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VIOLENCIA ENCUBIERTA EN LAS RELACIONES DE

PAREJA DE LOS ADOLESCENTES

AURELIO LASCORZ Y SANTIAGO YUBERO


Universidad de Castilla-La Mancha

1. DEL BULLYING A LA VIOLENCIA DE PAREJA


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Cuando los niños entran en la adolescencia, las conductas de acoso se desarro-


llan y entrelazan con otras conductas agresivas, de forma que la violencia escolar y
la violencia juvenil se manifiestan en distintos contextos y diversas relaciones. Los
niños que acosan a otros presentan un mayor riesgo de diversificar más adelante
sus conductas agresivas hacia otras formas de violencia, como la agresión sexual o
la violencia en las relaciones de pareja (Connolly, Pepler, Craig y Taradash, 2000;
Espelage y Holt, 2007). Bullying, acoso sexual y violencia en las relaciones de
pareja representan un continuum de violencia interpersonal en las relaciones de
adolescentes y jóvenes.
En la adolescencia, las interacciones con compañeros del sexo opuesto son más
frecuentes y dan pie a que se establezcan relaciones románticas. En esa época,
los problemas que algunos adolescentes arrastran en su forma de relacionarse
con el grupo de iguales de su mismo sexo se transfieren a las nuevas relaciones
románticas. Es muy probable que el esquema dominio-sumisión esté presente en el
tránsito de las relaciones de iguales, en las que se produce bullying, a las primeras
relaciones de cortejo y formación incipiente de parejas juveniles (Ortega, 2008).
Al respecto, estudios sobre las relaciones de noviazgo o dating relationships entre

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adolescentes en Estados Unidos (Stein, 2007), o sobre universitarios españoles


(Muñoz-Rivas, Graña, OʼLeary y González, 2007) apoyan la necesidad de conocer
mejor los comportamientos agresivos de los jóvenes con sus parejas.
Los adolescentes envueltos en prácticas de bullying tienden a desarrollar relacio-
nes de pareja menos saludables, que se caracterizan por:

– Experimentar más agresión física y social con sus novios o novias. Las agre-
siones físicas van desde las bofetadas hasta manifestaciones graves, como
los intentos de asfixia y los golpes. La agresión social incluye actos como la
difusión de rumores o la exclusión del otro/a en actividades de grupo.
– Las relaciones con su pareja son menos igualitarias y aportan un menor
apoyo o soporte emocional, en comparación a los que no se han visto envuel-
tos en bullying.
– Los acosadores comienzan a tener una pareja sentimental antes que el resto
y pasan más tiempo con ella fuera de la escuela.

Las interacciones de los adolescentes con sus grupos de iguales influyen en las
creencias y actitudes hacia las relaciones románticas. Si el adolescente está rodea-
do de compañeros que modelan relaciones sociales adecuadas y le proporcionan
apoyo emocional, entonces tiene mayor predisposición a reproducir esas pautas.
Pero aquellos que tienen amistades marcadas por la intimidación y la coerción están
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más expuestos a desarrollar relaciones románticas menos saludables. Por otra parte,
también es relevante el papel de los padres, puesto que los adolescentes criados en
un hogar donde se acepta la agresión como forma de resolver los conflictos asumen
esa aceptación y ofrecen unas pobres habilidades sociales para la resolución de los
problemas que surgirán en sus propias relaciones de pareja.
Cuando los niños se convierten en adolescentes, sus comportamientos se vuel-
ven más complejos. Aunque el acoso entre iguales disminuye con el tiempo, la
intimidación toma formas diferentes, tales como el acoso sexual y la violencia de
pareja en el noviazgo. Las tasas de acoso entre iguales aumentan de forma cons-
tante desde los nueve a los catorce años de edad; desde la educación primaria
al comienzo de la educación secundaria. Por su parte, las agresiones físicas en
las relaciones de pareja se incrementan desde los trece años hasta los diecisiete
años, edad en la que comienza a decrecer su prevalencia, mientras que las pro-
babilidades de experimentar agresiones sexuales en la pareja aumentan desde los
quince años hasta los veintiséis años. En general, las víctimas del bullying son
las que presentan un mayor riesgo de cara a desarrollar relaciones de pareja no
saludables durante la adolescencia y la adultez temprana (Connolly, Pepler, Craig
y Taradash, 2000).

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En todo caso, se ha demostrado que las agresiones contra los adolescentes


son muy frecuentes y diferentes en función del género. Los chicos sufren más a
menudo la violencia psicológica y física cometida por un desconocido, mientras
que las chicas están más expuestas a la violencia psicológica leve y a la violencia
física provocada por alguien próximo a ellas, como un pariente, su compañero
de pareja o ex-pareja. En cuanto a la autoría de las agresiones sexuales, corres-
ponde en su mayor parte tanto a desconocidos como a los amigos y compañeros
de clase (Danielson et al., 2009).
Makepeace (1981) publicó el primer estudio centrado en la violencia de pare-
ja entre los jóvenes. Al comienzo, se asumió que este tipo de violencia predecía
necesariamente la violencia doméstica, pero no se ha constatado empíricamente.
La violencia en las relaciones de noviazgo es un fenómeno en sí mismo, ya que no
todas las personas que han utilizado la violencia de jóvenes lo hacen cuando son
adultos en el matrimonio (Corral, 2009). Sin embargo, los conflictos y las diná-
micas relacionales basadas en el dominio aumentan a medida que las relaciones
se van haciendo más serias y estables. A este fenómeno se le conoce en el ámbito
internacional como Dating Aggression o Dating Violence, expresión que los investi-
gadores han traducido al castellano con la denominación violencia en las relaciones
de pareja adolescente y/o joven. Los jóvenes se identifican mejor con el término
salir con alguien, ya sea una «pareja» o, si es más estable, «un novio/a» (Sánchez,
Ortega-Rivera, Ortega y Viejo, 2008).
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El fenómeno de la Dating Violence se considera un tema de estudio, con algunas


diferencias respecto a las relaciones violentas que mantienen las parejas adultas,
denominadas Intimate Partner Violence (IPV). Estas suelen estar más vinculadas
a la violencia doméstica y a la violencia de género. Aún así, en la última década,
un creciente número de estudios realizados en Estados Unidos sobre las relaciones
violentas que mantienen las parejas adultas se han adaptado a un enfoque neutro
respecto al género, como la investigación sobre Dating Violence y optan por una
perspectiva de reciprocidad o bidireccionalidad de la violencia dentro de la pareja.
Esta tendencia no está exenta de polémica puesto que olvida el peso de las estruc-
turas sociales que promueven la dominación y control masculino, así como la des-
igualdad de género (Reed, Raj, Miller y Silverman, 2010).
El esquema dominio-sumisión en las relaciones de pareja puede adquirir formas
muy reconocibles, de mayor o menor gravedad, pero también otras más sutiles de
tipo psicológico o relacional, que plantean dificultades a la víctima para diferenciar
entre el interés profundo que pueda tener su pareja sobre ella y el afán por controlar
su vida. Es habitual que las manifestaciones de maltrato psicológico en la pareja
sean previas a las físicas, y que su impacto en las víctimas sea igual o superior al
ocasionado por el maltrato físico.

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Las acciones preventivas son necesarias para que víctimas y agresores rompan
con los estereotipos marcados por el género y aprendan a través de la inteligencia
emocional a establecer relaciones de pareja basadas en la empatía, el diálogo, la
negociación, la cooperación y la resolución de conflictos constructiva. Los expertos
destacan la necesidad de abordar una intervención preventiva primaria entre los
adolescentes por varias razones:

– El uso de la violencia no suele surgir de forma espontánea durante el matri-


monio o en la vida en pareja. Con frecuencia, se inicia durante el noviazgo
en jóvenes y adolescentes. De hecho, los informes retrospectivos de mujeres
maltratadas indican que durante su noviazgo se produjeron conductas violen-
tas leves. Una agresión física previa al matrimonio supone una probabilidad
del 51% de que esa agresión se repita a lo largo del primer año y medio de
convivencia (O’Leary et al., 1989).
– Una parte de los maltratos aparece cuando las mujeres no está conviviendo
con sus parejas y, por tanto, la ausencia de convivencia no garantiza la no-
violencia.
– El abuso emocional es más difícil de identificar y evaluar que el resto. La
violencia psicológica puede ser inherente a la violencia física, anteceder a la
misma, o bien, se puede dar al margen de estas agresiones.
– La violencia en adolescentes, al igual que en personas adultas, produce lesio-
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nes y sufrimiento en las víctimas.

2. LOS FACTORES DE RIESGO EN LA VIOLENCIA DE PAREJAS ADO-


LESCENTES
La investigación sobre las relaciones de pareja en adolescentes ha estado limi-
tada durante mucho tiempo por la falsa creencia de que son superficiales y tran-
sitorias. Sin embargo, las evidencias actuales demuestran que esas relaciones no
son necesariamente transitorias y que están entrelazadas con algunos aspectos del
desarrollo (Collins, 2003; Carver et al., 2003). Para conocer mejor a los adolescen-
tes que se inician en las relaciones de pareja es frecuente recurrir al Modelo Eco-
lógico de Bronfenbrenner (1979) centrado en los factores de riesgo y el desarrollo
individual. En principio, los estudios se centraron en conocer la violencia sufrida
por las adolescentes y mujeres jóvenes, puesto que una de las formas más comu-
nes de ejercer la violencia es la llevada a cabo sobre las mujeres por parte de sus
parejas o compañeros íntimos. Aunque las mujeres también pueden ser violentas
y la agresión existe en parejas del mismo sexo, ellas son las que se llevan la peor
parte, las que sufren las consecuencias más lesivas para su salud y para su propia
vida. No se trata tanto de actos aislados de agresión física como de un patrón de

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comportamientos abusivos y de control desarrollados a lo largo del tiempo. Heise


(2002) adapta el Modelo Ecológico para explicar diferentes factores de riesgo que
interactúan para que se produzca la violencia sobre las mujeres. El modelo se cons-
truye a partir de cuatro niveles de agrupación de factores que se visualizan como
círculos concéntricos:

Nivel individual: el círculo más interno representa la historia biológica y perso-


nal que cada individuo aporta a su comportamiento en las relaciones.
Nivel de relaciones: el contexto inmediato en el que el abuso tiene lugar, con fre-
cuencia
Nivel es el ámbito
comunitario: de las relaciones
el contexto familiares
comunitario o íntimas,
en el que o con sociales
las relaciones algún conocido.
están integradas,
Nivel comunitario:
incluyen el contexto
las redes sociales, escuelas,comunitario en el yque
lugares de trabajo las relaciones sociales
vecindarios.
están integradas, incluyen las redes sociales, escuelas, lugares de trabajo y
Nivel sociocultural: el círculo más externo representa la economía y el entorno social, en el
vecindarios.
Nivel
que se sociocultural: el círculo
incluyen las normas más externo
culturales. Es aquí representa la economía
donde se puede y el entorno
crear un clima que propicia la
social, en el que se incluyen las normas
reducción de inhibiciones contra la violencia.culturales. Es aquí donde se puede crear
un clima que propicia la reducción de inhibiciones contra la violencia.

Sociocultural   Comunitario   Relaciones   Individual  


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p. ej.: p. ej: p. ej.: p. ej.:


Normas Sanciones débiles Control masculino Historial de
tradicionales de de la comunidad en la toma de violencia en la
género que dan al contra la violencia decisiones y en familia de origen
Figura 1. Factores de riesgo asociados frecuentemente con la violencia sobre las mujeres:
hombre el poder de género. el Modelo la
ecológico de Heise del perpetrador o de
economía de la
económico y de familia. la víctima
Fuente: Adaptado de Heise y Garcia Moreno (2002) y de Bott, Morrison (incluida(2005)
y Ellsberg
toma de decisiones la violencia sobre
en el hogar. la pareja y el abuso
infantil). (Figura 1) permite
En un contexto sociocultural determinado, el marco multivariado
identificar los factores de riesgo que aumentan la probabilidad de situaciones de violencia
dentro de la pareja. De esta forma, seFigura 1.
puede determinar la importancia relativa de cada uno de
Factores
ellos, asídecomo
riesgo asociados
neutralizar losfrecuentemente con la violencia
efectos de potenciales sobre
factores que las mujeres:
distraen o equivocan. Por
el Modelo ecológico de Heise. Fuente: Adaptado de Heise y Garcia Moreno
ejemplo, el consumo(2002)deyalcohol
de Bott,deMorrison
los hombres muestra (2005).
y Ellsberg la importancia relativa de algunos
factores de riesgo. Aunque diferentes estudios aprecian la relación entre el consumo elevado
de alcohol y la violencia contra las mujeres por parte de sus parejas, lo cierto es que
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existen muchas personas que abusan del alcohol sin que por ello se comporten de forma
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violenta, y en muchas de las agresiones que se producen sobre las mujeres no aparece
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relacionado el consumo de alcohol. En este caso, hay que diferenciar entre las causas
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En un contexto sociocultural determinado, el marco multivariado (Figura 1) per-


mite identificar los factores de riesgo que aumentan la probabilidad de situaciones
de violencia dentro de la pareja. De esta forma, se puede determinar la importancia
relativa de cada uno de ellos, así como neutralizar los efectos de potenciales facto-
res que distraen o equivocan. Por ejemplo, el consumo de alcohol de los hombres
muestra la importancia relativa de algunos factores de riesgo. Aunque diferentes
estudios aprecian la relación entre el consumo elevado de alcohol y la violencia
contra las mujeres por parte de sus parejas, lo cierto es que también existen muchas
personas que abusan del alcohol sin que por ello se comporten de forma violenta,
y en muchas de las agresiones que se producen sobre las mujeres no aparece rela-
cionado el consumo de alcohol. En este caso, hay que diferenciar entre las causas
profundas de la violencia (factores predictores) y los factores desinhibidores o
facilitadores que la refuerzan o que ayudan a que se manifieste (Alberdi y Matas,
2002; Ferrer y Bosch, 2005). En el nivel individual, también son frecuentes los
estudios que demuestran cómo la exposición de los hijos a la violencia doméstica
por parte de los padres durante la crianza se asocia con una mayor probabilidad de
que reproduzcan los patrones de maltratador/víctima en las relaciones de pareja en
la vida adulta. Sin embargo, hay que tener en cuenta que más de la mitad de los
hombres que sufrieron esta exposición nunca se comportaron violentamente con sus
propias parejas (Caeser, 1998).
En el nivel de las relaciones, un factor de riesgo que afecta especialmente a los
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adolescentes y jóvenes consiste en la idealización excesiva y disfuncional del amor


(Comisión para la Investigación de Malos Tratos a Mujeres, 2005). El deseo de
control y las agresiones verbales pueden iniciarse tempranamente en las relaciones
de pareja de forma sutil o justificándose como una forma de cariño por parte del
agresor. Las agresiones por celos y el control excesivo son síntomas de amor para
muchas adolescentes, que no ven en esas conductas el primer paso hacia la vio-
lencia. La creencia de que el amor lo puede todo y de que con el tiempo las cosas
mejorarán, lleva a algunas jóvenes a considerar que su esfuerzo servirá para resol-
ver los problemas. Sin embargo, ceder a las demandas del agresor no supone una
garantía para el cese de la violencia, sino que contribuye a reforzar sus exigencias.
Los factores de riesgo operan en varios niveles, por lo que las medidas de pre-
vención de la violencia mejorarán su efectividad si se aborda cada nivel a través de
algún tipo de intervención.
Además del Modelo Ecológico, diseñado para explicar la violencia sobre las
mujeres, se han planteado otros enfoques destinados a proporcionar un marco expli-
cativo específico para las agresiones entre parejas de novios adolescentes y jóvenes:
el «Background-Situational Model» (Riggs y O´Leary, 1989, 1996), y el «Develop-
mental System Model of Partner Aggression» (Capaldi, Short y Kim, 2005). Riggs y

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O´Leary plantean un modelo de agresión en el noviazgo o el cortejo que denominan


«Background-Situational Model», basado en la teoría del aprendizaje social y del
conflicto. Su propuesta consiste en identificar dos tipos de variables relacionadas
con la agresión durante el noviazgo:

– Factores contextuales o antecedentes (background) relacionados con expe-


riencias de violencia vividas en la familia de origen (como las agresiones
entre los padres o los malostratos en la niñez), transmitidas de una genera-
ción a otra, que aumentan en un individuo las probabilidades de seguir con
un comportamiento agresivo o de víctima.
– Factores situacionales o circunstanciales, como el consumo de alcohol o los
problemas por los que pasa la pareja, que incrementan el conflicto dentro de
la relación y contribuyen a que se produzcan incidentes específicos de agre-
sión.

En relación con los factores contextuales, este modelo pretende demostrar que
la violencia en la propia familia contribuye a una mayor utilización de la agresión
como respuesta al conflicto; al posible desarrollo de características de personalidad
agresivas/impulsivas y psicopatologías; y a la reducción del control emocional.
Estos factores, a su vez, conducen a un mayor uso de la agresión en general y den-
tro de las relaciones amorosas en particular.
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Respecto a los factores situacionales, se parte de la hipótesis de que las carac-


terísticas de las relaciones (satisfacción, habilidades de comunicación, problemas,
nivel de intimidad), el estrés y el consumo de alcohol contribuyen a aumentar el
conflicto dentro de la pareja. La escalada del conflicto, el estrés y el consumo de
alcohol, así como el comportamiento agresivo de la pareja y la expectativa de resul-
tados positivos del comportamiento agresivo, contribuyen a una mayor probabilidad
de involucrarse en conductas agresivas.
El Developmental System Model of Partner Aggression (Modelo Sistémico
Evolutivo), desarrollado por Capaldi (al que, en otros trabajos, denominan también
como Dynamic Developmental Systems Approach) se distingue por considerar de
forma interactiva los distintos factores que permiten explicar la violencia en las
relaciones de pareja de los adolescentes y jóvenes. Estos factores son la natura-
leza biológica de sus miembros, las características de personalidad individuales,
los factores contextuales y las experiencias sociales que poseen en los distintos
microcontextos en los que participan, sobre todo con la familia y sus grupos de
iguales. Estos aspectos deben ser estudiados a través de su desarrollo en el tiempo.
Las características de cada uno de los miembros de la pareja, así como la pareja
misma, evolucionarán y cambiarán a lo largo del tiempo. A medida que las rela-

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ciones se van haciendo más serias y estables, entre los 17 y 20 años, aumenta el
número de conflictos y se comienzan a establecer dinámicas relacionales basadas en
el dominio (Sánchez, Ortega-Rivera, Ortega y Viejo, 2008). Capaldi, Kim y Shortt
(2004) han encontrado que la violencia en las relaciones sentimentales adolescentes
aumenta de forma gradual hasta alcanzar su cénit en torno a los 25 años, con un
decrecimiento posterior que llega hasta los 35 años.

3. LAS RELACIONES DE PODER Y DOMINACIÓN EN LA PAREJA


En cualquiera de los modelos descritos en el apartado anterior, las relaciones de
poder y dominación en la pareja constituyen un factor estrechamente relacionado
con las conductas agresivas y violentas (García-Moreno, 2005; ONU, 2006), sin
menoscabo de que puedan entrañar por sí mismas una modalidad específica de
maltrato psicológico o de violencia estructural (Instituto de la Mujer, 2000, 2006;
Ferrer et al., 2008). Los estudiosos de la violencia de pareja no coinciden en su
interpretación. Las posiciones más polarizadas se sitúan entre los que atribuyen el
origen de la violencia en la pareja a las estructuras sociales que sostienen la domi-
nación de los hombres sobre las mujeres y los que piensan que se trata de un pro-
blema relacional, en el que ambos miembros de la pareja se agreden mutuamente
en la mayoría de los casos.

3.1. La perspectiva estructural o de dominación masculina


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La Teoría feminista (Dobash y Dobash, 1992; Walker, 1989) identifica la violen-


cia en las relaciones de pareja con la violencia de género. El hombre es el perpetra-
dor y la mujer es la víctima, excepto en relaciones entre personas del mismo sexo.
El riesgo de sufrir una agresión física por parte del hombre es un rasgo dominante
en las interacciones de pareja. En la Teoría feminista se reconoce que las mujeres
realizan actos violentos, pero destaca que con frecuencia se producen en contextos
que implican defensa propia. Además, se entiende que son actos cualitativamente
diferentes, ya que no provocan miedo y, por lo general, no causan lesiones.
En esta teoría, la conducta violenta por parte de la pareja masculina consti-
tuye un acto de opresión. Su objetivo consiste no solo en alimentar el miedo de
morir de su víctima, sino también que experimente gratitud por el hecho de que
se le permita seguir viviendo. La Teoría feminista advierte que los autoinformes
proporcionados por mujeres sometidas a la violencia de su pareja no pueden
interpretarse como indicios de violencia mutua, puesto que es un tipo de violencia
que comporta un elevado sentido de culpa en la propia víctima. La violencia en
las relaciones de pareja se sitúa dentro de las estructuras tradicionales de poder
en las que los hombres dominan, mientras que las mujeres están subordinadas.

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Desde esta perspectiva destacan temas como la desigualdad, la desvalorización


activa de las mujeres y las prácticas de socialización normativas que promueven
roles de género rígidos. Las actitudes rígidas basadas en el género determinan las
funciones dentro de la pareja y pueden traducirse en la creencia de que la mujer
es la responsable de mantener la relación, mientras se sobrevaloran los derechos
atribuidos a los hombres. Esto genera una relación de desequilibrio en la relación,
donde la mujer puede ser compartimentada de acuerdo al cumplimiento de las
necesidades del hombre, proporcionando cuidados y sexo, entre otros servicios.
Bourdieu (2000, 54) acuñó el término violencia simbólica para designar «una
forma de poder que se ejerce directamente sobre los cuerpos y como por arte de
magia, al margen de cualquier coacción física». Se realiza «de manera invisible
e insidiosa, a través de la familiarización insensible con un mundo físico simbó-
licamente estructurado y de la experiencia precoz y prolongada de interacciones
penetradas por unas estructuras de dominación».
Este autor aclara que la violencia simbólica no minimiza el papel de la violen-
cia física, ni hace olvidar que existen mujeres golpeadas, violadas y explotadas, ni
busca disculpar a los hombres de su responsabilidad en esta violencia. La fuerza de
las estructuras se impone a los dos términos de la relación de dominación, lo que
incluye también a los propios dominadores. Por su parte, los dominados aplican
a las relaciones de dominación unas categorías construidas desde el punto de
vista de los dominadores que, incluso, parecen naturales. Frente a la coerción
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mecánica (el uso de la fuerza) o al consentimiento o sumisión voluntaria, la domi-


nación simbólica no se produce en la lógica de la conciencia, sino en los esquemas
de percepción y de acción que constituyen los hábitos, las costumbres y las prác-
ticas cotidianas. Para Bordieu, los agentes que más contribuyen a la perpetuación
de la violencia simbólica son la familia, la escuela, las iglesias y el Estado. En
definitiva, Bordieu profundiza en la Teoría de la socialización diferencial (Walker
y Barton, cit. por Bosch et al., 2008), que explica cómo las personas, en su proce-
so de iniciación a la vida social y cultural, mediante la influencia de los agentes
socializadores, adquieren identidades diferenciadas de género que se concretan en
estilos cognitivos, actitudinales y conductuales, códigos axiológicos y morales; así
como en normas estereotipadas de la conducta asignada a cada género. Bosch et
al. (2008) destacan que la socialización diferencial afecta también a las relaciones
afectivas y de pareja, a través de las que se transmiten una serie de contenidos
sobre las relaciones interpersonales que responden a los valores imperantes de la
sociedad patriarcal.
En esta misma línea, Bonino (1995, 1996) ha identificado y descrito una serie
de micromachismos que se hallan presentes en las prácticas de dominación y
violencia de la vida cotidiana; en los hábitos que se manifiestan de forma casi

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imperceptible en las relaciones de pareja y que, a su juicio, constituyen la base y


el caldo de cultivo de las demás formas de la violencia de género. En las relacio-
nes de pareja se manifiestan como formas de presión de baja intensidad, más o
menos sutil, con las que los varones intentan: a) imponer y mantener el dominio
y su supuesta superioridad sobre la mujer que es el objeto de la maniobra; b)
reafirmar o recuperar dicho dominio ante la mujer que se «rebela»; c) resistirse
al aumento de poder personal o interpersonal de la mujer con la que se vincula,
o aprovecharse de dichos poderes; y d) aprovecharse del «trabajo cuidador» de
la mujer. Estos micromachismos pueden tener, incluso, legitimidad en el entorno
social y constituyen las conductas más usadas por los hombres para mantener su
dominio. Comienzan a utilizarse desde el principio de la relación y van moldean-
do lentamente la libertad femenina, minando su autonomía, de forma que muchas
veces pasan desapercibidas para quién las padece o para quién las observa. Su
capacidad para dañar se produce por su reiteración a través del tiempo. Un ejemplo
puede ser el poder que el hombre tiene para crearse y disponer de tiempo libre a
costa de sobreutilizar el tiempo y la energía de las mujeres. Los micromachismos
constituyen microabusos y microviolencias, que persiguen anular a la mujer como
sujeto, forzándola a una mayor disponibilidad e imponiéndole una identidad al
servicio del varón. Bonino ha identificado cerca de cincuenta comportamientos de
micromachismos que agrupa en cuatro categorías: coercitivos, encubiertos, de crisis
y utilitarios. Los micromachismos encubiertos ocultan los objetivos de dominio por
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parte del hombre. Utilizan el afecto y la inducción de actitudes para disminuir el


pensamiento y la acción eficaz de la mujer, llevándola a hacer lo que no quiere y
conduciéndola en la dirección elegida por el varón. Entre las prácticas más habi-
tuales se encuentran las relacionadas con evitar la intimidad, bien sea a través de
la renuencia a hablar (el hombre no se siente obligado a hablar o a dar explica-
ciones), el aislamiento («¡No me vengas con problemas»!, «¡No me presiones»!,
«¡Estoy todo el día trabajando y quiero paz!»…) o el hambre de afecto («Si sabes
que te quiero ¿para qué quieres que te lo diga?»). Los micromachismos utilitarios
consisten en estrategias de imposición de sobrecarga a la mujer en las que el varón
evita asumir responsabilidades. Su efectividad viene dada por lo que se deja de
hacer y que se delega en la mujer, que de esta forma pierde energía vital para sí
misma. Algunas conductas de este tipo son los requerimientos abusivos solapados,
la delegación del trabajo de cuidado de vínculos y de personas, o la naturaliza-
ción y aprovechamiento del rol de cuidadora. En todo caso, el planteamiento de
Bonino conduce a superar la tendencia a limitar la medición del abuso psicológico
a través de actos abiertos de dominación y control, más fáciles de reconocer y
operativizar. Para ello, es necesario generar instrumentos que permitan abarcar
conductas abusivas más indirectas y sutiles, como la Escala de Abuso Psicológico

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Sutil y Manifiesto a las Mujeres (SOPAS) adaptada al español por Buesa y Calvete
(2011). Marie-France Hirigoyen (2006) señala que todavía es frecuente, incluso
en algunos profesionales, considerar que no es posible probar la existencia de
violencia psicológica.

3.2. La perspectiva relacional de los «problemas de pareja» o «violencia familiar»


Los trabajos de Straus (2004, 2008) son el principal exponente de una perspec-
tiva que considera el maltrato o la violencia como un problema de pareja, que se
produce de forma bidireccional en la mayoría de los casos y en el que la posición
dominante de uno de los miembros, independientemente de su género, sobre el otro
es un factor de riesgo. En ambos aspectos difiere abiertamente con los enfoques
feministas, que vinculan la violencia en la pareja a la dominación masculina y a la
violencia de género.
La Escala de Tácticas de Conflicto (CTS) (Strauss, 1995) mide las formas de
resolver el desacuerdo en la pareja. A través de una versión modificada más corta
(M-CTS o CTSm) (Cascardi et al., 1999; Muñoz-Rivas et al., 2007) se constatan
cuatro estrategias básicas, tanto para hombres como para mujeres, a la hora de
abordar sus conflictos de pareja: el razonamiento, la agresión verbal, la agresión
física leve y la agresión física grave. A través de un estudio sobre violencia de
pareja realizado en 32 países, con una muestra de 13.601 estudiantes, Strauss
(2008) concluye que la asimetría o dominio por parte de uno de los miembros,
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frente a la simetría, es un aspecto crucial de la etiología de la violencia de pareja.


Los resultados muestran que la posición dominante, tanto si la ocupa el hombre
como si lo hace la mujer, está asociada con una mayor probabilidad de violencia.
Por otra parte, las cifras de prevalencia evidencian que hay un porcentaje similar
de hombres y mujeres jóvenes que agreden en sus relaciones de pareja Straus
(2004, 2008). De ahí se infiere la existencia de un patrón bidireccional de la
violencia o violencia cruzada. Las mujeres utilizan más las agresiones verbales,
psicológicas y físicas leves que los hombres, mientras que estos últimos recurren
con mayor frecuencia a las agresiones físicas moderadas y graves. Estos resultados
ponen en tela de juicio la suposición de que la violencia en la pareja es ante todo
la acción de un hombre y que, cuando las mujeres son violentas, por lo general lo
hacen en defensa propia. Por esta razón, este autor considera que los programas de
prevención y de tratamiento de la violencia en la pareja podrían ser más eficaces si
reconocieran que la mayoría de esa violencia es bidireccional. Esta postura no está
exenta de una fuerte polémica (Dobash, Dobash, Wilson y Daly, 1992; González y
Santana, 2001; Ferrer y Bosch, 2005). Las críticas argumentan que la escala CTS,
o sus versiones modificadas, no miden algunas conductas agresivas, ni permiten
deducir cómo se produce la escalada de un conflicto en la pareja; tampoco anali-

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za los antecedentes, el contexto y los motivos que generan la violencia (como la


distinción entre comportamientos de ataque y de autodefensa) o las consecuencias
de la misma para la víctima. Al respecto, Straus (2011) considera que un instru-
mento que utilice el contexto y el significado de los actos como base para medir la
violencia disminuiría los datos sobre su prevalencia y proporcionaría una muestra
sesgada de las conductas violentas.
La tendencia a explicar los conflictos de pareja como pruebas normales u obs-
táculos a superar en la vida en pareja se extiende. Jean-Claude Kaufman (2009)
plantea la cuestión a partir de las irritaciones (agacements), cada vez más gene-
ralizadas en el ámbito de la convivencia como consecuencia de las disonancias
producidas por la modernidad y la pretendida desaparición de la división de los
roles de género. Para Kaufmann (2009), las primeras irritaciones de la pareja son
el signo de que el proceso de armonización y de unificación se ha activado. Los
individuos desarrollan simultáneamente su capacidad para tratarlas, aunque no
siempre se abordan de forma igualitaria. Una de las técnicas principales para evi-
tar las irritaciones consiste en profundizar en la especialización de cada miembro
de la pareja, estableciendo roles complementarios. Por ejemplo, algunos hombres
utilizan una táctica que consiste en «no ver las cosas que molestan», con el fin
de incitar a su pareja a ocuparse de ese asunto. De esta forma, existe una mayor
probabilidad de que el más irritado de los dos se movilice para solucionarlo y
se convierta en el obrero especializado de ese asunto, con lo que comienza a
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establecerse en la pareja una división de funciones complementarias. Kaufmann


considera que se trata de un elemento central en la estructuración de las parejas
actuales, por lo que no es suficiente analizar la oposición entre hombres y mujeres
como una simple herencia del pasado, si no que «es necesario tomar en consi-
deración el mecanismo conyugal en sí mismo, en sus desarrollos más recientes»
(Kaufmann, 2009, 246).
Marie-France Hirigoyen (2006) considera que «la violencia carece de sexo», es
decir, que la violencia contra las mujeres en la pareja es «violencia de pareja», tér-
mino que prefiere al de mujeres maltratadas o violencia de género. Para Hirigoyen
(2006. 15), más allá del hecho cultural relacionado con la posición de las mujeres
en la sociedad, «se trata de una violencia íntima, vinculada con la proximidad afec-
tiva. Así, uno de los miembros de la pareja, con independencia de su sexo, trata
de imponer su poder por la fuerza». Considera que la violencia en la pareja es una
respuesta intermitente a los conflictos ocasionales de la vida cotidiana motivados
por la necesidad de controlar una situación concreta. Además, puesto que hombres
y mujeres cometen actos violentos, desde esta perspectiva se pone mayor énfasis en
la influencia de las causas que son comunes a ambos.

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4. DIFERENTES TIPOS DE VIOLENCIA EN LAS RELACIONES DE


PAREJA
Frente a las perspectivas anteriores, Johnson (2005, 2007, 2011) sostiene que la
violencia en la pareja no es un fenómeno unitario, sino que existen diferentes tipos
que varían en función del control coercitivo que se pueda ejercer en el contexto de
esa violencia. Para este autor, dos de los tres tipos más frecuentes de violencia de
pareja implican poder y control:

– El terrorismo íntimo, que tiene la intención de tomar el control general sobre


el otro miembro de la pareja. Es lo que la mayoría de las personas denominan
como violencia doméstica. La que, efectivamente, ejercen los hombres sobre
sus compañeras.
– La resistencia violenta, que consiste en el uso de la violencia para responder
a tales intenciones. Se trata de conductas de autodefensa.
– La Violencia de Pareja Situacional, es aquella en la que ninguna de las partes
pretende establecer dinámicas de poder y control. Originalmente, el autor la
había denominado Violencia Común de Pareja, pero tuvo que desechar el
término puesto que podía dar a entender que minimizaba sus peligros.

A partir de estas diferencias, Johnson (2007) media en la discusión sobre la


existencia de simetría de género en la violencia que se produce en las relaciones de
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pareja, tal y como la vienen sosteniendo los teóricos de las perspectivas anteriores.
Los teóricos de la violencia familiar argumentan que la agresión en la pareja es mutua
en la mayoría de los casos, apoyándose en encuestas generales realizadas a muestras
amplias de población, lo que produce sesgos importantes hacia la Violencia de Pareja
Situacional: (a) puesto que este fenómeno es mucho más común que el terrorismo
íntimo y la resistencia violenta, y que (b) resulta poco probable que los potenciales
encuestados que agreden a sus parejas quieran exponerse a decir la verdad en una
encuesta y, de la misma forma, que las víctimas participen por miedo a ser castigadas.
Por el contrario, las investigaciones feministas se han basado en gran medida en
muestras muy específicas de población, tomadas en centros de acogida de mujeres,
juzgados, agencias de policía u hospitales. Es decir, en los lugares a los que se diri-
gen con más frecuencia las víctimas de la violencia severa en busca de atención, lo
que genera sesgos a favor del terrorismo íntimo y de la resistencia a la violencia,
y que muestra un patrón de género muy diferenciado en el que el hombre inicia la
perpetración de la violencia en la pareja y fuerza, en algunas ocasiones, a que la
mujer se resista a su vez con violencia.
En definitiva, el reconocimiento de que existen diferentes tipos de violencia en
las relaciones de pareja permite explicar la baja presencia de formas severas de

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violencia ,que resultan de los estudios realizados utilizando la Escala de Tácticas de


Conflicto (CTS) en todo el mundo (Corral, 2009). La cuestión pendiente pasa por
distinguir con más claridad y precisión entre las situaciones propias de la violencia
situacional y aquellas que están integradas en patrones de coerción y control.

5. LAS DIMENSIONES DE LA VIOLENCIA EN LAS RELACIONES DE


PAREJA DE LOS JÓVENES
La investigación sobre conductas violentas en las relaciones de pareja de los
adolescentes y jóvenes resulta de interés por sus altas tasas de prevalencia, por las
consecuencias para la salud física y mental de las víctimas, y porque se produce
en una etapa de la vida en la que se aprenden pautas de interacción que pueden
extenderse a la edad adulta (Werkele y Wolfe, 1999; González-Ortega, Echeburúa
y Corral, 2008). La violencia en las parejas jóvenes adopta varias formas, pero la
mayoría de los estudios están orientados hacia la violencia física, psicológica y/o
sexual. Estas modalidades pueden darse conjuntamente o por separado y aparecer
en cualquier momento de la relación. En todo caso, para conocer a fondo cada una
de ellas es necesario delimitar los actos que las conforman, así como una serie de
características: prevalencia, cronicidad, severidad y reciprocidad o mutualidad.

5.1. La violencia física en las relaciones de pareja


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Afecta a cualquier uso de la fuerza, con armas o sin ellas, que puede causar
lesiones físicas. Suele clasificarse según su severidad, a partir de la gravedad del
daño que causan y el tiempo que tardan en curar las lesiones (Rodríguez Biezma,
2007). Las investigaciones basadas en encuestas, establecen dos categorías: agre-
sión física leve/moderada (abofetear, empujar, retorcer el brazo, tirar del pelo…)
y agresión física grave (palizas, puñetazos y patadas, quemar o escaldar, usar
armas…).
Respecto a cómo la agresión física en las parejas adolescentes y jóvenes se desa-
rrolla en el tiempo, O´Leary (1999) la describe como crecimiento curvilíneo, con
bajas proporciones de agresión entre las parejas más jóvenes y las más mayores.
El pico se situaría en torno a los 22 años para las mujeres y los 25 años para los
hombres (Archer, 2000). A partir de entonces, la frecuencia de agresiones físicas
en la pareja va decreciendo con la edad. Pero no todos los que han investigado
sobre esta cuestión se muestran de acuerdo y cuestionan los datos que provienen de
estudios transversales. A través de estudios longitudinales sobre adolescentes, se ha
encontrado que el crecimiento de la agresión física es curvilíneo, pero con un incre-
mento en la perpetración desde los 13 hasta los 16 ó 17 años, edad a partir de la que
comienza a decrecer (Foshee et al., 2009; Nocentini, Menesini y Pastorelli, 2010).

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Hacia este mismo patrón apuntan los datos obtenidos en adolescentes andaluces
(Sánchez, Ortega, Ortega y Viejo, 2008); así como en una muestra de 5.355 jóvenes
de la Comunidad de Madrid, de los que el 28% eran menores de 18 años (González
Lozano, 2009). Este estudio muestra que la proporción de agresores y de víctimas
es mayor cuanto menor es la edad. Los valores que se presentan en esta tabla son
los más próximos a la media de los resultados que ofrecen diferentes estudios
hechos en España y permiten constatar que las agresiones físicas graves se utilizan
en tasas muy inferiores respecto a las leves. Además, las mujeres informan que
ejercen más violencia leve que lo hombres, mientras que éstos usan una violencia
mayor.
El patrón bidireccional de la agresión, en las que ambos miembros han perpe-
trado y sufrido a la vez agresiones, es el más frecuente dentro de las relaciones de
pareja, según resultados de numerosas investigaciones. En muestras de población
general, la mitad de las agresiones son de este tipo, mientras que una cuarta parte
la ejercen solo los hombres y otra cuarta parte, solo las mujeres de cada pareja. En
la población adolescente de la Comunidad de Madrid la reciprocidad de las agre-
siones en la pareja solo es informada por el 32,5%, es decir, por un tercio de los
encuestados, lo que indica que el patrón de mutualidad en la agresión todavía no
se ha estabilizado en la adolescencia e irá creciendo en la medida que se entra en
la vida adulta...
La frecuencia de este tipo de agresiones no tiene una repercusión similar en
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lesiones físicas. Alrededor del 90% de adolescentes y jóvenes ni identifican ni con-


sideran que se haya producido algún tipo de lesiones en sus relaciones de pareja
(Corral y Calvete, 2006; González Lozano, 2009). En todo caso, el tipo de lesión
más frecuente es el de los cortes o contusiones leves. El motivo de agresión más
habitual, según los propios adolescentes, es el que se genera a partir de bromas o
juegos, seguido de estar furioso y golpear primero, así como la presencia de los
celos. Una vez sufrida la agresión, la mayor parte de los adolescentes optan por
no hacer nada o por hablar con su pareja de la violencia. En ocasiones, también
lo hablan con un amigo. En todo caso, prevalece significativamente el uso de
los recursos informales sobre otros más formales, como hablar con un profesor/
orientador o llamar a un teléfono de ayuda (González Lozano, 2009). La Tabla
1 muestra la frecuencia de «pegar o abofetear», conducta muy utilizada en las
encuestas dirigidas a adolescentes para medir la agresión física. La mayoría
de ellos no informan haber cometido o sufrido este tipo de prácticas y, cuando
se producen, es de forma ocasional, lo que debe interpretarse como una o dos
veces a lo largo de su historia de pareja. Se puede estimar que entre el 1% y el 4%
de los adolescentes recurren a las bofetadas o conductas similares con cierta fre-
cuencia, sin que se hayan detectado diferencias significativas en función del sexo.

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Tabla 1.
Cronicidad (%) de la conducta «pegar o abofetear» entre parejas de adolescentes

Agresores Frecuencia
Nunca Ocasional A menudo Con frecuencia
Autor/es Mujer Hombre Mujer Hombre Mujer Hombre Mujer Hombre

Sánchez, Ortega, Ortega


n.c. n.c. 17,7 9,3 n.c. n.c. 2,4 0
y Viejo (2008)

Fernández-Fuertes,
87,1 92 5,4 1,6 3,1 2,8 0,9 1,2
Orgaz y Fuertes (2011)

Díaz-Aguado y Carvajal n.c. 97,5 n.c. 1,5 n.c. 0,5 n.c. 0,5
(2011)
Nunca Ocasional A menudo Con frecuencia
Víctimas
Mujer Hombre Mujer Hombre Mujer Hombre Mujer Hombre

Sánchez, Ortega, Ortega n.c. n.c. 9 14,8 n.c. n.c. 1,2 2,2
y Viejo (2008)

Fernández-Fuertes,
90,6 88,8 3,7 6 0,9 1,6 1,4 1,2
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Orgaz y Fuertes (2011)

Díaz-Aguado y Carvajal
96,5 n.c. 2,7 n.c. 0,4 n.c. 0,4 n.c.
(2011)
Nota: n.c.= no consta.

5.2. La violencia sexual en las relaciones de pareja


Cualquier conducta impropia que tiene una dimensión sexual puede entrar a
formar parte de los que se considera violencia o agresión sexual. Para delimitar
y cuantificar este tipo de agresiones existen varias opciones que dependen de su
definición. En primer lugar, es conveniente diferenciar entre el concepto legal y el
concepto psicológico de agresión sexual. Al respecto, las definiciones legales esta-
blecen márgenes más estrechos sobre las conductas que se interpretan como tales,
y dependen de la legislación vigente en cada país; es decir, de criterios externos a
la víctima. Por otra parte, las definiciones psicológicas sitúan el foco de atención
sobre cómo es percibida y evaluada la conducta por la víctima.
En esta última línea, se puede registrar un amplio catálogo de agresiones sexua-
les en función de su gravedad, que van desde las simples molestias hasta el abuso

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sexual: insultos y miradas obscenas, comentarios sexuales, envío de mensajes por-


nográficos, exclusión por una determinada orientación sexual, tocamientos y ata-
ques físicos más graves (besar contra la voluntad, forzar, estrujarse con intenciones
sexuales, obligar a desnudarse u obligar a tener relaciones sexuales (O´Donohue,
Downs y Yeater, 1998). El hecho de que algunas de ellas puedan malinterpretarse
como avances atrevidos durante el cortejo, o interpretarse de forma diferente por
chicos y chicas, dificulta su conceptualización (Ortega, Ortega y Sánchez, 2008).
Las diferencias culturales también contribuyen a modificar la forma en que se
hace operativo el concepto de agresión sexual. En 1993 y 2001, la AAUW (American
Association of University Women) realizó dos amplios estudios nacionales en Esta-
dos Unidos, denominados «Hostile Hallways», en los que se registraba una amplia
incidencia del acoso sexual entre los estudiantes de los institutos. En el del año 2001,
el 81% de los estudiantes afirmaron haber padecido alguna forma de agresión sexual
durante su trayectoria escolar y un 54% admitieron haberlas realizado. Las formas
más frecuentes responden a conductas molestas, pero que por sí solas no revisten
gravedad: comentarios, juegos, gestos o miradas sexuales (66%); tocamientos, inten-
tos de agarrar o pellizcos con intenciones sexuales (49%); rozarse intencionalmente
con intención sexual (47%); entre otros comportamientos similares (AAUW, 2001).
Un estudio realizado en España por Ortega, Ortega y Sánchez (2008) utilizando
una versión modificada del AAUW Sexual Harassment Survey produjo cifras altas
de agresión sexual (el 66,6% dijeron haberlas sufrido y un 48% reconocieron que
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las habían realizado dentro de sus relaciones de pareja), aunque sin llegar a las
admitidas por los adolescentes estadounidenses. Las chicas estadounidenses presen-
taron más probabilidades de sufrir algún tipo de agresión sexual que las españolas.
Los chicos son los que agreden sexualmente en una medida significativamente
superior. Esta pauta se repite en otros estudios realizados sobre adolescentes espa-
ñoles (Fernández-Fuerte y Fuertes Martín, 2005; González Lozano, 2008). También
es significativa la diferencia entre el mayor número de las/los adolescentes que
reconocen haber sufrido agresiones sexuales (víctimas) respecto de aquellos que
informan haberlas cometido (agresores).
Por otro lado, se ha encontrado que una parte de adolescentes son agresores
y víctimas al mismo tiempo. Por ejemplo, González-Lozano (2009), utilizando
autoinformes que recogían conductas de agresión sexual más restringidas que las
planteadas por la AAUW, obtuvo un 16% de agresión sexual mutua en las relacio-
nes de pareja de adolescentes entre 16 a 18 años de la Comunidad de Madrid, coin-
cidiendo con las prevalencias de perpetración y victimización. En consecuencia,
existe una mayor probabilidad de que aquellos que han cometido agresiones sexua-
les sean a su vez víctimas de una agresión sexual: 1,90 veces más en los hombres
y 4,34 veces en las mujeres (Muñoz-Graña et al., 2009).

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Ortega, Ortega y Sánchez (2008) han encontrado que los datos de violencia
sexual en la pareja se encuentran levemente por debajo de la que se produce entre
iguales, dentro de grupos de adolescentes (la diferencia se sitúa alrededor del 4%).
En función de estos datos, sostienen que ambos fenómenos se encuentran relacio-
nados, lo que apunta a la hipótesis de que existe una transmisión de la violencia
sexual y del esquema dominio-sumisión entre los dos contextos. En consecuencia,
el hecho de ser agresor/a o víctima de violencia en alguna de sus manifestaciones
y contextos se convertiría en factor de riesgo para serlo en otros tipos de violen-
cia y en otros contextos. En todo caso, queda patente que el esquema dominio-
sumisión tiene una presencia relevante en las interacciones que se producen entre
los adolescentes.
Respecto a la influencia de la edad, la probabilidad de experimentar agresiones
sexuales en la pareja aumentan de forma progresiva y significativa desde los 15
hasta los 26 años, sobre todo en conductas como «insistir verbalmente en tener
relaciones sexuales, a pesar de que el otro no quiere». Sin embargo, otras conductas
más graves no sufren variaciones importantes con la edad, como «agarrar o sujetar
para realizar relaciones sexuales no consentidas», que aparecen en torno al 1% y
1,5% de los casos.

5.3. Violencia psicológica


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O´Leary (1999) define el abuso psicológico como «actos de críticas recurrentes


y/o agresión verbal y/o actos de aislamiento y dominación hacia la pareja. General-
mente, tales acciones causan miedo o una muy baja autoestima». Pero la ausencia
actual de una definición generalizada sobre agresión o violencia psicológica impide
que existan unos criterios unificados para su medición. Los estudios sobre el tema
recogen bajo esta denominación un amplio abanico de maniobras agresivas que
presentan como nexo común el hecho de no estar basadas en la fuerza física, por lo
que son más difíciles de evidenciar, pero que «se dirigen al monopolio de la víctima
a través de la creación de un arraigado sentimiento de desvalorización que destruye
la autoestima y genera un estado de indefensión en la misma» (Blázquez, Moreno
y García-Baamonde, 2010).
Para Hirigoyen (2006) la violencia psicológica no es un desliz puntual, un
momento de ira seguido de arrepentimiento o disculpas, sino una forma de relacio-
narse. De esta forma, no solo se subraya su dimensión relacional, sino que también
se apunta hacia el hecho de que se repita y mantenga a lo largo del tiempo: «Cuan-
do se habla de abuso psicológico se está aludiendo a un aplicación sistemática y
continuada de las estrategias de abuso, donde será necesario comprobar el número,
intensidad y frecuencia de su utilización» (Rodríguez-Carballeira et al., 2005).

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Además, se trata de un maltrato sutil. Las víctimas afirman que el miedo se


inicia con miradas despectivas, palabras humillantes y tonos amenazadores. La
sumisión radica en que no es necesario pegar a una persona para que haga lo que a
otra persona le venga en gana. El carácter impreciso de estas conductas dificulta el
establecimiento de los límites que propicien la detección de violencia psicológica.
Entramos pues en su noción subjetiva, pues un mismo acto puede adoptar signi-
ficados distintos según el contexto en que se produce y mientras unas personas lo
perciben como abusivo, otras pueden no hacerlo.
A raíz de los diferentes estudios realizados sobre la agresión psicológica en las
parejas, se puede deducir que se construye a partir de la combinación de tres varia-
bles básicas: la agresión verbal (el uso de palabras que insultan o atemorizan, los
silencios intencionales), la agresión relacional (en la intimidad de la pareja o a través
de la vida social) y la agresión emocional (el uso y manipulación de las emociones y
sentimientos). La diversidad de conductas y actitudes de los agresores han dado pie a
numerosas clasificaciones o tipologías de violencia psicológica, que podemos sinte-
tizar en las siguientes estrategias: amenazas, control, aislamiento, celos patológicos,
acoso, denigración, humillación, manipulación emocional, indiferencia afectiva y
evasión de responsabilidades. Estas modalidades se gradúan sobre dos polos: las
conductas manifiestas, directas o más fáciles de observar, como las amenazas o el
control; y las conductas sutiles, encubiertas, indirectas o invisibles. En este último,
las conductas de manipulación emocional, la indiferencia afectiva o la evasión de
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responsabilidades son más frecuentes. A su vez, cada tipo de conducta se concreta


en tácticas o actos específicos destinados a conseguir un objetivo. Por ejemplo, la
conducta de control se concreta en actuaciones como «preguntar insistentemente
a la pareja donde ha ido», «controlar el dinero o los gastos de la pareja» o «tomar
decisiones importantes sin contar con la pareja», entre otras tácticas.
Respecto a la prevalencia de la violencia psicológica, de forma generalizada se
ha constatado que está mucho más presente que la física o la sexual en la vida de las
parejas y que las mujeres la experimentan en mayor medida, ya sea como agresoras
o como víctimas. Las frecuencias más altas se producen en los estudios que centran
su atención en la dimensión verbal de las agresiones. En estos casos, en torno al
90% de los sujetos informan haber utilizado o sufrido estas conductas al menos una
vez, además de reconocer que se producen de forma mutua. Estos resultados son
iguales para adolescentes y para adultos.
Cuando la investigación empírica de la agresión psicológica se centra en sus
dimensiones relacionales o emocionales, como la dominación o los celos, las pre-
valencias bajan respecto a la verbal (Tabla 2). Aún así, la presencia de tácticas
relacionadas con los celos es muy frecuente entre los adolescentes de 16 a 18 años,
superando significativamente a la población de más edad (González-Lozano, 2009).

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Tabla 2.
Prevalencia (%) de la agresión psicológica en adolescentes españoles.

Autor/es Denominación Instrumento Agresores Víctimas


Relational
Sánchez, Ortega, Ortega Violencia
Aggression 59,2 57
y Viejo (2008) relacional
Scale

González Lozano (2009) Agresión verbal CTSm 93,3 92,3

Fernández-Fuertes, Orgaz Agresión verbal-


CADRI 95,4 95,3
y Fuertes (2011) emocional
Tácticas Escala de
González Lozano (2009) 59,6 52,9
dominantes Tácticas
Dominantes
González Lozano (2009) Tácticas celosas y Tácticas 79,5 83
Celosas

De todas formas, la disparidad de criterios y métodos aplicados para cuan-


tificar la presencia de agresiones psicológicas, entre las parejas adolescentes,
produce resultados difíciles de comparar. En la Tabla 3 se presenta la frecuencia
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de una de las tácticas sobre las que más se pregunta, «insultar o meterse con la
pareja», que ha sido considerada en diferentes estudios de campo como «agre-
sión relacional» (Sánchez, Ortega, Ortega y Viejo, 2008), «agresión verbal»
(González-Lozano, 2009) o «agresión verbal-emocional» (Fernández-Fuertes,
Orgaz y Fuertes, 2011).
Según informan los adolescentes, el insulto se experimenta ocasionalmente en la
mayoría de parejas que lo usan o sufren (Tabla 3). De la misma forma sucede con el
resto de tácticas de agresión verbal-emocional (negarse a hablar de un tema, decir
algo para molestar, hablar en tono hostil u ofensivo, etcétera…), aunque Fernández-
Fuertes, Orgaz y Fuertes (2011) presentan datos sobre algunas de estas conductas
en las que 1 de cada 4 adolescentes estarían implicados.
Los resultados expuestos permiten comprobar que se obtienen mayores preva-
lencias en conductas agresivas a partir de los estudios contextualizados desde la
perspectiva del conflicto de pareja (Sánchez, Ortega, Ortega y Viejo, 2008; Fer-
nández-Fuertes, Orgaz y Fuertes, 2011), respecto a los instrumentos que lo hacen
desde la perspectiva de género o el maltrato (Díaz-Aguado y Carvajal, 2011), lo
que coincide con la posición de Straus (1995) respecto a la menor reactividad de
los primeros.

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Violencia encubierta en las relaciones de pareja de los adolescentes

Tabla 3.
Cronicidad (%) de la conducta «insultar» entre parejas de adolescentes.

Agresores Frecuencia
Nunca Ocasional A menudo Con frecuencia
Autor/es
Mujer Hombre Mujer Hombre Mujer Hombre Mujer Hombre
Sánchez, Ortega, Ortega
46,3 58,6 48,2 36,7 n.c. n.c. 5,5 4,7
y Viejo (2008)
Fernández-Fuertes,
54,3 68,9 28 23,9 13,7 4,4 2,3 1,6
Orgaz y Fuertes (2011)
Díaz-Aguado y Carvajal
n.c. 89,6 n.c. 9,2 n.c. 0,6 n.c. 0,6
(2011)
Nunca Ocasional A menudo Con frecuencia
Víctimas
Mujer Hombre Mujer Hombre Mujer Hombre Mujer Hombre
Sánchez, Ortega, Ortega
50,9 55,9 45,5 38,1 n.c. n.c. 3,6 6
y Viejo (2008)
Fernández-Fuertes,
60 68,5 28 21,5 8,3 5,6 1,4 3,6
Orgaz y Fuertes (2011)
Díaz-Aguado y Carvajal
82,7. n.c. 14,4 n.c. 1,6 n.c. 1,3 n.c.
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(2011)
Nota: n.c.= no consta.

6. ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA VIOLENCIA ENCUBIERTA EN


LA PAREJA
Tanto en estudios realizados en España como en otros países, la mayor parte de
los adolescentes reconoce que se han producido agresiones en sus relaciones de pare-
ja, sobre todo de carácter psicológico y en forma de conductas verbales. Las chicas
reconocen utilizar las agresiones verbales con mayor frecuencia que los chicos. Pero
son estos últimos los que más utilizan la combinación de agresiones psicológicas y
sexuales: el 41,8 % de chicos frente al 25,9% (Fernández-Fuertes, Orgaz y Fuertes,
2011). Mientras que las chicas son las que más las sufren.
Las agresiones físicas leves se experimentan en magnitudes similares a las
sexuales, pero con una destacable presencia de bidireccionalidad (entorno al 30%).
Las formas más graves se sitúan por debajo del 2% de los adolescentes, cifras que
son bajas pero no irrelevantes. Lo habitual es que las agresiones físicas vengan
precedidas y se acompañen de agresiones de carácter psicológico, y que se sigan
manteniendo después, alimentadas por el miedo a sufrir de nuevo violencia física.

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En todo caso, el porcentaje de adolescentes que afirma haber cometido (17,9%) o


sufrido (18,2%) los tres tipos de agresión es bastante similar en la comparación por
sexos (Fernández-Fuertes, Orgaz y Fuertes, 2011).
En definitiva, los diferentes tipos de violencia que se producen en las primeras
parejas de adolescentes y jóvenes, entre los que se encuentran el bullying y las
agresiones en las relaciones de pareja, están interrelacionados. Para intervenir de
forma preventiva es necesario conocer los contextos y los procesos en los que se
produce esa violencia, así como las interpretaciones que los propios adolescentes
realizan de las agresiones que sufren o que comenten. Además, la intervención se
complica por la forma encubierta en la que se produce, dentro de la intimidad de
la pareja o de la complicidad del grupo de iguales, y porque no existe una práctica
generalizada de pedir ayuda formal (González-Lozano, 2009), aunque las chicas
presentan mayor predisposición a responder activamente en caso de maltrato (Diaz-
Aguado y Carvajal, 2011). En todo caso, sigue siendo necesaria la revisión crítica
de muchas de nuestras normas sociales y de convivencia, marcadas por patrones de
dominación-sumisión muy influenciadas por ideologías sexistas.
De hecho, Rodríguez-Franco et al. (2012) aportan evidencias de que el número
de las adolescentes que se perciben como maltratadas (maltrato percibido) está
muy por debajo de aquellas que soportan algún tipo de violencia, sin atribuirle la
etiqueta de maltrato (maltrato técnico). La prevalencia tanto del maltrato percibido
como del técnico en las adolescentes se sitúa por encima del informado en estudios
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dirigidos a las mujeres adultas (Instituto de la Mujer, 2006). Este hecho se traduce
en que son muchas las personas que están en riesgo, pero que no identifican el pro-
blema y, por tanto, se encuentran lejos de buscar ayuda. Para mejorar la eficacia de
las actuaciones preventivas sería conveniente dar menos importancia a la etiqueta
(maltrato, violencia) y ser más explícitos en las descripciones de sus contenidos
(Ulla et al., 2009), yendo más allá de los indicadores llamativos y ampliando el
campo a otras formas más sutiles y frecuentes de maltrato, como la manipulación
emocional, la indiferencia afectiva y la dejación de responsabilidades.

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CONSTRUYENDO ENTORNOS
PROTECTORES PARA EL MENOR
JAVIER FRESNEDA, PEDRO J. PUIG Y TERESA MOLINA
Aldeas Infantiles SOS

1. LA PRESERVACIÓN FAMILIAR: LA MEJOR OPCIÓN PARA PROTE-


GER AL MENOR
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El entorno familiar y el entorno escolar son, por definición, entornos protecto-


res. Allí encuentra el menor, los adultos significativos que le han de proporcionar
afecto, apoyo y seguridad, así como los conocimientos y habilidades necesarios
para convertirse en un individuo autónomo y competente. Que justamente en estos
entornos, se ignoren o violenten los derechos fundamentales de la infancia, genera
en los niños y adolescentes una indefensión mucho mayor, porque se lesiona la
confianza en las figuras de referencia, aquellas que le han de ayudar a crecer y
explorar la vida.
Una mirada tradicional en la prevención del maltrato infantil, supone la identifi-
cación de los factores de riesgo en la familia, la eliminación de pautas disfunciona-
les, la detección temprana de casos de maltrato, tratar los problemas y deficiencias
de las figuras parentales y remitir a la familia a los servicios apropiados para mini-
mizar el daño sobre el/la menor. La política asistencial no es preventiva, sino que
proporciona ayuda a las familias con problemas ya declarados. Se centra más en
dar prestaciones que en potenciar los factores de protección para evitar que nece-
siten estas prestaciones. Se interviene sobre todo con los casos de familias en alto
riesgo y cronificadas, se hace una valoración familiar centrada en sus problemas y
se produce una gran dependencia del técnico y los apoyos formales.

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Javier FRESNEDA, Pedro J. PUIG y Teresa MOLINA

Los enfoques más novedosos sobre prevención del maltrato a la infancia, ponen
el énfasis en la perseveración familiar; es decir, promover el buen trato en lugar
de librarles del maltrato, potenciar el bienestar del menor para no tener que prote-
gerlo. Se trata de evitar más que de curar y entender el riesgo psicosocial como un
continuo de situaciones familiares y no como una cuestión dicotómica. Lo que se
propone aquí es identificar y fortalecer las competencias parentales y la resiliencia
familiar a la vez que se intensifican y diversifican los servicios de apoyo social y
comunitario, porque todas las familias tienen activos pero necesitan ayuda de ami-
gos, vecinos, técnicos e instituciones.
La mejor forma de asegurar la protección a la infancia es promover la satis-
facción de las necesidades de los menores, en sus propios contextos de desarrollo.
La preservación familiar comprende todas aquellas acciones que hay que llevar
a cabo para mantener al menor en el hogar, cuando los responsables del cuidado,
atención y educación del menor por diversas circunstancias hacen dejación de sus
funciones parentales o hacen un uso inadecuado de las mismas, comprometiendo
o perjudicando el desarrollo personal y social del menor, pero sin alcanzar la gra-
vedad que justifique una medida de separación del menor de su familia. Implica
abrir un espacio de prevención y de segunda oportunidad para que las familias, con
apoyos adecuados, puedan seguir cumpliendo con sus funciones y asumiendo sus
responsabilidades hacia el cuidado de los menores.
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2. LA PARENTALIDAD POSITIVA Y LOS SISTEMAS DE APOYO


Esta nueva mirada a la prevención del maltrato infantil, sugiere un modelo de
prevención universal orientado a promover y ejercitar la Parentalidad Positiva; esto
es, un comportamiento familiar basado en el interés superior del niño, que cuida y
potencia sus capacidades, no es violento y ofrece reconocimiento y orientación e
incluye el establecimiento de límites que permiten su pleno desarrollo.
Existen tres acciones clave para fomentar la parentalidad positiva.

– Potenciar entornos con predominio de apoyos sociales sobre los riesgos psi-
cosociales.
– Promover la competencia y resiliencia parental.
– Desarrollar programas de educación parental estables y eficaces, próximos a
las familias.

Frente a la llamada crisis de autoridad parental que instiga a recobrar el control


autoritario de los padres sobre los hijos/as sobre la base de la obediencia rígida ante
sus normas, la Parentalidad Positiva plantea un control parental autorizado basado
en el afecto, el apoyo, la comunicación, el acompañamiento y la implicación en la

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vida cotidiana de los hijos e hijas. Esta es la forma de lograr una autoridad legiti-
mada ante ellos, basada en el respeto, en la tolerancia, la comprensión mutua y en
la búsqueda de acuerdos que contribuyan al desarrollo de sus capacidades.
La gran diversidad de modelos familiares existentes en la sociedad actual y las
diferencias culturales y de género, incrementan la variabilidad en la tarea de ser
padres y madres. Sin embargo, existen una serie de principios en los que se sustenta
el ejercicio de una parentalidad positiva, que son:

– Vínculos afectivos, sanos, protectores y estables (apego seguro)


– Entorno estructurado que proporciona modelo, guía y supervisión en el
aprendizaje de normas y valores, donde se establecen rutinas y hábitos para
las actividades cotidianas.
– Estimulación y apoyo al aprendizaje para fomentar la motivación y el desa-
rrollo de las capacidades, esto exige observar sus habilidades y reforzar sus
logros y esfuerzos.
– Reconocimiento y validación de sus experiencias, intereses, preocupaciones
y puntos de vista, para que tomen parte activa en las decisiones familiares.
– Capacitación de menores para convertirlos en agentes activos, competentes y
capaces de efectuar cambios e influir sobre los demás.
– Creación de espacios de escucha activa, reflexión y comunicación asertiva.
– Educación sin violencia, excluyendo todo castigo físico o psicológico degra-
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dante.

Se trata de guiar, facilitar y dotar a las familias de los recursos necesarios para
que sean agentes activos de su proceso de mejora y no simples espectadores de los
cambios que se le exigen en función de sus pautas disfuncionales.
La tarea de ser padres y madres no se ejerce en un vacío, sino dentro de un espacio
ecológico que incluye tres factores a los que hay que contemplar de manera interacti-
va: el contexto psicosocial donde vive la familia, las necesidades evolutivo/educativas
de los menores y las competencias familiares para ejercer la parentalidad positiva.
Así, cuando aumenta el riesgo psicosocial en el contexto familiar, los hijos
necesitan cuidados especiales y los progenitores cuentan con menos capacidades,
también la necesidad de apoyos se hace mayor para poder compensar los efectos
negativos de estos factores.
Las situaciones familiares que precisan de apoyo social son:

– Madres y padres adolescentes.


– Madres y padres primerizos, o con hijos/as con necesidades especiales.
– Madres y padres con dificultad de conciliar la vida familiar y laboral.

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contexto psicosocial donde vive la familia, las necesidades evolutivo/educativas
menores y las competencias familiares para ejercer la parentalidad positiva.

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Competencias  
parentales  

Contexto   Necesidades  
familiar  y  social   evolu1vas  y  
de  riesgos  y   educa1vas  de  
protección   los  hijos  

Ejercicio  de  la  


Parentalidad  
posi1va  

– Familias con personas dependientes a cargo.


Así, cuando
– Familias aumenta
reconstituidas elsituaciones
o en riesgo psicosocial
de divorcioencon
el relaciones
contexto muyfamiliar,
con- los hijos n
flictivas.
cuidados especiales y los progenitores cuentan con menos capacidades, también la ne
– Familias monoparentales en circunstancias de precariedad económica.
de – Familias
apoyos ubicadas
se hace mayoren para
barrios con compensar
poder pocos espacios y oportunidades
los efectos negativospara
de las
estos factores.
relaciones sociales y el ocio constructivo para los menores.
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Las situaciones
– Familias familiares
de población quecon
inmigrante precisan de apoyo
escasa red de apoyosocial son:
natural.
– Familias
- Madres con hijos/as
y padres en la adolescencia en situaciones de absentismo, aban-
adolescentes.
dono, fracaso escolar, consumo de drogas o comportamientos disruptivos.
– Familias
- Madres dondeprimerizos,
y padres existe algúnotoxicómano o personas
con hijos/as con conductas
con necesidades delictivas.
especiales.
– Familias con situaciones de violencia doméstica (hacia la pareja o los hijos).
- Madres y padres con dificultad de conciliar la vida familiar y laboral.
Los factores
- Familias con de riesgo odependientes
personas la atención deanecesidades
cargo. educativas especiales, des-
vían el foco de la atención de los padres hacia temas más acuciantes, lo que compite
- Familias
con reconstituidas
la necesaria atención e oimplicación
en situaciones de divorcio
que requiere conparental.
la labor relaciones muy conflictivas.
Asímismo,
aparecen con mayor frecuencia síntomas depresivos en los progenitores y se inten-
sifican los problemas de pareja. No es extraño que aparezcan entonces prácticas
coercitivas
  y de maltrato físico, prácticas de abandono y negligencia, o sin llegar a
estos extremos, pautas educativas inadecuadas acompañadas de un gran desinterés
por seguir la vida de los hijos. Tampoco es extraño que los niños y adolescentes se
vean afectados por estas tensiones e incrementen sus problemas socioemocionales
y de comportamiento o sus problemas escolares, lo que a su vez genera percepcio-
nes negativas de los padres ante éstos e incrementa también la probabilidad de que
reciban maltrato.

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Sin embargo, puede que estos padres sean resilientes, es decir, que reaccionen
positivamente ante los retos y amenazas de su entorno y sean capaces de educar a
sus hijos aún bajo la presión de estos estresores psicosociales. O puede que estas
situaciones se ven compensadas por la presencia de factores de protección. Entonces,
el desarrollo de sus hijos e hijas puede no verse tan perjudicado como cabría esperar.
Esto demuestra que no hay dos tipos de familias, las buenas y las malas, sino
múltiples ecologías en las que los progenitores construyen su tarea con diversos
grados de dificultad.
Nos encontramos así con la idea de que todas las familias pueden, en algún
momento de sus vidas, experimentar situaciones estresantes y contar con apoyo
insuficiente ante los múltiples retos que deben afrontar. En estos casos, el proble-
ma no es que las familias no puedan manejar sus vidas, sino que muchas de esas
familias no cuentan con los recursos personales y sociales para hacerlo. Surge
entonces la necesidad de apoyar a la familia en sus necesidades y de promover sus
competencias.
En la mayoría de estas situaciones familiares se suele producir un desequilibrio
entre fuentes de apoyo formales e informales. A medida que se incrementa el riesgo
psicosocial en la familia ésta suele contar con más apoyos formales que informales,
exceptuando aquellos casos que presentan un aislamiento social extremo con caren-
cia tanto de fuentes formales como informales. Cuando la parentalidad se ejerce en
condiciones donde hay carencia total de redes o están descompensadas las fuen-
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tes de apoyo formal e informal, es frecuente que disminuyan los sentimientos de


competencia parental y de control de las personas sobre sus propias vidas y las
responsabilidades parentales se abandonen.
Estos son algunos de los servicios que pueden contribuir a ejercer una parenta-
lidad positiva:

– Puntos de encuentro.
– Mediación familiar.
– Centros y servicios sociales especializados en los que se proporciona infor-
mación, asesoramiento e intervención para mujeres, menores y familia.
– Servicios y centros de día.
– Servicios de ocio y tiempo libre.
– Escuelas infantiles municipales.
– Ludotecas.
– Ciberaulas.
– Centros de juventud.
– Servicios de ayuda a domicilio.
– Servicios de respiro para los cuidadores de personas dependientes.

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Es por eso que se deben diversificar las modalidades de atención a las familias
en función de las necesidades de éstas. Además de las actuaciones intensivas y
relativamente breves en situaciones de crisis familiar y de alto riesgo psicosocial,
habría que tener en cuenta otras actuaciones de menor intensidad, de media o larga
duración y dispensadas a través de actuaciones grupales con los padres o con los
menores en centros comunitarios para situaciones que no entrañen tan extrema
gravedad.
Las políticas gubernamentales y las entidades locales han de esforzarse por
ofrecer programas psico-educativos de educación parental a todas las familias (no
sólo las más vulnerables) para mejorar y reforzar la percepción y satisfacción del
rol parental, además de potenciar y favorecer las buenas prácticas educativas.
Estos programas han de fomentar en los padres el cambio de sus concepciones
sobre el desarrollo y la educación, que respaldan sus actuaciones en la vida diaria.
Deben realizarse en un formato grupal, que permita intercambiar y contrastar una
amplia variedad de experiencias con otros padres embarcados en la misma tarea,
ya que entre todos cuentan con un potencial de recursos y destrezas que resultan
de gran utilidad. Han de seguir una metodología participativa y vivencial, capaz
de generar un proceso de reconstrucción compartida y negociada del conocimiento
cotidiano, a partir de realidades familiares diversas.
En resumen, es necesario contribuir a crear las condiciones psicosociales y los
apoyos sociales apropiados para el ejercicio de la parentalidad positiva. Para ello,
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hay que facilitar la ampliación de las redes naturales de apoyo de las familias y
asegurar el acceso universal de las mismas a los recursos materiales, psicológicos,
sociales y culturales de la comunidad, promoviendo esquemas de coordinación y
corresponsabilización entre las instituciones públicas y privadas en contacto con los
menores y las familias.
Potenciando las labores de prevención, promoción, detección precoz y valora-
ción de un amplio rango de situaciones familiares, se puede evitar que terminen
causando niveles altos de impacto en la vida de los menores o entrañen para ellos
graves riesgos de desprotección.
Aunque hay evidencias científicas que avalan los resultados de la preservación
familiar y la parentalidad positiva, este nuevo enfoque no inmuniza a los menores
contra todas las potenciales situaciones de maltrato, cuando los riesgos psicosocia-
les de su entorno familiar los hacen vulnerables. Hay no pocas ocasiones en que
proteger al menor, significa separarlo de su familia biológica, al menos de forma
temporal.
En Europa, cientos de miles de niños y niñas no pueden crecer junto a sus fami-
lias biológicas, por lo que, tras una intervención oficial, se les coloca en un hogar
de acogida. El uso de buenas prácticas educativas durante este proceso cobra aquí

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especial relevancia, pues se trata de proporcionar ayuda a menores que proceden


de entornos socio-familiares muy frágiles y resquebrajados. Un entorno de acogida
inadecuado puede impedir este desarrollo y dejar a los niños en una posición vul-
nerable y en riesgo de sufrir violaciones de sus derechos fundamentales.
Por esa razón, en el 2004, el Comité de Naciones Unidas sobre los Derechos del
Niño hizo un llamamiento para el desarrollo de unas reglas aplicables a la protec-
ción de los niños privados de atención parental. Tres organizaciones internacionales
de acogida, FICE, IFCO y Aldeas Infantiles SOS, con una dilatada experiencia en
el cuidado de niños que no pueden vivir con sus padres, respondieron a esta llama-
da y pusieron en marcha el proyecto Quality4Children (Q4C). Estándares para el
cuidado de niños fuera de su familia biológica en Europa, documento dirigido a
garantizar y mejorar las oportunidades de desarrollo de los niños y los adolescentes
en régimen de acogida en Europa.
Con el propósito de apoyar a las partes interesadas mediante recomendaciones
de actuación, se identificaron un total de 18 estándares de calidad, que fueron
estructurados de acuerdo con las tres etapas fundamentales del acogimiento: la toma
de decisión, el proceso de acogida y la finalización de la acogida. En cada uno de
los estándares se establecen unas directrices básicas, modelo de buenas prácticas a
seguir y unas señales de alarma que habría que vigilar. Su observación y cumpli-
miento, prevendrá la aparición de dificultades en el proceso de acogida.
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3. ETAPAS DE ACOGIMIENTO
3.1. La toma de decisiones
El proceso de toma de decisiones tiene dos fases. La primera etapa del proceso
de toma de decisiones incluye principalmente la valoración de las necesidades del
niño y su situación familiar y una decisión sobre la mejor solución posible para el
niño. Si se diera el caso de que la acogida fuera la opción que mejor se adaptase
a las necesidades del niño, la etapa siguiente del proceso de toma de decisiones
se inicia con la identificación del mejor lugar de acogida. Incluye los Estándares
siguientes:

1. El niño y la niña y su familia de origen reciben apoyo durante el proceso.


2. El niño y la niña cuentan con la facultad de participar la de toma de decisiones.
3. Un proceso profesional de toma de decisiones garantiza el mejor cuidado
posible.
4. Los hermanos son acogidos de manera conjunta.
5. La transición al nuevo hogar se prepara adecuadamente y se realiza con sen-
sibilidad.

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6. El proceso de la acogida fuera del hogar se guía por un plan de desarrollo


individualizado.

Los acogedores se involucran en un proceso que exigirá de considerables cam-


bios funcionales en la dinámica familiar, de modo que deben considerar todas las
implicaciones de esta decisión, lo cual supone:

a) Reflexionar sobre su verdadera motivación, sobre el compromiso que van a


asumir y las responsabilidades que entraña:
– Ha de haber voluntariedad y pleno consenso en la familia sobre esta decisión.
– Disponer de tiempo, energía suficiente y recursos económicos para asumir
los gastos de manutención, educación y otros derivados del acogimiento.
– Debe tener capacidad educativa. Se trata de ayudar al menor a reconstruir
una relación de confianza para que pueda volver con su familia.
– Disposición a relacionarse con la familia biológica del menor acogido,
cuando sea posible y aconsejable, no ha de representar un obstáculo o una
amenaza.
– Aceptar al menor acogido en su totalidad: su historia personal, sus cos-
tumbres y su forma de ser, respetando su origen étnico, cultural y religioso.
– Deberán afrontar problemas que no siempre serán sencillos, pero sí reso-
lubles.
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– Ha de aceptar la separación del menor al finalizar el acogimiento.


b) Aceptar la colaboración con los demás agentes implicados en el acogimiento,
(técnicos, profesionales, etcétera) proporcionándoles toda la información que
requieran, a la vez que recaban de ellos toda la información posible sobre el
menor, asegurando su confidencialidad.
c) Estar dispuesto a recibir formación continua y a ser supervisado.
d) Admitir y aplicar el Plan de Desarrollo Individual elaborado para cada menor.
e) Favorecer la relación y el contacto entre el grupo de hermanos siempre que
este sea beneficioso para el menor.
f) Ser consciente de la temporalidad del acogimiento y de los acuerdos previos
adoptados con los responsables del Servicio de Protección de Menores.
g) Saber que deberá integrarse en un complejo sistema de relaciones, que inclu-
ye al niño, su familia biológica, los servicios de protección y en ocasiones al
sistema judicial, lo cual limita las decisiones a tomar con respecto al niño/
adolescente.

El proceso de acogimiento lleva a modificar todo el sistema de funcionamiento


familiar para poder atender a las necesidades del niño/adolescente. Su cuidado

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puede producir tensión o cansancio físico y psicológico; la vida social se reduce


y aparece confusión de roles, no se tienen claras las figuras y papeles que han de
asumir los padres y los acogedores. Temen fracasar ante el reto que se les plantea,
y se arriesgan a adoptar posturas sobreprotectoras o de rechazo a las conductas no
deseadas, o de ejercer la autoridad de una forma inadecuada, poco saludable.
Luego de todas estas consideraciones, si la familia acogedora decide seguir
adelante con el acogimiento, contará con el apoyo técnico de un equipo de pro-
fesionales que le ofrecerá acompañamiento, asesoría, atención individualizada y
formación.

3.2. El proceso de acogida


El proceso de acogida se define como el período comprendido entre el proceso
de admisión y el proceso de finalización de la acogida.
Los niños, las niñas y los adolescentes en régimen de acogida reciben apoyo
para dar forma a su futuro y convertirse en miembros de la sociedad independien-
tes, autosuficientes y activos. Esto se consigue a través de un entorno que le apoye,
protector y afectuoso. Incluye los siguientes estándares:

7. El lugar de acogida del niño y la niña se adapta a sus necesidades, su situa-


ción vital y el entorno social original.
8. El niño y la niña mantienen contacto con su familia de origen.
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9. Los cuidadores están cualificados y disfrutan de unas condiciones laborales


adecuadas.
10. La relación del cuidador con el niño y la niña se basa en la comprensión y
el respeto.
11. El niño y la niña cuentan con la facultad de participar activamente en el
proceso de toma de decisiones que afectan directamente a su vida.
12. El niño y la niña disfrutan de una acogida en unas condiciones vitales ade-
cuadas.
13. Los niños y niñas con necesidades especiales reciben el cuidado adecuado.
14. El niño, niña y/o adolescente recibe una preparación continua para su eman-
cipación.

– Respetar y aceptar los orígenes del menor acogido. Relación con la familia
biológica
No se debe olvidar que el acogimiento debe actuar como catalizador de la
problemática surgida entre el menor y su familia, y no convertirse en un foco de
disensiones que genere un conflicto de lealtades y dificulten el proceso de reinser-
ción en su núcleo familiar.

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Los menores en acogida mantendrán el contacto con su familia de origen y la


familia de acogida debe establecer con ella una relación de comprensión, respeto y
colaboración. Debe verla como un objetivo más de la intervención y, cuando el con-
tacto con ella es posible o deseable, ayudar a los padres a ir asumiendo progresiva-
mente sus responsabilidades, servirles de modelo, mejorar su autoestima, etcétera.

– Fomentar el apego y el vínculo seguro


La clave de un acogimiento exitoso está en proporcionar a los menores acogidos
un contexto de seguridad y protección, donde encuentren personas de confianza que
les ayuden a explorar la vida de forma confiada; personas que los cuiden, orienten
y supervisen e indiquen los límites y con las que establezcan lazos afectivos que
perduren en el tiempo. Estas personas de referencia deben ser capaces de desplegar
la triada del apego, a saber:

Incondicionalidad: Pase lo que pase, estaré siempre ahí.


Disponibilidad: Cuando me necesites, o lea que me necesites, estaré disponible.
Eficacia: Te ayudaré y enseñaré a afrontar tus problemas y a cubrir tus necesi-
dades.

– La educación parental
La educación es un proceso largo que demanda paciencia, persistencia y predic-
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tibilidad en las acciones; supone «dar, poner y enseñar» más que «quitar, eliminar
o corregir». Las familias acogedoras son agentes activos en este proceso y tienen
que favorecer la motivación para los aprendizajes y generar las mejores condicio-
nes para la asimilación de nuevas conductas o formas de responder; dicho en otras
palabras, se trata de educar para dotar al niño/joven de recursos que favorezcan su
resiliencia.
Los enfoques actuales de intervención ante los problemas de comportamiento
enfatizan la importancia de adoptar posturas educativas pro-activas que pongan el
acento en modificar los estilos de vida del menor, el refuerzo de fortalezas y habi-
lidades, la enseñanza y promoción  de conductas alternativas.
El cambio de conductas del menor es más probable cuando se evita el deterioro
de la relación que mantenemos con él; cuando lo dejamos participar y opinar en la
búsqueda de soluciones a su problema, cuando focalizamos y vemos sus fortalezas
y logros antes que sus déficits, cuando hacemos una verdadera labor de prevención,
cambiando o modificando ambientes que sabemos que invitan a que el comporta-
miento problema no aparezca.
También es fundamental dotar a los educadores de técnicas que favorezcan su
resiliencia. Básicamente consiste en estar presentes con afectividad y autoridad en

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la educación de los menores, tener flexibilidad, capacidad para solucionar conflic-


tos y resolver problemas, así como habilidades de comunicación y destrezas para
participar en redes sociales de apoyo.
Una familia competente y resiliente es aquella que adopta un estilo educativo
positivo o inductor de apoyo, donde se articula el diálogo fluido, la comunicación
respetuosa y el apoyo a las dificultades del niño/adolescente, a la vez que se exige
el cumplimiento de normas y límites que inducen responsabilidad, cooperación
y autonomía. Se trata de una forma de educar caracterizada por normas claras,
útiles, flexibles, razonables y consensuadas, que supone ser consistente y sistemá-
tico en la aplicación de las consecuencias, ofreciéndole al menor una alternativa
al comportamiento problema y haciéndole ver las ventajas de un nuevo proceder.
Los padres competentes conservan la calma, son amables pero firmes en sus
decisiones educativas y se muestran empáticos, abiertos al diálogo, comprensivos y
negociadores, dispuestos a llegar a acuerdos con el menor cuando buscan solucio-
nar problemas que les afectan a ambas partes. Atacan el problema, no a la persona
y huyen de los procesos de coacción, actuando como modelo de conducta.

– Habilidades comunicativas: la escucha activa y la crítica constructiva


Es importante que cuando algo nos molesta de otra persona, le hagamos saber
lo que está ocurriendo y nuestro deseo de que se comporte de forma distinta. Pero
debemos recordar que hay formas de expresar emociones negativas y de hacer crí-
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ticas, que pueden suponer una gran ayuda para los demás y facilitar el cambio que
buscamos en ellos, mientras otras los hacen reaccionar de forma negativa y empeo-
ran la situación que nos molestaba. Las críticas pueden ser un medio para construir
o lesionar el autoconcepto y la autoestima.
Si les criticamos con acusaciones y descalificaciones, adquirirán una imagen muy
negativa de sí mismos, reaccionarán con ira o se defenderán y, lo peor, no sabrán cómo
corregir sus errores. Sin embargo, las probabilidades de lograr un cambio, se elevan
cuando hacemos una crítica constructiva, que empieza por elogiar las facetas de la
conducta que son deseables, ataca un comportamiento problema y no a quien lo hizo,
y sugiere una conducta alternativa expresando confianza en que el cambio es posible.
Las palabras pueden causar mucho daño, sobre todo cuando se dicen en mal
tono. A veces no somos conscientes del impacto que causan en otras personas. Hay
ocasiones en que la razón nos asiste, pero la forma en que decimos las cosas hace
daño. Para evitarlo, hay que escuchar activamente y mostrar empatía.
A fin de conseguirlo es esencial abandonar las posturas agresivas o pasivas y
comunicarse asertivamente. Esto significa escuchar y hacerse comprender, defender
los derechos propios sin pisotear a los demás, no consentir tratos irrespetuosos pero
tampoco reaccionar coléricamente y expresar ideas y afectos con claridad.

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– Una disciplina proactiva


Las normas sirven como guía para la conducta de cada miembro del grupo,
estableciendo los límites que no se deben transgredir; proporcionan una base para
predecir y anticipar la conducta de los otros. Las reglas ordenan el ambiente, lo
hacen coherente y proporcionan una base de seguridad al niño/adolescente.
Para prevenir el incumplimiento de las normas, lo recomendable es seguir una
disciplina asertiva, que radica en combinar la consistencia con un sistema de refuer-
zo positivo. Disciplinar no significa castigar, más bien es guiar con decisión, es
hacer cumplir estimulando y razonando; proponer y promover «lo que sí se puede
hacer» en lugar de insistir en «lo que está prohibido». Educar así desarrolla las
habilidades sociales, potencia la autoestima, el autocontrol y la autonomía.
Hay que evitar el uso excesivo de normas prohibitivas, o de normas poco espe-
cíficas, cuyas consecuencias no son claras o aplicables. No elogiar o premiar sin
motivo.
Establecer límites y consecuencias de forma consensuada con los niños faci-
lita que el niño entienda y acepte las decisiones que se tomen con respecto a su
conducta, evitando que nuestro estado de ánimo determine la consecuencia ante la
acción concreta con la consiguiente sorpresa e incomprensión por parte del niño.
Con este proceder, hacemos que el menor partícipe y sea protagonista de su proceso
educativo, incrementamos las probabilidades de que se atenga a las normas que ha
ayudado a establecer.
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– La capacidad de solucionar conflictos


Queremos subrayar que el establecimiento de normas y una acertada política
de refuerzos y castigos, no siempre evitará que aparezcan los conflictos en la vida
familiar. En el escenario de la convivencia, las diferencias y semejanzas de intere-
ses, preferencias, opiniones es lo habitual, lo esperable; por ello, debemos promo-
ver recursos y estrategias que nos faciliten el llegar a acuerdos entre las partes en
conflicto. Debemos ver el conflicto en sentido positivo, como una oportunidad de
cambio.
La negociación es el mejor procedimiento para la regulación y solución de
conflictos, en el que las partes en confrontación buscan acuerdos consensuados por
ambos y donde la piedra angular para llegar al acuerdo es el ceder de un lado y de
otro. Ceden ambos y los dos ganan. Debemos esforzarnos por practicar la negocia-
ción, una y otra vez, ante los posibles conflictos que surjan con los niños y adoles-
centes; mediante esta técnica estaremos enseñando aprendizajes fundamentales en
sus vidas: la cooperación, el acuerdo mutuo, el respeto por el otro, la aceptación de
las diferencias, la asertividad y la corresponsabilidad.

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Construyendo entornos protectores para el menor

– El autocontrol emocional
Pocas tareas en la vida pueden tener una mayor recompensa que el hecho de
responsabilizarse del cuidado y bienestar de un niño. Pero esta puede ser una labor
agotadora, capaz de generar mucho estrés, de modo que para acometerla con éxito,
debemos buscar recursos y estrategias que protejan el equilibrio emocional del
cuidador.
El autocontrol es uno de los recursos que podemos utilizar para potenciar la
salud emocional de la familia acogedora. Esto se traduce en:

– Control de pensamiento: Un pensamiento extremo o exagerado nos pro-


vocará una emoción extrema o exagerada. El problema viene cuando ese
pensamiento no es del todo acorde con la realidad, entonces ante un aconteci-
miento aparentemente neutro aparecerán en nosotros unas emociones exage-
radas e intensas que no corresponden con la realidad. Por eso es conveniente
que intentemos cambiar esas distorsiones cognitivas, es decir, pensamientos,
expectativas y creencias que tienen un carácter irracional y nos hacen ver la
realidad diferente de lo que es.
– Control emocional: Si no somos capaces de realizar una reestructuración
cognitiva, las ideas irracionales se convierten en pensamientos automáticos,
rápidos, telegráficos, de los que apenas somos conscientes, que se repiten una
y otra vez, generando emociones molestas. Si esta forma de pensar se hace
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un hábito a la hora de interpretar las cosas que nos ocurren, provocará un


«secuestro emocional» que puede conducir a desajustes emocionales en los
que prevalecen la ansiedad, la ira, y la intolerancia a la frustración. De ahí la
importancia de potenciar el autocontrol emocional.

Cuando las emociones negativas están asociadas a pensamientos automáticos


que necesitamos desmontar, hay que hacerlos conscientes y preguntarnos:

¿Se sustentan datos reales o argumentos lógicos?


¿De qué forma afectan nuestra relación con los demás?
¿Hay otra manera de enfocar la situación que nos genera tensión?

Podemos evitar los pensamientos automáticos mediante el lenguaje interno y las


auto-instrucciones. Estas son algunas estrategias para conseguirlo:

– Formas de pensar que promueven: la calma, autoconfianza, optimismo.


– El desarrollo de actitudes saludables sobre el acto de educar.
– Reconocer y evitar las fantasías temidas.

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– Control sobre las preocupaciones malsanas.


– Que el error no sea un terror. Tengo derecho a equivocarme y rectificar.

– Control de comportamiento: Una vez que hemos sido capaces de autocon-


trolar nuestras emociones, no nos será difícil mantener la calma y adoptar un
estilo de afrontamiento orientado a la tarea: es decir «dirigida a metas». Hay un
compromiso, existe una implicación para resolver o, al menos, regular el proble-
ma. La persona mantiene consigo misma un diálogo realista, evitando caer en la
sobre dimensión del problema y actuando según un guion establecido; lo primero
que hace es aceptar el malestar emocional que lleva aparejada esta situación,
para luego pasar a definir claramente cuál es el problema o problemas a resolver.
Clarifica y define metas que le gustaría alcanzar, y comienza una búsqueda activa
de posibles alternativas de solución. Aumenta su autoestima y satisfacción con la
tarea de afrontar problemas.

3.3. El fin de la acogida


El término «proceso de finalización de la acogida» se refiere al proceso en el
cual el niño joven se hace independiente, vuelve a su familia de origen o se traslada
a otro lugar de acogida. Este proceso incluye la decisión, el proceso de traslado y
el apoyo posterior. Incluye los siguientes estándares:
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15. El proceso de finalización de la acogida se planea y aplica de forma exhaustiva.


16. La comunicación en el final de la acogida se realiza de forma útil y adecuada.
17. El menor puede participar en el proceso de finalización de la acogida.
18. Se garantizan el seguimiento, el apoyo continuado y las posibilidades de
contacto.

El acogimiento familiar conlleva implícito, por sus propias características de


temporalidad, que en un momento determinado finalice. La aceptación de la despe-
dida viene en gran medida condicionada por la información que puedan tener sobre
las características de la familia biológica, la evolución positiva que pueda haber
realizado y el nivel de vinculación que se haya podido establecer entre el niño o
la niña y la familia de acogida. El retorno implica una mentalización por parte de
todos y a medida que transcurre el acogimiento, las familias se plantean estrategias
que les ayuden a afrontar esta situación.
Algunas familias acogedoras intentan sensibilizarse ante la idea de la despe-
dida, tomar conciencia de que la separación inevitablemente tendrá lugar y que
lo mejor es tomar conciencia de esta realidad. También encontramos a familias
que no se han planteado el momento de la salida y no lo preparan de una forma

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Construyendo entornos protectores para el menor

concreta. Esto suele ser debido a la incertidumbre respecto al futuro del niño o
niña. Algunas familias comentan que no se puede preparar la salida, si no se sabe
qué va a pasar.
Parece, más bien, que es la presencia o ausencia de un conjunto de circunstan-
cias lo que mejor permite hacer predicciones o al menos establecer asociaciones en
relación con la reunificación familiar. Muchas de esas circunstancias concurren ya
en la evaluación inicial de las familias biológicas, de forma que cuando en ellas se
dan una serie de rasgos negativos que afectan sobre todo a las capacidades parenta-
les, el estilo educativo y la actitud ante la intervención, la probabilidad de retorno
parece muy remota.
En aquellas ocasiones en las que no haya sido posible evitar la ruptura, aborda-
remos el cambio de medida o de familia acogedora como una oportunidad para el
niño y/o sus padres de acogida. Este momento se debe plantear como un «objetivo
cumplido», poniendo el énfasis en todas las experiencias compartidas y en las cosas
que se han conseguido e insistir en que esto sólo representa una nueva etapa llena
de posibilidades.
Ante su incertidumbre e inseguridad, es conveniente mostrar la incondicionali-
dad de los afectos adquiridos durante el proceso de acogimiento. Para anticipar la
situación que se le avecina, podemos hablarle de las personas que va a conocer,
cómo son, dónde viven, cómo es el lugar que le tienen reservado, etcétera.
Aldeas Infantiles SOS ha integrado en su trabajo los estándares de calidad de
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Quality4Children. Centra sus esfuerzos en el desarrollo de programas para niños


que han perdido el cuidado parental o están en riesgo de perderlo; potencia un
entorno protector, desarrolla las competencias parentales de sus cuidadores y forta-
lece las redes de apoyo social para las familias que atendemos. En otras palabras,
desde esta institución, se ejerce la parentalidad positiva en circunstancias donde la
preservación familiar no ha sido posible.

Área Buenas prácticas Alarmas


estándar Aspectos a promover Aspectos a evitar

El cuidador potencial debe tener la – El cuidador no está preparado para


preparación adecuada, acceso a re- acoger y cuidar del niño.
cursos suficientes, recibir formación
Toma de continuada y ser objetivo de la su- – El cuidador no tiene recursos sufi-
decisiones pervisión pertinente para estar en cientes a su disposición.
posición de asumir el cuidado del
niño (o de los hermanos) – Los compromisos no son realistas,
ni honestos, no vinculantes.

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– Los Servicios de Protección a la – No hay contacto entre el niño y su


Infancia fomentan, apoyan y con- familia de origen, o si la hay, no
trolan el contacto entre el niño, el recibe apoyo por razones infunda-
cuidador (familia acogente) y la das.
familia de origen.
– El niño siente que no puede contar
– El futuro lugar de acogida ofrece con una relación estable y fiable
un entorno participativo, com- con el cuidador, que este no es in-
prensivo, protector y afectuoso. tegrador, comprensivo, protector y
afectuoso.
Acogida – Se selecciona y se forma a los cui-
dadores con un perfil de cualidades – El niño siente que no se le escucha
reconocido, tienen buenas aptitu- y/o se le entiende.
des para escuchar, y son compren-
sivos, empáticos y pacientes. – Hay falta de respeto o entendi-
miento en la relación entre el cui-
– El cuidador crea un marco de apo- dador y el niño.
yo basado en la comprensión y el
respeto, que permita el desarrollo – El niño siente que no se percibe ni
de una relación estrecha, honesta, apoya su potencial.
confidencial y estable.
– La vuelta a la familia de origen o – La finalización de la acogida no se
el traslado a otro lugar de acogida planifica y/o se pone en práctica
se prepara minuciosamente y se minuciosamente.
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pone en práctica de forma gradual,


de acuerdo al plan de desarrollo – Las partes implicadas no acuerdan
individual del menor. el plan de finalización de la acogi-
da.
– El menor participa en la planifica-
ción y puesta en práctica del final – No hay un intercambio de infor-
de la acogida y el cuidador asegura mación.
que se le informa y entiende toda
Finalización la información relativa al proceso, – Se toman decisiones sin la partici-
en particular sobre las diferentes pación del menor.
posibilidades de su vida futura.
– El niño/joven siente una falta de
– El niño, la familia de origen, la de comunicación con la familia de
acogida y los Servicios de Protec- acogida, con su familia de origen
ción a la Infancia trabajan juntos. y/o su entorno social.

– Se ofrece apoyo y asesoramiento – El menor no tiene la oportunidad


tras finalizar la acogida. de despedirse.

– No se proporciona apoya posterior


al cuidador.

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156 El objetivo de este libro es analizar aspectos relevantes de las
conductas violentas de niños y adolescentes en diferentes con-
textos, y hacerlo buscando y reforzando cuáles son los entornos
que protegen a los menores de este tipo de conductas.
Puede que solo lo hayamos conseguido en parte, porque
se trata de un tema complejo que requiere un análisis muy
amplio. El contenido de este libro nos ofrece un análisis mul-
tidisciplinar de gran interés teórico e investigador sobre cómo
estudiar las conductas violentas de estos jóvenes y centrar los
aspectos básicos para la prevención y su protección.
En especial, las características de autores que forman
parte de este libro, como Peter Smith, Anastasio Ovejero, Claire
Monks, Katie Rix, Rosario del Rey, Gonzalo Musitu, Rosario Or-
tega, Javier Fresneda o Pedro Puig, entre otros, plantean que la
acumulación de factores de riesgo lleva consigo consecuencias
negativas, conductuales y emocionales. Los menores más vul-
nerables a implicarse en conductas de riesgo tienen problemas
en múltiples ámbitos y tienden a pertenecer a redes sociales
que potencian el desarrollo de este tipo de conductas. En de-
finitiva, aunque el grupo de iguales se perciba como la fuente
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más importante de apoyo social, la percepción y la recepción


de apoyo social en la familia sigue siendo enormemente signi-
ficativa para los menores. Sin duda, para intervenir de forma
preventiva es necesario conocer los contextos y los procesos
en los que se produce la violencia, así como las interpretaciones
que hacen de ella los que la realizan o la sufren.

ISBN 978-84-9044-238-8
ISBN 978-84-9044-238-8 4,00 €

9 788490 442388
publicaciones.uclm.es
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