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CUADERNOS

HISPANOAMERICANOS

m a d r id onn
MAYO 1969 «lilM
CUADERNOS
HISPANOAMERICANOS

Revista mensual de Cultura Hispánica


Depósito legal: M 3875/1958

IIAN DIRIGIDO CON ANTERIORIDAD


ESTA REVISTA

PEDRO LAIN ENTRALGO


LUIS ROSALES

DIRECTOR

JOSE ANTONIO MARAVALL

JEFE DE REDACCION

FELIX GRANDE

DIRECCION, ADMINISTRACION
Y SECRETARIA

Avda. de los Reyes Católicos


Instituto de Cultura Hispánica

Teléfono 2440600
MADRID
INDICE
NUMERO 233 (MAYO DE 1969)
Páginas

Ar te y pe n s a m ie n t o

Lu is Ro s a l e s : Tres poemas............... 269


Luis S. Gr a n j e l : Biografía ele «La España moderna» .....................................
Ce s á r e o Ro d r íg u e z -A,c u ii .e r a : José Guinovart .................................................... 289
Jo s é Ma r ía So u v ir ó n : Cadencias y decadencias......................... 305
El e n a d e l Am o : La hostilidad.................................................................................... 330
Fé l ix Gr a n d e : Variaciones sobre un gran tema: Eduardo Falú .......... 335
Do m in g o Yn d u r á in : Teoría de la novela en Baroja ..................................... 355
An t o n io El o r z a : Absolutismo y revolución en el siglo XVIII ................. 389
Go n z a l o To r r e n t e Ma l v id o : La ruta del té ..................................................... 406

His pa n o a m é r ic a a la v is t a

En r iq u e Lu is Re v o l : La tradición fantástica en la literatura argentina. 423


Ge r m á n Se pú l v e d a : Retablo épico de «La Araucana» ................................ 440

No t a s y c o m e n t a r io s

Sección de Notas:
Br ia n d Nie i .d : Cuatro poemas inéditos de Vicente Aleixandre y un co-
mentario .............................................................................................................................. 4"
Ric a r d o Do m é n e c h : Notas de bibliografía teatral ............................................ 466
Au g u s t o Ma r t ín e z To r r e s : Yugoslavia: el futuro del «Nuevo Cine». 477
Ma r in a Ma y o r a l : Sobre el amor en Rosalía de Castro y sobre la des-
trucción de ciertas cartas.......................................................................................... 486
Wa l d o Ro s s : Don Quijote y los símbolos estructurales del «Martín
Fierro» ................................................................................................................................. ^02
Ca r l o s Ga r c ía Ba r r ó n : Antonio Alcalá Galiano: crítico de la novela. 513
Fe r n a n d o Qu iñ o n e s : Libro de horas ....................................................................... 523

Sección Bibliográfica:
An d r é s Aj v io r ó s : El Galdós de Montesinos .......................................................... 530
Ed u a r d o Tij e r a s ; Li-Po, ebrio ..................................................................................... 535
Ju l io E. Mir a n d a : Rilke otra vez.............................................................................. ^38
Ca r l o s Jo s é Co s t a s : De bibliografía musical .................................................... 542
Jo s é Or t e g a : Ramón Ruiz: Cuba the Making of a revolution ................. 546
Jo r g e Ro d r íg u e z Pa d r ó n : Un nuevo libro de Valente ................................ 551
Jo s é Mig u e l Ov ie d o : La ciudad obsesiva y vacía ............................................ 556
Ma r ía Ma g d a l e n a Fe r d in a n d y : Grossmann Geschichte uncí probleme
der Lateinamerikanische literatur ........................................................................ ¡5^8
Ma r ía In é s Ch a m o r r o : Poesía de protesta en la Edad Media castellana. 564
Ca r m e n Br a v o Vil l a s a n t e : Revista «Sur»: letras alemanas contempo-
ráneas ................................................................................................................................... 1565
Ilustraciones de Gu in o v a r t .
LA TRADICIÓN FANTASTICA EN LA LITERATURA
ARGENTINA
POR

ENRIQUE LUIS REVOL

I. Lo FANTASTICO, VOCACIÓN ARGENTINA

Hace apenas unos cuantos meses la importante revista neoyor-


quina Time dedicaba un comentario muy encomiástico a la versión
inglesa, en ese momento recién aparecida en los Estados Unidos, de
la Antología personal de Jorge Luis Borges. Como muchos recorda-
rán todavía, dicho comentario, pese a estar repleto de alabanzas para
Borges, contenía una apreciación de conjunto sobre la literatura ar-
gevtina que no podía ser más peyorativa, que no podía dejar de herir
la susceptibilidad de los autores argentinos... sin excluir en esto al pro-
pio Borges. Pues si bien el crítico del popular semanario reconocía la
gran importancia estética, por así decirlo, la significación mundial
del logro de Borges, por la otra parte negaba, en términos perfecta-
mente explícitos, que existiera en general una literatura argentina,
al menos una literatura argentina digna de ser conocida y respe-
tada por los lectores de otros países y de otras lenguas.
Frente a semejante enunciado—sólo comparable, por el grado de
ignorancia que revela, con los que cierta crítica victoriana lanzaba
contra la literatura norteamericana coetánea, esa literatura en la que
estaban nada menos que Poe y Hawthorne, Melville y Whitman—,
frente a semejante enunciado no es el caso, por cierto, responder con
una demasiado fácil lección de historia de la literatura argentina. Más
oportuno parece destacar que una comprensión cabal del logro estético
de Borges, que es, sobre todo, un logro en el dominio de la literatura
fantástica, no es posible sin el conocimiento de su engarce en lo que
ya constituye cierta tradición, por lo menos una incipiente tradición,
en las letras argentinas. De ella, pues, de lo que prefiero llamar la
tradición fantástica en la literatura argentina, es de lo que voy a ocu-
parme ahora.
Basta tomar un libro como la excelente antología de Cuentos fan-
tásticos argentinos, realizada por Nicolás Cócaro (i), para percatarse

(i) Có c a r o , N.: Cuentos fantásticas argentinos, Emecé, Buenos Aires, 1960,


2.a ed., 1963.
de que, desde el siglo xix, el narrador argentino manifiesta una sos-
tenida vocación por la temática puramente fantástica, y de que, en este
siglo, se da en la Argentina una nutridísima legión de autores dedi-
cados, más o menos exclusivamente, a esta forma específica del arte
de la ficción; una legión tan nutrida, a decir verdad, que realmente ni
siquiera una nación de tan ahincada vocación literaria, como es Fran-
cia, puede ofrecer, hoy por hoy, tanta ficción fantástica de alta calidad
como la que ha de encontrarse, aparte los escritos de Borges, entre las
obras de Leopoldo Lugones, Adolfo Bioy Casares, Mario Lancelotti,
Julio Cortázar, Juan Rodolfo Wilcock, José Bianco, Enrique Anderson
Imbert, Antonio Di Benedetto, Daniel Moyano, Luis Guillermo Piazza,
Manuel Peyrou y Manuel Mujica Láinez, para sólo mencionar aquí
a algunos de nuestros principales narradores contemporáneos que han
cultivado o cultivan el género fantástico.
Ahora bien: un fenómeno de tal magnitud no puede ser entera-
mente casual. Y es más lícito pensar que en los narradores argentinos
esta decidida vocación por lo fantástico tiene raíces tan hondas que
se nutre en los más hondos sedimentos irracionales de la misma vida
nacional. En otras palabras: en el caso de la literatura fantástica argen-
tina pasaría algo semejante a lo que ocurre en el de la literatura ale-
mana, con su tradición onírica, o en el de la francesa, con su tradición
erótica. O, mejor todavía, se trataría de algo perfectamente compa-
rable con ese «power of blackness» de que nos habla el profesor Harry
Levin, estimándolo un rasgo peculiar de la literatura de los Estados
Unidos, un rasgo particularmente notorio en las obras de Poe, Hawthor-
ne y Melville. O bien, si se prefiere, como el extraño entrecruzamiento
de lo erótico y lo tanático que, por su parte, el profesor Leslie Fiedler
señala como una singularidad de esa misma literatura desde sus pri-
meros prosistas importantes, desde el novelista «gótico» Charles Brock-
den Brown hasta nuestros propios días.
Y no bien mencionado Brockden Brown se hace más evidente, con
el recuerdo de este narrador que se ingenió para trasladar los temas
terroríficos de la novela inglesa llamada «gótica» a la agreste pradera
norteamericana, tan exenta de sugestiones fantasmagóricas, se hace
más evidente que, de algún modo, es precisamente el suelo tan virgen
o tan moderno de este continente americano, un incentivo muy pode-
roso para la expresión de lo fantástico por la mente literaria. Así, del
mismo modo que el suelo virgen americano inspira al espíritu europeo,
desde la propia época de los grandes descubrimientos, ciertas visiones
paradisíacas, esas edades de oro con perfeccionamientos racionalistas
que son las utopías, por su parte el suelo europeo, ese suelo tan labrado
por una historia brillante y terrible, inspirará al autor americano fre-
Cuentemente estas visiones fantasmagóricas y terroríficas que usual-
mente agrupamos dentro del corpus de la narrativa fantástica.

2. ¿Qu é e s l it e r a t u r a f a n t á s t ic a ?

Lo que acabo de señalar va a imponernos una breve incursión en


el análisis fenomenológico de la literatura fantástica, empresa que se
nos facilitará muchísimo si seguimos las sabias reflexiones del crítico
argentino Mario Lancelotti (2), quien con los franceses MM. Roger
Caillois (3) y Louis Vax (4) se cuenta entre los muy pocos teóricos
realmente sagaces de este género. En un ensayo muy reciente, titulado
precisamente Lo fantástico, escribe Lancelotti: «lo fantástico entraña
una evasión de la ‘normalidad’ o, si se quiere, de la realidad homo-
génea, mediante la cual se constituye en un orbe propio en donde el
objeto queda, por así decirlo, a nuestra entera disposición.» Añádase
a esto que el poderío de lo fantástico radica en su capacidad para
inquietarnos con la posibilidad de volvernos extraño todo el mundo
o cualquiera de sus partes; y añádase todavía que el terror es la mani-
festación más virulenta de esta inquietud, de este desasosiego; el terror,
que de algún modo es siempre terror a la muerte.
Si a lo precedente lo confrontamos con esta otra proposición de
Lancelotti, según la cual «un castillo donde el tiempo y la incuria han
hecho sus estragos despierta imágenes extrañas que, flamante, no sus-
citaría», entonces queda bien en claro el particularísimo atractivo de
lo fantástico para el escritor de los Estados Unidos o de la Argentina,
así como su singular capacidad para el ejercicio de la correspondiente
rama de la literatura. Porque justamente en estos países donde faltan
por completo las vetustas abadías y mazmorras, así como los castillos
decrépitos (a menos que se los traslade, pieza por pieza, desde Europa,
como en el caso de los Cloisters, en Nueva York), en estos países donde
no existe ninguna familiaridad con esos decorados puestos por la
historia sobre el suelo europeo, justamente es en estos países donde
castillos y, en general, «paraphernalia» gótica pueden volverse elemen-
tos todavía mucho más sugestivos que en su medio natural. Como se
sabe, E. A. Poe afirmó una vez, orgullosamente, que sus «terrores no
procedían de Alemania, sino del alma»; y debemos creerle, pero sólo
si con esto quería dar a entender que sus relatos no eran piezas anci-

(2) La n c e l o t t i , M.: «Lo fantástico», La Nación, Buenos Aires, 23 de julio


de 1967.
(3) Ca il l o is , R.: Antología del cuento fantástico, «Prefacio», pp. 7-19, Edi-
torial Sudamericana, Buenos Aires, 1967.
(4) Va x , L.: L’Art et la littérature fantastiques, PUF, París, 1960; del mismo,
más reciente e importante, La séduction de l'étrange, PUF, París, 1965.
lares de, v. g., los de Hoffmatln, muy en boga a la sazón. Porqué, en
realidad, sus terrores sí procedían de Alemania y España, de Francia
y Escocia, de la vieja Europa en general, en’ la medida que eran los
terrores que sólo el hombre americano imaginativo y sensible puede
experimentar frente a leyendas y monumentos que le faltan por en-
tero en su «habitat» natural. Considérese, asimismo, que por igual los
Estados Unidos y la Argentina, en cuanto que organizaciones nacio-
nales, son en gran parte productos de la filosofía de la Ilustración, del
enciclopedismo. Y si en lo tocante a Europa es innegable la afirmación
de Caillois, según la cual allí «lo fantástico es contemporáneo del ro-
manticismo..., prácticamente no aparece antes de finalizar el siglo xvm
(y lo hace) como una compensación ante el exceso de racionalismo»,
cuánto más virulentamente debió actuar sobre la imaginación literaria
este proceso compensatorio en las nuevas naciones donde la organiza-
ción pública entera dependía de principios (por no decir de excesos)
racionalistas. No parecerá aventurado, pues, buscar en esto una de las
causas fundamentales, pero por cierto no la única, de la rara fortuna al-
canzada por la literatura fantástica en general, y por la fantástica de
terror en particular, tanto en nuestro país como en los Estados Unidos.

3. Dir e c c io n e s de la l it e r a t u r a f a n t á s t ic a

Pero a esta altura ya conviene volver a concentrar toda la atención


en la literatura fantástica argentina, lo cual permitirá deslindar con
más precisión una segunda causa fundamental en el proceso que nos
interesa, este proceso en virtud del cual la literatura fantástica se con-
figura ya como tradición en las letras argentinas. Puesto que ellas se
prolongan ininterrumpidamente desde el ochenta positivista, cuando
surge con los aún hoy inquietantes relatos de Eduardo Ladislalo Holm-
berg (quien, dicho sea de paso, fue también, muy sintomáticamente,
un notable investigador en el campo de las ciencias biológicas), se con-
solida en la generación modernista con Las fuerzas extrañas y los
Cuentos fatales, de Lugones, y parece culminar hoy mismo en tres
grandes direcciones, a saber: primero, la de lo fantástico-metafísico,
en la que prepondera la figura de Borges y es bien notoria la influencia
de Kafka (5); segundo, la de lo fantástico-«científico», en la que se

(5) Debe tenerse presente que la Argentina es uno de los primeros países
donde se haya conocido en toda su extensión la obra de Kafka y donde se haya
estudiado profundamente su significación. Jorge Luis Borges se ocupa de Kafka
en Otras inquisiciones. Eduardo Mallea lo hace en El sayal y la púrpura, y un
tercer gran escritor argentino, Ezequiel Martínez Estrada, lo ha examinado in-
sistentemente en varios trabajos, ahora por fin reunidos en En torno a Kafka y
Cuentan obras tan memorables como La invención de Morel y Plan de
evasión, esos dos ejemplos magistrales de ciencia-ficción que debemos
a Adolfo Bioy Casares, y tercero, la tendencia a la que conviene llamar
de lo fantástico-surrealista o, con más propiedad todavía, de lo fantás-
tico-surrealizante, pues a veces su evidente parentesco con el intenso
movimiento acaudillado por Bretón no impide, sin embargo, reconocer
también en sus mejores ejemplos, entre los que se cuentan esas Histo-
rias de cronopios y de famas por Julio Cortázar, en las que me deten-
dré más adelante, otras influencias anteriores y acaso también más
venerables.
Por este somero recuento se advertirá hasta qué punto ha sido necio
el empeño de cierta crítica, esa crítica que pretende saber de antemano
cuál es el tipo de ficción que más conviene a un pueblo, al intentar
con una prédica pedante que el autor argentino desistiera de los ejer-
cicios de fantasía pura, aplicándoles a éstos el marbete de «literatura
pura» o bien el de «literatura de evasión». Pues la intención despectiva
en estas denominaciones, que por supuesto llevan implícito el cargo
de refinamiento antipopular, no parece haber hecho mayormente mella
entre muchos de los mejores escritores argentinos contemporáneos.
Quienes se obstinan en cultivar la literatura fantástica. Quienes dispo-
nen —todo induce a pensar así— de un público no tan magro y, por
consiguiente, no tan extra-popular, el cual halla en sus refinamientos
imaginativos una distensión muy efectiva para sus fatigas diarias.

4. Lit e r a t u r a f a n t á s t ic a , l it e r a t u r a r e a l is t a
Y GRADOS DE DENSIDAD SOCIAL

Pero, claro está, que la indicada eficacia psicológica de la litera-


tura fantástica como antídoto para las chaturas de la vida cotidiana
no explica por entero este prestigio con que cuenta el género en la
Argentina ni explica la excelencia estética de buen número de sus
logros. Ya que de chaturas, como es sabido, está llena, en todas partes,
la tecnificada vida de hoy. En tanto que sólo un autor argentino, el
porteño Jorge Luis Borges, parece ser el maestro supremo de la narra-
tiva fantástica contemporánea, y por tal se le tiene en toda Europa
y en las dos Américas. Sí, hasta en las restantes repúblicas de América
latina, las cuales por motivos que no es el caso entrar a analizar ahora,
suelen ser las más renuentes a aceptar «liderazgos» intelectuales e in-

otros ensayos (Seix Banal, Barcelona, 1967). Sobre Kafka deben recordarse, asi-
mismo, dos libros importantes por autores argentinos: Kafka o el pájaro y la
jaula, por Carmen R. L. de Gándara (El Ateneo, Buenos Aires, 1944) y El uni-
verso de Kafka, por .Mario Lancelotti (Argos, Buenos Aires, 1948).
influencias literarias procedentes de un país del mismo continente y de
la misma lengua, hasta en las repúblicas hermanas hay una reconocida
influencia de la obra de Borges; por ejemplo, en el caso de los mexi-
canos Helena Garro y, sobre todo, Juan José Arreóla (Confabularlo');
para no hablar ahora de lo que debe al autor de Ficciones, el joven
y brillante narrador norteamericano Kenneth Koch; por ejemplo, en
su admirado relato The Posteará Collection.
Habría, pues, que pensar, a más de la causa ya apuntada, en la
existencia de algún factor peculiar en el condicionamiento social argen-
tino, que promueve tan espontáneamente en nuestra mente literaria
una temática fantástica, llevándola a veces a insistir en ella hasta alcan-
zar un virtuosismo supremo. Pues cabe afirmar que del mismo modo
que la música es el arte indiscutible de los pueblos germánicos y de
que sólo en la pintura se realiza por completo el genio español en la
época contemporánea, del mismo modo en la literatura fantástica cul-
mina, al menos por ahora, la capacidad creadora de los argentinos.
Y esto tal vez porque nuestra misma vida real esté aquejada hasta
cierto punto de irrealidad, faltándole esa, cómo decirlo mejor, densi-
dad, que se halla, por ejemplo, en las grandes culturas europeas; una
densidad a la que en la época contemporánea concurren, por una
parte, la estabilidad de las «mores» básicas y, por la otra, la movi-
lidad de las capas sociales. En tanto qüe entre nosotros sólo parece
darse el segundo de estos agentes, de modo, pues, que nos falta un
estilo de vida bien firme y distinto, que es condición imprescindible
para el florecimiento de una gran literatura realista. Porque, en gene-
ral, la mejor literatura realista ha procedido siempre de sociedades más
estabilizadas (como España a comienzos del siglo x v ii , Inglaterra en el
siglo xvni y Francia y Rusia en el siglo xix), sociedades en las que la
imaginación literaria ha tenido mejores oportunidades para, por así
decirlo, «hilar fino», explayándose en el análisis de matices casi imper-
ceptibles del carácter y el comportamiento sociales, y descubriendo las
grietas que recorren esos bloques sociales, a primera vista tan monolí-
ticos, a primera vista tan intactos. En cambio, en las sociedades inci-
pientes, la literatura realista tiende, corno se ve por desgracia muy
a menudo en el caso argentino, hacia las toscas generalizaciones de
carácter sociologista, es decir, a algún determinismo «naturalista».
Sólo en un campo sobrenatural puede, en especial hoy, dar su
máximo rendimiento la imaginación literaria en un país como la
Argentina, donde la conducta humana, exenta a esta altura de los
tiempos de refinamientos morales y jerárquicos, esto es, ineducada,
resulta casi siempre clisé —hasta clisé de un clisé—, y le basta, como
modo de análisis, con una conceptualización sociologista o una exa-
geración caricaturesca. Para decirlo en menos palabras, porque la Ar-
gentina carece de un medio social con ricas y variadas características
propias, la imaginación literaria tiende en ella a florecer en el «vacío»
de la fantasía pura. Y una antología ecuánime, como la de Cuentos
fantásticos argentinos, compilada por el joven poeta y crítico Nicolás
Cócaro, lo pone sobradamente en evidencia; en especial por lo despa-
rejo de la calidad estética de los materiales que abarca, lo cual con-
tribuye también —de rebote, se diría— a evidenciar que el cultivo de
la literatura fantástica no es entre nosotros solamente una atributo
de la «genialidad» literaria, por ejemplo, de un Borges, sino conse-
cuencia de una urgente necesidad psico-social. Puesto que el segundón
también le consagra a ella sus desvelos...

5. Re c u e n t o de una a n t o l o g ía

Para que quede más claro lo que acabo de señalar, conviene pasar
rápida revista a los autores y piezas narrativas que aparecen en el
volumen de Cócaro.
Parecería que sólo por una razón del corazón, de esas que la
razón no comprende, Cócaro abre su volumen con un cuento, Dos
■veces el mismo rostro, por Vicente Barbieri. No hay duda de que el
difunto Barbieri solía ser, en sus mejores momentos, un excelente, un
original poeta menor. Pero su prosa, por desgracia, fue siempre bastan-
te débil, bastante chirle, y, por añadidura, en el terreno de la prosa
de pura fantasía, sus ejercicios se debaten entre la puerilidad y la
obsesión estrictamente patológica, dos extremos que —por cierto— nada
tienen que ver con la creación estética.
También el cuento de Santiago Dabove, que lo sigue en este volu-
men, El experimento de Varinsky, debe serle concedido a la debilidad
sentimental. Casi nada puede encontrarse en él de común con Ser
polvo, esa memorable fantasía del mismo Dabove que Borges y Bioy
Casares dieron a conocer, hace ahora veinticinco años, en la primera
edición de su admirable Antología de la literatura fantástica.
Leopoldo Lugones, punto de referencia imprescindible en esta tra-
dición literaria de lo fantástico, aparece representado, bastante arbi-
trariamente, por la retórica lujosa, hasta un poco charra y ya tan
datada de La lluvia de fuego, esa Evocación de un descarnado de
Gomorra, según la subtituló el gran escritor cordobés. Hay, evidente-
mente, otras piezas del mismo autor—pienso, ante todo, en Yzur,
tan como de Kafka y al mismo tiempo tan ciencia-ficción—mucho
más aptas para suscitar la admiración del lector de hoy, toda esa
admiración realmente debida a Lugones como maestro de la ficción
fantástica (6).
Por lo que hace al relato Más allá, que representa a Horacio Qui-
roga, prefiero decir solamente que me confirma la opinión de que
este narrador no era nada más que un discípulo algo desaplicado de
Poe, Maupassant y Kipling.
De Guillermo Enrique Hudson, Cócaro presenta La confesión de
Pelino Viera. Es casi un inédito, pues prácticamente no circulaba, al
menos en castellano, desde que, en 1884, apareció traducido en alguna
página de la La Nación de Buenos Aires. Es una historia de hechice-
ría narrada con destreza cautivante, una pieza de folklore que un gran
talento narrativo ha logrado convertir' realmente en literatura moderna.
Por supuesto, las cinco figuras decisivas de la actual literatura fan-
tástica argentina aparecen en Cuentos fantásticos argentinos. En el
caso de Borges, Cócaro opta sabiamente por el mejor Borges, quiero
decir por Borges, antes de convertirse en secuaz de sí mismo, Borges sin
plagiar a Borges, el de Las ruinas circulares. He aquí el cuento per-
fecto, de pura magia verbal. Acaso alguien recuerde todavía que hace
muchos años yo conjeturé que este relato constituye «una magnífica
y vasta metáfora del orgasmo» (7). Es posible que se viera en mi inter-
pretación un exceso de psicologismo, una intolerable pretensión freu-
diana. Pero, a la verdad, qué carga eléctrica y qué deleite, qué precisión
espontánea en el movimiento de este relato. Desde sus primeras pala-
bras : «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la
canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado.»
También están excelentemente representados en la compilación de
Cócaro los dos discípulos más brillantes y devotos de Borges. Así En
memoria de Paulina, por A. Bioy Casares, es uno de los grandes cuen-
tos de este autor que, dicho sea de paso, en su obra más reciente ha
decaído en forma algo inexplicable. En cuanto a Pudo haberme ocu-
rrido, por Manuel Peyrou, tratándose de una historia de realmente
inquietante vividez, también se cuenta entre lo más logrado de su
autor. Y hay en ella toda la pasta necesaria para el guión de un
espléndido «film» de terror.
A Manuel Mujica Láinez, Cócaro lo representa con esa pieza narra-
tiva absolutamente perfecta en su brevedad, que es La Galera (que
originalmente aparece en su volumen de cuentos Misteriosa Buenos
Aires). Y de Julio Cortázar, Cócaro elige Casa tomada (primeramente

(6) Véase «Cuentos cordobeses», en mi libro de ensayos titulado Mitos, le-


tras y masas (Humanitas, Tucumán, 1966).
(7) Re v o l , E. L. : «Aproximación a la obra de Jorge Luis Borges», en la
antología Expresión del pensamiento contemporáneo, Editorial Sur, Buenos Aires,
1965, pp. 319 y ss.
impreso en 1951, en Bestiario, su inicial volumen de relatos). Casa
tomada es sin duda de lo más convincente en la producción de este
autor como cuentista; este autor tal vez más difundido últimamente
por piezas narrativas menos exigentes (como las que integran su volu-
men de cuentos de 1966: Todos los fuegos el fuego), pero con todo,
Casa tomada no es comparable a La noche boca arriba, por ejemplo,
ese cuento, en el que de seguro se convendrá en reconocer una de las
obras más altas de la literatura fantástica universal.
Para no dilatar demasiado este ensayo, opto por detenerme ahora,
solamente en los dos últimos autores mencionados, Mujica Láinez y
Cortázar, a fin de considerar con cierta detención las que juzgo sus
obras más importantes en el dominio de la literatura fantástica, a
saber, respectivamente: Crónicas reales e Historias de cronopios y de
famas.

6. Dé l a h is t o r ia c o m o f a n t a s ía

Del mismo modo que Shakespeare es supremamente el de La tem-


pestad, o que Goethe sólo está entero en sus conversaciones con Ecker-
mann, o bien, sin ir más lejos, como Borges es para siempre el de
Ficciones; también a Manuel Mujica Láinez, autor de tantas otras
obras memorables, podrá asociárselo en adelante, sobre todo, con el
título de uno de sus libros, con estas novísimas Crónicas reales, publi-
cadas en 1967. Estas Crónicas son, en efecto, una destilación última,
verdaderamente la quintaesencia, del espíritu sagaz y erudito, ágil,
irónico y sensual de este gran narrador, a quien todavía se le está por
hacer toda la justicia que por su arte tan sabio merece desde hace
mucho.
Ya sé, ya sé que cierto tipo de comentarista bibliográfico argentino
de hoy que principalmente ejerce el gruñido como forma de crítica
literaria no puede soportar las comparaciones que a veces conviene
establecer entre nuestros mejores escritores y autores de otras épocas
y de otros países. Comprometidos en la particularmente trabajosa faena
de ensalzar a correligionarios que a menudo no sobrepasan el rango
de consternantes imitadores lugareños de Joyce (cuando no se limitan
a reiterar, pero en prosa mucho más opaca, los temas de Zola, Dreiser
o Gorki), no pueden admitir que alguien, mediante el conjuro de un
nombre egregio que actúe como canon, venga a tratar de restablecer
el orden en nuestra caotizada república de las letras. Desde ya des-
carto, pues, los gruñidos que en coro puedan elevarse ante la propo-
sición siguiente: la situación actual de Mujica Láinez en la Argentina
tiene mucho parecido con la que hubo de soportar otro gran narrador,
Thornton Wilder, durante los thirties en los Estados Unidos, cuando
allí —como tan frecuentemente está ocurriendo ahora aquí— en vez
de valorarse a un autor por sus destrezas específicamente literarias
se le juzgaba por su grado de entusiasmo ante algún opresivo plan
más o menos quinquenal de represas públicas y represiones privadas.
Debo, a esta altura, añadir que, así como luego se le ha hecho a Wilder
toda la justicia que se le debía, también Mujica Láinez, cuando las
densas brumas del Diamat se hayan disipado en nuestra intelligentsia,
recibirá, por fin, la abundante ración de alabanza que desde hace
mucho le corresponde; alabanza que, en el caso particular de las
Crónicas reales, puede resumirse en los siguientes términos: se trata
de una obra que, sin hipérbole, es perfecta. Hasta historiológicamente
perfecta, pues si se la aprecia como si sólo se tratara de una breve
historia del mundo —cosa que en cierto sentido también lo es—, cuánto
más lúcida filosóficamente y densa de pensamiento realmente pro-
fundo resulta esta obra que, por ejemplo, la Shert History, del poligrá-
fico H. G. Wells, con su enciclopedismo vanidoso y pueril.
Se dirá, por supuesto,, que esta comparación no es ecuánime, pues
las Crónicas son obra de ficción (y conjeturo que no han de faltar
quienes se sientan tentados por decir: sólo una obra de ficción). No
dudo de que se propondrá como término de comparación más justo
la soporífera lie des Pingouins, un libro que como obra de arte está
perjudicado desde el principio por su sectarismo ideológico y cuya
pesada escritura hoy vuelve ilegible, en tanto que el estilo coruscante
de la obra de Mújica Láinez previsiblemente hará siempre las delicias
del lector, según solía decirse en viejas crónicas periodísticas. La verdad
es que estas Crónicas reales (título en el que el adjetivo debe, por
cierto, entenderse en más de un sentido) configuran toda una Welt-
geschichte privada que permite aún mejor, por ejemplo, que los densos
volúmenes, capitaneados por Goetz o Henri Berr, aprehender la necedad
de nuestra especie..., así como la necesidad de esta necedad (pues
¿quién podría dudar ya de que la necedad es el gran motor de la
historia?).
Mujica Láinez relata en forma tan detallada y persuasiva sus histo-
rias de una regia dinastía imaginaria que, al hacerlo, cuenta esencial-
mente la historia de la humanidad, y la cuenta con tanta imparcialidad
—una imparcialidad que sólo el genuino artista puede alcanzar— que,
por otra parte, hasta los densos equipos de expertos convocados por la
Unesco para redactar una nueva Historia de la Humanidad, se verían
obligados a aceptar su versión del curso humano en la «gran duración»
histórica. El lector es llevado raudamente, al galope de una briosa
imaginación literaria. Las muy posibles, pero improbabes combinacio-
nes de rasgos históricos —que van desde lo escuetamente anecdótico
hasta lo macizamente estilístico— con que Mújica Láinez compone sus
personajes desopilantes o enternecedores y sus episodios temibles y jo-
cosos estructuran verdaderos «modelos» de conducta histórica. Así, si
por una parte estas historias son realmente fantásticas, por la otra
hay en estas fantasías auténtico espesor histórico. Sin que se los men-
cione por sus nombres, en estas Crónicas están Luis XVI y Carlos IV,
con su afición desmedida a la relojería, como también están la trágica-
mente delicuescente emperatriz Elisabeth de Austria y el delirante-
mente refinado Luis II de Baviera. Y están, perfeccionados por el juego
de la imaginación, la Florencia de los Médicis, el Louvre del Regente,
Sans Souci y los palacios que habitualmente quemaba la XIII Duquesa
de Alba (es más, me atrevería a decir que el espíritu de Cayetana
gobierna este libro). Mediante una adecuación exacta entre escritura
y tema, el autor lleva a cabo la rara proeza, que consiste en mantener
constantemente el tono de levedad, sin por esto volver empalagosa su
creación. La escritura de las Crónicas, de Mújica Láinez va y viene
diestramente entre elipsis e hipérbole, y de este modo —pues de ningún
otro sería posible una hazaña semejante—, la obra permite ver nítida-
mente lo que hay de pura fantasía en el acto que luego se hará histó-
rico, en el gesto que más tarde la historiografía querrá heroico, en la
preferencia erótica caprichosísima o en el gasto exorbitantemente su-
perfluo. De este modo, las Crónicas espejan—esto es, pulen y reflejan—
la historia del hombre occidental, que ya de por sí es -de algún modo
la historia perfeccionada de toda posible naturaleza humana.
Tal vez uno de los rasgos más notables en esta obra magistral es
el tono, por así decirlo, casero que domina en ella, ese tono verdadera-
mente de cuento que se va contando, el cual contrasta tan eficazmente,
quiero decir, tan irónicamente, con la enormidad de las hazañas rela-
tadas (por ejemplo, cuando Mújica Láinez escribe: «Explícase así que
Hércules fuera designado, seis meses más tarde, Maestro Jefe de las
Obras, lo cual, para un picapedrero, no está mal»), Claro que este tono
casero depende de la fingida «naiveté» del narrador, encantadora como
toda ingenuidad, y en este caso, por ser fingida, más todavía. Pues
Mújica Láinez—¿es preciso aclararlo?—escribe «tomando el pelo»,
que ha sido siempre lo que ha hecho la mejor literatura pura, hasta
la con más ganas de comprometerse (piénsese si no en Cervantes y Swift,
en Rabelais, Fielding o Voltaire). Y, en el caso de las Crónicas, esta
imponente tomadura de pelo va certeramente dirigida ante todo contra
el propio autor, que así nos muestra la humildad propia del artista
cabal, quien por cierto siempre se sabe —y se quiere— fabricante de
ilusiones. Me parece que esta nota que acabo de indicar emparenta al
Mujica Láinez de las Crónicas reales con la estética del pop art, y
me permito indicar a continuación, entre el primero y la «escuela»
de Rauschenberg, tres puntos fundamentales de coincidencia: i) la
irónica modernidad, muy recatada—por cierto—en el caso de Mujica
Láinez, pero con todo perceptible; 2) la naturalidad sardónica, que
tanto en el caso del autor argentino como en el de los principales ar-
tistas pop denota la subrepticia presencia de un persistente hilo de
nostalgia por las magnificencias de tiempos idos; 3) la precisión de las
imágenes visuales, que —en el caso de las Crónicas— realmente ponen
ante los ojos (de la mente) del lector un mundo liviano y lujoso, una
estupefaciente pero nada opresiva Golconda verbal; a tal punto, puede
decirse, que en las Crónicas los albañiles efectivamente se convierten
en alarifes, más próximos por consiguiente al mundo de los grifos y,
desde luego, también de los unicornios y los jardines hiper-manieris-
tas. Erotismo, como en los artistas pop, también lo hay en las Crónicas.
Pero la sobria riqueza expresiva de Mujica Láinez determina, en vez
de redundancias carnales de pin-ups, un erotismo sabiamente velado,
que se entrevé en alusiones delicadas y regocijantes. El lector atento
se percatará de que, en realidad, para Mujica Láinez el juego erótico
sólo constituye uno entre otros condimentos de esas magnificencias por
las que siente nostalgia, según indiqué más arriba. Como Ronald Fir-
bank, como André Pieyre de Mandiargues o Evelyn Waugh, como muy
pocos más en nuestro tiempo grisáceo, también Manuel Mujica Láinez
pertenece a la rara casta del artista aristócrata y tampoco a él se le po-
drían reprochar sus delicadas adhesiones, tan nostálgicas, a brillos y
lujos que tanto su naturaleza psicológica como su rango social le ha-
cen aimables.

y. Un a m it o l o g ía pr iv a d a

Y pasemos ahora a ocuparnos de Julio Cortázar. Hace más de quince


años que no lo veo a Cortázar y, sin embargo, qué bien recuerdo su
historia de un joven que, habiendo ganado bastantes pesos con sus
traducciones de documentos públicos, compra un dibujo de Picasso
(¿o era, solamente, la reproducción de un dibujo?), lo lleva a su casa
y lo cuelga en el dormitorio. La familia se ríe, por supuesto, del mama-
rracho en que el traductor imberbe ha invertido sus ahorros. Nada con-
testa el joven, quien con todo, pese a la mandíbula perfectamente bar-
bilampiña, ya no es tan joven. Nada contesta. Hace su maleta (cuyo
contenido consiste principalmente en escritos de Kafka y Melville, más
la Anthologie de l’humoir noir, de Bretón) y se marcha para siempre.
Eso sí: para castigo de su parentela deja colgando de la pared la abe-
rrante delicia picassiana.
Evoco la imagen del muchacho altísimo, de cara sonrosada e im-
berbe, que me contaba esta historia cierta mañana, hace ya más de
quince años, apoyado contra la chimenea del dormitorio, en mi depar-
tamentito de hotel en la rué Duphot (sí, en esa misma calle de tanto
ardor erótico, si hemos de creer a Apollinaire). El muchacho que me
hablaba entonces era, claro está; Julio Cortázar, el suntuoso, el humil-
dísimo, el fervoroso y tan analítico autor argentino que hoy ya circula
en copiosas ediciones por todo el mundo (ya traducido —como es de
rigor que en estos casos se diga— a las principales lenguas, pero siem-
pre—conviene aclararlo—con un «Made in Argentina» bien estam-
pado). El joven picassófilo, llamémosle así, era, según Cortázar, él mis-
mo. Le creo. Pero también creo que era, un poco, un cronopio, un
fama y una esperanza.
Veamos. Aunque todavía no se ha dicho, casi todo lo que hay
de más elogioso para un escritor de estos tiempos puede afirmarse con
respecto de Cortázar, por lo menos con respecto del mejor Cortázar.
Conviene, en primer término, hablar de su electrizante intensidad in-
telectual; y en seguida, por supuesto, de su extrema delicadeza senso-
rial y de su fantasía siempre desbordante (y siempre bien encauzada).
Convendría, también, citar junto a su nombre los de Edgar Alian Poe
—de sus obras él hizo, justamente, una edición magistral en nuestra
lengua, por encargo de la Universidad de Puerto Rico—, Aloysius Ber-
trand (pues hay cierto inequívoco «aire de familia» entre estas Historias
de cronopios y el Gaspard de la Nuit), el insólito Roussel, Marcel Du-
champ y, muy obviamente, Henri Michaux. Y así como aquel que ha
aprendido a recitar el «moustiques domestiques clemi-stock» del vene-
rable dadaísta ya no se lo olvida jamás, igualmente quien sabe que los
famas bailan tregua y caíala delante de los cronopios y las esperanzas
no puede olvidarse de este «nonsense» deliciosamente cruel y se nota,
al punto, más joven y más claro. De modo que el efecto de la lectura
de las Historias, dé Cortázar, viene a ser el mismo que induce el autor
de The Hunting of the Snark; y Cortázar, en los mejores momentos
de estas Historias que constituyen sin duda su mejor obra, es el equi-
valente bien estricto, en nuestro idioma sin duda ya más rígido que el
inglés (lo cual, naturalmente, hace más notable la proeza), de un Lewis
Carroll, siendo estas Historias, casi de seguro, tan dignas de figurar en
una Weltliteratur ecuánime como Alice in Wonderland. Pues son. por
cierto, tan cristalinas, urticantes y hondas como el gran clásico Vic-
toriano.
Cortázar dispone de un recurso que es exclusivo de los grandes
manieristas: captura los sueños, procede a embalsamarlos, luego los
resucita y los suelta en el mundo de la vigilia. De este modo, también
él crea una mitología privada; y así, a la ilusión pequeño-burguesa de
la casita propia, responde con la ilusión gran-artista de la civilización
propia. ¡Qué digo la ilusión!: con la civilización propia, hecha y de-
recha (por más que sólo exista, realmente, en la imaginación). Ahora
bien, ¿de qué droga se vale Cortázar para operar estos milagros? La
respuesta es más sencilla de lo que podría parecer: de la única droga
que posee el mismo grado de poder mortífero que de poder vivifican-
te, es decir, de la ingenuidad infantil, la auténtica, la que nada tiene
que ver con melindres de puerilidad; y corresponde agregar que él sabe
administrar la ingenuidad con toda la destreza de un gran experto en
neur oquímica.
Al respecto, llegados a esta altura, quiero observar que Julio Cor-
tázar es el primer autor de literatura fantástica que efectivamente haya
conseguido -—en su cuento Circe, que también forma parte de Bestia-
rio— infundir terror mediante el asco; lo cual, como podrá reconocerlo
todo aquel que tenga bastante presentes sus experiencias infantiles, es
un procedimiento típico de los primeros años de vida... sólo que luego
descuidado en pos de otros más macabros y, tal vez por eso mismo,
a menudo mucho menos eficaces.
Pero, en Historias de cronopios, Cortázar llega aún más lejos que
en Bestiario o en cualquiera otra de sus obras, sin excluir a Rayuela,
en la empresa de demolición de comodidades convincentes y de cómo-
das convicciones. En las Historias, ya consigue que la malla del mundo
cotidiano se afloje del todo y por los intersticios se cuelan ráfagas de
una realidad extra-humana. Un mundo de cosas empieza a asediarnos
y entonces comprobamos que todas las cosas resultan ser, por sobre
todo y antes que nada, cosas en sí, muy kantianas cosas en sí. Pues el
hombre es un extraño en este mundo avieso y generoso donde cosas
y acciones se han rebelado contra sus significaciones, quiero decir, sus
ocupaciones habituales. El propio hombre es un ser extraño, un ex-
traño a sí mismo. Recuérdese, de este volumen, la sección llamada de
las «Ocupaciones raras», y usted, lector, tendrá que admitirlo por mu-
cho que le duela. Usted, lector, no sabe quién es; pero, después de
todo, le queda al menos este consuelo; tampoco yo, mero crítico, tenaz
comentarista, sé quién soy...
En cambio, podemos saber qué son (o quiénes son, acaso) los cro-
nopios, los famas y las esperanzas. Son animales, vegetales, minerales...
y humanos. Son todo el universo y son la nada. Nos eluden y se nos
imponen. Son Julio Cortázar.
Bien sé que hay algunos que quieten pegaiie a Cortázar ese abu-
rrido letrerito al que ya me he referido, ese que lleva dibujadas traba-
josamente, con caligrafía no muy alfabetizada, las palabras «literatura
de evasión». Pero se trata de una fórmula fácil que puede crear luego,
como todas las cosas fáciles, mil dificultades (incluso las de no llegar
a saber, al final, qué es literatura y qué es evadirse). Por esto, aunque
nunca me ha gustado jugar con las palabras más de lo estrictamente
debido, a la obra de Julio Cortázar prefiero definirla como una litera-
tura de invasión; de invasión del espíritu puramente racional por tre-
mendas riquezas sub-liminales y de invasión del espíritu conformista
por un desasosiego que siempre fertiliza.

8. La r e it e r a c ió n t e m á t ic a e n l a l it e r a t u r a f a n t á s t ic a

Dicho todo esto en alabanza de la poderosa fantasía de Julio Cor-


tázar, por otra parte es menester dejar sentado que en los últimos tiem-
pos su don narrativo parece dar algunos signos de agotamiento. Así,
en su conjunto más reciente de ficciones breves, Todos los fuegos el
fuego (1966), el propio cuento que da título al volumen reitera con
bastante poca felicidad el tema básico de uno de sus mejores cuentos
anteriores, el titulado La noche boca arriba. Pero este tema, que me
permitiré abreviar como el de la confluencia en una misma situación
o un mismo individuo de dos tiempos históricos distintos y cronológi-
camente distantes, no está tratado, en el relato más reciente, de ningún
modo con la intensidad suasoria que hace de La noche boca arriba,
como ya he dicho, una pieza realmente maestra en la literatura fan-
tástica moderna. Otro tanto ocurre, siempre entre los cuentos que in-
tegran este volumen reciente, con La isla a mediodía. Su tema básico
es el de la vasta vida ilusoria vivida por un hombre en los últimos
instantes que preceden a su muerte. Tema ya muy frecuentado por los
autores del género —entre otros, por los norteamericanos Ambrose
Bierce, en An Occurrence at Ówl Creek Bridge, y Conrad Aiken, en
Mr. Arcularis—, Borges parece haber dado ya la versión más suges-
tiva, por así decirlo, la versión definitiva para el gusto moderno, con su
cuento El milagro secreto. A su lado, La isla a mediodía resulta un
ejercicio poco diestro, bastante deshilvanado. Carece por completo de
esa densidad metafísica que nos envuelve, y se nos adhiere, en la ver-
sión de Borges y le falta, asimismo, el hondo dramatismo psicológico
que nos angustia en las versiones de Bierce y Aiken.
Pero, entiéndaselo bien: lo que enjuicio con respecto de estos dos
cuentos de Cortázar que acabo de mencionar no es el aprovechamiento
de temas ya tratados por él mismo o por otros autores. Porque, como
muy bien dice Roger Caillois, «al igual que los mitos, los cuentos fan-
tásticos retoman cíe preferencia loé mismos temas con un desarrollo
diferente. No pienso que ello se deba al azar. Por el contrario, me in-
clino a creer que no hay un número infinito de temas y que, por con-
siguiente, no escapa a una inteligencia superior o que sigue un método
riguroso hacer a priori un censo de todos ellos». De modo que lo que
enjuicio es, solamente, la ineficacia del tratamiento estético que les ha
dado Cortázar. No me parece lícito dilatar más este ensayo. Creo que
ya sólo dispongo del espacio preciso para una comparación más, una
cita más y, por fin, un interrogante.
Comparemos el cuento de Poe, The facts in the case of M. Val-
demar con el cuento Proof positive, por Graham Greene. Uno mismo
es el tema básico de ambos, a saber: la supervivencia psíquica, en con-
tacto con el mundo de los vivos, de un individuo que ya es cadáver.
Entonces, cabe preguntarse por qué puede Greene, unos cien años des-
pués de P'oe, retomar impunemente el tema del norteamericano y tra-
tarlo a su vez. Y al decir que puede hacerlo impunemente lo que quie-
ro decir, claro está, es lo siguiente: sin que sea en absoluto lícito acu-
sarlo de plagio. En parte, la respuesta a esto se hallará, naturalmente,
en las palabras de M. Caillois que cité hace un momento; pero, una
respuesta cabal exige tomar también en cuenta la siguiente afirma-
ción de M. Louis Vax, otro buen estudioso de literatura fantástica,
quien, por su parte, nos señala a propósito de ella: «L’exécution de
Toeuvre a done autant d’importance que son sujet» (8). A su vez, la
importancia de la ejecución en el relato fantástico es, a mi juicio, sus-
ceptible de una explicación en términos culturológicos, una explicación
que por mi parte formulo del siguiente modo: los mismos cuentos fan-
tásticos tienen que ser escritos una y otra vez porque sólo los hace
impresionantes (y convincentes) su ajuste al gusto de la época. Por
ejemplo: Hoffmann puede estar agotado para nuestro gusto y, en efec-
to, a menudo poco o nada es lo que nos «dice» a nuestras sensibilida-
des, trabajadas por tantos horrores en torno; pero los temas de sus
cuentos están siempre a disposición de quien pueda reincidir en ellos,
adaptándolos, claro está, a nuestro gusto.
En su admirable tomito De Poe a Kafka (1965), el narrador y crí-
tico Mario Lancelotti escribe: «un cuento es operación estricta del ojo:
atención al estado puro. La menor desviación pone en peligro el in-
cidente, que es el suceso y el efecto: en rigor, toda la historia. Más
que conmovernos, el cuento tiende a asombrarnos y, estilísticamente, el
cuentista es un virtuoso. Su tour de forcé consiste en convertir el acon-
tecimiento en un lenguaje» (9).

(8) Va x , L.: La séduction..., p. 29.


(9) La n c e l o t t i , M.: De Poe a Kafka, Eudeba, 1965, pp. n-12.
Convertir el acontecimiento en un lenguaje: he aquí la fórmula per-
fecta para el cuentista. Pero, gran narrador y cuento perfecto sólo se
dan cuando la conversión en lenguaje tiene toda la espontaneidad, toda
la frescura de una intuición.

9. In t e r r o g a n t e f in a l

En el mismo ensayo que he mencionado recién, pocas páginas más


adelante, Lancelotti, en relación con Poe y Hawthorne, escribe: «La
ciudad crea nuevas formas, tan próximas como solapadas, de oculta-
miento: lo terrible está a un paso y muy pronto será un género». Pues
bien: llegado a esta altura, sólo me queda por formular el interrogante
anunciado, que es el siguiente: ¿no puede contribuir este hecho que
nos recuerda Lancelotti a explicar el florecimiento de la literatura fan-
tástica en este país argentino de tanto desequilibrio entre sus pocas ur-
bes y sus enormes campos despoblados? Como se ve, responder a este
interrogante puede exigir vastas investigaciones sobre sociología de la
literatura en las que, pierda el lector cuidado, no lo obligaré a seguir-
me ahora.

En r iq u e Lu is Re v o l
Avda. Roque Sáenz Peña, 970
Có r d o b a (Re pú b l ic a Ar g e n t in a )

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