) sobre todo cuando entresaca de ella esas
hebras de paz, y a la par recupera y reintegra esas paces silenciosas que despliegan
ese nunca más de Goya ante los desastres de la guerra, o lo que Adorno señalaba en
su Dialéctica negativa cuando sostenía que después de Auschwitz no era ya posible
escribir poesía, y preguntaba si era posible seguir siquiera viviendo. La memoria
posibilita una “reversión de la impunidad” (Jozami, 2012: 51ss) para intentar des-
de ella con el pasado en sus manos y hacia el futuro proyectado por la imaginación,
un escenario rememorado y resarcido que se abre al provenir. La memoria nos
permite entrar en el pasado, como lo pensaba en su momento y en relación con la
historia Giambattista Vico, utilizando el sentido común y sus recursos imaginati-
vos que conjuntan ese común humano (Vico, 1941: 198).
Pensar en la existencia de esta posibilidad habilita para ver lo que hay para
adelante en tanto que “el pasado está vivo y se empeña en reaparecer en el um-
bral del cambio social constructivo” (Lederach, 2007: 202). Por ello la importan-
cia del rescate y la visibilización de esas paces silenciosas y hebras de paz vivas es
fundamental. Las tramas de paz restituidas y proyectadas imaginativamente y en
un ánimo esperanzador orientan hacia horizontes que esos hilos de paz pueden
prospectivamente concebir y fraguar para dar paso a una sociedad que aun con la
existencia de la violencia, da cabida a esos resquicios en los que se sitúan acciones
de paz. Estas acciones, aun en los tiempos y situaciones más oscuras, han aflora-
do y han permitido vislumbrar haces de luz que dan cuenta de actitudes abier-
tas que disponen y habilitan panoramas esperanzados. La paz ha de proyectarse y
disponerse siempre mediante acciones vivas dado que sólo por ellas y a través de
sus modalidades podrá trastocar los conflictos y las violencias. La paz no es más
una actitud contemplativa y mucho menos significa pasividad ni inacción. La paz
de los cementerios que refería Kant en Sobre la paz perpetua (2005b), no impulsa
cambio alguno ni ansía reivindicaciones esperanzadas, de modo que los anhelos a
los que aludimos, se decantan en la acción que permite transformaciones y nuevas
hechuras de los entornos en los que vivimos. Comprender esto nos incita a viabili-
zar propuestas que den lugar a utopías reales y posibles.
CAPÍTULO IV
PAZ Y ESPERANZA EN TIEMPOS OSCUROS:
UTOPÍA COMO ACCIÓN

“Le preguntaron a Aristóteles qué es la esperanza, el sueño –contes-


tó– de un hombre despierto”.
Diógenes Laercio (2007, Lb V, fragm.18: 236)

“Si existe un deber y al mismo tiempo una esperanza fundada de que


hagamos realidad el estado de un derecho público, aunque sólo sea
una aproximación que pueda progresar hasta el infinito, la paz perpe-
tua, que se deriva de los hasta ahora mal llamados tratados de paz (en
realidad armisticios), no es una idea vacía, sino una tarea, que resol-
viéndose poco a poco, se acerca permanentemente a su fin”.
Immanuel Kant (2005: 187)

“Con el abandono de las utopías, el hombre perdería su voluntad de


dar forma a la historia y, por lo tanto, su capacidad de comprenderla”.
Paul Ricoeur (1989: 301)

“La esperanza definitivamente no es lo mismo que el optimismo. No


es la convicción de que todo va a cambiar y mejorar, sino más bien es
la certeza de que algo tiene sentido, a pesar de cómo vaya a resultar.
[…] La única causa perdida es la que abandonamos antes de entrar en
lucha”.
Vaclav Hável (1990: 185)

“El hombre es aquello que tiene todavía mucho ante sí […] Se halla
siempre adelante ante límites que no lo son porque los percibe, los
traspone. Lo verdaderamente propio no se ha realizado aún ni en el
hombre ni en el mundo, se halla en espera, en el temor a perderse, en la
esperanza de lograrse […] Sólo esta praxis puede hacer pasar de la po-
sibilidad real a la realidad el punto pendiente en el proceso histórico:
la naturalización del hombre, la humanización de la naturaleza”.
Ernst Bloch, en Esteban Krotz (2011: 55)

“El contraste entre lo moderno y lo posmoderno no es un contraste


entre la esperanza y la desesperanza. Los nichos posmodernos en el
266 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

mundo moderno no son refugios para las ilusiones perdidas. Las espe-
ranzas, en plural, mantienen el mundo funcionando del mismo modo
que lo hicieron anteriormente; pero la Esperanza con mayúscula, la
protagonista metafísica de Bloch, ha perdido su poderoso atractivo por
muchas razones”.
Agnes Heller y Ferenc Fehér (2000: 238)

4.1. Proyecciones de un mundo mejor desde el pensamiento utópico

“Pensar significa traspasar. […] El verdadero traspasar no está por


eso, dirigido al mero espacio vacío de un algo entre nosotros, llevado
sólo por la fantasía, figurándose las cosas sólo de modo abstracto. Al
contrario: concibe lo nuevo como algo procurado en el movimiento de
lo existente, si bien, para poder ser puesto al descubierto, exige de la
manera más intensa la voluntad dirigida a este algo… Lo todavía-no-
consciente en el hombre pertenece, por eso, siempre a lo todavía-no-
llegado a ser, todavía-no-producido, todavía-no-manifestado en el
mundo”.
Ernst Bloch (2007: 26 y 37)

Partir de la esperanza para hacer el camino hacia la paz es una idea que no es
posible obviar o dejar de lado cuando pensamos en las posibilidades de confec-
cionar, obtener y vislumbrar situaciones mejores a las que tenemos. Barbechar el
camino hacia la paz es una posibilidad para construir dicha paz y la justicia, ambas
como utopías posibles mediante la acción. En ese sentido, pensar la paz como ideal
moral nos prepara para esperar, para pensar en posibilidades otras mediante cons-
trucciones llevadas a cabo por nuestras acciones.
Al mismo tiempo, la caracterización de la esperanza ha tenido un largo reco-
rrido en el decurso del pensar humano. Sin embargo, la dificultad que entraña su
especificidad exige hoy día repensar su conceptualización. Esto, además de que la
cuestión en torno al umbral de su origen nos obliga a reflexionar sobre su defini-
ción –tanto epistemológica como ética– al evaluar su relación con el conocimiento
y su posibilidad de existencia. Para nosotros en este libro –como hemos señalado
también en otros textos (García-González, 2014)–, se establece y se estipula a di-
cha esperanza como surgida desde la imaginación.
Pensar la esperanza en el marco de una utopía posible nos obliga a considerar
el debate filosófico entre la esperanza y la desesperanza, para desde ahí intentar
reconceptualizar su pertinencia y su posibilidad. Asimismo, es desde esta posibili-
dad de realizar la esperanza que se entrevera la cuestión de la utopía factible en los
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 267

marcos de la paz y la justicia, para con ello, lograr una situación que articula ambas
nociones, esperanza y utopía mediante procesos de la acción humana.
En la situación que se vive el mundo contemporáneo –sobre todo en los espa-
cios en los que habitamos, donde abunda la arbitrariedad, la indignidad, la violen-
cia y la injusticia– parece obligado cuestionarnos sobre la posibilidad de pensar y
esperar un mundo mejor y, por ello, plantear la utopía acompañada de la esperan-
za. También es posible cuestionar cómo –frente a esta violencia y sinrazón; absur-
do de inhumanidad que corroe al mundo contemporáneo– podemos mantener
una creencia en la perfectibilidad humana o en la reivindicación y anhelo de una
sociedad ideal. Las evidencias son que, a pesar de los progresos humanos, los seres
humanos permanecemos imperfectos y, aun así, nos resistimos neciamente a la
eventualidad del cambio. Por ello y en este sentido las expresiones sobre el futuro
se han convertido generalmente en umbrías reflexiones que dan cuenta de nues-
tros temores y ansiedades y no, como la misma esperanza mantiene en su conteni-
do, una apuesta que se aventura a situaciones mejores y, a la vez, asequibles.
En tiempos oscuros estas expresiones manifiestan un enorme escepticismo
frente a la utopía y aseveran que ante una humanidad exhausta no hay más por
hacer. Así lo demostró Herbert Marcuse en 1967 cuando publicó El fin de la Utopía
(publicado en español en 1968), en donde ponía el dedo en la llaga, ya que sugería
que la utopía era inaplicable a los asuntos humanos. Argumentó también el final
de la historia, al menos de la historia interpretada desde la Modernidad como un
progreso continuo. Esta situación fue replicada en 1989 por Francis Fukuyama, en
su célebre ensayo El fin de la historia (2015). Para él la historia había alcanzado su
final al haber ganado el capitalismo, de modo que la conclusión de la historia mos-
traba que este capitalismo y el libre mercado eran libres de imponer su derecho de
realizar su hegemonía global y no había más por proponer o por hacer. La cancela-
ción de posibilidades en ambos casos generaba un ánimo de derrota y de pérdida
para quienes habían defendido oportunidades alternas. Marcuse se situó en el con-
texto de la emergencia de las nuevas esperanzas revolucionarias y de la renovación
de la utopía en mayo de 1968. Su noción de utopía como concepto histórico –y que
alude a los proyectos de transformación social que se consideran imposibles o más
bien que se encuentran imposibilitados– nos ofrece desafíos para que dichas espe-
ranzas puedan presentarse, introduciéndolas en los espacios de lo decididamente
posible y realizable en plazos históricos alcanzables en futuros previsibles. Marcuse
libera su consideración de cualquier ilusión y a la par de todo derrotismo –que va
contra la libertad–, porque implica la transformación en el proceso histórico de los
males insertos en las sociedades. Lo imaginario fluye de lo concreto. Así fueron los
casos de utopías que todavía hoy podemos visibilizar como fue la Comuna de Pa-
rís, la Revolución bolchevique o las tentativas revolucionarias de Hungría en 1956,
aun cuando fueron frustradas al final del camino. Parece ser una característica de
268 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

la esperanza que pueda ser frustrable e incluso debe serlo porque “lo frustrable es
lo que constituye en ella precisamente, en ciertos casos, su creadora negatividad,
a diferencia de la falsa positividad de una mera confianza subjetiva y abstracción
objetiva” (Bloch, 2014: 203).
Autores que se presentan como acérrimos opositores a la utopía y quienes
consideran –como John Gray (2008)– que los utopistas son milenialistas seculares
que se engañan a sí mismos sin esperanza, despliegan en sus argumentos el mismo
fervor que muchos de sus contrapartes medievales. Ellos se aferran a una creencia
dogmática, sostienen la posibilidad de un histórico fin de los días que, ya sea con
las intenciones de Dios o con sus propias creencias, serán finalmente realizadas.
Para ellos, el final ha llegado (cfr.: Coverly, 2010: 164), de ahí que muchas de esas
utopías se convirtieran en distopías.
Hay quienes han señalado que la utopía ha sido la víctima de un sentido debi-
litado de la historia que acompaña a la humanidad. “Las utopías no son ficciones
pero no son existentes” (Jameson, 2004: 35).
Hay quienes piensan –como Karl Popper (2002: 8)– que la utopía resulta
atractiva en sí y como teoría, pero de igual forma puede considerarse peligrosa y
perniciosa, de modo que se autoderrota y guía a la violencia. En vez de un acerca-
miento utópico deberíamos buscar la eliminación de los males concretos; para esto
contrapone dos tipos de razón, una que etiqueta como razonabilidad que él apoya;
la otra equipara con el utopismo porque requiere un fin definido: la utopía. Lo
racional está determinado por su conexión con ese fin. Por ello utiliza el término
blueprint, que involucra un significado de plano, diseño o plan de acción que le
sirve para describir las utopías. Este concepto es rechazado por la mayoría de los
defensores utopistas (Sargent, 2010: 107). Por su parte el filósofo político George
Kateb (1967: 239-59) se opone a esta acepción, pues considera que las utopías no
crean artefactos, como lo afirman Popper y otros críticos.
Ciertamente, quienes se oponen a la utopía no se equivocan del todo cuando
describen lo que puede suceder, si una utopía se considera la única solución de los
problemas de la humanidad al estar en manos de un grupo de personas, o de una
sola persona con el poder de imponer su voluntad a otros. En este caso deja de ser
utopía y se convierte en algo más que es la ideología. Ésta funge como sistema de
creencias en donde los creyentes tienen poder, como sucedió con el comunismo en
Rusia, el nacional socialismo en Alemania o con Pol Pot en Cambodia. Pero –y es
importante resaltar este punto–, en ninguno de esos casos se detalla con exactitud
en qué consiste la utopía que los oponentes describen. En este sentido “las uto-
pías fueron bastante vagas, específicas sólo en algunas partes, y el problema surgió
cuando a los individuos se les dio el poder de completar los detalles y tratar de me-
ter y ceñir sus sociedades en concordancia con esos detalles” (Sargent, 2010: 107).
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 269

Llegados hasta aquí es importante delimitar el término utopía y se impone


que expresemos nuestro entendimiento sobre ella, partiendo de su sentido más
amplio, es decir, como un paraguas bajo el cual se da cuenta de mundos imagina-
rios. Ciertamente, esos mundos son imaginarios, pero no imposibles, no fantas-
magóricos. Esos mundos imaginarios buscan implementarse a partir de intentos
prácticos para hacer realidad esos sueños. Además, pretenden dar cuenta de las es-
peranzas utópicas y los temores que hoy día, aun cuando nos atemorizan, tal como
sobrecogieron a quienes buscaron otros mundos posibles en el pasado, sin embar-
go, no se dieron por vencidos ni cerraron cauces para lograr esas alternativas. De
igual modo, tampoco nosotros podemos clausurar las disyuntivas que emergen y
que significan vertientes abiertas para avizorar otras posibilidades.
Si la utopía es necesaria como imagen movilizadora, como horizonte orienta-
dor de la praxis, como instancia crítica respecto a la realidad vigente, como pers-
pectiva para la prospectiva o como subversión del orden establecido, entonces, es
necesario que haya claridad acerca de lo que se debe transformar y en qué direc-
ción puede hacerlo (Hinkelammert, 1984: 261). La utopía abre la realidad y desde
lo imposible muestra sus posibilidades haciendo a la vez reclamos hacia una praxis
movida por un interés de carácter emancipatorio de firme intención ética. Esto
significa que el fin que se busca es un imperativo moral o un objeto de opción
moral. El sentido emancipador de la historia no es el que ésta tiene, sino el sentido
potencial que debe tener. Los fines a perseguir –en cuanto metas utópicas– parten
de las opciones morales de los individuos social y políticamente mediadas, sin de-
jar de lado sus pretensiones de carácter ético que fungen como impulsos vivos que
estimulan el cambio y el interés por ser más plenamente humanos. Los propósitos
de carácter ético disciernen entre lo que es y lo que sería bueno que fuera, y nos
muestran el umbral entre el mundo como es y cómo debe ser, y a la par emerge casi
indefectiblemente, el empeño por allegar lo primero a lo segundo. Es desde esta
aproximación en donde cobran sentido las pretendidas transformaciones que con-
juntan visiones y perspectivas de carácter económico, social y político para lograr
condiciones de vida que permitan a todas las personas vivir con dignidad, dejando
de lado las posibilidades frustradas por su obtención. Vista así, la utopía encarna
un ideal, un ideal de humanidad. Desde ese ideal y a través de su praxis, la ac-
ción emprendida obtendrá la humanización. Por ello, ese ideal utópico funge como
principio regulativo para dicha praxis, y es en ese sentido que podemos hablar de
que el camino para alcanzar la utopía se constituye en la esperanza y dispone en su
decurso el proceso de la paz. Así lo hemos subrayado a lo largo de este libro, desde
las apuestas teóricas planteadas por Johan Galtung, quien sostiene que “el proceso
es el camino” (Galtung, 2003: 132), y Gandhi, quien expresa que “el objetivo es el
camino” (Galtung, 2003: 132), ambos pensando en torno a la paz.
270 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Sin duda, la historia de la utopía es larga, pero es Tomás Moro –con su gran
obra– quien inaugura el género utópico, y desde entonces ha resultado para muchos
teóricos de la ética y la política un concepto sumamente complejo. Sin embargo, no
podemos limitar el utopismo a estas propuestas que restringen su significado. Para
unos –como es nuestro caso– significa una opción posible a las formas poco gra-
tas, por violentas e injustas, en las que se desarrolla nuestra existencia y aun con su
posible decepción, es una forma ética de comprometerse con el mundo hacia un
futuro incondicional. Para otros es una noción esquiva y escurridiza, que se apre-
cia como heredera de las apuestas de reinos paradisíacos de abundancia, cordu-
ra y armonía que aparecieron en el comienzo de tiempos inmemoriales desde los
griegos, como el mito de Atlantis adscrito a Platón en el Timeo (25a, 1974: 1131)
y en el Critias (107c, 1974: 1191) que plantea una situación idílica de vida que se
va corrompiendo, y se transforma –como anunciábamos antes– en su opuesto: la
distopía. Este último concepto sugiere una perturbación del pensamiento utópico
o alude a lo que sería una utopía enturbiada o corrompida. La distopía se apoya en
el supuesto de que, desde su aparición, el pensamiento utópico incluyó frecuente-
mente momentos de negatividad o de inversión de la realidad. Se trata más bien de
desencanto y amargura frente a aquellas ilusiones perdidas, canceladas o engaña-
das. Muchos de los ejemplos en los que prosperaron las distopías fueron aquellos
en los que las inquietudes y pasiones revolucionarias fueron más fervorosas y ar-
dientes. Y que en el camino fueron trastocándose y pervirtiéndose, convirtiendo
su andar en malas utopías, o como su nombre lo dice: (dis)topías.
Las utopías más antiguas como fue “la creencia en Atlantis ayuda a perpetuar
la idea de una multiplicidad de mundos, todos luchando para lograr la perfección”
(Coverly, 2010: 19), con pretensiones de una búsqueda de maneras de resarcir las
acciones que hicieron sucumbir un mundo perfecto. Esta lógica de buscar enmendar
la decadencia y el emponzoñamiento humano es la que construye el pensar utópico.
En una línea similar, el Génesis introduce el mundo del mal que se extendió
con el asesinato de Abel a manos de su hermano Caín. Caín funda la primera ciu-
dad sobre ese hecho fratricida, de igual manera que otro fratricida fundó Roma,
como lo anota san Agustín en Ciudad de Dios cuando dice:
La raza de Caín se extendió sobre la tierra. El mal se hizo dueño del mundo.
[…] Este fundó la primera ciudad, lejos, muy lejos del paraíso. Aquella ciudad
fue la primera de las ciudades en las que habitarían los seres humanos imper-
fectos. Sus leyes estarían regidas por la guerra, el mal, la avaricia, el poder y
todo cuanto era vivo sobre la tierra quedo sumido bajo la culpa (san Agustín,
1975: C.XV, 338).

Desde ese momento se corrompió la tierra delante de Dios y estaba llena de


violencia (Génesis, 6, 5, 11). Por ello, Dios arrepentido de la creación del hombre
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 271

decide la destrucción del mundo existente y busca crear un nuevo mundo más per-
fecto mediante la presencia del diluvio. Al único hombre que le advierte es a Noé,
que era justo; así destruye la violencia que se había iniciado con Caín. Noé era la
promesa del nacimiento de un mundo feliz y renovado.
De modo similar es que el pensamiento utópico –a lo largo de la historia– re-
petirá mutatis mutandis esta misma estructura, y desde ahí es que se mueven las
energías revolucionarias del presente para mundos mejores.
La violencia y la corrupción se acabarán con este mito de la revolución que
pretende la regeneración del mundo con su previa destrucción. Es como “la histo-
ria de la utopía se puede sintetizar en la permanente promesa de la recuperación
en el futuro de un paraíso perdido en el pasado mediante la destrucción del mun-
do presente” (Herrera, 2014: 27).
De manera parecida, tenemos en nuestras latitudes el caso de los aztecas y
Aztlán, relato similar al de la Atlántida: Aztlán es el lugar de las siete cuevas, ro-
deado por agua y que, finalmente, sufrió también los embates de una inundación.
Estas narraciones expresan la perfección utópica que se cancela con la aparición de
la hybris, que manifiesta los peligros de la perfectibilidad humana. Lo mismo suce-
de en latitudes orientales, en donde la épica de Gilgamesh –en el ámbito sumerio
y datada en el tercer milenio a.C.– mostraba asimismo un mundo de bondad sin
quejas, sin lamentaciones y sin males.
La literatura de los mitos más conocida que nos presenta un mundo primi-
genio de plena abundancia se ubica en el cristianismo, dado que ha sido el más
universal, y se encuentra en el Génesis y se representa en un primer momento en
el jardín del Edén. Tal paraíso en el que todo era felicidad se termina para dar paso
a un mundo de necesidad, de lucha, de esfuerzo, de males, orden de cosas que se
intenta resarcir y recobrar por medio del diluvio.
Los mitos referidos son narraciones que aluden a la edad de oro, de abundan-
cia total; en donde no hay lucha alguna ni dolor, y entre ellos tienen, como sugeri-
mos, sus diversos equivalentes. Ciertamente, estas narraciones se contraponen con
la creencia común de las sociedades tempranas cazadoras y recolectoras que dis-
frutaban de una mejor nutrición que los agricultores que los sucedieron, y cómo
los hombres y mujeres fueron forzados a abandonar ese modo de vida de plenitud
para situarse en espacios de grandes poblaciones. Esos sueños de la edad de oro se
vuelven nostálgicos porque nunca serán revividos.
Esta línea pesimista del utopismo –que hace romántico el pasado a expensas
del presente y del futuro– hace resonar historias de esperanzas poéticas que datan
también desde la Antigüedad. Hesíodo en Teogonía y en Los trabajos y los días
despliega los mitos de Prometeo y Pandora, así como el de las edades del hombre.
272 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Todos ellos dan cuenta de la idea de utopía como de igual forma lo hizo más ade-
lante Ovidio en Metamorfosis.
Desde esas narraciones que hacen alusiones y remiten a la edad dorada y ma-
ravillosa vivida en algún momento y tiempo remoto, se revela que sólo podemos
tener solaz en el pasado de oro y por ello poco puede hacerse, a no ser que po-
damos pensar en una vida futura que podría ser vivida en situaciones paradisía-
cas o de bonanza. De ahí emergen con enorme fuerza los relatos y epopeyas ya
enunciados90.
Si esa edad dorada nunca podrá regresar –como lo cuenta Hesíodo en Los
trabajos y los días, entonces es el lamento de lo perdido lo que va a caracterizar la
línea pesimista del utopismo, dado que “romantiza el pasado a expensas del pre-
sente” (Coverley, 2010: 21). En ese sentido el pasado se encumbra con sus glorias
y en muchas ocasiones debilita o cancela lo que existe en el presente socavando
cualquier posibilidad que pudiera realizarse en el futuro y con ello debilitando ese
horizonte.
Los ejemplos en la filosofía en torno a la búsqueda de mejores situaciones en la
historia son abundantes, sobre todo en lo que respecta a filosofía política en donde
se rastrean y se postulan ideales de sociedades, de humanidad, de vida común, de
gobernanza, de bienestar y de justicia. Ya aludimos a ese origen: los ejemplos míti-
cos y poéticos aparecidos en los albores de la humanidad que más adelante toma-
ron más fuerza narrativa con los filósofos griegos. Platón en su República expone
una sociedad ideal con el gobernante ideal. Éste, que sería el filósofo, gobernaría
ayudado de las leyes, dando lugar a la utopía platónica. Este bien es en el mundo
de occidente el primero y el más reverenciado ejemplo de una sociedad utópica,
sin embargo, en Ciudad de Dios de san Agustín, el ámbito de lo utópico se agranda
porque no se ciñe a lo terrenal, sino que la concepción de lo ideal lo trasciende.
Ahí el individuo ganará salvación más allá de la vida y después de la muerte. Esta
obra es quizás “el mejor ejemplo del milenialismo utópico, en el cual la sociedad
ideal se alcanza en el fin de la historia” (Coverley, 2010: 31). Y este punto culmen es
alcanzado en la conclusión de las luchas entre el bien y el mal que se habilitan en la
ciudad de Dios y en la ciudad de los hombres, en este marco agustiniano.
Estos filósofos fueron replicados por filósofos de la Modernidad de modo que
el proceso de irrupción de las utopías continuó y, en la Modernidad éstas tuvieron
una impronta muy grande con autores como Campanella (1568-1639) con Ciudad

90
En la mitología griega quienes eran favorecidos por los dioses podrían –en la vida después
de la vida– disfrutar los Campos Elíseos o las planicies elíseas o los campos de Asphodel que eran el
lugar final, el lugar de descanso de los heroicos y los virtuosos. Estos espacios son las llamadas Islas
de los Bendecidos por Hesíodo. Todas estas islas toman forma de paraísos o utopías quizá por estar
aisladas y por el sentido de pureza que sugieren.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 273

del Sol (1602), Bacon (1561-1626) con Nueva Atlántida (1617) (ejemplo de una
primera utopía científica y precedente de las novelas de ciencia ficción), Elogio de
la locura (1511), de Erasmo de Rotterdam (1467-1536). También pueden incluirse
con cierta reserva en este grupo Cristianópolis (1619), de Johann Valentin Andreae
(1586-1654); Commonwealth o The Law of the Freedom (1652), de Gerrard Wins-
tanley (1609-1676); y Oceana (1656), de James Harrington (1611-1677). El más
conocido fue Tomás Moro (1478-1535) con Utopía (1516).
Este último fue quien acuñó la palabra utopía; como se sabe, una palabra ba-
sada en el significado de topos, el lugar, en donde el prefijo ou, niega ese lugar. Pero
en “Six Lines on the Island of Utopía” Moro presenta un poema que llama a la isla
de Utopía “Eutopia”, con el prefijo eu, lo bueno o lo feliz. En ese sentido, se refiere
al lugar feliz o al buen lugar, lo buenamente utópico. Aun así, el concepto que sig-
nifica el “no lugar” ha devenido en un concepto que se ha referido como un buen
lugar inexistente. La isla de Utopía representa una sociedad bajo una autoridad de
hombres sabios y ancianos y, aunque jerárquica y patriarcal, tiene leyes estrictas
con castigos duros. Ahí se provee de una mejor vida a los ciudadanos que la vivida
en su época, con la que han estado insatisfechos. El historial de este soñar por una
situación más valiosa y justa, data de milenios, y las más tempranas utopías eran
bastante cercanas a sueños, completamente fuera del control humano, algo que
vendría de manera natural o por los deseos de algún dios.
De este modo, a partir de la Modernidad y la emancipación de la razón es que
surgen las utopías tan conocidas y encabezadas por Tomás Moro en su libro De
optima reipublicae statu, doque nova insula Utopia, libellus vere aureus, nec minus
salutaris quam festivus [Sobre el mejor estado y la nueva isla Utopía, librito verda-
deramente dorado, no menos festivo que provechoso] (1515-1516). Es este texto se
inaugura un género literario que desde su origen portará una alta carga valorativa
y crítica hacia lo vivido y con un ánimo de renovación. Éste se despliega con una
propuesta inédita en la manera de habitar el mundo y convivir con los demás.
El referente del texto utópico es una alternativa de la realidad que se encuentra
presente en el contenido del texto mismo. Los estudios que se han hecho acerca de
la significación de la utopía, desde que apareció como vocablo, oscilan desde los
que interpretan la utopía como género narrativo, hasta los que la analizan como
una forma de saber social e histórico. En el primer caso la narración utópica tiene
una estructura en la que se juega con la ficción de un lugar mejor e ideal para el ser
humano; ese espacio, por su perfección, es preferentemente un no lugar (ou-topía).
En el segundo caso está la utopía relacionada con el sentido del vocablo como cam-
po conceptual del saber y del conocimiento social y a la vez se vincula con elemen-
tos epistemológicos de veracidad. Se tiene a la utopía como la forma de fenómeno
ideal desde el cual el conocimiento social puede distinguir los sentidos universales
274 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

del movimiento social, determinando las condiciones de posibilidad de la utopía


desde diferentes perspectivas. El pensamiento utópico se basa en la búsqueda de
un ideal de vida feliz, como causa de la acción común y del apoyo mutuo.
Se intenta un espacio conceptual en el que el contenido de lo que se entiende
por utopía se sitúa en su dimensión de futuro, en un sentido relacional de lo posi-
ble y lo real, en el entendimiento de estos conceptos como categorías de la realidad
con un sentido de actividad y proyecto (eu-topía) (Manheim, 1983; Ricoeur, 1991).
Así, en los umbrales de la sociedad moderna surge un pensamiento adjetivado
como utópico, el cual adquiere especificidad y persigue legitimidad en el espacio
social en tanto proceso de producción espiritual, pero sin una raigambre de ca-
rácter religioso. Por ello es que en este ánimo de secularizar su bagaje se sustituye
el nombre de esperanza por el de utopía, en el ánimo de transformar esa actitud
proyectada y formando parte de un sistema de ideas sobre un determinado or-
denamiento de la vida social. En este texto diferenciamos ambas nociones, pero
insistimos en que van íntimamente entrelazadas.
Tanto en la esperanza como en la utopía se exhorta al alcance de la plenitud
y de la felicidad a partir del logro de este ordenamiento que siempre tiene un dis-
positivo integrador; ya sea la distribución con equidad en la comunidad de bienes,
la superación de las desigualdades sociales en la formación de las personas como
ciudadanos plenos y la racionalización de la vida por el desempeño amplio del
conocimiento91.
El nuevo mundo postulaba la puesta en escena de elementos, situaciones y
acciones de la imaginación inventiva, se ordenaba según las leyes, y las personas se
sometían a esas leyes. Por ello se anhelaba una Atlántida más nueva, que estuviera
más allá de las leyes. Lo que ahora les prometía la esperanza de la utopía radical,
era una “segunda salvación”, no una esperanza anterior al conocimiento, sino más
bien una esperanza por encima del cálculo, la planificación y las leyes; una espe-
ranza que trascendería una objetividad completamente dominada (Heller y Fehér,
2000: 236).
La utopía surge en medio de leyendas de civilizaciones perdidas sobre las cua-
les la historia continúa resonando hoy día.
Ambos conceptos, el de esperanza y el de utopía han estado presentes a tra-
vés de los diversos períodos históricos, y su presencia ha sido inextricablemen-
te vinculada con los sentimientos de la raza humana, con lo cual la construcción

La representación ideal de una sociedad imposible e irreal podía ser posible y real, puesto
91

que por el hecho de que sea ou-topos no significa que deba ser ou-cronos, ya que aparece como un
modelo y, por tanto, la utopía se concibe para que pueda realizarse en un tiempo futuro.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 275

de propuestas utópicas y esperanzadoras han sido casi infinitas e incatalogables.


Partamos entonces del terreno algo más seguro que nos brindan los significados
básicos, para lo cual nos servimos del Diccionario de la lengua española de la Real
Academia Española en donde se apunta que esperanza es una locución verbal que
viene de esperar, de conseguir lo deseado o pretendido. Significa que alguien pue-
de lograr lo que solicita o desea, pero también indica la improbabilidad de que se
logre o suceda algo en el mismo tenor buscado. Asimismo, señala que esperanza es
un estado de ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos, que
es un valor medio de una variable aleatoria o de una distribución de probabilidad92.
Como ya decíamos antes, el concepto utopía viene del griego ou significa “no” y
topos, que significa “lugar”, por lo tanto, su significación es el lugar que no existe.
Por ello el Diccionario de la Real Academia define que la utopía es un proyecto o
una doctrina optimista que parece irrealizable (DRAE, 2010). De similar manera el
Concise Oxford Dictionary (1976) señala que esperanza es “un sentimiento de ex-
pectación y deseo de una cosa para que suceda; un sentido de confianza”, mientras
que utopía “es un lugar imaginado o un estado de cosas en donde todo es perfecto
y que es deseable” (1282).
Desde ahí podemos estimar que, de inicio, los conceptos de esperanza y de
utopía están vinculados. La esperanza nos presenta como posible aquello deseado
con una cierta confianza fundada, es decir, es una probabilidad plausible de lograr
algunas cosas que al parecer nos convienen. Así, la esperanza se presenta como
una proyección hacia el futuro posible, y la utopía pone esa esperanza en situacio-
nes mejores o en un mundo que es pensado como mejor. En la delimitación de am-
bos términos encontramos que mutuamente se remiten uno al otro y viceversa y, si
bien es cierto, desde tiempos inmemoriales la humanidad ha elaborado reflexiones
en torno a estas categorías, principalmente mediante mitos. Sin embargo, no fue
sino hasta la Modernidad que se elaboraron descripciones y explicaciones de sus
distinciones y usos. Fue en esos momentos cuando la racionalidad se entronizaba
y buscaba erradicar cualquier rescoldo religioso alojado en los más ocultos inters-
ticios. Entonces, si la esperanza fue siempre el horizonte de las posibilidades de un
mundo mejor pero dentro de los márgenes de la religión y en aras de una espera
salvífica, se comprende que en las pretensiones modernas se buscara otro concepto
para –desde lo humano y desde su racionalidad– poder pensar en las posibilidades
y proyectos de cara al futuro. Además, en el surgimiento de las utopías marcaron
generalmente una aspiración de carácter político de manera principal, aunque no
única, mientras que la esperanza se quedaba con las visiones aspiracionales de la
vida en sus diversas facetas.

92
Asimismo, señala que en el marco de la doctrina cristiana es una virtud teologal por la
que se espera que Dios dé los bienes que ha prometido. No consideraremos esta línea porque preten-
demos aquí una reflexión netamente filosófica sin sustento religioso alguno (DRAE, 2007).
276 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Es importante y necesario distinguir entre


[…] utopismo como una categoría general y la utopía como un género lite-
rario. Entonces el utopismo se refiere a los sueños y pesadillas que tienen que
ver con los modos en los que los grupos de gente arreglan sus vidas, en las que
usualmente visibilizan una sociedad radicalmente diferente, de donde emer-
gen los sueños (Sargent, 2010: 5).

Es patente observar todas las ambigüedades que genera la palabra utopía y su


sentido. Por eso, en estas páginas resulta fundamental precisar el significado al que
estamos apegándonos en la apuesta teórica que se ha venido exponiendo a lo largo
del presente libro, y en aras de visibilizar la propuesta de la paz como ideal moral y
en tanto utopía.
De esta suerte, las utopías tienen diversos propósitos, aunque ciertamente éstos
pueden convivir juntos. Una utopía puede ser simplemente una fantasía, puede ser
una descripción de una sociedad deseable o indeseable, una advertencia o alternati-
va al presente o también un modelo que pueda alcanzarse. Asimismo, puede cons-
truirse como la posibilidad de una forma de vida que puede ser mejor en el aquí y
en el ahora. Además, las visiones utópicas de la humanidad y su futuro pueden ser
esperanzadoras o alarmantes. Si se ven como esperanzas, el resultado suele ser una
utopía; si se ven con alarma, el resultado es una distopía, lo “malamente utópico (en
cuanto meramente ilusorio, fantástico, irrealizable), la de lo infernal posible, que es
una noción muy circulante y en la que los mundos se prevén o se imaginan como
posibles e indeseables, inhabitables, horribles, en literatura” (Sastre, 2010: 195).
Sin embargo, el pensamiento utópico es una filosofía de la esperanza, en don-
de la esperanza es esencial para cualquier intento de cambio en la sociedad para
ser mejor. Sin embargo, no puede dejarse de lado que esos sueños rastreados pue-
dan ser impuestos y, con ello entonces, se estaría buscando la libertad, cuyo logro,
paradójicamente, se haría mediante la cancelación de esa libertad, o también del
mismo modo, pretendiendo la igualdad a través de la desigualdad o la justicia me-
diante la injusticia. Y esto es lo que muchos autores han criticado de manera con-
tumaz sobre la presencia de la utopía.
Esta cuestión es la que muestra que hay razones para evaluar a las utopías
como positivas o negativas. Estas últimas, como acabamos de señalar, tuvieron, en
el siglo pasado, una presencia clara y fueron resultado de los intentos de imponer
ciertas versiones de la vida buena (es decir, el comunismo en Unión Soviética o en
China, el nacional socialismo en Alemania, o la versión del Talibán del islamismo
en Afganistán).
En El principio esperanza (Bloch, 2007) se hace un llamado a atestiguar la in-
feliz frecuencia con la que la esperanza emerge de la tragedia y la injusticia, de los
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 277

tipos de sufrimiento ordinarios y extraordinarios. En medio de ellos está atento a


la miseria y a revelarse en contra de ella. El cambio ha de generarse en este mundo
y en este tiempo en un ethos que encarna una relación inventiva y evaluativa del
mundo que considera que las potencialidades podrán exceder lo que se tiene, y ahí
está la esperanza.
La teoría utópica es compleja y puede decirse que posee tres caras que tienen
que ver con la utopía literaria, la práctica utópica y la teoría social utópica (Sargent,
2010: 5). Ciertamente, mientras los escritores de utopías sigan presentando nue-
vas formas de ideas, las definiciones evidencian que tienen contornos porosos; por
ello, dentro de las utopías contemporáneas no todas se miran como lo que antes se
nombraba como utopía. Ellas son particularmente más complejas, menos categó-
ricas en sus propuestas y miran a la humanidad en sus puntos débiles.
En lo que se refiere a las prácticas utópicas se incluye lo que tiene que ver con
comunas o con comunidades utópicas y prácticas utópicas o experimentos con
este corte. Ejemplos siempre presentes en la historia de la utopía son los casos de
Owen, Fourier y Saint-Simon, en el marco teórico denominado por Engels en Del
socialismo utópico al socialismo científico como “socialismo utópico”. Estos proyec-
tos se caracterizaron porque se pensaron como realizables en el presente y no de
manera imaginativa en el futuro.
Saint-Simon, después de haber vivido los acontecimientos de la Revolución
francesa de primera mano, comprendió muy pronto que aquellas energías de libe-
ración y ánimos de igualdad habían sido defraudados. Este fracaso se debió a que
los dirigentes políticos fueron incapaces de guiar al pueblo para lograr un sistema
adecuado a sus demandas de justicia en el nuevo sistema de producción industrial.
Ahí era donde radicaba para él la clave, no en la política. Eran los industriales fi-
lántropos los que deberían encargarse de estos proyectos; eran ellos los que eran
capaces de organizar una comunidad justa. Su planeamiento pretendía realizar
proyectos de mejora de la sociedad a partir de la ciencia y su saber. Desde ahí se
lograría establecer sin violencia la paz, el orden y la justicia (Herrera, 2014: 176).
La idea de Saint-Simon era liberar y ordenar la sociedad por medio de la coo-
peración, pero siempre sin uso de la violencia.
Por su parte, Roberto Owen –en tanto empresario y proyectista social– re-
presenta el self made man (Herrera, 2014: 184). Él mismo emergió socialmente
desde un ámbito de pobreza y situaciones depresivas de la Revolución industrial.
Observador nato, le propició la inversión social que consolidó en la acción real. El
imaginario de América –que estaba siempre como espacio de esperanzas en medio
de la desolación– lo impulsa a plasmar su sueño en ese sitio de las nuevas tierras,
tal como lo hicieron Moro con su Utopía o Bacon con su Nueva Atlántida.
278 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Ese escenario era la “tierra prometida para ricos empresarios europeos que ahí
podían llevar a cabo sus proyectos, empezando de cero, sin los obstáculos tradicio-
nales” (Herrera, 2014: 186). Owen vio que era propicio para su proyecto ubicar
New Harmony en los Estados Unidos, edificando un enclave que se organizaba y
sustentaba en valores cooperativistas que estaban lejos de la explotación capitalis-
ta. Su cometido no tuvo éxito, pero su ánimo cooperativista no decayó con el fra-
caso de esta empresa y continuó pensando en la cooperación obrera. Su iniciativa
logró tener en Inglaterra más de veinte mil trabajadores obreros adscritos; su mo-
ción buscaba el cambio pacífico por medio del cooperativismo y el sindicalismo,
pero su lucha se oscureció y complicó por las huelgas que fueron surgiendo y que,
al ser largas, sumían a los obreros en mayor penuria. Esto hizo decaer el talante de
lucha obrera.
El concepto de la condición humana de Owen asumía que se corrompía por la
sociedad y por el sistema de explotación industrial, y se llevaba así a las personas a
comportamientos evasivos de esa situación a través del alcohol y el sexo. La indus-
trialización era la causante de ese ser humano corrupto; por ello su propuesta tenía
un sesgo paternalista importante que intentaba salvar a esos grupos por medio de
la educación. Los procesos comunitarios se irían estableciendo de manera pacífica
y cohesionante por medio de una revolución moral y educativa. El sistema indus-
trial era corruptor, por lo cual se debía volver a la tierra y a una moral racional.
El más radical de los socialistas utópicos fue Charles Fourier, quien –como lo
proponían también los otros socialistas utópicos– aseguraba que su sistema se im-
plantaría pacíficamente. Formuló su proyecto de sociedades cooperativas a las que
nombró falansterios y los experimentó en Rumania y luego en los Estado Unidos
(Brook Farm), en donde pretendió enmendar la historia de la humanidad. Fourier
radicaliza la duda metódica cartesiana poniendo en sospecha y negando todo lo
conocido, porque pensaba que habían sido sólo errores en los cuales no se podían
fundar verdades. Por ello concebía que había que iniciar de cero al negar todo lo
heredado y dando cauce a la matriz rousseauniana del carácter corruptor de la ci-
vilización. Fourier consideraba que “toda tesis de mejora del mundo es una trampa
para que los hombres pierdan el presente, cada presente y, finalmente todo el tiem-
po de su vida” (Herrera, 2014: 203). Con esto defendía que no tenía sentido perder
el presente trazando esperanzas en el futuro de la civilización.
La propuesta de Fourier no es un proyecto político porque éste se enmarcaba
en el espacio de la corrupción. Los falansterios, en tanto pequeñas comunidades,
serían para él el eje para sociedades felices en donde el centro eran los niños y el
sistema educativo que daba cuenta de la equidad. La agricultura era la actividad
central y el campo constituía el espacio predominante en el mundo del falansterio.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 279

Es relevante advertir que las prácticas utópicas propuestas por los socialistas
utópicos se sitúan sobre lo actual, más que como una transformación ficcional fu-
tura (Sargent, 2010: 7).
En el marco de la teoría social se incluye a la utopía como método de análisis
en el que se involucra a la relación entre utopía e ideología, tema subrayado en
primer lugar por el teórico social Karl Manheim en 1929. También pueden situarse
en el ámbito de la teoría social las formas en que ese utopismo ha sido usado para
explicar el cambio social por pensadores como el filósofo Ernst Bloch y el soció-
logo Frederick L. Polak; por el papel que ha jugado el utopismo en la religión o el
rol que ha tenido en el colonialismo y poscolonialismo. En este escenario se han
incluido los debates sobre teoría utópica entre los globalizadores y los antiglobali-
zadores (Sargent, 2010: 7).
Es importante insistir en que la esperanza se conforma como valor vinculado
con el recuerdo y la pretensión de que las cosas puedan ser de otra manera, pen-
sando en un mundo mejor. En muchas ocasiones el pesimismo emana del cinismo;
evita en gran cantidad de ocasiones el compromiso que brinda el impulso hacia
adelante. Trascender lo dado o lo vivido nos obliga a mostrar coraje moral en la
búsqueda de transformaciones estructurales y culturales, por ello Bloch sienta que
“nada es más humano que traspasar lo que existe” (Bloch, 2014: 209) sin ir más
allá del mundo. En ese sentido, la utopía blochiana es inmanente a la vida y tiene
características disruptivas e interrogativas. Ello impulsa la superación del pesimis-
mo con una imaginación capaz de ir más allá superando la violencia y, al mismo
tiempo, afrontando retos inmediatos y de carácter histórico que la han originado.
Por ello se precisa de la imaginación, de una mente inventora, fantasiosa y genial
que impulse al mejor entendimiento del mundo en su complejidad y que, a la vez,
provoque un cambio en la sociedad mediante la acción aplicada a la realidad. Por
ello es que “la esperanza del futuro requiere un estudio que no olvida la necesidad
y mucho menos el éxodo. El traspasar tiene muchas formas; la filosofía las consi-
dera todas: nihil humani alienum” (Bloch, 2014: 210). Y porque nada humano nos
es ajeno es que se nos impone ese traspaso y superación de lo que vivimos espe-
rando imaginativamente situaciones mejores, pero siempre con un carácter de in-
manencia y en un estado de no finalización que nos impulsa a que, por ese proceso
experimental podamos cambiar el desastre que vivimos.
Es así que podemos ver la
[…] estrecha vinculación que hay entre la imaginación humana y la utopía
–la imaginación ¿no es sino una productora de utopías, de cosas que no hay, y
la utopía no es sino un producto de la imaginación?–, y la relación estructural
que hay entre lo imaginario y lo posible. O cómo la imaginación nos remite de
plano al tema de la posibilidad (Sastre, 2010: 196).
280 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Todo esto consigna a pensar en el futuro anticipado por la utopía concreta,


para desde ahí construir un proyecto de un futuro nuevo, un futuro otro.
Quizás la pregunta obligada es si es posible vivir apoyados sobre la base de un
mundo no existente por el hecho de que lo consideremos posible y con las fuerzas
que nos brinda la esperanza en un mundo que, si bien no existe, sin embargo, po-
dría llegar a existir. Aun a pesar de la mala reputación de las utopías –con todo y las
que tuvieron un carácter más científico en los últimos tiempos–, todas ellas incluso
caracterizadas por sus magnos fracasos, justifican su existencia y han de continuar
porque ofrecen salidas, dando luz a realidades insoportables, violentas, dolorosas
e injustas. Bloch apunta certeramente cuando sostiene que no hay teleología o ga-
rantía en un mundo donde la esperanza actúa como principio de incompletud de
quienes estamos fragmentados, pero siempre ante un horizonte (Bloch, 2007: 267,
334). Es la conciencia sobre la incompletud y la falibilidad lo que nos hace seres
esperanzados y con un horizonte del futuro que invoca y promueve la acción.
Se ha dicho recurrentemente que el método que propuso Bloch resulta de
enorme valor; por su presencia la utopía reactiva la lucha por la emancipación me-
diante una teoría práctica que pretende la transformación hacia un mundo mejor,
más allá de su práctica histórica (Sastre, 2010: 200). Esta toma de aire para la utopía
tiene un enorme significado: le da un matiz que queda visiblemente explicitado, y
es el hecho de que la utopía posibilite la emancipación, la superación y trastoque
de situaciones lastimosas.
Es importante señalar que las posibilidades que hacen el camino de las utopías
se vinculan con la esperanza y esa senda se pavimenta –según nuestra propuesta–
mediante la paz, que asume a la justicia como elemento y eje articulante para su
realización. Esto, a fin de cuentas, nos permite pensar desde la esperanza. Por ello
es que la utopía y la esperanza van de la mano y son esenciales para la mejora de la
condición humana; al mismo tiempo, es necesario reconocer que si la utopía se usa
de manera equivocada –como se ha hecho en ocasiones, y algunos eventos de la
historia no tan lejana han demostrado– su presencia resulta peligrosa.
Las posibilidades de entrever la realidad de otros modos posibles son en mu-
chos casos, menospreciadas o canceladas al pensarlas como inútiles por su tinte de
carácter imaginativo y utópico que, a pesar de su riqueza, se les sigue asumiendo
en un sentido de ilusión. Sospechar otras alternativas vitales y de la existencia abre
cauces y formas que extienden ojos y oídos a modalidades diferentes.
En este libro hemos sostenido que no podemos decaer en nuestros esfuerzos y
estamos obligados a ser buscadores de paz y encontrar rumbos hacia los cuales ir,
repensando e indagando alternativas posibles desde la imaginación ética. Con ello,
podremos reformular el futuro a partir del presente –aun y con todos los fracasos
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 281

dejados a los pies de la humanidad– y de aquello que no ha sido realizado siempre


tensionando estas reformulaciones por las miradas al pasado. Las propuestas de
acción humana son las que idearán oportunidades y perspectivas que brinden po-
sibles soluciones. Así, tener tal actitud de la esperanza activa nos hace elaborar de
manera indeclinable, algunas propuestas que se postulan como utopías. Por ello, es
preciso hacer matices en torno a la conceptualización de la esperanza, y para ello
es obligado reconocer su relación con la utopía.
Como se ha podido advertir, en este último capítulo se discurre en torno a
construcciones en las que los ideales morales puedan concretarse y plasmarse para
la construcción de situaciones de paz. De ahí que pensar la paz y la esperanza en
tiempos oscuros involucra un ánimo de construir utopías llevadas a cabo en la ac-
ción. Tales bastimentos están situados en estas propuestas en tanto realizables en
tiempos y espacios viables.
En ese sentido, las utopías no son ficciones, aunque no tengan una existencia
efectiva. Su existencia está en ese ‘todavía no’; en que son proyecto. Vienen a noso-
tros como mensajes apenas audibles de un futuro que puede no realizarse nunca
(Jameson, 2004: 35), pero muestra siempre posibilidades que nos brindan espe-
ranzas. El impulso utópico está profundamente fundado en la imaginación y en la
inventiva humana; sin ella, gran parte de nuestros ímpetus hacia un futuro mejor
se perderían. Así, estos impulsos abren nuestras mentes al abanico inmenso de las
posibilidades de la condición humana en búsqueda de mejores situaciones de jus-
ticia, de bienestar y de concordia.
Bien sabemos que ante cuestiones de cariz violento se han vislumbrado posi-
bles disyuntivas para sortear y alcanzar de algún modo la existencia de expectativas
esperanzadoras, y han emergido respuestas. Unas se conducen por la vía positiva de
construcción y otras por la negativa, nihilista y pesimista que da lugar al inmovilis-
mo. Como hemos señalado, aquí nos inclinamos por aquéllas que implican la buena
voluntad para escuchar a los demás, el eumeneis elenchoi del que hablábamos incisos
arriba, el diálogo y las acciones que impliquen sumar a los demás en los acuerdos, en
los beneficios y en los cuidados para realizar su vida plenamente humana.

4.2. El carácter procesal93 de la paz desde un actuar con esperanza

“La esperanza fundada, mediada, sabedora del camino […] también


ella puede, incluso debe, por su honor, resultar frustrable; de lo contra-
rio no sería esperanza”.
Ernst Bloch (2014: 203)

93
Procesal alude estrictamente al concepto de proceso (y no indica relación alguna con lo
jurídico). Se refiere a que la paz es un camino que se conjunta con el de la esperanza.
282 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Algunas de las reflexiones que se harán en lo que sigue llevan a cabo algunas
críticas sobre la situación de la esperanza a final de siglo (Heller y Fehér, 2000:
235), y se realizan consideraciones orientadas hacia la cuestión de la paz, que, si
bien –como hemos ya anotado– su logro no se alcanza de manera absoluta. Sin
embargo, es posible no cejar en el propósito de su consecución, aunque sea de ma-
nera imperfecta, continuando persistentemente y sin decaer en tanto la paz puede
verse como una utopía posible.
Se incorpora a Bloch en las reflexiones de este capítulo dado que sus obras no
pueden ser obviadas cuando se reflexiona y se investiga sobre estos temas. Con
él se emprende un diálogo ineludible; sus concepciones contribuyen de manera
importante a profundizar el ideal moral de la paz –sobre el que hemos trabajado a
lo largo de este volumen– y sus enlaces con las propuestas que brinda este filósofo
sobre utopía y esperanza. Con esto cerramos el capítulo y el proyecto del libro.
El referente fundamental que Ernst Bloch instaura en estos temas de la espe-
ranza y la utopía busca desentrañar estos conceptos eje desde las tramas reflexivas
elaboradas por él y como respuesta al itinerario de su vida. En su primera etapa se
presenta una búsqueda que se caracteriza por la emigración y el exilio, momentos
que dan pie al descubrimiento de la utopía. Si su mundo y su existencia se vivía
como algo insoportable, la opción posible de conseguir una salida aparece en la
utopía, y a la par en una posibilidad de espera. Su segunda etapa de mayor estabi-
lidad aparece dominada por la idea de esperanza, en tanto principio generador del
proceso histórico que conduce a los seres humanos hacia la libertad.
La herencia de la primera mitad del siglo XX fue un tiempo de pérdida de la
esperanza en tanto había capitulado ante el despotismo de la nada que se enfren-
taba a los existencialistas que defendían la angustia, pero la “la vida y la obra de
Bloch son un éxodo permanente hacia la tierra de promisión donde imperan la
libertad y la esperanza” (Gómez, 1977: 20), dando sentido siempre a esa esperanza
por él planteada.
Su primer libro Espíritu de la utopía contiene in nuce el tema que apunta como
central en el pensamiento blochiano, a saber: la utopía. En este texto acopia la idea
de una sociedad ideal, la cual es heredera a partir de pensadores como Platón, san
Agustín, Moro, Campanella, Saint-Simon y Marx. Todas esas filosofías constituyen
la base para su pensamiento filosófico que planea una nueva ontología y una axio-
logía que propone que tales filosofías serán accesibles cuando decaiga la cultura
burguesa y se haga posible la esperanza. El socialismo utópico del siglo XIX –esbo-
zado brevemente párrafos arriba– marca con claridad ese tiempo con la presencia
de la utopía en ciertos pensadores, algunos ya mencionados como son Saint-Si-
mon, Fourier, Owen, Weitling o Godwin. Asimismo, hacen su presencia los ácra-
tas como Proudhon, Bakunin o Kropotlin y los socialistas “científicos” como son
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 283

Marx y Engels. Todos ellos soñaban despiertos con situaciones mejores, cada uno
con sus matices teóricos, pero todos, siempre esperanzados pensando en cómo
construir un mundo mejor y más justo. Fuere con los falansterios, con la Comuna,
la Nueva Armonía y otros ejemplos más, en todos ellos se planteaban imaginativa
y esperanzadamente ciertas utopías de raigambre socialista y comunista. Y, en ese
contorno y sus derivas es que aparecen nombres como el de Bloch y el de Marcuse.
Para Bloch –después de lo visto y sufrido en la guerra– la utopía conforma la
promesa salvadora de la catástrofe y de la oscuridad de lo vivido. Así, los seres hu-
manos esperanzados expresan lo no-acontecido en plenitud, de modo que pueden
iniciar un movimiento con posibilidades de socorrer y ayudar a los seres humanos.
Si la utopía es para este filósofo una forma del principio de esperanza y el conte-
nido dinámico de la esperanza, entonces es función positiva de la utopía. Se trata
de los sueños despiertos o aquellos sueños diurnos que requieren de la acción para
poder realizar dicha utopía (Bloch, 2007: 107).
Fue la República Democrática Alemana el lugar que le pareció a Bloch un buen
espacio para llevar a cabo la utopía concreta que él pensaba radicaba en el marxismo.
La universidad de Leipzig se convirtió en un espacio activo del socialismo utópico,
y por ello hace una apología del experimento político intentado en la zona oriental.
Sin embargo, al ser un crítico del marxismo, esto le genera animadversiones y con-
trincantes del marxismo ortodoxo, lo que en 1957 le conduce a su jubilación forzosa,
el veto a la docencia, la cancelación de sus publicaciones, el aislamiento y una vida
amenazada con ocasión de la edificación del Muro de Berlín. Le ofrecen una cátedra
en Tubinga y con esto termina el idilio y sus expectativas y esperanzas puestas en
aquella utopía concreta que pensaba se realizaría en la Alemania Oriental. En 1954
publica su Principio esperanza94 que se le ha considerado como una réplica a Ser y
tiempo de Heidegger. Mientras que Heidegger ubica la pregunta sobre el sentido del
ser en la experiencia de la finitud radical del Dasein, Bloch busca las rupturas de la
finitud a partir de la experiencia del futuro realizado en la esperanza. Esta última se
convierte en la estructura fundamental del filosofar, y con ello desbanca a la nada
del lugar que le habían dado los nihilismos existencialistas (Gómez Heras, 1977: 27).

94
El Principio esperanza ha sido considerado como verdadera enciclopedia de los anhelos utó-
picos. Consta de tres tomos con varias partes. La primera hace una crónica de los eventos del vivir coti-
diano en los que subyace la esperanza. La segunda desarrolla la teoría sobre la conciencia anticipadora.
Bloch propone una nueva modalidad de conciencia: lo aún no consciente, correlato subjetivo del aún
no acontecido. Después, se encuentra “Ilusiones en el espejo” pasa revista a la fábrica de esperanzas,
que se ubica en la actividad diaria del hombre y que se conforma por diversiones, modas, consumo,
amor, espectáculo. Más adelante se presenta “Bocetos de un mundo mejor”, en donde esboza la historia
y la fenomenología de los ideales del pasado y del presente: utopías médicas, técnicas, arquitectónicas,
paisajísticas, artísticas, filosóficas, religiosas. La parte quinta: “Identidad. Ideales del instante colmado”
presenta prototipos del espíritu utópico: Fausto, Don Juan, Hamlet, Don Quijote y modalidades de en-
carnación de la utopía, que son la música, la religión y el bien supremo (Gómez, 1977: 27).
284 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Cada uno de los tres volúmenes de su gran obra ensambla una serie de ejemplos de
esperanza en un conjunto de listas enciclopédicas que son la conciencia anticipatoria
conformada por los sueños diurnos, el pensamiento anhelante y la anticipación; por
las imágenes deseosas entre las que están los relatos o fábulas que hacen castillos en
el aire, las ficciones populares, los viajes, el teatro, la danza y el cine; por los bocetos
de un mundo mejor (en medicina, pintura, opera, poesía, música y filosofía). Asi-
mismo, presenta varias clases de experiencias, como la alegría, el gozo, la contem-
plación la soledad, la amistad, la muerte y la religión. Así, el excedente de esperanza
es revelado en las desbordantes descripciones expresadas en los tomos de Principio
de esperanza. Con esto se muestra una expansión del concepto de utopía más allá de
las definiciones tradicionales (Anderson, 2006: 694). La utopía en Bloch promulga
y recrea una esperanza para algo mejor, no en un sentido abstracto sino orientado
hacia el mundo, adelantando el curso natural de los eventos (Bloch, 2007: 12). En ese
sentido, si con frecuencia lo utópico es valorado por cómo trasciende a la realidad en
una exploración de un mundo posible que relativiza el presente. Lo utópico no puede
ser puramente el aquí y el ahora porque una vida que está sellada por la esperanza
confirma que hubo un pasado y habrá un futuro. En ese dinamismo de los procesos
utópicos pensar que existe un modo que es sincrónico con el momento de esperanza
en ese todavía-no, impulsa la apertura de lo que está por ser y por venir. Esa concien-
cia anticipatoria sintoniza cómo los procesos utópicos expresan un “enorme experi-
mento de capacidades mediadas de ser otros en proceso” (Bloch, 2007: 274).
El hambre de justicia y el deseo de un mundo más justo conforman un con-
junto de las motivaciones más profundas de los marxistas, por ello Bloch defiende
a cabalidad estos presupuestos, además de su creencia de que una parte fundamen-
tal para lograr un mundo diferente depende de los cambios en la infraestructura
económica y las pretensiones de una economía colectivizada.
En medio del clima fascista y la vida en el exilio,
Bloch alza su voz para proclamar a la utopía como principio supremo y a
la esperanza como alternativa válida al descorazonamiento de la emigración.
El hombre, tras la corteza de los sueños de su vida cotidiana, se descubre a sí
mismo como ser pleno de impulsos (Gómez Heras, 1977: 27).

La esperanza incide como factor que abreva los deseos con un futuro todavía
no acontecido, pero ya vislumbrado tenuemente a través de los hechos históricos
que mediaron la conciencia anticipadora.
Estando en el exilio, Bloch no puede evitar reflexionar sobre la posibilidad de
frustración de la esperanza. Ésta está cifrada en un futuro aún no decidido y en un
presente contingente que fluctúa entre el fracaso y el éxito, entre la posibilidad y la
frustración.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 285

Para él la esperanza tiene que ser absolutamente frustrable; primero porque


está abierta hacia adelante, al futuro y no se refiere a lo ya dado. Al estar, pues, en
suspenso, apunta no a la repetición sino a lo modificable, teniendo esto en común
con lo aleatorio, sin lo cual no hay ningún Novum. Con este compromiso de azar,
por muy suficientemente que se pudiera determinar, lo abierto queda al mismo
tiempo sin decidir; al menos, mientras la esperanza que tiene ahí su campo, se
arriesga a apostar, para no darse por jubilada (Bloch, 2014: 204).
Para él, el aún no es proceso y búsqueda de las cualidades que pueden ser
logradas a partir de su posibilidad (Bloch, 1981), y esta cuestión resulta ser funda-
mental para entender la lógica de construcción de la paz o las paces, dado que es
precisamente el transcurso lo que las define, así como su siempre incompleta rea-
lización. Se trata, como decíamos en el primer capítulo, de que el alcance de la paz
no es de modo absoluto y en completud, por ello es que resulta valiosa la concep-
ción de la paz imperfecta de Francisco Muñoz. En ella se acentúa la consideración
de la paz como asunto inacabado y un curso de acciones y realidades no finiquita-
das e incompletas, pero en continuo proceso (Muñoz, 2006: 411). La cuestión está
en que esa paz siempre está haciéndose, está en curso y en continua realización
que aún no es, en un todavía no, de similar manera al tratamiento que Bloch da a
la utopía y a la esperanza. Por este carácter procesal es que la utopía, la esperanza
y también la paz pueden frustrarse. Ese aún no acontecido se va anticipando en el
presente y va acompañándose de aquello que futuro reserva.
Este malogro puede deberse a muchos factores que se encuentran en el trans-
curso de las acciones, al no advertir o no acertar en los requerimientos de la me-
diación demandada para alcanzar esos empeños esperanzados. Por ello es tan
importante esa utopía como transcurso con objetivos que se emplazan a través de
la espera en que se cristalicen. Cuando no se triunfa en estos afanes de debe a que
“en la vida hay sueños que no llegan a madurar porque la esperanza queda sin me-
diación” (Bloch, 2014: 201). Ahí está el quid, en los procesos y las mediaciones, y
esto ocurre precisamente en los ánimos de apresar los anhelos pacíficos.
Es de todos conocido que Ernst Bloch se ha asentado como el más importante
filósofo de la esperanza al postular reflexiones vastísimas sobre ésta como anhelo
de una nueva sociedad. Este filósofo alemán considera que en el fondo de todas las
utopías radicales está la esperanza que es la clave de todo su pensamiento, y ella
funge como un impulso subjetivo que todavía no ha alcanzado su meta. Por ello,
el significado de utopía “dista del contenido que en general las visiones comunes
le suelen dar a esa palabra, a saber: algo quimérico, arbitrario, inalcanzable, irreal”
(Krotz, 2011: 56). El aún-no está siempre en el proceso, no se plasma como algo
absolutamente definible. Es una “tendencia-latencia que pertenece a la esperanza”
(Bloch, 2014: 208). El todavía-no expresa el sentido de que un buen modo de ser
286 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

está en ese aún-no que involucra el exceso de escasez y falta; en segundo lugar,
enuncia que abandona lo existente y armoniza con las condiciones bajo las cuales
algo tiene lugar; y, en tercer lugar, se captura lo venidero y esperado en el futuro.
Ese aún-no es lo no decidido. Podría decirse que además es algo “concebible ahora
pero no posible todavía o presente ahora en una manera problemática pero toda-
vía por venir a su plena realización” (Anderson, 2006: 696).
Por ello es que Bloch asevera que “la esperanza que no era todavía una reali-
dad, a menudo buscaba la respetabilidad vistiéndose con el ropaje utópico, el dis-
fraz de la realidad más allá de la realidad” (Heller y Fehér, 2000: 236). No se trata
de una esperanza trascendente, como bien lo señala el autor alemán, sino que se
encuentra dentro de un horizonte que se va moviendo, y este movimiento va ha-
cia adelante en un proceso siempre continuo, como el basso continuo musical que
se mantiene siempre acompañando el proceso. Este transcurso se va desplazando
conforme vamos caminando en la vida. Es una visión del mundo en proceso que
sigue una “tendencia de humanización posible pero no garantizada y por principio
necesitada de la acción humana” (Krotz, 2011: 56), como lo apuntaba Bloch en su
última obra Experimentum Mundi (Bloch, 1981).
La Esperanza95 no hace una adoración de las leyes porque es un agente margi-
nal, pero no se contrapone a lo consciente porque intenta hacerse consciente para
manifestarse. De este modo, Bloch argumenta que:
[…] por esa marginalidad y por su carácter aún no consciente, la Esperanza
se puede convertir, más que la “ciencia”, en la guía de la praxis, porque la Espe-
ranza es menos que la certeza ya que la certeza es lo que no es ambivalente,
mientras que la Esperanza es la progenitora de numerosas certezas en poten-
cia (Heller y Fehér, 2000: 238).

La Esperanza tiene un plus frente a lo racional dado que no es explicable. Ella


guarda reservas intelectuales que están ocultas y no pueden ser entendidas por la
razón sino únicamente movilizadas por la esperanza.
Fue la Modernidad tardía la que marcó que la esperanza fuera in crescendo;
fue ese modernismo apocalíptico y redentor con sus cosmovisiones y su arte que
elevaron al concepto Esperanza a lo más alto. Sin embargo, con la posmodernidad
este proceso se volvió a estancar y la Esperanza decayó al punto más bajo en el que
había estado durante la época del racionalismo clásico. Las esperanzas, en plural,
mantienen el mundo funcionando. Sin embargo, la Esperanza –con mayúscula y
muy criticada– ha ido perdiendo su atractivo porque se le ve como relacionada

Esperanza escrita con mayúscula puede entenderse como el gran proyecto en un marco
95

metafísico, como algo abstracto. Con minúscula se entiende desde una perspectiva de concreción
que posibilita los cambios de una manera más factible.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 287

con una promesa necesaria, mínimamente racional, sin estructura y como fantasía
vacía, que está más allá. Los que tienen esperanza no pueden ser la fuente de las
promesas de la Esperanza porque la promesa tiene que darse desde un punto de
Arquímedes, fijo, por encima y más allá del dominio humano, para contar con la
más mínima autoridad. Heller y Fehér consideran que “las promesas trascendentes
de la esperanza político-histórica han sido completamente desacreditadas en el si-
glo del Holocausto y el Gulag” (Heller y Fehér, 2000: 238 y 239).
La esperanza (con minúscula), a pesar de su virtud de concreción pierde su
poderoso atractivo cuando se plantea frente al concepto de Esperanza (con mayús-
cula). Esta última unifica y homogeneiza los actos dispares de deseo, de sueño, de
proyección, imaginación y fantasía que no pueden separarse de la historia univer-
sal. La esperanza en tanto narrativa se va desmoronando en una aglomeración de
discursos. Pero, la Esperanza en abstracto se convierte en un capataz tan exigente
como las leyes de la historia dado que únicamente se siente satisfecha con tal de
dejar su marca personal sobre el mundo. Por ello, es fundamental hablar más bien
de las esperanzas, en plural y en concreto. De manera análoga hemos indicado y
sugerido antes algo que sucede de modo afín en torno a la paz, al pensarla con mi-
núscula y en plural, y ubicándola en el marco de las acciones humanas concretas.
Evidentemente, pensamos en la Paz (con mayúscula) porque es criterio y objetivo
que va iluminando el camino y va promoviendo las acciones que permiten llegar
a su consecución. Y, al igual que la Esperanza, que es la precursora y causante de
numerosas certezas que están en potencia y que están por realizarse, la Paz indica
y orienta la realización de la paz y que, generalmente, se hace acto en el plural. Y es
la imaginación la que da impulso a ambas realidades, tanto a la esperanza como a
la paz.
Al ser la imaginación “una fuente de creación” (Sastre, 2010: 44) es sospecho-
sa desde el punto de vista del conocimiento, y por ello vuelve a pensársele como
“la loca de la casa”, aun cuando se enfrenta con lo objetivo y real y también con
los discursos propios del sujeto cognoscente que tienen que ver con la verdad. Y
esta dialéctica hace que la imaginación se haya considerado como una facultad
propiamente humana y se caracteriza como política, como lo pensaron Cornelius
Castoriadis (Redeker, 1997: 24) o Hannah Arendt. Este planteamiento nos pone
claramente de cara al tema de la utopía y la esperanza.
Pero, desafortunadamente, la pérdida de atractivo sufrido por la esperanza
se vincula al cuestionamiento mismo que se le hace a la imaginación que, como
apunta Ricoeur (2004), es un campo de ruinas, y puede deberse a que es el princi-
pio de la negación de todo lo existente y,
[…] no puede concertar un compromiso con el orden de las cosas reinantes
sin estar comprometida consigo misma, ya que la Esperanza es la encarnación
288 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

de la alteridad […] Únicamente actuamos bajo el signo de la Esperanza si an-


helamos un mundo completamente distinto al nuestro. El culto moderno a la
Esperanza, a diferencia de su antecesor cristiano, es un culto radical (Heller y
Fehér, 2000: 239).

El aún-no blochiano es tan pertinente y resulta tan valioso ya que da cuenta de


la materia y del mundo porque son las posibilidades materiales y reales las que po-
sibilitan la esperanza, lo objetivo, por un lado, y, por el otro, lo aún-no-consciente
que da cuenta de la subjetividad. Aparece con ello la esperanza, como “consecuen-
cia de la referencia esencial del ser actual, que es posibilidad, al ser del futuro que
es plenitud” (Gómez, 1977: 33). Esto tiene una inmensa riqueza para comprender
que el logro de estas posibilidades humanas se orienta en dos planos, en el objetivo
y en el subjetivo, en las condiciones materiales, pero también en la concientización
plena de la tendencia de la humanidad –como lo apunta Bloch desde la herencia
marxista–. Si el logro de la esperanza y de la paz se mantiene en el decurso y su ple-
nificación se va logrando paulatinamente en el impulso de su potencialidad, ahí se
inserta la cabal realización que siempre apunta hacia lo que vendrá y en un marco
de espera.
El esperar se hace presente en el ahora, mediante diversos mecanismos de an-
ticipación; es el aún-no-acontecido, eso que el futuro nos reserva. La esperanza es
la actitud que especifica al hombre y al mundo, por ello se trata de aprender a
esperar (Bloch, 2007: 1, 73, 74). Así, filosofar es traer a la luz de la conciencia el
factor utópico subyacente a las esperanzas humanas que se expresan en los mitos,
en las religiones, en las revoluciones, en las teorías y en las creaciones artísticas. La
posibilidad de esperar resulta ser tanto factible como realizable. En este terreno de
esperanza se emplaza la paz.
La esperanza es la actitud específica que articula al ser humano y al mundo.
La utopía se desvelará sólo al final de la historia porque el “ahora” late únicamente
como posibilidad. De este modo, el ser, el mundo y la conciencia se despliegan
como lo aún-no. Ese factor utópico es la latencia del futuro en el presente que Bloch
cree que se encuentra en lo acontecido de la conciencia y en las manifestaciones de
la cultura humana. Esto lo entiende Bloch como lo todavía-no-consciente.
Ese aún-no constituye el quicio del sistema blochiano, es decir, su ontología
del ser que se propone vertebrar un modelo histórico-metafísico de comprensión
de la realidad y que posee un punto de referencia y una perspectiva en donde se
encuadran y jerarquizan las diversas manifestaciones de la vida y de la historia. Ese
punto de referencia es la categoría de posibilidad en torno a la que gira la compren-
sión blochiana del ser. La categoría de posibilidad “porta la clave categorial para la
articulación de la ontología del no ser aún” (Gómez, 1977: 79). Las dos áreas de la
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 289

realidad: el ámbito de la conciencia o lo subjetivo y la parte objetiva o del mundo,


ambas, en cuanto a ese todavía no, “carecerían de sentido de no estar insertas en el
ámbito de lo posible” (Gómez, 1977: 79).
El universo no es una realidad acontecida y ya lograda, sino que es apertura,
latencia y tendencia hacia un futuro todavía no existente. De ahí que la estructura
básica del ser sea la posibilidad, el aún-no (Gómez, 1977: 12), y Bloch muestra la
existencia de “la conciencia anticipadora que escapa de y es capaz de escudriñar la
realidad con respecto a la pre-apariencia de su objetivo final, el cual, es al mismo
tiempo, el objetivo final del cosmos y del ser humano, ambos inconclusos en el
presente, pero en trance de llegar a ser ellos mismos” (Krotz, 2011: 57).
La metafísica del todavía-no-ser de Bloch parte de la “experiencia de la oscu-
ridad del momento vivido” (Bloch, 1975: 255, en Krotz, 2011: 64) y busca dar res-
puesta a las perpetuas preguntas de la humanidad sobre quiénes somos, de dónde
venimos, a dónde vamos, qué esperamos y qué nos espera, cuestionamientos que
plantea el filósofo alemán en su Principio esperanza (Bloch, 2007: 25, 26) y que
constituyen el punto de partida de su obra. La clave de su abordaje desarrollado a
lo largo de su obra radica en una frase: “Soy. Pero no me tengo. Por eso ante todo
devenimos” (Krotz, 2011: 64). De este modo, se manifiesta nuestro ser como seres
inacabados, en proceso, abiertos hacia el futuro con un impulso que nace del pre-
sente oscuro. Son esos sueños diurnos en donde se contienen de manera cifrada
ciertos restos del pasado y en donde se advierten escenarios del futuro ansiado.
“Son imaginaciones, pero, como recuerda el filósofo, sin haberse construido una
y otra vez castillos en el aire, jamás se habrían edificado castillos reales” (Krotz,
2011: 64). Dentro de esos sueños permanecen elementos de la cotidianeidad que
subyacen en la existencia, que están en el ahora y que están en potencia pero que
apuntan hacia el futuro, son los componentes en devenir que impulsan esa búsque-
da de la paz.
El ser del mundo y el de la humanidad son materia posible que está en espera
de realización, por ello, en Bloch la esperanza es una actitud central. La condición
del mundo es lo aún-no acontecido, la idea del ser humano en un todavía no cons-
ciente. Es siempre “posibilidad en espera” (Gómez, 1977: 20), es siempre apertura,
es el ser como posibilidad que atiende a que pueda, en algún momento alcanzarse.
El pensamiento blochiano reinterpreta las categorías de utopía y esperanza y
la opción fundamental de su sistema filosófico es la referencia del hombre al futu-
ro, en cuanto novedad no acontecida. La perspectiva formal de Bloch se entiende
como sub specie spei et utopiae de manera tal que el mundo es disposición, ten-
dencia y latencia de un futuro, por ello “El principio esperanza concluye con una
esperanza, con el anhelo de que una nueva sociedad sea posible, que pueda llegar a
290 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

establecerse un mundo verdaderamente humano…” (Bloch, 2007: 17)96. Con esto


inicia apenas el maremágnum que implica la reflexión de la utopía y la esperanza
como algo posible y en este marco conceptual, es lo que permite pensar la posibili-
dad y la factibilidad de situaciones de paz.
Las intenciones de Bloch buscan habilitar situaciones mejores sobre lo defec-
tuoso existente en un marco en el que la utopía constituye el ideal regulador y a la
vez hace un diagnóstico de entuertos. Su preocupación es por el ámbito del acon-
tecer en el que la temporalidad se ubica como elemento central de la realidad, en
donde el futuro constituye el tiempo que está por venir. “El pasado y el presente son
sacrificados en áreas de un provenir utópico aún no acontecido” (Gómez, 1977:
219) pero que funge como ideal moral. La conjunción de elementos materiales u
objetivos en conjunto con los elementos subjetivos ambos conllevan la revaloriza-
ción de lo humano y sus capacidades y posibilidades en viabilidades por venir.
Bloch recupera la utopía para el pensamiento marxista y trata de corregir “la
estrechez economicista y mecanicista del marxismo vulgar” (Krotz, 2011: 65), por-
que como Bloch sostiene, Marx “ha formulado también ideales como crítica y hoja
de ruta, pero no como algo fijo y aportado trascendentemente, sino como algo
que se encuentra en la historia y no está, por eso, concluso: ideales de anticipación
concreta” (Bloch, 2007: t.2: 155). En ese sentido el filósofo de la esperanza defiende
a Marx señalando que nunca desertó de la utopía, sino que la superó de manera
dialéctica al sentar las bases que impulsaban a pasar de la utopía abstracta a la uto-
pía concreta. Ese todavía no consciente como una clase nueva de conciencia de lo
nuevo se necesitaba para luego pasar al mundo, en el que la fantasía utópica tiene
un correlato (Bloch, 2007: 236). Ambas realidades son las que avalan la eventua-
lidad de la utopía. Ahora bien, las críticas que se han vertido sobre el marxismo
como utopía fallida muestran la tergiversación de sus pretensiones, interpretacio-
nes equivocadas básicamente por la manera cómo se intentó llevar a cabo su im-
plementación que, evidentemente, fue frustrada y desaprovechada.
Bloch postuló un tipo de socialismo como el objeto de una esperanza genuina
y objetiva, pero nunca produjo un proyecto o plan de acción de la Utopía, y citó
la máxima de Marx sobre el peligro de producir un retrato de esa Utopía, pero
su pensamiento es animado por una ferviente esperanza que nos orienta según la
tendencia de la historia hacia ese fin. El evento de la esperanza hace la especifica-
ción de un fin que es el fin sólo como un evento provisional y no puede ser fijado
ni definido completamente. Su realidad es siempre de una latencia no exhaustiva.
La vida con todos sus elementos es proceso es un correlato de la imaginación que

Ernst Bloch –referente obligado en este tema– parte en su filosofía de la reflexión sobre el
96

acontecer, ubicado en el devenir histórico con su horizonte vinculado con los elementos de la tradi-
ción cultural de Occidente (Serra, cfr.: Bloch, 2007: 17).
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 291

tiene ese horizonte vital de las personas, y por ello lo utópico es un imperativo que
mueve hacia otras realidades y no a una metafísica estática.
Los estudios que han surgido en torno al pensamiento de Ernst Bloch han se-
ñalado una serie de aporías (Gómez, 1977: 224-226). Una de ellas señala que
[…] aceptados como postulados la incognoscibilidad del utopicum final y la
correlativa oscuridad del momento vivido: ¿cómo es posible el ejercicio de la
crítica socio-cultural a partir de un “saber negativo” del futuro y en sistema de
referencias dominado por la oscuridad del instante vivido? ¿Cómo es posible
la construcción de una docta spes, que sirva de principio regulador de aconte-
cimientos y de acciones? (Gómez, 1977: 226).

Esta señalización es un reto enorme, pero a la vez es la función enigmática de


la utopía y la esperanza de lo posible, aun sin saber lo que vendrá porque todavía-
no-es; su relevancia está en que marca horizontes de posibilidades que se plantean
como mejores a lo que se vive y se ha vivido. Ese principio regulador se trata del
ideal moral que se persigue y que va iluminando la brecha que se pisa con ánimo
y a sabiendas que aún-no, porque no se han colmado los elementos requeridos,
como es la conciencia de saber que esa persecución no es irrelevante.
El análisis de la categoría de posibilidad (Bloch, 2007: 218) radica en el ser
humano que es en sí mismo posibilidad y que todavía puede madurar las condi-
ciones y determinantes de las condiciones de lo humano, tanto lo interno como lo
externo que se realizan en un proceso. Tal devenir como no es concluido, sino que
es un proceso abierto, tiene el riesgo de no lograrse, como ya mencionamos antes.
El impulso subjetivo de la conciencia anticipadora es fundamental, porque es la
que ayudará a trastocar la sociedad de clases. Además de este cambio, mediante esa
concientización que genera la praxis revolucionaria, se promueve un cambio en la
relación de unos con otros y con la naturaleza, para que pueda estar en un campo
en donde no haya amenazas y se construya armonía mediante la alianza. En la uto-
pía estamos en plenitud porque estamos con nosotros mismos.
Bloch rastrea en la historia de la filosofía el decurso de la razón utópica tra-
tando de descubrir sus huellas anticipatorias que buscaban situaciones de liber-
tad, de armonía, de justicia. Aún con el fracaso histórico no se elimina la verdad
anticipadora de realidades fraternas. Dado que el ser humano vive todavía en la
prehistoria, “la verdadera génesis no se encuentra al principio, sino al final, y em-
pezará a comenzar sólo cuando la sociedad y la existencia se hagan radicales, es
decir cuando aprehendan y se atengan a su raíz” (Bloch, 2007: t.3: 510). Y esa raíz
de la historia es el ser humano que trabaja y que crea y que debe trascender las cir-
cunstancias mediante esas acciones, pero sin pensar en la trascendencia, por ello la
esperanza es con minúscula.
292 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

La esperanza se funda en la capacidad humana que “no puede ni debe tratar


de cambiar la constitución de los seres humanos como tales, pero que sí puede y
debe tratar de humanizar la organización de sus sociedades, partiendo para ello,
ante todo, de los sueños estructural y sistemáticamente frustrados de ‘los de aba-
jo’” (Krotz, 2011: 72). Ciertamente el caldo de cultivo para la utopía y la esperanza
sigue existiendo, así como sus intentos y exigencias de que se realice fácticamente
y con ello su procuración para intentar visibilizar el rostro verdadero de la huma-
nidad. No decaer en su persecución da ánimos para superar y trascender lo que se
ha vivido y lo que se vive. Desde ahí se habrá de aspirar a una reivindicación de lo
humano, sobrepasando y trastocando la violencia, la guerra, la exclusión y la injus-
ticia en entornos de paz.
Cuando Heller y Fehér (2000) hacen una lectura después de la caída del co-
munismo y presentan su reflexión sobre la situación de la esperanza a final de siglo
(refiriéndose al siglo XX), aportan enorme luz en el desbrozamiento en torno del
concepto de la esperanza, al insistir en que es preciso una actitud crítica en este
tema. Desde el inicio especifican que “en los albores de la era moderna, la esperan-
za se hundió hasta llegar al punto más bajo de su prestigio” (Heller y Fehér, 2000:
235) y su apelación se hizo imposible de un modo similar al que en su momento
Spinoza profirió cuando testificaba el “veredicto del racionalismo clásico” (Heller
y Fehér, 2000: 235). En él, Spinoza asentaba que la Esperanza no es otra cosa que
“un gozo inconstante nacido de la imagen de una cosa futura o pasada cuyo resul-
tado es tenido por dudoso. […] Lo que imaginamos nos afecta de gozo” (Spino-
za,1975: 184, 237 y 189). Además, añade diciendo que
[…] no hay Esperanza sin temor, ni Temor sin Esperanza. En efecto, el que
está pendiente de la Esperanza y en la duda respecto del resultado de una cosa,
se supone imagina algo que excluye la existencia de un acontecimiento futuro.
[…] Mientras está pendiente de la Esperanza, teme que el acontecimiento no
se realice (Spinoza, 1975: 238).

Dicha esperanza en tanto es anterior al conocimiento se instituye como mar-


co mental de lo aún no consciente al ser un producto de la imaginación. Así, en
tanto afección no es un producto de la razón (Spinoza, 1975: 184). Esa signatura
parece continuar existiendo cuando se cuestiona a la imaginación por su perfil en
tanto forma de conciencia corporal y en tanto es una caracterización utópica y no
racional.
Los motivos de este racionalismo intentaban echar por la borda cualquier viso
que tuviera raigambre alguna con similitudes o relaciones con el cristianismo. Es
claro que en el discurso cristiano la esperanza fue siempre un elemento central
dado que atendía a la espera de la buena nueva con sus implicaciones salvíficas. Sin
embargo, ya en la Modernidad racionalista “la esperanza ya no era una portadora
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 293

de certidumbre. Ante el tribunal de la ratio se evidenció su culpabilidad, por su in-


coherencia, por su cobardía y por la negación de la realidad que es la que nos pue-
de dar certidumbre, además de ser ‘simplemente subjetiva’” (Heller y Fehér, 2000:
235). Asimismo, “se invocó contra la esperanza la muy antigua máxima de los es-
toicos y los epicúreos, la máxima de rechazar la sombra proyectada por la muerte,
la del carpe diem” (Heller y Fehér, 2000: 235). Bloch asienta que en este suele ser
oscuro porque se salta de un momento a otro y se invisibiliza el instante; “porque
la situación del ‘ahora’ es la del no-está, e incluso el aquí todavía de éste no-está
constituye una zona del silencio” (Bloch, 2007: 346). Esa parte umbría de lo que no
puede ser aprehensible y vivible en el momento queda fuera de los márgenes de la
razón y de acción; por ello la esperanza queda descalificada.
Para el racionalismo la esperanza había caminado paralela al miedo y a través
de éste se revelaba la cobardía, de modo que, al sentir miedo, la esperanza aparece,
pero junto con una parálisis que invade e impide el conocimiento dado que se im-
ponen las pasiones y la imaginación. La crítica a la imaginación parte de que nos
sujetamos a ella, a “esa autoridad superior que nos ha hecho una promesa, y que, a
cambio, nos mantiene en esclavitud” (Heller y Fehér, 2000: 235) porque acaba do-
minándonos. Miedo, imaginación y esperanza son conceptos cuestionados fuerte-
mente por el racionalismo que se impuso desde la Modernidad, con excepción de
algunos autores como Giambattista Vico. En sus obras Vico postula la imaginación
como categoría importante y lucha contra ese racionalismo derivado de Descartes
y seguido por Spinoza y Leibniz que ha pesado enormemente en el pensamiento
filosófico y en las herencias que se desprendieron con mucha fuerza de ese pensa-
miento racionalista.
Esperanza y Miedo (con mayúscula) han pervivido vinculados mutuamente;
por su parte, el Miedo es el horror vacui dentro del mismo síndrome en el que se
encuentra la Esperanza como una promesa. Dejar de lado el Miedo implica des-
echar también la esperanza y eso fue lo que hizo el mundo del pensamiento du-
rante siglos. Ese miedo a pensar mejores opciones de vida, a la libertad o a tener
opiniones propias, todos estos miedos provocan “invariablemente una brutalidad
desenfrenada que antes destruiría el mundo que encontrar en él un acomodo sen-
sato” (Heller y Fehér, 2000: 240). Esta consideración que mete en sospecha cual-
quier posibilidad otra de vida es la que mantiene al mundo en un statu quo. Es el
caso de un mundo plagado de violencias e injusticias que se resiste a modificarse
y buscar situaciones que superen esos males, y por ello es que se cancela cualquier
posibilidad de imaginación y esperanza al atenazar a las personas en ese miedo.
La pregunta obligada sobre la eventualidad de sobrevivir sin Esperanza su-
giere una respuesta en la que es preciso hacer matices y señalar la posibilidad de la
existencia de un mundo que genere energías culturales en las que tales esperanzas
294 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

no se respalden por promesas y que no tengan un trasfondo político. La respuesta


simplemente alude a la historia de la humanidad. Podemos encontrarla en la cul-
tura clásica griega, en donde el Siglo de Oro de Pericles, fue un momento especial
en la historia cultural porque estaba familiarizada con esperanzas y con miedos
en plural. En los orígenes sí existían ambas realidades en singular; en aquel mo-
mento la Esperanza alcanzó una realización gloriosa con la ciudad libre de Atenas,
construida integralmente con su organización constitucional y sus ciudadanos, su
filosofía, su literatura, con la armonía de dioses, y al abundar la Esperanza dismi-
nuyó el Miedo. Según Heller y Fehér, el mundo y la cultura griega era tan excep-
cionalmente autosuficientes que obviamente es difícil pensar que hubiera tenido
la idea de cruzar el horizonte en el marco en el que se encontraban. Ellos vivían en
armonía con los dioses antropomorfizados y en equilibrio por lo que Esperanza y
Miedo como principios, simplemente no existían en la cultura de Atenas.
Sin embargo, y en contraste, vemos en la Modernidad que el horizonte era un
elemento a conquistar, a traspasar y dejar atrás y su mira fue el futuro (a excepción
de Hegel en quien existe sólo el presente, siendo el pasado recuerdo en el presente).
Parece que en algún punto era necesario parar la obsesión para con el futuro y la
trascendencia. Y ese punto (1989-1991) fue para estos autores una pausa, cuando
se presentó un giro que apenas los estudiosos –hasta el 2000 en el que escriben su
libro– habían podido apreciar las consecuencias. Sostienen que, ni la razón ni la
imaginación volverían a ser las mismas desde que el experimento comunista se
opuso de manera arrogante a toda la historia documentada y en ese momento se
presentaba a sus ojos, como un “catálogo completo de patologías de la moderni-
dad” (Heller y Fehér, 2000: 242). Por ello señalan que:
[…] fue el carnaval de una imaginación política imprudente y de unos expe-
rimentos típicamente modernos con el arte de gobernar y la ingeniería social,
bajo la guía de la Esperanza sin límites enmascarada como ciencia suprema
[…] Fue una revolución antropológica basada en la idea exaltada de la deifica-
ción humana, en la que toda la inmundicia de la historia antigua, incluyendo la
fuerza de trabajo esclava, volvió con creces.[…] Corrompió nuestro vocabula-
rio mediante la invención de términos en los que la libertad significaba tiranía,
la reeducación significaba campos tras alambres de espinos, la ilustración era
equivalente a un lavado de cerebro, el humanismo prescribía la crueldad para
los niños de nuestros enemigos, y la lealtad exigía traicionar a nuestros pa-
rientes más próximos (Heller y Fehér, 2000: 242).

El fracaso de este desarrollo tan perverso como terrible de la Modernidad ex-


plica una visión de la esperanza como tabú, dado en la trascendencia del presente.
Mientras tuvo un espíritu ese mundo totalitario fue mantenido por la Esperanza
y por el Miedo, que eran los elementos de la promesa ya que las personas estaban
sumidas en el Miedo.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 295

Anular la esperanza de nuestra cultura significaría reducir a la mitad de lo que


es esta cultura en un mundo sin esperanza, en donde tiene lugar ese gran escena-
rio en el que la ceremonia se hace patente y se desarrolla mediante el ritual de la
repetición interminable. En la posición del “fin de la historia” sus defensores ven el
alcance del término del proyecto historia en una narrativa universalista, mediante
el abandono de las engañosas esperanzas de trascendencia absoluta. Por ello, la
afirmación sobre la Modernidad paralizada indica desesperación, al tener espe-
ranza en la esperanza, sin embargo, se perdió la capacidad de pensamiento, senti-
miento e imaginación (Heller y Fehér, 2000: 244). Esa Modernidad se concientiza
de sí misma como sujeto que tiene esperanza y la esperanza se puede transformar
en una visión espiritual, en el anhelo de abrir posibilidades nuevas.
Los tiempos que vivimos se vuelven autocomplacientes y tienen sus propias
razones para renunciar a la Esperanza. Estos tiempos son infelices con lo que sus
miembros ven en el mundo, en tanto que el filo crítico de su pensamiento no ha
sido insensibilizado por la idolatría de lo que existe y lo que debería ser reordena-
do por completo, una y otra vez. Vivimos en un mundo insatisfecho y no hay nin-
guna trascendencia para esa insatisfacción ni tampoco ante las tensiones en las que
intentos inútiles y peligrosos aparecen frente a tal descontento. Por ello, ha llegado
a nuestra condición humana el momento de dotar de todo el sentido que podamos
a este mundo complejo, tenso e insatisfecho y de crear justicia social dando pie a
esperanzas posibles.
La Esperanza como principio fundamental de la utopía ha de excluirse de la
Modernidad segura de sí; sus habitantes se alejan de ella sin que haya desesperanza
porque no se tiene necesidad de principios trascendentales para poner en orden
su realidad. Por ello es que se buscan más bien las esperanzas alcanzables e inma-
nentes que posibilitan su acceso, y con esto se pretende la presunción de alguna
esperanza concreta que sea posible en un marco meramente humano. Éste es el
sino de la Modernidad.
Bloch responde a las críticas hechas al utopismo que lo culpan de no tomar en
cuenta las condiciones materiales presentes que contienen en potencia las trans-
formaciones futuras hacia una sociedad radicalmente distinta. Como hemos seña-
lado antes, este punto es relevante para el pensamiento blochiano; por ello no deja
de ser un filósofo materialista en los marcos marxistas, siempre preocupado por
las condiciones materiales de las personas. Sin embargo, como ya señalamos, no
absolutiza esta realidad dado que le interesa un cambio de perspectivas subjetivas
y en la conciencia. El utopismo se convierte en un imperativo ético que se inserta
en un ethos de esperanza que habita en la región del todavía-no y que está marcado
por la indeterminación. “El acto de resaltar un materialismo utópico, de promul-
gar la esperanza en y para el mundo, nos permite pensar en Bloch como un utopis-
296 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

ta que personificó su propio epitafio, que sería ‘pensar significa atreverse más allá’”
(Anderson, 2006: 700). El materialismo blochiano permite apreciar cómo el mo-
vimiento complejo y la emergencia de la esperanza prescribe topologías espacio
temporales en donde los bienes plurales son sincrónicos o no sincrónicos con la
materia. Por ello no se requiere de trascendencia, “aunque sí se necesita trascender
las situaciones que amenazan lo humano y en ese sentido es un proceso inmanen-
te” (Anderson, 2006: 700).
Muchas apuestas críticas en esta línea hacia la transformación de la circuns-
tancia material y de la conciencia venían desde los antecesores de Bloch, tal como
lo revelaron algunos de los pensadores que defendían el socialismo utópico. Así lo
hizo Owen cuando estipulaba que
[…] están cercanos los tiempos en que desaparecerá el maldito sistema del
Viejo Mundo, la ignorancia, la pobreza, la opresión, la crueldad, el crimen y
la miseria. ¡Hombres de todas las naciones y de todos los colores de la piel,
alégrense con nosotros sobre este gran acontecimiento que sucederá muy
pronto! Se creará un mundo donde a partir de la segunda generación no habrá
ignorancia, ni pobreza, ni limosnas, donde enfermedades y miseria ya no ten-
drán lugar, donde la guerra no existirá y donde la religión, el amor y el dinero
ya no separarán a los hombres y ya no crearán contradicciones en parte algu-
na de la humanidad (Owen, 1970: 15).

A la vez, el marxismo critica a los utópicos por su desconocimiento tanto de


las condiciones objetivas de su sociedad como de su desarrollo histórico. Esto hace
que, si los utopistas invierten la realidad según las afirmaciones de los marxistas,
de ahí se sigue que la utopía sea considerada como un falso conocimiento de la
realidad, una falsa conciencia y, por ende, una forma de ideología (Ricoeur, 1989:
49). La utopía fue considerada ideología ya que, para algunos filósofos como Marx
y Engels, ésta recoge los ideales de la burguesía, y entre ellos podemos inscribir a la
igualdad, la fraternidad y la libertad (Marx y Engels, 1973: 20).
En su libro Ideología y Utopía (1989) Paul Ricoeur coincide con el análisis lle-
vado a cabo anteriormente por Karl Manheim, en quien se apoya. Ricoeur sostiene
en este texto que la ideología y la utopía tienen similitudes, pero a la vez tienen un
rasgo diferencial. La conjunción de las dos ficciones opuestas o complementarias
tipifica lo que podría llamarse imaginación social cultural. De esta manera,
[…] ambos conceptos [ideología y utopía] son muy ambiguos. Cada uno de
ellos tiene un aspecto positivo y uno negativo, un papel constructivo y uno
destructivo, una dimensión constitutiva y una dimensión patológica. […] La
ideología designa inicialmente ciertos procesos de deformación, de disimulo,
en virtud de los cuales un individuo o un grupo expresa su situación aunque
sin saberlo o sin reconocerlo (Ricoeur, 1989: 45).
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 297

Así, sin reconocerlo o sin saberlo o sin que las personas tengan conciencia de
ello, es que ese proceso refuerza las perspectivas sostenidas.
En cuanto a la utopía, según Ricoeur también puede tener connotaciones
despectivas al mostrarla como un sueño social, como una actitud esquizofrénica
frente a la sociedad y como una manera de escapar a la lógica de la acción me-
diante una construcción realizada fuera de la historia. Entre lo que son ideología
y utopía hay versiones que pueden atribuirse a rasgos estructurales de lo que se
nombra como imaginación cultural. El concepto de ideología produce una imagen
invertida (Ricoeur, 1989: 48) y todo aquello que es precientífico y en este sentido
el conocimiento de la ideología, abarca el de utopía. Así, “la utopía es ideología
en la medida en que no es científica, en que es precientífica y hasta anticientífica”
(Ricoeur, 1989: 49).
La condición necesaria de la utopía radica en que ella ha de cambiar un orden
dado, por lo cual, siempre estará en el proceso de realizarse. La diferencia con la
ideología se sitúa en que las ideologías se relacionan siempre con grupos domi-
nantes y, por su parte, las utopías están sustentadas generalmente por grupos que
se hallan en vías de ascenso. Además, las ideologías se dirigen más hacia el pasado,
por lo que se ven aquejadas por las condiciones de lo anticuado, y las utopías –
como ya hemos especificado– posan su mirada al futuro (Mannheim, 1983).
Razón e imaginación detonaron históricamente la relación entre ideología y
utopía y, aún con sus divergencias, podemos asentar que se mueven juntas en la cons-
telación filosófica. Desde ahí es que es necesario incluir y considerar ciertas formas
de esperanza, adoptando ciertas especificidades como las que aquí hemos apuntado.
Se puede apreciar que han existido tres formas principales de esperanzas per-
niciosas en la Modernidad:
— La ilusoria-descriptiva. Se presenta cuando se cruza el horizonte, una es-
peranza de trascendencia absoluta. Sus raíces son detectadas por Man-
heim en la secularización nunca completada de la Modernidad, en los
vestigios del mesianismo que permanecieron y que se resistieron a la
Ilustración. Existe una fuente contemporánea de este tipo de esperanza
y se convierte en ilusoria y en destructiva cuando se origina en las raíces
modernas. El impulso agresivo de una esperanza emergida en la Moder-
nidad que todo lo puede, se convierte en ilusorio cuando la esperanza de
trascender ciertas barreras se ha transformado en la esperanza de domi-
nar el infinito. Esa esperanza resulta destructiva cuando quienes partici-
pan en ese experimento son utilizados y lanzados más allá del horizonte.
— La autodeificadora. En la Modernidad se mostraba la grandeza humana
en el intento de deificarse, por ello es que la esperanza ilusorio-destructi-
298 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

va se denomina esperanza del Hombre en su autodeificación. La esperan-


za de la deificación humana es la esperanza religiosa de una civilización
problemáticamente secularizada.
— La autocontradictoria. Es la esperanza del paraíso sobre la tierra ya sea de
carácter materialista o idealista, pero son considerar si lo que sustenta ese
paraíso es la abundancia absoluta o la completa bondad intachable.
Estas son acepciones y maneras nocivas de la acepción de las formas de com-
prender las esperanzas tradicionales, y de mirar cómo en la actualidad se asumen
nuevas problemáticas como la esperanza se ha presentado y entendido y que, tiene
que ver con cuestiones sociales y con injusticias. Ante ellas hoy día se esperan solu-
ciones políticas que irán cambiando según los tiempos por venir.
La libertad en su contingencia hace que cada uno de nosotros vayamos deter-
minando nuestra vida moral y que se vaya construyendo poco a poco. Por ello, es
necesario marginar las esperanzas perniciosas de la Modernidad, especialmente
las que fueron esperanzas políticas potentes de trascendencia absoluta, en las que
se redujo la autonomía y se dio lugar a represiones.
Si tales esperanzas son excluidas del uso público de la razón y del discurso po-
lítico mediante presiones sociales reales y no imaginarias, podemos preguntar si es
posible esperar algo racionalmente. Kant no aplicó a las esperanzas ninguna cua-
lificación porque para él el ser humano puede esperar prácticamente todo, esto es,
tanto la perfección humana, la inmortalidad del alma y la comprensión del objetivo
del universo. La razón no tiene un papel censor para no violentar la autonomía, pero
existe una forma racional especial de esperanza que debería favorecerse y que tiene
que ver con que esperamos racionalmente algo sobre lo que no tenemos ningún co-
nocimiento, porque está más allá de nuestro horizonte espacio-temporal, pero cuyo
conocimiento desearíamos tener. En lo que se refiere a las esperanzas racionales. La
esperanza supone movilización de nuestras energías para invertirlas en tareas cuya
realización puede o no guiarnos hacia el objetivo deseado, pero podemos afirmar
que no nos guiará por un mal camino. Se trata de la esperanza de la supervivencia
de nuestra cultura, la esperanza particular que no es la Esperanza escrita con ma-
yúsculas, no es un personaje metafísico, sino que es algo más que un simple anhelar,
desear, imaginar y fantasear. La esperanza de la supervivencia de nuestra cultura no
es irracional, es la esperanza de la longevidad y de la permanencia en la vida.
Para Paul Ricoeur (1989), como indicábamos páginas antes, tanto ideología
como utopía son términos que proceden de la imaginación social y en ella, de una
imaginación cultural que funciona tanto de modo constructivo como de modo
destructivo en la realidad. Esto se lleva a cabo tanto en la afirmación como en el
rechazo de dicha realidad en la situación presente.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 299

La inconformidad lleva a buscar otro estado de cosas, de lo contrario caen los


motivos para el cambio, de modo que cuando “la gente se ha adaptado a la realidad
y por haberse adaptado a ella no tiene ilusiones; pero con la pérdida de las ilu-
siones los hombres también pierden todo sentido de la dirección” (Ricoeur, 1989:
300)97. Esas ilusiones son las formas esperanzadoras que configuran la utopía, pero
“con el abandono de las utopías, el hombre perdería su voluntad de dar forma a la
historia y, por lo tanto, su capacidad de comprenderla (Ricoeur, 1989: 301).
Los cuestionamientos de Paul Ricoeur frente a la posibilidad de ver al mundo
sin utopías por el fracaso apreciado a lo largo de la historia, lo lleva a señalar que
no podemos imaginar una sociedad sin utopía porque sería imaginar una sociedad
sin metas (Ricoeur, 1989: 301). La utopía tiene como función introducir variacio-
nes imaginativas en torno a cuestiones tales como la sociedad, el poder, el gobier-
no, la familia y la religión. La utopía se conforma por la imaginación entendida
como ficción, de modo que el concepto de no hay tal lugar pone a distancia el
sistema cultural. Por ello es importante buscar una estructura funcional de lo que
es la utopía yendo más allá de los contenidos de las utopías particulares, dado que
cada una de ellas propone contenidos diversos y en ocasiones hasta encontrados;
es preciso ir más allá de esos contenidos temáticos de la utopía para lograr su es-
tructura funcional. Así, “el campo de lo posible queda abierto más allá de lo actual;
es pues un campo de otras maneras posibles de vivir” (Ricoeur, 1989: 58). Y es des-
de el desarrollo de estas nuevas perspectivas posibles que se define la función más
importante de la utopía.
Por ello, es posible decir que la imaginación –gracias a su función utópica–
tiene un papel constitutivo, en cuanto ayuda a repensar la naturaleza de la vida
social. La utopía introduce “variaciones imaginativas en cuestiones tales como la
sociedad, el poder, el gobierno, la familia, la religión” (Ricoeur, 1989: 58). De ahí
que se busque hacer la utopía como hizo Prometeo con el fuego, dársela a los mor-
tales, a los operarios de la realidad para que no quede en manos de artistas de fic-
ción (Serrano, 2012: 92).
Así como señalamos la presencia histórica de las esperanzas inconvenientes y
malignas, podemos decir que ambas –ideología y utopía– pueden hacerse patolo-

97
“La completa eliminación en nuestro mundo de elementos que trascienden la realidad
nos llevaría a una actitud “positiva y práctica” que en última instancia significaría la decadencia de
la voluntad humana. Aquí reside la más importante diferencia de estos dos tipos de trascendencia de
la realidad: mientras la decadencia de la ideología representa una crisis sólo para ciertos estratos y
la objetividad que deriva de desenmascarar las ideologías siempre toma la forma de una autoclarifi-
cación para la sociedad en general, la desaparición completa del elemento utópico de la acción y del
pensamiento humanos significaría que la naturaleza humana y el desarrollo humano tomarían un
carácter enteramente nuevo” (Ricoeur, 1989: 300).
300 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

gías. El caso de la patología de la ideología se puede presentar como disimulo y la


patología de la utopía en tanto evasión.
La utopía conformada por esas formas esperanzadoras apoya la posibilidad
de configurar la historia, de ahí la importancia de hablar de esperanza en tanto da
cuenta de una idea secularizada de carácter inmanente y no de una esperanza tras-
cendente. Es una realidad y un proceso que se mueve conforme vamos caminando
en la vida. Bloch señala que el impulso esperanzador muchas veces ignorante de
los “potenciales objetivos” es una de las principales fuerzas que empujan el hori-
zonte hacia adelante98. La esperanza guarda reservas intencionales que movilizan,
en ese sentido hemos de hablar de esperanzas en plural, dado que son las que man-
tienen el mundo funcionando.
Además, la esperanza es la encarnación de la alteridad en tanto anhelamos un
mundo completamente distinto al que tenemos, en ese sentido podemos pensar la
esperanza como la actitud específica del ser humano y del mundo en cuanto suje-
tos, en un mundo compartido, pensado y realizado siempre en comunalidad.
La utopía se develará sólo al final de la historia; ahora late únicamente como
posible, porque es el aún-no y la posibilidad (Gómez, 1977: 12). El factor utópico
está en la latencia del futuro en el presente dado que el ser del mundo y de los seres
humanos son materia posible en espera de realización. De este modo, la esperanza
es vista como una actitud central, es lo aún no acontecido y es posibilidad en espe-
ra (Gómez, 1977: 13).
Por supuesto, lo que impulsa a esa utopía y la posibilidad de esperar radica
en la imaginación; ésta es potenciadora de realidades nuevas que buscan saldar
situaciones reales: los imaginarios sociales, las ideologías y las utopías mantienen
íntimas conexiones con el mundo del relato histórico o de ficción. La contextuali-
zación lingüística de la imaginación –cuando se refiere a sus productos sociales–,
se impone dando relevancia a un factor en el que se inserta y que es la praxis social.
Las creaciones imaginarias sociales se entrelazan irremediablemente con la pra-
xis y todas ellas se vinculan con la utopía, concepto generado por la imaginación
creadora que se permite concebir creativamente aspiraciones de paz. “Una utopía
es un proyecto en el que interviene con mucha fuerza la imaginación […] la reina
es –digámoslo así– la capacidad imaginante propia de los seres humanos” (Sastre,

98
En este punto es en donde Heidegger encuentra los vestigios de la vieja metafísica al ver
en Bloch un intento de trascendencia. Sin embargo, Heidegger siempre va a vincular al ser humano
al futuro en tanto somos siempre un proyecto; afirmaba que la filosofía de Bloch lleva un conjunto
de sueños y proyecciones en los que se esconde el fantasma metafísico de la Esperanza, vista con
mayúsculas y en tanto principio homogeneizador de acciones dispares y dispersos de los anhelos, las
esperanzas y los sueños, a lo largo de la historia.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 301

2010: 201) y, esa capacidad imaginante reduce mentalmente las distancias entre
situaciones pacíficas posibles.
Las verdaderas utopías son las que acaban realizándose, como decía Karl
Manheim, pero esto puede resultar muy peligroso porque se obliga de cualquier
manera a que se lleve a cabo esa utopía y, cuando se involucra en leyes y en los
sistemas legales, se convierte en ideología, pensada como lo que da una identidad
colectiva, tal como lo apunta Ricoeur (1989: 52).
En el momento que la utopía es realizada, entonces se vacía y se convierte
en esa ideología. El cometido y el sino de la utopía ha de ser un todavía-no, ha
de perseverar como idea reguladora, como motivación de una permanente con-
testación, como una vigilancia crítica y una imaginación de posibles alternativas.
En el momento que esa utopía se realice corre el inminente peligro–ricoeuriana-
mente dicho– de ideologizarse en las instituciones del Estado. Entonces, es posible
apuntar que esas propuestas de derechos humanos y de paz no se agotan nunca en
esa ideologización, sino que se patentizan en los colectivos ciudadanos que surgen
para defender los derechos y la paz y para denunciar su quebrantamiento. La ideo-
logización pervierte su sentido.
Cuando los ciudadanos se centran en la reivindicación de los derechos y de
la paz que han sido vulnerados y amenazados, entonces ellos, ante la indignidad
sufrida o presenciada, ejercen su derecho a disentir y a solidarizarse con las víc-
timas (Etxeberría, 1995: 306). Esto supone una tensión entre aquello que es una
utopía y lo que va realizándose y se va convirtiendo en ideología, pero sin dejar de
ser utopía. Esta situación es irremediablemente dialéctica, en la que un término
busca la concreción histórica y el otro busca y pretende un ideal con una raigambre
de carácter ético. Es ciertamente una paradoja de dos términos que se enfrentan
en el espacio político; por ello es una paradoja política. Así lo apreciaron también
Arendt y Weil; la primera, en esa díada contradictoria que es dominación y poder,
y la segunda entre forma y fuerza.
En la forma dialéctica conformada por la utopía y la ideología estamos entre
la contextualización histórica y la fundamentación, entre las coordenadas históri-
cas y las pretensiones de universalidad. En estas coordenadas está la búsqueda de
la paz.
La utopía sugiere un modelo de sociedad ideal proyectado hacia el futuro que
critica el presente, distinguiéndose así la realidad actual defectuosa y el modelo pa-
radigmático. La utopía se nos presenta como imagen anticipada del porvenir, en-
raizada en la realidad y que tiene una dimensión ética “desde la que la descripción
de un fin se convierte en prescripción y criterio de juicio” (Ricoeur, 1989: 384). De
ahí que sea una mirada ética sobre el mundo desde dicha imaginación que supone
302 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

la convicción de que hay que saber de alguna manera lo que es deseable para juz-
gar lo que es y hacia dónde es preciso ir. La utopía señala el fin y meta; desde ahí
se considera como criterio de juicio y se somete a la realidad a escrutinio y crítica
para con ello, impulsar a la acción que busca lograr la paz.
Dicho lo anterior, y cerrando estas reflexiones, podemos decir que deber y
acción son rasgos fundamentales en la utopía posible en el marco de la esperanza
y desde cauces de paz y justicia. Sólo así podremos erigir derroteros que nos guíen
hacia esa construcción tan anhelada por los teóricos de la utopía como fue Tomás
Moro. Sus propuestas siguen resonando fuertemente y promueven las posibilida-
des de imaginación ética que hace posible el alcance de la paz y la justicia, abre-
vando con ello los desafíos tan complicados que permiten escampar los cielos tan
oscuros que se presentan ante nuestros ojos. Hemos de continuar defendiendo la
utopía posible desde la esperanza para construir cauces y crisoles pacíficos y justos
en nuestras sociedades y en el mundo que vivimos y que ha de venir. Cada grupo
cultural y social, independientemente de las formas concretas que adopte, y des-
de el supuesto de un vínculo asociativo, ha de buscar “determinar fines comunes
mediante una elección sensata hecha en común” (Gadamer, 1993: 102), como se
destacaba previamente en último inciso del capítulo previo.
Esto significa que tenemos fines que se adecuan –por medio de una reflexión
práctica– a lo que hay que hacer en nuestra situación concreta, esperanzados en
que las cosas se modifiquen con nuestras acciones. Así, cada grupo contempla “un
ideal” de sociedad y una conformación política que pretende el desarrollo personal
y social de quienes lo configuran; una construcción tal que dé cauce a las aspira-
ciones esperanzadoras para vivir un mundo mejor. No podría ser de otro modo
porque “nadie puede vivir sin esperanza” (Gadamer, 1993: 103). Esta máxima lle-
vada a cabo en la realidad, resulta central para poder pensar en un algún proyecto
a futuro. A través de numerosos ejemplos Bloch ejemplifica la simple pretensión
de que esa oscuridad del momento vivido se anime por atreverse a ir más allá en
esos sueños por una mejor vida (Bloch, 2007: 347).
Cuando pensamos en luces esperanzadoras y elementos que miran hacia lo
que está por venir, aludimos siempre a posibilidades abiertas a pesar de los tiem-
pos oscuros. Desde ahí podemos pensar –al modo como lo hizo Arendt en su libro
Hombres en tiempos de oscuridad–, en opciones de vida hacia el futuro. A pesar de
haber vivido tiempos de oscuridad, tiempos de guerra, muerte, dolor y terribles
atrocidades, esos hombres y mujeres supieron vislumbrar y acoger de diferentes
maneras, alguna esperanza que les dio –de cierto modo–, luz para enfrentar este
mundo y continuar el camino. Sugerir la posibilidad de pensar en tiempos mejores
y en un mundo naciente significa apelar a la esperanza. El comienzo de algo nuevo
–así como la natalidad– constituyen nociones fundamentales para poder pensar
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 303

en esa construcción, y han de apoyarse en la acción. Es esta categoría la que per-


mite erigir a la esperanza mediante la comunalidad de los diferentes, y desde ahí es
posible pensar en la edificación de la paz.
La otra cara de la acción es la comprensión y gracias a ambas se logra la recon-
ciliación con la vida. También por la acción y la comprensión nos orientamos en
el mundo, vinculándonos entre las personas, lo cual implica asumir la confianza
entre quienes conforman la comunidad. Y tal confianza se compone y se erige con
ingredientes como son la responsabilidad y el compromiso que nacen del amor al
mundo, con lo cual, se posibilita no sólo el perfeccionamiento de la humanidad,
sino también su misma reivindicación ante las catástrofes políticas y por los de-
sastres morales más ruines que el género humano haya podido vivir gracias a la
esperanza y a la utopía como acción.
Los posibles e infinitos cauces que las acciones pueden tomar, serán los que
logren subsanar estos daños infringidos a la humanidad; por ello, la comprensión
es un interminable diálogo que no se cansa ni de él ni de ese inicio constante de
acción y reconciliación tenaz que entresaca hitos valiosos para trastocar la oscu-
ridad –que en muchos casos se vive–, en luminosidades esperanzadoras abiertas a
los otros.
La cancelación de los recursos de apertura frente a los demás inhabilita
la posibilidad de pensar en categorías como la compasión, que –entendida
rousseaunianamente, en tanto la afectación ante el sufrimiento ajeno– impulsa a
una interrelación solidaria y con expectativas mutuas en aras de poder pensar una
situación diferente y mejor.
Evidentemente, y como se ha demostrado, un proyecto como éste tiene una
raigambre fuertemente moral, y aunque encarna verdades inaccesibles a los pre-
supuestos económicos y a veces políticos, sin embargo, tiene una fuerza impulsora
relevante. Esto nos recuerda que las civilizaciones sobreviven no por su fuerza,
sino por cómo responden hacia los débiles; no por la riqueza, sino por el cuidado
que muestran hacia los más vulnerables y los más pobres, no por el poder sino
por los que no tienen poder. La lección más irónica que alcanza una cultura es la
compasión que muestra hacia los vulnerables. No sobrevivirá parte de la humani-
dad mientras el resto languidece, no es posible que mientras unos festejan otros
mueren de hambre; no seremos libres si otros son esclavizados, no podemos estar
bien si hay otros que perecen por enfermedades y por muertes prematuras. Esta
problemática que evidencia profundas violencias estructurales y culturales que in-
volucran recursos materiales, es principalmente una cuestión de carácter moral
que incluye el compromiso frente a los otros. Tal compromiso significa una res-
ponsabilidad ampliada en el tiempo y en el espacio, y en todo caso, si se pudiera
y quisiera, podríamos pensar en la factibilidad de un compromiso mutuo de ca-
304 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

rácter más amplio quizás global, en el cual, al tener un carácter moral, su fuerza
sería enorme. Ese intento ya ha sido vislumbrado por pensadores como Kant en
su idea del cosmopolitismo, guiado por el deber moral de la humanidad que ha de
apuntalar el acceso a los recursos necesarios. Éstos tienen que implementarse para
garantizar una mejor forma de vida y con ella de justicia y de paz, en un ánimo de
posibilidades reales para su logro efectivo.
El compromiso mutuo implica acuerdo a través de concesiones recíprocas en
aras de un fin, y ahí mismo, en ese ánimo, se inserta como un temple que impulsa
a seguir adelante, en un denuedo esperanzador que nos mueve a confiar y a impli-
carnos con los demás en aras de reconstruir un mundo mejor. Localizar formas
sociales más justas y mediante el reconocimiento de la pluralidad de los otros, pro-
mueve y fortalece el ánimo de esperanza que permite cimentar y erigir enclaves
pacíficos.
En ese sentido la esperanza se construye desde horizontes de carácter ético
que a la par da pie a situaciones de paz, por ello es que esta última tiene un sustrato
ético que la legitima como búsqueda en los márgenes humanos. Sin embargo, di-
cha paz necesita de las instituciones para que no quede reducida a un mero ideal
vacío; a la vez estas instituciones requieren ser impulsadas y criticadas desde ese
impulso ético para no caer en idealidades vacuas.
La utopía se diseña como principio regulador para la reflexión y la acción y
puede servir de referencia y criterio para juzgar el orden existente y orientar el
esfuerzo transformador del mismo. No se trata de expresar por anticipado lo que
será y con ciertas garantías de realización de la sociedad armonizada lo cual podría
resultar muy ilusorio. No es tampoco un proyecto fijo y dogmático, sino que pre-
tende no quedarse en la abstracción. Se busca alcanzar la paz como una intención,
como un pathos, y no tanto como una visión (Etxeberría, 1995: 305). Es un recla-
mo que nos emplaza en los ámbitos de la vida cotidiana, en la experiencia vital en
concreción y en contextos situados.
La paz apela a la esperanza y al futuro, pero asimismo ha de reclamar a la
memoria. A la vez que recurre a una esperanza de plenitud que guía la reflexión
y la acción en tanto idea directriz en un marco ético e histórico-político, permite
también la injerencia de la imaginación a inspirar esperas. La fuerza moral de los
recursos éticos preserva los mandatos que prohíben la violencia y recomiendan la
paz y el reconocimiento ético. Se trata más que de hablar de una ley moral inamo-
vible; de un habitus de una actitud ética fundamental que puede expresarse en las
narrativas que tienen como modelo ético de la vida y desde ellos podemos juzgar
otros relatos, reglas de acción y acciones efectivas. Sus referentes son los que se sus-
tentan en la justicia y en sus principios que posibilitan visibilizar con la esperanza
mejores situaciones de existencia.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 305

Todo esto, en conjunción con la acción comunal, urde una red –ya antes aludida y
pensada por Lederach (2007)–, al modo de las telarañas, y desde ahí con la posibilidad
de la justicia se podrá lograr la construcción de las paces en las diversas sociedades. Es
un proceso de creación de fórmulas y estructuras implicadas al mismo tiempo en un
entorno y en el marco de personas que tienen un pensamiento común y situadas en
un sitio social, político y económico compartido y cambiante que tiene ánimos de ir
hacia mejor. Desde ese sitio se van tejiendo las acciones que siguen el camino marcado
por el ideal moral de la paz que acrisola las utopías y esperanzas en aras de situaciones
diversas y mejores a las que vivimos y con las debidas prevenciones frente a muchos
optimismos. Albert Camus sostenía que “la historia no muestra una particular inclina-
ción por colocar la razón moral en el pescante del carruaje de los vencedores” (Alonso,
2012: 164), y esto es cierto, porque esa razón moral queda truncada y desgarrada al ver
abatidas las vidas y los proyectos de los vencidos y de las víctimas.
La construcción de la paz al implicar esa razón moral se sitúa en el marco
de lo humano y aún a sabiendas que se desenvuelve en entornos impredecibles,
el enorme reto se constituye en el arrojo para crear denodadamente respuestas
innovadoras para las necesidades que nuestras sociedades y nuestro mundo nos
exigen. Esa trascendencia emana de los espacios relacionales, con las concesiones
necesarias y los recursos apropiados. Es la prudencia de la que hablábamos en ca-
pítulos previos, que nos exige acciones debidas en el momento preciso y en el lugar
conveniente. Esta capacidad phronética e imaginativa pone los medios necesarios,
promueve y construye procesos de cambio constructivos desde diversas perspec-
tivas posibles orientadas más allá de lo existente, para lograr los fines buscados. La
sagacidad aventurada desde la imaginación da pie a descubrir posibilidades ines-
peradas en lo que concierne a la realización de la utopía y la esperanza y por medio
de proyectos factibles de paz.
La imaginación creativa y moral da pie a una concientización, ese aún-no-
consciente que se va allegando y aproximando, tal como la ponderó Paulo Freire
en Pedagogía del oprimido (2005: 99). Ahí Freire piensa tal concientización como
la habilidad de formular los problemas en un escenario amplio que mira a todos
como actores y como parte del contexto de cambio ante la violencia (55 y 56). Tras-
tocar la violencia implica la acción y la reflexión común sobre el mundo, en la
confianza de poder visibilizar su transformación. Dicha transformación es siem-
pre comunal porque nadie es autosuficiente por sí mismo. Por ello se requiere la
acción compartida que tiene como preámbulo el diálogo; temática sobre la que
hemos reflexionado antes en el capítulo previo.
Ahora bien, para que haya diálogo ha de haber esperanza porque en nuestra
finitud se inserta la necesidad de apertura para buscar ser mejores humanamente
hablando. Por ello es que,
306 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

[…] la esperanza está en la raíz de la inconclusión de los hombres, a partir


de la cual se mueven éstos en permanente búsqueda. Búsqueda que, como ya
señalamos, no puede darse en forma aislada, sino en una comunión con los de-
más hombres, por ello mismo nada viable en la situación concreta de opresión.
La desesperanza es también una forma de silenciar, de negar el mundo, de huir
de él. La deshumanización que resulta del “orden injusto”, no puede ser razón
para la pérdida de la esperanza, sino que, por el contrario, debe ser motivo de
una mayor esperanza (Freire, 2005: 111).

La injusticia y la violencia han de ser motivos para espolear lo que se vive y


buscar su mudanza mirando hacia adelante. A la vez, es necesario otear al pasado
para apuntar al futuro; es la tarea que corresponde efectuemos para posibilitar que
se realicen los ánimos esperanzados desde una conciencia crítica e imaginativa
que permita dar paso a la reconstrucción de lo herido, de lo destruido y desde ahí
se inicie la reconciliación.
Por ello es que la paz es acción que implica decisión y empuje moral y que im-
pulsa al futuro, de manera que –como Freire escribe– “me muevo en la esperanza
en cuanto lucho y, si lucho con esperanza, espero” (Freire, 2005: 111).
Esa tensión entre pasado-futuro que deja en medio nuestra acción presente,
nos obliga a rehistoriar –como lo señala Arendt en La condición humana (1988c:
209, 228)–, y esto implica la capacidad de recordar el pasado con la convicción de
que no se puede cambiar, y por ello tenemos la capacidad de imaginar el futuro de
manera diferente: aún a sabiendas de que no podemos predecirlo plenamente y
mucho menos controlarlo, aun con las posibilidades de frustración, sin embargo,
sí podemos imaginarlo y movernos hacia él.
El tejido de la vida se yuxtapone entre esas realidades del tiempo y entre la
memoria y la potencialidad. Ahí se inserta la presencia de las narrativas y el arte de
rehistoriar de manera creativa, y es como se mantiene el pasado unido al presente y
al futuro. Sólo de este modo nos podemos reconciliar, recordando y cuestionando
lo lastimoso de lo vivido, de lo que se comporta y se sobrelleva para defender la
dignidad humana, pero siempre con ese coraje moral requerido que, al conjuntar-
se con la capacidad de arriesgar y en el ánimo de modificar lo que se vive, posibili-
tan acercarse al ideal de la paz.
Evidentemente, las propuestas de paz no pueden obviar la responsabilidad
mutua que los interlocutores tenemos; por ello hemos de seguir el principio que
apunta: actúa de tal manera que las consecuencias de tu acción sean compatibles
con la permanencia de la vida humana sobre la tierra. La paz es el camino como
hemos insistido a lo largo de este libro; cuidar los medios impulsa que los fines se
cuiden y lo hacen desde ese camino, de ese proceso de construcción de lo humano.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 307

Así, poco a poco, podremos ir atenazando las situaciones pacíficas guiados por la
utopía y con el impulso de la esperanza.
Las consecuencias de las acciones tienen que ver con la permanencia de la
vida, de modo semejante a como Hans Jonas lo planteaba cuando reflexionaba so-
bre la superioridad del homo faber sobre el homo sapiens (Jonas, 1995: 36). Que el
mundo perezca no es una alternativa aceptable bajo ningún concepto. En el cami-
no irá arrasando todo lo existente dada la violencia de todo tipo que siempre se en-
saña con los que tienen una vida más precaria. Ante esta situación, la humanidad y
su mundo “exige[n] su siempre nueva capacidad inventiva para su conservación y
ulterior desarrollo” (Jonas, 1995: 37).
No puede olvidarse la relevancia de lo humano y su plenitud, con lo cual es in-
admisible una contracción de su ser y de su concepto de sí. Los actores en colectivo
y no de manera individual son quienes representan el futuro indeterminado; ellos
nos proporcionan el horizonte significativo de la responsabilidad para que el género
humano abra posibilidades en tanto imperativos que nos remiten a un futuro real
previsible que permita y promueva la realización humana. Esto es importante para
Jonas aun con sus reticencias sobre la utopía, al preocuparle que sea simplemente un
señuelo. Es fundamental por ello realizar realistamente la mejora de las condiciones
humanas desde la justicia, el bien, la razón y pensando en apresar la paz.
No se están estimando las desmesuras criticadas por Jonas en el pensamiento
blochiano, ni el embeleso de expectativas que le adscribe (Jonas, 1995: 352). Cier-
tamente, la utopía no puede negar una ética de la responsabilidad que se formule
como esperanza, y ésta es ciertamente condición de toda acción –como lo seña-
la Jonas, casi al final de su obra–, pues “presupone la posibilidad de hacer algo y
apuesta por hacerlo” (Jonas, 1995: 356). Esta meta es una responsabilidad de cara
al futuro.
Si la “utopía es la expresión de todas las potencialidades de un grupo” (Ricoeur,
1989: 293), esto significa que tales potencialidades y dichas vidas están ante el influ-
jo explícito de la violencia en sus diversas acepciones, es decir, la violencia tanto de
carácter directo como estructural y cultural. Y dado que estas potencialidades “se
encuentran reprimidas por el orden existente, (Ricoeur, 1989: 300), de ahí que dicha
utopía haya de tener un carácter liberador y emancipador de estas situaciones que
marginan la vida de las personas, como ya hemos insistido. Pero no sólo se requiere
de esto, sino que, además, se ha de suscitar un horizonte en el que las vidas buenas y
vivibles puedan realizarse en un marco deseable por humano y digno.
Por ello, y desde ahí, es que la utopía –en un marco de esperanza– apremia
para construir escenarios de paz, y se dispone como posibilidad que se genera por
y para la acción.
308 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

Si duda, aludir a los conceptos de esperanza y utopía vinculados con el pen-


sar imaginativo resulta primordial para pensar la paz como ideal moral. La rela-
ción mutua es muy cercana y ha sido a lo largo de los decursos humanos, fuertes
referentes y asideros fundamentales prolíficamente atendidos por gran cantidad
de filósofos y pensadores. Ambos conceptos se abocan como proyección hacia el
futuro posible, en tanto imagen movilizadora y horizonte orientador de la praxis.
Asimismo, utopía y esperanza constituyen una instancia crítica respecto a la rea-
lidad vigente y conforman una perspectiva para la prospectiva y también se con-
figuran como subversión del orden establecido en pos de su transformación. Para
ello es central la exigencia de claridad acerca de lo que es necesario transformar y
en qué dirección se puede hacer (Hinkelammert, 1984: 261).
La utopía abre la realidad para que, desde lo imposible muestre sus posibili-
dades y, a la vez, hace reclamos hacia una praxis movida por un interés de carác-
ter emancipatorio de firme intención ética (Pérez Tapias, 1991: 432)99 de quienes
conforman el mundo humano. No esperar lo inesperado difícilmente hará que se
encuentre (Bloch, 2014: 210) aquello ambicionado. Esto es lo primero: que la hu-
manidad sea, dado que el hecho de que el mundo perezca no es una alternativa
aceptable; en este tenor, y por todo lo que hemos anotado a lo largo de este libro,
podemos señalar con fuerza y reiteradamente, que la paz es el camino, pero es asi-
mismo objetivo, y si no se cuidan los medios, difícilmente los fines podrán cuidar-
se solos; ellos tienen que cuidarse desde ese camino.
Los procesos utópicos están conectados con la vida a través de la multiplici-
dad de sus posibilidades y potencialidades que proporciona el concepto de aún-no.
Los objetos de esperanza necesariamente obtienen efectos utópicos.
Los fines a perseguir –en cuanto metas utópicas– parten de las opciones mo-
rales de los individuos, social y políticamente mediadas sin dejar de lado sus pre-
tensiones de carácter ético, que fungen como determinaciones vivas que impulsan
al cambio y al interés, por ser más plenamente humanos. Los propósitos de carác-
ter ético disciernen entre lo que es y lo que sería bueno que fuera y nos muestran
el umbral entre el mundo como es y cómo debe ser, a la par emerge casi indefecti-
blemente el empeño por allegar lo primero (lo que es) a lo segundo (lo que de-
bería ser). Es desde esta aproximación en donde cobran sentido las pretendidas
transformaciones de carácter económico, social y político para lograr condiciones
de vida que permitan a todas las personas vivir con dignidad, y dejar de lado las
posibilidades frustradas de su propia realización.

En este texto de Pérez-Tapias se cita a Ricoeur, quien subraya con énfasis que el fin que
99

señala es un imperativo moral, un objeto de opción moral. El sentido emancipador de la historia no


es el que ésta tiene, sino el sentido potencial que debe tener.
Capítulo IV | Paz y esperanza en tiempos oscuros: utopía como acción 309

Vista así, la utopía encarna un ideal, un ideal de humanidad desde el cual y a


través de la praxis de la acción se logrará la humanización. Ese ideal utópico funge
como principio regulativo para dicha praxis, y en ese sentido es que podemos ha-
blar de que el camino para alcanzar la utopía se constituye en la esperanza. Desde
ahí es posible surcar el camino hacia la paz y la justicia.
La esperanza es la clave para entender cómo el mundo que está como ella en
proceso y, en tanto proceso, está estimulada por cualidades de mutabilidad, provi-
sionalidad, actividad y movimiento y, en este sentido, su acompañamiento a lo que
es la paz hace que las analogías entre estas realidades se aproximen a tal grado que
se requieran mutuamente.
En este enclave de pensamiento es que el ejemplo de Kant nos resulta ilustrativo.
En Filosofía de la historia (1984) con contundencia hace señalamientos sobre la Re-
volución francesa, en el sentido de que, ante un pueblo lleno de espíritu, se puede, ya
sea triunfar o fracasar, pero ese ánimo que señala Kant y que raya en el entusiasmo, se
apoya en una disposición moral del género humano. Kant habla de la expectación del
futuro que implica hacer presente el tiempo por venir. Es una característica de la pre-
rrogativa humana, pues los seres humanos –conforme a su destino–, pueden preparase
para los fines más lejanos. Y todo esto se realiza mediante una imaginación que piensa
imaginando. Y, desde ahí es que sería posible visualizar una construcción política (una
constitución republicana para Kant) que apela a la razón, pero que está enlazada con la
imaginación. Esto aún a sabiendas que el filósofo de Königsberg es cauto porque señala
que no debemos prometernos demasiado en el progreso hacia algo mejor.
En definitiva, podría pensarse en la postulación de una ontología de lo utópico
dado que los seres humanos, además de todas nuestras características como seres
lingüísticos, pensantes, sociales, políticos, imaginantes, risibles, retóricos e histrió-
nicos, somos trascendentes porque somos soñadores, abiertos a lo no existente,
con un ánimo de espera, capaces de anticipar algo inexistente pero posible –me-
diante la inteligencia y la imaginación dialéctica (Sastre, 2010: 563)–, y aptos para
construir la paz. Con todas estas potencialidades, las personas podemos aplicar de
manera práctica la confección de estas anticipaciones o intuiciones intelectuales
mediante de la acción. De este modo, hablamos de un ethos de confianza para mí y
otros que genera espacios y tiempos y se entrelaza con otros tipos de compromiso
con la realidad que está por emerger. Esto ejemplifica un ethos ejemplar del cuida-
do para un mundo más humano basado en el reconocimiento. Lo que distingue la
esperanza es que puede suplir estas afectividades y por ello involucra una inventiva
abierta que supera el aquí y el ahora cerrado a situaciones desafortunadas. Esa es-
peranza que muestra situaciones de incompletud, posibilita en un proceso experi-
mental para salir del desastre en el que se centra la existencia. Se abren así nuevas
posibilidades que retan el presente.
310 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

El desarrollo de las prácticas utópicas basadas en un ethos de esperanza per-


mite pensar en situaciones pacíficas como constructos imaginados e inventados
desde las potencialidades y las posibilidades humanas100. La esperanza y el que sea-
mos esperanzados mantienen la apertura, pero al mismo tiempo establecen una
medida a través de la cual estamos obligados a evaluar aquí y ahora (Anderson,
2006: 705). Y a esta obligación se debe que la esperanza se emplaza en torno a algo
que está en falta y por ello se mantiene la apertura a lo que está por venir. Dicha
apertura a los procesos de pérdida y desaparición habilita una ética de la esperan-
za, aún con el riesgo de la decepción porque se abre al surgimiento de algo mejor
en el mundo que habitamos.
Además, y como hemos apuntado a lo largo de todo este trabajo, sin la acción
el pensamiento utópico se hunde en la abstracción y puede derivar hacia el delirio,
pero “sin utopías, no habrá ni horizonte ni perspectivas en relación con las cuales
se pueda pilotear la acción” (Furter, 1995: 222). Desde ahí es que, apoyándonos en
el pensamiento blochiano, se puede demostrar histórica y teóricamente cómo la
interpretación de las utopías concretas revela el poder de este principio fecunda-
dor a través de las obras imaginarias de los seres humanos que, si bien todavía no
se plasman, sí encuentran coyunturas en las acciones para su realización.
Desde el inicio de este libro se ha asumido y defendido la necesidad de que el
pensamiento tiene la obligación de recobrar la categoría de la esperanza y la posi-
bilidad de poner en práctica el utopismo en los marcos teóricos de la paz por los
múltiples motivos de deseperanza existentes en nuestro mundo. Esto se constituye
como una demanda ética dado que la esperanza es un proceso de carácter colecti-
vo y con metas en común y por ello la utopía es un imperativo aún con los riesgos
que conlleva y con las decepciones que están plegadas en un ethos que nos recuer-
da que la esperanza está preparada para lo peor (Lasch, 1991: 81).
Las obras que emanan de la imaginación creativa y crítica apuntalan la utopía
y pueden plasmarse gracias a la acción –en los enclaves sociales, culturales y po-
líticos–, generan posibilidades de mundos habitables para el conjunto de quienes
poblamos el orbe. De este modo, desde estos horizontes esperanzados y puestos en
práctica por la acción humana en común y nunca en solitario, es que se propicia la
paz en estos tiempos oscuros en los que nos alojamos y que nos albergan. Con todo
esto, tal oscuridad epocal podrá escampar paulatinamente de manera constructiva
y armónica para la plenificación humana, en marcos posibles y potenciales de paz.

La diferencia entre esperanza y optimismo es que la primera promueve situaciones desde


100

las posibilidades y potenciales, mientras que la segunda no tiene estos acercamientos con la emer-
gencia de esas posibilidades.
EPÍLOGO

“La paz perpetua no es una idea vacía sino una tarea que, resolvién-
dose poco a poco, se acerca permanentemente a su fin, (porque es de
esperar que los tiempos en que se producen iguales progresos sean
cada vez más cortos”.
Immanuel Kant (2005: 187)

“El fenómeno ‘paz’ es más originario que el fenómeno ‘violencia’


pero ambos forman parte de la condición humana”.
Vicent Martínez (2001: 211)

El camino andado a lo largo de todo este libro ha vertido reflexiones en torno a


la paz y ha merodeado cavilosamente desde algunas propuestas filosóficas de autores
que buscan dirimir las problemáticas de la paz para su posible asentamiento. Esto,
aún a sabiendas que nuestra existencia está marcada por la transitoriedad y búsque-
da y que nos aproximamos a ella siempre de manera parcial e inconclusa. Por ello es
que, en la propuesta general de la presente obra, ensayamos una moción de la paz
como ideal moral, la cual ha de situarse en la existencia y en los marcos fundamen-
talmente violentos y conflictivos en los que vive la humanidad, para desde ahí no
decaer y seguir en el camino de aproximación, aunque sea a pequeños logros.
Vista la paz como ideal moral nos precisa a apreciarla como proceso; es ahí en
donde podemos introducir propuestas y herramentales que nos ayuden a elaborar
un mejor andamiaje para acercarnos –sólo eso, de manera imperfecta, fragmenta-
ria y siempre inconclusa– a lo que sería la meta. Por ello, analizamos y nos apoya-
mos en las propuestas de los diferentes filósofos que han pensado las posibilidades
y oportunidades de la paz, aunque no de manera explícita y directa, pero que cla-
ramente nos ayudan a visualizar y cavilar posibles ayudas, subterfugios y perspec-
tivas pacíficas sobre las que se ha pensado a lo largo de la historia del pensamiento.
Sus eventualidades de consecución son siempre alicientes y por ello al cierre de
esta obra se postula una propuesta utópica (siempre con un sentido de posibilidad
real) y en un sentido esperanzador de poder seguir pensando en que es factible
llegar a alcanzar situaciones pacíficas.
Como ha podido verse, dos tópicos recorren el libro: el de lo común y el de
la acción. A ambos los conjuntamos con la paz porque dan cuenta de elementos
312 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

y recursos centrales que constituyen, facilitan y edifican aproximaciones a dicha


paz, sus impactos, sus derivas y la explicitación de su ser con un carácter proce-
sual y en tanto ideal moral. Lo común es pensado siempre de abajo hacia arriba,
construido de manera horizontal y pensado en red tejida desde el apoyo mutuo y
basada en valores compartidos principalmente en el espacio público. Con esto, la
acción genera movimientos urdidos entre los participantes que conducen a mudar
las tácticas de violencia y muerte a situaciones de vida en paz.
Repensamos la paz y hemos defendido la posibilidad de pensar en mediacio-
nes factibles para viabilizar y superar los escollos violentos existentes en la cultura
y en la política. Todo esto, mediante prácticas habituales de carácter ético, favorece
que se conviertan en virtudes, pero sobre todo refuerza la relevancia y la centrali-
dad de las personas en todos los procesos pacíficos. Así, el concepto de dignidad
se constituye como basamento para una ética de la paz y acaba por defenderse me-
diante los derechos, como espacio político para una arquitectura de la paz.
Concebir la paz como proceso da cuenta de la importancia de los elementos
que concurren para su realización, y, en ese sentido, el diálogo y la escucha resul-
tan centrales y se consideran ambas prácticas recursos importantísimos para la
construcción de diálogos de paz. Estos últimos apelan al sentido común en tanto
sentido compartido, que impulsa disposiciones para poder imaginar otras situa-
ciones, y desde ahí poder pensar en vetas varias para la conquista de la paz.
Es así que aún con todo y las penosas dificultades que presenta el horizonte
para acercarnos al logro de la paz o las paces, podemos pensarla como una posi-
bilidad y, por ende, como una utopía factible gracias a la imaginación de carácter
ético. Ella viabiliza la construcción de otras y mejores situaciones que dan pie a la
esperanza en un imaginar un mundo más pacífico en medio de la injusticia y la
tragedia causada por la violencia. Esto impulsa a la emancipación en contextos en
los que todavía-no se logra pensar la paz y la esperanza como una situación y una
posibilidad real. En tiempos oscuros, pensar en escenarios pacíficos involucra un
ánimo de construir utopías esperanzadas para cristalizarlas en medio de la acción;
dichos suministros están situados en estas propuestas que pueden ser realizables
en tiempos y espacios viables.
Pensar la paz como ideal moral involucra, como hemos visto, una constan-
te orientación a su alcance siempre en marcos éticos. Se trata de una tendencia
latente que nos impulsa a su realización y significa la plenificación de los seres
humanos en su generalidad, al ir al encuentro de la paz de manera compartida y
común, y siempre con la responsabilidad propia de una vida ética. Es por ello que
en el presente libro la filosofía constituye el marco del trabajo en el que se realiza
la investigación sobre la paz, y entonces, la importancia que el filosofar y sus resul-
tados tienen en la entera existencia humana de ningún modo se limita a los fines
Epílogo 313

culturales privados o de algún modo restringidos. Somos pues –cómo podríamos


dejar de verlo–, en nuestro filosofar, funcionarios de la humanidad. La responsabi-
lidad enteramente personal por nuestro ser propio y verdadero como filósofos, en
nuestra vocación intrapersonal, lleva al mismo tiempo en sí la responsabilidad por
el ser verdadero de la humanidad (Husserl, 1984: 24).
No podemos dejar de lado y dejar de ver la indignación que hoy nos consume
ante las evidencias que muestran la traición a la dignidad humana y la destrucción
de muchas posibles opciones para dejar atrás esas infamias. Las violencias sufridas
–de todo tipo– en todos los resquicios humanos nos impulsan a modificar estas
lógicas; esa indignación sirve de motor para trascenderlas y sortearlas. Y aún ante
las dificultades para alcanzar las posibilidades de dignificación de la vida humana
y, por ende, de las circunstancias de paz, no podemos declinar en nuestros esfuer-
zos. Las acciones que llevemos a cabo deberán de ir orientadas en esta línea para
dar lugar a aquellas paces positivas que habrán de ir modificando el mundo; con
esta variación, esas realidades injustas, denigrantes y violentas se transformen y se
sustituyan por otras justas, encumbrantes y pacíficas.
Me parece primordial y muy significativo señalar con claridad en este cierre,
que han quedado pendientes dos temas enormes que muy probablemente mere-
cían haber estado presentes en este libro pero que, si bien su contenido es de gran
relevancia, asimismo es tan amplio que por sí solos estos asuntos son dignos acree-
dores de un estudio mucho más amplio. Ambas son magnas cuestiones con una
relevancia inmensa al día de hoy: el tema de las mujeres y la paz y la cuestión de la
decolonialidad y la paz.
Considero que estas discusiones no pueden quedarse sin una mención seria
desde los estudios y la filosofía de la paz. Ninguna de ambas realidades puede ser
obviada, y por ello al menos quisiera mencionar su relación con la paz, aunque sea
de manera muy breve en este colofón. Con esto se intenta no dejarlas de lado y así
evitar borrarlas e invisibilizarlas del mapa de cuestiones de gran relevancia en el
tema de la paz.
Como ya hemos señalado en varias ocasiones: es un hecho que la violencia ha
acompañado a la especie humana a lo largo de su añeja data, siendo algunos gru-
pos más violentos que otros o algunos que han convivido en mayor armonía que
otros; pero ha habido grupos que, en medio de todos los violentados, han sido más
lastimados. Entre estos están las mujeres. Las violencias sistemáticas en contra de
ellas no han decaído, como tampoco aquellas que también se institucionalizaron y
universalizaron a partir de la expansión colonial europea en la que se establece un
nuevo orden mundial por parte de un ánimo de conquista que se decantó como
colonialismo y que se articula como parte del “patrón de poder mundial capita-
lista” (Borsani, 2014: 87). Es preciso abordar esta realidad porque constituye un
314 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

modo de reproducción de la violencia en la que está sumido el mundo e incluso


muestra un mismo patrón de violencia. Segato recoge el problema y lo conjunta
con el patrón del patriarcado y la explotación de las mujeres, y mutuamente se
retroalimentan. Ahí se insertan las pedagogías de la crueldad las cuales son todos
los actos y prácticas que enseñan, habitúan y programan a los sujetos a transmutar
lo vivo y su vitalidad en cosas. […] Esta pedagogía enseña algo que va mucho más
allá del matar, de una muerte desritualizada, de una muerte que deja apenas resi-
duos en el lugar del difunto (Segato, 2018:11).
Ejemplos claros de estas formas de colonización, formas de colonización se
mezclan con otras como son las prácticas extractivistas que se acompañan de ne-
gocios como la trata y la explotación sexual. En ellos se conjuntan acciones des-
tructivas que caminan de la mano y se retroalimentan mutuamente.
Si el tema de la paz ha sido un terreno marginado y minimizado para los es-
tudiosos, lo ha sido igualmente el campo del género. El tema de las mujeres y la
paz ha sido trabajado de manera recurrente y se ha considerado como algo natu-
ral, porque se ha asentado y defendido que las mujeres son las constructoras de la
paz, esencializando lo femenino y su relación con la paz como algo biológicamente
dado. No es gratuito y sigue esta línea de pensamiento el que la representación
con la que ha sido conceptualizada la paz haya nacido desde la antigua Grecia con
atributos femeninos. Fue a la diosa Eirene a quien se le refirió y describió con ca-
racterísticas relacionadas con la prosperidad y con el bienestar tanto natural como
de las instituciones humanas, como es la política.
Se han asimilado virtudes, potencialidades, particularidades, emblemas y sim-
bologías que se han identificado como propios de las mujeres. En este sentido, “esta
construcción social en la que simbólicamente se asocia paz y mujer responde tanto a
unas prácticas femeninas como a unos roles asignados a las mujeres dentro de las so-
ciedades” (Díez y Mirón Pérez, 2004: 72). Esos roles son construidos en las culturas
con ciertos mandatos específicos que han sido matizados en las diferentes culturas a
lo largo del discurrir histórico, pero siempre con un corte básico de sujeción.
Así, a lo largo de la historia estas vinculaciones que se han reforzado con tex-
tos y representaciones han declarado que lo propio de las mujeres es la fertilidad, la
abundancia, la vida y la tranquilidad de manera central. A partir de estas conside-
raciones que están en los imaginarios socio-culturales que es que fue construyendo
la noción de paz (Camargo y García-González, 2018: 36). Esto se debió a que exis-
tía la necesidad de poner freno a las guerras y sus discursos en las comunidades,
y aunque de manera abstracta la paz se aprecia con símbolos básicamente femeni-
nos, quienes aparecen como detentadores de la paz real han sido los hombres. Esto
se ha debido a que han sido ellos los que han tenido la voz en el espacio público o
a quienes se ha escuchado. Las mujeres han sido sistemáticamente invisibilizadas
Epílogo 315

aún siendo ellas quienes han estado presentes, si bien de modo diverso y con una
voz diferente a la de los varones (Gilligan, 1982).
Así los roles han quedado marcados históricamente de manera que se ha iden-
tificado la vinculación de las mujeres con la paz y como mediadoras de los conflic-
tos y a los varones se les ha asociado indefectiblemente con la guerra y la violencia.
Por ello, y para romper esa lógica, es de enorme relevancia recuperar historias de
la paz y las mujeres que han sido invisibilizadas y silenciadas, para que, con dichas
historias se les integre a la historia aceptada y establecida a lo largo del tiempo.
Con esto se trastocará la construcción genérica de las sociedades que, recurrente-
mente, ha relacionado a los hombres en los marcos de la guerra y la violencia y a
las mujeres a la paz y la concordia. Mujeres y hombres han hecho la paz; mujeres y
hombres han hecho la guerra, de modo que si aceptamos este presupuesto desge-
nerizamos estas consideraciones esencializantes.
La exclusión de las mujeres en las discusiones y acciones públicas y políticas
han impulsado estos modelos generizados. Se piensa en las mujeres como pacíficas
y constructoras de paz, pero esta representación es lo que se ha construido social
y culturalmente a modo de estereotipos y ha fomentado los modelos mediante la
educación. Naturalizar la paz en las mujeres y la violencia en los hombres ha ser-
vido para propugnar ideológicamente la acción de los poderes hegemónicos en el
mundo (Magallón, 2004: 2).
Entonces, ver a las mujeres como constructoras de paz de manera reduccio-
nista ha hecho que se les desapruebe el ejercicio de la violencia, aun siendo que son
ellas las que reciben la violencia de manera más generalizada; que son las más las-
timadas por las violencias directa, cultural y estructural. Sin embargo, han sido las
mujeres las que han ejercido históricamente el papel de mediadoras y reguladoras
de conflictos, a sabiendas que “lo masculino y lo femenino operan tanto en la vida
política para incluir o excluir, como en el terreno imaginario a partir de la femini-
zación o masculinización de ciertas abstracciones” (Martínez López, 2000: 268). Si
bien se adscribe la paz de manera principal a las mujeres, las estructuras masculi-
nas se apropian de los valores pacíficos con la pretensión de la universalidad de la
paz (García-González, 2018: 52). Así se hizo con la Pax Augusta, que es una virtud
imperial que busca la paz en el ámbito político y es una paz muerta porque implica
el sometimiento y la resignación. Es un tipo de paz negativa que tiene como rasgo
precisamente este sometimiento y resignación, ambos conceptos que son semanti-
zados como femeninos. De igual manera lo concibió Sófocles en Ayax al estimar el
silencio de las mujeres, realidad que el cristianismo paulino tanto secundó y enal-
teció como característica propia de las mujeres.
Estos papeles asignados socialmente tienen que ver con las imágenes de mu-
jeres desvalidas y débiles que deben ser protegidas por los hombres protectores, si-
316 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

tuaciones construidas que intentan dar cuenta de comportamientos naturalizados.


Ni un pacifismo innato en las mujeres, ni tampoco un heroísmo y una belicosidad
natural en los hombres. Naturalizar sus roles y lo que es la paz y la violencia genera
presupuestos de prevalencia de lo natural sobre lo político. Con ello, lo político ha
de subordinarse a lo que es natural, aun a sabiendas que esto es un constructo de
carácter social y cultural.
Y, en ese marco de situaciones construidas, encontramos el tema del cuidado
que se ha adscrito a las mujeres y que, si se desgenerizara, se ampliaría la posibili-
dad de propagar la paz desde situaciones de justicia, a través de la escucha. Si se ge-
neralizan estas apuestas se amplían los márgenes de comprensión a todos los seres
humanos y se promueve la superación de situaciones conflictivas y la generación
de paz desde las relaciones entre las personas, en la búsqueda de la justicia y el aco-
gimiento y en función de la razón comunal para generalizar la paz, desgenerizan-
dola (Comins, 2018: 53). Aquí se lograría la paz positiva superando las situaciones
de paz negativa.
Deconstruir los roles en espacios sociales, políticos, pero también en los ámbi-
tos privados es una exigencia para poder transfigurar la realidad de la humanidad.
En esa conversión es fundamental transformar esa masculinidad hegemónica –que
sostiene la aceptación de la violencia como forma de vida– en una que asuma que di-
chas formas que obligan a la sumisión y al dominio no son naturales y desde ahí que
se defienda la posibilidad de vivir de otra manera más libre de esos mandatos y, por
ende, se pueda acceder a un vivir más pacífico. Esto posibilitará la ruptura de arque-
tipos convencionales dado que con ellos se busca controlar la labor y la sexualidad de
las mujeres y es el modo como los hombres intimidan a las mujeres en una sumisión
universal (Tobias, 1996). Dado que las mujeres están sujetas a diversas intensidades
de violencia, Andrea Dworkin (1974) –y otras feministas radicales– distinguen entre
la guerra y lo que llama la “emergencia primaria” (Dworkin, 1974: 23-24). Dworkin
describe tres ejemplos terribles: los miles de años que los chinos amarraban los pies
de las mujeres; las quemas masivas de brujas por los hombres europeos y america-
nos; y, las violaciones de las mujeres bengalíes por los soldados. A estos ejemplos se
puede añadir, como lo hace Mary Daly, la brutalidad ritual de la mutilación genital
entre muchas otras atrocidades que se constituyen como mandatos de género que
encierran profundas violencias.
Desgenerizar el cuidado implica a su vez desgenerizar la paz, ambas siempre
adheridas y vinculadas al tema de las mujeres, lo mismo que la violencia y la gue-
rra se adscribe siempre a la masculinidad y se relaciona con el cumplimiento de las
expectativas y prescripciones mandatorias del género. Pero estos roles de género
construidos ni son justos ni son venturosas, por ello es que, cuestiones como el
cuidado ha de ser tema y asunto de hombres y mujeres porque lo que se busca es
Epílogo 317

la participación en esas labores y asuntos que impactan en los demás y posibilitan


situaciones para mostrar el afecto por parte de ambos. En este sentido, el mandato
de la masculinidad no permite estas acciones porque supone la violencia y la cruel-
dad y, por ende, la incapacidad para los afectos (Segato, 2018: 11).
Por ello se trata de involucrarnos en nuevos modos de ser personas de manera
que se busquen formas alternativas que sean más plenas por equitativas, menos
violentas y más felicitantes, como lo ha apuntado Irene Comins (2009). Una cultu-
ra de cuidados erigirá una sociedad mejor, en donde la mutualidad de los cuidados
y una participación en ese cuidar dará pie a la construcción de situaciones natural-
mente comunales. La crisis de los cuidados propicia sociedades que difícilmente
resuelven sus conflictos y por ello estos se tornan en violencia. Porque en el cuida-
do se cuida la vida y en esos cuidados encontramos la escucha, la sensibilidad y la
empatía, entre otras características de ese cuidar.
La cultura de paz es una ética del cuidar, como hemos referido con Irene Co-
mins. Además, hacer algo nos hace a nosotros; somos cuidado porque somos nece-
sitantes y frágiles (Boff, 2004: 22-47). Por eso necesitamos a los otros en un marco
de intersubjetividad. En este sentido, con la ética del cuidado podemos pensar en
la posibilidad de la transformación pacífica de conflictos y a partir del compromi-
so con los demás. De ahí que por ello el cuidado habrá de generalizarse.
Al afirmar que la guerra es un fenómeno global y de género y un fenómeno
de la centralidad del Estado, algunas pensadoras –como las mencionadas en los
renglones previos– desafían la asociación entre guerra e interés general, cuestión
central al pensamiento realista que naturaliza la violencia y la considera como lo
que es. Mientras que los defensores del realismo, como Maquiavelo, apoyan un
consecuencialismo autointeresado, las feministas propugnan por la ética del cui-
dado compartido e insisten en que las consecuencias relevantes son predominan-
temente aquellas que tienen que ver con el impacto de dar cuidado a otros. Los
principios universales que se propongan tienen que articularse con la práctica y
ser compatibles con juicios particulares basados en sentimiento de empatía y en
el cuidado más que con un cálculo racional o un razonamiento abstracto (Held,
1993: 35). Ese cuidar es actuar, no por una regla fija sino en vistas a una afección.
La propuesta de la filosofía del cuidado es una iniciativa que va de la mano
de la filosofía de la paz, y pensar en una cultura de la paz significa una cultura del
cuidado. La filosofía del cuidado iniciada por Carole Gilligan (1982), hoy conti-
nuada por voces que resuenan fuerte como la de Comins (2009), tiene que ver con
edificar y construir la paz positiva.
Sara Ruddick contribuye a la discusión por su aproximación a la ética de la
guerra y la paz que se deriva de la práctica del cuidado maternal y en esta práctica
318 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

se inserta a los hombres que pueden ser cuidadores. Con ello pueden trastocarse
los designios culturales para pensar en hacer la paz. El gran problema es que la
visión ética derivada de la práctica maternal es fuertemente asociada con el género
(Ruddick, 1989: 41).
Hablar de una utopía feminista de la paz o más bien, de una utopía feminista de la
noviolencia significa una formulación desde una reconstrucción histórica de las apues-
tas feministas contra las violencias sexuales y las opresiones estructurales de género.
A la vez se sitúa en “intersección con otros ejes de desigualdad que son la clase social
o la etnicidad, así como a partir de las respuestas antibelicistas de los movimientos de
mujeres a los conflictos armados” (Guerra, 2017: 1). Asimismo, se vincula tanto con
activismos como con teorizaciones antipatriarcales para vivir una vida libre de violen-
cia, cuestión que constituye un desiderátum feminista frente a sociedades feminicidas.
Desde un rescate histórico y genealógico podemos ver que el pacifismo femi-
nista que alentó al sufragismo en conjunción con otros movimientos ilumina el
sentido de una utopía feminista de la noviolencia. Es importante porque existe un
nexo entre la masculinidad hegemónica (patriarcal) y la guerra (violencia) (Gue-
rra, 2017: 2). La construcción de la feminidad se ha vinculado al ánimo pacifista
y, ciertamente, éste es mejor recibido que las luchas relacionadas con la autonomía
personal o con la libertad sexual y reproductiva.
Los movimientos pacifistas de las mujeres pueden ya contarse en decenas.
Desde los ejemplos antibelicistas propuestos en la Antigüedad, como Lisístrata
o Antígona, y los movimientos contemporáneos análogos al de Lisístrata, pode-
mos localizar acciones como fue la realizada en Liberia en 2003, en donde Leymah
Gbowee y las mujeres del grupo “Acción por la paz” protestaron de manera no
violenta que sumó a sus acciones la huelga de sexo. Se tuvo como resultado que se
logró la paz. Otro ejemplo en este mismo tenor se presentó en Colombia en 2006,
cuando las esposas de un grupo grande de pandilleros de la ciudad de Pereira y en
el ánimo de reducir la violencia, advirtieron de una “huelga de piernas cruzadas”.
En 2009, mujeres en Kenia organizaron también una huelga sexual para protes-
tar “por la brecha que se abría en la coalición del gobierno” (Guerra, 2017: 2). En
caso de Filipinas, en 2011, las mujeres de una cooperativa de costureras de Dado
declararon también huelga sexual, para intentar frenar la violencia y poder llevar
a cabo la reconstrucción de su aldea. Como quinto ejemplo, en 2011, en Bélgica la
senadora Marleen Temmerman propuso medidas para enfrentar la crisis política
belga y para presionar a la formación del nuevo gobierno hizo un llamamiento a
la abstinencia sexual hasta que no se formara un nuevo gobierno. En todos esto
ejemplos se muestra que Lisístrata no ha muerto. El caso de Antígona, como sabe-
mos desafía al poder y su ejemplo ha sido replicado en situaciones como los de las
Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo en Argentina.
Epílogo 319

Otros movimientos como los de las Mujeres de Negro en la ex-Yugoslavia en


contra de la violación sistemática como arma de guerra en los campos de concen-
tración Omarska, o la Marcha de la Esperanza, movimiento creado por mujeres en
pos de la paz y cuya moción no era política, se buscaba restablecer la esperanza y
trabajar hacia una existencia pacífica para las mujeres, los hijos y para las genera-
ciones por venir.
El pacifismo feminista se ha mostrado en los movimientos pacifistas sufragis-
tas, y más cercanos a nosotros en los que presenciamos con fuerza los ecofeminis-
mos. Como efectos de la conquista hace más de quinientos años, seguimos con las
herencias de violencia que han hecho emerger los feminismos indígenas. Por su
parte, los ecofeminsimos como pacifismos luchan tanto contra la opresión de las
mujeres como de la naturaleza. Se oponen a la guerra y a la violencia que ha gene-
rado el capitalismo en su versión extractivista en los territorios. Ese ecofeminismo
busca detener feminicidios y ecocidios y, por ello, es un movimiento posthumanis-
ta, como diría lúcidamente Rosi Braidoti. Los feminismos indígenas se enfrentan a
la violencia política, narcoviolencia y a las violencias de depredación y explotación
neoliberal. Promueven que se modifiquen las tradiciones que conllevan las violen-
cias patriarcales que conocemos de primera mano.
Es fundamental por ello despatriarcalizar y decolonizar a la sociedad para po-
der pensar en que podemos pensar la paz.
Mucho más se puede decir del tema de las mujeres y la paz. Notables escritos
se siguen haciendo y muchas investigaciones continúan el curso de mostrar las
violencias hacia las mujeres, de ahí la necesidad de pensar en una filosofía feminis-
ta de la paz y la noviolencia. Pero como ya anoté antes, como epílogo sólo he que-
rido mostrar que, aunque en el libro no me detengo en este asunto, sin embargo,
ese tema existe y tiene una relevancia inmensa en la construcción de la paz y en el
pensamiento esperanzado de lograr construir la paz en las realidades y los cuerpos
de las mujeres. No mencionar esta cuestión sería invisibilizarla y daría cuenta de
algo que tanto he criticado en torno a las diversas violencias sobre las mujeres: su
invisibilización y su silenciamiento. Seguramente, estos cauces seguirán abiertos
porque es un enorme tema y porque la realidad violenta se sigue imponiendo y,
lejos de ir menguando, ha continuado incrementándose, como puede verse con
los indicadores y observatorios de violencia contra las mujeres en el mundo y de
manera sorprendente en nuestro país. Por ello, se nos exige su estudio multi e in-
terdisciplinar para ver las rutas que se deberán tomar para concientizar e impulsar
la reflexión en la sociedad.
En lo que al tema de la decolonización se refiere, este concepto da cuenta de
las respuestas de resistencia a la presencia de la colonialidad que migró de lo que
fue el colonialismo moderno a la colonialidad global. Esta resistencia condensa
320 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

una “postura de insurgencia epistémica política en pos de desandar, desbrozar,


desmontar la trama modernidad-colonialidad y echando a su vez a andar la posi-
bilidad de virar hacia escenarios negados por la modernidad, lo que significa una
perspectiva otra no epistémica sino ético-política” (Borsani, 2011: 1). Se trata de
un posicionamiento alterno frente a los posicionamientos logo-centrados que han
dominado en la academia y que desde múltiples frentes la cuestionan. Se trata de
desbaratar las violencias que se generan por esos procesos colonizantes y, por ello,
la perspectiva decolonial “estriba en el corrimiento o viraje del locus de enuncia-
ción” (Borsani, 2011: 5). Desde esa enunciación, se muestra el pensamiento otro
que expone la opción decolonial emanada desde el margen y está impregnada de
minuvaloraciones al situarse fuera del modelo centrado. Estas actitudes y tenden-
cias han provocado condiciones para “la desigualdad, la dominación imperial, el
racismo, la opresión y un estado de guerra permanente. Éstos son algunos de los
signos que revelan la labor de la colonialidad, la agenda oculta de la modernidad”
(Transnational Decolonial Institute).
Insistir en los procesos de la decolonialidad “no es cuestión de tramitar me-
joras al mundo, sino de concebir la idea de mundos, un plural aunado a la noción
de diversalidad que deja atrás universalismos abstractos en pos de universales con-
cretos” (Borsani, 2011: 11).
La colonialidad fue condición de la modernidad y parte constitutiva de esa
modernidad. La primera se conforma como matriz del pensamiento que se pliega
a la vez el poder; un poder global, hoy día neoliberal, el cual va desmantelando el
mundo en aras de otros mundos mejores y más habitables. Pero, estas propuestas
lejos de conllevar situaciones pacíficas, azuzan y estimulan acciones violentas que
conllevan en su seno. En “el marco de un presente que nos interpela, y de las trans-
formaciones que éste reclama hallamos un extenso listado de ‘inexcusables’ que
dan sobradas muestras de la crisis por la que somos transidos” (Borsani, 2012a:
41). Entre estos inexcusables podemos encontrar economías otras (economías de
autogestión, solidarias) que apelan a “imaginarios económicos alternativos” (Es-
cobar, 2003: 53), pero éstos son ignorados.
La colonialidad ha sido descrita por Walter Mignolo (2008) como aquella mi-
rada que es encubierta y que impone control, dominio y explotación, pero con una
lógica oculta tras un discurso de salvación, progreso, modernización y bien co-
mún. Las violencias que genera se pueden encontrar en los varios registros como
son la violencia directa, y de manera soterrada en la estructural y la cultural. En
ambas, las formas de violencia se disfrazan de manera ideologizada con piel de
bondades y con discursos endulzados y narrativas salvíficas.
Resulta inexcusable también la imposición de lo que es la democracia liberal a
todos los sistemas políticos del mundo, sobre todo cuando se convierte en un con-
cepto que justifica expansiones imperiales (Mignolo, 2008: 3).
Epílogo 321

Asimismo, resulta inexcusable no avenirse a la concepción de los derechos


humanos que se sostiene en el individuo en una concepción liberal, patriarcal y
androcéntrica y no plegarse a una concepción de los derechos humanos de manera
intercultural. Es también inexcusable silenciar “la permanente vejación a la natura-
leza en nombre del dogma productivista, capitalista y expoliatorio. Este pulveriza
cerros y envenena agua, aire, tierra, flora y fauna (Borsani, 2012a: 42). Cabe añadir
a este listado de inexcusables de los que hablan Escobar, Mignolo, Datri, Santos y
Borsani, el de no atender la oposición masculino/varón-femenino/mujer en tanto
construcción binaria impuesta, que nada tiene que ver con el orden de lo natural
sino con una conformación histórico cultural occidental, al servicio de la domina-
ción patriarcal masculina y heteronormativa (Borsani, 2012a: 42). Paradójicamen-
te, se ha requerido –para hablar de lo propio, de lo cercano y regional– apelar a lo
ajeno y lo lejano. Con ello se han utilizado prácticas epistémicas coloniales que han
subsumido y ahogado el discurso y las culturas otras que se han menospreciado y
negado. Esto ha impulsado a una cultura de manera cerrada, sin considerar otros
escenarios o considerarlos siempre desde su traza colonial univocista. La plura-
lidad ha quedado negada muchas veces por la anuencia o la connivencia con el
centro, promoviendo una cultura y un pensamiento hegemónico unidimensional.
Se requiere entonces pensar y llevar a cabo nuevas maneras críticas de ser que
han sido negadas sistemáticamente por la racionalidad moderna y por las lógicas
económicas impuestas por la modernidad que se articulan con las racionalidades
de dominio. Éstas pueden ser patriarcales, raciales, de clase, etcétera; así, se requie-
ren cambios impostergables para que surjan otros mundos posibles, desmarcán-
dose de las grandes narrativas, de los grandes relatos que han reproducido estas
formas de exclusión y dominio. Es un imperativo ético impulsar estos cambios que
logren relegar el pensamiento mono-cultural que ha imperado sobre todo en el
último siglo. Se trata de impulsar “una política alternativa de locación con iguales
derechos para reclamar la verdad” (Mignolo, 2009: 187).
Ese patrón de poder mundial capitalista se monta en la conceptualización de
raza y se comporta como instrumento de dominación social y germen de la vio-
lencia en este marco de dominio. Desde ahí se explota y se sojuzga por pensar que
esos otros son subhumanos o humanos de menor rango y por ello merecedores de
violencia y exterminio. La ideología racista colonial hace de esas personas seres
condenados, como lo asentaría Franz Fanon (2018) en sus obras. A esos seres hu-
manos se les ha quitado todo lo que les es propio, tanto en un nivel material como
espiritual. Por eso, viven la muerte permanente y siempre amenazante que es “hoy
extensiva al refugiado, al inmigrante, al trabajador esclavo, al desahuciado, a los
parados, los indocumentados y a tantos más que ven conculcados sus derechos”
(Borsani, 2014: 92). La cuestión más dolorosa y preocupante es que esto no es cosa
del pasado porque hoy día hay quienes han seguido siendo desarraigados de sus
322 La paz como ideal moral | Dora Elvira García-González

territorios por las acciones de las corporaciones, en lugares que explotan monta-
ñas, ríos y bosques. Asimismo, los han hecho emigrar y se les ha empobrecido por
los cobros de las patentes de las semillas que se les exige a los campesinos pagar, en
tanto no hay muchas más opciones, o por los cultivos que se les ha impuesto culti-
var. Todo esto que instituyen las empresas transnacionales en connivencia con los
gobiernos locales significan atentados de genocidio, etnocidio y ecocidio. Todas
estas formas son modalidades nuevas de la colonialidad que conllevan brutales
formas de violencia, ya que consideran a la otredad como subhumanidad dado que
los otros se consideran como indeseables y como sobrantes o excedentes.
Las paradojas de lo humano no se hacen esperar y en muchas ocasiones se
genera una esquizofrenia comitiva, como lo señala Francisco Muñoz cuando anota
que, si bien es cierto que todos desean la paz o al menos dicen desearla, sin em-
bargo, todos tienen una fuerte seducción por la violencia (Muñoz, 2011). Y esto,
como hemos señalado desde el inicio del libro, tiene que ver con los aprendizajes
situados en las instituciones y en las diversas culturas que enseñan genéricamente
la importancia de la violencia, o su necesidad para el logro de la paz. Sea cons-
ciente o no esa atracción, lo que se anhela desde una teoría práctica como la que
hemos propuesto aquí, es trastocar este orden de cosas e imaginar que es posible ir
alcanzando poco a poco la paz o las paces. Éstas son elementos, principios e ideas
constitutivas de la misma historia.
Desde los planteamientos presentados en este libro de filosofía de la paz, se
insta a pensar de otro modo lo que se relaciona con la paz, su logro y las maneras
de superar, destrabar y trascender el conflicto para evitar la violencia. La violencia
contraviene el estatus moral de las personas porque no les permite permanecer
en la existencia y, si lo logran, simplemente violentan su dignidad. Los sistemas
asentados hoy día en nuestra realidad cancelan lo humano tanto de manera di-
recta como indirecta. Por ello es que “en las experiencias del horror el número de
víctimas debe multiplicarse por dos, porque cada ‘muerto presupone un asesino y
un asesino es un muerto espiritual’” (Gironella, 1979: 144). La humanidad entera
resiente estos hechos.
Ciertamente los dos ejes –el de la decolonialidad y el del feminismo– cambian
la forma como se ha pensado la filosofía de la paz y replantean el pensamiento
de manera total. Esto genera cambios en la percepción de la historia y obliga a
repensarla.
Esta transformación de la filosofía de la paz nos hace comprenderla estando
siempre en un decurso no decantado, provisional y que da lugar a una paz siempre
en proceso. En este sentido, no podemos pensar en una filosofía total y absoluta de
la paz. Ésta es parte de la metodología de su proceder, cuya tarea se enmarca en la
filosofía práctica y en un no estar terminada, sino siempre en un haciéndose, sea
Epílogo 323

en propuestas o en la visualización de metas mediante las que se mira el camino, y,


generalmente, habrá de ser mirada desde la resistencia.
Especular en que es posible ese logro de un mundo otro desde la imaginación
ética, tal pensar constructivo nos brinda escenarios posibles en los que podemos
seguir manteniendo el ánimo erguido ante la utopía y la esperanza. Por ello es que,
a pesar de todas las situaciones irresueltas que agravian tanto a la humanidad como
las que hemos señalado renglones arriba y que son tan urgentes, mantenemos la
propuesta de esa utopía realista que se conjunta con una espera de situaciones en
las que la noviolencia haga su aparición y en donde podamos decir que algunas
paces se van logrando en el común. La paz o paces empeñadas y logradas, aunque
sea a pequeña escala, en la contingencia, en la precariedad del conocimiento y con
un carácter procesual y provisorio de un todavía-no, esa paz sigue manteniéndose
como un ideal de carácter moral que no ha de cejar mientras el ser humano siga en
la existencia.
Nuestra finitud se manifiesta de manera más que clara ante la incompletud en
la que nos encontramos en este caminar hacia el futuro en un marco de plurito-
pías hacia las que nos orientamos y hacia los horizontes plurales que, desde una
perspectiva imaginativa, se irán construyendo de manera posible en un mundo
verdadero (Marías, 2000: 77), en un orden inclusivo, justo y en concordia. Porque
no todo está decidido y porque podemos imaginar mundos diferentes hacia los
que podemos ir y a los que podemos llegar, esperando lo inesperado, lo imposible
y lo inaudito (Mèlich, 2012: 117). Y si “comenzamos con las manos vacías” en este
mundo, como lo asienta Bloch (2007: 47), es precisamente porque hay posibili-
dades en un mundo que todavía está por hacerse y que no está acabado, porque
hay cuestiones todavía por hacer en la medida en que imaginemos situaciones con
apertura y ellas penden de nosotros aún frente a la oscuridad del futuro. El ánimo
vivo se mantiene porque hay esperanza.
Si no nos conformamos con lo existente y nos negamos a aceptar el mundo
como lo encontramos, debemos entonces generar acciones que modifiquen la
realidad en la que está ubicado este mundo y luchar ante él como algo posible de
mejorar en la esperanza de dar cauce a promover la existencia de contextos más
habitables. Sólo con estas apuestas de espera tendremos un profundo sentido en
nuestro continuo vivir, a sabiendas que podremos seguir caminando porque to-
davía queda mucho por hacer en esta ya larga brecha de la humanidad; porque
tenemos mucho que soñar despiertos (Bloch, 2007: 26). El horizonte está abierto
ante nosotros y las sendas para su acaecimiento son variadas y plurales; hemos
de explorar en ellas para lograr que ese aún-no-acontecido se aproxime. Porque si
pensar significa traspasar, entonces, “si ahora no, ¿cuándo?” (Levi, 2007).
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