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31 de marzo de
2020
Ser comunidad es más que estar en un mismo lugar. La idea de ser comunidad
usualmente se asocia con compartir espacios comunes de mercado, educación, salud
pública, seguridad y con “ir a la iglesia”. Sin embargo, sabemos que podemos estar en un
lugar y no sentirnos parte de él. En ese caso, podemos estar pero no ser. La comunidad
en ese sentido trasciende la ubicación y se forja en la relación. Este es el gran desafío de
ser y hacer comunidad en el llamado de la iglesia. Esto afecta cómo nos relacionamos
con quienes componen nuestras congregaciones y cómo podemos hacerles sentir
cercanos en tiempos de distanciamiento.
En una ocasión, Jesús se encontró con una comunidad de leprosos que salió a su
encuentro para pedirle por su situación. Querían ser sanos. No es para menos pues, en
aquellos tiempos, la lepra era un distintivo de vergüenza pública que implicaba el
destierro de la comunidad. El texto lo relata así:
“Un día, Jesús siguió su viaje hacia Jerusalén, pasando por Samaria y Galilea. Cuando
entró en un pueblo, diez hombres que estaban enfermos de lepra le salieron al
encuentro. Ellos se pararon un poco lejos de él, y le gritaron: ― ¡Jesús, Maestro, ten
compasión de nosotros!”. (Lucas 17:11-13 NBV)
Es duro lo que ocurre cuando la enfermedad nos ataca tanto física como
emocionalmente. Después de todo, nuestra verdadera condición emocional, social y
espiritual se manifiesta con la enfermedad. En tiempos de pandemia caemos en la
sospecha. Miramos de reojo al otro y cualquier acercamiento es catalogado como
riesgoso. Esto supone un gran desafío para nuestra cultura latinoamericana que tanto
goza de los abrazos, los besos y el afecto fraternal. La plaga del COVID-19 se ha
constituido como la base para redefinir el cariño.
La iglesia no es ajena a esta situación. Hemos sido afectados de manera directa en cómo
operamos. Bien habíamos dicho que la iglesia no está circunscrita al edificio o al templo
sino a la gente pero, tal vez, en muy pocas ocasiones habíamos sido confrontados con la
realidad de que, para muchos, sí eran los edificios los que definían la misión. El
cultocentrismo y el templocentrismo derivaron en la frivolidad de actividades que no
eran cultivo de relaciones y en edificios que no eran refugios para los oprimidos. La
pandemia ha sido, a toda costa, una confrontación forzosa entre lo que decimos ser y lo
que realmente somos; tal vez solo teníamos un imaginario idealista de comunidad sin
verdaderamente serlo. Tal vez, como la lepra genera deformación al cuerpo y el COVID-
19 representa una amenaza a la respiración, necesitemos repensar qué somos como
Cuerpo de Cristo y cuál es la actividad pneutamológica del Espíritu que necesitemos
desarrollar en esta nueva realidad.
Las preguntas obligadas son: ¿Nos extrañarían? ¿Se darían cuenta? ¿Sería diferente
ante nuestra ausencia?En una ocasión leí acerca de qué diría nuestra comunidad si de
repente desapareciéramos del panorama. Estas preguntas ya no son hipotéticas. Son
realidades que nos toca responder con la mayor honestidad. No se trata de lo que
quisiéramos oír sino más bien de lo verdaderamente expresamos y hacemos oír. La
pandemia nos ha llevado al distanciamiento social y, con ello, a verificar si hay
distanciamiento espiritual. Nos toca considerar si nuestra espiritualidad es saludable o si
en cambio resulta en el ejercicio de una religión tóxica.
La sana espiritualidad considera cómo nos relacionamos con Dios, con nosotros
mismos, con los demás y con la naturaleza.Es necesario identificar cuáles son las
columnas que sostienen una fe sólida. Ante una vida de ajetreo y de ministerio de
púlpito es altamente probable que caminemos de prisa y no nos detengamos para
meditar, conversar, compartir y escuchar. Esta pandemia ha logrado darnos la
oportunidad de ser desafiados. Al parecer, la misma naturaleza de la cuarentena social
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nos lleva a meditar en todas estas áreas. Hemos sido trastocados en nuestra manera de
relacionarnos. Me atrevería a decir que hemos sido desafiados a pensarnos como la
metáfora que presentó Pablo al decir que somos el Cuerpo de Cristo. Aunque cada
miembro del cuerpo sea diferente, está relacionado entre sí y, por ende, es parte del
mismo cuerpo.
En estos tiempos de aislamiento necesitamos más que nunca entender que somos un
cuerpo y no una fábrica de prótesis que hace injertos en vez de restaurar al mismo
organismo. Nuestro acercamiento al uso de las plataformas digitales debe llevarnos a
una seria reflexión de cómo podemos construir puentes de conexión que nos relacionen
con un mundo afectado por la desesperanza. De lo contrario, podemos constituirnos en
promotores del distanciamiento espiritual de las comunidades a las que les servimos y
hacer que estas planteen que nuestra relación con Dios es tóxica, pues no se ubica en
encuentro con el dolor del otro.
Bonhoeffer nos indica que necesitamos retirarnos sin dejar de estar conectados, y que
necesitamos estar juntos sin dejar de buscar nuestro espacio para meditar y reflexionar.
La pandemia nos muestra qué tan cerca de la comunidad hemos estado y si el
narcicismo eclesial nos ha dominado. De igual manera, nos muestra si poseemos una
verdadera respuesta al dolor de nuestras comunidades que trasciende nuestras
“producciones improvisadas” en las redes. Si la metodología ha secuestrado la misión,
hemos caído en la fatiga del virus que compromete nuestro funcionamiento social.
“Aprovechen bien cada oportunidad, porque los días son malos; no sean tontos, sino
traten de entender cuál es la voluntad de Dios. No se embriaguen, pues no se podrán
controlar; más bien dejen que el Espíritu Santo los llene y controle” (Efesios 5:16-18
NBV). La recomendación paulina a los efesios fue:
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Nos toca retomar la sabiduría para que el aislamiento no se transforme en exclusión. Al
superar eso, llegaremos a presentar el mensaje poderoso de la reconciliación que forja la
renovación. Que el Espíritu Santo nos llene para dar un aire nuevo a quienes hoy viven
sofocados por la desesperanza ante esta pandemia.
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