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En el marco de la Galería de ensayo mexicano, Liliana Weinberg aborda las colindancias del
ensayo con las regiones de la poesía y del relato a través de las obras de Octavio Paz y de
Jorge Luis Borges. Weinberg se ha convertido en una estudiosa fundamental del ensayo
latinoamericano.
Hacia los años cuarenta del siglo XX el ensayo había logrado alcanzar su propia “tierra
firme”, esto es, había llegado a su normalización en una zona de intersección entre el campo
literario y el campo intelectual, como lo demuestra de manera proverbial, para el caso
hispanoamericano, la obra de Alfonso Reyes. En efecto, en cuanto instrumento de la creación
y de la crítica, el ensayo había encontrado un perfil, un lenguaje y un estilo, había firmado
un contrato de intelección con un cierto tipo de público —esa “generalidad de los cultos” a
que se refiere Eduardo Nicol y que corresponde a una etapa singular en el proceso de
consolidación de un espacio público en el sentido que le atribuyen Habermas y Chartier— y
se multiplicaba a través de proyectos editoriales; empresas culturales, revistas, a la vez que
alimentaba diversas formas de intervención pública, desde la cátedra hasta la conferencia. En
la pluma de autores como Reyes el ensayo había encontrado incluso su caracterización y
había contemplado sus posibilidades de expansión y autocorrección, como enlace de esferas
y de mundos.
En lo que sigue queremos abordar algunos ejemplos sobresalientes que muestran el modo
en que algunos notables escritores tradujeron dicha conmoción y le dieron genialmente una
solución simbólica: a nuevas demandas, nuevas y más creativas soluciones.
El ensayo muestra así, una vez más, la tensión de origen que, como la balanza que es divisa
de Montaigne, lo coloca en un difícil equilibrio entre quehacer creativo y quehacer crítico,
texto y discurso, forma cristalizada y apertura enunciativa, letra escrita y voz pronunciada,
fijeza y vuelo, estructura y estilo, obra concluida y poética del pensar, orden y libertad: una
serie de oposiciones que sólo pueden resolverse si se atiende a la posible dialéctica entre la
una y otra, así como a esa tercera dimensión que da cuenta de su esencial heterogeneidad a
la vez que le otorga cifra y sentido, colocado más allá y más acá del texto mismo.
Ensayo y poesía
¿Hasta qué punto el ensayo, al que muchos definen como prosa no ficcional, pertenece
estrictamente al ámbito de la prosa o hasta qué punto se encuentra colocado entre prosa y
poesía, como un estadio intermedio entre la una y la otra, especie de rizo que vincula ambos
polos? Más aún: ¿hasta qué punto es posible pensar en esos ámbitos como dos hemisferios
perfectamente recortables y establecer tan franca división entre prosa y poesía? Por fin,
¿hasta qué punto esta oposición no lleva a su vez implícita otra distinción, la de palabra
escrita y palabra pronunciada? Recordemos además que para el romanticismo el ensayo era
“poema intelectual” capaz de conducirnos y hacernos asomar a horizontes últimos como lo
sublime y lo indecible: con el romanticismo la prosa se condensa —llega, por ejemplo, al
aforismo y al fragmento— y el sentido se abre al abismo representado por los puntos
suspensivos…
Debemos a Roman Jakobson una de las observaciones más sugestivas sobre la que él
denomina “función poética”, que este crítico no atribuye ya a la voluntad de un escritor
específico sino a una capacidad presente en el propio lenguaje y que resulta de la posibilidad
de que el mensaje se pliegue y atraiga la atención sobre sí mismo. La dimensión poética está
así contenida en las potencialidades del lenguaje que se vuelve sobre sí mismo, se vuelve
opacidad e intransitividad, se repliega y, para decirlo con una imagen que siempre nos
acompaña a la hora de caracterizar el ensayo de Paz, se acaracola.
Recordemos las observaciones de Lotman sobre la cambiante relación entre poesía y prosa
en distintos momentos de la historia literaria. No se trata entonces de atribuir la diferencia
entre ellas al empleo de diversos recursos rítmicos o principios de puntuación o versificación,
sino de atender a un sistema dinámico abierto de intercambio entre el texto y el contexto, así
como también a la existencia de una “conciencia poética” presente en el autor y en el lector,
y para la cual las estructuras de la poesía y la prosa están claramente delimitadas. Existe una
serie de indicadores y señales de naturaleza estructural, a partir de los cuales la conciencia
del lector logra insertar al texto que se le ofrece en una determinada estructura textual y lograr
el deslinde entre poesía y prosa: la diferencia entre ambas, aun cuando pueda percibirse como
natural o naturalizada, es básicamente cultural.
Autores como Glaudes y Louette presentan al ensayo como una forma cuyo modo de
exposición se coloca entre la progresión de la prosa y los retornos o la morosidad de la poesía.
Estos autores recuerdan que ya para Montaigne el aspecto prosaico (lentitud, peso, recorrido
que se demora en el detalle, interés analítico) y el aspecto poético del ensayo (vigor, audacia,
variedad, velocidad, estallido y relanzamiento) no corresponden forzosamente a la división
de trabajo entre géneros.
Si bien el modo de exposición del ensayo lo coloca entre la progresión de la prosa y los
retornos o la contención de la poesía, el problema no se agota ni mucho menos allí, ya que
no se trata sólo del modo de exposición, sino también del modo de exploración y asociación
de las ideas: ¿hasta qué punto —plantean estos autores— el proceso de experimentación
intelectual de que da cuenta el ensayo se puede asimilar a modos puramente abstractos y
racionales o tiene voluntariamente mucho de una operación metafórica que se apoya en
imágenes y formas estéticas: prosa no transparente (como pueden aspirar a serlo la teoría
pura o el tratado), pero que se muestra como densidad lingüística, como cuerpo verbal tanto
como proceso de intelección?
Por otra parte, para hacer todavía más complicadas las cosas, aun cuando pudiera parecer que
la libertad poética es mucho mayor que la que puede tomarse la prosa crítica, se debe recordar
que los “retornos” temáticos y rítmicos de la poesía siguen a veces reglas compositivas que
no necesariamente debe obedecer el ensayo, cuyos retornos a los distintos temas pueden o no
tener un carácter aleatorio: figuras y conexiones producen retornos (estilísticos y temáticos)
tomados en una temporalidad no previsible como es la de la rima o el ritmo”: “En todo caso,
el retorno, en la poesía versificada, implica a la vez regla y clausura; en el ensayo, si bien se
puede hablar de retorno, éste no sigue reglas, es aleatorio y abierto” (p. 21).
Por fin, el lector de la prosa queda libre y va a su ritmo, se detiene cuando quiere, retoma el
hilo cuando lo desea; la poesía nos deja ya productos acabados, mientras que la prosa nos
entrega tanto resultados como procesos de exploración verbal y mental.
Glaudes y Louette han marcado así varios puntos centrales en el contraste y mutua
alimentación de prosa y poesía. En primer lugar, la relación entre e1 peso del juicio y la
argumentación con la ligereza y el “desorden” de la trayectoria poética que un ensayista como
el propio Montaigne confesó querer imitar. Para Montaigne, la inspiración, el furor poético,
producen sobre el plano de la dispositio el desorden, el “embrollo” del ensayo, opuesto al
orden de la razón, y permiten al autor avanzar por su camino combinando una marcha
calmada con vueltas y saltos súbitos. En segundo lugar, el cruce entre la prosa (progresión)
y la poesía (retorno) permite una retroalimentación del frescor de la idea nueva y la
profundización del regreso a lo mismo. El discurso ensayístico procede así por derivación y
deducción, pero también actúa en un sentido de no linealidad y conectividad en un trayecto
argumentativo, y procede también por des-conducción en cuanto vincula la deducción de la
prosa argumentativa o el acompañamiento conclusivo con la aparición de conexiones
sorprendentes y la deriva de lo imprevisible.[ii]
Prosa y poesía: avance y retorno, progresión temporal y recurso al origen son fuerzas que se
entrecruzan en muchos ensayos literarios y particularmente en muchos escritores cuyo
temperamento combina poesía y ensayo: José Martí, Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez,
Pedro Salinas, Octavio Paz, María Zambrano, Ramón Xirau, Cintio Vitier, Tomás Segovia,
para sólo citar unos pocos ejemplos en lengua española entre muchos otros grandes escritores
que han logrado vincular en su quehacer ambas esferas de manera admirable.
Los cruces posibles entre los mundos de la prosa y la poesía son incontables. Fenómenos
como el ingreso de la noción de “poesía pura” desde fines del siglo XIX o el surgimiento de
las vanguardias artísticas o la revolución en la lingüística, en la ciencia, en la filosofía del
lenguaje y en la epistemología en las primeras décadas del siglo XX han multiplicado de
manera sorprendente estas posibilidades: pensemos en el caso significativo de la metáfora.
Surgen así de manera renovada poema en prosa, prosa poética, nuevas formas breves, así
como se da la incorporación de cuestiones filosóficas y estéticas a la poesía. Pero además,
como bien lo mostró Octavio Paz, la propia crítica ingresa, a partir de la modernidad, al
mundo de la creación y de este modo, agreguemos, ambas se alimentan y tematizan
mutuamente dando lugar a incontables y prodigiosas combinaciones, como la propia obra de
Paz que trataremos más adelante.
Por otra parte, el problema del cruce entre el arte de la palabra y el tiempo con experiencias
estéticas de otro tipo (plástica, música, arquitectura) deriva en nuevas posibilidades.
De este modo, si en época de Montaigne el ensayo tuvo íntima relación con el descubrimiento
de nuevos mundos, otro tanto sucederá con el acortamiento de tiempos y espacios y la llegada
de nuevos datos y registros de experiencias procedentes de todas partes del planeta en nuestra
época.
El caso Octavio Paz es particularmente iluminador a la hora de pensar la relación entre ensayo
y poesía, entre ensayo y crítica, no sólo por su prodigioso quehacer en esos campos sino
también porque el vario enriquecimiento entre esas esferas atraviesa toda su obra y porque
en muchos de sus ensayos se ha preocupado explícitamente por esta cuestión y la ha
tematizado de manera admirable. El arco y la lira representa una extraordinaria experiencia
de vinculación y más aún, de participación de estos modos a la vez que la superación de una
forma de crítica literaria tradicional, tal como se había concebido originariamente el libro:
línea y círculo se perfilan, se ponen en contraste y a la vez se retroalimentan, se vuelven
espiral, se acaracolan.
Pero incluso textos tempranos —aunque no por ello menos decisivos— como “Poesía de
soledad y poesía de comunión” (1943), contienen como una nuez muchas claves de la
cuestión y preanuncian sus ensayos mayores: El laberinto de la soledad (1950) y El arco y
la lira (1956) así como infinidad de textos y poemas dedicados a aquello que alguna vez
llamó Paz “luz inteligente”: reunión de la razón y la intuición, hasta llegar a sus últimos
textos, como “La casa de la presencia” (1990), ese prodigioso texto de síntesis que inaugura
el primer tomo de sus Obras completas.
En sus ensayos de juventud vemos ya pronunciadas notas del estilo interpretativo del Paz
maduro: trazar dinámicas dadas por pares de opuestos, identificar fenómenos que superan,
enriquecen y abisman la mirada del hombre moderno: magia, religión, erotismo y pulsión de
muerte.[iii]
El ensayo se coloca en una perspectiva que permite a la vez entrever la tensión entre la visión
de una realidad inasible, mucho “más rica y cambiante, más viva” que el orden y el sistema
de ideas que la sujetan. “Poesía de soledad y poesía de comunión” incluye así una valiosa
reflexión sobre la operación poética en su vínculo con magia y religión (un tema que
reaparecerá en la obra posterior de Paz):
Las primeras intuiciones de Paz confluyen con las preocupaciones de la etnología francesa.
Estas lecturas, que dan la cifra etnológica del mundo de correspondencias que estaba
explorando ya, desde Baudelaire, la poesía, tendrán mayor peso en los primeros años de su
formación que las obras de la antropología norteamericana (aun cuando Paz leyó sin duda a
Campbell, a Frazer y muy probablemente a otros grandes estudiosos de la cultura), que se
difundieron en el medio latinoamericano gracias a las traducciones pioneras que publicó el
Fondo de Cultura Económica. Fue Paz gran lector de Roger Caillois, quien plantea el esto es
aquello del pensamiento analógico.[v] Es además fundamental su vínculo con la línea del
surrealismo etnográfico francés.[vi]
No debemos olvidar tampoco que la obra de Paz entabla un diálogo implícito con los grandes
debates de la intelectualidad mexicana de esos años, y particularmente con la figura central
de Alfonso Reyes, quien a su vez muestra una profunda preocupación por la renovación de
la historia y la reformulación del concepto de cultura.[vii] Al estudiar los orígenes del
pensamiento occidental, Alfonso Reyes había anotado una idea fundamental: a partir de la
crítica griega se produce una escisión capital entre la palabra y el mundo; se quiebra esa
primera forma de participación entre el nombre y lo designado. A partir de allí el ser humano
comenzará sentirse a la vez más precario y más fuerte, en cuanto perderá la inocencia que
garantizaba sin más su integración total al mundo pero ganará la malicia del conocimiento y
la posibilidad de indagar ámbitos hasta entonces desconocidos: “la palabra va en busca de la
palabra”.[viii]
Nos interesan estos nuevos elementos que aporta Paz para una comparación entre prosa y
poesía: la experiencia poética se presenta como irreductible a cualquier otra, aunque
poseedora de una profunda raíz mágica, religiosa, erótica, en cuanto existe una participación
profunda, un diálogo entre el poeta y el mundo, la posibilidad del mostrar y del nombrar sin
mediación de la razón, que permiten pasar de la soledad a la comunión y superar las
restricciones del tiempo.
Van Gennep ha demostrado que todos los ritos de paso o “transición” se caracterizan por tres
fases, a saber: separación, margen (o limen, que en latín quiere decir “umbral”) y agregación.
La primera fase (de separación) comprende la conducta simbólica por la que se expresa la
separación del individuo o grupo, bien sea de un punto anterior fijo en la estructura social,
de un conjunto de condiciones culturales (un “estado”), o de ambos; durante el periodo
“liminal” intermedio, las características del sujeto ritual (el “pasajero”) son ambiguas, ya que
atraviesa un entorno cultural que tiene pocos, o ninguno, de los atributos del estado pasado o
venidero, y en la tercera fase (reagregación o reincorporación) se consuma el paso.[ix]
Leamos a Paz:
Religión y poesía tienden a la comunión; las dos parten de la soledad e intentan, mediante el
alimento sagrado, romper la soledad y devolver al hombre su inocencia. Pero en tanto que la
religión es profundamente conservadora, puesto que torna sagrado el lazo social (económico
o político) al convertir en Iglesia a la sociedad, la poesía, por el contrario, rompe ese lazo al
sacramentar una relación individual, al margen, cuando no en contra, de la sociedad. La
poesía no es ortodoxa; siempre es disidente.[x]
El ensayo de Paz combina la marcha progresiva y abierta propia del orden expositivo-
argumentativo, que constituye la línea dominante en un primer recorrido, con la afirmación
poética, que irrumpe en la línea anterior, y la subvierte a través de la presentación súbita de
imágenes, apoyada en la sonoridad, el ritmo, los frecuentes contrastes y contrapuntos propios
del quehacer del poeta:
Nacida del mismo instinto que la religión se nos aparece como una forma clandestina, ilegal,
irregular, de la religión: como una heterodoxia […]. En otras palabras: la religión es una
forma social y la poesía, un impulso individual.
¿Qué clase de testimonio es el testimonio poético, extraño testimonio de la unidad del hombre
y el mundo, de su original y perdida identidad? Ante todo, es el testimonio de la inocencia
innata en el hombre, como la religión lo es de su perdida inocencia (ibid.).
Un orden que crea sus propias leyes y su propia realidad: el poema […]. La mística es una
inmersión en lo absoluto; la poesía es una expresión de lo absoluto o de la desgarrada
tentativa para llegar a él […].
Entre estos dos polos de inocencia y conciencia, de soledad y comunión, se mueve toda
poesía (pp. 237 y 243).
En una toma de distancia implícita con el enfoque de Reyes, Paz se aleja de las explicaciones
racionalistas y emotivas para acercarse a las posturas del etnógrafo y el fenomenólogo de las
religiones. Así, por ejemplo, integra la noción de “liminalidad”, y a partir de ella hace a su
vez una serie de operaciones y transiciones interpretativas en el ámbito social y cultural. El
propio ensayista se coloca en el umbral que le permite transitar entre dos órdenes, el de la
prosa y el de la poesía, y así representa el paso “en y fuera del tiempo”, “dentro y fuera” de
la estructura social, para, como lo hace de manera explícita en “Poesía de soledad y poesía
de comunión”, oponer dos “modelos de interacción humana”, a los que por su parte Turnen
denomina estructura communitas y define de este modo:
Existen notables coincidencias entre las nociones del antropólogo y las del poeta:
…tanto para los individuos como para los grupos, la vida social es un tipo de proceso
dialéctico que comprende una vivencia sucesiva de lo alto y lo bajo, de la communitas y la
estructura, de la homogeneidad y la diferenciación, de la igualdad y la desigualdad. El paso
de un status inferior a uno superior se efectúa a través de un limbo carente de status. En
procesos así, los opuestos son parte integrante los unos de los otros y son mutuamente
indispensables (p. 104).
Las ideas de ritual y liminalidad permiten arrojar nueva luz sobre el sentido de esa forma
característica del estilo de pensamiento y de escritura de Paz así como sobre la propia
dinámica organizativa de sus ensayos, que es la determinación contrapuntística de pares de
contrarios que se precisan a la vez que se oponen, que presentan profundos rasgos en común,
como “integrantes los unos de los otros”, “mutuamente indispensables”, a la vez que
conviven en una peculiar tensión entre inclusión-exclusión que se actualiza como proceso
ritual. Otro tanto sucede con la paradoja, figura presente en Paz, y también interpretada por
Turner a la luz del complejo ritual que ella reactualiza y escenifica.
Ahora bien: si atendemos a esos pares antitéticos que alimentan la estética de Paz veremos
que se encuentran, por una parte, en su forma de mirar y recortar el mundo a interpretar, y
que, por la otra, son la cifra de su pensamiento y de su obra, que conducirá además a su
afinidad con algunas ideas del estructuralismo. Son entonces evidencia y despliegue de la ley
organizativa del texto que obedece a una Ley interpretativa del mundo. Los pares de opuestos
son además íntimo ingrediente del estilo de pensar y de escribir de Paz, como son también
un modo radical de entender la dinámica cultural, como lo hizo el estructuralismo —y muy
particularmente Lévi-Strauss, a cuya obra años más tarde Paz dedicará un amplio estudio—,
que vio en la posibilidad de trazar pares de opuestos (naturaleza y cultura; crudo y cocido;
propio y extraño) la clave para determinar el modo en que cada cultura se da una organización
del mundo. Por fin, recordemos que el trazado de antítesis permite al autor y a su lector firmar
un convenio de intelección por el cual los dos términos polares se entienden implícitamente
como los posibles extremos de un conjunto o totalidad sólo intuible y sintetizable gracias a
ellos, de tal modo que resultan representativos de ese todo que sólo se puede captar a través
del contrapunto.
Si bien para algunos críticos fiesta, mito, revolución y erotismo constituyen puntos clave
donde un Paz crítico de las nociones lineales y progresivas de la historia descubre la vuelta
y la suspensión del devenir y el regreso al tiempo sin tiempo de la colectividad, estos
fenómenos representan también el punto límite entre naturaleza y cultura, experiencia
individual y sentido comunitario y le permiten proponer una nueva interpretación del
lenguaje y la palabra, colocados en ese punto de articulación radical en que una cultura
instituye una visión de mundo.
Así, esta primera gran matriz interpretativa de Paz, anunciada ya en sus escritos de juventud,
se alimentará de su propia lectura y de su propia toma de posición personal respecto de la
obra de los grandes poetas contemporáneos, de los grandes estudiosos de la religión y la
fiesta, de la antropología, así como de su genial descubrimiento del mundo prehispánico y de
su diálogo implícito con toda una línea de reflexión encabezada por Alfonso Reyes. En este
último aspecto, la interpretación de Paz supone una nueva formulación de la relación entre
historia y sentido, en cuanto tomará una posición crítica respecto de la lectura lineal,
progresiva, culturalista y universalista de la historia como fue la del propio Reyes. Por otra
parte, en lugar de poner énfasis en la posibilidad de construir un discurso histórico-cultural
continuo o traducir en términos racionales y argumentativos fuertes estos elementos diversos,
Paz volcará su atención hacia componentes de ruptura con el tiempo histórico, la
recuperación del acto y la experiencia calificada y la participación en la comunidad de sentido
a través del acto poético, político y religioso e incorporará a su discurso dos zonas críticas
que no tenían ese peso como tales en el discurso de otros intelectuales de su momento: el
mundo prehispánico y la Revolución mexicana.
Paz redescubre desde la mirada del hombre contemporáneo una de las cifras fundamentales
de la generación de sentido: el sistema de correspondencias que Baudelaire recoloca en la
poesía resulta a su vez un retorno del viejo principio de participación que anida en las culturas
primeras. En El arco y la lira regresará a este tema, enriqueciéndolo. Así, recuperará y dotará
de nuevo valor la idea de ritmo como cifra generadora de sentido:
En el fondo de todo fenómeno verbal hay un ritmo. Las palabras se juntan y separan
atendiendo a ciertos principios rítmicos. Si el lenguaje es un continuo vaivén de frases y
asociaciones verbales regido por un ritmo secreto, la reproducción de ese ritmo nos dará
poder sobre las palabras. El dinamismo del lenguaje lleva al poeta a crear su universo verbal
utilizando las mismas fuerzas de atracción y repulsión. El poeta crea por analogía. Su modelo
es el ritmo que mueve a todo el idioma. El ritmo es un imán. Al reproducirlo —por medio de
metros, rimas, aliteraciones, paronomasias y otros procedimientos— convoca las palabras. A
la esterilidad sucede un estado de abundancia verbal; abiertas las esclusas interiores, las
frases brotan como chorros o surtidores.
Abundará también en este ensayo mayor en otras cuestiones capitales, como la del tiempo:
Si la fecha mítica no se inserta en la pura sucesión, ¿en qué tiempo pasa? La respuesta nos
la dan los cuentos: “Una vez había un rey…”. El mito no se sitúa en una fecha determinada,
sino en “una vez…”, nudo en el que espacio y tiempo se entrelazan. El mito es un pasado
que también es un futuro. Pues la región temporal en donde acaecen los mitos no es el ayer
irreparable y finito de todo acto humano, sino un pasado cargado de posibilidades, suscepti-
ble de actualizarse. El mito transcurre en un tiempo arquetípico […]. Nada más distante de
nuestra concepción cotidiana del tiempo […]. Nuestro “buen tiempo” muere de la misma
muerte que todos los tiempos: es sucesión. En cambio, la fecha mítica no muere: se repite,
encarna. Así, lo que distingue al tiempo mítico de toda otra representación del tiempo es el
ser un arquetipo. Pasado susceptible siempre de ser hoy, el mito es una realidad flotante,
siempre dispuesta a encarnar y volver a ser (pp. 84-85).
El estilo de Paz, que hace del ensayo un ritual estético, se origina también en intuiciones
propias del quehacer poético: no sólo buscará defender la propia legalidad de las revelaciones
del artista sino que incluso tratará de ritualizarlas y convertirlas en un proceso simbólico que
representa el cruce de dos órbitas de la experiencia hasta ese momento rara vez
conciliadas.[xiii]
Hemos llegado a Paz apoyados en una serie de oposiciones entre prosa y poesía, y Paz nos
ha ayudado a enriquecerlas a través de la oposición entre jerarquía y comunidad, división y
participación, marcha y ritmo, a la vez que de la posibilidad de instauración y ruptura de lo
temporal.
Muchos son los estudiosos que, a la hora de caracterizar el ensayo, proponen establecer un
enlace entre poesía y prosa o entre imagen y concepto. Lukács retorna la noción romántica
de ensayo corno “poema intelectual” y recupera así esa tensión básica propia de este tipo de
textos, vinculado además con un fenómeno particular, que él denomina “la intelectualidad
como vivencia sentimental”. También Paz se interesa por el legado del romanticismo, a partir
del cual se da, en sus palabras, “un diálogo entre poesía y prosa, inspiración y reflexión,
pensamiento e imagen sensible”.[xiv]
Por su parte, Max Bense –quien ha sido, al igual que Paz, gran lector de Ortega— coloca al
ensayo en un confinium entre aquellos dos mundos que él designa como creación y tendencia
(esto es, inteligencia con sentido), poesía y prosa, estética y ética. Expresión poética y
maestría en prosa, que son dos rasgos que vincula Bense, no sólo aparecen en el quehacer
ensayístico de Paz, sino también en sus reflexiones sobre ese quehacer. Pocas son las obras
que han alcanzado las dimensiones de El arco y la lira, donde logra Paz no sólo poner en
relación ambos mundos; sino examinar en perspectiva su propio quehacer poético –creador
y crítico al mismo tiempo—, para llegar así a efectos en verdad abismales en los que la
operación reflexiva y el decir poético, la línea de la razón y el círculo de la creación confluyen
en el espiral de una operación transformadora, siempre abierta y productiva como lo es la
relación entre historia y sentido.
Para entender el paso, o más bien el salto, de los primeros ensayos de Paz sobre poesía a El
arco y la lira, y su consideración de la poesía como revelación y creación, es necesario
atender también a otros elementos. En primer término, su torna de conciencia del fenómeno
del lenguaje. Como observa Jean-Pierre Zubiate, uno de los descubrimientos del siglo XX es
que “el ideal común de intelección por el lenguaje hace converger [poesía y ensayo] en una
escritura de tipo nuevo donde las diferencias entre lirismo y meditación se diluyen”.[xv] El
lenguaje deja de ser un componente más de la obra, para acompañar al fenómeno de
autogeneración del acto poético. La poesía se enfrenta al problema de la posibilidad de
transitividad del lenguaje representativo y de su capacidad de entenderse con el mundo.
Nociones como “palabra”, “escritura”, “nombre” se cargan de nuevos sentidos y revisten
capital importancia. Dice Paz: “Al nombrar, al crear con palabras, creamos eso mismo que
nombramos y que antes no existía sino como amenaza, vacío y caos”.[xvi]
Por otra parte, el ensayo, a diferencia de la poesía, se define por su secundaridad y aun
terceridad en relación con un objeto, y no resulta así predominantemente inventivo como
reflexivo, caracterizado por ser un estudio sobre algo, que enuncia una tesis y tiene un objeto
definible, “mientras que –dice Zubiate– uno de los dogmas de la poesía moderna, por lo
menos a partir del simbolismo, es pretender romper con esta visión a posteriori de la
escritura” (p. 382).
Al nombrar, al crear con palabras, creamos eso mismo que nombramos y que antes no existía
sino como amenaza, vacío y caos. Cuando el poeta afirma que ignora “qué es lo que va a
escribir” quiere decir que aún no sabe cómo se llama eso que su poema va a nombrar y que,
hasta que sea nombrado, sólo se presenta bajo la forma de silencio ininteligible. Lector y
poeta se crean al crear ese poema que sólo existe por ellos y para que ellos de veras existan…
(p. 174).
En su ensayo Paz intentará decir ese nombrar, de modo tal que desplegará permanentemente
esta relación entre ambos planos, y tensará hasta sus límites al ensayo para confrontarlo con
su vocación crítica, que en un caso extremo puede desembocar en el mero comentario, y su
vocación creativa, que le permitirá encontrar nuevos puntos de contacto y mutuo
enriquecimiento con la poesía.
Dice también Zubiate que la cantidad de ensayos escritos por poetas es tal que nos lleva a
pensar que estos dos géneros no pueden conocerse sino en espejo. Por otra parte, “el ensayo
es mucho más que útil a la poesía a la hora de aclarar su propio objeto: se trata de encontrar
una solución a sus propias contradicciones tomando en cuenta el conocimiento de las cosas
y la posibilidad de hablar del mundo. ¿Sería así el ensayo un medio de metamorfosear la
escritura poética para escapar de sus aporías?”
El ensayo cumple así varias funciones: en primer lugar, actúa como “modelo hermenéutico”
para la poesía. La interpretación llevada a cabo por el verbo poético no sería sino producción,
mientras que el ensayo resultaría el lugar donde la palabra interpretativa de la poesía podría
reaprehender su sentido, al cambiar su objeto, que no resultaría ya el Ser sino, más
humildemente, el mundo de lo contingente.
Pero el ensayo puede ser también espejo del poema, y de este modo evitar una de sus mayores
tentaciones: el narcisismo. Se pregunta Zubiate qué es entonces lo que fascina a los poetas
respecto del ensayo y responde que les atrae aquello que lo separa de la egolatría de otras
escrituras que tienen certeza de ellas mismas: el tratado, que pone al sujeto racional como
conciencia de mundo, mientras que el ensayo no busca cumplir estas metas y se liga a los
fenómenos por la experiencia, sin pretensión de exhaustividad, neutralidad ni empleo de
tecnicismos; el manifiesto, que hace valer el derecho de la pasión intuitiva y reivindica su
derecho a decir la verdad, mientras que el ensayo no disimula su carácter parcial y subjetivo;
la exégesis dogmática, que es aplicación de una creencia y de la cual él toma en préstamo la
postura interpretativa.
Por último, un Octavio Paz que conocía ya a Breton se enfrenta, como él, a la tendencia a
tomar a la poesía misma por objeto, convertida en enigma indescifrable a la vez que sometida
a los requisitos de las ciencias humanas que tecnifican la relación de la interpretación verbal
con el saber, algo que heredó en cierta medida no sólo una buena parte de la exégesis literaria
sino la corriente surrealista misma. Basta, según Zubiate, con observar la prosa de Breton, a
menudo tan razonante, y que recurre al vocabulario del psicoanálisis o del materialismo
histórico: poesía-objeto, ensayo-útil interpretativo de investigación.
Plantea Zubiate que el ethos del ensayo permite constituir una tercera vía entre la expresión
poética y la intelección conceptual: “El ensayo sería así un amante de la poesía en razón de
su postura intermediaria entre, por una parte, el texto que pretende conocer y que impone la
visión del yo y su presencia y hace deslizarse peligrosamente el discurso hacia el pathos, y,
por otra parte, el discurso que se defiende de la presencia lírica y se constituye en ciencia.”
Y concluye: “una misma fuente alimenta el trabajo del ensayo y de la poesía del siglo XX:
la pregunta que ellos formulan desde el principio sobre la validez representativa —cognitiva
o expresiva— del trabajo escritural”. El ensayo y la poesía marchan así hacia un punto en
común: “una palabra garante de su decir”.[xvii]
A todos estos elementos podemos agregar la peculiar sensibilidad de Paz hacia cuestiones
como la alteridad y la historicidad, que le permiten complejizar aún más su reflexión:
Las palabras del poeta, justamente por ser palabras, son suyas y ajenas. Por una parte, son
históricas: pertenecen a un pueblo y a un momento del habla de ese pueblo: son algo fechable.
Por la otra, son anteriores a toda fecha: son un comienzo absoluto.
Hablar, decir, fundar, hacer; el acto de crear, el acto de nombrar, son todos términos de Paz
que nos conducen a la tercera pregunta con que abríamos estas reflexiones: la escisión entre
prosa y poesía oculta también las complejidades de la relación entre el mundo de la oralidad
y el mundo de la escritura; el mundo de la enunciación y el mundo de la transcripción. De
allí que otro de los prodigios de la obra de Paz sea la inclusión de estas cuestiones: el mundo
del habla, el mundo del decir, el mundo de la gestualidad, que se asoman una y otra vez en
sus poemas, pero también en sus ensayos, y que abren, como el insulto y la maldición en El
laberinto de la soledad o el sentido y el sinsentido en El signo y el garabato, una de las vías
más ricas y menos transitadas de su obra: una obra dedicada a nombrar, pero también a
explorar el significado del nombrar.
Octavio Paz dedicó, además de su práctica como ensayista, certeras reflexiones al género,
muchas de ellas detonadas por la evocación de las ideas de Ortega y Gasset. En Hombres en
su siglo escribe:
El ensayista tiene que ser diverso, penetrante, agudo, novedoso y dominar el arte difícil de
los puntos suspensivos. No agota su tema, no compila ni sistematiza, explora. Si cede a la
tentación de ser categórico, como tantas veces le ocurrió a Ortega y Gasset, debe entonces
introducir en lo que dice unas gotas de duda, una reserva. La prosa del ensayo fluye viva,
nunca en línea recta, equidistante siempre de los dos extremos que sin cesar la acechan: el
tratado y el aforismo: dos formas de congelación.[xix]
El ensayo es un género difícil. Por esto, sin duda, en todos los tiempos escasean los buenos
ensayistas. En uno de sus extremos colinda con el tratado; en el otro, con el aforismo, la
sentencia y la máxima. Además, exige cualidades contrarias: debe ser breve pero no lacónico,
ligero y no superficial, hondo sin pesadez, apasionado sin patetismo, completo sin ser
exhaustivo, a un tiempo leve y penetrante, risueño sin mover un músculo de la cara, melan-
cólico sin lágrimas y, en fin, debe convencer sin argumentar y, sin decirlo todo, decir todo lo
que hay que decir.[xx]
En esta aproximación al ensayo descubrimos la voz del Paz intelectual, preocupado por las
diversas formas de penetración y traducción de la realidad. Paz hace del ensayo un arma de
la aventura intelectual y recupera su carácter dinámico, vivo, nunca congelado.
Paz reconoce así, con su sagacidad de siempre, el lugar que ocupa el ensayo en nuestra vida
intelectual, no sólo en cuanto camino abierto de reflexión, sino en cuanto “una de las más
altas expresiones intelectuales del espíritu hispanoamericano”. Advierte también su
equidistancia entre el artículo y el estilo del periodismo y el escrito filosófico y el espíritu de
sistema. Pero fue también consciente y practicante de aquello que, a propósito de Borges,
caracterizó como “prosa de poeta”.
He procurado mostrar los varios rasgos que acercan el quehacer del ensayista y el del
antropólogo en Octavio Paz: su voluntad interpretativa, su interés por inscribir toda
interpretación en un mundo de valores y significados, su esfuerzo por traducir una situación
y una experiencia particulares en un sentido compartido, la tensión entre el yo y el nosotros,
la continua relación entre texto y mundo así como la doble remisión del mundo a la mirada
del autor y de ésta nuevamente al mundo. He hablado también de la imagen de la “luz
inteligente”: un doble movimiento que implica el descubrimiento de la escisión entre el
hombre y su origen, el desgarramiento del hombre lúcido ante el sentido total perdido y el
intento por recuperarlo y reinventarlo a través de la palabra, en una iluminación condenada a
ser ya incompleta aunque inteligente. Éste es, en mi opinión, el gran tema de Octavio Paz.
Ensayo y ficción
Si en una especie de juego borgeano ponemos en relación la concepción del ensayo como
prosa no ficcional con los propios textos límite escritos por el gran autor argentino —muchos
de los cuales nos conducen a la indecidibilidad misma de la distinción entre ensayo y
ficción—, veremos que tal vez el último bastión que quedaba a las definiciones tradicionales
de ensayo está siendo demolido. La frontera entre los géneros se desbarata así, como en un
relato perfecto, desde el interior mismo y de manera secreta, como quehacer del propio texto
que busca derrotar sus límites.
Pero eso no es todo: la operación hecha por Borges implica además un nuevo movimiento
abismal: el ciclo se cierra con la conversión de la lectura en cifra de la escritura. Como hemos
dicho más arriba, el ensayo se convierte radicalmente en escritura de una lectura y la vez en
lectura de muchas escrituras, y esto implica a su vez hacer ingresar en la propia forma de
entender la literatura y su historia nuevos criterios no reductibles a las formas de
interpretación tradicionales.
Una, a estimar las ideas religiosas y filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran
de singular y de maravilloso. Esto es, quizás, indicio de un escepticismo esencial. Otra, a
presuponer (y a verificar) que el número de fábulas o de metáforas de que es capaz la
imaginación de los hombres es limitado, pero que esas contadas invenciones pueden ser todo
para todos, como el Apóstol.[xxiv]
En varias oportunidades y en varios textos afirma Borges que el mérito mayor de los distintos
sistemas filosóficos ha sido exclusivamente de orden estético. Esta afirmación se vio
acompañada por una estrategia de pinzas: por una parte, la comprobación del estatuto
artístico de las más ponderadas y concienzudas observaciones de los filósofos e,
inversamente, la apelación al estatuto argumentativo de las proposiciones ficticias.
Con el ensayo de Borges estamos ante la primera muestra radical de aquello que Alberto
Giordano denomina “literaturización del saber”: “por el ensayo el saber se somete a la
prueba de la literatura” Las ocurrencias singulares, incluso azarosas; los detalles en
apariencia carentes de sentido; las observaciones impertinentes nos hacen desembocar en un
nuevo mundo con sus propias leyes, que sólo el ensayo puede instaurar:
Un adjetivo […] puede representar toda la literatura, pero —esto es fundamental— para
hacerlo necesita de un ensayo que lo instituya como representante. La determinación de “lo
literario” por un detalle encuentra en la singularidad de un acto de lectura su condición de
posibilidad, pero encuentra también allí su límite. El saber que el ensayo produce es esencial
(es un saber que afecta al ser de la literatura) pero no generalizable.[xxvi]
Con Borges el ensayo logra romper algunas de sus más hondas y obstinadas fronteras: el
problema de la relación entre representación y representatividad, entre lo singular y lo
general, entre lo considerado marginal y lo considerado central, entre argumentación y
ficción, entre tiempo e instante.
De este modo, al mismo tiempo que el ensayo de Borges logra internarse por territorios nunca
antes explorados, como el de la ficción, mantendrá la marca de escepticismo radical con que
dotaron al género sus hacedores, y particularmente los más altos representantes del ensayo
en lengua, inglesa. Dado que todo conocimiento es, según Borges, parcial, fragmentario y se
nos presenta de manera arbitraria y sorpresiva, la forma de llegar a él tendrá algo de azaroso
y necesario a la vez: para descubrirla se puede partir tanto de una modesta vindicación como
de la refutación de una gran teoría compendiosa; no es necesario apelar a una ilusión de
representatividad ni a una errada voluntad totalizadora, sino al ejercicio desapasionado de la
duda y de la conjetura. De allí a incorporar la ficción como una dimensión más del ensayo
hay un solo paso. Por otra parte, Borges llevará a cabo un quehacer propio del ensayo: dar
solución estética a dilemas filosóficos.
Dos ideas obstinadas han contribuido a la construcción de los ensayos de Borges: la intuición
de la irreversible temporalidad de todas las cosas y el esfuerzo por superarla a través de la
postulación de las formas y de la posibilidad de asomo al hecho estético. A través del ensayo
puede el autor combinar este despliegue del tiempo y del lenguaje, que se escriben a sí
mismos a través de un autor que es a la vez sustancia pensante, para confirmar su
irreversibilidad a la vez que alcanzar el asomo de una forma y —como anota en Discusión—
lograr establecer “un vínculo inevitable entre cosas distantes”, un enlace que se aleja de la
ley de causalidad histórica y científica para acercarse a una lógica narrativa, a una lógica de
las formas.[xxvii]
Los ensayos de Borges suelen tener como detonante el ejercicio de la perplejidad, el asombro
o la extrañeza ante datos presentados como singulares y obstinados, che modo tal que la
elección misma del tema se nos ofrece a la vez como resultado del azar y la necesidad. En
algunas ocasiones un primer comentario del autor anticipa ya la refutación implícita a otras
posturas sobre un mismo tema (“El escritor argentino y la tradición”). Es también usual que
la estructura argumentativa propia de muchos ensayos comience a derruirse en el interior de
ella misma al incluir, como es el caso de “Elementos de preceptiva” o “Los jinetes”, una
acumulación de “pruebas”, y noticias de distinta jerarquía y procedentes de distintos ámbitos
del saber, que acaban por reducir toda demostración al absurdo y así propiciar un efecto
estético y singularizador.
A su vez, el ensayo encierra un rasgo de la ficción, ya que —como lo anota Piglia en sus
“Nuevas tesis sobre el cuento”—, la intriga se da siempre como paradoja, y un cuento siempre
cuenta dos historias: un relato visible esconde un relato secreto. Del mismo modo, en el
ensayo de Borges toda interpretación encierra otra interpretación, toda lectura encierra otra
lectura: tal es el caso de “El ruiseñor de Keats”.
La ficción, en cambio, se apoya en un cierto estatuto ilocutorio específico del enunciado: una
proposición es ficticia cuando es dada y recibida como no coincidente con un estado
verificable del mundo. Este estatuto ilocutorio específico del acto ficcional es el que permite
que el discurso sea señalado como ficcional y reconocido como tal por el lector.
Sin caer en estos extremos, Borges hizo mucho más que incluir juegos de ficción en sus textos
ensayísticos: les atribuyó una función argumentativa (aun cuando, como ya lo vimos, las
“pruebas” y “ejemplos” en que se apoya el recorrido argumentativo sean de tan diversa
procedencia y jerarquía que la propia argumentación acabe en muchos casos por quedar
reducida al absurdo). Inversamente, el escritor llegó a ejercer un implacable rigor
argumentativo en sus propios textos de creación. A través de su ejercicio conjetural Borges
logró cruzar “la buena fe” del ensayo con aquello que Blanchot llama “la mala fe” de la
ficción. Puso así en evidencia que el texto del ensayo puede ser, paradójicamente, pertinente
en su impertinencia, mientras que el texto filosófico puede ser, paradójicamente, impertinente
en su pertinencia. A ello se debe añadir que logra Borges sembrar la desconfianza y relativizar
las afirmaciones en apariencia incontestables sobre el mundo, a la vez que obtener nuestro
acuerdo como lectores en la contundencia, incontestabilidad e incontrastabilidad que puede
alcanzar el mundo de la ficción. Todo orden argumentativo y toda convención referencial
pueden desembocar en el orden de la ficción así como todo mundo de ficción puede estar
regido por la lógica más implacable.
La aptitud del ejemplo ficticio para alcanzar sin más trámite el nivel de la generalidad —una
aptitud que no tiene el ejemplo basado en hechos concretos o particulares— lo vuelve
indispensable para el razonamiento argumentativo abstracto. Como dice Philippe:
El texto ensayístico instaura en efecto un protocolo de lectura muy particular, puesto que
busca la adhesión del lector menos según un mecanismo de convicción que según un
principio de simpatía: se adhiere a una voz, a un tono, a una posición, más que a un análisis
de los hechos. Pero el ensayo no obtiene de manera gratuita o arbitraria una tal adhesión: si
él no tiene, como el tratado, que garantizar lo dicho (los hechos o la pertinencia intrínseca
del análisis), debe garantizar el decir, para lograr que el lector establezca un acuerdo con lo
allí sostenido: se trata de instaurar la “confianza” (p. 82).
¿Ensayo, relato, poesía?
En la entrada dedicada a Borges por la Encyclopedia of the essay, anota José Miguel Oviedo:
Aunque su fama reposa sobre todo en su producción de relatos, Jorge Luis Borges comenzó
su carrera escribiendo poemas y ensayos, y continuó haciéndolo así a través de su vida. Sin
embargo, no existen de manera separada un Borges ensayista, un Borges poeta o un Borges
cuentista: él continuamente cruzó las fronteras de género, y pudo filosofar como autor de
ficción o ser poeta cuando escribía ensayos. Por ejemplo, un texto como “Borges y yo” es un
cuento que es también un ensayo que es también un poema.[xxxii]
Este “cruce de fronteras” explícitamente considerado así por Oviedo es el que aquí nos
interesa, y muy en particular el que corresponde al encuentro entre ensayo y ficción.
Atendamos ahora a algunos ejemplos, comenzando por el citado por Oviedo. En “Borges y
yo” (ensayo, ficción, poesía), la primera persona de la experiencia, “yo”, convive con la otra,
la del Borges escritor, de quien se habla de mañera indirecta. “Yo” es el que vive, o se deja
vivir, el que huele el café, escucha el rasgueo de una guitarra, el que es voluntad, sensibilidad,
corporeidad, experiencia vivida. El otro, “Borges” es la instancia a que se refiere el
enunciatario como aquel a quien le suceden las cosas, el que vive en el ámbito de la
inteligibilidad de los acontecimientos, el que puede consignarlos a través de la escritura que
le da fama, el que habita en el campo de la literatura y se adueña de los temas y obsesiones
del primero, a los que da permanencia pero que a la vez falsifica y magnifica: “Yo vivo, yo
me dejo vivir, para que Borges trame su literatura”. El final del texto es sorprendente: ¿quién
es el verdadero autor de esas líneas que acaban de ser escritas? ¿Se trata del “yo” de la
experiencia, del Borges portador de un nombre, o de un tercero, el tercero de la ficción, que
engloba, niega, supera, contradice, a los anteriores?
En cierta ocasión hacía Borges algunas recomendaciones para el caso del relato policial: la
primera de ellas, la necesidad de poner un “límite discrecional” en el número de personajes,
que no podían multiplicarse de manera excesiva sin atentar contra la economía de la obra;
recomendaba también, como requisito para lograr la contundencia del efecto que era
necesaria la “declaración de todos los términos del problema”; “necesidad y maravilla de la
solución” y, como uno de los posibles desenlaces, “el descubrimiento final de que los dos
personajes de la trama son uno solo”.[xxxiii]
Ésta es una de las posibles soluciones de “Borges y yo”, pero no la única. Hacia el final, los
dos personajes nos deparan la sorpresa de desembocar en un efecto que puede resultar tanto
desdoblamiento como anagnórisis, e incluso abrir la posibilidad de que se introduzca la voz
de un tercero que, colocada en el remate del cuento, pudo haber estado presente desde el
comienzo, y resultar la que veladamente dio cuenta de los otros dos: un tercero que incluye
y se diferencia a la vez de los dos anteriores, ese primero que tiene la existencia y ese segundo
que tiene la literatura. En sentido estricto, entonces, el “yo” que enuncia no podría escribir,
porque es el otro quien escribe y valida así su experiencia, y al mismo tiempo “Borges” no
podría tener existencia sin el sustento de vida que le suministra el “yo”. El final, que remata
con una duda —”no sé quién de los dos escribe esta página”—, es en rigor la apertura a la
posibilidad de que la obra sea escrita: “necesidad y maravilla de la solución”. El texto “se
muerde la cola” a la vez que se coloca en otro nivel: este salto de nivel al que hemos aludido
y representa el umbral de vínculo entre, lo poético y lo poetizado.
El tema del “yo” y el “otro” atraviesa la obra de Borges, quien supo hacer un prodigioso uso
literario de esta cuestión que atañe al lenguaje, la filosofía, la literatura: Borges se preocupa
por la relación entre el yo de la experiencia y el yo como pura materia pensante, entre el yo
comprometido con la representación y el yo escindido de la representación y también con un
problema que nos conduce a la dimensión de la ficción: la relación entre representación como
mimesis o copia de la realidad y representación como poiesis y posibilidad de instaurar un
mundo de ficción.
La gran paradoja del “yo” consiste en que empleo un pronombre que no he inventado, sino
que me ha sido dado por la tradición y el lenguaje, para referirme a una situación particular
en la que está colocada esta entidad absolutamente singular que se parece a mí y vive mi
propia experiencia, a la vez que da lugar a la posibilidad de localizarme en tiempo y espacio
respecto del mundo. “Borges y yo” se coloca así en el punto de enlace entre situación y
sentido. La relación entre “yo” y mi nombre puede parangonarse con la inscripción a la vez
que superación de la situación a través de la ficción y nos conduce a un tema crucial para la
narrativa: la división de base entre el mundo narrado y el acto productor del relato.
Borges logró encontrar en el problema del yo uno de los puntos de inflexión de esta cuestión
que es a la vez metafísica, semiótica y estética, y por ende ligada a los problemas del lenguaje:
uno de los puntos axiales tanto de la reflexión filosófica como de la representación artística
y de la filosofía del lenguaje contemporánea. Un punto sólo rebasable por la “magia parcial”
de la imaginación.
De este modo, esta pequeña obra maestra se convierte en una pieza más del gran proyecto
borgeano: fundar un mundo literario con sus propias reglas de autovalidación y
autocorrección, a través de la apelación a las leyes propias de la ficción.
El proyecto de la ficción borgeana se toca así con las primeras meditaciones de los ensayistas
ingleses, quienes —a diferencia de la postura de Montaigne, mucho más centrada en la
experiencia del sujeto—se piensan ante todo como instancia pensante y en su razonamiento
no hacen sino confirmar la potencia razonante de la razón: parafraseando al Borges que
parafrasea a Shakespeare, el yo se descubre como parte de una materia pensante. El proyecto
borgeano se nutre así de antiguos e ilustres antecedentes, aunque al mismo tiempo lleva a
cabo una audaz operación wittgensteiniana: una vez empleada la escalera que necesito para
acceder a ese mundo que está, de otro modo, vedado a mí, deberé arrojarla lejos para
permanecer en él.
El tema de “La muralla y los libros”[xxxiv] perseguía a Borges desde sus colaboraciones
para Sur. Allí, en “Lawrence y la Odisea” (1936), escribe:
En tiempos de reforma, la esperanza ilimitada y el asco suelen imaginar una operación que
linda con Dios: el incendio total de las bibliotecas […]. Dos siglos antes de la era cristiana,
el rey de Tsin abolió el sistema feudal, asumió el título de Primer Emperador y decretó la
quemazón de todos los libros anteriores a Él.[xxxv]
Esta intuición primera dará más tarde lugar a uno de los textos más acabados de Borges, que
es a la vez uno de los que mejor representa la dificultad de trazar límites entre ensayo, ficción
y poesía en su obra. En “La muralla y los libros” un motivo primero, el del incendio total de
las bibliotecas, pasa., depurado, estilizado y combinado ahora con otros, como el de la
construcción de la muralla ordenada por el mismo emperador, a convertirse en el centro de
interés y la base de uno de los textos más memorables del escritor argentino. Borges
comienza, una vez más, por consignar un testimonio personal: la evocación de un
sorprendente descubrimiento hecho a partir de la lectura (el acto de leer es al mismo tiempo
azaroso y necesario) de dos noticias sobre el legendario emperador Shih Huang Ti, quien
tomó dos decisiones descomunales: construir una muralla que rodeara todo su imperio y
quemar todos los libros que guardan la memoria. Después de considerar, en una combinatoria
magistralmente resuelta, cuáles son las causas y cuáles las consecuencias de esas dos
operaciones contrastantes —conforme se las coloque en tal o cual orden de sucesión o se las
piense como coincidentes en el tiempo o bien se aplique a ellas explicaciones de diverso
tipo— Borges concluye que tal vez aquello que nos atrae, nos fascina, de esa operación, no
sea tanto la cuestión de los contenidos o sus implicaciones históricas, morales o psicológicas,
como su impensable magnitud: el emperador se propuso encerrar todo un imperio y quemar
todos los libros. Otra posible explicación (concluye el ensayista, sorprende el narrador,
remata el poeta), es que es tal vez en ese punto donde reside el hecho estético: en la
posibilidad de asomarnos a lo indecible, lo inexplicable, lo incomunicable: lo sublime. Es en
ese asomo de suspensión del yo, el tiempo y el espacio donde se puede llegar a vislumbrar el
infinito:
La música, los estados de felicidad, las mitologías, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos
crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo o algo dijeron que no hubiéramos debido
perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación que no se produce es, quizás,
el hecho estético.[xxxvi]
El tratamiento expositivo riguroso queda así superado, confirmado a la vez que derrotado,
por un salto que nos conduce impensadamente a otro nivel, a las razones de la creación, de
la revelación, del arte, del hecho estético. El final sorprendente del texto constituye a la vez
un remate “demostrativo” y “mostrativo” apoyado al mismo tiempo en una operación de
orden poético.
Esta cuestión se enlaza con otra de la mayor importancia: el tiempo y el ensayo en Borges.
El escepticismo radical de nuestro autor desemboca en una concepción del acto de ensayar
como el despliegue de un ejercicio de perplejidad, como la posibilidad de esbozar
meditativamente soluciones parciales a las diversas cuestiones que nos procura un mundo
que no puede sino observarse con la sorpresa y la distancia que nos plantea un enigma: No
podemos por ello dejar de recordar otro de los grandes textos de Borges, “Nueva refutación
del tiempo”, que tematiza el problema del tiempo y la índole sucesiva del lenguaje, y nos
conduce a una de las preocupaciones centrales del autor: el hombre está obligado a inscribir
el sentido a través de la inclemente temporalidad del lenguaje. No es posible negar la sucesión
temporal, sino sólo intentar, en todo caso, una suspensión que nos permita esbozar un asomo
al mundo del sentido. Este tema de Borges es también uno de los grandes temas del ensayo,
en su irreversible temporalidad, que es a la vez la temporalidad del lenguaje:
And yet, and yet… Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico,
son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno
de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es
espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El
tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy
el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es
real; yo, desgraciadamente, soy Borges.[xxxvii]
En un tercer ejemplo, “El ruiseñor de Keats” (ensayo, ficción, poesía), una voz que comparte
con el Borges biográfico la capacidad de sorprenderse ante un descubrimiento —en este caso
apoyado en búsquedas bibliográficas y meditaciones de conocedor de la literatura británica—
, llega a plantear un problema que pertenece tanto al campo restringido de los eruditos como
al ámbito universal de la maravilla: la relación entre el efímero ruiseñor de una noche y el
ruiseñor genérico. El autor se plantea cómo al observar las cosas de un modo desinteresado
cada uno de nosotros logra emanciparse de la propia individualidad, para descubrirse como
conciencia pura, a la vez que encontrar, a través de la manifestación individual, la idea, la
forma que late en ella. El final de este texto es un nuevo asomo a la felicidad de la experiencia
estética, confirmada por el maravilloso nombre que todas las lenguas dieron al ruiseñor,
“como si instintivamente hubieran querido que éstos no desmerecieran del canto que los
maravilló”. Una vez más, nuestro enigma: cómo preservar el carácter singular y fugaz de la
experiencia al mismo tiempo que lograr su inscripción en un horizonte más amplio de sentido,
cómo enlazar, desde mi propia vida, la experiencia individual e intransferible con la
experiencia de los otros, cómo probar que el ruiseñor cuyo canto escuchó Keats es otro o es
el mismo que ha cantado en distintos momentos para distintos oídos. Se trata de un tema
filosófico por excelencia, que encierra en rigor la maravilla:
El ruiseñor, en todas las lenguas del orbe, goza de nombres melodiosos (nightingale,
nachtigall, usignolo), como si los hombres instintivamente hubieran querido que éstos no
desmerecieran del canto que los maravilló…[xxxviii]
Descubrimos tras este primer recorrido que la elección de esa peculiar estrategia borgeana
permite reunir el modo enunciativo del ensayo y el de la narración en primera persona. El
“yo” que enuncia mantiene apenas unos pocos rasgos, unas pocas trazas, de elementos
biográficos que lo individualizan —y que en gran parte consisten en dar cuenta de datos
sorprendentes que en su mayor parte llegan a él a través de la lectura—, y paulatinamente
desemboca en un sentido de alcance general que opera a la vez como remate argumentativo,
poético y de ficción. Se trata, como veremos de inmediato, de un salto entre aquello que José
Miguel Oviedo denomina la apropiación y la creación.
Lectura y ficción
Otro rasgo fundamental en la obra de Borges, también anotado por Oviedo, es que la elección
de temas y la lectura resultan una reapropiación y creación reflexiva en una dimensión que
muy pocos autores pretendieron alcanzar. Borges demuestra así algo que adelantábamos en
páginas anteriores: el ensayo es escritura de una lectura. Al respecto dice Oviedo:
Lo que llama la atención es no sólo la originalidad de los temas literarios que trata como
ensayista, sino también su habilidad para decir algo inesperado sobre ellos. Como Paul de
Man, podría decirse que éstos son “ensayos imaginarios” si tomamos esta expresión como
significando [sic] ensayos escritos desde una imaginación personal estimulada por la
imaginación de otros. Una de las sorpresas que esperan al lector que se refiere a las fuentes
que inspiraron a Borges es descubrir que, al leerlas e interpretarlas, el autor añadió tanto
como (o más que) lo que tomó de ellas, y que de este modo les dio un nuevo significado. Sus
lecturas son una forma de apropiación y creación; Borges traduce lo que lee en su propio
lenguaje literario y en su propio mundo estético. Esta creatividad de segunda mano —de
inolvidable sugestión y magia— es característica de Borges.[xxxix]
Esta cita contiene varios elementos valiosos: la apropiación estética que Borges hace de otros
textos, temas y autores —e incluso el reconocimiento del valor estético antes que
epistemológico de las distintas posturas filosóficas—, la creación “de segunda mano” a partir
de la creación “de primera mano”, el trabajo artístico de las lecturas y los textos de los otros
y el modo en que Borges trabaja dentro de la tradición literaria y no contra ella.[xl]
El joven Borges que participó durante muchos años con reseñas y comentarios de libros, con
noticias y traducciones, con prosas breves de varia invención en diversos medios destinados
a distintos tipos de público —desde los lectores de El Hogar hasta los lectores de Sur— hizo
de ellos verdaderos laboratorios para el despegue de su prosa, como se perfila en Discusión
y se confirma en Otras inquisiciones, donde encontrará una solución admirable que
redescubriremos en muchos de sus trabajos en prosa, como sus maravillosos prólogos, o sus
ensayos dantescos, o los muchos textos que dedica a Shakespeare. Este gran escéptico supo
combinar siempre aquello que Coleridge llamó la “voluntaria suspensión de la duda”, y a
propósito del autor de Macbeth mostró que “el hecho estético es momentáneo y no está en
las letras de un libro sino en el comercio del libro con el lector o del espectador con la
escena”.[xli]
Pero el examen riguroso y frío de la cuestión dará un nuevo salto a partir, en este caso, de un
descubrimiento de lectura: en la segunda parte del Quijote, los protagonistas tienen ya una
vida independiente de ella, al punto de poder convertirse en lectores de la misma obra.
Recordemos que otro exquisito lector del Quijote, Francisco Ayala, dirá que una de las
maravillas de la obra de Cervantes es que instaura un mundo que, una vez constituido, se nos
aparece como previo a él mismo: una vez inventados, don Quijote y Sancho cabalgan como
figuras que tuvieran una existencia real y anterior al texto que en rigor les dio nacimiento.
El valor de las invenciones poéticas por las que el autor se convierte en personaje de su propia
obra o de aquellas por las que se hace una representación dentro de otra representación no es
menor que “las invenciones de la filosofía”, que “no son menos fantásticas que las del arte”;
todas ellas a su vez resultan, en cuanto a su carácter ficticio y no en cuanto a su pretensión
de verdad, formas certeras de atisbar el mundo. Concluye el autor:
¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro
de Las Mil y Una Noches? ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote, y
Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que
si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o
espectadores, podemos ser ficticios. En 1833, Carlyle observó que la historia universal es un
infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que
también los escriben (p. 47).
Este prodigioso cierre confirma la posibilidad de una magia parcial a la vez que del salto a
otro nivel dado por la sugerencia de una inversión entre el plano de lo existente y lo ficticio,
entre los actos de leer y de escribir, otorga al ensayo un inesperado y vertiginoso final, y al
hacerlo lo convierte una vez más en género próximo al de la ficción, y ha sido muchas veces
citado como pionero en cuanto a la apertura de un nuevo enfoque en los problemas de la
lectura y la recepción de la obra artística. Pero es mucho más que eso: cierra al ensayo sobre
sí mismo en el momento de abrirlo a la posibilidad de una infinita lectura y escritura, y de
allí a un salto en otro nivel. En el ensayo se medita sobre el hombre dentro de la obra del
hombre, de la representación dentro de la representación; desarraigada de toda voluntad o
necesidad práctica, la representación se emancipa de cualquier determinación exterior y se
vuelve sentido: un libro que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender y en el
que son a su vez escritos.
Por otra parte, no podemos dejar de mencionar que Borges regresa una y otra vez al Quijote
desde diversos miradores: el Pierre Menard, por supuesto, además de varios poemas y
referencias en textos en prosa, y que a través de esta reinterpretación que resulta en una
recreación del Quijote imprimió un giro fundamental a la crítica cervantina: la posibilidad de
reapropiación a través de una lectura creativa de un texto fundamental. El poema donde un
niño solo y deslumbrado lee las aventuras de Quijote y Sancho encierra también, como una
nuez, la posibilidad de que la lectura nos haga ingresar en un mundo nuevo de planos
invertidos, como lo hizo Alicia cuando atravesó el espejo. De este modo, un “tema” dado
puede atravesar los diversos géneros y los diversos mundos: don Quijote transita por ensayo,
ficción y poesía, a la vez que enlaza en su portentosa evocación al niño que una vez lo
descubrió asombrado y al que lo relee cada vez.
Así se puede decir que el uso borgeano del ensayo resulta en el extremo refinamiento de las
técnicas de ficción, mientras que, inversamente, la ficción borgeana balancea el potencial del
ensayo de maneras nunca antes exploradas. Borges retorna los hilos de la dicción y de la
ficción y, apoyándose en las potencialidades que le da la emancipación de la voz narrativa
contemporánea, descubre un mundo nuevo.
Y continúa:
Presentar el ensayo directamente “como” ficción es aquí claramente dejar que se exprese a
fondo la dimensión literaria y escéptica de la filosofía que determina el género. Al mismo
tiempo, es llamar la atención sobre la “licencia” que se toma en la práctica respecto de los
preconceptos del lector, a pesar de lo que se pueda saber en teoría de la ambivalencia del
género. La ficción, en otras palabras, se usa para socavar la dimensión ficcional del ensayo
tanto como para subrayarla. La contribución del ensayo a la ficción es análoga. Las ficciones
borgeanas constantemente imitan su propia ficcionalidad, y una demostración exitosa del
carácter ficcional de la ficción depende de la puesta en primer plano de los contextos
referencial y pragmático a los que el ensayo, precisamente, se considera que refuerza […].
Desde el punto de vista de la lectura, el “como si” de la ficción se divide en sus planos consti-
tuyentes (el paradójico “es, y sin embargo no es” de la ficción) exactamente del mismo modo
y conforme a la idea de que “el lector competente de ficción tiene que pasar de la recepción
cuasi-pragmática a formas más altas de recepción que son las únicas que pueden hacer
justicia al status específico de la ficción” (p. 280).
Tanto los lectores como los teóricos tienden a apoyarse en una distinción entre el status “no
subversivo” de la glosa o pie de página en la no ficción y su función “subversiva” en la
ficción. En la no ficción, se considera que la glosa reduce efectos oblicuos, afirma la relación
de la parte con el todo, y afina constantemente sus intervenciones apuntando hacia una
interpretación cada vez más completa del texto hasta llegar a la revelación total de la verdad
final, que es al mismo tiempo su cierre. En la ficción, por el contrario, la glosa, generalmente
considerada como “marginalia”, promueve la digresión y así vuelve ambigua la relación entre
la parte y el todo de un modo que impide descubrir la finalidad (p. 281).
Al acercarse a esas zonas de frontera que no pueden ser pronunciadas, se asoman algunos de
los más vastos enigmas que encierra la literatura y que Borges planteó como nadie: el
lenguaje es de índole sucesiva, temporal, y es por lo tanto imperfecto para captar lo eterno,
lo intemporal. Paradoja de paradojas, la literatura nos pone ante la dificultad de asir el instante
y de nombrarlo. De manera correspondiente, nosotros, los lectores, debemos remontar las
aguas del lenguaje escrito para volver a dar vida a la obra en su hacerse, en su riesgo, en su
apuesta, en su presente. Y el ensayo de Borges plantea de manera magnífica otra paradoja:
cuando un escritor se esfuerza por llegar a una página genial y lo logra, esta página deja de
pertenecerle, porque “lo bueno no es de nadie”: es patrimonio de todos nosotros.
Pero tal vez la mayor paradoja resulte en que buena parte de la crítica haya desconocido su
complejidad y haya preferido pensarlo como superficial, ligero, errático, asistemático, no
comprometido con la cosa, abierto temática y estilísticamente a cualquier impulso de una
subjetividad caprichosa. Nada más alejado del ensayo que esto último: en su dimensión como
poética del pensar, en su capacidad de ofrecernos nuevos miradores para entender el mundo,
en su más profunda ley intelectiva, el ensayo se nos muestra como la más íntima forma de
vivir lo social y la más pública forma de dar a conocer nuestro singular modo de sentir el
mundo.
*Este ensayo forma parte de Pensar el ensayo, México, Siglo XXI, UAS y el Colegio de
Sinaloa, 2007. Fue merecedor del Premio Internacional de Ensayo 2006.
Datos vitales
[i] Veo en la imagen de los Latinoamericanos buscando lugar en este siglo que da título a un
reciente libro de Néstor García Canclini, y particularmente en la expresión “últimos trenes a
la modernidad” empleada dentro del texto por el mismo autor una elocuente muestra de la
tensión entre ambos modelos interpretativos: los símbolos de la modernidad, ligados a tiempo
y movimiento, desembocan en un espacio que diluye y desdibuja los procesos.
[ii] Por su arte, Giorgio Agamben, en “Idea de la prosa”, atribuye un papel decisivo al
encabalgamiento como parteaguas entre uno y otro modos de exposición. Véase Idée de la
prose, trad. del ital. Gérard Macé, París, Christian Bourgois ed., 1998.
[iv] En El arco y la lira leemos: “La función del ritmo se precisa ahora con mayor claridad:
por obra de la repetición rítmica el mito regresa. Hubert y Mauss, en su clásico estudio sobre
este tema, advierten el carácter discontinuo del calendario sagrado y encuentran en la magia
rítmica el origen de esta discontinuidad”: “La representación mítica del tiempo es
esencialmente rítmica. Para la religión y la magia el calendario no tiene por objeto medir,
sino ritmar, el tiempo”, reproducido en O.C., vol. I, México, FCE, 1999, p. 85. Recordemos,
con Emir Rodríguez Monegal, que existen marcadas diferencias entre la primera y la segunda
ediciones de El arco y la lira (1955, 1967) y en particular la segunda edición traduce su
mayor acercamiento al estructuralismo de Lévi-Strauss (a quien dedicará un libro ese mismo
año) y a las nuevas teorías del lenguaje; integra la experiencia de Oriente y la toma de
distancia del surrealismo. Véase “Relectura de El arco y la lira“, Revista Iberoamericana,
vol. 37, núm. 74, 1971, pp. 35-46.
[v] En “Las piedras legibles de Roger Caillois”, evoca Paz su encuentro con la obra del autor
francés, hacia 1940, y hace un recuento de las coincidencias entre ambos: “Teníamos
veintitantos años, nuestra juventud coincidía con la segunda guerra mundial y con la gran
crisis de nuestra civilización; ambos, en fin, habíamos sido, simultáneamente, sacudidos e
iluminados por la gran explosión surrealista”. Y añade otro comentario de singular
importancia: “En aquella época yo empezaba a explorar un enigma que nunca ha cesado de
fascinarme. La relación entre la creación mítica y la fabulación poética”. Y añade que
buscaba Caillois “la red de relaciones invisibles y de correspondencias secretas entre los
mundos que componen este mundo”. Estas correspondencias se dan en “un orden analógico”:
“Nunca el de esto se deduce aquello de la lógica y la ciencia; tampoco el esto es aquello del
poeta y del místico sino el esto como aquello” (p. 25). Véase Octavio Paz, “Las piedras
legibles de Roger Caillois” (1991), reproducido en O.C., vol. XIV, México, Círculo de
Lectores-FCE, 2001, pp. 23-27.
[viii] Dice Paz en 1967: “Alfonso Reyes habló de lo humano y lo divino (más de lo primero)
con gracia y penetración luminosa —habló de todo, de Goethe a Licofrón, menos de lo propio
y lo cercano. Fue un gran crítico que nunca aventuró un juicio sobre su época” (“Una de
cal…”, en O.C., vol. III, Fundación y disidencia. Dominio hispánico, p. 289).
[xii] Octavio Paz, El arco y la lira, pp. 76-77. Regresará al tema en textos posteriores como
Los hijos del limo (1974), reproducido en O. C., vol. I, pp. 365-484.
[xiii] Véase Charles O’Neill, “The essay as aesthetic ritual: W. B. Yeats and Ideas of good
and evil“, en Alexander J. Butrym, Essays on the essay; redefining the genre, Athens, The
University of Georgia Press, 1989, pp. 126-136.
[xiv] Octavio Paz, “Analogía e ironía”, en Los hijos del limo, p. 386.
[xv] Jean-Pierre Zubiate, “Essai et poésie au XXe siècle”, en Pierre Glaudes, coord., L’essai:
Métamorphoses d’un genre, p. 382.
[xix] Octavio Paz, “José Ortega y Gasset: el cómo y el para qué”, en Hombres en su siglo y
otros ensayos, Barcelona, Seix Barral, 1984, p. 98.
[xx] Octavio Paz, “La verdad frente al compromiso”, prólogo al libro de Alberto Ruy
Sánchez, Tristeza de la verdad: André Gide regresa de Rusia, México, Joaquín Mortiz, 1991,
reproducido en Al paso, Barcelona, Seix Barral, p. 148 y en OC, vol. 9, p. 447.
[xxi] Ya en 1940 Adolfo Bioy Casares había descubierto con gran sagacidad este fenómeno,
cuando en el “Prólogo” a la Antología de la literatura fantástica preparada por Jorge Luis
Borges, Victoria Ocampo y él mismo, anota: “Con el Acercamiento a Almotásim con Pierre
Menard, con Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Borges ha creado un nuevo género literario, que
participa del ensayo y de la ficción; son ejercicios de incesante inteligencia y de imaginación
feliz, carentes de languideces, de todo elemento humano, patético o sentimental, y destinados
a lectores intelectuales, estudiosos de filosofía, casi especialistas en literatura”, Antología,
Buenos Aires, De Bolsillo, 2007, pp. 12-13. Sin embargo, algunos años después Bioy se verá
precisado a escribir una “Posdata”: “En el prólogo, para describir los relatos de Borges,
encuentro una fórmula admirablemente adecuada a los rápidos lugares comunes de la crítica.
Sospecho que no faltan pruebas de su eficacia para estimular la deformación de la verdad.
Lo deploro”, ibid., p. 15.
[xxiii] Véase Claire de Obaldia, “Postscript: Borges, or the essayistic spirit”, en The
essayistic spirit; literature, modern criticism, and the essay, Oxford, Clarendon Press, 1995,
pp. 247-282. La traducción es mía.
[xxiv] Jorge Luis Borges, “Epílogo”, Otras inquisiciones [1952], reproducido en Obras
completas, Buenos Aires, Ernecé, 1989, vol. 2, p. 153. En adelante O.C.
[xxv] En cuanto a la relación entre argumentación y ficción sigo el excelente estudio de Gilles
Philippe, “Fiction et argumentation dans 1’essai”, en Pierre Glaudes, coord., op. cit., pp. 63-
82.
[xxvi] Alberto Giordano, “Del ensayo”, en Modos del ensayo: Jorge Luis Borges, Oscar
Masotta, Rosario, Beatriz Viterbo, 1991, p. 126. Sobre el tema véase también Liliana
Weinberg, “Magias parciales del ensayo”, en Rafael Olea Franco, ed., Borges: desespera-
ciones aparentes y consuelos secretos, México, El Colegio de México, 1999.
[xxviii] Cf. Cesare Segre, Principios de análisis del texto literario (1975), trad. María Pardo
de Santayana, Barcelona, Ariel, 1985.
[xxix] Mark Schorer, “Fiction and the analogical Matrix” (1949], citado en Raman Selden y
Peter Widdowson, Contemporary literary theory, 3a. ed., The University Press of Kentucky,
1993, p. 18.
[xxxi] Así, por ejemplo, se puede mostrar que en muchas ocasiones los textos argumentativos
apelan a la abducción por interpretación de un índice, la deducción por parecido y la
inducción por tipificación y generalización.
[xxxii] Así lo expresa José Miguel Oviedo en la entrada sobre Jorge Luis Borges publicada
en la Encyclopedia of the Essay, pp. 96-97. En cuanto a la dificultad de trazar límites
genéricos en la obra de Borges, escribe también el mismo crítico en otro lugar que “no hay
en verdad géneros en Borges, que continuamente cruzó esas fronteras y supo filosofar como
escritor de ficciones o ser poeta cuando escribía ensayos”, José Miguel Oviedo, “La
invención de Borges”, en Breve historia del ensayo hispanoamericano, Madrid, Alianza
Editorial, 1991, p. 96. Observa también aguda aunque brevemente este crítico el lugar que
lenguaje y paradoja ocupan en el mundo borgeano. Varios son los estudiosos que han
observado la relación entre ensayo e imaginación en Borges. Uno de sus más tempranos
críticos se refiere ya a la “dimensión imaginativa” y la “adyacencia entre ensayo y cuento”.
Véase Jaime Alazraki, “Borges: una nueva técnica ensayística”, en Kurt L. Levy y Keith
Ellis, eds., El ensayo y la crítica literaria en Iberoamérica, Toronto, Universidad de Toronto,
1970, pp. 137-144.
[xxxiv] Datado en 1950 y publicado por primera vez en Otras inquisiciones (obra que
consideramos la más representativa del ensayo borgeano) en 1952, O.C., vol. 2, pp. 11-13.
[xxxvi] “La muralla y los libros”, en Otras inquisiciones, reproducido en O.C., vol. 2, 1989,
p.13.
[xxxvii] “Nueva refutación del tiempo”, Otras inquisiciones, O.C., vol. 2, p.149.
[xl] Recordemos además el valor que adquiere la relación entre Borges y la tradición para
una crítica como Beatriz Sarlo, Borges, un escritor en las orillas, México, Siglo XXI, 2007.
[xlii] “Magias parciales del Quijote”, en Otras inquisiciones, reproducido en O. C., vol. 2,
pp. 45-47.
[xliii] El entrecomillado nos remite a observaciones planteadas por Roland Barthes en Roland
Barthes y en Ensayos críticos.
[xliv] Claire de Obaldia, “Postscript: Borges, or the essayistic spirit”, en The essayistic spirit;
literature, modern criticism, and the essay, op. cit., p. 279.