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“Cajas de humo” de Yamila Begné

A las tres veintitrés de la madrugada del 6 de octubre de 1799 me convertí en el primer ser
humano en soñar con el tren a vapor. Según informó el instituto de análisis estadístico Racing REMs a la
mañana siguiente, fui yo el que obtuvo el primer lugar en la reñida carrera de esa noche de octubre.
Después del mío, siguieron, en otras dos cabezas de otros dos hombres, el segundo y el tercer sueño con
trenes a vapor, la misma noche, pero a las tres y veinticinco y a las tres y veintinueve. Para el mediodía
del 7 de octubre, mi primer puesto estaba ya confirmado por todos los organismos pertinentes. Algunos
ya empezaban a decir que era un premio que no merecía, que yo solo había dado un paso muy preliminar,
demasiado preliminar, hacia la invención de la primera máquina capaz de circular con éxito sobre rieles.
Sin embargo, mi nombre apareció encabezando la tríada en The Daily Dreamer, el periódico
especializado de la zona. Aunque en un principio los otros dos nombres me resultaron desconocidos, tras
varias relecturas pude comenzar a repetir sus sonidos con familiaridad. George Stepson y John Blinkistop;
nombres como cualquier nombre, como el mío también. Nombres de los tres primeros sueños humanos
con locomotoras. Richard Trevithink, el mío, arriba de los otros dos.

Un mes después de la publicación, ya habíamos acordado el encuentro para relatarnos los tres
sueños. Queríamos compararlos, verlos uno después del otro para intentar visualizar el dibujo que
trazaban en conjunto. ¿Serían iguales? ¿Habríamos soñado con el mismo tren, con las mismas
locomotoras, con los mismos vagones? No lo sabíamos. En verdad, lo que sabíamos era muy poco: en ese
entonces, ni siquiera teníamos los nombres para los objetos que íbamos a tener que mencionar. Recién en
1804 iba a enterarme yo de qué era un cilindro; recién en 1811 Blinkistop patentaría el sistema de
cremalleras; recién en 1826 llegaría Stepson a realizar el primer diseño completo de una línea de
ferrocarriles. No sabíamos casi nada, solo lo que habíamos soñado, cada uno, por su cuenta; solo que
habíamos sido los primeros en soñar con trenes.

Un miércoles de lluvia, después del almuerzo, nos dimos cita los tres en un bar del centro de la
ciudad. Aún no nos habíamos visto las caras, por lo que, en nuestra correspondencia previa, convinimos
en llevar sombrero de ala amplia y en acomodarnos cerca de la entrada. Cuando abrí la puerta del local,
Stepson y Blinkistop ya estaban conversando. Con los sombreros todavía encastrados en las cabezas,
parecían entablar un diálogo de formas cordiales e introductorias. Un paso, dos pasos, tres pasos. La
mano de Stepson, la mano de Blinkistop. Los tres sombreros describieron una curva que los soltó de las
cabezas y los depositó en la mesa. Las sillas, al unísono, hacia atrás. Los sacos, desabotonados de repente.
Los chalecos, estirados hacia abajo.

Después de las primeras palabras que nos dijimos, fue claro que un solo encuentro no sería
suficiente para adivinar el trazo que los tres sueños podían dibujar, uno al lado del otro. Stepson dijo que
el suyo era por de más complejo, que él no llegaba a entenderlo. Blinkistop dijo más o menos lo mismo
del suyo: que ahí adentro no sabía reconocerse a sí mismo. Estaban angustiados; con miedo, incluso. Por
mi parte, haber sido el primero me daba un poco más de ímpetu para afrontar el relato; pero solo un poco
más. Decidimos, ahí mismo, que nos encontraríamos tres veces, a razón de un sueño por vez.

Sueño número uno

Mi padre, en la cabina, controla la locomotora. Lleva un traje blanco, cigarro en la comisura


derecha de los labios y aceite nuevo en el pelo. Sonríe a medias mientras, con una sola mano, dirige los
controles giratorios de la máquina. La sonrisa se le dibuja un poco más, asciende hasta que la brasa de su
cigarro le ilumina la pupila derecha. Doy vuelta la cara, hacia atrás: las pasturas verdes de afuera pasan a
velocidad y se confunden con el campo de tulipanes que tienen que proteger. El viento se escurre hacia
adentro de la cabina y me hace girar nuevamente. Mi padre ya mira de nuevo hacia el frente, sus ojos en
los circuitos y su cigarro cerca del foco aspiratorio de su garganta. La sonrisa permanece y todo está más
frío.

The Daily Dreamer cubrió con una crónica los tres encuentros. Fue una crónica por entregas, en
tres partes. El cronista le había puesto como título “Cajas de humo”. Que en nuestras conversaciones se
hallaba el futuro de la industrialización, decía. Que nosotros tres juntos, y solo nosotros tres, éramos
suficientes para que los trenes pasaran a ser una realidad concreta. Que si alguno de nosotros llegaba a
morirse, o a desaparecer, o a enloquecer, la locomotora a vapor nunca llegaría a existir. Contaba sobre el
premio en metálico que nos había dado Racing REMs: aunque no especificaba la cifra, dejaba en claro
que no nos alcanzaría para mucho. Además, en la primera entrega, la nota recogía en coro nuestras voces.
El reportero citaba a Blinkistop primero: “Con los trenes sobre rieles, avanzamos hacia adelante, en
progreso permanente”. Y después a Stepson: “El tren perfecto funciona como una flecha en el espacio
vacío, sin rozamiento, pura dirección”. Y, en el último párrafo, a mí: “Van hacia adelante, sí, pero a la vez
vienen del pasado”.

Sueño número dos

Abro los ojos. La señora de tocado azul que subió en la última estación desenfunda un refrigerio
casero; sus mejillas rosadas me sonríen flacamente y luego vuelven a los mordiscos gustosos que da la
boca. Se abre la compuerta del camarote. El fogonero nos pide los boletos con un ademán de su mano
callosa. Las gotas que le bajan por la cara enjuagan apenas los restos de ceniza, los humedecen. La señora
revuelve en su comida y encuentra un rollo de papel, que le entrega. Él la mira conforme, con un
parpadeo, y ella vuelve a su alimentación. Me paro, revuelvo entre mis ropas. En el bolsillo interno del
saco, doy con un cuerpo rugoso. Lo agarro. Abro la mano, ahora negra, y le doy al fogonero una piedra de
carbón. Él prepara un nido entre sus manos y ahí la encierra; la mira, la escucha, la aspira.

En la segunda entrega, el reportero dio un giro en el enfoque de su crónica y, seguramente atizado


por sus editores, se abocó a hacer un intento de perfil crítico de cada uno de nosotros. Presentaba a
Stepson como un advenedizo a la cultura industrial, nacido en un entorno agrícola y alfabetizado muy
tardíamente. En su fase más predictiva, el cronista vaticinaba que Stepson ganaría una importante
licitación con un modelo de tren para unir las ciudades más importantes de la zona. Decía, también, que
se iba a morir enfermo de pleuresía. De Blinkistop decía que solo le preocupaba reducir los costos de
transporte para la empresa que lo contrataba y que no tenía ningún interés real en el suceso científico que
la invención del tren iba a significar. Volvía a predecir: Blinkistop moriría antes de llegar a los cincuenta
años. A mí, según el cronista, me había ido muy mal en mis años de escuela. Llegaba a insinuar, incluso,
que nunca debí haber salido de las minas en las que había nacido. Con mi futuro, sin embargo, la nota era
un tanto más favorable: viajaría a tierras lejanas, cruzaría océanos y, en general, tendría una buena vida
hasta que, un día, todavía lejos de casa, me quedara sin dinero. Ese mismo día, por un acto fortuito del
futuro, me cruzaría con Stepson: sería él quien me prestaría, agregaba el reportero, las cincuenta libras
para el pasaje de vuelta.

Sueño número tres

Mi esposa, de pie y despeinada; sus pechos laten altos sobre el vestido de encajes viejos pero
apretados. Con movimientos rápidos, agarra todo lo que puede cargar con los brazos: algunas ropas de
viaje, un pequeño maletín que me pertenece, las valijas. La articulación exclamatoria de sus labios indica
que me está gritando algo urgente que no puedo oír. Hasta que comienzo a escuchar todos los gritos. Y
miro. Las parejas se besan antes de saltar del vagón; los padres dan a sus hijos el ímpetu necesario para
abandonar el tren en movimiento; los ancianos se entregan a sus asientos, con los gestos detenidos. A los
suspiros y llantos se suman los golpes secos de los cuerpos que dan contra la tierra, vagón tras vagón tras
vagón. El espacio aéreo exterior se habita de equipaje, arrojado como inservible. Mi esposa vuelve a
mirarme. La miro. Vuelan nuestras ropas y nuestras valijas. El aire se embolsa en los pliegues reñidos de
su vestido y llegó a ver la extraña pose de sus piernas al caer.

La tercera y última entrega reproducía los tres sueños, narrados en una primera persona uniforme,
anticuada por demás, que no daba ninguna cuenta de los rasgos propios de cada uno de nosotros: las
excentricidades de Blinkistop estaban borradas, al igual que las sutilezas de Stepson y mi clara
inclinación por el énfasis. Dispuesta esta vez en forma de columna, la nota presentaba los sueños en orden
cronológico, uno detrás del otro. El cronista, al fin, incluía su nombre: Matthew Murray. Lo hacía,
precisaba en la nota, porque con su nombre aportaba sustento a la interpretación con la que quería
terminar su texto. Decía que una crónica por entregas no podía estar cerrada sin una intromisión ostensiva
del reportero; y que, en nuestro caso específico, The Daily Dreamer no podía omitir acercar al público
una lectura, al menos una, para el conjunto de los tres sueños. Y, en pocas palabras, eso es lo que hacía
Murray en los dos párrafos finales de su texto. Decía que el dibujo que los tres sueños trazaban
conjuntamente parecía, de algún modo, invisible, transparente. Decía también, desmintiendo sus propias
afirmaciones de la primera entrega, que no había que dar demasiado crédito a los contenidos concretos de
nuestros sueños, que no valían más que cualquier otro, que ser los primeros tres no los hacía ni más
premonitorios ni más visionarios ni más exactos en términos científicos. Era, simplemente, decía Murray,
una mera arbitrariedad que hubieran sido nuestros sueños, y no cualquier otra tríada, los que habían salido
primeros en el certamen de Racing REMs.

Por nuestra parte, Blinkistop, Stepson y yo nos encontramos una cuarta vez, en el mismo bar. No
llovía, no hacía frío, y los tres nos conocíamos, entonces, cuatro veces más que antes. Llevamos los
recortes de la nota de Murray y la releímos entera con las primeras cervezas. Con la segunda tanda,
Blinkistop dijo algo sobre un sistema de cremalleras como mecanismo de acople para las vías, Stepson
puso sobre la mesa los primeros bocetos de un diseño nuevo y yo les conté cómo pensaba avanzar en el
proceso de construcción de los cilindros. El premio en metálico que nos había dado Racing REMs ya nos
lo habíamos gastado casi todo; nos quedaba solo una pequeña parte, muy pequeña, que habíamos
acordado reservar para pagar las bebidas de nuestro último encuentro. Era tarde cuando nos paramos. Las
sillas, para atrás. Los sombreros, de nuevo sobre las tres cabezas. La mano de Blinkistop, la mano de
Stepson. Y eso fue todo.

“El martillo de plata” de Valeria Tentoni

Cuando soñaba con los golpes no tenía sentido insistir con mantenerse en la cama. Tenía que
levantarse, fuera la hora que fuera, y salir de la posición horizontal, una mímica de la oferencia de aquella
vez. Así que abandonaba el colchón, el sueño, y se erguía. Caminaba hacia la cocina, cruzando el
departamento, apenas despierta. Apoyaba su cuerpo sobre la mesada y se quedaba largos minutos
observando los azulejos blancos, hasta que su mente cambiaba de dial.

Lo que Rosina sentía era como si le estuviesen martillando la nariz a golpes, cortos y firmes,
desde arriba. Como si su cuerpo se fuese hundiendo, golpe a golpe, un poco en la tierra. Tac. Tac. Tac.
Golpes metálicos, decididos, resueltos.
Pensaba en las pirámides. En la cantidad de hombres imposible de imaginar que habían moldeado
la piedra, limado sus bordes, cincelado el lugar exacto para que el corte fuese perfecto y el encastre
seguro. Imaginaba las junturas de esos bloques, desanimando a la destrucción, preparados para enfrentar
los trabajos del viento y la arena. En su desprolijidad programada para retener la figura madre. Pensaba
también en esos pasadizos, construidos de adentro hacia fuera, y su asfixia. Muchos eran los
pensamientos con los que buscaba entretenerse, pero había pasado largo tiempo y todavía no se lograba
deshacer de esa fuerza que insistía sobre su cara con golpes invisibles y la hostigaba, sobre todo, de
noche.

También de día, en el aula, mientras tomaba apuntes. O cuando a sus amigas las bañaba la luz
recortada de la bola de cristal y de repente no podía seguir bailando con ellas y tenía que salir a tomar
aire. Durante las conversaciones con extraños, con personas que acababan de presentarle y que no la
habían conocido con su nariz anterior. Cuando sonreía y sentía su cara abriéndose como una orquídea.
Tac. Tac. Tac. ¿Se le notaba? ¿Alguien podía ver, desde afuera, cómo su nariz se resentía y rebotaba de
dolor una y otra vez? ¿Se movía? ¿Algo en ella dejaba traslucir la sensación?

Su mamá la había acompañado –con su enorme nariz como recordatorio de la urgencia– hasta la
puerta del quirófano. No le había fallado jamás. Había estado ahí en cada consulta, en cada estudio, en
cada crisis de angustia antes de salir, y en cada noche, de vuelta, rugiendo de tristeza. Con cada uno de los
cirujanos que la vieron antes de decidirse por el que iba a operarla. Estaba en Capital y habían tenido que
viajar varias veces hasta dar con él, pasar muchas horas acurrucadas en los asientos apenas reclinables de
los colectivos, contorsionistas del sueño. Rosina con los oídos clausurados por dos auriculares; a veces ni
siquiera escuchaba música pero simulaba hacerlo para que su mamá no le hiciera más preguntas.

«Lindos dientes», la había felicitado el cirujano mientras le mamarracheaba la cara con una fibra
azul que después se limpió en el baño del consultorio. A ella le había sonado a elogio burocrático. Algo
como: voy a sacarte lo feo para hacerte lo hermoso, así recibís más de estos.

La suculenta nariz de su mamá también había sido lo primero a la vista al volver de la anestesia:
una nube gruesa, la mancha de carne levitaba frente a ella cuando despegó los párpados. Antes de que
lograra enfocar, antes de terminar de entender dónde estaba, qué había pasado, le dijo:

–Escuché todo. Escuché todo, todo.

Pero su mamá había intentado tranquilizarla diciéndole que estaba saliendo del efecto, que tenía
que quedarse quieta, serena. Que eran unos minutos difíciles, que ya sabía de qué se trataba, lo habían
hablado antes. Como les habían recomendado: respirar despacio, contando ocho, diez, ocho, diez. Que
todo había salido bien y la operación no había tenido inconvenientes. Que se iba a ver preciosa ahora,
como siempre había querido. Que era muy valiente y estaba muy orgullosa de ella.

Cuando llegó el médico a la habitación pudo ver su mano blanca apurando el suero. De haber
tenido fuerza suficiente, en ese momento, lo hubiese mordido. Lo hubiese mordido con sus bonitos
dientes naturales hasta arrancarle la nariz. “Tengo sed”, fue lo único que logró decir, pero no le dieron
permiso para tomar agua. No todavía. El médico autorizó a la mamá a que le mojara los labios con una
gasa empapada. Nada más. Repitió que todo había salido bien, que tenía que descansar. Acarició su frente
y pronunció: des-can-sar. Bajó sus párpados como se bajan los párpados de los muertos, para que los ojos
no perturben a los vivos cuando siguen mirando el mundo al que ya no tienen derecho. Ella, obediente, se
durmió. Lo que recuerda, después, es pedir que le acerquen un espejo.

–Hija, es que estás vendada. Y todavía no es momento.

También recuerda haber insistido. La anestesia empezaba a abandonarla, como una cebra que
corre cruzando la selva, decidida a demostrar que la perfección es posible pero también más ágil que
nosotros. Todo daba vueltas y le dolía horriblemente la cabeza, la nariz, las mandíbulas. La cara una
máscara de fuego. Sus ojos supuraban lágrimas y desperdicios amarillentos que su mamá le retiraba con
un pañuelito.

Cuando al fin se sacó la primera tanda de vendas lo que vio en el espejo fue, primero, una
confusión de lagunas verdosas, negras y moradas. Lamparones superponiéndose, hematomas en distintos
niveles. Sus párpados habían crecido, le pareció, unas tres veces su tamaño, y de sus fosas nasales salían
dos algodones sanguinolentos. La deformación era completa y sentía un regusto ácido en la boca. Su cara
era una montaña petrificada por el dolor, cubierta con gasas y una férula.

Al día siguiente de la operación, después de una noche insoportable, le repitió a su mamá que
había escuchado todo. Rosina dijo que cuando la dejaron en el quirófano, en la camilla, con la bata
ridícula esa que les ponen a los pacientes, le pidieron que respirara en una máscara. Que lo hizo, y de
repente se reía muy fuerte, como nunca antes se había reído en la vida. Después sintió algo parecido a un
desmayo, pero los sonidos empezaron a engrosarse a la vez que se difuminaban. Las voces del cirujano y
sus ayudantes retumbaban en su cabeza. Recuerda que encendieron una radio: lo supo porque identificó
las propagandas. Era la misma radio que escuchaba la portera del edificio. Los médicos hablaban. Poco.
Después más. Rosina dijo que al principio estaba tranquila porque creyó que todavía faltaba que le diesen
otra dosis de anestesia, o que parte del efecto llegase a ella. “Pero cuando sentí el corte, empezó”, dijo.
“No podía ver nada, tenía los ojos cerrados y no podía moverme. Intenté hacerlo, sé que dirigí toda mi
fuerza hacia mis piernas y manos para patalear pero no podía. Quería avisarles que estaba ahí, que estaba
ahí, que yo estaba ahí, pero no había manera. Escuchaba y sentía todo, pero sin dolor: no era dolor. Un
filo que se clavó, el tironeo. Sentía la fuerza que me hacían, escuchaba las risas de los instrumentistas, la
voz del cirujano pidiendo cosas”. Había sentido las lonjas de piel desparramadas sobre sus pómulos, las
mismas que se habían cerrado antes sobre su nariz vieja, reteniéndola como una marca de agua. Mientras
tanto su cara toda era un hueso, un puente de marfil con su curva hacia la mitad, expectante. Un águila
descompuesta en medio del desierto.

Y el médico comenzó a martillar

Tac. Tac.

Tac.

Después la lijaba mientras comentaba el partido del domingo con otro, la puerta vaivén del
quirófano rechinaba y entraba gente, salía gente, una mujer nueva decía pocas palabras, decía “Sí”,
“Ahora”, “Listo”, y de vuelta a limar.

“Pensé que iba a reventarme la cara, la frente, que iba a equivocarse, que se le iba a zafar el martillo”.
Que el cirujano podía convertirla en miguitas de huesos, pensó. Un polvo incapaz de regresar a su forma
original. “¿Qué estaba haciendo ese tipo? Quería gritar y levantarme y acogotarlos a todos, a las
enfermeras, al cirujano, a todos. Me pareció infinito, que no iban a terminar nunca de hacerme eso.
Después sentí cómo cosían mi piel. Cómo hundían un hilo apretado y la tensión al correrlo. Cómo
clavaban y sacaban la aguja y anudaban”. Rosina hablaba pero su mamá no lo creía posible, no daba
crédito a lo que decía. Era algo que no podía terminar de sacarse de la boca, como cuando alguien se
come sin querer un pelo ajeno que se coló en el plato de comida.

“Estás muy nerviosa, hija, así no es el procedimiento, quedaste impresionada. Dormí otro poco,
vamos”, le pedía. Y después salía al pasillo a hablar por teléfono con su marido, en desacuerdo desde el
principio con el asunto, para contarle cómo iba todo, a los gritos, larga distancia. Su hija le parecía
hermosa, su mujer le parecía hermosa, el universo le parecía hermoso, así de roto y sucio y destartalado
que otros lo veían, a él todo le parecía que andaba perfectamente bien: nada que arreglar. Simplemente
seguir, ir hacia delante. Pero no había logrado convencerlas. No quería discutir. No tenía tiempo y estaba
muy cansado y el griterío y el llanto y los pataleos, todo eso lo desconcertaba. Prefería ponerse a
disposición, le parecía que así iban a avanzar más rápido. Quizás, si le hubiesen dado un hermano, o una
hermana, pensaba a veces, Rosina no sería tan... Pero ya era, ya estaba. Así que a terminarlo, eso le decía
por teléfono: “A terminar con esto y volver a casa”.

Al médico nunca llegaron a decirle nada. Les daba miedo. En verdad era algo no tan preciso como
el miedo. No pudieron. Rosina dejó de hablar de lo que le pasaba porque no sabía, ella misma, si era real
o si era parte de una fantasía. No podía tocar los bordes de lo que le pasaba y entonces no entendía qué
hacer con eso.

Al año siguiente se mudó a esa ciudad en la que le habían rebanado el perfil, para estudiar. El día
que despidió a sus papás en la terminal de ómnibus y volvió sola al departamento que le habían alquilado,
lo primero que hizo fue bajar los espejos y tapar el del baño con papel y cinta adhesiva. No aguantaba ni
siquiera verse. Su nariz crecía en el reflejo: se la veía igual que antes, igual a la de su mamá. Pero cuando
iba a tocarse para constatar la visión, descubría el holograma que le había preparado su mente.

La sensación volvía a castigarla en el subterráneo, haciendo la fila para comprar las fotocopias.
Tac. Tac. Tac. Mientras conversaba con sus compañeros su cara se partía al medio, un cierre de sangre, y
lava la dividía en dos: se le veía el hueso, la grasa, la basura irregular de adentro. Rosina sabía que lo
mejor en esos casos era insistir en hablar. Si se detenía, perdía. La volteaba. Ella era un paredón y lo que
le pasaba una ola fortísima, capaz de vencerlo. Participaba del mundo en un estado de inminencia,
siempre alerta.

Mientras se estaba duchando, los ojos cerrados, el agua caía sobre su herida abierta, lavándole el
revés de la piel. Cuando estaba en su casa y no tenía con quien esquivar el miedo prendía el televisor,
ponía música fuerte, le competía a la cabeza. Nunca hacía una sola cosa, para evitar que se le viniera la
ola. De noche se despertaba con sacudones, el cuerpo le hacía lo que hacen los cuerpos cuando alguien les
grita, de repente, en medio del silencio. En esa electricidad no podía respirar bien y abría las ventanas,
sacaba la cara al pulmón del edificio. Identificaba las luces de los departamentos. Siempre había alguien
despierto y eso la tranquilizaba un poco, aunque se tratase de desconocidos, gente con la que no había
hablado nunca.

Una tarde el encargado le tocó timbre. Había que revisar la cocina porque la cañería estaba
descompuesta. Tenían humedad en el piso de arriba y en el de abajo, y la lógica y los planos indicaban
que también detrás de su heladera.
Entraron dos hombres, la saludaron. El encargado preguntó si ella prefería que se quedara ahí,
acompañándola, mientras trabajaban. Rosina dijo que no, que estaba bien así. Desenchufaron la heladera,
la corrieron y apareció la mancha de moho. Tímidas aureolas y pintitas negras se distinguían, ahora, en la
pared. ¿Desde cuándo estaban ahí? ¿Cuál había sido, de todas esas pecas de moho, la primera que había
aparecido?

“Hay que romper”, dijo el más alto.

A ella le daba igual y dijo: “Me da igual”.

Intentó avanzar con el resumen que estaba preparando, a metros de la cocina. Era un departamento
pequeño, dos ambientes, así que nada estaba muy lejos de nada y en el aturdimiento general terminó por
desistir.

Los tipos rompieron, como habían prometido. Pero tenían que seguir rompiendo más tarde. «Por
hoy estamos», le hicieron saber.

Afuera había oscurecido, y a Rosina le parecía increíble que de un momento a otro se hubiese
terminado el día. Le pidieron permiso para dejar las cajas con herramientas hasta la jornada siguiente:
iban a volver a las ocho y también le preguntaron si iba a poder abrirles tan temprano.

Cenó un yogurt con cereales. En el televisor se apretujaban los colores, saturados, y se quedó
dormida mirando una serie. Cuando la despertó la sensación, como tantas veces la despertaba, ya estaba
decidida.

Tac. Tac.

Tac.

Se irguió y se sentó en la cama en la misma posición que le habían indicado durante el post
operatorio. Reclinada, para evitar la hinchazón, para que la sangre buscara un rumbo seguro y no se
encajara donde no debía. En lugar de la serie ahora un presentador decía alguna cosa en inglés y los
subtítulos, le pareció, avanzaban más rápido que él.

Bajó de la cama y llegó hasta el baño. Arrancó el papel de diario por el medio, se miró de frente.
Fue hacia la cocina. Abrió la caja de herramientas que los plomeros habían dejado. No tardó en encontrar
el martillo, junto al cincel. Lo limpió con detergente hasta que brilló. Después limpió sus manos.

El agua salía tibia, bautismal.

“Se va armando” de Sergio Bizzio

Después de décadas de trabajo, año tras año y tras año, cada uno de ellos con sus días y sus noches
y sus fieras y sus “sus”, logré entrar a mi mente. No fui muy lejos, como puede sugerir la palabra “mente”
(además del hecho de haber entrado), pero sí lo bastante para encontrar lo que había ido a buscar. ¿Una
joya? Ja, ja, ¡nada que ver! ¿Un recuerdo? Menos. (Tengo más recuerdos de los que necesito, como
cualquiera). ¿Qué, entonces?
Cierta mañana, atravesando el zoológico, me detuve junto a la jaula de los monos. A mi lado había
una chica de seis o siete años y un hombre de saco y corbata, con aspecto severo. El hombre dijo:

-Los monos crearon la humanidad. ¿Qué hemos creado nosotros?

-Yo sé muy bien lo que he creado –dijo la chica.

-¿Qué? –le preguntó el hombre.

La chica hizo un silencio. Tuve la impresión de que estaba pensando si debía decirlo o no. Y de
pronto se largó a correr a toda velocidad. En cuestión de segundos se perdió de vista. Lo último que vi de
ella fueron sus zapatillas. Ese día la Argentina hizo un golpe de Estado.

Esta noche cumplo 50 años. Arranca (vuelve a arrancar) la etapa dura. Se mueren los padres,
empiezan a morir los amigos. La melancolía, con pasitos de hormiga, se apodera del terreno a razón de un
milímetro por día, si concedo a la vida por vivir unos diez metros de longitud. No sé si eso es mucho o
poco y no importa. A los 25 años, diez metros se cubren con diez pasos. A los 55 con doce. A los 60, con
trece. A los 65, con catorce. A los 70 con quince. Pero no sólo se acortan los pasos: el espacio, además, se
estira, paradójicamente, y no llegamos nunca vivos al final del recorrido. Supongo que a esos diez metros
podría descontarles dos, ya que sin duda entraré a ellos boqueando y de ninguna manera me atreveré a
llamarle a eso “vivir”.

-¡Se va Armando! –grita mi mujer en la planta baja.

Con toda sinceridad: no sé quién es Armando. Cenó con nosotros, dijo unas cuantas cosas sin
sentido y aparentemente ahora se va, pero nunca antes lo había visto (supongo que es amigo de Sonia,
quizá un compañero de trabajo). Durante la cena me mantuve ausente, parapetado detrás de una sonrisa,
hasta que conseguí escabullirme. Lo hice con toda tranquilidad; simplemente me levanté y abandoné el
comedor.

En el trayecto esquivé un sillón, un poco más allá una lámpara de pie y por último un mueble
junto a la escalera; es probable que Armando haya pensado que estaba borracho, ya que ignora que ese es
mi modo normal de andar. Me pasé la vida esquivando objetos. Soy una de esas personas (hay otras, yo
mismo las he visto) que están constantemente a punto de llevarse algo por delante. Un árbol, un cartel,
una reja, lo que sea. Así que camino zigzagueando, como si el mundo se me viniera a cada rato encima.
Lo hago con un giro brusco del hombro, o con un rápido cambio del paso, o echando la cabeza hacia
atrás.

-¡Se va Armando!

Y sin embargo torpe no soy. No recuerdo que se me haya caído nunca nada de las manos, por
ejemplo, ni haber chocado alguna vez con algo: soy veloz, firme y delicado. Y aún más durante la noche
que durante el día, como un fantasma.

Ahora es de noche. Me llevo la copa a los labios, la inclino y espero a que la última gota de
líquido, hasta entonces arrinconada en un defecto del vidrio, se desprenda y, con la mente en blanco, se
deslice hacia mi lengua, que tiembla sin ansiedad. ¿Hasta cuándo me voy a sentir joven? Es una buena
pregunta, pero antes de responderla decido bajar y despedir al invitado.

Últimamente cada vez que bajo algo, una escalera, un colectivo, lo que sea, recuerdo la violación
a la que fue sometida Sonia el mes pasado, y no solo ella, decenas de mujeres. Sonia fue una de las
víctimas del ahora célebre Welson Put, instructor de paracaidismo, y una de las primeras en advertir lo
que ocurría, o más exactamente lo que le hacían. Put operaba así, por decirlo así: había cosido un cierre (o
cremallera) en la parte trasera del traje u overol que deben vestir los principiantes para dar el salto, justo
sobre las nalgas. Durante el ascenso en avioneta charlaba animado, era cortés y transmitía confianza y
seguridad; ayudaba a sus víctimas a ponerse el casco y los guantes y despejaba con paciencia las dudas y
temores de último momento. Y de pronto saltaban. Como todo el mundo sabe, los principiantes van
literalmente pegados al instructor -que las abraza desde atrás, unido a ellas con un arnés- y a veces incluso
sentados sobre sus piernas. El vértigo de ese primer salto libera enormes cantidades de adrenalina, a tal
punto que no se tiene casi ninguna sensación aparte de la caída misma. Uno abre la boca y la cara se le
inflama, separa los brazos y cambia de dirección. Y mientras el principiante juega, Put descorre el cierre
del traje y las penetra. Antes, por supuesto, mete un dedo en la cremallera de la alumna y aparta sin apuro
la bombacha.

La caída es larga, de alrededor de diez minutos, de los cuales dos minutos o menos son en caída
libre. Ese tiempo era suficiente para que Put alcanzara el clímax. Cuando el paracaídas se abría y los
cuerpos salían disparados hacia arriba, en ese preciso momento, Put eyaculaba. Después, mientras
empezaban otra vez a caer, ahora bamboleándose suavemente, retiraba el miembro, lo guardaba y
levantaba el cierre de la novata, que no había sentido ni advertido nada.

Tocan tierra.

El tal Armando espera de pie junto a la puerta. Mi mujer está a su lado. Me miran los dos. Él se
retuerce las manos. Ella sonríe. Yo dejo la escalera.

-¡Armando! –le digo-, ¿ya se va?

-Sí -dice él-, son las diez y todavía le tengo que ir a dar de comer a los canarios.

Le cuento que en otra vida cultivé una colonia de hormigas, en un gran recipiente de vidrio, y que
incluso leí mucho sobre ellas. Mi mujer alza las cejas y se finge extrañada, como aludida. Por un instante
recuerdo un largo viaje diurno, plano, inagotable, sobre el que ahora no vale la pena abundar, pero durante
el que ella no se rió de nada, como una zombie, mientras yo movía apenas el volante y pasaban las
montañas.

Nos damos las manos (yo una, él dos).

Mientras dura el apretón me dice que la ha pasado extraordinariamente bien, lo que me suena
exagerado. No ha hecho más que comer y hablar.

Sonia agrega:

-Espero que se repita.

-Ahora –dijo Armando acariciándose el estómago- estoy extraordinariamente satisfecho (es todo
extraordinario), pero sé que mañana a esta misma hora recordaré con dolor el jamón, el pollo y las papas
al plomo. ¡Y los kinotos! –exclamó besándose los dedos.

-¿Quiere llevarse algunos? –ofreció mi mujer-. Hice muchísimos, tengo varios frascos. Llévese uno. Lo
voy a buscar…
Armando se negó de punta a punta, e incluso se atrevió a sujetarla de un brazo. La suela de goma
de uno de los zapatos de Sonia chirrió al ser detenida. Bajé la vista para ver cuál. Armando dijo:

-Deje, por favor, se lo suplico. Sé que me los comería todos esta misma noche, apenas llegue a casa,
mirando televisión, y eso es algo que no me puedo permitir.

Es un tipo de lo más extravagante.

-¡Por fin! –dije cuando Armando se fue-. ¿Quién era?

Sonia me miró desconcertada.

-¿Quién era? –repitió-. ¿Cómo que quién era?

Supe que se venía una discusión, así que no dije nada más. Desde que Sonia cayó en las garras de
Put discutimos por cualquier cosa. De hecho, los motivos de discusión, por triviales que sean, ya resultan
cosas para mí y desde entonces los esquivo igual que a muebles. No obstante, soy consciente del hecho
(el hecho, el hecho, el hecho, dijo Novalis) de que Sonia ya no me ama. Lo supe o lo comprendí de pronto
una tarde en la que paseábamos en bicicleta por el campo, frenados a cada metro por zanjas y pastos y
pozos, y supe, también, aunque ahora sin comprender por qué, exactamente desde cuándo. Hice la suma.
Mi mujer dejó de amarme hace hoy 795 días. No es poco, pero no me jacto.

Ya a gusto en la tristeza de sentirme solo todo el tiempo, me puse un saco color crema (había
refrescado) y salí al jardín -al sol de la luna-, donde lloré largo rato de espaldas a la casa. Hasta que Sonia
apareció a mi lado envuelta en una salida de baño y con nada debajo, teóricamente desnuda. Traía una
nuez en una mano.

-Sonia ¿te vas? –le dije.

Ella me miró como si no hubiera entendido la pregunta.

En realidad la había entendido bien, y el que debía irse era yo.

-Si querés salvar el matrimonio empezá a caminar –dije-. Si querés salvar el matrimonio, que se ahoga,
empezá a caminar. Hacés pie.

Sonia buscó el fondo con la punta de los pies y, en efecto, cuando lo encontró el agua le llegaba a
la cintura. Sus pechos desnudos flotaban a la par de los míos.

Lo que no sabía, lo que no sabíamos, ni ella ni yo, era que vivíamos tan cerca de una aldea. Ni
bien saltamos el tapial… El terreno era tan irregular que daba la impresión de haber surgido un minuto
atrás, al cabo de un rápido movimiento de placas que Sonia no advirtió, ni yo, dedicado enteramente a ella
(y al consumo). Los pies se hundían en arena seca, después en arena húmeda, después se afirmaron en
rocas y en capas milimétricas de tierra espolvoreada como harina. Yo me mojé un dedo, lo hundí en el
suelo y me lo llevé a la boca, pero no sentí que fuera harina sino más bien ceniza.

Las cenizas de un gran valle gris, las cenizas de un gran cielo envenenado.

Entre el valle y el cielo se comprimía el terreno a cada paso y podía advertirse el bamboleo de las
primeras elevaciones a lo lejos, por no hablar de la aceleración repentina del oleaje. En efecto: el mar
chillaba como una chica atrapada en un callejón a oscuras.
Alacranes, serpientes, diminutos zorros amarillos, arañas de orejas puntiagudas, lagartijas,
salamandras y un largo etcétera de vida seca estiraba sus antenas, trompas y hocicos. Pero el resultado de
la charla no era más que ruido y silencio y un contrapunto entre lo que podía entenderse y lo que no. (¿Y
eso? No sé). A medida que la noche se hacía más profunda, cruzaban por la mente los peores
sentimientos.

Fumo cigarrillos armados. En determinado momento me quedaron nada más que dos filtros y un
papel. Armé uno y lo prendí mientras el valle ante nosotros pujaba por hacerse invisible.

Como en nuestras vidas, no había horizonte: las montañas se sucedían unas a otras, montándose en
la oscuridad (a veces por debajo y a veces por encima de las nubes). Decenas de casitas se alineaban en
bloques temerosos, separados unos de otros, aunque cada uno de ellos comprendía de cinco a siete casas,
muchas de ellas con las chimeneas encendidas. Pité y empecé a bajar.

Sonia dio una carrerita y se puso a mi lado. Hacía frío, a pesar del calor. Había ranas y en más de
una ocasión las escuchamos ladrar (no fuera cosa que ladrara un perro). La única persona con la que nos
cruzamos en más de una hora de descenso fue un adolescente con piel de cobre y largos cabellos rosados,
envejecido a pesar de la oscuridad, al que le preguntamos “cómo venía la mano allá adelante”. Nos
respondió: “duermen todos”. Sonia y yo creíamos que habían apagado las luces por temor a un
bombardeo, pero no se lo dijimos. El chico siguió subiendo. Nosotros seguimos abajo, callados,
perfilados como un rapto de inteligencia, mirándonos muy de tanto en tanto, siempre de soslayo.

Ahora teníamos miedo. Sonia se puso a hablar con Dios. Le dije que no estaba al tanto de su fe y
ella dijo: “Hablo con Dios, pero de ahí a creer que existe…”. El cielo se abría y cerraba. Había luz y de
pronto no. De pronto se veía todo y de pronto nada. Era como bajar por una fotografía.

Sonia se agarró de mi brazo. Por instinto me detuve y miré hacia atrás: estábamos a mitad de
camino, seguir adelante o volver ya daba lo mismo. Sigamos, dijo Sonia. Tengo que reconocer que yo iba
a decir volvamos.

Ya en el pueblo empezamos a sentirnos un poco más tranquilos. No había un alma. Las ventanas
estaban cerradas, las poquísimas antenas de televisión que había en el lugar habían sido enfundadas y no
crujía nada, ninguna puerta, ninguna tabla, ninguna rama, a pesar del viento, que lo revoleaba todo.
Nuestros pasos eran lo único que se oía. Me quité el saco, lo doblé, me lo colgué de un brazo, del mismo
brazo del que iba agarrada Sonia, y de pronto me sentí menos solo, sutilmente menos solo, como debió
sentirse ella en compañía del saco, y la invité a tomar algo. Por supuesto, me dijo que no. Doblamos a la
izquierda (siguiendo un sendero cada vez más empinado, entre rocas cada vez más grandes y más negras,
en lugar de encarar el valle, sobre el que el cielo empezaba a dividirse); un siglo después salimos a un
claro muy oscuro en mitad del bosque. Y esto de claro oscuro no es un juego de palabras. Tenía algo de
pozo, algo de hueco, algo redondo, de telón combado…

Si antes no se veía un alma, ahora no se veía nada. Sonia se quitó los zapatos.

-¡Ah, no daba más! –dijo.

Yo pensé en Armando y en Welson Put y también en mí y empecé a masajearle los pies. Ella debió
pensar solo en mí, porque enseguida los retiró.

Le dije con voz de pasto:

-Hablemos.
Sonia, sentada sobre una piedra, se abrazó a una rodilla, se echó hacia atrás (calculando que
enseguida volvía) y cayó de espaldas. Hizo un ruido algodonoso. Dijo algo entre dientes mientras yo
empezaba a reaccionar, y se paró como un resorte. Agilidad: asombrosa.

Sonia retrocedía. Ya se había quitado por lo menos diez años de encima. Siempre me ha gustado
observar ese proceso. ¿Sabrá detenerse? ¿Lo hará en la adolescencia, en la niñez, donde la voz de su
madre tintinea como una perla, o irá todavía más allá? ¿Sabrá cuándo frenar? ¿Se esfumará? (Un
relámpago). Sé que no hay que despertar al que rejuvenece, pero igual le dije:

-Sonia ¿qué te pasa, qué tenés?

-Cambié –dijo ella-. Vos, harta de mí, ¡con lo que yo te amaba!, me pedías todo el tiempo que cambie. Y
un día, sin que te dieras cuenta, terminé por hacerte caso y cambié: me volví loca.

Para entretenerla o distraerla le pasé un brazo por la cintura y la fui llevando.

-A mi papá le daban mucho asco los sapos –empecé a contarle-. Yo lo supe a los nueve años de edad,
cuando uno de los amigos que nos habían invitado a cenar le puso un sapo en la espalda, metiéndoselo
por el cuello de la remera. Mi papá saltó y se puso a gritar y a correr de un lado para el otro,
sacudiéndose, hasta que consiguió sacarlo (pobre sapo, por otra parte). Mi padre estaba abochornado. En
el camino de vuelta a casa, en el auto, mi madre le acarició la cara y le dijo: “No les hagas caso”. Él
inclinó la cabeza y le besó la mano y siguió mirando al frente. Manejaba siempre muy atento; uno podía
relajarse, o dormirse, o ver el paisaje con toda nitidez: no había nada más seguro. En determinado
momento me miró por el espejito. “No te duermas que ya llegamos”, me dijo. Sonreía, pero a mí me
pareció que estaba serio. Y volvió a mirar adelante. Eso es todo lo que recuerdo de mi infancia –concluí.

Sonia, que no había dicho nada, volvió a callarse.

En cada uno de sus movimientos no, pero en muchos de ellos ya se perfilaba la chica que había
sido. Vacilaba y se reía. Las señales eran más que suficientes, así que la cargué en brazos. No pesaba
nada. Los episodios sangrientos quedaron enseguida de lado, con las primeras gotas.

Tenía que apurarme.

Subí yo también a mis propios brazos y rodamos montaña arriba.

“La cena de los monstruos” de Gonzalez Hesaynes Rita

Esa noche vinieron los monstruos a buscarme.


Les destrocé la tráquea y los fui amontonando
en un trance salvaje en la cocina.
Afilé las cuchillas, despellejé los cuerpos
y herví su carne en grandes ollas grises.
Por las habitaciones circulaba un aroma
siniestro y delicioso. Sobre un mantel a cuadros
con cubiertos de plata los devoré en silencio
y fueron agridulces los bocados, lo juro,
algunos tenían sabor a viaje y a trofeo y a brote,
otros a grillos muertos y teatros vacíos
y todo lo comí, como si no hubiera
otro pan en el mundo.
Porque acaso no haya otro pan en el mundo
que los monstruos.

“El triunfo” de Clarice Lispector


El reloj da las nueve. Un golpe alto, sonoro, seguido de una campanada suave, un eco. Después,
el silencio. La clara mancha de sol se extiende poco a poco por el césped del jardín. Trepa por el muro
rojo de la casa, haciendo brillar la hiedra con mil luces de rocío. Encuentra una abertura, la ventana.
Penetra. Y se apodera de repente del aposento, burlando la vigilancia de la cortina leve.

Luísa sigue inmóvil, tendida sobre las sábanas revueltas, el pelo esparcido sobre la almohada. Un
brazo aquí, otro allí, crucificada por la languidez. El calor del sol y su claridad llenan el cuarto. Luísa
parpadea. Frunce las cejas. Hace un gesto con la boca. Abre los ojos, finalmente, y los fija en el techo.
Lentamente el día le va entrando en el cuerpo. Escucha un ruido de hojas secas pisadas. Pasos lejanos,
menudos y apresurados. Un niño corre por el camino, piensa. De nuevo, el silencio. Se divierte un
momento escuchándolo. Es absoluto, como de muerte. Naturalmente, porque la casa está apartada, bien
aislada. Pero... ¿y aquellos ruidos familiares de cada mañana? ¿El sonido de pasos, risas, tintinear de
vajilla que anuncia el nacimiento del día en su casa? Lentamente le viene a la cabeza la idea de que
sabe la razón del silencio. Pero la aparta con obstinación. De repente sus ojos crecen. Luísa se
encuentra sentada en la cama, con un estremecimiento en todo el cuerpo. Mira con los ojos, con la
cabeza, con todos los nervios, la otra cama de la habitación. Está vacía.

Levanta la almohada verticalmente, se apoya en ella, la cabeza inclinada, los ojos cerrados.

Así pues, es verdad. Rememora la tarde anterior y la noche, la atormentada noche que vino
después y se prolongó hasta la madrugada. Él se fue, ayer por la tarde. Se llevó las maletas, las maletas
que solo hacía dos semanas que habían llegado festivas, con pegatinas de París, Milán. Se llevó también
al criado que había venido con ellos. El silencio de la casa quedaba explicado. Estaba sola desde su
partida. Se habían peleado. Ella, callada, frente a él. Él, el intelectual fino y superior, vociferando,
acusándola, señalándola con el dedo. Y aquella sensación ya experimentada otras veces cuando se
peleaban: si se va me muero, me muero. Oía aún sus palabras.

—¡Tú, tú me atas, me aniquilas! ¡Guárdate tu amor, dáselo a quien quieras, a quien no tenga nada que
hacer! ¿Me entiendes? ¡Sí! ¡Desde que te conozco no produzco nada! Me siento encadenado.
¡Encadenado a tus cuidados, a tus caricias, a tu celo excesivo, a ti! ¡Te detesto!, ¡piénsalo bien, te
detesto! Yo...

Esas explosiones eran frecuentes. Siempre estaba la amenaza de su partida. Luísa, ante esa
palabra, se transformaba. Ella, tan llena de dignidad, tan irónica y segura de sí, le había suplicado que
se quedase, con una palidez y locura tales en el rostro que las otras veces él lo había aceptado. Y la
felicidad la invadía, tan intensa y clara que la recompensaba de lo que nunca imaginaba que fuese una
humillación, pero que él le hacía entrever con argumentos irónicos que ella ni escuchaba. Esta vez se
había enfadado, como las otras, casi sin motivo. Luísa lo había interrumpido, decía él, en el momento
en que una nueva idea brotaba, luminosa, en su cerebro. Le había cortado la inspiración en el instante
exacto en que nacía con una frase tonta sobre el tiempo, rematándola con un insoportable: «¿verdad,
cariño?». Dijo que necesitaba condiciones para producir, para continuar su novela, segada desde el
principio por una imposibilidad absoluta de concentrarse. Se fue a donde pudiese encontrar «el
ambiente».

Y la casa se había quedado en silencio. Ella de pie en la habitación, como si le hubiesen extraído
del cuerpo toda el alma. Esperando verlo aparecer de nuevo, su cuerpo viril encuadrado en el marco de
la puerta. Le oiría decir, los anchos hombros amados estremeciéndose de risa, que todo era una broma,
un experimento para una página de su libro.

Pero el silencio se había prolongado infinitamente, solo rasgado por el ruido monótono de la
cigarra. La noche sin luna había invadido lentamente la habitación. El aire fresco de junio la hacía
estremecerse.

«Se ha ido», pensó. «Se ha ido». Nunca le había parecido tan llena de sentido esa expresión,
aunque la hubiese leído antes muchas veces en las novelas de amor. «Se ha ido» no era tan simple.
Arrastraba un vacío inmenso en la cabeza y en el pecho. Si la golpeasen allí, imaginaba, sonaría
metálico. ¿Cómo viviría ahora?, se preguntaba de repente, con una calma exagerada, como si se tratase
de algo neutro. Repetía, repetía siempre: ¿y ahora? Recorrió con la mirada el cuarto en tinieblas. Tocó
el interruptor, buscó la ropa, el libro de cabecera, sus vestigios. No había quedado nada. Se asustó. «Se
ha ido».

Se revolvió en la cama horas y horas sin que llegara el sueño. De madrugada, debilitada por la
vigilia y por el dolor, con los ojos ardientes, la cabeza pesada, cayó en una semiinconsciencia. Pero su
cabeza no dejó de trabajar, imágenes, las más locas, le llegaban a la mente, apenas esbozadas y ya
fugitivas.

Dieron las once, largas y descansadas. Un pájaro soltó un grito agudo. Todo se ha paralizado
desde ayer, piensa Luísa. Sigue sentada en la cama, estúpidamente, sin saber qué hacer. Fija los ojos en
una marina de colores frescos. Nunca había visto un agua que diera una tal impresión de fluidez y
movilidad. Nunca había reparado en el cuadro. De repente, como un dardo, una herida dura y profunda:
«Se ha ido». ¡No, es mentira! Se levanta. Seguro que se ha enfadado y se ha ido a dormir a la
habitación de al lado. Corre, empuja la puerta. Vacía.

Va hacia la mesa donde él trabajaba, revuelve febrilmente los periódicos abandonados. Quizá
haya dejado alguna nota, diciendo, por ejemplo: «A pesar de todo te amo. Vuelvo mañana». No, ¡hoy
mismo! Solo encuentra una hoja de papel de su bloc de notas. Le da la vuelta. «Estoy sentado desde
hace seguramente dos horas y todavía no he conseguido concentrarme. Pero tampoco me concentro en
nada que esté a mi alrededor. La atención tiene alas, pero no se posa en ningún sitio. No consigo
escribir. No consigo escribir. Con estas palabras hurgo en una herida. Mi mediocridad es tan...». Luísa
para de leer. Es lo que ella siempre había sentido, aunque vagamente: mediocridad. Se queda absorta.
Entonces, ¿él lo sabía? Qué impresión de debilidad, de pusilanimidad, en aquel simple papel... Jorge...
murmura débilmente. Desearía no haber leído aquella confesión. Se apoya en la pared. Llora
silenciosamente. Llora hasta el cansancio.

Va al lavabo y se moja la cara. Sensación de frescura, desahogo. Está despertando. Se anima. Se


trenza el pelo, lo prende en un moño. Se frota la cara con jabón, hasta sentir la piel estirada, brillante.
Se mira al espejo y parece una colegiala. Busca la barra de labios, pero recuerda a tiempo que ya no le
hace falta.

El comedor está a oscuras, húmedo y sofocante. Abre las ventanas de golpe. Y la claridad penetra
con ímpetu. El aire nuevo entra rápido, lo toca todo, mueve la cortina clara. Parece que hasta el reloj
suena más vigorosamente. Luísa se queda ligeramente sorprendida. Hay tanto encanto en esa habitación
alegre, en esas cosas súbitamente claras y reavivadas. Se asoma a la ventana. A la sombra de esos
árboles en alameda que terminan a lo lejos en la carretera roja de barro... En realidad nunca había
reparado en nada de eso. Siempre había vivido allí con él. Él lo era todo. Solo él existía. Él se había ido.
Y las cosas no estaban del todo desprovistas de encanto. Tenían vida propia. Luísa se pasó la mano por
la frente, quería alejar los pensamientos. Con él había aprendido la tortura (sic)* las ideas,
profundizando en sus menores partículas.

Preparó un café y se lo tomó. Y como no tenía nada que hacer y temía pensar, cogió unas mudas
de ropa puestas para lavar y fue al fondo del patio, donde había un gran lavadero. Se arremangó, se
subió los pantalones del pijama y empezó a fregarlas con jabón. Inclinada así, moviendo los brazos con
vehemencia, mordiéndose el labio inferior por el esfuerzo, la sangre latiendo con fuerza en el cuerpo, se
sorprendió a sí misma. Paró, dejó de fruncir el ceño y se quedó mirando al frente. Ella, tan
espiritualizada por la compañía de aquel hombre... Le pareció oír su risa irónica, citando a
Schopenhauer, Platón, que pensaron y pensaron... Una dulce brisa le alborotó los cabellos de la nuca, le
secó la espuma de los dedos.

Luísa terminó su tarea. Toda ella exhalaba el olor áspero y simple del jabón. El trabajo le había
dado calor. Miró el grifo grande, del que manaba agua limpia. Sentía un calor... De repente tuvo una
idea. Se quitó la ropa, abrió del todo el grifo y el agua helada le corrió por el cuerpo, arrancándole un
grito de frío. Aquel baño improvisado la hacía reír de placer. Desde su bañera tenía una vista
maravillosa, bajo un sol ya ardiente. Se quedó un momento seria, inmóvil. La novela inacabada, la
confesión encontrada. Se quedó absorta, una arruga en la frente y en la comisura de los labios. La
confesión. Pero el agua corría helada sobre su cuerpo y reclamaba ruidosamente su atención. Un calor
bueno circulaba ya por sus venas. De repente tuvo una sonrisa, un pensamiento. Él volvería. Él
volvería. Miró a su alrededor la mañana perfecta, respirando profundamente y sintiendo, casi con
orgullo, su corazón latiendo cadencioso y lleno de vida. Un tibio rayo de sol la envolvió. Se rio. Él
volvería, porque ella era la más fuerte.

“Silencio” de Clarice Lispector


Es tan vasto el silencio de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno intenta
trabajar para no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar un programa, frágil punto que
mal nos une al súbitamente improbable día de mañana. Cómo superar esa paz que nos acecha. Silencio
tan grande que la desesperación tiene vergüenza. Montañas tan altas que la desesperación tiene
vergüenza. Los oídos se afilan, la cabeza se inclina, el cuerpo todo escucha: ningún rumor. Ningún
gallo. Cómo estar al alcance de esa profunda meditación del silencio. De ese silencio sin memoria de
palabras. Si es muerte, cómo alcanzarla.

Es un silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es terrible:
sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra crujiendo, de una
cortina que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara al viento. El
viento es ira, la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los niños
ríen, los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero este silencio no deja
señales. No se puede hablar del silencio como se habla de la nieve. No se puede decir a nadie como se
diría de la nieve: ¿oíste el silencio de esta noche? El que lo escuchó, no lo dice.

La noche desciende con las pequeñas alegrías de quien enciende lámparas, con el cansancio que
tanto justifica el día. Los niños de Berna se duermen, se cierran las últimas puertas. Las calles brillan en
las piedras del suelo y brillan ya vacías. Y al final se apagan las luces más distantes.

Pero este primer silencio todavía no es el silencio. Que espere, pues las hojas de los árboles
todavía se acomodarán mejor, algún paso tardío tal vez se oiga con esperanza por las escaleras.

Pero hay un momento en que del cuerpo descansado se eleva el espíritu atento, y de la tierra, la
luna alta. Entonces él, el silencio, aparece.

El corazón late al reconocerlo.

Se puede pensar rápidamente en el día que pasó. O en los amigos que pasaron y para siempre se
perdieron. Pero es inútil huir: el silencio está ahí. Aun el sufrimiento peor, el de la amistad perdida, es
solo fuga. Pues si al principio el silencio parece aguardar una respuesta -cómo ardemos por ser llamados
a responder-, pronto se descubre que de ti nada exige, quizás tan solo tu silencio. Cuántas horas se
pierden en la oscuridad suponiendo que el silencio te juzga, como esperamos en vano ser juzgados por
Dios. Surgen las justificaciones, trágicas justificaciones forzadas, humildes disculpas hasta la indignidad.
Tan suave es para el ser humano mostrar al fin su indignidad y ser perdonado con la justificación de que
es un ser humano humillado de nacimiento.

Hasta que se descubre que él ni siquiera quiere su indignidad. Él es el silencio.

Puede intentar engañársele, también. Se deja caer como por casualidad el libro de cabecera en el
suelo. Pero, horror, el libro cae dentro del silencio y se pierde en la muda y quieta vorágine de este. ¿Y si
un pájaro enloquecido cantara? Esperanza inútil. El canto apenas atravesaría como una leve flauta el
silencio.

Entonces, si se tiene valor, no se lucha más. Se entra en él, se va con él, nosotros los únicos
fantasmas de una noche en Berna. Que entre. Que no espere el resto de la oscuridad delante de él, solo él
mismo. Será como si estuviéramos en un navío tan descomunalmente grande que ignoráramos estar en
un navío. Y este navegara tan largamente que ignoráramos que nos estamos moviendo. Más de eso,
nadie puede. Vivir en la orla de la muerte y de las estrellas es una vibración más tensa de lo que las
venas pueden soportar. No hay, siquiera, un hijo de astro y de mujer como intermediario piadoso. El
corazón tiene que presentarse frente a la nada sólito y sólito latir alto en las tinieblas. Solo se escucha en
los oídos el propio corazón. Cuando este se presenta completamente desnudo, no es comunicación, es
sumisión. Además, nosotros no fuimos hechos sino para el pequeño silencio.

Si no se tiene valor, que no se entre. Que se espere el resto de la oscuridad frente al silencio, solo
los pies mojados por la espuma de algo que se expande dentro de nosotros. Que se espere. Un insoluble
por otro. Uno al lado del otro, dos cosas que no se ven en la oscuridad. Que se espere. No el fin del
silencio, sino la ayuda bendita de un tercer elemento, la luz de la aurora.

Después, nunca más se olvida. Es inútil intentar huir a otra ciudad. Porque cuando menos se lo
espera, se puede reconocerlo de repente. Al atravesar la calle en medio de las bocinas de los autos. Entre
una carcajada fantasmagórica y otra. Después de una palabra dicha. A veces, en el mismo corazón de la
palabra. Los oídos se asombran, la mirada se desvanece: helo ahí. Y desde entonces, él es fantasma.

“Amor” de Clarice Lispector


Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía.
Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en
busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, algo verdadero y
jugoso. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era
espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era fuerte en el departamento que
estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado
recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un
labrador. Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y los
árboles crecían.

Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la pileta, crecían
sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto
importuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte,
su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que
ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin
embargo, se sentía más sólida que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma
en que cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo
vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y
hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo
desorden. Parecía haber descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se
prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.

En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le
había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de
mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se había
casado era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior
le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para descubrir
que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes
invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido
a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a
la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo
al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido. Su precaución
se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de
ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles
limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura
por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa.
Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y
en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le
exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaba aureolada por los
tranquilos deberes. Nuevamente encontraba los muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran
arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del
mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.

El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida soplaba un viento más
húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró
profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de mujer.

El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar.
Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros es
que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.

¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba
pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle… Un hombre ciego masticaba chicle.

Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón le
latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no
nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento, al
masticar, lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír —como si él la
hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero
continuaba mirándolo, cada vez más inclinada —el tranvía arrancó súbitamente, arrojándola
desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó en el suelo. Ana dio un
grito y el conductor dio la orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se detuvo, los
pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una
expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta,
incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían
quebrado en el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la
malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicle y extendía las manos inseguras, intentando
inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y,
entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha.

Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego
masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.

La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la había tejido. La bolsa
había perdido el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el
regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por
qué?, ¿acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con
dificultad. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban precavidas, tenían un aire
hostil, perecedero… El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se
desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las
personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la
oscuridad; y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia dónde ir.
Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se pudiera
caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran.
Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora
gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto menos sofocante, todo había ganado
una fuerza y unas voces más altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a estallar
una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire cargado de polvo. Un ciego mascando
chicle había sumergido al mundo en oscura impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad
por el ciego, y las personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de azul,
¡con un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al hijo! Dos novios
entrelazaban los dedos sonriendo… ¿Y el ciego? Ana se había deslizado hacia una bondad
extremadamente dolorosa.

Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo en
serena comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser
usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día
sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se
le aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.

Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. En la
debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas débiles, miró a
su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le
parecía haber descendido en medio de la noche.

Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba
inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había descubierto continuaba latiendo y un
viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo
ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.

Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el Jardín.
Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí se quedó por algún tiempo.

La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Ella se adormecía dentro de sí.

De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra de las
ramas cubría el atajo.

A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los
“cipós”. Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde. ¿De dónde venía el
medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño,
demasiado suave, demasiado grande. Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió rápida. Nada
parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso gato. Su pelaje era
suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.

Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un
gorrión escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En
el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba a apercibirse.
En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de
orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad
intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La
crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.

Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de
grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave,
apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era
fascinada.

Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que había
niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y
abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en
los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias—regias flotaban, monstruosas.
Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color de un
mal oro y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada… Pero todas las pesadas cosas eran
vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del
mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que sentía su olor dulzón… El Jardín
era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.

Ahora era casi noche y todo parecía lleno, pesado, un esquilo pareció volar con la sombra. Bajo
los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella se sentía mareada.

Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió con una
exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y
veía el Jardín en torno de ella, con su soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los
sacudía apretando la madera áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.

Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con
la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho: ¿qué sucedía? La piedad por el ciego era muy
violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, sucio, perecedero, suyo. Abrió la puerta de
la casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las ventanas
brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa? Y por un instante la vida sana que hasta
entonces llevara le pareció una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un
ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto.
Se protegía trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto había sido creado,
amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre había sido fascinada por las ostras, con aquel
vago sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo casi
hasta el punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal —¿el ciego o el hermoso Jardín Botánico?— se
prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido alcanzada por el demonio de la fe. La vida es
horrible, dijo muy bajo, hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego? Iría sola…
Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos…

—Tengo miedo —dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó su llanto
asustado.
—Mamá —exclamó el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó.

—No dejes que mamá te olvide —le dijo.

El niño, apenas sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la habitación,
de donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás había recibido. La sangre le subió al rostro,
afiebrándolo.

Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía
vergüenza?

No había cómo huir. Los días que ella había forjado se habían roto en la costra y el agua se
escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se
trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.

Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se
había distanciado, y torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido los ojos.
El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba. Con horror descubría que ella pertenecía a la parte
fuerte del mundo —¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a besar al
leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó
asustada. Sentíase expulsada porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más
fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su
corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.

Humillada, sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también sabía
por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobo es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella
amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que se
va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la
sirvienta a preparar la cena.

Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El
pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió la pequeña araña.
Llevando el florero para cambiar el agua —estaba el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa
a sus manos. El mismo trabajo secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó con el
pie a una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo temblaba. Las gotas de agua
caían en el agua inmóvil de la pileta. Los abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos.
Horror, horror. Caminaba de un lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En
torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida. Una noche en que
la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el
calor del horno ardía en sus ojos.

Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos.

Comieron con las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando
en el calor del cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos
se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era verano, sería inútil obligarlos a ir a
dormir. Ana estaba un poco pálida y reía suavemente con los otros.

Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos
rodeaban la mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver
defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Los chicos crecían admirablemente
alrededor de ellos. Y como a una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que
desapareciera para siempre.

Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que
miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado,
¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y
pisaría a uno de los chicos. Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el
mosquito, que las victorias—regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del
Jardín Botánico.

¡Si ella fuera un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo
hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.

—¿Qué fue? —gritó vibrando toda.

Él se asustó por el miedo de la mujer. Y de repente rió, entendiendo:

—No fue nada —dijo—, soy un descuidado —parecía cansado, con ojeras.

Pero ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en
rápida caricia.

—¡No quiero que te suceda nada, nunca! —dijo ella.

—Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote —respondió él sonriendo. Ella continuó sin
fuerzas en sus brazos.

Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico,
triste.

—Es hora de dormir —dijo él—, es tarde.

En un gesto que no era de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola
consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo de la bondad.

Había atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin
ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del
día.
“Huesos” de Marcelo Carnero

En el 2004 me diagnosticaron dos hernias de disco, pero los médicos decidieron que solo me
podían operar una: lumbar, entre la cuarta y quinta vértebra.

Fue como si el diagnóstico hubiera cortado esa época a la mitad, o hubiera puesto una frontera
entre el que había sido y el que me preparaba para ser.

En ese tiempo acuoso, empecé a ir de un hospital a otro para hacerme el pre-quirúrgico. Hasta que una
mañana de septiembre me llamaron para confirmarme que tenía una cama asignada, que fuera al hospital,
que me operarían en 72hs.

Había pasado meses esperando y sentía que el cuerpo se me había deteriorado, pero lo cierto era que tenía
una depresión por no poder moverme por el dolor.

Es difícil tener veintiséis años y sentir que alguien te envolvió las terminales nerviosas con alambre.

El día de la internación estaba solo. Me levanté del sillón como pude, fui hasta el botiquín del baño,
agarré el blister de ketorolac y tomé varias pastillas. Esperé a que me hicieran efecto. Saqué el bolso del
placard y caminando a un paso por hora, fui a esperar el colectivo.

Dormí todo el viaje por el efecto de los calmantes.

El primer día en el hospital fue tranquilo. Me hicieron estudios, leí, charlé con las enfermeras, comí. No
podía ver televisión porque funcionaba con monedas y yo no tenía ni una.

Por las noches pasaba un hombre que estaba internado hacía mucho tiempo. Le decían Huesos y era una
especie de leyenda entre la población hospitalaria.

Los médicos comentaban que ya estaba curado, que se tenía que ir, pero él decía que la rodilla por la que
había sido operado, todavía le dolía.

Caminaba arrastrando la pierna y yo podía saber a qué distancia se encontraba de la habitación que me
había tocado, por el chillido que hacía la suela de su zapato contra el piso encerado.

La primera noche que estuve ahí se presentó con todos los detalles del caso, pero cuando entendió que no
tenía intenciones de discutirle la veracidad de su drama, se relajó.

Terminó reconociendo que era cierto, que al principio había mentido un poco, pero que después, suponía
él que por el esfuerzo que había tenido que hacer para caminar torcido cuando su pierna ya estaba curada,
se le había lastimado otra vez. Y que por ese mismo esfuerzo, también se le había lesionado la cadera.
La enfermera dijo que lo que no quería ese hombre era irse del hospital, porque ahí tenía casa y comida.
Y lo cierto era que también hacía pequeños negocios con los parientes que iban o venían, que muchas
veces no podían quedarse a cuidar a sus enfermos y confiaban en él para que lo hiciera a cambio de
dinero, o de comida; o simplemente a cambio de un rato de que lo escucharan contar los males que lo
aquejaban. Y que afuera, concluyó la enfermera mientras me cambiaba el suero, Huesos no tenía nada ni
a nadie.

Por las noches, pasaba por las habitaciones con una percha desarmada, doblada en la punta, y cuando
nadie lo veía, con mucho trabajo, arrastraba una silla, se subía a meter una y otra vez el alambre por la
ranura que el televisor tenía para las monedas, hasta que lograba sacarle una hora de programación
gratuita.

Los enfermos, los internados de aquel hospital, lo amaban.

Una de las noches entró a mi habitación y cuando estaba por subirse a la silla con el alambre, escuchó los
gemidos de la habitación de al lado.

Se sentó en mi cama con los ojos un poco idos, como si algo de ese lamento lo llamara.

-Lo trajeron hoy- dije señalando la oscuridad de la que solo nos separaba una tela fantasmal.

-Sí- respondió- me contaron algo en la guardia.

Lo que se sabía era que el hombre había estado en un corte en el Puente Pueyrredón, que la policía había
reprimido y que en medio de las corridas, el tipo se había caído del puente al asfalto.

-Se cayó o lo tiraron- concluyó Huesos mirándome de reojo.

Esa noche nos quedamos conversando, iluminados por la luz lechosa y blanquísima de la sala que nos
marcaba las voces como si fuera una punta de hielo.

Entonces, en un momento, Huesos descubrió que yo tenía libros en mi mesa de luz y me preguntó si me
daban ganas de conocer a alguien.

Alguien a quien me iba interesar conocer, insistió.

Yo dudé un poco, porque levantarme de la cama en el estado en el que me encontraba, era toda una
situación; pero como el efecto de los calmantes que me suministraban por vena era más fuerte que las
pastillas que tomaba hacía meses, me sentía mucho mejor. Y por otra parte, desvelado por la impresión
que me causaba el concierto de gemidos de ese más allá que se había instalado en la habitación de al lado,
intuí que no iba a poder dormirme muy rápido.
Acepté el convite y una vez que Huesos me ayudó a levantarme de la cama, me puse la bata que me
habían dado y salimos los dos por el pasillo.

Imagino que habernos visto doblados, cada uno arrastrando su cuerpo por aquella mole de concreto, debe
haber sido un espectáculo. Sobre todo haberme visto a mí, que iba con una mano apoyada en el hombro
de Huesos y con la otra llevaba el portasueros, como si fuera la mala representación hospitalaria de una
imagen litúrgica.

La persona que veríamos, me dijo Huesos mientras esperábamos el primer ascensor, estaba en otra área
del hospital, así que íbamos a tener que bajar por el ascensor, cruzar los jardines y caminar hasta allí.

-Hay que tener un poco de cuidado- agregó- de noche andan unos perros que atacan a la gente.

Descendimos en silencio. Yo pensaba de qué manera íbamos a defendernos si los perros aparecían, si
apenas podíamos sostenernos parados. Huesos sonreía y para calmarme, decía que lo de los perros había
sido una broma. Aunque no sonaba muy convincente que mientras lo dijera fuera levantando piedras.

-Como todo en la vida- comentó cambiando de tema- parece lejos pero es cerca. Ya vas a ver- concluyó.

Recuerdo la felicidad que sentí cuando salimos y el olor de los jardines del hospital se mezcló con la brisa
de septiembre, con el susurro de los grillos que afinaban su oro en los yuyales y la bocina de los trenes de
carga que se escuchaban a lo lejos.

Cuando llegamos al otro cuerpo del hospital, la escenografía cambiaba. Parecía un área un poco menos
cuidada que la parte en la que nosotros estábamos internados.

En el aire había un olor rancio, como si hubieran metido todos los antibióticos en una olla y los hubieran
puesto a hervir.

Pasamos dos pasillos interminables en los que no nos cruzamos con nadie.

Llegamos a un mostrador en el que había una enfermera y un tipo de seguridad.

-Hola- dijo la mujer al ver a Huesos.

Él sonrió y le devolvió el saludo.

-¿Venís a ver a la nena?

-¿Se puede?
-Un ratito nada más.

Avanzamos por el pasillo. La temperatura parecía más baja. Llegamos a una habitación particular. Huesos
abrió la puerta y pude ver la silueta de una mujer que tenía el cuerpo de una nena. O a una nena que tenía
el cuerpo de una vieja. O al arco entero de edades posibles todas juntas en un cuerpo. Parecía dormida.

Huesos dio dos pasos tratando de levantar todo lo que podía la pierna lastimada para que las suelas no
chillaran contra el piso.

-No hace falta- dijo una voz desde la penumbra.

Entonces, Huesos, se adelantó.

-Vine con un amigo-dijo.

-Ya sé.

La mujer, o lo que fuera que estaba ahí, se incorporó y subió apenas el dimer de la lámpara que había en
la cabecera de su cama. Yo pude vislumbrar sus rasgos a tras luz y mientras escribo esto, vuelve a
temblarme el cuerpo como me tembló en aquel momento.

Nos sentamos en el borde de su cama y a partir de acá no sé muy bien lo que recuerdo o lo que quiero
recordar. Solo puedo decir que la mujer se puso a hablar y que hablaba como si fuera lo único que hubiera
venido a hacer al mundo. Como si una extraña necesidad la asfixiara. Porque en su voz, las palabras, eran
una suerte de exorcismo o de encantamiento. O como si tuviera que decir todo antes de que una mano
invisible le quebrara el cuello.

Tampoco recuerdo todo lo que dijo, pero recuerdo que al escucharla, pensé que ese sería el sonido de la
desesperación.

Yo sentía que me hablaba, como nadie nunca me había hablado. Como si con cada palabra que
pronunciaba me estuviera leyendo.

Entre muchas cosas que vuelven a mi memoria, recuerdo que dijo que podía borrar la cicatriz de una
quemadura tocando la piel de una persona o matar un animal grande con solo ponérsele adelante y echarle
el humo de un cigarro encima. Que se lo había enseñado alguien, un 24 de diciembre, a las doce de la
noche, debajo de una higuera. Que recordaba eso, pero que no recordaba quién.

Dijo que no sabíamos usar la memoria. Y que la curación estaba en el agua. Que el agua puede cosas que
nadie sabe.
Después hizo un silencio, se incorporó un poco y me agarró, y recién entonces, noté que yo tenía las
manos empapadas.

Me dijo que me quedara tranquilo, que todo iba a estar bien. Me preguntó si me gustaba leer. Le dije que
sí. Ella estiró el brazo con una levedad de ceniza. En la mesa de luz había un cuaderno que tenía las
páginas tachadas con una letra casi microscópica. Lo agarró y me lo dio. Después volvió a recostarse,
bajó la luz y se quedó dormida.

Huesos me hizo una seña con la mano enterándome de que la sesión había terminado.

Salimos de ahí y caminamos por los jardines del hospital sin decir una palabra de lo que había ocurrido y
como si el cuerpo nunca nos hubiese dolido, aunque yo sentía que había transpirado litros y litros de agua.

Al llegar a la habitación me quedé despierto, meditando lo que podía haber en el cuaderno, pero las veces
que lo agarré para leerlo, el miedo me hizo dejarlo.

Al dormirme, entre sueños, sentí que una mujer de agua me entraba por la boca, por los ojos, por debajo
de las uñas. Me desperté a mitad de la madrugada con una sed que no pude sacarme en toda la noche.

A la mañana siguiente me operaron.

El día que me dieron el alta, no encontré a Huesos por ningún lado. No había vuelto a tocar el cuaderno,
pero sentía que tenía que devolverlo.

Bajé, crucé despacio el jardín y fui hasta el otro cuerpo del hospital.

Había mucho movimiento y las cosas no se veían como hacía unas noches atrás.

Llegué al mostrador y le dije al tipo de seguridad que tenía que devolverle algo a una persona internada
ahí. El tipo casi no levantó la vista de lo que estaba haciendo.

Caminé por el pasillo y entré a la habitación de la mujer. La cama estaba deshecha y las cosas
desparramadas por todos lados. Como cuando ha habido un naufragio y la marea deposita los restos en la
orilla para retirarse.

Entré y me senté a esperar. El cielo se oscureció hasta que se largó a llover tan fuerte, que las ventanas de
la habitación se abrieron de un golpe. Me levanté atraído por la luz que irradiaba la tormenta y al
acercarme a mirar, me mojé con el agua que entraba y que empezaba a encharcarse en el piso. Detrás de
mí, escuche cómo la puerta de la habitación se cerraba con fuerza. El cuaderno se me cayó de las manos
húmedas y temblorosas. Una voz dijo mi nombre. Me di vuelta pensando que sería la mujer, pero no.
LUK de Edmundo Paz Soldán

La nave descendía. Me asomé por la ventanilla, observé las rocas blancas y afiladas en la ladera de la
montaña contra la que se arracimaba la ciudad, el curso del río seco que era una de sus fronteras naturales.
Kondra yacía ahí protegida de vientos feroces como el secador, que aumentaba la temperatura y producía
dolores de cabeza, y el aullador, cuyo ruido insistente podía provocar suicidios. Cuántas veces Luk y yo
habíamos imaginado que entre esas rocas había cavernas con monstruos harto más feroces que los que
veíamos en la ciudad. Nos contábamos historias: algún día destrozarán los templos y las casas, serán los
nuevos amos. Nos equivocábamos. La destrucción convivía con nosotros, presta a atacarnos en silencio.

En la base me esperaban oficiales de la Corporación. Me saludaron solemnes, como si se apiadaran de mí.


Todos sabían lo que ocurría; ingenuo, yo había querido mantenerlo en privado. Pero nuestro mundo no
era tan grande como para permitirnos secretos. Además vivíamos asediados, con el miedo de que nos
tocara lo que a otros. Despertábamos y lo primero que hacíamos era buscar un espejo, vernos la cara.
Cualquier movimiento raro de nuestros músculos nos impelía a buscar un médico. Una decoloración en la
piel que aparecía de pronto era motivo de ansiedad, de insomnio, de sueños con el fin del mundo (hacía
tiempo que en nuestra especie se había incubado el mal; nosotros solo éramos testigos del crepúsculo).

Hubiera querido decirles a los oficiales que se reservaran la piedad pero me quedé callado. Subí al jípù,
dejamos el helipuerto, capté las noticias en el Qï. Los insurgentes seguían avanzando y habían tomado
una fábrica abandonada en las afueras de Megara. Antes de partir un administrador de la Corporación me
había implorado que no abandonara el frente ni un minuto, se me necesitaba. Dije que era el día de mi
visita mensual a Luk, no podía fallarle. Exageré: se deprimía si no me veía, la rutina era importante para
él. Prometía ir temprano y volver por la noche ese mismo día. El administrador me dio el permiso de mala
gana y su imagen desapareció de la pantalla. Quizás estaba siendo irresponsable pero lo cierto era que no
me sentía imprescindible, al menos no para mis hombres. En cuanto a Luk, debía aceptar que la visita era
más importante para mí que para él. No podía decirlo así, era necesaria una razón más fuerte para el
permiso. Yo también usaba la piedad, la lástima como argumento; no debía quejarme si ellos hacían lo
mismo conmigo.

El sol estallaba en el cielo. Kondra me recibía como la había dejado después de mi última visita, como la
recordaba durante mi infancia: un azul sin mácula sobre las colinas en el horizonte, árboles de verde
estridente, la brisa que refrescaba la pesadez del calor. No era difícil olvidar la metástasis que aquejaba a
la ciudad, al menos durante un tiempo.

Un par de incendios al lado de la carretera camino al monasterio. El que conducía, de rostro afilado y
mejillas cubiertas por manchas vinosas, mencionó que eran necesarios para evitar que se propagaran los
virus. Los mutantes que vivían en los bosques eran cada vez más audaces e incursionaban en la ciudad en
busca de comida.

Son los peores, dijo. De nada sirvió echarlos de Kondra. Había que exterminarlos. Lo único que hicimos
fue rodearnos de enemigos

Un escenario de guerra

Siempre ha sido así en el fondo. Vivir aquí es estar en guerra


Los virus ya se propagaron. No sé de qué sirven esos incendios

Las minas radioactivas de Kondra habían convertido a sus habitantes en lo que eran. La Corporación fue
ingenua al hacerse cargo de las minas e intentar reactivarlas. Lo que tiene la gente de la zona no es
contagioso, decían los encargados de reclutar personal, y ofrecían enormes sueldos para atraer gente. Así
llegaron mis padres. Nací al poco tiempo. Todo estaba bien hasta que mi madre se metió con un hombre
de la zona. Luk nacería poco después.

El que estaba a mi lado hablaba de los éxitos contra la insurgencia como si no supiera que yo tenía acceso
a informes confidenciales que decían que Kondra era una de las ciudades donde el Liquidador tenía más
apoyo entre la población. No me extrañaba, Kondra era el lugar más castigado por los abusos de la
colonización en Iris. Pensé que debíamos haber intuido el alzamiento antes de que ocurriera. Desde la
casona que nos correspondía por el cargo de mi padre, adyacente a la prisión –una casona victoriana en
los confines del mundo–, Luk y yo, niños curiosos, veíamos a los prisioneros en el patio, asombrados por
sus tatuajes y grilletes. Nos hacían gestos obscenos sin miedo a la retribución; nos odiaban, deseaban
nuestra muerte. No era para menos, formábamos parte del ejército de ocupación por más que mi padre
fuera un civil; estar a cargo de la prisión lo convertía en enemigo, y a nosotros también por añadidura.
Luk se lo decía a mamá, asustado: unos hombres malos me ven y pasan su mano por el cuello. Mamá para
entonces dormía sola en una habitación al otro extremo de la que solía compartir con mi padre, y agitaba
la cabellera rojiza, entornaba los ojos y respondía que esa no era razón que ameritase hablar con él. Se la
podía encontrar tirada en la cama, bebiendo con un aire lánguido, o frente al espejo, en ropa interior, los
delicados pies descalzos besando apenas la alfombra, colocándose maquillaje en las mejillas y en los
párpados, como preparándose para salir, aunque ni siquiera podía bajar al primer piso. El maquillaje era
solo para molestar a papá, que, cuando se emborrachaba, en las fiestas a las que acudían durante sus
primeros años en Kondra –yo apenas un bebé, Luk todavía no nacido–, le decía que era una puta, por
bailar con otros mientras él monologaba frente a una botella, por vestirse así, tan audaz en los escotes, en
los cortes laterales de los vestidos, en los zapatos de tacón alto, por ponerse tanto lápiz labial, tantos
brillos en la frente.

Pero si tú me pediste que me vistiera así, decía ella, furiosa. Que me despreocupara de ti, que podía bailar
con tus amigos…

Que te dé permiso no significa que lo tengas que hacer

Imaginaba, cuando me contaban estas historias, mucho después de la tragedia, que los dos odiaban
Kondra y extrañaban sus días en Perth: vivían en una ciudad de verdad, un círculo social los acogía.
Kondra era el desierto, el páramo, aunque su paisaje conmoviera. Pero pagaban bien a papá y eso le
impedía dejar el puesto por más que sufriera extrañando su anterior vida. Ese era uno de sus precios, ese
era uno de los precios de ambos. Perth no volvería por más que dijeran que sí: ahorraremos durante
algunos años y luego dejaremos este hueco inmundo y nos compraremos una casa inmensa allá y los
niños podrán ir a un colegio de verdad. Él y ella habían decidido que, pese a todo, era mejor ser parte de
la realeza de Kondra que volver a convertirse en una pareja más en una comunidad de afectos ya perdida.

El jípù avanzaba raudo por la carretera. Divisé a los costados algunos kreuks, santones que recibían un
llamado y abandonaban todas sus posesiones y escogían un lugar de Kondra donde se sentaban a vivir. La
gente se acercaba y les dejaba comida, y ellos a cambio rezaban. Estaban siempre rezando. En alguna
ocasión me acerqué a uno de ellos con Luk. Sus ojos no tenían pupilas y asumimos que estaba ciego.
Tenía en el cuello un collar con la efigie de un ser de dos cabezas. Es la Jerere, dijo papá cuando se lo
contamos. Una Diosa que puede no escuchar tu pedido, tus ruegos. Todo depende de si te ha estado
escuchando la cabeza luminosa o la oscura. También castiga a los seres completos y les quita una mano o
un brazo o su casa, para que aprendan a vivir como los demás. Pero no a todos les falta una mano,
argumenté. No, contestó, pero a todos les falta algo. A nosotros qué nos falta, papá. Nada, rió, por eso
vendrá la Jerere esta noche. Luk y yo nos miramos. Nos costaba entender que pudiera existir una Diosa
así. Era evidente que sabíamos poco. O nada. Le preguntábamos a mamá si papá estaba en lo cierto, y ella
se molestaba porque decía que él no nos podía meter esas ideas en la cabeza. Le hablaré, decía. Pero no lo
hacía.

En realidad para mamá ya no había razones que justificasen hablar con mi padre. Papá sospechaba lo que
ella había hecho, todos lo sabían, pero lo toleraba. Eso sí, nadie se ponía de acuerdo en el culpable. Unos
decían que era un minero o un capataz de las minas; otros, que era un prisionero con cicatrices en las
piernas. Historias lascivas acerca de un hombre que no podía satisfacer a su mujer, y de una mujer que
armaba orgías en los calabozos de la cárcel, con prisioneros bien dotados, ante la vista y paciencia de los
guardias, que esperaban confiados su oportunidad. Historias que provenían de los holopornos que el
Gobernador había prohibido en Kondra pero que de todos modos circulaban en copias piratas,
clandestinas, o que llegaban al Qï desde cuentas secretas. Historias que me dolían, por más que no creyera
en ellas: sabía que partían de una verdad, que tenían que ver con la traición. Papá no se inmutaba ante
tanto relato escabroso; seguía fumando koft en su oficina, o mascando kütt mientras revisaba en el Qï el
informe diario del comportamiento de los prisioneros. Se atusaba los bigotes blancos, o se miraba las
entradas en la frente con el Qï convertido en un espejo, como tratando de ver cuándo pelo había perdido
entre el día de ayer y el de hoy, como si eso fuera lo verdaderamente importante. No era normal tanta
impasibilidad (o quizás, ahora que lo pensaba, él achacaba la culpa de todo a ese pelo perdido, a esa
belleza que se le iba). Algún día sentirás algo así por alguien y me entenderás, dijo cuando se lo reproché.
Tenía los ojos desenfocados, supuse que por efecto del koft, o de la bebida, bebía mucho esos días,
escondía botellas de alcohol en los armarios, en los escritorios, bajo la cama, al lado de la ducha. Alcohol
de quemar, el que les gustaba a los mineros de Kondra. Ojos vidriosos, quise forzar la imagen, producto
del llanto, porque no podía saberlo y no llorar, no sufrir. Quizás esa falta de reacción, sin embargo, era
una de las formas más atroces de la reacción; el hombre que se quedaba paralizado, catatónico, ante el
impacto de una verdad que hubiera preferido no saber. El esfuerzo inmediato por aprender a desoír lo
oído, a no enterarse de aquello de que se había enterado. Un esfuerzo que lo llevaba al silencio, a un
estado taciturno que requería todo de sí. Con los años se fue olvidando de la traición, o al menos eso
parecía desde afuera. Y era tan fácil, ya que no había pruebas concretas, aparentar que no se había
informado de nada. De pronto, sin embargo, al final de la adolescencia, algo le comenzó a ocurrir a Luk
que confirmó las sospechas de hacía tanto tiempo. Un día papá no pudo más, se puso un riflarpón en la
boca –previamente había quitado de él la cuchilla filosa en la punta–, y apretó el gatillo. No quiso ver los
cambios de Luk, dijo uno de sus mejores amigos, compadeciéndose; yo tenía la firme creencia de que lo
que en verdad le costaba aceptar era la traición de mi madre.

Al final de la carretera, en una colina, asomaba el monasterio. Sus paredes nacían de la roca misma de la
colina, como si hubiera sido tallado sobre ella. A la izquierda del edificio, sobre el techo rojo, estaba la
espira más alta, que ascendía orgullosa al cielo; en el cuerpo principal a la derecha había cuatro espiras,
una en cada esquina, y al medio un desprendimiento que parecía colgar en el aire y era el templo de las
penitencias.
Nos detuvimos junto a los muros exteriores. Descendí del jípù. Un monje de ojos huraños al que no
conocía se acercó y me pidió la identificación. Se la mostré y me abrió la puerta. Me acompañó por el
sendero de tierra, me dejé maravillar por el jardín colorido, de tomacinis y maelaglaias en flor. Una
fragancia dulzona me golpeó. Pregunté por mi hermano y el monje actuó como si no me escuchara. Hubo
un largo silencio y luego, cuando menos me lo esperaba, habló.

Está peor y lo sabe. No entiendo por qué hace la misma pregunta todas las veces.

La fe hace milagros.

No hable tonterías. Usted no tiene fe.

Pasamos por una sala de techo cóncavo con imágenes de santos y vírgenes de tez muy blanca, casi
albinas, y de cuellos y brazos alargados en las paredes. Cuerpos deformes, sin armonía, sin simetría. No
disimulé mi mueca de disgusto. Nuestras representaciones cambiaban, nos íbamos volviendo mutantes.
Ya estaba bien ver lo que se veía todos los días en Kondra; ¿debía también representarse en el arte?

Salimos al patio. La belleza del paisaje dejó lugar al horror, y me encontré con los defectuosos. Vigilados
por un monje, tres de ellos jugaban a un costado lanzándose piedras; uno no tenía nariz, las piernas de
otro eran muñones y el tercero tenía el cráneo abierto y se podía ver su masa encefálica. Dos estaban
sentados en el suelo; uno alzó la vista y pude ver una verruga peluda que le cubría la mitad del rostro; otro
era un enano prognático, de la boca abierta le caía la baba. Más allá un grupo de diez o doce hacía un
semicírculo bajo los dictados de un monje. Dos gemelos pegados por la espalda, una niña sin brazos y sin
piernas, un hombre con una extremidad ungulada que le salía por la frente, una mujer cubierta de tumores
en el pecho. A estas alturas no debía sorprenderme, pero igual sorprendía.

Dónde está.

Señaló a un rincón del patio. Estaba solo, de espaldas a los demás. Luk, susurré cuando me encontré cerca
de él. Se dio la vuelta y me miró. Respiré hondo. Sus labios se movían pero no pronunciaba palabra. Las
mejillas se habían contraído, con lo que su cara parecía haberse achicado. Los músculos de los brazos y
piernas continuaban el proceso de atrofia, el cuerpo se reducía y se envolvía sobre sí mismo. Alargó la
mano, gelatinosa, y yo se la di y no pude evitar un estremecimiento.

Su boca hizo ruidos guturales. Me dio la espalda. El monje observaba todo en silencio detrás de mí.

Ya falta poco, Luk. Estarás bien y volveremos a casa.

Estaba cansado de decir las mismas frases cada vez que lo visitaba. Frases que ni siquiera servían de
consuelo, porque ya no me entendía.

He estado pensando todo el tiempo en ti. Incluso me soñé contigo. Son días difíciles, pero me ayuda
acordarme de ti. Ojalá pronto podamos volver a vivir juntos.
Tuve una visión luminosa de mi hermano. Corríamos por entre los jolis del bosque junto a la prisión,
protegidos por la mirada de un guardia al que papá había ordenado que nos acompañara. Luk era más
audaz que yo; subía al joli en busca de su fruto pegajoso, se lo untaba en la cara y, manchado de rojo, me
animaba a seguirlo. Yo lo miraba desde abajo, medroso. Su pelo rubio brillaba bajo el sol, sus ojos
desafiantes escudriñaban el entorno en busca de algo en qué fijarse, una xhuxhe peluda para meterse a la
boca, un boxelder inquieto para descabezarlo, un láncè de pico afilado para preguntarse dónde estaba su
nido, dónde los huevos. Lo admiraba y quería ser tan libre como él. Estaba subiendo, esforzado, y él ya
había saltado y se internaba en el bosque gritando Jerere, Jerere, dónde estás que venimos por ti. Me daba
miedo seguirlo y me quedaba paralizado esperándolo. Dejaba que el guardia lo siguiera, sabedor de que le
encantaba perderlo. Pero el guardia no quería que papá lo castigara y no lo perdía de vista, aunque se
hacía el que sí. Luk nos hacía esperar, y yo temblaba pero confiaba en él. Sabía que volvería. Sí, volvía.
Intacto, sonriente, desafiante.

Hubo más ruidos guturales y no pude más. Le dije al monje que había sido suficiente.

Luk ni siquiera me miraba cuando me fui de su lado. Una soledad inmensa me invadió. Me sentí
impotente como un insecto atrapado en medio de una telaraña, a la espera de la araña que me devoraría.
Quise vengarme, golpear a alguien. Por suerte pronto volvería al frente de batalla y podría desahogarme.
Para eso estaba la carrera militar, pensé. Pero la soledad no se iba.

Busqué la salida cabizbajo. Uno de los defectuosos me escupió y no hice caso.

En la sala de techo cóncavo el monje comentó que necesitaban mi donación. Le dije que la recibirían ese
mismo día. Luego le pregunté si tenía cara de mutante. Mi pregunta lo tomó por sorpresa.

No la tengo, continué. Usted tampoco. Pero las vírgenes y los santos de estos cuadros no se nos parecen.
La piel tan blanca, de albinos. Los brazos y el cuello alargados

Casi nada, eso

Así se comienza. De a poco. La siguiente que venga las caras se deformarán. Los músculos se retorcerán.

Son representaciones artísticas. El director de la orden pidió que fueran más incluyentes. Aquí recibimos
a todos por igual.

Hay otros monasterios. Puedo trasladar a mi hermano a uno de ellos.

Veré qué se puede hacer.

Salí al jardín. Me acerqué a los maelaglaias. El olor era dulzón y me saturé pronto de él. Corté una flor.
Me la iba a llevar pero luego la tiré al suelo.

Sentí un ligero temblor en las manos. Traté de no asustarme, me convencí de que era una falsa alarma
más. Iría donde un kreuk por si acaso, y rogaría que la cara luminosa de la Jerere me estuviera viendo
cuando le pidiera protección.
Miré hacia el cielo despejado. Era hora de partir.

Cuento de Selva Almada: “El llamado”

Era una mañana soleada. Aunque ya había comenzado el invierno, la temperatura era agradable, todavía
otoñal.

Lidia Viel tomaba un café negro sentada a la mesita de la cocina. Desde allí, por el gran ventanal que
daba al jardín, observaba al muchacho que cortaba el césped. Él y su hermano hacían trabajos de
jardinería en el barrio. Lidia Viel los llamaba una o dos veces al mes, dependiendo de la estación. En el
verano venían hasta tres o cuatro veces en un mes porque también se ocupaban de mantener la pileta. Casi
siempre venía este, Juan, y cuando no podía lo reemplazaba el hermano. Lidia lo prefería a Juan. El otro
le daba la impresión de estar siempre apurado y algunas veces dejaba cosas a medias.

El chico iba y venía por el jardín empujando la vieja cortadora, pesada y ruidosa. Una vez Lidia le había
preguntado si no le gustaría tener uno de esos tractorcitos para cortar el césped. Él había dicho que no,
que las máquinas viejas son mejores. No era de mucho hablar.

Esa mañana Lidia no tenía ganas de hacer nada. Si no hubiese sido por los trabajos en el jardín, se habría
quedado en la cama hasta el mediodía. Tenía que corregir unos exámenes de inglés, pero podía hacerlo
esa noche en la escuela en una hora libre que tenía entre clase y clase. Era un multiple choice que se
corrige rápidamente. Desde que sus hijos se habían ido a estudiar afuera, tenía mucho tiempo libre.
Algunas noches, después del trabajo, ella y un par de amigas se iban a un bar a charlar y tomar una
cerveza. O se juntaban a comer y jugar a las cartas. Luego de la separación no había vuelto a formar
pareja. De vez en cuando salía con algún tipo, pero nada serio.

El sonido del teléfono la sobresaltó. Antes de atender se sirvió más café y prendió un cigarrillo: si era una
de sus amigas, estarían un buen rato hablando. A esa hora no podían ser los chicos que siempre llaman a
la noche o los fines de semana cuando la comunicación es más barata. Levantó el brazo para tomar el
tubo del aparato adosado a la pared.

–Hola –dijo.

Le respondió la voz desconocida de un hombre joven.

–Lidia Viel ¿se encuentra? –preguntó.

–Sí, ella habla. ¿Quién es?

El muchacho no contestó enseguida. Debía estar llamando desde un teléfono público, pues Lidia escuchó
ruido de autos. Sin embargo, no parecía estar en una ciudad sino cerca de una autopista. El sonido de los
coches circulando a una gran velocidad se oía nítido.

–Hola –dijo otra vez Lidia, levantando un poco la voz–. Dígame –aunque se notaba que era muchísimo
más joven que ella, no quiso tutearlo de buenas a primeras. Quizás era un vendedor y si le daba confianza
después sería más difícil sacárselo de encima. Aunque un vendedor no estaría llamando desde un teléfono
público.

–Sí–respondió el muchacho aclarándose la garganta–. Estoy acá.


–Bueno, entonces: lo escucho.

El jardinero había apagado la máquina. El ruido de los vehículos, del otro lado de la línea, se escuchaba
con más fuerza.

–Le parecerá raro –dijo el joven–. Lidia le dio una última pitada al cigarrillo y lo aplastó en el cenicero.
Con el tubo en la oreja se puso de pie y fue hasta la ventana. El cable del aparato era muy largo y le
permitía moverse sin problemas. Juan había dado vuelta la cortadora de césped y parecía estar revisando
las cuchillas. Lidia golpeó el vidrio con los nudillos y él alzó la cabeza para mirarla. Con una seña le
preguntó si pasaba algo. El chico levantó un pulgar dando a entender que todo estaba en orden. Tal vez la
cuchilla se había trabado con una piedra o algo así.

–Hola. ¿Todavía está ahí? –preguntó secamente–. Si no habla, voy a colgar.

–No, por favor –rogó la voz del otro lado–. Discúlpeme, es algo delicado… no sé por dónde empezar.

Lidia sintió un frío en el estómago. Se sentó y prendió otro cigarrillo.

–Hable –dijo bruscamente.

–Yo creo que usted es mi madre –disparó el muchacho sin respirar.

Juan echó a andar otra vez la cortadora alejándose hacia el extremo del jardín. El ruido de la máquina se
fue atenuando a medida que se alejaba hasta ser sólo una vibración, un zumbido.

Lidia se quedó medio pasmada. Enseguida sintió un gran alivio. Por un momento pensó que había
ocurrido algo con sus hijos, un accidente de tránsito, alguna cosa horrible. Lo que acababa de escuchar le
causó gracia y estupor. Creyó que había entendido mal, así que dijo:

–¿Cómo?

El chico no respondió de inmediato, sin embargo todavía estaba ahí; Lidia podía sentir su agitación.
Escuchó también las maniobras de un camión, de los grandes, con acoplado. Supuso que la estaba
llamando desde una estación de servicio al costado de la ruta. A Lidia siempre le provocaron una
profunda desolación esos parajes en el medio de la nada. Los grandes carteles de neón descoloridos y
zumbones que permanecen encendidos hasta bien entrada la mañana. Incluso los días soleados esos sitios
adolecen de una tristeza quieta, inconmensurable.

–Que creo que usted es mi madre–. El muchacho pronunció cada palabra lentamente, tratando de hacerse
oír por sobre el ruido de los motores, cada vez más cercano.

–Lo siento –dijo Lidia Viel–. Pero estás en un error. Sólo tengo dos hijos y siempre han estado conmigo.
Lo lamento.

El chico volvió a quedarse callado. Lidia sintió que debía decir algo más, pero la verdad es que no tenía
nada más para decir. De todos modos repitió: lo siento.

–Disculpe –dijo él y colgó.


Lidia Viel se quedó unos segundos con el tubo puesto entre el hombro y la cabeza, aunque el otro ya
había cortado y no se oía nada más.

Aquel llamado era la cosa más extraña que le había sucedido. Se quedó un poco descorazonada. Pensó en
ese chico que debía tener la edad de su hijo mayor o cuanto mucho un par de años más. Aunque nunca
bebía por las mañanas, ahora necesitaba una copa. Todavía le duraba la sensación espantosa de haber
creído, por un momento, que la llamaban para avisarle que algo les había ocurrido a sus hijos. Se sirvió
un poco de whisky con hielo y volvió a sentarse en el mismo lugar.

En una de esas no debería haberlo dejado cortar así, pobre muchacho. Quizás debería haber mantenido
una conversación con él, haberle preguntado de dónde había sacado que ella podía ser su madre. Estaba
claro que todo había sido un gran error, que no era ella la Lidia Viel correcta. Así que había otra mujer
con su nombre o uno muy parecido. Darse cuenta de esto también le resultó inquietante, pero siguió
pensando en la charla telefónica. Tal vez de haber indagado un poco más en la cuestión, podría haberlo
ayudado. Aunque no se le ocurría cómo. También podía ser que mostrarse interesada confundiera más al
chico: podría pensar que ella sí era su madre y que sólo estaba haciendo preguntas para ganar tiempo.

Por lo menos debería haberle preguntado su nombre. No costaba nada y hubiese sido más amable. Era una
pena haberlo dejado así. Quizás el suyo era el único teléfono de una Lidia Viel que el chico había
conseguido y ahora ya no le servía de nada y tendría que empezar de nuevo. Vaya a saber cuánto tiempo
hacía que tenía ese número anotado en un pedazo de papel, guardado en la billetera; cuántas veces antes
habría marcado y cortado hasta juntar valor y esperar que alguien le respondiese. Ahora estaba en cero
otra vez.

En una de esas volvía a llamarla. De estar en lugar del chico, ella insistiría. En estos casos, ante un
llamado así, debía ser bastante común, hasta lógico que la mujer se asuste y niegue todo. Pero un
muchacho joven no puede saber lo que pasa por el corazón de una mujer madura.

Lidia miró por la ventana. Juan había terminado de cortar el pasto y pasaba la escoba de alambre.
Trabajaba con auténtico esmero. No como su hermano. Había pensado decirle que aproveche y pode los
fresnos, pero se veían tan lindos con sus grandes copas amarillas recortadas contra el cielo azul que sería
una lástima. Después de todo, las hojas se caerían solas a medida que avanzara el invierno.

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