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Como bien sugiere Ángela Pradelli (2009), la lectura ha dejado de ser un acto colectivo y se
ha posicionado como una práctica individual, silenciosa e introspectiva. En una época
donde cada contenido diseñado -por personas o algoritmos- está pensado para compartirse
hacia la masividad, que la lectura se proyecte como un acto antisocial, de soledad, es, si
bien un lugar de resistencia -como sugiere Jorge Larrosa (2008)-, también una práctica
poco accesible. Específicamente, me gustaría pensar una noción con la que consideramos
a la lectura y los efectos que genera, que creo, atentan contra su práctica.
Precisamente, creo que la lectura carga con cierto estigma de lo místico, cierta aura de
solemnidad que -para bien y para mal- la posicionan en un lugar más elevado que otras
prácticas. Esto se debe, en general, a la herencia que tienen distintas prácticas como la
filosofía y la historia, pero principalmente, la literatura por sobre otros formatos del consumo
cultural y su inserción en el mundo académico e institucional. Esta situación otorga este
estigma de práctica elevada e inaccesible hacia la lectura. Y, si bien, muchos lectores
disfrutan de este “prestigio”, de esta “singularidad” que representa el ser-lector, creo que la
desmitificación de la lectura es necesaria.