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FALSOS SABERES

La suplantación del conocimiento


en la cultura contemporánea

Márvel, S. L.
Colección Fronteras
Director Juan Arana

Con el patrocinio de la Asociación


de Filosofía y Ciencia Contemporánea
Juan Arana (Ed.)

FALSOS SABERES
La suplantación del conocimiento
en la cultura contemporánea

BIBLIOTECA NUEVA
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La INTELIGENCIA en la naturaleza : del relojero ciego al


ajuste ino del universo / Francisco Rodríguez Valls (ed.). – Madrid :
Biblioteca Nueva, 2012
207 p. ; 23 cm
ISBN 978-84-9940-449-3
1. Inteligencia 2. Naturaleza 3. Conocimiento 4. Humanismo
5. Materialismo I. Rodríguez Valls, Francisco, ed. lit.
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© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2013
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ISBN: 978-84-
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mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270
y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográicos (www.cedro.org)
vela por el respeto de los citados derechos.
Índice
Presentación, Juan Arana ..........................................................................

Primera parte
RAÍCES HISTÓRICAS

Filosofía e historiografía: la suplantación de la crea-


tividad filosófica por la historia, Marcelino Agís Villa-
verde ..............................................................................................................
Crítica platónica de la crítica contemporánea, Jesús de
Garay .............................................................................................................
La suplantación del saber en la filosofía tardía de Sche-
lling, Marcela García .............................................................................
Cuando la naturaleza se vuelve historia, el logos se con-
vierte en relato, Juan José García Norro ......................................
La idea de educación liberal. De cómo se inventaron las
humanidades, José María Torralba ...................................................
Incertidumbre moral, hýbris y acierto práctico: Una lec-
tura aristotélica, Hector Zagal ...................................................

Segunda Parte
PERSPECTIVAS CONTEMPORÁNEAS

Algunas relaciones entre saber, querer y poder. Notas


para una antropo-socio-política del conocimiento
en el siglo xxi, Luciano Espinosa Rubio ........................................
Análisis conceptual y creación conceptual. La propues-
ta de Deleuze y Guattari de la filosofía como crea-
ción de conceptos, Ricardo Parellada ...........................................
8 Índice

Un antiguo sustituto del conocimiento. Raíces del con-


cepto heideggeriano de curiosidad, Amalia Quevedo .....
La suplantación de la historia es una forma de ateísmo.
Un diálogo sobre las pruebas de la existencia de Dios
de Hans Jonas y Robert Spaemann, Rogelio Rovira ..............

Tercera parte
PERSPECTIVAS EPISTEMOLÓGICAS
Y ANTROPOLÓGICAS

¿Es la búsqueda de verdad un gran relato?, Juan Arana .......


Relativismo y autorrefutación, Alfonso García Suárez ............
Verdad y vida, José Luis González Quirós .............................................
Representacionismo y lenguaje, Alejandro Llano ........................
Retórica y Verdad. Una ontología de los sentimientos,
Francisco Rodríguez Valls ........................................................................

Cuarta parte
LO REAL Y LO IMAGINARIO

La ficción como hipótesis dialéctica. El prisionero libe-


rado regresa a la caverna, Claudia Carbonell .......................
Textos, interpretación y discurso filosófico. La conso-
lidación de un paradigma. Lourdes Flamarique ......................
Las rutas de la fantasía y la renuncia a lo real, Margarita
Mauri ............................................................................................................
«Verlo todo sin creer en nada». A propósito del «Tar-
tufo», José Antonio Millán .................................................................
La idea de educación liberal.
De cómo se inventaron las humanidades
José María Torralba
Universidad de Navarra

1. De los bárbaros, la salvación

«¿Por qué murió Sócrates?». Esa pregunta, en grandes letras, apa-


recía en los carteles que empapelaban el campus de la Universidad de
Chicago. Anunciaba una conferencia para los estudiantes del college.
Probablemente no debiera haberme llamado la atención: ¿qué tiene de
especial ocuparse en la universidad de los acontecimientos fundaciona-
les de la cultura occidental? Sin embargo, despertó mi curiosidad por la
rotundidad del título y también porque no había visto nada igual en
otras universidades que he conocido. Pregunté a algunos estudiantes y
me explicaron que en el college el primer año y medio cursan una serie de
asignaturas obligatorias que conforman el core curriculum y que consis-
ten, principalmente, en la lectura y discusión en pequeños grupos (de
15 alumnos) de las grandes obras de la literatura, la historia y el pensa-
miento, además de cubrir los fundamentos de las ciencias naturales. Esa
conferencia era parte de las actividades académicas habituales. No ha-
bía, pues, razones para la sorpresa.
Tiempo después, recibí un e-mail invitándome a la conferencia
«De cómo América inventó las humanidades». El título me pareció un
despropósito, quizá justificable para llamar la atención, pero una bouta-
de al fin y al cabo. Los Estados Unidos de América (o simplemente
«América», como les gustar decir a ellos) han hecho grandes aporta-
ciones a la humanidad, pero entre ellas no figura el descubrimiento ni la
creación de las humanidades. Sin embargo, el conferenciante iba muy
en serio; peor, llevaba razón. De lo que habló fue del desarrollo de la
62 José María Torralba

educación liberal en los Estados Unidos y, en concreto, de los debates


que en los años 30 y 40 del pasado siglo tuvieron lugar —sobre todo—
en las universidades de Columbia, Chicago y Harvard. Uno de los hitos
de esos debates fue la publicación del «libro rojo», no el de Mao, sino
de Harvard: Educación general en una sociedad libre. El Libro rojo em-
plea el término «educación general», que hoy prácticamente ha susti-
tuido al concepto más clásico de «educación liberal» (21 millones de
resultados en Google, frente a 2 millones). Mientras que «educación
liberal» habitualmente se refiere solo a la formación recibida en el colle-
ge, la «educación general» abarcaría además, por debajo, los años fina-
les de bachillerato y, por arriba, los estudios de posgrado. «El estudian-
te en el bachillerato, en el grado y en el posgrado debe interesarse por las
palabras “correcto” e “incorrecto” tanto en su sentido ético como mate-
mático», sentencia el Libro rojo (General Education, 1945: viii-ix).
La tesis que quiero defender en esta ponencia es la siguiente: lo que
comenzó en Bolonia, París, Oxford y Salamanca, y luego se desarrolló
en Berlín, continúa vivo en algunos campus Estados Unidos, como Co-
lumbia o Chicago. ¿Qué es lo que continúa vivo? La universidad como
el templo de la educación liberal, es decir, como una institución que,
según dice Newman, no se dedica a «la reforma moral [de los estudian-
tes], ni a la producción mecánica; (...) [sino que] su función es la cultura
intelectual. (...) Educa el intelecto para que razone correctamente en
todas las materias, para que vaya en busca de la verdad, y la alcance»
(Newman 1982: 94-95). La universidad busca el conocimiento no por
su utilidad, sino como un fin en sí mismo, como sabiduría. Knowledge
its own end se titula el capítulo central de La idea de una universidad.
Para sustentar mi tesis ofrezco dos argumentos. En primer lugar,
que es en algunos campus norteamericanos donde más claramente sigue
viva la tradición universitaria europea, magistralmente sintetizada por
Newman. Y, en segundo lugar, que es en aquel país donde surgió el con-
cepto de humanidades, tal y como la empleamos hoy en día, es decir,
como un «problema» y como algo que necesita «ser defendido», por-
que es esencial para la «auténtica educación» y para salvaguardar la
«civilización». Parafraseando a Zubiri, creo que los yanquis —en este
respecto— podrían muy bien decirnos: «Los europeos somos noso-
tros» (Zubiri 1987: 313).

2. De cómo se inventaron las humanidades


Entonces, ¿se inventaron las humanidades en los Estados Unidos?
Sí y no. Sus universidades fueron las primeras en desarrollar un core cu-
rriculum en el que las «humanidades», así con ese término, eran el ele-
La idea de educacion liberal. De cómo se inventaron las humanidades 63

mento esencial, pues su objetivo era proporcionar una visión unitaria e


integradora de los diversos saberes, además de plantear las grandes cues-
tiones acerca de la vida y la sociedad humana (incluyendo la ciencia y la
tecnología, por supuesto). En este sentido, ellos «inventaron» las hu-
manidades. A quien piense que digo esto porque he sido abducido por
la cultura yanqui, le remito al reciente libro de un profesor de literatura
inglesa, precisamente en Cambridge (Inglaterra, no Massachusetts),
quien dice exactamente lo mismo.
En cambio, por supuesto, ellos no «inventaron» las humanidades,
si con ello se quiere decir que las crearan, y mucho menos «de la nada».
Se puede formular este resumen: que las humanidades son un producto
made in USA, pero que ellos no tienen el copyright. Hagamos un reco-
rrido histórico para ver a qué me refiero.
Es bien sabido que el origen del concepto de humanidades está en
los studia humanitatis ac litterarum de Cicerón: aquellos saberes que un
hombre libre debía cultivar (Proctor, 1988: 14-16). Una idea que se de-
sarrolla en el Renacimiento, al establecer el contraste con los studia di-
vinitatis. Unos cuantos siglos después, en 1843, John Stuart Mill intro-
dujo la división entre natural sciences y moral sciences, que tiene su para-
lelo en alemán: ciencias de la naturaleza (Naturwissenschaften) y ciencias
del espíritu (Geisteswissenschaften) y se corresponde con la distinción
erklären/verstehen (Gadamer, 1992). También en la tradición alemana
aparece la noción de Bildung, de modo que la «persona cultivada» por
medio del arte, el pensamiento y la ciencia se convierte en el ideal edu-
cativo.
Hoy en día nos parece casi evidente que todo esto cae bajo el rótulo
general de «humanidades», pero la realidad es que todavía a comien-
zos del siglo xx el término no se usaba de esa manera, al menos en in-
glés. Todo indica que el término adquirió su sentido actual cuando en
los college americanos el currículum dejó de estar organizado en torno a
la teología y el latín y se pasó a un sistema más flexible, de asignaturas
opcionales. Enseguida surgieron voces críticas con la nueva situación,
por sus deficientes resultados educativos. Y así es como nació la idea,
primero en Columbia (1919) y luego en Chicago (1931), de crear un
core curriculum que cubriera las grandes áreas del saber y asegurara que
los estudiantes recibían «una educación», en sentido enfático, y no un
mero conjunto de conocimientos. El nuevo proyecto se inspiró en la
obra de Newman y las humanidades o, mejor, la perspectiva humanísti-
ca, se convirti en el elemento esencial. Esta es la época dorada de la edu-
cación liberal. Durante su presidencia de la Universidad de Chicago
(1929-1945), Hutchins tratará de introducir el sistema de los Grandes
Libros (no sin gran resistencia por parte del profesorado: hubo tortas).
Por su parte, el core curriculum de Columbia, que se convertirá en el
64 José María Torralba

modelo de referencia, alcanza su madurez en estos años. Y en 1945 apa-


rece el ya mencionado Redbook de Harvard (Bell, 2011: 12-13; Boyer,
2006: 5).
En la década de los 50 hay un punto de inflexión. Por un lado, desde
comienzos de siglo, las mejores universidades venían copiando el mode-
lo alemán, cuyo objetivo es formar investigadores. Se crean los progra-
mas de doctorado y las escuelas de posgrado (aparecen los primeros
MBA). Surge así la vertiente «profesionalizante» de las universidades.
Alguien podría decir, con razón, que ya desde su origen medieval la uni-
versidad se ha dedicado a formar profesionales, por ejemplo en medici-
na o leyes. Sin embargo, no por ello el cambio es menos significativo.
Por ejemplo, hasta los años 40 casi el 80% de los estudiantes de Oxford
y Cambridge estudiaban en la facultad de letras. En la actualidad, la
proporción es exactamente la inversa. Estos cambios son el origen de las
dos almas que la universidad americana va a tener desde este momento:
educación liberal de los estudiantes de grado y cualificación para la vida
profesional en todos sus niveles.
Por otro lado, el final de la Segunda Guerra Mundial, con el regreso
de los soldados, hizo que la universidad, antes reservada a unos pocos
privilegiados, se democratizara y apareciera un nuevo sentido de mi-
sión, que se puede leer en el Libro Rojo: «Lo que nos proponemos es
inculcar en el mayor número posible de futuros ciudadanos la compren-
sión de las responsabilidades y beneficios que les corresponden porque
son americanos y son libres» (General Education, 1945: págs. xiv-xv;
véase también Harpham, 2011: 153 y sigs.). Esta democratización no
supone un rechazo del ideal de Newman, pero sí una importante modi-
ficación. De las aulas ya no saldrán gentlemen, sino citizens o mejor, sim-
plemente, people. Y habrá quien cuestione que sea posible ofrecer una
educación liberal a las «masas» o quien señale que semejante proyecto
tiene ya poco de «liberal», porque se ha «politizado».
Esta transformación está probablemente en el origen de lo que tan-
to se repite hoy en día: la universidad debe estar en «consonancia» con
las necesidades de la sociedad. Pero la pregunta crucial es qué es lo que
la sociedad necesita, porque con mucha frecuencia por «sociedad» se
entiende reductivamente el mercado y por «lo que necesita» simple-
mente mano de obra cualificada (perdón, «recursos» o «capital» hu-
mano). Nadie niega que la educación universitaria deba ser útil y satis-
facer las necesidades de las personas y de la sociedad, pero es precisa-
mente en el ámbito universitario (intelectual, en general) donde deben
determinarse cuáles esas necesidades (Hutchins, 1953: 12). Y cada vez
es más difícil hacerlo, porque la universidad está atrapada en la «lógica
de los medios», porque está siendo fagocitada por la tecnoestructura de
la que habla Llano (Llano, 1988; 2011: 363). Se dice: la universidad
La idea de educacion liberal. De cómo se inventaron las humanidades 65

debe contribuir al desarrollo económico, para que la sociedad progre-


se... Progresar, ¿hacia dónde? Sin duda, la pobreza es un gran mal, pero
la acumulación de riquezas no es el principal ni el último fin de las per-
sonas. Hay fines más altos, como el amor, o más básicos, como la liber-
tad. Lo que no está nada claro es quién nos lo va a recordar, ahora que la
noción de «fin» está desapareciendo del horizonte social y político. El
rector Hutchins tuvo algo de profeta cuando en 1953 dijo que el «amor
por el dinero» —es decir, la avaricia o greed de la que tanto se habla
ahora en Wall Street— era lo que estaba arruinando la universidad
(Hutchins, 1953: 41). Y —se podría añadir— lo que actualmente nos
está arruinando como sociedad no es la escasez de recursos, sino un mo-
delo social y económico falso e insostenible, junto con graves carencias
morales. El documental Inside Job es bastante explícito a este respecto.
Es a finales de los 50 cuando surge la conciencia de que las humani-
dades y la educación liberal han entrado en crisis. En 1959 el científico
británico C. P. Snow alertó sobre las consecuencias de la creciente opo-
sición entre las «dos culturas» (la científica y la humanística), y señaló
que la solución pasaba por... ninguna sorpresa: «repensar nuestro siste-
ma educativo» (Snow, 1961: 19). Un poco después, en 1965, se publica
el libro Crisis en las humanidades, donde el autor se lamenta de que la
especialización de los estudios dificulta enormemente la «visión de
conjunto» (holistic understanding) (Plumb, 1965: 88).
Sin embargo, no todos lloraron lo que supuestamente se estaba per-
diendo. Clark Kerr —chancellor de Berkeley (1952-1958) y posterior-
mente presidente de todo el sistema de la University of California hasta
1967— defendió las bondades de la universidad moderna, que bautizó
como «multiversidad» (multiversity). En 1963 publicó su ya clásico
Los usos de una universidad. Su tesis es que así como el college de New-
man y la universidad de Humboldt eran el producto de sus correspon-
dientes épocas históricas, la research university es la forma propia de la
universidad contemporánea. Su libro no es una apología del nuevo mo-
delo, sino la mera constatación de un hecho. Oponerse o querer cam-
biarlo sería tanto como intentar detener el curso histórico (lo cual no
deja de sonar un poco marxista, por cierto).
La universidad de investigación sería necesariamente una multiver-
sidad, en primer lugar, porque la investigación especializada, la forma-
ción de profesionales cualificados y la educación general de los jóvenes
estudiantes son proyectos con fines, métodos e intereses distintos, si no
opuestos; y, en segundo lugar, porque la división de facultades y depar-
tamentos por áreas de conocimiento hace casi imposible cualquier ini-
ciativa interdisciplinar.
Con cierta ironía, dice Kerr que la multiversidad consiste en un
conjunto de edificios y departamentos con un sistema común de cale-
66 José María Torralba

facción o, también, un grupo de profesores a quienes lo único que une


son las quejas acerca del aparcamiento (Kerr, 1963: 15). Fue también
Kerr uno de los primeros en describir la universidad como la «industria
del conocimiento». Esta mentalidad es ahora la dominante, hasta el
punto de que los profesores van camino de convertirse en meros profe-
sionales que proporcionan «servicios educativos» y producen «resul-
tados de conocimiento» para sus clientes: los estudiantes y quienes fi-
nancian la investigación. Es la «empresarización» de las universidades
(Gray, 2012: 73), que tiene como una de sus inevitables consecuencias
la «caída del profesorado» y el surgimiento de lo que se ha llamado la
«universidad de los gestores» (all-administrative university) (Gins-
berg, 2011: 1-39, 167-199).
Un último hito en este recorrido fue el libro The Closing of the Ame-
rican Mind de Allan Bloom, profesor en Chicago, publicado en 1987.
Se mantuvo en la lista de los best-seller durante un año y desató un inten-
so debate (Gless-Herrnstein: 1990). El subtítulo describe bien su explo-
sivo contenido: De qué manera la educación superior ha fallado a la de-
mocracia y empobrecido las almas de los estudiantes de hoy. (Por desgra-
cia, y no creo que fuera algo buscado por Bloom, a partir de entonces el
debate sobre la universidad se ha convertido en munición de las desgra-
ciadas «guerras culturales» entre liberales y conservadores. En mi opi-
nión, transformar los debates culturales en guerras ideológicas es proba-
blemente lo peor que puede suceder).
Una de las principales denuncias de Bloom se refiere a los cambios
en los planes de estudio de los años 60, cuando se trató de abolir cual-
quier canon intelectual (y, por tanto, el core curriculum) y, en general, se
atacaron los supuestos fundamentos educativos de la forma de vida
bourgeois. Bloom cuenta que un profesor de literatura comparada una
vez le dijo: «[El viejo currículum] enseña poco, realmente no introduce
a los estudiantes a las diversas disciplinas y les aburre». Cuando a mí me
han dicho cosas parecidas, me hubiera gustado haber sabido responder
como Bloom: «Admito que eso es verdad. (...) [Pero ese currículum]
era un débil recuerdo de la unidad del conocimiento y ofrecía una pe-
queña indicación de que hay algunas cosas que alguien debe saber si es
que ha recibido una educación. No se puede reemplazar algo con nada»
(Bloom, 1987: 320).
La visceral reacción al libro se debía, quizá, a que Bloom había toca-
do el nervio de la nueva mentalidad:

El relativismo es necesario para «ser una persona abierta»


[opennes]; y esta es la virtud, la única virtud, que desde hace más de
cincuenta años la educación primaria se ha dedicado a inculcar. (...)
El peligro real es el verdadero creyente. El estudio de la historia (...)
La idea de educacion liberal. De cómo se inventaron las humanidades 67

enseña que en el pasado el mundo entero estaba loco; los hombres


creían estar en lo correcto y eso condujo a guerras, persecuciones,
esclavitud, racismo. (...) La cuestión no es corregir los errores y estar
en lo correcto de verdad, sino no pensar, en absoluto, que tú estás en
lo correcto (Bloom, 1987: 25-26).

El caso es que el debate sobre la educación liberal sigue planteado


en estos términos. Ciertamente, hay quien defiende los aspectos positi-
vos de la «openness» (que, por supuesto, los tiene). Por ejemplo, en esa
línea se sitúa, más o menos, Not for Profit. Por qué la democracia necesita
las humanidades de la Premio Príncipe de Asturias, Martha Nussbaum.
Las humanidades amplían nuestra imaginación y permiten hacernos
cargo de la postura del «otro» (Nussbaum, 2010: 109).
Aunque el debate sigue abierto, los actuales estudiantes no se inte-
resan por él. Es como si, tras varias décadas de multiversidad, la lógica de
los medios hubiera permeado completamente los campus. La mayor —
si no única— preocupación de los jóvenes es conseguir puestos de lide-
razgo (leadership), entendidos casi siempre en términos de dinero o
prestigio. Hace unos años, David Brooks, un reputado columnista del
New York Times, pasó unos días en Princeton, conviviendo con los
alumnos. El retrato que ofrece de lo que vio da miedo (Brooks, 2001).
No por la competitividad atroz o la obsesión por el liderazgo, sino por
su superficialidad, aunque hablen varios idiomas y puedan seguir cual-
quier tema de conversación. No han conocido el fracaso (económico,
social, académico) ni entienden qué es la maldad ni conciben que ellos
sean capaces de hacer algo realmente malo alguna vez. Y, del mismo
modo, tampoco tienen sentido para ellos los ideales propios de los hé-
roes o de los santos, pues los cómics y la Biblia son igualmente obras de
ficción. Probablemente los hayan leído, pero no han —en realidad, de-
bería decir «hemos», porque esta es mi generación— entendido a don
Quijote ni a Hamlet, no ven la sangre en las manos de Lady Macbeth ni
la impotencia de Anna Karénina, ni el horror de Kurtz... porque no
pueden.
Brooks no exagera. Hace unos meses, el New York Times publicó un
reportaje explicando el principio que ha guiado (hacia el éxito) la vida
profesional y familiar de dos doctores en Economía de Harvard, ahora
en sus cuarenta y tantos. Dicho principio es... la «eficiencia económi-
ca»: número de hijos (bueno, hijo) y a qué edad tenerlo, no casarse para
pagar menos impuestos, por qué ir en taxi en vez de comprar un coche,
estrategias para rentabilizar el éxito profesional... El artículo se titula:
«It’s the Economy, Honey» (Rich: 2012).
No es muy arriesgado sugerir que esta deriva está relacionada con la
crisis de la educación liberal, de modo más patente en las mejores insti-
68 José María Torralba

tuciones porque habitualmente son también las más «multiversida-


des». Así lo sugiere, por ejemplo, William Deresiewicz, antiguo profe-
sor de Yale, cuando habla de las «desventajas de una educación de éli-
te» (Deresiewicz, 2008). Él relaciona todo esto precisamente con la
perversión de la idea de liderazgo: «Los líderes actuales saben cómo
responder preguntas, pero no cómo formularlas. Lo que ahora tenemos
son los mayores tecnócratas que el mundo jamás haya visto» (Dere-
siewicz, 2010). Son líderes porque están al frente del rebaño, pero de un
rebaño que se encamina al precipicio. El desolador balance de Brooks o
Deresiewicz no hay que tomarlo como un juicio a personas concretas,
sino simplemente como una llamada de atención acerca de la mentali-
dad dominante. Y parece que ellos saben bien de qué están hablando
(no en vano estudiaron en Chicago y Columbia, respectivamente).

3. La educación liberal posible

El recorrido que he hecho muestra que las humanidades han queda-


do identificadas con el proyecto de educación liberal; y que su decaden-
cia —poco prestigio, marginalidad en los planes de estudio y, sobre
todo, su propia crisis de identidad— es perjudicial para la sociedad.
Exagerando (sólo) un poco, se podría decir que renunciar a las humani-
dades (a la perspectiva humanística) sería tanto como volver a la ley de
la selva, donde los intereses de parte y no la verdad; los resultados, es
decir, el economicismo; y la fuerza, en vez de la razón, se convierten en
los principios dominantes.
La batalla por las humanidades está bastante perdida (también en
Estados Unidos), pero al igual que en la Galia de Astérix, todavía que-
dan algunos reductos que mantienen viva la esperanza. Lo que sugiero
es aprender de ellos. Al comentarlo con un profesor español, empeñado
en la defensa de las humanidades, me dijo: «No, si al final van a ser los
bárbaros quienes tendrán que venir a salvarnos...». No hay más reme-
dio, ya que perdimos nuestra oportunidad. Porque la tuvimos. En los
mismo años de los debates al otro lado del Atlántico, Ortega propuso en
Misión de la Universidad la creación de una «Facultad de Cultura» que
sería el meollo de la educación superior y aseguraría la transmisión del
«sistema de las ideas desde las cuales cada tiempo vive», evitando así el
peligro del «infra-hombre» (Ortega y Gasset, 1930: 324-325). E in-
cluso esbozó un core curriculum que nada tiene que envidiar al america-
no y hubiera sido el antídoto perfecto contra la «barbarie del especialis-
mo». Nadie le hizo caso y así nos va.
En mi opinión, la solución no pasa por volver al siglo xix, ni por
renegar de la moderna universidad de investigación, ni siquiera por que
La idea de educacion liberal. De cómo se inventaron las humanidades 69

ahora todos los estudiantes se matriculen en carreras de humanidades;


esto último, además, ya no asegura nada, pues no es raro que, debido
precisamente a la crisis de la educación liberal, un estudiante de Histo-
ria o de Filosofía desarrolle poco, o nada, la mentalidad humanista. Lo
ideal sería que la universidad actual fuera a la vez capaz de formar abo-
gados, ingenieros y, por supuesto, administradores de empresas con
mentalidad humanista.
Según Ortega, la universidad tiene tres «misiones» fundamenta-
les: trasmisión de la cultura (que es nuestra «educación liberal»), ense-
ñanza de las profesiones e investigación científica y educación de nue-
vos hombres de ciencia. Las tres son necesarias, pero hay que asegurar el
adecuado equilibrio entre ellas. O, en palabras de Ortega, que se distin-
ga lo que la universidad tiene que ser «primero» y lo que tiene que ser
«además» (Ortega, 1930: 345). Por eso, para terminar, me gustaría
señalar tres rasgos básicos de la educación liberal (que ya han ido apare-
ciendo), así como proponer algunas maneras de llevarlos a la práctica en
el contexto universitario actual. Los tres rasgos son la perspectiva sa-
piencial, el desarrollo de la capacidad de juzgar y el interés por la verdad.

3.1. Perspectiva sapiencial

Una educación liberal se caracteriza, en primer lugar, por transmitir


y actualizar (en el sentido de hacer real) la tradición cultural. La muerte
de Sócrates no es un mero objeto de discusión histórica, ni la Apología
un texto solo para el análisis lingüístico, sino sobre todo una fuente de
sabiduría. Una educación es liberal cuando sitúa al estudiante ante las
grandes cuestiones de la existencia y le hace ver que, por ejemplo, pre-
guntas como «¿Qué es el ser humano?» o «¿En qué consiste la felici-
dad o la justicia?» no pueden esquivarse. Y que, aunque no sea fácil
responderlas, hay respuesta. La tradición cultural nos ofrece unas cuan-
tas, para ir empezando. MacIntyre es quien mejor ha mostrado la
«inevitabilidad» de «actualizar» la tradición en la tarea educativa, así
como la falacia de la tradición liberal (en sentido político) que pretende
ser un «punto de vista desde ninguna parte». Solo desde nuestra par-
cialidad podemos ser «imparciales» u «objetivos».
La actitud sapiencial se caracteriza por preguntar los porqués. La
universidad no debe ofrecer respuestas «enlatadas», sino sembrar in-
quietudes. Y ello no se consigue solo mediante unas asignaturas especia-
lizadas, que supuestamente transmitirían esa mentalidad. Además de un
core curriculum, es necesario que todo el plan de estudios tenga un or-
den, una unidad. Un jurista o un experto en marketing deben reflexio-
nar sobre qué pueden aportar a la mejora de la sociedad con sus conoci-
70 José María Torralba

mientos y para ello deben ser conscientes de las implicaciones sociales,


morales y políticas, por ejemplo del sistema jurídico, o de conseguir que
la gente desee comprar lo que no necesita. Lo cual requiere que la uni-
versidad esté abierta a todos los saberes (incluyendo la teología, como
sucede en Estados Unidos y Alemania) y que haya espacios para el diá-
logo académico, interdisciplinar, sobre todo de los profesores. Solo así
se evitará que los estudiantes se queden «medio ciegos», como se decía
en el Libro Rojo.

3.2. Desarrollo de la capacidad de juzgar

En segundo lugar, la educación liberal consiste más en el desarro-


llo de ciertas capacidades intelectuales que en la adquisición de datos
o informaciones. Se trata de desarrollar eso que Newman llamó «un
hábito filosófico», es decir, «un hábito del entendimiento (...) que
permanece de por vida y cuyos atributos son la libertad, equidad, se-
renidad, moderación y sabiduría» (Newman, 1982: 76). Este hábito
filosófico (que no tiene que ver estrictamente con la filosofía en sen-
tido académico) se podría caracterizar como «capacidad de juzgar»,
tener «buen juicio» o, incluso, «buen gusto», en un sentido no re-
ductivamente esteticista. Newman estaba pensando en el modelo de
la phrónesis aristotélica (aunque sin su contenido moral), porque este
«conocimiento filosófico» es la «perfección o virtud del intelecto».
El ejercicio de dicha virtud consiste en la capacidad de «hacerse car-
go», de «captar» lo universal en lo particular o, en otras palabras, de
arropar un dato particular con la «idea» que le corresponde y da sen-
tido en el conjunto.
Es lo que, al menos desde Kant, se entiende por Urteilskraft, que es
una capacidad que no se puede enseñar ni aprender, sino simplemente
ejercitar (Kant, 1781: A 133 / B 172). La educación liberal consiste en
dicho ejercicio, que no se consigue por la mera repetición o imitación
(memorizando o adiestrando), sino al captar los principios en los ejem-
plos. En el caso que nos ocupa, tales ejemplos son los que aparecen en la
literatura, la historia, la filosofía... y sobre todo en el ejemplo que pro-
porciona el profesor. El objetivo de la educación liberal es que los estu-
diantes capten el principio en el maestro. Principio significa aquí saber
cómo usar la información adquirida, es decir, poder situarla en el con-
junto y, también, entender cuál es su finalidad. Lo cual les previene de la
parcialidad y sus consiguientes dogmatismos. Por ello, aunque sea una
obviedad decirlo, en un programa de educación liberal, la clave no está
en lo organizativo o metodológico, sino en los profesores. A este respec-
to, hay una bella imagen en el informe de Harvard:
La idea de educacion liberal. De cómo se inventaron las humanidades 71

La mejor manera de contagiar al estudiante del deseo de integri-


dad intelectual es ponerle cerca de un profesor que esté desinteresa-
damente dedicado a la verdad, de modo que, por así decir, una chispa
salte a través del pupitre desde el profesor al aula, encendiendo en el
estudiante la llama de la integridad intelectual, que a partir de enton-
ces se mantendrá por sí misma (General Education, 72).

Es la «chispa» que está en el origen de toda creación artística o


descubrimiento intelectual.
La convivencia amistosa de profesores y alumnos es, por tanto,
esencial. Habría que buscar modos de hacerla posible (viajes de estudio,
encuentros culturales, seminarios, etc.). Y, además, la formación y selec-
ción del profesorado debería tener todo esto muy en cuenta. En Estados
Unidos, presupuesta la competencia investigadora, estos son los aspec-
tos decisivos para contratar a alguien. Algo similar sucede en Alemania.
No hay sistemas perfectos, pero desde luego la capacidad de juzgar solo
se puede captar mediante un acto de dicha capacidad.

3.3. Interés por la verdad

Por último, la educación liberal cultiva ese «interés por la verdad»,


del que ha hablado Millán-Puelles (Millán-Puelles, 1997), porque con-
vierte la verdad en la única moneda válida de la vida intelectual, moral y
social. Hace unos años me sucedió lo siguiente. Dediqué tres clases a
exponer y discutir con los alumnos un tema social con implicaciones
morales. Repasamos los argumentos a favor y en contra e hicieron mu-
chos comentarios. En la última clase repetí los diversos argumentos y,
usando las mismas palabras de sus comentarios, fui valorando la fuerza
de cada uno de ellos. Llegué a una determinada conclusión y les pregun-
té qué les parecía. Silencio. Una alumna levantó la mano y dijo: «Lleva
razón. El argumento es correcto, pero no lo comparto». Silencio por
mi parte. Cuando conseguí reaccionar y le pregunté por qué, no supo
decir nada. No es que no pudiera formular su crítica. Era simplemente
una actitud de rechazo: «Reconozco que la conclusión es esa, pero no
puedo aceptarla». Me pareció muy significativo. No hace falta que diga
que nos habíamos estado ocupando de un asunto incluido en la correc-
ción política.
Lo más opuesto a la verdad es la indiferencia. En este sentido, el
error está más cerca de la verdad. Quien, estando equivocado, considera
algo verdadero puede salir del error, porque la verdad es su meta. En
cambio, jamás lo conseguirá quien considera imposible distinguir lo
verdadero de lo falso. En clave moral, es lo que se dice en la Biblia, a
72 José María Torralba

propósito de la tibieza como un estado del alma: «Porque no eres frío


ni caliente...». El relativismo antes mencionado conduce a esas formas
de indiferencia. Por contra, la educación liberal procura que los estu-
diantes se tomen en serio lo que estudian y puedan descubrir la relación
entre pensamiento y vida. Por lo demás, «vérselas con la verdad» es lo
que realmente previene contra las diversas formas de dogmatismo e
ideología, pues se reconoce que la verdad existe, pero que nos supera a
cada uno individualmente. Como ha dicho Benedicto XVI, «podemos
buscarla y acercarnos a ella, pero no podemos poseerla del todo», lo
cual se debe traducir en una actitud de humildad intelectual (Benedicto
XVI, 2011). (Para sorpresa de no pocos, esto lo dice la máxima autori-
dad de una religión que se autodenomina «verdadera»).
La verdad es ante todo búsqueda y un modo de orientar la propia
vida. En una ocasión preguntaron a Alejandro Llano: «¿Se puede ense-
ñar la verdad?», a lo que respondió:
Me parece que la verdad, propiamente, no se puede enseñar
como tal, y decir: ‘Esto es la verdad’. El profesor debe decir lo que él
considera que es verdadero, o indicar aquello que considera que no es
verdadero. Se las está siempre viendo con la verdad. Pero no se trata
de hacer un listado de verdades (Llano, 2011).

Lo que sí cabe es invitar a otros a buscar juntos la verdad.


Me atrevería a decir que lo que más necesitamos actualmente en
nuestras sociedades es «un corazón atento» como el que pidió el rey
Salomón para estar a la escucha de la verdad, es decir, esa «sensibilidad
para la verdad» de la que ha hablado Benedicto XVI en varios discursos
universitarios, citando precisamente a Habermas (Benedicto XVI,
2008, 2011). No es casual la coincidencia de los ideales cristianos y de la
misión propia de universidad, en primer lugar por su historia, pero so-
bre todo porque ambas apuestan por la racionalidad y la verdad (y, en
este respecto, la admiración del Papa por Newman también es relevan-
te). En cualquier caso, lo que parece cada vez más claro es que las aulas
son uno de los pocos ámbitos donde todavía es posible invitar a esa es-
cucha, a esa búsqueda de la verdad en que consiste la educación liberal.

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