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MARTIN FIERRO

Cien años de crítica

JOSÉ ISAACSON

Editorial Plus Ultra


ÍNDICE
Pag.
áT/lfiP I G O QPC/lTl

MARTÍN FIERRO: UN SIGLO DE CRÍTICA.............. .. 9


ACLARACIÓN PE R T IN E N T E .................................................... 17
R afael H ernández
JOSÉ H E R N Á ND EZ...................................................................... 23

Pablo Subieta
MARTÍN FIERRO (3er. artículo)............................................... 35
MARTÍN FIERRO (4to. artículo)........ ...................................... 39
EL POETA A R G EN TIN O ........................................... ............... 42
M iguel de Unam uno
“EL GAUCHO MARTÍN FIERRO”........................................... 47
M arcelino M enéndez y Pelayo
MARTÍN F IE R R O ........................................................................... 57
Una en cu esta de “N osotros”
¿CUÁL ES EL VALOR DEL M AR TÍN F IE R R O !.......... .. 61
M artiniano L egu izam ón .......................................................... 63
Rodolfo R iv a ro la ...................................................................... 65
M anuel G á lv e z .......................................................................... 66
Alejandro K o r n ........................................................................ 67
Leopoldo L u gones
MARTÍN FIERRO ES UN POEMA É P IC O ........ .................. 71
p ág.
Ricardo Rojas
JOSÉ HERNÁNDEZ, ÚLTIMO PAYADOR........................... 91
VALOR ESTÉTICO DEL M ARTÍN F I E R R O ....................... 98
Federico de Onís
EL “MARTÍN FIERRO” Y LA POESÍA TRADICIONAL. . . . 105
Américo Castro
EN TO R N O A M ARTÍN F IE R R O ............................................. 123
Rodolfo S en et
RESUMEN Y CONCLUSIONES............................................... 137
Karl V ossler
M A R TÍN F I E R R O .......................................................................... 145
E leuterio F. Tiseoraia
“LA VIDA DE HERNÁNDEZ Y LA ELABORACIÓN DEL
M ARTÍN FIERRO” .................................................................... 151
Azorín
CERVANTES Y HERNÁNDEZ.................................................. 163
Vicente R ossi
DE LA PULPERÍA AL OLIMPO................................................ 167
Carlos Alberto Leumann
LA CREACIÓN IDIOMÁTICA EN EL
M ARTÍN F IE R R O ...................................................................... 175
Amaro Villanueva
PLANA DE H ER N Á N D E Z ...................................................... 183
LOS D O S ....................................................................................... 183
PRELUDIOS DE MARTÍN F I E R R O ................................... 193
E zequiel M artínez Estrada
MORFOLOGÍA DEL POEMA...................................................... 201
LA E ST R O FA ............................................................................... 201
LAS IN JU ST IC IA S.................................................................... 220
Pedro de P aoli
LOS MOTIVOS DEL MARTÍN FIERRO EN LA VIDA DE
JOSÉ HERNÁNDEZ.................................................................. 231
Antonio P agés Larraya Pág
POLÍTICA DE LA TIERRA: MORENO, ALBERDI,
HERNÁNDEZ.............................................................................. 249
Jorge Luis B orges
MARTÍN FIERRO Y LOS CRÍTICOS..................................... 261
JUICIO G E N E R A L ......................................................... .......... 265
y

Alvaro Yunque
LITERATURA GAUCHESCA..................................................... 271
A __
Angel J. B attistessa
JOSÉ HERNÁNDEZ...................................................................... 281
J o sé Edmundo Clemente
EL TEMA DE JOSÉ H E R N Á N D E Z ....................................... 299
John B. H ughes
M ARTÍN FIERRO Y M O B Y D I C K ........................................... 307
Julio Mafud
LAS INSTITUCIONES.................................................................. 319
B eatriz Bosch
JOSÉ HERNÁNDEZ EN PARANÁ........................................... 327
HERNÁNDEZ Y EL NACIONAL A R GE N TIN O .................. 330
Angel H éctor A zeves
EL TEMA DE LA DIGNIDAD DEL HOMBRE..................... 341
Guillermo Ara
LAPOESÍAGAUCHESCAHASTA JOSÉ HERNÁNDEZ . . . 351
Rodolfo B o r e llo .............................................................................. 359
Horacio Zorraquín Becú
ALBERDI Y H E R N Á N D E Z ....................................................... 367
Bernardo Canal Feijoo
EL ENIGMA DE LA GENIALIDAD EN EL P O E M A ........ 385
J o sé Isaacson
ACOTACIONES FINALES 393
José Isaacson

M ARTÍN FIERRO: UN SIGLO DE CRÍTICA

La primera generación romántica y los gauchescos fueron eslabo­


nes decisivos en la configuración de una literatura nacional. Cuando,
en 1872, aparece la primera parte del M artín Fierro, la poesía
argentina alcanza la culminación de un proceso y la perfección de un
modo que, por eso mismo, a partir de él sólo sería amaneramiento y
retórica. La sabiduría del M artín Fierro, su insuperable frescura, la
armonía entre expresión e intención, marcan el definitivo ingreso de
lo popular en lo culto y nos entregan una obra maestra. Aunque
carezcamos, como señala Rojas, “ de una Chanson de Rolando o de un
Cantar de M ió Cid, el M artín Fierro llega, por su unidad y por su
asunto, a ser para la nación argentina algo muy análogo” .
Hay libros cuya aparición es difícilmente explicable según pautas
literarias corrientes, pues su autor, más que un hombre aislado, es el
espíritu encamado de un país, de un pueblo que pronuncia las
palabras que lo representan. Cuando se produce esa identificación
entre escritor y país, el perfil del escritor suele esfumarse detrás de su
criatura; es el caso de Cervantes. Por su poderío verbal, por su
permanente inventiva, por su brillo deslumbrador, Quevedo le
disputa la primogenitura. Pero, mientras el Quijote es E spaña —y.en
ese sentido supera a su autor—, la misma genialidad de Quevedo se
interpone constantemente entre el lector y su obra, emitiendo
llamativas señales para que no dejemos de advertir su presencia.

M artín Fierro es una de esas raras obras que parecen el resultado


de una gestación colectiva. Su belleza surge como el esplendor de la

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verdad y su texto es un ejemplo irrebatible de que cada contenido
impone su propia forma, pues la forma no es más que el límite del ser.
Varias y muy distintas son las interpretaciones y valoraciones
que se han hecho de la obra, pero, en definitiva, fue el pueblo, el
gauchaje de la campaña, ese que leía o, mejor, oía las desventuradas
aventuras del héroe que los representaba, el que, en forma insólita en
nuestro país —y no sólo en nuestro p a ís—, impuso su difusión. Más
tarde, dos figuras esenciales de la cultura española, Miguel de
Unamuno y Marcelino Menéndez y Pelayo, advirtieron algunas de las
virtudes del libro excepcional, y le dieron ciudadanía en el mundo de
habla hispana.
En M uerte y transfiguración de M artín Fierro, Ezequiel M artí­
nez E strad a señala como antecedentes de lo gauchesco la novela
picaresca y los romances viejos. “ Iban —dice refiriéndose a los poetas
gauchescos—■ a lo anónimo, a lo del pueblo, al que pertenecían
tam bién las coplas; iban a lo español puro, fuera de sus dogmas
literarios” , afirmación que explica y justifica sobradamente que el
poema haya sido reconocido por escritores peninsulares antes que
por muchos argentinos. Claro está que la limpieza de la óptica estaba
enturbiada por factores extraliterarios que distorsionaban las imáge­
nes y que im pedían a algunos cultos nacionales percibir lo que el
pueblo había ya incorporado a su íntima esencia. Al aparecer en 1879
la segunda parte del poema, once eran ya las ediciones de la primera.
Rojas acota: “ Frente a la unanimidad de tanto elogio, asoma
tím idam ente la protesta de tres o cuatro académicos contemporá­
neos... Clerus vulgaria tem nit” .
Serían Leopoldo Lugones y el mismo Rojas quienes ubicarían
la obra en el adecuado plano que le corresponde como poema
nacional. Porque, si bien es cierto que, en algún sentido, Juan Sin
Ropa fue el vencedor de Santos Vega, no menos cierto es que el
espíritu gaucho habría de adueñarse de la tierra y de sus nuevos
pobladores, al punto que los valores del criollismo se imponían a
quienes de muy lejos llegaban a la pam pa bárbara con muy distintas
pautas culturales. Este fenómeno es el que explica la permanente
vigencia del M artín Fierro e incluso que algunos de sus exegetas más
aplicados ostenten apellidos que significan el triunfo de la ley de la
tierra sojire la ley de la sangre.
Se ha señalado que los grandes méritos de una obra literaria
suelen residir en la organización de sus elementos extraliterarios. Es
que lo literario en sí se relaciona con aspectos técnicos que no le
interesan al lector ni —o apenas— al autor, mientras que lo extralite-
rario es, justam ente, la sustancia de nuestros sueños, como quien
dice, nuestro tema.

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El destino del M artín Fierro tampoco tiene que ver, en lo
esencial, con lo literario y sí con la sociedad que lo hizo posible,
Menéndez y Pelayo lo tiene en cuenta cuando escribe: “ El soplo de la
pam pa argentina corre por sus desgreñados, bravios y pujantes versos
en que estallan todas las energías de la pasión indómita y primitiva, en
lucha con el mecanismo social que inútilmente comprime los ímpetus
del protagonista, y acaba por lanzarlo a la vía libre del desierto, no sin
que sienta alguna nostalgia del mundo civilizado que lo arroja de su
seno” . Aunque —como apunta Augusto Raúl Cortazar en su libro
Folklore y literatura— “ Hernández, con el M artín Fierro, irrumpió en
la tradición gauchesca con una extraordinaria y colosal variante que
relegó a segundo plano todo lo existente” , no puede dejar de tenerse
en cuenta que lo existente fue el punto de apoyo sin el cual el poema no
hubiese sido posible.
Martínez Estrada, con esos relámpagos de lucidez que suelen
proyectarse sobre un trasfondo desgarrado y sombrío, dijo: “ El peso
de la máquina, como el peso de la civilización debe hallar soportes
sólidos en la sociedad: ninguna máquina se asienta en la tierra, sino
sobre los hombros de un estado de civilización” . El autor de
Radiografía de la pam pa señala aquí la imprescindible necesidad de
un proceso cultural sin el cual podrá hablarse de injertos pero nunca
de auténticos desarrollos. Este proceso originó, precisamente, el
M artín Fierro. Ninguna fracción ni facción puede reclamarlo para sí y
su amplitud, en extensión e intensidad, excede asfixiantes límites: se
lo ha calificado de epopeya, de dilatado poema lírico, se ha documen­
tado la influencia que sobre él ejerció el romanticismo y hasta se lo ha
querido asimilar al género novelístico. También se ha querido ver en
él tan sólo una de las vertientes de nuestro pasado. Todo esto quizá
sea aisladamente cierto, pero en conjunto el poema desborda a sus
exegetas y a sus detractores. Su texto es demasiado rico y tan
íntegramente argentino que nadie puede decir es mío, y porque sólo
cabe y corresponde decir es nuestro, M artín Fiert'O es el poema
nacional de los argentinos.

Más allá de las retóricas vigentes en la poesía culta del siglo XIK,
en todo el ámbito hispanoamericano, del cual la “ Oda a la agricultura
de la zona tórrida” puede ser un significativo ejemplo (“ ¡Oh jóvenes
naciones, que ceñida / alzáis sobre el atónito occidente / de tem ­
pranos laureles la cabeza!”), un poderoso viento pampeano arrasó con
los abalorios y fueron los poetas que supieron mirar hacia lo más
hondo de la tierra quienes barrieron los laureles de papel —no se
conocía entonces el material plástico— para elaborar una cultura

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nacional, base de sustentación para todo proyecto de alcances
universales.
La cultura es, como lo planteó Ralph Linton, la herencia social de
la humanidad, sin dejar de ser, en la propuesta ontológica de Max
Scheler, una categoría del ser. Las características de la cultura, en
tanto que proceso, resultan de una sucesión de operaciones persona­
les que al cabo de sucesivas etapas van engrosando la herencia social.
La poesía gauchesca, aun cuando históricamente-preceda en más de
un siglo a la sociedad de consumo, ejemplifica brillantemente acerca
de la diferencia entre “ cultura popular” y “ cultura de m asas” . Ésta,
según Theodor W. Adorno, sólo tiene que ver con la industria cultural;
porque, conviene subrayarlo, ella es la que fabrica esas seudo-
culturas de agregación que —en las palabras de Eric Gilí— son como
salsas que se añaden “para hacer tolerable un manjar rancio” . Lo que
entronca con las palabras de Martínez E strada citadas más arriba,
pues todo proceso cultural se asemeja a un crecimiento biológico; lo
contrario significaría un? mera y adventicia agregación de capas que
se superponen pero no se integran. Esto explica que los productos
culturales alejados de nuestra realidad, como, por ejemplo, los que
conocimos con el nombre de neoclasicismo, sólo existen en la historia
de nuestra literatura, mientras que el autodidacto Bartolomé Hidalgo
logra superar su humilde condición y por ser fiel intérprete de su
tiempo trasciende su circunstancia, verdadera musa, como quería
Goethe.
“ Su obra indiscutiblemente creadora —dice Rojas— consiste en
haber trasfundido los elementos de la poesía oral a la poesía escrita.”
M ientras la mitología clásica seguía poblando con acartonadas
imágenes las páginas de la llamada poesía culta, la poesía popular
rescataba para sí los poemas anónimos que se trasm itían por
tradición oral y aproximaba a la palabra impresa la imagen de nuestro
cielo y de nuestra gente. Los cielos y los diálogos de Hidalgo
fructificarían y se desarrollarían en la poesía gauchesca hasta confluir
en el definitivo colofón del M artín Fierro.
Los versos hemandianos se entroncaron con la sabiduría popular
y el M artín Fierro, para decirlo con las palabras de Martínez Estrada,
“ ocupa el territorio entero del folklore rioplatense” hasta el punto que
“ya es indiscernible lo que tomó Hernández y lo que se ha tomado de
él” . El M artín Fierro es imposible sin el folklore y éste le debe aportes
cuya economía expresiva pocas veces fue formulada con mayor rigor,
con una síntesis más elaborada, con mayor elocuencia y, a pesar de
Verlaine, con mayor belleza.
Antes y después del M artín Fierro la literatura argentina ha dado
importantes frutos; pero el M artín Fierro es lo que en geometría se

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designa como punto singular. A pesar que —ya lo hemos señalado
someramente—■está históricamente justificado como culminación de
un proceso literario y sólo puede nacer en un entorno definido y
preciso, es decir, en su aquí y entonces, nada puede, en cambio,
explicar la aparición del genio capaz de consubstanciarse a tal punto
con la voz de su pueblo que su propia voz desaparece. No es casual
que en la hora de su tránsito se dijera: “ Ha muerto el senador Martín
Fierro” . Ningún otro libro, salvo Facundo, su hermano en la prosa,
puede aspirar a ser, tan acabadamente, el ritmo respiratorio, el estilo,
la viva carne, el profundo modo de ser, la sabiduría popular, la
situación de nuestro pueblo en una etapa de su historia. Más que un
escritor, José Hernández fue el médium a través del cual el pueblo se
expresó a sí mismo. Por eso, el fenómeno de la aparición del M artín
Fierro excede las fronteras de lo literario. Su voz y su ritmo se
confunden con los nuestros y con ese mar de tierra que es la pampa,
esa ilimitada planicie que otros poetas poblarían de pájaros, pero en
la que, como el ombú, la figura del hombre se yergue sobre las
adversidades (o alversidades)', el hombre capaz de sobrevivir a todas
las desesperanzas y capaz de recom enzar su historia, aun a partir de
un cuadro coincidente con el descrito por los primeros versículos del
Génesis, cuando la tierra estaba desierta y vacía.

Altura gigantesca, formas atléticas, fuerza colosal: tales los


atributos físicos que a José Hernández asigna su hermano Rafael. Son
los mismos que corresponden en el marco de los valores del espíritu a
su traslación literaria. Toda la fuerza física del padre alimentó el alma
de su hijo, ése que asumió la pampa como metáfora de la libertad.

13
ACLARACIÓN PERTINENTE
ACLARACIÓN PERTINENTE

Para celebrar el centésimo cumpleaños de M artín Fierro, reuní


algunos de los textos que la crítica le ha dedicado. El lector advertirá,
sin duda, que la muestra resultante elude —por lo menos en mi
intención— el vocativo celebrante y unánime de las efemérides. Traté
que los ensayos y artículos que integran este recorrido reflejaran no
sólo distintos aspectos del poema, sino distintos puntos de vista,
muchas veces contrapuestos y aun polémicos, de modo que el interés
revertiera sobre el texto, personaje central de este libro. Sigo
creyendo que a pesar de la ingente bibliografía que ya ha suscitado, no
existe la obra crítica que pueda contrabalancear al poema, destino
que el M artín Fierro comparte con las obras maestras de la literatura
mundial. Las sucesivas generaciones continuarán elaborando sus
peculiares enfoques, sus singulares aproximaciones que, en su
conjunto, definen una cada vez más rica crítica martinfierrista.
Ordené cronológicamente los testimonios esenciales escritos
desde diversos enfoques estéticos, sociales e históricos. La crítica
formal ha tratado denodadamente de encasillarlo y lo ha calificado de
epopeya, de poema lírico y hasta de novela; las opiniones han llegado
a una total polarización: unos lo consideran una mera anécdota
personal y otros lo juzgan el testimonio de un drama social correspon­
diente a una etapa dada de nuestra historia; en tercer lugar, no faltan
quienes lo encaran con un juicio ahistórico ni quienes, contrariamente
a éstos, lo sitúan como el resultado de un proceso cultural.
No hay que perder de vista que la selección de los textos tuvo
como referente el poema, pero, como no puede ser de otro modo, el
lector no sólo juzgará las opiniones sino a los jueces que las emiten y
extraerá sus propias conclusiones. Las mías, se encontrarán en los
trabajos que inician y cierran el libro. Resulta obvio señalar que, a
veces, por razones de espacio y, otras, por la imposibilidad de hallar

17
ciertos libros, esta muestra no pretende ser exhaustiva; tampoco,
pienso, tiene sentido que lo fuera,
Aunque la mayoría de los autores incluidos son argentinos, los
testimonios españoles de Unamuno, Menéndez y Pelayo, Azorín,
Federico de Onís y, muy en especial, el de Américo Castro, declaran
con lucidez el alcance universal del poema.
Cuando un personaje crece tan desmesuradamente, su autor
suele quedar en la sombra; por eso he querido iniciar el libro con las
páginas que Rafael Hernández dedica a su hermano José, tan citadas
como poco conocidas, aunque para ello debí apartarme de la pauta
cronológica anotada más arriba.
Miguel Ángel, poco antes de morir —según narra uno de sus
biógrafos—■destruyó los esbozos de sus creaciones. Cuando la obra
está construida deben desaparecer los andamios, vino a decirnos el
maestro de la Sixtina. A modo de andamios, precisamente, son las
bibliografías que permiten, o por lo menos facilitan, la elaboración de
posteriores trabajos. Por lo que les soy deudor, y por lo mucho que les
pueden ser útiles a los lectores deseosos de profundizar el tema,
quiero citar aquí el “ Itinerario bibliográfico y hemerográfico del
M artín Fierro de José Hernández”, editado por José Carlos Maubé,
en 1943, y “ José Hernández, Martín Fierro y su crítica. Aportes para
una bibliografía” , publicada por Augusto Raúl Cortazar, en 1960.
Y, po-r último, lo que debió haber ido en primer término:
manifestar mi reconocimiento a J. A, de Diego y a Gregorio Weinberg,
tanto por la consecución de algunos textos como por sus valiosas
sugerencias.
A Amalia Sánchez Sívori, por indagaciones efectuadas en la
hemeroteca de la Biblioteca Nacional, y a Anselmo Leoz, por su
sabiduría léxica puesta al servicio de la corrección de pruebas,
expreso mi especial gratitud.

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TESTIMONIOS
RAFAEL HERNÁNDEZ
Rafael Hernández *

JOSE HERNANDEZ

El Concejo Municipal sancionó este nombre con exclusión de mi


voto, por razones claras de comprender. Pero si en el seno de una
corporación oficial, tratándose de una resolución destinada á honrar
la memoria de mi hermano, me abstuve de tomar parte, no he creído
deber persistir en este folleto, retrayéndome de narrar la vida del
hombre que mas he amado en este mundo, si se me permite emplear las
propias palabras del señor Nemesio Vicuña Mackena, refiriéndose á
su ilustre hermano Benjamín, en circunstancias parecidas á las mías.
Y al hacerlo así, siguiendo en ello el ejemplo que en Europa y en
América me ofrecen ilustres escritores respecto á sus deudos más
inmediatos, entre los cuales, guardando legítimas distancias, puedo
recordar al patriota Manuel Moreno en la publicación de la vida y
memorias de su esclarecido hermano D. Mariano, solo cuidaré de no
apartarm e ni un ápice de la verdad, acallar mis sentim ientos fraterna­
les, sustraer la pluma á todo apasionamiento y librar al juicio público
la apreciación de los hechos que ligeramente narraré. Con esta
salvedad, que espero sea justam ente apreciada, doy comienzo á este
trabajo.
José Hernández, popularmente conocido por M artín Fierro,
pues como decía él mismo, era ese un hijo que habia dado nombre á su
padre, nació en Buenos Aires el 10 de Noviembre de 1834, descen­
diendo por línea paterna de distinguido abolengo Español y por la
materna de tronco americano formado en 1769 por una hija del

^ (*) En éste, así como en los demás trabajos transcriptos, se han respetado las
grafías origínales.

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emigrado Irlandés O’Doggan nacida en el país, unida en matrimonio
con el Francés Pueyrredon.
Esta es la familia de patricios de donde salió don Juan Martin
Pueyrredon, el primero que acaudilló la caballería gaucha iniciándola
en la pelea, en el “ Caserío de Pedriel” (hoy chacra Pueyrredon, en el
partido San Martin) contra el general inglés Berresford y llegó á
General y Director Supremo de las Provincias Unidas, compartiendo
con San Martin la empresa colosal de la campaña de Chile. Tres
hermanos mas de D. Juan Martin llamados José Cipriano (abuelo de
Hernández), Diego, y Juan Andrés Pueyrredon, actuaron con él y se
distinguieron en la Reconquista y Defensa de Buenos Aires en 1806 y
1807.
Fueron sus tios (por línea materna) el coronel de la Independen­
cia, oficial de Granaderos á caballo, Manuel Alejandro Pueyrredon,
que tenía diez y siete cicatrices en el cuerpo, escribió sus memorias
militares, y murió en el Rosario; D. Diego Pueyrredon que murió joven
en la batalla de Ciudadela, y D. Fortunato Pueyrredon que cayó
prisionero de loa españoles en la misma y cargado de. grillos y cadenas
murió á los seis años en las horribles crugías de Casas M atas en el
Callao; aquellos ántros más horrendos que Los Plomos de Venecia,
donde la “amorosa madre patria” arrullaba á sus altivos hijos de la
América.
De la misma familia derivan tam bién las de Itoirte, Leloir,
Albarellos, Saenz Valiente, Dr. Eduardo Costa, poetisa Josefina
Pelliza, Dr. Liliedal, Dr. Larroque, D. Goyo Torres, Coronel Emilio
Castro, y mas de 300 productos existentes, de aquel robusto árbol, en
distinguidos apellidos del país.
Por la línea paterna era sobrino de los coroneles de la Indepen
dencia Eugenio, y Juan José Hernández, que el año 1831 plantó t*
primer campamento cristiano en Choele-Choel, ostentaba los cordo­
nes de Ituzaingó y murió mandando las infanterías de Rosas en
Caseros.
Su bis-abuelo, del tronco femenino, y sus tío -abuelos, Caamaño,
y San Martin, no tenían rivales como los mas ostentosos y genuinos
hombres de campo, fuertes hacendados del Baradero, donde aun
existen restos que mantienen ambos apellidos.
Educóse Hernández en el colegio del señor Pedro Sánchez (qup
vive aún), muy acreditado en su época, distinguiéndose por su
percepción rápida y prodigiosa memoria. Desde niño fué inclinado á la
poesía, mas sus afanes escolares le produjeron una afección pectoral
que le obligó á salir al campo, donde en alta escala trabajaba su señor
padre, gozando de renombre en el paisanage Surero, por sus grandes
empresas en volteadas de haciendas alzadas de los campos de D.

24
Felipe Piñeyro, Calixto Moujan, Pedro Vela, Escribano, Casares,
Alzaga, Llavallol, etc., de donde enviaba decenas de miles para los
saladeros de Cambaceres, de Panthou y otros.
Allá, en “ Camarones” y en “ Laguna de los P ad res” se hizo
gaucho, aprendió á jinetear, tomó parte en varios entreveros, recha­
zando malones de los indios Pampas, asistió á las volteadas y
presenció aquellos grandes trabajos que su padre ejecutaba, y de que
hoy no se tiene idea.1 E sta es la base de los profundos conocimientos
de la vida gaucha y su amor al paisano, que desplegó en todos sus
actos. Ved ahí, por ambas lineas, el génesis patriótico y gauchesco
fundido en M artín Fierro.
Hallóse en la acción de San Gregorio con Don Prudencio Rosas,
que trajo la gente del Sud en 1853, y también en la del Tala; fué
teniente en el Regimiento del coronel rengo Sotelo, y en 1858, á causa
de un duelo en el campamento, y habiéndose hecho Reformista, con
Calvo, emigró á Entre Ríos y fué empleado en el comercio y oficial 2o
en Contaduría Nacional en Paraná.
Aprendió por referencias casi, el arte de la Taquigrafía, y sin
maestro, en siete meses de ensayo, estuvo apto para ocupar el cargo
en el H. Senado de la Confederación, que desempeñó varios años,
bastando su solo lápiz para tomar y traducir las sesiones allí, donde
había oradores de fuste, como Zavalía, Campillo, Severo González,
Calvo, Angel Elía, General Guido, Zuviría, etc.; y ademas en las
sesiones solemnes de la Cámara de Diputados, y en la convención de
Nogoyá.
Ejercitando sus excelentes dotes de observación, se hizo estu­
diante de derecho constitucional al tomar los importantes debates de
aquellos ilustrados patriotas, que tenían á su cargo la gran tarea de
constituir la República bajo la forma federal en que hoy se halla.
Veinte años despues, esas observaciones ampliadas con sus
lecturas, fueron el caudal de conocimientos en materia de derecho
constitucional que manifestó en el periodismo y en la Legislatura de
Buenos Aires, en varios períodos de representación.
—-“ A mi lápiz de taquígrafo, solía decir, debo mis estudios
constitucionales.” — Lo cierto es que sus maestros no fueron simples
teorizadores, sino constituyentes de verdad.
En la campaña de Cepeda perteneció al batallón Palma (N° I o de

1 Con decir que solo las 2 Estancias de Vela que adm inistraba el Señor Don
Felipe Vela en el Tandil, tenían 64 leguas cuadradas y estaban cubiertas de ganados
cimarrones, se comprenderá el dicho de Fierro:
T endiendo al cam po la vista
S olo via hacienda y cielo.

25
línea), en clase de ayudante, y se distinguió en la batalla por su valor y
resistencia infatigable en las tareas de todo el dia y la noche del 23 de
Octubre.
Durante la presidencia interina del General Juan E. Pedernera
fué su secretario privado y esto formó un vínculo de cariño entre
ambos que solo se turbó con la muerte; despues de Pavón y “ Cañada
de Gómez”, donde se halló, ascendió á Sargento mayor efectivo del
Ejército Nacional, título que no reclamó jamas de los gobiernos
posteriores que combatió. Poseía abundantes apuntes para la biogra­
fía del benemérito guerrero puntano y habia escrito la del General
Angel Vicente Peñaloza, bajo el título Vida del Chacho, que se
reimprimió en Buenos Aires en 1875 con motivo de un discurso
sensacional del Dr. Rawson en el Congreso recordando con elogio al
patriarca de la Rioja, que fué asesinado por jefes nacionales en Olta el
2 de Noviembre de 1863, con aprobación y aplauso oficial de
Sarmiento, que era gobernador de San Juan. Esto conmovió bastante
á la juventud ingénua que se habia educado bajo la influencia de una
historia ficticia elaborada por la pasión intransigente de los partidos,
que desfigura los hombres, falsea los hechos y desnaturaliza las cosas!
Fué Fiscal y luego Ministro de Hacienda en Corrientes; hizo la
campaña con el Gobernador derrocado por fuerzas nacionales don
Evaristo López; participó en todas las campañas mantenidas por la
resistencia armada de Entre Ríos, con el general López Jordán hasta
Ñaembé, de donde á causa de la derrota final, emigró por tierra al
Brasil.
Esgrimiendo siempre la espada y la pluma, guerrero, revolucio­
nario, periodista, orador popular y muy prestigioso en el pueblo,
trabajó mucho y no disfrutó nada. Redactó muchos periódicos, “ El
Argentino” en Entre Ríos; como corresponsal político de la “ Reforma
Pacífica”; y en varios del Rosario. Redactó con Soto “ La Patria” en
Montevideo y fundó en Buenos Aires, el “ Río de la P lata”, cuya
propaganda era: Autonomía de las localidades, Municipalidades
e l e c t i v a s — abolicion del contingente de frontera, elegibilidad popular-
de jueces de paz, comandantes militares y consejos escolares.
De formas atléticas, poseía una fuerza colosal comparable á
Rafetto, el hércules de nuestros circos, y una bondad de alma
comparable á su fuerza.- Decidor chispeante, oportuno, rápido y
original, se conservan entre sus amigos interesantes anécdotas; pero
jamás hiriente en sus chistes epigramáticos. La nota bulliciosa
vibraba siempre á su alrededor, no por cuentos que refiriese, sino por
sus ocurrencias felices y siempre criollas.
Perteneció constante al partido federal, hoy nacionalista; fué

26
Diputado y Senador; afrontó las cuestiones mas transcendentales,
prestigiando con su palabra como Diputado, en imperecedero debate,
la cesión de Buenos Aires para capital de la República; presidió la
comision popular en la gran fiesta de la piedra fundamental de La
Plata, como presidió también la sección de las provincias en la
Exposición Continental y la Cruz Roja en la revolución de Tejedor.
Cuando se dispuso reformar’ la constitución en 1869, formóse una
coalicion de los directores de diarios influyentes para llevar á las
bancas de la Convención los hombres mas preparados del país. El
partido político restos de unitarismo, que había dominado 25 años,
empezaba á dividirse en dos bandos. La figura de Alsina acentuaba
sus perfiles federalistas y trazaba su propio rumbo.
Las fuerzas estaban equilibradas: “ La T ribuna” “ La V erdad” ,
“ La Nación Argentina” “ El Nacional” y “La República” representa­
ban los dos bandos; “ El Río de la P lata” era la tercera fuerza que
actuaba en función determinante y Hernández la hizo valer en las
distintas reuniones que tenían lugar en la imprenta de “ La V erdad” ,
presididas por el señor Cantilo, para dar alternativamente el triunfo á
candidatos de uno y otro bando, á cambio de los suyos pertenecientes
al partido Federal que llevaba 20 años de ostracismo ó abandono en la
oscuridad y el olvido. Por esta evolucion que él solo llevó á cabo, con
persistente labor, y aunque le fué privadamente reconocida, no se le
manifestó públicamente jamás, volvieron á la vida pública los señores
Vicente F. López, Bernardo de Irigoyen, Luis Saenz Peña, Alvear,
Lahitte, Gutierrez, Vicente G. Quesada, Navarro Viola y Tomás
Guido. Estos tres últimos se conservaron siempre finísimos amigos y
muy consecuentes y cariñosos con Hernández.
Amas de los nombrados entraron á la Convención otros federales
que, como Gorostiaga, se m antenían mas ó menos a flote en sociedad,
pero alejados de la política, y una vez en aquel teatro, fueron una
revelación para el pueblo, que no tenía idea de su existencia y
valimiento; pero que una vez conociéndolos, marcharon rápidamente
en la opinion, porque tenían merecimientos propios, que el p artidis­
mo intransigente había ocultado á toda una generación.
Hernández no fué entonces convencional, lo que retardó mucho
su presentación en la escena pública de su provincia, porque á
indicación suya se había convenido en eliminar la candidatura de
todos los diaristas del acuerdo, compromiso que algunos cumplieron
hasta el fin.
En este diario, de complexión robusta, que la administración
Sarmiento mató de un golpe, escapando á la cárcel su redactor
propietario gracias á sus numerosos amigos, fué co-redactor el
ilustrado Agustín de Vedia y colaboraron los señores Navarro Viola,

27
José Tomás Guido, Vicente G. Quesada, C. Guido y Spano, J. Sienra
Carranza, M. A. Pelliza, Tomás Moncayo Avellan, Simón Bolívar
Camacho, y algunos otros escritores de nota, en tanto que se iniciaron
esgrimiendo sus primeras armas literarias Estanislao Zeballos, Aure ­
lio Herrera (a) Teseo, Cosme Marino, Oscar Liliedad, Ocampo
(Salvador Mario), Mariano Espina, Gerónimo Montero, Samuel
Alberú, Nicasio Dibur, Rómulo Gazcon, Enrique Serantes, Vicente
Hernández, Horacio Mendizabal, Sixto Rodríguez, y otros que no
recuerdo, pero cuya nómina dem uestra la perspicacia de Hernández
para penetrar’ en el corazon de los jóvenes, apreciar sus cualidades y
fomentar’ aquellos que poseían los elementos de superioridad para
distinguirse en el país. Los tres primeros pasaron en seguida con el
señor José C. Paz á fundar “ La P re n sa ” , que ya cuenta 27 años.
Como político de largas vistas, se mostró particularmente en
notables conferencias, que dió en los altos del teatro Variedades, á
que asistan muchos hombres públicos, cuando el entusiasmo por la
apertura del Istmo de Panamá exaltaba todos los ánimos. Logró
entibiar ese entusiasmo demostrando los trascendentales perjuicios
que nos ocasionaba, y apuntando lo que era preciso hacer para
contrarrestarlos, aunque fundando á grandes rasgos su opinion que
preveía el fracaso.
Con esto ampliaba lo que habia dicho en el famoso debate con el
doctor Alem en 1880, sobre la cesión de Buenos Aires para capital de
la República, á cuya sanción llamaba “forjar el acero para hacer
invencible la Nación”, y “poner el sello á la obra iniciada en 1810” . En
ese discurso, que ocupó tres sesiones sin salir un punto de las
cuestiones internas, recordaba que el señor Lessepps tenía ya
reunidos 300 millones de francos para principiarla obra y exclamaba:
“ No nos descuidemos, no nos quedemos atrás del movimiento
científico, comercial y económico del mundo... la apertura del Istmo
de Panam á va á servir de puerta para el comercio de Europa
dejándonos relegados al extremo meridional de la América del Sud.”
En las actividades de su vida y merced á su poderosa organiza ­
ción intelectual, guiaba su mente por distintos rumbos, sin distracción
ni confusiones y así fué sucesiva y á veces juntamente: Contador
-taquígrafo- -guerrero -revolucionario—legislador- -miembro del
Concejo Nacional de E ducación- Consejero del Monte de Piedad -
del Banco Hipotecario — protector de las industrias — estanciero ----­
periodista — orador, y poeta — Hombre de espada y de pluma—del
bosque y del salón—de tribuna y de espuela—-En el campamento como
en el gabinete sirvió á su país en el orden Nacional y Provincial; de su
poema Martin Fierro dijo el doctor Navarro Viola: “ es una lección de
lo que debe ser la poesía, es decir: Una moral y un arte”

28
La autoridad incontestable que tenia en asuntos campestres, fué
causa que el gobierno del doctor Rocha le confiara la misión de
estudiar las razas preferibles y los métodos pecuarios de Europa y
Australia, para lo cual debía dar la vuelta al mundo, siendo costeados
por la Provincia todos los gastos de viaje y estadías y rentado con
sueldo de 17 mil pesos moneda corriente mensuales durante un año,
sin mas obligación que presentar al regreso un informe que el
Gobierno se comprometía á publicar.
Tan halagadora se suponía esta misión, que el decreto fué
promulgado sin consultar al favorecido, quien al conocerlo por los
diarios se presentó en el acto al despacho de Gobierno rehusando el
honor.
Como el gobernador insistiera en que se necesitaba un libro que
enseñase á formar las nuevas estancias, fomentar las existentes, le
contestó que para eso era inútil el gasto enorme de tal comision; que
las formas y prácticas europeas no eran aplicables todavía á nuestro
país, por las distintas condiciones naturales é industriales; que la
selección de razas no puede fijarse con exclusiones, por depender del
clima y de la localidad donde se crían y las variaciones del mercado, y
en fin que en pocos días, sin salir de su casa, ni gravar al Erario,
escribiría el libro que se necesitaba. Con efecto, escribió su “ Instruc­
ción del Estanciero” que editó Casavalle y cuyos datos, informaciones
y métodos bastan para formar un perfecto mayordomo ó director de
estancias, y enseñarle al propietario á controlar sus administradores.
Excusado es decir que el Gobierno ni siquiera suscribió un
ejemplar del importante libro, pero insistiendo en la idea de la famosa
misión, rodeando el mundo, se sirvió ofrecérmela á mí por conducto
de su ministro el doctor D ’Amico; pero también la rehusé á pesar de
las animadas reflecciones de aquel amigo, fundado en iguales razones
y en que no tratándose de elegir y m andar los ejemplares, lo demás me
parecía escolástica pura. Alas tres fué la vencida y dicha comisión fué
confiada al señor Ricardo Newton, llevando por secretario al ilustrado
doctor don Juan Llerena, “ el hombre que más sabe en la República
Argentina” , según le escuché decir en conversación al doctor Nicolás
Avellaneda.
El viaje se hizo, el informe se imprimió en 5,000 ejemplares de 10
tomos, los gastos fueron fastuosos y puntualmente pagados... mas el
resultado, predicho por Hernández, está lejos de competir con el de
su libro criollo.
Si el doctor Rocha en vez de esforzarse por alejar á Hernández de
su patria, enviándolo primero á Europa y despues á Salta, donde
adquirió los gérmenes de su enfermedad mortal, se hubiera apoyado
29
en su prestigio incontrastable en la Provincia, otra hubiera sido su
situación actual. ,
Era su retentiva tan firme y poderosa, que repetia fácilmente
páginas enteras, de memoria, y admiraba la precisión de fechas y de
números en la historia antigua, de que era gran conocedor.
Se le dictaban hasta 100 palabras, arbitrarias, que se escribian
fuera de su vista, é inmediatamente las repetía al reves, al derecho,
salteadas y hasta improvisando versos y discursos, sobre temas
propuestos, haciéndolas entrar en el orden que habian sido dictadas.
Este era uno de sus entretenimientos favoritos en sociedad.
En las asambleas tumultuosas sirvió muchas veces para apaci­
guarlas por su figura culminante, por su palabra de fuego, por el cariño
con que el pueblo lo recibia y hasta por su potente voz dé ORGANO
DE CATEDRAL, como le llamó el escritor Benjamin Posse.
Al fin, este coloso inclinó la robusta cabeza, con la debilidad de
un niño, en su quinta de Belgrano, el 21 de Octubre de 1886, á menos
de 52 años de edad, minado de una afección cardiaca, quizá; en el
pleno goce de sus facultades hasta cinco minutos antes de expirar,
conociendo su estado y diciéndome:—Hermano, esto está concluido.
Sus últimas palabras fueron: BUENOS AIRES, BUüiNOS AIRES y
cesó! ,
Numerosa y selecta fué la concurrencia á la inhumación de sus
restos, y entre los discursos pronunciados, sobresalieron los del
Coronel José Tomás Guido y el doctor Luis V. Varela. En cuanto al del
General Lucio V. Mansilla, dominó la opinion de ser la mejor pieza
oratoria que habia pronunciado aquel fecundo y original orador. En
esta sentida oración inició la idea de conservar por la estatuaria las
lineas de su figura colosal. ^
El Senado, de que era miembro, decretó una placa para su
sepulcro. _
Su libro, bien conocido, es como la fotografía de una raza
legendaria que se extingue.
Al desaparecer el gaucho, la Providencia trajo ai pintor: Conclui­
da su misión, también acabó!- Escudriñando escrupulosamente no
se hallará una sola impropiedad ó error en cuanto allí describe,
porque no procede de oidas, ni por imitación, sino que pinta escenas
en que ha sido á menudo actor ó espectador.
Tomó al gaucho en la frontera, se internó con él en el desierto,
luchó en el Pajonal con el Pampa y trazó en su poema, no solamente
usos y costumbres de los salvajes, entonces completamente descono­
cidas del cristiano civilizado, que no han sido rectificadas, sino
cuadros conmovedores que produjeron una revolución en las ideas
sociales y en la política, pues suprimieron el contingente de frontera y

30
operaron la emancipación del criollo como lo había sostenido en su
diario “ El Río de la Plata.”
Por eso autoridades como Avellaneda, E strada y muchos otros
han dicho que ese libro era libro de misión, que condensaba en coplas
de cadencia y lenguaje popular, sabiduría profunda, y moral exquisi­
ta. Entre los numerosos escritores Nacionales y extranjeros, que de él
se han ocupado, por mas de 20 ediciones, tan sólo el señor Juan
Antonio Argerich ha pretendido singularizarse diciendo que Ascasubi
y Hernández eran simplemente dos prosistas insoportables. El crítico
ha perdido su tiempo, pues sin embargo del tono olímpico con que
fulmina sus fallos literarios, no ha modificado el concepto nadional
acerca de estos poetas populares.
Se le escuchó con la misma sonrisa que cuando dijo que los versos
de Carlos Guido y Spano, nuestro gran poeta lírico, eran flores de
trapo.
El 21 de Octubre del corriente año tuvo lugar en el Cementerio de
la Recoleta la ceremonia oficial de colocar en su panteón la corona y
placa de bronce que como homenaje á su memoria decretó el Senado
por iniciativa del doctor Julio Fonrouge, cuya inscripción dice: E l
Honorable Senado de la provincia de Buenos Aires a José H ernández,
autor de MARTIN FIERRO.
Asistió numeroso y escogido público y se pronunciaron elocuen­
tes discursos, pero el del doctor Mariano Orzábal, que hizo el
panegírico en nombre y representación del Honorable Senado, fué
una pieza magistral en la que nos recordó que era el iniciador de la
Escuela y Haras de Santa Catalina y el que habia dado el nombre á la
ciudad de La Plata.
Prestigió el acto la prensa de todos los matices, asociándose á él,
así como el Ateneo, el poeta Guido y Spano y numerosos personajes
del país.
La reputación del M artin Fierro se ha extendido por todos los
países y centros del habla latina en Europa, en las repúblicas
Americanas y en Nueva York,
El “ Correo de U ltram ar” de París fué el primero que lo reprodujo
íntegro en sus columnas, luego en Méjico y siguió en las demas
repúblicas.
Hace poco tiempo, el reputado crítico español Marcelino Me-
néndez y Pelayo, en su “Antología de poetas H ispano-Am ericanos”, le
consagra altos elogios y hace propios los del ilustrado poeta Unamu-
no, ferviente encomiador de Hernández, que entre otras cosas, dice:
“ Su canto está impregnado de españolismo; es española su lengua,
“ españoles sus modismos, españolas sus máximas y su sabiduría,
“ española su alma.
31
‘‘M artín Fierro, es el canto del luchador Español, que despues de
“haber plantado la Cruz en Granada se fué á América á servir de
“ avanzada á la civilización y á abrir el camino del desierto.”
No se extinguirá en el corazón del criollo, la imágen de este poeta.
El, supo bien lo que hacia, conocía á fondo el corazón y los
sentimientos del paisano, confiaba en su gratitud eterna, y por eso,
como un presentimiento, en la última página de su libro dice:

Y guarden esta s p alab ras


Que le s digo al term inar—■
En mi obra he de continuar
H asta d árselas con clu id a—
S i el in gén io ó si la vid a
No me llegan á faltar.

Y si la vida m e falta,
T énganlo todos por ciérto,
Que el gaucho, h asta en el d esierto
Sentirá en tal o ca sió n —
T risteza en el corazón
Al saber que yo esto y m uerto.

(Pehuajó; nomenclatura de las calles. Breve


noticia de los poetas que en ella se conmemo­
ran; Buenos Aires, 1896.)

^ 9.
PABLO SUBIETA
Pablo Subieta

MARTÍN FIERRO
(3 er. artículo)

Son innumerables los libros que la inteligencia del hombre, en


sus diversas aplicaciones, ha producido en los últimos tiempos.
El movimiento intelectual, en algunos países como Alemania y
Francia, presenta los síntomas del delirio febriciente, el magestuoso y
sublime desorden de la tem pestad.
Pero, en ese desborde del génio, en esa loca monumentalización
del pensamiento, en esa consagración lapidaria de la labor paciente
del cálculo, son muy pocas las piedras sólidas, que puedan servir de
sillares al edificio del progreso y de muro de defensa á la convicción
filosófica. Muy escasos son los libros que han tenido el privilegio de
realizar una revolución en las ideas, en las costumbres, ó en las
instituciones.
No basta escribir, es necesario escribir según la época en que se
vive, el país que se habita, los vicios que se combaten, los principios
que se defienden, los dogmas que se profesan.
iva palabra es pan, pero no siempre aprovecha al organismo.
El consejo, la máxima, la doctrina, la sátira, hasta el insulto, son
eficaces en oportunidad de tiempo y de lugar.
Cuántos poemas, cuántas historias, cuántas novelas se han
escrito sin que arrojen un rayo de luz sobre la conciencia, sin que se
remueva un guijarro de la senda áspera de la vida, sin que hagan
estremecer el corazón con la más ténue fruición, sin que hayan
modificado una letra de las leyes tiránicas de las sociedades decrépi­

35
tas, sin que hayan hecho siquiera contraer los lábios del más alegre
lector.
Páginas sencillas, lacónicas, inspiraciones súbitas, doctrinas
vulgares, pero mal comprendidas, no estudiadas, ligeramente despre­
ciadas, han cambiado la ley de las sociedades, las costumbres
tradicionales, los principios científicos y los dogmas de la fé.
Ya lo hemos dicho: pocas, muy pocas son esas obras de cualquier
carácter que sean, que hayan conseguido remover esas piedras, que
entorpecen eL camino que recorre trabajosam ente la peregrina
humanidad.
Y ya que no es posible operar una revolución cada día, es
necesario que cada palpitación del cerebro de los grandes pensadores,
cada palabra de sus lábios píticos enjugue una lágrima, evite un
suspiro, destile una gota de bálsamo sobre las heridas del alma, que
sea una ráfaga de luz que alumbre, un soplo de brisa que perfume, una
gota de rocío que refresque, una nota melodiosa que deleite.
Cada época de la historia, cada región del globo, ha tenido sus
redentores, sus profetas, revolucionarios, que se han servido de la
letra para consumar sus grandes propósitos, las obras de esos génios
son las verdaderas obras clásicas de la literatura.
Si Italia tiene su Divina Comedia, E spaña su Quijote, Alemania
su Fausto, la República Argentina tiene su Martin Fierro.
Martin Fierro, mas que una coleccion de cantos populares, mas
que un cuadro de costumbres, mas que una obra literaria, es un
estudio profundo de filosofía moral y social.
Martin Fierro no es un hombre, es una clase, una raza, casi un
pueblo; es una época de nuestra vida; es la encarnación de nuestras
costumbres, instituciones, creencias, vicios y virtudes; es el gaucho
luchando contra las capas superiores de lá sociedad que lo oprimen;
es la protesta contra la injusticia; es el reto satírico contra los que
pretendem os legislar y gobernar, sin conocer las necesidades del
pueblo; es el cuadro vivo, palpitante, natural, estereotípico de la vida
de la campaña, desde los suburbios de una gran Capital, hasta las
tolderías del salvaje.
Todos los hechos de la vida se encadenan, todas las esferas de
acción son círculos concéntricos que parten de un centro y se
estienden hasta lo infinito. Dante llevó su imaginación hasta el cielo y
el infierno, partiendo de un latido de su corazon, hizo un poema
universal de una afección subjetiva, y en Beatrice de Portinary
encontró el objeto de su infinita peregrinación.
José Hernández ha tomado como el épico italiano, un hecho
familiar, como la causa y el punto inicial de su espléndida concepción,
para plantear problemas sociales de la mayor trascendencia, profeti­

36
zar revoluciones futuras que han de operarse fatalmente; ha encon­
trado el pretesto para rasgar con mano airada los encajes diáfanos de
nuestro traje democrático, con que encubrimos llagas terribles, que
corroen nuestro organismo; para enseñar máximas de moral purísima;
para justificar todos los sistemas filosóficos, desde el estático
misticismo, hasta la amarga decepción, desde la credulidad del niño,
hasta esa ciencia tristísim a de la ancianidad desencantada de la
sociedad que desprecia,
Martin Fierro es el tipo ingénuo, noble, valeroso; victima de los
defectos de nuestras instituciones políticas, judiciales y municipales,
guarda en su alma el depósito sagrado de la intuición del bien, al través
de todas las peripecias de su vida fatalmente aventurera.
El viejo Viscacha es el Mefistófeles de ese Fausto mas natural,
mas filosófico, mas moral que el de Goethe.
Anciano consumido económicamente por los vicios, hasta dormir
entre los perros, físicamente, hasta no poder hablar y moralmente,
hasta profesar las ideas mas egoístas, antisociales y eminentemente
sensuales; espíritu descreído, práctico en la vida material, enemigo de
las clases urbanas, pero profundamente sabio en los resortes secretos
de la vida real.
Ambos tipos son naturales, de importancia suprema en la acción
y desarrollo del drama sencillo, pero interesante de la vida del gaucho.
A las magníficas descripciones de la campaña, de la frontera, de
los ataques del salvaje y cien otras, que forman el fondo del paisage, el
cuadro etnográfico, es necesario sobreponer la magistral descripción
de la Penitenciaria; lección sublime de moral, razgo de inimitable
poesía, de efecto extraordinario y de aplicación tan práctica en las
costumbres, que solo ese canto equivale en efecto á todos los
sermones, á todas las conferencias y á todos los castigos.
La Penitenciaria tiene, en efecto, por destino, no solo servir de
lugar de castigo y de seguridad, sino también de ejemplo.
Esa casa aislada en los confines de la ciudad, que tantos dolores
guarda, bajo cuyas fatídicas bóvedas tantos M acbeth se estremecen
entre las torturas del remordimiento, no habría cumplido su alta
misión moral, si Hernández no la hubiese hecho conocer en el ritmo de
sus versos, en las cuerdas de la guitarra de la pulpería, en la leyenda
familiar del rancho.
Nadie sabe lo que es la terrible cárcel, mientras no entra en ella,
pero el lúgubre edificio tiene una voz solemne, cuyo éco elocuente es
Martin Fierro.
Las últimas máximas de M artín Fierro, son máximas tan magní­
ficas como las del Evangelio; es por eso que el libro de Hernández
suple a la Biblia y a la doctrina sacerdotal en los ranchos, estancias y
aldeas, y no exageramos al asegurar que también desempeña ese
noble papel en las ciudades.
No podemos acabar de definir á Hernández como filósofo; pero
aquí nos detenemos por respeto á la atención del lector.
Mañana nos ocuparemos de Hernández político y literato.

(Las Provincias, año I, N° 274; 8 de octubre de 1881).

38
MARTÍN FIERRO
(4o artículo)

Sué y Hugo son los primeros en nuestro siglo, que bajo la forma
amena y vulgar del romance ó el verso, han planteado los grandes
problemas sociales, y han llevado á la conciencia del pueblo las graves
cuestiones que comprometen su destino.
La mayor parte de los novelistas y poetas, son simplemente
descriptivos, estrechamente estéticos y egoistamente subjetivos.
Creen sin duda que la humanidad entera está comprometida á
contar los latidos de su corazón angustiado, y á seguir las ráfagas
caprichosas de su imaginación delirante.
La poesía tiene, sin duda, una misión mas elevada, mas amplia,
mas social, mas eficaz.
No ha de ser el sueño loco de una noche de delirio, como la
creación insensata de San Juan ó Dante, ni la máxima sensualista de
Anacreonte, de Ovidio, de Pirron; el amargo escepticismo, el canto
elegiaco de Young, de Byron, Leopardi y Pestel no son tampoco su
última y más elevada espresion.
No son la risa, ni las lágrimas, los atributos mas sublimes del
hombre, como el sensualismo, ó la utilidad no son la última esfera de
su indefinida actividad.
No es el poeta la hoja del árbol que arrastra el viento y se queja en
su rose con el polvo, no es la arista que devora el fuego y gime en el
suplicio de la calcinación; no es la poesía el polen de la flor que alhaga
los sentidos de la coqueta, la nota armoniosa que deleita el oído del
soñador fantástico.

39
Dios no ha encendido la chispa de la inspiración en el fondo del
cerebro, para que alumbre sin calor como el fósforo; el génio ha de ser
fecundo, su nombre dice que ha de ser productor, creador, revolucio­
nario; por eso ha dicho muy bien Isaias, que se sintió herido por el rayo
de Dios, para irradiar su luz y su fuego sobre el pueblo ciego y
entumecido, que se había sentado sobre la piedra helada del error.
Andrade, el ilustre lírico argentino, ha hecho la semblanza más
digna del poeta, haciéndolo precursor, profeta, sacerdote, maestro y
tribuno.
Así es José Hernández. No ha templado su lira sonora para
deleitar un momento, para recrear las horas largas de una velada
campestre.
Martin Fierro es mas que un payador de pulpería, es el filósofo, el
revolucionario, el gran político, el moralista, el Prometeo de la
campaña; la encamación palpitante del gran problema social.
En el fondo de ese poema sencillo, lacónico y armonioso se
encuentra la verdad desnuda, clara, elocuente; al través de las
diafanas y elegantes vestiduras de nuestro toilette social, se descubre
la llaga cancerosa que corroe las entrañas del organismo.
Es necesario tener toda la sagacidad de espíritu, toda la paciente
observación, todo el sentimiento de justicia, todo el aplomo de
convicciones de Hernández, para haber penetrado y arrostrado tan
decididamente la grave cuestión social, que agita nuestro seno, casi
con tanta vehemencia como el nihilismo, el internacionalismo, el
fenianismo, el comunismo ó el carbonarismo.
Martin Fierro ha iluminado la conciencia del gaucho, ha escitado
las fibras de su sensibilidad, le ha dado la noción de ciudadanía, la
intención de su dignidad personal y ha iniciado en su espíritu el deseo
del progreso, para llegar al ideal de la nivelación social.
En verdad, estamos muy lejos de ser una democracia, de goza:’
del beneficio práctico de nuestras instituciones, muy liberales en la
letra, pero sin efecto en la vida real; la Constitución es un astro muy
raquítico, porque no irradia su calor y su luz, sino hasta los muros de la
ciudad. El gaucho, como los condenados de Klopstok, vive en las
tinieblas y en la frigidez extra solares.
La Policía Rural, la Administración de Justicia, el sistema
orgánico del Ejército, la educación popular, todo ha sido herido con el
puñal afilado de la sátira, con la masa poderosa de la máxima
evidente, con la luz refulgente del ejemplo.
José Hernández ha asimilado con la delicadeza del arte sintético
de Seuxis, la sátira de Juvenal, el excepticismo de Montaigne, la dulce
elocuencia de Fenelon y la lección magistral de Montesquieu, todo

40
bajo la forma amena, graciosa, pero gravemente sentenciosa de
Cervantes.
¿Qué libro se ha escrito hasta hoy que haya instruido, distraido,
deleitado y conmovido al pueblo con mas verdad, arte, elocuencia y
magistral autoridad?
¡Biblia, catecismo político, teoría filosófica, consejo moral,
incitación entusiasta, proclama revolucionaria! ¿Que no hay en esas
noventa páginas rimadas sin esfuerzo, eufónicamente acondicionadas
á los arpegios de la guitarra y á la entonación del campesino?
Martin Fierro encierra estas grandes verdades políticas arranca­
das natural y lógicamente de nuestra vida ordinaria; falta de educa­
ción, pésima organización judicial y militar, deficiencia en la Policía
Rural, y sobretodo profundo resentimiento en el pueblo de la
campaña contra las clases urbanas, por abuso de fortuna, de autori­
dad é ilustración.
Tal es el carácter político ó sociológico del libro que nos ocupa y
tal es la enseñanza filosófica y poética que puede servir de esplicacion
á la ley de nuestra historia y de objetivo á nuestros legisladores y
Gobiernos.

{Las Provincias, año I, N° 278; 12 de octubre de 1881.)

41
EL POETA ARGENTINO1

No es el poeta agorero, ave en callada noche, no es canoro


pajarito en desierto bosque; sus cantos no han de ser notas perdidas
de laúd gimiente.
No, la chispa del génio y de la inspiración no se ha encendido en el
foco del cerebro para irradiar su luz, como la iluminación fosfórica del
cementerio.
El poeta es un ser fecundo, una potencia social, un profeta, un
filósofo, un moralista, un maestro; por eso son muy pocos los que
merecen este título.
Si alguien preguntase cuantos poetas vivos hay en la República
Argentina, yo diría que dos: Andrade y José Hernández.
Cuando esa numerosa falange de versificadores, rebuscadores de
imágenes, acomodadores de frases sonoras haya cantado las glorias
de la patria, modificado una costumbre, desarraigado una preocupa ­
ción, depositado una chispa de verdad en la conciencia del pueblo,
engendrado un sentimiento de bondad, sublevado una noble pasión,
puede aspirar al honroso calificativo, que tan pocos lo han merecido
en la historia,
¿Por que Byron, se nos dirá, es reputado entonces como el más
grande poeta, cuando no ha hecho sino cantar sus propios dolores?
Porque ha tenido el triste poder de envenenar el corazón de la
humanidad por la desilusión, por la herida con veneno deletereo;

1 E ste es el último de la serie de cinco artículos que escribiera Subieia sobre el


M artín Fierro.

42
herida cancerosa que Lamartine ha curado con el bálsamo de la
piedad.
Sin embargo, Byron morirá en la memoria de las generaciones
futuras y Shakespeare no morirá, no morirán: LTsle, Riego, López
Blanes, Andrade, y Hernández; porque aquellos son poetas subjeti­
vos, de influencia efímera en la imaginación; mientras estos son
poetas heroicos, socialistas y filósofos que afectan necesidades
perm anentes del espíritu, proyectan revoluciones súbitas ó lentas,
que han de transformar la faz de la sociedad, hieren la cuerda esencial
del sonoro instrumento, eternamente templado para las grandes y
elevadas armonías.
En poesía, pasa lo que en la música, los wals de Askery Ketterer
morirán en la memoria, como las melodías de Gounod, y las fantasías
de Wagner; pero no morirán las concepciones gigantescas de Meyer-
beer y Bethowen; por que aquellos son individualistas y simplemente
estéticos y estos son creadores interpretes de la armonía universal y
absoluta.
La República Argentina cuenta con centenares de inteligencias
en tres generaciones que han ensayado y aun hecho profesión de la
poesía en sus diversos géneros, pero que ninguno de ellos, ni todos en
conjunto han constituido ni podido formar lo que propiamente podría
llamarse: literatura argentina.
Es a los dos poetas que hemos citado, que cabe la gloria de haber
fundado la poesía clásica argentina.
El libro del Sr. Hernández del que nos venimos ocupando bajo
sus diversas faces, tiene sobre todo, tres cualidades: verdad, utilidad
y armonía.

La verdad es absoluta ó relativa, filosófica ó literaria. En Martin


Fierro se refleja la verdad plena en todas sus faces, en todas sus
aplicaciones.
La verdad filosófica se encierra en la concepción, porque
responde á las mas sentidas necesidades de una gran clase social, á los(
principios mas austeros de la moral y á la realidad de los hechos
historíeos; la verdad literaria resplandece en la forma porque hay
exactitud y relieves en las descripciones etnográficas, viveza, presi-
cion y aun concordancias frenológicas en el retrato típico de los
personages, naturalidad en la narración de los hechos, en el desarrollo
dramático y sobre todo en las máximas, en los giros del lenguage y aun
en los vicios de la pronunciación y escritura.
Martin Fierro es el libro mas útil que se ha escrito en verso en la
América porque es el espejo mas fiel, el cuadro mas acabado de la vida
del gaucho, la lección mas magistral de moral, el catecismo mas

43
sencillo de política y filosofía, el aliciente mas poderoso para
aprender á leer y la revelación mas elocuente de la revolución, que
principia á incubarse en el espíritu del campesino y que á ella se lanzó
inconscientemente y como instrumento de pasiones de caudillos
ambiciosos; es el libro que suple á la Biblia, á la novela, á la
Constitución y a los volúmenes de ciencia; es la leyenda mas popular
que aprende de- memoria el niño, que la canta el payador, que la
m urmura el carrero y la lee con deleite la cándida doncella.
Es la poesía mas armoniosa, porque en el lirismo debe imperar la
sinfonía.
Los versos de Martin Fierro son los mas perfectamente conta­
bles, porque están espresamente escritos para esa música popular,
medio recitativa medio cantada, al compás de la guitarra; poemas
sencillos, espirituales, descriptivos llenos de ese sabor criollo, que
hace estrem ecer con fruiciones tan especiales el corazon argentino.
El octosilavo como m etro es sin duda el mas armonioso, pues
aunque carece de la magestad del endecasilavo y alejandrino, es mas
flexible y se presta como ninguno á la sentencia, á la máxima y á la
satira.
Las estrofas en seis versos se prestan igualmente al canto
rítmico, á la rotundez de los pensamientos y á la variedad de tonos;
por eso el gaucho canta esas rapsodias argentinas con interés,
entusiasmo, deleite y compunsion, como la espresion legitima de sus
creencias, de sus necesidades, esperanzas é ilusiones.
Martin Fierro vive en la memoria de todos, y vivirá en las-futuras
generaciones, por que es el poema mas argentino.

{Las Provincias, año I, N° 279; 23 de octubre de 1881.)

44
MIGUEL DE UNAMUNO
Miguel de Unamuno

“EL GAUCHO MARTÍN FIERRO”, poema popular


gauchesco de D. José Hernández (argentino)

“ En la República Argentina ha existido y existe esta poesía del


pueblo o del vulgo al lado de la poesía sabia. Desde muy antiguo,
desde que hubo gauchos en la Pampa, los cuales no me puedo
persuadir —a pesar de cuanto dice Daireaux— de que sean más
árabes o más moros que cualquier habitante de mi lugar o de otro
cualquier lugar de Andalucía o de Extremadura, hubo entre dichos
gauchos cantores y tocadores de guitarra, músicos y poetas a la vez,
que han lucido y nos han dejado en sus coplas y canciones tesoros de
inspiración original y fieles pinturas de la vida nómada que en
aquellos campos se hacía. Los poetas de esta clase eran llamados o se
llaman payadores, y se cita como los más ilustres entre ellos a
Estanislao del Campo, a José Hernández y a Ascasubi.”
A esta noticia, y ella inexacta por cuanto José Hernández,
antiguo redactor del R ío de la Plata, no puede llamársele payador, a
tal noticia se reduce todo lo que del prestigioso autor de M artín F ieno
dice D, Juan Valera en sus Cartas Americanas. Y cuándo persona tan
curiosa y erudita como nuestro crítico académico no dice más de él,
tengo por seguro que le desconocerán en absoluto los más de mis
lectores,
Y, sin embargo, no hay en la República Argentina obra que haya
gozado de mayor popularidad. En diez años, desde 1872, en que
apareció, hasta 1882, alcanzó’cual ningún otro libro hispanoamerica ­
no, once ediciones con un total de 58.000 ejemplares, además de
haber sido reproducido, ya total, ya parcialmente, en varios periódi-

47
eos americanos,1en París, en el Correo de Ultramar; en uno español y
otro antillano y se preparaba en Nueva York por entonces una edición
de lujo. Poseo la duodécima, de 1883, precedida de varios estudios
críticos,2
He de confesar que los desmesurados encomios que dirigen a la
obra los apologistas que a su cabeza la recomiendan, más bien me
predispusieron en contra que en favor de ella. Escritor argentino dijo
que si Italia tiene su Divina Comedia, España su Quijote y Alemania
el Fausto, la República Argentina tiene su M artín Fierro; otro llegó a
asegurar que las máximas de este poema son tan magníficas como las
del Evangelio y que el poema argentino suple a la Biblia, a la novela, a
la Constitución y a los volúmenes de ciencia; le han llamado proclama
revolucionaria, catecismo, curso de moral administrativa para uso de
los comandantes militares y comisarios pagadores, y a su autor,
Hernández, Prometeo de la campaña, comparándole con B uday con
Leopardi, a los que se parece lo menos que pueden parecerse dos
hombres. A ver si después de tan graciosos disparates hay quien se
forme idea buena de M artín Fierro.
Y, sin embargo, es una hermosura, una soberana hermosura, lo
más fresco y más hondamente poético que conozco de la América
española, y aun apurando m ucho... pero no hagamos causa común con
los indiscretos encomiadores del poem a gauchesco.
El amor con que el pueblo argentino le ha acogido, es su mayor
consagración. Le llaman el Quijote nacional; corre de pulpería en
pulpería y de rancho en rancho, congregándose los pamperos en tom o
al lector para oír los infortunios de M artín Fierro, acorralado por la
civilización argentina, y no hay allí quien no le tenga en sus labios y
sobre su corazón. Cuenta D. Nicolás Avellaneda que un almacenero le
enseñó en sus libros de encargos de pulperos de la campaña la
siguiente partida: “ doce gruesas de fósforos, una barrica de cerveza,
doce vueltas de M artín Fierro, cien cajas de sardinas” . Helo aquí
entre los artículos de necesidad y uso diario.
Hemos trazado toda esta noticia para que no parezca capricho la

1 Como en L a Prensa, La Pampa, La República y La Libertad de Buenos Aires,


en L a Prensa de Beigrano, La Época y el Mercurio de Rosario, E l Noticioso de
Corrientes, La Libertad de Concordia, E l Oriental de Paysandú (Uruguay), E l Pueblo
de San Nicolás, etcétera, etcétera.
2 De D. José Manuel E strada, D. Nicolás Avellaneda., D. Miguel Cañé, D.
Bartolomé Mitre, D. Ricardo Palma (peruano), doña Juana M. Gorriti, D. José Tomás
Guido, D. Adolfo Saldías, D. C. Subieta, don Juan M aría Torres (paraguayo), D.
MgLriano Pelliza, Dr. D. José M aría Zubiría (en verso), D. Salvador Mario (en verso
tam bién), de varios periódicos americanos y precedida de una carta del autor.

48
importancia que concedemos al M artín Fierro, para que se vea cómo
una obra de extraordinario éxito en la Argentina, y sobre todo entre el
pueblo, para el cual es y del cual procede, no ha entrado aquí donde se
nos cuelan tantos neogongoristas, culteranos, coloristas, decadentis­
tas, parnasianos, victorhuguistas y otras especies de estufa venidas de
Ultramar con su cargamento de terminachos quichuas, guaranís,
araucanos, aztecas, totlecas o chichimecas.
¿Cómo libro de tan extraordinario éxito en la Argentina, que lleva
más de veinte años de vida, apenas se habla de él en España?

n
Conviene, ante todo, advertir que M artín Fien'O es un poema
gauchesco, escrito en lenguaje y estilo gauchescos, y que para
propagarse en E spaña tendría que ir acompañado de un brevísimo
glosario y notas explicativas, farragoso aditamento para un libro de
amena literatura.
Digo brevísimo, porque, como indicaré más adelante, los más de
sus modismos y términos dialectales son españoles de pura raza,
usados aquí por el pueblo, aun cuando no se escriban.
El autor de M artín Fierro ha hecho de intento, aunque con mal
acuerdo, versos incorrectos, cojos por pie de más o pie de menos,
cuando “ es posible conservar la originalidad de un tipo sin herir el
oído con desafinaciones del verso incorrecto”, como le decía La
América del Sur (9 de marzo de 1879).
M artín Fierro es la flor de la literatura gauchesca, de esa
literatura aquí casi desconocida, en que brillan tras de Hidalgo, que es
el que los precedió, su Homero le llama Mitre, Lavardén, Anastasio el
Pollo, Ascasubi, Del Campo; literatura creada para hacer reír al hijo
de la ciudad con las rusticidades del gaucho, aunque a las veces se
revelara potente el alma de éste; literatura que pasa entre muchos
argentinos por algo indígena, algo privativo de ellos, algo que les
divide y separa de la madre España, la consagración de su indepen­
dencia, la flor del espíritu criollo,

Sin embargo, el mismo José Hernández, animado con el éxito de


su obra, publicó posteriormente L a vuelta de M artín Fierro ,3 de la que
me ocuparé en otra ocasión. Esta segunda parte tiene pasajes, como el

3 La edición que poseo, la sexta adornada con diez láminas, es de 1891.

49
combate de Martín Fierro con un indio en defensa de una pobre
esclava cristiana, que pueden competir con los de la primera, pero en
general se denuncia más en ella el poeta letrado, está llena de
sentencias tomadas de todos los grandes libros de la literatura eterna,
y su sentido es sobradamente didáctico. Le falta mucho de la briosa
frescura, de la ruda espontaneidad, del aliento vivífico de la primera, y
denuncia demasiado fines nobilísimos, sí, pero ajenos al puramente
estético.
En Martín Fierro se com penetran y como que se funden
íntimamente el elemento épico y el lírico; diríase que el alma briosa
del gaucho es como una emanación del alma de la Pampa, inmensa,
escueta, tendida al sol, bajo el cielo infinito, abierta al aire libre de
Dios. ¡...Pobre' gaucho! Él es bueno y parece malo, jura al volver a su
pago y hallar su cueva vacía, ser más malo que una fiera, y cuando se
halla a punto de caer en manos de la policía, promete a la Virgen, si le
saca salvo, “ser más güeno que una malva” ; mata con toda tranquili­
dad, alzando en su cuchillo a los que se le ponen delante y largándolos
como un saco de huesos, y le rem uerde luego el no haberlos echado en
campo santo y que ande el alma en pena pidiendo sagrada sepultura;
es bueno con los buenos, y con los malos malo. El pobre, desheredado,
despreciado, maltratado y explotado por los puebleros, “ gasta la vida
en huir de la autoridad” y hace su cama en el trébol, bajo el inmenso
toldo estrellado, donde aquélla no le sorprenderá dormido,
¿Qué les importan sus desgracias a los rebuscadores de rimas y
ebanistas del lenguaje poético? Es cierto que los cultos se com pade­
cen alguna vez del pobrecito gaucho, pero como dice M artín Fierro
con una profundidad que recomendamos a cuantos se preocupan de la
llamada cuestión social:

De los m ales que sufrim os,


Hablan mucho los puebleros,
Pero hacen com o los teros
Para esconder sus niditos:
En mi lao p egan los gritos
Y en otro tien en los gü evos.

Mas veo que, saliéndome del terreno meramente estético, me


meto por trochas y veredas muy escarpadas, cuando a M artín Fierro
le basta con su hermosura, si bien, como toda hermosura honda, tiene
dentro de ella el germen-de la bondad y la verdad.
Tan le basta con su hermosura, que es lástima se empeñen
muchos americanos en encomiarlo por motivos ajenos al arte, y lo que
es peor, falsos y de mala ley.

50
m

Entre estos motivos de mala ley que han viciado el coro de


alabanzas entonadas en loor de José Hernández, debe contarse la
ridicula pretensión de que M artín Fierro pertenezca a una literatura
privativamente argentina, brote de un espíritu nuevo que diferencia a
los argentinos de los demás españoles, y hasta esté escrito en lengua
nacional argentina.
A muchos de los poetas cultos americanos que por aquí más se
aprecian y estiman, tiénenlos no pocos de sus compatriotas por
españoles o españolizantes, cuando suelen ser victorhuguescos, colo ­
ristas, rimistas y casi siempre lateros.
El docto y discretísimo don Juan Valera, dijo ya lo suficiente, y
muy bien dicho, acerca de esas pretensiones de algunos americanos, y
lo mejor que puedo hacer es remitir al lector a sus Cartas americanas
(primera serie, Poesía, Argentina, carta IV).
Circunscribiéndonos al M artín Fierro, diremos que hay quien ha
calificado pomposa y disparatadam ente de idioma nacional (argenti­
no, se entiende) el castellano popular y neto en que está escrito
M artín Fierro, repleto, aparte de términos que por designar objetos
propios del nuevo mundo tienen nombres aquí desconocidos, de
modismos* fonetismos, y formas dialectales tan poco indígenas de la
Pampa, que aún se usan en no pocos lugares de España.4 Y cuando los
vocablos del M artín Fierro no son españoles, son indios, pero no
argentinos. ¡Cuándo les entrará a esos americanísimos lo que les dijo
su compatriota Calixto Oyuela, que “ la historia nos enseña que de los
idiomas formados y fijados sólo pueden salir jergas informes” ! ¡Harto
abusan los poetas americanos plagando sus composiciones, sin venir a
cuento, de biguás, caicobés, cipos, ceibos, curupís, chajás, mburucu -
yás, mamangás, ñandús y otros avechuchos, animalejos y yerbajos,
por el solo empeño infantil de hacérnoslos más extraños a los

4 T endría verdadero interés un estudio lingüístico del habla de los gauchos, pero
hecho, no sólo con fin de corregirles de sus supuestos dislates cuando se establezcan
entre ellos escuelas, según el voto de José Hernández, sino ante todo con fin
especulativo, como trabajo científico. En general, el fonetismo popular gauchesco, tal
como se revela en Martín Kierro, es el mismo dominante en España. Por otra parte, si
es de esperar tal trabajo respecto al habla gauchesca, no lo es menos con relación a los
giros, modismos y al fonetismo popular en España, estudio abandonado entre nosotros,
porque nuestros lingüistas prefieren a esta labor en vivo buscar en librotes viejos, y
nuestra Academia antes se decide por resucitar un terminacho muerto, pescado con
caña de cualquier venerable reliquia del pasado, que llevar a su Diccionario voces
populares que corren de boca en boca chorreando vida, frescas y rozagantes.

51
españoles! Algo así como lo que les pasa a los portugueses, los cuales
hoy escriben mythología con y griega y th, y es casi seguro que dejarían
de escribir así para hacerlo como nosotros si nuestra Academia
decretara que nosotros lo hagamos como ellos y lo consiguiera.

M artín Fierro es de todo lo hispanoamericano que conozco lo


más hondamente español. Me recuerda a las veces nuestros pujantes
y bravios romances populares.
Cuando el payador pampero, a la sombra del ombú, en la infinita
calma del desierto, o en la noche serena, a la luz de las estrellas,
entone, acompañado de la guitarra española, las monótonas décimas
de M artín Fierro, y oigan los gauchos, conmovidos, la poesía de sus
pampas, sentirán sin saberlo ni poder de ello darse cuenta, que les
brotan del lecho inconsciente del espíritu ecos inextinguibles de la
madre España, ecos que, con la sangre y el alma, les legaron sus
padres. Su espíritu español, al tenderse por la pampa, suspirará por
las llanuras de Castilla, y la Cruz del Sur les hablará del Carro que
brilla en nuestras noches.
M artín Fierro, poema de un Hernández, hijo de un Hernando es­
pañol, es español hasta el tuétano. Al oírle cantar sus combates con el
indio, parece que resucitan a nuestra fantasía las luchas entre moros
y cristianos. Nuestroe aventureros que se pasearon por Flandes, Italia
y América, dijeron tal vez antes que M artín Fierro:

Vamos, suerte, vam os juntos


D ende que juntos nacim os;
Y ya que juntos vivim os,
Sin p o d em o s dividir,
Yo abriré con mi cuchillo
El camino pa seguir.

M artín Fierro es la epopeya de los compañeros de Almagro y de


Pizarro; es el canto del luchador español que, después de haber
plantado la cruz en Granada, se fue a la América a servir de avanzada a
la civilización y a abrir el camino del desierto. Por eso su canto está
impregnado de españolismo, es española su lengua, españoles sus
modismos, españolas sus máximas y su sabiduría, española su alma.
Es un poema que apenas tiene sentido alguno desglosado de nuestra
literatura.
De aquí partió la semilla, y con ella hojas de otoño que el viento
arrastraba. Aquélla prendió, se arremolinaron éstas en torno al
retoño, allí se pudrieron formando capa de mantillo que le protegió de
los fríos y le dio nueva savia. Así, de las podridas hojas otoñales del
52
árbol viejo, tomaron savia las n u eras hojas de primavera que verdean
al sol en el otoño.
Entre los gauchos ha brotado esie poem a popular, hondamente
popular, cuando entre nosotros no se dan ya tales productos; ¿en qué
consiste esto?

IV

La poesía popular y la artística, sabía o erudita, tienen un mismo


origen, arrancando, como toda diferencia, la que entre ellas existe, de
un fondo común a ambas, y estando colmada con matices intermedios
y transiciones.
Casi imposible es clasificar a nuestro viejo Poema del Cid como
popular o como artístico, porque en el tiempo en que fue compuesto,
apenas podía darse tal distinción en producciones escritas en el aún
balbuciente Romance castellano. E n cuanto proceda de juglares o
tales cantores vivían en íntima comunión con el pueblo y con él
pensaban y sentían, su poema es profundamente popular. Porque el
germen del elemento artístico, que toda producción literaria, aun la
más popular, lleva en sí, radica su proceder de un solo autor, que le da
la forma, lo artístico, haya después más o menos arregladores, así
como el elemento popular, que por mínimo que sea, encierra aun la
composición más artística o erudita, deriva de que ese autor es parte
de una sociedad, en la cual vive, con la cual piensa y siente en
comunión más o menos íntima, de cuyo espíritu colectivo se alimenta
su espíritu individual, de la cual toma las ideas y los asuntos, lo
popular.

Cuando los doctos, sacudiendo las cadenas, tan educadoras por


otra paite, del pseudo-clasicismo francés, volvieron los ojos a los
hasta entonces desdeñados romances populares, la poesía nacional se
rejuveneció como por encanto, cobró fuerzas como el gigante Anteo
del contacto de la tierra, y sin escándalo de nadie, los poetas doctos,
como en el siglo XVI, imitaron los romances del pueblo.
La plebe ha enmudecido y camina a tientas, privada de videntes y
guiones, porque los más o menos cultos ni vuelven sus ojos a ella ni la
toman en consideración, sino a cuenta de curiosidad o documento,
como a bicho raro, y andan distraídos con nuevas rimas, neo-
mistiquerías, pseudo-idealismos y zarandajas de oficio de toda

53
especie, empeñados en desafinar para hacerse oír sobre los demás, ya
que no lo lograrían acaso cantando a coro en el himno nacional.
Volvamos ya a M artín Fierro. En la Pam pa alienta un pueblo
acorralado, es cierto, por la civilización argentina, pero un pueblo
total, íntegro, verdadero trasunto de nuestro pueblo español, cuando
en éste brotaron los romances populares, y por esto ha podido allí
brotar por ministerio de un hombre más culto que los gauchos, José
Hernández, un poema popular gauchesco, M artín Fierro. Hoy que se
concede atención a tantos artefactos literarios, ¿sería mucho pedir de
los cultos que volvieran sus ojos a un poema popular, rudo, incorrecto,
tosco y español hasta los tuétanos?

{La Revista Española, N° 1, Madrid, 1894.)

54
MARCELINO MENÉNDEZ Y PELAYO
Marcelino Menéndez y Pelayo

MARTIN FIERRO

Pero la obra m aestra del género, es, por confesión unánime de los
argentinos, el poema de José Hernández, M artín Fierro, obra
popularísima en todo el territorio de la República, y no sólo en las
ciudades, sino en las pulperías y ranchos del campo; obra de la cual,
en diez años (de 1872, en que apareció, a 1882), se agotaron cerca de
sesenta mil ejemplares, y de la cual existen más de doce ediciones en
forma de libro, ya plebeyas, ya lujosas, y no sé cuántas más en las
columnas de los periódicos. Entre nosotros ha tenido por ferviente
encomiador a uno de los jóvenes de mayores esperanzas y de más
vigoroso pensar con que hoy cuenta el profesorado español.
Quizá habría que rebajar algo de su entusiasmo; quizá el poema
no sea tan genuinamente popular como él supone, aunque sea sin
duda de lo más popular que hoy puede hacerse; quizá el pensamiento
de reforma social resulte en el poema de Hernández más visible de lo
que convendría a la pureza de la impresión estética, defecto que crece
sobrem anera en la segunda parte titulada La vuelta de M artín Fierro;
pero en general, el juicio del señor Unamuno,1que es el crítico a quien
aludimos, nos parece penetrante y certero. Lo que pálidamente
intento Echeverría en L a Cautiva, lo realiza con viril y sana rudeza el
autor de M artín Fierro. El soplo de la pampa argentina corre por sus
desgreñados, bravios y pujantes versos, en que estallan todas las

1 La Revista Española, N° 1, Madrid, 1894.

57
energías de la pasión indómita y primitiva, en lucha con el mecanismo
social que inútilmente comprime los ímpetus del protagonista, y
acaba por lanzarle a la vida libre del desierto, no sin que sienta alguna
nostalgia del mundo civilizado que le arroja de su seno:

“Una m adrugada clara


Le dijo Cruz que m irara
Las últim as poblaciones,
Y a Fierro dos lagrim ones
Le cayeron por la c a r a .« /’

J3e este modo el gaucho pacífico, perseguido por la leva y


a c o rralad o por la civilización, se convierte de desertor en nómada o
matrero, gasta la vida en huir de la justicia, y vuelve como sus
a n te p a s a d o s , los conquistadores, a abrirse camino por las selvas con
su cuchillo.
“En M artín Fierro —dice el Sr. Unamuno— se compenetran y
como que se funden íntimamente el elemento épico y el lírico; M artín
Fierro es de todo lo hispano-americano que conozco lo más honda­
mente español... Cuando el payador pampero, a la sombra del ombú,
en la infinita calma del desierto, o en la noche serena a la luz de las
estrellas, entone, acompañado de la guitarra española, las monó­
tonas décimas de M artín Fierro, y oigan los gauchos conmovidos
la poesía de sus pampas, sentirán, sin saberlo, ni poder de ello dar­
se cuenta, que les brotan del lecho inconsciente del espíritu ecos
inextinguibles de la madre España, ecos que con la sangre y el alma les
legaron sus padres... M artín Fierro es el canto del luchador español
que, después de haber plantado la cruz en Granada, se fué a América a
servil’ de avanzada a la civilización y a abrir el camino del desierto. Por
eso su canto está impregnado de españolismo, es española su lengua,
españoles sus modismos, españolas sus máximas2 y su sabiduría,
española su alma. Es un poema que apenas tiene sentido alguno,
desglosado de nuestra literatura.”

2 A continuación el autor transcribe los “ Consejos de M artín Fierro” ,

CAntología de los poetas hispano-americanos', publicada por la Real


Academia Española, Sucesores de Rivadeneyra, Madrid, 1895,
Publicamos aquí —con el título de nuestro poem a— un fragmento de
la “ Introducción”).

58
UNA ENCUESTA DE “NOSOTROS”
Una encuesta de “Nosotros”

¿CUÁL ES EL VALOR DEL M ARTÍN FIERRO!

[En 1913, la revista “ Nosotros” realizó una encuesta sobre el


valor del M artín Fierro y envió a algunos caracterizados escritores de
la época una circular cuyo texto transcribimos a continuación, así
como algunas de las respuestas que conservan interés para nuestros
coetáneos.]

L a s lecturas de Leopoldo Lugones han puesto de actualidad el


M artín Fierro. Lo que ya algunos pensaban y unos pocos habían
publicado p o r escrito con audacia de paradoja, Lugones lo ha
sostenido sin ambajes con todo el prestigio de su talento; el Martín
Fierro es nuestro poema nacional por excelencia, la piedra angular de
la literatura argentina. Ricardo Rojas lo ha repetido con personal
convicción en su conferencia inaugural del curso de literatura que dicta
en la Facultad de Filosofía y Letras: el M artín Fierro es nuestro,
Chanson de Roland, nuestra Gesta de Mió Cid.
E l problema literario que plantean estas rotundas afirmaciones es
de una, importancia que nadie puede desconocer. ¿Poseemos en efecto
un poem a nacional, en cuyas estrofas resuena lo, voz de la raza? E l
acercamiento establecido por los críticos entre los varios poemas
gauchescos, recogidos oficialmente en los programas de literatura, de
los estudios secundarios, ¿importa acaso un enorme error de aprecia­
ción sobre el diverso valor estético de aquellos poemas? ¿Es el poema
de Hernández una obra genial, de las que desafían los siglos, o estamos
por ventura creando una bella ficción, para satisfacción de nuestro
patriotismo?

61
La opinión a este respecto de todos los escritores argentinos es
valiosísima, y puede contribuir grandemente a determinarlas verdade­
ras proporciones del Martín Fierro.
Teniendo esto en cuenta, “Nosotros5’ ha resuelto abrir una
encuesta, en la cual puedan aparecer todas las form as de esa opinión,
que, es de suponerlo, será varia y contradictoria. A tal objeto una
circular igual a la presente ha sido pasada a un distinguido núcleo de
hombres de letras, con la seguridad de que ninguno de ellos ha de negar
su palabra sobre el tema en debate. Las respuestas, que podrán tenerla
amplitud que sus autores juzguen oportuna, irán apareciendo sucesi­
vamente en “Nosotros” , a medida que vayan recibiéndose.
La dirección de la revista se perm ite solicitar de usted, quiera
contribuir con su autorizado juicio, a la solución de esta importante
cuestión literaria.

Algunos conocidos intelectuales ya han respondido a la encuesta,


y no dudamos que a estas primeras contestaciones han de seguir otras
muchas, no menos oportunas para la dilucidación del problema en
debate. Problema decimos, por más que un ilustre escritor, poeta y
crítico de larga nombradía, nos haya negado en carta particular que
tenemos a la vista, la existencia del mismo. “ Confundir al M artín
Fierro —nos escribe— con, las epopeyas primitivas y genuinas;
asimilarla a la Chanson de R oland y a la Gesta de M ió Cid; atribuir
carácter de verdadera poesía popular, que sólo puede ser la surgida
espontánea e impersonalmente del pueblo con lenguaje y todo, a una
obr^ de mera interpretación gauchesca (con reflexivo remedo 4el
lenguaje gaucho), nacida de un concepto personal y culto, con
tendencias de reforma social sustentada en su alegato implícito; ver
en él un pleno poema nacional, en vez de la representación, admirable,
sí, de un estado y tipo locales y transitorios; equipararle a las obras
poéticas más geniales del espíritu humano; hinchar la declamatoria
crítica hasta hombrear a su autor en incoherente mezcolanza con
Homero, Ovidio, D ante... y el Tasso! es, simplemente no saber lo que
se dice” . La respuesta es dura, pero expresa una fundada opinión
sobre el tema, que hemos juzgado necesario dar a conocer en su
pensamiento central.
Publicamos a continuación las primeras respuestas, en el orden
en que se han recibido hasta la fecha, dejando para el próximo número
la inserción de las que sigan llegándonos.

62
Martiniano Leguizamón*
He aquí mi breve respuesta:
No sin alguna satisfacción, lo confieso, seguí las recientes
lecturas de Leopoldo Lugones en el Odeón sobre el M artín Fierro, y
he visto complacido el aplauso unánime de la selecta concurrencia
ante sus perentorias afirmaciones.
Para muchos de los oyentes sería aquello tal vez un triunfo de la
prestigiosa palabra del brillante escritor, pero para los más era, sin
duda, la revelación de un tesoro de belleza ignorada que tenían, sin
embargo, al alcance de la mano; en cuanto a mí fué ratificación de muy
hondos y arraigados sentires.
Cabalmente en las páginas de esta revista, estudiando nuestros
orígenes literarios hace dos años, dije sintetizando el juicio vertido en
varios trabajos anteriores, especialmente en el consagrado a la poesía
gauchesca en De cepa criolla’, que Hernández había creado con su
admirable M artín Fierro el primer y único poema nacional surgido en
nuestra tierra.
Semejante opinión que pudiera ser sospechada de parcialidad,
dada mi irreductible pasión por las cosas genuinamente argentinas, es
compartida por el crítico Marcelino Menéndez y Pelayo, al afirmar:
•‘que los diálogos de Hidalgo y de sus imitadores, fueron el germen de
esa peculiar poesía gauchesca, que libre luego de la intención del
momento, ha producido las obras más originales de la literatura
sudamericana” .1
Mis estudios sobre el tipo moral del gaucho, durante largos años,
a través de una copiosa literatura y lo que reputo más valioso aún
como documento auténtico, la observación directa del atrayente
sujeto en su medio ambiente, han formado en mi espíritu la convicción
profunda de que el poema de Hernández —con todos sus defectos de
forma en que el autor incurre a sabiendas para identificarse con el
alma popular y expresar el sentimiento colectivo en las hablas
pintorescas de los rústicos protagonistas — supera como creación
original con su fuerte sabor de poesía virgen, a todos los ensayos del
género que le precedieron como los Cielitos y Diálogos patrióticos de
Hidalgo, los Trovos de Ascasubi y el Fausto de Del Campo.

’ [Nosotros publica la respuesta de M artiniano Leguizamón en forma fragm enta­


ría, por lo que transcribimos su texto tal como aparece en su libro La cinta colorada,
impreso en los Talleres gráficos de la Cía. Sudam ericana de Billetes de Banco, Bs. As.,
1916.]
1 Conf. Antología de los poetas hispanoamericanos, t. IV, CXCVI.

63
Creo que es obra duradera de las que desafían los tiempos,
porque ninguno de sus predecesores descendió más hondo, en un
sondazo genial, a las recónditas intimidades de ese enigma humano
encarnado en la noble figura del gaucho.
La profecía con que el rústico trovero remata aquel “tela:’ de
desdichas” , ha sido cumplida al decir:

Lo que pinta e ste pincel


Ni el tiempo lo ha de borrar,
Ninguno se ha de animar
A corregirm e la plana;
No pinta quien tiene gana
Sino quien sab e pintar.

La guitarra campera dio con él su postrer bordonazo, semejante a


un inmenso gemido del alma de las muchedumbres y apagó sus
sonidos para siempre...
M artín Fierro es, en mi sentir, nuestro poema nacional, no sólo
porque describe con colores no igualados todo un período dramático
de la vida nacional, sino porque en sus toscos octosílabos —henchi­
dos de compasión, de justicia e ideales generosos— se condensan los
sentimientos más nobles, como si en sus estrofas resonara la voz de la
extraña prole desventurada que ayudó a libertar y a constituir la
patria, con la pujanza altanera de su brazo y la pródiga inmolación de
su sangre bravia.
El M artín Fierro resume los sentimientos, las creencias y las
ideas cardinales del paisano; la sabiduría popular de los refranes,
alma del folk-lore; sus conocimientos de las costumbres e idiosincra­
sias de los animales, con una exactitud tan admirable que, en las
rústicas estrofas de una payada se constatan las enseñanzas de la
historia natural.
No es, pues, una bella ficción creada para satisfacer nuestro
patriotismo. Es nuestro poema nacional, como reflejo de la época
dolorosa en que a costa de sangre y sacrificios inauditos se plasmó el
sentimiento de la unidad territorial, y encarnación de las más
legítimas aspiraciones populares. Hay que estudiarlo con amor y
paciente meditación. Es necesario tener alma de criollo para penetrar
en su arcana poesía. Lo dijo el autor en audaz y viril advertencia a los
lectores poco prevenidos que sólo buscan en sus páginas la nota
regocijada de la agachada campesina para reir:
T iene mucho que aprender
El que me sep a escuchar;
T iene mucho que rumiar
El que me quiera entender.

64
Desgraciadamente la mayoría de los lectores no se solaza en sus
estrofas más que con el pasaje burlesco, la ocurrencia picaresca y el
retruécano vivaz, pero rústico, del decir campesino, que suele
escandalizar a ciertos lectores pudibundos; sin reparar en la pintura
honda, verídica y punzante de la vida de aquellos héroes, los más
auténticos de nuestro suelo, curtidos de desgracia y desventura, que
se extinguieron luchando en la soledad y el desamparo sin una mirada
de compasión...
Con su fuerte y áspera tosquedad de cantar de gesta, el hermoso
poema gauchesco acendra su valor en los años vividos, y hoy retorna
desde el fondo de la pampa misteriosa, para iluminar el grave perfil
del gaucho que se aleja y se pierde en los tristes silencios del desierto
en que fué señor.
Tal es mi personal convicción sobre el asunto que motiva la
encuesta por Nosotros abierta.

Rodolfo Rivarola
Señores: Mi respuesta es breve porque sólo expresa una convic­
ción personal, sujeta a rectificación, y no el resultado de mi estudio
definitivo del tema en cuestión.
Creo que el M artín Fierro habría tenido el valor que se le supone
de poema nacional, y con las palabras de ustedes, “ en cuyas estrofas
resuena la voz de la raza” , si la raza criolla para la cual fué escrito y de
la cual surgió, se hubiera desenvuelto en crecimiento vegetativo, y no
hubiera, por lo contrario, sido absorbida y reemplazada por otra, que
sólo puede apreciar’ al héroe en lo que tenga de humano, y por ello le
interese, como nos interesan hoy Aquiles, Rolando o el Cid, y no por lo
tenga de “nacional” .
Si Hernández escribió el poema de la raza, lo que puede faltai-
hoy que todavía está el poema, es la raza, que no está más.
La idea de haberse producido una sustitución de la sociabilidad
argentina, y no una evolución, la adquirí al estudiar el Censo de 1895,
Por primera vez publiqué mis apuntes en la revista Athenas del 20 de
octubre de 1901; los reproduje en apéndice Del Régimen federativo al
unitario, p. 453, en 1908; he repetido la observación, en mi Derecho
penal argentino, de 1910; y es el motivo o fundamento de muchas
opiniones que tengo hoy y que no tenía antes del análisis del censo,
sobre nacionalidad, nacionalismo e ideas afines, de todo lo cual se

65
puede encontrar muchos vestigios en mi Fem ando en el Colegio> que
ustedes han apreciado tan amablemente.
Con mi aplauso por su iniciativa de estudio, les saludo muy
atentamente.

Manuel Gálvez
M artín Fierro representa, a mí entender, el más alto momento
poético de las letras castellanas. Es un poema épico, aún en el
concepto más estrictamente retórico. Ningún poeta de nuestra lengua
ha sido tan humano, tan profundo, tan realista como Hernández. Su
libro sintetiza el espíritu de la raza americana, en lo que ésta tiene de
hondo y permanente.
La pintura de los caracteres es admirable en el M artín Fierro.
Hay un sentimiento de la naturaleza tan íntimo, tan moderno, que
sorprende. Hernández tenía la sensibilidad de un hombre de este
siglo. ¿Y qué decir de su estupenda habilidad para describir, de su
sencillez realmente épica, de sus innumerables imágenes, todas tan
nuevas, tan verdaderas y por alguna de las cuales parece pasar el alma
de Esquilo?
Lo más bello del M artín Fierro es su dolor. Ciertas páginas no
pueden leerse sin lágrimas. Cuando describe las desgracias del
gaucho llega al máximum de lo patético. Y todo este dolor tan enorme
aparece libre de elemento melodramático, es decir, de arte inferior. El
Destino actúa en nuestro poema como en las tragedias griegas.
He creído siempre que Hernández era no sólo el mayor poeta
argentino, sino el m ayor'poeta de lengua castellana. He hecho leer
M artín Fierro a más de un escritor español; el año pasado envié un
ejemplar a la Condesa de Pardo Bazán. En mi entusiasmo por este
libro no hay novelería ninguna. Conviene demostrar esto porque
después de las conferencias de Lugones todo el mundo admira al
M artín Fierro. He aquí lo que escribí en mi libro E l Diario de Gabriel
Quiroga, publicado en Julio de 1910:... . .el caso de José Hernández
es peor aún. Ese espíritu genial que ha escrito el libro más representa­
tivo de la raza, ese poeta inmenso que tiene imágenes dignas de
Esquilo, un sentido profundo .de la realidad, una emoción que nos
conmueve hasta las lágrimas, un desenfado estupendo y admirable,
una cantidad de sentencias morales que pudiera firmarlas el propio
Epicteto y un hondo sentimiento del alma nacional, —ese poeta, el
autor del M artín Fierro, tampoco tiene estatua, ni calle que lleve su

66
nombre, ni ha adquirido el derecho de mención en la literatura
militante, ni es juzgado según sus méritos en los vacíos y estúpidos
textos literarios donde aprende la juventud” .
Lugones afirmó que el M artín Fierro no había sido comprendido
en su tiempo y recuerda los juicios críticos que encabezan las
ediciones del poema. Sin embargo, tales juicios son muy elogiosos y si
no revelan la misma opinión que del poema tenemos nosotros, se le
acercan mucho. Don Juan María Torres, cuyas palabras citó Lugones,
dijo, en efecto, en una carta dirigida al propio Hernández, que como
M artín Fierro no era una obra de arte, no le podía aplicar las reglas
literarias. Pero él tomaba las palabras “ obra de arte” en un sentido
limitado, en el sentido de obra arreglada, pulida, perfecta, Para él
M artín Fierro era más que una obra de arte, pues en su juicio crítico
dice, después de transcribir algunas estrofas del poema: “ Esta.es la
verdadera poesía, la poesía del dolor y del alma. ¡Cuántos volúmenes
de necedades brillantes contienen las bibliotecas, cuyo jugo exprimi­
do no vale el pensamiento y la ternura de estos pocos versos!” Y los
juicios de Cañé, del doctor Morne y de otros son elogiosísimos. Junto
a estas opiniones entusiastas hubo, es claro, la crítica adversa de los
retóricos. Esto era inevitable. Aún hoy hay quien considera al gran
libro solo como un poema pintoresco, real a veces y con cierta gracia y
habilidad descriptiva. Desde que Lugones habló, la jauría de los
retóricos está ladrando de rabia “ a campo y cielo”
Tampoco creo que Hernández ignorase el valor de su libro.
“ Mucho tiene que rum iar” —dice— “ el que me quiera entender” , lo
cual induce a pensar que veía en sus versos algo más que meras
descripciones. Y al final de la primera parte, tiene un rasgo admirable
que revela en Hernández la plena conciencia del valor de su libro. Me
refiero a cuando Fierro rompe la guitarra, diciendo que “ naides ha de
cantai* cuando este gaucho cantó” . Podría multiplicar las citas.
No me detengo a demostrar mis afirmaciones sobre el mérito del
M artín Fierro porque ya lo ha hecho Lugones bellamente. Lo esencial
él lo ha dicho. En todo caso agregaré algunas observaciones propias
c u a n d o Lugones publique bu esperado libro,

(.Nosotros, N° 50; junio de 1913.)

Alejandro Korn
Estimado Giusti: ¡Alabado sea Dios, conque algo bueno vino do
Galilea! Dejaremos de fijar los ojos en todos los rumbos del horizonte
intelectual para saber cuál es la última moda literaria, la orientación
mental que hemos de simular y el autor que se recomienda a nuestras
aptitudes imitativas, según Tarde el atavismo más arraigado de la
especie, por ser de origen algo remoto, quizás prehumano.
¿Conque este hombre que obedeció a los impulsos más espontá­
neos de su alma, que clavó los ojos en la vida real de su pueblo, que
hablaba el idioma de los humildes y de los ignorantes, que no tuvo
ningún modelo y desconocía las regías de la métrica castellana, ha
escrito —por cierto sin sospecharlo— la epopeya nacional?
No; no puede ser, eso no es argentino. ¿Acaso hemos de tener el
valor de nuestros propios sentimientos y afecciones, hemos de pedir a
nuestro propio ambiente la inspiración artística, hemos de descubrir
una veta en nuestro genio nacional y un paisaje en nuestra llanura?
Jamás; nosotros nos vestimos correctamente y pensamos m oderna­
mente y escribimos convencionalmente; nunca incurrimos en nada
que sea agreste, individual o sincero. Celebramos puestas de sol tras
de las pirámides, describimos los almenados muros de un villorrio
medioeval, cantamos erotismos faunescos y sentimientos que nunca
fueron una emoción y hacemos literatura argentina.
Pues bien, conviene que no nos molesten en tan plácida tarea,
que al fin es inofensiva. Lugones no ha hecho obra buena al evocar el
poema anacrónico de M artín Fierro, que hasta la fecha erá el secreto
de unos pocos y ahora corre el riesgo de ser la última novedad. Todo el
gremio es capaz de acriollarse y abrum am os con un desborde de
poesía gauchesca! Su afmo. Alejandro K om .
{Nosotros, N° 51; ju lio de 1913.)

68
LEOPOLDO LUGONES
Leopoldo Lugones

MARTÍN FIERRO ES UN POEMA ÉPICO

Los hombres de la ciudad, no vieron sino gracejo inherente en


aquella parla indócil y pintoresca. Ignoraron enteramente su evolu­
ción profunda, su valor expresivo de la índole nacional. La risa
superficial del urbano, ante los tropezones de la gente campesina
extraviada por las aceras, inspiró, exclusiva, aquel profuso coplerío
con que empezó a explotarse el género desde los comienzos de la
Revolución.
Aunque parece que D. Juan Gualberto Godoy, antecedido
todavía por algún otro, fué el primer autor en la materia, aplicada al
panfleto político1 su verdadera difusión corresponde al barbero
Hidalgo, quien hubo de imprimirle, como es natural, la descosida
verba del oficio. Mísero comienzo, que recuerda la iniciativa sem ejan­
te del “ colega” Jazmín, precursor de los felibres. Así como de esto
provino al fin Mireille, la vasta égloga provenzal, aquello iba a
engendrar a poco uno de los más grandes poemas nacionales.
Entretanto, y para no citar sino los precursores más renombra ­
dos, Ascasubihizo poesía política con el mismo instrumento. Su verso
áspero, su rima pobrísima, su absoluta falta de comprensión del tipo
en quien encamaba las pasiones del localismo porteño, hostil a la
Confederación, no tenía de gaucho sino el vocabulario, con frecuencia
absurdo' Aquello fué más bien una poesía (si tal nombre merece)

1 Domingo F. Sarmiento (hijo) en su introducción a las poesías recopiladas de


aquel autor, cita ese panfleto titulado E l Corro. No he conseguido verlo, porque no está
en la Biblioteca Nacional ni en la del Museo Mitre.

71
aldeana o arrabalera; y su éxito no consistió sino en un pasajero
aplauso político. Su gaucho resultó, así, corrompido, vil, y sobre todo,
ridículo: es decir, enteramente distinto del tipo verdadero. Las
salidas oportunas que le atribuyó, fueron remoques de comadre
bachillera.'Las descripciones que le puso en boca, ineptas mimesis, en
las cuales no escasea la literatura presuntuosa cuyo anacronismo
caracteriza la impotencia. El gaucho es, así, un pobre diablo, mezcla
de filosofastro y de zumbón, como en las caricaturas del rapabarbas
modelo. Mas este último, tenía, al menos, la facilidad de su verso flojo.
La estrofa de Ascasubi es indócil y torpe. Revela con afligente
pertinacia su adaptación al precepto; y en su afán operoso de expresar
lo que no puede, causa una impresión de grima y de fastidio.
Véase, por ejemplo, cómo describen la mañana campestre, el
poeta verdadero y el falso. Hernández lo hará fácilmente en media
estrofa de las suyas: treinta y dos sílabas por todo:

A penas la m adrugada
E m pezaba a coloriar,
Los pájaros a cantar
Y las gallin as a a p ia rse...

Los dos versos metafóricos, coloriar, que es propiamente,


enrojecer como la sangre, y apiarse, condensan toda la expresión
buscada. Ascasubi divaga en términos triviales para expresar lo
primero:

V enía elariando el cielo


La luz de la m adrugada,

dice; y allá donde el otro empleó cuatro palabras, él necesita tres ver­
sos, un ripio y un pleonasmo:

Y las gallinas, “ al v u e lo ” ,
Se dejaban cair al suelo
“D e encim a” de la ram ada.

Facilidad, y hasta algún colorido superficial, tenía Del Campo:


otro ensayista infortunado que, desde luego, insistió en el mismo
género. Su conocida composición es una parodia, género de suyo pa ­
sajero y vil. Lu que se propuso fué reírse y hacer reír a costa de cierto
gaucho imposible, que comenta una ópera trascendental cuyo argu­

72
mentó es un poema filosófico. Nada más disparatado, efectivamente,
como invención. Ni el gaucho habría entendido una palabra, ni habría
aguantado sin dormirse o sin salir, aquella música para él atroz; ni
siquiera es concebible que se le antojara a un gaucho meterse por su
cuenta a un teatro lírico. El pobre Hidalgo, más lógico, porque estaba
más cerca del pueblo, da por guía a sus protagonistas, tal cual amigo
de la ciudad.
Por lo demás, todas esas cosas ofrecen un cariz aldeano bien
perceptible en su manera burlesca. Fueron, por decirlo así, jácaras
familiares, análogas a las coplas de los juegos de prendas; y es insigne
fruslería empeñarse en darle importancia clásica como literatura
nacional. El pasquín en verso y los romances de circunstancias, fueron
en todo tiempo el regocijo de las tertulias lugareñas; pero su
importancia no pasó de aquí.
Ahora, por lo que respecta a la poesía misma, ella es trivial
Limítase a versificar los lugares comunes de la literatura al menudeo.
Las descripciones más celebradas, como aquella del río, p erte­
necen a este género y son inadecuadas en boca de gaucho. El
barquichuelo a vela, resulta “una paloma blanca” . La espuma refleja
“ los colores de la aurora’’. El mar “ duerme” en “ ancha cama de
arena” . El rocío es “un bautismo del cielo”. Los gauchos no hablan
con esa literatura.
Después, si el vocabulario del famoso Fausto, está formado
regularmente por palabras gauchas, no lo son sus conceptos. Así
puede observarse desde el primer verso. Ningún criollo jinete y
rumboso como el protagonista, monta en caballo overo rosado: animal
siempre despreciable cuyo destino es tirar el balde en las estancias, o
servir de cabalgadura a los muchachos mandaderos; ni menos lo hará
en bestia destinada a silla de mujer, como está dicho en la segunda
décima, por alabanza absurda, al enumerarse entre las excelencias del
overo, la de que podía “ ser el recao de alguna moza —y, para peor,—
pueblera” . Además, en la misma estrofa habíalo declarado “ medio
bagual” ; lo cual no obsta para que inmediatamente pueda .creerlo
arrocinado, es decir, manso y pasivo. Por último, para no salir de las
dos primeras décimas, que ciertamente caracterizan toda la composi­
ción, ningún gaucho sujeta su caballo sofrenándolo, aunque lo lleve
hasta la luna. Esta es una criollada falsa de gringo fanfarrón, que anda
jineteando la yegua de su jardinera.
Ya veremos cómo expresa la poesía de la pampa el gaucho
M artín Fierro, pues no tengo la intención de comparar. Lo que quiero
decir es que el poema no tuvo esa procedencia. Precisamente, cada
vez que Hernández quiere hacer literatura, empequeñece su mérito.
Así, cuando en la payada con el protagonista, el negro canta:

73
Bajo la frente m ás n egra
Hay pensam iento y hay vida.
La gente escu ch e tranquila
No me h aga ningún reproche,
Tam bién es negra la noche
Y tiene estrella s que brillan.

El primer concepto, no es gaucho. El tercero y cuarto versos, son


ripios para comodar el consonante en oche. Los dos siguientes,
expreasn una vulgaridad literaria.
0 cuando dice de las mujeres:

Alabo al Eterno Padre,


No porque las hizo b ellas,
Sino porque a todas ella s
Les dio corazón de madre.

Rima y concepto son de la mayor pobreza, como el sentimenta­


lismo cursi que lo inspira.

Quandoque bonus, domitat Homerus, ..

Las tentativas de índole más literaria, como el Lázaro de Ricardo


Gutiérrez y L a Cautiva de Esteban Echeverría, pecan por el lado de su
tendencia romántica. Son meros ensayos de “ color local” , en los
cuales brilla por su ausencia el alma gaucha. El primero adoptó para
expresarse la octava real, enteram ente inadecuada, al ser una
artificiosa y pesada combinación de gabinete; el segundo, una décima
de su invención, tan destartalada como ingrata al oído. Recuérdese la
primera, verdadero párrafo de prosa forzada a amoldarse en forma
octosílaba, sin contar; la violenta inversión de sus tres primeros
versos.2 El asunto de ambos poemas, es asimismo, falso. Los dos
expresan pasiones de hombres urbanos emigrados a la campaña, Has -

9
Era la tarde y la hora
En que el sol la cresta dora
D e los A ndes. El D esierto
Inconm ensurable, abierto
Y m isterioso, a sus p ies
Se extiende, etc.
Imposible decir peor las cosas. En esa sola estrofa, el desierto esta calificado por
seis adjetivos igualmente pobres: inconmensurable, abierto, misterioso, triste, solitario

74
ta los nombres de sus respectivos protagonistas, Lázaro y Brián,
pertenecen al romanticismo...
Como todo poema épico, el nuestro expresa la vida heroica de la
raza: su lucha por la libertad, contra las adversidades y la injusticia.
Martín Fierro es un campeón del derecho que le han arrebatado:
el campeador del ciclo heroico que las leyendas españolas inmortali­
zaron siete u ocho siglos antes: un paladín al cual no falta ni el bello
episodio de la mujer afligida cuya salvación efectúa peleando con el
indio bravo y haciendo gala del más noble desinterés. Su emigración a
las tierras del enemigo, cuando en la suya le persiguen, es otro rasgo
fundamental. Y esto no por imitación, siquiera lejana; sino porque así
sucedía en efecto, siendo muchos los gauchos que iban a buscar el
amparo de las tribus, contra la iniquidad de las autoridades campesi­
nas.
De ahí procede por inclinación de raza, por índole de idioma y por
estructura mental. Su mismo lenguaje representa para el futuro
castellano de los argentinos, lo que el del Romancero para el actual
idioma de España. Es la corrupción fecunda de una lengua clásica, la
germinación que empieza desorganizando la simiente.
Ese es uno de sus orígenes. El otro, está en la novela picaresca,
aquella creación española que constituye, junto con los romances de
caballería, la doble fuente genuina de la lengua. El viejo Vizcacha y
Picardía caracterizan las mañas y la filosofía del picaro. Son el
Sancho y el Pablillos de nuestra campaña, bien que su originalidad
resulte tan grande; y así como el Quijote refundió los dos gérmenes,
hasta convertirse en la expresión sintética de idealismo y de realidad
que define todo el proceso de la vida humana, nuestro M artín Fierro
hizo lo propio con sus tipos, ganando todavía en naturalidad puesto
que suprimió el recurso literario de la oposición simétrica. Como no se
propuso sino describir la vida con sujección a la sola norma de la
verdad y del bien, aquélla dióle su fórmula sin esfuerzo. Tomando el

y taciturno. La siguiente empieza con cuatro versos tan -mal dispuestos, que
cambiándolos de posición, resultan mucho más soportables:

Gira en vano, reconcentra


Su inm ensidad (?) y no encuentra
La vista, en su vivo anhelo,
D o fijar su fugaz vuelo.

Habría que hacer del tercer verso el primero, del primero el segundo y del
segundo el tercero, para que resultara menos malo. Y todo el poema adolece de igual
miseria. Es sencillamente lamentable.

75
camino de belleza, tales éxitos fueron episodios naturales de su
marcha. Saliéronle al paso, como la aurora y la noche, la alimaña y el
árbol al pasajero de la llanura. Y allá donde los otros habían hecho
gracejo falso, situando arbitraria o aisladamente su gaucho en un
medio discordante, que es decir, produciendo con artificio la come­
dia, él encontró la fuente espontánea de la risa, a título de expansión
sana y natural, no de cosquilla forzada, y con aquella utilidad
magistral de la sátira que corrige riendo.
Por otra parte, esa reunión de elementos que hasta entonces
formaban dos miembros distintos de la épica, tipificados bajo la faz
burlesca por la Batm com iom aquia y el Orlando Furioso, dió a su
creación una originalidad sin precedentes. La malicia y el entusiasmo,
el llanto y la risa mezclados en ella, constitúyenla el más acabado
modelo de vida integral. También bajo este concepto, resulta una
cosa definitiva. Y es que ese juego despreciativo con la suerte
infausta, ese comentario irónico de los propios dolores, forman el
pudor de la pena viril. El rictus del llanto, transfórmase en sonrisa, el
sollozo prefiere estallar en carcajada. E sto es de suyo una obra de
arte, puesto que convierte en filosofía amable y placentera el
elemento deprimente y vil. Así es como el fuerte ahorra a sus
semejantes la mortificación del dolor que le roe, y en tal procedimien­
to consiste aquel arte de la vida practicado por los griegos antiguos y
por los japoneses modernos. Precepto fundamental de esa filosofía
estoica que instituyó el heroísmo en deber cotidiano, es la fibra
excelente, revelada por el pulimento artístico en la madera del héroe.
Todavía este mismo personaje, resulta enteramente peculiar en
nuestro poema. No es el caballero insigne, ni el jefe de alta alcurnia
que figuran en el Romancero o en la Ilíada; sino un valiente obscuro,
exaltado a la vida superior por su resistencia heroica contra la
injusticia. Con ello, tóm ase más simpático y más influyente sobre e]
alma popular a la cual lleva el estímulo de la acción viril en el bien de la
esperanza.
La originalidad de la ejecución, es, asimismo, completa dentro
del lenguaje habitual de la épica; pues aquella cualidad, como ya lo
tengo dicho, no consiste en la invención exnihilo, absurda de suyo
como pretensión discorde con toda ley de vida, sino en la creación de
nuevas formas vitales que resultan de un orden, nuevo también,
impuesto por la inteligencia a los elementos preexistentes. El júbilo
de los tiempos futuros, proviene según el famoso concepto virgiliano,
del nuevo orden que va a nacer: novum nascitur ordo.
Por esto, son precisamente los grandes épicos quienes han
señalado con mayor franqueza su filiación.

76
Homero empezó su Ilía d a con un verso de Orfeo (“ Canta oh
Musa, la cólera de Ceres”) apenas modificado. Nevio y Enio, los
padres de la poesía latina, inspiráronse casi exclusivamente en los
escritores alejandrinos. Virgilio imitó a Homero en la Eneida, y de tal
modo, que dicho poema es en muchas partes una rapsodia. Las
Metamorfosis de Ovidio, que constituyen, quizá, el mejor poema
épico de la poesía latina, son imitaciones de los sendos poemas
epónimos de Partenio y de Nicandro. Contienen muchas leyendas de
poetas más antiguos, hasta en detalles característicos como el cabello
purpúreo del rey Niso. Suidas lo atribuye a un griego más antiguo
cuyos versos transcribe. El Dante, a su vez, es un hijo espiritual de
Virgilio:
Tu s e ’ lo mío maestro e il mió autore:
Tu se' solo colui da cui io tolse
Lo bello stilo che m ’ha fatto onore:

(Inf. I. 85-87.)

Y luego, en el Purgatorio, atribuye a Estacio, con elogio, la misma


filiación, puesto que ella había salvado al poeta pagano de la
condenación eterna:

Per te poeta fui, per te cristiano


(XXII- 73.)

El Tasso, en su prólogo a las dos Jerusalenes, se vanagloria de la


filiación homérica, enumerando los caracteres que ha imitado de la
Híada, y que son los de todos los héroes principales. En cuanto a lo
patético, añade, me he aproximado a Homero y a Virgilio. El comienzo
del canto tercero, imita, en efecto, al primero de la Eneida. El ataque
de la flota cristiana por los sarracenos en Jafa (cantos XVII y XVIII) es
una rapsodia del que los troyanos llevan a los griegos en la Ilíada. Lo
cual nada quita, por cierto, a la originalidad de la expresión, que
constituye el principal elem ento.
Venganza de agravios es el móvil inicial en nuestro poema como
en el Romancero, y aquéllos provienen, en uno y otro, de la iniquidad
autoritaria. Obligados ambos héroes a buscarse la propia libertad con
el acero, sus hazañas constituyen el resultado de esta decisión; y
justificándola con belleza, forman la tram a de las sendas creaciones.
Los dos son dechado de esposos, padres excelentes, castos como
buenos paladines, hasta no tener en sus vidas un solo amor irregular;
fieles con ello; reposados en el consejo, prontos en el ingenio, leales a
77
la amistad, fanáticos por la justicia cual todos los hambrientos de ella;
grandes de alma hasta darse patria por doquier, con la tierra que, de
pisar, ya poseen:

En el peligro ¡qué Cristo!


El corazón se me enancha,
P ues toda la tierra es cancha
Y de esto naide se asom bre:
El que se tien e por hom bre
Ande quiera hace pata ancha.

Y el otro:
D esterraism e de mi tierra,
D esto non m e finca saña,
Ca el hom bre bueno fidalgo
D e tierra ajena hace patria.

Más lejos en los tiempos, otro desterrado, el sapiente de los


Fastos, había expresado en un concepto lapidario esa fórmula del
heroísmo: Omne solum forti patria esL
Fuerte y solo: he ahí la situación del caballero andante. Así
aquellas palabras, fueron divisa en varios blasones.
Verdad es que ambos héroes son vengativos; pero la venganza es
la única forma posible de justicia para el paladín, puesto que con el
padre abofeteado o las hijas ultrajadas, el uno; con la familia deshecha
y deshonrada, la casa en ruinas, los bienes robados, el otro: ¿habrá
quien no sienta en su corazón de hombre la justificación del rencor
que los posee? Lejos de ser antisociales sus actos, restablecen el
imperio de la justicia que es el fundamento de toda constitución
social. Y como el estado de libertad y de justicia resulta del trabajo
interno que todo hombre debe efectuar en su conciencia, no del
imperio de las leyes que lo formulan, su reintegración en el alma del
ofendido es, por excelencia, un acto de dignidad humana. La plenitud
de la libertad y de la justicia, es el resultado de una doctrina personal
que da reglas a la conducta, al constituir por definición el docto de la
vida; y ese sistema viene a resultar el mejor, cuando basado en la
norma de justicia que todo hombre lleva en sí, y que estriba en
considerar inevitables las consecuencias de sus actos, prescribe la
práctica del bien como el mejor de los ejercicios humanos.
Veinte siglos ha retardado el Cristianismo la victoria de este
principio moral, que con el imperio de la filosofía estoica, su código
sublime, h ab ía llegado a producir en el mundo antiguo, cuando dicha
religión vino a trastornarlo todo, fenómenos tan significativos como la

78
paz romana, la supresión del militarismo, la abolición de la esclavitud,
la absoluta tolerancia religiosa y las instituciones socialistas de la
pensión a los ancianos, de la adopción de los huérfanos por el estado,
de la enfiteusis, de las aguas y los graneros públicos y gratuitos...
El auto-gobierno de cada uno, que ha de suprimir la obediencia al
poder autoritario, tenía por corifeos a los emperadores filósofos. Y
entonces, cuando uno. de esos héroes de la épica personifica aquel
supremo ideal humano de la libertad por cuenta propia, reivindicando
con esto el imperio de la razón que no tiene límites como el progreso
por ella encaminado, su caso viene a constituir el prototipo de vida
superior cuya construcción es el objeto de la obra de arte.
Llevamos en nuestro ser el germen de ese prototipo, como el de
todas las bellezas que aquélla sensibiliza en nosotros mejorándonos
con tal operación, puesto que así nos hace vivir una vida más amable.
Cuando el artista consigue realizarlo, su obra ha alcanzado el ápiceya
divino, donde la verdad, la belleza y el bien confunden su triple rayo
en una sola luz que es la vida eterna.
Fué una obra benéfica lo que el poeta de M artín Fierro
propúsose realizar. Paladín él también, quiso que su poema empezara
la redención de la raza perseguida. Y este móvil, que es el inspirador
de toda grandeza humana, abrióle, a pesar suyo, la vía de perfección.
A pesar suyo, porque en ninguna obra es más perceptible el fenómeno
de la creación inconsciente.
El ignoró siempre su importancia, y no tuvo genio sino en aquella
ocasión. Sus escritos anteriores y sucesivos, son páginas sensatas e
incoloras de fábulas baladíes, o artículos de economía rural. El poema
compone toda su vida; y fuera de él, no queda sino el hombre
enteramente común, con las ideas medianas de su época: aquel criollo
de cabeza serena y fuerte, de barba abierta sobre el tórax formidable,
de andar básculo y de estar despacio con el peso de su vasto
corpachón,
Hay que ver sus respuestas a los críticos de lance que comenta ­
ron el poema. Ignora tanto como ellos la trascendencia de su obra.
Pídeles disculpa,, el infeliz, para su deficiente literatura. Y fuera cosa
de sublevarse con toda el alma ante aquella miseria, si la misma
ignorancia del autor no justificara la extrema inopia de sus protec­
tores.
Porque se dieron a protegerlo, los menguados, desde su cátedra
magistral. Todo lo que le elogiaban, era lo efectista y lo cursi, como las
estrofas antes mencionadas sobre la frente del negro y sobre la
maternidad; o la filosofía de cargazón que inspira los consejos finales
de M artín Fierro; o el aburrido y pobre cuadro de la Penintenciaria,
donde, por moralizar, descuidaba sencillamente su empresa.
79
Quien tenga la paciencia de leer esos juicios, coleccionados a
guisa de prólogo para mengua de nuestra literatura, hallará citadas
como bellezas todas las trivialidades de la composición. No falta una,
Hay quien vé en ella, y por esto la elogia, “un pequeño curso de moral
administrativa para los comandantes militares y comisarios pagado­
res’^!). Otro se extasía ante la igualdad de la ley, como un borrico
electoral. Otro encuentra que M artín Fierro es “ el Prometeo de la
campaña”(ü). Otro le descubre “ primo hermano (no se atreve a decir
hermano) de Celiar”, aquella luenga pamplina romántica con que el
doctor Magariños Cervantes, poeta del Uruguay, dió pareja a nuestra
gemebunda Cautiva. Otro aún, y este es el más delicioso, encuentra
imposible hacer el juicio crítico de M artín Fierro, porque no siendo,
dice, una obra de arte, no podrá aplicarle las reglas literarias. He aquí
el Finibusterre de la crítica, diremos así, nacional. Y el pobre hombre,
amilanado sin duda con su propio genio, que éste no es carga de flores,
sino tronco potísimo al hombro de Hércules laborioso, dejábase
prologar así, todavía agradecido, y que le colgaran sus editores
indoctos tamaño fárrago; y hasta explicaba contrito su buena inten­
ción, su inferioridad para él indiscutible ante tamaños literatos, en
una carta infeliz, dedicada casi por entero al estímulo de la ganadería.
Sólo por un momento, la conciencia profunda de su genio se le
impone, magüer ellos los sabios, y entonces, humilde, hace decir con
sus editores: “El señor Hernández persiste en no hacer alteraciones a
su trabajo”. La crítica habíalo tachado de versificador incorrecto,
aunque él dijera con toda verdad y razón, que así construye el gaucho
sus coplas, demostrando, por lo demás, gran desembarazo en su
idioma poético.
Existe, sobre este p a r t i c u l a r , un documento interesante: en el
autógrafo de la segunda paite del poema, la primera estrofa dice como
sigue, sin ninguna enmienda:
Atención pido al silen cio
Y silencio a la atención,
Que voy en esta ocasión.
Si me ayuda la mem oria,
A contarles de mi h istoria
La triste continuación.

La rima perfecta de los dos últimos versos, está incorrectamente


modificada en el texto impreso, donde se lee:

A m ostrarles que a mi historia


Le faltaba lo mejor.

80
Y esto demuestra, una vez por todas, que la incorrección
criticada era voluntaria, cuando así lo pedían la precisión del
concepto y la verdad de la expresión. Los versos imperfectos, son,
efectivamente, más vigorosos que los otros, por su construcción más
directa y natural, así como por su mayor conformidad con la índole del
lenguaje gaucho. Pero la crítica no entenderá nunca, que en la vida,
como en el arroyo inquieto, la belleza resulta de la irregularidad,
engendrada por el ejercicio de la libertad en el sentido de la índole o
de la pendiente. La preceptiva de los retóricos y las leyes de los
políticos, han suprimido aquel bien, pretendiendo reglamentarlo. Y
de eso andan padeciendo los hombres, fealdad, iniquidad, necedad,
miseria.
¡La crítica! ¿Cómo dijo la muy estulta, y trafalmeja, y amiga del
bien ajeno? ¿Que eso no era obra de arte? ¿Pero, ignoraba, entonces,
su preceptiva, y no sabía lo que era un verso octosílabo, o en qué, si no
en descripciones y pintura de caracteres, consiste la poesía épica?
No, pues. Lo que extrañaba eran sus habituales perendengues,
sus “ licencias” ineptas, su dialecto académico, su policía de las
buenas costumbres literarias. Aquella creación arrancada a las
entrañas vivas del idioma, aquella poesía nueva, y sin embargo
habitual como el alba de cada día, aquellos caracteres tan vigorosos y
exactos, aquel sentimiento tan profundo de la naturaleza y del alma
humana, resultaban incomprensibles a esos contadores de sílabas y
acomodadores de clichés preceptuados: Procustos de la cuarteta
—para devolverles su mitología cursi— no habían de entender a buen
seguro aquella libertad del gran jinete pampeano, rimada en octosíla
bos naturales como el trote dos veces cuádruple del corcel.
En la modestia de los grandes, finca el entono de los necios; y
cuando aquéllos se disimulan en la afabilidad o en llaneza, padecien­
do el pudor de sentirse demasiado evidentes con la luz qué llevan,
cuando su bondad se aflige de ver desiguales a los demás en la
irradiación de la propia gloria, cuando las alas replegadas manifiestan
la timidez de la tierra, pues para abandonarla ha nacido, los
mentecatos se engríen haciendo favor con la miseria que les disimulan
y pretendiendo que el astro brilla porque ellos lo ven con sus ojos
importantes.
Hay que decirlo sin contemplaciones, no solamente por ser esto
un acto de justicia, sino para sacar la obra magnífica de la penumbra
vergonzante donde permanece a pesar de su inmensa popularidad;
porque de creerla, así, deficiente o inferior, los mismos que se
regocijan con ella aparentan desdeñarla, y ahogan el impulso de sus
almas en el respeto de la literatura convencional Tanto valdría

81
hacerlo con el Romancero congénere, porque su castellano es torpe y
se halla mal versificado.
En nuestro poema, ello proviene especialmente de la contracción
silábica peculiar al gaucho, así como de la mezcla de asonantes y
consonantes que él empleaba en sus coplas y que era necesario
reproducir, al ser un gaucho quien narraba.
¿Pero, acaso el mismo poema español no nos presenta versos
como éste en la versión de Sepúlveda en el II romance de la 2a parte:
R uy D ía z volveos en P az?

¿No encontramos en el Dante endecasílabos contraídos hasta la


dureza, a semejanza del siguiente que nos da once palabras en once
sílabas:
Piú ch’io fo per lo suo, tutti i m ieiprieghi?3

Y en cuanto a la rima, si es verdad que a veces resulta pobre y


mezclada como en Lope y en Calderón,4 también su fácil riqueza nos
sorprende con estrofas no superadas en nuestra lengua.
Los indios diezmados por la viruela, buscan entre los cristianos
cautivos la causa de la epidemia y las víctimas propiciatorias al genic
maléfico cuyo azote creen padecer:
H abía un gringuito cautivo
Que siem pre hablaba del barco,
Y lo ahogaron en un charco

3 Los trovadores, maestros y antecesores inm ediatos del Dante, habían usadc
con gran desem barazo de esta libertad, que provenía, a su vez, de la poesía clásica. He
aquí un verso que contiene doce palabras en once sílabas:

Que per cinc sois n'ü hora la pessa c'l pan


El trovador Sordel, autor de este endecasílabo, fué todavía sobrepasado por
Bernardo de Vantadour, quien hizo caber trece palabras en once sílabas:
Que m hat 2 m i.fier, per q u ’ ai razón que rn duelha,
I (Raynouard -• Lexique Román, í, 331-4'/4).

4 Conooido es el rigor de la rima francesa. He aquí, no obstante, al mismo


Lamartine, raudal prodigioso y espontáneo como ninguno, cometiendo en La chüte
d'un Ánge una rima imperfecta:

Quelques-uns d ’eux, e n a n t dans ces demi-‘*iénébrest ”


Etaint venus planer sur les cimes des “cédres”.

(Premiére Vision).

82
Por causante de la peste.
T enía los ojos celestes
Como potríllito zarco.

Rimas en arco, no posee el idioma sino siete de buena ley. Las


otras son palabras desusadas, nombres propios, verbos o términos
compuestos. En este, nueve tan sólo, y todas ellas resultan de
aproximación muy difícil. La estrofa es, sin embargo, de una perfecta
fluidez, y en su nítida sobriedad, condensa un poema: la criatura que
recuerda el barco donde vino con sus padres en busca de mejor suerte;
su bárbaro martirio: la imagen original y pintoresca de los ojos, tan
conmovedores en el ahogado; la dulzura infantil del potrillito que
revela con tan tierna compasión la inocencia del niño y el alma del
héroe. Así se enternece el hombre valeroso, y así brota natural la
poesía en esa comparación de verdadero gaucho. Lo que más debía
llamar’ su atención, y con ella la imagen, eran los ojos celestes del
europeo.
El tono heroico y la onomatopeya que es don excelso de póeta
cuando le sale natural, como a Homero y como a Virgilio, resaltan en
esta otra estrofa de rima difícil, aun cuando sea defectuosa por la
mezcla de asonantes y consonantes:
Yo me le senté al del pampa,
Era un escuro tapao.
Cuando me veo bien m ontao,
De mis ca silla s me salgo;
Y era un pingo como galgo,
Que sabía correr boliao.

Las palabras pingo y galgo sugieren el salto elástico del arranque.


El cambio de acentuación del último verso, todavía reforzado por la
violenta diptongación de su primer verbo, recuerda el galope a
remesones del animal trabado. Adviértase, también, que sin la
terminación defectuosa de la última voz —boliao—- el efecto no se
produciría. Y de esta suerte, también, resulta ennoblecido el lenguaje
gaucho.
Otras veces, la metáfora es tan natural y al propio tiempo tan
novedosa, que el desconcierto causado por aquellas dos cualidades,
nos induce a apreciarla como un ripio. Así, en cierta pelea con la
partida policial, el gaucho acaba de echar tierra a los ojos de uno de los
enemigos, para atacarle indefenso:
Y m ientras se sacudía
R efregándose la vista,
Yo me le juí corno lista

83
Y ahi no m ás me le afirm é
D ieien d olé —D ios te asista,
Y de un revés lo voltié.

La comparación describe el acto de tenderse a fondo, en una sola


línea; es decir, como la lista de una tela; y así explicada, ya no nos resta
sino que admirar la agilidad descriptiva, el vigor magnífico de la
estrofa.
Veamos reunidos en esta otra los dos elementos.
El gaucho Cruz, provocado por cierto burlón en una pulpería
donde se bailaba, pelea con él y le hiere gravemente:

Para prestar un socorro


Las m ujeres no son lerdas;
A ntes que la sangre pierda,
Lo arrim aron a unas pipas.
Ahi lo dejé con las tripas
Como pa que hiciera cuerdas.

De la primera rima, no hay sino seis sustantivos en castellano. De


la segunda, dos solamente; los mismos que usa el autor con perfecta
naturalidad. El sitio de las pipas, es efectivamente, el único donde
resulta posible improvisar sobre ellas mismas un lecho, separado del
suelo y apartado del trajín habitual; pues se trata de

Un rancho de m ala muerte;

es decir, sumamente estrecho. He visto más de una vez heridos


acomodados en esa forma.
El defecto del prosaísmo ofrece analogías y corroboraciones no
menos evidentes. Como todo verdadero artista, el autor de M artín
Fierro no rehuyó el detalle.verdadero, aunque fuese ingrato, cuando
llegó a encontrarlo en el desarrollo de su plan. Comprendió que en la
belleza del conjunto, así sea éste un carácter o un paisaje, la verdad
artística no es siempre bella. Que si la frente del hombre se alza en la
luz, es porque la planta humana le da cimiento en el polvo. Unicamen­
te la retórica con sus recetas, ha prescrito que el arte, como el trabajo
de ios confiteros, consiste en maniobrar azúcar. Cuando se hace obra
de vida, es otra cosa. Y el prodigio de crear estriba, precisamente, en
la inferioridad de los elementos que, ordenados por la inteligencia,
producen un resultado superior.
Prosaísmo y grosería, hermosura y delicadeza, todo concurre al

84
resultado eficaz, como en la hebra de seda el zumo de la flor y la baba
del gusano. El capullo es mortaja donde la adipocira de la oruga
tórnase ala de colores; y así nosotros mismos somos, según el símil
inmortal del poeta, larvas y mariposas:

. . . . . . noi siam vermi


N ati a form ar Vangélica farfulla,

Pro pongo me tomar a este propósito algunos ejemplos del Dante,


porque éste es, en mi opinión, el épico más grande que haya producido
la civilización cristiana.
Imágenes y conceptos de esos que llama prosaicos la retórica,
abundan en su poema. Los condenados que veían pasar a los dos
poetas.

...ver noi aguzzavan le ciglia


Come vecchio sa rto rfa nella cruna.

(Inf. X V - 20, 21.)

Después, aquella comparación con la rana que croa en el charco:


E come a grecidar si sta la rana
Col muso fu or delVacqua...

(Inf. XXXII- 31, 32.)

O bien:
K mangia e bee e dorme e veste panni,

(Inf. K XX íll 141.)

C h ’ogni erbu si eonosce. per lo seme

(Purg. XVI - 114.)

C om ’uscir ptió di dolee seme amaro,

(Par. V líi -93.)

Che le cappe fornisce poco panno.

(Par. XI- 132.)

85
... .. . si che giustám ente
Ci si risponde dalVannello al dito.

(Par. X X X D - 56, 57.)

O estos versos formados por enunciaciones de cantidades:

M ille d u g m io con sessm itu s e l

(Inf. X X I- 113.)

N el quaie un cinquecento dieci e tinque,

(Purg. XXXHI - 43.)

Che gli assegnó sette e tinque per diece.

(Par. V I- 138.)

A l s u g Lion cinquecento cinquanta


E trenta fí a te ......

(Par. X V I- 37, 38.)

Quattromila trecento e due vo lu m i

(Par. X XV I- 119.)

S i come diece da m ezzo e da quinto.

(Par. X XVII- 117.)

E questo era d'un nitro circumcinto,


E qual dal terzo, 8*1 terzo poi dal quarto,
D al quinto U quarto, e p o i dal sesto ü quinto,

(Par. XXVHI - 28 al 30.)

O la inmundicia de los castigos infernales: las moscas y los


gusanos de la sangre corrompida en el canto III del Infierno; los

86
excrementos en el XVIII; el famoso verso final del XXI; el verso 129
del canto XVII del Paraíso...
O las frases sin sentido:

Papé Satan, papé Satán aleppe,

(Inf. Vil 1.)

R q fel mai amech izabi alm i

(M . XXXI - 67.)

O todavía, al revés de Boileau que no fué sino un retórico, esta


fórmula de la poesía cuyas creaciones quiméricas anuncian la verdad
no siempre creíble:

lo diró cosa incredibile e vera,

(Par. X V I- 124.)

He aquí cómo debe comprenderse el espíritu de los poemas


épicos, que no son obra lírica, vale decir, de mera delectación, sino
narraciones de la vida heroica, muchas veces ásperas como ella y
tam bién amargas y misteriosas. Una vez más me acuerdo de nuestro
padre el Dante:

O voi ch' avete gV intelletíi sani,


M írate la dottrina che s ’asconde
Sotto il veíame degli versi stranil

{El Payador, Ed. Centurión, 3o e d , Buenos


Aires, 1961; con cincuenta y dos dibujos
originales de Alberto Güiraldes. Su primera
edición es de 1961. El texto reproducido
corresponde al cap. VIL)

87
RICARDO ROJAS
Ricardo Rojas

JOSÉ HERNÁNDEZ, ÚLTIMO PAYADOR

El M artín Fierro apareció en nuestra literatura el año 1872,


cuando la poesía gauchesca había completado la formación de su
técnica y cuando sus protagonistas iniciaban en la vida real el ciclo
penoso de su decadencia. Derrocada la tiranía de Rosas y vueltos al
país los héroes del destierro, éstos se aplicaron a regenerar la
nacionalidad desde 1853, año de la Constituyente. Comenzaron
entonces a preponderar los intereses de la paz sobre las turbulencias
de la guerra, las leyes de la ciudad sobre los instintos de la cam pa­
ña. Abrióse la era de la inmigración, los cultivos, la industria, los
ferrocarriles, los puertos, los alambrados, las escuelas. En esa
fundamental modificación de la estructura civil, el hijo de la tierra
nativa se transformó en agricultor o artesano, y el que no pudo
transfórmalase se alzó de las poblaciones a los indios en los vagabun­
dajes del gaucho malo. El gaucho dejó de ser el hombre eglógico del
desierto, como en FU am or déla estanciera; o el abnegado militón de la
independencia, como en los Diálogos patrióticos; o el férvido ciuda­
dano de las montoneras, como en los “trovos” de Paulino Lucero,
para degenerar en “ elemento” de comicios electorales o en soldado
de levas campesinas. Clausurado el período de las guerras exteriores
en la paz con el Paraguay, y el período de las guerras intestinas en la
batalla de Cepeda, ya no quedábale otro campo de sacrificio marcial
sino la guerra de fortines, donde luchó contra los indios, para entregar
toda la pampa a sus fecundas nupcias con la civilización. Es en aquel
período de tan profundas renovaciones sociales cuando aparece el
M artín Fierro, de José Hernández, como visión melancólica de la
comenzada decadencia. Pero si el poema baja hasta la vida misérrima
de los gauchos decaídos desde su antigua prepotencia de fuerza y de

91
gloria, en cambio el poema elévase hasta las puertas de la gloria y del
arte por la verdad psicológica de la sociedad que retrata y por el
colorido pictórico de la pampa que describe. Por eso el M artín Fierro
eleva la poesía de léxico gauchesco hasta donde no había llegado
ninguno de sus predecesores. Es claro que el acierto de su visión
artística fué para Hernández un don gratuito de la vida; debióla a su
condición de poeta verdadero, a su sensibilidad de payador genuino, a
sus experiencias rurales, a su ingénita simpatía argentina por los
asuntos que cantaba; pero es indudable que no hubiera llegado a
cantarlas como las cantó, si todos los predecesores que él aventaja no
hubieran perfeccionado desde 1777, o sea un siglo antes, la técnica de
la poesía gauchesca vivificada y glorificada en su poema admirable. El
M artín Fierro asimila y ensambla todas las formas fragmentarias de la
tradición payadoresca que vengo analizando. Por su técnica nada ha
creado o introducido en el género que no estuviese ya empleado en
alguno de los poemas anteriores. Si a todos los supera es por el
contenido psicológico y el auténtico acento gaucho de la expresión;
todo ello dentro de una composición que ensambla en poema cíclico
las anteriores formas fragmentarias.
El M artín Fierro es, por eso mismo, en su tipo de composición
acabado espécimen de lírica popular. Cantó Hernández por boca de
su criatura literaria, haciendo de su gaucho aventurero y payador, no
sólo el héroe, sino el rapsoda de su propia vida. Así resultó M artín
Fierro el gaucho objeto del relato y sujeto del canto. Fué payador, en
una palabra, desde el primer verso, que dice: “ Aquí me pongo a
cantar” , hasta ios siguientes en que, vuelta a vuelta, pondera su
facilidad:
Cantando me he de morir,
cantando me han de enterrar,

Y después:

Con la guitarra en la mano


ni las m oscas se m e arriman^:

Y en la payada con el moreno:

Es deber de ios can tores


el cantar de contrapunto.

Y en ese mismo canto:


92
H arem os gem ir la s cuerdas
h asta que la s v ela s no ardan.

Y en todo el poema se derrama su vena de cantor ingénito,


comprobando en varios miles de versos la jactancia del exordio:
Las cop las m e van brotando
como agua de m anantial.

Así el payador fingido ha resumido la obra de casi todos los


payadores que hubo en la realidad, tanto por la destreza musical con
que manejara su guitarra:

Porque quiero alzar la p iim a


com o pa tocar al aire.

Y asimismo en el poder de la voz con que modulaba su verso:

El que en tal g ü ella se planta


debe cantar cuando canta
con toda la voz que tiene.

Y en la capacidad ingénita con que improvisaba sus coplas:

Porque recib í en m í m ism o


con el agua del bautism o
la facu ltá para el canto.

Confirmando a través de todo el poema el viejo aforismo


gauchesco:
El amor, com o la guerra,
las hace el criollo cantando.

Con esa amplitud combina en cuadro cíclico todos los elementos


de la vida pampeana y del arte payadoresco, reuniendo en la forma
lírica del verso tradicional la rima perfecta y la asonancia, la estrofa
cerrada y el romance abierto, la sextina y la copla, la seguidilla y la
redondilla, la frivolidad de la danza y la gravedad de la elegía; el
proverbio, la superstición, la anécdota, las costumbres, las pasiones
de indios y gauchos; un documento, en fin, de tal veracidad folklórica y
de tal horizonte social, que presenta todos los caracteres “ políticos”

93
de la poesía épica y todas las formas “líricas” de la poesía popular.
Hernández no es un retórico que remeda, sino un payador que
canta. Estamos con él tan lejos del imitador literario, como estamos
cerca del más genuino aeda popular. De ahí que la obra sea más
grande que su autor, pues como siempre ocurre con estos poemas que
resumen una com ente estética o un sentimiento social, el M artin
Fierro asume los caracteres de una obra colectiva.

Los años que siguieron a Caseros marcan también un cambio en


la vida de Hernández, pues pasó de la pam pa a la vida urbana. Tal lo
encontramos, por entonces, actuando civil y militarmente en las
querellas internas de la organización nacional. Las pasiones de
aquella era gestáne.a forzaban a tom ar divisa en la lucha, y nadie
quedaba prescindente, José Hernández tomó partido, y aunque
porteño, se fué este payador con. Urquiza y las provincias, como el
payador Ascasubi, cordobés, habíase quedado con Buenos Aires y
Mitre.
Durante ese período, Hernández fué periodista, funcionario y
militar, con esa plasticidad de aptitud y fuerza de asimilación que es
una característica del espíritu criollo. Su carrera militar había
comenzado bajo las órdenes de D. Prudencio Rosas, hermano del
tirano, y estuvo con él en los combates de San Gregorio y El Tala.
Advenido Urquiza, le acompañó, como otros federales de la tradición
anterior a Caseros y como tal estuvo en Pavón, Ñaembé, Cepeda,
Cañada de Gómez y otros combates, hasta alcanzar el grado de
sargento mayor, que no reclamó después oficialmente. Dado el
carácter de nuestro viejo ejército, formado de gauchos, y la índole
silvestre de nuestro país, sin ferrocarriles, donde persistía la táctica
de la montonera, han de tenerse muy en cuenta estas campañas
militares de Hernández, porque ellas debieron renovar sus juveniles
experiencias de nuestra vida gauchesca. En ellas aprendió, de 1852 a
1860, mucho de lo que más tarde habría de florecer en M artín Fierro.
El arquetipo literario estaba así modelándose en el alma del hombre
real.
Los trabajos de Hernández como funcionario son también
antecedente precioso, pues fué oficial segundo de la Contaduría de
Paraná, taquígrafo del Senado de la Confederación, secretario

94
privado del gobernador Pedernera en Entre Ríos, fiscal de los
Tribunales correntinos, ministro de Hacienda del gobernador Evaris­
to López, diputado a la legislatura de Buenos Aires, sirviendo desde
allí y desde la prensa a la creación de la capital federal. Esta faz de su
vida no fué inútil, sin duda, en el conocimiento de nuestra incipiente
organización democrática, aquella que tanto criticó en su poema,
dándole con ello el contenido patriótico, de carácter civil, que algunos
creen ausente porque M artín Fierro no habla de guerras internacio­
nales.
Quédanos, por fin, decir que Hernández escribió en E l Argentino,
de E ntre Ríos; en L a Patria, de Montevideo, y E l R ío de la Plata, que
fundó en Buenos Aires. Cuando lo eligieron diputado, solía aludir a
sus debates en la legislatura porteña, diciendo que debía su ciencia de
constitucionalista a su lápiz de taquígrafo, con el cual fijó luminosos
debates en el Senado de Paraná. Hubiera podido decir, igualmente,
que a su pluma de periodista debía su destreza de escritor, pues todo
lo aprendió en el ejercicio práctico de la vida, ese hombre sin escuelas.
Pudiera parecer, a los ojos de biógrafos superficiales, q\ie era un
gaucho cerril quien füe criado en la pam pa y no cursó las cátedras de
ninguna universidad. Pero esa agilidad de su ingenio para plegarse a
todas las funciones y esa capacidad de aprender intuitivamente las
palabras y las ideas, prueba la calidad excepcional de su tem peram en­
to. Viéndolo a través de una biografía tan pintoresca, sabremos
aquilatar mejor la sorprendente sabiduría del vivir que los versos de
M artín Fierro destilan como un zumo precioso.
Después de la derrota de López Jordán en Ñaembé, emigró al
Brasil, dicen que a pie, por el interior del continente. En la legislatura
de Buenos Aires, debatió con hombres como Leandro Alem y
Bernardo de Irigoyen. En la política y la prensa porteñas, alternó con
Navarro Viola y Alsma. Combatió a Mitre y Sarmiento; apoyó a
Urquiza y Avellaneda. Sirvió a la federalización de Buenos Aires y a la
fundación de La Plata. Desempeñó cargos directivos en el Banco
Hipotecario y en el Consejo de Educación. Conferenció sobre política
en el teatro Variedades, con una poderosa voz de órgano que sus
amigos elogiaban. ¡Caso admirable de inteligencia natural, propia de
un gaucho que fue un genio, pues fue de gaucho su actitud frente a la
vida, aun cuando el vaquero de Camarones se transforme en el
ciudadano de Paraná y de La Plata!
Su simpatía humana y patriótica por los gauchos, late en todas
sus páginas. Cuando fundó “ El Río de la Plata” , formuló así su
programa: “ Autonomía de las localidades; municipalidades electivas;
abolición del contingente de frontera; elegibilidad de los jueces de
paz, de los comandantes militares y de los consejos escolares” .
Reléase el M artín Fierro, y dígase si cuanto aduce el gaucho contra el
régimen social que lo sacrificaba, no se halla comprendido en ese lema
de propaganda periodística y de acción civil. Su discurso de 1880 en la
legislatura de Buenos Aires, deshilvanado en la forma, es también un
documento admirable de previsión patriótica y de amor al progreso.
Después de 1880 don Dardo Rocha, gobernador de Buenos
Aires, quiere enviarlo a Australia para estudiar sistemas agropecua­
rios, y Hernández prefiere escribir su notable libro Instrucción del
estanciero, que editó Casavalle, donde propone con experiencia
criolla e ingenio nativo, los modos de transformar la vieja estancia
argentina, salvando dentro de ella, como insustituible elemento de
trabajo rural, a ese gaucho de las domas y las pulperías, que su poema
había cantado. Cualquiera que sea el mérito de ese libro en prosa,
desgraciadamente olvidado por nuestros estancieros, es sin embargo
por sus versos que Hernández vive para nosotros, y por sus versos
gauchescos, debemos agregar, pues ha de saberse que también
compuso una que otra estrofa en lenguaje culto, merecidamente
olvidadas. En efecto, quién reconocería al autor de M artín Fierro en
aquel romance titulado E l viejo y la niña:
Cruza un arroyo in ocen te
sobre un cam po de esm eralda
y a su orilla crece un sau ce
reflejándose en su s aguas, etc.

m
El éxito de M artín Fierro, desde la aparición de su primera y
segunda parte, es el más extraordinario que haya ocurrido hasta hoy
en el Río de la Plata, así por la difusión popular de sus repetidas
ediciones, como por el aplauso de la crítica selecta, entre las clases
urbanas de la sociedad. De 1872 a 1875 se habían publicado ocho
ediciones en Buenos Aires, sin contar la novena que apareció en el
Rosario. Llegaban a once las que habían aparecido cuando se publicó
la segunda parte. Las primeras, impresas en vida del autor, se
agotaron rápidamente, y es lástima que hoy sea casi imposible
conseguir ejemplares de aquellas ediciones que se realizaron bajo la
vigilancia de Hernández. Yo he buscado una siquiera, pero sin éxito,
así en las librerías de lance como en los archivos de la primera casa
editora. La importancia de tales ejemplares estriba en que por

96
medio de ellos se ha de establecer la verdadera forma del texto
auténtico, adulterada después por editores sórdidos o clandestinos.
En efecto, la crítica descubre hoy en las ediciones ulteriores —tanto
peores cuanto más recientes— una lamentable confusión de los
vulgarismos deliberados en el autor y de las erratas involuntarias en el
tipógrafo, de suerte que sería arbitrario o m eramente conjetural fijar
por ella el texto primitivo y el valor filológico del interesante documen­
to.1Tan grande fué aquel éxito comercial, que las ediciones clandesti­
nas, en las cuales se copiaba el pie de im prenta de las legítimas, dieron
lugar a pleitos del autor contra los falsificadores. En 1894 se calculaba
que el número de ejemplares impresos del M artín Fierro pasaba de
62.000.2 De estas ediciones se hicieron unas en folletos y otras en
algunas de las hojas periódicas de aquel tiempo. En 1873, M artín

1 Las ediciones clandestinas empezaron apenas salió a luz el poema. Hernández


mismo hubo de promover un pleito contra los falsificadores. El señor Pablo Comi ha
tenido la gentileza de facilitarme un ejemplar de la primera edición que se hizo en los
talleres de su padre {La vuelta de M artín Fierro) y un ejemplar de la burda edición
clandestina, que falsificó grotescamente hasta el pie de imprenta del editor auténtico.
La corrupción del texto ha continuado creciendo más tarde. La rústica prosodia del
verso, que lo apartaba del vocabulario académico, constituía por sí sola un motivo de
alteraciones. Agregúese a esto que los editores fueron alguna vez comerciantes
sórdidos o extranjeros incultos que descuidaron la corrección o dieron lugar a-la más
peregrina barbarización en las erratas. Para comprobarlo y prevenir al lector contra
tales ediciones, tomo al azar la de Vida Argentina, publicada el año del Centenario, y
anoto las siguientes erratas: Pa[ra, consolarse con ellas (Pa, 1,9), Que algún día se ha de
pagar (se ha’e, I, 12), Le dió claridad a la luz (claridá, I, 13), No temo peligro alcuno
(alguno, H, 3), E l álamo es }el\ más altivo (II, 3), No se les escapa [el\ bicho (II, 4), Como
potrillo zarco (potrillito, II, 6), No habría tenido dudado (cuidado, II, 8), Con las tripas
de su hijo (tripitas, II, 6), A ete que no yerra fuego (este, II, 9), Y siempre que das me toca
(dar, II, 22), Artículo de Santa fe (e’, II, 21), A l verse en tan desventura (en tal, II, 6),
Chavaron en el desierto (charabón, I, 3), En aqulla mescolanza (aquella, I, 3), Como sin
(...) señor (moro, 13, 19). Abundan en tal edición —y en otras— los simples errores de
letras;propisda, Igart'ija, delirih, etc.: y hasta suelen faltar versos enteros... Todo esto
parecerá a nuestros aficionados fastidiosa minucia de especialista; pero es, en realidad,
cuestión muy grave, por lo mismo que se trata de una obra deliberadamente incorrecta,
y en la cual una letra de más o de menos, un diptongo disuelto o no, tiene importancia
métrica y filológica. Sin purificar el texto del M artín Fierro sería peligroso fundar en
tales ediciones ningún estudio serio sobre el lenguaje gauchesco.
2 Guardo en mi poder un ejemplar de esta edición de 1894 con la fecha indicada.
Las ediciones posteriores han sido varias y profusas. Teniendo en cuenta las que yo
conozco, puedo, sin exageración, decir que pasan de 100.000 los ejemplares hasta
ahora impresos del M artín Fierro, sin contar sus ediciones en diarios y revistas, éxito
no alcanzado ni por la M aría,de Jorge Isaacs;,ni por el Facundo, de Sarmiento; ni por el
Ariel, de Rodó, ni por libro alguno de América. Agregaré que se trata, casi
exclusivamente, de ediciones argentinas, y para la clientela interna de nuestro país. No
dudamos que el éxito será mayor cuando el comercio editorial lleve este poema al
continente y a España.

97
Fierro se publicó íntegro en Correo de Ultramar; de París. En la calle
Bolívar, 147, de Buenos Aires, fundóse una librería que llevaba por
nombre el del poema afortunado, y que negoció principalmente con él.
El prólogo de la edición de 1894 nos suministra datos interesantes
sobre aquel hecho inusitado: “ Cuarenta mil ejemplares —dice—
desparramados por todos los distritos de la campaña, han constituido
la lectura favorita del hogar, de la pulpería, del soldado, y de todos los
que tenían a la mano un ejemplar del M artín Fierro. Más aún: en
algunos lugares de reunión, se creó el tipo del lector, en torno del cual
se congregaban gentes de ambos sexos, para escuchar con oído atentó
la genuina relación de la vida gauchesca” . Y luego agrega este otro
dato más significativo aún: un almacenero por mayor mostraba en sus
libros los encargos de las pulperías de campaña a su abogado don
Nicolás Avellaneda, y éste leía: “ doce gruesas de fósforos —una
barrica de cerveza —doce vueltas de M artín Fierro —cien cajas de
sardinas” . Esto quiere decir que el poema había pasado del ramo de
librería al comercio general de los pulperos; de esparcimiento del
espíritu a artículo de primera necesidad, como los alimentos y la luz.
Y esto ocurrió no en la zona más típicam ente gauchesca de ambas
riberas del Plata y el Paraná, sino en las provincias del interior, donde
hoy son proverbiales el poema, los protagonistas y algunos de sus
versos más expresivos. En solitarios ranchos de la selva santiagueña,
a la ribera del Salado, he oído yo quien recitaba algunas estrofas
conocidas por tradición, aunque se ignoraba que pertenecieran al
poema de Hernández. Todo esto constituye la prueba de su índole
popular, y es su mayor elogio. Sin haber nacido directamente del
pueblo, el pueblo lo reconocía y lo ahijaba por suyo, sin que tal éxito
popular hubiera excluido, ni entonces ni después, el elogio de los más
eximios hombres de letras con que nuestro país ha contado desde los
años en que el poema apareciera. Las obras maestras del espíritu
realizan esa peregrina armonía de la admiración. Dijérase que por
encima de las diferencias sociales o intelectuales hay una zona íntima
donde todas las almas se conciban por la intuición de la belleza.

VALOR ESTÉTICO DEL M ARTÍN FIERRO

n
Sobre la pampa ilimitada, el hombre de la ciudad civilizadora
escrutaba el horizonte profundo, tras la palizada del fortín o el foso de
98
la estancia, como recelando inconcretos peligros. El pampero soplaba
a ratos como un eolo gruñón, sobre la verde inmensidad, desgreñando
el mechón de los pajonales, tostados de sol, semejantes a bárbaras
crenchas rubias. De pronto, las alimañas del campo empezaban a
llegar, como perseguidas, desde el fondo remoto de aquel desierto.
Eran desaforados avestruces, azoradas liebres, tímidos coyes y
perdices que se deslizaban entre la paja despeinada por esas fugas.
Más tarde, sobre la línea del matorral distante, aparecía un punto
negro: la cabeza enhiesta de un caballo salvaje, la recelosa testa de un
toro bravio, y tras de los señuelos se precipitaban en tropel los
ganados del campo, y pasaban golpeando el suelo con su galope,
relinchando y bramando, crespo tropel de ese turbión, sonoro dentro
del polvo nebuloso de su propia carrera, como un trueno en su nube.
Ya no cabían dudas a aquel cristiano del fortín o la estancia, perdido
en el desierto como un vigía en el mar. Ese movimiento de alarmas en
la pampa, indicaba que los indios andaban cerca. Eran los aucas que
volvían con un nuevo malón, acosados ellos también por la seca en sus
mapús o guaridas, o estimulados por el fácil y abundante botín de un
asalto anterior. Entonces aquel hombre, y todos los del lugar,
requerían sus armas de fuego, o m ontaban sus fuertes caballos, como
guerreros antiguos, y salían estoicos para la algara salvaje.
La vida, en semejante frontera, fue miserable por su teatro y por
su hombre. La tierra circundante, monótona de inmensidad y de
color, era vacía como el mar. No había árboles, ni ríos, ni montes, en
dilatadas leguas de aquella pampa. El hombre, solitario en ella, debía
llenarla con lo infinito de su alma; es decir con su coraje o su tristeza.
Ese nuevo colonizador se enrustecía él mismo, al contacto de aquel
enorme desierto. Así tomó su indumentaria las prendas del gaucho y
su vivir no pocos usos del indio, el mismo aborigen a quien combatía.
Las estancias reducían su actividad a ejercicios de equitación,
pruebas civiles que por sí solas constituían una milicia. Los ganados
se multiplicaban en libertad, al azar de los campos abiertos. Cuando
llegaba la época de las yerras, los peones salían con el patrón a
“ campearlos” hasta parar el rodeo y marcar las reses o inmolarlas, en
vibrantes juegos de la brida, de la jineta, del puñal y del lazo; toda esa
vida que nuestra poesía gauchesca ha descrito y cantado. Aquella
misma expresión —campear—, todavía usada en nuestras viejas
estancias, tiene un sabor épico que recuerda a los campeadores de las

Los fortines, a su vez padecían la doble presión de la ciudad y el


desierto. El Gobierno, distante y pobre, no mandaba las provisiones;
el indio, sigiloso, no cesaba en su hostilidad. Algunos se pasaban al
bando opuesto, acosados por la naturaleza o la injusticia social. La
frontera fué así para los gauchos de las levas militares un lugar de
suplicio, como que las leyes lo adoptaron por pena. Acuchillados
bandidos de mirada torva alternaban con oficialotes de apellido
hidalgo. Los gauchos engrosaban la soldadesca harapienta y heroica.
Su función consistía en defender la frontera, en cuidar sus espaldas a
la civilización, es decir, a Buenos Aires, con su rostro de doncella
vuelto hacia el Océano, ofreciendo al poblador europeo los dones de
su tierra y de su libertad. Los gauchos de esa frontera fueron, pues, no
solamente los que clausuraron con Roca el ciclo social de la conquista,
sino los que abrieron el camino a la nueva civilización europea en
nuestras pam pas meridionales.
Pero si tal es la perspectiva que el M artín Fierro ofrece por el
lado del desierto y los indios, no es menos importante la que ofrece
por el lado de la ciudad y los blancos. Iniciábanse por entonces
cambios profundos en la estructura social y en la constitución étnica
de nuestro pueblo. Los Gobiernos afianzaban el principio de autori­
dad sobre una nación que entraba en los caminos de la paz y del
trabajo. La inmigración europea confluía al puerto de Buenos Aires
transformando los hábitos criollos. La ciudad tornábase así brusca­
mente inhospitalaria para el gaucho, que había señoreado en ella
después de 1810, cuando el país necesitó emanciparse y constituirse,
apoyándose en esas fuerzas leales y generosas de su propia individua­
lidad. El antiguo tipo individualista y romántico debía transformarse
o perecer. José Hernández propuso los medios de transformarlo en
hombre de trabajo dentro de su ambiente; pero los geniales consejos
de su libro Instrucción al estanciero no fueron escuchados. Entonces
el gaucho comenzó a perecer. Y su epopeya, que el Martín Fierro
describe, es una doble lucha: a su frente, con la naturaleza y el indio; a
su espalda, con la organización nacional rudimentaria u hostil a las
costumbres ya anacrónicas de los gauchos.
Tal es la gesta que Martín Fierro ha pintado, constituyendo por
consiguiente dicho poema, como expresión de aquel proceso social, un
verdadero poema épico, ligado al ciclo heroico de Ercilla por la
materia histórica y nacido de nuestros propios orígenes nacionales
por su tema, sus protagonistas, su ambiente, su idioma, sus ideales.
Es claro que de primer impulso el gusto académico se inclinará a
rechazar esa filiación. La forma del Martín Fierro —vocabulario
gauchesco y metro menor—; la forma de la Araucana —léxico erudito
y octava real—, parecen desde luego contradecirse. Pero en el género
de la épica ha de contarse no tanto la especie gramatical cuanto la
especie histórica; y es dentro de la historia hispanoamericana donde
yo encuentro el hilo conductor de esa filiación. Por otra parte, si la

100
Araucana dista mucho, retóricamente, del M artín Fierro, no dista
menos de la Comedia, de la Eneida y de la Ilíada, poemas también
diversos entre sí por su espíritu o por su forma, y que suele agrupar en
un solo género la docencia magistral de los retóricos. Lo que en el
poema gaucho hay de dureza primordial en actos y palabras, lo
encontramos también, y a pesar dé todo, en el poema homérico;
modelo de epopeyas este último a partir del canon aristotélico.3
Pero valga o no este razonamiento para la historia de las
literaturas comparadas, es lo cierto que el secreto vital de una
epopeya reside en su identidad con el espíritu de una raza; su
radicación en la tierra que ha de servir de asiento a una progenie
histórica; su modelación sobre el arquetipo fundador de una determi­
nada nacionalidad. De aquí proviene también la individualidad de
cada poema dentro del género, pues cada uno reflej a su propia raza, es
decir, un ambiente peculiar con su prototipo humano y una prototípi-
ca concepción de la vida. Así reducido el M artin Fierro a los
caracteres de nuestra propia nacionalidad, su valor representativo es
evidente, no explicándose de otro modo el éxito popular de la obra,
fuera de toda sugestión literaria y antes de que en el país se hubiera
difundido la escuela pública.
No niego, pues, la dificultad que se presenta si queremos
clasificar el M artín Fierro por su género literario, definiendo con ello
su valor estético y su valor político en la evolución de la cultura
argentina. Las categorías de la retórica tradicional resultan, desde
luego, insuficientes para clasificar este poema; acaso porque nuestro
cantar gauchesco es cualquier otra cosa menos una obra de retórica.
He ahí, por de pronto, un rasgo evidente de su originalidad; pero no se
ha de concluir de ahí que la obra es falsa o fea porque no sigue el
recetario de los géneros clásicos. Tanto valiera repudiar el arrullo de

3 Se ha escrito mucho contra el M artín Fierro para descalificarlo como obra de


belleza, por sus groserías de ingenio. E x c la m a ría , alguna vez, como Cervantes en el
Quijote o Quevedo en sus jácaras. Y en cuanto a otras licencias inurbanas, no le va en
zaga ni la misma Comedia de Dante, con haber merecido el nombre de divina. Básteme
recordar aquella escena final del canto XXI en el infierno, que term ina así: ‘E d egli
avea del cul fa to trombetta”. Scartazzini, uno de los doctos com entadores del poema
italiano, dice para justificar este pasaje: Egli, quel diavolo di Barbaríccia imita iri modo
sconcio, proporzionato alia qualitá ed al carattere di questi demoni} il trombettiere: e il
suoi dem oni marciano al suono di questa tromba degna di loro. Dante descrive quei
eostumi diabolici e lo stilo suo corrisponde plenam ente alia pertrattata materia.
(Edición Hoepli, M iaño, 1899, pág. 209, verso 139). Las' últimas palabras de
Scartazzini pueden servir de justificativo a M artín Fierro con sólo cambiar diabolici
por gauchescas', y advirtíendo, en favor de Hernández, que su modelo era más real que
el de Dante, y que aun los retóricos clásicos exigen de la epopeya ese carácter de verdad
en cuanto al modelo.

101
la paloma porque no es un “madrigal” , o la canción del viento porque
no es una “ oda” . Así esta pintoresca payada se ha de considerar en la
rusticidad de su forma y en la ingenuidad de su fondo como una voz
elemental de la naturaleza. El M artín Fierro es el espíritu de la tierra
natal contándonos, bajo el emblema de una leyenda primitiva, la
génesis de la civilización en la pampa y las angustias del hombre en la
bravia inmensidad del desierto, a la vez que el anhelo del héroe por la
justicia, frente a la dura organización social del pueblo al cual
pertenece. Si esto es ser una epopeya, séalo en buena hora el poema
de José Hernández; si no lo es, allá se queden en paz los retóricos y sus
bártulos,

{La literatura argentina; Los gauchescos, t. IX, 2o ed., Librería “La


Facultad” , Buenos Aires, 1924. La primera edición es de 1917-1922.
Los textos reproducidos corresponden a los capítulos XXIII y XXV,
respecti vam ente.)

102
FEDERICO DE ONÍS
Federico de Onís

EL “MARTÍN FIERRO” Y LA POESÍA TRADICIONAL

En los últimos años han aparecido en América algunos estudios


sobre el M artín Fierro, poema gauchesco argentino, de los que aún no
se ha hecho eco la crítica europea. Y, sin embargo, la obra y los
estudios que ha suscitado tienen un interés mucho más universal del
que pudiera sospecharse. El ánimo europeo está acostumbrado a
mirar la literatura americana como una secuela o reflejo de las de
Europa, y no espera que pueda venir de ella ninguna luz o enseñanza
para el estudio de nuestras literaturas. Voy a fijarme en este artículo
en uno solo de los varios problemas importantes que ofrece el poema
argentino: el de su génesis y formación, que puede dar alguna luz
para conocer el carácter de la poesía popular o tradicional.

1.— CARÁCTER D EL “MARTÍN FIERRO ” SEG Ú N LA CRÍTICA

Ya en las críticas que se escribieron a raíz de la publicación del


poema, muchas de las cuales aparecen reunidas al frente de ediciones
posteriores, se encuentran algunos atisbos tímidos de la significación
popular, épica, nacional, de la obra de Hernández. Pero en general, la
crítica argentina de entonces, aún la más favorable y elogiosa —pues
no faltaba ni falta todavía la crítica desdeñosa que se rebela a aceptar
que obra tan ruda y casera pueda ser en ningún sentido una obra
literaria m aestra y menos aún el poema nacional de la Argentina—,
enderezaba sus elogios en otros sentidos.
Fué Miguel de Unamuno quien en 1894, en un artículo publicado
en el número I o de la Revista española, señaló por primera vez el
carácter esencialmente popular de esta obra, que expresaba en su
m n lic id a d y rudeza, no sólo el alma popular argentina, smo el alma
lar española, que en la Argentina rebrotó, por un caso de
atavismo, en sus rasgos elementales y eternos. Según Unamuno, en el
Martín Fi^ro los dos aspectos de la poesía popular, el épico y el
lírico “se compenetran y como que se funden íntimamente” . Como
bra épica “es el canto del luchador español, qué después de haber
°i tado la cruz en Granada, se fué a América a servir de avanzada a
la c i v i l i z a c i ó n y a abrir el camino del desierto” .
Al año siguiente, Menéndez Pelayo estudiaba, en el tomo IV de
su A n t o lo g í a de poetas hispanoamericanos, “ esa peculiar literatura
hesca que ha producido las obras más originales de la literatura
udamericana”, y dió al Martín Fierro “ el lugar preeminente que en
tal literatura le corresponde” . Insiste Menéndez Pelayo sobre algunas
de las apreciaciones de Unamuno, y atenúa otras: “ Quizá habría que
rebajar algo de su entusiasmo; quizá el poema no sea tan genuinamen-
popular como él supone —aunque sea, sin duda, de lo más popular
hoy pueda hacerse—; quizá el pensamiento de reforma social
resulte en el poema de Hernández más visible de lo que convendría a
la pureza de la impresión estética.. pero, en general, el juicio del Sr.
Unamuno nos parece penetrante y certero.” Nota Menéndez Pelayo,
además, que ni Hernández ni los demás autores que antes de él
cultivaron la poesía gauchesca, que nos ha sido transmitida impresa,
“nueden ser calificados en rigor de payadores ni de poetas populares;
hav en sus obras mucho diletantismo artístico; pero la fibra popular
rsiste, y en el último llega a manifestarse épicamente” .
Estas ideas acerca de la significación popular y épica del M artín
Fierro han sido desenvueltas y llevadas a sus últimos extremos por la
crítica argentina de nuestros días. Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones
han sido los creadores de una nueva y audaz interpretación del poema
gauchesco, que ha sido muy discutida en la Argentina y que merece
serlo por los que fuera de ella se interesan en la poesía épica y
tradicional. El nuevo interés por la obra tuvo su origen en unas
conferencias dadas en Buenos Aires en 1913 por Lugones y Rojas.
Las ideas expuestas en estas conferencias provocaron una encuesta de
la revista Nosotros (1913), núms. 50, 51 y 52), que muestra la
diversidad de criterio con que aprecian la obra de Hernández los
literatos y críticos argentinos. Las ideas de Lugones y Rojas las
encontramos más ampliamente expuestas en la obra del primero
titulada El payador, I, Hijo de la pam pa (Buenos Aires, 1916), y en la
del segundo, ¿ a literatura argentina, I, Los gauchescos (Buenos Aires,
1917).
Aunque estas dos obras son de carácter muy diverso —brillante y
poético la primera, sistemático y crítico la segunda—, coinciden en
exaltar el M artín Fierro a la categoría de epopeya nacional de la
República Argentina, y en acudir para interpretarlo a la comparación
con los poemas todos, antiguos, clásicos, medievales y modernos, que
la crítica de todos los tiempos ha confundido bajo la denominación de
épicos. Este método, así como las ideas que en general dominan en
estas obras, corresponden a la concepción romántica de la épica y la
poesía popular, que tan poca aceptación tiene ahora. Pero no deja de
tener significación el hecho de que tal concepción resucite ahora para
ser aplicada a un poema escrito en 1872, y que no ofrece ninguno de
los misterios y oscuridades que rodean a las obras épicas de los
tiempos pasados,
Para R.ojas —cuya obra contiene, además de estas generalizacio­
nes arriesgadas, el mayor caudal informativo que se ha reunido acerca
de la literatura gauchesca, siendo la obra fundamental sobre la
m ateria—, ue¡\Martín Fierro llega, por su unidad y por su asunto, a ser
para la nación argentina algo muy análogo a lo que es para la nación
francesa la Chanson de Roland, y el Cantar de M ió Cid para la nación
española” ; la poesía gauchesca es “un género épico, de creación
colectiva, cuyo autor fué nuestro pueblo, y cuyos orígenes... piérden-
se en los orígenes del idioma nacional y de la tierra nativa” ; la poesía
gauchesca tiene una evolución en tres períodos: “ el primero, anóni­
mo, de germinación oral (folklore); el segundo, con Hernández, de
culminación (M artín Fierro), y el tercero, de transmigración a los
otros géneros escritos (teatro, novela y lírica nacionales)” ; la poesía
gauchesca “ contiene la palabra inicial de la pampa en la historia de
nuestra civilización... La literatura que tuvo por protagonistas a esos
gauchos y por primeros aedas a los rústicos payadores..., por su
extensión geográfica, que abarca toda la llanura pampeana; por su
duración cronológica, que incluye toda nuestra evolución nacional;
por su variedad estética, que se extiende a todos los géneros literarios;
por el carácter anónimo de sus orígenes y la labor colectiva de su lenta
formación... se identifica con la tierra, la raza y la lengua nativas,
tipificando el alma de la patria” .
Rojas dedica un volumen de 578 páginas a desarrollar estas tesis.
Su libro exigiría una reseña extensa, que yo no me propongo hacer
ahora. Hago estas citas, sin discutirlas, con el único propósito de que
se vea cómo los varios críticos que se han ocupado en el estudio
del M artín Fierro han coincidido en apreciar en esta obra un carácter
épico, popular y tradicional. Apreciaciones insistiendo sobre el
mismo carácter se hallan en otras obras recientes de autores no
argentinos, como la del norteamericano Henry A. Holmes, M artín
Fierro, An Epie o f the Argentine (New York, 1923) y la del español J.
M. Salaverría, E l poem a de la pam pa (Madrid, 1918). Holmes

107
resume: “It is not an anonymous work but very successfully populari-
zed, with stiiTing epic characteristics, in a lyric dress” ; y Salaverría
dice: “ El poema del M artín Fierro no es popular a la manera anónima
de los antiguos poemas europeos; tiene un autor conocido y reciente,
que se llama José Hernández. Pero es profunda y particularmente
popular, porque está escrito en el habla de las calles y los campos, sin
aliño alguno, sin intención de producir efectos desaliñados, ingenua­
mente, espontáneamente, como un resultado asombroso de la inspi ­
ración del pueblo... Causa asombro considerar que haya podido
escribirse en época bien moderna, en el año 1872, un poema popular
que contiene todas las particularidades de las obras míticas y de los
libros anónimos, p o p u la re s/’
Muchas de las afirmaciones contenidas en las citas precedentes
serían al punto denunciadas por los modernos filólogos como perte­
necientes a una concepción de lo épico y lo popular, que parece
arrinconada para siempre. Cierto es que las obras a que nos venimos
refiriendo no pretenden o no logran ser obras de gran rigor científico,
Pero sus autores, entre los que se cuentan algunos de los hombres de
más talento y gusto literario de E spaña y de la Argentina, han
coincidido en clasificar el poema argentino en ese género de poesía
que llamamos épica, popular y tradicional, sobre cuyo carácter y
naturaleza tanto se ha discutido. Muchas veces se ha intentado
iluminar los problemas oscuros del origen y formación de los antiguos
monumentos de esa poesía acudiendo a las formas vivas de ella. Sin
pretender tocar siquiera problema de tal magnitud, ni extender a
otras obras lo que puede ser peculiar y exclusivo en ésta, creo que será
útil examinar cómo se ha formado este poema americano casi de
nuestros días, que es probablemente la obra de inspiración popular
más notable y valiosa que se ha producido en nuestro tiempo.

2 .— O R ÍG E N E S L IT E R A R IO S

No hay duda alguna acerca de la composición y publicación del


M artín Fierro, Fué escrito por un hombre bien conocido, José
Hernández (cuya biografía puede leerse en las obras citadas), en
1872, y publicado el mismo año. Lugones, en su estudio, págs.
188-189, nos da los siguientes datos: “ Dice Hernández en una carta
prólogo a la primera paite del poema que M artín Fierro le ha
'ayudado algunos momentos a alejar el fastidio de la vida del hotel’;
porque, en efecto, allá, entre sus bártulos de conspirador, lo improvi­
só en ocho días. Don Antonio Lussich, que acababa de escribir un
libro felicitado por Hernández, L os tres gauchos orientales y E l

108
matrero Luciano Santos..., dióle, a lo que parece, el oportuno es­
tímulo. La obra del Sr. Lussich apareció editada en Buenos Aires... el
14 de junio de 1872. La carta con que Hernández felicitó a Lussich...
es del 20 del mismo mes y año. M artín Fierro apareció en diciem bre...
El Sr. Lussich, testigo presencial de la producción, refiere que aquélla
salió-de un tirón, sin enmiendas y sin esfuerzo.”
Cada dato, cada palabra parece venir a probarnos, sin dejar lugar
a duda, que la composición del M artín Fierro es del orden más
puramente individual que pueda imaginarse. El M artín Fierro fué
concebido y escrito por un solo autor, de cuya cabeza salió íntegro,
desde la primera palabra a la última, de un tirón. Y tal como salió es el
poema que todos los críticos citados han mirado como dechado de
poesía popular. Un juez de mayor excepción que todos los críticos, el
pueblo argentino, se apropió el poema tan rápida y espontáneamente,
que no cabe duda de que Hernández había logrado, en su improvisa­
ción de ocho días, escribir una obra que respondía completamente al
espíritu colectivo del pueblo argentino. La popularización del M artín
Fierro es un fenómeno extraordinario; la obra se difundió entre las
clases campesinas más incultas, no sólo a través de sus innumerables
ediciones populares, sino por medio de la tranmisión oral. Baste este
dato de Lugones, pág. 80: “ H abía en la entonces remota comarca de
Sum am pa... un mozo llamado Serapio Suárez que se ganaba la vida
recitando el M artín Fierro en los ranchos y las aldeas. Vivía feliz y no
tenía otro oficio.” El M artín Fierro adquirió en el pueblo argentino un
grado y calidad de popularidad a todas luces extraordinarios. Los
efectos que esta popularización ejerciera sobre el texto del M artín
Fierro me son desconocidos; seguramente, a través de estas recitacio­
nes, el poema sufrirá cambios y transformaciones semejantes a los
que se observan en toda poesía popularizada. Las ediciones ofrecen
variantes que pueden ser debidas: unas, a correcciones del autor
mismo; otras, a modificaciones introducidas por los impresores y
recogidas, quizá, de labios de los recitadores. Pero esto no nos
importa, porque esas variantes son de escasa importancia, y no es a
ellas ni a la elaboración colectiva de los recitadores a lo que debe el
poema su carácter popular, sino que lo tenía ya en sí mismo al ser
escrito por primera vez de un tirón por su autor.
Hernández no era un poeta popular, o sea un genuino payador.
Era un poeta culto, aunque no lo fuera mucho, que tenía sus clásicos,
que eran los clásicos españoles y los literatos argentinos. Su poema
está lleno de reminiscencias literarias y de otras complicaciones
incomprensibles en un cantor gaucho, conocedor exclusivamente de
la poesía popular gauchesca. Holmes, pág. 170, señala, entre otras, la
influencia del primer monólogo de L a vida es sueño en uno de los

109
pasajes de Hernández. Muy a menudo se encuentran en el poema
palabras y frases que denuncian al poeta “ literario” , mejor o peor, que
era Hernández. Filológicamente, m uestra el poema inconsecuencias
de lenguaje, que le quitan el valor de documento genuino del dialecto
gauchesco, lo mismo que el lenguaje rústico de Juan de la Encina no es
la lengua que hablaban los rústicos salmantinos, ledesminos o
sayagueses. Hernández, como Encina, como todas las personas cultas
que han escrito poesía rústica, escriben una lengua que no es la suya y
nunca logran la imitación perfecta.
Precisamente el poema de Hernández es el término de toda una
serie de poemas gauchescos escritos desde un siglo antes por autores
que están tan lejos, como Hernández o más, de ser payadores o poetas
populares. Cuando se habla de poesía gauchesca se hace referencia a
dos cosas que hay que separar muy claramente, aunque tengan
grandes relaciones entre sí: una, la poesía de los payadores o cantores
populares, que no escribían, sino cantaban o recitaban sus propias
obras o las ajenas; otra, la de los poetas cultos, de la ciudad, que
escribieron sus obras en lenguaje gauchesco. Esta última poesía
“ artística” , a la que han contribuido diversos autores más o menos
cultos, es la única que en rigor se conserva y se conoce. Su proceso de
evolución y sus momentos principales están estudiados en la obra de
Rojas. El M artín Fierro es la obra en que culmina la serie, y aunque
supera a todas las demás en valor literario y en popularidad, muestra
la influencia de sus predecesores y es obra del mismo tipo literario.
El género gauchesco a que todas estas obras pertenecen es, co­
mo ya indicó Menéndez Pelayo, la forma peculiar argentina de un
género universal que existe desde la Edad Media, desde el momen­
to en que se estableció, al acercarnos a la E dad Moderna, la dis­
tinción y diferencia entre el hombre de la ciudad y el del campo,
mtre el hombre educado y el rústico. El literato de la ciudad escribió
:>bras rústicas, haciendo hablar a los rústicos en su lenguaje, y
;omando, generalmente, como tema la contraposición entre la ciudad
y el campo, una veces con intención meramente cómica, pero las más,
desde la Edad Media, con una intención política y social. Los autores
argentinos del siglo XVIII que iniciaron la poesía gauchesca “ culta” ,
lo hicieron, sin duda, influidos por los escritores que en España
cultivaron en aquel mismo siglo la poesía rústica y dialectal. Los
romances charros de D. Diego Torres y la poesía de diversos autores
que escribieron en bable y en gallego ofrecen gran semejanza con
muchas de las obras gauchescas, no sólo en el hecho de usar la lengua
rústica, sino en los asuntos y en el carácter; muy a menudo el esquema
de todas estas obras consiste en que un campesino que vuelve de la
ciudad, después de haber presenciado en ella alguna fiesta o algún

110
hecho importante, le cuenta a otro sus impresiones; esquema que
culmina en la amplia obra de Estanislao del Campo —en la que un
gaucho interpreta a su manera una representación del Fausto, a que
ha asistido en Buenos Aires—, la obra gauchesca que seguramente
vale más como obra de arte individual, y la que vale menos como obra
de inspiración popular, Muy a menudo las obras regionales españolas,
como las gauchescas, tienen una intención de sátira política y social.
No hay nada menos popular que esta poesía de los diletantes de
lo. popular. Además, la poesía regional española del siglo XVIII no
pasa de ser una mera curiosidad literaria, mientras que la Argentina
adquirió muy pronto una vitalidad, abundancia y originalidad ente­
ramente propias, llegando a producir una serie de obras de innegable
valor literario y a culminar en una obra como el M artín Fierro. Aunque
exista un parentesco entre esta poesía rústica argentina y la poesía
rústica española, la verdadera fuerza y valor de aquélla tiene que
radicar en otra parte. Y radica, sin duda, en condiciones puramente
argentinas, que habían desarrollado en los siglos de aislamiento
colonial el tipo del gaucho y la poesía popular de los payadores, una
poesía genuinamente popular que, en mayor o menor grado, influyó
en la poesía de los poetas cultos. Las condiciones sociales que crearon
la guerra de Independencia y las guerras civiles produjeron la fusión
de clases, pusieron en contacto a los hombres del campo y de la
ciudad, y ambas poesías, la popular y la literaria, se fecundaron
mutuamente. Se produjo entonces una floración literaria, de poesía
política y social, muy semejante a la poesía popular o semipopular
que ha brotado en todas partes en épocas de guerra y revolución. Pero
esta poesía de la Argentina, como fué fecundada por la poesía popular
preexistente, es muy peculiar, y su gran difusión contribuyó a
desarrollar la “tradicionalidad” de la poesía popular anterior. Esta
nueva fase de la poesía gauchesca y el proceso histórico que le dió
vida, han sido bien estudiados por los autores argentinos.
Ahora bien: las obras de esta poesía “política” , aunque muchas
de ellas, como los “ cielitos” , están calcadas en tipos de poesía
popular, y el sabor popular en algunas sea muy fuerte, por su forma y
por su carácter están sumamente alejadas del tipo de obra que es el
M artín Fierro. May en el M artín Fierro reminiscencias de la poesía
anterior a él, que se conserva escrita —Holmes señala algunas --;
pero por mucho que deba M artín Fierro a sus predecesores, y es
bastante, si no hubiera habido en la Argentina más poesía gauchesca
que la que se conserva, habría que considerar el M artín Fierro como
una. genial invención de Hernández, que debía a la individualidad de
su autor lo que realmente constituye su originalidad, entre todas las
otras poesías de inspiración gauchesca. La obra de Hernández es

111
incomparablemente superior a todo lo gauchesco que la precedió, y lo
es, sobre todo, en el profundo e inconfundible carácter popular y
épico que tantos críticos han señalado como su valor esencial. Es
decir, que nos encontraríamos ante el hecho de la creación de una
obra popular sin antecedentes tradicionales ni elaboración colectiva,
sin nada de lo que se ha considerado por los mismos críticos a que nos
referimos y por la concepción romántica de lo popular como condición
y precedente necesario de toda obra popular. Tendrían en el M artín
Fierro un brillante argumento los defensores de la creación individual
de toda obra popular.

3 .— ORÍGENES ANTIGUOS Y PO PULARES

Pero es el caso que sabemos que existía en la Argentina una


poesía popular, la poesía de los payadores, que tuvo una vida propia
genuinamente popular antes de que los poetas literarios escribiesen
sus poesías gauchescas, y al mismo tiempo que éstos escribían,
durante todo el siglo XIX, hasta que los gauchos desaparecieron y con
ellos sus canciones. Esta desaparición ha ocurrido en nuestro tiempo,
después de escribirse y publicarse el M artín Fierro. Los críticos
argentinos aún vivos nos dan testimonio de la desaparición del gaucho
ante sus propios ojos. Sus canciones han desaparecido con ellos. No
se escribían; generalmente se improvisaban, y el gran caudal de
aquella poesía estaba condenado a morir y a perderse irreparable­
mente. Argerich, un crítico argentino citado por Quesada, E l criollis­
mo en la literatura argentina (Buenos Aires, 1902), dice: “ La poesía
popular, salvo uno que otro canto piadosamente guardado de oído en
oído y recogido de labios de los payadores, de los gauchos cantores de
la campaña, no ha tenido importancia entre nosotros, no guardándose
sino algo de menor cuantía del mismo Santos Vega, el payador de más
larga fama que haya triunfado en los campos argentinos.” Leyendo los
capítulos que Rojas dedica a la poesía popular, en los que publica
bastantes obras recogidas de la tradición oral, encontramos muchos
datos que interesan al folklorista: cantares, refranes, supersticiones,
etc., que naturalmente, perteneciendo como pertenecen al pueblo
argentino, forman la materia bruta de una obra de inspiración popular
como el M artín Fierro. Pero no aparece ninguna obra popular que ni
remotam ente pueda ser modelo o preparación de la obra de Hernán­
dez. Se conservan cantares y poesías breves de carácter lírico,
recogidas en la tradición oral, que representan alguno de los tipos
populares que imitaron los poetas gauchescos “literarios”, Pero
Rojas no publica ningún canto narrativo extenso, recogido de la

112
tradición oral, que pudiera considerarse como ejemplo del tipo de
poesía popular que Hernández tuvo presente al escribir su poema, y
que preparase el advenimiento de éste. Entre la materia informe-
folklórica y la unidad profunda del gran poema de Hernández parece
no haber nada, y que, por lo tanto, Hernández es el creador total de su
obra sin intervención alguna del pueblo argentino.
Sin embargo, es indudable que esto no es lo cierto y que tenemos
derecho a hablar de los orígenes antiguos y populares del M artín
Fierro, aunque al hacerlo nos encontremos, tratándose de una obra
tan moderna y cuya composición parecía tan clara, con dificultades
parecidas a las que encontraron los medievalistas al tratar de
determinarlos supuestos orígenes populares délos cantares de gesta.
Nos encontramos con que los poemas populares que suponemos
precedentes del M artín Fierro se han perdido, y que tenemos que
acudir al testimonio de los que los oyeron para dem ostrar su
existencia y conocer algo de su estructura y carácter.
Sarmiento, en un pasaje muy conocido de su célebre obra
Facundo, en la que describe al gaucho cantor o payador, nos da
algunas indicaciones preciosas relativas a nuestro problema: “ El
cantor —dice— anda de pago en pago, «de tapera en galpón»,
cantando sus héroes de la pam pa perseguidos por la justicia, los
llantos de la viuda a quien los indios robaron sus hijos en un malón
reciente, la derrota y la muerte del valiente Rauch, la catástrofe de
Facundo Quiroga y la suerte que cupo a Santos Pérez.” “ El cantor
mezcla entre sus cantos heroicos la relación de sus propias hazañas.”
He aquí, en estas breves palabras de Sarmiento, la prueba de que el
tema preferido por los payadores populares es el mismo tema central
del M artín Fierro: el héroe de la pam pa perseguido por la justicia, y de
que el héroe solía ser el mismo payador que, como M artín Fierro,
relataba sus propias hazañas. En la vida simple de la pam pa las
hazañas de estos gauchos, perseguidos por la justicia, eran forzosa­
mente limitadas y uniformes, y de ahí el que, muchos años antes de
que .Hernández escribiera su poema, las escenas y episodios que en él
aparecen se hubiesen repetido infinidad de veces en los relatos
autobiográficos de los payadores. Así, Sarmiento, al describir una
escena de un gaucho cantor, se refiere a las escenas y episodios que
formaban su relato como a algo habitual y general en los poemas de
esa clase. Dice así: “En 1840, entre un grupo de gauchos, y a orillas
del majestuoso Paraná, estaba sentado en el suelo y con las piernas
cruzadas un cantor que tenía azorado y divertido a su auditorio con la
larga y animada historia de sus trabajos y aventuras. H abía ya
contado lo del rapto de la querida, con los trabajos que sufrió; lo de la

113
desgracia y la disputa que ia motivó; estaba refiriendo su encuentro
con la partida y las puñaladas que en su defensa dio. . La desgracia, el
encuentro con la partida, son escenas culminantes del M artín Fierro;
no hay en él el rapto de la querida, pero sí el rapto de una mujer
prisionera de los indios, y la huida con ella a través de la pampa.
Sarmiento interrumpe su descripción del canto del payador, porque
éste fué de hecho interrumpido por la presencia de la partida; pero lo
apuntado por él basta para cerciorarse de que los payadores relataban
sus propios trabajos y aventuras, y que éstos eran los mismos que
Martín Fierro nos cuenta. Sarmiento hace una admirable descripción
del tipo mismo del gaucho malo tal como era en la realidad, y al hablar
de sus encuentros con las partidas de policía, dice: “Los poetas de los
alrededores agregan esta nueva hazaña a la biografía del héroe del
desierto y su nombradía vuela por la vasta campaña.” ¿No prueba
todo esto, no sólo la existencia de poemas del tipo del M artín Fierro,
sino que éstos tuvieron una larga y oscura vida anterior, en la que los
innumerables cantores populares contribuyeron día tras día a un-a
elaboración de dichos poemas, que en su totalidad no podemos menos
de considerar como tradicional y colectiva?
Respecto al carácter y estilo de estos poemas, dice Sarmiento:
“La poesía original del cantor es pesada, monótona, irregular, cuando
se abandona a la inspiración del momento. Más narrativa que
sentimental, llena de imágenes tomadas de la vida campestre, del
caballo y de las escenas del desierto, que la hacen metafórica y
pomposa. Cuando refiere sus proezas o las de algún afamado malévolo,
parécese al improvisador napolitano, desarreglado, prosaico de
ordinario, elevándose a la altura poética por momentos, para caer de
nuevo al recitado insípido y casi sin versificación. Fuera de esto, el
cantor posee su repertorio de poesías populares, quintillas, décimas y
octavas, diversos géneros de versos octosílabos.” Hernández es tan
fiel a sus modelos populares, que hasta en los defectos que Sarmiento
señala se les asemeja su poema; como poeta culto que es, no puede
caer en la versificación irregular, pero hay en su obra defectos de rima,
prosaísmos y los demás defectos que Sarmiento señala, usados con
deliberada conciencia artística, lo mismo que las bellezas peculiares
de este género de poesía, tales como las imágenes tomadas de la vida
campestre a que Sarmiento alude, y que llenan con riqueza y
abundancia tal que no podría atribuirse a la invención individual el
poema de Hernández,
Sarmiento había nacido en 18 l í y su Facundo fue publicado en
1845, es decir, veintisiete años antes de escribirse el M artín Fierro.
Por los mismos tiempos de la tiranía de Rozas se criaba en las pampas
argentinas un niño que había de llegar a ser más tarde un notable

114
naturalista y uno de los escritores más leídos de Inglaterra, W, H,
Hudson. Cuenta Hudson en sus obras autobiográficas, escritas en su
vejez, los recuerdos de su infancia y juventud pasadas en las tierras
del Plata, y en ellas se encuentran algunas noticias interesantes acerca
de los gauchos y su poesía. La memoria de Hudson puede no serle
siempre fiel, y así parece colegirse de algunOvS pormenores; pero es
indudable que sus relatos, tan espontáneos y agradables, reflejan el
fondo verdadero de sus recuerdos. En F araw ay and long ago cuenta
un episodio de la vida gauchesca presenciado por é l En una reunión
de gauchos un cantor propular se dispone a cantar y empieza así:

En el año mil och ocien tos y quarenta,


quando citaron todos los enrolados.

Hudson cita en español estos dos versos que, como se ve, son
bastante irregulares; quizá Hudson no los recordaba bien o son
ejemplo de la versificación irregular a que aludía Sarmiento. El caso
es que esos dos versos, principio del cantar, provocaron la protesta
airada de uno de los presentes, que se negaba a consentir q.ue se
siguiese cantando acerca de aquel año maldito. Surge una cuestión y
todos los gauchos presentes están de acuerdo en maldecir aquella
fecha en que el hecho de la leva militar trajo a todos ellos innumera­
bles desgracias.1 Quien haya leído el M artín Fierro sabrá que el

1 Véase todo el pasaje: El cantor, que se llamaba Bar boza, era “ a big man aged
about forty with fierce eagle-like eyes under bushy black eyebrows that looked lipe tufts
of íeathers. But his chief glory was an immense crow-black beard; of which he appeared
to be excessively proud and was usually seen 'stroking it in a slow deliberate manner,
now with one hand, then with both, pulling it out, dividing it, then spreading it over his
chest to díspiay its fuli magnificence. He wore at his waist, in front, a knife orfacón, with
a sw ord-shaped hilt iind a long curved blade about two-thirds the length of a sword.
“ He was a greai fighter: at all events he carne to our neighborhood with that
reputation, and L at that time, at the age of nrne, like my eider brothers, had come to
take a keen interest in tht fighting gaucho. A duel between two men with knives, their
ponchas (sic) wrapped round their left anns and used as shields, was a thrilling
spectaele to us; I had already witnessed several encounters of this kipd; but these were
fights of ordmary or small men and were very small affairs compared with the
encounters of the famous fighters, about which we had news from time to tim e... The
first occasion was at a big gathering of gauchos when Barboza was asked and graciousiy
consented to sing a décima ~ a song or bailad consisting of four ten-line stanzas. Now
Barboza was a singer but not a player on the guitar, so that an accompanist had to be
called for. A stranger at the meeting quickly responded to the cali. Yes, he could play to
any m an’s singing — any tune he liked to cali. He was a big, loud-voiced, talkative man,
not known to any person present; he was a passer-by, and seeing a crowd at a rancho
had ridden up and joined them, ready to take a hand in whatever work or games might

115
origen de todas las desventuras del gaucho está en haber sido llevado
a servir en el ejército. Sigue, por lo tanto, Hernández un tema
tradicional en la poesía popular gauchesca. La definición que Hudson
da del poema gauchesco cuadra perfectamente al M artín Fierro:
“The interesting point was that his songs were his own composition
and were recitáis of his strange adventures, mixed with his thoughts

be going on. Taking the guitar he settled down by B arboza’s side and begun tuning the
instrument and discussing the question of the air to be played. And this was soon
settled.
“Here I must pause to rem ark th at Barboza, although almost as famous for his
décimas as for his sanguinary duels, was not what one would cali a musical person. His
singing voice was inexpressibly harsh... The interesting point was that his songs were
his own composition and were recitáis of his strange adventures, mixed with his
thoughts and feelings about things in general, his philosophy of life. Probably if I had
these compositions before me now in m anuscript they would strike me as dreadfully
crude stuff; nevertheless I am sorry I did not write some of them down and th at I can
only recall a few lines.
“The décima he now started to sing related to his early experiences, and swaying
his body from side to side and bending forward until his beard was all over his knees he
began in his raucous voice:

“ En el año mil och ocien tos y cuarenta,


cuando citaron todos los enrolados.

“Thus far he had got when the guitarist, smiting angrily on the strings with his
palm, leaped to his feet, shouting: «No, no — no more of that! What! do you sing to me of
1840 —that cursed year! I refuse to play to you! Ñor will I listen to you, ñor will I allow
any person to sing of th at year and that event in my presence». —Naturally every one
was astonished, and the first thought was: What will happen now, Blood would
assuredly flow... Barboza rose scowling from his seat, and dropping his hand on the hilt
of his facón said: «Who is this who forbids me, Basilio Barzoa, to sing of 1840?» — «I
forbid you! shouted the stranger in a rage and smiting his breast.» Do you know what it
is to me to hear th at date — th at fatal year? It is like the stab of a knife. I, a boy, was of
that year; and when the fifteen years of my slavery and miser were over there was no
longer a roof to shelter me, ñor father ñor mother ñor land, ñor cattle,
“Every one instantly understood the case of this poor man, half crazed at the
sudden recollection of this wasted and ruined life, and it did not seem ed right that he
should bleed and perhaps die for 3uch a cause, and all at once there was a rush and the
crowd thrust itself between him and his antagonist and hustled him a dozen yards away.
The one in the crowd, an oíd man shouted: «Do you think, friend, th at you are the only
one in this gathering who lost his liberty and all he possesed on earth in that fatal year? I,
too, suffered, as you have suffered.» «And...» «And I» shouted others, and while this
noisy demonstration was going on some of those who were pressing cióse to the stranger
began to ask him if he knew who the man was he had forbidden to singof 1840? Had he
never heard of Barboza, the celebrated fighter who had killed so many men in fights?
Perhaps he had heard and did not wish to die just yet; at all events a change carne over
his spirit; he became more rational and even apologetic, and Barboza graciously
accepted then assurance th at he had no desire to provoke a quarrel.”

116
and feelings about things in geistrsl* hla philosophy of life.” En otro
pasaje define los poemas fia rra th m gauchescos con estos dos
adjetivos: “ autobiographical and phikssophical” .
En Thepurple land dice hablando de otro gaucho cantor: “ When I
entered he was holding forth on the pretty well wom-out theme of fate
versus free will. His arguments were not however the usual dry
philosophical ones, but took the form of illustration, chiefly personal
reminiscences and strange incidents in the lives of people he had
known, while so vivid and minute were his descriptions — sparkling
with passion, satire, humour, pathos, and so dramatic his action while
wonderful story followed story th at I was fairly astonished and
ponounced his oíd pulpería orator a b om genius.” Esta descripción
no se refiere a una composición poética, sino a la conversación del
gaucho, que tenía los mismos caracteres y asuntos que sus improvisa­
ciones versificadas. La “ filosofía, de la vida” que llena las estrofas del
M artín Fierro era sin duda la misma que Hudson señala como
característica de los gauchos. De otro cantor dice más adelante: “ He
gave a preference to ballads or compositions of a thoughtful, not to say
methaphysical character.”

4 . - CONCLUSIÓN

Estas noticias que acerca de la genuina poesía popular gauchesca


nos dan Sarmiento y Hudson, creo que son bastante significativas
para que no quepa duda de que el M artín Fierro no es una obra de arte
individual, sino el producto de una lenta elaboración colectiva y
tradicional, o mejor dicho, es las dos cosas a la vez. No hay cuestión
acerca de que Hernández sacase toda la obra de su cabeza cuando la
escribió en ocho días, de un tirón, sin enmiendas y sin esfuerzo;
Hernández no compiló ni refundió cantos anteriores que tuviera a la
vista ni que supiera de memoria. Escribió las coplas que le brotaban
“ como agua de manantial” . Pero mientras escribía, su intención
estética era componer un poema gauchesco auténtico, y no una mera
imitación literaria como las de los diletantes de la poesía rustica. Y
Hernández estaba capacitado para escribir esta obra como un
payador más, porque aunque él no fuera un verdadero gaucho, las
circunstancias de su vida le habían permitido identificarse con el alma
y la vida de los verdaderos gauchos. Así lo afirman todos los autores
ai’gentinos. Quesada (El criollismo, pág. 38), dice: “José Hernández
es, de todos nuestros poetas gauchos, el que más hondamente sentía
como gaucho. Su padre había sido estanciero en el Sur de la provincia,
y el futuro autor de M artín Fierro tuvo que vivir en el campo desde

117
niño.” Y otro autor, R. Hernández, citado por Quesada, dice: “ Allá, en
Camarones y en Laguna de los Padres, se hizo gaucho, aprendió a
jinetear, tomó parte en varios entreveros rechazando malones de
indios pampas, asistió a las volteadas y presenció aquellos grandes
trabajos que su padre ejecutaba y de que hoy no se tiene idea... Ésta
es la base de los profundos conocimientos de la vida gaucha y su amor
al paisano, que despliega en todos sus actos.”
Hernández, a pesar de su cultura literaria y de la huella que ésta
dejó en su obra, como hemos visto, pudo ponerse, y sin duda se pusos
al componer su M artín Fierro, en la actitud creadora de un payador
popular, que consistía en improvisar de nuevo los circunscritos temas
tradicionales. Por eso el hecho de que él improvisase su poema no está
en contradicción con el hecho no menos real de la elaboración
tradicional y colectiva, de la cual él era el último y genial agente. Su
genio — que brilla por su ausencia en las pocas otras obras “lite­
rarias” que escribió — consistió en saber ser intérprete de la poesía
popular que tradicionalmente se había formado por la colabora­
ción anónima de los innumerables payadores gauchos. Hernández
no inventó ni el tema, ni la estructura, ni la forma, ni los episodios del
poema; cuando componía tenía su alma llena de los cantos de los
payadores que había oído desde su infancia y realizó algo así como
una síntesis perfecta de toda la poesía popular, más perfecta cuanto
más pudiera abstraerse de poner algo de su parte, de su originalidad
individual. Su originalidad profunda coincidía exactamente con el
alma del pueblo argentino.
Probablem ente las más de las formas de expresión de su obra, las
imágenes y sentencias, proceden de la poesía popular lo mismo que
los temas, tipos, formas y episodios. Habiéndose perdido casi por
completo aquella poesía no es posible determinar exactamente esta
filiación en cada uno de los casos. Pero algunos datos de auténtica
poesía tradicional que se han publicado bastan a probar esta filiación.
Sirvan de ejemplo dos versos que Mitre pone como epígrafe en su
Santos Vega, atribuyéndolos a este payador, y que, según Rojas, eran
de tradición oral:
C an tan d o me han de enterrar*
can tan d o me he de ir al cíelo.

Compárense con éstos del Martín Fierro:


Cantando me he de morir,
cantando me han de enterrar,
y cantando he de llegar
al pie del Eterno Padre,

118
E sta comparación hace creer que no sólo estos versos, sino las
diez primeras estrofas del M artín Fierro, formadas por la acumula­
ción de diversas expresiones, todas referentes a su canto, tienen
igualmente su origen en la manera tradicional que tenían los payado­
res de empezar sus poemas. De hecho, el primer verso del poema:
“ Aquí me pongo a cantal’” , es, según Rojas (pág. 241), un lugar común
de la poesía popular. Y el principio de la Vuelta, o segunda parte del
M artín Fierro, que es así:

A tención pido al silen cio,


y silencio a la atención,

ofrece la misma analogía con el principio de una canción en jerga


quichúa-hispana publicada por Rojas (pág. 102):

A tencionta m añaiquiehin
utula silenci fcuta.

La traducción de estos últimos versos, según Rojas, es la


siguiente:

Pido atención
y un silencio le s pido.

El carácter tan fuertemente popular, tan original y tan extraño a


la poesía literaria que ofrece en su mayor parte el M artín Fierro — y
que tan bien conviene con la impresión que Sarmiento y Hudson
tenían de la poesía de los payadores—, convence de que lo que ocurre
con los pasajes citados, debe de ser verdad en innumerables pasajes
más. Todo lo cual demuestra que el M artín Fierro, a pesar de todas
las apariencias, es una obra genuinamente populai' al mismo tiempo
que es una obra genumamente individual; que el genio de Hernández
consistió en ser el agente fiel y sumiso de ese ente misterioso que
llamamos pueblo, y que en un hotel de Buenos Aires, en el año 1872,
se daba en la mente de este hombre aburrido el milagro, que tanto nos
resistimos a creer, de la creación colectiva de una obra de arte, que por
eso mismo llamamos populai1. Nunca he creído que hubiera verdadera
contradicción entre las teorías románticas y las positivistas acerca de
los orígenes de la poesía popular. El ejemplo del Martín Fierro parece
dem ostrar que, al menos en lo tocante a él, ambas son verdaderas. Es
posible que, como todo vuelve, se llegue algún día, sobre más amplia

119
base, a una teoría que comprenda y armonice las teorías y los hechos
que hoy se nos antojan contradictorios.

(Columbia University; Nueva York.)

(Homenaje ofrecido a Menéndez Pidal, miscelánea de


estudios lingüísticos, literarios e históricos; t. II;
Librería y Casa Editorial Hernando, Madrid, 1925.)

120
AMÉRICO CASTRO
Américo Castro

EN TORNO A M ARTÍN FIERRO

Quería hablar de ello hace tiempo. Tareas y afanes contradicto­


rios lo han impedido, y me alejé así de las habituales corresponden­
cias a “ La Nación” , uno de mis mayores placeres intelectuales. Dos
trabajos recientes acerca del M artín Fierro invitan nuevamente a
reflexionar sobre problemas de gran interés literario, y meses atrás
debí responder a la gentil alusión que me hacían en uno de esos
estudios. El público conoce ya la existencia de la edición del gran
poema gauchesco, con muchedumbre de notas y comentarios, que
sacó a luz pocos meses ha Don Eleuterio F. Tiscornia. Constituye un
alto honor para mí ei que ese volumen ostente mi nombre en la
dedicatoria y en el prólogo se recuerde que al asumir la dirección del
instituto de Filología que hube de fundar en 1923, hice algo por
decidir al señor Tiscornia a poner en orden sus valiosos materiales y a
preparar esta magnífica publicación. El señor Tiscornia no necesita­
ba, sin duda, de mis consejos; pero sería insincero encubrirla emoción
que me causaron esas palabras de afectuoso recuerdo, ya que son
frecuentes la insularidad y el despego intelectuales entre quienes se
ocupan de labrar los campos de las ciencias históricas o de cultura,
Bien está que argentinos y españoles intenten armonizar sus esfuer­
zos en dominios alejados del público ruido, pero esenciales dentro de
la comunidad de civilización que nos liga. Los estudios de filología
moderna comienzan a dar señales de vida en la Argentina. Si a la obra
independiente del señor Tiscornia se añaden las preciosas monogra­
fías del Instituto Filológico de la Facultad de Filosofía y Letras, tan

123
bien orientadas como las de cualquier otro país, no parece aventurado
afirmar que en fecha próxima habrá una filología en la Argentina digna
de incorporarse a las restantes y valiosas manifestaciones de su
técnica, Se piensa por muchos qüe entre nosotros no puede fructificar
la filología, ciencia de abolengo germánico; mas yo no pienso que haya
ningún serio obstáculo que impida a un pueblo hacer lo que hace otro,
y que ningún país o raza puede alzarse con la exclusiva de determina­
dos menesteres científicos. Se dice y se piensa que los pueblos de
habla castellana son incapaces de producir ciencia histórica, privile­
gio de que gozan gentes más meditabundas y dadas al cultivo de la
ciencia por el mero placer de cultivarla. Pero el único escollo reside en
el hecho de no decidirse a cultivar la ciencia en el plano del desinterés
y de la alta diversión: vencida esa remolonería inicial, el resto viene
por propio peso. Que el joven argentino se ponga a ello, con calma
(¡esa prisa de los hispano-americanos!), y verá que hace lo que
cualquier otro habitante del planeta. Ya dice Cajal que cuando un
aragonés se entrega al trabajo pensante no hay alemán que le gane a
ello. La idea creo que se va imponiendo, aunque lentamente, en la
ciencia de Hispano-América; queda aún mucha superstición materia­
lista, y demasiada fe en el peso por el peso mismo, pero se va ganando
terreno año por año. He leído a este propósito un excelente trabajo de
Juan Álvarez en “ La Prensa” del 28 de marzo: “ No basta con
acumular población y riqueza material. La difusión del castellano por
los países donde no se lo utiliza es, ante todo, una cuestión de cultura.
El francés y el alemán no se estudian porque sean tantos o cuantos los
habitantes de Francia o Alemania o se necesite aprenderlo para
comerciar con esas naciones; se estudian porque en tales idiomas hay
una copiosísima producción intelectual desparramada en libros y
revistas. He aquí el problema: conseguir que la producción intelectual
de los países de habla hispánica alcance un grado tal, que resulte
necesario a los estudiosos de otras partes seguir de cerca, y al día,
nuestras investigaciones científicas o nuestros libros” , He ahí, en
efecto, una idea que habría de grabar a fuego en la mente de todos los
jóvenes argentinos que pisen un centro de cultura superior; y con ella
la fe en las posibilidades de hacer un trabajo tan original y fecundo
como pueda realizarlo el mejor europeo.
Perdonad que me haya situado al margen de lo que pensaba
decir, y tornemos a Martín Fierro. La edición del señor Tiscornia
ofrece múltiple interés. Ante todo, nunca se había estudiado de esa
suerte a un escritor moderno de lengua española. Verdad es que
acontece rara vez que se aúnen en un texto la forma rústica y local, con
el amplio interés artístico, que excede en mucho el área reducida a
que en principio debiera estar limitada una obra de esa índole. Y era

124
urgente hacer comprensible el M artín Fierro en sus menores detalles
para el lector culto de lengua castellana, en América y en España, el
cual fácilmente percibe el encanto y el brío poéticos del poema
gauchesco. Hacía falta hacer accesible a todos ios de “ a uno le da con
el clavo y a otro con la cantramilia”, y cien pasajes más. Los mismos
argentinos, de no estar muy familiarizados con el ambiente campesino
de ciertas provincias, van encontrando ya difíciles de entender
muchos giros y palabras que hace cincuenta-años eran usuales incluso
en la C apital Lo que necesitamos ahora es que el señor Tiscornia nos
dé una reducción de ese volumen, para que el Martín Fierro anotado
circule por España; me parece que nuestra colección de “ Clásicos
Castellanos” sería el lugar indicado.
Por otra parte, el poema nacional de los argentinos guarda
íntimas relaciones con la tradición literaria de que es fruto, la cual no
se agota en los inmediatos precursores que cultivaron el tema
gauchesco, en forma parecida a como había de hacerlo Hernández. Ha
sido excelente idea recoger las posibles reminiscencias de la literatura
clásica española (base natural de toda producción artística en los
países de nuestra lengua), así como las analogías con la poesía
folklórica de la península, a fin de que viéramos en la debida
perspectiva los más íntimos y delicados aspectos del poema. El editor
ha acumulado preciosos materiales, ha recorrido aquellas obras cuyos
temas y cuya forma expresiva guardaban alguna conexión con su
texto, ha discutido sus interpretaciones en vista de lo ya investigado
por la lexicografía argentina y extranjera; tal vez se descuida la cita del
diccionario de Lenz al hablar de “ malón” y en algún otro caso. En fin,
este magno esfuerzo presenta un valor metódico y ejemplar. El
trabajo sobre los textos de nuestros mayores escritores no puede ser
fecundo si el estudioso de ellos no emplea con soltura los métodos
usuales desde hace muchas décadas en Europa. La ocurrencia
personal, valiosa siempre en el terreno del arte o tal vez de la pura
idea, no tiene valor dentro de la técnica cuando contradice lo ya
logrado definitivamente o responde a ingenuidades candorosas, o
ridiculas dentro del ámbito de la ciencia. La reflexión acerca de los
objetos históricos demanda escrúpulo y método no menores que ios
empleados por el naturalista o el físico en sus respectivos oficios. En
nuestros países, algo atrasados en las ciencias que tienen por tema la
cultura humana, suele respetarse más al profesional de laboratorio y
aparatos espectaculares, que al investigador de las realidades de la
civilización (arte, literatura, lenguaje, etcétera), como si las corrientes
electromagnéticas fuesen objetos de dignidad superior a la corriente
emotiva, ideal y expresiva que se manifiesta en la obra estética.
Cuando un artista nos hace ver en el mundo exterior o en el íntimo

125
ío que antes no veíamos, cuando el científico de la historia toma una
manifestación de la cultura y le da nuevo sentido mediante interpreta­
ciones originales y objetivamente exactas, no tiene su esfuerzo menor
alcance que el del físico que enseña a leer a través de los cuerpos
opacos o el del biólogo que nos pasea por el mundo de lo infinitamente
pequeño. Unos y otros desplazan el horizonte de lo cognoscible. Lo
que acontece es que en los campos de ambas direcciones científicas se
da el charlatán, el fantaseador, el alquimista, o el cuadrador del
círculo. A esta categoría pertenecen, por ejemplo, quienes pretenden
derivar el español del vascuence, quienes consideran la obra artística
como simple traslado de la realidad. De ahí que aplauda frases de
Tiscornia como ésta: “ Es inadmisible, históricamente, que una voz
griega recibida y transformada por el latín medioeval, no produzca
ninguna forma romance en español, y dé un fruto popular en la
P am p a” . Cien años de técnica filológica obligan a tener en cuenta ese
y otros muchos principios elementales, si no queremos incidir en
inútiles extravagancias.
Bienvenido sea este Martín Fierro, tratado con honores que sólo
merecen los textos importantes de nuestra literatura. Mucho y de
primer orden se había hecho por hombres como R. Rojas y L. Lugones
para zahondar en el fondo artístico del gran poema. Existían trabajos
especiales sobre algunos aspectos de su lenguaje; pero faltaba la
edición escrupulosa, el comento, el análisis finamente minucioso.
Comparado con sus fuentes, relacionado con las costumbres gauches­
cas y campesinas, el poema aparece ahora más español y más
argentino. Cuanto más densas resulten sus fuentes tradicionales,
tanto más independiente será el valor de la ' ‘recreación” artística de
Hernández; y si logramos ampliar más allá del estricto dominio de la
Pampa, la zona de las influencias y sugestiones que se hicieron
presentes en el ánimo del autor, tanto más habremos ganado para que
q\M artín Fierro no pertenezca tan sólo a la literatura del país de habla
castellana, sino a la de todos ios restantes.

Casi al mismo tiempo que el volumen del señor Tiscornia, ha


aparecido un importante estudio de Federico de Onís en el segundo
tomo del gigantesco “ Homenaje a Menéndez Pidal” , en el cual están
representados casi todos los problemas que hoy figuran en el primer
plano de la investigación lingüística y literaria. El punto de vista de
Onís (antes catedrático en la Universidad de Salamanca, y ahora de la
Columbia University de Nueva York), es que hay que revisar el
concepto de poesía tradicional en lo que atañe a la elaboración del
poema de Hernández. Los mayores críticos argentinos, y con ellos el

126
norteamericano Holmes y el español Salaverría, coinciden en admitir
ese carácter épico, popular y tradicional. Este último escribe: “ Causa
a s o m b r o considerar que haya podido escribirse en época bien
moderna, en el año 1872, un poema popular que contiene todas las
particularidades de las obras míticas y de los libros anónimos
populares” , Hernández, de ser esto cierto, habría sumido mística»
¡nentte su personalidad en el alma de su pueblo, y habría cantado
como el vate de la leyenda. Ésta es la teoría romántica de la formación
de la poesía popular en el primer tercio del siglo pasado. Frente a ella,
el positivismo (yo diría mejor el objetivismo científico, para evitar
confusiones peligrosas de palabras) admite que la llamada poesía
popular es debida a un autor concreto, con espíritu individual,
imbuido de cultura. La exageración de esta tendencia lleva, en último
término, a la enojosa consecuencia de borrar los límites entre la
poesía erudita y la popular. Onís adopta una postura, creo que muy
comprensiva de ambos extremos, y me parece que sus observaciones
sobre una obra como el M artín Fierro pueden tener consecuencias
para la teo ría de la poesía popular.
H ernández no era un poeta inculto, un genuino payador. Ju sta ­
mente la edición de Tiscornia pone de relieve más reminiscencias de
las hasta ahora conocidas. Holmes señala la imitación de un monólogo
de “ La vida es sueño” . En cuanto al lenguaje, compara Onís a
Hernández con Ju an de la Encina, que allá a principios del siglo XVI
nos dió una imitación del habla rústica de los charros, con inconse­
cuencias parecidas a las que observamos en Martín Fierro, al ponerlo
en parangón con el dialecto genuinamente gauchesco.
P erd id a en general la poesía de los primitivos payadores, el
pooma de H ernández no aparece precedido de ninguna obra popular
que ni rem o tam ente pueda ser modelo o preparación suyo. Onís, sin
embargo, cita dos hechos importantes. Sarmiento nos habla de aquel
gaucho cantor, a orillas del majestuoso Paraná, que refiere “lo del
rapto de la querida, con los trabajos que sufrió; lo de la ‘desgracia’ y la
■disputa que la motivó; estaba refiriendo su encuentro con la partida y
las puñaladas que en su defensa dio,, Temas como éstos se hallan en.
Hernández; es decir, el M artín Fierro ha sido precedido por poemas
de tipo parecido al suyo que “ tuvieron larga y obscura vida anterior,
en la que los innum erables cantores populares contribuyeron día tras
día a la elaboración de dichos poem as” , Se trata, pues, de una poesía
tradicional y colectiva.
Otro dato muy curioso es el suministrado por eí inglés Hudson,
que hacia 1840 se criaba en las pampas argentinas, y que llegó a ser
escritor muy leído en su país. Pues bien, en “ Far away and long ago”

1 97
JL C
j 9
relata un episodio de ia vida gauchesca que él presenció. Un gaucho
comienza a cantar:

En el año mil ochocientos y cincuenta


cuando citaron a todos los enrolados

La relación se interrumpe porque los gauchos presentes no


consienten que se cite aquella fecha, el año en que la recluta militar les
acarreó desdichas innumerables, y añade Onís: “ Quien haya leído el
M artín Fierro sabrá que el origen de todas las desventuras del gaucho
está en haber sido llevado a servir en el Ejército. Sigue por lo tanto
Hernández un.tem a tradicional en la poesía popular gauchesca” .
Siento no poder trasladar aquí toda la fina argumentación de
Onís, porque temo que mis lectores no puedan acercarse fácilmente al
ingente y costoso “ Homenaje a Menéndez Pidal”. Pero la conclusión,
que es lo esencial, tiende a armonizar, como decía, las dos actitudes
que suelen contraponerse al hablar de poesía popular. He aquí sus
palabras: “ Hernández, a pesar de su cultura literaria y de la huella que
ésta dejó en su obra, se puso a componer su M artín Fierro en la
actitud creadora de un payador popular, que consistía en improvisar
de nuevo los circunscriptos temas tradicionales. Por eso el hecho de
que él improvisase el poema no está en contradicción con el hecho no
menos real de la elaboración tradicional y colectiva de la cual él era el
último y genial agente” .
Algo quisiera añadir por mi cuenta en corroboración de las ideas
ajenaá expuestas en este artículo, llevada la cuestión a un terreno no
muy observado hasta ahora, pero he de hacerlo en día próximo.
{La Nación, domingo 27 de junio de 1926.)

Rabiamos hablado en un artículo anterior de dos importantes


estudios acerca de esta gesta pampeana. Nos interesó en ellos el
propósito de aclarar el sentido lingüístico del poema o de descubrir la
trayectoria que dentro de la misma Argentina hubiese seguido el tema
central del M artín Fierro. Es lo que respectivamente han hecho los
señores Tiscornia y de Onís al aportar, en modo diferente, nuevos y
valiosos elementos para examinar en conjunto los complejos proble­
mas que suscitan estas obras de tipo a la vez erudito y popular.
Por mi parte trataré ahora de contemplar desde otro punto de

128
vista la disposición formal del poema, no como género poético, sino
como eco y reflejo de estímulos literarios. Es tan singular y exquisita
la creación artística, que fácilmente la desplazamos de su ambiente
(que no es el medio material en que el autor se movía) o la arrancamos
alas conexiones con aquellos objetos que le son más afines. Aveces se
dice que la poesía es una mística y misteriosa iluminación; a no ser
que se incida en el otro escollo: en resolver el arte literario en meros y
materiales reflejos de las realidades visibles y tangibles. La tendencia
m ística ha solido prevalecer en el caso del M artín Fierro. La estética
romántica ha influido en la crítica más de lo esperable, sin duda
porque a su sombra propicia se desarrollaban fácilmente ciertos
justos anhelos de nacionalidad literaria. Fue considerado el poema
“ una voz elemental de la naturaleza” , como “ el espíritu de la tierra
natal contándonos, bajo el emblema de una leyenda primitiva, la
génesis de la civilización en la P am p a” . Aunque esto último sea cierto,
conviene reducir lo más posible la zona imprecisa en tom o a esta
vigorosa producción de la poesía argentina, cuyo encanto será cada
vez más perceptible para cualquier lector de nuestra lengua dotado de
un mínimo de cultura literaria.

ROMANTICISMO

Declaremos con la mayor ingenuidad que inicialmente nuestro


poema es un tardío producto del arte romántico, obra de escuela y de
época inspirada en puntos de vista generales que se dan lo mismo en
Europa que en América, es decir, que han ido a América desde
Europa. La materia local, el específico tema argentino, no habría
alcanzado el valor humano y más amplio que Hernández le dio, si éste
no hubiera estado imbuido de formas y moldes precedentes de la
cultura general de la época. Esto nos aleja notablemente de la
pretendida espontaneidad anterior, la cual, por otra parte, no creo se
dé nunca en las manifestaciones de la cultura. La naturaleza es
justam ente su opuesto,
Hernández es ante todo un romántico con ciertas supervivencias
de ideología dieciochoista manifestada en pedagogismo, en humani­
tarismo sentimental. Para percibir en el poema ese hervor lírico y
subjetivo, hemos de enfriar nuestro ánimo para que no nos ofusquen
las confusas ideas de la crítica romántica; así percibiremos en aquél
reflejo de la sensibilidad (entre otros) de Espronceda, Hugo, Zorrilla,
Magariños Cervantes o del Duque de Rívas, escritores de muy
desigual valor pero unidos por un mismo lazo idealy que con todos sus

129
similares constituyen el ambiente artístico de mediados del siglo
XIX, al cual no escapa por definición ningún escritor, a poco dibujada
que parezca su fisonomía (llámese Ascasubi, del Campo o H ernán­
dez). Esta es la causa de que habiendo otros expuesto y estudiado,
mucho mejor de lo que yo podría hacerlo, el contenido, las fuentes y el
alcance artístico que para argentinos y españoles ofrece el Martín
Fierro, intente yo ahora decir algo sobre los supuestos literarios que
pueblan el espíritu de Hernández cuando, aburrido en un hotel de
Buenos Aires, toma la pluma un buen día del año 1872.
Leemos en la introducción a “ La vuelta de Martín Fierro”: “El
gaucho no aprende a cantar. Su único maestro es la espléndida
naturaleza, que en variados y majestuosísimos panoramas se extien­
de delante de sus ojos” . Bastarían estas palabras para alejar toda idea
de primitivismo y de espontaneidad ingenua en el autor. Un siglo
llevaba la literatura europea valorando la naturaleza y el “panorama”
en función de la sensibilidad del observador. Desde “ La nueva
E loísa” de Rousseau al “ Obermann” de Senancour hay multitud de
manifestaciones de esa interpretación del paisaje poniendo enjuego
lo más íntimo de la sensibilidad. Abolidos los principios generales del
racionalismo neoclásico (preceptos, normas, regulaciones), la vida se
ordena en torno a la singularidad de los corazones. En otro lugar1 he
definido el romanticismo como una metafísica sentimental, en esen­
cia panteísta. El gran corifeo de la escuela nos lo dice en su poema
“P a n ” (1831):

C ’estD ieu qu¡ remplit touL Le monde c'estson temple, ..


M élez toute votre áme a la création.

El máximo respiradero de este espíritu divino es el hombre, y no


a través de su razón sino de su sensibilidad, de lo más irracional e
inasible de ese gran inefable que Beethoven intenta balbucear en
músicas supraterrenas. Cuanto más extremadas y singulares sean
esas relaciones de lo individual, tanto más creerá acercarse el
romántico a los hontanares del sentido de lo Universal que la razón es
impotente para descubrir y que las almas atormentadas pueden
vislumbrar en intuiciones místicas. El poeta de 1830 se complacerá
en esos diálogos trágicos que el “yo” exasperado entabla con la
soledad de la naturaleza:
Fréres de Vaigle!
A im ei la montagne sauvage.

1 “ Les grands rom antiques espagnols” , París, 1922.

130
En Europa ese vuelo metafísico tiene por ambiente los Alpes, el
Pirineo, la montaña leonesa o la estepa castellana, el mar ondulante e
infinito; en la Argentina, la pampa —misteriosa a fuerza de estar
p a ten te — será un marco ideal para el héroe romántico.
En Europa el romanticismo dio existencia artística al pirata, al
bandolero generoso, al proscripto, al mendigo, al verdugo, a los jarifas
cuyas almas se rompían en la ficción del placer y a quién sabe cuántos
más seres de pareja laya, cuya norma de existencia era justam ente
carecer de ella. Junto al Río de la Plata esa apetencia de singularidad
psicológica, de misterio, de pintoresco y de torturada vitalidad se
proyecta sobre la figura del gaucho, que venía desde hacía tiempo
impresionando la fantasía popular, pero que a la luz del romanticismo
recibe interpretaciones y sentidos completamente nuevos. El hecho
en sí nada tiene de extraño, ya que lo mismo acontece entre nosotros
con el Romancero y en general con las leyendas y los temas populares.
La filosofía romántica se posa también sobre el gaucho: “ Espíritu
indómito y audaz lleno de ignorancia y preocupaciones pero valiente
hasta el heroísmo, carácter excéntrico y original, que no conoce más
leyes que su capricho ni anhela más felicidad que su independencia,
que desprecia al hombre de las ciudades y cifra su ventura en los
azares'’.
E sto lo dice en “ Caramurú” el escritor rioplatense Alejandro
Magariños Cervantes, que tanto podría ser argentino como uruguayo,
si el localismo de Hispano-América no se opusiera a estas armonías.
Veinte años antes de aparecer el Martín Fierro se imprime en Madrid
el poema “ Celiar” (leyenda americana), idealización ultra romántica
del gaucho payador:
Porque su m aestro es
la n aturaleza sola,
a quien ellos sin saberlo,
a oscuras y a tientas copian.

Recuérdese que esto mismo dice Hernández de su héroe, en el


párrafo arriba transcripto. El gaucho vive y canta -—según los
poetas en comunión mística, espontánea, original e irreglada con la
naturaleza, la cual, con sus selvas y tierras incógnitas parece en
América aún más próxima a sus misteriosos orígenes. En la emoción,
lírica del canto se sublima esa representación romántica del gaucho
payador;
Voy a cantar la bravura
del gaucho más afam ado,
que valien te y esforzado
sucum bió a la desventura.

131
Este es Celiar. En la pluma un tanto ingenua de Magariños, el
gaucho se convierte francamente en personje de folletín sentimental;
en el M artín Fierro, aunque a veces hay asomos de ese grave peligro,
están reprimidos por la recia textura del personaje, por su misma
brava rudeza. Pero ahora no me preocupan las valoraciones relativas,
sino la orientación inicial que guía al mayor poeta argentino al
contemplar los temas que le brinda la tradición popular.
Ya observa Ricardo Rojas en el excelente estudio que consagra a
este poema en su “ Historia de la literatura argentina” que la huida de
Fierro y Cruz para convivir con la indiada recuerda “ el retorno a la
naturaleza con que soñara el propio Juan Jacobo’’. Sólo que habría si­
do preciso considerar esa actitud, inicialmente rousseauniana, desen­
vuelta en la progresada floración del romanticismo dentro de la cual
laten los gérmenes de Rousseau pero que en rigor es cosa diversa
histórica y literariamente. Aunque Fierro sea hoy para nosotros un ser
con propia existencia, de tal manera objetivado en la fantasía popular
que parece hubiera surgido como emanación del alma colectiva, no
debemos olvidar en ningún caso que el autor de sus días lo forjó, casi
ante nosotros, con substancias literarias que suponen muy elevada
cultura.
M artín Fierro realiza la más cabal representación del gaucho, o
más exactamente, no concebimos al gaucho sino así, como él es. Silos
gauchos hubiesen continuado cabalgando por la pampa, su ideal de
vida hubiera sido Fierro. En M adrid hemos asistido a un fenómeno
curioso, de escasa significación literaria, pero altamente instructivo
para quienes se preocupan de las conexiones entre el arte y la
realidad. El malogrado López Silva comenzó a descubrir las costum­
bres de los barrios bajos, de la chulería madrileña, y no tardó mucho
en producirse este curioso hecho: el chulo madrileño hablaba como
quería López Silva, con los giros, con los ademanes, usando los temas
que diariamente creaba en la prensa aquel gran profeta de las clases
plebeyas. ¿Sale el arte del pueblo o el pueblo del arte?
Hernández proyecta a su héroe sobre la pampa envuelto en el
halo prestigioso que el romanticismo ideó para sus criaturas preferí
das: la audacia, la bravia independencia. El estudiante de Salamanca
no conoce otros fueros que sus bríos ni más premáticas que su
voluntad. Para nuestro magnífico gaucho:
Su esp eran za es el coraje,
su guardia es la precaución,
su pingo es la sa lv a ció n ...
sin m ás amparo que el cielo
ni otro am igo que el facón.

132
Al leer estos versos ágiles vibran en el recuerdo otros pasajes
poéticos muy popularizados, y que en la época romántica estaban en
todos los oídos. Observando el movimiento de la frase y la expresión
de esa fiera y arrogante independencia, surge simultáneamente el eco
del viejo romance:
M is arreos son laá arm as,
mi d escan so es el pelear,
mi cam a las duras peñas,
mi dormir siem pre velar.

Y asimismo el recuerdo de los sabidos versos de Espronceda:


Que es mi barco mi tesoro,
que es mi D ios la libertad, etc»

La libertad es en efecto la máxima aspiración del gaucho:


P ara m í el campo son flores;
dende que libre me veo
donde me llev a el d eseo
allí m is p asos dirijo.

Otra nota muy reveladora de la tonalidad romántica es la


melancolía. A través de su tosquedad (más de forma que de
contenido), y de sus maneras rústicas, Fierro descubre un alma
doliente, con dolencia literaria, la misma que desde Atala y Renée
venía orlando de lánguida tristeza tan ta y tanta víctima de lo que
cuarenta años atrás se denominaba “ el mal del siglo” y que ahora
tardíam ente aparece envuelto en expresiones convencionalmente
aldeanas:
A n sí me hallaba una noche
contem plando las estrella s
que le parecen m ás b ellas
cuanto uno es más d esgraciao
y qu« D ios las h aiga criao
para con solarse en ellas.

Como lugar común surge aquí la conocida actitud del personaje


que disuelve su ánimo afligido en la noche propicia a toda densa
emoción. Y sería innecesario observar que antes del romanticismo la
literatura no se había posado en el tema de la melancolía nocturna, el
cual no debe confundirse con la meditación de un Fray Luis ante la
noche serena.
La melancolía es solidaria del pesimismo. El gaucho surge a la
vida artística traspasado por la tristeza de su sino:
n aid es lo ampara ni a sila ...

133
El anda siem pre juyendo,
siem pre pobre y perseguido;
110 tien e cueva ni nido,
como si juera maldito;
porque el ser gaucho.,.¡barajo!
el ser gaucho es un delito.

Amigo Fierro: no nos engaña tu pronunciación de labriego


andaluz trasladado a la pampa. No sé si en alguna escapada a Buenos
Aires viste representar “ La fuerza del sino” del Duque de Rivas, pero
no negarás que recuerdas “ La vrda es sueño”, que como todo
romántico que se estima tu atención fue conmovida por aquel pasaje:
“ El delito mayor del hombre es haber nacido” . En todo caso los
versos 2155 a 2184 son mera paráfrasis (aunque muy linda para mi
gusto) del conocido monólogo de Segismundo en que se opone el
hombre a la naturaleza:
D ios formó lindas las flores
y aunque a las aves les dio
esos piquitos como oro
y un plumaje com o tabla,
le dio al hom bre m ás tesoro
al darle una len g u a que habla, etc.

Quién no asocia estas quintillas a las sabidas décimas:


N ace el ave y son la s galas
que le dan b elleza sum a...

En la elaboración de Hernández, el pensamiento de Calderón


sufre un cambio importante, porque el hombre no aparece como
inferior a la naturaleza: una prueba más de la actividad intelectual del
autor mientras poetizaba en forma, a primera vista, tan espontánea.
He de interrumpir ahora mi razonamiento que no ha cabido en este
artículo, según pensé al principio» Mi manera de ver hallará sin duda
adversarios. De cualquier modo, ruego al lector hostil que espere mi
última correspondencia sobre este asunto. Desde luego advertiré que
en modo alguno he de desconocer el carácter popular, vulgar y
nacional del M artín Fierro, y que acepto cuanto se ha dicho a este
respecto, Me he limitado a proponer adiciones y complementos que
juzgo esenciales,
{La Nación, domingo 11 de julio de 1926; el 18 de julio del mismo
año, apareció el último artículo de esta serie.)

134
RODOLFO SENET
Rodolfo Senet

RESUMEN Y CONCLUSIONES

Si resumimos los caracteres del gaucho descriptos por el autor en


distintos pasajes del poema, fuera de algunos atributos particulares,
como su amor a la libertad e independencia y su espíritu caballeresco
y desprendido, realmente no lo veremos descollar en ninguna de las
esferas psicológicas. En efecto, si por más básica, comenzamos con la
actividad, la veremos aparecer íntimamente vinculada con las faenas
que se realizaban a caballo. El gaucho sólo montado era activo, y se ha
hecho proverbial su inutilidad a pie. Para andar una sola cuadra,
necesitaba del caballo. En las actividades manuales, fuera de la
fabricación de sus utensilios, hechos de cuero, su aptitud era precaria.
Además, si se tiene en cuenta su voluntad, desde el punto de vista de
las iniciativas, el gaucho fué un elemento retrógrado. Instintivamente
se oponía al progreso, ridiculizándolo, porque, el progreso, en fin de
cuentas; aportaba restricciones a su tendencia a la libertad sin límites.
La desidia y el abandono fueron siempre las características más
notables de los ranchos de los gauchos, donde, como regla general,
fuera de la habitación y la cocina, no se veía más acción del hombre
que la “ram ada”, el palenque y el corral: ni una huerta, ni siquiera un
arbolito. Por su intelectualidad, tampoco descolló, y si quisiéramos
exaltarla, en justicia, nuestro punto culminante no podría elevarse
mucho más de lo que conocemos con el nombre de “ viveza criolla” , la
que, abstracción hecha de lo ético, solo acusaba sutileza o vivacidad
mental; pero, de ningún modo, madurez y profundidad del pensamien­
to. El gaucho inteligente, como regla general, era, más que reflexivo,
vivo; es decir, “medio dispierto” , según su forma modesta de
expresar. Y el mismo fenómeno se observa en la amplia esfera del

137
sentimiento: su mundo moral se reducía a lo elemental y básico; sus
sentimientos éticos encuadraban en los primeros estadios de la
evolución de estos sentimientos en el tipo caucasoide, pues sólo en
contadas excepciones iban más allá del límite de la moral instintiva
surgida de su acentuada inclinación a la independencia y libertad sin
freno, y estas excepciones se encontraban especialmente en la
madurez y en la vejez.
En los sentimientos de amor se observaba algo análogo: en este
género el gaucho no se hacía notar por la intensidad de sus afectos y
emociones. Consideraba al amor apasionado y avasallador, o como
una desgracia, enfermedad o daño, o como una chifladura sencilla­
mente despreciable. El romanticismo resultaba ajeno a su manera de
obrar y de sentir.
Sus sentimientos estéticos se encontraban particularmente en la
esfera motriz; es decir, el gaucho reaccionaba con especialidad a la
belleza surgida de los movimientos con sus nociones de velocidad,
dirección, agilidad, precisión, etc., y es por eso por lo que el poema es,
ante todo, eminentemente motor. Para ellos, los demás géneros de
belleza eran, o poco accesibles o del todo inaccesibles, y es también
por ese motivo por el que tales géneros resultan tan raros en el curso
de la obra.
Otro tanto ocurría en los sentimientos religiosos. Más aún, en
virtud de su mayor complejidad, se puede sostener que éstos no se
habían aún constituido en los gauchos, porque las supersticiones no
les perm itían definirse. Religión y supersticiones formaban un
conglomerado. De los elementos constitutivos de toda religión
organizada, dogmas, mitos y ritos, los gauchos no poseían, en verdad,
ninguno, y toda su religión consistía en no ser ateos. En el terreno de
los hechos, el gaucho religioso era, en realidad, rara avis.
Los que para elevar el valor del “Martín Fierro” creen necesario
exaltar los atributos psíquicos de sus personajes, están en un error.
Su belleza no depende de la belleza de los mismos; como que este
requisito no es indispensable... ni mucho menos— para que una obra
pueda llegar a la categoría de obra maestra. No es bello el drama
“ Otelo” de Shakespeare, por ejemplo, por los rasgos característicos
de su protagonista impulsivo, el papel descolorido de Casio, la
conducta repugnante de Yago, el intenso amor de Desdémona,
injertado indudablemente en una perversión del gusto estético, etc.,
sino por la forma de expresar los afectos y emociones, la verdad de las
mismas y la exteriorización exacta de las luchas de las pasiones
humanas. Hernández, en ningún pasaje del poema trata de exaltar’ a
sus personajes; jamás intenta hacer del gaucho un sujeto digno de
imitar. Al contrario, pone de manifiesto sus yerros, con el propósito, a

138
veces evidente, de moralizar, como ocurre en el canto XII de “ La
vuelta de M artín Fierro” que, precisamente por esa circunstancia,
resulta, de todos los cantos del poema, el menos interesante. Si el
autor defiende al gaucho con vehemencia no se cree por ello obligado a
hacer su elogio, y no lo hace. Si no fuera así, el “M artín Fierro” y el
“ Facundo” estarían en abierta oposición. Pero, en lo pertinente a la
psicología del gaucho —como se desprende de la lectura de ambas
obras,—■ni Sarmiento contradice a Hernández, ni éste a aquél. El
último toma como protagonista al gaucho humilde y desvalido, al
gaucho desprovisto de toda autoridad y fuera de la época del
predominio de su psicología en la masa social; más aún, en el período
de su franca decadencia; mientras el primero elige como prototipo al
gaucho encumbrado y poderoso, resultante de la prevalencia de los
caracteres psicológicos del gaucho en aquel medio y en aquella época;
Facundo representa el punto culminante de la evolución de los
atributos del gaucho, y que no es sino el producto del acentuado
predominio del gauchaje^
Alejadas hoy de esas épocas, en virtud de que todo tiempo
pasado fué mejor y de la tendencia general a exaltar exageradamente
lo que fué, las nuevas generaciones, desnaturalizándolo más o menos,
se han encargado de embellecer al gaucho y de poetizar todo lo que,
directa o indirectamente, con él se relacionaba. Pero* si libres del
cariño que naturalmente nos inspira ese tipo y aquella época de lucha
—en definitiva por el afianzamiento de la nacionalidad— considera­
mos su psicología global, el gaucho de ningún modo resultará un tipo
superior, o sencillamente evolucionado, ni en su actividad, ni en sus
sentimientos, ni en su intelectualidad, tal cual se desprende del estudio
del poema. Allí, ningún atributo está exaltado; nada excede a lo
mediocre. Y, sin embargo, el poema es bello. En este sentido, poco a
poco, los juicios se han ido uniformando y robusteciendo a medida
que el análisis se ha profundizado más, y hoy claramente se percibe
que, cuando más se ahonda, tanto más surgen de sus entrañas nuevas
fuentes de bellezas, distribuidas, diré, en forma de capas superpues­
tas, de las cuales la primera, la más superficial de todas, está al
alcance de los sentimientos estéticos del vulgo; es la belleza del
poema que deleitaba a los paisanos de entonces y hace felices a los
incultos de hoy; más abajo, se encuentra la accesible a la clase
semiculta, y en las capas inferiores, el filón inagotable reservado a las
inteligencias cultivadas.
Si es cierto lo manifestado respecto al valor psíquico de los
personajes ¿dónde, pues, reside la belleza del poema? O en términos
más simples: ¿por qué el “M artín Fierro” resulta una obra francamen­
te estética? En mi concepto este problema es de muy fácil solución,

139
pues, por poco que se medite, resulta evidente al primer análisis. Para
mí, el secreto de la belleza de la obra reside muy especialmente en
estas dos condiciones primordiales, a saber:
I o En la medida exacta y en la justa proporción de las diversas
partes: nada falta ni nada sobra en ella. En los 7210 versos que cuenta
Santiago Lugones en su edición anotada y corregida, no se encuentra
una sola estrofa de relleno. En ese poema —en definitiva re d u c id o -
no se ha olvidado, no digo un aspecto, pero ni siquiera un detalle del
ambiente, de la psicología fundamental de los personajes y de la
época en que actúan. Además, todo es intencionado allí, según el
mismo autor lo manifiesta en las siguientes estrofas del canto I de “ La
vuelta de M artín Fierro” :

Canta el p u eb lero... y es pueta;


Canta el gau ch o... y ¡ay Jesús!
Lo miran como avestruz,
Su inorancia los asombra;
M as siem pre sirven las som bras
Para distinguir la luz.

El campo es del inorante,


El pueblo del hom bre estruído;
Yo, que en el cam po he nacido,
D igo que m is cantos son
Para los u n os... sonidos,
Y para otros...in ten ción .

Yo he conocido cantores
Que era un gusto el escuchar;
M as no quieren opinar
Y se divierten cantando;
Pero yo canto opinando,
Que es mi modo de cantar.

2o En todo el curso de la obra, el autor no abandona un solo


instante la realidad, y en sus formas de decir, impera constantemente
la exactitud y precisión. Nada hay más justo ni preciso que el lenguaje
del poema. En “ La vuelta de Martín Fierro'”, Hernández ya se había
dado perfecta cuenta de las fuentes reales de la belleza de su obra,
según él mismo lo dice en la estrofa XV del canto de portada:
Pero voy por mi cam ino
Y nada me ladiará;
He de decir la verdá,
D e naides soy adulón;
Aquí no hay im itación,
E sta es pura realidá.

140
Esta última afirmación es absolutamente exacta: las ideas y los
pensamientos expresan siempre la verdad, y la psicología de los
personajes no se aleja un solo instante de la realidad. Se ve, se siente
hasta la evidencia la elaboración de esta obra de arte: el autor ha
comenzado con una sinceridad completa; no trata de engañar a los
demás y mucho menos de engañarse a sí mismo, y, a base de pura
inspiración, ajeno en absoluto a todo rebuscamiento y artificio —que
en su caso lo habrían alejado infaliblemente de sus fines con
detrimento de la grandeza del poema- - ha conseguido animar a sus
estrofas con la estética que fluye de la realidad y la verdad; es decir, con
la belleza, en su aparente sencillez, más compleja de todas las bellezas
y sólo del dominio de los privilegiados en sus variadísimas formas de
expresión.
{La psicología gauchesca en el M A R T ÍN FIERRO ; M.
Gleizer Editor; Buenos Aires., 1927.)

141
KARL VOSSLER
Karl Vossler

M ARTÍN FIERRO

...el libro de Sarmiento conserva su lumbre apasionada, y su


Facundo sigue siendo la primera de las grandes obras de la literatura
nacional argentina. Bien puede recom endarse hoy a los románticos de
la política europea que la lean y m editen para que conozcan la cabeza
de M edusa de la barbarie que tanto ansian.
Veintisiete años más tarde, en 1872, surgió de la pampa otra
figura de gaucho, más humana en su poética transfiguración: el
M artín Fierro, de José Hernández. Los argentinos de hoy ven en el
M artín Fierro su primer poema nacional épico-lírico y didáctico, su
Cid o su Rolando. Aquí ya no hay reminiscencia clásica ninguna, pero
vuelve a resonar en el estilo y en el ritmo la antigua poesía española de
los romances. El objeto realmente vivo son quizás menos las hazañas
y luchas que los inmensos sufrimientos, y más aun la índole y ej. ánimo
del pobre gaucho arrancado de su mujer y de sus hijos, forzado a
prestar servicio militar contra los indios en la frontera, maltratado por
los oficiales y las autoridades y obligado en defensa propia a desertar
y a pasarse a los indios, entre quienes padece males todavía peores;
hasta que, cuerdo ya, comedido y paciente, pero no quebrado, vuelve
a encontrar a sus hijos y les canta el arte de llevar la vida con valentía.
La mayor parte de los admiradores se dejan seducir por la fresca
vitalidad del poema y toman al poeta y a su héroe por más ingenuos de
lo que son en realidad. Hay dentro de ese poema mucho romanticis­
mo, sentimentalidad contenida, humor y capricho literario, y sobre
todo una nítida conciencia artística. Desde luego, M artín Fierro
quisiera presentarse como modelo; pero el poeta sonríe ante este
propósito de su bizarro y animoso gaucho, le deja en su auto-

145
heroificación y lo ama sin tomar realmente en serio de él otra cosa que
la indestructible salud e independencia de su ser. Es vigoroso en
medio de su locuacidad, concreto y gráfico en la expresión de lo
general, estoico a pesar de sus continuas lamentaciones e íntimamen ­
te modesto en todas sus ufanías, prudente y sensato a pesar de su
actitud anárquica, mesurado y afectuoso a pesar de sus malos hechos
y aviesos sarcasmos, sobrio a pesar de lo fantasioso. Es un poema
locuaz y suelto, cuyo denso sentido está entre líneas, en sugestiva
oposición con la exuberancia desparram ada de la forma. No me
resisto a traducir al alemán algunas muestras de la sabiduría
sentenciosa.
Sobre el problema de la raza:
D ios hizo al blanco y al negro
Sin declárarlos m ejores;
L es mandó igu ales dolores
Bajo de una m ism a cruz;
M as tam bién hizo la luz
P a distinguir lo s c o lo r e s1

Sobre la ley y el derecho:

E s la ley como la lluvia:


N unca puede ser pareja;
El que la aguanta se queja,
P ero el asunto es sencillo;
La ley es com o el cuchillo,
No ofende a quien la maneja.

Sobre matemáticas y contabilidad:


Uno es el sol, uno el mundo,
S o la y única es la luna.
A nsí han de saber que D ios
No crió cantidad ninguna:
El ser de todos los seres
S ó lo formó la unidad;
Lo dem ás lo ha criao el hombre
D esp u és que aprendió a contar.

1 [En el texto se incluye la versión alemana, realizada por V osslei, de las estiofas
citadas por este hispanista, “ notable por su justeza y herm osura , según palabras que
aparecen sin firma en nota de pie de pagina pero que atribuim os a Amado Alonso,
director en ese entonces del Instituto de Filología.]

]4.fi
Sobre su arte de payar:
Yo no soy cantor ietrao,
Mas si me pongo a cantar
No tengo cuándo acabar
Y me envejezco cantando;
Las coplas me van brotando
Coijio agua de m anantial.

Con la guitarra en la mano


Ni las m oscas se me arriman,
N aides me pone el pie encim a,
Y cuando el pecho se entona,
H ago gem ir a la prim a
Y llorar a la bordona.

El campo es del inorante,


El pueblo del hom bre estruído;
Yo, que en el cam po he nacido,
D igo que m is can tos son
Para los u n o s.., sonidos
Y para o tro s... intención.

El estruendoso éxito de la obra ha desencadenado una inunda­


ción de composiciones poéticas gauchescas, de novelas pamperas,
cuentos y dramas de estancias, haciendas y ranchos; ha introducido el
lenguaje de los reseros, domadores de potros y estancieros en la
buena literatura. Todavía continúa hoy esta moda, como la prueba la
favorable acogida que se ha hecho a la novela del último gaucho, El
gaucho florido, de Carlos Reyles (Montevideo, 1932). Pero la obra
más hermosa de este género es para toaos indiscutiblemente el Do;?
Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes (Buenos Aires, 1926), coro ­
nado ese mismo año con el primer premio nacional de literatura.
[La vida espiritual en Sudamérica, Instituto de Filología, Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aire?; 1935. El fragmento que ofrecemos
fue titulado por nosotros.)

147
ELEUTERIO F. TISCORNIA
Eleuterio F. Tiscornia

“LA VIDA DE HERNÁNDEZ Y LA ELABORACIÓN


DEL M ARTÍN FIERRO”

Los estudios regulares de Hernández empiezan y terminan en la


escuela primaria. Una enfermedad repentina lo obliga a interrumpir­
los y a cambiar los deberes del aula por la vida abierta del campo. Así,
donde concluye la disciplina del maestro comienza la curiosidad
errabunda del autodidacta. “ Desde niño —nos dice su herm ano— fué
inclinado a la poesía” .1 Tenía, y conservó siempre, una memoria
prodigiosa.
Donde concretamente pueden verse, a falta de otra exposición de
conjunto, las fuentes de la cultura literaria de Hernández es en las
Cuatro Palabras que, en 1879, puso al frente de la Parte II de su
poema. Aquí nos revela, por manera directa su lectura amplia, su
conocimiento de autores antiguos y modernos, su avara curiosidad
por percibir la esencia de la filosofía popular, rezumada en máximas y
proverbios, en todos los países y en todos los tiempos.
No basta esto, con todo, para conocer la cultura integral de
Hernández; algo y mucho más debió concurrir a su formación, porque
cuando se estudia con propósito crítico el M artín Fierro van
descubriéndose claras influencias, íntimas relaciones, intencionada
imitación o traslación literal de otras obras o autores, señaladamente
hispánicos, que eran y son valor recibido en la cultura literaria; lo cual
demuestra que el poeta no confiaba en la improvisación caprichosa o

1 R. Hernández, Pehuajó, pág. 81.

151
en los impulsos de una fuerza ciega de la naturaleza, sino que
preparaba, con arte y estudio, su libro maestro, pensando e idealizan­
do a un mismo tiempo (como lo dice en las Cuatro Palabras) “para los
que han de estudiam os m añana” .

1Cuán útil, cuán valioso para esa tarea de reconstrucción cultural,


habría sido conocer la biblioteca de Hernández! Con la muerte del
poeta desaparecieron sus papeles, sus manuscritos, el epistolario y
los libros...
Pudo tratar y observar de cerca a Urquiza y a Alsina, a Pedem era
y a Sotelo, a Evaristo López y a López Jordán, militares y políticos en
situación de mando y gobierno; a don Bernardo de Irigoyen, a Navarro
Viola, a Alem, juristas y legisladores, con los cuales discute; a Vedia y
a Paz, a Quesada y a Pelliza, periodistas, con quienes comparte las
agitaciones políticas; a Tomás Guido y Lucio Mansilla, a Luis Varelay
Mariano Orzábal, sus panegiristas; a Guido y Spano y a Magariños
Cervantes, a Del Campo y a Lussich, poetas de vena romántica o
popular, a quienes siempre tuvo en las entretelas del corazón.
De abolengo español e hijo de gaucho, en cuanto la estirpe tiene
de noble y fuerte, el poeta pasó su primera mocedad en el campo. Allí,
junto al padre, fiero domeñador de ganados cimarrones, halló el
secreto de la virilidad gauchesca y el encanto de la poesía rusticana.2
A los 19 años, abandonando las faenas campestres, Hernández se
incorporaba a las gentes sureras de Pedro Rozas y Belgrano y se
iniciaba en los rigores de la vida militar en campaña. Llevó cinco años
de esta vida hazañosa y al cabo emigró a Entre Ríos. Allá aumentó su
experiencia de soldado. Cepeda y Pavón, primero, le contaron en sus
horas de sangre; la resistencia arm ada de la provincia le tuvo luego en
todas sus campañas y al fin, con la amargura de la derrota, emigró al
Brasil. Después, por el advenimiento de la concordia y la razón civil,
entró en la vida constructiva del país y colaboró activamente con sus
ideales de moral política.
En estas andanzas Hernández completa su educación gauchesca.
Esa existencia agitada es como una prolongación fecunda de la
primera actividad en los campos paternos. T enía ya fortaleza de
espíritu y de cuerpo para resistir la hostilidad de la naturaleza salvaje;
ahora se acrisola en nuevas energías para afrontar los riesgos de la

2 Dice don Rafael: “Allá, en Camarones y en Laguna de los Padres, se hizo


gaucho, aprendió a jinetear, tomó parte en varios entreveros rechazando malones de los
indios pampas, asistió a las volteadas y presenció aquellos grandes trabajos que su
padre ejecutaba, y de que hoy no se tiene idea. Esta es la base de los profundos
conocimientos de la vida gaucha y amor al paisano que desplegó en todos sus actos”

152
suerte ciega; se crió entre viejos gauchos asimilándose sus costum­
bres, y ahora se disciplina en el contacto con los gauchos viejos, y
comprende mejor su carácter, su sacrificio, su destino.
Así va acumulándose la experiencia humana del poeta. Cuando la
utilice como materia poética y la derrame en sus cantos, como otros
tantos lienzos decorados por la pulcritud del pincel, él mismo podrá
decirnos, presintiendo la inmortalidad: “No pinta quien tiene ganas
sino quien sabe p intar” (II, 77-8).
La cultura gauchesca de Hernández aparece, pues, muy rica de
hechos reales, de observación directa y de experiencia personal. Lo que
no alcanzó a ver de los primeros tiempos del gaucho lo oyó narrar a
paisanos viejísimos, y así refunde, en la Parte I del M artín Fierro, el
fondo tradicional de nuestra poesía; lo que vió por sí mismo lo
trasladó de las fuentes vivas, y así derrama, en las dos partes, el
elemento popular; lo que recibió generosamente en el caudal de la
lengua gauchesca lo conserva con devoción ancestral o lo reanima con
geniales toques de artista.
En esta elaboración del saber de Hernández hay que incluir sus
lecturas especiales. No se comprende bien la total cultura de un
hombre sin valorar las influencias de otros escritores. Hernández
recibe, como es natural, las de sus contemporáneos. Algunos son
amigos personales, que pudieron hacerle relación de sucesos aprove­
chables; otros, no. Pero todos han escrito páginas de historia o de
literatura, anteriores al M artín Fierro, que el poeta tenía leídas y
confundidas con la propia visión al componer su poema. Los pliegos
sueltos y folletos (1833-51) de Ascasubi, o la compilación de sus
Trovos (1853); el Facundo (1845), de Sarmiento; las Costumbres de los
indios pam pas (1856), de Barbará; La fibra salvaje (1860), de Ricardo
Gutiérrez; el Fausto (1866), de Estanislao del Campo; la Excursión a
los Ranqueles (1870), de Mansilla; las Fronteras de las Pampas del
Sud (18.72), de Alvaro. Barros, todos son libros de materia gauchesca
que deben estimarse por fuentes escritas del M ártín Fierro.
La realidad del M artín Fierro concuerda con la historia, y alguna
vez hasta en los simples detalles. Hernández toma los datos de la vida
contemporánea, en un momento áspero de confusión civil y militar del
país, cuando el servicio desesperado de las fronteras interiores, la
guerra del Paraguay y la lucha horrenda con los indios pampas y
ranqueles demandaban soldados y habían herido de muerte la
existencia libre de los gauchos. En la representación mental del poeta
ese momento histórico comienza con la muerte del Chacho, en 1863, y
termina con la conquista del desierto en 1879. Este período es
también el más intenso de la vida de Hernández: en él coinciden las

153
vicisitudes del gaucho con los sentimientos ciudadanos del hombre, la
eficacia del héroe con la energía ideal del poeta.
De tal ambiente de fuerzas sociales en convulsión y, a la vez, de
hechos heroicos, Hernández extrae los tipos humanos, capaces de
caracterización, y ios anima en acciones de virtud poética. En la
elaboración del M artín Fierro tres asumen singular importancia por
su valor humano y su trascendencia filosófica: el héroe, el sargento
Cruz y el viejo Vizcacha. En ellos están distribuidos y compendiados
los rasgos tradicionales de la fisonomía del gaucho, los elementos de
su carácter, entereza y valentía, y las lecciones de la sabiduría
refranesca, henchidas, a las veces, de realidad grosera pero humana.
Hernández los sitúa, con estudio, en su poema, y los anima de
actividad y fuerza poéticas.
Estos tipos gauchescos, de relieve individual propio, ¿son
invenciones puras del poeta o tuvieron existencia histórica?
Los datos y pormenores, que ahora por primera vez utilizo y
expongo, inclinan a pensar que Hernández extrajo sus figuras de la
realidad y conservó en ellas lo característico de los modelos vivos.
El protagonista, Martín Fierro, no es una invención, sino un
gaucho auténtico, de carne y hueso. >
Desde agosto de 1865 hasta julio de 1869 el coronel Alvaro
Barros tuvo a su cargo, en la frontera del Azul, la vigilancia y repulsión
de los indios pampas. Al recibirse del mando, el nuevo jefe encontró
una guarnición de cuatrocientos guardias nacionales, desnudos,
hambrientos, y sin armas para la defensa. Con ese puñado de paisanos
curtidos y los treinta y dos hombres jóvenes que llevó, unos oficiales,
otros voluntarios, Barros formó el 11 de línea3. En 1866 el juez de paz
del Tuyú, don Enrique Sundbladt, remitió al comandante de la
frontera un preso de nombre M artín Fierro. El coronel Barros acusó
recibo de la comunicación y destinó el preso al susodicho cuerpo de
línea. Tal es el documento policial que hasta hace poco se conservaba
entre los papeles del juzgado de paz de Azul4.
Pues bien: este documento tuvo que dar origen necesariamente a
otro de mayor importancia: el legajo militar, individual, donde
constan los detalles personales de cada soldado y las circunstancias
de su actuación. Como complemento de este legajo tienen que constar
también las listas de revistas de cada cuerpo.
Pero mis diligencias por exhumar de los archivos militares

3 Á. Barros, Fronteras y Territorios federales de las Pampas del Sud, Buenos


Aires, 1872, pág. 162.
4 Lo publicó Rafael P. Velázquez, Noticias Históricas sobre el Partido del Tuyú,
General Madariaga, 1923, págs. 25-6.

154
documentación tan preciosa para mi intento han sido infructuosas; en
la División II del Ministerio de Guerra, que es donde corresponde­
rían estar, no aparecen las listas de revistas de 1866. Acaso anden
extraviadas, pero no perdidas, y aparezcan el día menos pensado,
como lo anhela la investigación. Entonces podremos apreciar hasta
dónde concuerdan los datos autobiográficos del Martín Fierro de la
poesía con los del gaucho del Tuyú, al tiempo de ser remitido a la
frontera, y podremos conocer también el hecho posterior de la
deserción, importante por los resultados, cuya frecuencia y causas
analiza agudamente el coronel Barros al referir la vida de privaciones
y rigores del soldado en fronteras.
Entre tanto, no quiero dejar pasar la ocasión de hacer público el
linaje de los Fierro en la familia de la oscura soldadesca que aparece
en los legajos individuales y se mantiene hasta diez años después de la
conquista del desierto. Allí vemos, en efecto, que Antonio Fierro,
Arturo Fierro, Constancio Fierro, Jorge Fierro, Máximo Fierro,
procedentes de distinto hogar y de regiones diferentes del país, son
soldados de última fila en los cuerpos militares. Todavía en 1889 se
nos aparece, con jinetas de sargento segundo, un M artín Fierro,
cordobés, nacido en 1860, que, por no saber firmar, acepta y signa con
una cruz su contrato de enganchado.5
Mientras llega la hora de comprobar plenamente la actuación
fronteriza del M artín Fierro del Tuyú, deseo señalar a los admirado­
res y estudiosos del poema un pasaje de ambiente, concordante con la
existencia real de aquel gaucho. Toda la geografía del poema es un
complejo de denominaciones genéricas; la vaguedad poética del

5 El nombre del protagonista ha pasado, hasta ahora, por una invención genial
del poeta, que no habría tom ado en cuenta el apellido español Fierro (existe tam bién
del Hierro), sino las cualidades de dureza y tenacidad del metal, aplicables al carácter
del gaucho. Atribuíase, así, al propio Hernández la ocurencia de haber bautizado a su
héroe con el nombre del gaucho Martín Güemes y haberlo apellidado Fierro por esas
cualidades del espíritu gauchesco; pero la vida del caudillo salteño, sus condiciones
personales, su destino, el medio y la época de su actuación, en nada convienen con la
realidad gauchesca de M artín Fierro.
Independiente de esta atribución absurda es la versión que da don Emilio Alonso
Criado del nombre del protagonista, “un nombre que más que inventado fué adaptado.
Efectivamente, M artín Colman, estanciero de la provincia de Buenos Aíres e íntimo
amigo de Hernández, llamaba a éste Pepe Lata, retribuyendo éste el apodo llamando a
Colman M artín Fierro” . (Cf. El Martín Fierro: estudio crítico, Buenos Aires, 1914, pág.
26).
Que la imaginación se complacía, después de aparecer el poema de Hernández,
en forjar apellidos evocativos del fierro y sus allegados lo prueba, a lo último un poemita
de decadencia, de anónimo paraguayo, mtituX&do El gaucho Juan Acero, rival de Martín
Fierro (Montevideo, 1885), donde Acero se opone a Fierro, como Fierro aLata, enserie
claramente intencionada.

155
terreno y sus relieves comprende, sin duda, una realidad efectiva,
pero el poeta prefiere que la imaginación del lector esté constante­
m ente aguijoneada por la curiosidad. Hay un solo lugar seguro que nos
descubre la actividad juvenil del protagonista. Fierro, como buen
gaucho, era carrerista impenitente, y cuando, forzado, marcha a la
frontera, él mismo nos confiesa esa afición y el centro de sus lances y
fortunas, resumiéndolo todo en la exaltación de su parejero moro:
“ Con él gané en Ayacucho / Más plata que agua bendita” (I, 363-4).
Pues bien: hasta 1866 Ayacucho, sin jurisdicción propia, perte­
neció al partido del Tuyú. Al año siguiente, el gobernador don Adolfo
Alsina decretó la separación y fundó, a orillas del arroyo Tandileofú,
el pueblo de Ayacucho, cabeza del nuevo partido.
Ayacucho marca en el poema el punto inicial del itinerario del
héroe, y yo creo que esa especificación excepcional de región no es
caprichosa sino intencionada en la mente de Hernández, con vistas al
origen histórico de M artín Fierro.
De su inseparable amigo Cruz, que el poeta hace entrar en escena
como sargento de una partida de policías, sólo sé decir que el modelo
real, eit cuanto a la designación, estaba tam bién en el servicio de
fronteras: en un legajo militar de 1867, existente en los archivos
ministeriales, figura un sargento Cruz.
De uno y otro, Fierro y Cruz, cuya historia personal hace
sospechar en hechos singulares, dignos de la creación artística,
ten d ría Hernández referencias verbales de su amigo Alvaro Barros.
No existen, por desgracia, apuntes del poeta que lo confirmen, y la
conjetura sólo puede fundarse en la estrecha relación de los amigos y
en la concordancia de sus críticas acerbas a la política gubernamental
por el empleo y tratamiento de los gauchos en los fortines.
En cuanto al viejo Vizcacha no hay duda de que responde a un
modelo vivo. Su tipo original no era de los que forman muchedumbre.
E n efecto, el hijo de Fierro, evocando la figura de una realidad que se
extinguía, nos ofrece esta caracterización singular: “Mi tutor era un
antiguo / De los que ya quedan pocos” (II, 2167-8).
Hernández no supera después esta definición y su solo intento
consiste, no en dar rasgos físicos para un retrato, sino en acumular los
morales para una pintura psicológica. Las tintas recargadas dan a
Vizcacha la expresión de un hombre cínico y perverso, cuyo contacto
es necesario evitar. El mismo hijo de Fierro alimenta en secreto este
pensamiento, y si sus pocas fuerzas le impiden realizarlo, la repug­
nancia que siente por la conducta inmoral de su tutor, gracias al cielo,
le deja el espíritu libre de contaminación. Pero la posición del lector es
diferente, porque para él Vizcacha ha perdido su función activa de
pedagogo y es sólo un carácter literario: encarnación vigorosa del

156
refranero del cinismo y la perversidad, que atrae la sim patía y provoca
a risa por la gracia socarrona y la viveza de las imágenes.
Lo que Vizcacha tiene de grave está en esa rara antigüedad que le
asigna el poeta, y el sentido trascendental de este hecho debe
valorarse en la representación de la filosofía vulgar, impregnada de
realismo y osadía, que conserva y renueva, a un mismo tiempo, en
nuestro viejo cazurro, la vitalidad de los refranes hispánicos.
Y este viejo ¿quién era? ¿Dónde y cuándo lo conoció Hernández?
Hace doce años, el profesor Senet recogió datos, que hizo
públicos, de los cuales resulta que Vizcacha fué persona de carne y
hueso. Llamábase Francisco Bramajo y había sido mayordomo en la
estancia “Las V íboras” , de los Anchorena. En 1854 era setentón.
Murió en 1865. Hernández tuvo ocasión de visitarlo varias veces en
Dolores, donde vivía retirado, y tom ar de su habla pintoresca muchos
de los refranes que le atribuye.6
Esta versión no es totalmente inverosímil, pero yo tengo serias
dificultades en concordarla con mis propios datos. La mayor resisten­
cia se ofrece en la cronología de la vida de Hernández, azarosa y
errabunda precisamente en la década utilizable y en la época de
elaboración de la Segunda Parte del M artín Fierro.1 Entrego a los
estudiosos la discusión de estas cuestiones.
Los datos que ahora utilizo para afirmar la existencia real del
viejo Vizcacha proceden de doña Isabel Hernández de González del
Solar, hija mayor del poeta y depositarla privilegiada de sus recuerdos
literarios. En 1926 tuve ocasión de visitarla en procura de cartapacios
y documentos para continuar mi labor con otros aspectos del poema.
Evoco con agradecimiento aquella visita de cordialidad espiritual. Yo
buscaba y requería, sobre todo, los materiales, las apuntaciones, los
bosquejos del poeta en la preparación de su obra. Instrumentos de
este interés ya no existían: la generosidad de la familia había ido
entregando poco a poco a los administradores del padre los objetos
alusivos de su labor gauchesca, y sólo se conservaban la pluma
cansada del escritor, alguna carta sin trascendencia y un manuscrito

6 Rodolfo Senet, Sobre la veracidad del viejo Vizcacha, en “ La P rensa” , de


Buenos Aires, 10 de mayo de 19*25.
7 En 1858, a los 24 años de edad, H ernández abandonó Buenos Aires y emigró a
Entre Ríos. Casóse en Paraná, en 1863, y allí nacieron sus dos primeros hijos, Isabel y
Manuel.- Desde 1865 anduvo, por vicisitudes políticas, en Corrientes, en Rosario, en
Montevideo. Afines de 1868 volvió a Buenos Aires y, en agosto de 1869, fundó E l R ío
de la Plata. Tres años después publicó la Parte I del M artín Fierro y hasta 1879 no dió
la II, donde figura Vizcacha. Si Bramajo murió en 1865, ¿cuándo lo visitó Hernández
varias veces?

157
de la Segunda Parte del poema, que no es el definitivo, hoy
extraviado, pero sí de gran interés para la crítica, porque descubre en
las rectificaciones y enmiendas de la redacción, en las lecciones de
autocorrección constante, un proceso lento, a veces penoso, de
composición literaria, un trabajo de reflexión apretada, que preside,
en todo momento, la elaboración definitiva del poema.8
E ntre esta parte y la II hay siete años de distancia. Ellos importan
el proceso más grave de reflexión y de elaboración artística, porque lo
que embarga al poeta es el destino de su héroe. La Segunda Parte del
poema comprende la vuelta. Me interesa mucho subrayar que esta
vuelta no sólo es de (que es lo superficial) sino a (que es lo trascenden­
tal). A Hernández no le basta que M artín Fierro vuelva de tierra de
infieles a tierra de cristianos con los solos signos de la vejez y el
cansancio físico. Sin duda que esta vuelta despierta en cualquiera la
evocación geográfica, política, social y religiosa; pero el poeta no
busca ese efecto. Lo que anhela y lo aquieta es que M artín Fierro
vuelva al seno de la sociedad constituida por el orden y el derecho,
que rigen las relaciones mutuas de los hombres: quiere, en definitiva,
que su gaucho se incorporé a la armonía de las fuerzas sociales. A la
realidad consuntiva del perseguido, reflejada así: “ que gasta el pobre
la vida / E n juir de la autoridá” (I, 257-8), sucede la resolución
heroica del ánimo aleccionado por el dolor: “ Me he decidido a venir /
A ver si puedo vivir / Y me dejan tra b a jar” (II, 136-8).
El tem a central, pues, de la Segunda Parte es la asimilación del
gaucho a la vida regular y democrática. Para esta vuelta al trabajo de
mancomún y a la paz de los hermanos, Hernández ha llenado de
sustancia moral la mente y el corazón de M artín Fierro en los años de
ausencia. Las enseñanzas de la amargura y de la reflexión solitaria han
operado en Fierro la conversión de la fuerza disociadora de un
individualismo cimarrón en energía constructiva para la empresa
nacional. Y por eso el mismo Fierro, en posesión de su destino último,
repudia un pasado impulsivo: “ Yo ya no busco peleas” (II, 4513) y
reclama como portavoz de los gauchos las prerrogativas de los
hombres civilizados: “ Debe el gaucho tener casa, / Escuela, iglesia y
derechos” (II, 4827-8).
Este sentido humano, que fluye del poema y funde sus dos partes
en un todo armónico, revela, en definitiva, el rango excelso de héroe
que tiene M artín Fierro, cuya energía personal, avasalladora en todos

8 En serie de artículos periodísticos, el doctor Carlos Alberto Leumann ha


utilizado ahora este manuscrito para dem ostrar que H ernández hizo obra reflexiva,
castigando constantem ente la composición.

158
los momentos de la acción, alcanza el grado máximo con el sacrificio
del propio individualismo y el acatamiento de las normas sociales. Es
visible que Hernández cifra en esa suprem a heroicidad la verdadera
razón de que perduren en los argentinos el recuerdo de su poema y la
admiración por el héroe. En boca de éste, en efecto, resuena la
profecía de que lo&hermanos “ guardarán ufanos / En su corazón mi
historia; / Me tendrán en su memoria / Para siempre mis paisanos”
(II, 4879-82). Lo cual monta tanto como afirmar, valorando el
presente y escrutando el porvenir, que la vida del poema, por el
aliento humano que la anima, durará sin término, mientras se con­
serve activa la memoria del pueblo y no desdeñe el arte y el vigor de
la poesía popular.
(En el Boletín de la Academia Argentina de Letras, t. 5, N° 20;
Buenos Aires, 1937. Discurso de recepción, que aquí reproducimos
parcialmente.)

159
AZORÍN
Azorín

CERVANTES Y HERNÁNDEZ

¿No has advertido tú la paridad entre Hernández y Cervantes?


He hablado yo de Lope de Vega a propósito de Hernández. ¿No me
habré equivocado? Lope representa el Espacio. Cervantes representa
el Tiempo. El teatro de Lope es la pluralidad en el Espacio. Todo el
planeta está cubierto por Lope. Cervantes nos da la sensación
profunda, sensación inenarrable, sensación desesperanzadora, del
Tiempo. Cervantes está sentado a la puerta de una venta y delante de
él se alarga un camino. José Hernández está sentado en la puerta de
una pulpería y delante de él se extiende un camino. El camino no tiene
de largura más que unas leguas. Después comienza el cardonal
impenetrable. Pero es preciso andar. La vida pampeana es inquietud.
Martín Fierro no puede estar quieto. Don Quijote no puede estar
inmóvil. Y la sucesión —un momento después de otro, un lance tras
otro lance— implica desvanecimiento fatal. La acción, cosa suprema,
se deshace en el Tiempo. Y al deshacerse la acción, deja en el alma
sabor de amargura. Así en el “Quijote”, y así en “Martín F i e r r o El
“Quijote”, consta de dos partes. Martín Fierro consta de dos par­
tes. Cervantes se lanza con ardor a escribir la primera parte. No es
primera parte todavía. Ha emprendido el autor un juguete sin
importancia. José Hernández comienza a escribir la primera parte de
Martín Fierro. No es tampoco aún primera parte. Para que haya
primera parte se necesita que haya una segunda. Y ni Cervantes ni
Hernández piensan en esa segunda parte. Pero el Tiempo pasa. La
obra labra su huella en la sensibilidad de su autor. Las obras
comienzan siendo nuestras, y nosotros acabamos siendo de las obras.
163
Cervantes es el hombre de la mano en la mejilla y el codo en la mesa o
en el brazo del sillón. Hernández recuesta también su cabeza en la
mano. En la segunda parte del "Quijote”, las aguas se han decantado.
Todo es más límpido, más sereno y más humano. En la segunda parte
de “M artín Fierro”, todo es más transparente, más hondo y más
cordial. El dolor está más patente en las dos segundas partes. Y toda
grande obra es una obra de dolor. Las dos obras han tenido su proceso
análogo a lo largo del Tiempo. Cervantes ha creído que escribía una
obra de utilidad social. Condenaba lecturas embaidoras. Hernández
—lo expresa en el prólogo de la segunda parte— ha creído también
que realizaba una obra reivindicadora, es decir, una obra de justicia.
Los dos se han equivocado, por fortuna. La flecha va más alta. Y las
dos obras han tenido, en su contacto con el público, la misma acogida.
Las dos obras han sido juzgadas originariamente como festivos
distraimientos. Las dos obras han suscitado, más tarde, la melancolía
inefable que distingue a las creaciones maestras. Y fíjate ahora en lo
que te voy a decir. La seña profunda de que las dos obras son
encamación del Tiempo está en la trascendencia que en las dos tienen
las llegadas y las despedidas. El Tiempo, entre los hombres, se marca,
no por las divisiones astronómicas, sino por las despedidas y las
llegadas. Esos soá para el hombre, creador del Tiempo, los hitos
infranqueables. Se llega a alguna parte y nos partimos de alguna
parte. Toda la tragedia de la vida oscila entre esas dos metas. ¡Y qué
grandes son las despedidas en el “Quijote”! ¡Y qué grandes son las
despedidas en “Martín Fierro”! ¿Te acuerdas de la despedida de Don
Quijote y Don Alvaro Tarfe? El camino se bifurca ante los dos
caballeros. Don Quijote echa por un lado y don Alvaro se va por otro.
¿Te acuerdas de la despedida de Martín Fierro y la cautiva? La ha
librado de la muerte Martín y la deja segura en una estancia. ¡Ya no la
verá más! ¡...Ya no volverá a ver más en la inmensidad de la Pampa,
remedo de la eternidad, a esta cuitada mujer! Y las llegadas son la
esperanza que no se cumple o el infortunio cierto. Don Quijote llega
contristado a su aldea. Martín Fierro se descorazona al llegar a su
deshecha tapera nativa. Las ilusiones se esfuman y el Tiempo nos
atenacea entre sus brazos.

{En tomo a José Hernández, Ed. Sudamericana, Bs. As. 1939; el


artículo que aquí reproducimos parcialmente apareció por primera
vez; en La Prensa, el 27 de febrero de 1938.)

i 64
VICENTE ROSSI
Vicente Rossi

DE LA PULPERIA AL OLIMPO

“D e naide sig o el ejenplo,


naide a dirijirme b ien e.”

¡SOMOS TREMENDOS!

Hubo una ves un derroche de pirotecnia literaria que refuljió


poema en Fierro. Nadie se animó a observar, por el patrioterismo en
que se respaldaba. Nosotros opinamos desde esta Quisquí culturien-
ta, en una encuesta iniciada por Octavio Pinto: “Fierro no es poema ni
cosa que lo paresca, pero si a los iluminantes se les antoja, lo será”.
Ambas partes han cumplido: Fierro pasó de la Pulpería al Olinpo,
sin esplicación atendible, a pura hiperbole. Nosotros nos mantene­
mos en franca disidencia, rasonada i a pura conprobación.
Todos somos tremendos!...
Entre nosotros es posible lo inposible;
Baquianos en recursos de malos perdedores, i cuando testaru-
deamos, “ aunque nos convensan no nos convencen.”
El antifonismo movilisó sus sochantres; uno, de esporádica
academia, pontificó: “Hernández! el poeta épico superior en nuestro
idioma!”...
Entre nosotros es posible lo imposible.
Si no lo inpidiera la inprudente cronolojia, “nuestros honbres
sabios” afirmarían que la túnica de Dante i los gregüescos de
Shakespeare son del chiripá de Fierro; así como los “hombres sabios”
iberos afirman, que dicho chiripá es de las bragas de Panza. El

167
fantaseo que “la raza i la lengua” han trasmitido a esos “honbres”, los
capacita para las mas desenfadadas afirmaciones.
Estas nuestras, las ratifican aquella peregrina academia i la
Biblioteca Nacional de Buenos Aires,

CANTOS, CANTAR, CONTAR


EL SOBERANO CHASCO DEL PANEJIRISMO

En el fantástico panejirico que hace de Hernández su hermano


Rafael, dice:

“ Era uno de lo s honbres menos a ccesib les a la s in p resion es de la m úsica.


No gu stab a de ella ” .

Sin embargo, canta en su versada con todos los que en ella


figuran, i titula cantoso-sus capítulos o partes. Esto hiso confundir a la
facsimilar (ver foll, 26, p. 15) de la Biblioteca Nacional:

D esd e el prim er verso: “ Aquí me pongo a cantar” h asta lo s postreros del


poem a, H ernández insiste en la necesidá del canto” ...{Y!)

“ Hai infinitos lu gares esparcidos en el poema, donde el canto i el pulsar la


guitarra, son atributos sustanciales de Fierro. Era, pues, músico este gaucho* \ .. (!?)
(Siem pre lo subrayado es nueátro.)

Chasco i contradicción; ésta no es, como de costumbre, heman-


dina, sinó del panejirismo bibliotecario: un honbre que desprecia la
música canta i enjendra un gaucho cantante... (!..?)
Los alarifes de la Biblioteca Nacional, ni consultando todos sus
estantes darían con la esplicación, porque es cosa de ciencia popular i,
sobre todo, nacional. Fierro da la rason:

“ Aquí no bbalen dotores,


aquí bbale la esperensia;
porque, esto tiene otra yabe,
i el gáucho tiene su se n sia ” .

Hernández enpleó el vocablo “canto” con su esacta acepción

168
popular rioplatense, mui especialmente canpera, que no tiene sentido
filarmónico sino el de recitar o relatar (de ahí que tanbien se le llame
“relación” a ese canto), con aconpañamiento de guitarra, para dar
entonación i ritmo al relato i no resulte desabrida charla. El
“acompañamiento” no.es ni fué nunca una partitura musical.
Cuando se dice que un payador, recitador o milonguero “ canta
lindo” , nunca hai referencia a la música sino a la letra, lo que tanbien
ha hecho titular “versada” ala “relación” . Esto esplica que Fierro i su
autor canten, sin ser gáucho-divo uno ni amante de la música el otro.
Hernández lo conprueba cuando dice:

“D e lo que un cantar esp lica


no falta qué aprobechar;
apriende el que’s inorante,
i el qu e’s ’abio apriende m a s”.

El “esplicar” i el “aprender” dependen de la palabra i no de la


tonada, por lo tanto el verbo “cantar” es aquí sucedáneo de “contar”
Los “cantos” en que dividió Hernández su versada, conceptua­
dos de “poema” por antifonistas i panejiristas, no estuvo en su
intención darles tal caracter; aplicó la clasificación popular que
estamos esplicando.
Ese, i no otro, fué el principal motivo de que se viera poema en
Fierro.
La sinonimia de cantar i contar confunde al mismo Hernández,
que dice en los dos últimos versos de la primera edición de la primera
parte, que se ha ocupado de

“ m ales que con osen todos


i que ninguno contó”

En las siguientes ediciones, bajo la influencia de la sinonimia


puso cantó, que no correspondería, porque los males pueden contarse
i nó cantarse, pero en este caso el canbio es correcto.
El vocablo “canto”, para este uso, era insustituible en tienpos de
Fierro, el autor no podia eriplear otro, pues caracterisa jénero,
escenario i auditorio: Romance de la Pulpería. No podia tener otro
destino, por su inconfundible caracter, la versada hemandina.

Hernández no ha pretendido hacer lo que no estaba a su alcance:


un poema. Su entusiasmo fue cantar para contar. Lo mismo aconseja­

169
ba a Lussich, único su colega del que conocemos carteo; “cante” le
dice, con sentido de: “escriba, haga versos” .
Es de suponer cuan lejos estaba Hernández de pensar en un
poema, cuando le agregó a su Martin, como yapa, “una interesante
memoria sobre el camino tras-andino”... Al pasar la versada de la
Pulpería al Olinpo, le han suprimido la “interesante memoria”. La
beatitú i la autocrítica daban puerilidá a Hernández.

En los comiénsos de la “Vuelta” le hace decir a Fierro:

“ Que cante todo b ib ien te


otorga el E terno Padre;
cante todo el que le cuadre
com o lo h asem os los dos” .

La fuersa de la costumbre, a la que no pudo sustraerse el autor,


hace que él se considere el otro cantor, para aconpañar a su
protagonista. El anotador lo interpreta a la inversa:

“F ierro fin je la p resen cia de un segu n d o cantor, para d a rla ilusión de una
p ayad a” .

En este caso no sería payada sinó relatos popularmente llamados


“cantos”. Uno, dos i mas recitadores podían tomar parte, con el título
popular de “cantores”. Estos certámenes eran mui frecuentes en la
plasa de las carretas, bajo los toldos armados entre ellas, i en los
boliches circundantes; por reunirse en esos lugares paisanaje de toda
procedencia, en el que no faltavan virtuosos i aficionados de la poética
i canto nativos. En las pulperías de canpaña esos recitales adquirían
caracter de acontecimientos, por no ser fácil congregar cantores, si
dispuestos comedidos a la casualidá no los reunía.

SE BURLA LA BUENA FE DEL PUEBLO

i se nos pone en ridículo ante los pueblos cultos, obligados a


traducirnos para entendemos i para sufrir el desencanto de conocer
esa nuestra necedá olinpica, que los hace sonreír i mentir piadosa­
mente.
i r7 f \
d e LA PULPERIA AL OLINPO
PASANDO POR EL ODEON1

ri *o s de la P ulpería al Olinpo, pero hubo una escala previa: de


i . Piiteeria al Odeon, i del Odeon al Olinpo.
17 t b a c o n d e n a d o Fierro a ser considerado gáucho-orquesta,
t f ila r m o n ía com o en ideolojia. Ya hemos visto la alegría i
tanto
candorencon que ia b ib lioteca Nacionaly . se chasquea
, '* creyendo
j
haber
j “E ra, pues, m úsico-este gaucho ... Por su parte,
11 dos faros literarios iniciadores, encendidos en “música
l” llevaron a Fierro al Odeon metropolitano, desde donde
le iluminaron eli camino
celes i , camu para f enderesarlo al Olinpo.
v
Breve historia la de este aspaviento literario sin precedentes.
(M artín Fierro, su autor i su anotador. “De la Pulpería al Olinpo”,
F olletos Lenguaraces; N° 28. Río de la Plata (Córdoba), Imprenta
Argentina, 1943.)

1 En el teatro porteño de ese nombre, se hiso público el descubrimiento del


"Inmortal p o em a ”.

171
CARLOS ALBERTO LEUMANN
Carlos Alberto Leumann

LA CREACIÓN IDIOMÁTICA
EN EL M ARTÍN FIERR 0

Empleó [Hernández) muchos modos de decir y vocablos que


nadie, hasta la aparición del Martín Fierro, había oído nunca, y que él
mismo, en consecuencia, sólo llegó a conocer en el instante de
crearlos. Pero los iba creando con tan radical sentido gaucho, que hoy
generalmente se los supone de viejo uso común en la campaña.
Con igual poderío folklórico pudo engendrar proverbios que
dentro del poema alternan con otros oídos por él a los gauchos y con
algunos de antigüedad milenaria, aunque su misterioso genio popular
supo infundir, en estos últimos, un espíritu nuevo con expresión
ásperamente pampeana.
Su identificación con el pueblo de los gauchos le dió una hermosa
libertad verbal. Así recurre, cuando conviene, a voces de la ciudad
culta todavía inusitadas en el campo. Ocasionalmente hicieron lo
mismo los cantores de la pulpería si tal o cual palabra pueblera,
escuchada por ellos al azar, les resultaba útil durante la payada. Y no
faltaban gauchos imitadores del lenguaje urbano, y que, poi esta
afectación enfática, alguien los llamó gauchos “termineros”.
Por cierto nunca hubo un limité insalvable entre el lenguaje de los
urbanos y el de los campesinos. Y unos y otros concurrían simultá­
neamente a conmover, con genio americano, la naturaleza del idioma
trasatlántico. Hasta puede advertirse, en este sentido, que el gaucho
dominó al pueblero; no por el número de vocablos y modismos
nacidos en el campo y conducidos a la ciudad, sino por algo inherente
al oscuro fondo psíquico nacional. Influencia indecisa y sigilosa, se
denuncia en la inflexión característicamente gaucha que tomó la voz
175
de muchos hombres cultos, durante el pasado sl& ^ ^ue ?. avia
persiste en viejos patricios porteños. Algunos adop aron no so o esa
inflexión prosódica, sino también la estructura paisana e p a ras y
frss gg
Entendámonos: ninguno pronunció güeno, ^ P ace¿ .c\^ J ^ me,s7
mo, nijwz. Pero decían, y el viejo patricio porteño sigue i .país,
en una sola sílaba; ay, por ahí; enojao y ¡Cuidao. por enoja o y
¡Cuidado!; m ’hijo por mi hijo (no solamente en rase voca iva).
Asimismo increpará: ¡Qué se ha eré ido usté! Y, exactamen e como os
protagonistas del poema hemandiano, cargará con os acen os e
igual fuerza ciertas palabras esdrújulas y sobrees ju as. i.
arrímelos, búsquemeló. j -• i
Le será psíquicamente imposible hacer el impera ívo es ju o
con pronunciación de España. Porque él se compuso una manera e
hablar que junta a cierto empaque señoril ese dejo in imamen e
gaucho. Quizá nada semejante había ocurrido a los po enos e a
Colonia.
El dejo de la voz propio de cada pueblo no ha si o exp ora o aun
por los sabios de la lingüística. Y la fonética no va mas a que
comprobar leyes y efectos auditivos en los fenómenos voc es. m
embargo, el característico dejo de la voz parece tan e
revelador como las materiales estructuras de u n idioma.
mucho más historia griega si pudiéramos escuchar a un jom a
antigua Atenas.
En los cantos homéricos se aplica con frecuencia a las palabras el
epíteto aladas. Así: “Odiseo le respondió con estas aladas palabras
Sin duda el poeta insondable de La Diada no quiso so amen
una idea de aéreo, sino también lo espiritual en el soni o y en e ejo,
en el dejo aéreo, más alado que el sonido. ^
Para el caso inmenso de América, las tonalidades autóctonas el
habla nos comunican más de lo que alcanzan a decir, en su ma ena
precisión, vocablos nuevos o modificaciones región es. ^
Los idiomas heredados atan, traban el juego de la expresión
popular, que quisiera ser libre. Pueblos y a veces razas en eras se
subordinan de esta suerte a moldes vocales impues o P
histórico. En cambio, el dejo lleva un i n d e t e r m i n a d o conU? m a ° a
intención y sentimiento, que no encuentra estorbos, y su e a a
superficie del habla. Por ciertas tonalidades un pueb o sue a go e
su intimidad inenarrable y traduce su alma como con a música
melódica. Importancia mayor que palabras argentinas, orma as casi
siempre con raíces europeas, tiene sin duda el dejo gauc o, con sus
hondas pausas, con su serenidad de campo y cielo.

176
El antedicho fenómeno de personas cultas y señoriles que en
Buenos Aires adoptan modos e inflexión prosódica del habla campe­
sina, no ha existido nunca fuera de los países rioplatenses.
Nótese que no puede atribuírsele un origen equivalente ni
c o m p a r a b le al que reconocen los llamados vicios de dicción. Todo se
limita al dejo de la voz y a la. modulación de algunas palabras,
desinencias y frases expresivas; y obedece, no hay duda, en su génesis
idiomática, a una subconsciente y a veces consciente admiración qué
inspiraba el gaucho. Subconsciente en muchos que por europeísmo y
tradición política supusieron al hombre de la campaña expresión de
irremisible atraso; y consciente en otros que adoptaron la moral
gaucha en cuanto a coraje, sangre fría y hazañas de buen jinete.
Recordemos, en este sentido, un hecho histórico curioso: en el año
1862, varios porteños de pro fueron a París a lucir con orgullo chiripá,
poncho, y nazarenas de plata.
Los hombres de la campaña argentina llevaban adentro, antes de
que se los corriese con la expansión industrial, alguna incomparable
virtud. Ejercieron muy extraña sugestión sobre todo aventurero
inglés de sensibilidad excelente y alma curiosa. Ciertos libros, en
Londres, escritos durante el pasado siglo, envuelven en un halo la
figura del gaucho.
Raza nueva, que se iba formando con espíritu de América,
produjo en el idioma castellano un estremecimiento vital. Aparte
aquel profundo dejo inflexivo en la voz, los gauchos abundaban en
dichos que asombran, curiosas formas elípticas, novedades sintácti­
cas, palabras de sabor penetrante. Falso camino es atribuirles
sentimiento idiomático castizo castellano por uso de antiguas pala­
bras ya muertas en España; cosa que en definitiva importa tanto como
el uso de todas las subsistentes del castellano moderno.
Estudio de las diferencias, y no de las analogías, conduce a
descubrir el espíritu de un pueblo en su lenguaje vivo. Aquí se infunde
en el idioma la naturaleza americana. Lo demuestra, junto a toda la
actividad folklórica del país, el Martín Fierro. Si Hernández colabora
con los gauchos y crea modos de decir y vocablos que ellos aún no
conocen, es porque se hace pueblo. Y la gente urbana tiene que
averiguar el sentido de lo que dice, en muchas de sus frases,
exactamente como tuvo que averiguar tantas y tantas otras expresio­
nes del campo. Palabras y modos nacen, en el poema, al igual que en el
fondo del alma popular. Hay que interrogar a Hernández como se
interrogaría al pueblo mismo.
Una parienta del poeta, la escritora Juana Manuela Gorriti, se
burló en el Perú de un literato hispanista que había leído superficial -

177
mente el Martín Fierro y creía entenderlo por completo. Le preguntó
ella, sin buen resultado, qué quería decir Hernández con los siguien­
tes versos:

H icim os com o un bendito


Con dos cueros de bagual.

Ella supuso que la incapacidad de su interlocutor para explicar la


frase nueva provenía exclusivamente de no conocer aspectos típicos
de la campaña argentina, y en este caso la rudimentaria vivienda
formada con dos cueros. Pero había otra causa: una manera de
expresarse que consiste en cierta original flexibilidad y elasticidad
idiomática para hacer metáforas difíciles o extender con aparente
ilogia el sentido de una palabra. Flexibilidad y aparente ilogia que no
admite el castellano de Europa, y que el hombre de España rehúsa
entender, pero que lleva siempre una intención sutil, propia del
criollo. Esto permite a Hernández, como en otros muchos casos, hacer
elípticamente una imagen instantánea. Para intentar aquella misma
comparación un pueblero, o un español, se hubiesen visto obligados a
decir, sin gracia ni efecto artístico: “ Hicimos, con dos cueros de
bagual, una vivienda semejante a dos manos juntas en el acto de la
oración”. A Hernández, conocedor de la sensibilidad gaucha, que era
la suya propia, le basta utilizar, como término de comparación, la idea
de un rezo tan conocido como es el bendito. Durante su lucidez crea­
dora sorprende, en este adjetivo sustantivado, su valor visual suge-
rente y su indefinible virtud idiomática, y lo emplea con esa construc­
ción más libremente elíptica que la del castellano europeo.
Nada semejante podríamos hallar en la literatura de los poetas
gauchescos, que simplemente remedan el lenguaje paisano.
Hernández lo vive. Discípulo de los gauchos en su adolescencia y
primera juventud, se hizo animador sobrehumano del folklore argen­
tino.
Pero esto no podrá entenderlo el que no se sustraiga al prejuicio
de confundir a Hernández con los poetas “ gauchescos”, prejuicio que
ha prohijado infinidad de errores, tanto con relación a lo idiomático
del Martín Fierro como en lo que concierne a su sentido histórico. Y
ya veremos que los textos conocidos del poema hasta llevan versos
que sustituyen otros auténticos porque algún anónimo cuidador de la
primera hora desconoce en el poema la estilística gaucha.
Cuando en los diccionarios de argentinismos no figura tal palabra
gaucha del Martín Fierro, ello se achaca a ignorancia o descuido de
sus autores. Suposición inconsulta, pues todos conocían el Martín

178
Fierro. Pero evidentemente no la incluyen por no hallarla de uso entre
los paisanos o por sospechar que la creó Hernández y no admitirle a
éste el derecho de colaborar con el pueblo.
Puede afirmarse, en general, que los vocablos y modos de decir
ausentes en los diccionarios de argentinismos, que se hallan en el
poema, son legítima hechura de Hernández.
Un uruguayo muy informado del habla rural en los países del
Plata, llama “injerto de Hernández” toda voz, modo o acepción que le
choca en el poema porque no tuvo empleo entre los paisanos. Es un
error de criterio, por lo dicho antes: Hernández habla con animación
gaucha como el pueblo mismo.

HERNÁNDEZ HOMBRE PUEBLO EN EL IDIOMA

Resulta fácil comprender cuánto importa distinguir, por lo


concerniente a términos, formas y matices de expresión, lo que nació
en el asombroso poema y lo que ya tenían creado los gauchos.
Lo que Hernández hizo por sí solo asume valor sorprendente
para la filología. Es algo único. Se podrá recordar, quizá, la obra de la
Pleiade, en el siglo XVI, para el idioma francés. Pero aparte lo
“impopular” de lo que Ronsard y los suyos literaria y magníficamente
hicieron, todo se limitó, en cuanto a palabras, a injertar, ellos sí,
neologismos estudiados en el griego y el latín.
El Martín Fierro demuestra, desde luego, con su honda respira­
ción idiomática, que la lengua aquí heredada de los conquistadores
está todavía llena de gérmenes, para su renovación o para engendrar
en los tiempos otros idiomas. ¿De qué gran árbol florecido no salieron
otros árboles?
En realidad la historia del castellano es todavía corta. Tiene
apenas mil años, y esto contando siglos de caótifco nacimiento. Se sabe
con qué estorbos e interferencias de hablas diversas se fué desemba­
razando de su madre latina. El pueblo tuvo que romper ligaduras,
echar mano a provisorios remiendos, quebrar moldes y maneras de
sintaxis, e ir organizando, con trabajo de generación a generación, el
idioma qüe necesitaba la gente de Castilla. Un siglo de oro lo llevó a
estructura y aspecto aparentemente definitivos. (Indigna, por eso, a
los gramáticos de ceño adusto, más categóricos que inteligentes,
cualquier suposición contraria a la persistencia e inmutabilidad de
aquella hechura.) Más abierto que el latín, cuyos antecedentes vitales
se sumergen en la prehistoria de Italia, la riqueza ostensible del

179
castellano tal vez permita, sin formación de otro idioma orgánicamen­
te nuevo, el desarrollo vivaz de gérmenes como los aprovechados con
espíritu gaucho en el Martín Fierro.
La formación anónima de palabras y modos de expresión es cosa
análoga y paralela a la formación de dichos y proverbios. Sabiduría
popular, inspiración solidaria, obra colectiva. Por eso Hernández,
creador de proverbios y de palabras, resulta un hombre pueblo. Y
estos aspectos idiomáticos de su poema, cuyo asunto es un gran
drama histórico que concluyó con la derrota de los gauchos, parecen
fascinantemente instructivos.
Se preguntará el lector por qué no lo han advertido, ni sospecha­
do, filólogos de tanta experiencia como Menéndez Pidal y Carlos
Vossler. Ambos estuvieron aquí. Vossler, además, tradujo con
.laestría, al verso alemán, algunos pasajes del Martín Fierro.
Ha ocurrido, probablemente, que el prejuicio argentino de
considerar a Hernández un continuador de Ascasubi y Estanislao del
Campo, les puso estorbos para cualquier averiguación de fondo. En
palabras y modos creados por Hernández creyeron leer, como los
lectores argentinos, palabras y modos de antiguo uso popular en
nuestro país.
Y Vossler ha perdido la oportunidad de hallar, con un ahonda*
miento lingüístico en eiMartín Fierro, mucha materia palpitante para
abundar en investigaciones suyas por el orden de El lenguaje como
creación y El lenguaje como evolución.
Comprender, con sentido y espíritu americanos, lo que hizo
Hernández en el habla de los gauchos, conduce a medir la verdadera
importancia lingüística de su poema y la situación única de esta obra
en la historia del idioma castellano. Y, para los fines de una edición
crítica, permite caminar sobre la huella del autor y no desorientarnos
ante contradicciones aparentes y estructuras genuinas tomadas por
erratas.

(.Martín Fierro, Edición crítica de Carlos Alberto Leumann; 4a edi­


ción, 1961: la Ia es de 1945. Angel Estrada y Cía, Buenos Aires.)

180
AMARO VILLANUEVA
Amaro Villanueva

PLANA DE HERNANDEZ

LOS DOS

Algunas formas expresivas del Martín Fierro guardan tan


estricta sujeción al espíritu del poema, que se toman irreductibles o
confusas al intérprete si no se las contempla en ese plano de
subordinación al sistema que las origina y comprende. Vale decir que
tales casos no ofrecen a la exégesis, como ya adelantamos, otra
verdadera guía o clave de reducción que el poema mismo, porque
aisladamente no tienen equivalencia o su significado desborda las
proposiciones analógicas.
Presenta un buen ejemplo de esta particularidad la introducciór
de La vuelta de Martín Fierro, en su octava estrofa, que dice así:

Que cante todo vivien te


Otorgó el E terno Padre;
Cante todo el que le cuadre,
Como lo h acem os los dos,
P ues sólo no tien e voz
El ser que no tien e sangre.

Si la estrofa se analiza prescindiendo de su función correlativa en


el desarrollo del argumento de ese canto, al que incorpora un valioso
tema de transición, es posible que su cuarto verso —como lo hacemos
los dos— parezca sólo una mala respuesta a exigencias de la rima, es
decir, una baldía solución de la dificultad en que se vió el autor para

183
enterar la sextina, debido a que ya tenía escritos los dos resueltos
versos del sentencioso final. Esto es: que Hernández, apurado por la
rima escasa (aquí lo de la “consabida poca habilidá versificadora” que
le atribuye Rossi), no escurrió el ripio ni vaciló en pluralizar el sujeto
arbitrariamente, pues no ignoraba que allí el cantor es único. Pero,
para concluir en ello, debe prescindirse también de la asonancia del
último octosílabo como indicación de que el autor ya se había
concedido una licencia; con el agregado de que ésta nos lleva a
conjeturar —por lo mismo que se trata de una concesión bastante
usual en el poema— que prefería sacrificar su preceptiva al fondo
conceptual del verso.
Claro está que, aislado, aquel verso sorprende un poco por la
aparente duplicación de protagonistas que determina, siendo notorio
que la introducción es un monólogo.
Traduce claramente esa sorpresa la breve consideración con que
Don Santiago M. Lugones lo anota: “¿Qué dos? Aquí incurrió el autor
en un lapsus mentis”.1
Con más tiento aborda su interpretación Don Eleuterio F.
Tiscornia: “Fierro abunda —anota— en la espontaneidad con que se
revela a los hombres y a las aves la facultad de cantar, reconocida al
principio del poema, y finge aquí la presencia de un segundo cantor
(no hay otro que el auditorio) para dar la ilusión de un-a payada”.2
La explicación no es convincente, tal vez porque su conclusión no
fluye del razonamiento. Tampoco es exacta, pero contiene interesan­
tes elementos de apreciación. En primer lugar, el comentarista
contempla la inconveniencia de interpretar aisladamente ese verso y,
con todo acierto, lo relaciona a uno de los conceptos esenciales del
argumento de ambas introducciones del poema: la espontaneidad con
que se revela a los hombres la facultad del canto. Es lo que nos dicen,
por otra parte, los dos primeros versos de la estrofa transcripta, en
que se está defendiendo el derecho natural del gaucho, del paisano,
del hombre de campo, a expresarse cantando, inclinación que se le
reprocha secularmente como testimonio de congénita holgazanería.
En. segundo lugar, la explicación de que allí se finge la presencia de
otro cantor, para dar la ilusión de una payada, es sugerencia de que el
intérprete advierte el tono polémico de dichas introducciones.3 En

1 Santiago M. Lugones: "Martín Fierro”, edición corregida y anotada. Librería


de A. García Santos, Bs. Aires, 1926, pág. 136.
2 Eleuterio F. Tiscornia: “Martín Fierro”, T. I, p. 137, nota 46.
3 Con referencia al sentido polémico de las introducciones del poema, se hallarán
los fundamentos de esa interpretación en el capítulo 2 de este volumen, donde el tema
se trata detenidamente.

184
efecto: no corresponde estimar esa explicación como simple deduc­
ción del numeral dos, porque deja sobreentender que son dos en
pugna, desde que la supuesta payada, en cuanto reclama la presencia
de otro cantor, configura un contrapunto, y el contrapunto es
concurso de oposiciones o ejercicio de facultades en rivalidad. Bienio
expresó el payador que estudiamos:

A un cantor le llam an bueno


Cuando es m ejor que lo s piores;
Y, sin ser de lo s m ejores,
E ncontrándose dos juntos,
Es deber de lo s can tores
El cantar de contrapunto.

Pero si bien es verdad que el carácter polémico da el tono y


define el espíritu de las introducciones de ambas partes del Martín
Fierro, tal característica no conviene íntegramente al contenido de la
estrofa que nos ocupa, porque ésta sólo comprende o recoge uno de
sus aspectos: precisamente el de las simpatías o identidades. Por eso,
se introduce confusión en su sentido cuando la porfía o pugnacidad
que anima el canto se hace radicar entre los dos a que alude el
octosílabo. En cambio, cuando Tiscornia observa atinadamente, en el
entreparéntesis de su nota, que, aparte del cantor, allí no hay otro que
el auditorio, está facilitando la comprensión del verso y de la estrofa.
Pues lo exacto es que el cantor, al decir como lo hacemos los dos, se
refiere al auditorio, que para él es su semejante, su afín, el pueblo
mismo, aunque lo personalice en cualquiera de los individuos allí
reunidos, al fijar en él la vista. Vale decir: como lo hacemos nosotros. Y
esta particularización, deslindada en el instante en que su voz cobra
pleno impulso polémico (no se olvide que está defendiendo el derecho
de igualdad en el ámbito social de las manifestaciones espirituales),
traduce y reitera la consabida posición literaria de Hernández, ya
manifiesta en la introducción de la primera parte del poema.
El numeral dos, tal como lo usa Hernández, constituye una de
nuestras preferencias léxicas, que beneficia el efecto cuando incluye a
la primera persona. Dándose este caso, difícilmente optaremos por el
adjetivo ambos o por el pronombre nosotros. Ambos nos resulta poco
llano y nosotros demasiado extenso, por lo cual, de imponerse, lo
ceñimos en nosotros dos. En cambio, los dos trae un arrastre
semántico de simpatía, de intimidad, de mutua identificación, de
compenetración recíproca. En amor es irremplazable; en la amistad,
incomparable. Es normal su registro en el poema.
Después de la sangrienta acción contra la partida de milicianos,

185
donde sellaron su conocimiento personal, Cruz le dice a Fierro, tras
las primeras confidencias varoniles:
Ya conoce, pues, quién soy.
T enga confianza conm igo.
Cruz le dió m ano de am igo
Y no lo ha de abandonar:
Juntos podem os b u sca r
Pa los dos un m esm o abrigo.

Y Fierro comienza su respuesta al camarada, seguramente con


adusta lumbre de barbas en la sonrisa, declarando la comunidad de
sus destinos:
Ya veo que som os los dos
A stillas del m esm o p a lo ...

Para agregar, muy luego, ya con un pie en el desierto, esta otra


figura de identidad, fraguada en la confianza de tirar parejo:
N o hem os de p erder el rumbo:
Los dos som os g ü eñ a yunta.

Y cuando refiere que, recién salido del peligro, en su tremenda


pelea con el indio, cuya muerte le obligó a abandonar los toldos, vió a
su protegida ocasional, la cristiana cautiva, arrodillada en rezos y
lágrimas, hay en la voz del hombre victorioso un sumiso reconoci­
miento de debilidad compartida, al recordar:
Ella, a la M adre de D ios,
Le pide en su triste llanto
Que nos am pare a los dos.

Análoga a la de esos casos,4 la intención del autor no es otra que la


de identificarse con el auditorio en aquella declaración de sus íntimas
afinidades:

Cante todo el que le cuadre,


Como lo h acem os los dos...

4 César Tiempo, que siempre ha estimulado fraternalmente nuestros trabajos


sobre Hernández, nos recordaba antecedentes clásicos españoles del uso de los dos,
pero hernos preferido contraemos al poema como fuente testimonial de la preferencia
léxica rioplatense.

186
podrá argüirse que si ese tratamiento fraternal se justifica entre
tagonistas del poema, como consecuencia de situaciones especiá­
is de la acción, es aventurado querer hacer partícipe del mismo al
üditorio, para explicar un caso que, a fin de cuentas, resultaría
t a lm e n t e extraordinario con respecto a los precedentes aducidos.
Comprobemos, entonces, para disipar toda duda, que también la
camaradería entre el cantor y el lector u oyente es normal en el M artín
fie r ro , al extremo de ofrecer un registro tan amplio del procedimiento
e éste constituye una de sus características, sin que sea menester
añadir que se trata de un juego deliberado en la composición de
H ern á n d ez.
Es propósito manifiesto del autor que quien lea o escuche el
noerna (y Hernández siempre piensa en el pueblo) se sienta identifi­
ca d o con el protagonista, como su igual, su paisano, su amigo. De ahí
que el cantor solicite con frecuencia la simpatía del auditorio —del
que está dentro, por el que está fuera del libro— mediante el empleo
de vocativos particularmente gratos al pueblo:
¡Aparcero!, si u sté viera
Lo que se llam a un ca n tó n ...

Todo, amigo, en lo s ca n to n es
Fué quedando, poco a p o c o ...

No soy lerd o ... pero, hermano,


Vino el com endante un d ía ...

No se trata, por cierto, de simples muletillas o socorros para


enterar la medida del verso. Bastará observar que el uso del vocativo,
ya sea al comienzo, como en el medio o al final del octosílabo, se
resuelve con un claro sentido de la más espontánea sintaxis.
El mismo procedimiento se revela a través de las alusiones del
pronombre personal, elíptico o expreso, plural o singular, y en
cualquiera de los casos gramaticales:
¡Tan grande, el gringo, y tan feo!
¡Lo viera cóm o lloraba!

Si usté no le s dá, no pitan,


Por no gastar en ta b a co ...

Por eso habrán visto ustedes,


Si en el caso se han h a lla o ...

T am poco yo le daba alce,


Como deben suponer. ..

187
Y aunque es común en el habla campesina (caso muy digno de
observación y análisis) el uso de usted en función de indefinido, no
estará de más transcribir algunos versos en que, mediante los
verdaderos pronombres de esta clase o frases que lo sustituyen, se
alude también al auditorio:

A figúrese cualquiera
La suerte de este su am igo...

E l que pueda h ágase cargo


Como deben suponer...

E l que es gaucho esto lo entiende


Y ha de entender si le digo...

Los ejemplos podrían multiplicarse, sin acudir, claro está, a los


pasajes del poema donde, por circunstancias de la anécdota, se
establece diálogo entre algunos de los actores o se sobrentiende que
uno de ellos se dirige a otro. Pero basta comprobar la regularidad del
procedimiento para dejar explicada suficientemente, dentro de la
técnica del autor, la deliberada construcción del verso como lo
hacemos los dos.
Lo importante es que todo ello se confirma por el análisis lógico
de la estrofa y sus correlaciones de pensamiento con las que la
preceden y siguen, es decir, por el argumento del canto respectivo.
En efecto. Tras los primeros rasgueos, indispensables para
ocupar la escena, desperezarse el alma de la opresión del desierto y
anticipar la honradez con que ejercitará sus facultades, lo que le
permite encontrarse en la confianza de su voz, el cantor levanta al
cielo aquella conmovedora gratitud por haber salvado la integridad de
su íntimo caudal:

G racias le doy a la Virgen,


G racias le doy al Señor,
Porque, entre tanto rigor
y habiendo perdido tanto,
No perdí mi amor al canto
Ni mi voz como cantor.

Inmediatamente diluye esta referencia personal, quitándole así


todo asomo de jactancia, en una generalización tan amplia que
constituiría un verdadero rasgo de modestia si no la usase con todas
sus intenciones:

188
Que cante todo vivien te
Otorgó el E terno P a d re . 5

Es bueno dejar previamente aclarado que en estos dos versos no


hay hipérbole. Porque al decir “todo viviente” —decir viviente es
como decir mortal; “Oíd, mortales”, comienza nuestro Himno— se
establece una adecuada limitación de la premisa, que constriñe su
extensión a lo específico. El hombre está hablando del hombre. De
modo que su gratitud, expresada precedentemente, debe interpretar­
se con referencia al hecho de haber salvado la vida, que él hace
consistir, con grandísimo acierto y capital sentido, en la posesión de lo
que es consubstancial. Pudo haberlo dicho razonando: “canto, luego
existo” . Porque había ocupado la escena pero advirtiéndonos, en el
comienzo:

V iene uno com o dorm ido,


Cuando vu elve del desierto;
V eré si a exp licarm e acierto,
E ntre gente tan bizarra,
Y si, al sen tir la guitarra,
D e mi sueño m e despierto.

Ahora el hombre ya se siente entero, sabe que anda todavía en


este mundo. Pero entendámoslo: anda desnudo de todo lo que no sea
la plenitud de su don (“habiendo perdido tanto”) o, si se quiere, sin
nada que le estorbe o desnaturalice su ejercicio.
Y bien: podría constituir modestia el reconocimiento de que su
facultad, en vez de diferenciarlo, lo iguala con todos los hombres. Mas
no es esa la finalidad de sus palabras. En su tránsito instantáneo de lo
particular a lo general (de su amor al canto, al canto como don
específico) nos advierte que ha dejado de orillar y que se larga a lo

0 Para apreciar en toda su intención el razonamiento de Hernández, que


desarrollaremos en seguida, conviene tener presente que está reivindicando ios
derechos espirituales de una clase socialmente despreciada, desde la época colonial,
por nuestros medios cultos, en cuya opinión se reproducía —pese a la revolución de
1810 y a la organización constitucional del 53 — el juicio formulado en el siglo XVIII por
Concoiorcorvo, en su radiante caricatura del gaucho: “...Mala camisa y peor vestido
procuran encubrir con uno o dos ponchos, de que hacen cama con los sudaderos del
caballo, sirviéndoles de almohada la silla. Se hacen de una guitarrita, que aprenden a
tocar muy mal y a cantar desentonadamente varias coplas, que estropean, y muchas
que sacan de su cabeza, que regularmente ruedan sobre amores”. (Concoiorcorvo:
Lazarillo de ciegos caminantes, 1773.)

189
hondo de la cuestión. Porque aquel reconocimiento, aunque también
pueda parecer solamente enderezado a justificar su presencia en
escena, en verdad configura una concesión que le permitirá procla­
mar, en seguida, conforme a ese derecho natural, el libre ejercicio de
tal facultad:
Cante todo el que le cu ad re...

Y es que el objeto de su pensamiento consiste en él retomo a lo


particular, dentro de lo específico, es decir, al modo y gusto de cantar
de la clase o familia a que él, como individuo, pertenece:

Como lo hacem os lo s dos.

Está dicho: como lo hacemos nosotros. Su pensamiento ya es


aquí completo. Pero abona todavía los derechos de su clase con un
argumento secundario, de extensión circunscripta visiblemente por la
premisa inicial y que debe interpretarse, en consecuencia, como
alusión intencionada a peculiaridades del temperamento, que se le
recriminan socialmente:

P ues sólo no tiene voz


El ser que no tien e sa n g re . 6

Para nuestro poeta, la voz es trasunto de la conciencia. Por eso


exaltó el canto al grado de mayor testimonio de la existencia racional,
al de signo incoercible de la persona. De manera que “tener voz” es
una consecuencia de sentir la responsabilidad del pensamiento y .de
disponer de las facultades de juicio y de la voluntad de opinión. Por
eso aconsejará a sus hijos que no templen el instrumento “por solo el
gusto de hablar” y que se acostumbren “a cantar en cosas de
fundamento” . Por eso, para él, el verdadero modo de cantar es “cantar
opinando” o, para decirlo con frase más relacionada al caso, “con toda
la voz que tiene”.

6 Don Rodolfo Senet, en La psicología gauchesca en el M artín Fierro —edit.


Gleizer, Bs. Aires, 1927, págs. 31 y 32— consideró estos versos desde el punto de vista
de las ciencias naturales, observando que su contenido es biológicamente inexacto.
Pero es visible que el sentido de los mismos está condicionado por las frases corrientes
“no tener sangre”, “no tener sangre en las venas” o “tener sangre de pato”, que aluden
despectivamente al temperamento linfático, a las personas en extremo apáticas, que no
reaccionan ante las injurias u ofensas de que se las hace objeto.

L90
Este laborioso desarrollo del contenido de la estrofa estudiada
—cuya comprensión intuitiva resulta, en cambio, tan rauda— ha sido
indispensable para llegar a la evidencia de que todo su razonamiento
gira en torno al verso que nos ocupa, mediante el cual el cantor se
hermana con el pueblo, que es su auditorio y su semejante, recono­
ciendo que tiene su misma voz, o sea, que los dos reúneñ la condición
necesaria para estimarse idénticos en tal oportunidad. Pero esa
identidad se establece para ocupar posición polémica en el terreno
literario. De eso se trata, precisamente. De ahí que, en seguida de
centrar esa simpatía como denuncia de campo propio, las intenciones
comienzan a girar abiertamente hacia el campo contrario:

Canta el p u eb lero... y es pueta;


Canta el gau ch o... y ¡ay, Jesús!
Lo miran com o avestruz.
Su inorancia los asom bra.
M as siem pre sirven las som bras
Para distinguir la luz.

Las transiciones resultan ahora perfectamente claras y coordi­


nadas. Es bien sabido que “el pueblero” está significando aquí, por
énfasis de lo urbano, la presunción de cultura y —‘$a va sans diré’—
de toda excelencia en poesía. Esto no se quedará en la guitarra,
porque el cantor es explícito y defiende su plata:

El campo es del inorante;


El pueblo, del hom bre estruído.
Yo, que en el cam po he nacido,
D igo que m is v erso s son,
Para los u n o s... sonidos
Y para o tro s... intención.

Y así va tendiendo, nuestro paisano, ese lienzo de alambrado


sntre su campo y el ajeno, con deslinde cada vez más irónico y
enérgico:

Yo he conocido cantores
Que era un gu sto el escuchar,
M as no quieren opinar
Y se divierten cantando;
P ero yo canto opinando,
Que es mi m odo de cantar.

191
No ha de ser necesario pasar adelante, en estas transcripciones,
para convenir que el verso en cuestión, así comprendido, satisface
plenamente su razón de ser como fué escrito, ya se lo considere con
respecto al espíritu del poema, a los procedimientos técnicos del
autor o al argumento del canto que lo incluye.7
Aun puede agregarse, para su más objetiva comprensión, que
también en su matiz polémico responde a circunstancias de la época,
es decir, que no es simple resultado de un arranque fantástico del
cantor. En efecto: en nuestros medios cultos, el éxito público
alcanzado por El g a u c h o Martín Fierro —y pasemos por alto sus otras
resonancias en el ambiente- sólo se estimaba como prueba y fruto de
una recidiva del mal gusto nacional, sancionado con radiante gracia
por Concoiorcorvo, al describir nuestras costumbres, allá por las
vísperas de la fundación del Virreynato. No hay que olvidar que ya
asomaba en el horizonte la luz de la generación del 80. Y que, en los
momentos en que se producía La vuelta de Martín Fierro, el
apartamiento de todo lo nacional y popular registraba un proceso
agudísimo en nuestras clases cultas, atestiguado por García Merou,
en sus recuerdos de las famosas sesiones del Círculo Científico
Literario dedicadas a la ardiente discusión sobre romanticismo y
clasicismo, de las que nos dio este resumen: “Digámoslo de una vez
por todas: en aquel grupo de jóvenes argentinos no se traía al debate
sino autores extranjeros. Estábamos dominados por la influencia
europea. En aquella discusión célebre casi no quedó literato notable
del viejo mundo que no acudiera a deponer, solicitado por alguno de

7 Don Elbio Bernárdez Jacques, comentando este artículo, aparecido en “La


Nación” 19-X-941 observa: “Si estudiamos esa parte del poema, con un criterio
subjetivo, podríamos asignar al verso cuestionado, quizás otro significado, o sea,
enlazando esa expresión con la sextilla siguiente, cuando el autor dice:

Canta el pueblero... y es pueta;


Canta el gaucho... y ¡ay, Jesús!
Lo miran como avestruz;
Su inorancia los asombra;
Mas siempre sirven las sombras
Para distinguir la luz.

Aceptada esta presunción, podríamos colegir que Hernández, al escribir los dos, tenía
en su mente, subjetivamente, la idea de los dos personajes a quienes a renglón seguido
iba a aludir. El hecho de que se particularizara con solo dos sujetos: el pueblero y el
gaucho, me da la presunción de que ahí bien puede estar lai clavti del misterio que
encierra esta cita”. (RevistaSeñuelo, N” 10, Bs. Aires, setiembre, 1943, pags. 16 y 17:
E. Bernárdez Jacques, Algo más sobre los dos del Martin Fierro.)

192
nosotros. Y, sin embargo, nadie recordó el artículo de Echeverría
sobre este tópico palpitante...”8
Si en 1878 nadie recordaba ya a Esteban Echeverría, calcúlese
cuál sería entonces el rumbo de la joven intelectualidad argentina y
cuáles las vueltas de desdén en que andaría rodando nuestro pobre
criollo... con su desmedido empeño de ascender a las expresiones del
arte.
Válgale a Hernández, pues, la hazaña de haber tendido ia mano a
nuestro hombre, en su poema, y aquel abrazo en su verso como lo
hacemos los dos.

PRELUDIOS DE M ARTÍN FIERRO

Los testimonios y argumentos expuestos prueban en forma clara


y explícita, a nuestro ver, el origen militante de nuestra literatura y,
como consecuencia ejemplar del impulso que la anima desde su
nacimiento, a lo largo de más de medio siglo, la génesis polémica del
Martín Fierro y el espíritu social de este poema americano que
testimonia el acceso trascendente de los móviles de la democracia a
las manifestaciones perdurables del arte universal.
Estas precisiones arrojan una claridad insobornable sobre otros
aspectos del poema, en cuya interpretación se ha infiltrado cierto
sigiloso metafisiqueo pseudo-erudito a los efectos de trastornar su
arquitectura ético-estética para adaptarla a realidades que le repug­
nan. Se pretende ignorar el propósito justiciero que inspira a la obra
de Hernández, y que el único camino para conciliaria con determina­
dos aspectos de nuestra realidad fué señalado por el mismo autor en
aquel postulado progresista, de términos aparentemente antitéticos:

Sepan que olvidar lo malo


Tam bién es tener m em oria.

Por ejemplo: en una conferencia sobre la formación del espíritu


argentino, pronunciada hace un lustro por un embajador de nuestro
país, en la capital de una república sudamericana, se trató —¡natural­
mente!— del gaucho y, a su propósito, del Martín Fierro, obra que
nuestro representante diplomático caracterizó así, llevado de la mano
por las interpretaciones especiosas a que aludimos: “Es un poema

8 Martín García Merou, Recuerdos literarios, edit. La Cultura Argentina, Bs.


Aires, 1915. pág. 191.

193
donde el gaucho canta, con su inseparable guitarra, sus alegrías y sus
penas y narra sus proezas, siempre en el mismo tono resignado de
quien acepta su destino, con ánimo valeroso pero fatalista”.
Como argentino, he sentido vergüenza e indignación por esa
falsedad autorizada diplomáticamente, pero desmentida por la reali­
dad y por la verdad vigorosa del poema.
¿De dónde han sacado los críticos, los eruditos y los diplomáticos
el espíritu fatalista de la creación de Hernández y, por baranda, del
gaucho que la protagoniza? ¡Asombrémonos, de una vez por todas!
Ese fatalismo gratuito, aderezado racialmente de reminiscencias
arábigas, no es nada más que una mistificación —neologismo burlón,
de raíz mística— sobre el número de cantos que contiene cada parte
del poema.
Tras la opulenta labor de exaltación estética del Martín Fierro,
realizada fervorosamente por Lugones, sobrevino en algunos intér­
pretes —a veces, con malicia y todo— aquella luminosidad trascen­
dental que Jorge M. Fürt calificó irónicamente de satisfacción erudita.
Y, como la primera parte del poema consta de trece cantos y la
segunda de treinta y tres, fué cuestión de trasladar el espíritu de la
obra al terreno religioso, con toda la librería que se puede clinear
entre los tercetos del Dante y la secular alegoría sobre la lucha entre el
bien y el mal. Para mejor, el poema termina con aquellos versos:

Y si canto de este modo,


Por encontrarlo oportuno,
No es para m al de ninguno
Sino para bien de todos.

¡Ya está! Allí se consignan las dos eminentes voces simbólicas, y


en versos subrayados por el propio autor? bien y mal. Todo se junta: el
13 fatídico, número de cantos déla Ida, el mal; el 33 cristiano, número
de cantob de la Vuelta, el bien.
Lo difícil es traer a colación la añeja alegoría sin que su cabellera
no se nos quede en el puño, al hacerla cabestrear en tan descabellado
sentido. Porque, conforme a ella, el bien debe triunfar. Y sucede que
el bien, para Hernández, estriba en la rehabilitación del gaucho, en la
dignificación social de ese hijo de América, del hombre nuestro; y el
mal en lo contrario. Pero los alegóricos intérpretes después de llevar
sus sutilezas de argumentación a los extremos del sofisma, concluyen
en que el contenido del poema trasunta la fatalidad de la suerte del
gaucho vencido por el mal, que encarnan en la civilización. ¿Se puede
arribar a una conclusión más arbitraria y ocurrente?

194
N o es para mal de ninguno
Sin o para bien de todos.

Lo cual está referido a su modo de cantar, es decir, al cantar


o p in a n d o o, si se quiere, a su militancia social como poeta. Porque
termiíia polemizando, como empezó. Y para lo evidente huelga la
hermenéutica.
Si alguna alegoría se encierra en el número de cantos de cada
parte del poema, si alguna intención simbólica les comunicó el autor,
ella no puede ser distinta, desde que sería necesariamente delibera­
da, a la tendencia que —según lo admite su respuesta a Pelliza—
aquél imprimió a su obra.
Pero si es necesario reemplazar lo destruido, para que las ruinas
no nos promuevan la evocación sentimental del error desmoronado; si
es indispensable llenar el hueco dejado por éste en la sensible
imaginación colectiva, entonces procuremos explicar aquellos núme­
ros con mayor consecuencia de argumentos que la observada por los
hermeneutas del supuesto fatalismo, para aventar definitivamente su
ya desahuciada alegoría con una ráfaga liberal de realidad.
La segunda parte del Martín Fierro, con sus 33 cantos, contiene
casi el triple de versos que la primera. También el preludio guarda en
extensión una proporcionalidad semejante. Para explicar esta mayor
extensión del preludio de la vuelta se ha generalizado en los
intérpretes aquella opinión de Lugones: “Entretanto, el favor del
público ha robustecido en el poeta la conciencia de su genio. El
preludio (se refiere al segundo) revela, con estrofas que son vaticinios,
este nuevo estado de ánimo”.
Dicho de otro modo: allí el hombre es más dispendioso de versos
porque está seguro del terreno que pisa.
La verdad evidente es que Hernández incorpora a La vuelta de
Martín Fierro nuevos elementos de juicio y formas más claras de
argumentación; detalla, amplía, hace más transparentes los concep­
tos de la introducción de la Ida, como para que no queden dudas,
sabiendo seguramente que no se lo ha querido entender, a pesar de la
franqueza que abona su pensamiento y de la claridad de su transcrip­
ción al verso. Basta comparar, de ambas introducciones, la estrofa
referente a los cantores, como ya lo hicimos, para convenir en que ello
es así. De ahí, de esa argumentación más explícita, la impresión de
vaticinios que esas estrofas provocan en el alma de Lugones. Y es
admirable, de veras, la grandeza del llanísimo tono polémico que las
exalta.
Pues bien: Hernández comenzó el poema advirtiendo que iba a

195
jugar con todas las cartas. Y, en el curso de su desarrollo, son
numerosas las ocasiones en que el concepto se expresa por modismos
que recaen en el tema de la baraja: “ el jefe nos cantó el punto”, “le vi
los pies a la sota”. Pero es, sobre todo, en la confesión explícita de la
confianza en sí mismo para sostener el triunfo de su posición militante
en lo literario y en lo social, donde vuelve más notable, por el parangón
con el juego de cartas, la contienda que está librando:

S i no lleg o a treinta y una,


de fijo, en treinta me planto.

Esto está dicho al comienzo de la introducción de La vuelta de


Martín Fierro y, como anota Tiscornia, es expresión de jugador con
que se anticipa el éxito del cantor. Este sentido es inequívoco, en
efecto, pues la estrofa continúa:
Y esta confianza adelanto
Por que recib í en m í mismo,
Con el agua del bautism o,
La fa cu lté para el canto.

Obsérvese cómo el hombre está jugando el vocablo al referirse al


canto, que corresponde por igual al ejercicio de su facultad poética y al
juego de naipes en que objetiva la polémica. (Ya en el canto cuarto de
la Ida había dicho, después de referirse a los problemas sociales
involucrados en la desdichada situación de nuestro pueblo: “mas
también en este juego voy a pedir mi bolada”. ..) Y termina el preludio
de la Vuelta con una nueva expresión de jugador, declaratoria de que
va a formular el mayor acuse, es decir, que se tira a más en el sentido
de su militancia:

D ejenm é tom ar un trago:


E stas son otras cu aren ta...

Si ya era significativo que el poeta comenzara por advertir, en el


preludio de la Ida, que iba a jugar con todas las cartas, que iba a
jugarse entero, mucho más lo es el hecho de que las treinta y una y
las cuarenta —el punto y el acuse mayores en los respectivos juegos
de la 31 y el tute—•sean mencionadas en la introducción de la Vuelta;
especialmente las últimas, que van relacionadas, por ley de juego, al
palo del triunfo y, por precisión adjetiva, a la circunstancia de

196
haberlas cantado en ocasión anterior, es decir, en la primera parte del
poema: “estas son otras cuarenta” .9
Todas estas intencionadas expresiones de jugador nos dan, en
nuestra opinión, el verdadero sentido de aquella sextina del final del
canto 33° de la Vuelta:

P erm itanm é d escansar,


¡P ues he trabajado tanto!
En este punto m e planto
Y a continuar me resisto:
E sto s son treinta y tres cantos,
Que es la m esm a edá de Cristo.

Le habían soltado el envite —el envido, decimos nosotros— y él


lo contestó a su modo (a su modo de cantar), con treinta y tres en la
mano, que es también el punto más alto en la incidencia inicial del
truco. ¿Para qué insistir, si ya tiene adversarios? Por eso: “en este
punto me planto y a continuar me resisto”... Con esa falta envido
terminaba el partido.
Lo de la mesma edá de Cristo no tiene allí ningún significado
místico o religioso: es una de tantas formas complementarias del
canto o punto que se acusa, empleadas para dar a éste sentido de
imbatibilidad, con sorna para el contrario. Es también corriente
referir los treinta y tres puntos del envido a las del inglés (no sabemos
si por simple razón de consonancia) o a los de Lavalleja, donde la
razón es evidente; así como se suelta una copla para cantar o fingir que
se va a cantar una flor.
Hernández había cantado, pues, con toda la voz, el punto más
alto para el largo, como quien dice para el tiempo, para la eternidad.
Pero ¿y el 13?—preguntará alguno—. ¿Elfatídico 13, delnúmero
de cantos de la primera parte del poema?...
Contestamos: 13 no es más que la suma de las dos cartas

9 Sírvannos, estas cuarenta, para insistir en los aspectos de lo interpretativo.


Para don Leopoldo Lugones significan otro naipe, otro mazo de cartas: “otras cuarenta
como las cartas de la baraja usual entre los gauchos que desechan los ochos y los nue­
ves”. Para don Eleuterio F. Tiscomia, aunque “sacada directamente del juego de la
brisca, cuyo mayor acuse es de cuarenta”, es sustitución de “la vieja frase española
Esas son otras quinientas” y “conservó intacto el sentido de ser harina de otro costal” .
Don Santiago M. Lugones dice lo cierto: “alude al punto más alto y más difícil de con­
seguir en el juego de la brisca o briscambra: caballo y rey del palo del triunfo”. En
verdad no se llama punto —entre nosotros, el punto es para el envido, en pl truco— sino
acuse y el acusarlas, a las cuarenta, es declaración de tirarse a más.

197
del mismo palo que se tiene en la mano, cuando se tiene también la
potra de ligar semejante pareja de blancas para el envido: un 7 y un 6.
Sin embargo, al cantar el punto se suma, a esos 13, otros 20
imaginarios, porque así lo establece la ley del juego, y se canta: 33. Por
eso, la segunda parte del Martín Fierro, lo mismo que su introducción,
es un complemento, una ampliación, un desarrollo aclaratorio de la
primera, sin alegorías de otra laya. Que no las necesita su grandeza.
{Crítica y pico, Ediciones Colmegna, Santa Fe, 1945. De la serie que
Villanueva tituló “Preludios de Martín Fierro”, publicamos el
tercero y último.)

198
EZEQUIEL MARTÍNEZ ESTRADA
Ezequiel Martínez Estrada

MORFOLOGÍA DEL POEMA

LA ESTROFA

EL ARQUETIPO es construir la sextilla en tres partes, una ae


las cuales, regularmente la última, puede estar constituida por un
dicho o refrán. En esta forma pueden desarticularse la mayoría de las
estrofas. Suele señalarse la separación de sentido con punto y coma o
guión.
Contra lo común, los primeros versos de la estrofa suelen ser
afirmativos. Lo es, en grado ejemplar, el primer verso del poema:
Aquí me pongo a cantar. Pero, entrado ya en el relato, los versos
iniciales tienen la misma consistencia de los restantes de la estrofa. La
impresión inmediata es que se han suprimido (omitido) los cuatro que
pudieron integrar la décima: tal es la seguridad del comienzo. Por lo
común, el primer par de versos plantea el tema en forma concreta; el
siguiente consiste en alguna divagación o referencia que sirve para
subrayarlo; el último lo cierra con el hecho concluso, o, como es
frecuente, con un dicho. Los dos primeros versos pueden ser
abstractos o de enunciado general, a manera de preparación al tema
de la estrofa. Casi siempre la estrofa cierra no solamente un sentido
gramatical (es norma absoluta), sino un tema; de manera que muchas
de estas estrofas constituyen poemas minúsculos separados del
contexto. Mucho mayor cuidado pone Hernández en los versos
iniciales que en los intermedios; están siempre trabajados con
precisión y ajuste de versos finales. De modo que la parte más
endeble, el eslabón débil de la estrofa, son los dos versos centrales.

201
Pero quedan engarzados, ceñidos, por los anteriores y los últimos.
Los ripios que pueden encontrarse están en ese lugar. Excepto en
aquellas estrofas de final evasivo, intencionalmente frustráneo, como
se encuentran en mayor abundancia en el canto II de la Ida: ¡La pucha,
que trae liciones El tiempo con sus mudanzas! (131 -2), Era una delicia
el ver Cómo pasaba sus días (137-8); A la éocina rumbiaba El
gaucho. .. que era un encanto (143-4) ;Era cosa de largarse Cada cual a
trabajar (155-6); ¡Ah tiempos!... pero si en él Se ha visto tanto primor
(221-2), etc. Esa circunstancia curiosa, y que denota una forma
imprecisa —tanto por no querer concretar el tema, rehuyendo la
narración, cuanto por menos experiencia—, da a esa parte de la Ida
una vaguedad que la coloca en las evocaciones emocionales más que
de recuerdos, En algunas estrofas de Cruz se repite el caso; que no es
nunca regular,
Si los dos versos iniciales de la estrofa plantean el tema (o tópico):
Daban entonces las armas Pa defender los cantones (457-8); Y cuando
se iban los indios Con lo que habían manotiao (469-70); No salvan de
su juror N i los pobres anjelitos (481-2); Tiemblan las carnes al verlo
Volando al viento la cerda (487-8), etc. (en ejemplos tomados
consecutivamente, al azar), los dos siguientes lo desarrollan. Esos
versos centrales ya continúan lo antedicho, ya preparan los versos
finales. Cuando de por sí tienen sentido de oración subordinada,
adquieren el vigor de los restantes. En general, la estrofa de
Hernández no se vulnera por puntos débiles; pero, de serlo, están ahí
en el centro de la estrofa. Lo asombroso es que esas debilitaciones,
forzosas por la tensión de la composición, sean tan escasas en obra de
tal longitud. Para Hernández, el trabajo de la estrofa equivale al del
soneto en otros poetas. Muchísimas veces esos seis versos de su
estrofa tienen el valor preciso y sintético de los dos tercetos de un
soneto. A tal punto, que el verso libre inicial más bien es una libertad
para precisar un sentido, y no se le percibe como “una debilidad en el
régimen de la rima”.
Los dos versos finales son de tal densidad y estrictez, que no
pocas veces se convierten en un refrán o un dicho. Cuando no, en una
sentencia epigramática. Siempre cierran la frase y la idea hermética­
mente. De manera que se puede suspender la lectura en un final de
estrofa como en un final de canto. Nada queda indeciso o pendiente
para desarrollarse en la estrofa siguiente. Y por eso cada estrofa
puede comenzar con íntegro vigor, sin compromisos que cancelar. Se
pueden señalar los versos finales de estrofa que no tienen esta
cualidad dantesca (como los transcritos); pero siempre son excepcio­
nes. La regla es lo contrario: estos dos versos soportan, con firmeza de

202
cimiento enclavado en la tierra, el peso de la fábrica poética de la
estrofa, que suele ser muy recia. En una de las estrofas más
admirables: Había un gringuito cautivo Que siempre hablaba del
barco— Y lo augaron en un charco Por causante de la peste— Tenía los
ojos celestes Como potrillito zarco (II, 853-8), cada uno de los tres
miembros posee la misma intensidad de emoción. Acaso los más
fuertes sean los primeros. Los dos finales contienen una imagen de
frescura y melancolía (el potrillo de ojos azules es una imagen
absolutamente vivencial, inexplicable), y por su belleza tiende a
ocupar el primer término; pero lo cierto es que aun los dos versos
centrales contienen más valor con su descarga de toda dramaticidad.
La superior calidad poética y dramática de esa estrofa, que puede
desarticularse en tres porciones, conservando cada una de ellas la
misma vitalidad o poder de sugestión, es expresiva de la calidad de
todo el Poema. No creo incurrir en exageración si digo que, desde el
“Infierno” de Dante a los sonetos de Keats, en ningún idioma y en
ninguna obra poética el verso fue tan sustancioso. Es fácil equiparar
las dieciséis sílabas de cada par al endecasílabo de Dante y recons­
truir así un terceto. Algunas estrofas (centinela en el Fortín, relato de
la curandera con el intruso) deben exceptuarse de esta terminante
valoración, donde es innegable la voluntad del Autor, su conciencia de
realizar esos divertíssements que no carecen de gracia, cualquiera sea
su enjundia. Están, con su nota humorística y grotesca, en la economía
del Poema, y ha de juzgárselas, equitativamente, en los valores de
composición y no de trabajo del artista en el modelado de la estrofa.
El esfuerzo de Hernández en la factura de los versos finales suele
ser sin excepción extraordinario. Y a veces apela al recurso de cerrar
la estrofa con un refrán o un dicho, de buena ley. El mérito mayor del
Poema está en esa síntesis de lo filosófico y lo ingenioso, lo poético y lo
vernáculo. Hasta puede señalarse el canto III de la Vuelta como un
alarde, y en general esa facultad es tan radicalmente castiza como el
verdadero don natural del Autor.
El final de las estrofas en que ese resultado se frustra (siempre
intencionalmente) corresponde al estudio sobre la técnica de narrar,
los suspensos y las evasivas. Tienen, por lo común, un significado en
la economía estilística del Poema. Psicológicamente, el corte inespe­
rado de los contados finales frustráneos es de gran efecto psicológico,
y hasta en algunos casos de gran elocuencia. Bastará el ejemplo del
elogio de la mujer por Cruz: ¡Amigo, qué tiempo aquél! ¡La pucha—•
que la quería! (1769-70).
Aun cuando el sentido o el proceso de la enumeración haya de
pasar de una estrofa a otra, Hernández prefiere separarlas netamente
en dos. Es el caso ejemplar de los movimientos de precaución de

203
Martín Fierro al saber que llega a prenderlo la partida: son seis
movimientos, tres detallados en cada estrofa y, sin embargo, con una
pausa y cambio de movimiento de ia enumeración de una a otra: Me
refalé las espuelas, Para no peliar con grillos. Me arremangué el
calzoncillo Y me ajusté bien la faja, Y en una mata de paja Probé elfilo
del cuchillo. Para tenerlo a la mano Elflete en el pasto até, La cincha le
acomodé, Y en un trance como aquél, Haciendo espaldas en él Quietito
los aguardé (1499-510). Son dechado, además, estas estrofas, de
economía y buena organización del material.
Se puede tomar la estrofa como pieza autónoma. Su separación
del Poema ni afecta a la economía del texto ni nos deja una pieza
desconectada, de valor impreciso, que sea menester reintegrar a su
sitio para que recobre su cabal sentido. La estrofa es un poema.
Puede hacerse la prueba tomando al azar cualquiera de ellas. La
primera del Canto IX de la Ida: Matreriando lo pasaba Y a las casas
no venía—•Solía animarme de día— Mas, lo mesmo que el carancho,
Siempre estaba sobre el rancho Espiando a la polecía que contiene
todos los elementos de ambiente, psicología, situación de ansiedad y
soledad. Hernández trabaja separadamente cada estrofa; en cada
estrofa, cada verso. Cuando en el Manuscrito encontremos que
muchas de esas estrofas no guardan el orden que en el texto impreso,
nos advierte esa circunstancia que el montaje podía hacerse con
relativa facilidad, precisamente por la autonomía de cada una de sus
piezas. El examen de la pelea con el Indio, donde muchas estrofas, y
en diferentes lugares, son digresiones y suspensos, vale para estudiar
este aspecto. No solamente la estrofa es una pieza entera, viva, con
personalidad, sino que es una concepción que no se subordina a lo
anterior ni a lo que sigue. Ni la frase corre de una estrofa a otra (se
cierra con un punto final siempre), ni el sentido queda trunco para
ser aclarado o explicado luego. Podrá (necesariamente en un Poema
narrativo extenso) resultar de la lectura total una unidad que se
organiza más bien en la memoria del lector; lo cierto es que siempre el
Poema resulta más coherente, más flexible, en el recuerdo de la
lectura que en la lectura misma. Como la película está hecha de
fotogramas independientes que la visión funde en un todo orgánico y
ondulante, melódico y plástico, así el Poema en otros órganos no
menos finos que el ojo. Pero cada estrofa es un fotograma. Se le puede
fijar y observar: está completo. Puede haber episodios de más, pero
no estrofas de más. Y en cuanto al elemento constituyente de ella, el
verso, difícilmente se puede suprimir alguno (ni siquiera aquellos
expletivos que el autor puso para saborear el lenguaje oral) sin que se
resienta la economía de la estrofa. Muchos, es verdad, pueden
cambiarse, pero en la mayoría de los casos es tan difícil como

204
introducir una estrofa sin que sea perceptible de inmediato que es un
cuerpo extraño en el Poema. De esta prueba (que debe intentarse)
resulta que no solamente el Poema no puede ser imitado, sino que la
capacidad del imitador no llega ni a la posibilidad de insertar una
estrofa apócrifa sin que sea advertida. De ello tenía conciencia el
Autor, y lo dijo en el mismo Poema: Lo que pinta este pincel N i el
tiempo lo ha de borrar; Ninguno se ha de animar A corregirme la plana;
No pinta quien tiene gana Sino quien sabe pintar (II, 73-6), en lo cual se
refería al verso y a la unidad estética que con él se forma en la estrofa,
no al Poema. El Poema acaso no pertenece a Hernández, sino a la
tradición de lo gauchesco en la literatura rioplatense. Pero esas piezas
que acuñaba y cincelaba; esa joya inconfundible, sí le pertenecía; y le
pertenecía la conciencia —que ¿quién tuvo en su tiempo, fuera de
Baudelaire y de Rim baud?— con que realizaba su trabajo en cada
estrofa, en cada verso y en cada palabra, hasta el punto de que su
pulcritud a este respecto pone a la literatura castellana del siglo X I X en
bloque en la clase de las obras hechas sin responsabilidad.
Si la estrofa se aísla en calidad de vértebra, en unidad orgánica,
es preciso considerar que la unidad del verso está compuesta no por el
octosílabo, sino por el par, restituyendo así la unidad del verso del
romance, que fue de dieciséis sílabas, como se la encuentra a menudo
en el Cantar de Mió Cid, y en la unidad que aún conserva, escindido,
en la rima. Porque el verso entero, que concluye en el asonante, es
aquél, luego escindido en su hemistiquio por razones que diría
tipográficas. En Hernández, no por su propósito, sino por esa
necesidad profunda de lo que se fundamenta en la raíz y la naturaleza
misma del idioma, renace espontáneo. El par de octosílabos es la
unidad, y entonces es más comprensible por qué ni a su oído, ni al
nuestro, que juzga con otro canon, el primer verso libre ofrecía
ninguna dificultad de orden musical o artístico. Con su sexteta
desaliñada aparentemente, restituye al verso viejo del habla de
Castilla su estructura y su verdadera vertebración. En ningún poeta
castellano, de los romances acá, dos versos de ocho sílabas componen
como sistema una unidad indivisible. Esta inesperada rehabilitación
del terceto de Dante y del doble terceto que remata el soneto, fija
además la rotundidad y la plenitud de la estrofa de seis versos, que
para el oído acostumbrado a la lectura de las obras académicas ofrece
una anomalía y desmesura con respecto a la redondez y plenitud
aparente de la quintilla. Si la quintilla se cierra mucho más que la
redondilla, en una unidad cabal por la ratificación de la rima en su
verso impar, la sextilla, pero la sextilla incorrecta, la sextilla de
Hernández, cierra más arquitectónicamente esa unidad de la estrofa,
porque en su triple par de versos de dieciséis sílabas conserva esa

205
quíntupie meta sonora y, dentro de ella, la cuádruple de la redondilla,
con la liberalidad hacia el asonante —que no lo es— del consonante
—que muchas veces tampoco lo es— y con el verso libre inicial que
pone la estrofa en la dirección del romance. Eso es verdad a tal punto,
que de los críticos que han estudiado bajo este aspecto de su
estructura el Poema, no sé de nadie que haya advertido las varias
estrofas de seis versos que son romances, en realidad. Hernández ha
podido ponerla en el texto sin que el más sagaz pesquisidor lo haya
notado; como tampoco ha notado que, en razón de ser romanceadas
las tres estrofas de la Payada con que contesta a Martín Fierro, estas
partes de la composición han sido elaboradas fuera e injertadas luego,
en el desarrollo de un tema que adquirió la importancia de uno de los
tres mejor construidos y más sólidos de toda la Obra. A tal punto la
estrofa de seis versos de Hernández está cerca del romance y a no
mayor distancia de la quintilla, que es el perfeccionamiento, por lujo
de recursos y mayores exigencias del virtuosismo fonético, de la
redondilla.
De esa preocupación de condensación y precisión con que exige a
la estrofa que contenga la mayor cantidad de sustancia en la menor
cantidad de material, resulta para el verso mismo una necesidad de
síntesis, que se opera por medio de la sinalefa y la sinéresis, como
merece estudiarse por separado. Aquí debo mencionar otras dos
articulaciones características de la estrofa sobre el arquetipo de la
sección en tres miembros, que predomina con carácter normativo.
Son las estrofas en que sólo dos miembros la dividen (Ejemplo: Ansí
le imponía tarea De juntar leña y sembrar Viendo a su hijito llorar, Y
hasta que no terminaba La china no la dejaba Que le diera de mamar,
E, 1045-50).
Menos común es la división en dos miembros de tres versos, que
abunda cuando el primer término está compuesto de cuatro versos y
el otro de dos, pero que es más rara en un primer miembro de dos y el
restante de cuatro. (Ejemplo: Cuando no tenían trabajo La empresta­
ban a otra china— Naides, decía, se imagina Ni es capaz de presumir
Cuánto tiene que sufrir La infeliz que está cautiva, II, 1051-6.)
En el primer caso se construye así: Si les hacen una ofensa,
Aunque la echen en olvido, Vivan siempre prevenidos; Pues ciertamen­
te sucede Que hablará muy mal de ustedes Aquel que los ha ofendido
(II, 4709-14). Ejemplo de dos porciones que se equilibran en tres
versos cada una, aunque contiene uno de los solecismos —pasado
por alto con indulgencia de magnates por los críticos —y en razón de
que encierra una de las más sutiles observaciones que la experiencia
ha sugerido al Autor. Esta forma, en dos miembros equivalentes, de
planteo y conclusión directa, forma un tipo, también característico, y

206
que predomina en los pasajes sentenciosos. El segundo tipo, de
cuatro y dos versos, está construido así: La cigüeña, cuando es vieja,
Pierde la vista, — y procuran Cuidarla en su edá madura Todas sus
hijas pequeñas— Apriendan de las cigüeñas Este ejemplo de ternura
(II, 4703-8) (Más netamente dividida: A llí un gringo con un órgano Y
una mona que bailaba Haciéndonos rair estaba Cuando le tocó el
arreo. ¡Tan grande el gringo y tan feo Lo viera cómo lloraba!, (319-24.)
Finalmente, el último tipo, de dos y cuatro versos, responde a
esta construcción: La sangre que se redama No se olvida hasta la
muerte— La impresión es de tal suerte, Que a mi pesar, no lo niego, Cai
como gotas de fuego En la alma del que la vierte (II, 4739-44).
Por lo general (existen pocas excepciones), el verso no es
subdividido por complementos, sino que se extiende en su cabal
longitud de dieciséis sílabas. El verso de ocho, como unidad ideológi­
ca y sintáctica, no se da en el Poema. La unidad, ya se dijo, son dos
versos. Pero a veces podría reemplazar el punto y coma o el guión por
un punto.
Basta recorrer el Poema para advertir que los dos versos iniciales
forman siempre una unidad: Otra vez en un boliche Estaba haciendo la
tarde (1265-6); Era un teme de aquel pago Que naides lo reprendía
(1273-4);M/zpobre, si él mismo creiba que la vida le sobraba! (1281-2);
Sólo se oiban los aullidos De un gato que se salvó (1021-2), etc. Está,
como dije, en la concepción del Autor; más, está en su estilo
personal. Está, ante todo, en el modelo que consciente o subcons­
cientemente ha adoptado: el refrán, o el dicho, que es su equivalente
en el discurso coloquial. Tal es, no un patrón que condiciona la
inspiración de Hernández: ¡es la misma forma de pensar y decir, tal
como él lo reconoció en grado natural del gaucho al hablar! Lo cierto es
que de tal estilo de pensar, concentrando, sintetizando, no sólo
resulta el verso, en el decir de Flaubert, sino el aforismo o el epigrama.
Tal el tono de la Obra, tal el carácter del taiento de Hernández.
En fin, con un matiz de curiosidad por su rareza, hay también la
estrofa íntegra ocupada por un solo pensamiento y una sola oración.
Ejemplo: Hasta un Inglés sangiador Que decía en la última guerra
Que él era de Inca-la-perra Y que no quería servir, Tuvo también que
juir A guarecerse en la sierra (325-30). Otro: Nos aviriguaban todo,
Como aquel que se previene— Porque siempre les conviene Saber las
juerzas que andan, Dónde están, quiénes las mandan, Qué caballos y
armas tienen (II, 313-8), y Tampoco tenía más bienes N ipropiedá
conocida Que una carreta podrida Y las paredes sin techo De un
rancho medio desecho Que le servía de guarida (33, 2265-70).

207
LAS ESTROFAS IRREGULARES

La estrofa de seis versos es una innovación de Hernández. Su


forma canónica es: a-b-b-c-c-b. Dentro de ella se observan anomalías,
la más frecuente délas cuales es alternar las rimas de los dos últimos
versos: b-c, cosa que en la lectura puede pasar inadvertida.
La construcción de la estrofa hernandina, como la llama D’Ors,
difiere de la sextilla por la circunstancia de llevar su verso inicial
blanco, y por la libertad que el autor se permite de emplear
consonantes imperfectos, que en algunos casos son meros asonantes.
Sin ajustarse a la convención de ninguna de las especies métricas
conocidas, la denominación de sexteta que le doy se justifica por su
novedad y porque el vocablo responde a la forma desinencial con que
la cuarteta se especifica de las formas de mayor rigor formal: de la
quintilla, la redondilla y el serventesio. Debemos admitir que la forma
canónica a-b-b-c-c-b y su variante a-b-b-c-b-c son normales en cuanto
a la mira, pero se presentan a este respecto anomalías que correspon­
den a otro criterio de valoración.
En el Poema predomina esa estrofa, pero algunos Cantos, comc
el VII de la Ida, el XXVII y el XXVIII de la Vuelta, están escritos en
cuartetas (en estos dos últimos cantos de la Vuelta alternan, sin
ningún orden, la cuarteta y la redondilla). La forma romance, siempre
asonando en palabra grave, sólo se emplea en la Vuelta, en los Cantos
XI, XX, XXIX y XXXI, que son aquellos en que se prepara, en acota­
ción explicativa, la acción de los siguientes. Existen también formas
romanceadas en algunas sextetas: en el relato de Cruz, una; cinco en
las respuestas del Moreno. En la misma Payada, Martín Fierro
emplea cinco cuartetas y una redondilla en sus respuestas. Tres
cuartetas dobles hay en el comienzo del Canto VIH de la Ida.
Las anomalías más extrañas, en los cantos regulares en que se
emplea la sexteta, son las estrofas de ocho y de siete versos, en el
Canto XIX y en el IX de la Vuelta, respectivamente. En el Canto
XXVIII se intercalan dos versos (3817-8) pareados, que configuran
un dicho con caracteres netos de una interpolación o, en todo caso, de
una digresión. También hay interpolada en el Canto VII una estrofa de
diez versos que no responden a la forma de la décima, pues el verso
inicial es blanco. En realidad, es la misma sexteta común a la que se
ajustan cuatro versos, que no configuran una estrofa, conforme a las
convenciones comunes para esa forma. Riman a-b-b-c y el último
verso consuena con el quinto, que inicia la sexteta. También pueden
considerarse formas anómalas de la estrofa de seis versos (no ya sobre
el modelo de la sexteta) las dos coplas que Cruz recuerda en el Canto

208
XI, registradas por Tiscornia como seguidillas a pesar de que les
faltaría para ello el pentasílabo del quinto verso. De todo el Poema, el
canto VIH de la Ida es el más irregular y el que en cuanto a la métrica
presenta el más interesante problema, pues cambia de la forma inicial
en cuartetas dobles a la sexteta, además de acusr imperfecciones en la
rima como en ningún otro pasaje de la Obra. Aquellas cuartetas
dobles difieren de las comunes (a-b-b~c; d-e-e~c) en que las asonantes
del cuarto y octavo verso son de palabras llanas y no agudas, como es
lo común. La primera sexteta de ese canto contiene una de las
anomalías más extrañas en cuanto a la rima, con el quinto verso libre.
Sólo se da tres veces en la Vuelta esa anomalía (versos 143, 2455 y
2467), pero en el Canto VIII se repiten con evidente sentido de forma
indecisa, tentada y no corregida, antes de aceptarse el canon de la
sexteta.
El Canto I de la Ida es de mayor regularidad en la observancia de
la disposición canónica de las rimas; en el verso 54 aparece la primera
asonante aguda. En los Cantos II y III de la Vuelta la estrofa canónica
no tiene excepciones; también es de mucha regularidad (sólo cuatro
excepciones) el Canto I de esa parte. En la Ida el Canto DI da ocho
anomalías de ese tipo; el VI, siete (más dos disposiciones caprichosas
de la rima: 1099-104 y 1105-10). En este canto, como en el XIX de la
Vuelta (versos 1523-4 y 2865-6, respectivamente), la sexteta tiene
sobreañadidos dos versos iniciales, el segundo de los cuales consuena
con el siguiente, primero real de cada sexteta. El Canto XVI de la
Vuelta es el más irregular de esa Parte; los Cantos XXIII y XXIV
observan en la estrofa la disposición de rima canónica, sin excepción.
El Canto X X X (Payada) de la Vuelta es el más irregular, en cuanto a
las estrofas y las rimas de la Segunda Parte.

LA ORGANIZACIÓN DE LA SEXTETA
Fue Unamuno quien, refiriéndose a la forma del Poema, aludió a
las “monótonas décimas’’; designación impropia de la forma de sus
estrofas, que Menéndez y Pelayo —quien en su Historia de la poesía
hispano-americana transcribe algunos párrafos de su juicio— deja sin
rectificar. La única explicación de tal desliz es que Unamuno tomara
la sexteta como los últimos seis versos de una décima. Este criterio es
el de Henry A. Holmes en M artín Fierro, an epic o f the Argentine
(1923), quien se refiere a la habilidad de Hernández en el uso de la
“combinación de seis versos” y se pregunta:
¿De dónde vino esta forma inusitada?... El examen muestra que los últimos seis versos
de una décima, tomados por sí mismos, dan la verdadera estructura que hemos
encontrado que prevalece en Hernández.

209
Y recordando la definición de décima dada por Unamuno, manifiesta
que
ella también se encuentra en Los tres gauchos orientales y en El matrero Luciano
Santos, de Lussich. No sabemos quién decapitó la décima inicial para darle la forma en
discusión.

Salvador Mario, en carta poética del 17 de diciembre de 1877,


dirigida a Jorge Isaacs, dice:

M artín Fierro, el p oeta sin laureles,


en el silencio de la noche can ta..,
No advierte que en sus décimas monótonas...

Ascasubi y Lussich cortan el diálogo, en ocasiones, de modo que


uno de los personajes dice una cuarteta y el otro los seis versos res­
tantes, que corresponden a la estrofa de Hernández. Alguna vez, en
la primera edición de Las tres gauchos orientales, queda separada una
décima, por razones tipográficas en el cambio de página, con seis
versos que costituyen artificialmente la sexteta. Pero no son sino
casuales desmembraciones que se pueden obtener por el procedimien­
to que indica Holmes. Es muy posible que Hernández haya advertido,
sobre todo en la lectura de los poetas gauchescos, que regularmente
los primeros cuatro versos, de preparación, podían suprimirse con
gran ventaja para la concisión del sentido. Pero atreverse a ello es
acaso la mayor de todas sus osadías.
Otra interpretación, no menos audaz en el Autor, sería la de
considerar que la sexteta se forma por adición supernumeraria, a la
quintilla, de un primer verso libre. Este verso permite al Autor una
libertad tan grande, que altera la ceñida forma permitiéndole iniciar la
estrofa con un sentido que se completa en el segundo octosílabo.
Además de la ruptura de un canon que daba cierta monotonía a la
estrofa cuando por absorción de la obra han desaparecido los
prejuicios de rigor académico más que acústico, se percibe que la
sexteta aventaja técnicamente a la décima y a la quintilla. En su
innegable rustiquez y liberalidad, contiene elementos compensato­
rios (como la rima imperfecta) que acaban por ser entendidos y
plenamente justificados. Circula por las estrofas un aire dé libertad y
de naturalidad, que adquiere por el solo hecho de liberarse de trabas
innecesarias.
Hernández elimina el ripio de treinta y dos sílabas que casi
siempre existe en la décima, y da desahogo a la quintilla. Con la
adopción de un consonante-asonante, logra un tipo de estrofa y dre rima

210
que le permite atender más fielmente al sentido y al valor estético de
su verso. ^
La fuerza que siempre posee el primer verso, y su unión íntima
con el siguiente, no permiten nunca pensar que se trate de un verso
s o b r e a ñ a d id o ; además, la organización de la estrofa, regularmente en
tres miembros que Hernández articula con sabia maestría, le dan una
plenitud acaso mayor que la de la quintilla, por la simetría de sus seis
versos, que se convierten de hecho en tres.
La estrofa, con sus características de metro y rima, es una
in ven ción genial de Hernández, y no se concibe que su poesía pudiera
haberse expresado en otra forma. Responde no a una innovación
técnica, sino a una necesidad intrínseca en su estilo y en su plan.
Es evidente que en las dos coplas del Canto XI de la Ida, falta el
5° verso de la seguidilla. Es un procedimiento de condensar y
comprimir, en la estrofa, como la sinéresis y la sinalefa en el verso.
Otra hipótesis, acaso la más verosímil y natural, es que la sexteta
se haya producido, por sí misma, de la reducción de la doble cuarteta
con que comienza el canto VIH. Entonces, hasta se podría localizar
cuál ha sido la primera sexteta hecha por Hernández, al suprimir los
dos primeros versos de la segunda cuarteta. Así la encontramos en
1289-94, en su primera forma: Se tiró al suelo; al dentrarLe dió un
empeyón a un vasco— Y me alargó un medio frasco Diciendo: “Beba,
cuñao”. — “Por su hermana, contesté, Que p o r la m ía no hay cuidao. ”
Esta estrofa contiene la única excepción de un primer verso que
puede dividirse, por su sentido, en dos cláusulas que el autor separa
con punto y coma, y además contiene el quinto verso libre, primero de
todos los contados casos que se encuentran en el Poema.

CONJETURAS SOBRE ANOMALÍAS EN LAS ESTROFAS

Dos anomalías dentro de la construcción regular en sextetas del


Poema, se ofrecen en los Cantos VII y VIII, a mi juicio las dos piezas
más antiguas de la Ida. En uno, la seudodécima que circuye una
observación de Martín Fierro sobre la actitud de la mujer del Negro,
ante el asesinato de éste, y que puede suprimirse, dejando que las
cuartetas anterior y posterior se unan, con lo que la economía de la
escena quedaría íntegra. Es decir, que se trata, evidentemente, de
una adición ulterior; y la factura del verso, con observaciones de
mucho valor de psicología y de elocución, denuncia una elaboración
tardía. Hay allí, en los seis últimos versos, una sexteta.
Más interesante es aún la primera sexteta del Canto VIH, que
continúa, sin mayores alteraciones, la forma de la doble cuarteta con

211
que se inicia. Esta sexteta —posiblemente ei accidente feliz del
Poema—■interrumpe no solamente una forma de estrofa, sino una
forma de narrar. Desde ahí la composición se ciñe, y ya esa misma
sexteta es la octava a la que se han suprimido posiblemente los dos
versos más débiles; el primero y el segundo de la última cuarteta.
Termina la primera con un exabrupto del Compadre: Beba, cuñao, y
en seguida sigue, sin acotación, que se pospone: Por su hermana, que
da inmensa vivacidad al diálogo. Es posible que antes, los dos versos
suprimidos aludieran a la actitud de Martín Fierro, invitado y
ofendido de manera tan brusca, Pero si el Autor optó por suprimir
toda observación para entrar de inmediato a la réplica, tan enérgica,
como el atropello del Compadre, habría acertado con su maestría
habitual, Es lógico, pues, que tal como quedaba ensamblada la
estrofa, reducida a seis versos, debió de darle la impresión segura de
que ese arreglo era un verdadero hallazgo. La estrofa tiene el quinto
verso libre, que está indicando la falta de los dos anteriores, uno de los
cuales compaginaba la rima. La circunstancia de que el lector haya
encontrado en seis cantos anteriores esa estrofa, no puede ser motivo
para desechar la hipótesis de que ésta es la primera sexteta que
escribe Hernández, pues evidentemente este episodio del boliche,
como el anterior del baile, son piezas absolutamente desconectadas
del contexto biográfico y hasta psicológico anterior. Por otra parte, la
llegada del Compadre, descabalgando, y su muerte, están contadas en
dieciocho versos, incluido en ellos el diálogo, que está recortado en lo
absolutamente indispensable, con la natural ofensa y desafío. Es un
ejemplo admirable de concisión como no lo hay mejor en todo el
Poema. Y si se tiene en cuenta que también la escena del baile (en el
canto anterior) está trazada con suma rapidez y seguridad, es
admisible que ambas piezas fueran trazadas en “un momento” de su
concepción que no se repite. Quedará la forma de contar sintética­
mente, pero no la síntesis misma abarcando la escena, los personajes
y la acción.
Además, es sensible que ai comenzar el Canto VTEI Hernández
tiene en vista la cuarteta y no otra forma, aunque aquí varíe de la
cuarteta propiamente dicha a la cuarteta doble, variedad que pudo
sugerirle la necesidad de no insistir y de evitar la monotonía que
inevitablemente habría resultado de ello. No puede caber duda, a
nadie que conozca el manejo del verso, de que el Canto VII responde a
la misma manera y técnica de los dos cantos de Picardía (XXXVII y
XXXVIII) y que el Canto VIII “es posterior a ellos, pero anterior a
todos los demás” .
La aparición de algunas estrofas con el quinto verso libre, en ese
canto, tiene distinto sentido que en los otros de la Ida, pues aquí la

212
elocución es natural, mientras que en los demás (Canto Iy Canto X, v.
1823) terminan con interjecciones. Caso distinto es el de las dos
estrofas del intruso en el relato del Hijo Segundo, que no puede
explicarse ni por negligencia ni por indiferencia. Hernández ha
trabajado ya demasiado primorosa, conscientemente, su sexteta para
atribuirle un desliz tan palmario. La explicación debe ser otra. Ha de
señalarse que las dos estrofas que siguen inmediatamente a la
“primera sexteta”, del Canto VIH, llevan en el quinto verso una
asonante sin tendencia a consonante (como se nota en todos los casos
en que el consonante es incorrecto). Demostraría, sobre la misma
hipótesis, que, efectivamente, al aparecer la “primera sexteta” y
adoptarla sin vacilar como modelo, Hernández aún no ha concebido
su ajuste completo. Esto lo consigue en la estrofa que sigue a la
muerte del Compadre: Y como con la justicia No andaba bien p o r allí,
Cuanto pataliar lo vi, Y el pulpero pegó el grito, Ya pa el palenque s q I í
Como haciéndome chiquito (1307-12). Cinco estrofas más, en ese
canto, quedan con el quinto verso libre, y la última lleva un asonante
del tipo de los que no tienden al consonante incorrecto»
Los dos versos supernumerarios del Canto IX (1523-4) de la Ida y
del XIX (2865-6) de la Vuelta son, evidentemente, adiciones que
demuestran que para Hernández el canon de la sexteta no era un
dogma, y hasta que se permitía infringirlo sin ninguna necesidad.
Caso idéntico es el de las dos sextetas de la pelea con el Indio, donde
hay en cada una un verso supernumerario, que Hernández prefirió
dejar para no debilitar la impresión que con su refuerzo obtenía. No es
un recurso que necesite, ni está en él aprovechar de ese modo sus
fuerzas siempre superabundantes, pero explica la anomalía como
corresponde más al estilo del Poema que a su factura formal. En todos
los casos la corrección de la irregularidad le hubiera demandado poco
esfuerzo; pero tan dentro de su Obra está el Autor, que no podían
afectar su conciencia esas licencias veniales cuando quedaba robus­
tecida la estrofa por su misma incorrección (caso análogo al de las
rimas incorrectas). La otra explicación, que podría dimanar de que
Hernández no corregía las pruebas de imprenta (trabajo a cargo de
un corrector inteligente, que dio a la ortografía mayor regularidad que
la del manuscrito), llevaría implícita la no revisión del manuscrito
antes de llevarlo a componer. Y aunque esto está en el carácter
negligente y libre de prejuicios de cultura libresca de Hernández,
debe desecharse, porque la interpretación del valor estético de su
obra, sobre las imperfecciones parciales, justifica mejor estos desli­
ces, que sólo son problemas de morfología para un censor excesiva­
mente retórico. La reiterada lectura del Poema da al lector puntos de
vista distintos de los que necesariamente tiene que adoptar en las

213
prim eras, orientadas por una crítica que comprende tam bién ia
forma. La valoración y aprehensión totales del Poem a exigen en el
lector la superación de esos escrúpulos escolares, porque la Obra está
más allá y no más acá de esas convenciones artísticas. Las incorrec­
ciones —to d as— forman parte de la perfección de la Obra, y ya
Hernández las desechó en bloque al decidirse por su sexteta y por su
rima, tan personales como no las hay en ninguna otra tentativa de
innovación (excepto los versolibristas) de cualesquiera literaturas. En
este concepto deben considerarse las estrofas con quinto verso libre y
los versos de consonante incorrecta que con suma facilidad hubieran
podido enm endarse.
Es de advertir que las dos estrofas que corresponden a la
interrupción del intruso al Hijo Segundo, en la Vuelta, dejan el quinto
verso libre (H, 2455 y *2467).

INTERPO LA CIÓ N DE ESTRO FA S

En el prim er Canto de la Vuelta, nos adviete Leumann que en el


M anuscrito no figuran las etrofas 8 ,1 5 ,1 8 ,1 9 ,2 0 , 21, 22, 26. El texto
publicado habría sido modificado, después, agregándole el autor
dichas estrofas, ocho en total. De ellas, la prim era (43-8), la segunda
(85-90) y la últim a (151-6) son intercalaciones sueltas, en tanto que
las demás estrofas (103-32) forman unidad, un cuerpo de treinta
versos.
La prim era de esas estrofas interpoladas interrum pe el discurso,
con una digresión, aunque sobre el tem a. En efecto, la estrofa anterior
terminaba: No p erdí mi amor al canto N i mi voz como cantor (41-42),
continuaba: Canta el pueblero . . . y es pueta; Canta el gaucho... y ¡ay
Jesús! (49-50)... La estrofa intercalada plantea una incongruencia que
ha sido advertida por Tiscom ia y por Santiago M. Lugones, y a la que
Amaro Villanueva dedicó un artículo con el intento de explicarla.
Dice: Que cante todo viviente Otorgó el Eterno Padre; Cante todo el que
le cuadre COMO LO HACEMOS LOS D O S , Pues só lo no tiene voz E l ser que
no tiene sangre.
El problem a de incongruencia está en que M artín Fierro es el
único que canta ante un auditorio.
La segunda estrofa intercalada (suelta), dice: Pero voy en mi
camino Y nada me ladiará; He de decir la verdá, De naides soy adulón;
Aquí no hay imitación Esta es pura realidá. Esos versos se interpolan
entre: Que es pecado cometido E l decir ciertas verdades (83-4), y Y el
que me quiera enmendar Mucho tiene que saber... (91-2).

214
La últim a estrofa suelta agregada, dice: H ay trapitos quegolpiar,
Y de aquí no me levanto. Escúchenme cuando canto S i quieren que
desembuche: Tengo que decirles tanto Que les mando que me escuchen.
Se interpolan los versos entre: Jam ás se para a cantar [el pájaro
cantor], E n árbol que no da flo r (149-50), y Déjenme tomar un trago,
Estas sun otras cuarenta... (157-8).
Las cinco estrofas agrupadas que se intercalan, dicen: [Brotan
quejas de m i pecho, Brota un lamento sentido; y es tanto lo que he
sufrido Y males de. tal tamaño, Que reto a todos los años A que traigan
el olvido.] Ya verán si me dispierto Cómo se compone el baile; Y no se
sorprenda naides S i mayor fuego me anima; Porque quiero alzar la
prim a Como p a tocar al aire. Y con la cuerda tirante. Dende que ese
tono elija. Yo no he de aflojar manija M ientras que la voz no pierda, Si
no se corta la cuerda O no cede la clavija. Aunque rompí el estrumento
Por no volverme a tentar, Tengo tanto que contar Y cosas de tal calibre,
Que Dios quiera que se libre E l que me enseñó a templar. De naides
sigo el ejemplo, Naide a dirigirme viene, Yo digo cuanto conviene Y el
que en tal güey a se planta Debe cantar, cuando canta, Con toda la voz
que tiene.
Es evidentísimo que todos esos versos, de todas las estrofas, por
su tono altanero y desafiador, como de quien ha de decir duras
verdades, se aplica mejor a la actitud de M artín Fierro, en la Ida que
en la Vuelta. Lo que cuenta aquí son episodios en los toldos, pero
nada de carácter acusativo del desquicio y m aldad de los hom bres que
gobiernan. E sas estrofas es muy posible que las hubiera compuesto
para agregar en alguna reedición de la Ida (excepto donde se refiere a
haber roto la guitarra), pues no tienen en verdad coherencia con la
postura del gaucho envejecido que regresa, dispuesto a trabajar. Su
única acusación en esta Parte es que las cosas estaban lo mismo que
como las dejó. Por lo demás, el texto se lee bien como hab ía sido
compuesto en el manuscrito, sin los agregados. Estos, lejos de insistir
en el tono del que retom a el canto, aunque su altivez aquí es la de un
cantor célebre más que de un gaucho altivo, lo modifican, y retrotraen
su apostura a la del comienzo del Poema.
Esto se ve sobre todo en la estrofa primera, donde se refiere a dos
cantores, y que evidentem ente habría engarzado mejor en los últimos
cantos de la Ida, que es donde M artín Fierro y Cruz dialogan. Allí, por
otra parte, están los versos que recuerda Villanueva para afirmar la
teoría de que han de entenderse “ por el cual el cantor se herm ana con
el pueblo” : Ya veo que somos los dos Astillas del mesmo palo (2143-4); y
No hemos de perder el rumbo; Los dos somos güeña yunta (2209-10).
Todo el trabajo de Villanueva es una argucia ingeniosa que agrava la

215
inoportunidad de la expresión plural de M artín Fierro. Mucho más
artificiosa es la interpretación de Tiscornia:
Fierro abunda en la espontaneidad con que se revela a los hombres y a las aves la facultad
fie cantar, reconocida al principio del poema, y finge aquí la presencia de un segundo
cantor (no hay otro que el auditorio) para dar la ilusión de una payada.

Más sensata es la presunción de Lugones: “¿Qué dos? Aquí


incurrió el autor en un lapsus mentís”.
No es admisible, bajo ningún concepto, que Hernández incurriera
mentalmente en el error de que M artín Fierro se hallaba en compañía
de otro cantor, porque el discurso viene natural y sostenidamente en
una persona que se dirige a muchas. La explicación más racional es,
auxiliada por casos análogos (en la historia de Picardía), que el autor no
quiso renunciar a esos versos elaborados antes con otro fin y para otro
lugar. Y ese lugar no pudo ser sino en la Ida, ya puestos en boca de Cruz
(acaso inconvenientemente, por la índole del personaje), ya en boca del
mismo Martín Fierro (sin cautela, luego de conocer la índole de su
compañero), o bien al principio, donde pudieron ir las otras. La verdad
es que la incongruencia del verso “como lo hacemos los dos” ayuda a
comprender que también las otras estrofas no fueron compuestas como
agregados internos del primer canto, sino independientemente, y que
fueron después encastradas en el texto, por cierto con suma habilidad,

LA RIMA

La rima no fue para Hernández (ni en su concepción del verso) un


valor artístico. Ni un valor esencial. Era preciso escribir el verso con
rima, y de las dos formas posibles eligió la rima consonante. El asonante
—que emplea en el romance y en algunas cuartetas— es un accidente
más bien que una norma. El consonante a veces se desliza hacia su
forma más indulgente y de menor compromiso; pero debemos hablar
casi siempre de consonantes incorrectos o frustrados, más bien que de
asonantes. Aun en las cuartetas del Canto VII de la Ida el asonante
aparece como falla más que como canon. Los dos cantos de Picardía,
estructural, estilística y conceptualmente lo más afín a ese canto, están
en redondillas —algunas convertidas en serventesios—, y el consonan­
te, en muchas ocasiones difícil por la escasez de rimas, rige las
composiciones.
Los exponentes de corrección en la estructura de la sexteta se
encuentran en las nueve primeras estrofas del canto 1de la Ida y, en todo
sentido, excepto en el riguroso sentido sintáctico, en la primera estrofa.

216
gg pues, la rima en consonante, y dispuesta en sus cinco versos que
c o n s u e n a n , de modo que rimen el segundo, el tercero y el sexto, y el
c u a rto y el quinto entre sí. Las anomalías en esa estructura y en ese
c a n o n del consonante no deben inducir a valoraciones erróneas.
Muchas de éstas son posibles. En prim er término, el suponer que la
incorrección del consonante responda a torpeza del Autor, o a
despreocupación, o a falta de nociones de preceptiva en él. Acaso haya
u n poco de todo esto, pero la razón de por qué Hernández incurre
conscientemente en tales incorrecciones es otra, de tal magnitud, que
invalida a las demás.
No era Hernández un artista escrupuloso acerca de los deberes
técnicos del versificador; de serlo, no habría siquiera intentado la
e m p re s a . Lo dem uestran además las dos más osadas libertades que se
permite —no las hubo, ni parecidas, en toda la historia de la poética
española ni americana—: dejar un verso libre al principio de la estrofa y
usar un consonante como norma, que en sus eventuales incorrecciones
p u e d e llegar al asonante, sin serlo (se pueden enumerar los pocos
versos, casi todos ellos en el Canto VIH, en que se trata de un asonante y
débil, o del quinto verso libre).
Así, pues, la norma es el consonante, sin medir las dificultades, en
razón de las pocas rimas que en castellano tienen algunas palabras, y
algunas de las más expresivas. No rehuye Hernández acometer la
hazaña, pues cuenta de antemano con un salvoconducto de indemnidad
en su actitud de colocarse exprofeso fuera de la literatura culta: apelará
al consonante aproximado. Una de las reglas de sus infracciones
innumerables es la desinencia del plural.
La rima de Hernández es rica; por ejemplo, en la Vuelta se
encuentran (361-6) las palabras “pobre” (libre), “safarrancho” , “ca­
rancho”, “sacia”, “ desgracia” y “rancho”, y en la Ida (1057-62) las
palabras “falte” (libre), “sobre”, “cobre”, “enjambre”, “pobre” y
“hambre”, que no dificultan la naturalidad y firmeza de la elocución.
Son casos que pueden multiplicarse. Para él la rima nunca es un
estorbo, ni tampoco un aliciente para construir el verso en función de
ella, La emplea como elemento indispensable en la economía artística
de su obra. Dentro de su preceptiva revolucionaria, el consonante
incorrecto, el cuasi consonante, entra en la norma. Es la norma lo
incorrecto, mas una vez admitida no puede hacérsele juicio de
infracciones. Las infracciones son la regla. Esta osadía no se comprende
pronto. Hasta muy avanzado el proceso de identificación con la Obra
(dura algún tiempo en las personas hechas al respeto de los dogmas,
sobre todo, estéticos) no se entiende que el primer verso blanco de la
estrofa y el sistema canónico de usar indistintamente la rima perfecta o

217
la incorrecta, forman una concepción del verso y de la versificación
absolutamente justificables y de gran valor artístico. Es el idioma
mismo el que plantea tales dificultades, como las advertimos con
carácter grotesco muchas veces aun en grandes poetas; agrupa en
algunas formas de consonante o de asonante la mayoría de las voces
útiles y nobles. De manera que gran cantidad de éstas son prácticamen­
te inutilizables o llevan inevitablemente a su palabra anexa, la única del
vocabulario fonético. Independientem ente de la riqueza discutible del
idioma (se considera siempre la cantidad de voces y no su calidad, sin
pensar además que aun los idiomas pre-alfabetos son riquísimos en
cantidad), está la riqueza sonora, que facilita al escritor su tarea. El
castellano (puede revisarse hojeándolo, cualquier diccionario de rimas)
de antemano cohibe al poeta, si se somete al rigor del consonante
estricto; o lo lanza sin freno en asonante, que también forma grupos
arbitrarios y desproporcionados.
Al resolverse Hernández por la libertad de un verso en su favor,
para arm ar la estrofa, y del consonante incorrecto, no adopta una pos­
tura “anticulta” simplemente (pues tam bién hay eso), sino una postura
racional, lógica, que ojalá hubiera sido seguida antes por otros, para que
ahora pudiera usársele sin escrúpulos. La fuga al verso libre de muchos
poetas (de Juan Ramón Jiménez, por ejemplo) que dieron muestras de
gran m aestría en el manejo de las rimas, prueba esa liberación por el
extremo opuesto. El M artín Fierro dio a este respecto también un
canon dentro de la índole del idioma; un tipo de verso que puede
juzgarse correcto, en que las imperfecciones son compensaciones del
artista en relación con las exigencias de un idioma que ofrece oportuni­
dades para expresar todas las ideas y los matices del sentimiento en el
verso rimado, pero que ocultamente le reserva los más penosos
desengaños.
Debe hacerse notar que muchas veces descuida Hernández el
ajuste de las rimas. Parecería que prefiere el matiz que conserva mayor
exactitud, al que obtendría mediante una leve modificación. Por
ejemplo: el verso 70. Pero ¿cómo se han deslizado, sin ninguna
necesidad ni justificativo, los versos libres colocados en el quinto
renglón de la estrofa? ¿Quiso dejar una nueva prueba de su absoluta
despreocupación por los prejuicios del lector culto? El los observó casi
siempre, sin embargo. Lo cierto es que no podemos explicamos tal
negligencia, y que ése es uno de los muchísimos enigmas menores del
Poema. Deben considerarse, en lo que podríamos designar “las osadías
desafiadoras” de Hernández, la ordenación irregular de las rimas en los
vei'sos quinto y sexto de las estrofas. Podemos aceptar que un ajuste
con arreglo a la rima perfecta habría desmejorado la obra —acaso

218
haciéndola no viable sin reducirla a un espécimen retórico—, pero no
comprendemos estos abandonos tan impropios de un hombre que se
controla sin piedad. Como nos cuesta comprender que en el manejo del
romance se considerara libre de esas mismas exigencias, y descendiera
a un nivel tan por debajo de las otras partes del Poema, que sólo pueden
autenticarse con el testimonio de sus demás composiciones y de toda la
prosa que escribió.
Rarísimos son los versos con rima interna, como: Que padre y
marido ha sido (111); Otro mejor tejedor (II, 2480), y Pues son mis
dichas desdichas (II, 4877).
En Hidalgo (dentro de la liberalidad del romance asonantado), en
Ascasubi, en Del Campo y en Lussich, el problema de la rima es
esencial. No hay rimas incorrectas, en términos generales. Pero en
Ascasubi, que es escrupuloso en la quintilla o la décima, pasa a
elemento accesorio y trivial en el romance. Ascasubi no tiene el sentido
musical del verso. Em pieza un romance asonantado en ó, agudo (el
asonante más pobre), y lo prosigue, sin comprender la monotonía
fonética) durante tres cantos —702 versos, con una pequeña pausa—; o
bien incurre en el exceso de mal gusto de hacer pareados octosílabos
(que también hizo Lussich).
El romance es siempre uñ recurso de pobreza en la versificación, y
si de antiguo se adoptó para las descripciones y narraciones, es porque
se aproxima a la prosa en su función y en su estructura. Hernández lo
desecha, y los pocos casos en que lo emplea denotan su deseo de
terminar rápidamente un episodio (casi siempre una explicación, una
acotación) que no reviste interés artístico, sino de relleno, en el relato.
Empero, hay un caso inaudito en el Santos Vega, en que Ascasubi
emplea una forma por demás descuidada, antiartística, con una
despreocupación inconcebible en autor de tantos recursos verbales. Es
el comienzo del Canto XXXKI:

Ahora, me dirán ustedes:


y el pampa y Luis ¿dónde están?
¿dónde diablos lo s llevaron
después que los agarraron?
Bueno: les voy a contar,
primero dónde fué a dar
el saltiador esa vez:
y del cacique d esp u és
su fin tam bién contaré.
Tiem po al tiem po... escuchenm é.

Y sigue con octosílabos pareados. También aquí es sensible en


Ascasubi su deseo urgente de liquidar esa explicación, y mucho más

219
perceptible que se trata de un agregado, pues el canto debió de
comenzar con el relato en pareados, al que faltaba una previa
explicación que fue hecha más tarde, con un desaliño y mal gusto
im perdonables.
De estas torpezas jamás, hallaremos una en el Poema.
(.Muerte y transfiguración de Martín Fierro, t. L)

LAS IN JU STICIA S

El sentido o la conciencia de lo justo, como tam bién de lo moral


no es patrim onio de la especie humana. Se es justo y se es moral, sin
que el conocimiento de los preceptos jurídicos y éticos pueda
modificar aquel estado de naturaleza. “ El saber sobre la conducta
‘acertad a’ o ‘ju sta ’ falta a los hom bres, o por lo menos a la m ayoría de
ellos”, dice Kelsen. El estado nativo de injusticia que percibim os en el
M artín Fierro no proviene de una perversión del sentido de la justicia,
sino de la carencia de él. Se pueden adquirir conocimientos sobre lo
jurídico y lo ético, en calidad de bienes personales; pero la educación
para la justicia y para la moral tiene que realizarse por órganos no
especializados de la sociedad toda. Además, como dice Lugones en
E l imperio jesuítico:
La misma Universidad comenzaba el estrago. El juez, el abogado, el escribano futuros,
salían ya bribones de aquellas aulas, cuya tortura mental, deformando los espíritus,
daba por fruto una moral igualmente contrahecha. Nada como el bachiller español en
punto a estafas, raterías y travesuras brutales... Aquella juventud oprimida bajo el
férreo arnés de juicios y prejuicios que formaban la ciencia de la época, se escabulló en
una jocosa truhanería;.. .esquilmados por sus tutores y bedeles; sin más recursos que la
pensión insuficiente o la magra beca; atiborrados de indigesta erudición; cohibidos por
una disciplina de monasterio, la reacción de la Naturaleza así violentada, los conducía
el fraude libertador; ...la justicia fue un privilegio a su vez en aquella subversión
general, constituyéndose de hecho el pueblo bajo la forma de una sociedad primitiva,
donde cada cual se hacía justicia a su modo.

Sarmiento, en su Facundo, explica con no m enor acritud el


procedim iento judiciario en bruto de los comienzos de nuestra vida
independiente:
El gaucho será un malhechor o un caudillo, según el rumbo que las cosas tomen en el
momento en que ha llegado a hacerse notable. Costumbres de este género requieren
medios vigorosos de represión, y para reprimir desalmados se necesitan jueces más
desalmados aún. Lo que al principio dije del capataz de carretas se aplica exactamente

220
al juez de campaña. Ante toda otra cosa necesita valor: el terror de su nombre es más
poderoso que los castigos que aplica. El juez es naturalmente algún famoso de tiempo
atrás a quien la edad y la familia han llamado a la vida ordenada. Por supuesto que la
justicia que administra es de todo punto arbitraria; su conciencia o sus pasiones lo
guían, y sus sentencias son inapelables. Aveces suele haber jueces de éstos que lo son
de por vida, y dejan una memoria respetada.

Este es el prototipo dei Juez que treinta años más tarde volvemos
a encontrar en el M artín Fierro. Actúa como agente electoral en los
partidos, para asegurar el triunfo de las listas oficiales. Dice el
Protagonista: A m í el Juez me tomó entre ojos En la última votación—
M e le había hecho el remolón Y no me arrimé ese día; Y él dijo que yo
servía A los de la exposición [oposición] (343-8); Y aprovechó la
ocasión Como quiso el Juez de P az... Se presentó, y hay no m ás H izo
una arriada en montón (309-12). Picardía refiere un caso análogo: M e
puso mal con el Juez; Hasta que al fin una vez M e agarró en las
elecciones (II, 3340-2). Y cuenta después cómo declinaba toda
responsabilidad en el comandante, cuando madres y esposas iban a
pedirle el regreso de los hombres llevados al fortín.
La más terrible injusticia se comete contra el Hijo Mayor, por los
tribunales, que dejan en paz al criminal verdadero condenándolo a él
en su lugar: Criollo que cai en desgracia Tiene que sufrir no poco—
Naides lo ampara tampoco Sinó cuenta con recursos— E l gringo es de
más discurso; Cuando mata, se hace el loco. No sé el tiempo que corrió
En aquella sepoltura; S i de ajuera no lo apuran, E l asunto va con
pausa; Tienen la presa sigura Y dejan dorm irla causa. Inora elpreso a
qué lado Se inclinará la balanza— Pero es tanta la tardanza Que yo les
digo por m í— E l hombre que dentre a llí Deje afuera la esperanza. Sin
perfecionar las leyes Perfecionan el rigor— Sospecho que el inventor
Habrá sido algún m aldito— Por grande que sea un delito Aquella pena
es mayor. Eso es para quebrantar E l corazón más altivo. L o s llaveros
son pasivos, Pero m ás secos y duros Tal vez que los mesmos muros En
que uno gime cautivo. No es en grillos ni en cadenas E n lo que usté
penará, Sino en una soledá Y un silencio tan proj'undo, Que parece que
en el mundo E s el único que está (II, 1785-844).
Otras funciones, de albaceazgo, ejerce alguno en el Poema: Ei
Juez vino sin tardanza Cuando falleció la vieja— “De los bienes que te
deja, M e dijo, yo he de cuidar; E s un rodeo regular Y dos m ajadas de
ovejas. ” Era hombre de mucha labia, Con más leyes que un dotor. M e
dijo: " Vos sos menor Y por los años que tienes No puedes manejar
bienes, Voy a nombrarte un tutor. ” Tomó un recuento de todo Porque
entendía su papel, Y después que aquel pastel Lo tuvo bien amasao,
Puso al frente un encargao, Y a m í me llevó con él...

221
Después de la aventura con el viejo Vizcacha, sin saber “que se
hicieron de sus vacas”, no se atrevió a visitar al juez “de miedo de otro
tutor” , y concluye: M as pienso volver tal vez, A ver si sabe aquel Juez
Lo que se ha hecho m i rodeo (II, 2900-2). Igual suerte corren los bienes
de Martín Fierro, en su ausencia: A l dirme dejé la hacienda Que era
todito m i haber— Pronto debíamos volver, Según el juez prometía, Y
hasta entonces cuidaría De los bienes la mujer. Después me contó un
vecino Que el campo se lo pidieron— La hacienda se la vendieron Pa
pagar arrendamientos, Y qué se yo cuántos cuentos, Pero todo lo
fundieron (1027-38).
Los alcaldes proceden con la misma rectitud: Luego comenzó el
alcalde A registrar cuanto había, Sacando m il chucherías Y guascas y
trapos viejos. Temeridá de trebejos Que para nada servían (II, 2601-6).
Y cuando ya no hubieron Rincón donde registrar, Cansaos de tanto
huroniar Y de trabajar de balde— “Vámonos, dijo el Alcalde, Luego lo
haré sepultar ” Y aunque m i padre no era E l dueño de ese hormiguero,
E l allí muy cariñero M e dijo con muy buen modo: “Vos serás el
heredero Y te harás cargo de todo. Se ha de arreglar este asunto Como
es preciso que sea; Voy a nombrar albacea Uno de los circunstantes—
Las cosas no son como antes, Tan enredadas y fe a s ” (II, 2643-60).
El caso del “ñato enredista” es semejante al de Cruz. Los
malhechores solían ingresar en la policía o en el ejército: Se me
presentó a esigirLa multa en que había incurrido, Que eljuego estaba
prohibido, Que iba a llevarme al cuartel— Tuve que partir con él Todo
lo que había alquirido... Pero él me ganaba a mí, Fundao en su
autoridá. D ecían que por un delito M ucho tiempo anduvo mal; Un
amigo servicial Lo compuso can el Juez, Y poco tiempo después Lo
pusieron de Oficial (II, 3247-64).
El cuadro de las fuerzas operantes de la injusticia se completa
con los comandantes: Y es lo pior de aquel enriedo Que si uno anda
hinchando el lomo Ya se le apean como p lo m o ... ¡Quién aguanta aquel
infierno! S i eso es servir al Gobierno, A m í no me gusta el cómo. M ás de
un año nos tuvieron En esos trabajos duros— Y los indios, le asiguro,
Dentraban cuando querían; Como no los perseguían Siempre anda-
ban sin apuro (397-438). Pa sacarme el entripao Vi al Mayor, y lo f í a
hablar— Yo me le empecé a atracar, Y como con poca gana L e Dije:
“tal vez mañana Acabarán de pagar”. “¡Qué mañana ni otro día!, A l
punto me contestó, “La paga ya se acabó... ”. Supo todo el Comendante.
Y me llamó al otro día, Diciéndome que quería Aviriguar bien las
cosas— Que no era el tiempo de Rosas, Que aura a naides se debía.
Llamó al cabo y al sargento, Y empezó la indagación, S i había venido
al cantón En tal tiempo o en tal otro... Y si había venido en potro, En
reyuno, o redomón. Y todo era alborotar A l ñudo, y hacer papel;

222
Conocí que era pastel Pa engordar con mi guayaca, M as si voy al
Coronel M e hacen bramar en la estaca . ¡Ah hijos de una !... ¡la codicia
Ojalá les ruempa el saco! (739-88 ).
El comandante de quien da noticia Cruz se dedicaba, además, a
seducir mujeres casadas: Pero, amigo, el Comendante Que mandaba
la milicia, Como que no desperdicia Se fu é refalando a casa— Yo le
conocí en la traza Que el hombre traiba malicia.
De la justicia, dice Picardía que “ anda en ancas del más pillo” , y
el Moreno da esta definición de la ley: La ley es tela de araña— En m i
inorancia lo esplico. No la tema el hombre rico— Nunca la tema el que
mande— Pues la ruempe el bicho grande Y sólo enrieda a los chicos. E s
la ley como la lluvia, Nunca puede ser pareja— E l que la aguanta se
queja, Pero el asunto es sencillo—• L a ley es como el cuchillo, No
ofíende a quien lo maneja. Le suelen llam ar espada, Y el nombre le
viene bien— Los que la gobiernan ven A dónde han de dar el tajo— Le
cai al que se halla abajo, Y corta sin ver a quien.
En el Poema se plantea una rivalidad a fondo entre el gaucho y las
autoridades como representantes de un estado de desorganización
organizada. Si el gaucho tiene algún principio instintivo de justicia, la
autoridad no. Tam bién a este respecto el gaucho perdió la partida.
Habría triunfado la justicia si con el gaucho sucumbiera lo antisocial,
la defectuoso, lo anómalo; pero tales vicios eran independientes de las
personas. Lo antisocial, lo defectuoso, lo anómalo se transfirió a los
vencedores, que vencieron en nombre de la justicia, incorporándose
los atributos negativos con la fuerza de la ley. Quedó una sociedad
privada del gaucho, en lo bueno y en lo malo; un estado de autoridades
siempre constituyentes de una organización, y, como advirtió Sar­
miento, mantuvieron su autoridad por la fuerza, quedando en pie la
estructura que, después de M artín Fierro, ¿quién denunció? Antes
sí, muchas veces, como en este informe del coronel Pedro Andrés
García (que cita Juan A. García, en L a ciudad indiana, XII, i):
Poco a poco nace en el fondo de su alma el sentimiento del desprecio de la ley; en su
imaginación es el símbolo de lo arbitrario, de la fuerza brutal y caprichosa, encarnada
en un funcionario mandón, más o menos cruel y rapaz, “un alcalde pedáneo, manejado
tal vez por un charlatán, que sólo se distingue de los otros en saber formar muy mal
cuatro renglones, de que nacen la impunidad de los delitos, la multiplicidad de los
malévolos, la incivilidad y el desorden, la ruina e indefensión de las poblaciones”;
dispuesto siempre a torcer la vara de la justicia en favor del hacendado prestigioso, con
vinculaciones en la capital, amigo de los conquistadoras, con casa y quinta en la ciudad,
chacras en las afueras y cuantas suertes de estancias puede acaparar, todo bien
poblado por la naturaleza, que multiplica las innumerables piezas de ganado. Sabe que
no tiene derechos, es decir, tiene la impresión clara de que su bienestar, sus cosas, su
familia, son átomos insignificantes que tritura sin mayor preocupación el complicado
mecanismo oficial.

223
En fin, el tem a fundam ental del Poem a, el que cala más hondo, es
el de la injusticia. Mucho más que lo político y lo social, configura un
m undo fronterizo en el sentido lato de la palabra. El Poema localiza y
personifica la injusticia. El órgano central que la genera es el Estado,
en todas partes monopolizador de la pública ignominia. Sólo él se
perm ite lo que le está vedado, en el orden de la dignidad, al más
humilde de los ciudadanos. Aquí y en todas partes. H asta el derecho
tiene para con él excepciones criminales. Lo dem uestra palm ariam en­
te Kelsen (en La p a z p o r medio del derecho):
Si un acto es imputable al Estado y no al individuo que lo ha realizado, el individuo,
según el derecho internacional general, no puede ser hecho responsable por ese acto
por otro Estado sin el consentimiento del Estado de cuyo acto se trata. En lo que se
refiere a la relación del Estado con sus propios agentes o súbditos, puede ser tenido en
cuenta el derecho nacional. Y en el derecho nacional prevalece el mismo principio: un
individuo no es responsable por su acto si se trata de un acto del Estado, es decir, si el
acto no es imputable al individuo, sino únicamente al Estado.

El E stado como bandidaie organizado está corroborado por este


jurista:
La suposición mantenida por la doctrina del derecho natural de ios siglos XVII y XVIII,
de que el Estado tiene su origen en un contrato social concluido por individuos
soberanos en estado natural, ha sido abandonada hace mucho tiempo y sustituida por
otra hipótesis según la cual el Estado nace en virtud de los conflictos hostiles entre
grupos sociales de diferente estructura económica. En el curso de estos conflictos
armados, que tienen el carácter de guerras sangrientas; el grupo más agresivo y
belicoso subyuga a los otros y les impone un orden pacífico.

Aquel mundo fronterizo del M artín Fierro es una zona del mapa
de la civilización universal. La legislación y la doctrina sobre la guerra,
considerada en determ inados casos como legítima por el derecho
internacional, origina esa descomposición moral en E stados cuya
vida norm al es, en la realidad de los hechos, el de guerra; sea por haber
los gobiernos usurpado el poder, m ediante revoluciones u otros
medios de violencia, sea por coacción de las fuerzas armadas o de la
organización estatal —particularm ente sus órganos judiciales y
policiales— sobre el propio pueblo. Se aplica por extensión a los pro­
pios pueblos subyugados m ediante una acción legalizada en cualquier
forma jurídica, ese derecho inconcebible y el correlativo sentido lato
de soberanía que se reconoce al E stado, cualesquiera hayan sido las
formas de constituir sus autoridades. El fascismo y el nacionalsocia­
lismo, formas críticas de ese E stad o , han creado, además, una
conciencia delictuosa de la legalidad; han destruido en sus bases
morales (y hasta teóricam ente con sofismas y doctrinas inspiradas en

224
el imperio de la fuerza) el sentido de la justicia, de la dignidad
humana, que jam ás puede ser jurídico, sino ético. T odavía sentim os
esos efectos, cuando la apelación a un orden basado en principios de
derecho natural produce el efecto de un anacronismo, de una
ingenuidad frente al nuevo status humano —no político, ni jurídico, ni
económico, ni religioso— del mundo. El M artín Fierro es el cuadro
profético de este mundo, y acaso los que en él ven reflejada la
tradición se refieran a una actualidad que a mí me repugna profunda­
mente. Precursor de una exégesis insidiosa de ese tipo füe Lugones,
quien dijo en E l payador:
El ideal de justicia anima la obra. El amor a la patria palpita en todas sus bellezas,
puesto que todas ellas son nativas de sus costumbres y de su suelo. Y con ello es
completa la verdad de los detalles y del conjunto. No hay cosa más nuestra que ese
poema, y tampoco hay nada más humano. Todas las pasiones, todas las ideas
fundamentales están en él. Las nobles y superiores, exaltadas como función simpática
de la vida de acción, que representa el ejemplo eficaz; las indignas y bajas, castigadas
por la verdad y por la sátira. Tal es el concepto de la salud moral. Cuando el pueblo
exige que en los cuentos y las novelas triunfe el bueno injustamente oprimido, aquella
pretensión formula uno de los grandes fines del arte. La victoria de la justicia es un
espectáculo de belleza. En ello, como en el amor, el deleite proviene de una exaltación
de vida. Solamente los pervertidos, que son enfermos, gozan con las teorías que la
niegan y defraudan, generalizando, así, el estado de su propia enfermedad. Ellos son
productos pasajeros de las civilizaciones en decadencia. El tipo permanente de la vida
progresiva, el que representa su éxito como entidad espiritual y como especie, es el
héroe, el campeón de la libertad y de la justicia. Y por eso, porque personifica la vida
heroica de la raza con su lenguaje y con sus sentimientos más genuinos, encarnándola
en un paladín, o sea el tipo más perfecto del justiciero y del libertador; porque su
poesía constituye bajo esos aspectos una obra de vida integral, M artín Fierro es un
poema épico.

E sta manera de enfocar el sentido del Poema —en 1913 — no


corresponde a una actitud crítica ni filosófica, sino vital. Ante ella la
Obra me arde en las manos y se me convierte en un enigma del alma
humana. Pues a mi juicio prueba todo lo contrario, aunque prueba
tam bién que es susceptible de tener la acepción que Lugones les dio y
que es la generalmente adm itida. Debo afirmar que esa lectura del
Poema es la de una clase de lectores que así leen el texto de la realidad
mundial. La conversión de valores que en el juicio de Lugones
encontramos responde a la misma transvaluación de todos los valores
jurídicos y éticos. Porque la quiebra ha sido producida en la
conciencia del hom bre más que en sus códigos y estatutos de
convivencia social y moral. Para m í será siempre el Poem a la denuncia
de un estado de descom posición del sentido de la justicia. En general,
la descomposición de la justicia —fenómeno de putrefacción más que
de deterioro y dislocación—, la perversión de lo consciente en la

225
misma conciencia, de lo moral en la misma moral, de lo justo en el
mismo espíritu jurídico, es el saldo de un poder y de una soberanía de
bandidos que han estimulado los instintos criminales en el hombre. El
M artín Fierro nos presenta esa ceguera como estado normal. Pero se
debe hablar de justicia en el sentido que la palabra tuvo, en el sentido
humano más que jurídico de que gozó la palabra antes de la
descom posición del mundo en el transcurso de este siglo. Pues de otro
modo el estado de injusticia universal, ecuménico, que en el M artín
Fierro se evidencia por negación y aun bajo el aspecto caricaturesco
del infractor que parece obrar por cuenta propia, cuando obra
librem ente po'r un consentimiento tácito de las normas de la ilegali­
dad, no podría plantearse aquí como me es indispensable.
El lector podría haberlo advertido en la lisa y llana lectura del
Poem a. Pero no lo advierte —ni lo advirtió con suficiente eficacia,
según lo prueba la conclusión absurda de Lugones— porque una de
las formas del embotam iento de la conciencia es el recurso satánico de
desfigurar la realidad de los hechos bajo el aspecto de lo pintoresco.
En el Poem a lo pintoresco y lo hum orístico atem pera en la mayoría de
los hom bres que carecen del sentido de lo “ acertado” y lo “ju sto ” ,
que se limitan a recordar estrofas que es forzoso festejar por su
indiscutible gracia. Todo chiste es siem pre una “ descarga” , como ha
explicado minuciosamente Freud. Tam bién estaba en la propaganda
científica de corrupción del mundo hacer circular chistes que ablan­
daban la conciencia de los hom bres ingenuos y de los hombres
honrados, por lo regular en contra de los judíos. Leer lo pintoresco en
el M artín Fierro era lo mismo que mofarse de un pueblo entero
sacrificado en el más espantoso holocausto a la barbarie de los
pueblos cristianizados; era lo mismo que tom ar a broma los chistes
sobre la sordidez de los judíos. Y esto es, sin duda, lo que ha impedido
que en la conciencia de nuestros males el Poema haya servido de
testim onio documental.
Si alguien compadeció a M artín Fierro como víctima de un status
social, económico y político, m uchísimos más lo consideraron como
víctim a personal de injusticias personales. Han recortado las figuras
del texto, y el texto entero del contexto de la historia nacional. No se
podía reaccionar así contra el verdadero culpable, que eran la
historia, el Estado y el status. Así inspiró lástima y no indignación.
¿Y cómo callar que a su vez M artín Fierro es agente de
injusticias? Las recibe y las comete, descargándolas sobre inocentes;
y el caso de Cruz, en sus dos crím enes, es más palmario. La injusticia
natural que se nos revela en ese Poem a como un mundo, tam bién usa
de las víctim as como victimarios. Si en la Obra toma la injusticia
aspecto visible, porque está representada en seres que sabemos bien

226
que han tenido y tienen ese estigma, no brota de ellos ni muere en
ellos. Se la acomoda un poco a la concepción antropomórfica del mal,
y no se la concibe como plaga endémica sólo susceptible de ser
combatida por una cam paña de sanidad moral, m ediante el repudio
por la conciencia colectiva sana. La ley y hasta la educación son
ineficaces para ello. El Estado y sus órganos ejecutivos, legislativos y
judiciales tienen un grado de culpabilidad derivado; todos ellos y las
víctimas padecen un castigo que el pueblo les inflige, en cuanto que
responden a su voluntad y a sus necesidades orgánicas de justicia y
legalidad. No solamente los pueblos tienen los gobiernos que merecen,
sino los que quieren tener, consciente o subconscientem ente. Gobier­
no, incultura, actos ilegales, configuran un status social, educacional,
religioso, político, económico, étnico, moral: un mundo. La virulencia y
nocividad de sus actos denotan el estado de salud de todo el cuerpo.
La injusticia no está encarnada en el Poema, en los personajes, ni
siquiera en los que asumen lealm ente ese papel —com andantes,
jueces, comisarios—, sino en la totalidad de la estructura. Pues ellos
son, a su vez, las ‘‘víctimas victim antes” . Existen esas fuerzas
superiores de los hom bres contra las cuales es ineficaz la voluntad del
hombre, y una terapéutica debe consistir en crear la conciencia de la
raíz de los males.
Los mismos seres castigados, como M artín Fierro, Cruz y
Picardía, engendran la injusticia que padecen. No son víctimas de
ella, sino tam bién agentes activos de su propagación, aunque los
encontremos en punto negativo por falta de circunstancias propicias.
Ambos lo prueban tan pronto como se les presenta la oportunidad de
convertirse en culpables de ese mismo delito infuso en las cosas. En
un estado social organizado sin el sentido de la justicia, sin la
conciencia de ella, no hay inocentes: hay, según el juego del azar,
perseguidores y perseguidos, que alternativam ente pueden cambiar
sus papeles, como lo hace Cruz en su condición de sargento. Lo que es
importante ahora es saber si precisam ente por ser de la estirpe de los
injustos, salió en defensa del m ontaraz. Sus sim patías por M artín
Fierro dem uestran todo lo contrario de lo que se cree. Ese es otro
aspecto de la perversidad que se atribuye a la autoridad: la de ponerse
de parte del infeliz cuando está representando, justam ente, el papel
del que no tiene razón. Si recónditam ente prestam os aquiescencia a la
actitud de todos modos injustificable de Cruz, es porque tam bién
nosotros formamos parte de ese elemento destructor, enconado, que
necesita su héroe o su ídolo para satisfacer a sus dioses cruentos. El
estado de injusticia tiene sus fuentes muy hondas en las vetas de la
condición humana; la civilización es el aparejo que se emplea para
que, al salir a la superficie, quede desnaturalizada de su amargor

227
originario y sea potable. Pero el envenenam iento es a más largo plazo.
Se ve por el Poema que el individuo vive en los detalles y en las
totalidades pero se ve tam bién que el A utor tiene conciencia de esa
totalidad. Si el individuo rem ite, con fatalism o de sabiduría popular, a
lo ineluctable esos males, es porque consiente en ser agente pasivo de
su propagación. t,a víctima es quien siem pre provoca al agresor —co­
mo en los cuentos de Kafka—•, y el déspota es una deificación del
espíritu de servidumbre. Solamente después de haber intentado la
liberación, la servidumbre es una servidum bre y no una indigna
connivencia con el déspota.
En el M artín Fierro el Autor no nos dice que los males que sufren
sus personajes sean producidos por ellos mismos ni por la sociedad.
Tenemos tantas razones para considerarlos como bandidos o como
víctimas inocentes. Pesa sobre ellos la fatalidad de una sociedad mal
constituida, fundada rutinariam ente sobre la crueldad, la ignorancia y
la injusticia. Pero dice lo bastante p ara que comprendamos que se
trata de males orgánicos y constitucionales, de un estado infeccioso
generalizado, pues en ninguna parte se indica a dónde se pueda acudir
para remediarlos. Tam bién por eso el P oem a —traducido en la lectura
bien o mal— habla al lector de verdades profundas, en el lenguaje
secreto, humano y universal.
{Muertey transfiguración de M artín Fierro, t. II, 2* edición corregi­
d a Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1958. La 1* edición,
del mismo sello, fue publicada en México, 1948.) ’

228
PEDRO DE PAOLI
Pedro de Paoli

LOS MOTIVOS DE M ARTÍN FIERRO


EN LA VIDA DE JOSÉ HERNÁNDEZ

P untea en el tiempo el año 1872. Un hombre cargado de fastidio


ambula por las calles de M ontevideo. E stá solo y pobre, muy pobre. El
fuerte calor de la estación carga su presión sobre el organismo del
hombre, pero las ansias de regresar a su patria levantan su espíritu y
animan su voluntad.
El vapor de la carrera a Buenos Aires se ha adelantado, y su
capitán, el bondadoso Magnasco llega hasta el m odesto cuarto de este
hombre impaciente y fastidiado. H ablan animadamente, se alegran y
salen. En el próximo viaje Hernández regresa a Buenos Aires.
¿Magnasco lo “ arregló” con Sarmiento? ¿Mediaron influencias
políticas? ¿Sarmiento se olvidó del periodista enemigo de su gobier­
no? Hernández llega en el mes de marzo a Buenos Aires y se aloja en el
“ Hotel Argentino” , de las calles 25 de Mayo y Rivadavia. Ocupa una
pieza con ventana a la Plaza.
Más que hospedado, está escondido en el Hotel: no sale de la
habitación casi, y nunca del Hotel. Allí recibe cartas de sus amigos de
M ontevideo, de Paraná, y de la cam paña de Buenos Aires. ¿Por qué
está allí como escondido? Su familia está de nuevo en San M artín, en
casa de Mamá Totó. ¿Teme a la policía de Sarmiento? ¿Por qué los
amigos le aconsejan que no se mezcle “ todavía” en política ni escriba
en los diarios? ¿Es la condición del “ arreglo” con Sarmiento? ¿Le han
impuesto que viva en Buenos Aires a condición que no escriba ni
hable? Como a escondidas en una vieja volanta cerrada, hace algunos
viajes a la quinta de San M artín, y vuelve de noche. Pero él no es hom­

231
bre de quedar sin hacer algo, m aquinar alguna cosa, tener alguna
iniciativa.
Sus cuñados González del Solar le escriben y lo visitan
llevándole o m andándole libros. Sus amigos Navarro Viola, Guido y
Spano y Olegario Andrade^ le traen las últim as novedades bibliográfi­
cas. Pronto su pieza se llena de libros. Y el hombre lee, lee
afanosam ente cuanto llega a sus manos. Se impone de cuanta teoría
nueva se lanza en el mundo del pensam iento universal, y se informa de
las novedades que ocurren en Europa. Como es la época de los
escandalosos negocios de tierras, en la que el gobierno dilapida los
m ejores campos fiscales de la provincia de Buenos Aires, favorecien­
do a los dirigentes de la oligarquía porteña, Hernández, hombre que
entiende de campos y de haciendas, es solicitado para revisar campos
y aconsejar compras. Así sale furtivam ente de Buenos Aires dos o tres
veces acom pañando a los com pradores y ganándose algunos pesos.
Su herm ano Rafael, que es agrimensor, aconseja a los terratenientes
de nuevo cuño que requiéran los consejos de Pepe para sus compras, y
así H ernández se inicia en esa actividad.
E n sus salidas de este año de 1872 recorre nuevam ente la pampa.
Y allá, por Dolores ve otra vez una arreada de gauchos a la frontera,
custodiados por milicos rotosos y un Juez de Paz prepotente. Allí, a
un costado del pueblo, quedan los ranchos de esos gauchos arreados,
sus chinas y sus hijos, todos en la mayor desolacióny desam paro. Más
allá ve a un gaucho que, el sabrá por qué, se alza contra la orden de
detención que le da la “ autoridad” , desenvaina su facón, hace
espaldas contra su caballo, y se defiende a faconazos.
H ernández regresa nuevamente al Hotel. Allí se encierra. Corren
rum ores de que López Jordán está por invadir la provincia de Entre
Ríos convulsionándola nuevamente. Sarm iento se pone alerta y la
policía comienza a vigilar a los antiguos federales. Hernández recibe
aviso de que se cuide. Y ya no sale del Hotel: allí se enclaustra. El
fastidio lo invade más fuerte que nunca. Ya no puede ni tan siquiera ir
a San M artín a ver a su m ujer y sus hijos. Se hastía, se desespera y
para buscar una válvula de escape, se refugia en sus recuerdos. Su
infancia, su eterna orfandad, la adversidad que lo ha perseguido
siem pre, su gran amor por la libertad, y sus compañeros de arreos y de
batallas: los gauchos. Y en seguida acude a su memoria la escena
contem plada en las pam pas de Rosario, cuando presenció la arreada
de aquellos tres gauchos: el aindiado, el m ulato y el rubio con figura
nazarena; las noticias que le trajo el año 1858 su herm ano Rafael y la
descripción que le hizo de las arreadas de gauchos de esa época; los
prisioneros gauchos tom ados a López Jo rd án y llevados m aneados a
la frontera, y esa arreada de hace unos m eses en Dolores.

232
R ecuerda tam bién que en el Uruguay oyó hablar de un gaucho
M artín Fierro famoso por sus correrías y las injusticias de la
“ autoridad” sobre él.1
E n el mes de junio recibe una carta de su amigo uruguayo, don
Antonio D. Lussich, poeta tradiciónalista, enviándole un ejemplar de
su libro de versos: “Los T res Gauchos O rientales” .
H ernández lee con interés y con gusto el libro de su amigo
uruguayo. Y le contesta felicitándolo.2 Sin embargo ése no es todavía
el libro que se debe escribir sobre los gauchos, como no son tampoco
del sentir gaucho los versos escritos por Hidalgo, Ascasubi y del
Campo. No, sobre los gauchos hay que escribir de otra manera, hay
que decir otras cosas. Sí, hay que decir lo que él de a ratos ha dicho en
muchas partes, ocasionalmente, y que ahora se ha propuesto decirlo
definitiva y seriam ente, m atando el fastidio de la vida de Hotel y
haciendo justicia a los gauchos, a los que “ él va a defender” .3
Y allí está en su pieza del “ Hotel Argentino” escribiendo
tranquilam ente versos gauchescos. A veces los va tarareando como si
los cantara con la guitarra en quien sabe cual de las pulperías
pam peanas que él ha conocido, o en el fogón de los tantos en que ha
estado como gaucho o como soldado.
Se consubstancia con el personaje protagonista, se identifica con
él, se pinta a sí mismo en su imagen espiritual, y de pronto advierte que
ha escrito su propia historia, su fie l biografía transfigurado en gaucho.
Allí está en forma persistente su orfandad, su desam paro espiritual,
que él sufrió desde niño. Allí está, en esos versos gauchescos, la
adversidad empujándolo de un lado a otro; allí está su afán de justicia
y su gran amor por la libertad; y allí está la prepotencia del que manda,
arbitrario, insolente e injusto.
H ernández se detiene y queda absorto: Ese gaucho M artín Fierro
es él, él mismo, de su misma figura, de su propia edad, de su mismo
espíritu y con idéntica alma. Le ha ocurrido lo mismo que a Dante y a

1 José Roberto del Río publica en “La Razón” de Montevideo (7-2-1947) un


artículo sobre “Artigas y Martín Fierro”. Se refiere a una nota que Artigas pasa al
Gobernador de Montevideo el 19 de enero de 1800 en la que le dice que “hallándose el
día 18 por los terrenos de Gui-Curú recorriendo estancias de este contorno llegué aúna
pulpería... y así que reconocieron que era “partida” algunos huyeron y prendimos a los
que quedaron en la casa, y entre ellos a Miguel Silva, de nación portuguesa, compañero
de Martín Fierro”...
2 Carta conocida de Hernández e inserta en casi todas las ediciones de “Martín
Fierro” .
3 Se atribuye a Hernández esta exclamación muy frecuente en él: “Yo voy a
defender a mis gauchos”. - Nota del Autor.

233
Cervantes: se ha autobiogr añado. Pero ya está y no es posible volver
atrás, i A ver cómo el pueblo dándose cuenta de todo esto, sale un día
rebautizándolo, llamándole a él Martín Fierro!
Está al final del año 1872 y lleva su poema a la imprenta “La
Pampa” de la calle Victoria. En poco tiempo están compuestas las
páginas del poema, y como sobra papel del pliego, y porque lo
considera de actualidad e interés, le agrega al final un largo artículo
sobre el “ Camino Trasandino”, que ya ha publicado en un diario de
Rosario.
¿Es porque está muy pobre, o porque quiere colocar su obra al
amparo de un hombre respetable como don José Zoilo Míguens,
amigo suyo y propietario del campo donde se desarrolló la batalla de
San Gregorio, que a él le dedica Hernández el libro y a él se lo da para
que sea su editor? ¿Por eso en la carta que le escribe le dice que “allá
va acogido al amparo de su nombre”?
Pero el libro no aparece todavía al público. Hernández lo guarda
celosamente. El aún no debe dar señales de vida, y menos escribir ni
hablar públicamente. Ha recrudecido el recelo sobre los antiguos
federales, pues es ya una idea aceptada que López Jordán ha de
invadir nuevamente Entre Ríos. Hernández es sospechoso de estar en
connivencia con los jordanistas y Sarmiento no es hombre de muchas
contemplaciones. Y la vida de hotel, con todo su fastidio, enerva el
ánimo de Hernández. Pero despunta el año 1873 y por fin, el libro sale
a la venta. Y su aparición causa desconcierto, asombro y confusión.
¿Cómo, hay alguien que se atreve, en esta época de progreso, de
ferrocarriles y telégrafos, a defender al gaucho que es el representante
de la barbarie? ¿Quién es este escritor, poeta para más, que invoca la
justicia y el derecho de gentes refiriéndose al gaucho? ¿Cómo se
atreve alguien, en esta Buenos Aires de las grandes luces, de levita
negra y galera alta, plena de europeísmo y yanquiísmo, a decir que
“son campanas de palo las razones de los pobres”? ¿Quién tiene la
insolencia de decir que el gaucho “ es el primero en la guerra”?
¡No, el gaucho es ese ser inferior, ignorante y bárbaro al que hay
que hacer desaparecer! ¡En los libros el gaucho solamente puede
aparecer como personaje cómico, para que la gente se divierta con sus
pobres ocurrencias y su asombro de lo que es la ciudad civilizada,
como ocurre en el “Fausto”, de del Campo, o en los versos del coronel
Ascasubi. ¿Cómo es posible que venga alguien ahora a decir que el
gaucho es un perseguido, un despojado y un calumniado? ¿Cómo
puede nadie sostener que el gaucho ha contribuido en alguna forma a
la independencia del país y a su organización nacional? ¿Cómo ha de
decirse eso en letras de molde, cuando la “ilustración” de Buenos
Aires ha decretado ya en libros famosos y en discursos notables que el

234
gaucho es la barbarie y el atraso? El mismo Presidente de la
República, el ilustre Sarmiento ha escrito a Mitre, hace ya rato: “No
ahorre sangre de gauchos que es buena para abonar la tierra. La
sangre es lo único que los gauchos tienen de seres humanos” .
Pero el libro de Hernández obtiene un éxito rotundo. El pueblo
pobre, los gauchos, la campaña lo leen ávidamente. A los dos meses
se agota la edición y hay que hacer otra con mayor tiraje. Los
intelectuales, los hombres de luces, alaban el libro y así le escriben a
Hernández, pero lo hacen con sus reservas. Lo aplauden como al
negrito, el hijo de la cocinera mulata, cuando ha salido inteligente y
sabe decir lindos versos de memoria y con graciosa mímica. Lo llaman
al negrito y lo hacen recitar en el patio, y después de escucharlo y darle
un pedacito de torta, lo mandan nuevamente al segundo patio, al lugar
de los negros, no sea cosa que el negrito crea que por eso tiene derecho
a entrar en la sala, donde canta, toca el piano o recita, la niña o el niño
de los amos.
Así se elogia a “Martín Fierro”: está muy lindo, muy bien, muy
justo, pero “a la cocina para que lo lean los peones”. En el estante de la
biblioteca quedan “La Cautiva” de Echeverría, “El Fausto” de Del
Campo, y “Paulino Lucero” o “ Santos Vega” de Ascasubi. No se
confunda al negrito “versiador” de la mulata cocinera, con la niña o el
niño de los amos.
Pero Hernández está satisfecho con su libro: ya ha dicho su
palabra: al “tapao” le ha sacado la manta, lo ha limpiado de barro, lo
ha tusado, y lo ha largado al andarivel. ¡Y habrá parejero par a rato! ¡El
que sea capaz, que le gane la carrera en el tiempo!
“Martín Fierro” no es producto de la fantasía ni es novela; es la
biografía de su autor escrita en estilo y personajes gauchos; sacada del
ambiente culto de la ciudad, y llevada al campo. Cada una de las
desdichas de Martín Fierro, de las luchas, persecuciones e injusticias
que sufre, con sus dolores y sufrimientos, son los que pasa José
Hernández en su lucha contra el despotismo y la prepotencia de los
que mandan.
Hagamos un paréntesis en la narración de esta vida tan intere­
sante y aleccionadora de José Hernández, una de las más ejemplares y
señeras de nuestra historia, y expongamos los argumentos de esta
tesis que creemos ser los primeros en sustentar.
Cuando se habla de “Martín Fierro” se cita siempre a Hidalgo,
Ascasubi y Del Campo. Y se habla de ellos para señalar la diferencia
que tienen con Hernández. Los cuatro escribieron en estilo gauchesco,
pero las obras de los tres primeros se diferencian sustancialmente de
la del último. Hidalgo escribió sus versos describiendo personajes y
hechos sin ninguna profundidad ni trascendencia, sin penetrar en el
235
alma de sus personajes. Ascasubi, muchacho travieso en el despertar
porteño a la libertad política, grumete forzado por lejanos mares y
adolescente vagabundo por países extraños, es soldado por corto
tiempo en las guerras civiles argentinas, como ha sido por menos
tiempo tipógrafo y panfletista ocasional, y más tarde, cuando Rosas
aprisiona el país en su puño férreo, se avecina en Montevideo, es
unitario, y encerrado en la heroica ciudad sitiada, deja el sable bien
pronto para empuñar la pala de panadero, se afinca, se convierte en
proveedor del ejército de Paz y se enriquece.
Desde entonces Ascasubi es hombre rico, y cuando Urquiza
entra en Buenos Aires después de derribar a Rosas, Ascasubi entra
también, cabalgando un oscuro soberbio, ostentando el grado de
coronel, y figurando entre los oficiales favoritos de Urquiza. Pone casa
en Buenos Aires, casa rica, y por su gran fortuna, ganada como
proveedor del ejército, su simpatía, sus poesías y sus relevantes
prendas morales, se convierte en uno de los hombres más estimados y
populares de Buenos Aires.
El dominio que ejerce el Partido Unitario en Buenos Aires, lleva a
Hilario Ascasubi a una situación política privilegiada. El gobierno le
ofrece lo que él desee. Mitre lo envía como gestor extraordinario a
Francia para enganchar soldados mercenarios “para la defensa de los
fortines de la frontera suroeste de Buenos Aires en lucha con los
indios”. Y allá en París, Ascasubi vive la vida fastuosa y principesca
de los embajadores ante la corte imperial de Napoleón Tercero y
Eugenia Montijo. Todo lujo es poco para el coronel criollo: visita los
departamentos reservados de Versalles y el Gran Hotel de Cluny y se
codea con la condesa Walewsca, con la princesa Ana Murat, con la
baronesa de Rothschild... En el Bois de Boulogne su coche principes­
co y sus caballos de pura sangre rivalizan con los deslumbrantes del
Embajador del Zar de todas las Rusias...
Hilario Ascasubi —Aniceto el Gallo— escribe poesías gauches­
cas, se ocupa del gaucho: “Paulino Lucero”, “ Santos Vega”, y otros
poemas menores. Cuando está en su apogeo, surge otro poeta
gauchesco en Buenos Aires: Estanislao del Campo, hijo de un militar
unitario, y unitario él mismo. Nace en un hogar distinguido, si no de
fortuna, de buena posición. Se le rodea de todas las atenciones
comunes en los hogares distinguidos de la época y hasta se le coloca,
cuando llega a la adolescencia, de dependiente de tienda, destino de
la juventud dorada criolla de entonces. El mocito es un petimetre, un
niño bien, travieso, con la amable irresponsabilidad que otorga el ser
“hijo de papá” , conversador y picaflor. Un día deja la tienda y ciñe el
sable. Primero va a Cepeda, con el ejército de Mitre, y luego a Pavón,
con el mismo ejército. De regreso en Buenos Aires, se emplea en un

236
Ministerio, y es desde entonces, dada su posición de oficialista,
empleado público. Llega a ser Oficial Primero, equivalente a Subse­
cretario. Goza de ese privilegio toda su vida, hasta que muere.
Hombre elegante, distinguido, de posición económica cómoda y
desahogada, bien emparentado, poeta mimado, Buenos Aires y su
sociedad más distinguida, son los escenarios de sus éxitos. Desde ese
ambiente escribe sus poemas gauchos, de los que sobresale “Fausto”.
Mientras Hilario Ascasubi —a quien se le jubila con sueldo
íntegro con retiro de inválido “en atención a los remarcables servicios
de este Jefe, que es más meritorio que si se hubiese inutilizado por
heridas en función de guerra” y además por “las desgracias inespera­
das que le han hecho perder su fortuna y por los sinsabores domésticos
que le rodean”— pasea por París con un sueldo fabuloso y rodeado de
todos los halagos principescos, y Estanislao del Campo goza de su
posición tranquila y cómoda de alto empleado nacional, ¿qué vida
pasa José Hernández?
Mientras los dos primeros viven cómodamente en la ciudad,
gozando de su situación de oficialistas, ¿qué contacto tienen con el
gauchaje que el gobierno arrea a punta de bayoneta hacia los cantones
de la frontera, voltea sus ranchos y dispersa sus familias a los cuatro
rumbos?
Cuando Ascasubi y Del Campo escriben sobre el gaucho, ¿qué
hay que los una con éste; qué afinidad tienen con él, hasta dónde
conocen y sienten en carne propia el dolor del gaucho, sus persecucio­
nes y sus injusticias? ¿Qué hay entre Ascasubi y Del Campo y el
gaucho aporreado? Nada, absolutamente nada. Para Hernández, en
cambio, está todo, lo es todo.
Hernández ha sido gaucho, gaucho que arrea haciendas, que
enlaza, que voltea, que doma, que duerme en el campo sobre el pellón,
que anda leguas y leguas y días tras días, por la pampa desolada,
sufriendo escarchas, lluvias, viento, calor, sol. Los halagos de la
ciudad no los ha conocido; los mimos del hogar de economía holgada
se cortaron para él en los primeros años de la infancia; las fiestas
cautivadoras y deslumbrantes de los salones distinguidos fueron
sueño para él. En su vida, desde la pubertad, sólo ha conocido el
trabajo y la rudeza de la pampa. Cuando los años mozos afloraron, ya
había afrontado los malones y había jugado su vida en la punta de las
lanzas en entreveros salvajes en el silencio y soledad pampeanas.
Cuando por dentro comenzó a sentirse hombre, tuvo que ceñirse el
sable y salir a combatir entre las fuerzas que ni eran estrictamente de
línea, ni montoneras. Cuando llegó a la ciudad para asomarse a la vida
ciudadana, llegó vestido de gaucho, asombrado como un gaucho,
sintiendo como un gaucho, hecho un gaucho. Cuando quiso pensar y se

237
puso a escribir, advirtió que todos los sinsabores, todas las desdichas,
y todas las injusticias del gaucho estaban en su propia vida. Y escribió
como un gaucho. ¡Fué fiel a su propia esencia!
Ahora, este año de 1872, ha vuelto a Buenos Aires, su ciudad, su
pago. Está escondido; vive ocultándose de la policía, sin ser delin­
cuente, sino por sus ideas de libertad.4
Está solo, sin su familia, que ha ido a Baradero, a casa de su
hermana Magdalena huyendo de la fiebre amarilla que asoló la
ciudad. ¿Qué pensamientos y qué ideas pueden acudir a su mente?
¿Qué hechos puede relatar? ¿Qué es lo que puede estar más vivo en él?
¡Su vida!
Tiene treinta y ocho años, tiene una mujer y cuatro hijos, pero no
tiene casa, ni bienes, ni tan siquiera sabe si su porvenir es seguro.
Llega como un proscrito, perseguido por la policía, amenazado de
muerte, vencido en su causa política y social por la que sacrificó todo,
sin orientación, arrimo, ni luz en su camino. Atrás, en el pasado
cercano, quedan sus sufrimientos y sus derrotas; adelante está lo
incierto; junto a él, la miseria y el peligro. Y el hombre se pone a cantar
—a escribir-—. ¿Cómo no ha de mentar como motivo principal, “su
pena extraordinaria” si la pena lo agobia y lo satura hasta rebasar de
su corazón?
Y en seguida el reproche para los otros que cantan alo gauchesco;
a los que “tienen fama bien obtenida pero que no la quieren sustentar,
gastándose en la partida”. Es una alusión a Ascasubi y sobre todo a su
gran amigo Del Campo. Pero estos poetas no podían cantar en el
sentido que lo exigía Hernández porque ni eran gauchos ni sentían su
dolor. Para ellos el gaucho era un sujeto de entretenimiento, un
motivo de inspiración para su musa festiva, alguien a cuya costa
podían hacerse unos versos para que la gente se divirtiese.
Para Hernández el gaucho es la esencia misma de la nacionalidad,
el arquetipo del solar nativo, la imagen viviente de la patria en la
soledad inmensa de la pampa. Y aunque él no tiene aún fama de poeta-,
ha de terciar en la partida en verso, dispuesto a cantar donde otros
canten porque él “ha venido desde el vientre de su madre, a cantar”.
Pero no entra en el contrapunto humildemente, sino con toda bizarría:
porque “él es toro en su rodeo y torazo en rodeo ajeno y dispuesto a no
separarse de ese intento aunque vengan degollando” . Y por si alguna
duda tuviera alguien de cuál es la esencia misma de su alma, él lo
declara altivamente: “Soy gaucho, y entiéndanlo como mi lengua lo
explica. ”

4 Hay quienes sostienen que era por la fiebre amarilla. Pero no pudo ser porque
el flagelo duró del 27 de enero al 21 de junio de 1871. - Nota del Autor.

238
Hecha su presentación, en el canto segundo entra a hablar de sus
penas, porque él no tiene en su vida alegrías ni triunfos que contar.
Toda su vida de luchas, sufrimientos y persecuciones se condensa en
una sola palabra: Sus penas. “Ninguno me hable de penas, porque yo
penando vivo”. ¿Cuándo no sufrió Hernández? ¿Cuál es el período de
su vida en que la pena no lo sature? Cuando nace tiene por cuna una
casa que no es de su padre, sino que los suyos están allí como de
prestado, cobijados en la caridad de esa mujer extraordinaria y santa,
que fué Mamá Totó. Cuando apenas comienza a balbucear las
primeras palabras, sus padres lo dejan al cuidado de su tía —Mamá
Totó— y se alejan en el constante am bular de la pampa. Es todavía un
niño “sin emplumar” cuando Mamá Totó y su marido, con los chicos,
tienen que huir del país, y lo dejan en casa de su abuelo, el hidalgo
Hernández Plata. La orfandad lo envuelve, y para que fuese más
dolorosa, la pena se le hace presente en esa misma niñez con la muerte
de su madre, y con una enfermedad pulmonar que lo obliga a
abndonar la casa del abuelo y refugiarse en la pampa, al lado de su
padre, que no tiene tiempo de ocuparse del niño, atareado con el
trabajo de las haciendas, las estancias, los peones y la invasión de los
indios.
Su juventud es el desamparo, y la edad adulta, la lucha, la
persecución, la derrota y la injusticia. En los días en que Ascasubi
asombra a los aristócratas de Francia con su lujo deslumbrante y su
carroza principesca, muellemente recostado en los cojines asiáticos, y
Estanislao del Campo triunfa con sus impertinencias en los salones
aristocráticos de Buenos Aires aplaudido y mimado, Hernández
galopa por el campo tras el escuadrón del rengo Sotelo; arrea vacas,
vestido de gaucho y duerme en el suelo pampeano; levanta cajones y
fardos al hombro en el negocio del señor Puig, en Paraná; se alucina
por un instante con el triunfo de Cepeda y se amarga para toda su vida
con la derrota de Pavón. Mientras aquellos poetas gauchescos son
testigos de su propia apoteosis, Hernández lucha contra la prepoten­
cia que gobierna, huye de la partida policial de Sarmiento que lo
persigue para prenderlo vivo o muerto, y tiene que visitar a su mujer y
sus hijitos a escondidas, pobre y proscripto. ¿Cómo no ha de decir él
que “a poco de nacer ya lo alcanzan las desgracias a empujones”?
Rememora aquella época que él conoció, en “que el paisano vivía
feliz en su ranchito con su mujer y sus hijos y en la que era una delicia
ver cómo pasaban los días” . Epoca venturosa de la patria gaucha que
él conoció en los campos de Camarones y la Laguna de los Padres, y
las regiones vecinas. Época en que la especulación de las tierras aún
no había perturbado el alma argentina, y cada habitante de la campa­
ña tenía su rancho y su solar, constituyendo los alegres pagos de la

239
pampa. Época en la que el gaucho mostraba su altiva y bizarra
estampa, su generosidad, su altruismo, su hildaguía y su heroísmo.
Época romántica y heroica, primitiva, sí; pero no bárbara ni salvaje;
época en la que los viajeros ingleses, Robertson, Head, King, Darwiny
otros, y los soñadores como Hudson y Cunninghame Graham, que
recorrieron las pampas pobladas por los gauchos, jamás recibieron
sino hospitalidad y ayuda en una seguridad tan absoluta como no la
tendrían viajando en la culta Inglaterra, y cuyos libros magistrales son
testimonios irrecusables de la hidalguía y civilidad del gaucho.
Hernández conoció esa época, vivió en ella, y no sólo estuvo entre
sus gauchos, sino que él mismo fué uno de los tantos gauchos de aquel
tiempo feliz, situación venturosa que no le alcanzó por las desgracias
de su hogar. Esta época añora Hernández para compararla con la que
luego ha tenido que vivir, bajo la prepotencia de los gobiernos
civilizados de Valentín Alsina, Pastor Obligado, Bartolomé Mitre y
Domingo Faustino Sarmiento. Aquella época “en que hasta el gaucho
más infeliz tenía tropilla de un pelo”.
Y no es que Hernández añore aquella época y se queje de la
presente porque sea enemigo del progreso. No, él ha de probar con
su pluma de periodista, como lo ha probado ya desde “Él Nacional
Argentino”, de Paraná, y “El Río de la Plata”, de Buenos Aires, que
es paladín del progreso y la cultura. Y lo volverá a confirmar luego
nomás, desde las cámaras legislativas por medio de proyectos y
discursos magistrales. No, él no es enemigo del progreso, pero
censura esta época por lo que tiene de injusta con el gaucho, el nativo
de nuestro suelo, por las injusticias, las persecuciones de que se le hace
objeto, por el despojo de que se le hace víctima.
Sí, el progreso es ley de la época, es signo de este nuevo tiempo.
El progreso debe impulsar a nuestro país por su senda del porvenir.
Nuestras pampas desiertas deben poblarse de inmigrantes de lejanas
tierras; el trigo debe suplantar al cardo y la paja brava, pero todo ello
debe hacerse sin aplastar ni aniquilar al elemento nativo; sin deshacer
la familia gaucha, sin arrear despiadamente a nuestros hombres de la
campaña a los cantones de la frontera, como si fueran galeotes.
Tengamos orden, tengamos equidad, tengamos justicia. Quienes
sirvieron para formar los escuadrones patrios en la guerra de la
Independencia y quienes fueron el elemento sacrificado en los dos
bandos de nuestras guerras civiles, y quienes se desangran en los
fortines atajando a los malones —pese al contrato del gobierno de
Mitre con Ascasubi para que éste mandara soldados mercenarios
para esos mismos fortines, adonde nunca llegaron— esos hombres
—esos gauchos—, no es posible que sea fatal que haya que aniquilar­
los porque no sean capaces de asimilarse al progreso. No, a los pai­

240
sanos hay que adaptarlos al signo de la época: si manejaron la mancera
en las estancias de Rosas5 también podrán manejarla ahora si las
condiciones de posesión de la tierra y el régimen del trabajo no son
esclavizadores.
El gaucho es un elemento altivo, bizarro, consubstanciado con la
tierra en la que ha nacido, que es tierra de libertad y abundancia, y él
no se avendrá aúna situación de esclavitud y miseria, de sujeción y de
miedo al patrón. No, el patrón para él es el caudillo, o el estanciero
hidalgo, señor altruista, hombre de alcurnia, que más cuida sus
blasones que sus doblones; dadivoso, espléndido, señor. A ese patrón
el gaucho le enajena la voluntad y el alma. A ese señor le ara el campo,
le cuida las haciendas y lo sigue en la patriada dejando su rancho y su
familia y muriendo en un entrevero a sable, tacuara o facón. Pero al
nuevo, a este de ahora, el terrateniente ávido de dinero, sórdido en su
avaricia, explotador sin hiel, mezquino, pequeño, plebeyo y patán, a
ése no lo puede reconocer como patrón, porque a ése el gaucho no lo
puede admirar: a ése lo desprecia con toda el alma. No, el gaucho que
siempre fué líbre y altivo, no puede confundirse con el pobre gringo
que viene huyendo de la miseria y la esclavitud de su patria, que no
tiene en su espíritu ninguna clase de rebeldía, ni los impulsos de la
libertad, ni del señorío, ni del libre albedrío, ni el sentido de la
abundancia, ni el del valor y el coraje que tiene el gaucho. El
campesino gringo es un hombre que no conoce sino la miseria, que no
ha comido en su vida nada más que porotos y polenta, que jamás se
alejó cien varas del límite de su pueblo, que nunca tomó por sí una
determinación; que jamás se enfrentó ni peleó con nadie, que nunca
tuvo altiveces con nadie, que nunca hizo otra cosa que someterse al
patrón de la tierra que trabaja a punta de azada, y que tiene tanta
autoridad en él, que hasta le señala la novia con la que ha de casarse.
Ese inmigrante gringo —que es bondadoso, honrado y trabajador,
y que fué el más formidable factor de progreso para nuestro país,— sí
podía reducirse a trabajar de arrendatario esta tierra, en las condicio­
nes que le fijara el terrateniente, y sí podía someterse humilde y
humillantemente a las condiciones que le impusieran. Era un hombre
manso que venía a buscar fortuna, o bien, a vivir simplemente: era un
hombre que estaba en tierra extraña, la que nada le debía. Pero el
gaucho estaba en su tierra, a la que él había libertado del poder
español; estaba en su patria, a la que había contribuido poderosa­
mente a constituir y darle las instituciones republicanas y democráti­
cas de que goza. El gaucho tenía derechos bien adquiridos y no podía

5 Sesenta arados simultáneamente. Citado por Darwin. - Nota del Autor.

241
ni debía confundírsele con el inmigrante gringo. Ese es el fondo de la
cuestión. Por eso Hernández se levanta airado defendiendo al gaucho
y sostiene que “debe suprimirse el contingente de fronteras” a cargo
exclusivamente de los gauchos. En su lugar “debe enviarse el ejército
de línea formado por los hombres de todas las clases sociales”. Si la
tierra que se le conquista al indio ha de favorecer a toda la República,
no es justo que su ímproba tarea recaiga exclusivamente sobre el
gaucho, que es el único que no ha de quedarse ni con una vara de
tierra, ni ha de sacar ningún provecho. Y por fin, por eso Hernández
niega al gobierno el derecho de vender las tierras públicas, debiendo
en cambio dividirlas y entregarlas gratuitamente a los que directamen­
te las trabajen.6 Y es en esta forma únicamente cómo el criollo se haría
hombre de progreso en primer plano.
Mitre, Sarmiento, Avellaneda y Rosas, en contraposición a la
tesis de Hernández, venden la tierra pública “por cuatro reales” a los
oligarcas porteños y fundan en forma definitiva la gran aristocracia
terrateniente argentina, la aristocracia vacuna del partido conserva­
dor que ha de gravitar sobre la evolución del país en forma regresiva.
Esa política de los hombres “de las luces” hará que a los ochenta años
de inaugurada, nuestro país tenga el setenta y cinco por ciento de sus
agricultores que no han logrado ser dueños de la tierra que trabajan,
causa del atraso económico, cultural e institucional de nuestra
República.
Reacio el gaucho a la coyunda de la sujeción terrateniente, a la
que dobla el cuello mansamente el colono gringo porque está
acostumbrado a ella en su patria, pierde el arraigo en la tierra gaucha,
y se refugia en las últimas estancias criollas, en las tropas de carretas,
en los galpones del puerto y de las estaciones, en el abandono y hasta
en la indolencia, que no es haraganería sino desprecio por el
sometimiento humillante y esclavizador. De su resistencia en el
trabajo da fe el monte, donde solamente el hachador criollo aguanta;
el yerbal, donde solamente el criollo resiste; la bolsa llevada al hombro
nueve y diez horas diariamente en el puerto y en el galpón; el arreo, la
estancia y la doma. Tareas agobiadoras que solamente el criollo
realiza.
Allí está, pues, la causa de la añoranza de Hernández por aquel
tiempo pasado en el que todos tenían tropilla de un pelo, y se vivía feliz
con su mujer y sus hijos en el rancho nativo. Y allí está la causa de su
protesta por la época que le ha sucedido.
En el canto tercero habla de cómo vivía de sosegado y feliz en su

6 Editorial de “El Río de la Plata”. - Nota del Autor.

242
rancho, con sus hijos y su mujer y cómo, por la injusticia y prepotencia
del Juez de Paz —para Martín Fierro el gobierno— lo prenden y
arrean a la frontera.
La causa por la cual arrean a Martín Fierro, sacándolo de su pago
es la misma por la cual Hernández hubo de abandonar Buenos Aires
_su pago— y refugiarse en Paraná el año 1858. Martín Fierro lo dice
claramente: “y él —el Juez de Paz, el gobierno— dijo que yo servía a
los de la exposición —oposición—
Hernández cuando deja la pampa y se avecina en Buenos Aires,
ingresa en la oposición al gobierno unitario, está con Nicolás Calvo en
“La Reforma Pacífica” y esa condición de opositor lo obliga a
ausentarse de la ciudad, perseguido por los agentes oficialistas, como
a Martín Fierro lo persigue el Juez de Paz.
Más tarde, cuando regresa a Buenos Aires en 1868, y sigue
siendo opositor como su diario “El Río de la Plata”, vuelve el
gobierno a perseguirlo, y producida la sublevación de López Jordán,
el Presidente Sarmiento, que es el gobierno y es directamente para él
lo que el Juez de Paz para Martín Fierro, le empastela la imprenta, le
clausura el diario, le quita la casa, lo persigue, lo asedia y lo obliga a
huir a uña de caballo. La única diferencia que existe con Martín
Fierro, es que Hernández “no se dejó agarrar”, que si lo hace, ni
cuenta el cuento ni escribe su poema.
¿Qué significa para Hernández esos diez años largos de ausencia
de Buenos Aires? Significan sufrimiento, luchas, persecuciones, y
anulación de su relevante personalidad. En Paraná, caído el gobierno
federal de Derqui, era igual que estar fuera de la zona civilizada y
activa de la política argentina, era el aislamiento y el exilio, Todo
dependía de Buenos Aires, ya que esta ciudad era la que decidía, en el
movimiento político del país. Estar fuera de ella era perder toda
probabilidad de surgir y ser alguien. Eso le ocurrió a Hernández en
esos diez años de alejamiento de la Capital nominal de la República.
Era poco menos que estar un gaucho en los cantones de la frontera.
Más tarde, cuando por ser opositor, como había sido Martín
Fierro, unido a López Jordán tuvo que huir del país, en la aplastante
nulidad de Santa Ana do Livramento, pobre y extranjero, proscripto y
sin medios de vida; con su mujer y sus hijos lejos y en el desamparo
¿qué era sino el cantón de la frontera para él ese destierro? Las
vicisitudes, las penurias, las injusticias y el dolor de la ausencia
sufridos por Martín Fierro ¿no son los mismos que los que sufre
Hernández, lejos de su patria y de su hogar?
Y para que las injusticias que sufren autor y protagonista sean-
más afines e idénticas, allá está Martín Fierro en el cantón reclaman­
do su paga inútilmente y la contestación del Comandante: “¿Qué

243
querés recibir si no has entrado en la lista?5’ Y allí está Hernández en
Corrientes, reclamando del gobierno que sustituyó al de Evaristo
López, los meses de sueldo que le adeuda la provincia y la contesta­
ción sarcástica que le da el gobierno “ civilizador”, más sarcástica aún
que la del Comandante Militar: “ Orden que se presente en Comentes
a satisfacer la demanda por el alquiler de la casa que ocupa su
imprenta, imprenta que el gobierno le tomó arbitrariamente después
de asaltarle la casa”.
En el canto sexto Martín Fierro llega de vuelta a su pago. “ Y
endereza para su cueva”, para su rancho. No halla ni rastro de él, a
pesar de haber dejado allí su mujer, sus hijos y su hacienda. Supo
luego “que la hacienda se la vendieron para pagar arrendamientos,
alquiler que debía”.
Para que la similitud sea más perfecta entre Martín Fierro y
Hernández, era neceario también este episodio. Allá en Corrientes,
Hernández está con su mujer, sus hijitos, su casa —su rancho— y su
imprenta —su hacienda—. Mitre promueve la revolución contra el
gobernador Evaristo López, y Hernández, que es Ministro, tiene que
salir al campo —a la frontera— a luchar a punta de sable, en defensa
de sus derechos y de su vida. Un día vuelve derrotado y triste. Llega a
Corrientes y también él “endereza para su cueva —su casa—. Pero ya
no están allí ni su mujer ni sus hijitos. Su casa ha sido asaltada y su
imprenta —su hacienda— empastelada. Más tarde, esa imprenta ha
de quedar para el gobierno que lo ha perseguido para “pagar el
alquiler que debe Hernández, para pagar arrendamientos”.
En los cantos siguientes, ¿cuáles son las luchas dé Martín Fierro,
cuáles son sus consejos, cuál su filosofar? Todo ello va enderezado a
corregir los abusos, a enfrentar a la autoridad prepotente, a protestar
contra las injusticias de los que mandan contra los oprimidos que
sufren las alternativas de un injusto sistema social. Amargado por las
injusticias y persecuciones —¿cuáles no sufrió Hernández?— Martín
Fierro exclama: “¡Nací y me he criado en estancia, pero ya conozco el
mundo... desharé la madeja, aunque me cueste la vida!”
Enfrentando a la partida, ¿qué significa Martín Fierro, gaucho
perseguido, desertor, pobre y desamparado? Enfrentando al gobierno
de Mitre, primero, y al de S a r m i e n t o , después, ¿qué significa José
Hernández, periodista sin caudales, sin arraigo, sin protección?
Imagen culta de hombre de la ciudad, Hernández es el mismo Martín
Fierro luchando con la prepotenciay la injusticia del que manda desde
el gobierno. Los editoriales de “El Nacional Argentino”, y los de “El
Río de la Plata” son los mismos consejos de Martín Fierro a sus hijos,
y sus mismas sentencias filosóficas.

244
Hernández, en “El Río de la Plata” es el primer periodista
argentino que habla desde el punto de vista socialy económico de “los
oprimidos”, como Martín Fierro es el primero que en un poema —o un
libro cualquiera en nuestro país— habla de la proletarización de los
gauchos, o paisanos de la campaña. “ Se proletarizaron” , dice Martín
Fierro. Treinta años después, anarquistas y socialistas repetirán este
término.
Dorrego fué el primero que habló en defensa de los desheredados
—ios artesanos y compadritos de Buenos Aires, que no eran, ni los
unos ni los otros, “oprimidos”, porque la opresión, desde el punto de
vista social y económico, no se conoció en nuestro país hasta el año
1860 ó 1870—, pero el procer hablaba desde el punto de vista
político, de los derechos políticos. Martín Fierro, más avanzado y en
época de verdadera opresión, habla del punto de vista social y
económico, que es el más doloroso. Se “proletarizaron”, es decir,
perdieron esos gauchos su libertad, su independencia económica, su
libre albedrío, su espíritu señorial, su condición de hombres libres, su
afincamiento en la tierra que los vio nacer y que ellos libertaron. Más
adelante, en el canto treinta y tres, que es el último, clama Martín
Fierro, “sólo el gaucho anda errante donde la suerte lo lleve” . Y al
pintar esa condición dolorosa e injusta, termina la sextina así: “Debe
el gaucho tener casa, escuela, iglesia y derecho”.
Hernández, en “El Río de la Plata” fija como programa del diario
“la supresión del contingente de fronteras”. Y en su prédica diaria
sostiene la necesidad de “distribuir —gratuitamente— la tierra
pública en pequeños lotes”. La distribución de la tierra en pequeños
lotes era la manera de afincar nuevamente a esos criollos despojados
por los gobiernos “civilizadores” y evitar así que “el gaucho ande
errante donde la suerte lo lleve”.
La defensa que Hernández hace en “El Río de la Plata” de los
gauchos, lleva como fin asegurarles un bienestar decente que les
permita tener “casa, escuela, iglesia y derechos”.
En los consejos y en los cantos de sentido filosófico, Martín
Fierro clama por un régimen de justicia y de equidad, envuelto por
una gran expresión de dolor. El acento doliente es la tónica de este
libro inmortal y el afán de justicia es el motivo que anima cada una de
sus escenas y cada uno de sus versos.

{Los motivos del M A R TÍN FIERRO en la vida de José Hernández;


Ciordia & Rodríguez Editores; Buenos Aires, 1949. El texto
reproduce parcialmente el Cap. XXV.)

245
ANTONIO PAGÉS LARRAYA
Antonio Pagés Larraya

POLÍTICA DE LA TIERRA: MORENO, ALBERDI,


HERNÁNDEZ

Los artículos de José Hernández replanten críticamente las


viejas oposiciones de campesinos y mercaderes, ciudad y campaña,
metrópoli y tierra interior, que venían formulándose desde 1810 y
cuya solución buscaba el programa irrealizado de la Revolución de
Mayo.
Sesenta años después que Mariano Moreno se instituye apode­
rado espiritual de los “labradores y hacendados de estas campañas”,1
Hernández —en términos parecidos— se erige “en defensor de los
derechos desconocidos y violentados del habitante de la campaña”.2
Desoídos en 1809 por el Cabildo y el Consulado, seguían en 1869
olvidados por los directores del país.
Moreno trató de elaborar un plan que sacase al campesino de su
antigua miseria y presentó un cuadro de su existencia semejante al
que seis décadas después trazaría Hernández.
El sudor de su rostro —escribe en Representación de los
hacendados— produce un pan que no excita la gratitud de los que

1 Cf. Mariano Moreno: Representación de los hacendados de las campañas del


Río de la Plata (1809). En Escritos políticos y económicos, ed. La Cultura Argentina,
1937, p. 107.
Amaro Villanueva, ensayista que ha llegado a la pulpa de Hernández en originales
aclaraciones, avisó ya la relación entre Moreno y Hernández (cf. José Hernández, poeta
y payador, en la revista “ Columna”, año I, N° 1, Io de mayo de 1937, ps. 6-7).
2 La ciudad y la campaña, n, 6 de octubre de 1869.

249
alimenta; y olvidada su dignidad e importancia viven condenados a
pasar en la oscuridad los momentos que descansan de sus penosas
labores” . .. Y agrega que, si se instruye a un viajero que la riqueza del
país consiste sólo en los frutos que produce, “se asombraría cuando
buscando al labrador por su opulencia no encontrase sino hombres
condenados a morir en la miseria”.3
Hernández denuncia a su vez la funesta pervivencia de ios
privilegios del coloniaje. La campaña continúa estrangulada y el
campesino criollo esclavizado. Más aún: “Aquí se ha creado una
especie de aristocracia a la que paga tributo la campaña desampara­
d a...”4
Cree inútil entretenerse en forjar proyectos grandiosos mientras
no se acometa la tarea de dar una organización al campo argentino,
elevando a sus pobladores de su infeliz condición.
En 1809 Moreno escribía con sagaz intuición de la realidad
social:
“No puede ser verdadera ventaja de la tierra la que no recaiga
inmediatamente en sus propietarios y cultivadores”.5
Hernández consideró que una política económica, justa para la
campaña, era cuestión esencial y previa. Aunque el resultado de todas
las disposiciones del gobierno afectaba siempre los intereses de los
gauchos, ellos eran desoídos por el poder virreinal. A más de medio
siglo de la Revolución, su estado era más triste todavía. Las
instituciones coloniales habían desaparecido sólo nominalmente.
Bajo el gobierno republicano subsistían las mismas injusticias y no se
había logrado identificar al hombre y a su prole con la tierra.
“En la campaña —escribe Hernández— el ciudadano está
expuesto a los caprichos de ensoberbecidos caudillejos, que abusan
de la debilidad y del aislamiento. Su seguridad depende de sus
medios de defensa, y en cuanto al sufragio electoral, tiene gratuitos
directores de conciencia”.6
Para el tribuno de la Revolución, la prosperidad del agro estaba
ligada al progreso de la Nación, ya que no podía ser funesta “sino a
cuatro mercaderes que ven desaparecer la ganancia que esperaban de
clandestinas negociaciones”.7 Hernández insiste muchas veces en
esta misma idea. Los gobiernos que sólo se ocupan de las ciudades y

3 Op. cit., p. 109.


4 La ciudad y la campaña, I, 3 de octubre de 1869.
5 Op. cit., p. 108.
6 Artículo del 19 de agosto de 1869.
7 Op. cit., p. 137.

250
concentran exclusivamente en ellas los beneficios de la civilización,
cometen grave error, pues progreso que no abarque a todo el país “es
una luz que se apaga por falta de combustible”.8
Moreno y Hernández hablan en nombre del paisano para abogar
por una política justiciera. Sus coincidencias no están sólo en las
ideas, sino en la afectiva solidaridad con los gauchos. Moreno elogia
las cualidades de aquellos hombres en quienes “la costumbre de vivir
miserables y desatendidos no había enervado la nobleza de sus
sentimientos”9 y esto, con casi idénticas expresiones, se encuentra
repetido infinitas veces por Hernández.
Las analogías que he establecido entre el pensamiento de
Moreno y el de Hernández prueban que en 1859 se habían agravado
las condiciones de vida de la campaña y sus habitantes. ¿Qué causas
habían empeorado esa situación?, ¿por qué el gaucho había ido
decayendo a una existencia cada vez más penosa? Hernández
contesta a estas preguntas culpando al inicuo sistema de defensa de
fronteras, al régimen escandaloso de las tierras públicas y a la
supeditación del campo a la ciudad, que son para él las razones más
patentes de esa decadencia, y que se entrelazan hasta confundirse.
La propiedad fiscal constituyó en nuestro país fuente de conti­
nuos peculados. Las conflagraciones civiles y posteriormente la
guerra contra el indio, ocultaron groseras combinaciones con ella
relacionadas.10 No faltan en M artín Fierro referencias a esa realidad
lamentable. Fierro alude a los jefes con estancias, majadas y rodeos
logrados con el trabajo de los gauchos, y añade: He visto negocios feos
Á pesar de m i inorancia .n Cruz, a su vez, refiere una conversación
reveladora del juez con otro: Hablaban de hacerse ricos Con campos
en la frontera; De sacarla más ajuera Donde había campos baldíos, Y
llevar de los partidos Gente que la defendiera . 12 De eso tratábase,
pues, y tales eran los “negocios feos” que, tres años antes del poema,
Hernández ya denunciaba...
De ese indigno sistema nació una organización feudal de siervos
y señores y no una república democrática. El suelo era fuente de

8 Artículo del 21 de agosto de 1869.


9 Op. cit., p. 110,
10 Cf. Juan Alvarez, Estudio sobre las guerras argentinas, 1912; Miguel A.
Cárcano, Evolución histórica del régimen de la tierra pública, 1917; E. M. Estrada,
Muerte y transfiguración de Martín Fierro, 1.1. ps. 115-124; Jacinto Oddone, La bur­
guesía terrateniente argentina, 1930.
11 M. Fierro, 821-22.
12 M. Fierro, 2107-12.

251
riqueza y subsidiariamente de poder, de aristocracia, de cultura. De
ahí que se lo disputara con codicia. La corrupción política está
adherida a la inmoralidad pecuniaria. La expoliación del gaucho, la
ratería de comandantes y milicos, el fraude electoral, los planes
fastuosos y los escándalos resonantes se ven mejor a la luz del
desvergonzado proceso de adueñamiento y repartija de la propiedad
pública.
Hernández denuncia la deshonestidad del enajenamiento de la
tierra, arrebatada a sus dueños originales para ser botín de los
gobiernos -que “se arrogan facultades monstruosas” y establecen
“privilegios y monopolios odiosos”.13 Ataca a la política del saqueo
que hizo de las posesiones nacionales premio, prebenda y garantía
para el prestamista. La tierra de esos repartos no era cultivada, sino
latifundio entregado al comercio. Variaba continuamente de propie­
tarios, sin servir a la industria ni a ningún fin útil. Mientras tanto, el
gaucho que la habitaba seguía cada vez más desposeído. Por eso
Hernández reclama un régimen justo, y niega “a los gobiernos el
derecho de vender las tierras públicas o de afectarlas a ninguna deuda
o de hacer de ellas un medio de crear recursos para las necesidades
extraordinarias”.14 El suelo fiscal no puede servir “a la avidez de
especulaciones privilegiadas”.15
No cree en las ficciones jurídicas que, con cobertura legal, han
desposeído a los habitantes reales del campo, pues la legislación ha
sido dictada por los beneficiarios del despojo. Está contra las
relumbrantes lucubraciones formales que ocultan toda suerte de
trapacerías. No bastan las instituciones y las leyes liberales sin “la
resolución de hacerlas prácticas y fecundas”.16 El gobierno no puede
mercar lo que es de todos, sino a riesgo de producir el privilegio en la
economía y el despotismo en la política.
Hernández se opone al estado negociante y especulador. “ Go­
bernar no es comerciar”,17 advierte. La renta que se crea a costa del
trabajo es usufructuada por funcionarios estériles a la comunidad.
Las energías deben surgir del individuo, de su iniciativa y su
originalidad creadoras. El Estado no puede substituir al ciudadano, ni
menos estafarlo; su acción fecundante anima toda fértil empresa.
Propugna Hernández una política que sirva para vincular al suelo con

1Q
La división de la tierra, Io de setiembre de 1869.
14 La división de la tierra, Io de setiembre de 1869.
15 Ib. id.
16 Ib. id
17 Ib. id.

252
el hombre que sobre él vive y le dé las aptitudes y los medios para
arrancarle sus frutos. Dice por eso dé los gauchos que:
“no sólo deben salvar a la campaña de las invasiones de los
indios, sino que deben fructificar la tierra que pueblan, apropiándola
a su existencia y bienestar”. Y continúa: “ Si nuestros gauchos, si los
que vagan hoy sin ocupación y sin trabajo obtienen además del salario
correspondiente un pedazo de tierra para improvisar en él su
habitación, y los. instrumentos necesarios, se. le liga más y más a la
defensa de la línea fronteriza, porque ya no serían sólo los intereses
extraños los que ampararían sino sus propios intereses”.18
Quiere una tierra dividida; no engendradora de siervos del
latifundio ajeno, sino de hombres arraigados al suelo propio.
“No hay países más pobres y más atrasados —declara— que
aquéllos donde la propiedad está repartida en unas cuantas clases
privilegiadas”.19
La división territorial es el medio para acabar con la existencia de
hijos y entenados. Comarca y hombre unidos constituirán la república
federal frustrada desde Mayo por la concupiscencia o la ineptitud.
Este problema empalma con otro que Hernández trata deteni­
damente en sus artículos: la necesidad de conciliar los intereses de la
ciudad con los de la tierra interior.
Mientras la metrópoli absorbiese todas las energías del país,
sería imposible establecer formas de vida libre y próspera. Sin mirar a
las provincias y apreciar generosamente sus problemas, se iría
quebrando en forma cada vez más irremediable la armonía espiritual
y material de la Nación.
La campaña es “fuente de nuestra riqueza y de nuestro porvenir
económico y social”.20 Vuelve así al revés la tesis sostenida por
Sarmiento, según la cual las ciudades representaban la civilización y
el campo la barbarie.21 Para Hernández, por el contrario, la ciudad es
sólo fuente de placer y de intrigas, asiento de burócratas y mercade­
res, que viven parasitariamente del campo. Este, en cambio, nutre
con sus energías la vitalidad toda del país. Consecuentemente, ataca
Hernández la propensión de los gobiernos a fomentar empleos y
negocios a costa del trabajo rural e insta a concluir con la opresión de

18 22 de agosto de 1869.
19 Ib. id.
20 Artículo del 19 de agosto de 1869.
21 V. Serafín Pozzi, La vuelta de M artín Fierro, trabajo en el que se establece
agudamente la contraposición entre Facundo y el poema (Sustancia, Tucumán, año I,
setiembre 1939, ps. 204-205).

253
las ciudades. De olvidar al desierto y a los gauchos iba a verse un día
que todo era ilusorio, que había “un lago dormido sobre el cieno”.22
El conflicto entre dos fuerzas antagónicas despunta constante­
mente en Martín Fierro, en forma de las oposiciones pueblero-
gaucho, ciudad-campo. La idea no está desenvuelta pues el poema
no se desvirtúa nunca en alegato, pero queda implícita en ejemplos
como éstos, espigados al azar: De los males que sufrimos Hablan
mucho los puebleros;23 Canta el pueblero... y es pueta; Canta el
gaucho... y ¡ay Jesúsl Lo miran como avestruz...;2* El campo es del
inorante, El pueblo del hombre estruido.26
En toda su propaganda por la prensa, Hernández se apoya en las
ideas de Juan Bautista Alberdi, que había atacado la tesis de
Sarmiento por su inconsistencia sociológica. Para Alberdi, lo que
Hispanoamérica tenía de peculiar en sus formas de vida residía
precisamente en el, campo:
“De los campos es nacida la existencia nueva de esta América; de
ellos salió el poder que echó a la España, refugiada al fin del coloniaje
en las ciudades, y de ellos saldrá la autoridad americana, que
reemplace la suya, porque ellos son la América del Sud, que se define:
‘Un desierto por regla, poblado por excepción’”.26
El mismo Alberdi recusa además como ciega toda política que no
mire a la campaña, pues ella es baluarte de nuestra libertad y
promotora de riqueza. Al tachar de errónea la tesis de Civilización y
Barbarie —cuyo limitado alcance de arma polémica el propio Sar­
miento reconoció en Conflicto y armonías de las razas en América
(1883)— Alberdi concreta así su pensamiento:
“La localización de la civilización en las ciudades y la barbarie en
las campañas es un error de historia y de observación y manantial de
anarquía y de antipatías artificiales entre localidades que se necesi­
tan y complementan mutuamente. ¿En qué país del mundo no es la
campaña más inculta que las ciudades?”27
He transcripto estos párrafos para que el lector vea claramente la
continuidad del pensamiento de Hernández con el de Alberdi, así
como antes pudo apreciar las relaciones de sus ideas con las de
Mariano Moreno. Hernández, por lo demás, reconoció ese magisterio

22 Altículo del 21 de agosto de 1869.


23 M. Fierro, 2131-2.
24 Vuelta, 49-51.
25 Vuelta, 55-56.
26 Obras Completas, 1886, t. IV, p. 68.
27 Obras Completas, 1886, t. IV, p. 69.

254
declarándose “ adepto de la escuela y de los ideales del doctor
Alberdi” .28
Coincide Hernández con las ideas de Alberdi, pero las hace suyas
o saca de ellas conclusiones nuevas. Así, por ejemplo, desarrolla
persistentemente y con argumentos diversos, la tesis de que un país
agropecuario puede desenvolver las formas más elevadas de cultura.
En 1874 sostiene largamente que la naturaleza de la economía, no
determina ni la riqueza “ni es barómetro de su civilización”;29 en
1879, al tratarse las obras del Riachuelo en la Cámara de Diputados
repite que “El grado de cultura de los pueblos no puede medirse por la
escala que el atraso y el error habían constituido’7.30 El desarrollo de
las comunicaciones ha logrado que un pueblo agropecuario pueda ser
tan civilizado como uno industrial: “Hoy un pueblo puede tener
estancias y tener cátedra”, dice y añade:
“Si somos las colonias de Europa, con respecto a la materia
prima, los pueblos de Europa son nuestras colonias con respecto a la
materia fabril. Allá tenemos nuestras colonias”.31
Era posible, pues, que un pueblo ganadero como la Argentina
poseyese arte, ciencia, instituciones y desenvolviera libremente su
economía. En Instrucción del estanciero (1886) volverá a los mismos
conceptos. La economía tiene carácter planetario, el mundo es un
vasto taller y un pueblo de pastores puede aspirar al mayor desenvol­
vimiento en todos los ramos de su existencia. “América es para
Europa la colonia rural. Europa es para América la colonia fabril”.32
Estos ejemplos demuestran cómo, a través de los años y más o
menos con las mismas razones, Hernández vuelve al mismo concepto.
Tal insistencia pareciera responder al deseo de suscitar impulsos
optimistas y desvanecer la creencia de que un pueblo agropecuario
debía forzosamente sér vasallo de las economías más evolucionadas.
Vio bien Hernández que, de aceptarse la tesis de que las ciudades
de América eran la cultura y sus campos la barbarie, toda Hispanoa­
mérica quedaba relegada a esta última condición, cuando, por el

QQ .

Personalidad parlamentaria de José Hernández, II, p. 41. En ese mismo


discurso dice lo siguiente el autor de las Bases: “Hijo de América, argentino que ha
estado con su inteligencia al servicio de la organización de su país dilucidando con una
competencia sin rival sus cuestiones sociales, sus cuestiones políticas y sus cuestiones
económicas.” {Ib. id.)
29 Carta a los editores de la 8a ed. de M artín Fierro, Montevideo, agosto de 1874.
qn
Personalidad parlamentaria de José Hernández, I, 77-78.
31 Ib. id.
32 r *
Instrucción del estanciero, ps. 15-16 (cito por ed. Biblioteca del Suboficial,
1928 ).

255
contrario, las más fértiles posibilidades de una vida con tuerza y
originalidad brotaban del territorio rural, de la América virgen.
Política y expresión se nutren en Hernández de los mismos
ideales americanos y populares que alientan en las únicas obras de
nuestra literatura —¡muy pocas por desdicha!— que aún se mantie­
nen vivas. Su palabra no es remedio habilidoso ni calco inteligente:
surge de su intimidad, sin concesiones para pequeños grupos que
cultivaban una literatura falsificada. La idiosincrasia del país está en
el poema y en sus prosas reflejada con la misma radical sinceridad.
Unamuno penetró sagazmente en el desafío que Martín Fierro
significaba contra un arte sin frescura ni espíritu genuino, y observó
que:
nada de extraño tendría que fuera degradándose nuestra
plebe, y con ella el pueblo todo, si los cultos siguen dando en la manía
de ir sutilizándose y metiéndose en líos y estetiquerías, en vez de
buscar la renovación en la patria interior, como el hombre debe
buscarla en el lecho de su alma, en el lecho sereno y quieto sobre el
cual se precipita y corre el torrente de las impresiones fugitivas”.33
Esta íntima patria, ese hondo lecho es el que Hernández revela en
su obra contra los silencios, los temores y la tácita admisión de que
éramos incapaces de decir nada auténticamente original. El impulso
de lo creador americano es el que todo lector siente desde el primer
instante de acercamiento a Hernández. Y el vigor de su voz proviene
de estar consustanciada con la tierra, “única savia que no se agota,
única fuerza que no logran vencer las más radicales transformaciones
de los siglos”.34
Es tal la impresión de asombro que el poema suscita, sobre todo
si se lo coteja con la literatura de la época, que quien no posee
suficientes elementos de juicio sobre el mundo total de Hernández,
bordea lo inexplicable.
Sólo por desconocimiento de la personalidad del poeta y de sus
escritos ajenos al Martín Fierro pudo Leopoldo Lugones elaborar
aquella equivocada teoría de la “ creación a pesar suyo” y enlazar esta
cadena de errores:
“•..en ninguna obra es más perceptible el fenómeno de la creación inconsciente. Él
ignoró siempre su importancia y no tuvo genio sino en aquella ocasión. Sus escritos
anteriores y sucesivos, son páginas sensatas e incoloras de fábulas baladíes o artículos
de economía rural.”35

33 En La revista española, N° 1, Madrid, 1894, p. 21 (artículo fechado en


Salamanca, febrero de 1894).
34 Joaquín V. González, La tradición nacional, 1912, t. I, p. 30.
35 El payador, 1916, p. 64.

256
Estas opiniones de Lugones, que han sido repetidas muchas
veces sin examen, son la salida dialéctica que el crítico buscó para las
muchas preguntas sin respuesta que el poema le iba planteando.
Afortunadamente, el conocimiento de lo mucho que Hernández
e s c r i b i ó demuestra que en su caso, como en el de todos los auténticos
cread ores, no había nada fortuito ni a su pesar. ¡Enraizados en el país
y en su dolor nacieron sus cantos y su prosa, de él se nutrían y a él
reto m a n como inmarchita esencia! Si alguna obra está lejos de la
“creación inconsciente” ésa es Martín Fierro, y si algún pensamiento
está lejos de ser “fábula baladí” ése es el de Hernández, que se
expresa en una prosa sin oropel y problematiza todos los sectores
críticos de la existencia nacional.
En los artículos de E l R ío de la Plata está el brote de ideas que
Hernández difundirá durante toda su existencia. Hay en ellos una
manera personal, polémica y constructiva a la vez de afrontar los
temas. Un punto de vista práctico, fundado en los antecedentes
históricos del país y en sus necesidades contemporáneas lo impulsa
en su brega. De ellos fluye lo que Echeverría, gaucho y poeta como él,
aconsejaba en el Dogma socialista: “tener siempre clavado el ojo de la
inteligencia en las entrañas de nuestra sociedad”.36
En los artículos de 1869 hay un hombre que ve claro en el
porvenir, que sabe su verdad y está dispuesto a defenderla y a
padecerla. Su criterio político irá ganando en madurez pero el resto de
su actuación y de su obra está ya en ellos anunciado.
Su prédica, como se ha comprobado, se enlaza con la de Mariano
Moreno en Representación de los hacendados (1809); con la de
Esteban Echeverría37 en el Dogma (1839), que e& la formulación
teórica de los ideales de Mayo y el programa práctico para su
realización; con la de Juan Bautista Alberdi, a quien Echeverría
instituyó heredero de su pensamiento; con la de Nicolás Avellaneda
en su Estudio sobre las leyes de tierras públicas (1865), libro
inspirado en Sistema económico y rentístico de la Confederación
Argentina (1854) de Alberdi. A través de estas obras y estas fechas se
ve la continuidad de una misma fuerza ideal que impulsa la historia
argentina y que mueve, más- allá de las apariencias y de las crisis
transitorias, su esencia espiritual, que es la única que importa.

36 Obras Completas, t. IV, p. 171.


37 Muy importante sobre las relaciones de Hernández con los ideales americanis­
tas, en lo estético y en lo político, de Echeverríay la generación de 1837, es el trabajo de
Amaro Villanueva, Preludios de “Martín Fierro ” (en Crítica y pico, Santa Fe, 1945,
ps. 66-102).

257
Como aquellos varones, Hernández hace de la patria un deber y
una congoja, en ella piensa y por ella sufre. Discrepa así con las
fuerzas en pugna, se sitúa al margen de las conveniencias puramente
parciales. Por eso escribió M artín Fierro. Todas las páginas que he
comentado podrían desaparecer porque renacieron en el poema. Y si
éste no hubiese sido escrito, allí hubieran quedado, marchitas entre el
polvo de los archivos. Memoria, esencia y resurrección de ellas fué el
canto de Martín Fierro.
tProsas del M artín Fierro, Editorial Raigal, Buenos Aires, 1952.)

258
JORGE LUIS BORGES
Jorge Luis Borges

MARTÍN FIERRO Y LOS CRÍTICOS

Del éxito popular que desde el principio alcanzó el poema de


Hernández, ya hemos hablado. En una advertencia editorial de la
edición de 1894, se habla de “sesenta y cuatro mil ejemplares
desparramados por todos los ámbitos de la campaña”, y se comunica
que “en algunos lugares de reunión, se creó el tipo del lector, en torno
del cual se congregaban gentes de ambos sexos...” Líneas más abajo,
se lee: “Uno de mis clientes, almacenero por mayor, me mostraba ayer
en sus libros los encargos de los pulperos de la campaña: 12 gruesas
de fósforos; una barrica de cerveza; 12 Vueltas de M artín Fierro; 100
cajas de sardinas...” Descontada alguna ligera exageración comercial
(Hernández no era reacio a ellas y hasta las incluyó alguna vez en el
cuerpo de su poema), todo lo anterior ha de ser esencialmente
verdadero.
Desde comienzos del siglo XIX, un prejuicio romántico ha
establecido que una de las condiciones de la gloria postuma es la
oscuridad contemporánea. Leopoldo Lugones, en E l payador, insiste
en los elogios avaros o en las censuras de los contemporáneos de
Hernández, así como su maestro Victor Hugo recopiló, e inventó, en
su W illiam Shakespeare, dictámenes adversos al poeta. En todo ello
hay cierta exageración; los primeros lectores del M artín Fierro no
desconocieron sus méritos, si bien no los apreciaron con plenitud, por
obra de causas que investigaremos después.
En 1879, Hernández envió a Mitre un ejemplar del poema con la
siguiente dedicatoria: “ Señor General Don Bartolomé Mitre. —
Hacen 25 años que formo en las filas de sus adversarios políticos.

261
Pocos argentinos pueden decir lo mismo; pero pocos también, se
atreverían como yo, a saltar por sobre ese recuerdo, para pedirle al
ilustrado Escritor, que conceda un pequeño espacio en su Biblioteca a
este modesto libro. Le pido que lo acepte como un testimonio de
respeto de su compatriota El Autor.” La contestación de Mitre se ha
conservado; éste declara que M artín Fierro “es una obra y un tipo que
ha conquistado su título de ciudadanía en la literatura y en la
sociabilidad argentina”. Agrega: “Su libro es un verdadero poema
espontáneo, cortado en la masa de la vida real”, y luego, algo
contradictoriamente: “Hidalgo será siempre su Homero, porque fué
el primero...”
Las palabras “cortado en la masa de la vida real” son significati­
vas y nos ayudan a comprender por qué los contemporáneos no
juzgaron la obra como la juzgamos ahora.
El M artín Fierro es de índole realista, y es de común observación
que las obras de este tipo parecen evidentes y fáciles, sobre todo
cuando están bien ejecutadas. Zola pudo hablar de tajadas de vida y
de transcribir la realidad; ello es inexacto, ya que la vida no es texto
sino un misterioso proceso, pero corresponde a lo que suele pensar la
gente. Toda obra realista parece mera transcripción, mero periodis­
mo, y los literatos tienden a creer que basta condescender a esta
empresa para ejecutarla felizmente. Para nosotros, el tema del M artín
Fierro ya es lejano y, de alguna manera, exótico; para los hombres de
mil ochocientos setenta y tantos, era el caso vulgar de un desertor, que
luego degenera en malevo. Buena prueba de ello es que Eduardo
Gutiérrez abundó luego en argumentos análogos, sin que a nadie se le
ocurriera pensar que éstos-procedían del M artín Fierro.
Se objetará que Zola deslumbró a sus coetáneos con libros de
tipo realista; en ese deslumbramiento obraron las teorías pseudocien-
tíficas del autor y el escándalo de lo sexual. El M artín Fierro, en
cambio, prescinde de tales estímulos, por voluntad de Hernández y
porque la vida erótica de los gauchos era rudimentaria.
Además, el M artín Fierro tiene mucho de alegato político; al
principio, no lo juzgaron estéticamente, sino por la tesis que defendía.
Agréguese que el autor era federal (federalote o mazorquero se dijo
entonces); vale decir, que pertenecía a un partido que todos juzgaban
moral e intelectualmente inferior. En el Buenos Aires de entonces,
todo el mundo se conocía y la verdad es que José Hernández no
impresionó mucho a sus contemporáneos.
En 1883, Groussac visitó a Victor Hugo; en el vestíbulo, trató de
emocionarse reflexionando que estaba en casa del ilustre poeta, pero
“Hablando en puridad, me sentía tan sereno como si me hallara en

262
casa de José Hernández, autor de Martín Fierro" (El viaje intelectual,
n, 112). ^ y
Miguel Cañé alabó el poema de Hernández, pero es significativo
del gusto de la época que las estrofas que más le agradaban eran
aquellas que podían recordar a Estanislao del Campo. La edición de
1894 incluye asimismo juicios elogiosos de Ricardo Palma, de José
Tomás Guido, de Adolfo Saldías y de Miguel Navarro Viola.
En 1916, Lugones publicó El payador, cuya importancia es
capital en la historia de la fama del poeta. Lugones siempre había
sentido lo criollo; pero su estilo barroco y su vocabulario excesivo lo
habían alejado del público. Pensó, sin duda, que una exaltación de la
obra de Hernández lo acercaría a la gente, y escribió —con toda
sinceridad, desde luego— el libro E l payador. Lugones reclama para
el Martín Fierro el título de libro nacional de los argentinos. El
payador encierra espléndidas descripciones de nuestra época pastoril
que inevitablemente pasarán a las antologías y cuyo único defecto, es
acaso, el haber sido escritas con ese fin. En sus páginas elocuentes,
Lugones exige para el Martín Fierro el nombre de epopeya; su
escritura probaría nuestra ascendencia grecolatina, a pesar de la larga
interrupción que obró el cristianismo, que es una “religión oriental”
El concepto de que cada país debe tener un libro es muy viejo y al
principio fué de índole religiosa. En el Corán se llama a los judíos la
gente del Libro, y los hindúes creen que el Veda es eterno y que la
divinidad, en cada una de las creaciones periódicas del universo,
recuerda, para crear cada cosa, las palabras del Veda. Del concepto
de libro canónico religioso se pasó, a comienzos del siglo XIX, al de
libros canónicos nacionales; Carlyle escribió que Italia se cifraba en la
Divina Comedia y España en el Quijote y agregó que la casi infinita
Rusia era muda, porque aún no se había manifestado en un libro.
Lugones declaró que los argentinos ya poseíamos ese libro canónico y
que éste, previsiblemente, era el Martín Fierro. Dijo que la obra de
Hernández era a nuestros orígenes lo que la Ilíada a los orígenes
griegos o la Chanson de Roland a los de Francia. Esta imaginaria
necesidad de que Martín Fierro fuera épico, pretendió así comprimir
(siquiera de un modo simbólico) la historia secular de la patria con sus
generaciones, sus destierros, sus agonías, sus batallas de Chacabuco
y de Ituzaingó, en el caso individual de un cuchillero de mil
ochocientos setenta. Ya volveremos sobre esta disensión.
Rojas, en su Literatura argentina, repite con ciertas vacilaciones
o contradicciones el mismo argumento. En un párrafo dice que “esta
pintoresca payada se ha de considerar en la rusticidad de su forma y
en la ingenuidad de su fondo, como una voz elemental de la
naturaleza” y que “tanto valiera repudiar el arrullo de la paloma

263
porque no es un madrigal, o la canción del viento porque no es una
oda” . En otro, leemos: “Fundar ciudades que han comenzado siendo
fortines; expandir su acción sobre el desierto en radio progresivo;
luchar con la tierra virgen y con el auca batallador; padecer las
injusticias de la organización social rudimentaria; sobrellevar heroi­
camente entre esas fuerzas fatales la fe en sí mismos, en la
humanidad, en la justicia; he ahí la vida del gaucho Martín Fierro; he
ahí la vida de todo el pueblo argentino”. Quien haya leído, siquiera
superficialmente, la obra de Hernández, sabe muy bien que en ella los
temas enumerados por Rojas brillan, para repetir la sentencia de
Tácito, por su ausencia, o sólo figuran de un modo lateral.
En las notas de su Antología, Calixto Oyuela, con mejor acierto,
escribió: “El asunto del M artín Fierro no es propiamente nacional ni
menos de raza ni se relaciona en modo alguno con nuestros orígenes
como pueblo ni como nación políticamente constituida. Trátase en él
de las dolorosas vicisitudes de la vida de un gaucho en el último tercio
d e 1siglo anterior, en la época de la decadencia y próxima desaparición
de ese tipo local y transitorio nuestro ante una organización social que
lo aniquila” .
Cabe citar a título de curiosidad el dictamen de Miguel de
Unamuno: “En el M artín Fierro se compenetran y como se funden
íntimamente el elemento épico y el lírico; M artín Fierro es, de todo lo
hispanoamericano que conozco, lo más hondamente español. Cuando
el payador pampero a la sombra del ombú, en la infinita calma del
desierto, o en la noche serena a la luz de las estrellas, entone,
acompañado de la guitarra española, las monótonas décimas de
M artín Fierro, y oigan los gauchos conmovidos la poesía de sus
pampas, sentirán sin saberlo, ni poder de ello darse cuenta, que les
brotan del hecho inconsciente del espíritu, ecos inextinguibles de la
madre España, ecos que con la sangre y el alma les legaron sus padres.
M artín Fierro es el canto del luchador español que, después de haber
plantado la cruz en Granada, se fué a América a servir de avanzada a la
civilización y abrir el camino del desierto”. Acaso no es inútil advertir
que las “monótonas décimas” que Unamuno hospitalariamente ane­
xa a la literatura española son realmente sextinas.
Más lúcido y menos sorprendente es el juicio de Menéndez y
Pelayc “La obra maestra del género gauchesco es, por confesión
unánime de los argentinos, el poema de Hernández, M artín Fierro,
obra popularísima en todo el territorio de la República, y no sólo en
las ciudades, sino en las pulperías y ranchos del campo. El soplo de la
pampa argentina corre por sus desgreñados, bravios y pujantes
versos, en que estallan todas las energías de la pasión indómita y
primitiva, en lucha con el mecanismo social que inútilmente compri­

264
me los ímpetus del protagonista, y acaba por lanzarlo a la vida libre del
desierto, no sin que sienta alguna nostalgia del mundo civilizado, que
le arroja de su seno” . Se ve que a Menéndez y Pelayo lo impresionó la
“madrugada clara” en que atravesaron la frontera los dos amigos.
El M artín Fierro ha sido materia, o pretexto, de otro libro capital:
Muerte y transfiguración de M artín Fierro (México, 1948), de
Ezequiel Martínez Estrada. Trátase menos de una interpretación de
los textos que de una recreación; en sus páginas, un gran poeta que
tiene la experiencia de Melville, de Kafka y de los rusos, vuelve a
soñar, enriqueciéndolo de sombra y de vértigo, el sueño primario de
Hernández. M uerte y transfiguración de M artín Fierro inaugura un
nuevo estilo de crítica del poema gauchesco. Las futuras generaciones
hablarán del Cruz, o del Picardía, de Martínez Estrada, como ahora
hablamos del Farinata de De Sanctis o del Hamlet de Coleridge.

JUICIO GENERAL

En cenáculos europeos y americanos he sido muchas veces


interrogado sobre literatura argentina e invariablemente he respon­
dido que esa literatura (tan desdeñada por quienes la ignoran) existe
y que comprende, por lo menos, un libro, que es el Martín Fierro.
Justificar esa primacía es el fin que estas últimas páginas se
proponen.
En el capítulo anterior he recopilado algunos juicios críticos. Una
simplificación simbólica podría reducirlos a dos: el de Lugones, para
quien el M artín Fierro es una epopeya de los orígenes argentinos; el
de Calixto Oyuela, para quien el poema sólo registra un caso
individual. “Justiciero y libertador” es la definición del protagonista
que ha estampado Lugones; “hombre con visible declinación hacia el
tipo moreiresco de gaucho malo, agresivo, matón y peleador con la
policía” , la que Oyuela prefiere. ¿Cómo resolver el debate?
El crítico francés Rémy de Gourmont se complacía en el ejercicio
difícil de disociar ideas. En la controversia que acabo de resumir, se
confunde la virtud estética del poema con la virtud moral del
protagonista, y se quiere que aquélla dependa de ésta. Disipada esa
confusión, el debate se aclara.
Retomemos el tema de la clasificación propuesta por Lugones.
Para los griegos el mayor poeta era Homero; la veneración que le
tributaban se extendió al género a que pertenecían sus obras y surgió
así el culto secular de la épica, que llenaría a Italia de epopeyas
artificiales e induciría, en el siglo XVIII, a Voltaire a fabricar la

265
Henriade, para que una epopeya no le faltara a la literatura francesa...
Pero ya Aristóteles había sentenciado que la tragedia puede aventajar
a la épica en brevedad, en unidad y en perspicuidad; Lugones, al
reclamar para el M artín Fierro el nombre de epopeya, no hace otra
cosa que revivir una vieja y dañina superstición.
La palabra epopeya tiene, sin embargo, su utilidad en este
debate. Nos permite definir la clase de agrado que la lectura del
M artín Fierro nos da; ese agrado, en efecto, es más parecido al de la
Odisea o al de las sagas que al de una estrofa de Verlaine o de Enrique
Banchs. En tal sentido, es razonable afirmar que el M artín Fierro es
épico, sin que ello nos autorice a confundirlo con las epopeyas
genuinas. Además, la palabra puede prestamos otro servicio. El
placer que daban las epopeyas a los primitivos oyentes era el que
ahora dan las novelas: el placer de oír que a tal hombre le acontecieron
tales cosas. La epopeya fué una preforma de la novela. Así, desconta­
do el accidente del verso, cabría definir al M artín Fierro como una
novela. Esta definición es la única que puede transmitir puntualmente
el orden de placer que nos da y que condice sin escándalo con su fecha,
que fué ¿quién no lo sabe? la del siglo novelístico por excelencia: el de
Dickens, el de Dostoievski, el de Flaubert.
La épica requiere perfección en los caracteres; la novela vive de
su imperfección y complejidad. Para unos, Martín Fierro es un
hombre justo; para otros un malvado o, como dijo festivamente
Macedonio Fernández, un siciliano vengativo; cada una de esas
opiniones contrarias es del todo sincera y parece evidente a quien la
formula. Esta incertidumbre final es uno de los rasgos de las criaturas
más perfectas del arte, porque lo es también de la realidad. Shakes­
peare será ambiguo, pero es menos ambiguo que Dios. No acabamos
de saber quién es Hamlet o quién es Martin Fierro, pero tampoco nos
ha sido otorgado saber quiénes realmente somos o quién es la persona
que más queremos.
Asesino, pendenciero, borracho, no agotan las definiciones
oprobiosas que Martín Fierro ha merecido; si lo juzgamos (como
Oyuela lo ha hecho) por los actos que cometió, todas ellas son justas e
incontestables. Podría objetarse que estos juicios presuponen una
moral que no profesó Martín Fierro, porque su ética fué la del coraje y
no la del perdón. Pero Fierro, que ignoró la piedad, quería que los
otros fueran rectos y piadosos con ély a lo largo de su historia se queja,
casi infinitamente.
Si no condenamos a Martín Fierro, es porque sabemos que los
actos suelen calumniar a los hombres. Alguien puede robar y no ser
ladrón, matar y no ser asesino. El pobre Martín Fierro no está en las

266
confusas muertes que obró ni en los excesos de protesta y bravata que
entorpecen la crónica de sus desdichas. Está en la entonación y en la
respiración de los versos; en la inocencia que rememora modestas y
perdidas felicidades y en el coraje que no ignora que el hombre ha
nacido para sufrir. Así, me parece, lo sentimos instintivamente los
argentinos. Las vicisitudes de Fierro nos importan menos que la
persona que las vivió.
Expresar hombres que las futuras generaciones no querrán
olvidar es uno de los fines del arte; José Hernández lo ha logrado con
plenitud.
(El Martín Fierro, con la colaboración de Margarita Guerrero,
Editorial Columba, Buenos Aires, 1953.)

267
Alv a r o y u n q u e
Alvaro Yunque

LITERATURA GAUCHESCA

El gaucho —llamado “gauderio” en las vaquerías coloniales—


descendiente de indio y español, o de español solo en las provincias
del litoral, pero modificado por el ambiente, hereda el idioma y la
guitarra. Es un idioma plagado de arcaísmos, de neologismos, de
barbarismos indígenas. Su guitarra es rústica. El gaucho hace música
y canta. Influencias distintas convergen sobre ese hombre que ama,
sufre y pelea. Y la música y el canto españoles van transformándose en
su instrumento. Es así que cuando la Historia reclama la presencia del
gaucho para hacerlo soldado en las guerras de la Independencia y
montonero en las luchas civiles, posee el poblador de las campiñas
argentinas un cúmulo de canciones, bailes y músicas que de elegiacas
se transforman en batalladoras. Así el “ cielito” , así la “vidala”, así “la
huella”, así tantos otros. Muchas coplas peninsulares se adaptan,
otras se inventan. El pueblo español, el mejor poeta de España, ya
que es el autor de su Romancero y de su Coplero, se proyecta sobre el
pueblo campesino de América. Y el folklore del nuevo mundo florece,
magnífico.
Hombres que se han perdido en el anónimo, cantores de fogón de
estancia o de vivac, payadores de pulpería; dejaron coplas para gato y
pericón, romances narrando hazañas históricas, vidalas o huellas
animando a.éus compañeros de lucha o denostando al enemigo. Pero
también han existido hombres cultos, hombres de ciudad que
dejaron, escritos en lenguaje gauchesco, poemas destinados a reflejar
la vida de esa raza, que va desapareciendo por evolución, asimilada a
distintas exigencias vitales. Son Bartolomé Hidalgo, Juan Gualberto

271
Godoy, Hilario Ascasubi, Estanislao del Campo, José Hernández,
que hicieron hablar, a veces en su misma forma rústica, a sus
protagonistas. Otros, Echeverría, Mitre, Juan María Gutiérrez,
Domínguez, Obligado, para lo mismo emplearon formas cultas.
Después vinieron los narradores, los dramaturgos y comediógrafos,
los ensayistas...
Bartolomé Hidalgo —nacido en el Uruguay— y el cuyano Juan
Gualberto Godoy, son los iniciadores. El primero actúa —ya lo hemos
visto— en los tiempos de Mayo. Escribe “cielitos”, “ diálogos
patrióticos”, rudos, frescos, perdurables. De Godoy se ha perdido su
poema' “El corro”, conocido demasiado fragmentariamente para
poder apreciarlo.1
Hidalgo hace hablar a sus protagonistas, Chano y Contreras, en
un lenguaje que anuncia cómo hablarán Fierro, Cruz y los hijos de
éstos, protagonistas de Hernández. Hablan de la ley:

E lla es igual contra el crim en


y nunca hace distinción
de arroyos ni de lagunas,
de rico ni pobretón.
Pero e s platicar de balde
y m ientras no v ea yo
que se castigu e el delito
sin m irar la condición,
digo que hem os de ser lib res
cuando hable mi m ancarrón...

Ya hemos hablado también de Hilario Ascasubi, poeta gauchesco


de las guerras civiles, en “Paulino Lucero” —contra Rosas— y
“Aniceto el Gallo” —contra Urquiza—; copilación de “Trovas”
agresivas, la mayor parte de las veces, donde describen costumbres y
tipos. En su poema “Santos Vega o los mellizos de la flor” recoge el
mito que incorporara Mitre a la poesía, y hace que un gaucho relate
con viveza de expresión, colorido y agudas observaciones la vida del
campo en los años que precedieron a la Independencia. Por momen­
tos, el poema de Ascasubi se torna excesivo, por lo extenso y engorro­
so. Decae en interés, y su verso se hace prosaico.
Estanislao del Campo (1834-1880), con el seudónimo de “Anas­
tasio el Pollo”, comenzó escribiendo sátiras al estilo del Ascasubi de

1 En fecha posterior al texto de Yunque, el poema fue hallado por Félix Weinberg,
quien lo incluyó en su libro Juan Gualberto Godoy: literatura y política (1970). Nota de
J.I.

272
“Aniceto el Gallo”. Tanto que a él se le adjudicaron. Como quien hace
periodismo, retozonamente, continuó Del Campo escribiendo déci­
mas y redondillas en criollo, con espíritu de chacota, para zaherir a
sus adversarios políticos. Esto le prestó popularidad que aumentó
con dos composiciones notables: “ Gobierno Gaucho”.y el “Fausto” .
En 1870 publicó un tomo de Poesías, dividido en: “Acentos de mi
guitarra”, “ Composiciones festivas”, “ Composiciones varias” y el
“Fausto” . Sin este poema, seguramente el nombre de Del Campo ya
se hubiese desvanecido. Y no porque le falte ingenio. Aunque sólo
ingenio no es arte, y no perdura. El argumento es simple: un gaucho,
Anastasio el Pollo, narra a otro, Don Laguna, una representación que
viera en el teatro de la ópera “Fausto”, de Gounod. La interpretación
que el cándido hombre de campo hace del poema de Goethe, y sus
reflexiones, pintorescas, agudas, conquistan al lector. Hay también
descripciones de tipos y de la naturaleza hechas con precisión y
hermosura. El “Fausto” tiene influencia de los “Diálogos” de
Hidalgo, de ese que describe las fiestas mayas, pero lo supera en
colorido, en amplitud de concepción. Se le ha cotejado también con el
“Martín Fierro” de Hernández. Cotejo imposible. Lo hicieron los
críticos contemporáneos de los poetas, sin saber apreciar la hondura
de “Martín Fierro”. Del Campo escribió como hombre de ciudad,
como hombre culto, una pieza ingeniosa y bella. Escribió para
divertir. Los propósitos de Hernández fueron más ambiciosos, y los
realizó plenamente. Hernández, además de lírico, es épico, es
satírico, es un documento social; Del Campo describe con belleza,
sonríe, es agradable. Condiciones de poeta menor, sin raíces en el
dolor humano* como las de “ Martín Fierro” . Que Del Campo sabe
manejar la sátira lo prueba su “ Gobierno Gaucho”, escrito en versos
correctos, como todos los suyos. Es un gaucho que se embriaga, se
cree gobierno, y ordena. Manda como lo hiciera Sancho en la ínsula,
con un buen sentido y una lógica tan justos que el pobre sale
beneficiado de tal gobernante:
P aisanos: dende esta fecha
el contingente concluyo;
cuide cada uno lo suyo
que es la co sa m ás derecha.
No abandone su cosech a
el gaucho que h aiga sem brao:
D eje que el que es hacendao
cuide las vacas que tiene,
que él es a quien le con vien e
asigurar su ganao.

273
Vaya largando terreno,
sin m osquiar, el ricachón,
capaz, de puro mam ón
de m ancar h asta con freno;
pues no me parece güeno,
sino que, por el contrario,
es injusto y albitrario
que ten ga m edia cam paña,
sólo porque tuvo maña
para hacerse arrendatario.

Si el pasto nace en el suelo


es porque D ios lo ordenó,
que para eso agua le s dió
a los ñublados del cielo.
D ejen, pues, que al caram elo
le hinquem os todos el diente,
y no andem os, tristem ente,
sin tener en donde armar
un rancho, para sestia r
cuando pica el sol ardiente.

A Estanislao del Campo, hombre de la burguesía porteña, le


faltó convivir la vida del campesino, mascar y beber su asperaza. De
esto sacó Hernández la superioridad que tiene sobre cuantos escri­
bieron sobre el gaucho.
José Hernández nació en 1834 y murió en 1886. Pertenece, pues,
ala generación del 80; pero no presenta ninguno de sus caracteres. Él
es opositor en política, defensor de los derechos del expoliado
campesino, escritor duro y vigoroso, enraizado profundamente a su
medio, genial. Es guerrero, no diplomático. Lo prueba el libro de sus
artículos, discursos y folletos en prosa que se recopiló (Prosas del
autor de M artín Fierro). Lo prueba también su Instrucción del
Estanciero, un libro meduloso, denso de sabiduría experimental. En
sus “prosas” aparece como un periodista combativo, un legislador
laborioso, un hombre de pluma que, amando sinceramente a su país,
lo sirve con abnegación, exponiendo su propia vida. Hernández es un
luchador a quien lo vemos empuñando la lanza a los dieciséis años de
edad, viviendo en estancias y fortines, escribiendo diaruchos de
oposición-—como E l R ío de la Plata— que los gobiernos, autoritarios,
le cierran, andando a la ventura por campos y pueblos, cuando no
desterrado en Montevideo y Brasil. Su poema “Martín Fierro” es el
resultado de su vivida existencia, una existencia de hazañas y
peligros, tan interesante, tan digna de ser poemizada —o novelada—
como la de Fierro, la de Cruz, la de Vizcacha, la de Picardía. Hombre

27¿
tal no podía escribir para minorías* Por eso su poema entró en la masa
desde el primer instante. Y en tanto los críticos hacían muecas de
desdén ante la rudeza de sus vocablos, el realismo de sus escenas o la
incorrección de los versos y el lenguaje, el pueblo devoraba las
ediciones del libro. Como él vivió opinando toda su vida, al escribir,
sigue opinando, valientemente:
Yo he conocido cantores
que era un gusto el escuchar;
m as no quieren opinar
y se divierten cantando;
pero yo canto opinando,
que es mi m odo de cantar.

Su poema resulta así un vigoroso, terrible, descarnado ataque


contra la sociedad, un poema magníficamente revolucionario.
Argumento: un gaucho —Martín Fierro— es arrancado de su
hogar y de su trabajo para ir a pelear con los indios. Vuelve a los años.
Todo ha desaparecido. Su rancho es tapera. Se le ha despojado de
todo, pero lá ley lo considera “vago” (ley del 10 de agosto de 1815),
por no tener propiedad ni “libreta de trabajo”. Se le persigue. Él se
defiende. Pelea. Mata. Se ve obligado a huir, a refugiarse entre los
indios, acompañado por Cruz. (Fin de la Ia Parte: “El Gaucho Martín
Fierro”). En la 2a Parte (“La Vuelta de Martín Fierro”)} el protagonis­
ta cuenta, cantando, su vida entre los indios y la muerte de Cruz. Y
cómo halló a sus hijos, éstos, cantando también, cuentan sus vidas de
huérfanos... El poema queda inconcluso. Hernández pensó terminar­
lo, pero la muerte no se lo permitió.
“Mi objeto —explica Hernández en el prólogo de una de sus
ediciones— ha sido dibujar a grandes rasgos, aunque fielmente, sus
costumbres [las del gaucho], sus trabajos, sus hábitos de vida, su
índole, sus vicios y sus virtudes, ese conjunto que constituye el cuadro
de su fisonomía moral y los accidentes de su existencia llena de
peligros, de inquietudes, de inseguridad, de aventuras y de agitacio­
nes constantes...”
En este ambiente mismo vivió Hernández, “gaucho malo” del
periodismo y la política opositores. Sufrió; puede entonces hablar por
boca de los que sufrieron:
Ju n ta esp eren cia en la vida
h asta pa dar y prestar,
quien la tien e que pasar
entre sufrim iento y llanto;
porque nada en señ a tanto
com o el sufrir y el llorar.

275
Su pintura del gaucho es, en verdad, desolante, porque es veraz:
Para él son los calabozos,
para él las duras prisiones,
en su boca no hay razon es
aunque la razón le sobre,
qüe son cam panas de palo
las razones de los pobres.

Pero “Martín Fierro” es valiente. Se hace el vocero de su clase


vejada por la injusticia social:
Vamos suerte, vam os juntos
dende que juntos nacim os,
y ya que juntos vivim os
sin podernos divid ir...
¡yo abriré con mi cuchillo
el camino pa seguir!

Picardía, el hijo de Cruz, no tiene versos más blandos para juzgar


a los “mandones”:
T iene uno que soportar
el tratam iento m ás vil:
a palos en lo civil
y a sable en lo m ilitar.

Y es n ecesario aguantar
el rigor de su destino;
el gaucho no es argentino
sino pa hacerlo matar.

El “pensamiento de reforma social” es evidente en el poema de


Hernández. No es éste un gárrulo pajarillo, es un gran hombre, y no
canta por cantar; ¡pero es tal el cúmulo de bellezas que su rústico
verso contiene! Podríase buscar en toda la literatura argentina
cuántos de los poetas que cantaron por cantar podrían aportarnos lo
que, en belleza, aporta este propagandista de credos de redención
social. Ninguno se le aproxima, tan siquiera.
Hernández es la voz del poeta. Por él se expresa una colectividad.
Es el alma de una clase oprimida. Todo esto, al pasar por su alma de
artista, se transforma en epopeya:
Y aquí me despido yo
que he relatado a mi modo
m ales que conocen todos,
pero que n aid es cantó.

276
Así se explica el éxito de su libro. Popularidad sin precedentes.
Todos lo leen y lo celebran. Primero, los no letrados, en los suburbios,
en la campaña. En tanto “la brillante generación del 80”, lejos del
país, escribe para una minoría y sonríe, desdeñosa, frente a esta obra
que supone “fuera del arte”; el instinto del pueblo la acoge, la
aplaude, llora y se indigna con su poeta; ríe y festeja las diabluras de
Vizcacha, el ingenio del moreno payador, las agachadas de Picardía,
jugador fullero; se estremece viendo, pintado de mano maestra, un
malón de indios pampas, se conmueve con los sufrimientos de una
cautiva.
Pasan los años. Transcurren modas literarias, se olvidan muchos
nombres. Se olvidan merecidamente. Queda Hernández. Nuevos
letrados releen su poema. Lo exaltan. Ya no es sólo una protesta
indignada, es también un índice de bellezas. Razón tenía José
Hernández, que escribió desde 1872 al 79 su libro, cuando decía:
Lo que pinta este p in cel
ni el tiem po lo ha de borrar,
ninguno se ha de anim ar
a corregirm e la plana;
no pinta quien tien e gana
sino quien sab e pintar.

Pero tampoco se halla todo en tener gana ni en saber, se requiere


poseer el valor para dejar que esa “gana” y ese “saber” fluyan.
Hernández lo tuvo. De aquí su genialidad, resultante de la intuición
artística y la solidez de su hombría:
Yo digo lo que conviene
y el que en tal güeya se planta,
debe cantar cuando canta
con toda la voz que tiene.

La primera parte del Martín Fierro apareció en 1872, y la


segunda en 1879, en vísperas de la conquista del desierto, o sea
cuando al gaucho se le iba a exigir el último sacrificio de sangre
enfrentándolo al indio.
Bartolomé Hidalgo, Hilario Ascasubi, Estanislao del Campo y
José Hernández compusieron sus poemas en el español semidialectal,
entre arcaico y barbarizado, que utilizaban los gauchos mismos.
Todos hacen hablar a sus protagonistas: Chano y Contreras, Paulino
Lucero y Aniceto el Gallo, Santos Vega y Rufo Tolosa, Anastasio el
Pollo y Don Laguna, Fierro y Cruz, o los hijos de éstos, o el Viejo

277
Vizcacha, personaje de la picaresca española, consanguíneo del
Lazarillo de Tormes, o de Guzmán de Alfarache, digno de las plumas
de Cervantes, Alemán o Quevedo. Otros poetas que escribieron sobre
gauchos, Echeverría, Mitre, Domínguez, Gutiérrez, Obligado, para
citar sólo los de la primera hora, emplearon el lenguaj e culto, el mismo
que utilizaban para sus poemas románticos. Mientras Hidalgo,
Ascasubi, Del Campo y Hernández usaban una y otra expresión, la
culta y la popular, estos otros poetas, inferiores a aquéllos gauches­
camente considerados, sólo emplearon formas cultas.
Hernández, por ejemplo, el mayor de todos, fuera de su poema
esencial, sólo tiene poesías insignificantes, si escribe en lenguaje
culto. Pero cuando coge su “vihuela” vuelve a darnos una página de
tanta donosura como las sextinas con que comenta el cuadro del
pintor Blanes, sobre el desembarco de los 33 orientales en la
Agraciada. Esto significa que él, dueño de un idioma culto tan expre­
sivo y vigoroso como el que usa en sus prosas (L as dos Políticas, los
artículos de E l R ío de la Plata, la Vida del Chacho, la Instrucción del
E s t a n c i e r o cuando siente la necesidad de florecer en versos, sólo
es él si habla como gaucho, olvidado del hombre de la ciudad, del
periodista, el político y el legislador que es él, además de hombre de
campo. Pero no todos convivieron como él la vida del gaucho en sus
faenas y en sus entreveros. Desde Echeverría a Güiraldes —para
hablar del último valor aparecido en el “gay de gauchería”, y aun
pasando por Hidalgo, el mismo Ascasubi y Del Campo—, todos
pasaron como forasteros o como patrones por las estancias. El único
que, desde la niñez, lo cuenta su hermano Rafael, fue gaucho y peleó y
trabajó como tal, es Hernández. Y esto explica la superioridad de su
poema no sólo sobre los cultos, Echeverría, Mitre, Domínguez, Gutié­
rrez, Obligado, también sobre Ascasubi que hizo vida de campamento
y de carreta.

{Síntesis histórica de la literatura argentina, Ed. Claridad, Buenos


Aires, 1957. El texto aquí transcripto es parte del capítulo XV.)

278
ÁNGEL J. BATTISTESSA
Ángel J. Battistessa

JOSÉ HERNÁNDEZ

El adiestramiento escolar de Hernández fue precario y lo más de


su formación intelectual el autor de Martín Fierro hubo de realizarlo
por cuenta propia. Pero esto, el haber sido un autodidacto, no
comporta excepción escandalosa entre los prohombres argentinos de
su tiempo, aun entre aquellos que como Sarmiento y muchos otros
militaron decididamente junto a los defensores de la “civilización”
frente a la “barbarie”. A pesar de lo que se ha escrito y sigue
escribiendo, nada hay, pues, en ese registro, que permita confundir a
Hernández con un aedo ignaro, y menos con un payador que dice su
canto no aprendido o reelaborado con puras materias tradicionales.
Concluida apenas la inquietud juvenil, la actuación de quien
luego había de ser el autor del más campestre y “popular” de nuestros
poemas reitera, y rebasa, la de muchos de los campeones de la actitud
aseñorada y ciudadana. Nacido en cuna de señalado abolengo,
siquiera ilustre en la medida en que esta palabra podía cobrar sentido
en el breve decurso de nuestra historia, desde temprano, en el favor o
en la contradicción de las circunstancias, Hernández no tardó en
alcanzar puesto honroso en el círculo de los mismos varones que
después de superada la larga hora anárquica, y la todavía más larga y
trágica de la arbitrariedad gubernativa, propugnaron y consiguieron,
al menos por algún tiempo, la organización institucional del país:
como casi todos ellos —coloqúense aquí los nombres que se desee—,
el autor de Martín Fierro fue soldado, periodista, tribuno, maestro,

281
legislador y funcionario.1 Por .encima de sus actividades menos abar-
cadoras, cual la de librero, impresor y dueño de estancias, Hernández
supo cumplir también, como alguno de esos varones, en ocasiones casi
geniales, o por lo menos genial y peligrosamente improvisados, una
obra literaria capaz de sobrevivir por encima del repertorio de los
quehaceres diversos, difusamente prohijados en el servicio de un
noble ideal colectivo.
En lo que toca a su tarea de escritor, este servicio Hernández lo
hizo suyo durante el lapso de unos seis lustros, desde los veinte años
hasta los meses de su postrimería.
Fué fnndamentalmente un periodista, aunque no en el orden de la
información y la gacetilla. Como a sus contemporáneos descollantes,
la pluma le sirvió para afirmar posturas doctrinarias y propender a la
consecución de un decoro social y una decencia política que allana­
sen, por fin, según el orden de la justicia, los desniveles de aquella
larga hora anárquica. En concordancia con esta actividad periodísti­
ca consta la que Hernández desarrolló en sus luchas de orador político
y tribuno parlamentario. El reflejo de esa actividad no constituye
siempre un traslado directo de sus trajines de pluma, y sí más bien
—aparte alguna excepción—, el residuo, presumiblemente retocado,
de sus intervenciones en los debates y trabajos de las cámaras.
Por la índole de las cuestiones y de los asuntos defendidos,
actividad periodísticas y dedicación parlamentaria se corresponden
con una sola actitud de Hernández. Obedecen a un mismo e indiviso
propósito de civilidad y buen gobierno. Tales actividades le ganaron
en su hora la estima de los correligionarios políticos, y de pareja
manera, sobre el final de la vida, el respeto de los adversarios.2

1 Queda ello patente en las circuntancias biográficas recordadas. Con otros


contemporáneos, su fraterno Plutarco tuvo buena cuenta de esta criolla versatilidad del
poeta: “Esgrimiendo siempre la espada y la pluma, guerrero, revolucionario, periodis­
ta, orador popular y muy prestigioso en el pueblo, trabajó mucho y no disfrutó nada.”
(RAFAEL HERNÁNDEZ, Pehuajó, pág. 33.)
2 La ponderación del propio Hernández no quedó sin eco. Se suele citar eí texto
de la dedicatoria de su poema al general Mitre. Ese texto de Hernández cobra sin
embargo nuevo sentido si se lo contrasta con la no menos airosa y ejemplarizadora
respuesta de Mitre. Como nuestras maneras intelectuales siguen dañosamente interferi­
das por el faccioso encono político, acaso valga la pena “actualizar” el tónico dejo de
señorío que se concierta en ambos textos: “ Señor Gral. Bartolomé Mitre: Hacen(sic)
25 años que formo en las filas de sus adversarios políticos —pocos argentinos pueden
decir lo mismo; pero pocos también se atreverían como yo a saltar sobre ese recuerdo
para pedirle al ilustrado escritor que conceda un pequeño espacio en su biblioteca a
este modesto libro. Le pido que lo acepte como un testimonio de respeto de su
compatriota. El Autor. Buenos Aires, marzo, 1879”.

282
Pero parece manifiesto que los más de aquellos escritos y el reflejo de
esa oratoria no consiguieron trascender las circunstancias que los
provocaron y que por estas fechas son ya casi del todo irrevertibles.
Ello puede decirse de-las dos producciones de Hernández que en
las usuales referencias bibliográficas suelen destacarse, con muy
sesgado empeño, como depositarías de particulares aciertos: en su
orden cronológico,La vida del Chacho y lo.Instrucción del estanciero.3
Son bien conocidas las circunstancias en que una y otra obra
fueron redactadas, pero ni el gallardo impulso a que obedeció la
primera ni el desinterés con que el autor llevó a término la segunda
prueban nada en favor de las virtualidades que hoy puedan signarlas
como algo más que atendibles documentos de época.4
No cabe entrar en las causas que explican la preterición de esta
parte de los textos de Hernández, pero serio argumento acerca de la
ausencia en ellos de valores permanentes lo da el hecho del olvido en
que yacían esos textos, a salvo la retraída alusión de los “especialis­
tas” y de sus plácidos y difundidos repetidores.
Perceptible, en estos últimos años, es el intento de exhumación
parcial de esos y otros testimonios de la actividad periodística y
parlamentaria de Hernández.5 Lo tardío de las fechas de tal exhuma­
ción advierte precisamente la existencia de razones justificadoras del
prolongado arrinconamiento. Debe agregarse, para no cerramos a

“Señor José Hernández... Ese libro faltaba a mi biblioteca americana, y el


autógrafo de su autor, de que viene acompañado, le da doble mérito.
” Agradezco las palabras benévolas de que viene acompañado, prescindiendo de
otras que no tienen certificado en la república platónica de las letras... Bartolomé Mitre
Buenos Aires, 14 de abril de 1 8 7 9 /’
El ejemplar dedicado se conserva en el Museo Mitre; la carta figura reproducida,
por extenso, en El gaucho Martín Fierro, décimoquinta edición, 1894, págs. X y XI.
3 Queda dicho que Hernández recogió en folleto, en 1863, los artículos hacia ese
entonces publicados en E l argentino sobre la biografía y el.tíágico fin de Angel Vicente
Peñaloza. La Instrucción del estanciero (cf. nota N° 53) fue editada por Carlos
Casavalle, en 1882.
4 Del desenfreno de las pasiones políticas, La vida del Chacho, y de las
características de la vieja actividad rural bonaerense la Instrucción del estanciero.
Ambos libros constituyen asimismo una doble muestra probatoria del estilo decoroso
pero en nada excepcional —¡ni gauchesco!— que normalmente empleaba Hernández.
(Cf. nota N° 59.)
5 Con los tres tomos antes citados (Personalidád parlamentaria de José
Hernández, etc.), deben señalarse por lo menos dos repertorios: Prosas del autor de
Martín Fierro, Buenos Aires, 1944, reunidas por Enrique Herrero, y Prosas del M artín
Fierro, Buenos Aires, 1952, por Antonio Pagés Larraya. Lo anterior a esos títulos y
fechas no pasaba, que sepamos, de simples colecciones escolares, y antes de los versos
que de las prosas de Hernández.

283
justas y compensadoras ventajas, que no por ello los textos de nuevo
traídos a la luz dejarán de servir para el logro de una visión más
completa de la conducta ciudadana de Hernández.6 En cambio, no
conseguirán aumentar en proporción apreciable su prestigio de escri­
tor representativo de lo argentino.
Los textos reimpresos, los que se mencionan en este estudio y
algunos que se rescatan en nuestra edición del poema pueden
contribuir también, como luego se indica, para ponderar las razones
estéticas que a despecho de la defensa de un ideario, y tomando por
base esa misma defensa, lograron que lo que en un principio no era
sino un alegato —uno más entre los muchos alegatos político-sociales
de Hernández periodista y parlamentario— se transfigurase en un
poem a, y aun empezase por implicarlo de deliberada manera. El que
los hombres de aquel tiempo vieran señaladamente el documento
vindicatorio, apenas debería desasosegar a los comentaristas asisti­
dos de un claro sentido histórico, puesto que, como antes se recordó,
todas las letras argentinas y aun las americanas del siglo XIX, sobre
poco más o menos hasta el Modernismo, sólo constituyeron una
literatura de carácter mediato, a tal punto que cuando esas letras
subieron a la expresión ya desprendida de las circunstancias ello fue
como por añadidura. Esto transparece en Martín Fierro, y lo que el
texto propone con sostenida nitidez, el propio autor, consciente de su
obra, lo supo, lo dijo y lo reiteró explícitamente. Sorprenden, por eso,
las confusiones de parte grande de la crítica suscitada en torno a
Martín Fierro. Si no se agrega que esas confusiones alcanzan por
momentos los límites de lo absurdo, sólo se debe a que parece sensato
disculparlas, y por dos motivos: por la laboriosa personalidad de
algunos de los equivocados y por el influjo de sentimientos estimables
aunque sobreañadidos y de dudosa pertinencia.
Entre sumas y restas, Martín Fierro retiene, pues, casi por sí
solo, el título exclusivo y suficiente de Hernández ante la posteridad.
Las divergencias, y lo que es peor las confusiones, se desatan en
cuanto al lector algo curioso se le ocurre preguntar cómo ha
acontecido ello o, lo que es lo mismo, cuáles son las razones que en la
actitud del autor, en el asunto del poema o en su textura verbal,
pueden dar evidencia, en términos obj etivos, a la validez de ese título.
A quien goce de alguna familiaridad con el asunto del relato, o
disponga de las mínimas nociones lingüísticas para no encontrarla
lectura demasiado ardua, esas razones pueden hacérsele transparen­

6 Así en la selección de Pagés Larraya y en el estudio que la precede en las


páginas 11-147 del mencionado volumen (Editorial Raigal).

284
tes por simple iluminación simpática. Todo permite colegir (dicho sea
sin grave desasosiego magistral) que así alcanzaron a comprenderlo
bastantes lectores urbanos y acaso los iletrados oyentes campesinos
del último tercio del siglo XIX. Por desgracia, no es ya posible
acercarse al poema con la despreocupación indispensable para
percibir sin interferencia docta, o escolar, o periodística, o retórica, o
patriotera, lo que el poema muestra. Aun los lectores que por pereza o
por recato prescinden de las generalizaciones recibidas en cierto
grado son también víctimas fáciles del ininterrumpido desconcierto
crítico. Por razones de índole varia, políticas, sociales y, lo que en
verdad sorprende, literarias, hay equívocos que todavía parecen
flotár en el aire. M artín Fierro, por consenso unánime, o casi unánime,
la obra maestra de nuestra literatura, no puede disponer hoy, como no
sea por excepción rarísima, del lector desprevenido o no - prevenido
que uno de los magnos ensayistas europeos reclamaba no hace mucho
incluso para las obras colmadas de intrincaciones despistadoras.
Parece convención casi obligatoria aceptar que el poema de
Hernández logró desde el comienzo difusión irreprimible entre la
gente de la campaña, en modo particular entre los congéneres sociales
de los personajes del relato. La actitud de los “intelectuales” y de los
señorones pronto se manifestó, en cambio, de estar a lo aseverado por
esa crítica, o reticente, o desdeñosa. De creer a los mismos comenta­
ristas, únicamente el éxito alcanzado por E l gaucho M artín Fierro
entre la población del campo y de las orillas ciudadanas movió al
escritor a componer L a vuelta de M artín Fierro J En esta nueva
ocasión el éxito fue también rotundo, pero una vez más —tal se dice,
tal se insiste—■casi exclusivamente entre los lectores, recitadores y
auditores de los medios pobres o con escasas letras. Se admite —sin
explicar las necesarias implicaciones del suceso— que poco después
de la muerte de Hernández ambas partes del relato menguaron su
difusión en las comarcas rurales, y padecieron desmedro todavía
mayor en los ambientes urbanos. Durante varios lustros M artín
Fierro se vio extrañado de la preocupación de los intelectuales, y el
poema, con débil vigencia en la memoria de las poblaciones sobredi­
chas, apenas si solía ser mencionado con desapego y displicencia por
las personas cultas. En este mundo, sin embargo, la justicia termina
por hacerse siempre, si no con los gauchos perseguidos sí con los
poemas gauchescos desdeñados: un buen día —allá por 1913—, el

7 Parecen no haber reparado en que el propio autor entrevé esa prosecución de


Su relato, si acaso no la promete expresamente. (Cf. I, 2299-2304). Unamuno, Rojas y
otros calificados comentaristas han caído en esta inadvertencia.

285
poema logró imponer sus fueros, y con inmediatez fulgurante.
Primero —así lo propaló alguien, así lo repitieron, así lo repiten casi
todos— a causa de unas conferencias, sonadas y sonoras, de Leopoldo
Lugones, en el teatro Odeón, a las que no tardó en hacer eco la revista
N osotros.8 Con ello, se añade, todo tornó a su quicio. La justicia fue
plena cuando en 1916 el mismo Lugones amplió sus conferencias (las
amplificó mejor dicho), en el texto de E l Payador.; La Universidad no
podía mantenerse alejada del torneo, y también ella se hizo presente
con L o s gauchescos de Ricardo Rojas.9
Los intelectuales habían descubierto, por fin —tal se decía— el
poema olvidado o preterido. M artín Fierro iniciaba nueva etapa y
subía al más alto rango. El país poseía ahora su poema nacional, su
epopeya. A despecho de tratarse de creación todavía reciente, luego
de la copiosa difusión inicial, el subsiguiente olvido, el recrudecimien­
to y la exaltación laudatoria, ¿qué menos que comenzaran para
M artín Fierro las minucias lexicográficas y gramaticales y que el
mismo y nada remoto poema padeciese en su texto no menor
sobrecarga de referencia que las que a justo título filológico ostentan
la Chanson de R oland o el Poema de M ió Cid en sus más doctas
ediciones?10
Frente al análisis sin síntesis, o a las síntesis premiosas, en años
subsiguientes el denuedo de algunos comentaristas se orientó hacia
las explicaciones trascendentales. Sólo es de lamentar que lo exhaus­
tivo de algunos de esos intentos resulte casi sin excepción excesivo en
los supuestos y forzado en las conclusiones.11
En anacrónico paralelismo con el afán reivindicatorío que Her­
nández entrañó en su poema, por motivos que poco se avienen con lo
literario, en fechas aún bastante cercanas, el influjo de un torcido
concepto de la reversibilidad de la historia se obstinó en hacer servir

8 Primera época, Buenos Aires, N° 50, 51, 52 correspondientes a los meses de


junio, julio y agosto del año indicado, ¿ Cuál es el valor del Martín Fierro?, tal el título
de la encuesta.
9 Historia de la literatura argentina, t. I, Los gauchescos, Buenos Aires,
Imprenta de Coni Hermanos, 1917.
10 A pesar de sus excelencias las ediciones de Eleuterio F. Tiscornia son muy
representativas de este tipo de excesos. La de Carlos Alberto Leumann —que incluye
la novedad de utilizar por primera vez el manuscrito de la Vuelta— peca contrariamen­
te por la fluctuación casi continua del criterio analítico, la desproporción de los
paralelos y la peligrosa y poco respaldada monumentalidad de las apreciaciones.
11 La obra más importante como esfuerzo para una visión conjunta son los dos
densos volúmenes de Ezequiel Martínez Estrada: Muerte y transfiguración de Martín
Fierro. Ensayos de interpretación de la vida argentina. Fondo de Cultura Económica,
Méxioo-Buenos Aires, 1948.

286
al Martín Fierro para propósitos que se dijeron de justicia social, pero
que resultaron de mal embozada propaganda política.
En lo que corre hasta nuestros días desde el momento de la
aparición del poema, las alternativas de la crítica martinfierrista
reclaman, pues, salvedades y retoques. Silos tópicos recibidos no son
tan inexactos, por estas fechas todos o casi todos piden correctivo y, a
veces, impostergable contradicción documental y literaria.
En un comienzo, la difusión del poema entre la gente de la
campaña fue manifiestamente grande: el número y la rapidez de las
ediciones lo prueba. Recitadores hubo que por modo juglaresco
dijeron el poema frente a auditorios negados para la lectura, pero
aunque Lugones y algún otro crítico hayan dejado testimonio veraz de
la existencia de tales recitadores nada obliga a admitir que éstos
formaran legión ni que a sabiendas o no alcanzaran a constituirse en
los rapsodas de Hernández. Si ocurre repetir por modo textual la
conocida noticia de Nicolás Avellaneda: “Uno de mis clientes
almacenero por mayor, me mostraba ayer en sus libros los encargos de
los pulperos de la campaña: 12 gruesas de fósforos. Una barrica de
cerveza, 12 Vueltas de Martín Fierro. 100 cajas de sardinas” ,12 no
debe concluirse, en cambio, según se hace en tratados y manuales,
que el mismo Martín Fierro alcanzó a ser vendido —transustanciado
ya en artículo de primera necesidad— en establecimientos sólo
dedicados, antes de entonces, a expender las más urgentes especies
de abacerías y uso doméstico. En la campaña bonaerense y en
bastantes poblaciones de alguna importancia, en ese tiempo —jcomo
ahora!— no había comercios de libros, y, un poco al modo de las
tiendas españolas llamadas de ultramarinos, únicamente las “pulpe­
rías” de campaña solían entreverar producto de vario linaje con
bastimentos de toda laya.
No fueron bastantes los periódicos que anunciaron la aparición
de la obra, pero a la sazón las hojas de ese carácter tampoco eran
muchas ni su preocupación fundamental radicaba en lo literario. En
1873 el Correo de Ultramar reiteró en París, por extenso, el contenido
del poema. En ese tiempo, o poco después, en la calle Bolívar — en el
número 147 y en las inmediaciones del viejo Colegio— no tardó en
¿stablecerse una librería especialmente dedicada, bajo el nombre

12 Corrientemente citada por simple repetición y sin indicación de fuentes, esta


noticia la incluyó Avellaneda en una carta de 1881 a don Florencio Madero. Las viejas
ediciones del relato solían reproducir el pasaje correlativo. {Elgaucho M artín Fierro,
por José Hernández, decimocuarta edición, Buenos Aires, 1894, pág. IV; también la
decimoquinta edición, del mismo año 1894, págs. VI y VH, etc.)

287
“Martín Fierro”, a la venta del relato epónimo. Al hilo del rápido
sucederse de las ediciones, tampoco le faltó al autor el juicio cordial,
cuando no ponderativo, de personas notorias, en ocasiones de ideario
político contrapuesto al suyo: Mitre, Cañé, Avellaneda, Juana Ma­
nuela Gorriti, Juan Tomás Guido, Mariano Pelliza, Adolfo Saldías y
otros.
Cuando murió el poeta, el eco condolido de los intelectuales y el
de las grandes hojas diarias se concertó unánime. No puede suponer­
se que el homenaje se dirigiera particularmente al hombre público,
entonces en situación conspicua. Los mayores elogios, y los más
decididos, apuntan a su creación literaria, y en términos preferentes,
excluidores, a Martín Fierro.
Ilustrativo es el discurso fúnebre del general Mansilla, y lo son
también los discursos de los demás oradores y panegiristas. Las otras
veces conversada vivacidad del autor de Una excursión a los indios
ranqueles se demora ahí, en ese discurso, en los serviciales lugares
comunes frecuentados en tales despedidas. No se desentiende
Mansilla ni del varón bondadoso, ni del tribuno eficaz> ni del
ciudadano austero; lo esencial de su juicio, con todo, se aplica al
hombre de letras:
. .afirmo que cuando haya sido sepultada en el polvo del olvido
la fama de muchos grandes hombres de circunstancias, persistirá en la
memoria del pueblo el nombre de Martín Fierro, y que José
Hernández no habrá muerto, aunque sus despojos se hayan desvane­
cido.
“Su obra no ha sido fantástica, ni caprichosa, porque su corazón
vibraba al unísono del corazón del pueblo, cantando sus sufrimientos,
sus dolores, sus tristezas, como quien interrumpe un himno a la
libertad, a la igualdad y a la fraternidad, para recordar con estrofas
inteligibles que hay clases olvidadas o desheredadas que reclaman
nuestra patriótica solicitud.
“ Sí, José Hernández fué todo un poeta, y los que han dicho que la
poes ía ama las Musas, y no la V erdad, tienen que convenir, esta vez al
menos, en que la América puede reivindicar para sí, entre otras
glorias puras, la de tener cantores que hallan ecos simpáticos en las
multitudes, siendo intérpretes sinceros de sus nobles ideales, bardos
que se elevan hasta el pináculo donde moran aquéllos sin defraudar la
realidad” .13
El mismo Mansilla va aún más lejos y reconoce la perdurabilidad
del relato de Hernández. Señala una prenda de ello en el desvelo

13 La Prensa, Buenos Aires, 23 de octubre de 1886, pág. 3, col. 7.

288
patriótico y humano que en favor de los desheredados cifra el relato,
pero destaca, con especial memoria de los merecimientos del poeta,
su nota singular en las letras americanas: la capacidad, tan de
Hernández, de adoctrinar sin que el estro elocutivo padezca.
Acabado ese discurso, en la síntesis que de la personalidad del
“desaparecido” hizo el doctor Luis V. Varela, los méritos del escritor
destacan también coincidentes:
“En las turbulencias de la vida agitada —poeta, escritor,
soldado, legislador, político, estadista—, una norma sublime ha
acentuado siempre la inspiración de todos sus actos y de todos sus
escritos... Si al borde de la tumba puede formularse una aspiración de
justicia, yo hago votos por que, al lado del ilustre nombre de tus
mayores, brille sobre tu lápida el nombre consagrado de M artín
Fierro, como un fanal que guíe, en la ciudad de los muertos, a los
peregrinos de la Pampa, cuando vengan trayendo, como un tributo de
gratitud y de cariño, la ofrenda de sus corazones y de sus lágrimas, al
cantor de su querencia, de sus amores y de sus hazañas”.14
Por encima de las frases de exorno, y ya en ventaja sobre la crítica
ulterior, el doctor Varela saluda en Hernández —¿qué más podía
pedirse en aquella fecha?, ¿qué más en aquella circunstancia? —al
cantor por antonomasia del gaucho y de lo gauchesco.
Los diarios entonces mayormente representativos se aunaron en
exaltación concorde. Bajo el nombre de José Hernández, L a Prensa
iniciaba su comentario declarando que la muerte del poeta enlutaba
“alas letras argentinas y a la musa sudamericana”. Después del elogio
de Hernández, el diario ensanchaba frente al poema la más abarcado-
ra perspectiva posible:
“M artín Fierro ha alcanzado por eso la mayor popularidad que
jamás haya conquistado un libro argentino. Ha estado en las manos de
los hombres de todas las jerarquías sociales, desde el fogón del
campesino, que se lo devora, hasta la de los literatos que lo admiran
deleitándose. Los legisladores, los gobernantes, los educacionistas,
tenían y tienen mucho que aprender en esas páginas.
“La República pierde en Hernández a uno de los atletas de su
literatura propia, original, creadora”.15
L a Nación —fundada y dirigidfa por Mitre, el aplomado pero
comprensivo adversario de Hernández— se hizo presente con una
nota laudatoria aún más significativa.

14 La Prensa, Buenos Aires, 23 de octubre de 1886, pág. 3 col. 7 y página 4, col. Ia.
15 La Prensa, 22 de octubre de 1886, pág. 3 col. 6a.

289
Para postular trasposiciones de lo momentáneo a lo permanente
y de lo humano a lo estético, el texto necrológico no se encabeza ya,
cual el de L a Prensa, con el nombre de José Hernández. En
capitulares de mucha tinta, duplicado y rotundo, el apelativo sustitu­
to: M artín Fierro.1*
Augural, y no menos tendidamente abierto hacia el futuro, el
juicio de E l Diario. Sin excluir el encomio de otros aspectos de la
actividad de Hernández, palabras que asimismo deben rescatarse
celebran allí los merecimientos del artista. Vale la pena verificar en
qué términos:
“La muerte ha sorprendido a José Hernández en pleno vigor
físico e intelectual, pues nadie habría creído que el temperamento
exuberante del más popular de los poetas nacionales estuviera minado
por un mal tan fatal e inexorable. Es uno de esos acontecimientos que
traspone los límites de nuestro país y une en un sentimiento de común
dolor a todos los pueblos que bañan ríos nacionales.
“El cantor de M artín Fierro desposeído de su nombre propio
para dársele el de su héroe por millares de admiradores es una de las
glorias más extendidas de las letras argentinas, destinadas a vivir
tanto como el recuerdo de las injusticias cantadas al identificar el
nombre de M artín Fierro con el gaucho, cuando el tiempo y k
civilización invasora y niveladora conviertan en tipo de leyenda al
gaucho errante de nuestras pampas. Su nombre, destinado a la gloria
duradera de los grandes intérpretes del sentimiento popular cuando lo
encarnan en un hombre que es la verdadera expresión de la naturale­
za, en la más bella acepción del realismo, poetizado por el dolor y la
desgracia, es quizá, o sin quizá, el más popular de las tres repúblicas
del P lata... Hernández ha enriquecido nuestra literatura con su
poema, que con el rápido desenvolvimiento de nuestra civilización fué
el reflejo fiel de la vida contemporánea de nuestros gauchos y se
transformó al día siguiente en el poema de los dolores pasados,
penetrando en todos los corazones como esas tradiciones que lo
conquistan y lo invaden, al poetizarlos, haciéndolo inmortal como el
sentimiento mismo que encaman.
“Ninguno de los poetas de su género ha recogido en su vida
mayores testimonios de sim patía popular Puede decirse que ha
asistido en vida a su propia apoteosis: el fallo de la posteridad lo ha
alcanzado en el pleno vigor de su inteligencia. Por donde quiera, en
nuestra campaña el nombre de Hernández, sustituido por el de

16 La Nación, Buenos Aires, 22 de octubre de 1886, pág. 1, col. 6*.

290
Martín Fierro, por la admiración de nuestros gauchos recibirá e]
acatamiento de una gloria sancionada por los años.” 17
La hermanada opinión de estos diarios, tres baluartes, entonces
de la opinión ilustrada, se opone, corroboradora, a lo que suele decirse
usualmente. Los juicios periodísticos, prescindibles en otras oportu­
nidades, cobran aquí valores de primer plano. Por eso, creemos
forzoso —y útil— actualizar esos párrafos olvidados. No hay que
llamarse a engaño, como con frecuencia se hace. Antes del fallo
confirmatorio de su todavía breve posteridad, entre las gentes llanas,
los escritores, los prohombres y los periódicos calificados, la efectiva
consagración de Hernández quedó indisputablemente consolidada
desde la hora del tránsito mortal del poeta, e incluso inició su
afianzamiento en los dos lustros que sobre poco más o menos
antecedieron a su muerte.
Desde mucho antes el propio Hernández tuvo evidencia de ello, y
no falta un decisivo testimonio personal que así lo asevera. Conse­
cuentemente importa concluir con el pertinez resabio seudorrománti-
co gustado desde temprano por numerosos comentaristas e intensifi­
cado, si cabe, a la sombra de algunas de las implicaciones políticas de
los últimos años. Nos referimos a la inexacta visión de un gran poeta
“popular” sólo comprendido por las clases humildes, pero descono­
cido por las clases altas y desdeñado por los colegas “cultos”. Estos
párrafos fechados en Montevideo, en agosto de 1874, e incluidos por
Hernández en una extensa carta “a los editores de la octava edición”,
refrendan lo dicho y suprimen la necesidad de mayor prueba:
“Permítanme ustedes manifestarles ahora la confianza con que
espero de su fina atención que reserven a esta carta un pequeño
espacio entre las páginas del folleto, porque anhelo satisfacer en ella
una deuda de gratitud que tengo para con el público, para con la
prensa argentina y mucha parte de la oriental; para con algunas
publicaciones no americanas , y para con los escritores que dignándose
ocuparse de mi humilde trabajo lo han ennoblecido con sus juicios
ofreciéndome a la vez, sin ellos procurarlo, la recompensa más
completa y la satisfacción más íntima.
“Hace apenas dos años que se hizo la primera edición de M ar­
tín Fierro en un pequeño número de ejemplares. Su aparición fue
humilde como el tipo puesto en escena, y como las pretensiones del
autor.
“Algunos diarios de Buenos Aires y de la campaña, como L a

17 E l Diario, Buenos Aires, 22 de octubre de 1886, pág. 1, 2* col. (Firma


Sachem.)

291
República, La Pampa, La Voz del Saladillo y otros, dieron cuenta al
público de la aparición de aquel gaucho que se exhibía cantando en su
guitarra las desgracias y los dolores de su raza.
“Las recomendaciones eran hechas en conceptos lisonjeros y
honrosos y los resultados fueron completamente favorables. Antes de
dos meses estaba agotada la edición, tras de la que han venido otra y
otra, hasta la octava o novena que ustedes preparan ahora.
“Y ven ustedes cuán difícil me será satisfacer la deuda de
agradecimiento que me impone la acogida dispensada a ese harapien­
to cantor del desierto.
“L a prensa argentina en general ha honrado también con una
benevolencia obligante las trovas del desgraciado payador, y en una
misma época, o sucesivamente, los cantos de M artín Fierro han sido
reproducidos íntegros o en extensos fragmentos por L a Prensa, La
República de Buenos Aires, L a Prensa de Belgrano, L a Época, y E l
Mercurio de Rosario, E l Noticiero de Corrientes, L a Libertad de
Concordia, y otros periódicos cuyo nombre no recuerdo o cuyos
ejemplares no he logrado obtener.
“Así al consignar aquí los nombres de esos obreros del pensa­
miento en que se encuentran representados todos los matices de la
opinión deseo significar con este recuerdo extensivo a muchos
órganos de la prensa oriental, como L a Tribuna y La Democracia de
Montevideo, L a Constitución y L a Tribuna Oriental de Paysandú,
que, o lo han reproducido íntegro o en parte, o lo han favorecido con
sus juicios, popularizando la obra y honrando al autor.
“La publicación ilustrada Correo de U ltram arle brindó en sus
columnas acogida que no podía ambicionar jamás esa creación
humilde, nacida para respirar las brisas de la Pampa, y cuyos ecos sólo
pueden escucharse, sentirse y comprenderse en las llanuras que se
extienden a las márgenes del Plata.
“Por lo que respecta a los escritores cuyos fallos honrosos colocan
ustedes al frente de la nueva edición; ellos comprenderán los
sentimientos que me animan con sólo manifestarles mi persuasión
íntima de que el éxito que pueda alcanzar en la sucesivo lo deberé casi
en su totalidad a esos protectores, que han venido galante y
generosamente a abrirle al pobre gaucho las puertas de la opinión
ilustrada.
“Ellos son autores, y de producciones ciertamente de mayor
mérito que la mía, aunque de diverso género, y ellos saben por
experiencia propia cuán íntima satisfacción derrama en el espíritu de
quien ve su pensamiento en la forma de libro, al ver ese mismo libro

292
hojeado por los hombres de letras, honrado con su aprobación y
prestigiado con su aplauso”.18

Bien se advierte —con el testimonio del propio Hernández— que


para que ello aconteciese no fue preciso esperar voces más tardías y
doctas, y que los varios sectores del público de entonces y los de la
prensa coetánea intuyeron y declararon, en el giro de no muchos años,
los efectivos valores de M artín Fierro. Bien se advierte, asimismo,
que ni a don Miguel de Unamuno ni a don Marcelino Menéndez y
Pelayo les tocó alertar la atención de los estudiosos americanos, como
también se ha escrito y como todavía de vez en vez, se repite.19
Menos pertinente es admitir que la encuesta de la revista
Nosotros comportó algo así como un “redescubrimiento” del poema.
Tal juicio pierde rotundidad luego que se verifican las páginas de la
encuesta, sin duda más mencionada que leída. La mayoría de los
interrogados, al contrario de lo que había ocurrido en las etapas
primeras de la difusión de M artín Fierro, asume ahí una actitud
desaprensiva y menoscabadora. No falta opinante que reniega los
méritos todos del poema, en términos tan absolutos que hoy se los
rechazaría con voz casi unánime y patrióticamente escandalizada.20
Tampoco E l Payador de Lugones, libro desde hace tiempo más
celebrado que verificado y sopesado, cumplió con M artín Fierro esa
presunta gesta de redescubrimiento.21 Lo que hizo, según el juego de
contradicciones que en esto como en lo demás era connatural a lo
suyo, fue exaltar los valores populares y ceñidamente argentinos del
relato, para adecuarlo luego, forzadamente, y antes con metáforas
brillantes que con razones precisas, a las categorías de la nomenclatu­
ra retórica más remota. Recrudeció entonces hasta hacerse lugar

18 Loe. cit.
19 El rico comentario de Unamuno apareció en La Revista Española (“ Quince'
nal, literaria, científica, política”), Madrid 1894, págs. 5-22: “El gaucho Martín Fierro.
Poema populai’ gauchesco de d. José Hernández (argentino). A Don Juan Valera. Cinco
años después Unamuno retomó el tema en el N° 27, II, pág. 44 de la Ilustración
Española y Americana (Madrid, 1899). Las páginas de Menéndez y Pelayo, que toman
pie en las de Unamuno, aparecieron en Antología de poetas hispanoamericanos,
Madrid, 1895, t. IV, pág. 150 y sigs.
20 En el coro nada unánime de los once opinantes, el “Maestro Palmeta”
alcanzó, en efecto, el registro más altamente desentonado, aunque intrépido y por
momentos ingenioso. Según la revista, detrás de ese seudónimo se celaba un grave
profesor de la Universidad de Buenos Aires, consejero y académico. El Dr. Carlos
Octavio Bunge, a lo que parece.
21 E l payador, Buenos Aires. Talleres Gráficos de Otero y Cía. 1916.

293
común porfiadísimo, el aserto adelantado por Martiniano Leguiza­
món, después exagerado y usufructuado por muchos, de que M artín
Fierro es un cabal poema épico, con las añejas características del
género, e incluso, por añadidura, el poema nacional, nunc et semper,
de todos los argentinos...22
Las afirmaciones de Lugones, y en cierta medida algunas de las
de Rojas en los abarcadores capítulos de “Los gauchescos”, se
apoyan con exceso en modos ya poco frecuentados de la crítica
romántica y positivista. En estudio perspicuo lo señaló Federico de
Onís,23 pero es justo reconocer que con anterioridad a dicho estudio
—y antes y después de los trabajos de Lugones y de Rojas— varios
críticos locales objetaron con atendibles argumentos esa tesis tan
sumaria como atrayente, casi del todo inexacta —o por lo menos
excesiva—, aunque halagadora para la sensibilidad de vastas zonas
del público.24
En desquite, la encuesta de Nosotros, las aseveraciones de
Lugones, e igualmente las mejor respaldadas de Rojas, no pudieron
menos que conllevar el fermento de nuevos comentarios. En forma
especial las contenidas en el tomo primero de la Literatura argentina,
aquellas aseveraciones contribuyeron a “situar” el poema entre los
universitarios y entre un buen grupo de escritores ganosos de arrimar
su obra al amparo de una tradición no excesivamente forastera.25
No faltan otros acarreos bibliográficos, pero en conjunto, estos
que acaban de recordarse simbolizan las alternativas más prestigiosas

22 La bibliografía es harto profusa. Para ser relativamente completos habría que


citar, además, cuanto discurso y cuanta alocución se han pi'onunciado y se pronuncian
sobre estos temas inesquivables del martinfierrismo de circunstancia. Pasemos.
23 Véanse las referencias incluidas en la nota núm. 26.
24 En esto, la actitud más decidida le correspondió a Calixto Oyuela, Antología
poética hispanoamericana, Buenos Aires, 1919, t. M, 2, págs. 1110 a 1132. Restriccio­
nes coincidentes había sugerido pocos años antes antes Emilio Alonso Criado (.Martín
Fierro. Estudio crítico, Buenos Aires, 1914).
26 Todo ello ayudo, en conjunto, para que en adelante Martín Fierro se afianzase
como “materia” de obligación y aun de interés universitarios. Y dicho sea de paso: no es
pertinente seguir afirmando que la Universidad se mantuvo ignorante o desdeñosa del
poema hasta la sonada gesta re'descubridora de 1913. Según eso (¡fáciles contraposi­
ciones románticas, extemporáneos arrestos vindicativos!), he ahí a los doctos,
parejamente confabulados, con los señorones, para propender a la omisión del poema.
Mucho más sencillo parece recordar que hasta 1912 —¡así, y todo un año antes de la
encuesta!— ni la Universidad de Buenos Aires, ni otra alguna del país, tuvo cátedra de
literatura argentina. Puesto que no todo se hace ahora, y también ayer se hizo algo, tal
honra le quedó reservada a la Facultad de Filosofía y Letras. En ese entonces, D. Rafael
Obligado era el decano, y D. Ricardo Rojas el primer profesor titular de la asignatura.

294
—y especiosas— de ia crítica promovida por la narración de Hernán­
dez. Después, como queda dicho, la investigación se ha desplazado
mayormente, aunque todavía sin una total liquidación de prejuicios,
hacia la interpretación del poeta, o hacia el esclarecimiento, digamos
filológico, de su libro máximo: la fijación del texto, el análisis de sus
temas, el sondeo de las fuentes. De especial manera mucho se ha
discurrido acerca de las implicaciones verbales de M artín Fierro
(vocabulario, fonética, morfología y sintaxis). La estilística... espera.
(Historia de la literatura argentina, dirigida por Rafael Alberto
Arrieta; t. III; Ediciones Peuser, Buenos Aires, 1959. El texto aquí
publicado reproduce, parcialmente, el cuarto capítulo del trabajo
de Angel J. Battistessa, incluido en el citado volumen.)

295
JOSÉ EDMUNDO CLEMENTE
José Edmundo Clemente

EL TEMA DE JOSÉ HERNÁNDEZ

Partición temática del M artín Fierro

Creo que el rodeo estético será útil para evitar imprecisiones en


torno a este poema de hechos. Poema cuya geografía se cumple en una
latitud determinada: la pampa horizontal, bordeada por las amplias
playas bonaerenses y las lejanas estribaciones de los Andes. El mapa
argentino es una mano entreabierta extendida desde el Sur, cuya
palma corresponde a la monótoma llanura pampeana y cuyos expresi­
vos dedos configuran las montañas del Norte. En este abierto
triángulo vivió el gaucho: arriba, el coraje salteño; a un costado, el
entrerriano; y en la provincia de Buenos Aires, el de nuestro
protagonista.
Medir la superficie donde se cumple el poema, no significa
reducir el M artín Fierro a las apretadas paredes de lo gauchesco; lo
mismo que, circunscribirlo como poema épico de la campaña contra
los indios, sería agraviarlo con mezquindades y ventajas. Martín
Fierro nunca tuvo razones personales para luchar contra tobas y
matacos que defendían sus heredades. Cuando va a la frontera lo hace
por designio tramposo de los reclutadores; ya en el fortín, es cierto, se
bate con denuedo ejemplar, porque le sobraba coraje para retroceder.
Si Hernández describe con acritud la crueldad de los malones y las
elementales costumbres de los indios, no es menos áspero cuando
trata de la moral de los jefes de cantón; y no tarda en darse cuenta que
sus paisanos han sido víctimas de las clases dirigentes, que los

299
utilizaron para desalojar a los nativos y, en pago, los desalojan a ellos
mismos con los contingentes inmigrantes que nada arriesgaron. A
estas y a otras conclusiones sugestivas arribaría el examen imparcial
del argumento.
Aún hay más; algunos encaran los protagonistas y observan en
Fierro una vida frustrada por el medio y la época; en Cruz, amistad sin
retáceos; en el Moreno, amor filial; en Picardía, viveza criolla; en los
hijos de Fierro, desamparo de la adolescencia del campo. 0 , al revés,
los que juzgan a éstos como vagos sin remedio; al Moreno, resentido; a
Cruz, pobre hombre; a Viscacha, sinvergüenza; a Fierro, incongruente.
Por mi parte, creo que los dichos del viejo Viscacha y los consejos de
Fierro a sus hijos, indican los dos caminos morales a seguir, según las
fuerzas espirituales y el respeto propio de cada uno. Lo cual no
significa que las determinaciones laterales no coincidan en un mismo
hombre; una conducta nunca es un trazado rígido, sino una constante
modificación, con mayores o menores demoras en uno u otro
comportamiento. No sería nuevo repetir que el hombre es la unidad
de todas las posibilidades vitales y que al lado de un cómodo

h acete am igo del ju ez

hay un entero

Siem pre corta por la blando


el que b u sca lo seguro;
m as yo corto por lo duro
y an sí he de seg u ir cortando.

No son Cruz, Picardía, Viscacha, el Moreno, Fierro y sus hijos,


pasajes diferentes del poema; son conjunción de una misma integri­
dad. La participación temática, pues, no hay que buscarla en los
hechos episódicos, sino en los destinos que trascienden. En el hombre
transfigurado en muchos hombres que enfrenta la adversidad en que
lo coloca su patria y la vive de frente.

Tema y alegato

A más del argumento que moviliza la secuencia episódica, a más


del tema que lo vertebra, el M artín Fierro posee un alegato que
implica un compromiso tercero. Por ejemplo: el tema esencial del
M artín Fierro, lo veremos luego, prefigura el destino anónimo del

300
hombre de América, a su argumento, lo hemos visto, las situaciones
que describen la vida de campaña. A estas dos dimensiones se añade
el alegato. Conviene aclarar bien estas palabras porque de su
seguridad depende la interpretación cabal del tema mayor de
Hernández. Argumento se llama a los episodios que entretienen la
curiosidad del lector, al revestimiento que da cuerpo al edificio; tema,
a la viga maestra, al entramado interior y firme de la obra, a lo que le da
altura y resistencia. Casi siempre consiste en “el mensaje” del artista.
Cuando el mensaje no implica un contenido conceptual, sino simple­
mente la comunicación de un estado de ánimo o de un placer estético,
se lo denomina motivo. Palabra que justifica la falta de una temática
precisa, muy común en la escultura y en la pintura moderna. El
alegato, a su turno, es la comunicación urgente que trae una obra, el
letrero de llamada que se coloca en algunos edificios a fin de destacar
su importancia pública. Como alegato, el M artín Fierro es un llamado
de atención, un canto alto y argentino de justicia y de solidaridad. No
la revancha fácil que describe en la pulpería, no las caricaturas del
egoísmo mezquino que pinta en el viejo Viscacha, no los azares de la
vida entre los indios, ni la rutina militar del fortín; ni tampoco las
anécdotas de los pequeños funcionarios que sacan provecho de los
puestos políticos. No; el alegato del poema está al final, cuando Fierro
en su vejez recomienda a sus hijos, que son el pueblo de cada padre:
Los herm anos sea n unidos
porque é sta es la ley primera.

Y sobre todo en esta advertencia legada por Hernández para la


historia de los problemas sociales de nuestro país:
Es el pobre en su orfandá
de la fortuna el d esech o,
porque n aid es tom a a pecho
el defender a su raza;
debe el gaucho tener casa,
escu ela, ig lesia y derechos.

Y en seguida esta estrofa que previene de los falsos influyentes


de comité:
Y han de concluir algún día
esto s enriedos m alditos;
la obra no la facilito
porque aum entan el fandango,
los que están com o chim angos
sobre el cuero y dando gritos.

301
Para rematar con esta sencilla fórmula de ciencia política:

Mas D ios ha de perm itir


que esto llegu e a m ejorar
pero se ha de recordar
para hacer b ien el trabajo
que el fuego, pa calentar,
debe ir siem pre por abajo.

La vigencia de este alegato durará mientras estén vigentes los


problemas que lo crearon.
El hombre de campo, el hombre humilde, el hombre de trabajo,
busca todavía mejor comprensión. Los diez años de angustia que
hemos pasado debieran ser un alerta constante. Si el alegato del
poema hubiera sido comprendido por nuestros mayores, la ignominia
no se hubiera enraizado tanto tiempo. Es necesario volver a leer el
Martín Fierro; leerlo bien.

Crítica positiva

En las estrofas anteriores vimos de cerca el estilo conversado de


los payadores, estilo que Borges ha reconquistado en algunas de sus
páginas mejores y donde el lector es mitad del diálogo. Aquí las
palabras están dichas —las mismas palabras son un decir— en un
lenguaje habitual a la época del poema, que es el lenguaje de la
campaña de mediados del siglo pasado. Muchas palabras han caído
en desuso, tomado difernte sentido o visten nueva grafía; en especial,
las indicadoras de elementos domésticos que por haber sido reempla­
zados por otros, su empleo ya no es necesario. Accidente histórico que
hace imprescindible que las ediciones actuales del poema circulen
con su correspondiente vocabulario aclaratorio.
Tal vez algunos vocablos sean susceptibles de discusiones
filológicas por no vigilar homogeneidad ortográfica (oyo y hoyo) y
fonética (nadie, naide, naides); lo mismo, algunos giros de dudosa
estirpe campera (mas por pero). Esto lejos de constituir un defecto,
son consecuencias lógicas del lenguaje popular de los protagonistas.
En el campo, al igual que en las regiones urbanas, la gente de pueblo,
sea por falta de documentación o por natural espontaneidad, no se
aviene a la reglamentada pulcritud de las gramáticas; al contrario, son
las gramáticas las que se avienen al pueblo y modifican continuamen­
te sus diccionarios a fin de acomodarlos al pulso diario de sus ha­
blantes.
Por último, los dichos y sentencias, numerosos en el libro, a los

302
que Eleuterio Tiscornia se esfuerza en buscarle parientes de rancio
abolengo español. El poeta es caña sonora hincada en lo profundo de
su tiempo y de su pueblo, caña que recoge esa simiente subterránea y
la propaga a los altos vientos a través de los nudos táctiles de sus
versos. Algunas ideas y pasiones no serán legítimamente de él, pero
son de su pueblo; que es una manera de pertenecerle.
Quiero decir; en literatura importan las ideas desnudas (vida,
amor, muerte), pero también importa la manera de decirlas, la
impresión digital del espíritu que las dice. Considero poco feliz
descubrir en “hasta el pelo más delgao hace su sombra en el suelo”
antecedentes en experiencias callejeras de Madrid o de Aranjuez, o
similitud con “No hay enemigo chico”, etc. Existen, en verdad, en el
M artín Fierro relaciones familiares con algunos refranes y dichos
antiguos; pero, es igualmente cierto que el mismo celo policial
probaría en los modelos originales atribuidos a España, vigencia
anterior a España, y así sucesivamente. En mi época de estudiante,
me molestaba la curiosidad de la crítica por demostrar la cercanía de
las famosas Coplas p o r la muerte de su padre de Jorge Manrique, con
las Coplas para Don Diego Arias de Á vila de su tío Gómez Manrique,
aparte de los pasajes remontados a la Biblia, Boecio, Próspero de
Aquitania, etc. Estos anticuarios de la cultura pierden el tiempo.
Nadie podrá quitarle a Jorge Manrique la gloria de haber escrito las
coplas que comienzan con este octosílabo imperecedero:

R ecuerde el alm a dorm id a...

No es con resentimientos ni con prejuicios que la verdadera


crítica establece los valores de una obra. La actitud frente a un libro
ha de ser limpia y generosa. Por suerte, Hernández ya está lejos del
alcance de los segundones; las estrofas de su M artín Fierro corren
hechas refranes, dichos y coplas en boca de todos los habitantes de
nuestra tierra, consustanciados con ellos. Y ésta ha sido la mayor
felicidad de José Hernández. Unir su destino con el de su protagonis­
ta, y el de su protagonista con el hombre de la pampa: ese espejo
achatado en la tierra que duplica la inmensidad de América; la nada y
el todo.

E l tema de José Hernández

Queda atrás la trama argumental que pertenece a la ficción;


queda atrás el alegato social, que pertenece a la política; queda atrás

303
la calidad estética del poema, que pertenece a la literatura. Importa
ahora su valor permanente como símbolo de lo argentino; el tema
hondo que no modificarán las aguas circunstanciales ni los navegantes
interesados. La crítica positiva abrió paso al tema fundamental.
Cuando al final del poema, Fierro despide a sus hijos y los hijos se
desparraman en el anonimato, como la sangre volcada se desparrama
en la tierra, vemos una metáfora que ya comprendemos. Somos
nosotros venas de la sangre derramada que continúa hacia el futuro
como legado irrenunciable de posteridad.
Es el gaucho destino de transición; nosotros, encrucijada bullen-
te de razas sin sedimentar. Somos un pueblo joven convocación de ser
mandados por gente vieja. Pero esta vocación es confusa. De un lado
tira el caciquismo ancestral y del otro la influencia europea; y su
complejo. En una palabra: Europa —en el idioma, en los hábitos— y
la tierra fuerte de América, tironean nuestra indecisión. Por ahora
somos nada. Un montón de sangre derramada. Anónima. Adelante,
tenemos el porvenir; que es como tenerlo todo. Y éste es el gran tema
de nuestro libro. M artín Fierro enfrenta a su destino, pero no lo
enfrenta en vano; nos deja el impulso tremendo de su obra. De su obra
que quedará para siempre en la literatura argentina como una
tradición, en el mejor sentido de la palabra; como antecedente de una
rebelión y de una presencia argentina.
(Los temas esenciales de la literatura; Ed. Emecé, Buenos Aires,
1959.)

304
JOHN B. HUGHES
John B. Hughes

M ARTÍN FIERRO Y M O B Y D IC K

Las semejanzas y, aún más, las diferencias que presentan las


grandes obras, cuando bien vistas, abren a la comprensión humana,
vías inesperadas, por las cuales uno llega a profundizar en las obras
mismas —en lo que tienen de único e individual—, en las culturas que
las hicieron posibles y en lo que tienen de “universal”, de inherente­
mente humano. Así, la verdadera y no la académica “literatura
comparada”. La confrontación del gaucho Martín Fierro con la
ballena de Melville, al parecer, gratuita y rebuscada, al contrario, es
para mí necesaria e inevitable.
Si afortunadamente no se trata de “influencias”, sino de dos
creaciones espontáneas e independientes, existen, en este caso,
motivos históricos, geográfico-culturales y personales para tal com­
paración. Autores y obras son más o menos contemporáneos (Melville
1819-91, Hernández 1834-88;M oby D ick 1851, M artín Fierro 1872­
79). Las dos obras se concebían dentro del enfoque romántico-
realista. Ambas son expresiones del “Nuevo Mundo” y poseen una
dimensión americana en común. Si esta última no es ciertamente la
más importante, forzosamente tiene un interesar a los americanos de
uno y otro hemisferio. Los dos autores se perdieron y se encontraron,
cada uno a su modo, en su obra. Melville: “he escrito un libro
perverso, y me siento tan sin mancha como el cordero”; José
Hernández se conocía como Martín Fierro después de publicar el
libro, y así firmábalas cartas. Los dos son, en el sentido más profundo,
autores de un solo libro, Melville, joven escritor conocido, empezó a
perder la fama que tenía con la publicación de un libro ni comprendi­

307
do ni apreciado por ei público de su época, escribienao cada año
menos hasta llegar a una oscuridad casi completa. Hernández,
periodista maduro, perseguido y poco reconocido, empezó a conocer­
se por la gran popularidad del personaje que creó.
Una obra partía de una disatisfacción personal y emprendía una
búsqueda de índole religiosa y metafísica; la otra, de una disatisfac­
ción social y política, una vida frustrada y un sentido de pérdida,
intentaba afirmar, si sólo para la memoria, lo que se sentía perdido y
perdiéndose. Tras M oby Dick, una nueva sociedad (para Melville)
demasiado fuerte y estable; tras M artín Fierro, un caso político y
social que empezaba a tomar formas de cohesión y continuidad, que a
José Hernández le parecieron, en gran parte, perniciosas y falsas.
En estructura, forma y contenido, las dos son obras, por
inherencia, agenéricas que combinan orgánicamente elementos líri­
cos, dramáticos y novelísticos. Ambas, en distinta medida, se basan
en “una postura vital hecha literatura”, un “yo” ficticio, a la vez
genérico e individual. De la postura del joven aventurero Ismael y de
su monólogo-disquisición-narración sale todo un mundo ballenero:
las “veintenas de capitanes anónimos” de Nantucket, el monoma­
niaco Ahab y la extraña y variada tripulación del Pequod, barco
igualmente extraño y misterioso. El canto de Martín Fierro evoca
otros cantos, voces y cantores, personajes, toda la gama gaucha que
va desde el propio Martín Fierro al viejo Vizcacha. Los dos autores se
identifican bastante con sus dos narradores principales, pero también
en grado menor con los demás personajes. Se expresan p o r y en todos,
que son, en parte, modalidades de su propia psique.
Todos los personajes son huérfanos, parias, solitarios (como lo
eran, espiritualmente, Melville y Hernández), que, a espaldas o al
margen de la sociedad, se educan, derivando su “sabiduría” de un
conocimiento profundo de la vida, de la experiencia directa de un
mundo primitivo y natural y de sus ocupaciones duras y repletas en
tareas físicas y peligrosas. Las dos obras exaltan la experiencia y la
libertad. Martín Fierro:
Aquí no valen dotores:
sólo vale la esperencia;

Mi gloria es vivir tan libre


como el pájaro del cielo;
no hago nido en este su elo
ande hay tanto que sufrir,
y naides me ha de segu ir
cuando yo rem uento el vu elo.

308
Melville-Ismael: “Por el sosiego y reclusión de muchas largas
noches en las más remotas aguas y bajo constelaciones jamás vistas
aquí en el Norte, ha sido (el ballenero) llevado a pensar libremente y
sin prejuicios”; “Todo pensamiento profundo y angustioso no es más
que el intrépido esfuerzo del alma para mantener la abierta indepen­
dencia del mar”.
Los dos exaltan una modalidad local e histórica del habla dentro
de las posibilidades totales del idioma. Hernández se esfuerza por
captar el modo peculiar de hablar del gaucho; “con todos los juegos de
su imaginación llena de imágenes y de colorido”. Martín Fierro:
Soy gaucho, y en tien d aló
com o mi len gu a lo esp lica .

El ballenero de Melville habla “el señorial tuyo y tú del idioma


cuáquero”. Se afirma Hernández tanto como su personaje al procla­
mar:
M as ande otro criollo p asa
M artín Fierro ha de pasar;
nada lo hace recular
ni lo s fantasm as lo espantan,
y dende que todos cantan
yo tam bién quiero cantar.

Tenía plena conciencia del valor de su obra y sabía muy bien lo


que era el sentido de esa obra, sentido tanto colectivo como personal.
P ues son m is dichas d esdichas,
las de todos m is herm anos;
ellos guardarán ufanos
en su corazón mi h istoria
me tendrán en su m em oria
para siem pre mis p aisan os.

Isamel (y para él, Melville) lega “alguna cualidad prístina que


todavía no hubiese sido descubierta”, “cualquier título de señoría”,
“todo el honor y la gloria a la ballenería; porque un barco ballenero fué
mi Facultad de Yale y mi Harvard”. No hay que insistir en que
Melville y Hernández eran autodidactos y que conocían de cerca lo
que describían. Las obras se escribían, desde dentro, por un proceso
de evocación, tan independientes, tan sacadas de sí, de sus propios

309
recursos, como eran sus autores. Podría decirse aei M artín Fierro
que se compone de una serie de cantos, canciones y payadas dentro de
un canto central, y del M oby Dick, que es un largo monólogo, lleno de
soliloquios, diálogos y digresiones.
E} mundo exterior que confronta los personajes es vasto e
imponente, indiferente u hostil. Las perspectivas son libres, formadas
en la contemplación de los horizontes abiertos e infinitos de “aquella
inmensidad” que es la pampa del poema, y el mar, el “Atlántico
solitario” de M oby Dick. Tanto la tripulación del Pequod como el
gaucho de Hernández esperan un destino “trágico”, una derrota
inevitable y prefigurada, que les exalta, permitiéndoles adquirir
relieve más allá de lo que era de esperar de “un viejo y pobre pescador
de ballenas”, “el más humilde de los marineros”, “los renegados”,
“los desechos”, o de “un gaucho perseguido” .
Si sus elementos —la forma agenérica, la literatura de “postura”,
la exaltación del individuo y del paria— son característicos del
momento romántico, su modo de concepción, su contenido y algunos
valores que tienen en común sirven para identificarlas como creacio­
nes americanas, que no cuajan del todo ni con la tradición ni con la
literatura europea contemporáneas. Las dos son aserciones de un
nada conscientemente norteamericano en un caso, y argentino en el
otro. Melville: ¿“a qué se debe que nosotros, los balleneros de
América, sobrepasemos a todo el resto de los balleneros del mundo”?
Hernández quiere salvar de un posible olvido, valorando de por sí a
“ese tipo original de nuestras p a m p a s... que, al paso que avanzan las
conquistas de la civilización, va perdiéndose casi por completo”. La
casi total ausencia de la mujer en estos dos mundos masculinos,
carentes de “sociedad” en el sentido europeo, tanto como la exalta­
ción de la experiencia de la vida primitiva, descrita por dos escritores
que la habían vivido de cerca y por un período de años seguidos, sin
ser el uno ballenero profesional ni el otro “gaucho” (en el sentido
histórico en que lo empleaba Hernández), son aspectos americanos de
las obras. Faltan la distancia y el exotismo conscientes de muchas
obras europeas sobre asuntos semejantes. Hay matices americanos
en la rebeldía y la confianza que sienten los personajes y los autores en
lo que pueda hacer uno mismo cuando ha aprendido de su propia
lucha con el ambiente.
Una más lejana pero profunda afinidad se encuentra en los
escenarios y sus resonancias en las dos obras. Es cierto lo de Jorge
Luis Borges de que el mar es “la pampa de los ingleses” . También es
cierto que culturalmente el norteamericano es descendiente del inglés
disidente. ¿Y qué no sacara del recuerdo de su infancia en la pampa

310
W. H. Hudson, descendiente de padres norteamericanos, en la vejez,
y en Inglaterra?
Las diferencias son igualmente reveladoras. Moby Dick, la
ballena blanca, personifica una fuerza natural, cósmica, clave impo­
nente y misteriosa del universo ambivalente, que, exponiéndose a
peligros enormes y desconocidos, atacan, cada cual a su modo: Ahab,
Ismael y Melville. La derrota del Pequod es completa y final: “todo se
derrumbó, y la gran mortaja del mar recobró su ondulación normal, la
misma desde hace cinco mil años”. La misteriosa salvación de Ismael
no suaviza esta conclusión. Doble imaginativo de Melville, el Ismael
del final es sólo “un huérfano más” de los rescatados del mar por el
barco Raquel. Ha sobrevivido en Melville para contar lo sucedido, lo
experimentado.
M oby D ick es un gran experimento (¿no lo es también la sociedad
norteamericana?), una aventura, a grandes riesgos, en las aguas de lo
no conocido. El hombre intenta conocer, conquistar —captar p o r su
propia experiencia— al universo y a sí mismo. Melville y sus
personajes tienen plena conciencia de la posibilidad y hasta de la
probabilidad de su propia destrucción en la búsqueda que han
emprendido. El valor universal hum ano del libro deriva de la
conciencia grandiosa, temible y dura (nada sentimental) que experi­
mentamos de haber vivido de cerca, participado con Melville y sus
personajes en una lucha gigantesca, un rito cósmico. El lector confía
en la autenticidad, la validez de su experiencia; y abrumado, espiri­
tualmente ebrio de la fuerza expresiva del lenguaje del Melville
—poeta, si en prosa, sólo comparable con Milton y Shakespeare en
inglés, y cuyo vuelo lírico-dramático mucho se parece al de ellos—, se
contentaría, como el padre Mapple, con dejarle la eternidad a Dios:
“porque, ¿qué es el hombre para pretender vivir toda la vida de su
Dios?”
Hay algo de inhumano en este libro, en su intento de trascenden­
cia, muy humano (ambigüedad que Melville habría aceptado y
aceptaba. Era su visión). Si hay más de compulsión, de morbidez y-de
orgullo satánico en el loco Ahab que en Melville, también están en él.
El dinamismo imponente de su mundo ambivalente e insondable,
tanto natural como humano, en un sentido, le achica al hombre, que
emerge más medio que fin. Y si, en efecto, el universo es más grande
que el hombre, habría que preguntarse, de vez en cuando, recordando
el vuelo de Icaro, el sentido del intento de contemplarlo demasiado
cerca.
Si, simplificando bastante, a M oby D ick se le podría llamar un
rito poético en prosa, el M artín Fierro es una novela en verso, con la

311
diferencia de que Martín Fierro y las demás figuras del poema son
personajes individuales y, a la vez, modalidades, hasta símbolos de un
tipo genérico. El título de la primera parte es exacto. E l gaucho
Martín Fierro designa un individuo humano inolvidable que simboli­
za el “gaucho”, y la obra nos brinda una serie de figuras, “gauchos”
todos en su experiencia de vida y en su modo de hablar, que, más allá
de lo que tienen en común, son absolutamente inconfundibles como
personas humanas.
La estética, los valores universales de la obra, que, como en el
caso de Moby Dick, coinciden en muchos aspectos con los más
originales y diferenciales de la colectividad, son muy diferentes,
cuando no opuestos. La expresividad artística variada está en los
personajes, que se mantienen, a su modo, superiores, tanto a la
naturaleza áspera (más evocada que descripta) que les rodea como a
la sociedad injiista que les persigue. Su armas humanas de parias
libres y solitarios son su coraje, destreza en el combate, el manejo del
cuchillo y del caballo, su capacidad de sufrir, de aguantar, su
inteligencia (o innata o basada en experiencia personal de vida), toda
la gama que va desde la “prudencia”, la sabiduría varonil de Martín
Fierro a la “picardía” de los consejos geniales e infames del Viejo
Vizcacha; y más que nada, su canto.
Hernández emplea el lenguaje para caracterizar el habla del
gaucho, y también para diferenciar a sus personajes. El lenguaje del
poema llega a ser un valor en sí, con metáforas, juegos de palabras tan
geniales como de sabor popular. Y aquí topamos en una diferencia
fundamental. El Martín Fierro es más popular en su materia prima.
Posee un sentido colectivo más evidente y explícito que el de M oby
Dick. (Ni el Moby Dick, ni ningún libro, es, para el norteamericano, lo
que es e\Martín Fierro para el argentino.) Los gauchos de Hernández
hablan, “cantan” con una espontaneidad y una naturalidad humanas
totalmente alejadas del lenguaje que emplean los personajes de M oby
Dick, en comparación, abstracto, erudito, introspectivo y, a veces,
retorcido y rebuscado. Hernández, como Melville, sigue la mejor
tradición de su idioma, la del Cid, de los refranes, del romancero, de
Jorge Manrique, de Lazarillo y de Sancho Panza.
La relación de las dos obras con sus sociedades respectivas es
distinta. Si los dos héroes se encuentran de espaldas a la sociedad, en
un caso, es para escapar totalmente del mundo moderno, y específi­
camente de la sociedad norteamericana (motivo que encontramos en
no pocos escritores norteamericanos); en el otro, es para criticar, y en
último término, pára volver a esa sociedad. El M artín Fierro no puede
desasociarse de su nota de protesta social. Hernández ya había
planteado el problema en su diario “El Río de la Plata” (6 de octubre

312
de 1869V. “¿Qué importa el progreso si la vida que debiera dar
testimonio de él carece de garantías?” Hernández, como su diario, se
había constituido “en defensor de los derechos desconocidos y
violentados en el habitante de la campaña”. Su intuición del problema
personaly social “del de abajo”, “ del sin derechos” —intuición válida
no sólo para la Argentina sino para toda la América hispana y
lusitana— es digna de compararse con las geniales y complementarias
(cuando no opuestas) de Domingo Faustino Sarmiento, del caudillo y
de los aspectos funestos de la tradición hispánica en América.
Hernández encontraría su plena expresión teórica en su Instrucción
del estanciero.
“En toda la América Latina... domina la costumbre secular de
mantener en el más completo abandono las clases proletarias, que
son, sin embargo, la base nacional de su población, su fuerza en la
guerra y su garantía en la paz.
“El lepero de México, el llanero de Venezuela, el montuvio del
Ecuador, el cholo del Perú, el coya de Bolivia y gaucho argentino no
han saboreado todavía los beneficios de la independencia, no han
participado de las ventajas del progreso, ni cosechado ninguno de los
favores de la libertad y de la civilización” .
Martín Fierro, con su dignidad innata de persona humana,
encama, y no sólo para su época, este problema.
Para los mejores escritores norteamericanos de la época la
formación de una sociedad como tal no era problema. En cambio, eran
motivos sociales y políticos que llevaron los máximos escritores
hispanoamericanos a la “literatura” . En un sentido limitado, tanto
Hernández como Echeverría y Sarmiento eran “literatos” por acci­
dente.
El reverso de la moneda es que con todo su deseo de escape, la
cohesión social norteamericana la llevaba Melville consigo. La tripu­
lación del Pequod, por rara que sea, es una comunidad, un equipo,
hasta una industria, terriblemente eficaces en la pesca de la ballena
como en la búsqueda loca de Ahab. Contrasta mucho el mundo de
individuos anárquicos y desasociados del M artín Fierro, en que,
dejando aparte la familia ausente, la comunidad más grande es la del
dúo de amigos, Fierro y Cruz. Recordemos el consejo final, en
términos sociales, desconfiado, de Martín Fierro:

Su esp eran za no la cifren


nunca en corazón alguno;
en el m ayor infortunio

313
pongan su confianza en D ios;
de los hom bres, sólo en uno,
con gran precaución, en d o s . 1

Contra el mundo natural, hostil e indiferente (que triunfa en


M oby D ick) y una sociedad (para el gaucho) bárbara e injusta, opone
Hernández el valor no de tener, ni de hacer, sino de ser todo un
hombre. Al afirmar tal valor, a la vez, lamenta la pérdida de este
hombre, fin y no medio, figura histórica que padecía un destino
“trágico” , una derrota, si severa, no tan total en el poema como la del
Pequod en el libro de Melville, El gaucho de Hernández se perfila ante
nosotros, para dejarse borrar, confiando, como confiaba Jorge Man­
rique por su padre, en el “harto consuelo” de la memoria. Su derrota,
como la del propio Hernández en vida, se compensa en parte con su
canto nostálgico y sentimental. Así el M artín Fierro, como la obra de
Melville, tiene algo de ambiguo, de ambivalente. Lo más universal y a
la vez ¡o más profundam ente argentino del poema deriva de partes
iguales de afirmación de lo humano y de un sentido de pérdida que se
resuelven en una tensión dramático-lírica.
Si la obra, única, sólo le pertenece a Hernández, ¿no tienen todas
las máximas expresiones argentinas, desde la publicación del M artín
Fierro, esa nostalgia tensa, tanto dramática como lírica? ¿No es ésta la
nota que, siendo la más argentina, ha sido la más universal? En otro
escenario de valores, recordemos el momento histórico cuando el
tango, dram atizando líricamente un sentido de pérdida de un país
que se sentía “sin rumbo” y desarraigado, tocó en lo más íntimo al
hombre europeo, que tenía otros motivos para sentirse perdido y sin
perspectivas, y le dio un modo de afirmarse en el baile (primitivo rito
humano).
La Argentina, país profundamente hispánico, por todos los
cambios que han traído el progreso material y la inmigración, ha
cambiado, en parte, a pesar suyo, y no reconociéndose en lo nuevo. En
los grandes adelantos materiales de los últimos cien años ha creído
ver, y en gran parte con razón, lo que no era nativo y original, sino
imitaciones de esfuerzos que se realizaron espontáneamente en otros
países. La Argentina y el Uruguay, los países más “avanzados”,
“progresistas”, “modernos” de habla castellana, son terreno propicio
para la expresión artística de la crisis de valores producida por el

1 Es interesante contrastar este pasaje con el optimismo tranquilo del José


Hernández de Instrucción del estanciero, donde reconoce las grandes ventajas que
derivan del “espíritu de asociación”, y confía en que su país, “aunque lentamente...
entra también en el camino de esa reforma saludable en las ideas del trabajo y en las
costumbres sociales”.

314
choque entre “el mundo moderno occidental” y el mundo hispánico,
si en parte occidental, también en parte cerrado en su homocentrismo
hermético y estático, contra la innovación científica e ideológica, el
movimiento que caracteriza a los países más “modernos” de Europa y
del Oeste.
Si el gaucho genial de Hernández brota de una crisis y un sentido
de pérdida tan específicamente rioplatense, trasciende las fronteras
nacionales, como las del mundo hispánico. El hombre occidental, en
la época de la bomba atómica, se encuentra rodeado de cosas, de
máquinas —invenciones espontáneas, derivadas de su búsqueda de
trascendencia— que son más grandes que él. Ya son lugares comunes
decir que él es su prisionero y que se siente “desnaturalizado” y
“deshumanizado”. En tal momento, más que nunca, está capacitado
para apreciar el enorme valor que representa un hombre que sepa
mantenerse en lo que tiene de más humano ante un mundo “inhu­
mano”.
Tanto el M artín Fierro como el M oby D ick tienen sus limitacio­
nes. En la literatura, como en otras realidades íntegra y fatalmente
humanas (el individuo y las colectividades de individuos que llamamos
civilizaciones, comunidades, o naciones), las virtudes y los vicios
están estrechamente relacionados, cuando no interdependientes. Si
el M artín Fierro es afirmativamente humano, por lo demás, tiene algo
de pasivo. Si no dice que “no”, parece decir “lamento que s í”. El ser
humano se afirma más en lo que es que en lo que hace. Lo dinámico del
poema está contenido en los personajes. Como las figuras del baile
español, expresiones verticales, el gaucho de Hernández se basta,
perfilándose. No va a ninguna parte, no se dedica, de veras, a ninguna
actividad. Hasta su destreza con el cuchillo, y de jinete por la pampa
abierta, es más bien atributo —fuentes de su dignidad de persona—
que actividad. Le permiten “tenerse por hombre”. Como él, son fines
y no medios. Si las figuras de M oby D ick y el mismo Melville son
medios de comprensión y de comunicación de experiencia cósmica
que hasta buscan perderse en el infinito, ¿no hay algo generoso, y en el
mejor sentido de la palabra, humano, en la dedicación y el sacrificio
que implican tales esfuerzos? ¿No hay un cierto narcisismo cerrado y
egoísta, una falta de generosidad (capacidad de darse, de arriesgar­
se), hasta en el noble y generoso Martín Fierro de los consejos finales,
para quien los máximos valores son la lealtad de familia, el mantenerse,
el no perder la vergüenza y el “guardarse”? ¿Qué hubiera dicho Santa
Teresa o don Quijote? (él que está detrás del loco Ahab y tanto le
trasciende a él como a Martín Fierro). ¿No debe ser el hombre un fin-
medio, o un medio-fin? Desde luego, Fierro era capaz de acciones

315
generosas cuando las circunstancias le recordaron su nobleza inte­
rior... y mucho más de generosidad había en su creador, don José
Hernández, que se sacrificó (gesto bien quijotesco) tanto en su vida
como en su obra por el gaucho, hasta dejarse conocer como Martín
Fierro, valiendo él tanto y más que su personaje.
Moby Dick y M artín Fierro son las cumbres, las máximas
expresiones de una y otra América. Nuevos y originales en concepción,
tras uno está algo de lo mejor de la tradición y la cultura isleñas de
Inglaterra, tras el otro se asoman los valores eternos que ha brindado y
que sigue brindando España al mundo. Si para retratar a todo un país
no basta una sola obra literaria —aun dentro de la literatura en este
caso, habría que añadir, por lo menos, las Hojas de hierba, de
Whitman, y el Facundo, de Sarmiento—, algo de la “verdad poética”
de sus países respectivos, tanto positiva como negativa, revelan las
obras tratadas. Martín Fierro, obra maravillosa y fatalmente homo-
céntrica, encarna un gesto humano; M oby D ick le brinda al lector un
rito cósmico, único en la literatura, que, motivado por el hombre, le
absorbe. El uno, conservador, mira hacia el pasado; el otro, radical,
es, como dijo D. H. Lawrence, “futurista”, y antes del futurismo en la
pintura. Los dos pertenecen a la mejor, la antigua tradición del Oeste,
la de las verdaderas humanidades.
(La Nación, 1960.)

316
JULIO MAFUD
Julio Mafud

LAS INSTITUCIONES

E l Gobierno

El Gobierno en el poema es impersonal. Actúa aunque no se le ve.


Aunque no se le palpa. Por sus efectos se sabe que existe. Se le siente.
Se le teme. Está ahí. Su presencia es fantasmal. No se le conoce
residencia ni las distancias que lo separan. Con su presencia espectral
domina el escenario. Se posee un solo dato: “un menistro o qué sé
yo...— que le llamaban don Ganza”. Por eso resulta más pavorosa,
más implacable su acción. Ningún personaje espera nada de él. Nadie
desea su trato. Cualquier contacto aterra. Los que atorran por abajo lo
ven como la defraudación más absoluta. Le temen y le huyen. Antes
de ser apresados por él. Hacen cualquier cosa. Se empozan en las
vizcacheras o se entierran entre los fachinales. Se aindian en las
tolderías o se arenizan en el desierto. Huir es la única posibilidad
frente al gran Moloch. Las fugas y las huidas terminan por ser un
éxodo colectivo. Casi todos los personajes son fugitiviso o ex
fugitivos: Martín Fierro, Cruz, Picardía, el Hijo Segundo, Barullo. No
hay uno solo que no haya esquinado el lomo en algún contingente. El
Hijo Mayor es la única excepción. Pero se sabe la causa: estuvo
sepultado vivo en la penitenciaría. El Viejo Vizcacha podría ser la
otra. Pero ya los años lo estiraban para la muerte. Nadie perfora o se
escurre por la muralla. Todos tienen un rosario de cuentas con el
Gobierno. Dice Martín Fierro:
...P u e s no inorarán u sted es
Que en cu en tas con el G obierno
T arde o tem prano lo llam an
Al pobre a hacer e l arreglo.

319
Llega un momento en ese mundo en que el vivir se hace
imposible. Los embrollos y las persecuciones no lo permiten. Es el
momento en que Martín Fierro y Cruz tiran hacia el desierto. El
Gobierno, desde su sede inaccesible, trabaja febrilmente: urde y
trama. Todas sus medidas son espectrales. No actúa con elementos
reales. Su acción parece afincada en algún punto remoto. Sin contacto
con la realidad. Años luz lo separan de los personajes del poema. No
comprende sus necesidades. Ni evita sus desgracias. Por el contrario
las provoca y las agudiza. No hay un puente, una abertura por donde
puedan comunicarse. No balbucean el mismo lenguaje. Ni tampoco se
comunican por los caminos del alma. Hay una inconexión absoluta. El
lenguaje del Gobierno son las violencias, el abuso, la aniquilación.
Toda su función es hacer promesas. Fabrica proyectos como una
máquina: ciego e irreal. “Todos se güelven proyetos— de colonias y
carriles...”, dice Cruz. Promete colonias y carriles. Pero no observa
que sus habitantes no tiene casi alimento. Ni nada con qué cubrirse.
“Y esos pobres infelices— al volver a su destino, salen como unos
Longinos— sin tener con qué cubrirse” , dice Picardía. Ni siquiera
poseen respaldo para vivir. La Autoridad los arrea como ganado. Los
avasalla y los despoja. Los de abajo no tienen otra disyuntiva que
cuerpear las trampas, los embrollos y los pleitos como pueden y donde
pueden. Algunas veces se vuelven matreros como Martín Fierro y
Cruz. Otras, se encuevan de espaldas al mundo, como Vizcacha. Otras
aprenden las leyes del juego y trampean, como Picardía. La cuestión
es supervivir. Escamotear el alma y el cuerpo entre el exterminio y la
aniquilación. En ese mundo brutal ya casi no se piensa en los otros: en
la mujer o los hijos. Las fuerzas sólo alcanzan para salvar una sola
vida: la propia. Dice Martín Fierro:

E staba el gaucho en su pago


Con toda siguridá.
Pero aura... ¡barbaridá!,
La cosa anda tan fruncida,
Que gasta el pobre la vida
En ju ir de la autoridá.

Cada personaje defiende su conservación orgánica. Acogotados


por un sistema expoliador, tiran tarascasos a ciegas, sin importarles a
quién van a despedazar. Es el caso del crimen del Negro, en Martín
Fierro o el caso del crimen del Guitarrista, en Cruz. Son dos
crímenes provocados por el encono y la desesperación. Lo único
necesario, en ese mundo despiadado es seguir existiendo. Salir a flote.
Tener un poco de respiro en ese trajinar siempre jadeante. Los

320
bienes, los campos o la hacienda se licúan en las manos como un
pedazo de agua. Una partida o un arreo termina con todo. Años de
esfuerzo caen y se esfuman. Lo construido durante años se quiebra y
rueda como una pieza de una máquina rota. No hay un seguro. Un
dónde aferrarse. Se sucumbe siempre. El cerco se estrecha poco a
poco. Las víctimas acorraladas se agrupan, como contra un incendio.
La existencia común casi no existe. Se agota la vida en peleas y fugas.
Todos tienen sus crímenes trepados en su conciencia. En ese
horizonte espectral nadie queda absuelto. Todos cargan sus muertes:
Martín Fierro, Cruz, Vizcacha. El vivir se determina por caprichos y
arbitrariedades. El Hijo Mayor queda enterrado entre bloques de
piedras por maniobras de un juez. El Hijo Segundo y Picardía son
arrojados a un contingente. El primero, por embrollo de un juez. El
segundo, por pedido casi expreso de un oficial. Nadie tiene amparo ni
seguridad. Los personajes viven custodiándose a sí mismos. En cada
acto pueden ser arreados o exterminados: su vida está siempre
bailoteando entre cara y cruz. Dice Cruz:
Le al vertiré que en mi pago
Ya no va quedando un criollo:
S e lo s ha tragao el hoyo,
O juido o m uerto en la guerra;
Porquo, am igo, en esta tierra
N unca se acaba el em brollo.

E l organismo Social

La sociedad en el sentido positivo, en el poema, es nula. No cuida


ni cobija a sus hijos. No crea hábitos ni desarrolla costumbres. No
establece vínculos ni relaciona. A ningún personaje le dice nada. Ni
como fin ni como medio. Puede estar o no estar. Su presencia y su
ausencia no se sienten ni se palpan. Se supone que existe, más por
prejuicio que por realidad. Los personajes andan entre sus estructu­
ras siempre huérfanos y solos. Nunca recurren a un poder a solicitar
justicia o amparo. Ni a una persona que lo represente. Saben que no
existe posibilidad de redención. El comandante, el juez, el jefe, el
comisario o cualquier representante están del otro lado: justamente,
de donde les vienen todos los males. Picardía es el que penetra mejor
su alma. Radiografía de su sociedad con denuncias ilevantables, dice:

Y no averigüe después
D e lo s b ien es que dejó:
D e ham bre, su mujer vendió
Por dos lo que vale diez.

321
Y com o están convenidos
A jugarle manganeta,
A reclam ar no se meta,
Porque ese es tiem po perdido.

Ningún personaje busca el descanso o la tranquilidad. Algún


punto remoto para descansar de sus fatigas. Algún lugar para
abastecerse de nuevas energías. Es una sociedad sin punto de reposo
o de alivio. Lo que existe cae. Es una sociedad en demolición. El hogar
de Martín Fierro donde existían mujer, hijos y hacienda es pulveriza­
do por las ruinas. De todo eso sólo queda un gato ululando. Por ningún
ángulo de esa sociedad hay un gesto de apoyo o de ayuda. Las mujeres
que se quedan solas tienen que amancebarse para seguir subsistiendo.
Los hombres en el fortín, en el contingente o en las fronteras tienen
que ratear el mendrugo de pan. No cobran sueldos. Si no los explota el
coronel o el comandante los roba el pulpero. No sólo se les birla su
libertad y su derecho. Se les roba la vivienda y la hacienda si las
tienen. En un registro veraz se establecería la siguiente suma: en el
Gobierno están los ladrones y los expoliadores, en las cárceles los
pobres y los inocentes, en la justicia los pillos y los embrollones. No hay
en ese mundo una abertura o una mirilla por donde se vislumbre un
rayo de luz. Todo está circulado como por una cortina de hierro. Sin
esperanzas y sin consuelo. Los personajes agobiados y quebrados por
sus fatigas ya no esperan nada. Ni una actitud ni un gesto. Todos
pueden confirmar la frase de Martín Fierro: “solo vivo, solo muero”.
Cada uno sabe que está solo. Consigo mismo y con nadie más. Sin
nada que lo respalde ni lo ampare. Son parias de un mundo en ruinas.
Cuando ya la injusticia les atraviesa el alma como un lanzazo deciden
defenderse ellos. Comprenden, entonces, que toda esperanza es una
burla. Porque no hay ni hubo nadie que se guíe por la justicia y el
derecho en el poema. Que todo son palabras o promesas, como dice
Cruz. Que no hay nadie que organice una defensa o un acto de
equidad. No hay un solo crimen en el poema que sea castigado por
la justicia. Menos juzgado o resuelto. El único condenado que aparece
es el Hijo Mayor y es inocente. El único que recuerda el crimen del
Negro, es su hermano, el Moreno. La injusticia y la iniquidad se
consustancian como un instinto más. Se hacen carne y pasan a la
anatomía del cuerpo social. Los personajes se acostumbran a
padecerlas como algo natural y cotidiano. Martín Fierro dice:
Ansina, pues, conociendo
Que aquel m al no tiene cura,
Que tal vez mi sepultura
S i me quedo iba a encontrar

322
P en sé en m andarm e mudar
Como co sa m ás sigura.

Cruz dice lo mismo:


A m í no m e m atan penas
M ientras ten ga el cuero sano,
V enga el sol en el verano
Y la escarcha en el invierno;
Si e ste mundo es un infierno
¿Por qué qfligirse el cristiano?

La falta de derecho y el despojo son el estado natural. Toda la


sociedad está organizada para sustraer y hurtar. De ningún ángulo se
ve llegar nada. No se abre un horizonte ni se prefigura una salida. No
existe posibilidad de poseer con seguridad un rancho, una mujer y
algunos hijos. Que es lo mínimo que puede ambicionar el hombre. La
fortuna, el reposo, el goce están vedados. No queda nada para desear
o ambicionar. Todo está más allá de lo posible. En la frontera de un
mundo inalcanzable.
(iContenido social del M artín Fierro, Ed. Americalee, Buenos Aires,
1961.)

323
BEATRIZ BOSCH
Beatriz Bosch

JOSE HERNANDEZ EN PARANA

A ese pequeño mundo paranaense, heterogéneo y abigarrado, se


incorpora un día José Hernández. No podríamos precisar la fecha con
exactitud, pues, en tratándose de persona aún desconocida obvio es
que la crónica periodística no registre su llegada. Quizás haya sido a
principios de 1858, precediendo en unos meses a su hermano Rafael,
cuyo nombre se lee en la lista de pasajeros traídos por el vapor
“Primer Argentino” el 14 de octubre.1
Los dos hijos del matrimonio de Rafael Hernández con Isabel
Pueyrredon abandonan la urbe porteña, desafectos a su ajetreo
político. Tiempo de “pandilleros” y “chupandinos”, de tremendas
disputas por la prensa, de persecuciones policiales rigurosas. En la
improvisada capital litoraleña los jóvenes encuentran ambiente afín
con sus ya fervorosos anhelos de bien público.
En la inmediación de los personajes y de los sucesos, José
Hernández se refirma en sus principios federalistas y adquiere
proficuas y aleccionadoras experiencias. Refiere su hermano Rafael
que trabajó al principio en una casa de comercio,2 pero ya el Io de
enero de 1859 por un decreto del Vice Presidente Salvador M. del
Carril y del ministro Elias Bedoya se lo nombra oficial segundo de la
mesa de teneduría de libros de la Contaduría Nacional.3 En las horas

1 El Nacional Argentino, pág. 3, c. 5. Paraná, 14-X-1860.


2 Cfr.: Rafael Hernández. Pehuajó, Nomenclatura de las calles, pág. 81. Buenos
Aires, 1896.
3 Rejistro Nacional de la República Argentina que comprende los documentos
espedidos desde 1810 hasta 1873, tomo IV, pág. 180. Buenos Aires, 1883.

327
libres puede frecuentar las dos librerías existentes, con sus anaqueles
repletos de obras de historia, de derecho, de literatura. Si recuerda
todavía los rudimentos de la lengua de Moliere aprendidos en el
colegio porteño de Don Pedro Sánchez,4 ahí están cincuenta y seis
títulos de jurisprudencia, otros de economía y de arquitectura; las
producciones historiográficas de Guizot y de Thiers, las novelas de
Paul de Koch, Alejandro Dumas, Eugenio Sué, Jorge Sand, Paul
Féval y Walter Scott. En español dispone de las poesías de Carolina
Coronado, de la Historia Filosófica de ¡a Francmasonería de Kauff-
mann y Cherpin, traducida por Heraclio C. Fajardo, de Las m il y una
Noches, de la Historia Universal de César 'Cantú, de una edición
ilustrada de E l Conde de Montecristo, del Antiguo Testamento, de La
Ilíada y L a Odisea . 5 De suscribirse a E l Correo de Ultramar o a La
sátira de ambos mundos, que salen en París, o a la Revista Española
publicada en Buenos Aires, estará al cabo de la actualidad mundial y
si se decide por la Biblioteca Americana dirigida por Alejandro
Magariños Cervantes, de nuestra temprana literatura vernácula.
Discutidos aspectos de la gesta emancipadora se exponen en E l
Ostracismo de los Carrera, del chileno Benjamín Vicuña Mackena,
libro aparecido en 1859 y al alcance del lector paranaense muy
enseguida, lo mismo que L a Provincia de Corrientes, editada en
Buenos Aires y escrita por Vicente G. Quesada y el Calendario
Perpetuo, de Pablo E. Coni, dado a conocer en aquella provincia. A
poco Hernández se cuenta entre los suscriptores de la Revista del
Paraná, la interesante empresa cultural acometida por Quesada.
Nuestro personaje habrá concurrido al teatro, donde además de
los artistas mencionados, admiraría a la bailarina Paca Bueno o al
violinista Simonsin, o se deleitaría con los conciertos vocales e
instrumentales, los esparcimientos de física recreativa o con el juego
feliz de las marionetas. Tampoco faltan ocasiones para lucir la
habilidad ecuestre adquirida en las andanzas por el campo bonaeren­
se. El comienzo del segundo período presidencial se celebra con
fiestas populares. Refiere la pluma de Juan Francisco Seguí en el
diario oficial: “La intendencia general de policía había invitado de
antemano a un número selecto de jóvenes jinetes para el conocido
juego ae la sortija. La comparsa apareció vestida con el sencillo y

4 Cfr.: R a f a e l H e r n á n d e z , Pehuajó, etc., p á g. 7 9 .


0 No sería muy aventurado suponer a Hernández leyendo provechosamente a
Homero en los 'as paranaenses. Un sagaz crítico de la génesis de su obra maestra
señala significativas concordancias con la epopeya clásica. Cfr.: Á n g e l A z e v e s , La
elaboración literaria del Martín Fierro, pp. 6 1 - 6 7 . La Plata, 1 9 6 0 .

328
elegante traje de nuestros hombres de campo, y en los variados
lances, para disputarse el premio de su destreza colocado en la mitad
del arco, se distinguieron todos por su apostura caballeresca, y no
pocos alcanzaron el objeto de sus deseos”.6 Uno de esos jóvenes era
José Hernández acompañado por su hermano Rafael.
Miembro del club Socialista, José Hernández conoce en sus salas
a los dirigentes de la hora —son los “hombres del Paraná”—,
participando en la controversia suscitada con motivo de la formación
del Club Socialista Argentino.7 En la sociedad fusionada pasará a ser
secretario en el año 1860.8 El 16 de junio de 1859 se presenta en la
Cámara de Senadores y rinde satisfactoriamente una prueba para
ocupar la plaza de taquígrafo. Designado por unanimidad, presta
juramento en el mismo día.9Y ahí lo tenemos atento a la grave palabra
de figuras consulares —Tomás Guido, Pedro Ferré, Antonio Cres­
po—, ante la elocuencia del mendocino Martín Zapata, sino frente al
empuje del porteño Nicolás A. Calvo. Deja constancia para la
posteridad de los debates promovidos en 1859 sobre la navegación de
los ríos Bermejo y Salado, sobre las leyes de elecciones y de
presupuesto, la intervención a la provincia de Mendoza, las conven­
ciones suscriptas con Francia, Inglaterra y Cerdeña a propósito de las
indemnizaciones solicitadas por sus súbditos y la creación de la
biblioteca del congreso. En el período legislativo de 1860 los asuntos
son de análoga trascendencia: el escrutinio de las elecciones presi­
denciales, la firma del tratado con España, el pacto de familia de 6 de
junio, la convocatoria de la convención reformadora, la ley de
aduanas, el contrato con Timoteo Gordillo para el servicio de las
mensajerías nacionales, el establecimiento de la municipalidad de la
capital, la intervención a la provincia de La Rioja; en fin, el ascenso de
Bartolomé Mitre al grado de brigadier.
Modesta faena intelectual decisiva, sin embargo, en el traspaso
del taquígrafo a periodista, es decir, de guardián pasivo del pensa­
miento ajeno a expositor en público de la propia reflexión. Al filo de
los veintiséis años José Hernández aborda las lides del diarismo.
Estreno absoluto, a nuestro juicio, pues, hasta ahora no se ha
probado suficientemente la atribuida colaboración en L a Reforma
Pacífica en el año 1856. Primicia ésta dada a conocer por nosotros

6 El Nacional Argentino, pág. 3, c. 4. Paraná, 8-IH-1860.


7 Ibídem, N° 890, pág. 2, Paraná, 17-111-1859.
8 Ibídem, pág. 3, c. 5. Paraná, 6-VI-1860.
9 C o n g r e s o N a c io n a l. C á m a ra d e S e n a d o r e s , Actas de las sesiones del Paraná
correspondientes al año de 1859, pág. 102. Buenos Aires, Imp. de La Nación, 1886.

329
mismos hace años en las páginas de la revista^ / hogar y sobre la cual
volveremos detallando el aserto.10

HERNANDEZ Y EL NACIONAL ARGENTINO

Eco de las autoridades de la Confederación, E l Nacional


Argentino ve la luz primera el 3 de octubre de 1852. Leyes y decretos
del gobierno, actas de las sesiones del congreso, escuetas crónicas
locales, breves noticias del exterior, integran su material cotidiano.
En el artículo de fondo se polemiza permanentemente con los airados
colegas de Buenos Aires. Desde allá atacan Mitre, Sarmiento, Vélez
Sarsfield, Juan Carlos Gómez y los hijos de Florencio Varela. Entre
los redactores iniciales se contaría Juan María Gutiérrez, pero sólo a
partir del I o de febrero de 1855 se los identifica personalmente.
Desde esa fecha hasta agosto del mismo año cumple la tarea
responsable el joven abogado cordobés Eusebio Ocampo, a quien
sucede el barón du Graty y desde setiembre de 1857, Lucio V.
Mansilla. El aristócrata europeo y el pintoresco sobrino del dictador
se asocian en mayo del año siguiente, reuniéndoseles al otro mes el
porteño Benjamín Victorica. El extraño triunvirato se mantiene
apenas hasta el mes de agosto, pues, du Graty se aleja descontento
con el giro de la política oficial. Mansilla imita su actitud en abril de
1859. Desde entonces el chileno Francisco Bilbao le imprime tono
vibrante al auspiciar la campaña bélica definida en la batalla de
Cepeda. Obtenida la paz y reincorporada Buenos Aires, Juan
Francisco Seguí es el intérprete de un corto tramo de bonanza.
Hacia esa época concluye el período presidencial del general
Justo J. de Urquiza. En marzo de 1860 el doctor Santiago Derqui
ocupa la primera magistratura del país. De entrada el ilustre cordobés
busca ser grato a su antecesor, mas luego de la visita a Buenos Aires en
el mes de julio, despuntan las preferencias por los hombres del

10 Cfr.: B ea t r iz B o sc h , “Labor periodística inicial de José Hernández”, en El


Hogar, año XLVI, n° 2112, pág. 16. Buenos Aires, 5-V-1950.
Reputamos estreno absoluto por no considerar propiamente labor periodística a “Un
cielito ateruterao dirigido a Aniceto el Gallipavo” y “El cielito de la luz dedicado al
ejército que va a invadir Güenos Aires”, aparecidos en E l N acional Argentino el 20 y el
28 de abril de 1859 y con anterioridad en E l Uruguay con la firma de Juan Barriales,
dos poemas en estilo gauchesco, los cuales ya en 1949 fueron atribuidos a la pluma de
Hernández, (cfr.: Án g e l H é c t o r A z e v e s , Contribución al estudio del Martín Fierro. 1.
El Moreno de la payada. Anotaciones marginales. La Plata 1949.

330
partido liberal. Sorprendente viraje traducido inmediatamente en la
paralela entrega del diario oficial a manos distintas del devoto
colaborador de Urquiza de otrora. Se quiso encubrir la destitución
bajo el pretexto de editar un simple boletín de actos administrativos.
Juan Francisco Seguí protesta por el inconsulto propósito en el
artículo de despedida de 13 de setiembre de 1860, al que titula sin
ambajes “El triunfo de una intriga” . Funda pronto E l Correo
Argentino y desde sus columnas emprende violentos ataques contra el
gobierno del doctor Derqui. E l Nacional Argentino guarda silencio
durante una semana y recién el 19 de setiembre se decide a
contestarlos. Lo hace a espaciados intervalos, a través de breves
artículos, sin firma, ni iniciales, contra la modalidad impuesta, y en los
que defiende la marcha del gobierno nacional, en los comienzos de
manera tímida, en seguida con brío cada vez mayor. El 6 de octubre se
le solicita una definición al flamante órgano opositor y se reputa de
ligero su juicio sobre la renuncia del coronel du Graty al cargo de
comandante de la frontera. Dos días más tarde se le pide modere su
lenguaje. Por fin, el 11 de octubre se dilucida el enigma. Sabemos
ahora quién es el nuevo redactor. El nombre de José Hernández
aparece al pie del artículo titulado. “El Correo Argentino y la política
de dos caras” . Se trata de una extensa nota informativa de un
programa y réplica de un ataque directo.
“El Correo Argentino nos ha declarado la guerra —expresa en
síntesis—; nosotros aceptamos el desafío— porque defendemos la
causa legítima contra las ambiciones ruines, porque defendemos la
Organización Nacional contra las tentativas de desquicio; porque
defendemos la Ley contra los ataques de los partidos”.
Insiáte en el anterior pedido de definición y exige que se dé a
conocer el nombre de sus redactores. Por su parte asume virilmente la
exclusiva responsabilidad de la tarea.
“...cumplimos en declarar bien alto, que nosotros no somos
escritores oficiales, que nuestras opiniones en la prensa no son la
expresión de los propósitos del gobierno; que no recibimos nuestras
inspiraciones de nadie. Y que en la redacción del Nacional Argentino
no se ha publicado, desde que nosotros escribimos en él una sola línea
que no sea nuestra, que esas son nuestras opiniones, y que aceptamos
la responsabilidad de cuanto hayamos dicho”.
Reitera con aplomo;
“Escribimos en este diario como lo haríamos en otro cualquiera
para manifestar y sostener nuestras ideas y nuestras creencias
políticas, que nunca hemos sometido ni someteremos jamás a ideas o
creencias ajenas.

331
“Escribimos porque nuestra calidad de argentinos nos da derecho
pleno, y hasta cierto punto nos impone el deber de tomar ingerencia
legítima en la política de nuestro país.
“Escribimos en este diario porque podemos hacerlo con libertad,
con una independencia que cuadra a nuestro carácter...”
En seguida explica la ausencia de su firma en los artículos de
marras.
“...no porque hayamos pretendido esquivar la responsabilidad
de nuestras opiniones; porque si bien tenemos la conciencia de la
pureza de nuestro patrimonio y de la elevación de nuestros pensa­
mientos, la tenemos también de la humildad de nuestros conocimien­
tos y más que todo de nuestra posición; y aún cuando la tenemos y
muy grande que el afianzamiento de la ley importa la salvación del
país, no hemos querido poner nuestro humilde nombre al pie de
nuestros escritos, porque él no iba a dar prestigio a nuestra palabra” .
Manifiesta más adelante que no es secuaz de un partido, sino de
una idea -—“el triunfo de la ley”— y que defiende al gobierno al verle
coincidir con sus propios afanes. Su juicio es neto y recio.
“La integridad nacional es la idea, y caiga quien caiga, debe
realizarse”.
José Hernández se siente portavoz de una generación joven,
ajena a las maniobras de los grupos tradicionales. Recrimina los
medios sangrientos por ellos utilizados; reclama la vigencia de
principios y combate el culto del personalismo. De cumplirse tales
premisas, augura un porvenir venturoso. Así lo expresa con tono
profético en el artículo “Los viejos partidos y los partidos nuevos”.
Vendrán partidos nuevos, representando principios e intereses
generales: lucharán con la dignidad y cultura que corresponde a la
Nación Argentina; porque será la lucha de las sanas ideas, de las
inteligencias jóvenes; la prensa periodística y el terreno electoral
serán sus campos de batalla; sus glorias no la formarán triunfos
sangrientos; pero la civilización y el progreso le deberán su existen­
cia.11
En el artículo “La nueva época” elogia la futura marcha hacia la
actividad mercantil por la apertura de los puertos del litoral. En sus
párrafos sentimos patente un eco de los difundidos capítulos de
Bases, en los cuales Alberdi encomiara con fervor el aporte inmigra­
torio.
“Nuestros puertos se abren al comercio del mundo, atraído por
las valiosas e importantes producciones de nuestro suelo; nuestros

11 El Nacional Argentino. Paraná, 4-X-1860.

332
desiertos llaman la inmigración, y la inmigración vendrá estimulada
por los tesoros ocultos que aguardan solamente brazos e industrias
que los exploten, nuestros mercados se abren a los capitales extranje­
ros garantidos por la estabilidad de la paz; nuestros ríos interiores,
veneros de riquezas inagotables, se abren para la navegación a vapor,
ligando el comercio del litoral con el de las provincias interiores, y
haciendo más fuertes los vínculos que las unen; el país todo, está para
recibir los beneficios de la civilización moderna importada por la
comunicación pronta y fácil con los primeros puertos del mundo,
fecundizada aquí por la política alta, leal y acertada del gobierno
nacional, por la libertad de nuestras instituciones, y por el espíritu
dominante en la actualidad de orden, de libertad y de progreso.12
Por tanto, aconseja rodear al segundo presidente constitucional.
Secundando las aparentes finalidades conciliatorias de éste en el
artículo “Ültimo intento” censura a cuantos se obstinan en sembrar
mutuas desconfianzas entre los gobernantes actuales.
“Los nombres de Derqui, Urquiza, Mitre —sostiene—, para los
pueblos de la Confederación simbolizan el sentimiento popular, el
pensamiento argentino, la aspiración generosa, la integridad nacio­
nal”.13
En el artículo “Los exaltados y los indiferentes” considera
igualmente funestos ambos extremos del carácter de los individuos,
mas, en el caso de una opción forzosa, se quedaría con los exaltados,
pues, el indiferentismo es un verdadero azote.
“Donde hay exaltación, hay ideas, hay pasiones y de esto espera
mucho la sociedad; pero donde no hay más que tibieza e indiferentis­
mo, las ideas no nacen, los sentimientos mueren y la sociedad no
espera nada allí” .14
En “El testamento de los partidos”15 manifiesta que la sociedad
rechaza a los antiguos y que los tiempos próximos aparejan una
renovación necesaria y urgente.
Celebra eufórico la reincorporación de Buenos Aires en el
artículo “Resultado halagüeño”16 y cree ver en el acto de la jura de la
Constitución nacional por el pueblo porteño una real esperanza: el
respeto al poder creado por la ley. En lo venidero desaparecerá la
incertidumbre y la zozobra y una exacta conciencia de los deberes

12 Ibídem.
13 Ibídem, 7-X-1860.
14 Ibídem.
15 Ibídem.
16 Ibídem, 8, 9, 10-X-1860.

333
particulares asegurará la armonía, desterrando las ambiciones bas­
tardas. Otros serán los problemas. Así alerta en el artículo “Hasta
cuándo”:
“Empieza la lucha de los buenos contra los malos elementos, la
lucha de la paz, del progreso, de la civilización, contra las tentativas de
desquicio, contra las pretensiones retrógradas, contra la ignorancia y
las precauciones” .17 Una frase del discurso pronunciado por el doctor
Derqui al asumir la presidencia —“Levantemos en alto el libro de la
ley”— genera una glosa abundante en conceptos reiterados.
“El libro de la ley es la Biblia que va a dar a los pueblos las
verdaderas creencias políticas, que va a revelarles los misterios de
una existencia organizada y feliz. El libro de la ley es la fuente donde
beben sus inspiraciones todos los amantes del bien público, y cuantos
anhelan para el país un próspero porvenir” .18
Sancionada por las cámaras la creación de la municipalidad de
Paraná, Hernández aplaude la iniciativa, reconoce el vacío que viene a
llenar y expresa con dejo “echeverriano”; “ ...D eseoso de ver plantea­
do cuanto antes el régimen municipal y entregados al cuidado y
administración del pueblo, los intereses del pueblo, insistiremos
sobre este punto, si lo creyésemos necesario para patentizar las
ventajas de esa institución...”19
El novel periodista se reconoce deudor de su inspiración al
pueblo. Lo considera fuente única y la más pura de sus reflexiones.
Quizás provenga de la lectura del Rousseau del Contrato Social su
convicción de que “ ...” el pueblo es siempre guiado por la conciencia
del bien”. Pero ha de ser propio, personal, el acento puesto sobre el
imperativo de contraerse a su servicio y de contribuir a su mejora.
“...la tarea del escritor es hacer que esos gérmenes fecundicen,
es cooperar por la propaganda de las buenas ideas, por la generaliza­
ción de los sanos principios, a arraigar en su seno, esos mismos
sentimientos, ilustrándolos en las cuestiones teóricas, e ilustrándose
en las cuestiones prácticas”. Imperativo que le dicta ya desde lo
íntimo una sentencia de corte aforístico.
“La tarea del escritor consiste en dar a las concepciones y
sentimientos del pueblo, las formas de que carece” .20
Entre esas concepciones ha de figurar en primer término el
desarrollo del espíritu de empresa, de asociación, de comercio, de

17 Ibídem, 5-X-1860.
18 Ibídem, 10-X-1860.
19 Ibídem, 6-X-1860.
20 Ibídem, 10-X-1860.

334
industria. Su sentido realista le permite abarcar el cambio advenido
tras el marasmo de la dictadura y trazar un deslinde radical de
períodos históricos.
“Por primera vez podemos decir con propiedad que los pueblos
argentinos con el sello puesto a la organización nacen a la vida de las
naciones civilizadas y progresistas; los vemos levantarse a impulsos de
un sentimiento grande y poderoso, a las necesidades de una existencia
de progreso, de adelanto grande y poderoso, de actividad mercan­
til”.21 i ^
¿No estarían los anteriores conceptos en abierta contradicción
con esa añoranza de los tiempos “rosistas”, que según se pretende,
alienta en ciertos pasajes del M artín Fierro? Hasta aquel momento el
futuro autor del poema famoso no ofrece ningún indicio de semejante
atribución. Por el contrario, sus referencias al pretérito van siempre
cargadas de tintas sombrías; ya es “el nombre del dictador odioso”;
ya, “el horror al pasado sangriento”, o “los recuerdos ingratos” del
ayer; en fin, es “la tiranía abatida por la libertad”. Y por si hubiera
dudas, la nitidez del apotegma se transforma en leit motiv.
“Las causas son nuevas, las ideas son nuevas, los propósitos lo
son también y ni es posible armonizarlos con las causas, ideas, ni
propósitos viejos; ni es posible ni cuerdo olvidar lo que corresponde a
la sociedad de hoy, para sostener lo que pertenece a una sociedad que
paso .99
' >>

Apoyado en el epígrafe de Buffon —“El estilo es el hombre”— y


a propósito de la disputa mantenida con los redactores de E l Correo
Argentino, Hernández examina la trascendencia de la faena periodís­
tica. Sabe que el sabio francés dio al menos un índice revelador de
cierta calidad humana y amplía la frase con intento didáctico.
“El estilo, la manera como un individuo exprime por escrito su
pensamiento nos da la medida de su ilustración y viene a ofrecernos
un conocimiento perfecto del hombre con quien estamos en contacto
por medio del escrito, y revelamos lo que de otro modo, a falta de una
explicación franca, hubiera demandado tiempo y estudio para averi­
guarlo”.23
Afinado sentido del decoro de la función le insta a declarar:
“Nosotros venimos a la prensa a discutir, pero no a boxear;
queremos tratar y ver tratadas las cuestiones por los medios que
sugieren el estudio y la meditación, por los esfuerzos de la inteligen­

21 Ibídem.
22 Ibídem, 7-X-1860.
23 Ibídem, 16-X-1860.

335
cia: y no queremos perder nuestro tiempo para recibir insultos por
única respuesta a nuestros raciocinios; queremos razones contra
razones; no injurias contra razones”.24 Su franca y desenvuelta
espiritualidad luce asimismo en la chusca advertencia al colega y rival:
“Nos ha dado ya en una mejilla; pero como ni nuestra humildad ni
nuestra resignación son evangélicas, nos abstendremos de presentar­
le la otra.”25
En los dos sueltos finales su pluma retorna a los graves temas de
alta política. Un común denominador los une, cual es la defensa altiva
de los actos del ministro de relaciones exteriores doctor Emilio de
Alvear, censurado casi simultáneamente por el diario oficial paragua­
yo y por el órgano local antes dicho. En un caso —“El Semanario de la
Asunción”— rechaza enérgico el cargo de ingratitud contra el go­
bierno argentino y después de severos distingos acerca de sucesos
con malicia confundidos, dirige paladina requisitoria: “Por lo demás,
negamos rotundamente la competencia al ‘Semanario’ para aleccio­
nar al Gobierno Argentino sobre sus deberes. Habla con demasiada
desenvoltura y desenfado para que se puedan aceptar sus consejos. Si
él encuentra que el Gobierno da mérito a que caiga sobre su noble
pueblo la tacha de ingrato y de injusto: si le parece propicio increparlo,
diciéndole, ‘que no consulta los intereses de un pueblo altamente
celoso cuando la deja humillar ante la prepotencia de la fuerza, sin
hacer valer sus derechos' con otras lindezas de este jaez, mientras que
ese mismo pueblo a quien elogia, vive satisfecho de la manera como se
dirigen sus negocios qué nos resta que hacer sino abandonar al
‘Semanario’ a su eterno mal humor y natural aspereza. Más sensato
será sin duda, que dejare de una vez ese tono dogmático, ese empeño
tenaz en buscar ofensas en las acciones más comunes; que se colocase
a una altura suficiente para hacerse superior a intempestivas animo­
sidades más propias a crear complicaciones que a allanarlas”.26
En el otro —“El Ministro de Relaciones Exteriores y la emigra­
ción chilena”— debe recurrir a eruditas referencias de conflictos
diplomáticos en el viejo y en el nuevo mundo, extraídas algunas de las
primeras del anuario de la Revue de Deux Mondes, con las cuales
rebate un folleto del chileno Errázuriz, cuyas conclusiones hiciera
suyas el periódico opositor. De nuevo, el consejo prudente y atinado.
“ ‘El Correo’ haciéndose eco de las recriminaciones que se le han
dirigido al doctor Alvear, se desvía de la justicia y de la verdad, no

24 Ibídem.
25 Ibídem.
26 Ibídem, 19-X-1860.

336
apareciendo por cierto muy versado en la práctica de las naciones más
cultas. Sería conveniente que otra vez, antes de lanzarse a criticarla
acción de un gobierno ilustrado, como lo es el de la Confederación
Argentina, examinase los principios que rigen en los demás Estados, y
que son la salvaguardia del orden interior y el fundamento de la buena
armonía en sus relaciones políticas. Si así lo hubiera hecho antes de
ahora, nos hubiera ahorrado este largo artículo, en que nos hemos
visto obligados a hacer demostraciones que están al alcance de todos
los hombres competentes en esta clase de materias” .27

Llegamos así al término de la labor periodística inicial de José


Hernández: son, en suma diez y ocho notas pergeñadas por su pluma
juvenil, las que el lector leerá in extenso en el Apéndice de este
trabajo. Sostenedor de la gestión pública del segundo titular del
Poder Ejecutivo doctor Santiago Derqui y afín con el principio de la
integridad nacional, ha fustigado con valentía a cuantos parecían
obstaculizarla en la emergencia, reservando sus más vivos acentos
contra el funesto pasado, como sus mejores loas a un mañana de
esperanza. Ha salido airoso en la disputa con su ilustre antecesor,
nada menos que el vocero de Urquiza en las etapas capitales de la
gesta constitucionalista. Cedió lugar en sus columnas al texto de la
Constitución reformada y a un estudio de Facundo Zuviría sobre “La
prensa periódica” en días en que se anoticiaba de la entrada de José
Garibaldi en la bahía de Nápoles.
Con José Hernández a su frente, E l Nacional Argentino se
extingue el 5 de octubre de 1860 tras ocho años de elevada prédica. El
órgano oficial de la Confederación Argentina, cuyas páginas inaugura­
les supieron de la honesta prosa del cantor de los símbolos patrios,
cierra su órbita dentro de análoga tesitura ostentando en las postreras
la sana fibra de quien daría a las letras nacionales su obra más egregia.

De L abor periodística inicial de José Hernández, por Beatriz Bosch.


Ed. por la Universidad Nacional del Litoral, 1963,

27 Ibídem, 19-X-1860.

337
ÁNGEL HÉCTOR AZEVES
Angel Héctor Azeves

EL TEMA DE LA DIGNIDAD DEL HOMBRE

Al comenzar a contar su historia, Martín Fierro añora una edad


dorada o edénica del pasado gaucho. En ella la vida familiar se
desenvolvía plácidamente y toda comunicación humana era alegre y
limpia; el sabroso alimento venía espontáneamente; la damajuana
brindaba su caña con generosidad maternal; el trabajo no entrañaba el
peso del castigo divino sino que M as bien era una función, es decir
entretenimiento y no forzada carga; hasta los animales, por lo menos
los caballos gauchos, intencionadamente evocados en el pasaje con
los voz pingos, participaban de ese gozoso esplendor de plenitud y
armonía. La satisfacción, la completa conformidad del gaucho con su
mundo £e valora en dos significativos versos: Y ansí, pues, muy
grandemente, Pasaba siempre el gauchaje. Dichosos tiempos aquellos,
idealizados, hasta soñarlos saturnales o edénicos, por un hombre
condenado a peregrinar en desamparo.
Martín Fierro y sus hijos, Cruz, Picardía, cantan o cuentan sus
infortunios, los de todo gaucho, la incomprensión y la injusticia, el
penoso destierro de aquel mundo en que Se ha visto tanto primor. La
enumeración de sus duros tormentos recuerda el famoso discurso,
cuyo contenido está en la raíz del M artín Fierro, atribuido por
Plutarco a Tiberio Graco y que cito en la difundida traducción de
Ranz Romanillos: “Las fieras que discurren por los bosques de la
Italia” —habría afirmado, “hablando a los pobres”, el tribuno de la
plebe romana— tienen “cada una sus guaridas y sus cuevas, y los que
pelean y mueren por la Italia solo participan del aire y de la luz y de
ninguna otra cosa más” y “sin techo y sin casa y sin sepultura de sus

341
mayores andan errantes” porque “ellos pelean y mueren por el regalo
y la riqueza ajena” . Pensamiento, actitud y tono similares reflejan los
versos de Hernández cuando deploran la situación que sufre el gaucho
argentino. Reaparece, con idéntico sentido, la comparación con la
vida de los animales, la lucha y la muerte por móviles que acaso no
comprenden y cuyos beneficios no les alcanzan, la carencia de
sepultura decente donde sus huesos reposen junto a los de sus
mayores. En gran medida nuestro poema es un largo quejido que
revela infinitas desventuras, pero quejido áspero y rebelde. E l álamo
es más altivo Y gime constantemente, sentencia el protagonista.
El pajonal de la pampa, el cantón de la frontera, la toldería
indígena, la cárcel, el dominio del viejo Vizcacha, son, como lo dicen o
sugieren los mismos personajes, otras tantas zonas infernales del
“diablo mundo” donde pena el gaucho. Ninguno me hable de penas
Porque yo penando vivo, declara Martín Fierro, y Cruz reflexiona: Si
este mundo es un infierno ¿Porqué afligirse el Cristiano? La maldad, la
injusticia, la incomprensión, el vicio, la enfermedad y la muerte, la
supersticiosa ignorancia, mantienen ahora en continua zozobra al
gaucho en desamparo. Tristeza y miseria reemplazan la dicha
perdida. El sentimiento de dolor por la soledad impuesta solo tiene
semejanza en la literatura occidental anterior a nuestro poema, que yo
sepa, con el que expresan las angustiadas páginas iniciales de Les
réveries dupromeneur solitaire. Unicamente Viscacha —cuya esencia
denomíaca1 fue repetidamente denunciada— parece no sentir dolor
Dor su aislamiento, y Hernández castiga ésta y otras insensibilidades
iel personaje que vivió a sus anchas en aquel desolador infierno
;errestre, condenándolo a enfermedad atroz y torva muerte. Ni el
cadáver queda exento de castigo, y hasta la tapera, testigo de sus
fechorías, es condenada a un destino que evoca —aunque la asocia­
ción sorprenda— el anunciado para las ruinas de Idumea por el
profeta Isaías: “Nunca jamás pasará nadie por ella [...] La lechuza y el

1 No se olvide que Vizcacha andaba rodiao de perros / Que eran todo su placer
del mismo modo que los demoníacos indios. Creo que hay en esto reminiscencias
bíblicas: / ‘¿Qué comunicación puede haber entre un hombre santo y un perro?”
(.Eclesiástico, XIII, 22), “Mas los perros estarán fuera, y los hechiceros, y los disolutos y
los homicidas y los idólatras y cualquiera que ama y hace mentira” (.Apocalipsis, XXII,
15), “No traerás ramera ni perro a la casa de jehová tu Dios por ningún voto; porque
abominación es a Jehová tu Dios así lo uno como lo otro” (Deuteronomio, XXIII, 18).
Junto a Fierro, a Cruz, a sus hijos, no aparecen nunca perros. En un momento dado el
protagonista es acompañado por un gato, símbolo de la independencia según
Chateaubriand, entre otros. En tiempos de la Revolución Francesa el pintor republica­
no Prud’Hon representó a la libertad con una pica que sostiene un gorro frigio y con un
...í:to sentado a sus pies.
cuervo morarán en ella: y extenderáse sobre ella cordel de destrucción,
y niveles de asolamiento”.

Tal vez sea aquí oportuno recordar que tampoco ignora el gaucho
hernandino —más que lo sabe, lo intuye— la acción creadora,
constructiva, del tiempo. Por eso cuando en la payada es desafiado a
definirlo, Martín-Fierro dice que E l tiempo solo es tardanza De lo que
está por venir Ese sentir la tardanza del tiempo descubre la
impaciencia con que el gaucho espera que mejore su suerte, y también
la impaciencia de José Hernández quien en 1875 lamentaba “cuán
lentamente camina la humanidad hacia la conquista de sus elevados
destinos”. Acaso en ese sentir el tiempo como tardanza se halle
implícito el optimismo esencial del M artín Fierro, su esperanzada
espera: Y han de concluir algún día Estos enriedos malditos.
Tiene el gaucho de nuestro poema lúcida conciencia del andar del
tiempo, de su acción destructora y de su tarea creadora. Idealiza el
pasado, afronta él presente, espera con impaciencia el porvenir. Cree
que hay que saber aprovechar el tiempo aprovechando las lecciones
que ha traído. Mucho dolor en muchas soledades sufrió el gaucho
hernandino para aprender a definir el tiempo con sabia conciencia de
su imperturbabilidad: No tuvo nunca principio N i ja m á s acabará—
Porque el tiempo es una rueda, Y rueda es eternidá.
Inmerso en ese mundo infernal donde el tiempo es su enemigo y a
la vez su esperanza, el gaucho no halla razón que justifique su
infortunio y desamparo como no sea la necesidad de cumplir con el
destino impuesto por su suerte maldita. La protesta va implícita en los
versos que expresan el estupor ante un castigo cuyas causas ignora:
Parece que el gaucho tiene Algún pecao que pagar.
Podría pensarse que ante los dictados de aquella suerte inexora­
ble: Sólo queda al desdichado Lam entar el bien perdido, pero no se
resigna el gaucho hernandino a la melancolía de una estática
añoranza. Se lo impide su concepción de la vida como deber del
hombre para consigo mismo, concepción que le impone afrontar con
entereza, con hombría, las consecuencias de un sino adverso. Con
frecuencia se escucha en el poema la orgullosa jactancia de quien
cumple con el inexcusable deber del hombre prudente y fuerte, es
decir del hombre que tiene dominio sobre sí.
Esa jactanciosa confianza y esa fidelidad al cumplimiento del
deber impuesto por la condición humana se sustentan en el viejo tema
de la dignidad del hombre, cuya presencia en nuestro poema fue ya
advertida por Alfonso Reyes:

343
D ios formó lindas las flores,
D elicad as com o son—
L es dió toda perfecion
Y cuanto él era cap az—
Pero al hom bre le dió m as
Cuando le dió el corazón.

Le dió elaridá á la luz,


Ju erza en su carrera al viento,
Le dió vida y m ovim iento
D ende la águ ila al g u san o—•
Pero m as le dio al cristiano
Al darle el entendim iento.

Tema esencial del M artín Fierro este de la dignidad del hombre.


Por ello no solo se lo encuentra en el pasaje del cual son parte las dos
palmarias estrofas transcriptas sino que aflora acá y allá en todo el
territorio del poema. Estrechamente vinculadas le están la compara­
ción de la vida del gaucho con la de los animales y la evocación de las
enseñanzas o ejemplos de éstos; la afirmación de que E l deseo de
mejorar En su rudeza no cabe para sugerir una vez más que el indio
está más cerca de los animales que del hombre (la misma intención
tienen otros versos del poema: Hasta los nombres que tienen Son de
animales y fieras, N ifiera de que no apriendan Un instinto de crueldá);
la queja por la situación del hombre en la naturaleza: La tierra es
madre de todos, Pero también da ponzoña; la mención del llanto
humano presente en los textos clásicos sobre el tema y que en
Hernández es tremenda ironía: Y aves, y bichos, y pejes, Se mantienen
de mil modos; Pero el hombre en su acomodo E s curioso de oservar: Es
el que sabe llorar — Y es el que los come a todos.
La nostalgia de una perdida vida limpia y sosegada, y el
cumplimiento, en la inevitable y dura vida peregrina, del deber que le
impone al hombre su dignidad, son temas que están, estrechamente
vinculados, en la médula de nuestro poema, y que influyen en su
estructura a la vez que sustentan su concepción del mundo.

CONFLUENCIA DE CORRIENTES LITERARIAS

Como lo he dicho otras veces, que que el M artín Fierro deriva


fundamentalmente de los poemas narrativos románticos con tema
nacional y que en ellos hay que pensar cuando se quiere calificar el
poema, aunque no puede echarse en olvido todo lo que le debe a la
corriente gauchesca que tuvo su primer gran representante en el

344
montevideano Bartolomé Hidalgo, ni tampoco a la literatura costum­
brista, a la picaresca, a las grandes epopeyas reactualizadas por el
romanticismo, a la literatura moralista, a los códigos religiosos,2 a las
crónicas y memorias históricas (en La elaboración del M artín Fieno
se muestra ia influencia, hasta entonces no señalada, de los escritos
históricos de Manuel Pueyrredón), a pensadores estoicos coo Elpicte-
to3 y Séneca (en mi mencionado libro se cotejan versos del M artín
Fierro con pensamientos de este último), a las influencias individuales
de autores que Hernández leyó detenidamente: Cérvantes,4 Alberdi,
Sarmiento, Mansilla, etc. Agregaré que Alejandro Losada Guido
destacó los elementos sapienciales del M artín Fierro en un notable
trabajo recientemente publicado: M artín Fierro. Héroe, mito, gaucho
(Ed Plus Ultra, Buenos Aires 1967).

2 En 1949 escribí: El influjo de la Biblia, en especial áelEclesiastés y del Libro de


los proverbios es muy intenso. Aún no han señalado los comentaristas del poema sino
las influencias más exteriores —fundamentalmente lo anecdótico— pero quedan
todavía muchos versos sin indicación de sus antecedentes bíblicos. Por dar un ejemplo:
la afirmación de que No se ha de llover el rancho En donde este libro esté parece derivar
de “Por la pereza se cae la techumbre y por flojedad de manos se llueve la casa”,
Eclesiastés, 1 ,18 (A.H.A., Contribución al estudio del M artín Fierro. E l Moreno de la
Payada, nota en pág. 8, edición del autor, La Plata, 1949). No en balde muy pronto se lo
conoció como “la Biblia gaucha”.
3 También en 1949 (en el opúsculo citado, nota de página 13) señalé que hay en el
poema de Hernández reminiscencias de Epicteto, de quien, recordé, Nicolás
Avellaneda escribió que era “autor predilecto de Martín Fierro”. Repito ahora el
ejemplo citado entonces y agrego otros con la intercalación entre paréntesis de los
pasajes de Epicteto: Dios [...] hizo la luz Pa distinguir los colores (“¿De qué hubieran
servido los colores si la Divinidad, que los ha hecho, no hubiese creado los ojos para que
pudiesen apreciarlos? Mas si hubiese creado los colores y los ojos sin crear la luz, ¿qué
utilidad unos y otros hubieran tenido?”); De un don que de otro depende Naides se debe
alabar (“Nunca te envanezcas de lo que de tino dependa ”); Las faltas no tienen límites
Como tienen los terrenos (“Una ligera falta descuidada hoy, te arrojará mañana a otra
más importante, y ésta, repetida, formará en ti un hábito que no podrás rectificar”); El
hombre debe mostrarse Cuando la ocasión le lleeue —Hace mal el que se niegue Dende
que lo sabe hacer— Y muchos suelen tener Vanagloria en que les nieguen (“No espera a
que se le niegue el sol para esparcir su luz y su calor. Imítalo y haz todo cuan bien
puedas sin esperar a que se te suplique”); M as que el sable y que la lanza —Suele servir
la confianza Que el hombre tiene en s í mismo (“No temas nada y no habrá para ti
hombre terrible ni formidable”).
4 Cuando en 1960, en La elaboración literaria del Martín Fierro (pág. 131) dije
que un pasaje de Hernández tenía su antecedente en la deformación por Sancho de
personajes en presonajes y luego de vocablos en voquibles, ignoraba que Hernández
hab ía recordado el episodio cervantino en una carta polémica publicada en Montevideo
el 26 de abril de 1874, recogida ahora por el hernandista uruguayo Walter Reía en
Artículos periodísticos de José Hernández, Montevideo, 1967. Parece que mis
deducciones no andaban descaminadas.

345
Estas distintas influencias —sobre todo la gauchesca y tal vez la
costumbrista— moderan la exaltación romántica que acaso habría
convertido a nuestro gaucho en otro Celiar o en otro Lázaro, que no
dejan de ser parientes suyos como, refiriéndose al primero de los
nombrados, se acotó en su época. Las páginas que siguen se proponen
mostrar en el M artín Fierro algunas huellas de las grandes corrientes
literarias que en él confluyen, e indicar obras a ellas pertenecientes
que probablemente hayan influido en la elaboración de nuestro
poema máximo.
Seguramente fue Hernández el autor de la contestación a Juan
María Torres donde, en páginas en que se confunde frecuentemente
poema y protagonista, se afirma que Martín Fierro “es gaucho y se ha
entrado al Parnaso en potro”. Entró, sí, y también en potro; pero hay
que saber advertir que quien ese potro enriendó tenía una vasta
cultura muy bien asimilada y un designio que la posteridad ha
reconocido. Después de visitar a Hernández y “revisar su biblioteca”,
Nicolás Avellaneda escribió: “Más de un renombre de cabildo
quedaría sorprendido si se le dijera que hay a veces mayor estudio en
una página de M artín Fierro que en uno de sus alegatos forenses” .

LOS ANTECEDENTES GAUCHESCOS

Hilario Ascasubi fue sin duda el gauchesco que más dio a


Hernández, pese a que los alejaban antipatías personales y políticas.
Exiliado en Montevideo durante la tiranía, hizo desde allí famoso su
seudónimo de Paulino Lucero, pero al radicarse en Buenos Aires
—había nacido en la provincia de Córdoba— adoptó el seudónimo de
Aniceto el Gallo para escribir versos en que se identificó con la
política de Mitre. Ricardo Rojas afirma con razón en su Historia de la
Literatura Argentina que los versos de Paulino Lucero son superiores
a los de Aniceto el Gallo, “pues mientras la obra del gaucho enemigo
de Rosas es violenta de pasión, colorida de vocabulario, original de
formas y de ritmos, y auténticamente popular, la de Aniceto es
desmayada, convencional, oportunista, romanzón de recuerdo en que
el aporteñado Ascasubi copia el Ascasubi argentino sin igualarlo”. En
1872, año de la aparición del humildísimo folleto titulado E l gaucho
M artín Fierro, allá en París donde entonces residía y había terminado
de componer su extenso poema narrativo Santos Vega o los mellizos

346
de La Flor, Hilario Ascasubi publicaba sus obras completas en tres
lujosos tomos que reúnen lo esencial de toda su producción. Algunas
composiciones del poeta unitario son sin duda fuente directa de
pasajes del M artín Fierro: tal la Carta de Donato Jurao a su mujer
Andrea Silva en que se muestra la vida del gaucho en las milicias y la
descripción de la madrugada que integrará el canto X del Santos
Vega. Además abundan temas paralelos: la invocación al Cielo
formulada por el cantor, la pintura de los indios, la evocación de
ciertos trabajos del campo, la orientación por los pastos, la compara­
ción de la llegada cautelosa y disimulada de un personaje solapado
con la blandura del carancho al ganar su nido. Es notable en todos es­
tos pasajes la disparidad entre la penetrante concisión de Hernández
—que sobreentiende el conocimiento gaucho— y el estilo descriptivo y
minucioso de Ascasubi. Hay además en la obra de éste más de medio
centenar de versos que reaparecen, algunos con ligeras variantes, en
el M artín Fierro, y muchas expresiones gauchescas que están en los
dos poetas y no en los que los precedieron. Creo, por otra parte,
fundamental recordar que el Santos Vega es el primer poema
gauchesco narrativo y extenso en que se amalgama la corriente de
Hidalgo con la del Echeverría de L a Cautiva, tal como ocurre en el
M artín Fierro y como ocurrió, esta vez en prosa, en el Facundo.
En la obra del último de los gauchescos mencionados por aquella
primitiva reseña, el porteño Estanislao del Campo, cuyo Fausto fue
mencionado por Hernández con discrepancias acerca de su contenido
y reconocimiento de sus méritos literarios, se encuentran escasos
antecedentes del M artín Fierro. Anoto algunos versos: Lo mesmito
que un peludo; Soltar al aire su queja; Con mas rayas que un cotin; Y la
dejé en la estacada; y algunas expresiones como apretarse el gorro,
pelar la lata, golpear en las aspas.
Algunos meses antes de publicar E l gaucho M artín Fierro,
Hernández recibió un ejemplar de L os tres gauchos orientales que le
enviaba su autor, el uruguayo Antonio D. Lussich.6 Jorge Luis Borges
opina que estos “diálogos de Lussich son un borrador del libro
definitivo de Hernández”, “un borrador utilizado y profético”, y que
cuando escribía sus cantos el poeta argentino “estaba tout sonore
encore de los versos que en junio del mismo año le dedicó el amigo
Lussich”. Sorprende el afán de Borges por destacar la influencia de
Lussich cuando se recuerda con qué distinto criterio ve la de

5 Transcribo textualmente de mi libro La elaboración literaria del Martin Fierro,


La plata; 1960, todo este pasajes en que me refiero a Lussich y sus aproximaciones con
Hernández.

347
Ascasubi, ya que, según él, considerar la obra de este último como
“premonición o aviso del Martín Fierro es una insensatez: es
accidental el parecido entre las dos obras y es nulo entre las
intenciones que las gobiernan”. Sin embargo es indudable que
Hernández debe más a Ascasubi que a Lussich. Téngase en cuenta por
otra parte que la vastedad y hondura del contenido social del M artín
Fierro lo aleja notoriamente de las obras polémicas —únicas que
podrían prefigurarlo— de Ascasubi y Lussich, que no superan la
estrechez banderiza.
Lugones dice, y Borges repite, que “los versos de Lussich
formaban [...] aquellas sextinas de payador que Hernández debía
adoptar como las más típicas”, En Los tres gauchos orientales no
emplea Lussich la tal sextina de payador, que seguramente es
creación de Hernández. En E l matrero Luciano Santos, posterior al
M artín Fierro, se leen sí algunas de estas coplas, las primeras de las
cuales solo aparecen ya transcurridos más de dos mil versos del
poema; es manifiesta, por otra parte, en este libro, la influencia
hernandina. El poeta uruguayo se decidió a adoptar francamente la
copla hernandina en su Diálogo entre los paisanos Cantalicio Quirósy
M iterio Castro, muy posterior a los citados. El error de Lugones
procede de no haber advertido, en el primer poema dialogado de
Lussich, la división de alguna décima, para atribuir a uno de los
interlocutores los cuatro primeros versos y al otro los seis restantes.
Esta misma división de la décima se encuentra, para indicar una
pausa por exigencias de sentido, en Ascasubi, sin que ello haya
llamado la atención de Lugones ni de Borges.
Estos errores provienen de suponer que el Martín Fierro surgió
como “feliz ocurrencia” sugerida a Hernández por la lectura de Los
tres gauchos orientales, según otra afirmación de Lugones que
también recoge Borges. Juzgo superfluo insistir en la refutación de
ese desacierto.
{Con el M artín Fierro, Ed. Remitido, Buenos Aires, 1968.)

348
GUILLERMO ARA
Guillermo Ara

LA POESÍA GAUCHESCA
HASTA JOSÉ HERNÁNDEZ

Los nombres de Bartolomé Hidalgo, de Juan Gualberto Godoy y


de Hilario Ascasubi obligan aúna distinción particular (caracterizada
por la dicción popular gauchesca en que se expresaron habitualmen­
te). Esa dicción, que procura la mayor semejanza con el decir del
hombre pampeano, sirvió, al parecer, en un comienzo, para aproximar
los motivos patrióticos al oído y la rápida comprensión del pueblo. No
ha resultado viable la preocupación por entroncar esta poesía —en
cuanto a lenguaje dialectal— con una presunta poesía oral de
payadores. Los avances que en este orden pueden situarse en
Hidalgo, como ejercitador constante del modo gauchesco, hallan un
antecedente más explícito en el sainete “El amor de la estanciera”
escrito alrededor de 1787, donde ya, aunque vacilante, se encuentra
trascripto con aceptable fidelidad el decir pampeano de entonces. En
B. Hidalgo ese estilo va madurando desde sus primeros cielitos hasta
sus diálogos, ya afirmados y capaces de ceder a Ascasubi un
instrumento capaz de impregnar el texto de un sabor mimético
indiscutible. El gaucho es ahora presencia y voz auténtica dentro del
canto y el yo pampeano halla libre el cauce para la expansión gozosa,
el ataque pendenciero, la revelación irónica o soslayada, el enfrenta­
miento político, la sabiduría aprendida en las duras faenas o en el
galope de la ancha soledad, la protesta que denuncia al fin su
marginación o su aniquilamiento sistemático. La batalla de Caseros (3
de febrero de 1852) clausura el período heroico que protagoniza el
Paulino Lucero “cantandoy combatiendo”. Su “ Santos Vega” (1872)

351
podrá ser visto como poema “desinteresado” y su “Aniceto el Gallo”
abrirá la vena humorística de Estanislao del Campo, cuyo “Fausto”
(1866), juego caricatural, puede entretener el ocio de una sociedad
que quiere dar espaldas a un pasado ominoso y a un presente
castigado por la guerra entre países hermanos, mientras el sur arde
con el encarnizado enfrentamiento de indios y cristianos. En 1863, el
asesinato de Vicente Peñaloza, enardece el ánimo de José Hernández
que entonces parece hacer suyas las exhortaciones de Alberdi a
Sarmiento, contra quien va dirigida su “Vida del Chacho”: “Dad
garantías al caudillo; respetad al gaucho si queréis garantías para
todos”, que expresa así su condenación del crimen: “La sangre del
Coronel Dorrego fue la primera que se derramó en nuestra guerra
civil. Hasta hoy ha sido la última la del general Peñaloza” . Por
entonces los sueños de justicia se refugian en el “Gobierno gaucho”
de Estanislao del Campo, dentro del cual la borrachera puede crearla
utópica existencia de un país cuyo gobernado decrete:

“Mando que desde e ste istante


Lo casen a uno de balde;
que envaine el corvo el Alcalde
y su lista el Comendante;
Que no sea atropellante
el Juez de Paz del Partido;
que a aquel que lo hallen bebido,
porque así le dio la gana,
no lo meneen catana
que al fin está divertido.”

La realidad se descubre por contraste. Es lo que denuncian en


1869 los editoriales de “El Río de la Plata” que escribe Hernández
contra la política de Sarmiento, editoriales que piden abolición de los
contingentes de frontera, creación de un ejército de línea sin
discriminaciones, elección por el pueblo de los jueces de paz,
comandantes de frontera y supresión de la “papeleta” con que se
traba el libre tránsito del hombre de campaña. Tres años después
aparece “Martín Fierro”, gaucho que encarna esa deplorable condi­
ción de un grupo humano condenado a muerte sin remedio. Las
formas de esa realidad que el poema va a ir denunciando, importan
pero no como generalizadas sino a través del hombre que las padece
en carne propia. La transferencia de autor a protagonista parece obrar
no en detrimento del factor colectivo pero sí en balanza que pesa en
dirección del individuo concreto y sufriente. Esto atañe a lo que en
Hernández resulta ser su concepción del héroe, se trate o no de una
concepción ortodoxa de lo heroico o lo contrario. Esa circunstancia

352
hace del poema un sostenido “racconto” de cuyo plasma afloran
eruptivamente, como cortados a bisel, las estructuras —llamémoslas
así— del Estado, la justicia, las formas del vivir en estratos bien
jerarquizados, los vicios de su conformación, el tembladeral sobre el
que se suponen fundados ciertos valores. Pero la astucia del gaucho
descubre fácilmente el revés de la trama:
Pero esa s tram pas no enriedan
a los zorros de mi laya.

El “Martín Fierro” queda totalmente confiado a esa intervención


de valores que se dan en planos coherentes y escalonados: el ser moral
individual o colectivo, los lincamientos socio-jurídicos que lo limitan,
las formas de jerarquización en el orden humano y el supradominio de
lo moral unlversalizado dentro del ámbito de las creencias y la fe
religiosa. Para lograr la manifestación de esos valores Hernández crea
imágenes recortadas sobre una realidad y una circunstancia histórica
ceñidas con estrictez en las coordenadas de espacio y tiempo. El
compromiso asume esa forma en Hernández: una forma de exposición
descamada, incontrovertible que por lo mismo se unlversaliza,
encarnándose en unidades éticas, positivas y negativas, que inter­
cambian su signo y por momentos configuran el caos. Pero como
queda dicho, tanto la exposición costumbrista como la diagramación
histórica y filosófica se entregan al lector como para que sienta esos
factores imbricados y como determinantes desde dentro de Martín
Fierro, si no un héroe, un real protagonista, un ser a través de cuya
existencia queda trasvasada la totalidad de los ingredientes sociales,
políticos y psicológicos y con ella la conciencia de lo irreversible, de lo
dado fatalmente, de un azar jugado sin remedio. Contra lo que
“ estaba escrito” el héroe opone la “defensa de su pellejo” y la evasión
para escapar a las persecuciones. Es su modo de pelear con esas
encamaciones del demonio que son los jueces, los comisarios, los
comandantes de frontera, sus propios delitos, cuando ala indiferencia
moral sucede el remordimiento:
La sangre que se redam a
no se olvida h asta la muerte;
la im presión es de tal suerte
que a mi pesar, no lo niego
cai como gotas de fu ego
en l’alma del que la vierte.

A partir de esos versos interesa decir algo sobre la reelaboración


del sistema coloquial pampeano en Hernández, para hacerlo servir a

353
fines de orden poético, que tampoco él desdeñó. La forma adverbial
“ de tal suerte” y el verbo “verter” hablan claro de una espontaneidad
lograda, no por simple apoderamiento de los modos populares, sino
por una real habilidad para ocultar lo que en las inserciones
apuntadas, hay de impostado y convencional: Del mismo modo ha
logrado Hernández, más de una vez, distraer a sus críticos en la
“pesca” de arcaísmos, cuando en realidad debió tratarse no de
persistencias en el habla coloquial, sino de contaminaciones literarias
clásicas. Lo que importa, en definitiva, es haber alcanzado el nivel
poético con modalidades expresivas que en su tiempo y aun ahora,
aparecen como flagrantes delitos contra lo que se pretende considerar
lengua literaria. Hernández demostró que el caudal lingüístico
pampeano, tan pobre como se estimaba y tan innoble como instru­
mento estético, era capaz, tratado con talento y sensibilidad, de
alcanzar la expresión del júbilo, la pasión, el desdén, la ironía, la
fiebre, el ímpetu, la tortura metafísica y el estremecimiento ante el
misterio cósmico o el secreto de la creación, permaneciendo fiel a las
pautas dadas por la tradición y sin apartarse de la inteligibilidad a que
aspiraba en lectores incultos. No estaba al parecer, en esos propósitos
de alcances inmediatos, la conciencia de las proyecciones literarias
que el poema alcanzaría con el tiempo, pero eso no autoriza a juzgar
que el autor permaneciese ajeno a la virtud esencial que hace de su
obra algo duradero y hermoso.
La veta gauchesca, alcanzada la altura de Hernández se prolonga
en manifestaciones más o menos auténticas en el ámbito rioplatense.
Es justo recordar algunos nombres, aparte el de los payadores,
hábiles en la improvisación pero casi irrescatables como versificado­
res. Tres poetas de Entre Ríos hay que destacar en este nivel: Amaro
Villanueva que con poemas de línea culta aunque normalmente de
entonación popular ha publicado desde “Versos para la oreja”
(curiosa versión mimeográfica de 1930) hasta “ Son sonetos” (1952);
Claudio Martínez Paiva, autor del muy recitado y reeditado “Lluvia
en los cardos” y Marcelino M. Román, estudioso del canto popular en
toda América en “Itinerario del payador”, es lírico en su primer libro,
“ Calle y cielo” (1941) y sigue acentuando una veta de comunicación
simpática en libros posteriores, desde “Tierra y gente”, “Pájaros de
nuestra tierra” , “ Coplas para los hijos de Martín Fierro” hasta
“América criolla”; “La querencia y los caminos” y el último, “ Comar­
ca y universo” (1964). En el prólogo a este libro se lee: “ Con parejo
interés tratamos de aquilatar estilísticamente —como en libros
anteriores— determinados elementos, modos y tonalidades de nues­
tro castellano criollo, sin prejuicios puristas ni antipuristas...”.
Influjos modernistas se alian en él a un directo entronque con lo
354
popular. En este campo está lo mejor de su obra. Pero el autor que
realmente justifica la perduración del modo gauchesco es Julio Migno
de Santa Fe. Ya en “Amargas” (1943) se mostró capaz de autoridad
en el manejo del verso y la palabra simple, pero fue “Yerbagüena”
(1947) el libro que suscitó mayor interés y obligó a pensar en un
renovador del verso pampeano con las virtudes de Hernández. En
“Chira Molina” de 1952, como en “Yerbagüena” elrelato es de orden
épico y estructura casi teatral. El hilván anecdótico permite mostrar
con realismo y vigor, historia y paisaje, dolor y sacrificio del hombre.
El verso, en metros distintos, se adecúa a los requerimientos de cada
instancia narrativa o de rasgo descriptivo. El tono dominante es de
comprensión humana pero también de protesta y rebeldía: “Sé que
tengo que jundirme / porque no he comprao la vida, / y de güeno
me convida / güelta a güelta el milicaje. / Pa mi la mala es un
traje / que me cai a la medida”.
Resulta curioso, en este campo, la aparición de “Nuevas Coplas
de Martín Fierro”, que María de Villarino publicó en 1957.
{Suma de Poesía Argentina; Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1970.)

355
HORACIO ZORRAQUÍN BECÚ
H oracio Zorraquín Becú

ALBERDI Y HERNÁNDEZ

El liberalismo de Juan Bautista Alberdi, a quien Hernández se


siente unido por los lazos que le tienden la admiración por la
inteligencia y la común animosidad hacia Mitre y Sarmiento, parece
inspirar su prédica periodística. No es la primera vez que se alude ala
influencia que habría ejercido sobre Hernández el ideario alberdiano.
Conviene por eso analizar la medida de esa gravitación, máxime
teniendo en cuenta que en “El Río de la Plata”, a lo largo de los
números 27, 29 y 32 del 7, 9 y 14 de septiembre, aborda Hernández,
en contrapunto con “El Nacional” de los Varela, uno de los temas
favoritos de Alberdi: la cuestión inmigratoria, provocada y resuelta
por éste con el rutilante aforismo del “gobernar es poblar”.1
El extraordinario periodista que era Alberdi, cuando en mayo de
1852 publica en Valparaíso la primera edición de sus Bases..., se
anticipa hábilmente a la Constitución de Santa Fe. Se proponía
brindarles a los constituyentes, allí reunidos, el recetario para la
organización definitiva del país. Al pequeño libro le rodeó de
inmediato una feliz propaganda y de él se dijo, con justicia o sin ella,
que desempeñaba entre nosotros el papel de E l federalista. Cántale

1 La fórmula del “gobernar es poblar” no pertenece a la primera edición de las


Bases (Valparaíso, mayo de 1852), sino a la segunda (Valparaíso, julio de 1852). El
capítulo que la incluye y que así se denomina (XXXII, pág. 196 y, en el texto, pág. 198)
es, según la “ Advertencia” fechada el último día de gosto, “completamente nuevo” (p.
III). La fecha de julio corresponde a la portada; la tapa, faltanteen nuestro ejemplar,
dice septiembre, según Jorge M. Mayer (Las Bases de Alberdi, Buenos Aires, 1969,
pág. 35).

359
loas el mismo Sarmiento calificándolo de “Decálogo Argentino” y en
él se ve retratado porque afirma ser “el código de nuestras ideas”.
Decálogo, código o catecismo el hecho es que el ideario contenido
en el folleto fue la expresión, en ese momento, de la manera de pensar
y de sentir de la activa minoría que regresaba del destierro para
colaborar después de Caseros en la organización del país. En eso
estriba precisamente, no el mérito o novedad de dichas ideas, pero sí
su excepcional interés.
¿Cuáles eran? Amigo de Gutiérrez, miembro conspicuo de la
Asociación de Mayo y colaborador en el “Dogma Socialista” de
Echeverría, Alberdi se incorpora por derecho propio a la llamada
tradición liberal argentina. Es, para decirlo mejor, uno de los pilares
de esa iglesia relativamente mutilada del pensamiento nativo que sólo
admite, bajo sus ojivas, a quien arranca de Moreno para pasar por
Rivadavia y perderse por último en la enmarañada selva de Sarmien­
to. Pero, aun dentro de la línea de esa ortodoxia parcial y precaria,
conviene introducir ciertos distingos para escapar a los lugares
comunes de una retórica que perdura.
Ni Echeverría pensaba como Rivadavia, ni Alberdi como Eche­
verría o Sarmiento. Por de pronto, y por lo menos en el orden de lo
político, ningún vínculo tenían Alberdi y Echeverría con los unitarios
cuya estéril y estancada posición trataban de superar. En ese sentido
no debe inducir a confusiones el codo con codo de la lucha antirrosista
en la Banda Oriental, pues se trata de una coincidencia ocasional y
obediente a necesidades militantes.
Todos —Rivadavia, Echeverría, Alberdi y Sarmiento— creían
en el progreso, lo habían erigido en dogma, lo escribían con mayúscula
y lo calificaban de indefinido. Pero así como el primero, en buen
iluminista (no olvidar aquello del “siglo de las luces”), había atribuido
a la razón el carácter de supremo fetiche y motor exclusivo de todo
progreso, Echeverría y Alberdi concibieron al progreso como algo que
se realiza a través del tiempo y el espacio, algo que deviene con la
humanidad misma y evoluciona según el ritmo social, algo, por
último, que no se logra a golpes de puño ni puede imponerse a la
historia. Habían desembocado en el romanticismo, mejor: en el
historicismo romántico.
La evolución es la historia y la historia la suma de los hechos. Ese
es el origen intelectual del divorcio con los unitarios. Ciegos a la
realidad se empeñaban éstos —algunos como don Valentín Alsina
hasta el final de sus días— en una imposible restauración cuando lo
que querían los otrora jóvenes de la Asociación de Mayo era, como
dice Echeverría, una regeneración. El antihistoricismo les impedía a
los unitarios ver a Rosas, cuando Rosas era precisamente el “hecho”

360
histórico por excelencia, la realidad si se quiere lamentable pero
imperiosa de la patria. Alberdi, en cambio, supo intuir que no era “un
déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias” y que el “vigor
gigantesco de su poder” se explicaba por “su carácter altamente
representativo”.2
Ni menosprecia los grandes ideales de la civilización y del
progreso por la circunstancia de la ruptura con el unitarismo, ni
tampoco, en su afán de ceñirse a los hechos, endiosa lo exclusivamen­
te contingente. Frente al peligroso problema del fin y los medios opta
por resolverlo en síntesis armoniosa: a los no abdicados fines
iluministas les agrega los ingredientes de los medios historiéis tas.3
Los ideales de Mayo iban así camino de conciliarse con el federalismo.
Pero Alberdi era, ante todo, un espíritu concreto y la tendencia
hacia lo positivo, hacia lo que se ve, se mide y se toca —quaepondere,
numero, mensurave constant, como decían los romanos— se le iría
acentuando con los años. Su estilo, si éste es el hombre, descubre esa
inclinación de su mente. Se ha elogiado con razón su dura prosa,
incisiva y directa. “Incolora y lisa al igual que el acero”, dice de ella su
crítico más implacable y famoso.4No le servía para los menesteres del
énfasis romántico. Vuelve a perseguirlo entonces el desautorizado
Bentham,6 compromete poco a poco el inestable equilibrio entre el fin
y los medios (Obs. comp. I, 239) y desemboca en el utilitarismo.
Quede así insinuado el porqué de las posiciones políticas asumidas a
partir de 1852.
Subsistía empero en Alberdi un ideal y éste, el mejor colocado en
el orden de las jerarquías, no era otro que el de la libertad. “La li­
bertad es divina” (id. I, 119). Tanto que cuando Alberdi ofrece

2 Las citas pertenecen al prefacio del Fragmento preliminar al estudio del


derecho, Buenos Aires, Imprenta de la Libertad, 1837. Son tal vez sus cincuenta
páginas —si se prescinde de los escritos polémicos que sobre todo valen por su
virtuosismo combativo— las mejores que escribiera Alberdi en el orden de lo
puramente intelectual. Tenía entonces —enero 5 de 1837— veintiséis años.
3 Para una interpretación del "Dogma. . . ” (Montevideo, Imprenta del Nacional,
1846) como historicismo mitigado de iluminismo, ver Coriolano Alberini en Archivos
de la Universidad de Buenos Aires, año IX, abril-mayo, 1934, págs. 234 y ss., y en
Die Deutsche Philosophia in Argentinien, con prólogo de Alberto Einstein, Berlín,
1930, cap., rn.
4 Paul Groussac, Estudios de historia argentina, 1918, pág. 279; v. también
pág. 308.
5 Por razones prácticas nos remitiremos en lo sucesivo a la edición de las Obras
completas, Buenos Aires, Imprenta de La Tribuna Nacional, 1886, 8 vois., publicados
en cumplimiento de la ley n° 1789 que el 24-8-1886 promulga el general Roca. La
referencia a Bentham en I, 117, n.

361
confusamente su alianza a Rosas, es con el fin de “emancipar a la
libertad, esclava de sí misma”, por haber ésta elegido el despotismo
(id., I, 125).
Son incalculables las consecuencias de la supremacía de la
libertad. La patria le es inferior. Dentro de la terminología alberdiana
(y, en parte, de la época) libertad no es el equivalente de independen­
cia, no se vincula a la soberanía. Significa libertad civil; aquello que en
la temática constitucional se conoce con el nombre de “garantías”.
Dentro de ese sistema ideológico prima la libertad civil sobre la
independencia política. Posadas hacía de precursor pidiéndole al
Rey, a fines de 1814 y a título de gracia alternativa, “la independencia
política de este Continente o a lo menos la libertad civü de estas
provincias”.6 “Somos independientes pero no Ubres”, quejábase
amargamente Echeverría.
Por eso si la patria está tiranizada hay que combatir al déspota y
aliarse al extranjero, si necesario, para vencerlo. El argumento
consiste en que no se combate a la patria sino al tirano. Páginas
enteras de Alberdi están destinadas a justificar o defender esa tesis.7
En sobrada medida el Tratado de la Triple Alianza contra el Paraguay
(1-5-185) está imbuido de la misma dogmática pues, según vimos, no
se trataba de llevar la guerra “contra el pueblo del Paraguay sino
contra su Gobierno” (art. 7) para derrocar al tirano López.8
Dentro de la secuela de ese pensamiento, ¿qué es la patria? “La
patria no es el suelo, contesta Alberdi, la patria es la libertad”. Y como
la libertad nos la ha traído la Europa, “la Europa nos ha traído la
patria” (id. DI, 425). El silogismo es perfecto. Además, “la divisa de
este siglo es ubibene ibipatria” (id. 427). Toda exégesis sobra, puesto
que dice la glosa: “aquella es su patria donde es dichoso” (id. 1,86 n.).
El Sarmiento anterior a la presidencia agrega al concepto, en

rt
“Instrucción reservada” del 10-12-1814, en Comisión de Bernardino Rivada-
via, 1936, II, 358.
7 Echeverría se le anticipó en la actitud y el raciocinio: “el género humano es una
sola familia y nadie es extranjero en la patria universal. Por lo mismo los emigrados
argentinos debían considerarse aliados naturales de la Francia (en guerra con la
Argentina) o cualquier otro pueblo que quisiera unirse a ellos para combatir al
despotismo bárbaro dominante en su patria” {Dogma Socialista de la Asociación
Mayo, precedido. De una ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el
Plata desde el año 37. Montevideo, Imprenta del Nacional, 1846, pág. XLH).
8 Alberdi, que ya no era el hombre de la emigración obcecado por sus
elaboraciones doctrinarias, condena al Tratado con rabiosa virulencia pero, extremista
como todo idéologo, no lo ataca, como Hernández, por la sinrazón y el absurdo de una
guerra pretendidamente principista sino que se pronuncia en contra de la guerra misma
defendiendo al Paraguay.
1843, inútiles precisiones. Por ejemplo: “la patria no está en el lugar
que nos ha visto nacer” , salvo que en ella se pueda “ser libre i gozar de
las bendiciones de la civilización. Donde quiera que estas bendiciones
se encuentran, allí está la patria”.9 De ahí la posibilidad de simultá­
neas o sucesivas patrias. Por eso, en adecuada consecuencia y para
concluir con los celos mezquinos de los criollos, Sarmiento, en la
última página, del Arjirópolis, les hace esta advertencia: “infundid a
los pueblos del Río de la Plata que es arj entino el hombre que llega a
sus playas, que su patria es de todos los hombres de la tierra”.10 No se
podía ser más generoso.
Pero, como se dijo, fuera del peligroso culto iluminista e
idolátrico de la libertad, predominaban en el Alberdi de la organiza­
ción nacional, las tendencias del utilitarismo a lo Bentham.11 La
obligación de hacer conduce a lo concreto. Se trata de mover las
palancas del progreso en beneficio del país, pero ese progreso
nacional tropezaba, según el criterio del momento, con dos enemigos:
la ignorancia y el desierto.
Sarmiento combatió contra el primero y Alberdi contra el
segundo. Cada cual patentó su fórmula con eficacia de santo y seña:
“hay que educar al soberano”, fue la del “modesto pedagogo”,12
“gobernar es poblar”, dijo el impenitente solterón. Especialidad no
significa monopolio, por eso Sarmiento excursiona a veces por los
predios de Alberdi y recíprocamente. Declara a la república, por
ejemplo, en “estado de colonización”.13 Alberdi, a su vez, se propone
concluir con el analfabetismo importando poblaciones ya instruidas;
Sarmiento, por el contrario, insistía en pulir las existentes.
Todo había de subordinarse al propósito de suprimir la incultura
y la soledad. ¿Podía acaso llamarse patria al desierto, a las largas
travesías desoladas?
“Hay una ley —dice Alberdi en el prólogo de las Bases— que
reclama para la civilización el suelo que mantenemos desierto para el
atraso”. Esa ley, “la de dilatación del género humano, se realiza
fatalmente, o bien por los medios pacíficos de la civilización, o bien
por la conquista de la espada” . Apresúrase entonces Alberdi a

9 Cit. por Ricardo Font Ezcurra, La unidad nacional, 1938, págs. 75/77.
10 Arjirópolis, Santiago, Imprenta de Julio Belin y Cía, 1850, pág. 142.
11 “Lo útil produce el bien, pero no es el bien: lo útil es un medio, no un fin. Pero
Bentham ha hecho un fin de este medio” (Alberdi, Obs. comp., I, 239).
12 Así lo llama, socarronamente, Alberdi.
13 Julián Barranquero, Espíritu y práctica de la Constitución Argentina, Buenos
Aires, 1878, pág. 70; íd., 2*- ed., 1889.

363
sustraemos al peligro de la violencia “dando espontáneamente a la
civilización el goce de este suelo” (Obs. comp. IH, 382). “Abrid sus
puertas de par en par a la entrada majestuosa del mundo, sin discutir
si es por concesión o por derecho; y para prevenir cuestiones, abridlas
antes de discutir” (id. 438). Sarmiento le teme a esa “invasión
universal de la Europa sobre nosotros”, pero sacude sus temores y
nos dice: “seamos francos, no obstante que esta invasión nos sea
perjudicial y ruinosa, es útil a la humanidad, a la civilización y al
comercio”.14
Para la escasa población sobraba territorio. Por eso dice Alberdi:
“El terreno está de más entre nosotros. El terreno es la peste de
América” (Obs. comp. IV, 87/88). De ahí la ridiculez y la insania de
las disputas de límites. Lo mismo piensa Sarmiento. Hay que ser “un
espíritu tan retrógrado como el de Rosas” para querer “agregar un
dominio más a seiscientas leguas de distancia, no obstante los cientos
de miles de leguas de territorio despoblado que hoy posee”.15
Es lógico entonces que ya esté superada “la época de los héroes”
(Obs. comp. m , 437) porque, además, “a la necesidad de gloria ha
sucedido la necesidad de provecho y de comodidad” (id. DI, 426). Y
sentencia: “la gloria es la plaga de nuestra pobre América del Sud”,
hay que concluir definitivamente con “la manía ridicula y aciaga del
heroísmo que nos ha dejado la guerra de la Independencia” (id. III,
535). “El laurel es planta estéril para América” (III, 437).
Es que, desde el ángulo del utilitarismo en que se coloca Alberdi,
así como la paz es sinónimo de riqueza y progreso, lo es la guerra de
crisis, pobreza y endeudamiento. De ahí que convierta al progreso en
la “verdadera gloria”.
Ya los medios en la política alberdiana habían ocupado el lugar
de los fines. El suelo desierto y la pobreza acosan sin tregua la
imaginación del eterno ausente. Inclusive para ser libre, verdadera­
mente libre, hay que ser rico y serlo a cualquier precio como explicaba
a Mecenas la famosa epístola de Horacio.16 Hasta la fe, la pobre fe de
los mayores, “si bien no ha muerto en este siglo —dice— ha cambiado
de objeto y de domicilio. La fe está en la Bolsa, no en la Iglesia”.17

14 Artículo del 28-11-1842 en “El Progreso” de Santiago de Chile, n° 16.


15 Artículo en “El Progreso” del 27-3-1845 (D. F. Sarmiento, Política de Rosas,
Buenos Aires, 1930, págs. 91/92).
16 Isne tibi melius suadet, qui ut rem facias, rem. Si possis, recte; si non
quocumque modo rem (Epístola I. Ad Maecenatem).
17 Cit. por Leopoldo Lugones en Historia de Sarmiento, Buenos Aires, Ia ed.,
MCMXI; 2a ed., 1931.

364
Dentro del rigorismo lógico de ese teorizar, el desenlace es
previsible. Para emancipar al país de su árida y paupérrima soledad
hay que poblarlo. Hasta los pactos constitucionales deben reducirse a
ser meros “contratos mercantiles de sociedades colectivas formadas
especialmente para dar pobladores a estos desiertos que bautizamos
con los nombres pomposos de Repúblicas” (EQ, 409/410). Por eso,
“ el ministro de Estado que no duplica el censo de estos pueblos cada
diez años, ha perdido su tiempo en bagatelas y nimiedades” (DI, 427).
Sin población se esfuma toda perspectiva. Es por eso que “gobernar
es poblar”.
Pero poblar, ¿cómo, con quién, cuándo? Alberdi nos dará la
receta.
Como mendigamos población no podemos ser pretenciosos ni
exigentes. No le podemos decir al recién llegado: “si no me pertene­
céis del todo, no me pertenecéis de ningún modo”. Más, “es preciso
conceder la ciudadanía sin exigir el abandono absoluto de la origina­
ria” (III, 392).
Pero Alberdi, aun cuando aparentemente se rehúsa a toda
aspiración selectiva, tiene sus confesadas preferencias. Ellas van
hacia la población anglosajona porque, según él, “está identificada
con el vapor, el comercio y la libertad” (III, 524). No sorprenda esa
asimilación, puesto que la misma “libertad es una máquina que, como
el vapor, requiere para su manejo maquinistas ingleses” (H3, 528).
Cierto que el problema del idioma es engorroso. “¿Cómo recibir,
se pregunta Alberdi, el ejemplo y la acción civilizante de la raza
anglosajona sin la posesión general de su lengua?” Es dable entonces
pensar que pondría a disposición de los recién venidos escuelas para
el rápido aprendizaje del idioma local. Nada de eso: “no debiera darse
diploma ni título universitario —aquí— al joven que no hable ni
escriba inglés”. La razón es obvia puesto que el inglés es el “idioma de
la libertad” (DI, 418). Nuestra juventud-debe transformarse en “ el
yankee hispano-americano” (id. id.). Pero súbitamente piensa “ en el
roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas
populares” y se amarga y desespera: “en cien años no haréis de él un
obrero inglés” (III, 427).
Tanto mayor es su angustia cuanto que piensa que “la libertad
política es una costumbre sajona” y que entonces “el dilema es de
hierro para la América del Sud: o latina o esclava; o libre y sajona” (III,
361).
El programa político aludido puede resumirse en una sola
palabra: progreso, pero progreso material. A él se debía el país. Todo
consistía en gastar, comerciar, enriquecemos y europeizarnos. No era

365
otro el contenido de la palabra. Para lograrlo había que importar
hombres y capitales, vivir en paz, sacrificar si preciso fuera la
tradición y la gloria a la prosperidad. La nueva religión tiene su
Gólgota en el atraso y sus fieles se prosternan ante un Mesías
alimenticio.
Alberdi, como pensador, fue sin duda el vocero de su generación.
Pero no fue el soplo espiritualista del “Fragmento”, su obra maestra,
el que despertó el entusiasmo de tantos y también de Sarmiento.
Fueron las ideas de las Bases, escritas dieciséis años después, porque
ellas reflejan, ayudadas por su sentido oportunista, el modo de sentir
del momento, las verdades consentidas de la hora. Por eso se
convierten las “Bases” en el auténtico vademécum ideológico de
quienes estaban en trance de regenerar, por fin, a la ingrata patria.
No es extraño que ello ocurriera. Por primera vez, con las Bases,
disponen los argentinos de un auténtico plan de acción. Acostumbra­
dos hasta entonces a la prosa beligerante y pendenciera de los
enconos suscitados por la dictadura rosista, en la que todo se
subordina a las exigencias de la polémica, advierten con estupor que
el pequeño libro de 183 páginas les brinda las fórmulas que necesita el
pionero y les señala los objetivos de la nueva militancia. Era “la
Biblia, la verdad revelada al país”.18
Cierto que el sentenciar alberdiano suele a veces provocar
escalofríos. Esa marcha hacia un porvenir desarraigado, en un aire sin
clarines y un viento sin banderas, donde lo que hace a la esencia de lo
nacional se fustiga, por retrógrado e inútil, nos desasosiega y angustia.
Aún el Lugones del periplo liberal habla de las “enormidades” del
tucumano. Y Groussac, que como extranjero debía sentirse halagado,
se arriesga a la afirmación de que Alberdi predicaba el evangelio
sórdido de la hartura y del engorde a cualquier precio.
Puede que ese dictamen hoy nos parezca despiadado, aún
cuando ser severo no es ser injusto. Pero en su época, víctimas todos,
aunque en desigual proporción, de la neolatría ambiente y del deseo
de impulsar al país por esos carriles de imaginada y ambiciosa
grandeza, la reacción era distinta. No en vano sus contemporáneos
han dicho y repetido que traducía la común inclinación de los
espíritus. Téngase presente que a Alberdi lo condenaron los porteños
por su adhesión a Urquiza, no por lo fementido de su ideario.
Por eso aislar sus afirmaciones del contexto y éste del momento
histórico en que vio la luz significa, en alguna medida, negarse a una

18 Ramón J. Cárcano, Del sitio de Buenos Aires al campo de Cepeda, Buenos


Aires, 1921, pág. 326.

366
adecuada inteligencia del pensamiento alberdiano, a su deliberada
transformación de los medios en fines porque los reputaba indispen­
sables para el país. Repitamos con Alberdi, en su descargo, que si
exacerbó la política de los medios —especialmente en las Bases...—
ello se debe a la conciencia dolorosa de la realidad argentina que
contemplaba a la distancia. Urgido por la misma no escribió las Bases
—dice— “como estudio de dibujo, sino con la mira práctica de verlas
convertidas en hechos; no quise quedar en la región de la metafísi­
ca”.19
Por eso ajusta sus ideas a la mecánica de silogismos seriados que
encuentran en su misma sencillez la razón de ser de su buen éxito, de
su difusión inmediata e irresistible. Alberdi escribe para convencer.
En aras a ese propósito se informa su arte en los más puros cánones de
la propaganda y del proselitismo y alcanza su prosa los acentos de la
elocuencia en cuanto logra despojarla, recia y tajante, de los vanos
adornos de la retórica. Era periodista y abogado. Estaba al acecho de
la ocasión, presta su pluma para el ataque, el alegato y la expresión de
agravios. Ese oportunismo polémico conspiró, preciso es decirlo,
contra la estructura de su obra escrita que mereció ser más solida,
pero le dio en cambio cierta modalidad brillante, cierto ímpetu brioso
que al compensar los defectos de la improvisación atenuaría lo
efímero de su destino.
El hecho es que Alberdi, al imponerse el objetivo de convencer,
cesa de operar en profundidad cuando le llega el momento del
análisis. De ahí la increíble ausencia de matices, la absoluta falta de
ductilidad. Alberdi no sugiere, afirma; no desarrolla una idea, se
limita a estamparla. Su afán de síntesis y la correlativa necesidad de
simplificar le conducen a cierta pobreza intelectiva, probablemente
deliberada y consciente.
Es que Alberdi jamás duda, no puede dudar, pues si vacila se
resquebraja la firmeza de una convicción que quiere sea contagiosa. Y
puesto que no duda y que se abstiene de seguir el hilo de sus ideas por
el lógico itinerario de las consecuencias, se dan cita en él parejamente
las anticipaciones del profeta y los contratiempos del imprevisor.
Alberdi no era un doctor en nubes. También él estaba inmerso en
la lucha. Su aguda inteligencia le advertía que era un político de las
ideas. Por eso, al redactar apresuradamente las Bases, no pretende
utilizar letras de bronce.
Hernández pertenecía a una generación posterior a la de los
emigrados. No participó de las angustias del destierro. No se ha

19 Alberdi, Escritos postumos, Buenos Aires, 1900, XII, pág. 35.

367
doctorado en Chuquisaca como Mariano Moreno. Es un autodidacta,
cuanto sabe io aprendió por sus cabales en la dura universidad de su
esfuerzo y de la implacable experiencia. Rosas, para él, no es el
hombre urdido por las Tablas de Sangre. Lo califica de dictador y a
veces de déspota. Pero esta palabra se utiliza entonces sin discreción.
También eran “déspotas” Urquiza y muchos otros. Tampoco había
viajado al extranjero como Echeverría, Alberdi, Sarmiento. Ni
siquiera a Chile, al Perú y Bolivia como Mitre. Ni cruzado el río como la
mayoría. Por eso no es extranjerizante, ni cosmopolita. Hasta enton­
ces, 1868, sus íntimos amigos eran todos como él, criollos de alma,
criollos litoraleños. Sus límites geográficos eran Buenos Aires, Santa
Fe, Entre Ríos y Corrientes.
Cuando su primera experiencia política con Nicolás Calvo, en
“La Reforma pacífica”, oye hablar de Alberdi. Seguramente leyó las
Bases. En 1855 ya corríanlas calles cinco ediciones: dos chilenas, dos
porteñas y una correntina. En 1856 y 1858 circulan dos ediciones de
sus “escritos sobre política y derecho público argentino” (entre los
cuales las Bases), impresas en Besangon, pues Alberdi se encontraba
en París, y publicadas, en virtud del decreto de mayo 14 de 1855, que
lleva las firmas de Urquiza, del Carril y Derqui, y que se dictó con el
propósito de “generalizar sus doctrinas e inocular en el ánimo de los
pueblos las sanas máximas que revelan sus principios”.
No hay duda de que Hernández fue desde sus mocedades atento
lector de Alberdi.20 Lo revelan sus artículos periodísticos. Apenas
iniciado en las faenas del diarismo, a fines de 1860, ya está Hernández
en la onda alberdiana:
“Nuestros puertos se abren al comercio del mundo, atraído por las valiosas e
importantes producciones de nuestro suelo; nuestros desiertos llaman la inmigración, y
la inmigración vendrá estimulada por los tesoros ocultos que aguardan solamente
brazos e industrias que los exploten, nuestros mercados se abren a los capitales
extrangeros, garantidos por la estabilidad de la paz; nuestros ríos interiores, veneros de

20 En la sesión del 12 de mayo de 1881 de la Cámara de Senadores de la


Legislatura de Buenos Aires el senador Barra propone que se apruebe sobre tablas un
proyecto de ley disponiendo que el Poder Ejecutivo de la provincia adquiera
“ejemplares de la Obra del doctor Alberdi, titulada La República Argentina en 1881
(quiso referirse a “La República Argentina consolidada en 1880 con la ciudad de
Buenos Aires por capital”, Buenos Aires, 1881). El senador Ortiz de Rozas se opone
por no haber tenido tiempo para leer una “obra en cuyo favor está mal dispuesto, como
lo está siempre por la mayor parte de las del doctor Alberdi, que no le han servido para
suplir su ignorancia”. Hablan en pro y en contra varios senadores y pide Hernández la
palabra apoyando el proyecto. Califica a Alberdi de “Platón argentino” y se manifiesta
“adepto de la escuela y de las ideas del doctor Alberdi” . Puesto a votación el proyecto,
desempata por la afirmativa el senador González Cháves, presidente de la Cámara.

368
riqueza inagotable se abren para la navegación a vapor, ligando el comercio del Litoral
con el de las Provincias Interiores21 y haciendo más fuertes los vínculos que las unen; el
país todo, está para recibir los beneficios de la civilización moderna, importada por la
comunicación pronta y fácil con los primeros pueblos del mundo, fecundizada por la
política alta, leal y acertada del Gobierno Nacional,22 por la libertad de nuestras
instituciones, y por el espíritu dominante de la actualidad de orden, de libertad y de
progreso”.23

Pudo Alberdi sin mengua de su prestigio firmar el editorial.


Suscripta la paz con Buenos Aires, después de Cepeda, pónese a
cantar el interior con Hernández el himno del progreso, de la
civilización importada, délos capitales extranjeros, de la industria y el
comercio. La inconfundible música pertenecía a Alberdi y nada
faltaba en el rimero de la esperanza. Nada, ni siquiera la inmigración,
definitivamente industriosa, convocada por la voz de sirena del
desierto.
Pero salvada esa semejanza, hija más bien del colectivo quemar
incienso al Dios del Progreso, las diferencias entre Alberdi y
Hernández —talento y talante por supuesto aparte— alcanzaban los
estratos más profundos. La Argentina que ambos contemplan es la
misma pero distinta. Fugitivo de la patria, Alberdi, desde fines de
1838, ni Caseros ni el fin de la presidencia de Mitre le trajeron de
vuelta. Ya lleva justamente treinta años de ausencia. Hernández, en
cambio, chapalea en las provincias el barro de lo concreto. Al uno la
distancia solía falsearle la perspectiva; ocurríale al otro, aveces, que
el árbol le impedía ver el bosque. Sus pasiones, igualmente violentas,
tampoco se parecían. Hernández era arrebatado, hombre de partido
hasta la médula. “Yo no tengo amigos en las filas opuestas —le escribe
a Urquiza— y el que se pasa de las mías deja de ser mi amigo”. El ser
federal y patriota eran una sola y misma cosa. Patria y partido se
confundían en su espíritu. También Alberdi era federal, pero nunca
fue ni quiso ser hombre de partido. Desde joven y con Echeverría
quiso colocarse por sobre lo que llamaba la mezquindad de las
facciones. Si desemboca en un federalismo mitigado es después de
hacer el balance de los factores federativos y unitarios existentes en el
país y si se decide por aquél es porque “las cosas han hecho
prevalecer el federalismo como regla del gobierno general” y, sobre

21 Se refiere al desastrado proyecto de remontar el río Salado en barcos de


Vapor. Patrocinaba la fallida empresa, que a muchos engatusó, el español Esteban
Rams y Rupert.
22 Ya gobernaba Derqui.
23 Artículo La Nueva Época en “El Nacional Argentino”, Paraná, n° del 4-10-1860.

369
todo, porque ve en Urquiza al caudillo capaz de darle al país las
estructuras políticas y económicas que necesita.
Alberdi era un intelectual, hombre de minorías. Tenía horror al
candombe porque legitimaba al despotismo y porque las masas
ignaras servían de trampolín para el encumbramiento de los aventu­
reros y de los audaces. Profesaba por su patria un amor que
llamaríamos deshumanizado. Quería a la Argentina de sus ambicio­
nes mentales gobernada por la lucidez de la inteligencia.
Tampoco era Hernández hombre del montón, pero pulsaba al
país de otra manera. No era menor su desvelo por el logro de una
Argentina mejor, pero se había educado en la escuela del empirismo.
Se proponía poblar al desierto, pero lo conocía y no le quemaban el
alma los pastizales desolados. Era hombre vigoroso, de contienda y
de lucha. No vivía de espejismos. Quería a su tierra como era, sin
perjuicio de impulsarla por caminos de perfección. La quería aun
desgarrada y hecha jirones por el tumulto de las rivalidaes y era capaz,
en el arrebato de su pasión partidaria, de seguirla desgarrando. Tenía
los vicios y las virtudes del combatiente que en el fragor de la batalla
no obedece a los dictados de la inteligencia sino a las misteriosas y
espontáneas motivaciones del corazón.
Esa unión con el terruño y con sus hombres, ese estrecho y
permanente contacto con lo cotidiano de un vivir que siendo el suyo no
podía engañarle, desarrolló en él el egoísmo de lo vernáculo. De ahí
sus reservas y reticencias frente a la amplitud de las fórmulas
generosas que brincaban del libro para estrellarse a veces contra una
realidad que los doctores de las luces desconocían.
El tema inmigratorio es, en ese sentido, elocuente. Fiel a Alberdi
escribe que “grande es la idea de poblar el desierto”. Pero llegado a
Buenos Aires, pórtico de la tierra por donde entra la extranjería,
tropieza con la fisonomía cosmopolita de la urbe. La mitad de la
población era importada. Sobre algo menos de cien mil varones más
de sesenta mil eran extranjeros. Y con relación a los hombres válidos
el ochenta por ciento era gringo. Esa realidad le desasosiega. No
quiere confesárselo, pero el criollo que es, se siente desplazado. Esas
brillantes doctrinas de la asimilación y de la adaptación del extraño
comienzan a parecerle antojadizas. ¿Quién asimila a quién?, se
pregunta. Más todavía lo son esas consejas alberdianas equiparando
población a comercio, industria, consumo, producción y prosperidad.
“El ejercicio de los lustrabotas, de los vendedores de números de
lotería, ramos tan explotados hoy día —escribe— ¿en qué favorecen
al engrandecimiento comercial de la sociedad? Sirven más bien a la
relajación de las buenas costumbres, ofreciendo un ejemplo pemicio-

370
so y un espectáculo inmoral.” ¿Dónde estaba ese “poblador tan útil a
la libertad y a la industria, a que se refería Alberdi, o sea el poblador
disidente, anglosajón y alemán de raza”? No los ve por ninguna parte.
Pululan los españoles y sobre todo los italianos, E interroga: “¿Ha
mejorado en algo nuestra condición esa inmigración que llega
periódicamente? ¿Seremos verídicos si no decimos que la ha empeo­
rado?” Y se contesta: “la inmigración puede ser un elemento de
progreso y puede serlo de atraso” .
Luchan en el espíritu de Hernández su devoción por las grandes
consignas del progreso y su modalidad criolla reticente y socarrona.
Contempla a los gringos apiñados en la ciudad corriendo el albur de
los menesteres más bajos. ¿Es esa, acaso, la población industriosa
que venía a transformarnos? ¿No nos sirve de nada el pobre gaucho?
¿Hay que sacrificarlo en favor de esas gentes rotosas y descalzas que
nos manda la vieja Europa? Su cabeza es un puñado de dudas. Su gran
amigo, el coronel Alvaro Barros le refiere anécdotas de los gringos
enganchados en el servicio de la frontera.24 Y entonces José Hernán­
dez se desdobla. Le cede la palabra a Martín Fierro:
Yo no sé porqué el G obierno
N os m anda aquí a la frontera
Gringada que ni siquiera
S e sabe atracar a un p in go—
¡Si crerá al m andar un gringo
Que nos m anda algun a ñera!

N o hacen m ás que dar trabajo


P u es no saben ni en silla r,—
No sirven ni pa carniar,
Y yo he visto m uchas veces,
Que ni voltiadas las r e ses
S e le s querían arrimar.

Y lo pasan sus m ercedes


L engüetiando pico a p ico—
H asta que viene un m ilico
A servirles el asao—
Y eso sí, en lo d elicaos
P arecen hijos de rico.

24 El coronel Alvaro Barros, siete años mayor que Hernández, hijo de unitarios
exiliado en Montevideo, pelea junto a Urquiza en Caseros, contra Lagos cuando el sitio
de Buenos Aires y contra Urquiza en Cepeda y Pavón. Experto en la guerra de
fronteras, dice en su libro de inexcusable lectura: “los extranjeros son absolutamente
inútiles en el servicio de la frontera y sin embargo allí son remitidos” (.Fronteras y
territorios federales de las Pampas del Sur, Buenos Aires, 1* ed., 1872; 2a, Hachette,
1957, pág. 115).

371
S i hay calor, ya no son gen te,
Si yeia, todos tiritan—
Si u sté no les dá, no pitan
Por no gastar en tabaco,—
Y cuando p escan un naco
U nos á otros se lo quitan.

Cuando llueve se acoquinan


ComO el perro que oye tru en os—
Qué diablos —solo son gü en os
Pa vivir entre m aricas—
Y nunca se andan con ch icas
P ara alzar ponchos ágenos.

P a vichar son com o ciegos,


N i hay ejem plo de que entiendan,
N o hay uno solo qué aprienda
Al v er un bulto que cruza,
A sab er si es avestru za
O si e s ginete, ó hacienda.

Si sa len a p ersegu ir
D esp u és de m ucho aparato
T u itos sé pelan al rato
Y vá quedando el tendal—
E sto e s como en un nidal
E charle güebos á un gato.

Pero el otro Hernández, el redactor de “El Río de la Plata”,


utiliza otro lenguaje, el del político práctico. Se resiste a “la
inmigración sin capital y sin trabajo” porque “es un elemento de
desorden, de desquicio y de atraso. Produce sin duda alguna la
disminución de los salarios, pero ¿ése es un beneficio acaso? ¿No es
más bien la amenaza para el proletariado? Los propietarios serán los
favorecidos, pero los pobres que dependen de su salario perecerán en
la miseria”.
“Aunque esa imaginación afluya en número inmenso a nuestras
playas, es claro que no va a dirigirse en masa al desierto con el
propósito magnánimo de transformarlo en un edén. ¿Qué iría a hacer
en una tierra que no le pertenece? ¿Qué iría a hacer sin recursos para
sostenerse, sin instrumentos de trabajo, sin medios de transporte y de
comunicación con los centros de población, sin armas para defender­
se de los ataques de los indios?”
“¿Adonde se dirige, pues, esa inmigración? Se esparce en los
centros de población donde la vida es más fácil, donde no corre el
peligro de sucumbir de necesidades, donde abraza una ocupación

372
mezquina que acaso le permita* a fd«rza de economía y de miseria,
llenar la bolsa en algunos años, pero cuyo ejercicio en nada favorece el
desarrollo de las ramas de nuestra actividad comercial, llevándose
más tarde el fruto de sus ahorros para gozarlos en su suelo natal.”
Se opone a esa “inmigración, extraña siempre a nuestra suerte,
egoísta e inestable”. Quiere otra que “subsista y se nacionalice”. Ya
ha llegado al meollo del problema y propone soluciones:
“Un buen gobierno —dice— dará garantías a la propiedad, a la vida, a los
derechos de los habitantes de la campaña; dará impulso a las obras de caminos y
ferrocarriles que supriman las distancias y conquisten el desierto; promoverá y llevará a
cabo la división de la tierra, adaptándola a las necesidades de la inmigración que llegue
atraída por las ventajas positivas de su explotación; repartirá la tierra gratis a condición
de probarla; facilitará al inmigrante los instrumentos agrícolas necesarios; fundará
escuelas de artes y oficios, en donde se suministren los conocimientos indispensables al
desarrollo de esas ramas importantes de la actividad del hombre.
“Un buen gobierno echará el sólido cimiento del progreso y hará de la inmigración
viciosa, de la inmigración perjudicial, un elemento útil de orden y de progreso que
acabaría por transformar la faz de la República.”25

Pero otros contemporáneos, menos políticos o más imprudentes,


frente al hecho del aluvión inmigratorio, traducirían su preocupación
de distinta manera. Así, por ejemplo, Carlos Guido y Spano, cuya total
afinidad de ideas y de afectos con Hernández ya hemos subrayado,
escribía en 1822, al publicar parte del archivo de su padre, el ilustre
general Tomás Guido:26 “Un ejército potente, armado solo de los
instrumentos del trabajo, se desborda desde el viejo mundo en
oleadas sobre nuestras fértiles comarcas. La población criolla é
indígena, la que lidió con épico denuedo por la independencia de
nuestro Continente, habiendo dado en la defensa del suelo, y en
holocausto luego á sus dioses irritados, la mejor sangre de sus venas;

25 Las referencias entre comillas al final de este capítulo corresponden a los ya


citados tres artículos de Hernández publicados en los números 27, 29 y 32 (7-9 y
14-9-1869) de “El Río de la Plata”. Es dable precisar que con la experiencia aportada
por la primera inmigración modificaron sus ideas al respecto tanto Sarmiento
(■Conflictos y armonías de las razas en América, Obras Completas, Buenos Aires,
1888/1913, t. 37/38), como Alberdi (v. esp. Peregrinación de luz del día o V iaje,
aventuras de la verdad en el Nuevo Mundo, cuento publicado por A,, Buenos Aires
Carlos Casavalle, s. f., 1875, cap. 15, “Casos en que poblar es asolar”, págs. 28/31)
26 (Vindicación histórica. Papeles del brigadier general Guido. 1817-1820.
Coordinados y anotados algunos por Carlos Guido y Spano. Buenos Aires, Casavalle,
1882. X/XI).
(De Tiempo y vida de José Hernández; capítulo XXII. Editorial
Emecé, 1972.)

373
desfallecida, dispersa, ignorante, vése arrollada por aquellas falanges
pacíficas de una civilización invasora, infinitamente superior á la
nuestra, fundiéndose todas las razas, todas las ideas, en el inmenso
crisol de la tierra prometida de América. Es la conquista menos la
imposición y la violencia. Los nuevos elementos de prosperidad, de
intensa vida, todo lo absorben propagándose. La antigua sociedad
desaparece, y los legatarios legítimos de las primeras glorias naciona­
les, desalojados del solar paterno, ceden el paso sin resistencia
posible, a las multitudes forasteras, que nos traen con otra sangre,
otras costumbres, sus afectos, sus tradiciones, sus altares.
“Sin duda, nuestro país impulsado por esa fuerza vencedora,
llegará al engrandecimiento, á la opulencia: visión del porvenir, que es
el consuelo de los percances del presente. Por lo pronto á los hijos de
la tierra nada nos va quedando, sino el placer de proclamar a grito
herido á nuestros pobres paisanos vagabundos, el dogma de la
fraternidad universal: jabnegación sublime! ¿Cuánto tiempo tarda­
rán, entre tanto, en echar raíces aquellas emigraciones en el campo de
su labor aventurera? ¿De qué modo infundir en ellas el religioso
respeto hacia el pasado con el que nada las vincula?”

374
RODOLFO BORELLO
Rodolfo Borello

Técnica poética

Si algo separa a Hernández de los otros poetas gauchescos es la


cuidadosa conciencia artística con que su obra fue realizada. Basta
introducir un verso o una estrofa que no sea de su pluma en el Poema,
para comprobar que no encaja en un todo caracterizado por asombro­
sa identidad y calidad de estilo. Su factura se mantiene en todos los
versos y momentos exactamente eficaz y poderosa.
Su lenguaje, su estilo, son de admirable sencillez. No cae en lo
buscadamente campesino, como Ascasubi o del Campo, que por
momentos rozan el pastiche de un habla gauchesca. Pero tampoco se
deja dominar por las caídas en la poesía romántica culta de la época,
que tanto agobian al Fausto. El cuidado en la composición de la
Vuelta, tan bien estudiado por Leumann, muestra cuál fue su
búsqueda ahincada de una oralidad que no escapara en nada al
modelo que había elegido. Y es que Hernández tenía clara conciencia
de qué quería hacer, y de las dificultades que la obra significaba.
Como escribió Olga Fernández Latour:
“El caso de Hernández es, sin embargo, particularísimo. Su lenguaje y su estilo
son mucho más reales, mucho menos caricaturescos que los de los otros poetas
gauchescos. Y esto fue posible seguramente, porque Hernández conocía y supo
aprovechar las dos dimensiones de esta perspectiva: se apartó de lo folklórico lo
necesario para elegir sus rasgos característicos (y así parecer realmente folklórico ante
la cultura urbana) y se alejó de lo gauchesco lo suficiente para suprimir su visión
deformante (y realizar así la obra más parecida a lo auténticamente popular)”.

Todo esto confirma la necesidad de rechazar la imagen del


repentismo o la improvisación. Este rigor sostenido en la ejecución
del Poema se muestra en cada estrofa, en cada verso, en la ordenación

377
argumental de las coplas, en la oralidad que equivale magníficamente
a contar, cantando...
Sus mejores logros nacen de su habilidad para narrar mantenien­
do siempre tenso el interés del lector que supone —de manera casi
obligada— un oyente gustoso de percibir las veladas intenciones que
subyacen en ciertos momentos del canto: lo irónico, lo elegiaco, la
crítica social, lo cómico.
Como gran narrador, Hernández usó la técnica homérica que
emplearon Balzac y otros sabios en el arte de contar una historia:
preparar por separado episodios conclusos de extraordinaria intensi­
dad que el montaje posterior permitíale insertar en los momentos del
relato que juzgaba adecuados. Esas piezas perfectamente ejecutadas
(pelea con el Indio, la Payada final, la estrofa sobre el gringuito
cautivo, la historia de Vizcacha, el relato de Cruz o las habilidades de
tahúr de Picardía) van luego a encajarse, sin suturas perceptibles, sin
saltos o diferencias de nivel, en el todo armónico del libro terminado.
Doble y admirable capacidad creadora que se reitera en todo el
poema.
El gran instrumento de esta dificilísima labor fue la estructura
cerrada y sin fisuras ni debilidades de las estrofas-fotogramas (como
las denominó sabiamente Martínez Estrada). Las estrofas son
pequeñas y perfectas islas ya narrativas, ya lírico-épicas, ya puramen­
te líricas, que se van dando como los pasajes de una payada,
separadas por las indispensables pausas. El Poema avanza así con
una ilación entrecortada que el oyente unifica dentro de sí: pausa
(para la intelección, la comprensión unificadora con el resto), estrofa,
pausa. A cada silencio sigue el relato o el canto.
Para evitar la posible monotonía de repetir una misma ordena­
ción en el ritmo de cada estrofa, Hernández varía las pausas, la
métrica, y también la ordenación de cada estrofa. Pero siempre
cuidando de que el remate de cada una (en los dos últimos versos que
la remachan con un dicho, refrán, apotegma, o conclusión lógica ya
argumental, ya lírica) conlleve un pellizco oral, un toque final que
conmueva, por la coincidencia precisa de concepto-oralidad fónica, al
oyente. Léase los finales de algunas estrofas tomadas al azar y se verá
qué queremos decir con esto. Este remate cerrado de cada estrofa lo
tomó Hernández de la más pura tradición payadoresca; él lo convierte
en un método creador llevado a sistema. Esta autonomía estética y
significativa de cada estrofa, que sumaba a ello un remate cerrado y
eficacísimo desde el punto de vista fónico, le facilitó la ardua tarea de
colocarlas en el orden que sólo él sabía era el mejor, el más exacto y
expresivo tanto desde el punto de vista del avance del relato, como de
la composición final de cada canto y del libro todo.

378
Hernández además perseguía algo diferente a todos los anterio­
res poetas gauchescos. En la forma de narrar elude las repeticiones,
los materiales innecesarios. No cae en los excesos descriptivos de
Ascasubi (que más que describir parece inventariar), ni en los gustos
pintorescos de Del Campo. No describe paisajes, no enumera, no
quiere entretener con la pura conversación. Siempre describe mesu­
radamente, narra con las palabras exactas, ni una de más: eso explica
que la acción asume en él tanta fuerza; es que entrega unas pocas
claves, apenas medidos perfiles de la escena. El resto lo pone la
imaginación del que escucha, que llena los vanos de esos aguafuertes,
de esos grabados de escuetos y contados trazos.
Como ha escrito Martínez Estrada, que es quien mejór compren­
dió estos aspectos del Poema:
“Es la técnica de dialogar y de narrar que tiene el paisano: nunca sigue hablando
después que el interlocutor ha captado su intención. Se maneja con intenciones, las
enuncia y, una vez fijadas, deja que el oyente complete su pensamiento... Este es el
procedimiento de Hernández, y acción y personaje quedan descarnados, reducidos a
vivencias que son intuidas por los demás, muchas veces mejor que si él hubiera
suministrado todos los datos”. (159, 2* ed., vol. I).

Hay instantes, sin embargo, en que Hernández se detiene en


detalles, pero siempre con la intención de potenciar estéticamente el
pasaje, no para entretener o para ufanarse de su habilidad extraordi­
naria. Así, son ejemplares como cuidado en los detalles descriptivos
el de las formas que debe usar el gaucho para orientarse en la noche,
las habilidades de Picardía en el juego, el mundo de Vizcacha, el
cuidado del caballo por los indios, los preparativos de Martín Fierro
para pelear con la Partida, escena con el centinela, pelea de Cruz con
el Viejo Comandante. Pero frente a este cuidado en los detalles no se
olvide el extenso relato del Hijo Mayor, suma de abstracciones y
alusiones imprecisas que difieren totalmente de la extraordinaria
nitidez de los pasajes antes mencionados.

La estrofa

La estrofa está siempre o casi siempre construida en tres partes:


la primera son los dos versos afirmativos i/iquí me pongo a ca n ta r/a l
compás de la vigüela); en general plantean el tema en forma concreta.
Los dos versos del medio constituyen casi siempre una divagación o
referencia que subraya los anteriores. Los dos últimos cierran el
planteo inicial con un dicho, rematan firmemente la estructura. Cada

379
estrofa contiene un tema, cerrado y trabado, Son breves poemas en sí
mismas.
La estructura de cada estrofa es siempre sólida, y la parte más
débil queda al medio. Los dos primeros están hecho con extremada
precisión y con los finales remachan ajustadamente cada estrofa.
Por eso ha escrito M. Estrada que cada estrofa es un poema, por
la economía, la estructura y la independencia de las demás:,
“Hernández trabaja separadamente cada estrofa; en cada estrofa, cada verso...
No solamente la estrofa es una pieza entera, viva, con personalidad, sino que es una
concepción que no se subordina a lo anterior ni a lo que sigue... lo cierto es que siempre
el Poema resulta más coherente, más flexible, en el recuerdo de la lectura que en la
lectura misma... Como la película está hecha de fotogramas independientes que la
visión funde en un todo orgánico y ondulante, melódico y plástico, así el Poema en otros
órganos no menos finos que el ojo. Pero cada estrofa es un fotograma. Se le puede fijar y
observar: está completo”.

La unidad del verso no es el de ocho sílabas, sino el par, como


ocurre en la tradición popular de los dichos y refranes. Por eso la
unidad común en todo el Poema es el verso de dieciséis sílabas, como
en el Romancero. La unidad de sintaxis y aun de contenido son dos
octosílabos.

Métrica

En las dos partes predominan las sextillas (o sextinas): estrofas


de seis versos octosílabos de rima consonante. Esta estrofa asume
características muy peculiares en Hernández. La rima es: a, b, b, c, c, b
(con variaciones). Esta estrofa tiene su origen en la décima, a la cual se
le suprimen los cuatro primeros versos. Otra nota de su originalidad
está en que el primero queda libre en su rima, y le siguen dos
pareados, rematados por un retomo a la rima de los primeros
pareados.
Ya los primeros poetas gauchescos habían dividido la décima en
dos partes de cuatro y seis versos respectivamente (Ascasubi, Del
Campo, Lussich). Hernández se quedó con la última parte y produjo
una estrofa originalísima y propia. Otro aspecto original consistió en
usar consonantes muchas veces imperfectos que a primera vista
parecen asonantes. Pero que dichos en el nivel oral en que está
colocado todo el Poema, reasumen su exacta medida y funcionalidad
poética.
Aunque la mayoría de los versos son octosílabos, debemos

380
exceptuar dos seguidillas de seis versos cada una, formadas por una
copla más un estribillo de dos versos (I, 1957-1988). Los versos,
tomados de la poesía folklórica, tienen esta medida silábica: 7 ,5 ,7 ,5 ,
7, 5 y riman a, b, a, b, c, b.
En el Poema, además de 1063 sextinas, hay 74 redondillas, 48
cuartetas, una décima, cuatro romances; siempre acomodados al
pasaje y a la situación.
(De Hernández: poesía y política, Ed. Plus Ultra, 1972 '

381
BERNARDO CANAL FEIJOO
Bernardo Canal Feijoo

EL ENIGMA DE LA GENIALIDAD EN EL POEMA

Sarmiento habría sido el primero en connotar —jen denunciar!—


cierto “tinte oriental” en rasgos del carácter y costumbres criollas. La
observación no respondía desde luego a intenciones apologéticas;
surgía para reforzar el segundo término de la célebre antinomia:
civilización y barbarie. Pertenecía al autor del “Facundo”, la teoría
típicamente ilustracionista de la cultura, como atributo individual y
selectivo, metódicamente agenciable conforme a pautas pedagógicas
de importación por así decir, descontada la “ineptitud” natural (de
raza, diría Alberdi) del pueblo americano para la originalidad en ese
plano. (Alberdi acuñaría la fórmula extrema de este desahucio en el
más atroz de los dogmas o “puntos de partida” de su filosofía político
-social: “Europa piensa, América ejecuta”).
“ Orientalismo” era así en cierta manera un eufemismo que
sobreentendía antiindigenismo.
El orientalismo connotado como tara congénita contrapuesto al
europeísmo anhelado culturalmente podría ser hoy juzgado rema­
nencia inconsciente de colonialismo en aquellos espíritus ciclópeos
que por otra parte pretendían estar abriendo rutas a lá liberación.
Preguntémonos si en la secreta resistencia al orientalismo pulsado en
ese plano, no tendría que reconocerse un remoto eco del equívoco
inicial del Descubrimiento y la conquista, que hizo que se llamara
“indios” a los aborígenes americanos, esto es con el mismo gentilicio
de los naturales de las remotas “indias orientales”. .. Las iniquidades
de la Conquista terminaron enredando el equívoco inicial en pasiones
elementales, todavía latentes en el notorio antiindigenismo de las

385
clases “cultas” y en la subestimación de los “rasgos orientales” en los
perfiles tipológicos del criollo.
Parece descontable —aceptado y sobreentendido por autoriza­
dos exegetas—- que, en las inspiraciones del Poema, Hernández salía
a contestar afrontadoramente la negación sarmienteana, oponiendo a
la teoría facúndica de la cultura, otra teoría suya que, sin excluir por
supuesto la “instrucción” escolar invertía los términos del problema.
Frente a la teoría de la cultura alfabética, intelectual y apósita,
pautada a normas traducticias abstractas, propugnada por el émulo
ilustre, venía a postular la teoría de una cultura “auténtica”, o mejor
dicho a partir de una condición inherente a la personalidad del sujeto
nacional. Precisamente en los rasgos de tinte “oriental” peyorados o
desdeñados por la teoría magistral, el Poeta gaucho creía encontrar
los fundamentos para la suya, que por último engarzaba en el
concepto antiguo de “la sabiduría del corazón” o “ciencia del pobre”
ponderada en los libros bíblicos. Las “ Cuatro Palabras de conversa­
ción con los lectores”, formuladas por Hernández para contestar
primeros escrúpulos de la crítica culta, demostraban lo que en
ese “orientalismo” asumido arrostradoramente en el Poema, iba
envuelto de una concepción en el fondo más “universal” o humanís­
tica de la cultura, como cultura de virtudes primordiales del alma
criolla, esas que los espíritus cultos subestimaban bajo el nombre de
meros instintos de libertad y coraje, y cierto misterioso don natural
del canto, anticipado en un notorio sentimiento “rítmico” del
lenguaje verbal. Una cultura, pues, extractiva y de comunión, más
honda y amplia que esa otra, que sólo parecía perseguir el rescate
personal del individuo, distanciándolo de “su” comunidad por el
cultivo de facultades principalmente intelectuales o discursivas.
La implícita teoría hemandiana no podría dejar de parecer hoy
insostenible, si pudiera ser comprensible a esta altura de los tiempos.
El propio Hernández la desplegaba polémicamente ya batiéndose en
retirada; lo sugieren algunas entrelineas visibles de sus “ Cuatro
Palabras”. Y lo significa claramente el Poema mismo, de un modo que
forma parte de las medidas de su genialidad, y da cuenta de la
distancia verdadera que lo separa de la obra de su émulo.
Contestó al envite en prosa caliente del autor del “Facundo” con
notable habilidad sofística trasladando la respuesta a otro plano del
lenguaje: ¡en verso modulado al compás del instrumento; contestó
cantando!... Así soliviaba la cuestión a un plano de quintas esencias
líricas y simbólicas, que obvian —si resultan logradas— toda razón
polémica.
El Poema homologaba una cima —¿sima, acaso?— no alcanzada
por el “Facundo”, que no había logrado superar la imagen casuísticay

386
prontuar al —sociológica— del gaucho, y que ahora el Poema
rescataba empinada a trascendencias de arquetipo absoluto. Lograba
plasmar el símbolo unánime definitivo del idealismo argentino,
vanamente tentado hasta entonces desde La Cautiva, él alcanzándolo
en la imagen del Gaucho que se aleja a caballo, tan fortuitamente
centrifugado por la Historia, como expulsado —con los debidos
honores del canto— por su propio cantor, hombre culto poseído del
espíritu de nuevos tiempos, que “ya están en otra cosa”.

Hay varias imágenes del Gaucho y su destino en el Poema: el


condenado a “la frontera” (el remitido por la civilización al indio); el
desertor y matrero (el librado a sus instintos primordiales de libertad
y coraje); el que “vuelve”, cansado y aconsejador, de esa doble
experiencia. No es esta última, en cierto modo catártica la que
interesa esencialmente al idealismo del alma argentina, no obstante
su inclinación a todo tipo de “prudencias”; no es tampoco y desde
luego la otra imagen, la del desertor y matrero, aun cuando ésta pueda
darle pie para sus probadas inclinaciones judiciarias y punitivas en los
estudios sociológicos.
La imagen que interesa fundamentalmente al idealismo argenti­
no es la virtual y trascendente en el Poema: la del gaucho que se va a
caballo, “derecho ande el sol se esconde”, a su ocaso, pues, expulsado
por la historia de su patria, pero —en el Poema— con todos los
honores de la lira inspirada, imagen así fiel a una pasión unánime del
alma argentina, siempre inclinada a aferrarse a un pasado del cual en
el fondo quisiera desprenderse y que de todos modos se le escapa de
las manos...
No cuesta mucho advertir que las encarnizadas hurgas de
trasfondos “circunstanciales” en que se ha mostrado particularmente
empeñada hasta hoy la exégesis (desentendiéndose demasiado de
valores en sí del Poema, quizá descartándolos por obvios cuando no
por secundarios) muy poco disfrazan en el fondo un anhelo, consciente
o subconsciente, de adherir al desahucio social e histórico del gaucho
—real—, fatalmente condenado a la trituración entre los engranajes
de la ley del “progreso” asumida metódicamente desde la Constitu­
ción. El afán de ubicación “circuntancial” —con que sin duda se
aspira a rescatarlo en “su verdad” histórica— en definitiva lo acula
contra el paredón del Holocausto. No era, bien mirando, otra la
postura del propio Hernández ante la cuestión. El “canto” que en el
Poema empina la imagen del gaucho a la Apoteosis, envuelve al mismo
tiempo la propiciación del desahucio y la expulsión histórica. Masón y
culto, Hernández estaba —no podía dejar de estar— de todos modos
por la causa de “la civilización” en el lenguaje sarmientino, la causa en

387
suma de la Historia moderna, por mucha que fuera su simpatía por la
causa elemental del gaucho. Su “defensa” puede más por “el canto”
que por el alegato. Necesitó rodrigonarla de una cuasi-teosofía
masónica para darle firmeza. Si no concedió al canto acentos de
himno, tampoco quiso que los tuviera de requiem. Genialmente por
último decidió que el héroe se retirara “prudentemente” por el foro, si
bien a compases que algo tenían de missa solemnis, profana por
supuesto, con ingredientes de misa negra, y aun bárbara, como
corresponde a la pasión americana (1173).

¿Quién duda ya de la genialidad de Sarmiento? ¿Quién no reco­


noce que su genio traspasa de punta a punta al “Facundo”, y buena
parte de sus demás obras? Es una fuerza —una potencia— que se
siente marchar con él, con su persona, que traspasa cada una de sus
obras y sigue luego su carrera, camino a otra cosa, libro o acto. Es un
genio de paso en cada una de sus obras. Fue Echeverría quien primero
sintiera en las ingencias del “Facundo” una falta: la falta de una
medida trascendental, perdida —para Echeverría— en el fárrago del
“ cuento y la anécdota” en que a su ver, se distraía Sarmiento.
Echeverría sentía frustradas las potencias indisputables del talento
literario de Sarmiento, en la inespecificidad de su obra, que aquel no
hallaba ajustada a “sistema” (filosófico), ni a género literario especí­
fico. Con lo muchísimo que abarca y acumula, de sobra para lograr
una obra acabada, algo quedaba no alcanzado a abandonado: algo que
Echeverría parecía entrever como una sublimación del inmenso
material acarreado en la obra. La prolijidad descriptiva o analítica no
logra extraer del “tipo” y “las cosas” las substancias que solivian el
tipo al arquetipo, las cosas al símbolo, el ideario al sistema. La
conclusión, para el punto de vista echeverriano, vendría a ser que el
genio del autor puede rebasar su obra sin lograr hacer de ella una obra
genial, cuando no se prueba alcanzando esas trascendentaciones de
los elementos anecdóticos o intelectuales convocados.
Si en el caso de Sarmiento, la genialidad personal desbordaba la
obra, la ecuación inversa se daba en el caso de Hernández. ¿Quién
duda de la genialidad del Poema? Y he aquí que nada probaba o
anunciaba al genio en su autor, antes del Poema ni lo confirmaría
después. Toda su genialidad comienza y acaba en éste. Diríase
incluso que Hernández mismo desaparece ahogado en la genialidad
del Poema. Fue su paréntesis genial.

Todo el mundo reconoció en el lenguaje del Poema lo que sin


duda desde antes se entendía o sobreentendía por “el lenguaje

388
gaucho”. No consistía simplemente en ciertos giros modismales del
ámbito agropecuario; implicaba cierta “entonación” prosódica carac­
terística, cierto “imaginismo” peculiar que transfiere fluidamente los
conceptos a imágenes, cierta tendencia, que Hernández llamaba
“rítmica”, a encapsular la expresión en nítidos octosílabos; cierta
natural sentenciosidad en el giro intencional. Podríamos hoy repre­
sentarnos el lenguaje gaucho con esas modalidades, como un precipi­
tado muy particular del proverbialismo bíblico, el refranismo hispano,
el sintetismo de los idiomas indígenas, es decir con mucho de
“orientalismo” infuso. Todo ello instrumentado —para el sentir de
Hernández— en un ser de raras aptitudes líricas, ingénitamente
facultado al “canto”, esa instancia de la expresión humana que
alcanza a todos, cultos e ignaros, grandes y chicos, por las vías de la
sensibilidad a unos, del intelecto a otros. “Digo que mis cantos so n /
para los unos sonidos/para otros intención” (405). Las coplas le van
brotando como agua de la vertiente. El proverbio, el refrán, la
metáfora, la sentencia, se vuelven naturalmente canto en la voz
gaucha. Fue el hallazgo intuitivo fundamental de Hernández, ese de
esa instancia trascendental del lenguaje gaucho. “De naides sigo el
ejem plo/ naide a dirigirme viene”. (419).

Hondura misteriosa en que la voz personal sube al encuentro del


Verbo que desciende en su busca: “ .. .imploro al alma de un sabio/ que
venga a mover mi labio/ y alentar mi corazón”. (398).
Lo que a la altura de la expresión en que cuaja el Poema
pertenece al alma elemental del gaucho, y lo que le presta el alma
“sabia” de Hernández, sería muy difícil discernirlo; es cosa que forma
parte del misterio de la genialidad del Poema, uno de cuyos nombres
es el de consubstanciación de esas dos almas. Hernández poseía un
lenguaje o estilo personal suyo, no muy difernte, mejor ni peor, que el
de muchos de sus contemporáneos cultos, de pluma comprometida a
la polémica política, al periodismo, al discurso parlamentario. Pero
sube a su Poema, para entregarse “con toda la voz que tiene” al
lenguaje más común, que él asume arrostradoramente, no imitando o
parodiando como los llamados “gauchescos” cultos. El poeta canta en
el Poema por boca de sus gauchos, que por su parte cantan por la de él.
Madame Bovary pudo haber sido Flaubert; no falta en el
mecanismo de la creación imaginaria la ambivalencia de muchas otras
operaciones del ser. Hernández iba más lejos; sin ningunísima duda
Martín Fierro era él, pero Martín Fierro no era un simple individuo,
arrinconado en su distrito y en su subjetividad; era legión, el uno-todo
anónimo arrasado por la dialéctica histórica. Lo que en esa consubs­

389
tanciación había de misterio gozoso, lo significaba bien a las claras el
que Hernández sintiera necesidad de expresarla en canto.
El Poema empinaba ese lenguaje a punto de convergencia
unánime del alma argentina; máxima revelación de un genio colectivo,
a la vez impersonal y encarnado, que empezaba allí ganando la partida
en el plano más general de la comunidad, para terminar imponiéndose
sin ninguna reserva esencial en los planos culturales más elevados.
Desde ese momento cabe ya hablar sin miedo de un lenguaje y un
arquetipo nacional, incluso de un mito de comunión unánime,
atrevidamente instituido por inspiración genial a ras del “pueblo”,
ese limo de las germinaciones primordiales del alma humana.
Quedan, desde el Martín Fierro, propuestas a la meditación
argentina algunas cuestiones capitales para el espíritu creador.
¿Puede existir un genio creador ajeno al genio colectivo? ¿Cabe
realmente hablar de un genio colectivo —ese volksgeist de los
románticos de antaño? Admitamos sin vacilaciones que sí, desde que
hay un lenguaje común, anterior al escritor, que no es de su invención,
que es tradicional, y del que necesita partir aún para sus antojos más
disparatados. ¿Logra el escritor probarse genial, en qué medida: en
la medida en que lo prueba más común y general, o en que lo substrae
a la generalidad, con antojos intelectuales más o menos ingeniosos o
crípticos?
Genio tiene la misma raíz de génesis y de género. No hay genio de
la singularidad pura, de la diferencia individual; se reconoce al genic
en el individuo por el diámetro de “totalidad” resumida o concentra­
da en él.
El poema gaucho revelaba un lenguaje del pueblo en el cual todos
podían entenderse, incluso los “doctores” de la cultura. Más todavía:
en que cultos e ignaros siguen pudiendo entenderse ya en otro siglo.
Presta todavía lenguaje a la literatura, popular o culta. Es puente de
unión —¡de comunión!— tendido entre los dos extremos de la cultura
nacional, calidad no compartida con ninguna otra obra del acervo. ¿No
está allí inscrita la clave del enigma de su genialidad?

(De las '‘aguasprofundas” en el M artín Fierro', ed. Fondo Nacional


de las Artes, 1973.)

390
ACOTACIONES FINALES
José Isaacson

ACOTACIONES FINALES

El recorrido por la muestra que acabamos de exponer, permite


advertir cómo el Martín Fierro ha ido creciendo en la estimación de la
crítica. La recepción del poema en el nivel popular es bien conocida: la
masa ignara de la campaña lo adoptó de inmediato como artículo de
primera necesidad, y no vale la pena insistir sobre materia tan sabida,
salvo, quizá, para subrayar lo obvio: el personaje se reconoció en el
espejo.
Muy varia y distinta fue y sigue siendo la actitud de sus críticos,
hermeneutas y exegetas. Desde el menosprecio hasta el ditirambo
—contra el cual, con alguna justicia, se manifiesta Unamuno— la
óptica para juzgar al Martín Fierro ha sido deformada por la lente
política de los críticos, que suele estar alejada de pautas referenciajes
literarias que aunque no sean suficientes, siguen, ciertamente, siendo
necesarias. Esa óptica, como no podía ser de otra manera, necesitó de
la adecuada perspectiva, pero, y aunque resulte lamentable recono­
cerlo, el siglo transcurrido desde la aparición del libro no ha bastado
para superar ciertos antagonismos. Todavía se siguen alimentando
pasiones ya denunciadas como obsoletas por el maestro de la
generación del 37. Echeverría, sostenida y reiteradamente, expuso la
urgencia de elaborar una síntesis que reflejara las necesidades
nacionales. Se podría objetar que el poema escrito veintiún años
después de la muerte del autor del Dogma socialista es hijo,
precisamente, de condiciones sociales que sostuvieron aquellas
divergencias. Los problemas sociales no se resuelven con buenas
intenciones y, menos, con actitudes orales. Si el pensamiento de
Echeverría o, si se prefiere, parte de él, se mantiene vigente, es

393
porque no hemos sido capaces de superar sustancialmente las
condiciones sociales, políticas y económicas que motivaron y engen­
draron ese pensamiento. De ahí, entonces, el carácter del poema
hemandiano, carácter de denuncia en el exacto nivel desde el cual lo
puede apreciar el pueblo; de ahí, también, su éxito, que todavía nos
sigue sorprendiendo: por fulminante y por duradero, características
que pocas veces se compadecen. Por eso, por su premeditación, la
denuncia del Martín Fierro puede parecer la de “la ratería menor”,
como la califica Martínez Estrada, quien, como otras tantas, felizmen­
te se contradice: “Lo grandioso del Martín Fierro —afirma— es que
discierne bien al agente, al títere, de las fuerzas sociales ocultas”.
Es la peculiaridad anecdótica del Martín Fierro, la que, justa­
mente, permitió su amplia difusión en los estratos populares, como
conscientemente lo pretendió el poeta, quien, asimismo, con toda
lucidez determinó su publicación en folleto para facilitar el acceso del
poema a manos del pueblo, su legítimo y natural destinatario. La
pequeña denuncia, por otra parte, era —nada menos— el síntoma que
permitía percibir todo lo que había detrás de la misma: la situación
del país, la carencia de estructuras adecuadas para construir sobre
cimientos sólidos y, lo que es peor, la construcción sobre cimientos
ajenos.

El lector habrá advertido que, como hemos dicho en nuestra


Aclaración, los textos reproducidos en el volumen tratan, en lo
posible, distintos aspectos del poema, aunque no siempre hayamos
podido evitar las superposiciones temáticas. Habrá advertido, asi­
mismo, que, en no pocas oportunidades, los textos se contradicen. Es
que hemos querido reflejar las opiniones de críticos situados en
distintas corrientes, no sólo estéticas sino políticas, y de ello derivan
tensiones polémicas reveladoras de la vitalidad del poema.
En cuanto a las contradicciones, ellas pueden encontrarse, no
pocas veces, dentro de la obra de un mismo crítico. Creemos oportuno
citar algunas en que incurren dos escritores que por su importancia
dentro de la literatura argentina contemporánea, revisten particular
interés. Nos referimos a Ezequiel Martínez Estrada y a Jorge Luis
Borges. Este último, que ha dedicado algunos breves y ocasionales
estudios al poema de Hernández, reconoce que Muerte y transfigura­
ción de Martín Fierro es la obra fundamental que hasta la fecha
tenemos sobre el poema. Y, ciertamente, pensamos que, a pesar de
sus arbitrariedades y de sus contraposiciones, continúa siendo, hasta
ahora, la obra que más exhaustivamente ha tratado el tema, y desde
un nivel de comprehensión, conocimiento so ció-histórico, metodolo­
gía crítica y —sobre todo— valor civil, infrecuente en la mayoría de

394
nuestros escritores coetáneos más ocupados y preocupados por
problemas de status y de lo que se podría llamar, y se llama, carrera
literaria (que no pocas veces entraña una verdadera huida y no sólo
literaria) que de los problemas del país y de sus hombres.
Señalemos, de paso, que no deja de ser curioso que Martínez
Estrada le enrostre a Hernández su falta de cultura. Claro que —no
podía ser de otro modo— luego se contradice, pero, no obstante,
conviene subrayar que cuando una voz llega a ser la voz de un paisaje
humano en un momento dado de su historia, ello implica un
conocimiento consustancial con las costumbres y el hábitat de ese
hombre, que constituyen el grado sumo a que puede llegar la cultura
de un individuo. Lo que pasa es que estamos demasiado acostumbra­
dos a designar como “culto” a quien domina los matices de las
culturas de importación, que vienen a ser esos barnices de la cultura
en tanto aditamento, salsa y mero condimento, ásperamente denos­
tados por Herbert Read en To hell with culture!
Otra de las observaciones, que no podemos menos que formular,
es lo sorprendente que resulta que alguien como Martínez Estrada,
tan inteligentemente preocupado por la realidad nacional y por los
avatares de su historia, pueda afirmar que por su lenguaje el poema
pudo haber sido escrito antes de la Independencia. Este criterio
ahistórico no resiste el menor de los análisis, ya que el lenguaje de un
poema no se agota en los rasgos filológicos de las palabras que
integran sus versos. Desde este ángulo, aprecian fundamentalmente
el poema, por lo español de su idioma, Unamuno y luego Menéndez y
Pelayo, pero Martin Fierro ni siquiera es imaginable sin el proceso
que pasa por las creaciones primarias de Bartolomé Hidalgo, sin dejar
de mencionar, por otra parte, el ingente aporte de voces indígenas
incorporadas al texto y que lo impregnan con un casticismo sui
generis. El lenguaje de un poema y sobre todo el lenguaje de un poema
tan rico y alimentado por tan distintas vertientes como el Martín
Fierro, no puede ser interpretado separándolo —lo que por supuesto
dista de la actitud magistral del autor de Radiografía de la p a m p a —
de su contexto social e histórico. Por eso resulta incomprensible la
afirmación de Martínez Estrada, que estamos discutiendo, en tanto el
lenguaje del poema se articula con la política de fronteras, con la vida
en los fortines, con las levas, con los malones, con el interminable
desierto, y con algunos personajes que tipifican y ejemplifican las
diversas formas de la injusticia y de la incontinencia prepotente de los
poderosos, en un medio social dado. Ese es el lenguaje del poema,
lenguaje correspondiente a la época de su concepción y de su
alumbramiento y, por ello, coincidente con la hora histórica en que fue

395
publicado, logró esa milagrosa recepción colectiva que todavía hoy,
cien años después, continúa conmoviéndonos.

Si fundamental —pese a todas las discrepancias posibles— es


dentro de la bibliografía hernandiana la citada obra de Martínez
Estrada, no dejan de ser importantes, como definidores de una
posición diametralmente opuesta, los breves ensayos que Borges ha
dedicado al tema que nos ocupa. Entre las opiniones de Borges, sólo
aparentemente preocupado por la historia, ya que a la idea del devenir
prefiere la de un presente absoluto donde el antes, el después y el
ahora confunden sus vagos límites, no puede sorprender la elusión de
todo sentido vinculado con la idea de un proceso literario. Por eso se
opone a casi todos los historiadores de nuestra literatura y en primer
término a Ricardo Rojas, a quien nombra explícitamente, que
“quieren derivar la poesía gauchesca de los payadores o improvisa­
dores profesionales de la campaña”. Y pretende negar el origen
netamente popular de la poesía gauchesca contradiciendo las funda­
das opiniones de Rojas, quien —afirma Borges— hace “de una
plumada payador a Hidalgo” “para ilustrar así su doctrina de que la
poesía gauchesca procede de la popular”. El autor deElAleph quiere
negar lo evidente e incurre en un razonamiento paralelo e inverso al
que le critica a Lugones. “Bartolomé Hidalgo —dice— pertenece ala
historia de la literatura, Ascasubi, a la literatura y aun a la poesía. En
El payador, Lugones sacrifica a los dos para mayor gloria del Martín
Fierro. Este sacrificio deriva de la costumbre de considerar a todos
los poetas gauchescos como simples precursores de Hernández”.
Borges, podríamos decir, incurre en la costumbre de sobrevalorar
el mérito literario de Ascasubi y aun en inferir valoraciones “éticas”,
al sostener que los versos de éste son más “valerosos” que los de
Hernández. Todos, evidentemente, tenemos nuestras “costumbres”
que, en materia de crítica literaria, se confunden cuando en el
trasfondo de nuestra actitud crítica sostenemos como vigentes
aquellas posiciones antinómicas ya denunciadas, como dijimos más
arriba, por el autor de la “ Ojeada retrospectiva sobre el movimiento
intelectual en el Plata desde el año 37”.
No es posible desvincular la crítica literaria de la realidad social e
histórica. Ni Dickens pudo ser argentino, ni Payró, inglés. En el caso
particular de la poesía gauchesca, no se trata de elaborar una
“costumbre” que disminuya a los predecesores para encumbrar a la
obra maestra del género. Es que la idea misma de un proceso literario
entraña la de la consiguiente evolución que partiendo de un estadio,
alcanza un ápice determinado; éste no hubiese sido posible sin el paso
por las posiciones anteriores y sucesivas que, como tales, son

396
imprescindibles y, por eso, igualmente valiosas pues sin ellas el
proceso mismo no existiría y la obra maestra que lo define y tipifica
hubiese sido imposible. Piénsese en el laborioso proceso que desem­
boca en el Quijote, hijo del genio de un idioma y de un pueblo, sin que
esto implique excluir al irreemplazable autor. Sólo que éste alcanza
las cimas de la genialidad justamente por haber sido el vehículo de ese
proceso que, por otra parte, sin él carecería de sentido. No creemos en
los alumbramientos abstractos y afirmar que “ el arte es, ante todo,
imaginación” es invertir la proposición y pretender que la pirámide
descanse sobre su vértice. Nadie piensa poner en duda la importancia
de la imaginación, pero cuando se analizan obras como el Martín
Fierro que —ya lo señalamos en el trabajo inicial de este libro— más
que representar un individuo dan la imagen de todo un pueblo, es el
estadio social, político y cultural de ese pueblo en el momento en que
la obra es realizada, el que impone su decisivo peso específico. Todo
lo demás son las herramientas, el preciso instrumental de que se vale
el artista capaz de plasmar un complejo socio-histórico dado. Por
cierto que éste no es el destino de toda obra de arte, pero aquí se trata
del Martín Fierro. Por eso, Lugones ubica el poema dentro de la épica
y aunque pueda discutirse su tesis, lo fundamental a que apunta, y eso
es lo que debe ser subrayado por encima de la precisión taxonómica,
es que el poema trata de un drama social de cuya singular expresión
deriva su vigencia y el permanente interés que despierta en las capas
sociales que no están en condiciones —por lo menos no están en las
mejores condiciones— de apreciar valores meramente estéticos.
Porque si el Martín Fierro es nuestro poema nacional, no lo es por
adhesiones más o menos sectoriales, sino por una conjunción plural
que así lo ha querido. El héroe del poema representa una realidad
social bien definida y delimitada y no se puede barrer su trasfondo
histórico, simplificando y reduciéndolo al caso “individual de un
cuchillero del mil ochocientos setenta”. Tesis que coincide con la
sostenida por Calixto Oyuela: “El asunto del Martín Fierro no es
propiamente nacional ni menos de raza ni se relaciona en modo
alguno con nuestros orígenes como pueblo ni como nación política­
mente constituida. Trátase en él de las dolorosas vicisitudes de la vida
de un gaucho en el último tercio del siglo anterior, en la época de la
decadencia y próxima desaparición de ese tipo local y transitorio
nuestro ante una organización social que lo aniquila”. Dejando a un
lado conceptos tan discutibles, indefinidos y abusados como el de
“raza”, este párrafo es claramente ilustrativo de hasta dónde el
nominalismo puede triunfar sobre el realismo, y revela con claridad la
sorprendente óptica de un intelectual que en pleno reinado del
positivismo es capaz de darle la espalda a todo lo que sucedía en el

397
país para preferir la cómoda reducción a lo individual (las dolorosas
vicisitudes de la vida de un gaucho) de todo el proceso social.
Asimismo, no deja de sorprender esa otra simplificación que supone
afirmar “la desaparición de ese tipo local”, como si con él desapare­
ciese el estadio histórico correspondiente y como si la historia de un
país pudiese olvidar —y tan luego que lo olvide Calixto Oyuela— que
natura non facit saltus. Pues aunque se trate de historia y no de
naturaleza, la historia tampoco puede saltear las etapas que le
resulten desagradables al historiador.
*

Angel Héctor Azeves, en su libro Con el Martín Fierro, al


estudiar los antecedentes gauchescos del poema, va marcando con
precisión los diversos pasos que señalan el proceso literario que
desembocaría en la obra de Hernández. Yendo más allá de las
enumeraciones usuales que trazan esas corrientes casi paralelas que
pasan respectivamente por los cielitos y diálogos de Hidalgo y por La
cautiva de Echeverría, muestra la cotinuidad entre Ascasubi y
Hernández citando las fuentes de algunos pasajes del Martín Fierro.
Siguiendo a Oria que calificó di Facundo de “poema épico descripti­
vo” y a Palcos que coincide en la calificación de poema para la
mencionada obra de Sarmiento, Azeves afirma que “el autor de
Facundo no olvidó los diálogos de Hidalgo y hasta citó uno de sus
versos, vale decir que es imposible olvidar el aporte del poeta
montevideano a este poema en prosa que resulta ser el más genuino
antecedente del Martín Fierro, engendrado como él en la confluencia
de ambas corrientes, la que surge de L a cautiva y la que deriva de los
diálogos patrióticos, y es también, con más extensión aún, un poema
social cuyo autor, por su temperamento, por su modo de arrojar las
verdades, por su fe en la educación popular, pertenece a la misma
estirpe de Sarmiento, aunque tuviesen tan hondas discrepancias y el
político Hernández haya atacado a veces al político Sarmiento, y haya
sido sañudamente perseguido por éste”.
En la madurez, mejor aún, en el ápice del proceso literario
argentino del siglo XIX, la poesía de origen popular y la poesía culta,
como la trama y la urdimbre van entrelazándose para entregarnos un
único tejido, un texto, Facundo o Martín Fierro, destinado a
permanecer. Y poco importan, entonces, los siempre envejecidos
encasillamientos retóricos que tiran la pulpa y guardan celosamente la
cáscara, incapaces de adivinar los imprecisos límites donde la prosa y
el verso se encuentran con la poesía y, menos aún, de interpretar los
productos de una realidad que siempre supera a sus esquematizado-
res.

398
El Martín Fierro trasciende sus propios límites y no es posible
evaluarlo separándolo de la matriz que lo concibio'. ¿Quién puede
centrar el análisis de la Divina Comedia si desconoce la realidad
histórica y política de la Italia de Alighieri? Por eso coincidimos con
Pagés Larraya cuando sostiene que “mirar al Martín Fierro como una
pieza filológica” no es más que una forma laboriosa “de desconocer a
Hernández”. En la realidad social que le tocó vivir al poeta y a sus
coetáneos han de buscarse las fuentes del poema, antes, mucho
antes, que en las inevitables referencias literarias. Por eso algunos
investigadores han podido comprobar la coherencia entre la labor
periodística de Hernández y la sustancia esencial de sus sextinas. La
unidad entre el poeta, el político y el periodista es incuestionable; de
ahí derivan, fundamentalmente, los rasgos indelebles de ese hijo del
desierto cuyo réquiem y cuya elegía reconocemos en los versos del
libro centenario.
Todos los tonos pueden ser empleados para denunciar la
injusticia, y la queja no tiene por qué ser eludida. No por ello los
versos serán menos valerosos. Martín Fierro lo dice con dos versos
rotundos: “El álamo es más altivo / y gime constantemente”.
Carlos Olivera, que lo conoció, dice de Hernández: “Su sinceri­
dad inquietaba. Lo miraban como a un discípulo retardado en el arte
social de ocultarla verdad”. Gracias a esta falencia tenemos el Martín
Fierro. La ética, palabra erosionada por innumerables aluviones
retóricos y utilizada en forma indiscriminada y abusiva, justamente
por los maestros del “arte social de ocultar la verdad”, existe y
subsiste, a pesar de los falsificadores de la literatura, en la raíz misma
del acto creador, porque no es más que la coincidencia de uno con uno
mismo, en el lúcido instante del encuentro, cuando conocemos porque
reconocemos, porque distinguimos nuestros interlocutores como
entidades separadas, desde nuestro perfil más íntimo hasta los
pastos que se van doblando hacia el poniente. Es entonces cuando el
creador o, más modestamente, el testigo, da cuenta fiel de lo que
sucede dentro y fuera de él. Y ésta es la clave de la “imaginación”
como motor de la literatura y del arte. La sonrisa de la Gioconda; el
mar que siempre recomienza; el desvalido ser capaz, sin embargo, de
esos saltos inversosímiles que desde el ocre de la desolación apenas si
pueden alcanzar el denso azul de la melancolía; los pasillos intermina­
bles que no conducen a ninguna parte porque la justicia está ausente,
y el hombre que canta a pesar, o a favor, de su pena extraordinaria, son
los hijos de esa realidad en la que uno se hizo responsable por otro y
quiso decirlo de alguna manera. Manera que en cada momento de la
historia es única y distinta.

399
La “gratuidad” del acto creador consiste en su gestación a partir
de condiciones necesarias y suficientes, de las cuales puede emerger
la obra, una y definida. Pero no se trata de una creación que
fatalmente ha de producirse, sino de una creación posible porque las
condiciones están dadas, lo que excluye el determinismo mecanicista
que transformaría el proceso literario en un canal rígido e indeforma­
ble cuya trayectoria fuera previsible. Esa “gratuidad” del acto
creador surge como contraposición a la idea de que puede ser
distorsionado “interesadamente”, mediatizándolo, y favoreciendo
una condición tanto más transitoria cuanto más adjetiva.
A partir de su verdad esencial, a partir de su raigal condición de
poema necesario, el Martín Fierro no es sólo el poema nacional délos
argentinos, es el acicate permanente para superar seculares contra­
dicciones que de otra o parecida manera aún subsisten.
El Martín Fierro, más allá de la retórica de las efemérides, resiste
victoriosamente los vientos de la pampa y los que desde el otro lado de
nuestro río, pretendieron, y aún pretenden, arrasarlo, no pocas veces
bajo la forma sutil de los hermeneutas que fingen investirlo con
carismas hagiográficos. Todos los elementos amiláceos con que se
quiere revestir lo que está vivo y pujante, intentan hieratizar con la
dignidad de lo momificado a lo que, precisamente, por latir con el
pulso de lo vital, es susceptible de envejecer, pero con esa peculiar,
forma de envejecer propia de las obras de arte que permanecen y que
no por ser representativas de otra etapa de la historia de los hombres
dejan de ser válidas y significativas a lo largo de los siglos. Este
concepto de “envejecimiento” de las obras de arte, conviene subra­
yarlo, no se vincula con la idea de su permanente vigencia sino con la
de su irrepetibilidad por medios de reproducción mecánica. Lo que
significa que el Martín Fierro sigue y seguirá representándonos, pero
que no admite epígonos, pues el chiripá y la bota de potro que pudo
usar naturalmente serían hoy meros rostros del esnobismo o atuendos
de la falsificación que nada tienen que ver con el Martín Fierro hijo
prototípico de la autenticidad. Lo que envejece, precisamente, es lo
exterior, los afeites tan definitivamente repudiados por Cervantes.
Porque el impulso generador, ese de la búsqueda que no cesa, no
envejece jamás; por eso don Quijote continuara combatiendo contra
la medrosa y medradora prudencia de los bachilleres y Martín Fierro
continuará su infatigable lucha contra la partida, brazo armado y
prepotente de una pretensa justicia. Ese anhelo de respiración amplia
sin cepos sociales ni económicos está en la raíz del acto que engendró
el poema y alimentó los días de José Hernández y los versos del
Martín Fierro.

400
Por haber llegado al límite que se confunde con el horizonte, por
haber sido una misma sustancia con el humus, por haberse identifica­
do con su criatura, José Hernández alcanzó una de las cimas de la
poesía en español del siglo XIX.

401
ÍNDICE
Pág.
á T /lfiP I G O Q P C /l T l

MARTÍN FIERRO: UN SIGLO DE CRÍTICA.............. .. 9


ACLARACIÓN PE R T IN E N T E .................................................... 17
R afael H ernández
JOSÉ H ER N Á N D EZ...................................................................... 23

Pablo Subieta
MARTÍN FIERRO (3er. artículo)............................................... 35
MARTÍN FIERRO (4to. artículo)........ ...................................... 39
EL POETA A R G EN TIN O ........................................... ............... 42
M iguel de U n a m u n o
“EL GAUCHO MARTÍN FIERRO”........................................... 47
M arcelino M enéndez y Pelayo
MARTÍN F IE R R O ........................................................................... 57
Una en cu esta de “N osotros”
¿CUÁL ES EL VALOR DEL M AR TÍN F IE R R O !.......... .. 61
M artiniano L egu izam ón .......................................................... 63
Rodolfo R iv a ro la ...................................................................... 65
M anuel G á lv e z .......................................................................... 66
Alejandro K o r n ........................................................................ 67
Leopoldo L u gones
MARTÍN FIERRO E S UN POEMA É P IC O ........ .................. 71
p ág.
Ricardo Rojas
JOSÉ HERNÁNDEZ, ÚLTIMO PAYADOR........................... 91
VALOR ESTÉTICO DEL M ARTÍN F I E R R O ....................... 98
Federico de Onís
EL “MARTÍN FIERRO” Y LA POESÍA TRADICIONAL. . . . 105
Américo Castro
EN TO RN O A M ARTÍN F IE R R O ............................................. 123
Rodolfo S en et
RESUM EN Y CONCLUSIONES............................................... 137
Karl V ossler
M A R TÍN F I E R R O .......................................................................... 145
E leuterio F. Tiscornia
“LA VIDA DE HERNÁNDEZ Y LA ELABORACIÓN DEL
M ARTÍN FIERRO” .................................................................... 151
Azorín
CERVANTES Y HERNÁNDEZ.................................................. 163
Vicente R ossi
DE LA PULPERÍA AL OLIMPO................................................ 167
Carlos Alberto Leumann
LA CREACIÓN IDIOMÁTICA EN EL
M ARTÍN F IE R R O ...................................................................... 175
Amaro Villanueva
PLANA DE H ER N Á N D EZ...................................................... 183
LOS D O S ....................................................................................... 183
PRELUDIOS DE MARTÍN F I E R R O ................................... 193
E zequiel M artínez Estrada
MORFOLOGÍA DEL POEMA...................................................... 201
LA EST R O FA ............................................................................... 201
LAS IN JU ST IC IA S.................................................................... 220
Pedro de P aoli
LOS MOTIVOS DEL MARTÍN FIERRO EN LA VIDA DE
JOSÉ HERNÁNDEZ.................................................................. 231
Antonio P agés Larraya Pág
POLÍTICA DE LA TIERRA: MORENO, ALBERDI,
HERNÁNDEZ.............................................................................. 249
Jorge Luis B orges
MARTÍN FIERRO Y LOS CRÍTICO S..................................... 261
JUICIO G E N E R A L ......................................................... .......... 265
y

Alvaro Yunque
LITERATURA GAUCHESCA..................................................... 271
A _
Angel J. B attistessa
JOSÉ HERNÁNDEZ...................................................................... 281
J o sé Edmundo Clemente
EL TEMA DE JOSÉ H E R N Á N D E Z ....................................... 299
John B. H ughes
M ARTÍN FIERRO Y M O B Y D I C K ........................................... 307
Julio Mafud
LAS INSTITUCIONES.................................................................. 319
B eatriz Bosch
JOSÉ HERNÁNDEZ EN PARANÁ........................................... 327
HERNÁNDEZ Y EL NACIONAL A R GE N TIN O .................. 330
Angel H éctor A zeves
EL TEMA DE LA DIGNIDAD DEL HOM BRE..................... 341
Guillermo Ara
LAPOESÍAGAUCHESCAHASTA JOSÉ HERNÁNDEZ . . . 351
Rodolfo B o r e llo .............................................................................. 359
Horacio Zorraquín Becú
ALBERDI Y H E R N Á N D E Z ....................................................... 367
Bernardo Canal Feijoo
EL ENIGMA DE LA GENIALIDAD EN EL P O E M A ........ 385
J o s é Isaa cso n
ACOTACIONES FINALES 393

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