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ARJUN APPADURAI
LA MODERNIDAD
DESBORDADA
Dimensiones culturales de la globalización
FLACSO ARGENTINA
Biblioteca De Ciencias SOCIALES
Ediciones
La Modernidad Desbordada 2
Arjun Appadurai
© 2001, Ediciones Trilce S.A., para esta edición. Durazno 1888; 11300 Montevideo, Uruguay e-mail.- tril-
ce@adinet.com.uy FONDO DE CULTURA ECONÓMICA DE ARGENTINA, S.A., El Salvador 5665; 1414
Buenos Aires, Argentina e-mail.- fondo @fce.com.ar Av. Picacho Ajusco 227; 14200 México D.F.
ISBN: 950-557-406-1
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Arjun Appadurai
INDICE
Agradecimientos . ............................................................................................9
Prólogo, por Hugo Achugar .............................................................................11
1. Aquí y ahora .................. ..........................................................................17
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Arjun Appadurai
1. Aquí y ahora
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Arjun Appadurai
ciertos hechos culturales y usarlos para explorar y abrir la discusión acerca de la relación
entre la modernización como un hecho observable y la modernización como teoría1. Este
recorrido inverso a como viví lo moderno podría explicar el lugar privilegiado que doy a
lo cultural y que, de obrar de otra manera, podría parecer una decisión disciplinaria ca-
prichosa o arbitraria, es decir, un mero prejuicio profesional de la antropología.
El ahora global
Todas las grandes fuerzas sociales tienen sus precursores, precedentes, análogos y
raíces en el pasado. Son estas genealogías múltiples y profundas (véase el capítulo 3) las
que frustraron las aspiraciones de los modernizadores de diferentes sociedades, en la
medida en que pretendían sincronizar sus relojes históricos. Este libro también argumen-
ta en favor de un quiebre general en las relaciones intersocietales en las últimas déca-
das. Esta forma de entender el cambio -y, en particular, el quiebre- necesita ser explica-
da y diferenciada de otras teorías anteriores de la transformación radical.
Uno de los legados más problemáticos de las grandes teorías de las ciencias sociales
de Occidente (Auguste Comte, Karl Marx, Ferdinand Toennies, Max Weber, Émile Dur-
kheim) es que constantemente han reforzado la idea de la existencia de un momento
muy preciso -llamémosle el momento moderno- que al irrumpir genera un quiebre pro-
fundamente dramático y sin precedentes entre el pasado y el presente. Reencarnada
luego en la idea de la ruptura entre la tradición y la modernidad, y tipologizada como la
diferencia entre las sociedades que son ostensiblemente tradicionales y las ostensible-
mente modernas, esta visión fue señalada, en repetidas oportunidades, como distorsio-
nadora de los significados del cambio y de la política de lo pasado. Y, sin embargo, es
cierto: el mundo en el que vivimos hoy -en el cual la modernidad está decididamente
desbordada, con irregular conciencia de sí y es vivida en forma despareja- supone, por
supuesto, un quiebre general con todo tipo de pasado. Qué tipo de quiebre es éste, si no
es el que identifica y narra la teoría de la modernización (que se critica en el capítulo 7)?
Este trabajo lleva implícita una teoría de la ruptura, que adopta los medios de comu-
nicación y los movimientos migratorios (así como sus interrelaciones) como los dos prin-
cipales ángulos desde donde ver y problematizar el cambio, y explora los efectos de am-
bos fenómenos en el trabajo de la imaginación, concebido como un elemento constitutivo
principal de la subjetividad moderna. El primer paso de esta argumentación es que los
medios de comunicación electrónicos transformaron decisivamente el campo de los me-
dios masivos de comunicación en su conjunto, lo mismo que los medios de expresión y
comunicación tradicionales. Esto no debe interpretarse como una fetichización de lo elec-
trónico tomado como la única causa o motor de esas transformaciones. Los medios de
comunicación electrónicos transforman el campo de la mediación masiva porque ofrecen
nuevos recursos y nuevas disciplinas para la construcción de la imagen de uno mismo y
de una imagen del mundo. Esta es, por consiguiente, una argumentación relacional. Los
medios electrónicos transforman y reconfiguran un campo o conjunto mayor, donde los
medios impresos y las formas orales, visuales y auditivas de comunicación continúan
siendo importantes, aun cuando sean alterados interna y sustancialmente por los medios
electrónicos. Como resultado de efectos tales como la transmisión de noticias en vídeos
digitales vía computadora, la tensión que surge entre el espacio público del cine y el es-
1
La ausencia de citas específicas en este ensayo no debe dar la impresión de que fue inmaculadamente concebido. Este capítu-
lo introductorio, lo mismo que el libro que le sigue, se apoya en el trabajo realizado por diversas corrientes de las ciencias
sociales y humanas durante las últimas dos décadas. Muchas de mis deudas para con esos autores y corrientes se harán visi-
bles en las notas de los capítulos siguientes.
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pacio privado donde uno mira un vídeo, su casi inmediata absorción por el discurso pú-
blico o la tendencia a ser asociados con el glamour, el cosmopolitismo y lo nuevo (ya sea
en relación con las noticias, la política, la vida doméstica o el mundo del entretenimiento
y del espectáculo), los medios electrónicos tienden a cuestionar, subvertir o transformar
las formas expresivas vigentes o dominantes en cada contexto particular. En los capítu-
los siguientes intentaré rastrear y mostrar el modo en que los medios electrónicos trans-
forman los mundos preexistentes de la comunicación y el comportamiento.
Los medios electrónicos dan un nuevo giro al ambiente social y cultural dentro del cual
lo moderno y lo global suelen presentarse como dos caras de una misma moneda. Aun-
que siempre cargados de un sentido de la distancia que separa al espectador del evento,
estos medios de comunicación, de todos modos, ocasionan la transformación del discurso
cotidiano. Del mismo modo, los medios electrónicos pasan a ser recursos, disponibles en
todo tipo de sociedades y accesibles a todo tipo de personas, para experimentar con la
construcción de la identidad y la imagen personal. Esto es así porque permiten que los
guiones de las historias de vida posibles se intersecten o coincidan con el encanto de las
estrellas de cine y con las tramas fantásticas de las películas sin quedar necesariamente
disociados del mundo plausible de los noticieros, los documentales, los periódicos y otras
formas de proyección en blanco y negro. Debido a la pura multiplicidad de las formas
que adoptan (el cine, la televisión, los teléfonos, las computadoras) y a la velocidad con
que avanzan y se instalan en las rutinas de la vida cotidiana, los medios de comunicación
electrónicos proveen recursos y materia prima para hacer de la construcción de la ima-
gen del yo, un proyecto social cotidiano.
Lo mismo que ocurre con la mediación ocurre con el movimiento. Por cierto, las mi-
graciones en masa (ya sean voluntarias o forzadas) no son un fenómeno nuevo en la
historia de la humanidad. Pero cuando las yuxtaponemos con la velocidad del flujo de
imágenes, guiones y sensaciones vehiculizados por los medios masivos de comunicación,
tenemos como resultado un nuevo orden de inestabilidad en la producción de las subjeti-
vidades modernas. Cuando los trabajadores turcos en Alemania miran películas prove-
nientes de Turquía en sus apartamentos de Berlín, y los coreanos de Filadelfia miran las
imágenes de las Olimpíadas de Seúl (1988) que les llegan de Corea vía satélite, y los
conductores de taxis paquistaníes que viven en Chicago escuchan casetes con grabacio-
nes de los sermones pronunciados en las mezquitas de Paquistán o Irán que les envían
sus parientes y amigos por correo, lo que vemos son imágenes en movimiento encon-
trándose con espectadores desterritorializados. Esto da lugar a la creación de esferas
públicas en diáspora, fenómeno que hace entrar en cortocircuito las teorías que depen-
den de la continuidad de la importancia del Estado-nación como el árbitro fundamental
de los grandes cambios sociales.
En suma, los medios electrónicos y las migraciones masivas caracterizan el mundo de
hoy, no en tanto nuevas fuerzas tecnológicas sino como fuerzas que parecen instigar (y,
a veces, obligar) al trabajo de la imaginación. Combinados, producen un conjunto de
irregularidades específicas, puesto que tanto los espectadores como las imágenes están
circulando simultáneamente. Ni esas imágenes ni esos espectadores calzan prolijamente
en circuitos o audiencias fácilmente identificables como circunscriptas a espacios nacio-
nales, regionales o locales. Por supuesto, muchos de los espectadores no necesariamente
migran. Y por cierto, muchos de los eventos puestos en circulación por los medios de
comunicación son, o pueden ser, de carácter meramente local, como ocurre con la tele-
visión por cable en muchas partes de Estados Unidos. Pero son pocas las películas impor-
tantes, los espectáculos televisivos o las transmisiones de noticias que no son afectados
por otros eventos mediáticos provenientes de afuera o de más lejos. Y también son po-
cas las personas que en el mundo de hoy no tengan un amigo, un pariente, un vecino,
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un compañero de trabajo o de estudio que no haya ido a alguna parte o que esté de
vuelta de algún lado, trayendo consigo historias de otros horizontes y de otras posibili-
dades. Es en este sentido que podemos decir que las personas y las imágenes se en-
cuentran, de forma impredecible, ajenas a las certidumbres del hogar y del país de ori-
gen, y ajenas también al cordón sanitario que a veces, selectivamente, tienden a su al-
rededor los medios de comunicación locales o nacionales. Esta relación cambiante e im-
posible de pronosticar que se establece entre los eventos puestos en circulación por los
medios electrónicos, por un lado, y las audiencias migratorias, por otro, define el núcleo
del nexo entre lo global y lo moderno.
En los capítulos siguientes intentaré mostrar cómo el trabajo de la imaginación, en-
tendida en este contexto, no es ni puramente emancipatorio ni enteramente disciplinado,
sino que, en definitiva, es un espacio de disputas y negociaciones simbólicas mediante el
que los individuos y los grupos buscan anexar lo global a sus propias prácticas de lo mo-
derno.
El trabajo de la imaginación
A partir de Durkheim y los aportes del grupo de la revista Années Sociologiques, los
antropólogos han aprendido a concebir las representaciones colectivas como hechos so-
ciales, es decir, considerándolas trascendentes de la voluntad individual, cargadas con la
fuerza de la moral social y, en definitiva, como realidades sociales objetivas. Lo que me
interesa sugerir aquí es que en las últimas décadas hubo un giro, que se apoya en los
cambios tecnológicos ocurridos a lo largo del último siglo, a partir del cual la imaginación
también pasó a ser un hecho social y colectivo. Estos cambios, a su vez, son la base de
la pluralidad de los mundos imaginados.
A la luz de esto podría parecer absurdo sugerir que haya algo nuevo acerca del papel
de la imaginación en el mundo contemporáneo. Después de todo, nos acostumbramos a
pensar que todas las sociedades produjeron su propio arte, sus propios mitos y leyendas,
expresiones que implicaron un potencial desvanecimiento de la vida social cotidiana. A
través de esas expresiones, las sociedades demostraron tener la capacidad de trascender
y enmarcar su vida social cotidiana recurriendo a mitologías de diversa índole en las que
esa vida social era reelaborada e imaginativamente deformada. Por último, aun los indi-
viduos de las sociedades más simples encontraron en los sueños un lugar para reorgani-
zar su vida social, darse el gusto de experimentar sensaciones y estados emocionales
prohibidos y descubrir cosas que se fueron filtrando en su sentido de la vida cotidiana.
Más aun, en muchas sociedades humanas, estas expresiones fueron la base de un com-
plejo diálogo entre la imaginación y el ritual a través del cual, mediante la ironía, la in-
versión, la intensidad de la ejecución y la labor colectiva a que obligan muchos rituales,
la fuerza de las normas sociales cotidianas se fue profundizando. Esto, por cierto, se
desprende del tipo de aporte indiscutible que nos ha legado lo mejor de la antropología
canónica del último siglo.
Al sugerir que en un mundo poselectrónico la imaginación juega un papel significati-
vamente nuevo, baso mi argumento en las tres distinciones siguientes. La primera es
que, actualmente, la imaginación se desprendió del espacio expresivo propio del arte, el
mito y el ritual, y pasó a formar parte del trabajo mental cotidiano de la gente común y
corriente. Es decir, ha penetrado la lógica de la vida cotidiana de la que había sido exito-
samente desterrada. Por supuesto, esto tiene sus precedentes en las grandes revolucio-
nes, los grandes cultos y los movimientos mesiánicos de otros tiempos, cuando líderes
firmes e influyentes conseguían imponer su visión personal en la vida social, dando na-
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asumir que los medios electrónicos sean el opio de las masas. Tal concepción, que recién
comenzó a revisarse hace muy poco, se basa en la noción de que las artes de reproduc-
ción mecánica, en general, condicionaron a la gente común y corriente para el trabajo
industrial; y esto es demasiado simplista.
Existe una evidencia creciente de que el consumo de los medios masivos, de comuni-
cación a lo largo y ancho del mundo casi siempre provoca resistencia, ironía, selectivi-
dad, es decir, produce formas de respuesta y reacción que suponen una agencia. Cuando
vemos terroristas que adoptan para sí una imagen tipo Rambo (personaje que a su vez
dio lugar al surgimiento de un montón de contrapartes y Rambos de diferentes signos en
el mundo no Occidental); cuando vemos amas de casa leyendo novelas de amor o mi-
rando telenovelas como parte de un esfuerzo por construir sus propias vidas; cuando
vemos familias musulmanas reunidas a efectos de escuchar la grabación en casete de un
discurso de sus líderes; o empleadas domésticas del sur de la India que compran excur-
siones guiadas al Kashmir: pues bien, todos estos son ejemplos del modo activo en que
la gente, a lo largo y a lo ancho del mundo, se apropia de la cultura de masas. Tanto las
camisetas estampadas, los carteles publicitarios y los graffiti, como el rap, los bailes ca-
llejeros o las viviendas de los barrios pobres hechas a partir de desechos, carteles y car-
tones muestran la manera en que las imágenes puestas a circular por los medios masi-
vos de comunicación son rápidamente reinstaladas en los repertorios locales de la ironía,
el enojo, el humor o la resistencia.
Y esto no es simplemente una cuestión de los pueblos del Tercer Mundo que reaccio-
nan frente a los medios masivos de comunicación estadounidenses; lo mismo ocurre
cuando la gente responde ante la oferta de los medios de comunicación de masas de sus
propios países y localidades. Al menos en este sentido, la teoría de los medios de comu-
nicación de masas como opio de los pueblos necesitaría ser tomada con gran escepticis-
mo. Con esto no quiero dar la impresión de que los consumidores son agentes libres,
viviendo muy felices en un mundo de shoppings bien vigilados, almuerzos gratis y tran-
sacciones rápidas. Como planteo en el capítulo 4, el consumo en el mundo contemporá-
neo, es decir, como parte del proceso civilizatorio capitalista, es por lo general una forma
de trabajo y obligación. De todos modos, donde hay consumo hay placer, y donde hay
placer hay agencia. La libertad, por otro lado, es una mercancía bastante más escurridiza
e inalcanzable.
Más aun, la idea de la fantasía, inevitablemente, connota la noción del pensamiento
divorciado de los proyectos y los actos, y también tiene un sentido asociado a lo privado
y hasta a lo individualista. La imaginación, en cambio, posee un sentido proyectivo, el de
ser un preludio a algún tipo de expresión, sea estética o de otra índole. La fantasía se
puede disipar (puesto que su lógica es casi siempre autotélica), pero la imaginación, so-
bre todo cuando es colectiva, puede ser el combustible para la acción. Es la imaginación,
en sus formas colectivas, la que produce las ideas del vecindario y la nacionalidad, de la
economía moral y del gobierno injusto, lo mismo que la perspectiva de salarios más altos
o de la mano de obra extranjera. Actualmente, la imaginación es un escenario para la
acción, no sólo para escapar.
La tercera distinción está entre el sentido individual y el sentido colectivo de la imagi-
nación. En este punto es necesario subrayar que me estoy refiriendo a la imaginación
como una propiedad de colectivos y no meramente como una facultad de individuos ge-
niales (el significado tácito que ha prevalecido desde el florecimiento del Romanticismo
europeo). Parte de lo que los medios de comunicación de masas hacen posible, precisa-
mente a raíz de producir condiciones colectivas de lectura, crítica y placer, es lo que en
otra oportunidad denominé comunidad de sentimiento (Appadurai, 1990), que consiste
en un grupo que empieza a sentir e imaginar cosas en forma conjunta, como grupo. Co-
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mo tan bien lo mostró Benedict Anderson (1983), la adopción de la imprenta por parte
del capitalismo puede ser un recurso muy importante por medio del cual grupos de per-
sonas que nunca se han encontrado cara a cara puedan, sin embargo, comenzar a pen-
sarse como indonesios, indios o malayos. Pero otras formas de comunicación propias del
capitalismo electrónico pueden llegar a producir efectos similares y hasta más fuertes,
puesto que no funcionan solamente en el nivel del Estado-nación. Experiencias colectivas
de los medios de comunicación de masas, sobre todo el cine y el video, pueden producir
hermandades y cultos basados en la adoración y el carisma como, por ejemplo, los que
se formaron en el nivel regional, en las décadas del setenta y del ochenta, en torno a la
deidad femenina de la India Santoshi Ma, o la que se formó en el nivel transnacional en
torno al Ayatollah Khomeini más o menos por las mismas fechas. Hermandades similares
pueden producirse en torno al deporte o al internacionalismo, como lo muestran clara-
mente los efectos transnacionales de las Olimpíadas. En Katmandú y en Bombay, mu-
chos edificios de departamentos son a la vez verdaderos clubes de video. De la cultura
de masas, tal y cual se va afincando y cristalizando en los pequeños pueblos del sur de
India, surgen clubes de seguidores de estrellas del espectáculo o del mundo de la políti-
ca.
Estas hermandades se parecen mucho a lo que Diana Crane (1972) denominó univer-
sidades invisibles (en referencia al mundo de la ciencia), pero son bastante más voláti-
les, menos profesionalizadas y menos sujetas a criterios colectivos del placer, el gusto o
la relevancia mutua. Fundamentalmente, son comunidades en sí, pero siempre, en po-
tencia, comunidades para sí, es decir, capaces de pasar de la imaginación compartida a
la acción colectiva. Más importante todavía, como volveré a insistir al final de este capí-
tulo, estas hermandades son casi siempre de carácter transnacional y hasta posnacional,
y, con frecuencia, funcionan más allá de las fronteras de la nación. Estas hermandades,
mediadas -y de esta manera, sostenidas por los medios electrónicos de comunicación de
masas, poseen la complejidad adicional de que, en ellas, diversas experiencias locales
del gusto, del placer y de la política pueden entrecruzarse, generando así la posibilidad
de convergencias en el plano de la acción social translocal; convergencias que de otro
modo sería muy difícil imaginar.
Quizás el episodio que mejor ilustra estas nuevas realidades sea el vergonzoso affair
Salman Rushdie, que incluye un libro prohibido, una sentencia de muerte ordenada por
una estructura religiosa y un escritor comprometido con la libertad estética y con el de-
recho a expresar una voz propia. Los versos satánicos tuvieron el efecto de que los mu-
sulmanes de todo el mundo (así como muchos no musulmanes) se pusieran a discutir
sobre la cuestión de la política de la lectura, la relevancia cultural de la censura, sobre la
dignidad de la religión y sobre la libertad que algunos grupos se adjudican para juzgar a
un escritor sin un conocimiento independiente del texto. El affair Rushdie se refiere a un
texto-en movimiento, cuya trayectoria como mercancía lo sacó del espacio resguardado
de las normas occidentales en materia de libertad artística y derechos estéticos, y lo de-
positó dentro del espacio de la furia religiosa y la autoridad de los estudiosos de la reli-
gión localizados en sus propias esferas transnacionales. Así, los mundos transnacionali-
zados de la estética liberal, por un lado, y del islamismo radical, por otro, chocaron de
frente en escenarios tan variados como Bradford y Karachi, Nueva Delhi y Nueva York.
En este episodio también podemos ver el modo en que los procesos globales que involu-
cran textos en circulación y audiencias migrantes generan situaciones implosivas que
condensan un manojo de tensiones de carácter global en pequeños ámbitos previamente
politizados (véase el capítulo 7), produciendo culturas locales (véase el capítulo 9) de
una manera nueva y globalizada.
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Esta teoría del quiebre o la ruptura, con su fuerte énfasis en la mediación electrónica y
las migraciones masivas, es necesariamente una teoría del pasado reciente (o de nuestro
presente extendido), ya que ha sido sólo en estas dos últimas décadas que tanto los me-
dios electrónicos de comunicación como los movimientos migratorios se globalizaron ma-
sivamente, es decir, se volvieron activos en grandes e irregulares espacios transnaciona-
les. ¿Por qué considero que esta teoría es algo más que una mera puesta al día de teorí-
as sociales anteriores referentes a las rupturas de la modernización? En primer lugar,
porque la mía no es una teoría teleológica, ni se trata de una receta de cómo hacer que
la modernización vaya difundiendo, en forma universal, la racionalidad, la puntualidad, la
democracia, el libre mercado o un producto bruto nacional mayor. Segundo, porque el
eje de mi teoría no es un proyecto de ingeniería social a gran escala (ya sea organizado
por Estados, agencias internacionales o cualquier otra elite tecnocrática) sino las prácti-
cas culturales cotidianas a través de las que el trabajo de la imaginación se va transfor-
mando. Tercero, porque mi enfoque del problema deja enteramente abierta la cuestión
de adónde van a ir a parar los experimentos con la modernidad que hace posible la me-
diación electrónica, por ejemplo, en lo relativo al nacionalismo, la violencia y la justicia
social. Dicho de otro modo, soy mucho más ambivalente respecto a la prognosis que
cualquiera de las variantes de la teoría de la modernización clásica, al menos de las que
tengo conocimiento. Cuarto, y esto es lo más importante, mi acercamiento al quiebre
ocasionado por la fuerza combinada de la mediación electrónica y las migraciones masi-
vas es explícitamente transnacional -e, incluso, posnacional como planteo en la parte
final del libro. En tanto tal, esta teoría busca alejarse, de la manera más clara posible, de
la arquitectura de la teoría de la modernización clásica (también llamada desarrollista o
difusionista), y que uno podría denominar realista en la medida que, tanto en lo ético
como en lo metodológico, se apoya sobre la prominencia del Estado-nación.
Ahora bien, no podemos simplificar las cosas pensando que lo global es al espacio lo
que lo moderno es al tiempo. En muchas sociedades, la modernidad es algún otro lugar
del mismo modo en que lo global es una onda de tiempo con la que uno debe encontrar-
se sólo en su presente. La globalización redujo la distancia entre las elites, alteró profun-
damente algunas de las principales relaciones entre productores y consumidores, rompió
muchos de los lazos que existían entre el trabajo y la vida familiar y desdibujó las fronte-
ras que separan, o conectan, a los lugares pasajeros de los vínculos nacionales imagina-
rios. La modernidad, actualmente, parece más práctica que pedagógica, más vivencia¡ y
menos disciplinaria que en las décadas de 1950 y de 1960, cuando la modernidad era
vivida (especialmente por aquellos que estaban fuera de la elite nacional), sobre todo, a
través de los aparatos de propaganda de los nacientes Estados-nación, que (en Asia y
África) habían conseguido su independencia por esos años, así como a través de sus
grandes líderes, como Jawarharlal Nehru, Gamal Abdel Nasser, Kwame Nkrumah o Su-
karno. Por cierto, la megarretórica de la modernización desarrollista (del crecimiento
económico, la alta tecnología, la industrialización del agro, la educación y la militariza-
ción) en muchos países aún no nos ha abandonado. La diferencia es que, en la actuali-
dad, por lo general se encuentra reelaborada, cuestionada y domesticada por las micro-
narrativas del cine, la televisión, la música y otras formas de expresión, todo lo cual
permite que la modernidad sea reescrita más como una forma de globalización vernácula
que como una concesión a las políticas nacionales e internacionales de gran escala. Co-
mo ya dije, para aquellos que pertenecían a las clases dirigentes de las nuevas naciones
independientes surgidas en los años cincuenta y sesenta (como fue mi propio caso), lo
que más resultaba atractivo y lo que más se aprovechaba era, sobre todo, la cualidad
vivencia¡ de la modernidad. Sin embargo, para la mayor parte de las clases trabajadoras,
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este libro expresa son, por consiguiente, decididamente locales, aun si lo local ya no es
lo que solía ser (véase el capítulo 9).
La mirada antropológica
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apoya sobre una lingüística saussureana cuyo corazón y núcleo es la sensibilidad hacia
los contextos y la centralidad de los contrastes- resulta ser, a mi juicio, una de las virtu-
des del estructuralismo que hemos tendido a descuidar y olvidar en nuestra pronta dis-
posición a atacarlo por sus asociaciones ahistóricas, formalistas, binarias, mentalistas y
textualistas.
El aspecto más valioso del concepto de cultura es el concepto de diferencia, una pro-
piedad contrastiva -más que una propiedad sustantiva- que poseen ciertas cosas. Aunque
en la actualidad el término "diferencia" haya adquirido un vasto conjunto de asociaciones
(principalmente a raíz del uso especial que hacen de él Jacques Derrida y sus seguido-
res), su principal virtud consiste en ser un recurso heurístico de gran utilidad, que puede
iluminar puntos de similaridad y contraste entre todo tipo de categorías: clases sociales,
géneros sexuales, roles, grupos, naciones. Por lo tanto, cuando nosotros decimos que
una práctica social, una distinción, una concepción, un objeto o una ideología posee una
dimensión cultural (prestemos atención al uso adjetival de la palabra), intentamos subra-
yar la idea de una diferencia situada, es decir, una diferencia con relación a algo local,
que tomó cuerpo en un lugar determinado donde adquirió ciertos significados. Todo este
asunto puede resumirse de la siguiente forma: la cultura no es útil cuando la pensamos
como una sustancia, es mucho mejor pensarla como una dimensión de los fenómenos,
una dimensión que pone atención a la diferencia que resulta de haberse corporizado en
un lugar y una situación determinados. Poner el énfasis en la dimensionalidad de la cul-
tura, más que en su sustancialidad, hace que pensemos en la cultura menos como una
propiedad de individuos y de grupos y más como un recurso heurístico que podemos usar
para hablar de las diferencias.
Claro que en el mundo existen muchos tipos de diferencias, de las cuales sólo algunas
son culturales. Es en este punto que me interesa introducir el segundo componente de mi
proposición acerca de la forma adjetival de la palabra "cultura". Sugiero que tomemos
como culturales sólo aquellas diferencias que o bien expresan o bien sientan las bases
para la formación y la movilización de identidades de grupo. Este matiz aporta un drásti-
co principio de selección que nos lleva a enfocar en una cantidad de diferencias que tie-
nen que ver con las identidades de grupo, tanto dentro como fuera de cualquier grupo
social en particular. Al hacer de la movilización de identidades de grupo el corazón del
adjetivo "cultural", busqué realizar una operación que quizá pueda parecer retrógrada a
primera vista, en tanto que pueda hacer pensar que estoy empezando a acercar, de ma-
nera preocupante, la palabra "cultura" a la idea de etnicidad. Y ciertamente, esto me ge-
nera no pocos problemas que necesitarán ser abordados y resueltos.
Ahora bien, antes de disponerme a resolver tales problemas, lo cual me permitirá
avanzar hacia la idea del culturalismo, permítanme repasar el camino recorrido. Al resis-
tir ciertas ideas de cultura que pueden tentarnos a pensar en ciertos grupos sociales con-
cretos como culturas, también resistí el uso del sustantivo "cultura" y sugerí un enfoque
adjetival de lo cultural, que pone el énfasis en su dimensión contextual, heurística y com-
parativa, y que nos orienta hacia una idea de la cultura como diferencia, sobre todo dife-
rencia en el terreno de las identidades de grupo. Por consiguiente, he venido a sugerir
que la cultura es una dimensión infatigable del discurso humano que explota las diferen-
cias para crear diversas concepciones de la identidad de grupo.
Habiéndome acercado tanto a la idea de etnicidad -es decir, a la idea de una identidad
de grupo naturalizada-, resulta necesario ser extremadamente claro acerca de la relación
entre cultura e identidad grupal que estoy buscando articular. La palabra "cultura", así
sin más y en un sentido amplio, puede seguir usándose para referirse a la plétora de di-
ferencias que caracterizan el mundo actual, diferencias en varios niveles, con varias va-
lencias y con mayores y menores consecuencias sociales. Propongo, sin embargo, que
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en su conjunto, y que tiene que ver con su incapacidad de aportar una visión más amplia
y con mayor capacidad predictiva del mundo pos 1989.
Pero la tradición de los estudios de las regiones del mundo es una espada de doble fi-
lo. En una sociedad notoriamente devota del excepcionalismo e interminablemente pre-
ocupada por América [en el sentido estricto de "Estados Unidos"], la tradición de los es-
tudios de las regiones del mundo fue, en realidad, un pequeño refugio para llevar a cabo
un estudio serio de los idiomas extranjeros, de las visiones alternativas y de perspectivas
a gran escala acerca de los cambios socioculturales fuera de Europa y los Estados Unidos.
Algo enredados, en razón de una cierta tendencia hacia la filología (en un sentido lexico-
lógico y estrecho) y de una excesiva identificación con la región de su especialización, los
estudios de las regiones del mundo, de todos modos, fueron uno de los pocos contrape-
sos serios a la incansable tendencia de la academia estadounidense, lo mismo que de la
sociedad estadounidense en general, a marginar e ignorar enormes áreas del planeta. No
obstante, es posible que la tradición de las regiones del mundo se haya anquilosado y
dado por satisfecha con sus propios mapas del mundo, demasiado segura y confiada en
sus prácticas expertas, y demasiado insensible y desatenta a los procesos transnaciona-
les, tanto del presente como del pasado. O sea que, ciertamente, llegó la hora de la críti-
ca y la reforma, pero, ¿de qué modo pueden estos estudios contribuir a mejorar la mane-
ra en que se elaboran las imágenes del mundo en los Estados Unidos?
Desde la perspectiva formulada tanto aquí como a lo largo de todo el libro, los estu-
dios de las regiones del mundo son una sana llamada de atención al hecho de que la glo-
balización es un proceso profundamente histórico, desparejo y, hasta podríamos agregar,
generador de localidades. En efecto, la globalización no implica necesariamente, ni con
frecuencia, homogeneización o americanización. En la medida en que las diferentes so-
ciedades se apropian de manera distinta de los materiales de la modernidad, todavía
queda un amplio margen para el estudio en profundidad de las geografías, las historias y
los idiomas específicos. La relación entre la historia y la genealogía discutida en los capí-
tulos 3 y 4 sería imposible de abordar sin una clara concepción de las manifestaciones
concretas de los procesos de larga duración, que siempre producen geografías específi-
cas, tanto reales como imaginadas. Si la genealogía de las formas culturales tiene que
ver con su circulación a través de las regiones, la historia de dichas formas tiene que ver
con su domesticación y transformación en prácticas locales. La propia interacción entre
formas históricas y genealógicas es despareja, variada y contingente. En tal sentido, la
historia, es decir, la cruda disciplina del contexto (para usar la colorida expresión de E. P.
Thompson), lo es todo. Este reconocimiento no puede, sin embargo, convertirse en un
cheque en blanco para el tipo de localismo superficial e irreflexivo que a veces suele aso-
ciarse a los estudios de las regiones del mundo. En cualquier caso, estos estudios son
una técnica investigativa específica de Occidente y de ninguna manera puede pretender-
se que sean un mero espejo del Otro civilizacional. Lo que sí es imperativo que se reco-
nozca, al menos si queremos que la tradición de los estudios de las regiones del mundo
se revitalice, es que la localidad es en sí misma un producto histórico y que las historias
a través de las cuales surgen las localidades están, a su vez y eventualmente, sujetas a
la dinámica de lo global. Este argumento, que culmina en una llamada de atención en el
sentido de que no hay nada que sea meramente local, será desarrollado en el último ca-
pítulo de este libro.
Este repaso en varios niveles de los estudios de las regiones del mundo -una tradición
en la que estuve inmerso durante los últimos veinticinco años- subyace en los dos capítu-
los sobre India en el centro de este libro. Estos dos capítulos, uno dedicado al censo y el
otro al cricket, funcionan como contrapunto de otros capítulos que, de haber obrado de
modo diferente, podrían haber llegado a parecer, al fin, demasiado globales. Pero, me
La Modernidad Desbordada 19
Arjun Appadurai
apresuro a implorar: es imperativo que, por favor, India -en este libro- no sea leída como
un mero caso, ejemplo o instancia de algo mayor. Por el contrario, aquí India funciona
como un lugar desde el cual examinar el modo en que cobra cuerpo lo local en un mundo
que se globaliza, el modo en que los procesos coloniales suscriben el panorama político
contemporáneo, el modo en que la historia y la genealogía se afectan mutuamente, y
cómo los hechos globales adquieren una forma local2. En este sentido, los capítulos si-
guientes -así como las frecuentes invocaciones a India a lo largo del libro- no son sobre
India (entendida como un hecho natural) sino que son sobre el proceso a través del cual
surgió la India contemporánea. Obviamente, soy plenamente consciente de la ironía (in-
cluso, de la contradicción) de haber hecho de un Estado-nación el referente sobre el cual
anclé un libro dedicado a la globalización y, encima, animado por la creencia en el fin de
la era de los Estados-nación. Pero, bueno, aquí mi competencia de experto y mis limita-
ciones son, inevitablemente, dos caras de la misma moneda, y le pido al lector que tome
a India como una óptica y no como un hecho social reificado o como un crudo reflejo na-
cionalista.
El desvío que sigue a continuación lo hago en reconocimiento del hecho de que cual-
quier libro que trate de la globalización no puede ser otra cosa que un ejercicio de mega-
lomanía leve, especialmente cuando se lo produce en las circunstancias relativamente
privilegiadas de las universidades estadounidenses que se dedican a la investigación.
Resulta importante identificar las formas de producción de conocimiento a través de las
que se origina y articula este tipo de megalomanía. En mi caso, estas formas -la antropo-
logía y los estudios de las regiones del mundo- me predisponen, por fuerza de hábito, a
fijar las prácticas, los espacios y los países sobre un mapa de diferencias estáticas. Esto
es, contra¡ntuitivamente, un peligro incluso en un libro como éste, que dentro de todo
está conscientemente moldeado por una preocupación acerca del tema de las diásporas,
la desterritorialización y la irregularidad de los lazos entre las naciones, las ideologías y
los movimientos sociales.
La última parte del aquí y del ahora trata de un hecho acerca del mundo moderno que
ocupó a algunos de los mejores pensadores contemporáneos en el campo de las ciencias
sociales y las ciencias humanas: me refiero a la cuestión del Estado-nación, su historia,
su crisis actual, su futuro. Cuando comencé a escribir este libro, el tema de la crisis del
Estado nación no era mi principal preocupación. Pero a lo largo de los seis años que me
llevó escribir estos capítulos, he llegado al convencimiento de que el Estado-nación, como
forma política moderna compleja, se encuentra en su hora final. La evidencia no es para
nada clara, ni tampoco contamos todavía con todos los resultados de nuestras explora-
ciones acerca del asunto. También soy consciente de que no todos los Estados-nación
son iguales respecto al imaginario nacional, los aparatos de Estado o la robustez del
guión entre los términos "Estado" y "nación". Así y todo, existiría alguna justificación pa-
ra lo que podría, a veces, parecer como una visión reificada de el Estado-nación, en este
libro. Los Estados-nación, aun a pesar de todas sus diferencias (y sólo un tonto pretende-
ría homologar Gran Bretaña con Sri Lanka), sólo tienen sentido como partes de un siste-
ma. Este sistema (incluso cuando se lo piensa como un sistema de diferencias) se nos
2
Para un tratamiento más completo de esta idea, véase el ensayo introductorio de Appadurai y Breckenridge: "Public Modernity
in India" en Carol A. Breckenridge (comp.), Consuming Modernity: Public Culture in a South Asian World (Minneapolis, Universi-
ty of Minnesota Press, 1995, pp. 1-20). Esta colección de ensayos ilustra una estrategia posible para discutir el problema de lo
moderno global en una situación y lugar específicos.
La Modernidad Desbordada 20
Arjun Appadurai
presenta muy pobremente equipado para lidiar con el fenómeno interconectado de pue-
blos e imágenes en diáspora que caracteriza el aquí y el ahora. Los Estados-nación, en
tanto unidades de un sistema interactivo complejo, probablemente no sean los que va-
yan a arbitrar, a largo plazo, la relación entre la globalidad y la modernidad. Esto es lo
que quiero sugerir en el título del libro cuando digo que la modernidad anda suelta y está
fuera de control, a la deriva, desbordada.
La idea de que algunos Estados-nación están en crisis fue siempre uno de los temas
clásicos del campo de la ciencia política comparada y, en alguna medida, la justificación
de gran parte de la teoría de la modernización, especialmente en la década del sesenta.
La idea de que algunos Estados están debilitados, enfermos o corrompidos estuvo dando
vueltas por varias décadas (¿recuerdan a Gunnar Myrdal?). Más recientemente, llegó a
ser ampliamente aceptable concebir el nacionalismo como una enfermedad, sobre todo
cuando se trata del nacionalismo de los otros. La idea de que los movimientos globales
(de armas, de dinero, de enfermedades o de ideologías) complican y causan molestias,
hasta cierto punto, a todos los Estados-naciones no resulta nada nuevo en la era de las
corporaciones multinacionales. Pero la idea de que es el propio sistema de Esta-
dos-nación en su conjunto lo que corre peligro está lejos de ser una idea popular. En este
libro, mi insistencia en poner atención en el guión que conecta a "Estado" con "nación" es
parte del desarrollo de una línea de argumentación en la que planteo que la época de los
Estados-nación se acerca a su fin. Esta perspectiva, que es un poco diagnóstico y otro
poco pronóstico, que es parte intuición y parte argumento, necesita ser explicada más a
fondo.
Primero, necesito hacer una distinción entre el componente ético y el componente
analítico de mi argumentación. En el plano ético, estoy cada vez más inclinado a ver a la
mayoría de los aparatos gubernamentales modernos como tendientes a su perpetuación,
a hincharse, a corromperse y a recurrir a la violencia. En esto me acompañan tanto sec-
tores de izquierda como de derecha. La cuestión ética a la que por lo general me debo
enfrentar consiste en lo siguiente: si el Estado-nación desaparece, ¿cuál va a ser el me-
canismo que asegure la protección de las minorías, una distribución mínima de los dere-
chos democráticos o una posibilidad razonable de desarrollo de la sociedad civil? Mi res-
puesta es que realmente no lo sé, aunque admitir esto no debe confundirse en absoluto
con una recomendación en respaldo de un sistema [de Estados-nación] que parece estar
afectado por una enfermedad endémica. En cuanto a formas sociales y posibilidades al-
ternativas, hoy en día existen formas y arreglos sociales concretos que puede que con-
tengan la semilla de formas de filiación y lealtad de diverso tipo y más dispersas. Esto es
parte de lo que argumento en el capítulo 8, aun si estoy dispuesto a admitir que el cami-
no que va desde los diversos movimientos transnacionales existentes hasta formas sos-
tenibles de un gobierno transnacional no es para nada claro. Todavía prefiero, sin em-
bargo, el ejercicio de seguir buscando -de hecho, imaginando- tales posibilidades alterna-
tivas a la estrategia de determinar qué Estados-nación son más sanos que otros para
luego sugerir diversos mecanismos de transferencia ideológica. Estrategia, esta última,
que no hace otra cosa que repetir, una vez más, las políticas modernizadoras desarrollis-
tas, que suelen venir con el aire triunfalista de siempre y, en realidad, no auguran nada
bueno.
Si el plano ético de mi argumento es, necesariamente, algo borroso, el plano analítico
es algo más preciso y detallado. Una inspección rápida y superficial de las relaciones in-
ternas y entre sí que existen en los más de ciento cincuenta Estados-nación miembros de
las Naciones Unidas bastaría para mostrar que las guerras limítrofes, las guerras cultura-
les, la escalada inflacionaria, la presencia de grandes masas de inmigrantes y la fuga
fatal de capitales amenazan severamente la soberanía de muchos de ellos. Incluso en
La Modernidad Desbordada 21
Arjun Appadurai
aquellos países donde la soberanía estatal pareciera estar intacta, la legitimidad del Esta-
do se halla, con frecuencia, no asegurada. Incluso en Estados-nación aparentemente tan
sólidos y seguros como los Estados Unidos, Alemania o Japón, los debates acerca de la
cuestión racial, los derechos, la membresía, la lealtad, la ciudadanía o la autoridad ya
dejaron de ser culturalmente periféricos. Mientras que el argumento en favor de la lon-
gevidad del Estado-nación se basa, precisamente, en estas instancias en apariencia se-
guras y legítimas, el argumento contrario se basa en los nuevos nacionalismos étnicos en
el mundo, especialmente en Europa Oriental. En los Estados Unidos casi siempre se se-
ñala a Bosnia-Herzegovina como principal síntoma de que el nacionalismo está tan vivo
como enfermo, mientras que, simultáneamente, se invocan las democracias ricas para
demostrar que el Estado-nación está, vivo y goza de perfecta salud.
Dada la frecuencia con la que se utiliza a Europa Oriental para mostrar que el tribalis-
mo es algo profundamente humano, que el nacionalismo de otros pueblos no es otra co-
sa que un tribalismo a una escala más grande y que la soberanía territorial todavía sigue
siendo el objetivo principal de muchos grandes grupos étnicos, permítanme proponer una
interpretación alternativa. A mi juicio, Europa Oriental fue singularmente distorsionada
en . las argumentaciones populares acerca del nacionalismo, tanto en la prensa como en
la academia de los Estados Unidos. En vez de ser una instancia modal de las complejida-
des de todos los nacionalismos étnicos contemporáneos, Europa Oriental y, en particular,
su faceta serbia, fue utilizada como demostración del continuado vigor de los nacionalis-
mos, en los que territorio, idioma, religión, historia y sangre conforman un todo con-
gruente, en suma, un ejemplo que resume e ilustra con máxima simpleza y claridad de
qué se trata el nacionalismo. Por supuesto, lo que resulta fascinante de Europa Oriental
es que algunos de sus propios ideólogos de derecha convencieron a la prensa liberal de
Occidente de que el nacionalismo es una realidad política primordial, cuando, en realidad,
el asunto central es cómo es que se lo ha hecho aparecer de este modo. Esto, ciertamen-
te, hace de Europa Oriental un caso fascinante, y urgente, desde muchos puntos de vis-
ta, incluyendo el hecho de que necesitamos ser muy escépticos cuando escuchamos a los
expertos decir que encontraron el tipo ideal de algo en determinados casos concretos.
En la mayoría de los casos de contranacionalismo, secesión, supranacionalismo o de
renacimiento étnico a gran escala, el hilo común que los une es la autodeterminación,
más que la soberanía nacional en sí. Aun en aquellos casos donde el tema del territorio
constituye un asunto fundamental, como en el caso de Palestina, podría alegarse que los
debates en torno a la tierra y el territorio son derivaciones funcionales de discusiones
más fundamentales que en lo sustancial son acerca del poder, la justicia y la autodeter-
minación. En un mundo en que la gente está en movimiento, en un mundo de la mercan-
tilización a escala global y de Estados incapaces de garantizar los derechos más básicos
incluso a la mayoría de su propia población o grupo étnico predominante (véase el capí-
tulo 2), la soberanía territorial pasa a ser una justificación cada vez más difícil de utilizar
para aquellos Estados-nación ciertamente dependientes de la mano de obra extranjera,
lo mismo que de los expertos extranjeros, los armamentos, los soldados y los ejércitos
provenientes del exterior. Para los movimientos contranacionalistas, la soberanía nacio-
nal es una expresión idiomática plausible a sus aspiraciones, pero no debe ser tomada
por su lógica fundamental ni por su preocupación principal. Caer en tal error equivaldría
a caer en lo que yo llamo la falacia de Bosnia, una equivocación que incluye: a) pensar,
erróneamente, que los enfrentamientos étnicos en el Este de Europa son sustancialmente
tribalistas y primordiales, una equivocación en la que el New York Times es líder; y b)
redondear el error tomando el caso de Europa Oriental como el caso modal de todos los
nacionalismos emergentes. El problema es que escapar a la falacia de Bosnia requiere
hacer dos concesiones muy difíciles de hacer: primero, aceptar que los propios sistemas
La Modernidad Desbordada 22
Arjun Appadurai
políticos de las ricas naciones del Norte están en crisis y, segundo, que los nacionalismos
emergentes en muchos lugares del mundo probablemente se apoyen en un tipo de pa-
triotismo que no es ni exclusiva ni fundamentalmente territorial. Argumentos en favor de
hacer este tipo de concesiones animan muchos de los capítulos de este libro. Al hacerlas
no siempre me resultó fácil mantener la distinción entre la perspectiva analítica y la ética
respecto al futuro del Estado-nación, incluso cuando traté de hacerlo.
Puesto que el Estado-nación entra en su fase terminal (si es que mis pronósticos re-
sultan correctos), podemos ciertamente suponer que los materiales para la elaboración
de un imaginario posnacional ya deben estar aquí, a nuestro alrededor. Y es en este pun-
to que pienso que necesitamos prestar especial atención a la relación entre los medios
masivos de comunicación y las migraciones, los dos hechos que apuntalan mi noción de
la política cultural de lo moderno global. En particular, necesitamos examinar en detalle
la variedad de esferas públicas diaspóricas que surgieron en los últimos años. Benedict
Anderson nos hizo un gran favor identificando la manera en que ciertas formas de me-
diación masiva, notablemente los periódicos, las novelas y otros medios impresos, juga-
ron un papel clave en la imaginación de la nación y en facilitar la difusión de esta forma
por todo el mundo colonial, tanto en Asia como en otras partes del mundo. Mi argumento
general es que existe un vínculo similar entre el trabajo de la imaginación y el surgimien-
to de un mundo político posnacional. Sin el beneficio de una visión retrospectiva (visión
con la que sí contamos en el presente con respecto a la peripecia global de la idea de
nación), resulta muy difícil poder producir un caso claro del papel de la imaginación en
un orden posnacional. De todos modos, en la medida en que la mediación masiva se en-
cuentra cada vez más dominada por los medios de comunicación electrónicos (y, por lo
tanto, desconectada de la capacidad de leer y escribir), y en la medida en que tales me-
dios de comunicación conectan a productores y audiencias al margen de las fronteras
nacionales, cosa que ocurre con más y más frecuencia, y que estas mismas audiencias
dan lugar a nuevas conversaciones e intercambios entre los que se fueron y los que se
quedaron, encontramos un número creciente de esferas públicas diaspóricas.
Estas esferas públicas en diáspora están, con frecuencia, vinculadas a estudiantes e
intelectuales embarcados en un nacionalismo a larga distancia, como ilustra el caso de
los activistas de la República Popular China. El establecimiento del gobierno de la mayo-
ría negra en Sudáfrica opera una apertura hacia nuevos tipos de discursos en torno a la
democracia racial en África así como en los Estados Unidos y el Caribe. El mundo islámico
es el ejemplo más familiar de todo un espectro de debates y proyectos que tienen muy
poco o nada que ver con las fronteras nacionales. Religiones que en el pasado eran de un
carácter decididamente nacional, hoy más que nunca se plantean misiones globales y
clientelas diaspóricas: el hinduismo global de la pasada década es el mejor ejemplo de
esto. Los movimientos de activistas comprometidos o bien con el tema del medioambien-
te o con diversos asuntos que atañen a las mujeres o con la cuestión de los derechos
humanos, por lo general, crearon una esfera de discurso transnacional que, con frecuen-
cia, se apoya en la autoridad moral de los refugiados, los exiliados y otras personas y
grupos desplazados. Los grandes movimientos separatistas transnacionales, como el de
los sikhs, los kurdos o los tamiles de Sri Lanka, realizan su labor de producción de una
imagen de sí desde sitios dispersos por todo el mundo, donde tienen la cantidad suficien-
te de miembros como para dar lugar al surgimiento de múltiples nodos en una esfera
pública diaspórica de mayor escala.
La ola de debates acerca del multiculturalismo que se extendió a lo largo y a lo ancho
de Europa y de los Estados Unidos es un testimonio seguro de la incapacidad de los Esta-
dos para prevenir que sus minorías étnicas se vinculen y asocien con sectores más am-
plios del electorado por su afiliación étnica o religiosa. Estos y otros ejemplos parecen
La Modernidad Desbordada 23
Arjun Appadurai
sugerir que la era en la que podíamos presuponer que una esfera pública viable era, típi-
ca, exclusiva o necesariamente nacional probablemente haya llegado a su fin.
Las esferas públicas diaspóricas, que, por cierto, son muy diversas y muy distintas en-
tre sí, son el crisol donde se cocina un orden político posnacional. Los motores de su dis-
curso son los medios masivos de comunicación (tanto los expresivos como los interacti-
vos) y los movimientos de refugiados, activistas, estudiantes y trabajadores. Puede que,
al final, el orden posnacional emergente no sea un sistema de unidades homogéneas
(como sí lo es el actual sistema de Estados-nación) sino un sistema basado en relaciones
entre unidades heterogéneas (algunos movimientos sociales, algunos grupos de interés,
algunas asociaciones profesionales, algunas organizaciones no gubernamentales, algunos
grupos policiales armados, algunos organismos judiciales). El gran desafío para este or-
den emergente será ver si tal heterogeneidad es consistente con ciertas convenciones
mínimas de valores y normas que no requieran una adhesión estricta al contrato social
liberal del Occidente moderno. Esta cuestión decisiva no será resuelta mediante un acto
académico sino mediante negociaciones (tanto civilizadas como violentas) entre los mun-
dos imaginados por estos diversos intereses y movimientos. En el corto plazo, como ya
se puede ver, es muy probable que sea un mundo de creciente violencia y falta de civili-
dad. En el largo plazo, ya libre de los constreñimientos de la forma nación, puede que
descubramos que la libertad cultural y que una forma sostenible de justicia en el mundo
no tienen por qué presuponer la existencia general y uniforme del Estado-nación. Esta
inquietante posibilidad podría ser uno de los dividendos más apasionantes derivados del
hecho de vivir en una modernidad sin contenciones.
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Parte I
Flujos globales
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