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Pararrayos

Pararrayos. Paisajes, lecturas, memorias


© 2016 Editorial Turbina
© 2020 Tiresias Ediciones - La Caracola Editores

Diseño de la colección: Juan Fernando Villacís, Estudio 9

ISBN: xxxxx

Impreso en Ecuador

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida todal o par-
cialmente por ningún medio sin permiso previo del propietario del Copyright.
Pararrayos
paisajes, lecturas, memorias

Daniela Alcívar Bellolio


Índice

Prólogo.............................................................................13

Lecturas
Iluminar sin actuar:
Antropofaguitas, de Gabriela Ponce..............................23
Políticas de la amistad:
Viola, de Matías Piñeiro.................................................31
El arte de ensayar: Alberto Giordano...........................39
Animales: “Calandria”, de Sergio Chejfec.....................65
Esqueleto de pez..............................................................79
Las máquinas extrañas...................................................89
El rumor de los otros: El secreto de la luz.....................99
Una comunidad abstracta:
hacia el relato heterogéneo..........................................109
Paisajes...........................................................................127

Mínimas (Excurso)
El año del Ajicero..........................................................141
Día 10 sin luz.................................................................147
Mandiyú.........................................................................149
Mensaje..........................................................................151
Vuelta de Rosario, ciudad psicoanalítica....................153
8 / Pararrayos

Otra vuelta
Espacio, me has vencido:
ejercicio de una profana en poesía..............................161
Portable atlas sentimental............................................169
Pasado: Ourovourus......................................................185
Fárragos finalmente: la vida afuera.............................197
Dedicado a mi hermano Esteban
Navegando, viviendo,
el puerto que te espera
es tu rostro perdido el día en que zarpaste.

Efraín Jara Idrovo


Prólogo

Todo contempla, la flor y la vaca contemplan más que el


filósofo. Y, contemplando, se llenan de sí mismos y se ale-
gran. ¿Qué es lo que contemplan? Contemplan sus pro-
pios requisitos. La piedra contempla el silicio y la calcita,
la vaca contempla el carbono, el nitrógeno y las sales. Esto
es el self-enjoyment. No es el pequeño placer de ser sí mis-
mo, el egoísmo, es esa contracción de los elementos, esa
contemplación de los requisitos propios que produce la
alegría, la ingenua confianza de que algo va a durar, sin
la cual no se podría vivir, pues el corazón se detendría.
Somos pequeñas alegrías: estar contento de sí es encontrar
en sí mismo la fuerza para resistir a la abominación.
Gilles Deleuze

Quizá la pregunta más difícil que este libro me plan-


teó tenga que ver con la pertinencia. Y no solo el libro:
es un fantasma arduo el de la inadecuación, sin duda
el que con mayor tenacidad ha rondado mi vida desde
el umbral del fin de mi infancia. No tanto, entonces, la
calidad de los textos o su solidez estética y teórica, o
la idoneidad del criterio sobre su ordenamiento o sus
objetos, cuestiones de todos modos inevitables en la
planificación y ejecución de un volumen que se quiere
14 / Pararrayos

crítico, sino, sobre todo, la pregunta por la pertinencia


que, despojada de ornamentos, es la que me vengo ha-
ciendo desde mucho antes de empezar a escribir cual-
quier cosa: ¿qué hago yo aquí?
No se trata precisamente de una duda relacionada
con el propio lugar en el campo cultural: aunque ese es
otro complejo inevitable, es también infinitamente más
tosco y me resulta más fácil desecharlo, porque despre-
cio las pugnas por espacios mínimos (que suelen creerse
enormes y definitivos) de visibilidad, es decir de poder.
La pregunta es, más bien, del orden de lo íntimo: ¿tengo
derecho de estar aquí? ¿Existe un espacio en el que yo
merezca decir Yo? La modulación más dolorosa de es-
tas preguntas tiene que ver con estar fuera de lugar, en
el límite inaprehensible y temible de la exclusión, de la
redundancia. ¿Qué hago yo aquí?
Si estas preguntas esconden un secreto engrande-
cimiento del Yo y de la escritura es algo que aún no sé
determinar y que me perturba. La tarea en cualquier
caso es, creo, la de catalizar ese afecto triste, reactivo,
que en muchas ocasiones a lo largo de los años me ha
inmovilizado y ha limitado mi capacidad de obrar y de
relacionarme, de reír con los otros, catalizarlo sin per-
der en el cuerpo la vibración que produce el instante
prodigioso en que gracias a ese resentimiento con la
Prólogo / 15

vida puedo experimentar también la textura de la li-


beración de él: por ese instante que no dejo de buscar
escribí este libro.
A medida que el libro fue contaminándose de me-
morias y textos en clave autobiográfica, a medida que
me fui dando cuenta de que no sería un volumen ex-
clusivamente crítico sino que estaría animado por el
pulso del recuerdo y de los afectos, la pregunta por la
pertinencia fue haciéndose más insistente. Desde algún
fondo esa aprehensión, que suele convertirse en miedo
y aun en angustia, pasó de la latencia al acoso: como si
el impulso de escribir sobre mí misma viniera acompa-
ñado por un rechazo de ese mismo impulso, la pregunta
por la razón por la que decidí embarcarme en tal em-
presa me acompañó y me acompaña mientras, un poco
neciamente, sigo escribiendo.
Es un problema moral: ¿quién soy yo para escribir
sobre mí misma? Reconozco esa intrusión moralista
en mi sistema de creencias y de prácticas, y la reco-
nozco con mayor irritación en la medida en que pro-
curo educarme contra el moralismo para limitar su
influencia en mi vida. ¿Quién soy yo? La pregunta no
sirve, no tiene respuesta. La noción de identidad no
hace más que limitar, clasifica la potencia para apa-
garla, neutraliza el poder de la comunidad cuando
16 / Pararrayos

esta se ordena según las redes afectivas que la atra-


viesan, impone normas sobre lo fortuito del régimen
del encuentro con el otro o, más bien, del encuentro
con la potencia del otro en cada uno de sus modos
de ejercer la vida y dejarse vivir por el mundo. Diría
Álvaro de Campos:

No soy nada. Nunca seré nada.


No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.

La idea de un encuentro no cabe en la pregunta por


la identidad. El deseo de permitirme sentir la vibra-
ción de otros cuerpos en mi cuerpo, esa búsqueda que
debe despojarse de voluntad, es ajena a la pregunta por
quién soy yo. Y cuando miro los momentos más feli-
ces y más intensos de mi vida, me doy cuenta de que
en ellos no soy, en efecto, nadie. Aunque el poema de
Pessoa es profundamente amargo, la imagen del final
tiene una luminosidad y un brillo que solo pueden re-
vertir la amargura porque la presuponen: el anonimato
y la finitud de Esteves y su tabaco, de la tabaquería y
su letrero y su dueño, del poeta asomado a la ventana
y sus versos, de todo lo existente, todo eso que es para
él la constatación de lo fútil del mundo es también, en
ese instante límpido, la reconstrucción del universo en
Prólogo / 17

sí mismo: «Ah, lo conozco: es el Esteves sin metafísi-


ca. / (El Dueño de la Tabaquería asoma a la puerta.) /
Como por instinto divino, el Esteves se volvió y me vio.
/ Hizo una señal de adiós, le grité ¡Adiós, Esteves!, y el
universo / se reconstruye en mí sin ideal ni esperanza,
y el Dueño de la Tabaquería sonríe».
Me doy cuenta de que no soy, ahí, en esos momen-
tos, en efecto, nadie, sino apenas un conjunto heterogé-
neo y móvil de potencias que se activan solo en el con-
tacto con otros cuerpos, con otros poderes, con otros
momentos del mundo; de que cuando olvido quién soy
y por qué soy la que soy es que las pulsaciones de la vida
llegan a tocarme y me conmocionan y generan un espa-
cio para la alegría. Todos los movimientos decisivos de
mi vida, mucho antes incluso de poder articular en pala-
bras todo esto, antes de haber leído, sobre estos asuntos,
han tenido que ver con el despojo de la identidad, con
su desarme, con el salto al vacío que es no ser nadie, no
querer ser nadie, ser, rigurosamente, solo lo que produ-
ce el movimiento imprevisible de las fuerzas que llegan a
atravesarme, cambiándome. Han sido movimientos que
he debido sostener y sostengo con el cuerpo, que me han
vuelto a demostrar lo que mi cuerpo puede en contacto
con los otros que me son próximos, con los otros que
subvierten cada vez los mandatos morales con los que
18 / Pararrayos

crecí y que seguirán determinándome inevitablemente


en alguna medida.
En una entrevista de 2015, Suely Rolnik se refiere a
una imagen de Deleuze: Guattari sería un rayo en medio
de una tormenta y él mismo, Deleuze, su escritura, un
pararrayos que lo capta y lo hace aparecer en otro lu-
gar, de modo más pacífico. La metáfora de la tormenta
es elocuente porque describe la agitación que se produ-
ce tanto en el cuerpo como en el mundo cuando uno
se permite una dosis de vulnerabilidad, y porque figura
también la vibración salvaje, incognoscible, inapresable,
de un estado que está fuera de nuestro control pero que
nos afecta directamente, íntimamente. Un instante peli-
groso en que la experiencia subjetiva es más que el suje-
to, es por fuera de él. Dice Rolnik:

Hay otra dimensión de la experiencia que la subjetividad


hace del mundo, que llamo el «afuera-del-sujeto»; es la expe-
riencia de las fuerzas que agitan el mundo como un cuerpo vivo
que produce efectos en nuestro cuerpo. Y esos efectos consisten
en otra manera de ver y de sentir lo que pasa en cada momento
[...]; es un estado que no tiene imagen, que no tiene palabra. No
es que el mundo como supuesto «objeto» influya sobre nosotros
como supuestos sujetos, sino que el mundo «vive» en nuestro
cuerpo bajo la forma de afectos y perceptos. Y como este estado
es el de una especie de mundo larvario que no tiene ni imágenes
ni palabras y es, por principio, intraducible en la retícula cultu-
ral vigente ya que es exactamente lo que escapa a ella, se genera
Prólogo / 19

una fricción entre ambos. Es precisamente esta fricción lo que


produce la tormenta.1

Y luego: «Dejarse afectar por las fuerzas de las tormen-


tas y buscar sostenerse en el estado de tensión que esa ex-
periencia provoca en la imagen de uno mismo y del mundo
hasta encontrarle un lugar»: de eso se trataría el impulso
micropolítico de cartografiar el deseo en la escritura. La
imagen del pararrayos me conmueve porque figura, a la
vez, el estremecimiento del todo —de los todos— en la
tormenta y la asimilación de esas fuerzas para hacerlas ger-
minar en el mundo, ya de una forma pacífica. Ese trabajo
de escribir los efectos que la tormenta tiene en mi cuerpo,
en mi recuerdo, en el olvido que no puedo poseer, ese tra-
bajo de desaprender todo lo que digo ser, todo lo que me
dicen ser, todo lo que creo ser, de conducir las vibraciones
del mundo que me han atravesado en un serpenteo fugaz
para dejar como testimonio apenas algo tan modesto, tan
injustificable, como un libro: de eso se trata todo esto.

Buenos Aires, enero de 2016

1. Aurora Fernández Polanco y Antonio Pradel, «Una conversación con Suely


Rolnik», Universidad Católica de São Paulo, 2015. Disponible online: https://
dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6829461. Agradezco la interven-
ción azarosa de mi amiga Bertha Díaz, que un día en que no encontraba el tono
de este prólogo ni el título para este libro, me acercó esta entrevista a Rolnik.
Lecturas
Iluminar sin actuar: Antropofaguitas,
de Gabriela Ponce

De lo que siempre se trata es de liberar la vida allí donde


está cautiva, o de intentarlo en un incierto combate.
Gilles Deleuze y Félix Guattari
¿Qué es la filosofía?

En uno de los ensayos acaso más perfectos de Ro-


land Barthes, «Chateaubriand: Vida de Rancé», de 1965,
el crítico francés se pregunta por lo que pueda justificar
el «escándalo» de la supervivencia en estos días de una
novela que fue concebida como un relato de edificación
y penitencia. Las condiciones de su aparición, dice Bar-
thes, los impulsos del autor por escribirla, se pueden
reconstruir fácilmente y eso bastará para algunos. Pero
donde se juega la potencia de la literatura no es en esas
consideraciones de orden histórico y hasta filológico,
sino en el misterio de su anacronismo, en el modo en
que se despoja de sus moralinas y de las justificaciones
de su época para inquietar en nosotros, que ya hemos
pasado por Freud, por Blanchot y por Nietzsche, algo
que no tiene que ver ya con las coordenadas explícitas
24 / Lecturas

que podía brindar la biografía novelada de Rancé a los


lectores de la primera mitad del siglo XIX, es decir, con
las capacidades reconciliatorias del lenguaje, su posibi-
lidad de traer de vuelta la armonía entre el mundo y la
persona, sino con su potencia de desvío, de separación:
«En suma —dice Barthes—, la literatura no es más que
un cierto desvío en el cual uno se pierde; la literatura se-
para, desvía»1.
La mayor potencia que suele concedérsele al len-
guaje literario tiene que ver con su polisemia. El valor
(moral) que le adjudicamos es, generalmente, el de po-
der significar varias cosas a la vez, el de darnos a los lec-
tores el arma deseable de la interpretación: A representa
B, pero también podría representar C, o D, y hasta E.
En la multiplicidad de sentidos solemos circunscribir el
valor supremo de la literatura; es decir, en su capacidad
de significar. Por eso seguimos predicando la verosimi-
litud y la corrección formal (seguimos ponderando una
literatura de calidad); el artificio en su versión forma-
lista de inicios del siglo pasado sigue siendo el valor de
cambio por excelencia de la literatura que defendemos y
la palabra ficción, entendida como todo lo que no es la

1. Roland Barthes, «Chateaubriand: Vida de Rancé», en El grado cero de la escri-


tura y Otros ensayos críticos, Buenos Aires, Siglo XXI, (1965), p. 162.
Iluminar sin actuar: Antropofaguitas, de Gabriela Ponce / 25

realidad y que, por tanto, debe mantenerse en un limbo


de pureza sin mancharse de alusiones personales, des-
víos lingüísticos, exabruptos ni desperdicios, es el co-
modín según el cual dictaminamos qué es y qué no es la
buena literatura. La literatura, en fin, como burocracia
del estilo.
La escritura voraz de Gabriela Ponce desordena este
panorama como pocos libros de narrativa se han atre-
vido a hacerlo en nuestro país en los últimos años. El
poder de su escritura dolorosamente corporal, inorgá-
nica, fragmentaria, tiene que ver precisamente con ese
vértigo de la vida cuando no puede ser contenida, cuan-
do presiona la escritura hasta que la agrieta, la mina, la
disgrega. Las imágenes atropelladas de algunos de sus
cuentos (víboras gigantes con flores en los ojos y aves
en el cuerpo que mutan en lechuzas, vaginas y nubes,
las tormentas que son encuentro sexual pero también
una tristeza que no claudica) dan cuenta, sí, del éxtasis
del alcohol, las drogas o el amor, pero también de algo
más o, en rigor, de algo menos: el cuerpo vulnerado,
expuesto, abierto, extendido, se toma un instante para
permitirse aparecer sin significar, decirse a sí mismo en-
sayando una forma de la mudez (el lenguaje es afásico y
aspira inútilmente al silencio): apuesta al contacto con la
experiencia en lugar de a su interpretación.
26 / Lecturas

La renuncia al control tiene en estos relatos algo de


heroico: pone en acto una forma de la impugnación. La
impugnación, que no es contestación (carece de su his-
teria), la impugnación, entonces, de las infamias de la ex-
periencia, de las amenazas de la angustia: se trata de una
afirmación discreta (a pesar de su impulso hacia el exce-
so) de la propia vulnerabilidad, de la propia debilidad. Y
de modo indirecto (porque, insisto, no se trata aquí de
una exhibición de trucos lingüísticos o de virtuosismo
escriturario, los recursos más aburridos de la literatura
de calidad) el uso de lo coloquial funciona solidariamen-
te con ese mandato inclaudicable: la lengua quiteña, en
Antropofaguitas, no es una duplicación verosimilizante ni
un facilismo que se rendiría a cierta actualidad literaria;
más bien se trata de una minoridad en el sentido que le
diera Deleuze a ese término al hablar de Kafka: un deve-
nir menor de una lengua que no es en rigor la coloquial
pero tampoco se aleja de ella para diferenciarse y conver-
tirse en «literaria». La lengua menor de Gabriela Ponce
no renuncia a la belleza sino que la hace enfrentarse con
el pulso estremecido de un cuerpo que padece, vuelve a
padecer, se expone a padecer, se inclina, se dobla, se abre
al padecimiento. De este modo, la emoción reactiva del
padecer se torna afirmación activa de la potencia: como
la lengua menor de Kafka, que se forma por los recha-
Iluminar sin actuar: Antropofaguitas, de Gabriela Ponce / 27

zos culturales que le impiden situarse en ningún centro


pero que retorna desde su rincón para minar las lenguas
mayores, el padecimiento del cuerpo y de la conciencia
delineadas, evocadas, perfiladas por la narradora impla-
cable de este libro se torna potencia que se afirma: el dolor
sufrido y el placer soportado como signos de un poder
singular que desordena todo lo visible.
Por eso este libro renuncia de antemano (y con qué
gracia) al poder viril del control sobre la lengua: la perfec-
ción no es algo inalcanzable sino algo que se desecha. La
escritura en Antropofaguitas es algo femenino en la me-
dida en que es, también, algo animal: no en oposición a
la normatividad masculina (ese sistema de poder al que
todos estamos en alguna medida sometidos) sino como
su devenir menor: como la renuncia a o la superación de
un sistema que ya mostró hace mucho sus limitaciones.
Estos relatos no rehúyen el lugar común, la cursilería ni
la vulgaridad: son todos recursos disponibles que se usan
para darlos vuelta, hundirse en ellos y hacer reflotar algo
intenso y singular. La gracia imprecisa de la narradora
enamorada del profesor de piano de su hija en «El profe-
sor de piano» reside no solo en que se burla de sí misma
(«Y entonces yo sentía que él sabía que yo lo veía y en-
tonces tocaba para mí. Pero eso bien puede ser producto
de mi imaginación y mi cursilería [...]. Otra vez la teleno-
28 / Lecturas

vela»2), sino sobre todo en que, al articularse con la frase


final del cuento «Todo era tan extraño como debía ser», la
sinceridad un poco brutal de la narradora (quizá riesgosa,
sin duda excesiva) encuentra su justa medida en ese final
que recuerda que todo debe ser extraño. Es la fuerza de la
ironía en tanto que interrogación soberana, la distancia
que, dice Barthes, es capaz de generar la literatura con res-
pecto a la «viscosa manía de sufrir»3.
«Todo era tan extraño como debía ser»: quizá este
sintagma sea una de las premisas principales de este li-
bro poderoso. En «Malamierda Barrionuevo y su balsa
Margarita» se ponen en juego la ambigüedad de la pér-
dida y el deseo en el cuerpo de una mujer que espera
su turno para abortar, un cuerpo en el que persiste un
vacío que no es posible llenar y que lo interroga todo: no
solo el aborto sino también (y, así, más poderosamente
aun), la maternidad: «Esto es un poco mejor que el hue-
co horroroso que te deja un parto. Porque el parto deja
también un hueco horroroso. Y querer. Querer siempre
es un trabajo»4. En «Nieve» se superponen las presencias
espectrales de un padre y su hija dejándose cubrir por la

2. Gabriela Ponce, Antropofaguitas, Quito, Ministerio de Cultura del Ecuador,


2015, p. 112.
3. Roland Barthes, op. cit., p. 169.
4. Gabriela Ponce, op. cit., p. 114.
Iluminar sin actuar: Antropofaguitas, de Gabriela Ponce / 29

nieve con el juego de un grupo familiar heterogéneo que


juega también en la nieve y con el blanco absoluto y la
planicie que invaden a la narradora. Ella lee un libro que
duplica con absoluta precisión el horizonte plano e infi-
nito del paisaje y deja ir, encerrada en el baño, un llanto
que otra vez no se preocupa por los riesgos del exceso
o el énfasis. Aquí el blanco es el blanco, es el secreto, el
color y la verdad: «El nombre del mundo. El secreto es
el nombre del mundo. Su color es el blanco». ¿Qué de-
cir de una frase como esta? ¿Qué vendría a representar
el blanco aquí, de qué secreto habla el texto? ¿Qué me
dice del mundo? «Cualquier metáfora que estalla —dice
Barthes— ilumina sin actuar»5: creo que no hay mejor
modo de entender la política narrativa de Antropofagui-
tas; el poder de su lengua tiene que ver con su capaci-
dad de iluminar sin actuar, de interrogar como un acto
soberano, sin necesidad ni espera de respuesta alguna,
interrogar como acto de impugnación afirmativa de las
cosas. La interrogación arbitraria de lo que es ante nues-
tros ojos pero nos inquieta aún de algún modo.
El texto más poderoso de este volumen se llama
«Diario de una nadadora»: en él las oleadas furiosas
de la angustia traspusieron los límites de las páginas y

5. Roland Barthes, op. cit., p. 168.


30 / Lecturas

me tocaron directamente. Quizá sea irrelevante que en


la descripción del pánico que viene a veces, en los mo-
mentos duros, con la caída de la tarde y el comienzo de
la noche, me haya visto a mí misma, en mi casa, encen-
diendo todas las luces y buscando música que conjure
la llegada de la angustia. Quizá sea irrelevante, digo, en
el marco de una reseña crítica. Pero no veo otro modo
de dar cuenta de la forma en que en este libro la vida
no es una excusa o un tropo más. Aquí la vida es nada
menos que una necesidad: el brillo efímero de estas pá-
ginas tiene la calidad de una epifanía que se apaga ense-
guida; sale de lo invisible solo para volverse a sumergir
ahí, anónimo, inocuo. Pero el instante peligroso de su
emergencia genera un nuevo orden para lo visible, un
nuevo color para el mundo.
Políticas de la amistad: Viola, de Matías Piñeiro

A Matías, en honor a nuestra Nueva Historia del Cine

Ni siquiera las cosas sencillas son sencillas.


John Cassavetes

Las texturas de la amistad en el cine de Matías Pi-


ñeiro1 tienen mucho que ver con la proverbial dificultad
para definir la noción misma de amistad que historizara
Derrida y describiera también Blanchot2. En sus pelí-
culas la división amigo/rival es tan compleja y lábil, tan
proclive a la mutación gracias a la posibilidad siempre
en germen de una conspiración modesta, al desbarata-
miento o a la más directa traición como en la frase de
Aristóteles: «Amigos míos, no hay amigos».
El cine de Matías, desde El hombre robado (2007),
examina e imagina constantemente los límites de la
amistad: lo que une a las comunidades efímeras de

1. Matías Piñeiro (Buenos Aires, 1982) ha escrito y dirigido El hombre robado


(2007), Todos mienten (2009), Rosalinda (2010), Viola (2012), La princesa de
Francia (2014), Hermia y Helena (2016), Isabella (2020).
2. Ver Jacques Derrida, Políticas de la amistad, seguido de El oído de Heidegger,
Madrid, Trotta, 1998 y Maurice Blanchot, La amistad, Madrid, Trotta, 2007.
32 / Lecturas

estas historias es siempre algo menos que la afinidad o la


identificación; una rencilla, una escaramuza, un proyec-
to ambiguo (siempre del orden de lo sentimental) son lo
que permite la existencia de las relaciones que sostienen
las historias. Y en esa medida lo que toma densidad en
los grupos de amigos que son la materia de las películas
es fundamentalmente la distancia entre los individuos,
que se convierte a su vez en el modo en que esos indi-
viduos se abren con gracia al inacabamiento de sus pe-
queñas comunidades o, más precisamente, en el modo
en que provocan la descomposición de las comunidades
que forman.
Todo esto se alimenta sin duda de la red de afectos
narrativos y cinematográficos rastreables —y que en
absoluto busca ocultarse a sí misma— en la filmografía
de Piñeiro: de Bogdanovich a Rivette, pasando anacró-
nicamente por Shakespeare y Sarmiento, por Cassave-
tes, Lubitsch y Hong Sang-Soo, estas comedias descreen
de una metafísica de la amistad, no piensan en lo que la
amistad pueda ser, sino que se interesan por el modo en
que funciona en escenarios distintos. Como la máqui-
na de hacer historias de Rohmer, que de acuerdo con
un sistema de convenciones generaba determinadas
tensiones morales a partir de ciertos elementos básicos,
las películas de Piñeiro proponen siempre una mínima
Políticas de la amistad: Viola, de Matías Piñeiro / 33

discontinuidad en la historia que plantean, una especie


de desafío discreto, solo para ver qué ocurre luego. Es un
ejercicio menos determinista que el de Rohmer aunque
igualmente encantador, en que la moral aparece no para
ser transgredida sino simplemente ignorada, como si la
sola gracia de sus personajes, su movimiento inocente
(pero no por eso bondadoso), el funcionamiento casi
automático de la trama, la volvieran obsoleta.
En Viola (2012) todo esto puede verse claramente:
un grupo de actrices interpretan una obra de Shakespea-
re en la que, parece, un sirviente que lleva un mensaje
de amor se enamora de la amada de su señor3. Ese nudo
argumental impregna todo el resto, como si contagiara
por cercanía: Viola es un entretejido de enamoramien-
tos y rupturas, de simpatías y abandonos y traiciones,
todos con consecuencias discretas, llenas de una gracia
que adviene siempre como efecto del rechazo de la so-
lemnidad. Así, entonces, la protagonista de la obra tea-

3. Matías Piñeiro dirigió en 2011 una obra teatral llamada Y cuando no te quiera,
será de nuevo el caos, estrenada en el Centro Cultural Ricardo Rojas, de la Univer-
sidad de Buenos Aires. En ella ensayaba, desde el lenguaje del teatro, una forma
de reescribir las comedias de Shakespeare que pudiera plegarse a su proyecto na-
rrativo cinematográfico. Ese ejercicio lúdico y creativo tiene mucho que ver con
sus shakespeareadas, no solo a nivel argumental sino a nivel formal y a nivel meto-
dológico: la maestría narrativa de Piñeiro, la irresistible gracia de sus entramados
dramáticos surge también de una obsesión por el ensayo, la premisa de la prueba
y el error, el disfrute del proceso como base del procedimiento.
34 / Lecturas

tral abandona a su novio, se deja seducir de su co-pro-


tagonista que se ha puesto como objetivo conquistarla
solo para poner a prueba una teoría suya sobre las rela-
ciones en complicidad con el resto de actrices de la obra;
Viola, repartidora de películas pirateadas que parece ac-
tuar movida únicamente por los eventos que el mundo
le presenta, ajena al acto de decidir, aprende finalmente,
gracias al consejo que se diera ella misma en sueños, a
no hacer nada como modo de decidir.
Si es fútil intentar resumir la trama de Viola o de
cualquiera de las películas de Piñeiro es porque la lí-
nea según la cual se despliegan sus acontecimientos no
obedece a una lógica estrictamente causal; es más bien
una simpatía entre lo plástico y lo verbal, una cierta
sensualidad de la dicción y de la sintaxis (elocuente en
este sentido es la escena en que Cecilia seduce a Sabri-
na: ensayando la escena de la seducción entre Bassanio
y Olivia, la continuidad del diálogo se diluye en una re-
petición entre la liviandad y la voluptuosidad, se acorta
cada vez más hasta exasperar el sentido narrativo de las
palabras y dejarlas en el puro sonido, en la proximidad
de las bocas: entonces se besan), una alegría del color y
las texturas. Es cierto que lo que se ensaya en las pelí-
culas de Matías —y aquí la noción de ensayo tiene una
densidad particular, un alcance literal y concreto— es el
Políticas de la amistad: Viola, de Matías Piñeiro / 35

modo en que las acciones de los personajes, por míni-


mas que sean, derivan en trama como si se ovillara un
hilo hasta esconder su extremo y extraviar su origen, en
que lo móvil de la superficie de lo real se muestra en su
clara extrañeza, puro misterio sin secreto, las potencias
del enredo como forma de la narración; es cierto, en-
tonces, que hay algo que en un punto desencadena la
narración (en Viola, el complot de las actrices de teatro
para probar sus teorías usando a Sabrina como sujeto de
experimentación), pero también es cierto que el sistema
según el cual ese despliegue narrativo ocurre no se debe
por completo a una lógica dialéctica, aunque a veces se
plantee explícitamente así.
La tramoya que busca comprobar o desmentir una
teoría sobre el funcionamiento del amor termina por
enrarecer las acciones, sus causas y sus efectos. Quedan
la simpatía plástica de las actrices, la cadencia de sus
modos de entonar las frases, la forma arbitraria en que
los caminos se cruzan y la belleza discreta con que estas
historias terminan siempre, de algún modo, reflexio-
nando sobre el amor. Viola entrega películas a domicilio
y a veces se acuesta, siempre en el borde de la indiferen-
cia, con algunos de sus clientes, a los que luego aban-
dona sin demasiados reparos. Una tarde sueña que le
dicen que todo se le da, que no toma decisiones, que su
36 / Lecturas

relación con su novio es otra cara de su proverbial pasi-


vidad; en sueños se ofrece una solución atípica: no hacer
nada como máxima acción soberana de abandono de la
pasividad y como modo de poner a prueba la relación.
Es una lógica lúdica —pero ejecutada con máximo ri-
gor— que interroga aspectos fundamentales de los per-
sonajes, que juega a probar teorías y pareceres como si
se jugara con soluciones químicas buscando reacciones
determinadas. Y esas pruebas, los deseos que las pro-
vocan, los resultados que arrojan, están también en las
obras teatrales, en los diálogos, en los ensayos firmados
escapando de algún modo a los lugares comunes y los
automatismos de la metatextualidad. No es que se pien-
se una cierta relación del teatro con el cine, de la ficción
con la realidad, del texto con la acción: se trata más bien,
otra vez, de poner a prueba y observar los devenires de
relaciones determinadas; ponerlas en movimiento y ob-
servarlas luego friccionar con el mundo.
Aunque sabemos que el fin de la relación de Viola
enfatiza la pasividad que su propio sueño le achacaba (él
termina dejándola por una de las actrices de la obra de
teatro), la película abandona la trama mostrándonos a
los dos juntos improvisando una canción y riendo, en el
punto de suspensión de cualquier causa hacia cualquier
efecto, superficie grácil y colorida, musical, divertida,
Políticas de la amistad: Viola, de Matías Piñeiro / 37

sin consecuencias. Las políticas de la amistad en Viola


y en todas las películas de Piñeiro tienen esa virtud: no
se deben a méritos ni a virtudes, bordean todo el tiempo
la picardía y hasta la maldad, la escaramuza, la traición
y —peligro supremo— el amor: así se construye su po-
derosa ambigüedad, así se evidencia lo imprescindible
que es la cercanía con los otros para que la vida se vuelva
otra vez —cada vez— fatalmente encantadora.
El arte de ensayar: Alberto Giordano

A mi papá

De un tiempo (ya bastante largo) a esta parte se me


ha manifestado una obsesión modesta: la toma de notas.
Es sin duda uno de los grandes problemas metodoló-
gicos que enfrento desde que empecé mi investigación
doctoral. A la hora de fichar los libros que leo (de teoría
y crítica, sobre todo, pero también los del corpus) y que
asumo luego me servirán para el desarrollo de hipótesis
y argumentos en mi tesis, la discriminación se me vuel-
ve casi imposible y tardo interminables horas en trans-
cribir páginas enteras que juzgo simplemente impres-
cindibles para la vida de esta investigación. Una tarde,
tratando de tomar notas sobre —nada menos que— Mil
mesetas, con un dolor intenso en la muñeca, me abstraje
en la pobre vista que tengo desde la ventana de mi estu-
dio: ahí, mirando techos de casas y balcones lejanos, me
preguntaba con verdadera nostalgia cómo fue que hice
para tomar notas durante la elaboración de mi primera
tesis, la de licenciatura; todo, en ese tiempo remoto, fue
40 / Lecturas

anotado en fichas mnemotécnicas, con guiones, esque-


mas y cuadros. No puedo consolarme pensando que fue
un trabajo (mucho) más corto —aunque sí fue mucho
más torpe—: tenía cerca de doscientas cincuenta pági-
nas esa tesis primera. ¿No se supone que uno mejora con
los años en estas cosas?
Miraba los cientos de hojas de anotaciones que he
ido acumulando en estos años, la suma de colores, pa-
pelitos autoadhesivos y otras técnicas de resaltado (de lo
resaltado), y me preguntaba hace cuánto tiempo hubiera
terminado ya con esto si conservara aún la destreza del
pasado para encontrar lo más importante de un texto y
consignarlo en pocas palabras para su posterior aplica-
ción. Hasta poco antes de comenzar con la investigación
doctoral, aún me atrevía a leer acostada sin una parafer-
nalia profesional rodeándome. Solo un lápiz para notas
al margen: una irresponsabilidad, lo que se dice un des-
perdicio, como masticar algo y no tragarlo; dejar todo eso
ahí, fuera de un sistema neurótico de notación, para que
lo arrastrara el olvido, para no volver a verlo, para perder
los detalles de su contexto si se consulta un día cualquiera
abriendo páginas al azar. Las transcripciones in extenso
me engañan (y consuelan) haciéndome creer que tanto
esfuerzo físico y dolor muscular y articular dejarán en mi
memoria, mucho más vívidas, las revelaciones encontra-
El arte de ensayar: Alberto Giordano / 41

das en todos esos libros. Digo que me engañan porque, en


principio, leer estas «notas» es casi volver a leer los libros
de las que salieron y, luego, porque en numerosas ocasio-
nes me he encontrado largos momentos tratando de re-
cordar qué había querido yo consignar con tal abreviatura
al margen de mis propias notas o con tal color de subra-
yado de las mismas o, cuando se nota que he escrito con
gran cansancio, entender qué dice mi letra; ahí, al tiempo
que ocupo en leer páginas y páginas de mi propia escri-
tura a mano cuando podría estar simplemente releyendo
el libro, se suma el tiempo que uso en recriminarme la
torpeza de mi técnica de fichaje y, en malos días, exami-
nando la inquietud que me produce sentir que casi todo
lo que leo lo pierdo en el olvido.
Es una experiencia extraña la de la relectura, sobre
todo cuando se ha tenido y perdido la costumbre de
la notación y el comentario en los márgenes, el sub-
rayado que, como decía, hace años reemplacé por la
transcripción de citas a mano en páginas aparte. Leí
por primera vez a Alberto Giordano en 2008 —así lo
consigna mi letra en la primera página de Modos del
ensayo, lo primero que leí del crítico rosarino1. El li-
bro es un conjunto de textos críticos sobre ensayos e

1. Alberto Giordano, Modos del ensayo. De Borges a Piglia, Rosario, Beatriz


Viterbo, 2005.
42 / Lecturas

intervenciones de tono ensayístico de autores varios


(Borges, Piglia, Bianco, Cortázar, Masotta, Viñas) en
los que al examen puntilloso y riguroso de los procedi-
mientos de cada texto se suma siempre un suplemento
reflexivo —y afectivo— inclinado a lo teórico que ex-
cede el mero ejercicio crítico y se torna, él mismo, un
modo del ensayo.
He leído con placidez (es uno de los efectos de esta
escritura sobre mi cuerpo) y admiración cada uno de
los libros de Giordano, algunos varias veces, algunos
a pocos días de su publicación. A pesar de la intensa
sensación de alegría que Modos del ensayo me procuró
en su momento, no lo volví a leer sino hasta hace unos
pocos días. Durante estos años (como me ha ocurri-
do y me ocurre, por otra parte, con distintos autores
y con distintos libros), en varias ocasiones me lo plan-
teé como una deuda: no tengo notas sobre ese libro; es
decir que, más allá de saber que es un libro hermoso,
estaba dejando pasar largos años en franco desperdicio
de lo que mi memoria insuficiente guardaba como una
experiencia intensa y atesorable, una oportunidad para
el aprendizaje.
Si me detengo en Modos del ensayo para iniciar este
comentario sobre la escritura de Giordano es porque
recuerdo el modo en que me conmocionó el encuentro
El arte de ensayar: Alberto Giordano / 43

con algunas páginas que me hicieron levantar la cabeza


del libro, para decirlo con Barthes, sentir la necesidad
imperiosa de hacer una pausa en la lectura y mirar el
aire para asimilar algo que me había agitado, que había
desordenado mis certezas en el momento. La generosi-
dad pedagógica de Giordano (lo comprobé más tarde,
cuando fui su estudiante) posee una cualidad poco co-
mún: busca mostrar sin aclarar, exponer sin resolver,
lo cual supone una convicción ética (contra la condes-
cendencia) de que es posible compartir el misterio sin
anularlo. Quiero decir que al leer, por ejemplo, en sus
textos sobre Borges, el modo como disecciona y expo-
ne, con una destreza crítica que aúna la erudición con
la imaginación, los mecanismos por medio de los cua-
les los ensayos de Borges esquivan la reducción de sus
potencias a los complejos y eficientes constructos del
lenguaje y del pensamiento que suelen acaparar la aten-
ción de los lectores y los críticos; al leer, pues, este tra-
bajo atento que implica, qué duda cabe, una proximidad
afectiva con una escritura que compelió al crítico a es-
cribir su lectura, a buscar, inmerso en su eficiente bagaje
intelectual y cultural, en un medio en el que la consa-
gración de Borges dificulta su lectura hasta la inmovili-
dad, un espacio para la suspensión de los sentidos, para
la experimentación de esa inminencia que para Borges
44 / Lecturas

concentra el «hecho estético»2; al leer este gesto no tuve


más que levantar la mirada del libro y pensar de nuevo mi
modo de acercarme a la literatura. Giordano, en algún sen-
tido, y a pesar del tono enfático que pueda tener esta afir-
mación, me enseñó a leer. ¿Qué implica dejar de leer en
una obra como la de Borges (o en cualquiera) solo lo que ya
sabemos que vamos a leer, activar en la lectura una lógica
del encuentro y no del reconocimiento?, ¿qué puede querer
decir que en el ensayo se escenifica una «intrusión del cuer-
po en el discurso del saber”3? El poder de deconstrucción
de la escritura de Giordano, dependiente de su afinado ojo
crítico, se singulariza por esta intrusión afectiva e intempes-
tiva del cuerpo en lo que se lee: ponerse en juego en la lectu-
ra, permitir que el ritmo de los afectos (siempre singulares,
siempre irrepetibles) que se movilizan en el encuentro con
un texto literario no sea neutralizado por el impulso moral
de formular generalidades, ofrecer explicaciones tranquili-
zadoras o reconocer en él valores trascendentes.

2. Es muy conocido el final de «La muralla y los libros», y sin embargo lo


cito: «La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas
por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo,
o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta
inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estéti-
co». Jorge Luis Borges, «La muralla y los libros», en Obras completas, vol. 2,
Buenos Aires, Emecé, 2009, p. 15.
3. Alberto Giordano, op. cit., p. 244.
El arte de ensayar: Alberto Giordano / 45

Estas lecciones las toma Giordano de Barthes, de


Blanchot (dos de los faros más frecuentes en su escri-
tura), a quienes yo ya había leído antes; y sin embargo,
fueron estos ensayos discretos, entre la crítica y la teo-
ría, los que me dieron acceso a ellos, un nuevo modo
de entrar en unas obras que había leído con demasiados
prejuicios y muy poca pericia, demasiado guiada por el
deber académico de sacar conclusiones, lo que, me di
cuenta entonces, había hasta ese momento apagado casi
por completo la vida que esos y otros autores empeza-
rían luego a brindarme para mi propio trabajo.
Giordano lee en Borges los procedimientos pero
respeta de ellos su carácter intempestivo, su resistencia
a ser sistematizados y convertidos en normas o fórmu-
las; preserva, porque la siente, la luz oblicua que arro-
jan esos textos sobre el propio lector en tanto cuerpo
que vibra, que es expulsado por la fuerza de lo que lee
hacia fuera de sí mismo, de modo que lo que ve en los
ensayos borgianos es, sobre todo, una vacilación de los
presupuestos («En Borges —dice Giordano—, la di-
mensión de la literatura es la de la incertidumbre»4),
que no los anula sino que los abre, los escinde para que

4. Ver Alberto Giordano, «Borges: la forma del ensayo» en Modos del ensayo,
op. cit., p. 39.
46 / Lecturas

de ellos pueda emerger la imagen irresoluble de una


inminencia, un movimiento que lo toca y lo hace escri-
bir, la ocasión de un encuentro. Lee en los ensayos de
Borges la ética de un «lector inocente», que se acerca
a la literatura como desprendido de los compromisos
culturales, ideológicos y estéticos que tiene el lector
profesional para volver a figurarse el movimiento de
unas obras que han sido inmovilizadas por su propia
consagración.5 Pienso ahora sobre todo en la lectura
que hace Giordano de los Nueve ensayos dantescos, el
modo en que se obstina por desentrañar, en la lectura
borgiana del detalle que contiene, sin representar, toda
la Divina comedia, el intervalo fulgurante que pone en
entredicho toda la trama de saberes y certezas acerca
de la obra de Dante para figurar en ella, por la intrusión
inquietante de un detalle minúsculo, una historia de
amor donde Borges encuentra la potencia que siglos de
interpretación alegórica (y su inevitable consecuencia:
la moralina piadosa que es de esperar de una escritura
del cielo y del infierno) han neutralizado:

Borges sospecha que Dante escribió la Comedia para recu-


perar, al menos por un momento, a Beatriz, y que, como ocurre

5. Ver Alberto Giordano, «Borges y la ética del lector inocente (Sobre los Nue-
ve ensayos dantescos)», op. cit., pp. 53-67.
El arte de ensayar: Alberto Giordano / 47

cuando un desdichado imagina la dicha, algo «deja entrever el


horror que ocultan esas venturosas ficciones». Eso que deja en-
trever el horror, eso atroz, que es más atroz porque ocurre en
el Paraíso, eso siniestro, es lo que el lector inocente percibe (in-
venta): las circunstancias atroces de la desaparición de Beatriz,
la fugacidad de su sonrisa y de su mirada, el desvío eterno de
su rostro [...]. Cuando concluimos la lectura de los Nueve en-
sayos dantescos, nuestro pensamiento queda detenido ante una
imagen final en la que se envuelven todas las imágenes que lo
atrajeron: la Comedia es, esencialmente, la historia de un desen-
cuentro que la obstinación del enamorado vuelve infinito: la his-
toria del eterno alejamiento de Beatriz, siempre esquiva, siempre
distante por la fuerza de un amor sublime e insensato, cautivo de
su desaparición6.

Me quedo pensando en lo que pueda significar que-


dar cautivo de una desaparición: el sintagma es oxi-
morónico y sinestésico, pues, ¿cómo queda algo cauti-
vo —retenido— en un movimiento que se aleja, en lo
que es puro acto negativo, impermeable a la fijeza? La
plasticidad del párrafo, y en particular de toda la últi-
ma oración, no es ni se quiere transparente; no (solo)
describe la lectura prodigiosa de Borges sobre la Come-
dia, evidenciando una ética de ensayista que propone a
la lectura como acto afirmativo de imaginación dirigido
por los afectos del cuerpo más que un proceso pasivo

6. Íbid., p. 66.
48 / Lecturas

de reconocimiento de saberes preestablecidos, sino que


también, sobre todo, escribe su propia experiencia con
esa lectura. En la lectura de los ensayos de Borges sobre
la obra de Dante lo más distante es, en efecto, la obra de
Dante, y lo más próximo no es el texto de Borges sino
—nada menos que— lo que ha posibilitado: la intensi-
dad lacerante de la sintaxis de toda la cita (y, en general,
de todo el ensayo de Giordano) habla más de una expe-
riencia indecible del crítico frente a su objeto que del
objeto en sí mismo, o mejor: habla más del encuentro de
un cuerpo y un texto (ese milagro discreto) como nueva
instancia material que de una construcción verbal au-
tónoma.
En el tormento que implica un desencuentro vuelto
infinito por el amante obstinado, en la imagen imposible
de un amante cautivo en la desaparición de su amada,
perdí de vista a Dante e incluso a Borges: la vibración
intempestiva de esas imágenes me desprendió por un
instante de los rigores reflexivos para arrastrarme hacia
los dominios indecibles de la experiencia. c\hí, más que
en cualquier otro lugar, pude entender el sentido de la
inminencia borgiana y los procedimientos para hacerla
sensible: el sentido de preservar la suspensión del senti-
do del mundo, el momento inasible del advenimiento de
una revelación que no se produce.
El arte de ensayar: Alberto Giordano / 49

Es un encuentro extraño el que ocurre con la vacila-


ción o un movimiento en perpetua desaparición, exige
mucho porque no se somete a las arbitrariedades del su-
jeto (sino que hace tambalear su misma existencia) ni a
las violencias del tiempo lineal. La generosidad crítica de
Giordano fue fundamental, en mi proceso de formación
como lectora, para permitirme una experiencia literaria
que no dependiera exclusivamente de la comprensión
y la asimilación, la generalización y la apropiación, que
habilitara un espacio para el exceso que será siempre la
aparición de algo en el instante en que está a punto de
concretarse y sin embargo se obstina en ese intervalo de
fulguración, experiencia ajena a la comprensión, pura
vibración del cuerpo que se desprende del sujeto, que se
abre a lo desconocido para experimentarlo.
Otra lección valiosa en ese sentido fue la del recha-
zo de la interpretación. En una línea fundamentalmente
hermenéutica como es la que rigió mi aproximación a
la literatura durante toda la primera etapa de mi forma-
ción, la cuestión pasaba por qué tan fina podía llegar a
ser la interpretación (el desciframiento) de los textos. Qué
quería decir tal o cual texto, qué significado podía yo en-
contrarle, siempre a la luz de la teoría de la recepción, esa
esquemática forma de entender la literatura como un ob-
jeto que se recibe (literalmente) y se interpreta de acuerdo
50 / Lecturas

con sus coordenadas contextuales y el «horizonte de ex-


pectativas» y competencias culturales del lector o, mejor
dicho, del receptor (siempre sujeto incuestionado). En la
forma de leer ensayada sin tregua por Giordano, la que
postula, con la fuerza de la escritura abierta a lo incognos-
cible, un encuentro fugaz de elementos heterogéneos, que
en ese encuentro experimentan una corrosión de sus con-
tornos, una vacilación de sus sentidos, aprendí también a
desprenderme de largos años de educación hermenéutica:

Lo dicho: la doctrina de la que los relatos de Kafka son ilus-


tración falta, pero su faltar es estructurante: la falta de doctrina,
la imposibilidad de un habla parabólica capaz de transmitirnos
la Verdad deviene en Kafka la posibilidad de la literatura, de una
palabra inquietante que se enmascara con los signos de la tradi-
ción para anunciar su ruina [...]. La doctrina se lee, como faltan-
te, en los detalles que exceden la interpretación alegórica: en los
«inesperados personajes», en el «insólito colorido». Allí donde
fracasa la hermenéutica, donde muestra su imposibilidad de dar
cuenta de esos detalles, allí un ensayo de lectura se hace posible7.

Una falta estructurante, un amor cautivo de su desa-


parición, el «todavía no» blanchotiano que constituiría
el ser mismo de la literatura8: el poder de estas imágenes

7. Alberto Giordano, «Del ensayo», íbid, p. 230.


8. Maurice Blanchot, «Musil», en El libro que vendrá, citado por Alberto
Giordano, «Las perplejidades de un lector modelo», op. cit., p. 216.
El arte de ensayar: Alberto Giordano / 51

reside en su irreductibilidad a la exégesis, en su desli-


zamiento discreto con respecto al sentido, en el modo
en que escapan a la significación sin decantar en lo ab-
surdo. Es un modo de lo literal: como si desechara la
metáfora, como si tomara del mundo (de la literatura, de
los libros) solo lo más concreto y lo observara con dete-
nimiento y calma, la práctica ensayística de Giordano se
inclina siempre por descubrir en un paisaje determina-
do el modo en que sus objetos se le manifiestan. No cree
en la metafísica de las cosas, en un sentido oculto que
les daría trascendencia: por eso prefiere la noción ética
de lo conveniente antes que la moral de lo bueno9. Y ahí,

9. Otra distinción que pude haber aprendido antes pero lo hice leyendo a
Giordano: la que separa cualitativa y definitivamente la ética en su diferen-
cia constitutiva con respecto a la moral en tanto que sistema de valores tras-
cendentes a los que la literatura se reduciría. En esta lectura de la ética, será
fundamental la diferencia entre poder y padecer, es decir, entre pensar lo que
la literatura padece (lo que es capaz de representar de la historia, del campo
social o de cualquier otro contexto dado por fuera de ella) y pensar lo que la
literatura puede más allá de su relación con el contexto, su potencia de irre-
ductibilidad a cualquier lógica de reconocimiento. En este sentido, el autor
describe las «supersticiones de la crítica». Resumidas, son estas: 1) la supers-
tición política: incapacidad de pensar el poder de lo inútil; 2) la superstición
sociológica: incapacidad de pensar el poder de lo singular; 3) la superstición
histórica: incapacidad de pensar el poder de lo inactual. Así, la interrogación
sobre lo literario empezó a pasar por lo que puede, sobre los poderes de la
contraefectuación como suspensión del sentido o como reconocimiento del
sustrato impersonal que existe en la práctica literaria más allá de sus eviden-
cias discursivas. Ver Alberto Giordano, Roland Barthes. Literatura y poder,
Rosario, Beatriz Viterbo, 1995.
52 / Lecturas

en esa operación inasible (quizá se nota la dificultad que


tengo para ponerlo en palabras), en esa literalidad de la
mirada/lectura, como si se tratara de una espera a ve-
ces plácida, a veces crispada, la aparición súbita de algo,
una modulación de las cosas que pone en evidencia la
extrañeza del paisaje que se observa, su posibilidad de
vida. Aun en sus formulaciones más paradójicas, Gior-
dano rehúye lo metafórico: se trata de una impugnación
del ser a favor del poder. Así se rompe una equivalencia
convencional entre lo extraño y lo secreto o lo oculto; lo
más extraño siempre está ahí, próximo, claro y disponi-
ble, un cielo abierto o una esquina familiar, otra vez: la
posibilidad de un encuentro.
Así, como esa imagen de lo apacible del mundo que
revela sus resquicios de rareza o, más precisamente, como
el ejercicio de la escritura como espacio que habilite la
emergencia de esa imagen, recuerdo también un ensayo
de Giordano que me conmovió poderosamente en su
momento, sobre Ómnibus, de Elvio Gandolfo10. Del texto
autobiográfico, entre el relato, el diario y el ensayo, que
el autor localiza en sus viajes en ómnibus entre Buenos
Aires y Rosario que realizó durante cierto tiempo dos ve-

10. Alberto Giordano, «Una antropología de lo fugaz. Sobre Ómnibus de


Elvio Gandolfo», en El giro autobiográjico de la literatura argentina actual,
Buenos Aires, Mansalva, 2008.
El arte de ensayar: Alberto Giordano / 53

ces por mes, Giordano subraya su modo discreto de ha-


cer sensible la intensidad de la vida cuando se manifiesta
a través de acontecimientos leves, la observación de un
paisaje conocido mientras pasa, fugaz, enmarcado por la
ventanilla en movimiento, la constatación plácida de la
falta de excepcionalidad del destino individual, su comu-
nión impersonal —ajena a la anécdota— con el resto:

La escritura autobiográfica de Ómnibus es un ejercicio de


impersonalidad que deja abiertas las puertas para que en el pen-
samiento estalle la evidencia —a veces difícil de admitir— de
que todo destino es, de algún modo, colectivo, que las circuns-
tancias en las que alguien viaja a Rosario una vez por semana
no son más excepcionales que las que rodean el vuelo de un ave
migratoria dentro de una bandada, en todo caso, no más excep-
cionales que la de otros tantos viajeros frecuentes en los años 9011.

Esta constatación que Giordano lee en el texto de


Gandolfo, fundada en el «reconocimiento del valor de
la alternancia y la fugacidad»12, libera de algún modo
a la escritura (y a la lectura) de grandes compromisos
existenciales, de grandes estridencias melodramáticas;
las deja ahí, disponibles para la comprobación serena
del paso del tiempo y de la vida a través de él, brillan-
do ocasionalmente por un momento para luego sumirse

11. Íbid., p. 71.


12. Íbid., p. 70.
54 / Lecturas

otra vez en la indistinción de un paisaje muchas veces


recorrido.
Y sin embargo es el terreno que prepara esa acepta-
ción del común destino que guardamos con todo en el
mundo, y la certeza melancólica que implica —la de la
convivencia radical, irremediable, de la vida con la muerte
como revés de cada acto—, lo que propicia la emergencia
de instantes de excepcionalidad, la oportunidad preciosa
de una discontinuidad que ilumine de otro modo, con su
luz fugaz, por un instante, el paisaje repetido de los días.
La escritura que ensaya Giordano del texto de Gandolfo
comunica con eficacia esa imagen; como el objeto que lo
impulsa, escribe no para contrastar el proyecto modesto
de Gandolfo (el de una antropología de lo común, el de
una «interrogación de lo habitual»13) con la irrupción de
lo excepcional (el acontecimiento indecible del amor),
contraste que le daría quizá un sentido trascendente a
Ómnibus, un ritmo más enfático, sino para rescatar, o
hacer más sensible, el modo que tienen lo habitual y lo
extraordinario de interactuar en nuestras vidas. El modo
en que se manifiesta lo único sin tornarse trascendente
y en que la vida, sin robarle intensidad, se lo lleva tam-
bién en su flujo insondable; el modo de decir lo extraño

13. Íbid.
El arte de ensayar: Alberto Giordano / 55

sin volverlo moral, el objeto de una salvación improbable,


sino, por el contrario, preservando su carácter in-signifi-
cante, más intenso, más bello, porque no esconde nada,
no promete nada:

Se sabe: ninguna historia de amor puede escapar a la tra-


ma que construyen los hábitos sentimentales, pero el amor,
que no sabe más que de recomienzos, sin ser espectacular,
ni siquiera perceptible más que por sus efectos, es el más
extraordinario de los acontecimientos extraordinarios [...].
Sin adecuarse por completo a las convenciones de ninguno
de esos géneros, el último libro de Elvio Gandolfo se puede
leer como un ensayo, un diario íntimo, una novela, y también
como una carta de amor. Una carta dirigida a la «mujer de los
ojos marrones» que, a favor del amor, para que pueda repe-
tirse sin tentar siquiera la realización improbable, acaso no
espera respuesta14.

La escritura de Giordano, tan ajena a estridencias,


que parecería buscar siempre un lugar quieto desde
el cual ensayar una lectura después de la tormenta,
ante el panorama devastado pero tranquilo que solo
un estado de convalecencia puede hacer perceptible,
no se priva sin embargo de aproximarse a los gran-
des temas de los que se han apropiado miradas más
metafísicas o melodramáticas, como el amor —como

14. Íbid, p. 72.


56 / Lecturas

vimos— o la muerte. En un bellísimo ensayo sobre la


obra de Antonio di Benedetto, un texto de asombrosa
potencia poética, de un ritmo desgarrador, que se lee
con sobrecogimiento, Giordano escribe que sus per-
sonajes están

[...] atravesados por la certidumbre increíble de que sólo


vive lo que muere, de que en cada momento la inminencia de
la muerte desdobla la vida y, si no la intensifica, la vuelve im-
posible. Por eso también se puede decir que el mundo de Di
Benedetto es un mundo sin secretos, porque en él todo está al
descubierto, evidente en su rareza, iluminado por la revelación
del misterio de que existe porque sí15.

El misterio no es, entonces, algo que el ser oculte sino


un modo de su estar en el mundo, de mostrarse bajo la
luz incierta de la experiencia literaria. La distinción entre
misterio y secreto, retomada de Jankélévitch, es precisa,
decisiva: un secreto se descubre, un misterio se revela; en
ese desplazamiento sutil se concentra la poética ensayís-
tica de Giordano, o al menos lo que para mí representa
su núcleo fundamental, lo que me regaló un paisaje nue-
vo, bien lejos de la búsqueda de significados y secretos,

15. Alberto Giordano, «Las víctimas de la desesperación. Aproximación al


mundo de Antonio di Benedetto», en Zama, n. 1, Buenos Aires, Instituto de
Literatura Hispanoamericana, Universidad de Buenos Aires, 2008, p. 154.
El arte de ensayar: Alberto Giordano / 57

«un misterio a pleno día, a plena luz, como el secreto de


la inocencia»16. Una mirada que ausculta las superficies,
que descree de las profundidades; asistir, conmociona-
dos, a la vacilación del rostro de las cosas o provocarla,
abrir el cuerpo a la experiencia de esa agitación: así leo el
ejercicio ensayístico de Giordano, así entiendo la expe-
riencia radical de la lectura ensayística. Para decirlo con
Blanchot: una experiencia de los límites.
El ensayo sobre Di Benedetto se aproxima al tema
de los límites de varios modos; piensa los personajes
limítrofes que pueblan esa obra (niños, animales, ton-
tos) y articula con esa cualidad inaprensible la expe-
riencia desgarradora del desamparo. Y así se acerca al
límite más extraño, «la más radical de las experiencias
humanas, la de la muerte»17. Quizá entonces se ponga
de manifiesto con mayor eficacia que en cualquier otro
lugar esa voluntad de suspensión de la voluntad, ese
impulso que, atraído por el brillo oscuro de lo ambiguo,
se empecina en sostener un instante de vibración en que
el mundo desordena las certezas del sujeto abriéndolo
hacia lo que, siendo suyo, se le escapa irremediable-
mente, esa experiencia imposible pero absolutamente

16. Vladimir Jankélévitch, «Lo irrevocable», en Pensar la muerte, citado por


Alberto Giordano, íbid.
17. Alberto Giordano, «Las víctimas de la desesperación», op. cit., p. 155.
58 / Lecturas

propia, lo que permite la vida porque la acecha, la úni-


ca amenaza de la que no nos es dado dudar, la muerte
como corolario de lo que nos es «íntimamente extraño»:

Lo que hace misteriosa a la muerte es que siempre está por


venir y, aunque habrá ocurrido ineluctablemente, nunca llega. El
que la esperó, esperaba otra cosa. Y ni siquiera el que tomó los
recaudos para morir en un momento elegido pudo decir «desa-
parezco». En el instante de morir, como en el de dormirnos esta
noche, no habremos de estar presentes, y la impersonalidad de
eso que nos ocurre y nos transforma revela a plena luz del día
la relación de ajenidad con nuestro ser en la que se sostiene la
existencia18.

El párrafo puede leerse como si estuviera versificado;


la intensidad afectiva de la sintaxis, el poder moviliza-
dor y como puntuado de su ritmo, está trabajado desde
el pulso del misterio que quiere mostrar, eso indecible
que quiere ser dicho. Como había dicho Jankélévitch,
lo misterioso no oculta secreto, se muestra así, extra-
ño, a la luz de un mediodía inmóvil. Lo misterioso de la
muerte es que siempre estará por venir, aunque el peso
de su presencia esté del otro lado de todas las acciones
humanas. El párrafo ensaya una imagen inaudita, la de
lo que, siendo solo nuestro, es también lo más ajeno. La

18. Íbid.
El arte de ensayar: Alberto Giordano / 59

imagen de la irrupción de lo impersonal en el seno de lo


íntimo, la muerte como el instante decisivo, la mutación
final, intransferible, propia pero inasible: lo que, ocu-
rriendo solo en nosotros, nos deja irremediablemente
fuera. Todo esto, rastreable en otras páginas prodigiosas
de otros escritores con modulaciones variables19, gol-
pea por la cercanía extrema que produce algo que está
detrás de las palabras, presionándolas. Como el punc-
tum fotográfico barthesiano, el «esta» de «como en el de
dormirnos esta noche» sale del párrafo para apelarnos
directamente; actualiza anacrónicamente el momento
en que se escribió la frase para presentizarlo sin fin en
el momento de la lectura, pone en acto una proximidad
que es la que quiere mostrar, una proximidad que no es
un estado sino un movimiento, y más aun, una textura:
la de la muerte que es el revés de cada aliento. El «esta
noche» trastorna el tono del párrafo en la medida en que
apela al cuerpo, apela a mi cuerpo, lo pone en el centro
de una experiencia por venir que intensifica la vida pero
también, como ha dicho Giordano, a veces la vuelve
invivible. Entonces accedo a una experiencia de lo más

19. Pienso ahora, por ejemplo, en «La literatura y el derecho a la muerte», en


Maurice Blanchot, De Kafka a Kafka, Buenos Aires, Fondo de Cultura Eco-
nómica, 1991, pp. 9-78.
60 / Lecturas

íntimamente ajeno: a la luz de una imagen extraña y co-


tidiana, la del momento en que dormiré esta noche.
La existencia (la nuestra, la del mundo) se sostiene
entonces en esa relación de ajenidad con nuestro ser, la
extrañeza que se vive pero no se puede asir y que no nos
pertenece, en los sueños, en la constatación serpentean-
te del olvido (eso que a veces nos dice que hemos olvi-
dado algo, pero no sabemos qué). Creo que si uno de
los efectos más intensos que tiene en mí la escritura de
Giordano es el de placidez, eso tiene que ver, para insis-
tir un poco más sobre eso, en el destierro definitivo del
secreto, paradigma del significado. Hay algo de pacífico
en desprenderse —así sea momentáneamente— de la
voluntad de conquista de los sentidos que suele domi-
nar la lectura. No hay metáfora, no hay ser trascenden-
te, solo la peculiar contigüidad extrema de momentos o
estados heterogéneos, extraños entre sí, que no ocultan
nada, que todo lo muestran, sobre todo su naturale-
za misteriosa, que revela sin explicar de qué texturas y
materiales está hecha la vida. O, en cualquier caso, lo
que hay es una metáfora estallada: «Cualquier metáfora
que estalla —dice Barthes— ilumina sin actuar»20. Ilu-

20. Roland Barthes, «Chateaubriand: Vida de Rancé», en El grado cero de la es-


critura seguido de Nuevos ensayos críticos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2011, p. 168.
El arte de ensayar: Alberto Giordano / 61

minar sin actuar es preguntarse sin responder o, mejor


aun, hacer de la pregunta la densidad de la verdad; reve-
lar y no descubrir, un misterio sin secreto. Esa placidez
del no descifrar es la que permite experimentar la ex-
trañeza del mundo en su sencilla, fatal, transparencia.
Y si es el lenguaje literario lo que posibilita esta salida
hacia el mundo, hacia la extrañeza del mundo, es en-
tonces fácil ver cómo es que la vida puede entrar en el
texto, cómo agrieta las formas discursivas para aparecer
en los intersticios, brillando por un instante que todo lo
enrarece. Dice Deleuze: «De lo que siempre se trata es de
liberar la vida allí donde está cautiva, o de intentarlo en
un incierto combate».
Así se encuentran la muerte y la vida: en su poder de
revelar, «en una elipsis de nada», la extrañeza del mundo.
Así me lo mostró Giordano con su lectura de Di Benedetto
cuando, en un gesto creativo que caracteriza su escritura
ensayística, completa una consideración del autor men-
docino. Di Benedetto había dicho que de los cuentos de
su madre él aprendió el valor de la elipsis, ya que la incon-
clusión de algunos elementos propiciaban la participación
del lector/escucha. Giordano se toma una licencia, dialoga,
anacrónicamente, con Di Benedetto, no para corregir sino
para doblar la apuesta, a sabiendas de que se mueve en el
terreno hospitalario de la escritura de un amigo descono-
62 / Lecturas

cido a quien no le molestaría el gesto porque lo comparte,


porque lo compartió en cada página escrita:

Sus relatos y novelas transmiten también otra lección, ni


más sencilla ni más compleja, diferente, la clase de lecciones que
se aprenden en las proximidades de la literatura: la elipsis más
valiosa es la elipsis de nada, la ocurrencia sobre la superficie de
una narración de algo que nos atrae y se nos niega, que no recla-
ma nuestra actividad descifradora sino algo más simple, nuestra
disponibilidad para que a través suyo se afirme lo misterioso que
es este mundo21.

Coda

La primera lectura de Modos del ensayo, en 2008,


cuyos efectos, creía yo, habían quedado limitados a un
recuerdo feliz, se resignificó poderosamente en esta últi-
ma lectura, ocho años después. No solo el énfasis de mis
notas al margen (la tentativa de expresar, con algunos
signos, la emoción provocada por el texto) dan cuen-
ta de eso impreciso, pero decisivo, que aconteció en ese
encuentro con un modo de entender la literatura que
yo, quizá, había estado buscando por mucho tiempo sin
que se hubieran dado las condiciones para su encuen-

21. Alberto Giordano, «Las víctimas de la desesperación», op. cit., 162.


El arte de ensayar: Alberto Giordano / 63

tro, sino que la relectura de un libro que fue para mí el


comienzo de muchas cosas volvió a demostrar la inefi-
cacia de mi actual método de toma de notas, aunque
esta vez sin la sensación de amargura que suele provo-
carme esa constatación. Por fuera de la fútil obsesión
por aprehenderlo todo de un texto, de consignar cada
detalle según su contexto para tornarlo útil a mi trabajo
de investigación, y a la luz del ineluctable olvido en que
se sume todo eso incluso mientras lo vuelvo a revisar y
a subrayar en mis propias notas, en los intersticios de
mi deseo —y mi deber— de pensar lo que leo según
los parámetros que impone la llamada «producción de
conocimiento», en sus márgenes, la alegría intempesti-
va de una verdad modesta: cuando la lectura pasa por
el cuerpo, cuando lo atraviesa, cambiándolo, resiste al
olvido casi con heroísmo. Y a veces, en instantes lumi-
nosos de exaltación, lo vence.
Animales: «Calandria», de Sergio Chejfec

A mi mamá
A Garay

Una vez, hace un par de años, en una lectura que hizo


Chejfec en un centro cultural del barrio de Villa Crespo,
le pregunté qué estatuto tienen los animales en su obra.
Yo había leído un texto suyo llamado «La voz prestada de
los animales»1, al que encabeza una fotografía cuyo punc-
tum —para mí— no viene mucho a colación ahora, pero
que me hiere. Es la fotografía de varios cerditos muertos
(el diminutivo no busca el patetismo: son cerdos muy
pequeños) colgando sobre la espalda de alguien que está
caminando a repartirlos en carnicerías probablemente,
al modo de un racimo. La fotografía que, según cuenta
Chejfec en un post de su blog, llamado «Almohadones»2,
cuelga a un lado de su escritorio y que había sido volteada
por un escritor alemán que ocupó su casa por una tempo-

1. Disponible en: https://hemispheric institute.org/es/hemisferica-101/10-1-


dossier/la-voz-prestada-de-los-animales.html
2. El blog que llevaba Sergio Chejfec, llamado Parábola anterior, dejó de ser
público en algún momento del año 2018.
66 / Lecturas

rada, libera una serie de reflexiones (o quizá menos, cons-


tataciones) en ambos textos. En «Almohadones», por em-
pezar, la fotografía dada vuelta revela una verdad simple:
«el hecho de que allí había algo presente que [el escritor
alemán] prefería no ver». Esa fotografía, dice Chejfec (o es
quizá el hecho de haberla encontrado de cara a la pared,
censurada de algún modo), es lo que lo motivó a escribir
«La voz prestada de los animales».
En este último, Chejfec ensaya una mirada sobre los
animales en la literatura y divide las formas en que ella
los representa en dos grandes grupos: los animales des-
vinculados del personaje, meros compendios de especie
o reino, parte indiferente del paisaje, y los animales que
existen a la vera del personaje, reflejando sus asuntos
como un espejo disponible aunque enigmático. Ambos
modos de representación de lo animal comparten lo que
Chejfec sostiene desde el título de su texto: que la exis-
tencia de los animales es indeterminada, su voz presta-
da, su cualidad, la del autómata. Como ocurre siempre
con los textos de Chejfec, la consideración moral no
está ausente sino tensionada, disgregada en la radical
superficialidad de las reflexiones que los dirigen3. Digo

3. La palabra moral es frecuente en la obra de Chejfec aunque, según su méto-


do de dispersión de las categorías, su significado e implicaciones sean ambi-
guos: baste recordar su segunda novela, Moral (1990), en la que el título juega
Animales: «Calandria», de Sergio Chejfec / 67

superficialidad y no quiero implicar banalidad: me re-


fiero a una voluntad estética de la escritura chejfequiana
que va hacia la transparencia; el discurso de los narrado-
res de Chejfec, de sus personajes y el suyo propio cuan-
do interviene públicamente, se dirige siempre hacia una
claridad en la manifestación de las ideas, de las historias
o de los proyectos, es un tono razonante, expositivo, que
rara vez recurre a metáforas sino que se empecina en
una disección morosa y minuciosa de lo real. El potente
efecto de extrañeza de ese modo de ensayar la narración
no tiene que ver con un abigarramiento del lenguaje y
sus recursos (aunque no es una sintaxis sencilla la de
Chejfec, su complejidad pasa precisamente por su bús-
queda de una máxima claridad expositiva) sino con una
simpatía con lo que tiene la superficie del mundo de más
extraño, de más ambiguo. Por eso la figura fundamental
de su obra es la de la contigüidad.
En el caso de los animales en la literatura, lo que
extraña a Chejfec es precisamente eso: el modo de estar
junto a nosotros pero completamente ajenos, descono-
cidos aunque próximos, meros recipientes de intencio-
nalidades proyectadas. Me había costado leer en esos
textos la radicalidad con la que se deja afuera cualquier

con el movimiento ambivalente entre el sistema de valores del protagonista y


una planta de moras que crece en el patio trasero de su casa.
68 / Lecturas

posibilidad de que los animales fueran algo más que una


representación, que esa disponibilidad asignada a ellos
no fuera puesta en cuestión, que no tuviera, así sea como
potencia de dudosa efectuación, un revés menos deter-
minante; que se mantuviera tan a rajatabla la división
ontológica fundada en la barrera de la especie, que como
se sabe bien, es arbitraria y es ideológica.
Quiero decir que, tal como se deja ver en estos textos
de Chejfec, la separación entre los animales y los seres
humanos seguiría teniendo un estatuto esencial, de tipo
y no de grado. El olvido animal nietzscheano, por ejem-
plo, eso que en el universo conceptual del filósofo ale-
mán nos constituye y cuyo rechazo entraña no una for-
taleza (lo humano como virtud o fuerza, superación de
lo animal, desarrollo) sino una debilidad, lo que limita
la potencia de la vida para impulsarse hacia el porvenir,
es en Chejfec, quizá, lo único atribuible a los animales,
lo único que les puede ser propio, y aparece desterrado
de lo humano, que según la caracterización que puede
colegirse de esta división humano/animal, seguiría ga-
rantizando todas sus especificidades en su posesión y
dominio exclusivo del logos.
Esa tarde, cuando le pregunté sobre el estatuto de los
animales en su obra, esperando tal vez una matización
de esa barrera un poco esquemática que encontré en
Animales: «Calandria», de Sergio Chejfec / 69

«La voz prestada de los animales», barrera que perpetúa


en algún sentido una división que ya se viene haciendo
obsoleta en la teoría literaria desde hace algún tiempo,
Chejfec repitió que para la literatura los animales no
pueden ser más que autómatas (para quien, como yo,
viene leyendo la obra de Chejfec con suficiente atención,
es evidente que la palabra no esconde calificación moral
o juicio de valor alguno; de todos modos, no deja de re-
cordar las formulaciones cartesianas sobre los animales
como cosas animadas, máquinas vivientes), meros reci-
pientes de representaciones humanas.
No puedo negar que me quedé un tanto decepcio-
nada. La respuesta de Chejfec me resultó, ella misma,
un poco autómata. Ahora pienso que quizá esa reunión
barrial con vecinos no era el mejor lugar para detenerse
mucho en cada pregunta.
Ese mismo día, Chejfec leyó una de las versiones de
un cuento suyo, «Calandria»4. Recuerdo que me conmo-
vió ese texto, como suele ocurrirme con todos sus rela-

4. Según lo ha manifestado el mismo Chejfec, existen varias versiones de este


cuento. El día de la lectura en Villa Crespo, de hecho, leyó una que no es,
según recuerdo, la misma que ahora utilizo para escribir este texto. Una de las
versiones se publicó en: Reinaldo Laddaga y Jorge Carrión (eds.), Riplay. His-
torias para no creer, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2015. La otra, con la que
trabajo ahora, se publicó en la revista mexicana Letras libres y está disponible
online: http://184.72.35.63:8080/revista/cuento/calandria
70 / Lecturas

tos, por la extrañeza del narrador, que siempre hago pro-


pia, frente a los paisajes. El cuento narra un viaje hacia
el sur de Chile desde un lugar que no se nombra. El pro-
tagonista va detrás de su exvecino, a quien nunca había
visto pero cuya presencia invisible se manifestaba cada
tanto dándole el alivio de una contigüidad modesta en
medio de un edificio, de un barrio y de una ciudad pro-
liferantes y ajenos. El primer paisaje en que se detiene
el narrador no es, sin embargo, montañoso, ni siquiera
natural: un aeropuerto casi abandonado, como en reti-
rada, con grandes salas desiertas y mobiliario destinado
a ningún pasajero. Lo más vivo en él es una alfombra
extensa e indistinta:

La ausencia de hechos visibles acentuaba paradójicamente


el protagonismo de lo que a primera vista podía considerarse
más inerte, me refiero a la extensa alfombra sobre la superficie
del piso, siempre igual a sí misma y de indistinto color, que se
desplegaba abrazando cualquier obstáculo y hacia todas las di-
recciones. Podía imaginarla discreta y parecida a algo vivo, una
especie de organismo horizontal al que nada se le escapaba, co-
pioso como el agua incesante cuando se derrama.

Y en ese primer «paisaje» artificial, también los


primeros animales artificiales: un gato y un elefante
en miniatura que son manejados a control remoto por
un niño. Es cierto que en la escena puede percibirse
Animales: «Calandria», de Sergio Chejfec / 71

una disposición irónica sobre las nociones de paisaje,


naturaleza e incluso viaje. De todos modos, quien co-
noce la obra narrativa de Chejfec sabe que existe en ella
una empatía fuerte por los objetos —que el recurso a la
ironía no anula sino que potencia—, cuya vida secreta
se manifiesta ocasionalmente y trastorna el paisaje ob-
servado5. Como también es usual en esta narrativa, la
anónima escena del niño, el elefante y el gato en incierta
persecución habilita una deliberación clásica del narra-
dor chejfequiano: «Quedó sin embargo rebotando en
mi pensamiento la sospecha de que la escena me había
reservado un papel [...]». Cuando el panorama se torne
natural, con la llegada al destino (ese abstracto e inde-
terminado «sur de Chile», que el narrador califica de
«legendario»), sin embargo, la caracterización seguirá
una línea tendiente hacia lo artificial o, más precisamen-
te, hacia lo artificioso:

5. Un caso paradigmático es el de Mis dos mundos (2008), cuando el narrador


examina unos enormes cisnes de plástico que son botecitos a pedal en el lago
del parque en el sur de Brasil que recorre, y encuentra en ellos una vida latente
y una disposición particular de paisaje alrededor de ellos. En la misma novela
es notable lo dicho anteriormente sobre la calidad de la vida animal. En un mo-
mento el narrador —que es un escritor a punto de cumplir cincuenta años—
da un discurso frente a los peces del lago, que se agrupan a mirarlo con mirada
vacía: la llena él con su discurso y sus preocupaciones alrededor del fracaso. Ver
Sergio Chejfec, Mis dos mundos, Buenos Aires, Alfaguara, 2008.
72 / Lecturas

Debo aclarar que el lugar no me pareció particularmen-


te hostil ni chocante, ni siquiera ajeno; sobre todo me pareció
estrambótico, producido en detalle por alguna mente efectista
con el objeto de impresionar con sus exageraciones o contrastes,
incluso con sus excesos negativos, me refiero a los vacíos medio
siderales que se presumían, a las profundidades telúricas, a los
ominosos silencios minerales, etc.

El cielo eléctrico y sulfuroso oprime la tierra y en las


nubes puede verse la inminencia del advenimiento de una
fuerza largamente acumulada. En ese paisaje apocalíptico
(está, a fin de cuentas, en el fin del mundo) o post-atómico
(el narrador imagina a su vecino, quien ha viajado al sur
de Chile demandado por unas «tareas de observación del
paisaje en constante cambio», «hiperprotegido por trajes
a prueba de gases corrosivos y temperaturas insoportables
para la piel humana»), al que llega en busca de un improba-
ble vecino a quien nunca ha visto, rastreando una presencia
esquiva que es sin embargo más real que cualquiera que
haya podido encontrar en zonas más pobladas del planeta,
la única presencia real —aunque invisible— que le permi-
tieron la «profundidad del edificio enjambrado y [...] un
barrio sin precisos límites donde nunca conocería a nadie»,
ahí, pues, frente al estado de inminencia que anuncia el pai-
saje —la cercanía de una tormenta definitiva o directamen-
te del fin de todo lo visible—, se manifiesta la proximidad
de un incierto cambio de estado:
Animales: «Calandria», de Sergio Chejfec / 73

Sentí que había aterrizado en el sur de Chile en el último


momento posible, porque desde entonces toda comunicación
con el exterior quedaría interrumpida hasta nuevo aviso. Co-
mencé a caminar sobre el pavimento y se me encresparon los
pelos, y enseguida la piel de los brazos también se erizó como si
estuviera a merced de un violento e inminente cambio de estado.

Esa promesa de metamorfosis aparece materializa-


da en los animales con los que el exvecino del narrador
convive en su casa. Entre lo viviente y lo inerte, al borde
de la desaparición, en continua situación de contigüidad
con un estado menor al suyo (el de los objetos inani-
mados), esos animales famélicos, resignados, medio in-
formes, de especies no identificables, concentran con un
fulgor apagado el estado precipitado de todo lo visible
en esta versión expresionista del sur de Chile.
Los animales son «seres» morosos («digo seres para
no llamarlos directamente exanimales», dice el narra-
dor), que se acercan atraídos por el movimiento, como
impulsados por reacciones ajenas al auténtico interés,
verdaderamente autómatas movidos por estímulos eléc-
tricos o mecánicos, en la línea móvil entre lo viviente y
lo inanimado o, en su extrema apatía, entre lo animal y
lo humano: «Y si gracias a la forma de sus cuerpos algu-
nos de ellos exhibían todavía su fisonomía propiamente
bestial, la pasividad y hasta cierto punto desconfianza o
74 / Lecturas

resquemor que mostraban hacia cualquier cosa que tuvie-


ran cerca los convertía en incongruentemente humanos».
Una mañana en que las nubes estaban particular-
mente bajas, oprimiendo el horizonte y cercando el breve
espacio visible, el narrador cree escuchar unos ladridos.
Busca entre los animales, cercanos a confundirse con el
piso en el que se arrastran, al perro que los emite; pronto
entiende que no es ningún perro sino una calandria de
tres colas, un ave conocida por su habilidad para imitar
los sonidos de otros animales a la perfección. Ese mo-
mento del encuentro de un animal que posee y ejecuta
las propiedades de otro es también el momento en que
se confunden definitiva, aunque módicamente, todos los
contornos. Los animales entre los que el narrador había
encontrado a la calandria, reunidos alrededor de un es-
tanque del que sin embargo, por cansancio, no bebían,
toman prestados, como el ave, los atributos y las formas
de otros seres en el límite, humanos en un extremo, en el
instante de convertirse en algo más —o algo menos:

Sin embargo lo que alcancé a ver fue un gran número de


casos humanos excepcionales, no sé cómo llamarlo mejor, in-
advertidos hasta ese momento. Faquires impávidos que jamás
habían comido, e ignoraban por lo tanto ser dueños de algún
arte; mujeres con labios gigantes e impedidas de hablar, que solo
emitían largos sonidos vocálicos asimilables, debido a la impre-
sión que producían sus bocas, a letanías difíciles de resumir;
Animales: «Calandria», de Sergio Chejfec / 75

siameses unidos por la espalda, condenados a caminar siempre


de costado —salvo cuando un hermano cargaba al otro—; pen-
sadores que se lamían la frente con sus lenguas camaleónicas,
como si quisieran atrapar o despejar las ideas, etc.

El tono de fábula se acentúa cuando el narrador se


entera por unas gaviotas de la demora de su vecino a
quien está ansioso por contar el hallazgo de la calandria
ladradora: «Mi vecino se demoraría, me dijeron unas
gaviotas parlantes, o acaso me lo dijeron varios otros
animales que tomaban voces prestadas». Hacia el final,
lo que llama la atención del narrador es la dificultad de
esos seres para escucharlo, para escuchar su «particular
idioma —débil o extranjero, o ambas cosas», que «pro-
fería con marcado esfuerzo». Suerte de fábula sin mo-
raleja, «Calandria» narra el incierto tránsito de alguien
hacia un estado menor de sí mismo. De un edificio
enorme e híperpoblado que sin embargo escamotea las
posibilidades de una comunidad, a un rincón del pla-
neta deliberadamente expuesto como último reducto de
un mundo al borde de la desaparición. El narrador, con
su lengua débil y extranjera, también termina habitan-
do el límite de la extinción, la devolución a la vida sin
relato de la especie, un modo de existir por fuera de la
especificidad. El «marcado esfuerzo» con que termina
pronunciando sus últimas palabras hace pensar que la
76 / Lecturas

liminalidad de los animales, ese estado de concentra-


ción y persistencia de algún anónimo rito de pasaje, se
le ha contagiado, y que la voz que los animales han to-
mado prestada para decirle de la demora de su vecino es
contigua a su propio idioma extranjero. La imagen final
es azarosa y enigmática: «Después alcancé a ver un bu-
rro acostado, que en su intento de doblar el cuello para
mirar hacia el cielo —¿o quería escuchar mejor?— alar-
gaba desusadamente las patas».
Al final de «La voz prestada de los animales», tras
el examen de los dos modos predominantes que, según
Chejfec, tiene la literatura de representar a los animales
(esa constatación de que su existencia es vacía, que no
puede ser otra cosa que un espacio al que llenamos de
humanas representaciones), asoma una reflexión anó-
mala, como desprendida del resto del texto, inquietante
por el modo en que redirige —en el lugar privilegiado
del final— todo lo dicho anteriormente:

Resumiendo: puede variar lo que los animales digan o quie-


ran decirnos. Pero cualquier cosa que sea la expresarán sin ma-
yor énfasis porque su voz es siempre prestada. Solamente una
maquinación divina hubiera sido capaz de planear de este modo
esa trágica convivencia con nuestros propios actos, porque a es-
tas alturas, todo relato con o sobre animales es un epifenómeno
de la larga cadena de crueldades que los individuos de nuestra
especie infligen al resto de todas ellas.
Animales: «Calandria», de Sergio Chejfec / 77

En estudios sobre las nuevas formas de aparición de


lo animal en la literatura6, estudios que tienden a buscar
manifestaciones de lo animal que no sean simple metá-
fora de lo humano (ya sea en su versión bestial o en su
calidad de víctimas), que no se agoten en lo que Chejfec
describe en su ensayo —mero recipiente de lo huma-
no—, que buscan una cercanía con el animal que haga
visibles otras formas de lo común, que haga emerger un
rumor donde solo reinaba la palabra, está ausente, sin
embargo, según creo, la consideración sobre la crueldad.
De algún modo, ese universo semántico nucleado alre-
dedor de la palabra animal, incluso cuando está organi-
zado y dirigido a repensar y cuestionar las barreras de
especie y los fundamentos ideológicos y culturales que
aún las sostienen, eluden o desestiman la consideración
sobre los cuerpos animales que sirven a sus producti-
vos deslazamientos teóricos. En el rechazo imperioso
de cualquier moralismo, quizá pierden de vista alguna
tensión necesaria. «La voz prestada de los animales» for-
cluye —porque lo hace más radicalmente que cualquier
represión y, como con ella, esa voz, en «Calandria», vuel-
ve— cualquier posibilidad de una voz de los animales (no

6. Pienso sobre todo en el bello libro de Gabriel Giorgi: Formas comunes, Bue-
nos Aires, Eterna Cadencia, 2014. Ver también Julieta Yelin, La letra salvaje,
Rosario, Beatriz Viterbo, 2015.
78 / Lecturas

hay rumor siquiera, solo el silencio que impone nuestro


lenguaje extranjero sobre ellos), pero se atreve a poner
esos cuerpos sometidos a consideración de algo más
—o menos— que su productividad en términos de len-
guaje literario. Me pregunto si existirá un modo de que
nuestra voz deje de ser prestada cuando hablamos de los
animales.
Esqueleto de pez

A mi abuela Celeste

En Silencio en la tierra de los sueños (2014), Tito Molina


explora un territorio complicado para el cine: el silencio.
Sobre todo porque aquí el silencio no es una imposición,
una impostura o un requisito; se va instalando en la
imagen con calma, es un silencio que no se toma a sí
mismo como el recurso de una moral vanguardista o ex-
perimental: va llegando, poco a poco, a la superficie del
film sin mayores pretensiones, como una necesidad del
relato y no como una manifestación de la voluntad.
Silencio: en realidad, lo que escasea son las palabras.
El trabajo con el sonido es fino pero sobrio, tiene una
rigurosidad clásica que configura relaciones complejas;
genera un fuera de campo que lo es todo en un film casi
exclusivamente de interiores pero, a la vez, la generación
de ese fuera de campo funciona de modo inverso: es el
mundo lo que deja a la mujer afuera, dentro de su casa.
Hay un mundo afuera (de todos modos, la película no
juega a formar grandes oposiciones melodramáticas:
80 / Lecturas

la historia se sitúa en algún pequeño pueblo de la costa


ecuatoriana donde no pasa mayor cosa ni hay mucho
para ver o hacer), pero de él alcanzan a llegar solo unos
ecos, a veces distorsionados, siempre lejanos, hasta la
casa de madera y caña donde vive la anciana solitaria.
Canciones cantadas por músicos de pueblo que llegan
de la noche oscura y que acentúan la soledad por la
muerte del esposo, de quien vemos fotografías enmar-
cadas, voces de estudiantes, el sonido de los trabajos y
los días de la gente en un pueblo cualquiera. También, a
lo lejos, ladridos.
El registro transparente del sonido, ese que deja en-
trar el mundo al que se cierra la casa donde pasa sus días
la protagonista, se enrarece cuando ella se está quedan-
do dormida; entonces, en esa transición hacia el sueño,
los sonidos se distorsionan, se vuelven sordos, lejanos
aunque estén cerca, como los que vienen de la televi-
sión que emite episodios del viejo programa cubano
Tres patines, del gusto de todos los abuelos ecuatorianos
de cierta época, recuerdo querido para los nietos que
los acompañábamos en ese placer un poco extraño. En
el sueño, sin embargo, todo se hace prístino, presente,
inmediato: el mar, las aves, la playa. La protagonista sueña
que mira el mar, que se moja los pies en la orilla. Son sue-
ños modestos, apenas un panorama abierto, luminoso, en
Esqueleto de pez / 81

contraposición a la fresca oscuridad de su casa y las ve-


las piadosas bajo las imágenes religiosas. No sueña con
su esposo, aunque la presencia de retratos suyos y ciertas
pausas sobre ellos en la rutina de limpieza indican que
hace falta. Solo el mar que se abre frente a ella, la cerca-
nía de las aves.
Conmueve en la película la soledad tan ordenada
de la protagonista, su modo de mantener viejos hábi-
tos para sostener aún lo que ya no existe: como un acto
que se consume a sí mismo, la viuda reproduce su ru-
tina con la rigurosidad y el esmero con que se asume
que lo habrá hecho cuando tenía con quién compartir
esos mecanismos cotidianos de ocupación del tiempo y
distribución del espacio. Quizá porque la rutina está fil-
mada con la misma lentitud metódica con que se mue-
ve la anciana, con una encomiable falta de énfasis, de
sentimentalismo, con una intensidad que no cae en la
exageración, que hace de su sobriedad, de su distancia
justa con respecto al personaje y sus objetos, el recurso
fundamental para habilitar la emergencia de una emo-
tividad serena, regulada según el ritmo ralentizado de
la vejez y la renuncia cuando esta no es una conquista
de la voluntad empeñada en mejorar su calidad moral
sino una contingencia de la vida que se impone, brutal-
mente, como necesidad; quizá por esto, pues, es conmo-
82 / Lecturas

vedor observar durante una hora y media a una mujer


silenciosa y solitaria, rodeada de recuerdos y de cristos
de neón y de retratos de vírgenes, que hace poco más
que mirar por la ventana, ver televisión, limpiar su casa
o soñar durante la siesta. O quizá porque recuerda a las
rutinas de las abuelas (el ritual de los aretes, la prolijidad
en el vestuario aunque no hubiera planes, la devoción un
poco automática, la resignación que llega con la certeza
de que la vida se está acabando); o quizá, para quienes
tenemos una relación directa con el imaginario costeño,
con sus espacios, la arquitectura de sus casas, el ritmo
de sus rutinas vespertinas, porque la textura de esa luz a
través de las cortinas, la frescura de los interiores de esas
casas viejas, la disposición de la imaginería religiosa y
la de los recuerdos tiene un color demasiado familiar,
la calidad de un paisaje conocido que alguien más nos
permite revisitar. La vuelta a unos espacios perdidos, de
cara a su próxima, definitiva, desaparición.
Tito Molina se asoma a un mundo que para él debe
ser, aún, extraño: el del umbral de la muerte. ¿Cómo se
viven los días cuando es innegable la cercanía del fin?
Me lo pregunto no solo porque es una de las cuestiones
centrales que atraviesan la película, sino porque consti-
tuye un enigma constante para mí misma. O, mejor: es
un enigma constante y en latencia que la película actua-
Esqueleto de pez / 83

lizó y volvió a traer a la superficie. Quizá, como la pro-


tagonista, en esa mezcla de tesón y renuncia: sin cues-
tionamientos metafísicos ni grandes gestos dolientes,
caminando de espaldas, con la mirada puesta en los po-
cos rincones que los años dejaron permanecer intactos.
En esa continuidad de los días que trascurren marca-
dos pacientemente por la rutina diaria, irrumpe el perro
como final contacto con el mundo. Dudo que el animal
sea un símbolo de nada, la seña de algo más. Es solo —y
nada menos que— un perro: un cuerpo vivo, vital, com-
pañero, ajeno. Es un fragmento de materia viviente que
contrasta con la protagonista en su vivaz deambular por
todos los exteriores que ella nunca pisa; ajeno a los recuer-
dos, a los ritos, el perro genera una nueva proximidad que
trastorna módicamente el panorama de la anciana, quien
disfruta de su compañía con una alegría tímida, y quizá
por eso muy intensa. El perro trastorna la rutina de la an-
ciana de un modo discreto pero contundente: escamotea
la soledad. Y lo hace incluso en la tierra de los sueños; la
amplitud oceánica que puebla el sueño de la anciana ya no
se vive, en ese tiempo ambiguo de lo onírico, en soledad.
Ahora las caminatas por la orilla son acompañadas.
Es necesario insistir en cuidarse de ver en la intru-
sión del perro cualquier tipo de símbolo. La poética
de Silencio en la tierra de los sueños es notablemente
84 / Lecturas

material: la certeza de la proximidad de la muerte, la


idea abstracta de la soledad, están construidas de y
sobre fragmentos concretos de mundo. De hecho el
silencio, fundamental en la propuesta estética de la pe-
lícula, se hace un lugar en el entramado narrativo tam-
bién a partir de cuestiones materiales: son los sonidos
de la calle, los ladridos, las emisiones de la televisión, el
rugido del mar o los gritos lejanos de escolares lo que
forma la densidad del silencio en el que vive inmersa la
protagonista; por eso no se trata de un silencio filosófi-
co, ni siquiera reflexivo: es un silencio ineludible, tiene
el peso fatal de la necesidad (¿cómo se puede hablar si
no hay nadie con quien hacerlo?). El perro es un perro,
presencia inesperada y compañera que despide a la an-
ciana después de haberle mermado, momentáneamen-
te, su pacífica soledad.
Es un gesto ambiguo y exigente el de ensayar, con
cualquier dispositivo narrativo, el final de una madre.
Tito Molina lo hace con la suya, y no solo en el plano
de la ficción: el peso material de todas las cosas es tam-
bién el de la mujer que es, de hecho, la madre de Molina,
octogenaria que nunca antes había estado frente a una
cámara. En esto también se manifiesta el peso de lo ma-
terial sobre el relato; es un modo de poner el cuerpo,
de exponerse, de abrirse. La película es el dispositivo
Esqueleto de pez / 85

de una exploración íntima, que casi siempre rehúye la


construcción metafórica. Por eso lamento un poco hacia
el final esa suerte de desdoblamiento del cuerpo de la
madre para indicar su muerte, su posible permanencia
entre las paredes de su casa. En otros territorios inma-
teriales, como los sueños, el discurso se había mante-
nido fiel a su discursividad apegada a lo concreto, aun
en los encuadres cenitales del mar que enrarecían por
unos instantes la perspectiva al abstraerla de un marco
de referencia y una temporalidad identificable. En esos
momentos se juega con la imagen de lo incesante, del
movimiento eterno sin fin ni comienzo, y sin embargo
no se siente una triquiñuela metafórica; por el contra-
rio, la estricta contigüidad de estos sueños de mar con
la quietud en penumbras del espacio al despertar da
cuenta de un modo de entender el relato que no recurre
a las explicaciones simbólicas propias del cine metafó-
rico. Uno de los grandes valores de esta película es que
la mujer es una mujer —y no la cifra y la muestra de
la condición humana en la cercanía con la muerte—, el
perro es un perro —y no el recuerdo de los pequeños
consuelos que puede darle la vida a cualquiera en el mo-
mento más inesperado—, los sueños son sueños —y no
la revelación de los auténticos deseos del soñador—. Por
eso es una concesión poco feliz la del desdoblamiento de
86 / Lecturas

la figura de la mujer hacia el final, aunque no derribe la


contundencia estética de todo el resto.
Esta resistencia de la película al lenguaje metafórico
constituye uno de sus grandes méritos, lo que la hace sin-
gular; por eso también la sobriedad en la elección de las lo-
caciones y en el criterio de la dirección de arte: el pueblo es
un pueblo cualquiera en la costa, de él vemos una esquina
que evidencia abandono pero no miseria excesiva o escan-
dalosa. No hay planos pintorescos ni ese vicio frecuente
de querer dar cuenta de la belleza natural de nuestro país,
fórmula mediocre de varias películas olvidables; no hay un
romanticismo preciosista de los elementos de la casa ni del
vestuario de la protagonista; todo eso que vemos, incluida
la cruz plástica transparente que se ilumina con una luz de
neón que va cambiando de colores cada tantos segundos,
todo obedece a un criterio afectivo que se nuclea en la figu-
ra de la madre, y por eso refuerza un contrato realista con
los espectadores que lejos de mermar las potencias estéticas
del film, las intensifican. Se trata de una confianza en lo que
la presencia de los objetos, el despliegue de los espacios y
los movimientos de los personajes son capaces de evocar y
construir en interacción. Esa simple búsqueda, que no da
lecciones ni busca moralejas, solo observa.
Al principio de la película vemos, desde una orilla
indistinta, el vaivén de la marea que no deja de acercarse
Esqueleto de pez / 87

y alejarse con su tranquilidad de mar. Sobre la arena se


ve el esqueleto de un pez grande. No es posible saber
cuánto tiempo tuvo que pasar entre la muerte del animal
y el momento actual para que nos llegue la imagen des-
carnada de esas grandes cuencas vacías que interrogan
el sentido de todo el océano sin fin que lo trae y lo lleva,
indiferente. La imagen no se vuelve a repetir (cada sue-
ño, aunque incluya siempre el mar, ocurre en un lugar
distinto), pero queda ahí, contiguo al relato, agregado
a él así como cada plano se acumula sobre los anterio-
res para elaborar una imagen del tiempo y del espacio
de una mujer en las cercanías de la muerte sin buscar
en ella ningún significado. Ese esqueleto tampoco es un
símbolo de nada, pero cuando la marea lo mece suave-
mente y parece que moviera su cola como si aún nadara,
hace mucho más que concentrar sentidos ocultos: nos
recuerda que estuvo vivo.
Las máquinas extrañas

La extraña política narrativa de la obra de Esteban


Mayorga consigue aunar elementos heterogéneos cuyo
encuentro no solo no suele darse en el horizonte de la
narrativa ecuatoriana de las últimas décadas sino que,
incluso por separado, son casi inexistentes. La destruc-
ción sistemática del verosímil, trabajo arduo de desarme
de las tramas, su descomposición y proliferación simul-
táneas, no merman el manejo delicado y puntilloso de
la lengua, generalmente asociado en nuestro medio con
la perfección del verosímil y la profunda caracterización
de los personajes; la lengua coloquial —y sus implica-
ciones humorísticas en estas narraciones— es pronun-
ciada por personajes que pueden venir de cualquier
latitud: generalmente gringos (Vita Frunis, los persona-
jes secundarios de Moscow, Idaho), antiguos romanos
(«Difícil», cuento de Musculosamente) y hasta coreanos
(«Fernández’s Cousins», del mismo libro1); los paisajes
yermos de las planicies de Idaho o los escenarios mise-

1. Esteban Mayorga, Musculosamente, Quito, Antropófago, 2011; Vita Frunis,


Quito, Antropófago, 2014; Moscow, Idaho, New York, Sudaquia, 2015.
90 / Lecturas

rables de trailers y enormes botaderos que reconocemos


provenientes de un cierto imaginario literario y cine-
matográfico norteamericano se amasan en estas narra-
ciones con el paisaje quiteño que no deja de irrumpir
en unos relatos radicalmente empeñados en echar por
tierra sus propios presupuestos, cualquier presupuesto.
Quiero decir que al desarme indolente del verosímil
se le asocia un ímpetu irrefrenable por narrar, el despre-
cio por cualquier idea de evolución o de desarrollo de las
historias se lleva a cabo por medio de una proliferación, a
veces casi abyecta, de relatos que figuran un agotamiento
de sí mismos mientras se rehúsan a extinguirse; el cuestio-
namiento del estatuto del personaje (siempre rondando los
bordes de la estupidez, el patetismo, el exceso y el absurdo,
en los personajes de estos relatos es inviable la búsqueda de
la clásica redondez actancial) se logra mediante una obs-
tinada primera persona que se pone a sí misma siempre
en el centro de las reflexiones; el trabajo con la lengua, que
es arduo, no tiene en su mira la grandilocuencia ni la rim-
bombancia, sino una simpleza bien tallada, una vulgaridad
a conciencia, una violencia del estilo. Se trata aquí de vio-
lentar la lengua y los imaginarios (culturales, geográficos,
literarios) con los que trabaja para producir un artefacto,
una máquina que, en rigor, funciona, aunque no sea fácil
entender cómo es que lo hace.
Las máquinas extrañas / 91

Suerte de mecanismo proliferante (siempre replicán-


dose a sí mismo con la consigna de variar en lo mínimo
para afectar al todo), la narrativa de Mayorga empieza
en un lugar sencillo, y a partir de ahí figura un creci-
miento desbordante y rizomático en su modo de desple-
garse: la imagen sería la de un mapa que ha perdido todo
centro y todo contorno, incansable en su movimiento
expansivo, o la de un esquema maquínico o molecular
que no respetara la noción de origen y fin, cuya políti-
ca fuera, en sentido estricto, la de la destrucción de la
estructura por medio de su propia difusión enardecida.
Una vez que estos relatos se ponen en movimiento se
desencadena un impulso inapelable por minar sus pro-
pios presupuestos, casi como una escenificación de esa
destrucción que deviene la materia del relato, al que se
lo ha despojado de verosímil, de emoción y, casi, de per-
sonajes, aunque abunden.
Mayorga recoge tradiciones poco transitadas en
nuestro medio: más que la herencia norteamericana, que
va de suyo, me llaman la atención las señales de poéticas
como la de César Aira, por ejemplo, en esa combinatoria
entre la soberanía de la narración y su descomposición
sistemática, solo que mientras Aira suele elaborar histo-
rias clásicas, reconocibles, llenas de sentido, para luego
hacerlas explotar hacia el final con la intrusión de moles
92 / Lecturas

que concentran el absurdo encargado de trastornar el


verosímil (gigantes de nieve o fetos-gólem, extraterres-
tres o enanos casi invisibles), Mayorga empieza esa tarea
bien pronto y con medios menos escandalosos, aunque
a veces no se prive de algún enano o animal parlante.
Aira anhela un lenguaje llano que transparente los mo-
vimientos estrambóticos de la trama y lo que estos im-
plican en términos de construcción de una poética de la
invención; Mayorga cifra esa extrañeza, al menos —o
sobre todo— en Moscow, Idaho, en la textura de la len-
gua narrativa y de la escritura como ejercicio.
En una entrevista de 2015, Mayorga dijo algo funda-
mental: «hace falta gente que escriba como si estuviera
muerta, que no esté atada a nada». Y enseguida precisa:
«Obvio, estás atado a un montón de cosas, pero hay que
pensarlo en sentido contrario»2. La afirmación es elo-
cuente porque ofrece una imagen precisa: escribir como
si se estuviera muerto es poner en acto el ejercicio del
desapego, imaginar un escenario equivalente a la hoja
en blanco, escribir con el solo presupuesto del trabajo
con la lengua para que, desde ahí, inevitablemente, todo

2. «Esteban Mayorga explora los límites de la literatura», publicado el 10 de sep-


tiembre de 2015 en el diario El Telégrafo. Disponible en: https://www.eltelegra-
fo.com.ec/noticias/cultura/10/esteban-mayorga-explora-los-limites-de-la-es-
critura
Las máquinas extrañas / 93

eso a lo que —muertos o no— estamos atados pueda


emerger sin automatismos ni prejuicios. Lo interesante
de este ejercicio es el modo en que Mayorga le encuen-
tra resolución: el trabajo de la escritura en las periferias
de los propios objetivos y de las metas explícitas en sus
relatos no decanta por el lado de la perfección formal
(esa obsesión pacata por escribir relatos como mecanis-
mos de reloj suizo, que cifra en la argucia técnica una
potencia que no es potencia) sino por el lado de la ex-
perimentación con los límites de todos esos constructos
culturales y sociales de los que ensaya librarse.
Por eso el trabajo con la lengua coloquial es tan rico
y por eso, también, es la lengua de todos los personajes:
Mayorga toma una lengua periférica como es la quite-
ña, con todos sus giros absolutamente identificables en
cierta capa y cierta generación, y la pone en la boca de
mecánicos, profesores o estudiantes de Idaho; es como
si la misma fuerza con la que la narración figura su ca-
pacidad para fagocitar eventos, descomponerlos, di-
latarlos o comprimirlos hasta el desquicio (una forma
material de esto último podría ser el relato que escribe
Fruno para un concurso literario en New York, que se
va comprimiendo literalmente hasta que las letras son
tan pequeñas que la lectura es imposible, gesto humorís-
tico pero también drásticamente material en la medida
94 / Lecturas

en que impone unas condiciones a la vista y unas trabas


tangibles al curso de la lectura3), como si con esa mis-
ma fuerza, digo, el lenguaje amasara todo espacio y todo
personaje para plegarlo a su maquinaria irrefrenable.
No es que el proyecto de Mayorga de escribir como
si estuviera muerto fracase a la luz de la abundancia de
signos locales que pueden encontrarse en sus relatos,
sino que, precisamente, el movimiento que despliega
la narración universaliza esos signos y los convierte en
los referentes centrales de un imaginario que se contie-
ne y se genera a sí mismo... en Idaho. Por eso el tocte,
la máchica o el pinol, Julio Jaramillo o, en un giro aun
más local, la Casa del Amortiguador o la óptica Chacón,
son moneda de cambio en un pueblo en medio de Es-
tados Unidos. Por eso un mecánico del noroeste esta-
dounidense habla como un quiteño enfurecido: «¿Pue-
des creer lo que rebuzna este careverga?»4, le dice en un
momento a su ayudante refiriéndose a D, el protagonista
de la novela o, con una especificidad incluso mayor, asu-
mo que de difícil comprensión para los no iniciados en
nuestra jerga, le suelta a la novia del mismo personaje:
«vendrás para engrasarte»5.

3. Cfr. Vita Frunis, op. cit., pp. 106, 107.


4. Cfr. Moscow, Idaho, op. cit., p. 298.
5. Íbid., p. 152.
Las máquinas extrañas / 95

Del mismo modo, el desborde de la narración des-


centra la historia, le sustrae sus puntos nodales, expe-
rimenta con sus posibilidades de devenir otra cosa.
Por eso, a la anécdota inicial del becario doctoral y
sus aventuras modestas en un pueblo gringo (esa línea
argumental sugiere en principio un relato de lo mínimo,
típicamente moderno, que ausculte las posibilidades
narrativas y estéticas de la quietud y del paisaje indis-
tinto vivido desde el lugar ambiguo de la extranjería) se
le agregan episodios fantásticos y desestabilizadores que
trastornan el horizonte de lo esperable: luchas a muer-
te con lobos, diálogos socráticos con profesores, pe-
leas cuerpo a cuerpo con mecánicos, hambre extrema,
ingesta de venenos, rituales de fuego, internaciones en
el bosque con miras a una vida ermitaña, etcétera. Y tras
la lectura de estos relatos, en especial de Moscow, Idaho,
no queda muy claro a quién pertenece cada aventura:
la proliferación de narradores y personajes que se adue-
ñan de las historias y ponen en crisis la línea argumental
para hacerla estallar, producen un cambio cualitativo en
el conjunto de la narración que, en un punto indeter-
minable, se torna inaprensible. Moscow, Idaho termina
por abandonar al becario en medio de uno más de sus
momentos desgraciados. Para hacerlo, interrumpe
abruptamente su relato, hacia el final, con unos incisos
96 / Lecturas

injustificables desde el punto de vista del verosímil; se


trata de bloques de narración por completo ajenos a la
historia del becario que dejan incluso frases sin termi-
nar y que van ganando el terreno de la narración, in-
tercalándose con la historia principal, hasta desplazarla
totalmente y hacerla desaparecer de la novela:

Ese rato empezó a nevar más y D se quedó satisfecho por-


que fue pariendo el cielo una tormenta, lentamente, como que
el cielo ...—
Otra vez pensó en el lugar que no existe sino como algo
inacabado, lo único posible después de todo, indestructible,
artificial en su imperfección pero, al mismo tiempo, respetable,
único, en formación para siempre y sin terminarse nunca, pero
fecundo, como un montón de cosas escondidas con una prome-
sa intacta que nunca llega a ejecutarse, así como todo esto. Pensó
que ahora sí que no faltaba zanjar nada y se puso a caminar por
el bosque, y cuando se fue se perdió por un escondrijo cuya en-
trada no tenía forma definida:
Caminaba resoplando, buscando un hotel, cuando un indi-
viduo pequeñito se me acercó y me dijo en lengua noruega:
—Joven, usted tiene cara de buscar un hotel [...]6.

Del narrador en tercera persona que corresponde a la


historia de D (un amigo —especie de doble— es el en-
cargado de contarla, con no pocas intrusiones y desvíos)

6. Íbid., p. 341.
Las máquinas extrañas / 97

a un narrador desconocido en primera persona que cor-


ta y deja inconclusa la travesía académica y sentimental
del abandonado protagonista para relatar el modo ab-
surdo en que alguien consigue un pasaje a Noruega, no
hay nada más que esos puntos suspensivos y ese guión.
En efecto, la historia de D se abandona sin reparos y de-
finitivamente para dar paso, en el lugar privilegiado del
final, a un personaje femenino sin nombre que le cuenta
a otro personaje recién venido (y llevado hasta un bar
noruego por un gnomo nórdico) cómo consiguió com-
prar su pasaje a ese país en las alcantarillas subyacentes
al Centro Comercial Caracol en Quito.
Esta derivación de la voz narrativa, que pone en tela
de juicio en clave irónica el constructo del narrador
como sujeto y el de la historia como desarrollo homo-
géneo de acontecimientos derivados de él, dramatiza y
exacerba la imposibilidad de la narración para generar
cualquier tipo de identificación emotiva o afectiva. No
hay, en realidad, posibilidad de identificación, ni siquie-
ra de empatía. D es olvidado por el relato así como cada
uno de sus conflictos es abandonado antes de llegar a
cualquier conclusión: el duelo por la ruptura con la
novia, por ejemplo, que no deja de clausurarse y volver
a empezar hasta el límite de lo sarcástico; o su calidad
como tesista, asunto constantemente ridiculizado, así
98 / Lecturas

como ocurre con cualquier figura de escritor en los


relatos de Mayorga, objeto invariable de banalización,
en las antípodas del heroísmo o la idealización, inmune
a la elegancia, patético por vocación.
Es delicado el límite en el que transitan los relatos
de Esteban Mayorga: en un máximo de sofisticación y
dominio, coquetean con la banalidad; en la puesta en
acto rigurosa de la proliferación como política de la
narración, bordean una forma de silencio, la que es ca-
paz de acallar el escándalo diegético que ellos mismos
produjeron. Máquina extraña la narrativa de Mayorga:
obliga a observar su funcionamiento aceptando, en esa
contemplación y en la agitación que contagia, que nunca
entenderemos del todo las fuerzas que la animan.
El rumor de los otros: El secreto de la luz

Al Doc, a Carmen y a la Ire, porque esta podría ser una de


nuestras discusiones en casa, con Zacapa y hielo

¿Algún día dejaremos de hablar por el otro, de asu-


mir nuestra voz como una necesidad de los otros? ¿Es
deseable semejante silencio, es conveniente? ¿Existe al-
gún modo en que los fantasmas de nuestra cultura, sus
silencios acechantes, lleguen a ser escuchados sin pasar
por el filtro de nuestra lengua mayor? ¿Somos capaces
de mirar a las minoridades de la lengua y de la cultu-
ra suspendiendo nuestro impulso moral a traducirlas, a
esclarecerlas, a reivindicarlas? ¿Es conveniente, insisto,
buscar tal discreción, o terminaríamos siendo cómplices
de una total invisibilización? ¿No existe nada entre la in-
visibilidad y la apropiación de la voz del otro?
Estas preguntas me hizo la película documental El
secreto de luz (2014), de Rafael Barriga y Mayfe Orte-
ga, que recoge fragmentos del archivo de Rolf Blom-
berg (1912-1996), viajero, fotógrafo, documentalista,
dibujante, naturalista y activista sueco enamorado del
100 / Lecturas

Ecuador. El film trabaja exclusivamente con materia-


les de archivo, sobre todo filmaciones y fotografías de
Blomberg, aunque sus dibujos, que fueron sometidos a
delicadas animaciones, ostentan un ligero movimiento.
Dos voces narran las aventuras del sueco por el mundo y
por el Ecuador: la del mismo Blomberg en sus grabacio-
nes, y la de Barriga, director y guionista de la película. Es
un film equilibrado, muy cuidado, el trabajo de archivo
es minucioso y logró ser ordenado de un modo eficiente
desde el punto de vista narrativo. Hay un bello leitmo-
tiv que atraviesa el documental: Blomberg, en blanco y
negro, muestra una hoja lisa, blanca, y dice: «El Ecua-
dor no es así», luego arruga la hoja y, mostrando una
superficie caótica, irregular, escarpada, corrige: «sino así,
arrugado como este papel». Es una imagen simple que al
principio no llama demasiado la atención, pero que con la
insistencia se torna elocuente, incluso emotiva.
El material fotográfico de Blomberg es lo más bello
de todo cuanto se muestra: su mirada, en las fotos, no
es la de un explorador sino la de un esteta; los desen-
cuadres, la abundancia de cielo, la desproporción entre
el paisaje y el sujeto, dan cuenta de una sensibilidad
plástica que se pone en contacto con la materia y se
sobrepone incluso a la mirada colonizante del europeo
en tierras exóticas. En esas fotografías late lo que Benja-
El rumor de los otros: El secreto de la luz / 101

min llamó el «inconsciente óptico»1: extraídas del dis-


curso y la mirada europeos sobre unos grupos humanos
que se quiere reivindicar pero que en esa operación tam-
bién se silencian y se fijan en concentrados semióticos
necesariamente binarios, estancados, las imágenes foto-
gráficas minan los roles y las características típicas de
las personas retratadas (el niño y la mujer indígenas, el
negro pescador, el betunero guayaquileño, el cazador de
la selva, etc.): una fulguración de futuro o de indeter-
minación brilla, inaprensible, ahí, en el paisaje detrás o
sobre los sujetos, en la mirada fija en el objetivo o en la
desproporción entre la vegetación, enorme, y la figura
humana. De hecho, numerosas veces las fotos aparecen

1. «A pesar de toda la habilidad del fotógrafo y de toda la planificación en la


postura de su modelo, el observador se siente irresistiblemente forzado a buscar
en una imagen la chispita minúscula de azar, de aquí y ahora con que la reali-
dad ha requemado, por así decir, su carácter de imagen, a encontrar ese punto
insignificante en que anida, en la esencia de ese minuto hace tanto tiempo pa-
sado, el futuro aún hoy y de un modo tan elocuente que nosotros, con mirada
retrospectiva, podemos descubrirlo. Pues es una naturaleza distinta de la que
le habla al ojo la que le habla a la cámara; distinta ante todo porque, en el lugar
de un espacio entretejido a conciencia por el hombre, aparece uno entretejido
inconscientemente. Si bien es habitual que nos hagamos una idea, por ejemplo,
del andar de la gente aunque sea aproximativo, seguramente no sabemos nada
de su postura en la fracción de segundo del “echar a andar”. Pero la fotografía
con sus recursos —la cámara lenta, el zoom— la revela. Se conocerá lo incons-
ciente óptico recién a través de la fotografía, así como lo inconsciente pulsional
gracias al psicoanálisis». «Pequeña historia de la fotografía», en Walter Benja-
min, Estética de la imagen, Buenos Aires, La Marca Editora, 2015, pp. 87-89.
102 / Lecturas

más «armónicas», más equilibradas desde un punto de


vista tradicional, perspectivístico. Es cuando el zoom out
muestra la verdadera composición de la fotografía que
sus sentidos se reordenan, que se extrañan sus elemen-
tos. Es esta extrañeza, estas líneas de fuga con respecto
al núcleo ordenador, civilizado de Blomberg lo que, a
mi juicio, no fue suficientemente explotado en el film:
en esa corrección, así sea pasajera, de las fotografías del
sueco por medio del encuadre sobre ellas, en la prefe-
rencia por la narración del viaje moral por sobre el viaje
estético, leo una elección que fue la que dinamitó todas
las preguntas (que no son retóricas, por cierto) con que
se inició este texto.
Hay bellísimas imágenes a las que no se les concede el
tiempo suficiente y que podría contraponer a otras, me-
nos potentes, a las que se les permite una respiración más
pausada: pienso en la furia soberana de Dolores Cacuan-
go hablando a los gritos sobre los lugares a los que fue a
defender a su comunidad, con un español imperfecto y
poderoso que se subtitula con correcciones, en los cantos
abstractos de algunos indígenas de la selva, cantos sin pala-
bras y sin versificación, puro sonido de selva, agudo canto
de ave, irrepetible, que podría generar un efecto de hipnosis
o de conmoción de los sentidos si no se lo cortara dema-
siado rápidamente para dar paso a la voz del narrador que
El rumor de los otros: El secreto de la luz / 103

reflexiona en clave moral sobre el racismo ecuatoriano,


sobre nuestra proverbial capacidad para rechazar lo que
nos constituye y que determina todos los modos y com-
portamientos a los que no podemos negarnos porque ni
siquiera estamos conscientes de ellos. Por otra parte, las
escenas de la película Francisco de Guayaquil, de 1968,
entre el documental y la ficción, por ejemplo, gozan de
un espacio mucho más extenso dentro del film y, bien
mirada, su potencia es mucho menor que la que tiene el
registro de las voces inusuales y bellísimas de los indíge-
nas de la selva, aunque no digan nada, que la de Dolores
Cacuango, aunque se le entienda a medias. Francisco de
Guayaquil —o al menos las escenas que vemos— es un
producto convencional de un realismo tardío y más bien
limitado en cuanto a recursos estéticos y, aunque cuenta
una realidad extrema —la de un niño trabajador—, cla-
ramente lo hace para un público sueco, europeo: su aire
de denuncia, aunque haya conocido a fondo esta realidad
y haya tenido la más profunda conexión con ella, como se
evidencia que de hecho fue, es civilizatorio y en esa medi-
da pierde intensidad.
Queda, de todos modos, preguntarse por la idonei-
dad de nuestro espacio social para un ejercicio de la dis-
creción con respecto a la voz-rumor de los otros. ¿Cuál
es el límite entre no hablar por el otro e invisibilizarlo?
104 / Lecturas

¿Cómo hacer para que la devastación cultural y mate-


rial de todas esas personas no se olvide para siempre, sin
por eso privarlos de entidad propia reemplazándolos en
el rol de la enunciación? Abrumador es el registro del
sacerdote católico en la selva, rodeado de las personas
a las que se refiere y de otros de su propio gremio, ex-
plicando a la cámara el mayor «problema» que tienen
los misioneros en esas comunidades: «[...] la gente no
quiere dejar su manera de ser, su antipatía para el tra-
bajo, ellos solamente se dedican a una vida descansada;
con tal de tener un poco de yuca, un poco de cacería,
ellos descansan plácidamente y no tienen esas necesida-
des creadas de la civilización. Una vez que nosotros ha-
yamos infundido en ellos las necesidades esenciales de
la civilización, entonces creemos que ellos se esforzarán
mucho más en su trabajo, en adquirir ese hábito por el
trabajo y el ahorro». Más abrumador aun porque puede
reconocerse, en la dicción torpe del sacerdote, su muy
reciente pertenencia a ese grupo humano al que ahora
pretende colonizar: no hay mayor odio que el que el po-
der ha logrado que sintamos por nosotros mismos. En-
tonces, ¿cómo modular la denuncia de estas violencias,
sobre todo a la luz de sus resultados devastadores, sin
ceder a las tentaciones de la moralidad y de la apropia-
ción, salvándose de reproducir lo que se repudia?
El rumor de los otros: El secreto de la luz / 105

Esas comunidades (la «naturaleza humana» que,


dice el narrador, cautivó la cámara de Blomberg) tienen
un espacio reducido dentro del film aunque sean uno
de sus temas, y esto le resta fuerza al conjunto: por ellos
hablan el viajero sueco, el narrador, el pintor Oswaldo
Guayasamín —cuya denuncia de la miseria de la gente
tiene un tufo de impostación, por decir lo menos— el
escritor Jorge Icaza, quien en un rapto de impudor ego-
tista reclama frente a la cámara que las reformas agrarias
se hayan hecho a raíz de una incorrecta interpretación
de lo que él escribió en su novela Huasipungo, etc. Son
voces que colonizan el silencio del otro, que impiden
que ese silencio llegue a ser escuchado. Si toda lengua es
colonizadora, si toda lengua es la lengua de otro, es vana
la pretensión de dar, en efecto, la voz al otro, el espacio
para escuchar lo que busca callar; sin embargo, y desde
la evidencia de que hay voces que la cultura ha tornado
inaudibles, queda aún un rumor que podría llegarnos.
El rumor de los cantos selváticos o de las miradas de
personas anónimas, sin nombre ni apellido que están o
estuvieron violentados entre la colonización del capital
y la colonización de la cámara bondadosa de Blomberg
y tantos otros. No se trata de repudiar todo contacto
(son bellísimas, por ejemplo, las fotografías del sueco
que unen el mundo pre-moderno con los objetos de la
106 / Lecturas

tecnología occidental, como autos y cámaras fotográ-


ficas, precisamente porque se hacen cargo de que el
contacto ha ocurrido y de que de ese desorden de un
paisaje destinado a desaparecer, lo que hay que rescatar
es precisamente el desajuste, lo que puede tener aún de
bello y de alegre, lo que fulgura un momento antes de
la destrucción y la violencia); se trata de dar un espacio
al sonido que es o va hacia el silencio o que deviene ru-
mor. Las voces indígenas que cortan palabras o cantan
sin ellas no deberían ser completadas o corregidas en el
film, y no simplemente por un moralismo de la igualdad
sino porque en el ejercicio paciente de escuchar esos so-
nidos, su textura más acá del significado, hay más posi-
bilidad de entender aquello de la «diversidad» que en los
discursos de notables criollos o europeos moralizantes.
Y tampoco se trata, vale insistir, de simular un
espacio puro en que no intervenga la voz propia, esa
sería otra impostura, la de la transparencia. Momentos
intensos de El secreto de la luz fueron, para mí, aque-
llos en que Barriga dice Yo: son potentes porque enton-
ces las preguntas que se hace se asumen como propias,
son algo que un sujeto dice sobre sí mismo y no pre-
tende decir por el resto. Reivindica la duda propia y no
se la encaja al otro. Es su voz que se asume individual,
occidental, externa, mestiza, y entonces gana legitimidad
El rumor de los otros: El secreto de la luz / 107

y fuerza, porque lo es y es necesario, también, repensar


el automatismo que hace de esas características la cifra
de lo malvado y de su contrario, es decir, en este caso,
de las comunidades indígenas o nativas de las distintas
regiones de América y del Ecuador, algo esencialmen-
te puro, bueno y armónico. Esa mirada idílica también
silencia las voces heterogéneas de lo que no conocemos,
implica un paternalismo que, como suele ocurrir con las
posturas moralizantes, oculta tras un velo de santurro-
nería unas formas y unos procesos complejos que po-
drían permitir que nos viéramos más en el espejo del
otro en lugar de ocupar ese eterno lugar de etnógrafos
aventureros. Una de esas preguntas que se hace la voz
del narrador sobre los rostros enigmáticos y silenciosos
de los habitantes de la selva y de la sierra, es fundamen-
tal: «¿Tenía que venir el sueco, el gringuito, a decirnos
que una identidad oficial, que una representación única,
es opresiva y tiránica?». La respuesta es, por supuesto,
sí, y aunque el valor estético, histórico y afectivo de este
documental es innegable (uno de los momentos más
bellos del film es el recuerdo de Araceli Gilbert, pintora
abstracta guayaquileña, con las animaciones de sus cua-
dros que son a un tiempo sobrias y emotivas, o la parte
dedicada a las fotografías que Blomberg tomó a sus hijos
tras enviudar, que dejan en la retina el poder de un brillo
108 / Lecturas

sentimental que perfora la imagen y emerge hacia noso-


tros, el punctum en su estado puro), creo que la deuda
que queda pendiente tiene que ver con la reproducción,
en clave benévola, de una mirada y una voz que, sin que-
rer, colonizan: al mermar el espacio de indeterminación
que las fotografías y algunas filmaciones de Blomberg
permitían intuir en los paisajes y los rostros andinos,
costeños o selváticos, más acá de la consabida belleza
natural que los caracteriza, a favor de una narratividad
clásica, evolutiva y moral, el inconsciente óptico que
presiona las imágenes, su capacidad para presentizar un
silencio que no es —que no puede ser— únicamente
un pasado por siempre perdido sino también, y quizá
sobre todo, un contingente de futuro, ese inconsciente
que es la mejor garantía de que los rostros y los gestos y
los espacios conservarán siempre un resto de extrañeza
inmune a la culturización y a la colonización, se ve soca-
vado y eso es una pérdida.
Pero no es una deuda de la película solamente: nos
queda pendiente aprender a escuchar el silencio.
Una comunidad abstracta: hacia el relato heterogéneo

Pero yo no me propongo otra cosa que perseguir la reali-


zación de esa idea, de un movimiento vivo que se realice
fuera de mí y que siga viviendo y moviéndose solo.
Felisberto Hernández, «Tal vez un movimiento»

Es difícil escribir sobre la novela de Salvador Izquier-


do. Es difícil pensar —buscar articular con fines críti-
cos— un relato que pone tan en crisis los presupues-
tos de la narración en nuestro medio de un modo, a la
vez, tan esquivo, tan poco enfático. Los mecanismos de
desintegración de la noción misma de diégesis en Una
comunidad abstracta no tienen que ver con los recur-
sos de las vanguardias ni del arte conceptual (aunque el
narrador sea precisamente un investigador becado estu-
diando cierto tipo de arte conceptual), ni con recursos
que contemporáneos suyos, como Esteban Mayorga por
ejemplo, han utilizado con fines similares (el dinamitado
de la narración por medio de la proliferación incesante
de relatos que no dejan de derivarse y de provocar su
propia reproducción y su propia destrucción). No tienen
110 / Lecturas

que ver con el arte conceptual porque no es precisamen-


te una idea lo que persiguen, la consecución por medio
de la escritura de un concepto preestablecido, por más
conveniente que pueda ser ese concepto en términos de
política literaria, de horizonte cultural o de campo esté-
tico (el cuestionamiento de la narración tradicional, el
derrocamiento de las morales literarias predominantes,
una novedosa forma de volver a la intertextualidad).
¿Cómo hablar sobre una novela animada por una éti-
ca del deseo, del deseo de deslindarse continuamente,
que en ese programa destruye los programas, destruye la
idea de narración, de desarrollo, de anécdota, descom-
pone la figura del sujeto?
El deseo de una comunidad. De una comunidad abs-
tracta: lo que este relato escenifica es justamente, y nada
menos que, un deseo de poner en común unidades de
sentido que en ese movimiento hacia lo otro, en ese rela-
cionarse con otras unidades, desestabilizan y se desesta-
bilizan, se abren, se despejan de límites o los perturban.
Figuran, en definitiva, lo que Jean-Luc Nancy llamaría
una comunidad desobrada.
La noción de comunidad en nuestro medio crítico y
cultural está generalmente asumida de modo tradicio-
nal, es decir en tanto que propiedad o patrimonio de un
conjunto de individuos que comparten lengua, cultura
Una comunidad abstracta: hacia el relato heterogéneo / 111

o territorio; hablar de comunidad suele ser, aún, hablar


de identidad, presuponer un sujeto que la conformaría
junto a otros sujetos, dar por hecho que es la puesta en
común de una esencia o la reunión de sujetos que com-
parten una esencia. Se trataría siempre de algo propio
que se comparte y en esa medida se potencia, se hace
más propio mientras más firmes son los fundamentos
ontológicos que hacen a lo común; una sumatoria de
unidades subjetivas formadas en el plano de lo esencial,
paradójicamente, por los accidentes culturales y territo-
riales que les han tocado en suerte y que, en esa articu-
lación entre la noción inmaterial e invariable de ser y las
variables (que devienen mediante el discurso, también
ellas, de algún modo, eternas, ancestrales, atávicas, ne-
cesarias) de territorialidad, cultura, lengua y prácticas
cotidianas, en esa articulación, pues, forman la comu-
nidad.
El movimiento discreto de la novela de Izquierdo
mina este modo hipersubjetivista de entender la co-
munidad; para este relato, la comunidad se forma en
el escamoteo de la figura del sujeto y, más aun, en la
descomposición del mundo que habita y que lo habita,
en un ejercicio de la derivación que forma una imagen
abstracta, la de una marea tranquila e incesante, sin ori-
gen, que trae consigo a la orilla unos restos, unos retazos
112 / Lecturas

que luego, al ponerse en relación, generan una nueva


imagen del mundo o un nuevo modo de habitarlo. La
comunidad que busca esta novela está todo el tiempo
des-obrándose: ejercitándose en el imperativo de des-
prenderse de sus posibles desarrollos narrativos, en el
impulso de continuar su marcha más acá del concepto,
al ritmo de la sonoridad de las palabras o la arbitrarie-
dad de los recuerdos que esos sonidos convocan, siem-
pre en la medida mínima que pueda concedérsele a la
intrusión del sujeto que aquí no es más que otra forma,
otro fragmento llegado por azar a una orilla silenciosa
del mundo.
Para Jean-Luc Nancy el cuerpo es lo extenso: si el
pienso luego existo cartesiano había designado el Ego o
alma como lo puntual, lo concentrado, el paradigma de
lo inextenso (res cogitans), y esto a su vez como lo cons-
titutivo e inalienable del sujeto (lo que, según Descar-
tes, nos diferencia en tanto que sujetos del mundo y de
sus objetos y, de acuerdo con la brutal tozudez de su
lógica, de los animales no humanos, meras máquinas
vivientes sin conciencia, autómatas, machina anima-
ta), Nancy ha pensado el cuerpo, como condición de
existencia en el mundo, como extensión dispersa (res
extensa) sin la cual el Ego no tiene posibilidad de ma-
nifestación. El ego se manifiesta, pues, en la extensión
Una comunidad abstracta: hacia el relato heterogéneo / 113

del cuerpo, no a través de él, sino «según la extensión


del cuerpo»1:

Para relacionarse consigo misma en todas sus opera-


ciones, la cosa pensante debe separarse de la pura puntualidad.
Debe extenderse. Al extenderse, se desvía de sí —no se divide
verdaderamente, no se corta, sino que se desvía. De este desvío,
debe regresar, volver a ‘sí misma’. Pero esta vuelta pasa por un
afuera. Solamente allí ella podrá constituirse en ‘adentro’ y en
egoidad. El ‘adentro’, desde el comienzo, está formado por el des-
vío-afuera, es propiamente abierto desde afuera2.

Así también, la comunidad en tanto que cuerpo he-


terogéneo, formada y formadora, a su vez, de cuerpos,
no es para Nancy la entidad inmanente y autosuficien-
te, cerrada, que se define como un bien a resguardar o
a perseguir. No es, en definitiva, una obra ni un ser, ni
una fusión de ambos: es un movimiento de des-obra-
miento (désœuvrement), es decir, en la obra, aquello que
se resiste a la naturaleza de la obra, en el ser, su alteri-
dad constitutiva que no puede concentrarse en ningún
sujeto, en ninguna esencia, aquello que escamotea su in-
dividualidad soberana. Para Nancy esta alteridad se da
en el ser juntos, que no es precisamente una relación ni

1. Jean-Luc Nancy, Corpus, Madrid, Arena, 2003, pp. 40, 41.


2. Íbid., p. 10.
114 / Lecturas

un vínculo (ya que esto seguiría implicando unidades


delimitadas e individuales de sentido, es decir sujetos),
sino un deslizamiento, una diéresis, un desvío-afuera,
una apertura hacia la finitud: la comunidad como una
experiencia de los propios límites, de lo otro como lo
constitutivo de lo propio y su inapelable constatación de
una falta3.
La comunidad entonces no es algo que se suma al
sujeto o lo completa, así como el sujeto no se suma a la
comunidad, fortaleciéndola o dándole sentido. La co-
munidad es una falta, una deuda o una carencia, esa es
su naturaleza y de ahí extrae su fuerza como un brillo
oscuro. Si la comunidad inmanente se ve a sí misma a
la vez como un esfuerzo mancomunado y como una
manifestación esencial de algo inmutable y propio, la
comunidad desobrada se entiende a sí misma como
el movimiento de apertura o desvío del Ego hacia
los otros que la constituyen, en un ejercicio constan-
te de desgarradura de los prepuestos subjetivistas. La

3. «En rigor no se trata de “otro” ni de “relación”. Se trata de una diéresis o de


una disección del “sí” que precede toda relación a lo otro tanto como toda iden-
tidad del sí. En esta diéresis, el otro es ya el mismo, pero este “ser” no es una
confusión, y menos aún una fusión: es el ser-otro del sí en tanto que ni “sí”, ni
“otro”, ni ninguna relación de ambos puede serles dada como origen». Jean-Luc
Nancy, La comunidad desobrada, Madrid, Arena, 2001, p. 7.
Una comunidad abstracta: hacia el relato heterogéneo / 115

communitas, para decirlo con Roberto Esposito, ejer-


ce sobre el sujeto un vaciamiento de lo propio, de esa
propiedad metafísica y dada por hecho que es la sub-
jetividad.
El breve excurso teórico busca hacer(me) más claro
el modo ambiguo en que una comunidad emerge de la
narración heterogénea de Una comunidad abstracta: hay
un narrador excesivamente discreto, quizá incluso lige-
ramente fóbico, que no dice de sí mismo más que el mo-
vimiento que lo lleva a transcribir algunos pasajes que
él mismo ha traducido. Es un artista que investiga sobre
arte conceptual en Vancouver. Traduce textos. Tuvo un
hijo a los veinticuatro años. Un turista alojado en su casa
le perdió a su perro Fito, a quien nunca encontró. Esta
novela no se sostiene en datos, anécdotas, hechos. Se
sostiene en un movimiento de desprendimiento; la sub-
jetividad del narrador no está oculta sino diseminada, y
se va desagregando de cada cita, de cada asociación, de
cada repetición: ahí brilla con intermitencia, haciendo
más patente su propia ausencia con cada aparición, la
subjetividad trizada del narrador.

Fitzgerald, a propósito, tenía 25 años de edad cuando nació


su hija Frances. Zelda, la madre, tenía 21.

Robert Rauschenberg, la misma edad cuando nació su hijo,


Cristopher.
116 / Lecturas

Y David Bowie, 24 cuando nació su hijo, Duncan.

Como Dylan, que también tenía 24, cuando nació su hijo,


Jesse.

Lo menciono porque, guardando distancias, yo también


tuve un hijo a los 24 años.

Sarah Dylan, en cambio, tenía 26 cuando nació su hijo Jesse,


pero ella ya era madre de una niña de cinco años cuando se casó
con Bob.

Y no había nacido Sarah sino Shirley. Además, después se


divorció de Dylan.

Hecho que ha quedado subrayado por el disco Blood on the


Tracks, que ventila algunos de estos temas, llegado a ser conside-
rado una obra «terapéutica».

En su artículo sobre Schwarzkogler, Watson señala una rela-


ción entre la obra del austríaco y el culto a Asclepios, el dios mé-
dico de la antigüedad Corintia, cuyo residuo llega hasta nuestros
días en la imagen de la serpiente envolviendo un cenáculo que
vemos en ambulancias y a la entrada de hospitales4.

Citar esta novela sería un trabajo para Pierre Menard:


habría que transcribirla entera; el movimiento en que
cada pequeño párrafo se deriva del anterior tiene este

4. Salvador Izquierdo, Una comunidad abstracta, Guayaquil, Cadáver exquisito,


2015, pp. 49, 50.
Una comunidad abstracta: hacia el relato heterogéneo / 117

ritmo incesante, modesto, y está guiado por una lógica


heterogénea, reacia a la clasificación. Hay, sin duda, un
pulso sentimental en el relato, pero ese pulso se sustrae a
la configuración de un personaje orgánico, al retrato de
un sujeto que guarde, tras sus palabras, el consuelo de
la identidad. El narrador es estas formas fragmentarias,
es únicamente su manifestación esporádica; no se trata
de una tentativa de supresión del sujeto tal como la en-
sayara, por ejemplo, el nouveau roman francés: no está
tan presente la voluntad en Una comunidad abstracta.
Se trata más bien de una proximidad con el mundo, una
apertura hacia el exterior, un desobramiento de la indi-
vidualidad, una suspensión de la voluntad antes que una
aplicación de ella en suprimirse a sí misma; es sobre todo
un movimiento y no un concepto. Como el narrador pa-
ranoico de «Tal vez un movimiento», el relato de Felis-
berto Hernández, el artista/investigador de esta novela
quiere ver moverse una idea de fuera de sí, esa idea es el
movimiento y debe permanecer, siempre, también, en
movimiento, para que todo, «lo de adentro y lo de afuera
sea una misma cosa, que sea el movimiento de una idea
mientras se hace»5; que lo que anime el movimiento sea
solo el movimiento y no el concepto (como ocurriría si

5. Felisberto Hernández, «Tal vez un movimiento», en Obras completas, Méxi-


co, Siglo XXI, 2000, p. 131.
118 / Lecturas

aquí el programa fuera el de la supresión total del suje-


to-narrador), para que, como dice ese loco pacífico del
relato de Felisberto, no se detenga, porque entonces «se
muere la idea y viene el pensamiento vestido de negro a
hacerle un cajón a medida con agarraderas doradas»6.
Creo que el gran mérito de Una comunidad abstracta
no es venir a presentar una forma narrativa inédita en
nuestro medio; ese es sobre todo, y aunque se agrade-
ce, un dato lateral, perteneciente al ámbito del campo
cultural y estético. Lo que me conmueve de esta nove-
la tiene que ver con la discreción con que se ejecuta el
vaciamiento del sujeto, esa forma de poner en acto el mo-
vimiento que lo aleja, de presentizar su ausencia, para que
brille en la ambigüedad del gesto y, en consecuencia, se
manifieste en su modo esquivo de formar comunidad.
Recuerdo ahora lo que escribió Agamben sobre el autor
como gesto, esa aparición inasible que en su estarse yendo
todo el tiempo cifra su potencia. Una identidad minada,
que falla en ser idéntica a sí misma, múltiple, ajena, ínti-
ma en la medida en que figura, según la justa fórmula de
Alberto Giordano, «algo propio, porque intransferible, pero
también impersonal, íntimamente extraño»7. La naturaleza

6. Íbid.
7. Alberto Giordano, El giro autobiográjico de la literatura argentina actual, Bue-
nos Aires, Mansalva, 2008, p. 52.
Una comunidad abstracta: hacia el relato heterogéneo / 119

del autor/ narrador en Una comunidad abstracta se mues-


tra en su gesto de permanecer por siempre intermitente:
«Si llamamos gesto a aquello que permanece inexpresado
en todo acto de expresión —dice Agamben—, podremos
decir, entonces, que exactamente igual que el infame, el
autor está presente en el texto solamente en un gesto, que
hace posible la expresión en la medida misma en que ins-
taura en ella un vacío central»8. Ese vacío central no es
tanto la desaparición del sujeto, sino la conformación de
un espacio en el cual esa desaparición devenga singular.
Aquí la pregunta que Agamben le hace a Foucault (y que
se hace a sí mismo) es fundamental: «¿Pero de qué modo
una ausencia puede ser singular? ¿Y qué significa, para un
individuo, ocupar el lugar de un muerto, asentar las pro-
pias huellas en un lugar vacío?»9.
Supongo que cada texto en el que la figura del autor,
o del sujeto, exhiba el gesto de un continuo alejamiento
—esa capacidad extraña de renegar de las contundencias
psicologistas de las morales literarias— tiene un modo de
responder a esa pregunta. En Una comunidad abstracta, la
voz del narrador/autor se pone en juego sin darse, sin ex-
presarse: la fulguración de su presencia y de sus interven-

8. Giorgio Agamben, «El autor como gesto», en Profanaciones, Buenos Aires,


Adriana Hidalgo, 2005, p. 87.
9. Íbid., p. 85.
120 / Lecturas

ciones responde a una ética particular, la del destello de


una subjetividad que no ha desaparecido, pero está des-
apareciendo continuamente, siempre en el límite que la
conduce al silencio permitiéndole sin embargo, aún, de-
cirlo. Que el estatuto lábil del narrador no es un esfuerzo
programático, un mandato moral con fines disruptivos,
lo demuestra la intrusión, hacia el final, de lo que parece
cifrar, desde un fondo muy discreto, el ritmo de la narra-
ción, o al menos de lo que quizá la presiona para sostener
su movimiento: el extravío del perro Fito. Este dato do-
méstico (banal dirán algunos, yo no, de ninguna manera)
constituye el momento en que con mayor contundencia
el narrador se muestra y esboza algo parecido a una mo-
tivación:

[Piero] Manzoni murió a los 29 años por complicaciones de


orden hepático.

El mismo libro dice que Gino de Dominicis, otro artista ita-


liano, dejó escrito en su testamento que ninguna imagen de su
obra podía ser reproducida.

Se cree, además, que fingió su muerte en 1998.

A una de sus exhibiciones, en los setentas, solo se permitió


el ingreso a perros.

Las menciones pasajeras, pero recurrentes, a perros que


se han dado en diferentes lugares de este texto quizás estén
Una comunidad abstracta: hacia el relato heterogéneo / 121

relacionadas a lo que ocurrió con el perro Fito y cómo se perdió


para siempre.

Tal vez he guardado este malestar adentro mío durante mu-


cho tiempo.

[...]

El Fito era un cocker-spaniel.

El mochilero lo había llevado al recientemente inaugurado


teleférico que quedaba al pie de una montaña. Los guardias le
habían dicho que no se permitía el ingreso a perros y que ha-
bía una oficina abandonada muy cerca de la entrada donde la
mascota estaría a salvo, mientras él, el joven mochilero, subía y
bajaba en el teleférico.

Pero justo ese día llegó alguien y abrió la puerta de la oficina


abandonada. El perro Fito, que era nervioso y escurridizo por
naturaleza, echó a correr sin mirar atrás.

En uno de sus cuadernos Schwarzkogler escribió en mayús-


culas: «El principio que guía la vida monástica es no desperdi-
ciar nada».

Una puerta que se abre, por ejemplo.10

Más adelante, cuando narre los mecanismos previsi-


bles de búsqueda del perro (pegar carteles, buscar en in-

10. Salvador Izquierdo, op. cit., pp. 67-69.


122 / Lecturas

mediaciones, hablar con la gente) y su fracaso, intercalará


párrafos del relato de F. Scott Fitzgerald de su propia crisis
nerviosa, de su depresión, del paso horrorosamente lento
de los días en aquella época. Es inusual que en Una comu-
nidad abstracta la recurrencia de las citas arme un relato
más o menos lineal e identificable; como dije antes, el pul-
so de la narración tiene otra operatividad. Sin embargo,
en las páginas finales, una vez que se ha narrado el episo-
dio doloroso del perro perdido, una vez que se ha consig-
nado —por única vez en toda la novela— esa especie de
corriente subyacente al relato, la distribución de las citas
se inclina hacia ese núcleo lacerante, como empujada por
un afecto silencioso pero intenso:

La imagen más fuerte que me acompaña de esos días tristes,


es una de mí mismo, metido en una quebrada inmunda, dando
pasos lentos entre la maleza y la basura, gritando su nombre, re-
gresando a ver a todas partes, en un día de sol canicular.

En ese momento pensaba que quizás el Fito oiría mi llama-


do pero ahora me doy cuenta que buscarle ahí no tenía ningún
sentido. Los gritos no iban a ninguna parte y sin embargo, en mi
mente, siguen siendo visibles.

Nunca lo encontré.

Nunca encontré a mi perro Fito.

Escribo estos parrafitos, en vez. Para Fito.


Una comunidad abstracta: hacia el relato heterogéneo / 123

Coloco el letrero de Cave Canem sobre mi puerta.

Nervioso y escurridizo.

Los perros se parecen a sus dueños.

Esto es lo que se puede decir de mí.

Y no continúo porque «cuando la trama empieza a ser ela-


borada, el aburrimiento se asienta», como dijo Francis Bacon.

Alguien abrió la puerta y el Fito echó a correr, sin mirar


atrás.

No desperdició la oportunidad, y ahora nos buscamos para


siempre sin escucharnos. Una puerta nos separa. El silencio está
lleno de puertas11.

En estos fragmentos sobre Fito resuenan ecos de otros


fragmentos que vuelven como ramalazos a la luz del sen-
tido doliente que les dan las imágenes relacionadas con la
pérdida del perro. Antes leímos algo del Cave Canem12,
de las ideas de Bacon sobre la supresión del relato en sus

11. Salvador Izquierdo, op. cit., pp. 91, 92.


12. «[...] Picasso dijo: ‘Me gustaría ser un perro’. / En otro espacio, Francis Scott
Fitzgerald habla acerca de tener el rótulo Cave Canem ‘colgando permanente-
mente justo encima de mi puerta’ / Esto no está dentro de una de sus novelas
sino en The crack-up, el relato autobiográfico de su crisis nerviosa». Íbid., pp.
44, 45.
124 / Lecturas

cuadros, de no desperdiciar oportunidades («el principio


que guía la vida monástica»), algo sobre el silencio y sus
puertas, sobre las puertas que se abren, sobre regresar (o
no) a ver13. No es que el peso que ejerce la historia del
perro resignifique todo lo anterior para darle un sentido
inteligible a la narración, es más bien que el relato de esa
pérdida ilumina de otra manera una forma heterogénea
de contar los afectos, de hacer duelo, de deshacerse en el
movimiento sereno en que el relato se despliega. Es la for-
ma en que puede figurarse aquí la comunidad: una aper-
tura radical a los otros, aunque estén muertos, aunque
estén perdidos, juntos de nuevo por un momento, lo que
dura el encuentro fugaz en una dimensión de palabras y
fragmentos, la contigüidad que el ejercicio de la asocia-
ción y la traducción como trastorno y reordenamiento

13. El narrador viene traduciendo un relato hecho por Elizabeth Bishop sobre
la primera vez que escuchó a su amiga Marianne Moore leer su poesía, en un
recital en Manhattan junto a William Carlos Williams y sobre cómo solían ir
juntas al cine, lo que deriva en otra reflexión sobre las preferencias de Moore en
cine, de sus amigos cineastas y de una película que ellos habían hecho: Lot en
Sodoma. Eso a su vez lleva a la cuestión de regresar a ver: «Ahora que lo pienso,
la famosa frase de la mujer de Lot puede tener orígenes mucho más remotos
que el del Viejo Testamento», y el relato deriva hacia Orfeo, hacia Perseo, y re-
cuerda otro fragmento, bastante anterior, en que el narrador se plantea la am-
bigüedad de la expresión «Don’t look back», que puede querer decir, de hecho,
«no regreses a ver» (que es también, por otra parte, el pie de foto de la p. 66) en
tanto acción, o «no mires atrás», como recomendación abstracta concerniente
al pasado. Ver Salvador Izquierdo, op. cit., p. 65.
Una comunidad abstracta: hacia el relato heterogéneo / 125

de un paisaje textual posibilitaron. Propiciar el encuentro


saliendo al exterior, único modo posible de reimaginar las
condiciones de su despliegue. No es, entonces, en vista de
la relevancia dada por el texto al episodio de Fito, que un
sujeto (biográfico o no) emerja prístino de un relato que
parecía esquivarlo: la aparición de esta forma del Yo vuel-
ve a descomponerse inmediatamente, vuelve a disolverse
en la corriente obstinada del relato.
Y sin embargo, no daría lo mismo si el relato del perro
Fito no estuviera, o si no tuviera la importancia que tiene
en la novela. Es el modo que tiene el sujeto de encontrarse
con (y en) el lenguaje y la escritura, de ponerse en juego
en el relato del que es parte, irremediablemente, pero al
que se resiste como se resiste toda experiencia a ser fijada
por las palabras. Es el brillo que emana del momento en
que el narrador se pone verdaderamente en juego en su
escritura, y al mismo tiempo, da prueba de su irreducti-
bilidad a ella: en esa fulguración que no deja de advenir
y desaparecer, se muestra y se oculta el único sujeto ca-
paz de habitar este relato heterogéneo, esta forma de vivir.
Todo lo demás, diría Agamben, «es psicología, y en nin-
guna parte en la psicología encontramos algo así como un
sujeto ético, una forma de vida»14.

14. Giorgio Agamben, op. cit., p. 94.


Paisajes

La desaparición de Guayaquil

GUAYAQUIL

Si salimos de El coleccionista tomadas de las manos, camina-


mos por Loja tomadas de las manos y pasan los autos y las caras
de los hombres pasan y las palomas cagan y los niños ladran,
si seguimos caminando, subimos el paso a desnivel, nos gritan
con efecto doppler: «locas y lesbianas», rodeamos el cementerio
y con la otra mano, la que no tomas, saludo alegre a mis abuelas
Vicenta y Clara,
si seguimos caminando, tomadas de las manos, tu cuerpo se
acerca al mío y me besas en el cuello porque vamos rápido y no
alcanzo a poner mi lengua entre tus labios,
si seguimos caminando, tomadas de las manos, vemos Solca,
bajas la cabeza, yo también la bajo, pero te sonrío para que
sonrías y me trago de un suspiro tres mariposas blancas,
si seguimos caminando, llegamos al aeropuerto, levanto una
valla con la fuerza brutal de mariposas, nos introducimos en la
pista y empezamos a bailar porque desde el altavoz de un carro
de bomberos suena, de bowie, let’s dance,
si seguimos bailando y seguimos bailando y seguimos bailando,
tú con tus zapatos rojos y yo con mi blusa a rayas, se detiene un
avión y atrás otro y otro y otro,
de pronto, cuando los pacos amenazan con sus pistolas y sus
128 / Lecturas

balas, nos convertimos en personas de papel que el viento le-


vanta, mi mano ya no puede sostenerte, y miro con mis nuevos
ojos cómo te alejas, cómo el viento que nos salvó ahora te aleja
y te deposita en el río y te mojas toda y te desintegras,
si sigo volando, me inserto en una nube y la hago llorar y la ciu-
dad se moja y se desbarata, ya para qué Guayaquil. Si te tragó su
río, ya para qué Guayaquil

(María Auxiliadora Balladares1, «Guayaquil», en Guayaquil,


Premio Pichincha de Poesía 2017, publicado por el Gobierno
Autónomo de la Provincia de Pichincha, 2019)

La ciudad que se recorre aquí y ahora en una placi-


dez provocada por el amor —que es pura agitación—
pasa ligera bajo los pies de las amantes. Esa luz que adi-
vinamos límpida sobre las cabezas y sobre los cuerpos
deseosos, sobre las manos expectantes, ilumina también
al impertinente y al policía, al Cementerio General, a sus
muertos y a sus cenotafios. La mirada se eleva sobre el
paso a desnivel y queda entonces a la altura de ese ce-
menterio sobre el cerro, verde y blanco como mirando,
alegre también, quizá, a las amantes en su vuelo de pá-
jaro obsceno o de mariposa blanca. El paisaje es de un

1. María Auxiliadora Balladares (Guayaquil, 1980). Ha publicado el libro de cuen-


tos Las vergüenzas, Quito, Antropófago, 2013; el ensayo Todos creados en un abrir y
cerrar de ojos. El claroscuro en la obra poética de Blanca Varela, Quito, Centro de Pu-
blicaciones de la PUCE, 2015; y los poemarios Animal (2017) y Guayaquil ,2019).
Paisajes / 129

urbanismo en trance de descomposición: la gris urbe


guayaquileña interrumpida por tres mariposas blancas
y el verde alegre del cementerio que se derrama sobre el
paso a desnivel, el aeropuerto en el que suena Bowie y el
río con su fiesta pantanosa de limo y microplantas ver-
dosas que flotan y hieden. Quienes conozcan Guayaquil
pueden hacer mentalmente el recorrido de las amantes
aunque no necesariamente experimentar la ligereza de
sus acciones.
En GUAYAQUIL todo transita raudo, como si fuera
la ciudad la que se mueve bajo los pies de las mujeres,
el espacio convertido en efecto de realidad para un re-
corrido sentimental. El condicional («Si salimos de El
coleccionista [...]», «si seguimos caminando [...]», «si
seguimos bailando y seguimos bailando [...]», etc.) no
hace más que agregar realidad a una expresión de deseo;
como si conspirara contra su naturaleza contingente, esa
forma sintáctica hace presente —no representa— un
encuentro amoroso que se confunde con el paisaje que
lo presencia porque es el indicio de lo único verdadera-
mente constitutivo del discurso amoroso: si para Bar-
thes la ausencia es el motor de la experiencia del amor,
el condicional en GUAYAQUIL dice exactamente eso: si
todo esto pasara, igual te perdería. Y, entonces, la pre-
gunta desanimada (tan desanimada que no se molesta
130 / Lecturas

en entonar la interrogación) cobra otro sentido: del pre-


sente continuo y móvil de todo el inicio, en que la ima-
gen del paseo de la mano es escenario de esas fulgura-
ciones de alegría, a la constatación de pérdida de la que
la ciudad es testigo y parte: «ya para qué Guayaquil».
La amada se desintegra en el río (pero estuvo siempre
en un límite de la presencia, como las mariposas blancas
que vigorizan la voz poética) y la amante se desintegra
en las nubes, a las que hace llorar: amor líquido que no
es el de las consignas sociológicas de moda (esas que de-
cretan la desaparición de la experiencia según un par de
constataciones generales) sino que pone en acto un mo-
vimiento que fluye: en el amor la presencia, el presente
del goce, habrá sido ya siempre pérdida, porque la cris-
pación del enamorado solo puede existir en el instan-
te huidizo de la desaparición de su objeto de deseo, en
el continuo alejarse del amado, que nunca se consuma
pero no deja de ocurrir. Ya para qué Guayaquil, dice ella.
Podríamos contestarle: para no dejar de experimentar la
intensidad de esa fulguración prodigiosa, aunque fugaz,
del amor cuando deviene instante perturbador, eterna
vuelta, partida sin fin.
Paisajes / 131

La larga herida

Bajo a La Marín por la calle Chile, uno de los recorridos más


feos del mundo a esperar el bus de regreso y todo, solo para hacer lo
mismo al día siguiente: el hartazgo como una hamaca en la garganta
del gallo más méndigo del alba. Aquí, donde el corazón es un motel
de termitas y alacranes badeas andinos, aquí, donde fulgen muertas
las calles en la capital más andina del planeta y son tan vivos los ce-
menterios el domingo a las 6 de la tarde: eso es Quito. Y es domingo.
Y llueve. Y veo la niebla cabecear en las ramas secas.

(Andrés Villalba Becdach2, «Adictos al acorazamiento andi-


no», en No mueras joven, todavía queda gente a quien decepcionar)

El rostro del desánimo en la poesía de Andrés Vi-


llalba: aquí todo ya ocurrió, el presente es un extenso
paisaje devastado, un territorio brumoso en el que casi
nada se mueve porque todo ha sido destruido. Quizá
solo la niebla que cabecea sobre ramas muertas, algún
perro ciego que ronda, un caballo hace mucho perdido,
salvan a estos espacios de convertirse en instantáneas
por siempre detenidas. La voz de estos poemas, rondan-

2. Andrés Villalba Becdach (Quito, 1981). Ha publicado Cuaderno Zero, Quito, Es-
keletra, 2010; Luigi Stornaiolo: el arte de la digresión, Quito, Gescultura, 2010; Obsce-
nidad del vencido, Ciudad de Guatemala, Catafixia, 2010; Menos que cero, México,
Honda Nómada, 2011; Muñones, Quito, Eskeletra, 2011; De los acorralados es el reino,
Quito, Murcielagario Cartonera, 2014; Soterramiento, Quito, Ruido Blanco, 2014 y
No mueras joven, todavía queda gente a quien decepcionar, Arica, Cinosargo, 2015.
132 / Lecturas

do en todo momento un límite del dolor, se mira en el


espejo del infortunio para lanzar una carcajada excesiva,
a veces grotesca. Actúa como quien ya no tiene nada que
perder. Es dura, durísima consigo misma: «Qué tristeza
dármelas de payasito con todos: sangran el esfínter de
tanto reír, pero soy incapaz de sacar una sonrisa a la per-
sona con quien vivo, duro, duermo y muero, solo avivo
su mohín y desprecio. ¿Por qué le tengo tanto miedo?».
Entre lo prosaico y el desarreglo de esa continuidad
que la prosa presupone, la imagen devastada de una co-
tidianidad rota, trizada, irreversiblemente estropeada,
que se forma de pocos elementos con la destreza pro-
vista por un dolor agudo y continuado, una certeza lace-
rante de fracaso:

Queda seguir de tozudo con este tráfico ilícito de páginas gas-


tando tinta, llenarnos de arrugas hasta desempolvar el puñal, hun-
dirlo en todo eso que fuimos cuando los pájaros sufrían castrados
en nuestras manos. Y otra vez la lluvia de Quito a las 6 de la tarde,
las moscas de granito, el trapeador en la cabeza, la tristeza, el brillo
del cepillo de dientes que me regalaste, todas las puertas que rom-
pimos porque siempre perdimos las llaves. El terraplén. Y el camal
donde conseguí trabajo solo para aprender a llorar.

«Queda»: el verbo como índice de devastación; tras el


paso destructor de la desgracia (desgracia modesta pero
definitiva, de la que no hay vuelta: la asfixia de la ciudad,
Paisajes / 133

la escasez material, el fracaso amoroso, el destino doliente


de la genealogía que precede y que, fatalmente, ya encon-
tró su línea de continuidad) para el sujeto de este universo
poético no hay más que un paisaje (al que es adicto), un
movimiento en línea recta, seguir en el derroche de tinta,
en el recorrido diario, en la constatación del (auto) des-
precio; perseverar en los automatismos y en las heridas
auto infligidas como los recursos últimos para sentir la
textura del mundo. Hurgar en la herida para profundi-
zarla porque cuando deje de sentirse todo estará perdido;
hurgar en ella para que aún el dolor haga patente la vida.
El paisaje doloroso que elabora Villalba (su humor
es, quizá, una de las formas más crispadas y descoloca-
das de la agonía) tiene la calidad ambigua de lo que ya no
está expuesto a la contingencia (pues todo ha ocurrido
ya) y permanece pese a todo: como si hubiera inventado
la ciudad que vive su propia muerte como eternidad ite-
rativa, que vive el purgatorio que es saber que la restitu-
ción de la falta es imposible y también lo es el reposo de
la inconsciencia. La bruma y la lluvia caen sobre Quito
que se obstina en extender la hora de su crepúsculo para
que no existan el día ni la noche, y ahí, en ese espacio
sin contrastes, en ese limbo de luz imprecisa hecho solo
de distancia con respecto a todo lo querido, unos pocos
entes que deambulan desorientados, acumulando capas
134 / Lecturas

de desánimo: «has vuelto caballito / no me sigas / no


seas tozudo // yo también estoy perdido».

El páramo perdido

¿Plagié ideas? Por supuesto, siempre estuve atrás de todo,


siempre hice de la timidez la mejor —y más condensada— for-
ma de mi elocuencia. Otros tuvieron —o tienen— más carácter:
como decía Goethe: carácter es destino. O quizás, solo quizás,
más pólvora en sus sueños para ver lo invisible. Pero aquí solo
comienza el modo en que ciertos carros de tracción destruyen
las huellas de un páramo espléndido (y densamente marcado
por lagunas nocturnas donde pesqué dormido y despierto).
Esos páramos —sin un contorno que pueda precisar, aparte de
algunas fotografías desvaídas— son lo único que, en realidad,
alguna vez yo tuve. En la última visita me acompañó Silvana a
mirar los huesos de una floresta que todavía existe. Antes, en este
aeropuerto, había una meseta donde los búhos se enterraban y
humedecían su alma en los ojos de agua que hoy los arroyos
abandonan. Desde ahora lo que resta son los aviones que cruzan
entre un verano y otro. Algo sencillo y doloroso está finalmente
reunido. La madre tierra está cumplida e imposible. Espero mi
estación incompleta, algún lugar perdido.

(Juan José Rodinás3, fragmento de «El agua que sube hacia el


último páramo», epílogo a Los páramos inversos. Poesía 2000-2012)

3. Juan José Rodinás (seudónimo de Juan José Rodríguez, Ambato, 1979). Ha pu-
blicado Los rastros (Quito, Libresa, 2006), Viaje a la mansedumbre (Barcelona, La
Paisajes / 135

Hay algo profundamente indeciso en el paisaje de


los páramos inversos que vuelven obstinados en este
epílogo. La imagen del título del libro es elocuente en la
misma medida en que es discreta: la subversión de una
planicie yerma hace aparecer su densa indiferencia, su
similitud con el cielo gris, como si un desorden radical
de lo visible (la inversión de un páramo) generara un
cambio apenas posible de percibir, una extrañeza en la
línea del horizonte, un movimiento de nube donde de-
bieran ondear los pajonales. Los aviones también vuelan
aquí en la terrosidad gris y amarilla de un cielo inverso.
La poesía de Rodinás viene poniéndose a prueba a
sí misma casi desde el comienzo: cada libro como un
entramado imposible de rasgar. Conmueve este epílo-
go porque, sin renunciar a la potente imprecisión de las
imágenes, ese modo de no dejar de acudir a las formas
de lo real sin ceder a sus contornos, sin olvidar que lo
que se muestra, prístino, ante los ojos, es siempre lo más
extraño, el ritmo en este texto en prosa se entrega a un
mínimo de narratividad que en general, en cada libro, se

garúa, 2009), Barrrido de campo (Arequipa, Cascahuesos, 2010), Cromosoma, (San-


tiago de Chile, Fuga, 2011), Estereozen (Lima, Perú Tambo, 2012) y Anhedonia (Po-
payán, Gamar, 2013). Los páramos inversos (Popayán, Gamar, 2014), es un volumen
recopilatorio de su poesía desde el año 2000. Posteriormente ha pubicado Kurdis-
tán (Juliaca, Hijos de la lluvia, 2016), Cuaderno de Yorkshire (Valencia, Pre-Textos,
2018), Yaraví para cantar bajo los cielos del norte (Casa de Las Américas, 2019).
136 / Lecturas

nos niega. Esa intrusión —quizá sea solo la sintaxis que


admite la prosa— deja fluir una nueva imaginería basa-
da en objetos conocidos para los lectores de Rodinás: el
avión y el marco vuelven como siempre pero su calidad
es ligeramente distinta, el agua (que ya no es magen-
ta sino gris, con una luminosidad de cielo invernal) es
laguna donde se pesca despierto y dormido.
Aunque es cierto que la poesía de Rodinás es pro-
fundamente reflexiva, en este epílogo encuentro otra
torsión valiosa: el pensamiento abandona finalmente al
trabajo de la escritura y vuelve al sujeto. Ahí, en la den-
sidad de niebla de un verano que viaja hacia otro, en la
extrañeza de un páramo invertido, algo así como un su-
jeto aparece, tímido, elocuente, perdido, minado. Pasea
insomne o en sueños por un paisaje que no entiende,
restos de meseta ahora transitada de aviones. «El avión
brilla: es un elemento del paisaje tras los ventanales.
Hay mucha gente en el aeropuerto. Burócratas, niños
que gritan. Los vuelos están muy retrasados. Me gusta-
ría que alguien soñase mi alma —ahora— como una
flor naranja en la ventisca. Un paraje suspendido de un
molinete roto». Así se sueña la voz de este poema, so-
ñado por otro en forma de flor. La ventisca introduce la
imagen del páramo, y con ella la soledad de esos parajes
y la tristeza de su vegetación chata, soledad anacróni-
Paisajes / 137

ca en algo tan concreto como un molinete roto de tanto


uso (otra vez la multitud).
Más tarde aparece en «alguna parte de este sueño de
lluvia mesurada sobre el retrovisor de un automóvil en
marcha»; la mezcla de lo más elemental con objetos de
una modernidad escéptica son marca, insisto, de gran
parte de la poesía de Rodinás. Y sin embargo, insisto
también, estas dos páginas últimas, su tono entre narra-
tivo y reflexivo que esquiva de algún modo los automa-
tismos de la linealidad, con la sutileza de una irrevocable
imprecisión del significado, le dan una última vuelta a
esa contigüidad sin binarismo. Si antes sobre ese aero-
puerto lleno de gente y de aviones que brillan había una
meseta donde búhos mojaban su alma, la inversión que
opera el texto, esa suspensión del paisaje, la potencia de
sus imágenes imprecisas, esa calidad inaprensible de sus
sintagmas, introducen nuevamente la extrañeza en un
escenario demasiado habitual. Ya no es el páramo pero
sigue siéndolo: tras los aviones (objetos flotantes), un
instante de duda, como cuando un vuelo de demasia-
das horas nos entrega a un cansancio levemente aluci-
natorio y miramos por la ventanilla sin entender dónde
estamos ni dónde estuvo alguna vez el hogar, esa duda
fundamental, ese miedo que se arrastra desde la infancia
para perturbar las certezas del presente. La textura de
138 / Lecturas

este epílogo conserva la rareza de esos sueños de vigilia:


ahí no somos nada, y divagamos sin fin en la suspensión
de un paisaje arrasado donde animales silenciosos com-
parten con nosotros la extrañeza de vivir.
Mínimas (Excurso)

racimos de mundos dados, dentro de uno,


más arduo que no se da.
Juan José Saer
El año del Ajicero

Pocas cosas han desaparecido tan radicalmente del


mundo como el Ajicero tal como yo lo conocí. Digo el
Ajicero pero hablo por metonimia: el fondo del Ajicero,
la casa de Santiago, que era a su vez apenas eso, el fon-
do de una antigua casa quiteña, cuyo frente era, pues, el
Ajicero, una fonda de almuerzos baratos y cervezas aun
más baratas. En las habitaciones laterales de esa caso-
na crecía sin pausa un aleph de muebles viejos, trastos,
herramientas, libros, documentos, fotografías, discos de
vinilo, cuadros, fotos y retratos de Velasco Ibarra. En
una de las habitaciones cercanas a la entrada del garaje,
justo al lado de la fonda, moraban los abuelos de San-
tiago, presencias centenarias, indulgentes y ajenas que
administraban el lugar. Todo el centro del predio, cua-
drado o rectangular, era un patio mustio; en las ranuras
del cemento que cubría el suelo crecían malezas tímidas,
incapaces de la menor invasión. Recuerdo unos colum-
pios oxidados, abandonados, y un rectángulo más peque-
ño, tal vez mallado, donde sí proliferaba la vida vegetal,
impetuosa a pesar del cerco, desordenada, autosustentada.
142 / Mínimas (Excurso)

Lo que venía a ser propiamente la casa de Santiago


era un mosaico sin sistema, el opuesto complementario
a todo lo que tenía frente a sí. Ahí también proliferaban
cosas, personas, animales y plantas. Unos pocos meses
después de que hiciéramos de ese lugar nuestro centro
de operaciones, era difícil distinguir las estrambóticas
decisiones ornamentales de Santiago o de los que vivía-
mos gran parte de nuestros días ahí del puro y llano des-
orden mugroso. Habíamos armado un muñeco hecho
de cucharas, partes de relojes, llaveros, tuercas y torni-
llos. Tenía alas hechas de las hojas del folleto de un disco
de Fito Páez y un falo desproporcionado y laxo que hici-
mos con una parte de un llavero. Lo colgamos con hilos
del techo y le pusimos un nombre: Cronofito León. En
las paredes gruesas, húmedas, de adobe, que dan al pa-
sillo que oficiaba de mampara, un día pintaron un poe-
ma de Javier, «Ofelia», sobre un fondo de color naranja
o terracota. Unas flores se ramificaban sin fin entre las
palabras y por toda la pared. Al otro lado de la abertura
que permitía la entrada a la sala, pintó cada uno frases
que consideraba características del resto. Estos tres pun-
tos cardinales, las dos paredes pintadas con intención y
el Cronofito colgado, eran los núcleos identificables de
la acción voluntaria. Todo el resto, obra de sucesivas
borracheras, era casi imposible de reconstruir con res-
El año del Ajicero / 143

pecto a una sucesión de hechos: pedazos de vidrio in-


crustados en la pared se señalaban con marcador azul
con el nombre del autor del siniestro o la performance;
como amuletos cuyo poder solo pervivía en compa-
ñía, las botellas vacías de licor no se tiraban a la basura:
cuando empezaron a estorbar, las fuimos colocando una
a una, horizontalmente, en el frente de la casa, sobre el
espacio de cemento que dejaba el ventanal colorido. Y
cuando ya no entraron ahí, las acomodamos en el suelo,
debajo de las primeras, con paciencia, con criterio esté-
tico, con cariño. Había un piso superior, que era la ha-
bitación de Santiago. Tenía casi la misma superficie que
toda la parte de abajo. Desde ahí, por la ventana, podía
verse la calle y las casas vecinas. Hubo una época en que
tres o cuatro camas, separadas por libreros, convivían
ahí arriba: algunos se pelearon con sus padres, otros con
sus parejas, otros con sus caseros, y formalizaron su pre-
sencia llevando cama, libros y ropa.
Por la noche, cuando la borrachera era generaliza-
da, Santiago hacía papas fritas con huevo para todos.
Nos asistía como a enfermos o heridos, procurando, sin
aspavientos ni excesos expresivos, que nos mantuviéra-
mos conscientes un rato más.
Una noche Paúl estaba tan borracho que no podía
caminar. Se arrastró un poco por el piso, se sentó y dio
144 / Mínimas (Excurso)

un discurso hermoso, sobre la música y Beethoven.


Creo que éramos solo dos (Sebastián y yo) quienes lo
escuchamos, y ninguno recuerda mucho. Ahí, en ese
mismo lugar, amaneció contracturado al siguiente día.
Unas horas después se leía sobre la pared, con pintura
azul: «Paúl reptó aquí».
Una vez, con Juan Se, hicimos un video. Yo estaba en
Guayaquil cuando lo proyectaron, en un recital de poe-
sía en Guápulo. Nunca lo vi. Otra vez, después del lanza-
miento de algún número de la revista Ourovourus donde
el requisito para entrar a la casa era beber una dosis de
puntas servida en un vaso desechable, la noche terminó
con carnaval de harina, mermelada, pan y todo lo que
había en la refrigeradora. Nicolás encontró una lata de
laca y empezó a acercársenos con siniestro sigilo y ojos
descolocados: supimos que era hora de cortar la euforia.
Hay una tarde luminosa que no deja de volverme a
la memoria: Pía estaba, yo también, Santiago, y otros.
Había una alegría vespertina, una luz extraña para esa
casa fría. Estábamos sentados en el suelo, escuchando
un disco de Les Luthiers y riéndonos a carcajadas, hasta
el llanto.
Hay también una noche antes de viajar en grupo a
la playa: Miguel y Santiago lloraban viendo una película
de los noventa serie B sobre monstruos alienígenas que
El año del Ajicero / 145

invadían la tierra. Les apenaba la muerte de la familia del


protagonista por el ataque de los monstruos.
Hay una cantidad indefinida y profusa de confesio-
nes amorosas, de roces sin consecuencias, de llamadas
telefónicas (un buen día Santiago clavó en la pared una
lista de reglas para usar el teléfono que incluía tiempos
máximos de uso y restricciones de horarios), de epifa-
nías literarias que terminaban olvidadas o reconocidas
como carentes de cualquier valor estético con la llega-
da de la sobriedad, todo resonando sin efecto entre esas
paredes viejas. El tiempo en esa época se ordenaba
según el mandato de las emociones y los afectos: ir
después del primer período de clases al Ajicero era es-
perar encontrar a alguien, sentir que se podía tomar una
cerveza antes del mediodía, probar la validez de una
conversación interrumpida la noche anterior según el
recuerdo del otro; ir después del segundo período de
clases, ya por la noche, sin importar que fuera lunes o
miércoles, era poner en acto una fantasía sentimental
de juventud y euforia. Era, también, durante la época de
la Ourovourus, poner a prueba todos los alcances de la
ingenuidad intelectual en su versión más encantadora.
Al comienzo de nuestro manifiesto se leía: «Protegidos
por el doble abrazo de Ourovourus, exigimos nuestro
lugar, sin desconocer a nadie ni destruir nada».
146 / Mínimas (Excurso)

Sobre la mesa ovalada del comedor colocamos una


noche todas las hojas del tercer número de la Ouro-
vourus, que debían ser compaginadas. Cada uno tomaba
una hoja y avanzaba en el sentido de las agujas del reloj,
hasta hacer la ronda completa y tener un ejemplar en sus
manos. La clara torpeza del sistema, y la imposibilidad
de idear uno mejor, nos hizo reír un buen rato. A mí aún
me hace reír.
Día 10 sin luz

A Laura González, con amor

18 de agosto, 2015

Me despierto con una leve resaca y con mi amiga


Laura a mi lado. Ha sido mi compañía más constante
en todos estos días a oscuras y sin Sebastián, que se fue
a México.
Me desperté con ganas de desayunar algo más que
la banana que ha sido mi primera comida en estos días
en que no puedo hacerme mi habitual jugo de verduras,
así que compré jugo de naranja, palta y pan. Salí (Laura
seguía durmiendo) y el día estaba precioso, hoy parece
que ya hubiera comenzado la primavera.
Con esa superstición positiva que adopto cuando
necesito darme ánimos y con mi natural impulso a mi-
metizar todo con el clima, pienso: este día está demasiado
lindo como para no esperar de él alguna buena noticia.
Anoche, cuando habíamos finiquitado nuestra bo-
tella de Havana, y cerca de que se agote la última vela
148 / Mínimas (Excurso)

que quedaba, pusimos en el celular de Laura un country


instrumental de los años 60 de lo más folclórico (pero
también muy encantador) y lo escuchamos riéndonos
de la escena que formábamos las dos, a punto de ser de-
voradas por lo negro de la noche, con esa guitarra aguda
sonando como si el escenario estuviera dominado por
un sol de desierto.
Terminamos con casi medio kilo de pan y dos paltas
y tocaron a la puerta. Era mi vecina: parece que Edesur
finalmente viene entre hoy y mañana.
Mandiyú

21 de agosto, 2015

Anoche después de la charla sobre Barthes, Laura y


yo nos fuimos a Cúrcuma. Ahí nos dio encuentro Pa-
blo. Como nos echaron un poco temprano para nuestro
gusto y nuestro entusiasmo, nos fuimos a buscar algún
otro sitio. Me sorprendió que estuviera casi todo cerrado
en Almagro a eso de la una de la mañana. Sanata, clau-
surado, El cisne, clausurado. Habíamos pasado por una
especie de peña con estética cercana al lejano oeste que
no nos resultó atractiva, pero ante la falta de otro sitio,
volvimos ahí.

Adentro el paisaje era singular: no había gente sen-


tada en mesas sino grupos en distintos lugares del local
organizados en torno a quien tuviera el bandoneón o
la guitarra o cantara. Era como entrar en una reunión
de amigos como espectadores externos. Salvo las mese-
ras, había poca gente joven. Nos sentamos a tomar otra
botella de vino. Atrás de nosotros, un grupo grande
150 / Mínimas (Excurso)

monopolizaba los instrumentos. Entre todas esas perso-


nas, un solo joven (tendría tal vez menos de treinta) es-
taba absolutamente borracho (yo pensé, un poco borra-
cha también, aunque no tanto como él, que los viejos ya
no se emborrachan porque han estado más en contacto
con sus límites). Sus ademanes eran torpes, gritaba un
poco al hablar y sus ojos no se concentraban en ningún
punto, tal vez porque cada uno miraba en una dirección
distinta.

En un momento, el joven borracho agarró la guitarra


y se puso a tocar con los ojos cerrados. La belleza de su
interpretación enmudeció a todos. Era asombroso que
tocara tan delicadamente, incluso el volumen era bajo
porque el contacto entre sus dedos y las cuerdas esqui-
vaba toda tosquedad. No sé qué temas tocó, fueron dos
instrumentales tremendamente tristes y bellos. Hacia el
final de la segunda canción, cantó esta única frase: «Mi
madre era una santa, pero se fue por mal camino».

Pensé en preguntarle qué canciones eran, tanto me


había conmovido. Pero apenas entregó de nuevo la gui-
tarra volvió a ser un ebrio con quien no tenía ganas de
tratar.
Mensaje

Salí de la casa de Santiago un poco borracha. El cie-


lo estaba nublado y teñía de ceniza el aire y las cosas.
Corría un viento moderado, no demasiado frío, que me
agitaba el pelo y me hacía entrecerrar los ojos. Caminé
desde la Tamayo dos cuadras por la Veintimilla mientras
veía acercarse el cielo: el espacio entre él y yo se esta-
ba reduciendo por algún designio incomprensible. Vi el
carro estacionado y metí mi mano al bolsillo del saco
para verificar que tuviera monedas para pagarle al guar-
dia. Había un papel debajo de la pluma del parabrisas.
Lo abrí y me sorprendí al constatar que aún podía pasar-
me algo por primera vez. Era un mensaje anónimo. El
mareo se acentuó un poco, así que me apoyé en el carro.
Miré de nuevo el papel y luego otra vez al cielo: unas
gotas finísimas empezaban a caer.
Vuelta de Rosario, ciudad psicoanalítica

A Julia Musitano y Alberto Giordano

Había pasado tres días en Rosario por un congreso.


Ninguno de mis amigos de Buenos Aires fue esa vez y
yo estaba un poco intimidada, alguna fobia me hacía
imaginarme viviendo uno de mis miedos más patéti-
cos: desplazada con respecto a un grupo de gente que se
conoce bien, fuera de lugar. Al final pasé esos tres días
con los chicos de Rosario, gente estupenda, y especial-
mente con mi amiga Julia, que siempre me aloja en su
casa y me ofrece una hospitalidad sin fisuras.
Julia es una persona muy ordenada, afecta a sus
rutinas, sistemática. Cada vez que me hospedo en su
casa pienso: tengo que ser un poco más como Julia. Me
calma entrar en contacto con alguien que ha hecho del
orden y la organización, también, un modo de actuar y
de pensar: Alberto y yo coincidimos en que, ante una
emergencia, lo más sensato es recurrir a Julia.
Así se lo expresé un día en el almuerzo (habíamos
hecho hamburguesas de porotos y papas al horno para
154 / Mínimas (Excurso)

despedirnos, después de caminar largamente a lo largo de


la costanera). Ella se rió. Luego me dijo que esas peque-
ñas rutinas, ese control sobre los objetos y las acciones,
sobre sus propios actos, era una necesidad. Me dijo que
cuando se deprime, cada ritual se convierte en pesadilla
(no fue esta la palabra que usó), algo de lo que depende el
equilibrio del mundo entero, algo vital. Me impactó por
un lado la claridad de Julia para entender la calidad de sus
pequeñas manías y de sus procesos mentales, y por otro el
hecho de que lo tuviera trabajado de modo tan puntilloso
con su analista. Una de las razones por las que admiro a
Julia es que parece llevar a cabo algo que para mí es impo-
sible: la sistematización de los actos. En una vida en la que
gobierna el desorden y la laxitud, en la que la fijación de
un objetivo y su cumplimiento en tiempo y forma es casi
ciencia ficción, en la que el mandato es sin excepción el de
las ganas, siempre volubles siempre cambiantes y siempre
inimputables, el contacto con una persona cuyo horizonte
no admite la noción de incumplimiento es algo a lo que se
asiste con fascinación y envidia.
Me conmocionó también, o me asustó, el modo
como tan pronto toda la luminosidad de las rutinas de
Julia mostraron su revés oscuro; el modo como algo que
tranquiliza puede tornarse el atisbo, mínimo pero total,
de una amenaza.
Vuelta de Rosario, ciudad psicoanalítica / 155

El día anterior, en el desayuno, le había comentado


a Alberto sobre la tranquilidad que me produce la cer-
canía con Julia. Él acordaba en todo. Dijo algo que yo
estaba pensando en ese mismo momento y que ya dejé
dicho: «quisiera ser un poco más como Julia». Nos reí-
mos de nuestra inmadurez. Estábamos hablando de ma-
nías y yo le conté uno de los rasgos de mi personalidad
que más problemas me ha traído: no puedo hacer cosas
que no me gustan, es casi una tortura. Alberto me res-
pondió con toda naturalidad, como diciendo algo que
ambos sabíamos: «claro, es el rasgo fundamental del ob-
sesivo». Me quedé helada. ¿O sea que yo soy obsesiva?
Para una persona que jamás ha hecho terapia, saber que
existen nombres y clasificaciones para los comporta-
mientos ligeramente extravagantes con los que ha convi-
vido toda su vida, comportamientos que siempre fueron
desestimados por su arbitrariedad (crecí en una familia
en la que ir al médico es una veleidad a menos que algo
sangre), es una revelación. ¿O sea que soy obsesiva?
Después del almuerzo con Julia y Juan, su pareja,
tomé un taxi hacia la terminal de micros. Empezaba a
caer la tarde y yo pensaba, viendo pasar el paisaje de esa
ciudad hermosa por la ventanilla del taxi, lo bien que
había ido todo, lo bien que fluyó la charla con Alberto,
lo integrada que estuve con todo el grupo rosarino, a tal
156 / Mínimas (Excurso)

punto que nunca me sentí una intrusa. Pero en un pun-


to del viaje hacia la terminal, algo, no sabría decir qué
(una esquina cualquiera o una modulación específica de
la luz que empezaba a declinar, algún olor en el aire), me
inquietó en el pecho. Esa sensación que temo porque sé
lo que trae consigo.
Miré por la ventanilla del micro el paisaje negro que
corría a mi izquierda durante las cuatro o cinco horas
que duró el viaje de regreso a Buenos Aires, tratando
inútilmente de tranquilizarme. Ese miedo sin causa que
me invade a veces y me pone a merced de un peligro
invisible pero absolutamente real.
Duró tres días ese miedo inmotivado; en esos tres
días leí cada uno de mis actos como los de una obsesi-
va sin remedio, y vi en cada cosa un revés siniestro. Me
preguntaba el nombre de la fobia que me hace sentirme
fuera de lugar en ciertos ámbitos, el del impulso a guar-
dar los objetos pequeños en lugares fuera de mi vista,
en algo que impida su esparcimiento, que me exaspera,
el de la necesidad de despejar las esquinas: ahora todo
eso tendría un nombre, no me cabía duda, solo que yo
no lo sabía. Nueva inquietud: ¿cómo se llama la desazón
que me produce saber que hay algo que no sé sobre mí
misma pero que tiene un nombre, que es parte de una
clasificación, de un diccionario, de un glosario?
Vuelta de Rosario, ciudad psicoanalítica / 157

Al cabo de esos tres días mi gata Julia se escapó


(siempre hemos tenido una conexión particular) y no
volvió en más de un mes y medio, inane y al borde de
la muerte. Su regreso fue y sigue siendo la única terapia
posible.
Otra vuelta
Espacio, me has vencido:
ejercicio de una profana en poesía

Tal como lo afirma Iván Carvajal en el ensayo «Dar la


voz», incluido en A la saga del animal imposible (2005),
su bello y fundamental libro sobre poesía ecuatoriana del
siglo XX, lo más importante de la obra poética de César
Dávila Andrade ocurrió después de esos libros que han
acaparado casi todos los trabajos críticos sobre la obra
del poeta cuencano, Catedral salvaje y Boletín y elegía
de las mitas. Carvajal demuestra con eficacia y con un
encomiable abandono de los prejuicios (máxime tratán-
dose el Boletín de un objeto que aúna en nuestro imagina-
rio, por una parte, la escritura más conocida y alabada de
uno de nuestros poetas mayores y, por otra, un tema de
enorme significatividad social, política y cultural en la re-
gión andina que habitamos, sufrimos como una fatalidad
y a veces procuramos olvidar: la vejación, humillación y
exterminio de los pueblos indígenas por parte de los con-
quistadores españoles y sus hijos y nietos empoderados en
el abuso y la crueldad, los criollos y mestizos blanqueados);
demuestra, decía, que el Boletín oculta en su premisa y en
162 / Otra vuelta

su núcleo una impostura que termina por no poder ser


disimulada, la de dar la voz: «Quizás [el límite del poema]
sea el tributo a la “oralidad del otro”, en un vano intento
por liberar al poema de la lengua colonizadora, sin tomar
en cuenta que siempre somos colonizados por la lengua,
que toda lengua es lengua del otro. Y que, por consiguien-
te, el poema siempre da la voz a otro»1.
En la impostura secretamente paternalista que im-
plica darle la voz a otro, Carvajal cifra la pérdida de bri-
llo del Boletín en su canon poético a través de los años,
y pasa, en otro ensayo del mismo volumen, «El pez solo
puede salvarse en el relámpago», a leer los poemas pos-
teriores, centrados en una «comprensión ontológica de
la poesía»2, en una auscultación misteriosa y finalmente
desesperanzada del ser de la poesía («El Poema debe ser
extraviado totalmente / en el centro del juego, como / la
convulsión de una cacería / en el fondo de una víscera
/ Y reír de sí mismo / con el costillar del ventisquero»,
se lee en «Poesía quemada», de 19623). En ciertos tex-

1. Iván Carvajal, A la saga del animal imposible. Lecturas de poesía ecuatoriana


del siglo XX, Quito, Centro Cultural Benjamín Carrión, 2005, p. 173.
2. Íbid., p. 177.
3. Todos los poemas de Dávila Andrade están citados de acuerdo con la edi-
ción de las Obras completas, tomo I, Poesía, Cuenca, Pontificia Universidad
Católica del Ecuador - Banco Central del Ecuador, 1984.
Espacio, me has vencido: ejercicio de una profana en poesía / 163

tos de los últimos libros de Dávila Andrade, En un lugar


no identificado (1962), Conexiones de tierra (1964) y El
gran todo en polvo (1967), Carvajal rastrea una indaga-
ción amarga, denodada pero conscientemente inútil, lle-
vada a cabo por César Dávila y centrada en el poema y
su potencia de destrucción del sentido como fundamen-
to último, irónico y definitivo de ese «Gran Todo» que
la vulgata crítica sobre su persona y su obra ha buscado
explicar mediante las doctrinas herméticas y esotéricas
a las que el poeta era aficionado.
Todo esto lo olvido para leer «Espacio me has venci-
do», de 1947, el poema que para mí constituyó, más acá
de la evolución de Dávila Andrade en el contexto de la
poesía continental, el punto de mayor cercanía con su
obra. Me acerqué y me acerco a él como una profana
en poesía, una lectora orientada y formada en narrativa
que acude a esa lengua extranjera para recordar de vez
en cuando los modos que tienen las palabras para sus-
pender su propio sentido, o de extraerlo del mundo sin
pasar por el significado, creando un contacto fulgurante
de la materia con los afectos o con lo invisible que la tras-
torna. «Espacio me has vencido» se diferencia de esos
prodigiosos poemas últimos de Dávila, entre otras cosas,
por el tono de su voz. El tono: no me refiero al estilo ni
a las marcas características; no busco un sonido. Busco
164 / Otra vuelta

más bien encontrar en esas palabras entregadas al todo,


en busca de olvidarlo todo, incluso al olvido, una pau-
sa que las trastorne: busco un silencio. «El tono —dice
Blanchot— no es la voz del escritor sino la intimidad
del silencio que impone a la palabra, lo que hace que ese
silencio sea aún el suyo, lo que permanece de sí mismo en
la discreción que lo aparta»4. Es esto, pienso, lo que con-
mueve profundamente en este poema: la tematización de
la muerte en la imagen del espacio absoluto y vencedor se
cifra en la puesta en acto paradójica de un silencio que se
aproxima en el sonido de las palabras, de un olvido que se
recrea justo en el límite que permite aún decirlo.
La voz poética habla ya en pasado (el espacio la ha
vencido), pero sus palabras conjuran y convocan algo
que se aproxima:

Espacio, me has vencido. Ya sufro tu distancia.


Tu cercanía pesa sobre mi corazón.
Me abres el vago cofre de los astros perdidos
y hallo en ellos el nombre de todo lo que amé.

El sujeto aún es voz sobre el mundo, y lo es en la


medida en que anuncia el advenimiento del silencio de-

4. Maurice Blanchot, El espacio literario, Madrid, Editora Nacional, 2002


(1955), p. 23.
Espacio, me has vencido: ejercicio de una profana en poesía / 165

finitivo con la calma de la tormenta que ya ha pasado


o la enfermedad que da paso a la convalecencia y aun
del padecimiento mientras ocurre: en ese anacronismo
prodigioso, en esa fusión de la aprehensión por lo que
adviene y la serenidad de una certeza de silencio, la voz
se obstina como entregándose, ensayando verdadera-
mente un modo de callarse: «y mientras se desfloran tus
capas ilusorias / conozco que estás hecho de futuro sin
fin». La simultaneidad del espacio al que se abandona,
ese prodigio que es el futuro absoluto y la muerte que
se construye en el texto desde la enumeración de todo
lo amado que se deja atrás hasta la figuración de una
apertura del espacio en distancia que lo atraviesa todo,
fagocitándolo, donde van todas las voces al silencio y
donde el poeta intuye una revelación que le será inútil
pero pacificadora (que no redentora: «[amo] tu vacío
colmado por la ausencia de Dios»), ese país extenso e
invisible es la muerte como promesa de olvido. Olvido
de todo lo terrenal que el poema enumera, melancóli-
co («Adiós claras estatuas de blancos ojos tristes», a la
«canción antigua en la aldea de junio» y a «Luis von
Beethoven, pecho despedazado / por las anclas de fuego
de la música eterna»; y adiós también a las «Muchachas,
las mi amigas. Muchachas extranjeras. / Dulces niñas de
Francia. Tiernas mujeres de ámbar. / Os dejo. La distan-
166 / Otra vuelta

cia me entreabre sus cristales»), pero, sobre todo, olvido


radical que no es solo del cuerpo y los deseos en los que
se obstina sino, al fin, olvido del pulso y de lo que es el
pulso, olvido de lo que permite la idea del pulso, silen-
cio, olvido del olvido:

Olvidaré la prisa en tu veloz firmeza,


y el olvido, en tu abismo que unifica las cosas.

La figuración de ese «Gran Todo» al que se dirigen


el pensamiento y la escritura de Dávila Andrade y que
constituye la preocupación fundamental de la etapa más
radical de su poesía, la que lo condujo finalmente al
silencio («Quizás desde esta perspectiva —escribe Car-
vajal— podamos entender el gesto radical y soberano
con el que Dávila Andrade puso fin a su vida y a su poe-
sía: el cercenamiento del cuello, la rotura de la garganta
para interrumpir el flujo de la sangre»5) tiene quizá un
inicio posible en esta visión más serena de la muerte
como espacio vencedor, o del espacio cuando deviene
infinito como destino generoso del olvido por venir. La
visión y la textura de un silencio total.
No interesa aquí pensar en una hipotética evolución

5. Iván Carvajal, op. cit., p. 193.


Espacio, me has vencido: ejercicio de una profana en poesía / 167

de preocupaciones persistentes en el tono cada vez más


violento de la poesía de Dávila Andrade sino apenas
esbozar una constatación sin comprobaciones: la de la
potencia del espacio y en él, los modos en que el olvido,
a un tiempo, se obstina y se retrae, la posibilidad de un
encuentro a la luz de su innegociable fugacidad.
Portable atlas sentimental

A mi hermana Gabriela

y oculta movilidad equivale a vida secreta.


Michel Rifaterre

Guayaquil

Pedro me había ocultado ya por algún tiempo que


había vuelto a beber. Yo, creo, lo supe casi desde el prin-
cipio, aunque evadía el pensamiento, más por pereza
o compasión que por otra cosa. Por esas épocas, cada
tanto me llamaba por teléfono a Buenos Aires, a donde
me había mudado hacía un año o poco más. Algunos
de los planes que me comunicaba eran del orden de lo
fantástico, como que estaba ahorrando para viajar a vi-
sitarme. Recuerdo una escena de mi niñez: su Datsun
rojo, casi inservible, era objeto de burla por parte de al-
gunos familiares. Un día me dijo que estaba ahorrando
para comprar uno nuevo, y me preguntó de qué color
quisiera que fuera. Se lo conté a mi tía más querida, su
170 / Otra vuelta

hermana, y su respuesta fue una risa corta y un reso-


plido: no le creía. No lo dijo pero el gesto era habitual
cuando se trataba de los proyectos de Pedro. Aun siendo
yo pequeña, sentía una pena profunda. Quizá —habré
pensando— era cierto lo del ahorro y burlarse era una
crueldad injusta.
Con el paso de los meses, con el espaciamiento de las
llamadas (que yo aceptaba sin expectativas, sin poses,
como un acto que se consume a sí mismo, y por tanto el
lapso variable entre ellas no significaba para mí más que
una nueva constatación de esa inconstancia suya que
desde hace unos años temo haber heredado), el ofre-
cimiento mutó, se hizo más módico y por eso más ve-
rosímil: cuando visitara Quito gracias al pasaje que me
compraba mi papá cada año, él me pagaría uno para que
viajara a Guayaquil por unos días, para poder vernos y
ver a mis abuelos, a mis tíos y a mis primos.
Mis primos hicieron planes para mí. Como cuando
éramos niños y yo iba de visita desde Quito, negocia-
ban entre ellos las noches que pasaría con cada uno. Mis
tías también planeaban, con esa vocación de cotidiani-
dad mínima que tienen los planes guayaquileños en mi
recuerdo, una a una las escasas tardes en que pasaría
con ellas: ir a comer pan de yuca con yogurt, alquilar
una película para ver antes de la siesta, hacer una crema
Portable atlas sentimental / 171

de menta para tomar por la noche al pie de la piscina,


comer con mis abuelos después de pasar a comprar el
almuerzo en alguno de los locales de comidas caseras
para llevar que abundan en esa ciudad donde creo que
nunca vi a nadie cocinar después de la muerte de la
Lula, la nana de la familia. Aunque ya en esa época me
costaba visitar Guayaquil, todo eso tuvo el poder de se-
ducirme. Como si sabiendo que se trataba solo de unos
pocos días, el temor inmenso que las tardes quietas de la
ciudad en la que nací me producen no solo pudiera per-
manecer latente e inocuo sino incluso mostrar su rostro
más amable, placidez o leve melancolía. Pensaba en la
sonrisa bondadosa de mi abuelo y su melena blanquí-
sima y el pasaje Quito-Guayaquil-Quito me pareció un
trato cerrado.
Después de dos semanas en Quito, y a un par de
semanas más de volver a Buenos Aires, no había vuel-
to a recibir llamada alguna de Pedro. No podría decir
que estaba sorprendida. Mi tía llamó, supongo que un
poco avergonzada, y me ofreció pagarme ella el pasaje.
Acepté. Quería ver a mis abuelos. Las tardes, en efecto,
se fueron desplegando como se despliegan allá: lentas,
tibias, cubiertas por un silencio extraño, no puro sino
compuesto de sonidos fundamentales, sin los cuales
el silencio sería otra cosa distinta. El ronroneo del aire
172 / Otra vuelta

acondicionado o el pulular monótono del ventilador con


el ritmo en que gira sobre sí mismo para llevar viento en
diferentes direcciones que uno aprende a calcular en las
noches de bochorno; las campanas de los heladeros en
bicicleta, el grito aflautado del verdulero, el sonido de
algún carro lejano. Esos días que se puntúan por eventos
ínfimos: el desayuno, el almuerzo, la siesta, la salida en
auto a hacer alguna compra, siguen marcando, un poco
a mi pesar, mi modo de encarar la cotidianidad. La au-
sencia de cualquier señal de Pedro desde mi llegada (su
última llamada había sido a Buenos Aires muy poco an-
tes de viajar a Quito para decirme que pronto compraría
mi pasaje) incomodaba más a mis tías y abuelos que a
mí, que agradecía secretamente poder visitar Guayaquil
sin sobresaltos.
Me extrañaba la rutina de mi niñez revisitada, cons-
tatar el modo como nada cambia en esa ciudad, en mi
familia, en el barrio de Urdesa central. El color difumi-
nado del cielo, que siempre tiene esa capa finísima pero
decisiva de nube, el calor que todo lo aquieta, las calles
prolijas de cemento y el cableado enmarañado con sus
aves tranquilas, el olor portuario del aire. Una y otra vez,
creo que pensé, o pienso ahora, esa intersección (Ter-
cera y Ficus) se repetirá a sí misma en el espacio de la
siesta, tranquila y tibia como es, deshabitada, inmóvil.
Portable atlas sentimental / 173

Y, sobre todo, en esa intersección, la casa de mis abuelos


como una cápsula, como un rescoldo en la memoria y
en el espacio, con sus ventoleras de vidrio y sus corti-
nas semi opacas preparando la luz para la siesta, con sus
desniveles de un solo escalón y su piso de granito. Con el
escritorio de mi abuelo y los escarpines de sus nietos
como un altar sereno, donde yo me senté varias veces
a estudiar con su ayuda. Con sus figuras de porcelana
en medio de un gesto incompleto. Con su patio trasero
donde, me contó un día mi abuelo, alguna vez se irguió
un árbol altísimo, que tuvo él mismo que cortar con
mucha pena, no recuerdo por qué. El patio donde una
vez, cuando era niña, vi pasar una enorme rata que ha-
bía salido desde la lavandería, corriendo asustada hacia
un pasillo sin salida, el escenario compacto y fresco del
final violento de su vida. Mi abuelo salió con un palo tras
ella, caminando sin apuro, y yo recuerdo sentir pena.
Hace años la casa de mis abuelos fue vendida y el barrio
abandonado por toda la familia, que peregrinó a urba-
nizaciones cerradas hacia las afueras. Hace años que mis
abuelos murieron sin que yo me atreviera a volver. Se
me hace inverosímil sin embargo que esa porción de es-
pacio pueda haber mutado en lo más mínimo. Siendo la
destrucción de los lugares que concentran capitales sen-
timentales algo que siempre me ha trastornado el áni-
174 / Otra vuelta

mo y el pensamiento, pienso que quizá la destrucción


en este caso no sería nociva. Quizá porque la reconozco
imposible me atrevo a pensar eso.
El domingo, uno o dos días antes de regresar a Qui-
to, decidimos ir a casa de mis abuelos a la hora del al-
muerzo. El sonido particular del pasador de la puerta de
hierro que daba a la calle alertaba siempre a quien estu-
viera adentro, para que se adelantara y saliera a recibir a
los visitantes. Lo más común era que mi abuelo, siempre
agencioso, fuera el encargado del recibimiento, y ese era
el rostro que esperaba yo que apareciera cuando la puer-
ta se abrió haciendo sonar esa cinta de caucho que ha-
bían pegado en su borde inferior para evitar la entrada
de alimañas, y cuya fricción al deslizarse sobre el suelo
producía un sonido de duración específica que perma-
nece vívido en mi memoria.
Pero era Pedro. Tal vez chistó al verme o se sor-
prendió, pero yo no lo noté. Su sonrisa que le achinaba
los ojos, y en la que reconozco la mía, se dejó ver des-
de la penumbra discreta de la entrada. Me abrazó. Me
preguntó cuándo había llegado y qué tal la había pasado
esos días en la ciudad; cómo me iba en la universidad, y
si ya tenía novio argentino. Me hizo pensar en las veces
cuando uno se encuentra con un viejo amigo al que le
tiene algún cariño pero con quien comparte un mutuo
Portable atlas sentimental / 175

desinterés por seguir en contacto. Se quedó a almorzar y


luego se despidió cariñoso, feliz, dijo, de haberme visto.
Y no lo volví a ver.

Playas

La imagen es la de un muelle entrando difuso al mar,


una estructura oscura cuyo final es invisible por la den-
sidad de la niebla; de una playa larga de arena fría, con el
olor de la bruma mezclándose con el sonido de las olas.
Si miraba hacia el mar, distinguía solo el blanco de la
espuma cuando llegaba a la orilla por unos segundos:
era lo único que ganaba en blancura a la niebla. Recuer-
do (pero es impreciso decir que lo recuerdo) que la visi-
bilidad era de apenas un par de metros, y solo la presen-
cia espectral del muelle al fondo, o sus pilares negros que
parecían sostener una plataforma invisible, que parecía
imponerse a un mar sin fin, podía distinguirse.
Es extraño que estas imágenes casi estáticas sean lo
primero que me viene a la mente cuando pienso en Pla-
yas de Posorja, ese lugar al que no he regresado en casi
treinta años. Digo que es extraño porque no puedo aso-
ciarlas a una secuencia de hechos; como si la experiencia
hubiera vuelto a lo que Hume llamó átomos de sensación,
176 / Otra vuelta

libre por fin del yugo de los nexos temporales, reducida


a sus núcleos fundamentales, pura exterioridad del sen-
tido: ahí están esa playa invadida de niebla gris, el mar
monótono, fenómeno puramente auditivo, oculto a la
vista pero de una presencia absoluta, el muelle sin final,
pero no estoy yo, no está mi madre, no está mi herma-
na. Trato de reponer esas presencias en el paisaje, hacer
verosímil la imagen para entenderla (es imposible que
haya estado yo sola, siendo tan pequeña, paseando por
ahí), pero cada vez es un ejercicio vano.
José Luis Pardo escribió un libro sobre los espacios.
En la introducción dice que las imágenes son espacios
sin tiempo. Exterioridad con respecto al sentido, las
imágenes-espacio son forzadas a la mentira de la histo-
ria, a la impostura de la sucesión. Por sí mismas, dice,
son autónomas con respecto a toda diacronía, presen-
cias puras sin relato. Y la historia, al imponérseles, les
imprime un sentido arbitrario que depende del resto
de imágenes que se le yuxtapongan, encauzando lo que
es sin-sentido en una dirección determinada. De este
modo, queda en estado de latencia, o de represión, la
potencia impersonal que le es inherente al espacio; bajo
el mandato de narración, bulle o destella un fondo de
silencio, el caos implicado en la vida de los espacios sin
concatenación ni nexo con nada.
Portable atlas sentimental / 177

Pienso en esto cuando recuerdo, en una zona más


luminosa de mi memoria, los momentos en que sí pue-
do encontrar a mi mamá y a mi hermana en Playas: la
presencia del sol es absoluta. Íbamos a la casa de mi
bisabuelo, un hombre alto, bronceado por el sol, de
ojos claros, como blanqueados, de una violencia que no
necesitaba expresarse pero lo hacía de vez en cuando.
No recuerdo haber nunca hablado con él en ninguna
circunstancia. Lo veía recio y fruncido y su figura se me
hacía más lejana que cualquier galaxia. Yo era niña y
tampoco tenía ningún interés en él, solo una prevención
que nacía del miedo. Mi madre nos llevaba allá, supon-
go que para escapar un poco de Guayaquil. Él se había
casado con una mujer treinta o cuarenta años menor y
tuvo una hija, Carolina, que venía a ser mi tía abuela o
algo así. A mí me dejaba estupefacta que alguien menor
a mí pudiera tener esa jerarquía familiar. Sé que ahora
vive en la pobreza, en algún lugar de la costa, porque
antes de morir, su padre, mi bisabuelo, vendió todo lo
que tenía y se lo gastó en no sé qué. Mi madre, reacia
a los buenos recuerdos, no me ha sabido decir mucho
sobre si ese hombre lejano, de mirada severa, su abuelo,
tuvo alguna vez algún gesto visible de bondad.
La casa de dos pisos era de madera. Era luminosa
y ventilada, olía a mar. Tenía ese color límpido de la
178 / Otra vuelta

luz que pertenece al aire cercano al mar, transparen-


te, alegre, aunque no había espacio para la alegría en
la vida de ninguno de sus habitantes. Cada paso dado
en su interior podía escucharse como un crujido. El
patio delantero de la casa, cercado por un murito bajo
de tablas, era de arena. Solo unas pocas plantas de tie-
rra, esas serpientes inocuas de hojas verdes y lustrosas
adornaban, silvestres, los bordes de ese patio sencillo.
Desde ahí se podía ver el mar. En la parte trasera, en
cambio, mi bisabuelo tenía un jardín de palmeras. Yo
caminaba entre ellas con un placer extraño: el de sentir
que me estaba perdiendo. Eran muchas y muy altas y
después de dar unos pocos pasos la sensación era la del
extravío, ya no podía yo saber qué era atrás o adelante,
hacia dónde quedaban la casa, el mar, mi mamá, mi
hermana. Si miraba hacia arriba, esas palmeras enor-
mes también obstruían el cielo azul y límpido, lo con-
vertían en fragmentos alargados e irregulares de color.
Sobre la arena estallaban formas móviles de luz y som-
bra entre las raíces y los troncos enormes, y ese espacio
se volvía abstracto y absoluto, como si el laberinto de
ese jardín árido, una vez que yo entraba en él con mie-
do y excitación, se cerrara sobre sí mismo y redujera
todo a su alrededor al rumor del mar y de la brisa como
recuerdos de un espacio extinto. Una isla de palmeras
Portable atlas sentimental / 179

con la voz neutra del océano como un recuerdo del lu-


gar, como un espectro auditivo.
No entiendo bien cómo se conjugan la bruma cerra-
da y abstracta, blanca y gris, ese muelle fantasma, con la
luz absoluta y el jardín de palmeras. Sé que ambas esce-
nas pertenecen a un mismo lugar, pero mi recuerdo no
puede reponer el nexo. Pululan ambas luces, la grisácea
y la transparente, en una zona de mi cerebro y a veces
lo agitan. Un día, cerca de ese muelle pero con el sol del
jardín de palmeras, al atardecer, casi me ahogo sin dar-
me cuenta. Tal vez sea ese el único momento en que el
mundo permitió que se unieran esos dos universos.

San Rafael

Hacía mucho tiempo que no sabíamos lo que era una


casa propia. Propia: en ese tiempo no es que tenía preo-
cupaciones acerca de la propiedad; quiero decir una casa
que pudiera asumir como mi casa, donde supiera que
iba a volver cada noche. Lo más parecido fue la casucha
que nos habían prestado en las afueras de Guayaquil, al
lado de la gran casa del tío de mi madre. Detestaba y
detesto el nombre de ese lugar: Chongón. A pesar de las
muchas privaciones, el nombre de ese sitio me resultaba
180 / Otra vuelta

especialmente indigno. Cuando me preguntaban dón-


de vivía yo trataba de mentir, decía que cerca de Puerto
Azul y esperaba que no me preguntaran más.
Todo ahí era muy precario pero tengo aun así un
par de buenos recuerdos. Había muchos perros, gatos y
gallinas. El cuidador de esa propiedad se llamaba Ecua-
dor, lo que me resultaba muy curioso; tenía dos hijos
rubios, de ojos verdes achinados y tez muy blanca. El
niño se llamaba Walter, su hermana no sé. Con ellos
jugábamos mi hermana y yo después de clases. Tam-
bién con los hijos del tío de mi madre: Jacobo y Enri-
que. Era algo así como una miniatura de la escala de
clases sociales, una versión infantil pero igualmente
violenta. Yo era muy chica y lidiaba con el aburrimien-
to ominoso de las tardes y con algo que aún no podía
identificar propiamente con el deseo: una inquietud
que no entendía pero me agitaba a veces, en el sopor
vespertino o en las noches. Cerca de la entrada de la
propiedad, frente a la casa de Ecuador (aun más preca-
ria que la nuestra, porque ni siquiera tenía paredes de
cemento), había un enorme agujero que yo contempla-
ba absorta, como atraída por algún magnetismo; era
algo así como una piscina natural de la tierra, estaba
llena hasta cerca del borde de un agua pantanosa, una
mezcla prodigiosa de verdes y marrones y grises. En
Portable atlas sentimental / 181

ese caos me perdía durante largos períodos, sin pensar,


solo sintiendo. En mi vida siempre he tenido que auto-
educarme con respecto a todo lo que tenga que ver con
el cuerpo, desde la más elemental clasificación de los
fluidos y el orden reproductivo, hasta el universo caóti-
co y fundamental del deseo, con el hito inevitable y re-
presor de la moral siempre agregando a todo la culpa.
El temor fascinado que me causaba ese agujero habrá
siempre tenido que ver con eso: las tardes transcurrían
lentas y soporíferas, intensamente calurosas, inmóvi-
les, con un aire húmedo y denso y con ese silbido de
los insectos en el campo, sostenido y sordo, adorme-
cedor, un canto que acompaña todas esas horas ves-
pertinas que se alargaban de modo inaudito; yo a veces
me trepaba al árbol que estaba frente al agujero y me
quedaba ahí a horcajadas sobre una de las ramas más
gruesas, recostada boca abajo con las piernas colgan-
do en el aire. Miraba ese espacio informe donde nada
tenía orden ni había patrones, donde todo se descon-
trolaba. Fantaseaba con meterme en esas aguas turbias,
ser capaz de ser parte de esa viscosidad que imaginaba
liberadora. Nunca me atreví.
Un día nos invitaron al cumpleaños de uno de los
niños de Ecuador. Hicieron una fiestita muy modesta.
Hicieron un sorteo. Yo hice trampa, quería el premio.
182 / Otra vuelta

Quería el premio que pudieran darme esas personas


que vivían en una casa hecha de cañas. La sorpresa en el
rostro de la madre de los niños me indicó (o me indica
ahora, cada vez que visito este recuerdo lacerante) que
no esperaban que hubiera ganador alguno. Buscó con la
mirada entre los estantes hechos de tablas sin lijar don-
de se asentaban baratijas o imágenes religiosas, colgados
no sé cómo de esas paredes de caña que dejaban entrar
la luz en columnas que iban a dar al piso de tierra, y en-
contró mi premio: una copa plástica de color amarillo y
del tamaño de la punta de mi dedo. Sentí o siento una
indignidad similar a la que me sobrevenía cuando tenía
que decir que vivía en Chongón. La misma vergüenza
adolorida nace de esa imagen imborrable, la de la copa
ínfima en mi mano.
San Rafael es un valle a las afueras de Quito. Cuando
salimos por fin de Guayaquil de la mano del único padre
que he conocido, nos llevaron a San Rafael, a una casa
sobre una elevación. Nos mostraron nuestra habitación,
luminosa y amplia. Por la ventana se veía el río. Mi papá
nos regaló bicicletas y con ellas recuerdo recorrer los ca-
minos empedrados que rodeaban la casa y llevaban a un
parque o bordeaban el río. A veces hacía esos paseos sola
al atardecer, descubriendo cada vez nuevos rincones de
ese panorama interminable. El jardín tenía una hon-
Portable atlas sentimental / 183

donada. La casa tenía dos pisos y paredes de vidrio. La


nueva escuela quedaba a diez minutos a pie y no tenía,
en mi mente, límites territoriales, tan grande era. Las
tardes no dejaron de inquietarme, aunque ahora eran
frías y el paisaje se había azulado y poblado de monta-
ñas. Había un aire grisáceo y verde intenso. Esa escuela
tenía tres piscinas: una para niños, otra rectangular y
muy larga («semi-olímpica» le llamaban), para nado lar-
go, y una tercera redonda, muy profunda, con una torre
blanca a un lado, con tres elevaciones para clavados. Yo
subía, aunque lo tenía prohibido, al último nivel de esa
torre. Como tenía acceso a la escuela cuando quisiera
(los dueños eran amigos de mis padres y entre mi casa y
la escuela, por alguna razón, no había barreras, solo un
prado verde con hondonadas discretas y caminos de pie-
dra), iba por las tardes, cuando no había nadie, y reco-
rría esos predios gigantescos que me absorbían como un
desierto. Subía hasta el último trampolín y me sentaba
sobre la tabla que se combaba con el peso de mi cuerpo.
Tenía nueve años. Todo desde ahí me parecía inmen-
so, silencioso; estaba sola en un mundo acallado por la
paz de la soledad. Desde esa torre miraba un panorama
infinito, las canchas tan verdes de la escuela, las casitas
que eran las aulas, quizá mi casa a lo lejos, las montañas
azules que lo rodeaban todo. Ese aire limpio pero con
184 / Otra vuelta

un color brumoso, el silencio. Abajo, empequeñecida, la


piscina mostraba tonos azules mucho más homogéneos
que los del agujero en Chongón, los bordes eran claros,
más bien celestes, y en el centro el azul era más oscuro
y yo temía esa profundidad misteriosa que también me
atraía. Pensaba mucho en lo que se sentiría no tocar fon-
do, por más que se estiren las piernas. En San Rafael me
sentía salvada aunque no entendía mucho. Sabía que de
algo me había librado. Pero desde esa altura peligrosa,
sobre el trampolín suspendido en el aire, con un paisaje
nuevo que me rodeaba sin obstáculos, otra vez me per-
día durante horas sin pensar en nada, solo sintiendo.
Pasado: Ourovourus

De lo que es sin presente, de lo que no está allí ni siquiera


como habiendo sido, el carácter irremediable dice: esto
nunca tuvo lugar, nunca una primera vez, y sin embargo
recomienza otra vez, y otra, infinitamente. Es sin fin, sin
comienzo. Es sin futuro.
Maurice Blanchot

Para Blanchot la literatura es el reino del tiempo


incesante, y escribir es «entregarse a la fascinación de la
ausencia de tiempo». ¿Qué puede significar eso?
Lo incesante del tiempo equivale a su ausencia: Berg-
son entendió que si el tiempo es un puro flujo en el que
lo único cierto es el instante como mónada efímera de
sentido, instante que desaparece y se pierde infinita-
mente en el flujo temporal que lo contiene y lo subsume
en su movimiento incesante, en su marea incansable,
el presente adquiere entonces una calidad voluble, ilu-
soria, demasiado extensa o demasiado minúscula. Lo
incesante hace que lo real sea el movimiento. «Es el
tiempo donde nada comienza —dice Blanchot—, don-
de la iniciativa no es posible, donde antes de la afirma-
186 / Otra vuelta

ción está el regreso de la afirmación. [...] es un tiempo


sin negación, sin decisión, cuando aquí es también nin-
guna parte, en el que cada cosa se retira hacia su imagen
y el ‘Yo’ que somos se reconoce abismándose en la neu-
tralidad de un ‘Él’ sin rostro»1.
Este tiempo sin presente (un tiempo en que el pre-
sente habrá sido siempre una fugacidad encantadora o
atroz, una conmoción de los sentidos, inalienable del
movimiento que la hace perderse irremediablemente)
clausura también el pasado: si no puedo decir ahora,
¿cómo diré antes? De lo que se trata es de impugnar,
con los recursos de la escritura, al sujeto y sus vicios,
esa manía de ordenarlo todo alrededor de una figura
arbitraria que pretende organizar el universo entero.
Una vez suspendida la formación tripartita del tiempo
(presente-pasado-futuro), es decir, una vez que el pre-
sente aparece como carente de ancla, con un sujeto que
se dispersa en él en lugar de inaugurar su ordenamiento
diciendo Yo, una vez que el tiempo deviene puro presen-
te que fluye o descomposición inasible de instantes pre-
sentes que aparecen y desaparecen sin fin y sin nexo, se
abre el espacio para la literatura como «reino fascinante
de la ausencia de tiempo».

1. Maurice Blanchot, El espacio literario, Madrid, Editora Nacional, pp. 25, 26.
Pasado: Ourovourus / 187

¿Qué es, en este sentido, el recuerdo? Viene de un


fondo que es desconocido pero aun así reconozco, no
me pertenece pero se me manifiesta para que vuelva a
reconocer su familiar extrañeza, porque lo reconozco sin
haberlo conocido, y me reconozco en él aunque sea ante
él algo menos que Yo. El recuerdo no es sino que apare-
ce. Hace aparecer la ausencia con el poder incontestable,
ajeno a la dialéctica, de la imagen. ¿Cómo discutir con
una imagen?, ¿cómo justificar o explicar la aparición
intempestiva de una imagen que me contiene pero que
me muestra en el carácter inasible que me constitu-
ye? Quiero ir hacia el recuerdo y no puedo. Cuando el
recuerdo viene a mí como saliendo de mí, como expul-
sándose a sí mismo de mí, vuelvo a entender (quizá sería
mejor decir que vuelvo a sentir) la calidad del aconte-
cimiento en mi cuerpo que se eriza y se conmociona.
Real pero intransferible, es lo más propio de mí y a la vez
me convierte en una extranjera para mí misma, porque
entiendo que no soy dueña de mis recuerdos y, en esa
medida, no soy dueña de nada.
Nada de esto es nuevo. Dice Nietzsche del instante:
«aparece en un parpadear, en el próximo desaparece,
antes una nada, después una nada, sin embargo retorna
como un fantasma para estorbar la tranquilidad de un
instante venidero.» Así entiendo también el recuerdo. El
188 / Otra vuelta

ejercicio de la memoria me parece vano si lo que impor-


ta es la fascinación hecha cuerpo. ¿Cómo puede ejerci-
tarse algo sobre lo que no se tiene propiedad o volun-
tad? La memoria cultural está por fuera de la literatura,
más allá de su campo de acción e influencia. Por eso el
recuerdo no revela ni explica, solo emerge y absorbe o
atrae, genera una imagen que es deseo y realización de
un contacto con lo ausente o, más bien, con la ausencia
que toma forma y cuerpo, un olor o un momento de la
luz del día que no será más; la cara del amante que aso-
ma con violencia, no se sabe de dónde, en medio de una
caminata distraída por la ciudad y que convulsiona el
cuerpo entero, que torna extraño todo el resto del día,
y cuyo contexto es irrecuperable (¿hace cuánto vi ese
rostro?, ¿en dónde?, ¿cómo haré para retenerlo?): eso es
el recuerdo para mí. Pero no, al recordar, el amante per-
dido o el atardecer ilocalizable, sino, en ellos, el retorno
de una afirmación ausente, la ausencia como imagen, la
ausencia hecha presencia, ese milagro modesto que con-
siste en experimentar el paso de una presencia inasible
e incontestable que es propia pero no se posee: la expe-
riencia de los propios límites puestos a prueba por esa
intrusión extraña e inexplicable, inquietante.
Es decir que el fundamento más íntimo e inalienable
del recuerdo es el olvido que todo lo destruye. El olvido
Pasado: Ourovourus / 189

que permite la vida. Debe ser por eso que la memoria,


en tanto categoría moral, me aburre a veces. No porque
no sea necesaria, imprescindible, en numerosas ocasio-
nes (cuando es cuestión de restituir justicia a víctimas
de crímenes políticos, por ejemplo, o cuando se busca la
conservación del patrimonio de un lugar) sino porque,
como toda categoría moralizante, excluye a su contra-
rio y lo anula: si la memoria es obligatoriamente buena,
el olvido será fatalmente malo. Fue Nietzsche también
quien le puso límites a la Historia y a sus funciones en la
vida humana reivindicando lo intempestivo del instante,
el olvido animal; el olvido suspende la moral porque no
es ejercido, acontece, y de su paso determinante por la
vida no hay nada que pueda dar cuenta, salvo la ausencia
hecha cuerpo que es el recuerdo, siempre inapresable. Es
sin justificación y sin función; perturba los programas,
las certezas y las convicciones, ilumina sin actuar.
Un día en casa de Juan Pablo estábamos tomando
unos tragos de ron o whisky. En un momento de emo-
ción etílica me dijo que lo acompañara a la bodega de su
edificio, en el subsuelo. En el pequeño cuarto se acumu-
laban cajas, muebles, papeles, estantes. Un foco blanco y
pelado iluminaba mal ese cúmulo polvoriento de cosas.
Después de despejar algunos objetos del camino, sacó
de una caja una carpeta con la palabra OUROVOURUS
190 / Otra vuelta

escrita en grandes letras mayúsculas, con marcador ne-


gro, sobre la tapa (ahora recuerdo el PARANATELLON
de Tomatis, y ahora su proverbial morosidad depresiva,
todas las veces que se metió la galletita en la boca sin
recordar, lo que se dice, nada). La materia, las cosas, son
el enemigo, desventajado pero persistente, del olvido.
Ourovourus fue una revista de creación literaria que
durante los años 2002 y 2003 publicamos semestral-
mente con un grupo de amigos en la universidad. Nos
motivaba una grandilocuencia de la que acabo de rene-
gar: pensábamos que todo aquello era un asunto tras-
cendental, destronar a los mayores y generar nuestra
propia red de escritores («creadores») jóvenes latinoa-
mericanos. Algunos eran un poco más moralistas que
otros. Yo, por ejemplo, estaba profundamente estimula-
da, sobre todo, por el hecho de estar empezando a des-
pertar de algún largo sueño, y no tenía que ver precisa-
mente con la gestión cultural ni con la revista, aunque la
amaba. Tenía apenas veinte o veintiún años y me explota-
ba por dentro un incontenible deseo de vivir; la larga ado-
lescencia, la cursilería inocente y encantadora, dio un giro
para mí por esos años (muchos de mis compañeros de la
revista eran seis o siete años mayores que yo); empecé a
creerme adulta y no encontré mejor modo de demostrár-
melo que entregándome a una vorágine prodigiosa y dul-
Pasado: Ourovourus / 191

císima de alcohol, discusiones que mezclaban lo literario


con lo amoroso y el desarreglo de las creencias. Para mí
la Ourovourus fue sobre todo el símbolo de una época de
desacomodo que devino permanente.
Otros tenían intereses más honestos y más intelec-
tuales que los míos, pero ninguno fue ajeno a esa euforia
que nos igualó a todos en un lapso suspendido sobre la
soleada faz quiteña. Quiero decir que trabajábamos a
conciencia con pocos recursos, combinábamos fuerza
de trabajo con intensidad afectiva, pasábamos la ma-
yor parte del día juntos discutiendo estrategias de dis-
tribución o la pertinencia de una coma, la aceptación o
rechazo de textos, la necesidad de autogestionarnos,
pero ninguno era ajeno, o al menos eso creo, al clima
que se avecinaba con la noche, un olor en el ambiente
o una disposición en los ánimos. La caída de la tarde,
el gradual oscurecimiento del aire, me ponía sensible y
aprensiva, me excitaba los nervios; buscaba ciertas cer-
canías, indagaba en algunos territorios sin querer ni si-
quiera aceptarlo (tanta culpa sentía), disimulada entre
las peleas por cuestiones editoriales o de diseño. Enton-
ces me daba cuenta de que quizá, a veces, la revista era
una excusa: aunque suelo ser muy responsable, nunca
tuve una moral del trabajo que lograra imponerse a las
presiones del deseo.
192 / Otra vuelta

Queríamos hacer lanzamientos y gestos disruptivos,


vanguardistas. Todo eso es tremendamente encantador
ahora que todos ya pasamos los treinta y varios llegaron
ya a los cuarenta. Basta ver algunas de las «Noticias de
los autores» del primer número: «Cresnor Datsá. Brno,
República Checa, 1980. Quito, 2001. Siervo de Aquel que
trabaja en el silencio, y a Quien nada puede expresar sino
el silencio»; «David Guzmán. todavía no acaba de nacer,
está naciendo. Sin ciudad ni fecha»; «Nicolás Jara Miran-
da. desde mayo trece en el ambato del setenta y siete. el
grito, libro más inédito que cualquier otra cosa. (aplau-
sos)». Buscábamos sobre todo, cada uno a su modo, y al
mismo tiempo, una identidad y una comunidad. Y las
generamos, sin duda. Aún hay personas desconocidas o
más jóvenes que recuerdan la Ourovourus y a veces me
han dicho cosas como: «ah, tú eras de los ourovourus», y
yo contesto que sí, secretamente orgullosa.
Cuando reviso nuestras cuatro únicas publicaciones
(que, como era previsible, fueron declinando en calidad
con el tiempo) siento una alegría que nada tiene que ver
con el contenido de las revistas (diré la verdad: esos con-
tenidos, sobre todo de los números impares que eran los
de creación literaria joven, son de calidad irregular, aun-
que el manifiesto inicial sigue pareciéndome muy bello),
sino con la ausencia que esos papeles tienen el poder de
Pasado: Ourovourus / 193

materializar de vez en cuando. Ya casi nunca hablamos


de la revista. Es natural, han pasado tantos años, todos
avanzamos en direcciones distintas desde entonces. Pero
yo creo que para varios de nosotros es como un fantas-
ma querido o como un epitafio. También creo que para
algunos es un espacio nostálgico que hay que evitar. La
nostalgia es demoledora porque nos expone en nuestra
cursilería primordial; es imposible ser nostálgico sin ser
ingenuo, y la ingenuidad, si no se abraza con desfacha-
tez, produce vergüenza. Quizá todos fluctuamos entre
la vergüenza y el orgullo. Recuerdo ahora una noche,
varios años después de la desaparición de la revista y del
desmantelamiento del grupo que la formó, en que San-
tiago me había organizado una despedida sorpresa en su
casa (yo ya vivía en Buenos Aires). Esa noche reunió a
gran parte del equipo de la extinta revista, cosa cada vez
más inusual. Aun más inusual fue que todos nos queda-
mos de largo, nadie alegó obligación alguna de retirarse
temprano. Alguna hora de la madrugada nos encontró
a todos borrachos y abrazados, gritando: «¡Viva Ouro-
vourus! ¡Viva la Ourovourus!». Si pudiera hacer pelícu-
las, filmaría esa escena copiando a Cassavetes: con bo-
rrachos de verdad, con ourovourus de verdad.
Esa tarde con Juan Pablo, después de abrir la carpeta
con las grandes letras que decían OUROVOURUS en la
194 / Otra vuelta

tapa, elegí la desfachatez de nuevo. Había muchas cosas


ahí, invitaciones a los lanzamientos, ejemplares de los
cuatro números de la revista, un papel escrito con tinta
verde que contenía las indicaciones del lanzamiento de
nuestro cuarto y último número, el especial dedicado a
Jorge Carrera Andrade. Hicimos que alguien leyera un
largo texto en francés en el micrófono y luego, desde el
público y dispersos por la sala, empezamos a leer en voz
alta, indistintamente, algunos microgramas. El papel,
que había sido arrancado de un cuaderno de los que
entregaba la universidad a sus estudiantes en esa épo-
ca, contenía nuestros nombres junto a los números de
los microgramas que cada uno leería. Me gustó recor-
dar esa mala idea y su fallida —aunque audaz— puesta
en acto. Lo más conmovedor fue el machote del primer
número. Lo pegamos en forma de acordeón y nuestro
método era puntilloso y perfecto: en ronda, cada uno
leería página por página la revista corrigiendo todos los
errores de estilo, tipográficos o de contenido. Cada co-
rrector debía consignar su nombre sobre cada una de las
páginas revisadas. Así pretendíamos reducir al mínimo
la posibilidad de erratas.
En mis manos estaba ese acordeón ajado y liso, sua-
vizado por los años. Algunos bordes ya estaban rotos
o muy desgastados. Nuestros nombres en la primera
Pasado: Ourovourus / 195

página, bajo el subtítulo democrático «Hacen esta revis-


ta:», y luego nuestro manifiesto combativo. En distintos
lugares de cada página, nuestras firmas en varios colo-
res: nrjm, Javier, Dani, YM, un garabato. Y así. Algunos
chistes de Nicolás, siempre en un límite indescifrable y
prodigioso entre lo críptico y lo prosaico.
Era imprevisible, por cómo venía desarrollándose la
tarde, muy lejos de esos años y esas noches, pero volvió
el olor del departamento de la Roca donde hicimos esa
corrección, su luz escasa, el frío permanente, algunos
rostros queridos y otros lejanos en gestos que no sé si
alguna vez tuvieron. El espacio se organizó de acuerdo
con esa intromisión súbita, con esa vuelta. En mi piel el
abrigo de ese frío que amé, con su manía de estar siem-
pre a punto de tornarse hostil y expulsarme. Tardes y
tardes recorriendo Quito en la ruta entre la universidad
o la casa de Santiago y la imprenta, en el sur, de a dos o
de a tres y así se iban formando nuevas redes, nuevos
vínculos y a veces nuevos amores y lo que les correspon-
día, emergentes enemistades apasionadas. Una vez, des-
de esa imprenta a la que habíamos ido varios por alguna
razón, cinco o seis quizás, nos fuimos rumbo a Ibarra,
en dos autos medio destartalados, sin objetivo alguno
pero animados por el sol que invitaba a una aventura
de carretera. En el camino los frenos de uno de los au-
196 / Otra vuelta

tos empezaron a fallar y luego alguno se emborrachó y


se puso un poco violento, así que llegamos solo hasta
Cayambe, desanimados y medio peleados. Nos senta-
mos un rato en silencio, en un parque triste de objetos
oxidados y verdísima hierba muy crecida y oprimido
por un cielo blanco y helado, y emprendimos ensegui-
da el regreso a Quito. Fue un viaje trunco como lo sería
nuestro último número, que detonó la disgregación y un
repliegue reactivo de toda la intensidad derrochada du-
rante esos dos años de comunidad.
En el primer número puede leerse el texto solem-
ne de Cresnor Datsá, grandilocuente anagrama de un
nombre simple, nuestro amigo muerto que sigue por un
tiempo más a resguardo del olvido; al fin creo que todos
aceptamos que tenía razón en su última carta: el olvido,
ese abismo que unifica las cosas, terminará por tragárse-
lo, como a todos nosotros, como a nuestra revista. Pero
no todavía.
Fárragos finalmente: la vida afuera

A Sebastián, en este arduo camino

Y el poeta se retrasa mirando las piedras y preguntándose:


¿acaso existe
entre estas líneas despedazadas, estas crestas, estos picos,
estas puntas convexas, cóncavas?;
¿existe el movimiento del rostro, la silueta de la ternura
de aquellos que extrañamente se fueron borrando de
nuestras vidas,
de aquellos que se quedaron, como sombras de olas y
pensamientos en la infinitud del mar?
Yorgos Seferis
«El rey de Asiné»

La manera por la que el pasado recibe la impresión de una


actualidad más reciente está dada por la imagen en la cual
se halla comprendido.
Y esta penetración dialéctica, esta capacidad de hacer pre-
sentes las correlaciones pasadas, es la prueba de verdad
de la acción presente. Eso significa que ella enciende la
mecha del explosivo que mora en lo que ha sido.
Walter Benjamin
París, Capital del siglo XIX. El libro de los pasajes

En casa de mi familia no había muchos libros, ni la


costumbre de leer. Mi abuelo materno había sido un
198 / Otra vuelta

escritor bastante reconocido en Guayaquil e incluso en


el país. Se llamó Walter Bellolio, yo no lo llegué a cono-
cer. En 1974 fue a España a publicar el libro que lo con-
sagraría, y ahí lo atropelló un carro y lo mató. Cuando yo
era niña, el nombre de sus libros o el reconocimiento del
que disfrutaba en los círculos culturales ecuatorianos no
era el tipo de noticias que me llegaba acerca de esa figura
lejana, y de su gran biblioteca tampoco me tocó nada: el
destino de esos libros valiosos me es desconocido.
Así que cuando yo era niña lo que había, en cual-
quiera de las casas que habitaba parcialmente (las de mis
tíos, la de mis abuelos paternos, la que lográramos ha-
bitar con mi madre y hermana) era televisión nacional,
tedio vespertino y alguna sensación persistente de peli-
gro o incertidumbre. Recuerdo esa época ambigua, la de
mi infancia, con menos cariño que la mayor parte de las
personas, que reservan su nostalgia para esos tiempos
en que todo lo suponen feliz y ajeno a los conflictos que
traen edades posteriores. Es una mezcla de circunstan-
cias adversas lo que alcanzo a evocar, que al no haber
sido directamente trágicas ni excepcionales, le quitan
de entrada su valor moral a lo que podría ser relatado
como una historia más o menos heroica de superación
de obstáculos, y me dejan indecisa sobre si vale la pena
entrar o no en más detalles. Pero también recuerdo, y
Fárragos finalmente: la vida afuera / 199

vívidamente, que en algunas tardes calurosas en que


todos dormían la siesta en casa de mis abuelos pater-
nos, yo, que detestaba y temía esa quietud, me sentaba
en alguno de los canteros del patio de cemento de mis
abuelos que daban a la calle a comer las golosinas que
me había guardado desde el mediodía. Esos canteros
siempre estaban llenos de flores que mi abuelo planta-
ba con mucha dedicación, con mano cuidadosa y hábil;
recuerdo las flores: eran grandes, blancas y con el centro
que se amarillaba, y su textura era como cauchosa. No
sé nada de plantas, así que no sé el nombre verdadero de
esas flores, aunque recordándolas se me viene a la mente
una palabra: cardos. Pero no eran cardos las flores que
mi abuelo plantaba en su patio delantero.
Me sentaba en los canteros, con calor y a la sombra, a
mirar el sol que pegaba sobre el frente de la casa vecina,
amarillo tostado como es el sol en Guayaquil cuando el
cielo está despejado por la tarde. La casa de mis abuelos
quedaba en el barrio Urdesa central, que en esa época
(hace muchísimos años que no paso por ahí) era tran-
quilo, plano, deshabitado de peatones a esa hora; pasaba
cada tanto el heladero haciendo sonar las campanas de
su triciclo, y el verdulero también, aunque en esto no sé
si me confundo, porque quizás él solo pasaba los fines de
semana anunciando con su grito aflautado y proyecta-
200 / Otra vuelta

do con la potencia de un tenor las verduras que vendía.


Lo hacía todo con sigilo, porque mi abuela se enojaba si
alguno decidía desobedecer el mandato de hacer la sies-
ta; esperaba un buen rato, hasta que hubieran cesado
todos los sonidos preparatorios al sueño, las cortinas
que se corrían, las persianas de vidrio y el sonido gira-
torio del dispositivo que las inclinaba hasta cerrarlas, el
encendido del aire acondicionado, la puerta que se ce-
rraba. Salía entonces, tan silenciosamente como podía,
sorteando los peligros de las dos puertas que se inter-
ponían entre el patio y yo (y que siempre sonaban). Y
ahí me distraía con mis golosinas, que eran siempre las
mismas, un chupete rojo y unos caramelos masticables
de varios sabores, que en ese tiempo se llamaban «Chis-
pas» —hoy ya tradujeron el nombre al inglés—. Como
hacen muchos niños, comía las chispas en orden, es de-
cir que primero comía los colores que menos me gusta-
ban y terminaba, con pena, comiendo los rojos. Siempre
los dulces eran insuficientes con respecto al tiempo que
duraba la siesta, ese tiempo que yo sentía como exterior
al de la cotidianidad, y que terminaba con la llegada de
alguna de mis tías, que traía la vida de vuelta, que agi-
taba un poco lo visible antes de que llegara el momento
de su sueño definitivo. Durante esas horas muertas de la
tarde, en que, de aburrida, veía todas las variaciones de
Fárragos finalmente: la vida afuera / 201

la luz solar sobre la pared del frente, creo que yo intuía


la llegada de ese sueño definitivo, y quizá lo esperaba,
quieta con mis golosinas sobre el cantero, sola y con la
mirada perdida en lo que frente a mí se fragmentaba en
destellos de luz, en resplandor a través de los pétalos
blancos y amarillos, y protegida por la penumbra que
proyectaba la casa de mis abuelos.
Puedo decir que fue un tiempo turbio, del que no me
quedan más que retazos de conciencia, como listones
de color intenso en medio de una bruma que no es en
verdad tan densa como para impedir del todo la mirada,
pero sí lo suficiente como para permitir que esas silue-
tas que siguen rondando mi cabeza ganen algo de espe-
cificidad y dejen de ser solo espectros. De algún modo
extraño, sin embargo, esas imágenes que son puro color
y textura, tal vez un movimiento en medio de una quie-
tud de siesta, presionan cada vez con mayor potencia,
hoy, muchas zonas de mi deseo de escribir. Como si, aun
sabiendo que tras esas imágenes no hay secreto a deve-
lar, que no hay nada más allí, quisiera hurgar el espacio
de la memoria; no interpretarlo, ni siquiera resignificar-
lo: simplemente removerlo para que cambie mínima-
mente de forma, como una variación cuya novedad no
encerrara beneficio alguno, solo un tenue e inocuo cam-
bio de aspecto. Removerlo para volver a observar el tra-
202 / Otra vuelta

bajo incansable del olvido, «ese mecanismo silencioso


y aniquilador que la memoria olvida para creerse una
representación del pasado», en palabras de Giordano1.
Las circunstancias han hecho que esos años de ines-
tabilidad parezcan convenientemente lejanos. Pero,
como el pasado no deja de ocurrir, como aparece con
cada paso y de modos ajenos a la lógica, irrumpiendo
en el relato conveniente y sin fallas que comúnmente
deseamos hacer de nuestra propia vida, ahora, para ini-
ciar este ensayo, he vuelto —de nuevo— a las imágenes
tibias de mi niñez en Guayaquil, dando este rodeo, que
no logro explicarme del todo, solo para recordar que no
creo haber tocado un solo libro durante los primeros
diez años de mi vida, ni que nadie me haya leído uno,
ni que en la escuela me hayan enseñado que hay algo
—una actividad, una costumbre, una profesión o un
deseo— que consiste en leer más allá de las clases tedio-
sas en que se suele enseñar a los niños que su mamá los
mima y los ama.
Mi primera migración en serio se me pasó sin que me
diera cuenta. Fue cuando tenía nueve años y nos fuimos
a vivir a Quito mi mamá, mi hermana y yo. Es curioso
que un viaje tan trascendental en mi vida (me considero

1. Alberto Giordano, «El teatro de la memoria. Sobre Sin la misericordia de


Cristo de Héctor Bianciotti», Revista de Letras, 7, 2000, p. 127.
Fárragos finalmente: la vida afuera / 203

quiteña de un modo particular y ambiguo, aunque muy


intenso, debido a mi desconfianza y rechazo hacia toda
moralidad relativa a la pertenencia territorial, regional
o patriótica de cualquier índole), haya pasado tan desa-
percibido de mi mapa emocional y cognitivo: no logro
recordar ese punto de inflexión. De la trashumancia
urbana y siempre al borde de lo miserable en Guayaquil
pasamos, sin que pueda evocar la transición, a vivir en
una hermosa casa que aún recuerdo: en el valle de San
Rafael, frente a un río estrecho, con paredes de vidrio
que mostraban un paisaje verde y azulísimo, con jardín,
con escaleras alfombradas de rojo. Frente a ese paisaje
nuevo creo recordar algunos raptos tempranos de con-
templación; el cambio de geografía produjo un cambio
en mi modo de ver, o mi mirada empezó a hacerse cargo
de sí misma con la presencia calma de esas montañas
verdes y lejanas, del río estrecho y gris que corría aba-
jo, dividiendo los caseríos, la amplitud del valle y los
empedrados que debía recorrer en bicicleta para llegar a
cualquier parque o casa vecina. No tenía idea de qué me
llamaba la atención y por supuesto que mis reflexiones,
de haber existido, no se pretendían literarias, porque era
demasiado joven y porque yo no tenía idea de qué cosa
era la literatura. Mi arrobamiento ante ciertos paisajes,
que no ha hecho más que intensificarse con los años,
204 / Otra vuelta

era sencillamente una disposición del espíritu o del


temperamento, en ocasiones objeto de burla por parte
de algunos cercanos (y cómo culparlos), y recién aho-
ra he empezado a procurar, a sabiendas de la inutilidad
de ese intento y de la afasia que sufren las palabras con
respecto a la experiencia, escribir sobre eso. Como lo ha
precisado Maurice Blanchot, hago este intento como un
gesto cuyo fracaso le es inherente: «el medio que utiliza
[el escritor] para recordarse a sí mismo es, cosa extraña,
el elemento mismo del olvido: escribir»2.

***

Me he inclinado últimamente por pensar que es la


amplitud de ciertos paisajes lo que me llama la atención.
Una montaña cercana tiene menos efecto en mi sensi-
bilidad que una que veo de lejos, intervenida por esa
bruma que tiñe las cosas a la distancia. Por eso nada me
conmueve más que observar los astros. En dos ocasio-
nes he podido echarme a mirarlos desde una locación
privilegiada. La primera fue hace varios años en Chivil-
coy, que es un pueblito en medio de la planicie exaspe-
rada de la provincia de Buenos Aires, en una hacienda a

2. Maurice Blanchot, El espacio literario. Barcelona, Paidós, 1992, p. 22.


Fárragos finalmente: la vida afuera / 205

la que habíamos ido en grupo para filmar un cortome-


traje. Fue la primera vez que vi las estrellas brillar con-
tra un cielo tan negro, y la primera vez que me encontré
reflexionando sobre la perplejidad que me invadía ante
un paisaje que, me di cuenta entonces, no comprendía.
La segunda vez fue hace poco. Fui con dos entra-
ñables amigos a Caburga, un pequeñísimo pueblo en
el sur de Chile, donde pasamos cerca de dos semanas.
Habitamos, formando o reforzando —o viendo extin-
guirse— una comunidad frágil, incompleta siempre, la
que integran los amigos a quienes los une un lazo que se
sabe temporal, y por eso más intenso mientras persiste;
habitamos, decía, una casa con chimenea frente a un
gran lago. No hay allí más que araucarias, pinos, agua
y enormes piedras que forman las montañas. También
pájaros y algunos perros lejanos. Cuando llegamos y
nos ocupábamos en ordenar algunas cosas, elegir ha-
bitaciones o preparar algo de comer, aún el sol estaba
alto. Destellaba contra las ondas mínimas del lago, que
estaba como descompuesto en fulguraciones. Más tar-
de, en el crepúsculo de ese mismo día, dos de nosotros
bajamos a la orilla, nos subimos a un barquito pequeño
y remamos sin apuros hacia el centro del lago. Íbamos
interpelados por el silencio, y como hacemos por com-
pulsión o costumbre de mermar lo que aparece como
206 / Otra vuelta

pleno, hablábamos de cualquier cosa para disimular el


murmullo inmenso de todo lo que nos rodeaba. Cuando
dejamos de remar vi hacia el cielo, que estaba a punto de
ponerse negro.
(En una época mi gata Julia estuvo muy enferma.
Sufría de muchos dolores y ningún veterinario sabía
bien qué hacer. Sin embargo, ella sabía administrar bien
los intervalos en que no sufría demasiado; subía a la
terraza y pasaba largas horas mirando el cielo, acosta-
da sobre un muro ancho. Una noche —recuerdo que
estaba llegando la primavera a Buenos Aires, y el cie-
lo no era negro sino más bien como morado, y a nin-
guna hora ya se oscurece más que eso en esa época del
año (ahora, mientras escribo esto, pesa el invierno en la
ciudad, y como decía Ángel, ese personaje de la novela
Cicatrices de Saer, hay esa «porquería de luz de junio,
mala, entrando por la vidriera»)—, una fiesta entre ami-
gos estaba teniendo lugar abajo, en mi casa, y yo necesité
separarme del grupo porque una inquietud se agitaba en
mi pecho con fuerza. Así que subí a la terraza y me senté
al lado de Julia, que miraba tranquila el cielo, y la seguí
yo en el gesto: entonces algo que había venido aproxi-
mándose durante meses, lo que sentí agitarse todo el
tiempo esa tarde, llegó. Fugaz, inasible, total: un terror
a la muerte se abalanzó por mi garganta hasta detrás de
Fárragos finalmente: la vida afuera / 207

mis ojos, enorme, infinito como el cielo que estaba mi-


rando, ineludible. Entonces lloré, por miedo a que se me
muriera la gata, a que los años pasaran tan rápido que de
pronto yo misma me encontrara esperando la muerte,
a la muerte del mundo, de mi madre, de todo lo cono-
cido. Todo esto pero simultáneo, como decir un aleph
pero sin sabiduría de ningún tipo, solo lleno de fin. Llo-
ré largamente mientras Julia seguía en su contemplación
tranquila y mientras la música sonaba abajo.)
Cuando levanté la mirada en ese crepúsculo des-
de el lago Caburga, sentí una oleada interior similar a
la que acabo de relatar, pero esta vez no fue de miedo
sino de algo menos explicable, más pacífico, pero igual-
mente totalizador. Las estrellas se multiplicaban sin fin
en esa extensión impersonal e indiferenciada. Me dejaba
estupefacta una inmensidad tan inabarcable. De algún
modo lateral, ajeno a las palabras y más aun a ningún
afán teorizador, recordaba en la contemplación silencio-
sa de ese firmamento infinito, las consideraciones que
elaboró Giorgio Agamben en su ensayo «¿Qué es lo con-
temporáneo?». En ese momento no pude haber recorda-
do las palabras exactas del teórico italiano, sino apenas
una imagen, la de la luz de las estrellas viajando por años
y manifestándose tardíamente ante los ojos de los terres-
tres. Esa luz que llega solo a condición de haber muerto
208 / Otra vuelta

en su origen: que existe en el firmamento como prueba


de su propia ausencia. Más tarde, volví a las palabras de
Agamben:

En el universo en expansión las galaxias más remotas se ale-


jan de nosotros a una velocidad tan alta que su luz no puede lle-
garnos. Lo que percibimos como la oscuridad del cielo es esa luz
que viaja velocísima hacia nosotros y que no obstante no puede
alcanzarnos, porque las galaxias de las que proviene se alejan a
una velocidad superior a la de la luz. Percibir en la oscuridad del
presente esa luz que trata de alcanzarnos y no puede: eso signi-
fica ser contemporáneos. Por eso los contemporáneos son raros;
y por eso ser contemporáneos es, ante todo, una cuestión de co-
raje: porque significa ser capaces, no solo de mantener la mirada
fija en la oscuridad de la época, sino también de percibir en esa
oscuridad una luz que, dirigida hacia nosotros, se nos aleja infi-
nitamente. Es decir, una vez más: llegar puntuales a una cita a la
que solo es posible faltar3.

Quizá sea una actividad inherente a toda conciencia


—y más aun para aquellos lectores que, como yo, se sien-
ten conmovidos de modo singular por cierta teoría—, el
ejecutar una operación como esta que estoy ensayando
ahora: el narrarse a sí mismos historias que vayan agre-
gando sentido a lo que en principio es sin sentido, lo que
tiene el poder de dejarnos en silencio. La cuestión es que

3. https://19bienal.fundacionpaiz.org.gt/wp-content/uploads/2014/02/agam-
ben-que-es-lo-contemporaneo.pdf
Fárragos finalmente: la vida afuera / 209

en ese anochecer del sur chileno, flotando en medio de


un lago, rodeados de una negrura creciente de intensi-
dades variables (después de unos minutos empezaban a
distinguirse las copas lejanas de los pinos contra el cielo,
en la orilla contraria, las áreas más claras de arena en
la playa, incluso ciertos destellos en el agua provocados
por las estrellas más grandes, fragmentados por la agita-
ción discreta del agua), el espacio que se presentaba así,
inconmensurable y oscuro, poblado de entes brillantes
que se esparcen de modo caprichoso para ofrecer una
luz que ya no existe, atravesado por esa bruma que es
una parte del espiral de la Vía Láctea y que yo nunca
había visto antes, me hizo callar de un modo que exce-
de el simple acto de no emitir palabras. Una certeza de
desaparición próxima de todo lo visible, la evidencia
de un modo de ser ambiguo en todo lo existente y en
mí misma, traídas a primer plano por el paisaje sideral,
se mezclaban con la alegría intempestiva de estar ahí:
éramos dos presencias mínimas en la inmensidad del
universo, tan humildes como pueden ser dos concentra-
ciones pasajeras hechas de sangre y conciencia, algo así
como una brizna de arena en un océano interminable, y
sin embargo ahí estábamos, y escuchábamos el rumor
del lago y de las hojas que se agitaban lejos, y nuestros
cuerpos aún eran capaces de estremecerse con el frío del
210 / Otra vuelta

lago e incluso, en medio de una inmensidad así, mi con-


moción ante lo que veía produjo una nueva distribución
de lo existente, tan modesta que es invisible, tan intensa
que existió pese a todo.
Persistía también la certeza, dolorosa y determinan-
te, de que ese silencio que condujo la aparición de la
imagen sideral estaba por terminar, y que aquella epi-
fanía estaba condenada a tratar de ser en adelante expli-
cada con palabras, y que se perdería así su carácter ver-
dadero; que se iría, como se va toda experiencia, llevada
por el flujo indetenible del acontecer.

***

No puedo decir que me considere una viajera. He


viajado algo, menos que la mayoría de mis conocidos, y
siempre ante planes de viaje me encuentro a mí misma
en actitud reticente y a veces me angustio: los planes de
viajar me generan algo así como una sospecha que tra-
to por todos los medios de disimular. Asimismo, una vez
en tierra extranjera, me cuesta congeniar intereses con
los compañeros de travesía; aborrezco las largas jornadas
consistentes en correr de un lugar de interés al siguiente,
los tours me ponen mal, los guías turísticos me irritan, y
Fárragos finalmente: la vida afuera / 211

para emocionarme en un paraje nuevo lo que me hace fal-


ta dista mucho de un monumento o incluso de una her-
mosa construcción antigua. No soy, me parece, una buena
turista. Tampoco creo en las virtudes morales que muchos
asocian con el viaje: no me consta que viajar haga mejo-
res, más abiertas o más solidarias a las personas, ni estoy
tan segura de que entre uno más conozca el mundo más
perspectiva sobre la vida adquiera. Las emociones que me
genera volver a Quito por octava o novena vez desde que
vivo en Buenos Aires tienen más alcance en mí que viajar
al otro lado del mundo... no por falta de curiosidad ni por
desdeño autosuficiente, mucho menos por nacionalismo
(del que carezco absolutamente): se trata más bien de una
relación sentimental intensa con ciertos espacios que,
de tan recorridos, de tan conocidos, me ofrecen una ex-
trañeza singular y me permiten entablar un diálogo con
otras versiones de mí que parecen estar rondando, como
espectros, lugares recorridos desde hace muchos años,
un diálogo íntimo y silencioso con el recuerdo y con los
afectos. Por eso, quizá, no sea contradictorio decir que la
geografía tiene un enorme poder sobre ese constructo he-
terogéneo que considero mi vida (cualquier vida), pero
que viajar me resulta secundario y hasta prescindible.
Lo primero que leí, ya en Quito, a los once o doce
años, fueron unos tomos de la historieta Mafalda que
212 / Otra vuelta

aparecieron en casa un día, no sé bien de dónde. Me sen-


té en el escritorio donde hacía mis deberes escolares y leí
de un tirón cinco o seis de esos tomos. De esa primera
experiencia de lectura (o de esa primera lectura que se
me presenta como experiencia consciente de lectura),
recuerdo únicamente mi propia risa desenfrenada, exa-
gerada quizá con respecto a lo que me la provocaba (a
decir de mi madre, una risa de «niña loca») y mi fas-
cinación por la ciudad que allí estaba representada. Se
me hacía increíble que en un lugar del mundo existiera
realmente un día en que empieza la primavera y, adheri-
da con convicción a un estricto pacto realista que había
hecho con lo que tenía entre las manos, las plazas, las
veredas, los almacenes y los departamentos dibujados
por Quino se convirtieron en imágenes obsesivas para
mí. No conté, pero sé que leí esas historietas al menos
unas veinte veces en ese año; de hecho, fue todo lo que
leí durante algún tiempo. No sabía bien qué era Buenos
Aires, ni dónde quedaba, ni si estaba lejos o cerca, lo que
yo entendía por Buenos Aires empezaba y terminaba en
lo que me mostraban las historietas de Mafalda. Así, mi
relación con la ciudad que veinte años después habito, se
forjó durante mucho tiempo sobre la base de un conoci-
miento que no tuvo nada que ver con el viaje: una expe-
riencia de lectura fue el inicio de mi vida en Buenos Aires.
Fárragos finalmente: la vida afuera / 213

Si en la medida en que todo viaje tiene como referen-


cia domesticadora al oikos, la diferencia se juega en térmi-
nos de mutación del hogar que se abandonó y de la capa-
cidad de reconocimiento entre este y el viajante. Según la
teoría más clásica sobre el viaje, ciertos valores y pares sig-
nificativos están puestos en juego: pérdida/ganancia, par-
tida/retorno, tiempo/espacio, etc. Estas valoraciones son
útiles en la medida en que establecen núcleos de sentido
polarizados, en cierta medida didácticos, que entregan un
punto de partida desde el cual leer la propia experiencia.
Desde el punto de vista metodológico, me ocurre con
estas nociones lo mismo que me ocurría cuando, mien-
tras estudiaba cine, algún profesor nos mandaba a filmar
un cortometraje bajo alguna consigna4. Esas consignas
—que en principio acotaban enormemente las posibi-
lidades de creación—, para mí tenían un efecto prolife-
rante: jugar con un mandato se me hacía más divertido
que tener en mis manos toda la materia del mundo. Estos
conceptos, enunciados de este modo tan clasificatorio,
que en principio fijan con autoritarismo lo que es inasi-
ble e inarticulable, me resultan motivantes en la medida
en que, por movimientos mínimos de desvío o por un

4. Ahora recuerdo dos de ellas, y conservo aún los productos audiovisuales que
fueron su resultado: «Sábado a la noche, domingo a la mañana» y «Repetición
y variación».
214 / Otra vuelta

gesto pertinaz de merodeador con respecto a su estatismo,


empiezan a descomponerse, a mostrar sus intersticios,
para dejar aparecer lo que estaban ocultando, la naturale-
za ambigua de todo movimiento. Una de las certezas que
me quedan aún es, irónicamente, que todo lo que se nos
presenta liso y sin fallas, macizo, ajeno a los conflictos,
bulle secretamente de incertidumbres y de ambigüedad.
Que si hay algo demasiado dicho, es que está sobrevola-
do por núcleos de caos y dispersión que amenazan con
destruir todo orden vigente, y que de ese peligro surgen,
como bastiones de defensa, la autoafirmación y sus histe-
rias proclamatorias5.
Cuando vine a vivir a Buenos Aires, uno de los últi-
mos días de febrero de 2005, el par hogar/extranjero no
se prestaba a confusión. Dejé Quito sin saber bien por qué
ni para qué, ni si era buena idea hacerlo. Mi carrera en
la academia literaria la he recorrido siempre de un modo
errático e improvisado, aunque desde lejos parezca lo
contrario, con lo cual quiero decir que no vine a Buenos
Aires con un propósito académico estricto. Por el contra-
rio, estudiar era la forma de poder vivir en otra parte, en

5. Como escribió José Luis Pardo: «Presentarme como idéntico a mí mismo, sin
fisuras ni debilidades, falsea la verdad de mi vida (de mi muerte, de mi mor-
talidad) porque falsea su falsedad, falsifica su fragilidad con la apariencia de
firmeza». José Luis Pardo, La intimidad, Valencia, Pre-textos, 1996, p. 47.
Fárragos finalmente: la vida afuera / 215

ese locus imaginario que para mí era (y en alguna medida


sigue siendo) Buenos Aires. Esto era todo lo nuevo, y Qui-
to era mi ciudad: para mí eso estaba tan claro y asumido
de modo a tal punto acrítico que un año después, cuando
volví a Ecuador de visita, inició un proceso que no se ha
detenido y que antes nunca había experimentado.
Quito era mi ciudad: sin darme cuenta, había caído
en la superstición de que los espacios son algo, es decir
que tienen una esencia inmutable, algo que los hace ser
lo que son y que, asimismo, impide que cambien. Ese era
mi más grande deseo: el de encontrar a Quito tal como
lo había dejado. Que el tiempo no hubiera hecho su
trabajo lento pero implacable en nada de lo que me era
conocido. Mientras escribo esto, me parece entender
que esa convicción de identidad de la ciudad que dejé
y a la que un año después volvía, ocultaba un miedo in-
confesado a que todo hubiera cambiado.
Pero como diría el crítico Alberto Giordano en
sus charlas con alumnos y dirigidos (entre los que
me cuento), todo lo que es, es ambiguo: ni todo había
cambiado, ni nada seguía igual. Desde entonces lo que
marca mi relación con Quito se escapa de lo articula-
ble; una vez abolida la esperanza de que Quito fuera
algo, cualquier cosa, y que en tal virtud permaneciera
inmutable en mi ausencia, cada regreso ha ejecutado
216 / Otra vuelta

diversas torsiones sobre el par hogar/extranjero que


al principio estaba tan claro en mi mente. Encontré,
en esa primera visita, una resistencia del espacio a mis
recorridos que no ha cedido; como si la ciudad, que
dejé como espacio diáfano y propio, hubiera sufrido
una inclinación mínima, una metamorfosis discreta
que, sin embargo, lo trastornaba todo. Que lo trastorna
todo. Y entonces Quito dejó de serme propia; mi rela-
ción con Quito ya no pudo volver a ser fluida y cris-
talina, y pasó a ser otra cosa: la conversación con ese
espacio se dispersó sin fin, se hizo íntima.
José Luis Pardo ha pensado la intimidad en térmi-
nos muy distintos a los que buscan reducirla a una gra-
dualidad más intensa de lo privado. Contrariamente a la
idea más difundida de la intimidad, que asume que lo
íntimo es lo que resguardamos en lo más profundo, lo
incomunicable que se esconde como un tesoro, Pardo
sostiene que «la intimidad aparece en el lenguaje como
lo que el lenguaje no puede (sino que quiere) decir. La
intimidad no está hecha de sonidos sino de silencios, no
tenemos intimidad por lo que decimos sino por lo que
callamos, ya que la intimidad es lo que callamos cuan-
do hablamos»6. En este sentido, el medio ideal para la

6. José Luis Pardo , op. cit., pp. 54-55.


Fárragos finalmente: la vida afuera / 217

aparición de algo íntimo es la conversación, la relación,


la comunidad. Pero, en esa comunidad, es lo que no se
llega a decir, lo que queda flotando entre las palabras, o
detrás de ellas, presionándolas, ese silencio que, como
la mirada con respecto a la oscuridad de la que habla
Agamben, se debe sostener con la voz, para que las cer-
tezas del lenguaje se dejen aún perturbar por la potencia
de lo no dicho que aparece y se sustrae en un mismo
movimiento. Si la intimidad es la inclinación a decir de
Pardo, y no la inclinación hacia algo sino la inclinación
en tanto disposición a inclinarse, tendencia al desequili-
brio y goce de lo que está todo el tiempo por precipitarse
hacia sus consecuencias, Quito empezó a ser para mí el
escenario vivo de todas mis inclinaciones, el afuera que,
paradójicamente, tenía que recorrer después de haber
partido:

Para relacionarse consigo misma en todas sus operaciones,


la cosa pensante debe separarse de la pura puntualidad. Debe
extenderse. Al extenderse, se desvía de sí —no se divide verda-
deramente, no se corta, sino que se desvía. De este desvío, debe
regresar, volver a ‘sí misma’. Pero esta vuelta pasa por un afuera.
Solamente allí ella podrá constituirse en ‘adentro’ y en egoidad.
El ‘adentro’, desde el comienzo, está formado por el desvío-afue-
ra, es propiamente abierto desde afuera7.

7. Jean-Luc Nancy, 58 indicios sobre el cuerpo. Extensión del alma. Buenos


Aires, La cebra, 2011, p. 10.
218 / Otra vuelta

Pero no solo escenario. Al modo de Nancy en este


fragmento, o pensando en la noción de afuera de Fou-
cault,8 Quito como espacio devino extensión viva, ajena
a la conciencia, que enrarece las certezas y los saberes
que me permiten articular un relato de mi vida fuera
de mi país. Y yo empecé a experimentar una extraña
erosión de las clasificaciones que había elaborado para
entender mi estadía en Buenos Aires y mi relación con
Quito; yo también me extendí en esa vuelta. Creo que el
hecho de haber empezado a escribir un libro de cuentos
en que me permito volver obsesivamente a Quito, a re-
correr sus calles y conversar de nuevo con amigos que ya
no están más, con viejos amores, con espacios que han

8. «Es necesario reconvertir el lenguaje reflexivo. Hay que dirigirlo no ya ha-


cia una confirmación interior —hacia una especie de certidumbre central de
la que no pudiera ser desalojado más— sino más bien a un extremo en que
necesite refutarse constantemente: que una vez que haya alcanzado el límite
de sí mismo, no vea surgir ya la positividad que lo contradice, sino el vacío
en que va a desaparecer; y hacia ese vacío debe dirigirse, aceptando su desen-
lace en el rumor, en la inmediata negación de lo que dice, en un silencio que
no es la intimidad de ningún secreto sino el puro afuera donde las palabras
se despliegan indefinidamente [...]. No más reflexión, sino el olvido; no más
contradicción, sino la refutación que anula; no más reconciliación, sino la re-
iteración; no más mente a la conquista laboriosa de su unidad, sino la erosión
indefinida del afuera; no más verdad resplandeciendo al fin, sino el brillo y la
angustia de un lenguaje siempre recomenzado». Michel Foucault, El pensa-
miento del afuera, Valencia, Pre-Textos, 2004, pp. 24-26.
Fárragos finalmente: la vida afuera / 219

cambiado tanto que ya no son reconocibles o que fue-


ron abolidos por el tiempo, el hecho de haber vuelto a
explorar una zona tan poco hospitalaria como mi infan-
cia en Guayaquil, es algo que se hizo posible en la dis-
tancia: no por ningún enriquecimiento vital o cultural,
ni por alguna nueva perspectiva ganada, sino porque la
vuelta —el recomienzo— disipó los saberes —entera-
mente ficticios, por otra parte— que yo creía tener acer-
ca de mi existencia entre dos espacios.
Los saberes devinieron rumor, y no he querido desde
entonces que el rumor mute en palabra. O, para ser más
precisa, no he querido que la palabra vuelva a olvidar que
vive como rumor y no como representación: esa es mi
experiencia del espacio que habito y del que tengo lejos.
Hace once años que vuelvo a y parto de Quito. Qué
tan ingenua y potente puede ser la imaginación cuan-
do se empecina en reconstruir un locus que pretende
puramente placentero, es algo que descubro cada vez
que recuerdo, por ejemplo, los años de inconsecuencia
en la casa de la parte trasera del Ajicero, esa fonda para
borrachos custodiada con celo por la abuela de mi ami-
go Santiago, y que para nosotros, grupo de amigos de
la universidad, hace bastante más de una década, fue
fuente inagotable de cerveza y el espacio idóneo para la
experimentación de nuestros propios límites, de nues-
220 / Otra vuelta

tros deseos y de nuestra inclinación a la alegría; para el


despliegue, encantador por espontáneo, y por efímero,
de una comunidad que, ciertas tardes inocentes y etíli-
cas, llegó a creer en su propia perpetuidad. De muchos
de los espacios que dejé como si dejara un miembro de
mi cuerpo quedan restos indiferentes a su propia his-
toria, paredes pintadas de blanco donde brotaban ver-
sos dedicados, pedazos de botellas incrustadas, dibujos
hechos sin destreza, testimonios de caídas. Ni siquiera
hemos vuelto alguna vez por curiosidad o la más vul-
gar nostalgia —sigo hablando en plural, a tal punto esos
años estuvieron marcados por la euforia de sentir que
nos constituía la colectividad singular que formába-
mos—. Y sin embargo persiste un fondo de experiencia
en los espacios que se han perdido. Ese fondo de expe-
riencia no es patrimonio de ninguno de los que lo fui-
mos constituyendo con los años, existe como las piedras
que forman las montañas, está hecho de mil modulacio-
nes impersonales de la materia y la experiencia, «todas
las sutiles simpatías del alma innumerable, del odio más
amargo al amor más apasionado»9.
Me refiero a años entre la adolescencia y la adultez, y
los recuerdo con más complacencia que nostalgia, como

9. Gilles Deleuze, La literatura y la vida. Córdoba, Alción, 2006, p. 56.


Fárragos finalmente: la vida afuera / 221

si la alegría de no haberme privado de tan placentera


cuota de despojo juvenil fuera contraria y excluyera a
cualquier empalagoso lloriqueo por los tiempos idos.
Especialmente porque la materia de la que está hecho
ese tiempo tiene la calidad del instante que vuelve; y en
tanto instante, dice Nietzsche, «es un milagro», «aparece
en un parpadear, en el próximo desaparece, antes una
nada, después una nada, sin embargo retorna como un
fantasma para estorbar la tranquilidad de un instante
venidero»10.

***

Buenos Aires cambió su estatuto imaginario, aunque


no lo perdió. De esa bidimensionalidad que Mafalda
inauguró en mi sistema de creencias, de las imágenes
que, años más tarde, en la universidad, me entregara mi
lectura empecinada —y novata— de escritores argen-
tinos (los engullía a todos sin distinción: Borges, Cor-
tázar, Bioy, Conti, Di Benedetto, Mujica Láinez, tantos
otros), la experiencia de estos diez años no ha abolido el
carácter imaginario sino, quizá, apenas lo que esas imá-

10. Friedrich Nietzsche, Segunda consideración intempestiva. Sobre la utili-


dad y los inconvenientes de la Historia para la vida, Buenos Aires, Libros del
Zorzal, 2006, p. 14.
222 / Otra vuelta

genes suscitan. Buenos Aires es una especie de hogar en


pasaje; la contundencia de mi estadía aquí diferencia mi
disposición hacia la ciudad de la de la mayor parte de
extranjeros residentes que he conocido en estos años en
la medida en que no temo actuar como si nunca fue-
ra a irme de regreso. Buenos Aires es la ciudad de mi
matrimonio, de mi carrera académica, de las nuevas
—y, quiero creer, más interesantes— perspectivas sobre
la literatura que he adquirido, de las responsabilidades
sociales y afectivas. Aquí adopté a mis tres perras y mis
tres gatos rescatados de la calle, los amigos que han pa-
sado por esta ciudad como yo volvieron posibles nuevas
figuraciones de lo comunitario desde el lugar ambiguo
de la adultez en tierra extranjera, en Buenos Aires ini-
cié mi activismo político en defensa de los animales no
humanos, mi familia tan atípica y tan imprescindible.
Aquí, lejos de mi madre, mi padre (ese papá que fui a en-
contrar, o que me encontró, afortunadamente, en Qui-
to) y mis hermanos, tuve que emprender el aprendizaje,
prosaico pero ineludible, de la vida adulta.
Vivimos, Sebastián y yo (y las perras, y los gatos), en
el barrio porteño de Flores, tradicional aunque venido a
menos, ajeno por completo a las postales (que termina-
ron por resultarme fastidiosas) de Caminito o la 9 de Julio
con su obelisco tan emblemático como soso y prepoten-
Fárragos finalmente: la vida afuera / 223

te. El pasaje de los lugares comunes de esta ciudad —que


marcaron los primeros meses tras la primera llegada—
a la vida cotidiana en los barrios, a las caminatas, ya tan
numerosas, por zonas que no dejo de revisitar porque, en
la familiaridad que me brindan, no dejan de serme reve-
lados movimientos mínimos de mi subjetividad que se
agita ante ciertos paisajes plácidos del Cid Campeador o
de Villa del Parque; ese pasaje da cuenta de una porosidad
de mi imaginario sobre lo porteño, que incluía, también
y como cualquiera podrá confirmar, ideas tan insulsas
como la de Buenos Aires como ciudad europea en Amé-
rica, porosidad que ahora se me hace muy complicado
determinar. Mis paseos por Buenos Aires —no pretendo
figurarme como una gran caminante urbana: no lo soy—
empezaron a dejar de nuclearse alrededor de los barrios
paradigmáticamente destinados a ese fin y se fueron cen-
trando en algunas calles tranquilas y casi deshabitadas de
peatones y autos, con sus casas bajas de terrazas que me
evocan siempre un mediodía de verano en que azota un
sol que todo lo aquieta, con sus árboles viejos y con sus
avenidas luminosas y amplias. La calle Pujol cuando corre
cerca de Caballito norte, o la avenida Gaona entre Villa
Crespo y La Paternal, o las calles estrechas y silenciosas,
ventosas en mi memoria, de Villa Santa Rita, son los para-
jes que sé que recordaré cuando me haya ido de aquí, que
224 / Otra vuelta

ya, a pesar de pertenecer al presente, me habitan como


recuerdos. Porque en la intensidad imprevisible que algu-
nos mediodías de domingo me depararon en esos barrios
hospitalarios y como anacrónicos, comprendí que la pla-
cidez es entender que los destellos de vida en el devenir
de la experiencia no son anticipables ni repetibles, y que
por tanto su singularidad se cifra en el modo esquivo de
su emergencia, en su estar desapareciendo todo el tiempo,
ante nuestros ojos.

***

Antes la obsesión se centraba en la ilusión de la per-


manencia; como con Quito, buscaba una esencia que me
asegurara que las comunidades de las que formaba parte
quedarían por siempre intactas. Hoy quiero vivir de esos
encuentros fugaces y deleitables, que siempre habrán ya
pasado cuando ocurran; como Benjamin pensaba la
tarea del historiador, quiero adueñarme del recuerdo
«tal como éste relampaguea en un instante de peligro»11.
Mi relación con el espacio tiene que ver con las dis-
tancias que he recorrido, y con el capital simbólico que

11. Walter Benjamin, «Tesis sobre la filosofía de la historia». En Ensayos I.


Madrid, Editora Nacional, 2002, p. 74.
Fárragos finalmente: la vida afuera / 225

las personas que he encontrado, y las que aún voy a en-


contrar, me permiten acumular. El poeta y teórico Yves
Bonnefoy escribió:

Es en las relaciones entre personas, las más directas, las más


simples, como pueden descubrirse —semejantes a ese gran río,
aquí o allá interrumpido por bancos de arena, y en sus orillas
un canto obstinado de pequeña flauta— la verdadera energía, la
verdadera lucidez, las verdaderas razones de buscar en la vida un
poco de sentido y recompensa12.

La investigación doctoral que actualmente reali-


zo tiene como corpus la obra novelística del argentino
Sergio Chejfec, y el eje que exploro se basa en la articu-
lación del espacio, el paisaje y la geografía con los mo-
vimientos, viajes y errancias de los personajes que los
recorren, el modo en que ambos ejes actúan y presionan
esta escritura. En una de sus novelas más hermosas, Los
planetas, el narrador dice:

Para quien se entrega a una amistad territorial, el tiempo,


incluso el mismo espacio, es una excusa subalterna respecto del
único elemento esencial, el camino oblicuo, muchas veces tam-
bién sinuoso, siempre arbitrario, en cuyo recorrido como bajo
las aguas se va acumulando el limo, huella y trabajo de la dis-

12. Yves Bonnefoy, El nombre del Rey de Asiné. Buenos Aires. Huesos de jibia,
2010, p. 46.
226 / Otra vuelta

tancia. Resulta paradójico que el territorio, una categoría espa-


cial, vea abolida su misma condición para hacerse inabarcable y
manifestarse bajo la forma de demora, de pasado muchas veces
irrecuperable, apogeo caduco, o de presente liberado, apto para
cambiar de forma y ocupar otro lugar en cualquier momento y
circunstancia13.

Quizá este sea el modo de explicitar mejor la dificul-


tad que he mostrado durante este ensayo para entender
mi relación con mi migración individual y mi vida en
un país extranjero. No concibo los espacios que habito
sino como cúmulos imaginarios relacionales, conecta-
dos por infinitos filamentos de sentido que escapan a
mi comprensión, y cuyo estatuto sentimental le otorga
verdad a mi vida. La tensión entre los dos espacios en
los que he repartido mi vida en porcentajes no tan des-
proporcionados ya a estas alturas, es irresoluble y ambi-
gua; es mi incapacidad para saber dónde está mi hogar,
quizá, una de las alegrías que experimento en la vida.
«Huella y trabajo de la distancia»: en esta fórmula con-
movedora podría cifrar todo lo que, con tantos rodeos,
he estado describiendo. La distancia no está, por defi-
nición, en ningún lugar: es lo que se extiende entre dos
o más lugares; es, por eso, tensión, recorrido, trabajo. Y

13. Sergio Chejfec, Los planetas. Buenos Aires. Alfaguara, 2010, p. 163.
Fárragos finalmente: la vida afuera / 227

se lee también en la cita: «amistad territorial». «Éramos


amigos y no lo sabíamos», dice Blanchot para ilustrar
mejor sus formulaciones acerca de lo lento, lo impreci-
so, del inicio de la amistad. Desde el patetismo que no
acepta reconvenciones del niño que cree que su amigo
o amiga lo será por siempre, hasta la intensidad de las
amistades que siempre estarán a punto de perderse, en
la vida la idea de una comunidad de amigos siempre me
ha obsesionado. Mis espacios son, también, mi familia
de amigos: mis hermanos y mis padres, mi esposo, mis
compañeros y compañeras de activismo, los anima-
les que me acompañan todos los días, mis amigos de
antes y los de ahora, los que tuvieron que irse a otro país,
los que abrazo cada vez que vuelvo a Quito y con los
que me unen códigos antiguos y vigentes cada vez, una
complicidad que no caduca; el que tuvo que sumirse en
la certidumbre de estar en control de su propia muerte
con alegría suprema, sin saber que siempre el que muere
es otro. Él, que tanto sabía, no sabía eso, pero su alegría,
años después, me alegra también. Con todos ellos, lejos
o cerca, y más allá de lo que podamos decir en voz alta,
mantengo una conversación infinita. Y el país invisible
de esa conversación es mi hogar.
Ensayos publicados previamente

- «Iluminar sin actuar: Antropofaguitas, de Gabriela


Ponce» fue leído en una primera versión en el marco de
la presentación del libro, en la Feria del Libro de Quito,
el 19 noviembre de 2015. Posteriormente fue publicado
online en La República el 28 de noviembre de 2015: http://
www.larepublica.ec/blog/opinion/2015/11/28/ilumi-
nar-sin-actuar-antropofaguitas-de-gabriela-ponce/

- «Fárragos finalmente: la vida afuera» fue publicado


originalmente en el volumen colectivo Me fui a volver.
Narrativas, autorías y lecturas teorizadas de las migra-
ciones ecuatorianas, editado, recopilado y prologado
por Diego Falconí Trávez, Universidad Andina Simón
Bolívar, Corporación Editora Nacional, Organización
de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Cien-
cia y la Cultura, Quito, 2014. Posteriormente fue publi-
cado en la revista digital argento-brasileña Sala Grumo,
abril de 2015, en número curado por Isabel Quintana y
Paula Siganevich.

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