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FRAGMENTOS

REINALDO ARENAS

OTR A VEZ EL MAR*

Y los dos avanzamos un poco más, bajo el sol abrasante, hasta llegar a la misma explanada
donde se ejecuta el desfile. Pasan los estudiantes, marchando y levantando enormes
carteles de apoyo y agradecimiento, pasan los obreros agrupados por sindicatos. Esos
son los seleccionados para desfilar, me dice él, nosotros somos los seleccionados para
verlos desfilar. No le contesto, me limito a hacerle un gesto de impotencia… Y ya pasa
el ejército, sonando sus fanfarrias, exhibiendo sus armas, provocando un gran estruendo
con instrumentos que parecen embestir amenazantes. ¿Quién se resiste a no desfilar?
¿Quién no está aquí, presente, aplaudiendo? Todos quieren ahora abrirse paso, ver, llegar
hasta el mismo contén de la avenida. Nosotros corremos también sudorosos hasta el
punto de concentración, donde nos esperan los demás, los del trabajo, ante los cuales
debemos exhibir nuestra fidelidad, y repetir entusiasmados esas consignas que ahora
repiten, martillean, gritan los altavoces. ¿Pero cuándo, pero cuándo empezó todo esto?,
vuelvo a preguntarme, sin desprenderme de los hombros de Héctor. Lo peor es que no
hay un punto exacto de partida, una fecha, un acontecimiento que marque el comienzo
del desastre, mucho menos sus límites, no hay una catástrofe definitiva; todo se va como
disolviendo, pudriendo; no de un golpe, no, sino perennemente, y solo queda el caos, la
miseria, el miedo, el incesante acoso. Hoy prohibieron tal programa, hoy suprimieron tal
revista, hoy racionaron tal producto, hoy prendieron a tal personaje, hoy fusilaron tantas
personas. Hoy, hoy, así, así, hasta que lo terrible se vuelve monótono, y uno no busca el
porqué, la explicación o la reparación de la injusticia, sino, ya solamente, un sitio donde
meter la cabeza, respirar, y verlo todo, ver la destrucción completa, ver el fin, ver nuestra
destrucción, sin haber perdido la razón, sin haber enloquecido, sin haber muerto antes
por la brutalidad de los trabajos obligatorios, de las leyes implacables, de las metas que

* Reinaldo Arenas, Otra vez el mar (Barcelona: Tusquets, 2002), 68-69; 342-343.

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por encima de toda fuerza humana, deben cumplirse y sobrecumplirse… Y ahora los
altoparlantes describen, profusa y apologéticamente, “el grandioso desfile que en estos
momentos cruza frente a la tribuna presidencial”. ¡Oh Dios, oh Dios! ¿A quién voy a
invocar? ¿Quién podría salvarnos?

***
¿Cómo, pues, soportar la vejación perenne que impone el hecho de estar vivo y la seguridad
de que pronto no lo estaremos? ¿Cómo, pues, soportar la cola de la croqueta, la ofensa de
envejecer, los discursos del premier, las interrogaciones (las burlas) incontestables que nos
lanza siempre el tiempo, el hambre obligatoria y exaltada en ripios “gloriosos”, el calor del
trópico, el horror del trópico, los ademanes irrevocables de los adolescentes, la soledad sin
subterfugios ni consuelos, la humillación del tirano, la repetida traición de nuestros amigos,
la asamblea semanal, la comida sin sal, la camisa sucia, la guagua repleta, la pila sin agua,
las películas búlgaras, la pérdida de casi todos nuestros odios y pasiones, la vida reducida
a una sola dimensión en el estupor, la persecución sexual, el ostracismo sin apelaciones, la
expropiación de nuestros sueños más minúsculos, la represión más bárbara ante la forma
de vestir y peinarse, la implantación de un crimen fijo, de una estafa fija sobre la cual hay
que entonar loas infinitas? ¿Cómo, pues, soportar los zapatos plásticos, la “Internacional”,
la pérdida del pelo y de la dignidad, la agonía metódica y doméstica (mañana, mediodía,
tarde, noche), las jornadas interminables en el campo, la inminente, desoladora certeza
de estar preso, la impotencia ante esa certeza, los programas de televisión, cine y radio,
la misa retórica paladeada, repetida, reproducida en murales, consignas, vallas, titulares,
altoparlantes, grabadoras?... Nuestra ineludible, clara, condición de esclavo; el hecho de
haber nacido en el cacareo cerrado de una isla, el pavoroso desamparo de una isla, la
prisión-prisión-prisión que es una isla… ¡Oh, la lectura del Granma! Los visitantes oficiales,
la demagogia del que dobla los micrófonos, las promesas de un futuro “no para hoy ni para
mañana”, la venganza en lugar de la razón, el odio y la pasión en vez de la inteligencia y del
amor; nuestra propia mueca descomunal, nuestra descomunal incredulidad y sinrazón de
estar; el color del domingo, el color del verano, el color de los cuerpos que se encorvan;
la cobardía y el oportunismo de nuestros defensores, la vileza de nuestros enemigos, la
traición de nuestros amigos; el fin de toda civilización —de toda autenticidad—, de toda
individualidad, de toda grandeza (fin que se abate ya sobre el mundo), la muerte del
hombre como tal y de todas las sagradas, inspiradas, nobles vanidades… ¡Ah, el chillido de
la presidenta del CDR! La falta de desodorante, las sillas de tijera, las películas “progresistas”
hechas por productores capitalistas, la conversión de cineastas y maricones millonarios al
comunismo, la peste a grajo, la tarde y el sudor de las manos, la taza del inodoro que no

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descarga y las últimas declaraciones de Sartre —siempre hace unas últimas declaraciones
esa descarada—, las cartas de la madre y los bolígrafos argelinos, y aun, ante la certeza
de que ya no hay escapatorias, máscara en mano, en la danza que se prolongará hasta
nuestro reventamiento y quizás más allá… ¿Cómo, pues, soportar tanto escarnio, tanto
estupor, tanto ruido, tanta miseria impresa o expresa, tanto meneo, tanta tristeza e
impotencia, furia y dolor, cuando basta el leve precipitarse de este metal en mi cuerpo,
la dulce cuerda o el disparo en la nuca?... ¿Seguir? ¿No seguir? He aquí el dilema… ¿Qué,
pues, sino el estímulo de esa airada, divina, persistente sed de venganza, de desquite, de
cuentas a rendir, de no partir sin antes decir, dejar, estampar en la eternidad, o donde
sea, la verdad sobre la porción de horror que hemos padecido y padecemos, nos hace
resistir, soportar, fingir y no mandar a la mierda de una patada descomunal tanta fatiga,
envilecimiento y locura?... Morir —¿jamás soñar?—. Morir —¿tal vez quedar?—. Tal vez,
antes de partir, estampar definitivamente eso que no nos permiten jamás decir y somos:
Nuestro unánime, intransferible grito. Morir… ¿Tal vez quedar?

CELESTINO ANTES DEL ALBA**


Fue entonces, por primera vez, cuando vimos a Celestino, allá, bajo las grandísimas
almendras de la arboleda, escribiendo y escribiendo en los troncos y en los gajos de las
matas, la más larga de todas las poesías. Yo lo vi, y dejé de gritar, aunque no sé por qué,
pues yo no sabía ni siquiera que el garabateo que él estaba haciendo con su cuchillo fueran
poesías ni cosa que se le parezca. Y no me explico cómo es que mamá, abuelo y abuela
se pudieron enterar en ese momento, pues ellos son tan brutos como yo, o quizá más, y
ninguno sabe ni la o. Pero el caso es que me dejaron, sin darme un rasguño, y corriendo
como centellas se abalanzaron sobre Celestino, diciéndole palabras tan grandes, que ni
el mismo abuelo, cuando le cae atrás a la yegua, sin poder cogerla, las había dicho antes.
Celestino, al ver que se le acercaban con las hachas y la lanza, no hizo ni el más mínimo
intento de salir corriendo. ¡El muy sanaco, se quedó tranquilo! Y lavado en lágrimas dijo,
explicando: “¡Déjenme terminar, que ya falta muy poco!...”. […] Pero el caso es que ese
día no le hicieron nada a Celestino, y todavía él no ha terminado de escribir esa poesía.
Y anda, el pobre, como un alma en pena: robándose cuchillos y secando matas y más
matas, que el abuelo enseguida tumba de un hachazo.

** Reinaldo Arenas, Celestino antes del alba. Fábula (Barcelona: Tusquets, 2002), 85-86.

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***
De nuevo has vuelto a escribir poesías. Esta vez con más furia que antes, ahora todo el
barrio sabe quién eres. Ya no tienes escapatorias. Abuela dice que se le cae la cara de
vergüenza al pensar que a uno de sus nietos le haya dado por esas cosas. Y abuelo (con
el hacha siempre a cuestas) no hace más que maldecir.
Otra vez estás escribiendo poesías, y yo sé que no vas a parar nunca. Es mentira que
algún día piensas terminar, aunque me lo digas, yo sé que es mentira. Mi madre también
lo sabe y no hace más que llorar. En cuanto a mis tías, no hacen más que mormollar.
Ya todo el mundo te odia.
Ahora oigo cómo mormollan en la cocina. Hablan. Hablan. Hablan: están buscando
la forma de matarte. Están buscando la forma de matarte. Están…

[…]
¡Qué haremos ahora que ya todos saben quiénes somos! Es casi seguro que nos están
buscando debajo de las camas, y cuando no nos encuentren allí, nos buscarán detrás del
armario, y si no estamos allí: se subirán al techo, y buscarán. Y registrarán. Y lo revolverán
todo. Y nos hallarán. No hay escapatorias… ¡Y todavía tú sigues escribiendo!

***
La poesía los había devuelto a otra región, una región que ya casi no existía en ningún
sitio y menos allí, en aquella isla condenada y a la merced de las locuras de Fifo. El caso
es que mientras el poeta leía, ellos, ya ajenos al horror, seguían internándose en parajes
mágicos, donde sonaba una música, donde se escuchaba un insólito canto, donde el
tiempo, detenido en su implacable horror, configuraba parajes habitables, senderos que
se perdían entre neblinas promisorias, himnos furiosamente vitales, cerros azules y campos
de girasoles…

[…]
Todos estos poemas serán quemados. Pero antes les daré a ustedes la oportunidad de
que los disfruten y a mí la oportunidad de leerlos. Uno escribe para los demás. Eso es
indiscutible. Y toda escritura es una venganza. Yo no puedo ser una excepción. Escribo
mi venganza y tengo que leerla, si no la leyera sería como si no hubiese existido. Pero
inmediatamente después tengo que quemar lo leído. No puedo dejar pruebas de mi
venganza, pues entonces una venganza mayor, la venganza de Fifo, caería sobre mí y me
aniquilaría. Confórmense con la suerte de escuchar estos poemas una sola vez como yo

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me conformo con la mía, aún más terrible, de tener que escribirlos, leerlos una sola vez
y después quemarlos.

***
Ahora veo la historia política de mi país como aquel río de mi infancia que lo arrastraba
todo con un estruendo ensordecedor; ese río de aguas revueltas nos ha ido aniquilando,
poco a poco, a todos.
De todos modos, la juventud de los años sesenta se las arregló, no para conspirar
contra el régimen, pero sí para hacerlo a favor de la vida. Clandestinamente, seguíamos
reuniéndonos en las playas o en las casas o, sencillamente, disfrutábamos de una noche
de amor con algún recluta pasajero, con una becada o con algún adolescente desesperado
que buscaba la forma de escapar a la represión. Hubo un momento en que se desarrolló,
de forma oculta, una gran libertad sexual en el país; todo el mundo quería fornicar deses-
peradamente y los jóvenes se dejaban largas melenas que, por supuesto, eran perseguidas
por mujeres menopáusicas provistas de largas tijeras, se vestían con ropa estrecha y se
ponían sellos al estilo occidental; oían a los Beatles y hablaban de liberación sexual.
Enormes cantidades de jóvenes nos reuníamos en Coppelia, en la cafetería del Capri o
en el Malecón, y disfrutábamos de la noche a despecho del ruido de las perseguidoras
de la policía.

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