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CRUCES CIERRAN LOS CAMPOS

CRUCES CIERRAN LOS CAMPOS

Beatriz Actis

© Actis, Beatriz

© Ediciones Ramos Generales, 2021


Director editorial: Walter Operto
Imagen de tapa: Interpretación de una obra de Matisse por Elisa Operto
Diseño editorial: Adriana La Sala

Fundación Cultural La Nave


Ediciones Ramos Generales
San Lorenzo 1329 piso 1
Rosario, Santa Fe, Argentina
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
 

Los sueños cuelgan de un hilo


De sus propios vapores el desnudo paisaje
Se quiebran las líneas más sensibles
Enemigos vigilan los cuerpos
Cruces cierran los campos
Takis Varvitsiotis
SEIS
Underground

 

Hay penas que es preferible ignorar, parece creer mi


padre. El viaje había resultado el modo en que se pro-
puso impedir aquella pena reciente; de veras lo intentó.
Lo poco que logró, sin embargo, fue que no pudiese ser
testigo inmediato de la muerte de mi hermana. Como si
cerrar los ojos y no ver su cuerpo inmóvil para siempre
fuese a cambiar los hechos, a borrar la historia. Mi familia
posee cierta recurrente inclinación hacia el pensamiento
mágico.
El modo en que él, mi padre, me había protegido de la
pena consistió en aquella ingenuidad: impedir que viese
el cuerpo desnudo de mi hermana temblando en el fondo
del pozo en el centro mismo del patio de la casa, alejar-
me de los trámites policiales y judiciales, y sobre todo, de
la vergüenza familiar ante las murmuraciones de la gen-
te, preparando mi viaje a Londres casi el mismo día de la
muerte de Elvira. La gente de esta mezquina ciudad, ante
el suicidio, preguntaba en voz alta: “Por qué”, e inmediata-
mente confesaba, en voz más baja y entre suspiros calcula-
dos: “La pobre tenía que terminar así” o bien: “Siempre lo
imaginé”, que era una manera encubierta de decir: “Para
qué iba a seguir viviendo de esa manera”.

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En Londres vivía en ese entonces mi hermano Julián. en Sauce Viejo y Eugenio y nuestro padre eran dueños de
Uno de mis tíos (Eugenio, el hermano de mi padre), que una librería en Santa Fe, en la época de bonanza anterior
desde hacía años ocupaba un puesto importante en el Ban- al accidente de Elvira). Julián sentía “curiosidad por el pri-
co de la Nación en Buenos Aires, había sido asignado en mer mundo, por planificar una vida sin sobresaltos, una
la delegación del Banco en la capital de Inglaterra mucho vida en que la economía y los gobiernos fuesen estables”,
después de terminada la guerra, cuando se reanudaron las dijo mi padre. Supe, claro, que mi hermano jamás habría
relaciones diplomáticas. “Siempre tuve vocación impe- hecho una afirmación semejante.
rial”, dijo Julián, al enterarse. Y yo sé que pensaba, sin ver- Mi padre, en cambio, solía murmurar en los momen-
dadero agradecimiento hacia Eugenio, que el tío se com- tos de crisis: “Por qué habré tenido que nacer en este ben-
portaría —fiel a su conducta de años— con la soberbia dito país”. Aquel era, sin dudas, un pensamiento propio
de un embajador y no con la naturalidad aburrida de un de la vejez prematura de mi padre —a Elvira le llamaba la
empleado de banco. Eugenio era “el que había triunfado atención que, incluso renegando del país, lo llamase “ben-
en la familia”: tía Gloria y mi padre, los otros hermanos, dito”— y también la motivación de mi tío para aceptar el
estaban definitivamente varados en la quietud, detenidos trabajo y radicarse en Inglaterra.
en Santa Fe hasta la muerte, sin ninguna convicción frente Así fue como yo, el menor de los hermanos, tras la tra-
a sus destinos. gedia familiar, partí desde Santa Fe hacia Londres debido
Julián —cuyo vínculo con Inglaterra consistía en ha- a la voluntad sincera de mi padre que insistía en que via-
ber visto varias veces las películas de Richard Lester en las jase escapando del presente. Muerta Elvira, nos habíamos
que actuaban Los Beatles, lo cual era una especie de excen- quedado de nuevo los hombres solos.
tricidad entre los hábitos de nuestra generación, y admirar  
las antiguas motos inglesas— convenció a la familia y se  
fue a vivir a Londres con el tío Eugenio, quien lo aceptó
a su lado por una especie de vieja lealtad hacia mi madre, II
como le confesó casi borracho una noche ( Julián me lo
había contado, breve y sarcástico, en una de sus primeras Arrastraba conmigo el dolor, y como siempre sucede,
llamadas telefónicas desde Londres, y había confirmado arrastraba con él un futuro triste —vivir a partir de ese
lo que ya suponía: el ofrecimiento de Eugenio sellaba la día con la ausencia definitiva de mi hermana, que, en ese
competencia con nuestro padre, remarcaba su fracaso, ese momento lo comprendía, había sido para mí como mi ma-
ir y venir de negocios que se abortaban desde el primer dre— y la carga inevitable del pasado: revivir en el duelo
intento, esos proyectos inconclusos que signaban su vida por Elvira la historia prohibida de nuestra familia, en la
y opacaban el recuerdo de aquella breve y lejana prospe- que se ocultaba la sombra perdida de mi madre. Los ve-
ridad, lograda durante nuestra infancia, cuando vivíamos cinos, los amigos, los parientes, todos callaban ahora, sin

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nombrar a Elvira del mismo modo que hacía años habían Preparado para el clima seco de sus orígenes, el palo
dejado de mencionar el nombre de mi madre. Viajar no mostraba un comportamiento fuera de lo común en su
cambia la existencia de uno absolutamente para nada. Sin nueva vida en el Litoral: se dilataba por la humedad y so-
embargo, viajé como quien cumple una obligación pero naba solo, como una castañuela o la voz ronca de un sapo
abriga al mismo tiempo alguna tenue esperanza. en el medio de la noche. Tardamos en descubrir que era
Mientras me preparaba para el vuelo, en una librería el palo el que emitía ese sonido poco familiar en un rin-
de Ezeiza compré una guía de Londres. Me había negado cón oculto de la sala, en aquellas horas de la madrugada
a proyectar itinerarios con anticipación, mientras mi padre en las que los ruidos más tenues —un ladrido lejano, el
preparaba el equipaje atiborrado de ropa de invierno y de gotear de una canilla— se amplifican para atemorizar a los
accesorios inverosímiles en el Litoral, adonde vivíamos: insomnes (y en mi familia, el insomnio es una herencia
guantes térmicos y calzoncillos largos que seguramente no difícil de dilapidar)
llegaría a usar en mi nuevo destino. Mi padre actuaba como Dudé: el palo no ocupaba mucho espacio, pero hacía
lo hubiese hecho Elvira: tratándome como a un niño. ruido. Finalmente, lo envolví con cuidado entre los cal-
Yo no conocía Europa y nunca había viajado solo pero zoncillos largos. Fue mi única participación en la prepa-
había cumplido hacía poco la mayoría de edad, lo que me ración de la valija, ante la mirada asombrada de mi padre:
permitía viajar impelido por el deseo de mi padre pero sin “¿Te vas a llevar el palo? No seas ridículo”. “Julián me lo
su autorización expresa en los papeles. Julián me espera- pidió”, alcancé a decirle. Mi padre me miró con temor,
ría en el aeropuerto y desde allí viajaríamos juntos en tren pensé que imaginaba que en el aeropuerto podrían revisar
hasta el departamento en donde vivía con Eugenio, en un mi equipaje y desarmar el palo creyendo que las semillas
edificio cercano a la catedral de Saint Paul, que a esa altura eran no sé qué rareza prohibida y sudamericana. No me
era para mí solo un nombre en las páginas de la guía recién importaba. Julián era así, hacía esas cosas, y en casa lo con-
comprada. Eso era lo que mi tío y mi hermano habían pla- sentíamos. En mi familia de sangre, además, había otras
neado para el momento de mi llegada. particularidades, por ejemplo: las mujeres eran siempre
A pesar del estupor y del miedo ante la noticia, Julián las que morían primero, contrariando las estadísticas so-
me había pedido que le llevase yerba y alfajores santafe- bre longevidad femenina que publican las revistas.
sinos, y había agregado a las curiosidades argentinas que  
se añoran en el exilio un palo de lluvia (¿era esa su forma
de evitar el dolor?). “Traélo”, dijo por teléfono. “¿El palo
—pregunté— , que me lo lleve en la valija, decís?”. Al palo III
de lluvia lo habíamos comprado en unas vacaciones en las  
sierras de Córdoba durante la infancia y desde entonces “En Londres es invierno y no hay mosquitos”, había
envejecía apoyado contra una de las columnas de la casa. sido el mensaje de la primera postal enviada por mi her-

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mano cuando se instaló en la casa del tío Eugenio. La La segunda postal que nos había enviado Julián des-
familia de mi padre tenía un lejano parentesco con los pués de su partida era en realidad una foto suya en el Ba-
Urondo, y mi padre, Gloria y Eugenio habían compartido rrio Chino (él miraba muy serio a la cámara, con un gorro
algunas vacaciones de la infancia con Francisco, el poeta, de lana, detrás se veían restaurantes, gente que pasaba,
en el pueblo de Sauce Viejo, sobre el río Coronda, en don- todo parecía demasiado gris y sucio), en la que solo había
de tenían una quinta. Era la misma en la que años después escrito: “Aquí no se puede morir porque no llueve”, y esas
vivimos en familia durante la infancia, cuando fuimos fe- palabras me afectaron al recordarlas después de la muerte
lices —lo sé: es engañoso ese sentimiento de pérdida y de de Elvira como una premonición atroz, pero después des-
mito de la infancia, es solo una borrosa nostalgia— y en la cubrí que solo se trataba de unos versos robados y tam-
que también vivió Gloria incluso después de la muerte de bién de una ironía evidente por las lluvias frecuentes en
su marido. La quinta sigue allí, ahora, para nosotros, aun- Londres (pero ¿qué quería decir realmente Julián enton-
que está casi abandonada. “Solo el zumbido de los mos- ces? ¿que como en Londres sí llueve uno puede morir, que
quitos planeando sobre nuestra inquietud”, decían unos su vida en Londres era también una muerte? No, Julián
versos de Paco referidos a aquel lugar (el río y el pueblo) y era demasiado intrépido y vital como para una sugerencia
a aquella época (su juventud y la de mis padres y la de los –para una sutileza— semejante)
hermanos de mi padre). Recién después de la tercera postal (“Esta ciudad na-
Entre el equipaje de Julián, que Elvira le había prepa- ció como un puente sobre el río”, estaba escrito en ella, y
rado y que pude revisar a escondidas antes de su partida, yo pensé en Santa Fe y en el Puente Colgante, pero en la
mi hermana había incluido los calzoncillos largos de rigor imagen de la postal se veía el Tower Bridge sobre el Táme-
—quizás se tratara de honrar la memoria sobre los fríos de sis), nos llegó una carta extensa de Julián, que se negaba
Europa de nuestros antepasados inmigrantes— y Julián a comunicarse por correo electrónico porque “es irreem-
los había aprovechado para envolver con ellos —del mis- plazable”, decía, “la dignidad del papel”. Me divertía con
mo modo que yo lo haría en mi valija con el palo de lluvia, las anécdotas sobre sus recorridas londinenses, aunque
tiempo después— un libro de poemas de Paco Urondo a Elvira los mensajes de nuestro hermano la llenaban de
con aquellos versos sobre los mosquitos subrayados en una cerrada melancolía. Era ella quien recibía las cartas,
azul. En la primera página del libro había una dedicato- porque se levantaba más temprano que el resto de la fami-
ria para sus amigos de juventud: Horacio, mi padre; mis lia y solía asomarse a través de las celosías para espiar en la
tíos Eugenio y Gloria, y Elvira, mi madre (porque Elvira calle la llegada del cartero.
era, también, el nombre de mi madre). Entre el equipaje Junto a esta primera carta —estoy casi seguro— Ju-
de Julián yo había encontrado además, oculto en uno de lián debe haberle enviado a Elvira alguna otra, solo para
los bolsillos interiores de la valija, un pañuelo amarillo de ella. Lo supongo porque cuando Elvira me despertó para
seda que Elvirita había heredado de nuestra madre. decirme que habían llegado noticias de Londres, reparé

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en las estampillas, pequeñas y azuladas, y, sin querer, en el otros, o ante algunas respuestas que a Julián le resultaban
sobre. Pude ver que era uno de esos sobres de papel mani- incomprensibles, siguió deambulando hasta que se hizo
la demasiado grande para el tamaño de la carta de Julián. de noche, perdido en un barrio que parecía salido de una
Después, en esos días, Elvira se escondió durante horas en película de Ken Loach —decía— y no precisamente de
el altillo como en sus peores épocas de ostracismo, des- un telefilme sobre la vida de Lady Di.
pués de la partida de nuestra madre, y cuando subí duran- Cuando leí ese párrafo, recordé (también debe haber-
te una siesta calurosa la encontré leyendo un papel en el lo hecho Elvira en ese momento, pero ninguno de los dos
que se adivinaba la letra de Julián, pero no se trataba de la dijo nada) que una tarde, hacía unos pocos años, mi padre
carta reciente dirigida a toda la familia porque yo mismo había ido a buscarnos al patio de adelante, en donde Julián
la había guardado entre mis cosas. La relación entre Julián y yo dejábamos pasar el tiempo, para avisarnos: “Elvirita
y Elvira siempre había sido particular, siempre había guar- llora frente al televisor”. Julián y yo fuimos juntos hacia la
dado secretos, y de algún modo me excluía: como con cocina, más curiosos que preocupados: allí estaba nues-
el episodio de la carta, muchas veces había sentido que tra hermana, padeciendo la súbita muerte de Lady Diana
yo quedaba fuera del diálogo que entre sí sostenían mis relatada con detalles e ilustrada con imágenes a través de
hermanos, e incluso —lo comprobaba ahora— lo seguía la televisión. “Era tan linda”, decía Elvira mientras lloraba
estando a través de la distancia. y Julián se tiraba en un sillón sin parar de reír. La escena
En su primera carta Julián contaba que había inten- era simétrica —en mi familia, siempre soy el que ocupa
tado conocer los canales de Little Venice en el barrio de el lugar de observador—: Elvira lloraba de pena (a veces,
Paddington, pero que había tomado el subterráneo equi- entre sus entrecortados sollozos, también se oía: “Y era
vocado o había bajado en una estación anterior a la que joven”), mientras Julián lloraba pero de risa: “No podés
correspondía, siempre bajo la lluvia y cuando atardecía. ser tan estúpida, Elvira”, le decía, y después, poniéndose
Recuerdo haberle preguntado a Elvira en ese momento si serio: “Vivió un poco menos que otros, pero vivió bien”,
el subte en Londres se llamaba subway como en las pe- tratando de consolarla después de haberse burlado de ella.
lículas norteamericanas y que ella me había respondido “No —dijo Elvira— no vivió bien: ella sufría”, tras lo que
simplemente: “Underground”. Julián volvió a tener un ataque de risa, despatarrado en el
Julián se describía a sí mismo en aquella situación, sillón.
solo, empapado, con un mapita cuarteado en el bolsillo Cuando recuperó el habla, le dijo (por suerte, en ese
de su abrigo de extranjero, preguntando a los hindúes momento papá ya no estaba presente): “Elvira, ponéte a
que encontraba a su paso (en su inglés aprendido a rega- pensar un poquito en nosotros: el viejo está acabado; vi-
ñadientes en la Cultural Inglesa, cuando era un niño) por vimos en esta casa de mierda que se viene abajo (y ni te
el ensanchamiento del Grand Union Canal en donde se digo la quinta); ella —no dijo ‘la vieja’ ni ‘nuestra madre’
encontraba la “Pequeña Venecia”, y ante la evasiva de los y menos ‘mamá’ —se mandó a mudar, ¡y a vos te parece

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que lady Di era la que sufría!”. Elvira dejó de llorar y lo co y negro, como en aquellas maquetas futuristas de “Los
miró directo a los ojos de la manera en que solo ella des- vengadores” que solíamos ver con Elvira por televisión
de esa cara extraña podía mirar, aunque en verdad debería y que tanto nos habían hecho reír durante la temprana
haber continuado llorando: pocas veces habíamos escu- adolescencia, época que ahora me parecía inasible, lejana.
chado un resumen tan certero de las desgracias de nuestra Seguramente, Elvirita no había querido desilusionarme,
familia (pensé: “En el recuento de mi hermano no figu- porque ella también había estado en Londres —aunque
ra el accidente de Elvira, eso es lo que ella habría debido solo unos días— y sin embargo no desmentía mis fanta-
agregar como diferencia entre su vida y la de la nobleza sías, me dejaba jugar con ese sueño de la imagen de televi-
británica”). Y la última palabra tenía que ser, una vez más, sión de Londres que no coincidía con la ciudad real, y solo
salida de los labios de Julián. me decía, con tono maternal: “Ay, Esteban”.
   

IV V

La historia de Julián en los canales de Paddington ter- No logro imaginar todavía la lluvia de Londres inver-
minaba con su regreso al departamento del tío Eugenio nal. Sé que la lluvia de verano en Santa Fe me deprime por
sin haber podido conocer el paseo que los folletos promo- su tenacidad y su irrupción abrupta en una época que no
cionaban con “pintorescos muelles y chalanas” (ante su le corresponde: esa misma lluvia en invierno o en otoño
relato, tío Eugenio le dijo riendo que la descripción que me resultaría, incluso, placentera. En diciembre nos ins-
había hecho del lugar más que Paddington parecía Ma- talamos en la quinta de Sauce, en la que vivimos cuando
taderos). A pesar de las ironías de Eugenio, me gustaba éramos niños y que ahora apenas se sostiene. Elvirita res-
imaginar la vida de mi hermano en Londres. cató del deterioro las dos habitaciones de adelante y allí
En los primeros tiempos tras su partida, mi única idea nos refugiamos del calor, pero cuando llueve —aunque se
sobre una vida posible en Londres era la de pasarse el día trate apenas de un fugaz chaparrón— esa ficción de que
bebiendo cerveza y jugando al pool en los pubs de la ciu- la casa ha sido recuperada se desvanece. Las paredes y los
dad, es decir, la versión británica de lo que hacíamos no- techos agrietados y la larga galería atravesada por goteras
sotros en Santa Fe para matar el tiempo. “No es lo mismo”, permiten que se inunde el interior y afloren manchas de
respondió parcamente mi hermano cuando me animé a formas sinuosas que, una vez pasada la tormenta, perma-
confesarle por teléfono mi fantasía sobre su nueva vida en necen como muestras de un nuevo avance del tiempo, ese
su nueva ciudad. Ya no me sentí con confianza como para avance tenaz que convirtió a la casa en una ruina, la pileta
decirle algo más: que mi imagen de Londres era en blan- es un estanque de aguas podridas.

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A veces, antes de la tormenta, el sol del atardecer que regreso a la casa después de meses de internación, se había
se oculta detrás del molino ilumina la tarde con reflejos descubierto en el espejo.
gastados. Son los días que más me gustan. Elvirita flore- Durante la infancia asistimos a distancia, como par-
ce, no puedo explicar por qué (tampoco puedo dejar de te de la oprobiosa carga (el alivio y la culpa por no haber
nombrar a mi hermana como si todavía estuviera viva). sufrido nosotros las heridas, por haber contemplado el
La veo como jamás la volveré a ver: inclinada en la tarde, ataque a Elvira sin saber qué hacer, por no haber hecho
las manos cubriendo su rostro extraño, la mirada perdida nada, ¿aunque qué hubiésemos podido hacer acaso, si
más allá de los árboles, adonde se adivina el río, el cuerpo éramos Julián y yo apenas unos niños?), a las operaciones
apenas iluminado por aquella luz cambiante que se de- de Elvirita en Rosario y después, en Buenos Aires, lugares
rrumba con suavidad sobre el campo. que nos parecían demasiado lejanos y por eso, inexisten-
Mi madre era hermosa. La cara de Elvirita, en cam- tes. Las operaciones se sucedían sin que la cara de Elvira
bio, era un castigo. Elvirita fue la primera hija y sería la mejorara demasiado, aunque la tía Gloria y los vecinos se
única mujer entre los hermanos y llevó el mismo nombre veían obligados a comentar con contenido alborozo que
de mi madre, pero su fealdad tras el accidente marcó la la imagen de “la niña” (así la llamaban) había mejorado
diferencia. La deformación de su cara nos avergonzaba, tras la cirugía y que pronto ni se notarían aquellas “imper-
sobre todo a mí: era motivo de burla de nuestros compa- fecciones”; algunos se atrevían a decir: “secuelas”. Elvirita
ñeros de escuela, de lástima del resto de la familia, de cu- sufría pero nadie iba a escucharla proferir alguna queja,
riosidad morbosa de parte de los extraños. Solía sumirme tras aquel grito de horror cuando vio su imagen en el es-
en una profunda desazón; sin embargo, al pasar los años, pejo. Aquella revelación selló su pena.
logré la serenidad de la aceptación debido a la costumbre. Creo recordar la última mirada de mi madre, antes de
Contemplarla, cuando fuimos mayores, ya no me aver- su partida. Hacía frío ese otoño y ella, sentada en una mesa
gonzaba. en un ángulo de la galería cubierta que oficiaba como es-
La belleza de mi madre surgía especialmente de la ar- critorio, acomodaba libros y sus papeles de la escuela. A la
monía de sus pómulos. La fealdad de mi hermana era una madrugada iba a partir, pero esa última noche no lo sabía-
caricatura de mi madre: el mismo pelo rizado, los mismos mos, nada en su actitud lo delataba. Solo percibí una rara
ojos grises, pero en un rostro en el que las heridas pro- mirada fija en Elvirita: la madre, todavía hermosa, obser-
vocadas por el accidente habían cambiado lo bello por lo vaba la cara deforme de la hija. ¿O lo he imaginado? Lo
monstruoso. Tía Gloria se había encargado de esconder o que es verdadero siempre es secreto.
de tirar las fotos de pequeña de Elvira, antes de la tragedia  
que le deformaría la cara. Yo no la recordaba sino como
en sus últimos años. Sí recordaba un grito destemplado:
el que destrozó la calma de la tarde el día en que Elvira, de

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VI ta. En verdad, Daniel siempre seguía a mi hermano unos
pasos detrás, como su sombra. Pero era impensable para
Espero la partida del vuelo que me llevará a Londres mí que a un extraño le permitieran conocer esos lugares
al encuentro de mi hermano, y que lleva retraso. Durante privados y, quizás por eso, menos por curiosidad que por
la demora he leído la guía turística con una creciente an- despecho, los seguí.
siedad; ahora, cierro los ojos. Me veo más joven todavía, Daniel era la contracara de Julián: rústico, pobre desde
reconcentrado, leyendo bajo la sombra de un rincón se- su origen, leal. Lo seguía con la fidelidad y la constancia de
creto en el patio trasero de la quinta de Sauce, en donde un perro, y Julián lo trataba como a aquellos perros de la
me gustaba recluirme, entre ceibos e higueras. Las voces costa que cada verano se arrimaban a la quinta (contraria-
familiares opinaban sobre mí con condescendencia: “El mente a lo que todos habíamos temido, Elvira no les tenía
hijo menor, el consentido”. Yo pensaba sobre mí mismo temor a los perros). Durante las siestas de hastío, nuestro
que era más bien un tímido, un solitario, y en esa familia hermano mantenía a los animales a su lado en las horas in-
deshecha no lograba entender qué atención especial po- terminables bajo la galería de la casa o, más lejos, a orillas
día provocar yo, a qué se referían con ese juicio que pare- del Coronda, al costado de los sauces, pero cuando llega-
cía irrevocable. Elvira tenía también su recoveco secreto, ban los amigos de la ciudad los corría a pedradas para que
al igual que Julián, el hermano del medio, “el que siempre no los molestasen. Y a veces ni siquiera eran necesarias las
trae problemas”, como sentenciaba tía Gloria. pedradas, porque algunos de los amigos de Julián venían
Jamás me hubiese atrevido hasta aquella tarde a inmis- en moto (habían fundado la “Escudería ‘Fin del Mundo’
cuirme en los territorios ajenos, cuyos dueños exclusivos de Viejas Motos Inglesas) y animales y vecinos huían del
eran mis hermanos. Sin embargo, en la siesta de sopor vi estruendo de las AJS y las Matchless que recorrían con
a Julián que atravesaba el camino bordeado de eucaliptos desenfreno las calles arenosas del pueblo. Igual, los perros
hacia los galpones del fondo, que alguna vez habían ocu- se quedaban acechando, ocultos, en las cercanías y cuan-
pado los caseros, “en la época de esplendor de la familia”, do volvíamos a estar solos se acercaban con paso cauto
como el mismo Julián señalaba, imitando la voz solemne para tratar de ser otra vez aceptados por Julián. Ese era
de la tía. también el comportamiento de Daniel, aunque cuando
En la casita, que ahora era un galpón, una tapera, Elvi- Julián comenzaba a ignorarlo era Elvira quien intentaba
rita guardaba sus secretos. Siempre había estado en mí la protegerlo: le daba pequeños trabajos que lo obligaban a
intención de espiarla, y a Julián también, pero nunca me ausentarse de la quinta sin que pareciese una huida o la
había animado. Mis hermanos me ignoraban. Aquella tar- respuesta al rechazo de Julián, le pedía por ejemplo que la
de previa a la tormenta me intrigó ver a Daniel, que vivía acompañara hasta el pueblo para hacer las compras diarias
en una casucha precaria de la ribera, cercana a la quinta, o hasta algún lugar frondoso de la costa de donde cortar
cuando seguía a Julián hasta el refugio privado de Elviri- gajos para el jardín. Julián ni siquiera parecía notar la au-

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sencia y aquella delicadeza maternal de Elvira hacia aquel VIII
“pobre hombrecito isleño seducido y abandonado”, como
burlonamente lo describía mi padre. Tras la muerte de El- Julián coleccionaba cartas de suicidas, es decir, últi-
vira, Daniel apareció cada vez menos en la quinta de Sauce mas cartas de suicidas. Eran apócrifas, aunque él juraba
y finalmente –según contaron sus hermanos– se fue a tra- que un primo de mi padre, juez, quien había tenido trato
bajar al campo, sin despedirse siquiera de Julián. con la familia hasta hacía algunos años, le había permiti-
Daniel no se llamaba Daniel, se llamaba Salvador, pero do leer los originales y después copiarlos. La historia era
Julián había decidido cambiarle el nombre, como a un pe- inverosímil pero nos gustaba creerla: resultaba morbosa,
rro que aparece en la casa y del que uno se apropia cuando secreta. Sí es cierto que en casa se contaba la anécdota de
se ignoran su origen y su pasado. la tía Gloria —ella misma, en muchas ocasiones, la refe-
   ría—, quien había coleccionado obituarios durante su
juventud. Julián había querido, seguramente, opacar la
memoria de aquella profunda impresión que para noso-
VII tros, durante la infancia, había tenido la afición insólita de
la tía Gloria. Ella conserva todavía las notas necrológicas
Cuando pienso que conoceré finalmente Londres de los viejos diarios de la provincia como “El Tribuno” y
me lleno de una mezcla de regocijo y de espanto. Volver “El Orden” y aún ahora, ya mayor, recuerda de memoria
a ver a Julián, vivir con el tío Eugenio, recorrer Europa. algunos pasajes de los obituarios y, cuando se lo pedimos,
No hablo inglés (durante la infancia, dividieron entre los los declama con la misma afectación que recita sus versos:
hermanos mayores los idiomas: Elvira estudió francés, Ju- “Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevare
lián inglés y yo no estudié ninguno); sin embargo, siempre el blanco día...”.
sentí una suerte de fascinación por la cadencia del idioma, El tono es el mismo, pero las palabras en cambio se re-
me gustaba oír hablar a los actores ingleses en las pelícu- fieren a quinceañeras que disfrutan de su fiesta en el cielo,
las aunque no los entendiera, podría haber reconocido el padres y abuelos eternamente recordados, novias difun-
acento de un inglés en cualquier parlamento, siendo inclu- tas, fantasmales en sus trajes blancos.
so un niño e ignorante de los idiomas; lo mismo sucedía Cuando murió mamá, algunos años después de su
con los músicos ingleses y sus canciones. Desconocer el partida, no permitimos que la tía apelara a sus viejas rela-
idioma del lugar en donde quizás vaya a quedarme a vivir ciones para que en “El Litoral” publicasen su necrológica,
—¿pero es que eso es lo que deseo realmente o es solo lo olvidando las burlas que en su juventud había dirigido a
que desean los otros para mí?— me angustia y me hace los obituarios (cuando murió Marcos, su marido, sí ha-
sentir, como siempre, distinto, sitiado. bían aparecido en el diario los avisos fúnebres de la fami-
  lia; Gloria, sumida en el dolor, pareció entonces olvidar

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el sarcasmo). En el caso de nuestra madre, ni siquiera se menos de un año que Marcos se había ahogado en un ac-
publicó su aviso fúnebre. Para qué. cidente de pesca en el Coronda; Gloria se quiso quedar
Recuerdo con una punzada en el pecho un momen- allá a pesar de que los vecinos murmuraban que esa quinta
to y una frase que había creído hasta hoy olvidados pero solo traía desgracias: primero, el accidente de Elvirita; des-
que estuvieron esperando agazapados durante estos años pués, la muerte de Marcos. Ni mis padres ni tío Eugenio,
para volver justo ahora al ataque, ahora cuando el ataque que en esa época vivía en Buenos Aires, pudieron conven-
es certero, cuando me duele más. Recuerdo a Elvirita cerla de que no se quedara sola en Sauce, al menos duran-
escuchando las cartas de suicidas leídas por Julián y di- te los primeros tiempos tras la muerte de Marcos. No la
ciendo con seriedad trágica: “Yo no me voy a morir de convencieron, y la decisión parecía irrevocable. Hasta que
cáncer”, seguramente como conclusión de algún pensa- el abandono de nuestra madre pareció conminarla a vol-
miento secreto. ver a Santa Fe. Gloria vivió algunos meses con nosotros.
  Al tiempo, sin embargo, era ya Elvirita la dueña, la madre,
y Gloria alquiló un departamento cercano a nuestra casa y
ya nunca regresó a Sauce. Faltarían todavía unos años para
IX que la familia volviera a instalarse en la quinta durante los
veranos, y en ese tiempo la casa cercana al río se deterioró
Apenas recuerdo a mi madre. Sin embargo tantas ve- hasta quedar convertida en lo que es hoy, casi una ruina.
ces, sobre todo cuando era un niño, deseé que al cerrar Gloria siguió visitándonos todos los días, al menos duran-
los ojos, por las noches, apareciera como un fantasma, que te los primeros años posteriores a la partida de mi madre.
llegase desde lejos, después de atravesar los altos cerros Nunca conocimos sus verdaderos motivos, que es casi
y la larga llanura, en la noche cerrada, y me abrazase un lo mismo que decidir: nunca conocimos a nuestra madre.
rato, un poco no más, apenas. Cuando ella se fue, no hubo Había escapado de todo (la familia, la casa, el trabajo, las
explicación. Mi padre calló. Tía Gloria se mudó a nuestra amistades, los hábitos santafesinos, el pasado) para vivir
casa; no tenía hijos y había enviudado. Vivía en Sauce y en un lugar recóndito de la provincia de Córdoba, en un
hasta ese momento no había querido abandonar la quin- pueblito de agricultores y de artesanos en medio de las
ta para volver a la ciudad, pero la deserción de mi madre sierras, desde donde —nos enteramos solo después de
parecía haberla obligado a hacerlo. Nosotros entonces vi- su muerte— viajaba a dar clases a un colegio inglés de La
víamos en Santa Fe, en la casa que había pertenecido a mis Cumbre. Nunca más la volveríamos a ver hasta el día de su
abuelos paternos, en donde estamos todavía (ahora, solo muerte, ocurrida en un accidente de autos en un camino
mi padre). Después del accidente de Elvira, mi familia se sinuoso de las sierras. Nos avisaron y hacia allí partimos.
había mudado de Sauce a Santa Fe; como la quinta quedó Tía Gloria, Elvirita y yo viajamos a Córdoba, asistimos al
desocupada, Gloria y su marido se instalaron allá. Hacía velorio. Cremaron su cuerpo por decisión de Gloria; ella

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es quien conserva aún la urna con las cenizas. Julián fue el medio de la noche me dan ganas de escribirte, estoy
el primero en negarse a ir, incluso antes de que lo hiciera despierta porque recién llego de cenar con tía Gloria, me
mi padre. En la sierra, Gloria fue la única que se atrevió a había olvidado la llave (y yo que siempre te retaba porque
aproximarse al ataúd, a ver de cerca el cadáver. Dos veces nunca llevabas la llave de casa cuando salías) así que tuve
—la huida, la muerte— mi madre nos había abandonado. que tocar el timbre a las dos de la mañana, papá como un
Unos meses después, Elvirita decidió aceptar el re- sonámbulo me vino a abrir, desgreñado, sognoliento, lo
galo que tío Eugenio le había ofrecido cuando cumplió vi tan envejecido, bueno, aunque no era la primera vez.
dieciocho años: viajar a París. Esperaron la llegada del Te preguntarás qué hice hasta la dos de la mañana junto
verano argentino para concretar el viaje. El tío la iba a a la tía Gloria: comimos en el balcón, vimos otra vez en
recibir en Londres —como algunos años después haría la tele “Testigo de cargo”, bebimos mistela hasta que no
con Julián— y desde allí ella tomaría un tren y se quedaría pudimos más del sueño y del calor, tía Gloria me envolvió
un mes en París. Elvirita siempre había sido temerosa; la chicharrones del campo y me obligó a aceptarlos, ahora
muerte de mi madre pareció sin embargo impulsarla a la estoy parada en el medio del silencio de la casa rodeada
acción. por la nada, no sabés lo feliz que me hace que me escribas
  aunque sea unas líneas, unas líneas que son solo para mí,
  unas palabras ni siquiera compartidas con los otros, me
llena de una alegría radiante que pienses en mí.
X Recuerdo con claridad los sucesos de esa noche y de
la mañana siguiente, yo también me levanté al escuchar el
A una de las primeras confesiones (quizás haya sido timbre de Elvira pero al ver que papá caminaba hacia la
la primera entre tantas) la encontré por casualidad, no es- puerta de entrada para abrirle, volví a mi cuarto. También
taba revisando los papeles de Elvira, yo no hacía esas co- recuerdo haber comentado con Elvirita, por la mañana,
sas, estaba buscando un carnet del club que no veía desde la devoción de los últimos años de la tía Gloria por las
el verano anterior. La carta estaba escrita con la letra de películas policiales, sobre todo por las novelas de Ágata
Elvirita en una especie de libreta o cuadernito que debía Christie llevadas al cine (Elvira, en cambio, era incondi-
servirle como un diario personal, pero estaba escrita en cional de Simenon y del comisario Maigret, y en los vera-
una hoja prolijamente arrancada, seguramente lista para nos en Sauce leía y releía todas aquellas novelas). Hubo
enviar por correo (o quizás, lo pensé después, dispuesta a tardes de invierno en que vimos junto a Gloria tediosas
no ser jamás enviada por correo). Hacía menos de un mes versiones con Peter Ustinov como Hércules Poirot, en las
que Julián había marchado hacia Londres. Robé la carta, que adivinábamos los rostros disfrazados de Jane Birkin,
la leí escondido en la soledad de mi cuarto, la he conser- de Diana Rigg (que yo veneraba desde Los vengadores) o
vado hasta el día de hoy, como a muchas de las otras: En de Mia Farrow tras los personajes usuales de la actriz de-

28 29
cadente o de la tímida muchacha que esconde un secreto. los gobiernos y de los años. Miles de muertos, atascados
Cuando veíamos películas, Elvirita llamaba a los acto- en los fondos de las casas inundadas, colgados de los árbo-
res por su nombre, Julián por ejemplo conocía de memo- les, muertos cuyos brazos comenzaban a asomar a medida
ria la saga de “El Padrino”. Cuando daban por televisión que las aguas emprendían su lento descenso, muertos es-
“El Padrino III”, que era de modo inexplicable la favorita condidos en las morgues, en los frigoríficos, el gobierno
de Julián, Elvirita decía, por ejemplo: “Ahora la hermana ocultando su número real para que la gente no se hundiera
de Coppola envenena al padrino” o “Ahora en las escaleras en el pánico, pero es que la gente ya se hallaba hundida en
mientras suena todavía la Cavalleria Rusticana van a ma- el pánico.
tar por error a la hija de Coppola y no a Al Pacino”; Julián  
en cambio hablaba de “Fredo”, de “Michael”, de “Santino”.
Elvirita lloraba el final trágico pero no podía recordar los
nombres de los personajes y quizás tampoco se involucra- XII
ba del todo con la historia. En el final de “El Padrino III”
no lloraba por Mary muerta, lloraba por ella, como siem- Elvirita escribió en una de aquellas confesiones como
pre, o finalmente por nosotros. cartas: Tengo miedo de que nunca te olvides de mi cara.
   

XI XIII

En la última inundación —la que sería recordada para La gente, en la inundación grande, se refugió en el
siempre como “la inundación grande”— durante la noche, cementerio. “Uno va a Buenos Aires y visita Recoleta,
cuando el ruido de los helicópteros que sobrevolaban San- Elvirita fue a París y visitó Pére Lachaise”, decía Gloria y
ta Fe resquebrajaba la calma provinciana y nos llenaba de recordaba otras tumbas: “En el cementerio de Esperanza
espanto, Elvirita tomó por costumbre dormir en nuestro hay una lápida de piedra con la inscripción: José Pedro-
cuarto, a pesar de que en aquella época de lluvias casi tro- ni, poeta, y hay en el centro del pueblo una enorme plaza
picales (“Lluvias tropicales en esta ciudad”, decía Julián, frondosa, sobre una calle de cara a la plaza, la iglesia cató-
“pero sin el mar azul, sin las orquídeas”) resultaba dema- lica; sobre la calle opuesta, la iglesia evangélica”. Tomaba
siado húmedo. Y todo con el fondo del lamento de los pe- aire y seguía enumerando: “En Alejandra, por la costa, hay
rros de los barrios inundados, que deambulaban sin dueño. una iglesia metodista con esqueletos de ingleses coloni-
Esas imágenes del pasado se mezclan en mí, todavía, zadores en la cripta” (‘reposando tras un silencio húme-
con el eco de los rumores nunca confirmados a través de do’, parece agregar con su propio silencio, penumbroso

30 31
y antiguo, como el de la cripta). Después de deshilvanar húmedo y antiguo
aquellos recuerdos agrietados (primero el París de Elvira, como la nave de una iglesia
luego Esperanza y Alejandra, aquí, más cerca), se quedaba
sumida en el silencio. Gloria era la hermana mayor de mi
padre. Había nacido un 25 de mayo y mis abuelos la ha-
bían bautizado Gloria Argentina. XV
En un documental de televisión vimos a un ingeniero
en cementerios ( Julián desde ese día repetía con seriedad Al leer las primeras confesiones, aquellas primeras
que esa era una profesión con futuro y llegó a convencer cartas ocultas de Elvirita, había pensado que algunas, las
a tía Gloria de que estudiaría esa carrera en Londres) que más claras (o quizás las más inocentes) estaban dirigidas
había investigado a un médico inglés que embalsamaba a Julián y otras, las más confusas o llenas de sugerencias
cadáveres en un pueblo de Venezuela o de Colombia. secretas, estaban dirigidas a Daniel. Después encontraría
“Vanidad de vanidades”, rezaba el Eclesiastés en un cartel otras, pero ya no por casualidad: las buscaría de espaldas
colgado en una pared del cementerio, en tanto sonaban al resto de la familia, cuando me quedaba por cualquier
en el viento las campanas colgadas de los árboles crecidos motivo solo en la casa, como un espía, como un intruso,
sobre las tumbas de los muertos, como en un coro de le- hasta encontrarlas, escondidas por Elvira en los rincones.
yenda. Ante la embestida de estos recuerdos, parece que Una de ellas diría en su comienzo: Aunque ya no estemos
el tiempo se hubiese detenido, parece mentira que afuera en el mismo continente..., y eso confirmaría la sospecha
sigan sucediendo las cosas, que sea yo el que esta vez esté que no me había atrevido a reconocer hasta el momen-
en tránsito entre Santa Fe y Londres. to: todas estaban dirigidas a Julián, aunque es cierto que
  Daniel, al leer algunas de las cartas, podría haber pensado
que estaban dirigidas a él.
No parecían las cartas de una hermana.
XIV  
 
nada me hará feliz
XV

todo retorna y se va A mi padre le gustaba escuchar jazz. Mi infancia tiene


desvaneciendo un sonido de verano: el de las chicharras y el río Coronda
lentamente en la casa de Sauce; en cambio, el invierno en mi memoria
en un silencio de niñez tiene esta música: “Algunas veces soy feliz” (“So-

32 33
metimes I’m Happy”, me corregía Julián, me corregía mi respuesta a aquella carta, que cuando quiso leerla, vio que
padre), sonando en el piano. la silueta de la mariposa se había estampado en el papel,
Mi padre decía que hay tres clases de pianistas: los “la mariposa estival sudamericana impregnaba el papel y
que no tocan nada, los que tocan mal y lo siguen haciendo afuera, en Londres, llovía”, contaba en su carta. Sé que los
toda la vida, y los que tratan de tocar mejor cada día, sin envíos poéticos de Elvirita tenían además otra forma de
conseguirlo hasta un segundo antes de la muerte. perpetuarse: a veces le escribía poemas.
 
 

XVI XVIII
 
Tras la partida de Julián, todos nos dimos cuenta de que palomas mensajeras, señales de humo
Elvira había decaído. Mi padre, en su mutismo, solo atinó ¿te olvidarás así de rápido
a decir una vez, durante un almuerzo familiar (reducido a de mi cuerpo?
la presencia de él, de mi hermana, de tía Gloria como visita yo no me olvidaré tan pronto del tuyo,
itinerante y de mí como comensales): “Es que Elvirita y Ju- sin embargo
lián eran muy unidos.” Gloria aplicó una vez más su filoso- Tus manos quedaron impregnadas
fía de dichos propios y ajenos, alegando que Elvirita tenía de un modo noble y despiadado
los cambios de ánimo propios de las mujeres, y también en mí.
refiriéndose a las mujeres en general: “Somos un vientre”. ¿Pero se quedan contigo mis besos?
  Extráñame, no me borres,
  no me aísles desde ahora de tu cárcel,
tócame al menos a través de
XVII tu memoria,
si no es con tus sentidos
En sus cartas a Londres, Elvirita agregaba jazmines  
secos de Sauce y hojas de eucaliptos que Julián despa-
rramaba en la alfombra del departamento de tío Eugenio
cuando las abría. Una vez, nuestra hermana encontró en el XIX
jardín las alas de una mariposa limonera, negras y amari-
llas en su esplendor, y también las puso en el sobre, apre- Fue durante aquella siesta de verano en la quinta. Ha-
sadas por el papel. Julián contó en su correspondencia de bía mucha humedad, de a ratos lloviznaba, reinaba una

34 35
especie de raro silencio, el silencio de un domingo húme- vez sobre el cuerpo desnudo de Elvira, extendido boca
do de vacaciones en Sauce, de lluvia de verano. Yo estaba arriba, con los brazos a los costados, los ojos cerrados y al
echado en un sillón de la galería y desde allí contemplaba descubierto, la piel cruzada por las marcas del sol del ve-
el contraste entre las hojas de los árboles y el largo cielo de rano. Daniel estaba apenas reclinado sobre ella y la tocaba
un gris tormentoso. con la palma de una mano, con el dorso de la otra, a veces
Durante esa misma mañana, cerca del mediodía, antes la besaba apenas, o la lamía, o le posaba simplemente la
de la lluvia y en medio del calor insoportable, había ido boca sobre alguna parte de su cuerpo, había silencio en la
hasta el río. Una familia de la costa se bañaba en el Co- casita y ruidos difusos del campo afuera, adonde yo estaba
ronda, era temprano y se anunciaba la tormenta y el calor agazapado, y el aliento del verano me devolvía el eco de
crecía; los que se bañaban se arrojaban agua entre sí, se mi propia respiración entrecortada. Julián, en un rincón,
insultaban como en un juego, las mujeres estaban vestidas observaba la escena.
y reían. Reconocí entre esa gente a un primo de Daniel, en Bajé con cuidado del árbol y regresé a la casa, la lluvia
el pueblo todos resultaban ser parientes. de verano me mojaba apenas.
Aquella tarde previa a la tormenta me intrigó ver a  
Daniel tras los pasos de Julián, dirigiéndose los dos hacia
el refugio de Elvira. La curiosidad y el hastío me hicieron  
seguirlos, después de todos esos años de respetar los lu- XX
gares privados de mis hermanos, sus hábitos secretos; lo
hice parapetándome en las matas y en los árboles para que Lo último que quisiera
no me descubrieran. Esperé que entraran, primero Julián,
enseguida, tras él, sigilosamente, Daniel. Esperé un poco es que cargaras con mi melancolía
más. Lloviznaba. Los perros se refugiaban, lejos, en la ga-
lería de la casa. Me trepé a las ramas más altas de un ceibo, Hubo una vez
pude asomarme a una pequeña ventana de la casita. Elvira en que el amor
estaba recostada en un sillón. Fue repulsivo ver su cuerpo sacaba a la fiera
desnudo. Era mi hermana. Su cara, a pesar de la costum- que hay en mí
bre, a veces me seguía conmoviendo en su fealdad; descu- y yo pensaba
brí que su cuerpo, en cambio, era armonioso. Daniel esta- que destrozaría el mundo
ba con ella. La repulsión de la imagen también obraba, sin  
embargo, como fascinación: seguí espiando. Daniel, sin pero eso fue hace un siglo
desvestirse, se inclinaba sobre ella. Cerré los ojos. No sé  
cuánto tiempo pasó. Cuando volví a mirar, me detuve otra

36 37
ahora cierro los ojos  XXII
y espero la luz  
de la mañana siguiente El río se vuelve de un color
  que hiere.
 
En estos días crueles
XXI el mundo aparece
diferente
Estoy por partir. Se inicia mi propio viaje. Comprendo  
claramente ahora que la tristeza de Elvira se hizo más lar- A veces
ga, se volvió más sola después de recibir la carta de nues- no sé ni dónde comienzo
tro hermano que explicaba que se quedaría más tiempo ni dónde termino
que el inicialmente previsto en Londres, que con la ayuda  
de tío Eugenio quería viajar después por Europa, conocer
otras ciudades y países, que no sabía cuándo iría a regre-
sar. Quizás —pensé en un primer momento— Elvira hu- XXIII
biera deseado estar en el lugar de Julián, ya que cuando
años antes ella había viajado a Europa por invitación del Durante el último verano que pasamos en Sauce (sería
tío Eugenio, estuvo un mes en París pero terminado ese el último verano de los tres hermanos juntos, antes de par-
tiempo se quiso volver. O quizás deseara el regreso de Ju- tir Julián primero y luego yo a Londres, antes de la muerte
lián, o quizás, viajar con él. Pienso en Julián, al que pronto de Elvira entre esos dos viajes), compartimos un atardecer
veré otra vez, en una ciudad desconocida. Por qué no pue- junto al Coronda. A esa hora es siempre un color solitario
do guardarle rencor. el río. Vimos correr el agua, el sol se disipaba, igual que las
En una de las cartas de suicidas que guardaba Julián nubes bajas, que se mezclaban con la estela de una lancha
y que —siempre lo supimos con Elvira— él mismo in- que había alterado, ruidosa, la calma de la tarde, una por
ventaba, un supuesto desesperado citaba a algún suicida una aparecían las estrellas. No hablábamos. Julián arroja-
célebre, y entre esas citas recuerdo en particular una que ba cada tanto piedras al agua. Elvira sostenía la mirada fija
Julián resaltaba con histrionismo en sus lecturas: “Me en una de las islas de enfrente, sumida una vez más en su
hundiré con todas mis banderas desplegadas”. Nada más melancolía. Yo, como siempre, algo más retirado, ajeno al
ajeno al final elegido por mi hermana: su cuerpo flotando cuadro, los observaba.
en el aljibe como una hoja estancada en el agua de lluvia. Una luna lívida comenzó a brillar sobre el agua. Me
  acerqué a la orilla, y me acerqué a la vez a mis hermanos:

38 39
naufragando estábamos los tres, cada uno en su silencio y
en su desasosiego personal. En ese momento me pareció
que, como siempre, Julián era el más feliz. Ahora no lo sé. CINCO
Quién era más feliz resulta, sin embargo, a la luz de los La pura memoria
acontecimientos, un interrogante agónico e innecesario.
En una de sus cartas desde Londres, Julián escribió: 
“A veces sueño que estamos descalzos, los tres, caminan-  
do cerca del río, bordeando la costa, como cuando éramos  
chicos”. En una conversación de adolescencia, jocosa,
riéndonos de algunas ridiculeces escritas en los obituarios
que guardaba la tía Gloria, Elvirita había dicho (había bo- A las tres de la tarde llegué a la Gare du Nord y caía
rrado esa frase de mi memoria, recién la recuerdo ahora, aguanieve. Yo nunca había visto nevar: “Pues esto no es la
a punto de partir, que es cuando descubro en el pasado nieve”, dijo una mejicana al pasar junto a mí y atropellarme
las palabras premonitorias): “No me suicido porque no se con su bolso y su valija. Claro, pensé, no lo es comparada
me ocurre cómo”. Y el eco de esas palabras se eleva como con el paisaje del Polo en esas películas de la televisión
un deseo, como una plegaria que se acaba de cumplir. de los sábados por la tarde sobre Amundsen y las explora-
ciones en el Ártico que veíamos con Julián y con Esteban
cuando éramos chicos, películas en las que, fieles a la his-
toria, Amundsen es interpretado por actores de caras nór-
dicas, trágicas, como la de Max von Sydow, por ejemplo, y
entonces, al lado de la visión en pantalla de gente perdida
o andando con perros y precarios trineos por un conti-
nente de hielo, con los dedos de los pies a punto de ser
amputados, lo que estaba cayendo a la tres de esa tarde de
febrero sobre los andenes de la Gare du Nord en París no,
no era la concreción de ninguna idea cinematográfica de
la nieve, ni seguramente tampoco era la idea al respecto de
la mejicana que ya se alejaba atropellando otra vez extran-
jeros con sus bolsos por el frío, inhóspito andén de la gare.
Mientras caminaba hacia el hall central con mi vali-
ja y mi paraguas preparado para las lluvias subtropicales
sudamericanas y no para el aguanieve de París, recordé

40 41
a propósito del clima que había estado hacía unos pocos los sueños no hay donde esconderse. Y también: las pesa-
años en Bariloche en el viaje de egresados del colegio se- dillas vuelven con el día, emergen como el cadáver de un
cundario, pero como era verano no nevaba y solo había ahogado. Seguramente, en las pesadillas de mi vida tam-
podido tocar una nieve aguachenta y sucia en la cima de bién había estado esperándome París, como un animal en
uno de esos cerros que visitan los turistas, y que yo visité, la selva, escondido y expectante como un ladrón, acechan-
cerros llamados Otto o Catedral. Ahora finalmente había te, tenso, resguardado por la sombra.
devenido en turista pero en París, es decir, había realizado  
el viaje deseado, la fantasía anhelante de la lectora de “Ra-
yuela” que —también en la época del viaje a Bariloche, o
quizás un poco antes— yo, por supuesto, había sido. Esta- II
ba llevando al cabo al fin aquella idea postergada desde las  
clases rutinarias en la Alianza Francesa, a partir de la fasci- En el tren, antes de arribar, durante el trayecto desde
nación ante las imágenes de algunas películas elegidas, de Londres, llegué a planear un viaje próximo a París para
aquellos programas por cable de la televisión de Québec la primavera, porque el que estaba realizando ocurría en
que muchas veces mostraban imágenes francesas, ante los febrero, en el invierno tenaz. Todavía no había llegado y
innumerables relatos de viajes contados por tanta gente ya planeaba volver (yo dependía para volver de la genero-
disímil —los detalles sensibles, previsibles o imbéciles de sidad o la piedad o la arbitrariedad de Eugenio). Eso era
otros tantos turistas. Pensé en los viajes a Europa que nun- algo que me sucedía demasiado a menudo: cierta nos-
ca habían hecho ni mi madre ni mi padre ni la tía Gloria, talgia emanada del presente, la búsqueda incesante de lo
deuda siempre aludida, de modo nostálgico, en las con- que, en definitiva, ya poseía. Para salvarme de la ansiedad
versaciones familiares que, a la vez, ensalzaban la valentía e incluso del aburrimiento del paisaje por la ventanilla, ha-
de Eugenio –aunque con un dejo reticente, aun descon- bía recorrido el itinerario del comisario Maigret por París
fiado— que sí había logrado partir, y en la posibilidad de en mi cabeza, y además trataba de recordar los títulos de
realizar este, el mío, gracias a la invitación del tío, el único las novelas que se desarrollaban en sus distintos barrios
miembro de la familia que había concretado la fantasía de o calles, por ejemplo: “Maigret en Pigalle” o “El loco de
todos de huir de Santa Fe; pienso también en los sueños Montmartre” o “Los cuerpos sin cabeza en Montparnas-
y en las pequeñas pesadillas diurnas a propósito del viaje, se”. Debo aclarar que en esa última época, durante el vera-
y en la fantasía secreta y jamás cumplida de poder viajar a no, en la quinta de Sauce, o incluso en la casa de Santa Fe,
París junto a Julián. En los sueños, pensé además en algún es decir, en el subtrópico de la zona del Litoral, donde vi-
momento de la marcha —lo pensé como en una revela- víamos, leía un Maigret aproximadamente cada dos días.
ción que nada tenía que ver con el instante de mi llegada Simenon, se sabe, es un escritor prolífico; la saga de los
a París, bajo esa lluvia particular que ya reconocía—, en casos policiales del comisario Maigret, sospecho todavía,

42 43
posee un número incontable, infinito de aventuras, aun- Suiza, según se recomienda en el libro en una nota al pie,
que los datos de los bibliófilos sostengan que se trata de o truchas au bleu, o choucroute a la parisiense o cabeza de
una serie de doscientos títulos. En noviembre, por ejem- ternera en tortue, y en ese momento recordé también uno
plo, que tiene treinta días y es cuando comienza el verano de los títulos: “Maigret y los cerditos sin rabo”, aunque ese
(aunque en Santa Fe, finales de agosto ya sea el verano de- era el nombre de una historia con crímenes y no de un
finitivo), yo leía en más o menos dos días, una novela; de plato cocinado por Madame en el departamento del bou-
ese modo, cualquiera puede multiplicar, quince novelas levard Richard Lenoir.
de Simenon - Maigret por mes. Y de septiembre a mar- Y de pronto allí estaba yo, en el hall de la estación,
zo, la época de mayor calor, quince libros por siete meses haciendo la cola para cambiar mi dinero y para pedir o
da un total de ciento cinco libros por año, y después, solo comprar un plano de París después y bajando finalmente
restaba el descanso otoñal e invernal de cinco meses sin a tomar el métro y subiendo al rato arrepentida para lla-
Maigret. Pensé con resignación en algún momento de mi mar un taxi, siguiendo finalmente las indicaciones que me
viaje en el tren que me había trasladado desde Londres ha- había dado tío Eugenio antes de partir de Londres. Pero
cia París que no había llevado conmigo ningún ejemplar: mientras caminé y caminé bajo el aguanieve en el largo an-
dependería, entonces, de la pura memoria. Aún prefiero, dén, y llegué hasta el hall central, y fui según lo planeado
entre todas, y eso lo sostengo todavía, la vieja colección de a la oficina de informes, y recibí un mapa con publicida-
Luis de Caralt Editor, de Barcelona, con sus ridículas ver- des de las grandes tiendas en donde no estaba señalado
siones españolas, que solía comprar a menos de un peso el Bois de Boulogne, y compré entonces un mapa de pa-
cada una. pel más resistente en donde sí estaba señalado el Bois de
Cuando no las conseguía, me conformaba con Las Boulogne, y bajé a tomar el métro, y me arrepentí ante la
novelas de Maigret editadas por Forum, también de Bar- gente y el peso de mi equipaje, y tomé un taxi, y miré por
celona, en su publicación semanal de los años ‘60, con ho- la ventanilla la ciudad soñada y esa primera impresión no
jas rústicas que lastimaban los dedos y sus tapas azules, me gustó o no me sorprendió demasiado, mientras hacía
verdes o rojas que permitían reconocerlas incluso en los todo eso que marcaba que finalmente había llegado a Pa-
estantes más ocultos de las librerías de usados. También rís, no podía dejar de pensar en las largas horas calurosas
Julián me compró alguna vez un libro olvidado sobre las de mis pasados veranos en compañía de Simenon. Pero en
recetas de la señora Maigret con prólogo escueto de Sime- realidad tampoco podía dejar de pensar en Daniel. Cerré
non ilustrado por algún dibujante optimista, con el rostro un momento los ojos para imaginar el perfil de su cara: la
rosado de Maigret imaginado como un gordo afable que estación quedó vacía, el tiempo giró, llegué a entrever solo
sonríe desde la tapa brillante, con datos sobre comidas sus pómulos.
mencionadas en las novelas como por ejemplo la sopa Recordé además un episodio reciente, que terminó de
de cebolla al gratén pero con queso Gruyere auténtico de decidir mi viaje a París. Julián revisaba unas cajas repletas

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de fotos y de recuerdos buscando las cartas de una novia el presente no me conformaba, me animé a musitar que
del inicio de la adolescencia para mostrármelas. Yo no quería que la vida de una vez por todas adquiriera algún
quería leerlas; recordaba haber conocido a esa chica, que significado. Respondió sin mirarme siquiera: “Me tenés a
era de Buenos Aires y venía a pasar los veranos a Sauce, a mí”. Dudó un instante e inclinó levemente la cabeza: “No
la quinta de sus abuelos, y allí se había conocido con Ju- tenés nada”.
lián. La relación había durado solo un enero pero —a esto
me lo confesaría Julián en el momento de mostrarme las   
cartas— el vínculo había sido profundo. Después, la dis-
tancia los separó, pero mi hermano admitió que durante III
años siguió soñando con ella, incluso cuando ya se había
enamorado de otras mujeres (pensé en tantas de sus no- El hotel que me había reservado Eugenio estaba cer-
vias posteriores). Comprobé en ese momento —una vez ca de la Gare de Saint — Lazare, tuve tiempo entonces
más— que su vida estaba llena de compartimentos estan- de desplegar el mapa bueno (el de las grandes tiendas
cos, que su deseo sobrevolaba otros lugares y otros cuer- permanecía arrugado en el bolsillo de mi abrigo) y tra-
pos, siempre disperso, lejos de su centro. Encontró entre té de ubicar, antes que el hotel, los lugares frecuentados
los cajones —ocultos tras pisapapeles y objetos antiguos por Maigret. Por ejemplo: el camino desde el Boulevard
del escritorio, con cabezas de caballo de bronce y plumas Richard Lenoir hasta la Place de la Bastille, por la rue de
inclinadas sobre tinteros— algunos de los libros que mi la Roquette hasta el cementerio de Pére Lachaise —en
padre había heredado de la biblioteca familiar. Me exten- donde está la tumba de Jim Morrison, habrían acotado
dió la mano apretada: aferrado entre los dedos había un seguramente Esteban y Julián, aunque poco me importara
ejemplar amarillento. Era “Las flores del mal” en francés, Morrison a mí en aquel momento—, o bien, el cemente-
en una edición rústica de los cincuenta, con ilustraciones rio de Montmartre, en donde me imaginaba a mí misma,
de colores sepia. También, entre los papeles, rescató una y no a Maigret y menos a la señora Maigret, bajo la nieve,
de las cartas de mi madre dirigida a Julián. Mi madre, dijo hablando con las tumbas, las obsesiones marcadas en los
(que es también mi madre, pensé como si fuera un descu- rostros de la gente como yo, gente extranjera, bajo el he-
brimiento), le escribía en aquellos años porque nunca le lado aire parisino, en un cementerio de famosos, enfren-
había podido hablar mirándolo a los ojos. Y a él, durante tando a los muertos célebres de una buena vez. Cuando
el fin de la infancia y hasta el momento de la partida de la cruzamos con el taxi el Boulevard Haussmann para llegar
madre, no le había importado más que perpetuar esa ce- al hotel, pensé en aquel poema de Vallejo, pero no en el
remonia inmóvil de no escuchar jamás la palabra materna. del aguacero sino en el otro, en que le dice a la madre que
Interrumpí el monólogo, le dije que nuestra madre estaba hay un sitio en el mundo que se llama París, un sitio muy
muerta para siempre. Después, sin embargo, agregué que grande y lejano y otra vez grande. Recién entonces levanté

46 47
la vista y saqué el dedo de mi plano mientras pensé: Es gar. El punto de partida de Maigret en París era siempre el
cierto. Soñar no cuesta nada. Boulevard Richard Lenoir, donde estaba su casa, es decir,
   el departamento que ocupaba junto a la señora Maigret,
que con los años fueron ampliando y en donde se desarro-
llaban tantas historias y el comisario tomaba sus calvados
IV en tanto pensaba en la resolución de sus casos, y uno de
  sus recorridos frecuentes era llegar a la Place de la Bastille
Se cumplía en aquellos días un año de la muerte de mi para marchar después por el lado contrario al cementerio
madre. Una de mis pesadillas recurrentes era el momento de Pére Lachaise, inclinando su rumbo hacia el Sena.
de la cremación, a la que Esteban y yo habíamos accedido Caminé en aquella tarde particular de febrero hacia
por el pedido de la tía Gloria; solo los tres asistimos al ve- la boca del métro, y lo hice llena de recuerdos y de citas;
latorio en las sierras de Córdoba, Julián y por supuesto mi yo había llegado a París detrás de un deseo pero también
padre se negaron a viajar tras recibir la noticia de su muer- escapándome del recuerdo de Daniel, de la sombra de la
te en un accidente. Mi madre nos había abandonado unos muerte de mi madre y del influjo de Julián en mi vida. El
años antes. Me despertaba angustiada sin recordar en el recuerdo que más me perseguía era el de Daniel, era el de
momento demasiado, pero a lo largo del día el sueño ad- su cuerpo. Había algo misterioso y terso en la piel cetrina
quiría una nitidez macabra: los empleados del crematorio, de Daniel que pedía ser tocado, que me impulsaba a acer-
con guantes y caras de expresión indiferente, abrían el fé- carme. Durante nuestro último encuentro, mientras él me
retro para que viéramos por última vez los restos de lo que acariciaba —mi cuerpo apoyado contra la pared, él recli-
fuera mi madre, y ante nuestros ojos sus huesos oscuros, nado sobre mí— nuestras bocas simplemente se pusieron
estáticos entre un fluido rojizo, nos llenaban de espanto. a la par, sin besarse, rozándose solo unas pocas veces, y
Esto en realidad nunca había sucedido: el cuerpo de mi era ese estar simultáneo de los labios, frente a frente, a mi-
madre había sido cremado pero jamás su ataúd fue abier- límetros unos de otros, a milímetros de leve y profunda
to ante nuestros ojos (el sueño actúa, es cierto, como un distancia apenas, eran esa proximidad y ese aliento con-
hermano de la muerte). Durante mi residencia en París, al tenido un vacío de tiempo, un olvido perenne, la forma
despertar en el hotelito de la rue Pasquier, lo primero que más dolorosa del deseo. El Sena corría paralelo a mi cuer-
hacía cada mañana era inspeccionar el plano de la ciudad. po, iba caminando por la orilla derecha hasta la boca del
Antes incluso de conocer los paseos y los monumentos métro para llegar a mi primer lugar de destino (un hom-
clásicos, señalé los tres cementerios visitados por turistas: bre esperaba en el centro mismo de la tarde, debajo de un
Pére Lachaise, Montmartre y Montparnasse. El Boulevard puente, se parecía tanto a mi memoria de Daniel, me acer-
Richard Leloir estaba más cerca de Pére Lachaise, solo por qué un poco, aún recuerdo de qué color tenía los ojos).
eso fue hacia allí adonde decidí dirigirme en primer lu- Me sumergí en los ásperos mundos de los trenes urbanos,

48 49
en el trayecto revisé la Guía Michelin y pensé que, des- volvía a resonar en mi cabeza en el medio de la tarde fría.
pués de Pére Lachaise, me quedaban todavía por conocer No hubo como aquellos tiempos, pensé con nostalgia,
los sepulcros de pintores en el cementerio de Montmartre resignada ante la revelación de mi pasado reciente, pero
y, al menos, los de Sartre y Simone de Bouvoir en el de después, a medida que caminaba entre los senderos des-
Montparnasse. nudos, tuve la lucidez de entender que estaba olvidando
También recordé los contornos sombreados de la cara todo lo que me separaba de aquello que más amaba en la
de Jean Gabin dibujados como un retrato apócrifo de Mai- vida: de Daniel, un hombre rústico con quien nunca me
gret en la tapa de algunas de las ediciones baratas, y me hubiera atrevido a tener una relación a la luz del día y con
pregunté a dónde estaría enterrado Jean Gabin. Cuando el cual el futuro, al menos en Santa Fe, al menos con la
volví a la superficie, crucé una avenida y, agobiada por el anuencia de mi padre y de mi tía, nunca me estaría permi-
frío, entré en un café para beber chocolate caliente; nece- tido, y de Julián, mi hermano, a quien obedecía ciegamen-
sitaba una pausa antes de enfrentarme con mi primer des- te, a quien admitía cada desplante, cada capricho, por más
tino —el café se situaba justo enfrente de Pére Lachaise; descabellado o excesivo que este resultase. Pensé en todo
pensé si el mismísimo Simenon no estaría enterrado allí: lo que me separaba de Julián, incluso lo que llegué a odiar
no lo sabía. Bebí a pequeños sorbos y crucé la calle para y a temer en él; en que solo extrañaba lo que mi memo-
llegar hasta una entrada lateral, pero antes abrí otra vez la ria convertía en la punta del iceberg y relegaba los ocho
guía para buscar un plano y elegir qué muertos ilustres vi- novenos sumergidos, lo más mezquino, lo más obsceno y
sitaría. Fue entonces cuando entré al cementerio como a también lo más cruel.
una patria compartida. Un contingente de devotos pasaba Mientras caminaba por Pére Lachaise buscando en la
como un barco delante de mi vista, la proa dirigida hacia guía las referencias de los sepulcros famosos (Proust, de la
la tumba de Jim Morrison. Ahí estaba yo, persiguiendo los Croix, Kardec, el fundador del espiritismo; Yves Montand
fantasmas de otro, los rastros de un personaje entre tantos y Simone Signoret en la misma tumba sencilla), sentía por
cuerpos corroídos, pero también cercada por el cuerpo primera vez el sin sentido de aquella pasión atada al pasa-
vencido de mi madre, por el fantasma del cuerpo lejano do. Un cielo bajo iba ahogando la tarde; empezaban a caer
de mi amante (fantasmas, finalmente, no más que muer- en forma lenta copitos de aguanieve sobre mis hombros y
tos privados de sus cuerpos). en aquel momento me resultaron más familiares que en el
Vi un aljibe en el centro del lugar, erguido junto a día de mi llegada a la ciudad. Solo pensé: “Que nadie me
estatuas en una pequeña plazoleta a modo de rotonda; vea llorar; debo guardar la angustia, el miedo, guardarlos
recordé haberla visto antes en un documental sobre las únicamente para mí. Nadie robará mis pensamientos”. Lo
tumbas famosas en una clase junto a mis compañeros de cierto es que atardecía en el crudo invierno y yo estaba
la Alianza, y creí escuchar como un eco la voz de Julián sola y un poco perdida en algún lugar del antiguo cemen-
que juraba acompañarme alguna vez a París, su voz que terio, añorando incluso las imperfecciones del cuerpo de

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Daniel, y la nostalgia del deseo se resumía entonces en la barato de las Ediciones Forum (¿pero no había leído yo al-
nostalgia de nuestro último encuentro. En mi recuerdo guna vez, acaso, que el París de Simenon era apócrifo por-
idealizado salían de sus manos flores frescas. que en realidad se trataba de una reminiscencia de Bruse-
Llegué a una esquina de calles con panteones, nadie las? Ya comenzaba en mí, una vez más, la falta de certezas)
venía, nadie me podría ver. Un gato negro con las patas Me abandoné a las sensaciones de mi cuerpo —mar-
blancas se escabullía entre los senderos. Robé un ramo de chando, mirando, deteniéndome a tocar una piedra, una
narcisos de una tumba que desconocía, volví sobre mis planta— como quien se enfrenta a una cornisa desde
pasos y lo puse sobre la lápida de Montand y Signoret. Me donde es posible asomarse apenas para espiar la vida de
quedé un rato quieta en el mismo lugar, temblando por los otros, pero desde donde también es posible arrojar-
el frío, sintiendo el reflejo, los espasmos de aquel horror se sin vacilación hacia el vacío. El nombre de Daniel y el
tardío junto al féretro de mi madre como hacía justo un nombre de Julián me persiguieron hasta París (sentía en-
año, cuando suspiramos y rezamos frente al cuerpo de mi tonces que, a pesar del hastío, todavía no podía abando-
madre a punto de arder. Un árbol a mi lado se agitó como narlos), y esperaba que París resultara ser, sin embargo,
se agitan las ventanas de una casa abandonada, como el con el paso del tiempo, la ciudad natal de un cambio de
agua bajo el viento —en verdad, hay cierta extrañeza que mirada para mí.
brindan los paisajes tenebrosos, la lenta poesía de la muer-  
te— y decidí que era el momento de partir.
 
  VI

V Un atardecer, en las mesas sobre la vereda de una libre-


  ría del Boulevard Saint — Michel, enfrente de los Jardines
Durante el resto de mi estada en París, aquel invierno, de Luxemburgo, me detuve a revisar libros de arte, desco-
los días trajeron un lento alejamiento de algunas emocio- nocidos y baratos. Entre ellos encontré uno con fotos de
nes de mi vida anterior, cierto repliegue en mi atormenta- gatos en París, en blanco y negro, gatos sobre tejados, ace-
da pasión por Daniel y —al menos eso es lo que yo espe- ras, terrazas, árboles de parques, ventanas, salones, frente
raba— una calma aceptación de lo que había significado a espejos, estáticos, fugaces, junto a fragmentos literarios
en nuestras vidas (en la de mi padre y mis dos hermanos protagonizados por gatos y escritos por Colette, Baude-
e, incluso, en la de la tía Gloria) el abandono de mi madre. laire, Robert Desnos y Mérimée. A mi lado, curioseando
Seguí recorriendo la ciudad en aquellos días como si ese libro por encima de mi hombro, vi a un hombre joven,
caminara junto a Maigret y la ciudad se convertía por mo- con aspecto huidizo, ojos oscuros, rasgados, y vestido de
mentos en una maqueta de París construida con el papel modo descuidado.

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Era chileno, tenía la misma edad que yo, estaba re- no me cuenta realmente qué le pasa”. Ante el reproche, lo
corriendo Europa en viaje iniciático, hablaba un pésimo primero que le conté fue el argumento de aquella película
francés: le traduje el fragmento de Colette (conocía al me- con Bill Murray que tantas veces habíamos visto con Ju-
nos la versión en español del poema de Baudelaire). Fue lián y con Esteban por televisión, en que el personaje se
mi compañía durante las últimas largas, tranquilas sema- queda atrapado en un pueblito con nieve y siempre es dos
nas de aquel viaje. de febrero, por lo tanto la rutina se repite inexorablemente
Nos sentábamos juntos en el Luxemburgo —él vivía y solo logra amanecer el día tres cuando se convierte en
en un hotelito del Quartier Latin, en la orilla izquierda del un hombre mejor —eso exactamente fue lo que dije— y
Sena— entre los escasos verdes invernales y junto a dis- consigue el amor de Andy McDowell, así le expliqué que
persas flores genuinas, para contarnos algunas de nuestras en París cada día pensaba: “Aguanieve, ventisca, sola en
historias. Había leído novelas de Simenon, pero nunca la la ciudad, tengo tanto miedo de quedarme atrapada para
saga del comisario Maigret. Había recorrido Pére Lachai- siempre”. (Sin embargo, en nuestros encuentros y en
se, en sus primeras jornadas en París, solo para enfrentarse nuestras caminatas a veces pensaba que era él quien había
con la tumba de Morrison, atosigado por la duda de si el venido a rescatarme, al menos, de los recuerdos que me
cuerpo estaría realmente enterrado allí. No entendía que atormentaban. Yo era entonces una de esas personas que
yo hubiese estado en el cementerio y no hubiera visitado requieren que se las venga a rescatar). “Eso es lo que me
la tumba de Morrison (me preguntó en cambio quién era pasa”, le dije.
Simone Signoret). Le gustaba el francés, que tanto le cos- Se sonrió pero con cierta condescendencia y supe que
taba pronunciar, y le parecía particularmente nostálgica la en realidad lo que temía preguntarme era —como siem-
palabra “cimetiére” (cómo no iba a serlo). En un principio pre me sucedía cuando acababa de conocer a alguien— el
no le hablé de modo directo sobre mi relación con Daniel, motivo de la extrañeza de mi cara. “Ahora sos vos el que
pero la figura de Daniel se recortaba nítidamente entre no me dice la verdad”, le dije con un dejo de reproche,
nosotros. Mi nuevo amigo, de alguna manera, me lo re- apenas. Entonces narré ante él, como nunca lo había he-
cordaba; una de las primeras cosas vergonzosas que pensé cho, sin omitir detalles, el accidente que, siendo niña, me
al conocerlo es qué comentario hiriente y despectivo hu- había destrozado las facciones y la serie de operaciones
biera hecho Julián sobre él. que a lo largo de los años tuve que padecer para intentar
Me regaló una fotografía de Jacques Prévert de 1946 recomponer el orden de mi cara. Escuchó en silencio y re-
en forma de postal publicada por Editions du Desastre en pitió, acariciando con suavidad una de mis mejillas: “El
la que Prévert está sentado en un café de París acariciando orden de tu cara”.
a un gato negro y blanco que duerme sobre una mesita — También hablé de mi relación con Daniel, aunque
me aclaró sonriendo: “La compré por el gato”—, atrás ha- omití nombrar el sinuoso vínculo que me unía con Julián,
bía garabateado estas palabras: “Para mi nueva amiga, que ese dolor y esa vergüenza que corroían mis noches y me

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condenaban a prolongar los silencios. Dije que con Daniel piedra. Me contaba sus sensaciones y sus experiencias de
se trataba de una relación prohibida por nuestras diferen- viaje, pero yo ya no podía dejar de hablar sobre Daniel.
cias sociales, como en un teleteatro (y cuando lo decía Hubiera querido tener aventuras con hombres de paso,
pensaba en las hipocresías provincianas, en mi padre y en que no dejaran rastros —le confesé nuevamente en las
mi tía que habían creído, en su juventud, en cambios so- orillas del río, reclinados nuestros cuerpos contra la ba-
ciales, en políticas menos conservadoras), y que había de- randa de un puente— y debería haber huido hacía años de
cidido viajar sola para intentar alejarme de él pero que en la vida de Daniel, pero solo él existía para mí. Mi gran te-
París extrañaba su olor, que hasta un aroma circunstancial mor era: ¿cuántos hombres, acaso, podrían quererme así,
—caminábamos en ese momento a orillas del Sena, entre con la sumisión de Daniel? (¿cuántos hombres podrían
viveros— podía ser devastador, que no había logrado sin quererme?). Mi rostro los intimidaba; mi rostro extraño,
embargo alejarme de su cuerpo. mi extraña familia. Mi amigo me consoló hablando de las
“Su cuerpo es un imán”, dijo mi amigo mientras do- distintas formas de la belleza, de un modo claro y sentido
blábamos por una de esas callecitas con bibliotecas en que agradecí con una sonrisa.
lenguas exóticas y negocios con artesanías tailandesas Después de escuchar mi relato, él me contó una his-
y objetos de arte y ropa étnica. Lo que no le dije es que toria de amor de su adolescencia, plena de malentendi-
me herían las palabras y también la manera de actuar de dos y desencuentros. Fuimos cada vez más cercanos y
Julián, que me hería tanto quizás como el abandono y la nos convertimos en hermanos melancólicos en nuestro
muerte de mi madre. Me sentí ridícula hablando de amor deambular por la ciudad, confiándonos las penas pero
y de dolor con casi un desconocido. O quizás pude hacer- también soñando con seguir juntos nuestro viaje (el mío,
lo justamente porque estábamos lejos de casa y mi interlo- según había planeado hasta el momento, terminaría en
cutor no tenía pasado, al menos para mí. Resplandeció en Londres, el mismo lugar en el que se había iniciado y en
mi memoria, como un improvisado aleph, toda mi vida en donde Eugenio me esperaba para recorrer la ciudad antes
un instante, y rogué porque mi vida ya no dejara huellas, de regresar a la Argentina, y el suyo, quizás, en Barcelona),
como escrita en el agua. con reencontrarnos de regreso, en algún lugar intermedio
  entre Santiago de Chile y el Litoral, algún lugar, por ejem-
  plo, de la provincia de Córdoba (recordé una vez más a mi
madre y el lugar que había elegido para escapar de noso-
VII tros, desplegar sus rutinas y terminar sus días), solo para
  no postergar indefinidamente nuestra conversación.
Caminamos bajo la nieve como guerreros invernales.   
Mi amigo había llorado, me dijo, cuando pisó por primera
vez una plaza antigua de Europa y entró a una catedral de

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VIII sueños me llenaban de horror. El cuerpo era el de Daniel,
salvaje, despiadado en su vértigo, y para poder ser feliz de-
Una noche, mientras las luces difusas daban a Notre bía resignarme a no tocarlo jamás (pero cómo hacer para
Dame reflejos azules como témpanos y nosotros caminá- no volver a tocarlo. Mis dudas, siempre en el terreno de
bamos, desprotegidos ante el frío y la nostalgia nocturna las pérdidas). Pensé tanto durante aquellos días parisinos,
hacia algún barcito de la isla de Saint Louis, pude mencio- invernales, pensé que en realidad yo hubiera querido ser
nar ante él, finalmente, la muerte de mi madre. Como al Daniel, ser —o tener— el cuerpo de Daniel, que podía
abrir un álbum perdido, o esas viejas cajas de recuerdos, disfrutar sin culpas, que no tenía necesidad de escapar o
o alguna futurista cápsula del tiempo que al ser desente- de olvidar o de dar explicaciones o de justificarse, que es-
rrada después de años nos muestra las ingenuidades del taba en el centro de la escena, hacer lo que yo no podía:
pasado, así me enfrenté una vez más con el cadáver de mi evitar las frustraciones y ser feliz. (¿Pero esa no era, acaso,
madre. Esa misma noche dormimos juntos en su cuarto la descripción de Julián?)
de hotel. Fue dulce. Su cuerpo tenía otra cadencia, otro Si en los últimos años mi cuerpo había sido un satéli-
perfume, nada en él me recordaba el cuerpo de Daniel, y te del cuerpo de Daniel, sin embargo en aquellos días en
todo a la vez en el acto mismo me lo recordaba. “¿Cómo París, al lado de mi amigo reciente, era mi propio cuerpo
se hace para dormir bien?”, me preguntó poco después de el que empezaba a adquirir protagonismo. Estábamos si-
la medianoche. “No sé”, le dije. “Hay que tener los pies ca- tuados en una ciudad concreta, porque no se trataba ya de
lientes y la conciencia tranquila”. En ese momento nues- fantasmas (aquel París de las referencias de los otros, el de
tros pies estaban calientes. Dormimos enredados hasta el los libros y las películas) sino de una ciudad real en don-
amanecer mientras, afuera, se derramaba aguanieve en las de había conocido a un compañero y andábamos, char-
callecitas nocturnas. Nos teníamos de una forma extraña. lábamos, mirábamos, comíamos, bebíamos, yo ponía mi
De ahí en más, pasaría junto a él las noches que me resta- propio cuerpo y no el de otro, y era mi propio cuerpo el
ban en la ciudad. que me hacía temblar de emoción, de frío, de excitación,
  acompañado por otro cuerpo a la par, y no girando en tor-
no de él, sin perseguir el imposible de salirse de su órbita
para perseguir a otro en la órbita de otro, como un planeta
IX descarriado, tal como eran mi vida y mi deseo al lado de
  Daniel.
La insatisfacción era mi patria. Estar y no estar. Ir y En una de nuestras últimas tardes en París recorri-
volver y volver a ir. Sin poner el cuerpo. El cuerpo era el mos el helado camino entre mi hotel y Montmartre; al
de mi madre y yo no lo había visto nunca convertido en encontrarnos con la calle Pigalle vinieron una vez más a
cadáver. Solo podía llegar a verlo en los sueños, y esos mi memoria las historias policiales de Maigret y durante

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el trayecto conté a mi amigo una de ellas (el crimen de impostada de radioteatro, me recordaba él, y finalmente
una bailarina que llevaba doble vida, una de las cuales era, me abrazó y me dijo con tono protector: “Mi amor, aho-
claro, licenciosa) con comentarios sobre algunas opinio- gándose en su vasito de agua”. Era verdad, a la distancia
nes y comportamientos de los personajes. Mientras duró mi pena por Daniel por primera vez me estaba pareciendo
el relato, él calló. “Pero carajo —dijo, finalmente, con ira exagerada, y además me había llamado mi amor. “Son co-
y con sorpresa— Maigret no es más que un gordo borra- sas…”, empecé a justificar, pero él completó el sentido de
cho y fascista”. Lo miré primero con intriga y después, con mi frase: “… del poco dormir y el mucho leer”, dijo, y des-
enojo. Discutimos durante todo el camino, seguíamos pués siguió riéndose, los ojos brillando en una leve burla,
discutiendo al llegar al Sacré Coeur, él me hacía enojar de mis paseos por París que imitaban los pasos de Mai-
(me reclamaba entre gritos: “¿Por qué eres tan peleado- gret. Estuvimos juntos toda la noche. Con él no se trataba
ra?”) pero también me divertía con sus críticas a algunos como con Daniel de la aparición urgente del deseo. Todo
detalles de la historia y, sobre todo, a ciertas ideas y a los se podía preguntar con el cuerpo, todo se podía contes-
prejuicios de Maigret. tar. El deseo con Daniel se consumaba como una muerte
Cuando regresábamos en métro hacia su hotel, sobre prematura. Con mi amigo en París, en cambio, el deseo
la orilla izquierda, empezó a inventarse un argumento de retrocedía y retomaba, crecía después y se volvía a diluir.
Simenon (le puso un título: “Simenon — París”); la histo- Al comienzo nuestros besos nos acercaban tímidamente,
ria era exagerada y ridícula (le puso un subtítulo: “Maigret pero después, besarnos era una manera casi devota de de-
y los burguesitos sin rabo”). Me hacía reír. vorar al otro. Al día siguiente, la piel alrededor de la boca
Esa noche, después de comer en una taberna del me quemaba. Eran sus marcas en mi cuerpo. También
Barrio Latino que se llamaba algo así como “El gato del crecía y decrecía el alcance de mi voz. Pasaba del susurro
tango”, o tal vez “El tango del gato”, nos encerramos en su al grito destemplado (me decía suavemente: “Grita, grita
cuarto para beber el licor de pera que yo había traído des- como si estuvieras en un desierto”) y otra vez al murmu-
de Londres amortiguado entre la ropa de invierno de mi llo. Mientras charlábamos y fumábamos me confesó que
valija para que no se rompiera (el licor de pera era el mejor lo que más lo excitaba entre los juegos y los abrazos era mi
recuerdo de Londres, ya que mi paso por esa ciudad había cara, los gestos de mi cara ante el placer o incluso el dolor.
sido fugaz, solo el aeropuerto, un día en el departamento (¿A eso se habría referido cuando me habló la primera vez
de Eugenio, la catedral de Saint Paul y los alrededores y sobre las distintas maneras de concebir la belleza? No, sin
luego el viaje en tren hacia París y por supuesto la ironía embargo en ese momento todavía no habíamos hecho el
del tío comparando el túnel subfluvial en el río Paraná y amor). También dijo que a veces prefería que el sexo du-
este, que cruzaba el Canal de la Mancha). Imitó mi voz y rara largamente para no culminar porque —a pesar de que
mis gestos dramáticos el día en que le conté la historia con lo impelía el deseo— después del placer la sensación de
Daniel: “Tengo una pena de amor”, le había dicho con voz vacío lo hacía temer o llorar. El nombre de mi amigo era

60 61
Fernando, y de ahí en más su nombre estaría asociado a mi tras correr las cortinas. Me asomé a través de la ventana
memoria de París. y vi la silueta esfumada de la luna menguante y a su lado,
  todavía, una estrella tenaz. Seguía siendo invierno, a pesar
  de mi alegría. En el otro lado del mundo, en el Litoral, en
donde estaba mi casa, el calor a esas horas estaría derri-
X tiendo hasta los falsos pudores; imaginé el día transcu-
  rriendo quieto y caliente, el aire libre, el cielo claro. Como
“Centrar la atención en el presente —dijo Fernando cada día de mi vida, pensé en Julián. La pregunta nocturna
en un momento de la charla—, lo afirman hace milenios de Fernando había sido sobre la muerte de mi madre. Le
las filosofías orientales”. Dudé: hay tantas sentencias en dije que hacía un año se había matado en un accidente de
nombre de las filosofías orientales. Después pensé que la autos. Por primera vez conté los detalles: cómo y dónde
insatisfacción era envolvente, me asfixiaba y no me dejaba había sucedido, cuándo y de qué modo habíamos recibido
disfrutar del tiempo presente, pero no se lo dije. El posó la noticia, los cambios abruptos en la vida de la familia a
sus ojos ausentes sobre los libros de un escaparate. Mar- partir no de ese momento, sino, años antes, cuando había
chábamos, como siempre, sobre la ciudad. “Ni pasado ni partido sola hacia las sierras, cuando nos había abandona-
futuro”, repitió con un dejo de desdén o de cansancio —o do: el dolor de Esteban, el rencor de Julián, la humillación
tal vez eso me pareció en el medio del agobio helado de de mi padre, mi propia culpa (¿quién desearía acaso una
la tarde—. “La mirada, solo anclada en el presente”. Debe hija imperfecta?), el lento desbarrancarse de la familia, la
haberlo leído tal cual en algún ensayo, pensé, pues cada zozobra económica, el haber abandonado el proyecto de
una de las frases parecía declamada. Yo llevaba todavía en estudiar una carrera para asumir el papel materno ante mis
mi cuerpo algunas de sus partes: el olor, el aliento. Tam- hermanos menores, a pesar de la ayuda de tía Gloria, la
bién pensé: “Está absolutamente equivocado. No hay sa- angustia punzante durante los primeros años tras la huida
tisfacción en este efímero presente”. Andábamos por las de mi madre, esos años sin noticias ni señales, la incógnita
vereditas estrechas a cierta distancia uno de otro. Sentí la y el reproche: ¿por qué nos hizo eso, qué habíamos he-
necesidad de acercarme y de tocarlo. Fue un acto irreme- cho nosotros para merecer su abandono, si nuestra vida
diable, solitario. hasta el momento había sido cómoda y feliz? (No, es que
  nuestra vida no había sido ni cómoda ni feliz, al menos,
después de mi accidente y después de la separación de
Eugenio de la sociedad que tenía con papá en la librería,
XI cuando Eugenio se fue a vivir a Buenos Aires para seguir
  con su carrera en el Banco y papá no pudo solo con el ne-
Cuando amanecía, una luz rojiza inundó la habitación gocio, que finalmente tuvo que cerrar)

62 63
Esa tarde salimos a caminar por el Jardín de Tullerías, su intención de quedarse más tiempo en Europa, quizás
en un cesto tiré el mapa de la ciudad que había comprado viviendo allí de modo definitivo.
el día de mi llegada, y el mapa se dobló, ajado por el viento. Supe entonces no solo que no sería mi compañero ha-
El mapa ya no era necesario, los recorridos los fijábamos cia Londres sino que, ya de regreso en América del Sur,
con intuición y certeza Fernando y yo. El frío obligaba a jamás nos encontraríamos a mitad de camino entre su ciu-
tomar chocolate caliente (“El frío parisino de posguerra dad y la mía, que Fernando me estaba dando en esos días
—dijo Fernando—, la ciudad recuperada”. Recordé tan- todo lo que me podía dar: un alto, un hiato en mi vida,
tas películas). Entramos una vez más a Notre Dame — pero que de ningún modo me daría un proyecto común,
ante cada edificio emblemático compraba una postal para aunque fuese mínimo (como un viaje o una charla com-
la tía Gloria—, reconociendo lugares en la penumbra; so- partida en el futuro), y a esto lo comprendía con una resig-
naba un órgano justo en el momento de traspasar la gran nación liberadora: yo tampoco quería otra cosa de él. No
puerta lateral: la misa de las seis. En las paredes de las cate- hay un lugar bastante seguro, comprendí, ni siquiera una
drales siempre me daban frío los nombres de los muertos. ciudad soñada en la que abandonar para siempre las viejas
Al salir, fuimos hacia una plazoleta cercada; ya oscurecía, desesperanzas, como en un rincón del paraíso.
era el acre invierno, vimos a una vieja sola inclinada sobre  
un banco verde, nos sentamos sobre una bolsa vacía de
comida, los asientos estaban húmedos, nos abrazamos, y
caía la tarde. Antes de partir de allí, me pregunté en voz XII
alta lo mismo que me había preguntado en silencio du-  
rante el último año: en esos segundos de conciencia antes En la tarde del día siguiente (ya pronto partiría de Pa-
de morir, ¿en qué o en quién habría pensado mi madre? rís), crucé el Jardín de Luxemburgo sellado por la nieve
¿Habría pensado en nosotros? Los accidentes ¿realmente antes de ir a encontrarme con Fernando, sin sentimientos
se padecen, o en algún punto se eligen? ¿Mi madre había heridos. “La vida es muy corta”, pensé, “solo se está en el
elegido morir? Podía interrogarme sin reproches ya, sin mundo una vez, y en ese mundo esta vez soy yo la que se
pensar en lo diferente que hubiera sido mi vida si mi ma- va a zambullir”. Asomada a la reja de los jardines, sobre el
dre no nos hubiese abandonado, si un accidente no hubie- Boulevard, pude ver a Fernando junto a una de las mesas
ra deformado mi rostro durante la infancia, pude pensar de saldos de la librería en donde nos conocimos. Conver-
en eso, esta vez, sin llantos fúnebres, y tuve la voluntad saba con una chica de nuestra edad, los dos miraban libros
de creer que no era posible seguir durante los años que en una actitud similar a la que habíamos tenido nosotros
venían haciéndome las mismas preguntas. Fernando me en ese mismo lugar. Salí a la calle, me acerqué a la libre-
contó su infancia en La Serena, la historia de su familia, ría por la vereda de enfrente. Fernando y la muchacha se
los exilios, los vaivenes económicos, las peleas familiares, parecían: eran menudos, estaban vestidos con ropas hol-

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gadas, superpuestas (ella llevaba una remera en la que me lugar, disímil, lejano, dejando atrás un país, una familia,
pareció reconocer la cara de Morrison que se asomaba de- una lengua. Ante esa posibilidad, sentí más desesperación
bajo del abrigo), mostraban cierta actitud displicente en el que deseo. Estaba absorta en esos pensamientos y ateri-
cuerpo que, sin embargo, a pesar del aire adolescente, no da, cuando algo leve rozó mi pierna: debajo del banco se
resultaba impostada sino genuina. asomaba el cuerpecito de un gato atigrado; siempre había
No me vio, volví sobre mis pasos. Un cosquilleo que gatos andando sin prisa por los parques, por los puentes
podía reconocer atormentaba mi estómago: eran celos, de la ciudad, apenas entrevistos. Me incliné hacia él, era
era miedo, era un ramalazo de ira. Caminé como si tuvie- manso, lo sostuve sin esfuerzo entre mis brazos. Nos que-
ra un destino. Los ojos se me nublaron (recordé a Julián damos un rato, el gato y yo, en medio de la tarde grisácea
confesando que después del sexo los ojos se le volvían del Luxemburgo. Pensé con la certeza de una esclarecida
vidriosos, como si estuviera borracho; yo no debería ha- que mi vida seguiría siendo recorrida a través de los años
berle permitido que me lo contara, y se lo dije, le pedí por por venir por esa angustia fragmentaria, por esa tendencia
favor que ya no me contara esas intimidades, pero como a anclarme en el pasado, algo así como habitar o ejercer la
siempre, mis palabras iban por un lado y el entendimien- parte por el todo: un amor que no debería haber sido un
to de Julián por el otro). ¿Pero qué era lo que realmente amor, las sensaciones de un cuerpo que no era el mío, una
me hería, qué era lo que temía perder en ese momento? madre que era un fantasma. Aunque la certeza de pron-
Fernando no sería más que un compañero de andanzas, to se partió en dos y pensé también —con una suerte de
no tenía derecho a sentirme engañada, nunca me había conciencia esperanzada— que en aquel viaje podía haber
mentido, nunca me había hecho promesas. Sin embargo, encontrado la punta de la filigrana que finalmente, y a tra-
por momentos sentía que lo odiaba, como sacudida por vés de los años, recompusiera las partes dispersas.
ráfagas de enojo, y la imagen de la muchacha (sobre todo,
su rostro terso, que era como mi otro lado en el espejo,  
como la proyección de mi deseo) me perseguía como el
frío de un fantasma. También volví a sentir piedad por mí. XIII
En los jardines, hacía apenas un rato, me había senta-  
do en un banco de madera mirando hacia las escalinatas Cuando cruzamos el Boulevard envolví al gato en mi
del edificio central, pensando en tantas cosas; volví enton- bufanda para que no se asustara por el ruido de los au-
ces a aquel lugar. Trataba de serenarme; cuando dejaba de tos e intentase escapar o rasguñarme. Tomé un taxi con
rechazarlo o de sentirme decepcionada, pensaba en Fer- el animalito escondido en el abrigo. Llegué al hotel, subí
nando de otra manera. Lo supe frágil. Pensé: “Amo a dos a la habitación, el gato ronroneaba, la cabeza acurrucada
hombres heridos”. Me supuse a mí misma en el plan de contra mi hombro cómplice: habíamos despistado no
vida anhelado por Fernando, empezando la vida en otro solo al taxista sino al conserje. Ya en la habitación, reco-

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rrió los rincones, olfateó los zapatos, la valija, se escondió por última vez, a través de alguna ventanilla un poco sucia.
en el placard; después lo rescaté de su refugio y lo subí a la Viajaría hacia Londres, conocería un poco mejor la ciudad
cama, en donde se quedó quieto entre las colchas, con los durante unos días, le agradecería infinitamente a Eugenio
ojos entrecerrados. Era marrón y negro, atigrado, algunos el regalo del viaje, tomaría el vuelo de regreso a mi país, y
bigotes se le torcían y chocaban con los otros, eso lo volvía al despertar sería, al fin, la mañana siguiente.
desprotegido y hermoso. ¿Quién dijo —pensé— que la Mientras pensaba en los días venideros, el gato se ha-
vida de un hombre es un largo recorrido alrededor de su bía estirado, cómodo, tranquilo, la cabeza cercana a la al-
casa? En unos días más me habría ido de París hacia Lon- mohada. Lo acaricié, afuera anochecía. Iba a disfrutar mis
dres para encontrarme con Eugenio y después, de vuelta últimos días en París recorriendo la ciudad con anticipada
a Santa Fe. No era probable, comprendía en ese instante nostalgia; quizás junto a Fernando brindaría con el últi-
—la tarde junto al gato—, que al regresar del viaje tomara mo licor de pera por cruzar fronteras y, en secreto, por la
aquellas decisiones que cambiarían mi vida, como en al- magia intacta de no volver a vernos nunca. Abrí la venta-
gún momento de mi estada en París había creído, conven- na con cuidado, la habitación fue azotada por una ráfaga
cida. Los años pasarían y yo, quizás, me convirtiera en otra de frío. Alcé al gato, que protestó con pereza. Lo apoyé
mujer, más cercana a lo que alguna vez había soñado para en la cornisa. Se quedó quieto, con el pelaje algo eriza-
mí, o quizás no, y el viaje solo me habría permitido alejar- do, apenas sorprendido. Dependía de mí. Si hubiera sido
me de aquello en lo que se había convertido la relación perversa, si hubiese querido vengarme de los animales, si
con Daniel y con Julián, y la vida en mi casa: algo así como hubiese estado aunque sea un poco loca, podría haberlo
un gesto devenido en mueca, en la frustración de que toda arrojado hacia el vacío. No lo hice. Dejé de sostener de a
mi vida se cerrara en un círculo del que parecía que nunca poco con mis manos al gato, que se quedó parado sobre
iba a poder escapar. la cornisa, y después de mirar a los costados caminó con
O tal vez el viaje habría permitido aplacar cierto temor paso seguro hacia el balcón vecino, sin espiar hacia atrás,
a los cambios, a lo que se desconoce, que a lo largo de mi sin mirarme siquiera. Un gato como un manso y diminuto
vida me había llevado a preferir el pasado aunque fuese tigre andando por una cornisa de París, huyendo de mí,
triste. Pero en el fondo seguiría siendo la misma: unas va- echado por mí, con su movimiento elegante que lo hacía
caciones no cambian definitivamente a nadie, ni siquiera parecer danzando, tan cerca del aire.
unas vacaciones en París (era imposible no haber vivido lo La ciudad, ya sin Maigret debajo, se iluminaba de a
que había vivido). Lo real era que en unos días empacaría poco. Pensé sin sobresaltos en algunos episodios frag-
mis cosas, tomaría el métro o un taxi en la calle hasta llegar mentarios de mi vida, en ciertas imágenes recientes de
hasta la Gare du Nord y desde allí, subiría al tren que me aquel viaje (las caminatas sin rumbo al lado del Sena, los
llevaría hacia Londres, dispuesta nuevamente a sentir el cementerios, los compases del cuerpo de Fernando en
suave frío gotear del aguanieve y a mirar la ciudad, tal vez movimiento, la memoria punzante de Daniel, las since-

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ras cartas con confesiones que jamás serían enviadas, el
deambular errante de los cuerpos, la cara de mi madre, la
voz de Julián, mi cara), pensé, finalmente, en la lógica de CUATRO
la pasión. Vino a mi memoria un momento repetido en ¿Esto es el Ángelus?
el pasado: mi figura entrelazada al cuerpo de Daniel y mi
boca musitando palabras amorosas con cuidadoso silen- 
cio, para que él no lo supiera, para ocultarle mi amor. Sentí
tristeza por aquellas viejas penas mientras veía los techos
de los edificios, una ventana apenas iluminada enfrente,
siluetas disimuladas detrás de un vidrio, y pensé en algo
que no tendría seguramente respuesta: cómo se hace para “Pan dulce y oporto”, dice Emilio, “esa es mi idea de la
volver de la pasión. Entonces respiré el viento helado de vida de campo”. Le sirvo otro pedazo. “¿El pan dulce es de
la noche y me quedé esperando que resplandecieran en acá?”. Le explico que lo compré en el pueblo, en una pa-
el cielo algunas de las primeras estrellas. Sería en ese mo- nadería artesanal que hace chicharrones, chipá y también
mento o no sería nunca: los astros no iban a brillar para este pan dulce, aunque ya hayan pasado las fiestas. Toda-
siempre. vía está tibio. La chica de la panadería, que a esta altura es
Como alguien (nihilista) que corta una flor en el algo así como una amiga, me lo había vendido esa misma
Luxemburgo y después la tira en la ausencia de un dios, mañana, recién horneado, y me advirtió que no lo comie-
como se toca un botón —así de simple— y se espera el ra caliente, que se iba a desmoldar y que caería pesado;
vacío, de ese modo arrojé mi nombre, lentamente, por que esperara hasta avanzada la tarde para que se enfriara.
aquella ventana. La tarde había avanzado; la sombra sesgada de los euca-
liptos se había estirado hasta cubrir por completo el patio
y el jardín: son cerca de las ocho y tomamos una especie
de aperitivo antes de la cena. Emilio sigue sentado debajo
del ceibo, come y mira los eucaliptos del fondo. “Me voy
a correr de acá”, dice al rato, “porque me mojan los pája-
ros”. “No, es el ceibo”, le explico mientras muevo mi sillón
más para el lado del sauce. “Es un ceibo que llora, como si
fuera un sauce”.
Se escucha el ruido de la “L” amarilla que viene de
Santa Fe y pasa a un par de cuadras de la casa. Estamos
sentados mirando para el este, en dirección al río; el atar-

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decer, con su cielo anaranjado tras los eucaliptos, vuelve una cara acorde con lo que le estoy contando. Él no me
un poco más respirable el aire caliente de febrero. Es la mira. “No te quedan ganas de probarlo”, dice sin ganas,
hora en que las cotorras salen de sus nidos alargados, pe- para completar mi frase. “Y... no”, le contesto en voz muy
gados a las ramas más altas de los eucaliptos, haciendo el baja, casi imperceptible. “Este es crocante”, dice cortán-
previsible barullo ensordecedor: tenemos que levantar un dose otro pedazo de pan dulce, con mucha corteza. “Esta
poco la voz para escucharnos. Como cuando se mira fija- mañana no almorcé”, agrega como para justificarse.
mente un piso con mosaicos o una pared con manchas de Emilio había llegado a la media tarde, con la “L” de
humedad y el ojo que observa descubre paisajes, perfiles las seis. Nos conocemos desde hace quince, casi veinte
y figuras, así me parece que en los sonidos del campo es años; fue el mejor amigo de Marcos, y no lo trato como a
posible descubrir sílabas que se repiten o forman palabras. una visita a la que hay que atender. Tenemos la suficiente
Entonces se escuchan en esos ruidos de la tarde —las co- confianza como para que él se atienda solo. El primer rato
torras, el viento del río, las primeras ranas, y algunas veces después de llegar se dedica siempre a quejarse por el lu-
también, el rumor lejano de un tren carguero— voces que gar adonde vivo. “Viajar hasta Sauce me deprime, y esto
a esta altura me resultan familiares. En la terminación de ni siquiera es Sauce, es más lejos todavía”. Al principio yo
la tarde siempre me acosa un sentimiento nostálgico, cre- me tomaba el trabajo de explicarle que sí era Sauce, pero
puscular del tiempo transcurrido, de la vida que se aleja. un barrio, el barrio más al sur, lindante con el campo. “Es
“Estos árboles deben tener como cincuenta años”, como ‘La excursión a los indios ranqueles’: encima hay
dice Emilio después de una especie de suspiro de aburri- que cruzar Santo Tomé, esa ciudad horrible, y el parque
miento, o en realidad es un pensamiento en voz alta, se industrial, con ese olor que largan las curtiembres. Parque
lo está diciendo a sí mismo. “Más”, afirmo mientras me industrial en este país de mierda que ya no tiene indus-
sirvo otro oporto. Ya habíamos hablado alguna que otra trias...”. Yo solía callarme cuando hablaba de Santo Tomé,
vez sobre la antigüedad de los eucaliptos. Una hormiga pero asentía en silencio en la parte en la que decía: “... en
colorada camina sobre el papel que recubre la base del pan este país de mierda que se hunde”. Por lo general termina-
dulce, en el que se lee cada tanto la inscripción con letras ba protestando: “Un poco más y se van a vivir a Rosario,
doradas: ‘Tanti auguri’. La mato con la mano. “Sauce es carajo”. Sigue usando el plural, como cuando Marcos es-
como el pueblo fantasma de las películas, pero el pan dul- taba vivo.
ce que hacen es rico. Mirá la virtud que le vengo a descu- Emilio sabe que la casa es en realidad la vieja quinta fa-
brir”, dice Emilio otra vez como para él mismo. “También miliar que heredamos mis hermanos y yo; que hace unos
está la fábrica de dulce de leche”, le digo, “es otra ventaja”. años la habitaban Horacio junto a su esposa y los tres chi-
“Nunca probé”, dice como por decir algo. “Es rico. Pero cos (“Tus sobrinos que son como tus hijos”, me reprocha-
cuando pasás enfrente, por la ruta, sale un olor a podrido, ba Marcos ni bien nos casamos, ante mi decisión de pos-
dulzón, como de leche cortada, que es horrible...”, y pongo tergar por unos años el nacimiento de nuestros propios

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hijos, y después, bueno, después ya no tendríamos opor- un sentimiento casi ingenuo de fiesta pueblerina. Emilio
tunidad) , y que desde el accidente terrible de Elvirita — vuelve a responder con un gesto mecánico, con el tono
no es necesario recordar ahora aquellos otros episodios resignado de un: ¿Qué otra cosa voy a hacer más que ir al
dolorosos— ya no quisieron volver a vivir aquí y se mu- centro para ver más gente?
daron a la casa paterna en Santa Fe. Marcos y yo habíamos La maratón se corre desde hace veinte años; vienen
decidido entonces instalarnos acá, para no dejar la quinta nadadores de todo el mundo, es una prueba de resisten-
abandonada y para comenzar una vida tranquila más cerca cia: nadar en aguas abiertas, desde Santa Fe hasta Coron-
del río. Sé que Emilio debe estar pensando, como tantos, da. Cuando era chica participaba de la fiesta: iba con mis
que la historia de este lugar está de algún modo inexplica- padres y mis hermanos a la largada en la laguna, cuando
ble asociada con las desgracias. todavía no se había derrumbado el Puente Colgante. Era
Pero exagera, Emilio cada vez que se queja, exagera. una aventura madrugar en verano, ver los preparativos, los
Sauce queda apenas a veinte kilómetros de Santa Fe, para botes que acompañaban a los nadadores con sus guías y
llegar hay que atravesar el puente, bordear Santo Tomé, sus carteles indicando los nombres y el país de proceden-
salir a la ruta, pasar el centro del pueblo, y antes de la cur- cia, las embarcaciones que precedían en caravana a ‘los
va del ferrocarril, doblar para el lado del río: ahí está la titanes del río’, como los llamaban en las crónicas, entre el
casa. “Eh”, le decía yo al principio, cuando todavía me que- entusiasmo de la gente; después, cuando los nadadores se
daban ganas de defender este lugar, “si estamos a más de alejaban y apenas podía distinguirse el mástil de la lancha
cien kilómetros de Rosario”. Pero Emilio no me oía, y yo de Prefectura que cerraba la marcha, íbamos a desayunar
siempre supe que en realidad su queja era como un repro- al Baviera de la Costanera. Sonrío cuando termina ese re-
che por haberme quedado a vivir en el campo y sola aun cuerdo de mi infancia.
después de la muerte de Marcos. Seguramente Emilio está Los mosquitos nos atacan como una escuadra feroz; el
pensando en Marcos y en el río, y quizás le parece inexpli- típico calor pegajoso del verano no decrece ni con la caída
cable e incluso frívolo que yo siga viviendo cerca de ese de la tarde. Emilio señala la higuera: un pájaro negro y azul
mismo río. “¿Había mucho movimiento en Santa Fe por picotea los higos maduros. “¿Cómo se llama? Nunca vi un
lo de la maratón?”, le digo sin mirarlo cuando se nos ter- pájaro con plumas de ese color”. “Marcos le decía ‘el tuéta-
mina el oporto. Mueve la cabeza con un gesto afirmativo: no’, no sé por qué —le digo riéndome—, nunca supimos
“Por supuesto”. “¿Viste a algunos de los nadadores por el nada de pájaros”, digo como si Marcos estuviera adentro
centro?”, digo, como haciendo una pregunta de rutina, de la casa. El aire tiene un aroma raro, dulzón. “¿Quién era,
porque siempre el aspecto de la ciudad cambia en los días Whitman, que decía que era imposible describir el sabor
previos a la competencia: los restaurantes y los hoteles se de una fruta o de un perfume salvaje?”. “No sé”, me dice
llenan de extranjeros y de algunos periodistas de Buenos Emilio, distraído, “a vos te gusta recitar”, mientras entra-
Aires, la peatonal está más transitada que otras veces; hay mos los restos del pan dulce para disfrutar un poco del in-

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terior de la casa. “Whitman, o alguien así”, repito haciendo Lo primero que me dice Emilio cuando se restablece la
un esfuerzo por recordar. Antes de ponerme a preparar la charla es: “Ponéme más cerca el ventilador. Qué porque-
cena, tiro la botella de oporto vacía a la basura, y prendo ría de clima. ¿Por qué no está llena la pileta?”. “Algún caño
el grabador casi al mismo tiempo que la luz; suena Coltra- pierde y entonces, después de llenarla toda la noche, el
ne, como casi siempre a esta hora. “Esta es la mejor hora”, agua apenas dura un día y después baja de nivel y se des-
digo en voz alta para mí, porque total sé que Emilio no va parrama por los mundos subterráneos”. Sonrío resignada.
a estar de acuerdo, que odia el verano, incluso al atardecer, Recuerdo que Marcos me había prometido cambiar los
incluso cerca del río, y que su letanía habitual en esta épo- viejos caños por otros nuevos para este verano. Pregunto:
ca del año es quejarse de que en el campo los mosquitos “¿Le pongo cebolla a la ensalada?”. Contesta con un gesto
no te dejan vivir. La última luz se filtra por la ventana y afirmativo. Después salgo para buscar unas cervezas al bo-
también se desliza a través de ella la languidez de la tarde. liche de la vuelta, sobre la ruta, que es el único que puede
Las ranas lloran, algo que me parecía ridículo apenas estar abierto a esta hora; en el momento de salir, le digo
llegué a vivir a Sauce y que, extrañamente, no recordaba solamente: “Ya vuelvo”, y él ve que me voy con las botellas
de los veranos de la infancia: un gemido como de cacho- vacías y entiende. Me detengo en el pasillo que da a la ca-
rro (a veces, es cierto, todavía me sorprende), y solo resul- lle, me asomo a través de la reja y lo espío tras la ventana:
taron ser ranas hembras llamando en el medio de la no- se abrió la camisa y puso la cara enfrente del ventilador; de
che y sumergiéndonos durante un instante en la certeza vez en cuando se abanica con “El Litoral”.
pasajera de que es una criatura que llora. “Estos ríos de Para llegar al boliche hay que atravesar un descampa-
mierda; hay que ser checoslovaco para venir a nadar no sé do con pastos altos, apenas iluminado por la luz de mer-
cuántos kilómetros...”, dice Emilio. “Sesenta”, digo. “... en curio de la esquina, con un caminito en diagonal que lo
este río sucio de barro, lleno de sábalos, y encima con las atraviesa, marcado por las bicicletas y los pasos de la gente
porquerías que le tiran en el parque industrial”. “Pero los del barrio, que acorta las distancias, el cuerpo metido en
nadadores no son solo checoslovacos”, pongo el reparo, y el medio de la noche. “No sé si estaría mejor en Santa Fe,
no sé por qué después de tantos años no he aprendido que cerca de Horacio y su familia, como Emilio cree”, pienso
eso es siempre un obstáculo para el curso de nuestra con- mientras camino, en la serenidad de andar por este ata-
versación, porque Emilio en vez de contestar o defender jo de tierra casi en el medio del campo, mientras todavía
su opinión, como lo haría cualquier buen conversador, se lloran las ranas. “¿Cuál sería mi lugar?: el de la tía viuda,
ofende y deja de hablarme por un rato. Yo mientras tanto el de la madre suplente. No voy a asfixiar a Elvirita con
saco la verdura de la heladera y me pongo a lavarla para mi angustia por ella y por mí, no voy a ser otra especie de
preparar la ensalada. Enciendo algunas luces, no todas; las madre desdibujada, como la sombra de Elvira”. La noche
lámparas de la mesa baja tejen redes de una luminosidad anterior la había pasado un poco despierta y un poco en-
suave hasta en el rincón más oscuro; me gusta lo tenue. tresueños, tratando de entender que estoy en el presente

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y también estoy en el pasado, porque de algún modo mis- años, y eso a pesar de mí. Oscurece: el cielo es ahora de
terioso en Sauce el tiempo se ha detenido. Paso junto a un azul casi negro. Las luciérnagas vuelan en la copa de los
un eucalipto que alguien cortó casi de raíz; a un costado eucaliptos, entre las ramas más altas, a treinta metros del
del tronco muerto, como desafiando el hachazo, nació un suelo; me imagino lucecitas de navidad titilando y sonrío
retoño, todavía frágil: es joven, pero parece abatido (no al pensar en la cara de Emilio si le comento una imagen
sé por qué la gente corta los árboles). Miro hacia arriba, como esa: va a decirme que vivir en Sauce me ha vuelto
la luna flota entre el cielo y las hojas, y al fin desaparece pueril. Recuerdo las primeras épocas en Sauce, enseguida
tras las copas; miro después hacia el lado del río; la fila después de la mudanza desde Santa Fe.
de árboles se pierde, bordeando el camino principal, hasta Una de las actividades que más entusiasmaba a Mar-
donde alcanza la vista. cos de nuestra nueva vida tan cerca del río era ir a pescar;
En este momento suenan las campanas: en el oratorio se había hecho amigo del dueño de una de las quintas ve-
se reúnen para rezar el rosario. Las roncas notas estriden- cinas, que también era pescador. La relación de Marcos
tes quiebran la calma. Pienso: “¿Esto es el Angelus?”, y al con la naturaleza era intensa y a veces implicaba desafíos:
mismo tiempo entrecierro los ojos para disfrutar del silen- le gustaba viajar a las sierras, por ejemplo, para poder es-
cio caluroso de la noche de Sauce. En el boliche el tiempo calar. No lo complacía la llanura, que era, en cambio, el
realmente se detuvo: la botella de caña por la mitad, ser- lugar del que yo no podía partir. En aquella temporada
vida a los paisanos de pie junto al mostrador o que juegan la crecida del Coronda era un hecho; Marcos igual quiso
a las cartas en unas mesitas precarias al lado de la ventana, salir a pescar. Los dos se fueron a la mañana temprano;
cerca de los carteles de productos antiguos; el gato gris me levanté a cebarle unos mates, lo vi partir a través de la
durmiendo al lado del televisor siempre encendido, sus ventana; ya las cotorras alborotaban el aire. Después me
imágenes en movimiento como única intromisión del volví a dormir, pero no pude porque rondaba en mi cabe-
presente en esa escena detenida; sonrío al recordar mis za una duda que ya no vale la pena intentar dilucidar: mu-
propios pensamientos anteriores: Estoy en el pasado y es- chas veces en ese tiempo pensé que en la vida de Marcos
toy en el presente. Veo a un paisano parado en la vereda, había otra mujer. Hacía largos meses que notaba extraño
que parece descifrar la calma o la lluvia futuras en el color su comportamiento, alejado cada vez más de mí; meses en
del cielo, en el aire denso. No me mira, ni cuando entro ni los que mi obsesión recolectaba indicios que sellaba en mi
cuando me voy; pienso que está tratando de saber si el fin memoria, sumados a sus excusas cada vez más frecuentes
de semana va a terminar como empezó: bajo el sol. Vuelvo para quedarse más tiempo en Santa Fe, contrariando el de-
a la casa observando el paisaje de siempre como si fuera la seo que nos había llevado en un pasado reciente a decidir
primera vez, el mismo paisaje que estaba sobreviviendo a mudarnos a Sauce para hacer, juntos, una vida más ligada
Marcos, y que nos sobreviviría a todos: a Emilio, al due- a la naturaleza, una vida con calma. Pero no dije nada, ab-
ño del boliche, a los paisanos que beben allí desde hace solutamente nada, no me atreví a preguntar (quizás, por

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miedo a que él asintiera, por el temor de tener la razón paisaje está impregnado con la vida de Marcos; porque
y confirmar aquella presunción transformada en verdad) nuestros sentimientos y nuestras sensaciones (e incluso
Aquel día almorcé sola, y después de la comida salí al los miedos o los rencores) están cristalizados aquí, hasta
camino a esperarlo: me gustaba verlo llegar. Pasó el tiem- hoy, y es como si Marcos aún poseyera una vida, pero una
po, y yo sigo acá. Sería demasiado fácil decir que sigo es- vida invisible, inerte. Ese estado de cosas, sin embargo, mi
perándolo. Emilio se comporta desde entonces como si percepción del mundo —y el mundo no es más que estas
yo fuera en algún punto culpable de la muerte de Marcos, calles de Sauce— puede ser atroz para Emilio, o carente
pero al mismo tiempo no me abandona, me visita segui- de sentido, o incomprensible, porque él también quiso a
do, me ayuda con los trámites en Santa Fe, en las ocasio- Marcos, Emilio fue el mejor amigo de Marcos, y sé que
nes en que no lo hace mi hermano, ahora cayó antes de la con sus miradas y sus gestos me está juzgando. Yo, en cam-
maratón Santa Fe — Coronda pero con la expresión de bio, quisiera que las emociones e incluso las angustias has-
quien pasa por casualidad (¿Emilio habría conocido a la ta ahora detenidas, como atrapadas en este espacio, dura-
amante de Marcos, él le habría contado a su amigo su vida ran para siempre, como fantasmas.
secreta?) Veo pájaros ruidosos acosando mis flores. Los chisto,
Cuando vuelvo del boliche, veo que Emilio ha apaga- para espantarlos. Es tarde, y todavía hace calor cuando veo
do el grabador y está escuchando la radio, alcanzo a oír los que las aves nocturnas se echan a volar. Me sorprendo to-
comentarios sobre la maratón. Es de lo único que se habla davía en momentos como este. Pensar que ahora, noso-
en estos días. La apaga cuando me ve entrar. Abro la cerve- tros estamos aquí, en este mismo lugar que para Marcos
za y sirvo dos copas grandes que estaban guardadas en la fue cotidiano, y él, él está quieto en su tumba de ahogado,
heladera; brindamos: “Tanti auguri”, digo, recordando la quieto con sus secretos que ya poco me importan. Miro
inscripción en el papel del pan dulce, y bebemos de golpe. alrededor: la tierra exhala un vaho, como un mensaje; la
Comemos en el patio; ya ha pasado la hora de los mosqui- noche, de repente, explota en ruidos y en olores; la luna
tos. Se termina la cerveza; seguimos con jugo de naranja, empalidece y parece que algo va a cambiar. Me detengo,
el que se compra en polvo y se disuelve en agua. “Qué tris- cierro los ojos; por unos instantes me olvido, incluso, de
te”, dice Emilio mientras lo bebe. Yo me quedo un largo mí. Pero al abrirlos, la luna brilla otra vez y los aromas y los
rato abstraída. Emilio se da cuenta y me pregunta: “¿Por sonidos se han perdido en el aire: todo vuelve a ser como
dónde andás?”, con el ceño fruncido. Emilio de algún antes. Emilio entrecierra los ojos, medio pensativo, medio
modo me protege, pero también, explícita o tácitamente, borracho. Y yo recuerdo aquel poema de juventud: “No
me reclama. No ha podido entender en estos meses que me hables un idioma olvidado”, y tengo ganas de gritárselo
la ausencia de Marcos se ha convertido en otra cosa; que en la cara. Pero en vez de eso, civilizadamente, lo invito
sigo viviendo en esta misma casa, junto a este mismo río, a entrar a la casa para tomar juntos alguna última bebida
porque cada cosa de este lugar, cada segmento de este fresca. Y ni siquiera me dan ganas de llorar.

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TRES
Viernes, vísperas

El dolor sube desde la espalda, como siempre; en la


nuca se vuelve insoportable, y desde ahí se bifurca a los
costados de la frente, palpitando. Cierro los ojos porque
así parece que disminuye. Al fin los abro: Lidia Schultz me
está mirando. Tiene la piel curtida, lastimada por arrugas
que se perciben como grietas; el pelo castaño claro, con
algunas canas, debe haber sido muy rubio cuando chica,
como les pasa a muchos de los gringos. Puede tener entre
treinta a cincuenta años; es decir, su edad es en cierto pun-
to indescifrable. Al contarme su historia no deja de aclarar
que cuando era joven y acababa de llegar a Santa Cruz de
la Sierra, la confundían con una norteamericana por su
largo pelo rubio, “tan luego en Bolivia”, sonríe. Tiene, eso
sí, los ojos claros, de una especie de gris raro, transparente,
aunque incluso sus ojos han envejecido. “Mis padres eran
de la Selva Negra —me dice—. Vinieron jóvenes; se esca-
paban de la guerra. No eran malos; era gente muy bruta,
¿vio? Yo, no sé, salí distinta. Verlos a ellos era como ver en
un espejo, pero al revés: yo nunca quise ser así; a mí me
gusta progresar”. No digo nada; ni siquiera trato de disi-
mular que me estoy secando la frente con un pañuelo de
papel. “El personaje me hizo acordar un poco a mi papá,

83
por eso me gustó”, confiesa sin mirarme, mientras revisa dormir. Lidia sigue recordando a su gato: “Pensar que se
las marcas señaladas en el libro. aguantó lo más bien todo aquel viaje, pero después se me
Estamos solas en el aula, una delante de la otra, bajo murió en Bolivia”. Apunado, pienso, y eso sí me causa algo
la impiadosa luz del fluorescente. En el mismo edificio de gracia, pero no lo digo para no parecer cruel.
funciona de día una escuela primaria: las paredes tienen En medio de la noche tormentosa, suena el timbre an-
listones de madera de donde cuelgan láminas con dibujos tes de la hora habitual de salida, y retumba, estridente, en
infantiles y sobre un armario pintado de celeste está pega- el patio bajo el tinglado y en las últimas aulas desocupa-
do el abecedario hecho con figuras de animales: la “c” de das. Con estos exámenes, pienso resignada, siempre pasa
canguro, la “e” de elefante, la “j” de jirafa, etcétera. En la lo mismo: los alumnos empiezan hablando de las novelas,
puerta del aula hay un cartel de cartulina en el que se lee: y terminan contándolo todo. Es como si la historia que
“Bienvenidos a 2do. B”. Hay olor a plastilina, a polvo de esconde cada uno se pusiera en movimiento, y gente de la
tiza y también a algo pegajoso, como caramelo. Afuera, la que yo no sabía casi nada en la víspera, que no era más que
noche se sacude en la tormenta. una cara y un nombre entre los demás, se vuelve protago-
La historia que Lidia cuenta tiene que ver con un viaje nista. De repente, cada uno de sus gestos, cada una de sus
desde Sauce hasta Santa Cruz de la Sierra junto a su pri- palabras, incluso en sus menores detalles, adquieren im-
mer marido, en ómnibus y trenes destartalados y polvo- portancia y las historias personales que me cuentan pasan
rientos, siempre lentos, y ellos con su solo equipaje: un al centro de la escena: sus historias bajo la luz del reflector,
bolso que él cargaba, con ropa de invierno que jamás po- que no es otro que el fluorescente colgado del techo del
drían usar en Bolivia (recordar este detalle a Lidia le causa aula, cualquier noche de semana en la escuela para adultos
mucha gracia; yo apenas si puedo sonreír) y otro bolso del pueblo de Sauce.
con el gato, que no hubieran podido dejar solo en Sauce, Afuera, en el patio, las baldosas debajo del tinglado es-
y que ella iba a cargar durante todo el trayecto. “Cuando tán manchadas de humedad: en estas ciudades pegadas al
cruzamos la frontera un gendarme preguntó: ‘¿Qué lle- río el agua brota del suelo, desde los cimientos, y sube por
va en el bolso?’ Un gato, le dije. ‘¿Embalsamado?’ No, de las paredes; a veces, hasta respirar se vuelve insoportable.
veras, y corrí del todo el cierre y se lo mostré, dormido. Los únicos salones llenos de gente, con los fluorescentes
Era tan bueno ese gato, le puse ‘Antonio’, por el santo; se rodeados de bichos, que siguen titilando a intervalos re-
portaba mejor que una persona”. La luz del fluorescente gulares, son los de la secundaria; los de la primaria noctur-
titila, y nos encandila todavía más que hace un momento. na se van siempre antes de las diez (recién ahora reacciono
Le presto atención al relato pero no puedo olvidar mi ru- y me doy cuenta de que la oscilación de la luz anunciaba la
tina y el cansancio: es viernes, doy clases desde la mañana tormenta). A la primaria le dicen, todos, “la nocturna”, y al
temprano en Sauce; lo único que quiero es terminar, salir secundario para adultos, sin embargo, pese a que también
de acá, de la fatiga de esta luz; volver a mi casa en Santa Fe, se dicta de noche, no lo llaman así. Los profesores tam-

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bién eludimos la referencia al turno y decimos “la media”, supuesto” —le digo—. “Está muy bien”. Me cuelgo la car-
por ejemplo: ‘Esta noche tengo clases en “la media” ‘, a lo tera: “Cuando te vayas, dejá la novela en biblioteca” (la
mejor para diferenciarnos de las maestras, que no dicen biblioteca es un ropero a un costado de la dirección). “Yo
“la primaria” sino “la nocturna”. Cuando suena el timbre, mañana la acomodo”. Hay un silencio. “Me parece que la
adelantado, Lidia Schultz me mira con cara sorprendida voy a fotocopiar. Quiero guardarla” —dice— “como un
(alguien pregunta desde el corredor: ‘¿Es para nosotros?’). recuerdo”. Ahora soy yo la que sonrío. “Un gusto, Lidia.
Me asomo a través de la puerta, hacia el pasillo y veo a la Suerte”, y cruzo el patio hacia la dirección. Las sienes me
portera, obesa, macilenta, que hace gestos señalando el palpitan; guardo las tizas y el borrador, la portera me pide
cielo: se avecina una tormenta, es muy probable que se la taza con un gesto recriminador (aunque no de un modo
corte la luz, hay que salir enseguida de la escuela, en Sau- hosco sino sutil: no debo llevar la taza al aula, la portera
ce cortan la luz ni bien se avecina una tormenta. Todavía debe lavarla antes de irse, eso retrasa su horario de salida).
hay que llegar a la ruta, recorrer veinte kilómetros, cruzar Dentro del armario de la dirección, que la ‘media’ noctur-
Santo Tomé y después el puente que lleva a Santa Fe y que na comparte con la primaria diurna, suena un reloj des-
atraviesa el río Salado. pertador. Interminablemente. Cada noche suena. Convi-
Aviso a los alumnos que esperan afuera, bajo el tin- vimos con ese sonido agudo, intermitente, suave y moles-
glado, que el examen se pospone para la próxima semana, to. ¿Hay alguien, a la mañana o a la tarde, en la primaria,
que Schultz (digo “Laura” en vez de Lidia, no sé por qué que pone en hora el reloj del armario para que suene a la
me equivoco, Laura es el nombre de una amiga que hace noche? Los de la primaria tienen la llave del candado del
unos años se ha quedado tullida) fue la última en pasar por armario, es imposible parar el reloj que suena cada noche
ese día. Algunos protestan por el sinsentido de la espera, hasta agotar la cuerda. Mi compañera me grita: “Apuráte
pero en realidad casi nadie escucha porque están prepa- que se larga”, ella también vive en Santa Fe y me lleva hasta
rando los útiles, se saludan, hacen comentarios sobre la mi casa, que está en el mismo barrio, no demasiado lejos
tormenta, oscilan entre el nerviosismo y el cansancio de de la suya; la sigo casi corriendo, sé que es una orden, la
la noche y el alivio por el examen que se posterga (los más contraseña para salir rápido, esquivando o chocando jó-
jóvenes, a los gritos; los mayores, dubitativos, todavía des- venes y viejos que se apretujan en la salida, como en un
concertados por el cambio en el horario de salida). Vuelvo embudo, y que se mueven lentos, arrastrando bicicletas y
al aula, y mientras acomodo mis carpetas, busco los peda- ciclomotores por la misma puerta angosta por donde ella
zos sobrantes de tiza, el borrador, la taza con los restos del y yo debemos pasar para llegar a tiempo a su auto, a tiem-
mate cocido, a un costado del escritorio. Después le expli- po, antes de que el cielo se caiga.
co la situación a Lidia, sin que ella me responda. La miro: Salimos. El aire es frío, vuelan las hojas, basura entre
“Otro día me terminás la historia”. Me refiero a la suya, no las hojas y también tierra seca de la plaza de enfrente, las
a la de la novela. Ella sonríe: “¿Entonces aprobé?”. “Sí, por ráfagas traen hasta nosotros el olor del río. El viento hace

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volar el polvo y las hojas secas desde la plaza hacia la vere- y borrosa, con el cabello gris, que de pronto asocio con
da de la escuela en donde se amontonan, se arremolinan un pájaro mustio. Alguien dijo en un recreo, refiriéndose
y, de golpe, se dispersan; la gente, las bicicletas, las motos, a ella (por supuesto que no en presencia de su hija): “Está
escapan de las primeras gotas. Resuenan en mi cabeza al- perdida. Se volvió un espíritu simple”. Me quedó aquella
gunas de las frases graves de Lidia pronunciadas después frase, que no escuchaba desde la infancia. Mi compañera
de cada silencio, como apostrofando su relato, y después y su madre, concluyo, son apenas dos personas que están
de haber contado sencillamente los sucesos, agregándoles solas.
palabras de melodrama: “Todo esto que le cuento... cada Miro por la ventanilla cerrada y no hablo porque mi
cosa que pasó... es como si hubiera hecho de mi vida un compañera no habla, mientras el humo nos ahoga de a
desierto”. poco en el interior del auto, y yo ya a esta altura de la se-
Sigo a mi compañera que sube a su auto, me siento a mana y a esta hora del día lo que menos quiero es hablar
su lado y se larga a llover. No alcancé a mojarme, pienso, y por hablar, por ocupar el silencio (pienso que estará ha-
sin embargo siento la ropa húmeda, que se pega a la piel, y ciendo Marcos ahora, en su casa de Sauce, tan cerca de
la sensación no es fresca sino viscosa. Mientras mi compa- la escuela, tan lejos de mí). Abro apenas la ventanilla, y el
ñera trata de hacer marchar el auto, que no arranca porque olor fuerte del río, una mezcla de pescado y camalote, por
al parecer se le está acabando la batería, me seco la frente momentos refrescante, como la lluvia, y por otros pertur-
con un pañuelo de papel. A través de la ventanilla veo a Li- bador, con ramalazos a podrido, penetra en el auto como
dia Schultz caminando sin apurarse, como resignada, bajo un bicho maligno, y me obliga a cerrar la ventanilla y a
la lluvia. Pienso: “No devolvió la novela”. volver a respirar el humo del cigarrillo de mi compañera.
Mi compañera maneja con seguridad, casi con enco- Por un momento extraño mi casa, seguramente fresca y
no. No hablamos. Durante el trayecto lo único que repite, penumbrosa, y —si los chicos ya se han ido a dormir—
cada tanto, mientras prende un nuevo cigarrillo con la co- también sin ruidos; el silencio después del día entero de
lilla del anterior, es: “Estoy cansada”, y yo sé que quiere escuchar hablar a tanta gente es mi mayor deseo. Sin em-
decir: “Lo único que quiero es llegar a Santa Fe, trabajé bargo, una punzada me sacude el estómago: en realidad
todo el día, por suerte ya llega el fin de semana; en mi casa mi casa no es el lugar al que quiero volver.
me espera mi madre, solo yo sé cuánto la asustan las tor- El dolor de cabeza recrudece. Ahora debemos dete-
mentas”. Ella no la menciona sino indirectamente, aunque nernos en el puente sobre el río Salado: una máquina está
sé por otras de mis compañeras que es una mujer muy ma- arreglando el pavimento, aprovechan este horario para
yor, quizás enferma, que esclaviza desde su senilidad a su hacerlo porque hay menos tránsito. Debemos detenernos
hija ya madura, ya demasiado fatigada y, dicen en la escue- durante diez, quince minutos. Inexplicablemente, a pesar
la, “todavía soltera”. Creo recordar haber entrevisto alguna de la lluvia, la máquina sigue trabajando. Miro mejor: los
vez a la madre detrás de una ventana, una figura menuda hombres en el puente no parecen trabajar, sino estar es-

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perando que la tormenta pase, guarecidos unos dentro de el negocio, se sumió en un letargo que me obligó a trabajar
la máquina y otros, bajo los arcos que sostienen los tiran- todo el día y a hacerme cargo de los chicos; los negocios
tes del puente. Mi compañera, entre dientes, insulta a los esporádicos que encaró de ahí en adelante tampoco pros-
obreros, a la empresa vial, a la lluvia, al gobernador, y en- peraron, y no solo eso, también lo sumieron en el hastío.
ciende otro cigarrillo. Estas cosas no suceden a menudo, ¿Qué pasó con Horacio? Una certeza me conmueve, me
aunque cada noche en que volvemos cada una a su casa, sostiene: la vida no va a ser nada sin Marcos”.
los pequeños inconvenientes de rutina al cruzar el puente Cuando Lidia Schultz me contó la historia de su pri-
que nos lleva a Santa Fe sumen a mi compañera en una mer marido, anterior a la del viaje a Bolivia, dijo que am-
especie de cólera apenas reprimida, mientras que a mí me bos eran jóvenes y pobres, y recuerdo ahora claramente
instalan en un hastío repetido. Para llegar a Santa Fe, casi que pensé: “¿Por qué lo aclara, si sigue siendo pobre?”.
para cualquier lado que se vaya, siempre hay que cruzar Vendían carteles de publicidad, y fueron a ofrecerlos a
algún puente; es como vivir en una isla. distintos lugares de la Patagonia. “Nos decían: Están locos
El agua dibuja formas caprichosas, a veces armóni- —me contó mientras afuera los otros alumnos esperaban
cas y otras, monstruosas, por debajo y a los costados del su turno para el examen y las primeras ráfagas sacudían
puente, pero yo, ahora y aquí, no las puedo ver. La lluvia los postigos—, los carteles se van a volar con el viento de
parece amainar. Alcanzo a entrever que, delante de la má- la Patagonia. Pero eran tan buenos los carteles, que no se
quina, hay un camión viejo detenido, o tal vez sea el carro volaron. Volvimos muchos años después, poco antes de
desvencijado de algún ciruja, con la leyenda: “Solo Dios ir para Bolivia, y estaban ahí, en los mismos lugares, en
sabe si vuelvo” pintada en trazos groseros. Miro fijamente las columnas de la luz, contra los alambrados, estaban tan
hacia delante y vislumbro desdibujadas las luces de Santa bien agarrados que nunca se caían. Tenían como una es-
Fe. Pienso: “Varados sobre el río”, y aprovecho la inmo- pecie de armadura”, dijo. “De armazón”, corregí, por decir
vilidad para repasar mis rutinas como una devota rezaría algo. “Sí —dijo ella—, eran como esos barriletes cajón,
el rosario: “A la mañana, para despertar: dos aspirinas, ¿se acuerda? Algo así, pero más firme. No se voló ni uno,
pero nunca con el estómago vacío. Para poder acabar el viera”. Hubo otro silencio. “Era, por un lado, como nues-
día: antes de la escuela de la noche, ducha y Migradori- tro sueño hecho realidad, pero por el otro, un fracaso más
xina. Ya nada me alcanza: ni la rutina con Horacio, ni los en nuestra larga lista”. Creo recordar que suspiró, y si no lo
buenos recuerdos, ni siquiera los niños. Ya nada alcanza hizo, mi recuerdo reciente dictamina que era el momento
sin Marcos. ¿Pero cómo, de qué modo acaso alcanzaría? oportuno para hacerlo.
Horacio se ha detenido en algún punto indiferente de la Pensé en ese momento en nuestros sueños de juven-
vida, sin horizontes ni deseo; desde que la librería fracasó, tud: romper con el pasado, llegar a ser escritores o viajeros,
después de que Eugenio pidió en el banco el traslado a cambiar el mundo. Incluso Lidia, en su modestia, había
Buenos Aires para hacer carrera y él tuvo que afrontar solo viajado por la Patagonia, había llegado hasta Santa Cruz

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de la Sierra con un objetivo personal. Sonreí al pensar que luz inclemente de la mañana. Y se me ocurre que las som-
Eugenio me había propuesto, hacía veinte años, irnos jun- bras son siempre más impresionantes que la realidad que
tos a cualquier parte, irnos para tener más posibilidades las proyecta. Pienso en las inundaciones que arrasan cada
de ‘hacer cosas’, decía, y de salir de aquí. Eugenio algo ha- tanto la ciudad: “Otra vez con el agua al cuello”. Más allá,
bía logrado, al menos vivía en Londres, podía viajar por el paralelo al puente en el que estamos, en una noche clara,
mundo y parecía conforme. Todos se habían burlado un puede adivinarse la silueta del puente viejo del ferrocarril
poco de él, cuando éramos jóvenes, porque trabajaba en un como un cadáver extendido.
banco mientras nosotros deambulábamos por la ciudad y Mi compañera sigue fumando, nerviosa y en silencio,
las noches inventando una bohemia santafesina, veíamos consumiendo con sus gestos impacientes y recios el paso
cine o escribíamos poemas, y los menos errantes estudiá- del tiempo. La radio suena casi inaudible, logro reconocer
bamos Letras o en el Instituto de Cine; Eugenio citaba “Good morning heartache” (la canción para mí debería
entonces el ejemplo de Urondo, a quien había conocido llamarse “Buenos días dolor de cabeza”), no me atrevo a
en Sauce —igual que nosotros— durante la infancia: Paco sugerir que quisiera escucharlo más fuerte. Pienso que a
había trabajado durante una época en un banco en Santa mi compañera no debe gustarle Billie Holiday, quizás ni
Fe, antes de partir a Buenos Aires, pero tenía conciencia la conozca; sí, es lo más probable. Recuerdo, hace varios
de que ese empleo era algo transitorio y de que él sería años, uno de nuestros primeros regresos juntas, cuando
poeta. Cuando decía esto, de modo indefectible hacíamos yo recién había empezado a dar clases de noche (todavía
un silencio pensando en la muerte de Paco en Mendoza y vivíamos en Sauce, fue antes del accidente de Elvirita) y
en aquellos nunca suficientemente lejanos años de pavor. apenas había intercambiado unas palabras con mi compa-
Aquella propuesta arriesgada de Eugenio, que sabía que ñera. Cuando cruzamos el Salado a la altura del puente
yo iba a casarme con su hermano, había sido un secreto viejo del ferrocarril, lo señalé y dije, por decir algo: “Ti-
para Horacio, quien, de saberlo, se hubiese sentido traicio- redié, don, tiredié” (a veces me arrepiento de hablar por
nado: Horacio siempre había sido la sombra de Eugenio, hablar). Ella desvió la vista del frente, de la transparencia
como hoy Elvirita y Esteban son la sombra de Julián. Me del parabrisas, y me miró sin entender. “La película”, dije.
asombra a veces lo parecido a Eugenio que es Julián. “En el puente”, y pensé: “Cómo no sabe, si en Santa Fe
Giro la cabeza. El río se hunde en la llovizna, desdi- se filmaron nada más que dos o tres películas”. “Ah”, dijo
bujada como un techo de neblina; el vaho sobre el agua después de una pausa, mientras prendía un cigarrillo, “el
que apenas entreveo no tiene, sin embargo, la densidad ferrocarril de los ingleses”. Me sentí ridícula, fuera de lugar
de la niebla. En las islitas en medio del río parecen hun- (lo recuerdo como si hubiera sido ayer). Terminamos de
dirse los ranchos de pescadores que tantas veces he visto cruzar el puente, y de ese modo se acabó la conversación.
al pasar por el puente durante el día, cuando las casitas Ahora sigue cayendo la lluvia, pero tan fina, tan lenta,
blanqueadas con cal se vuelven de un blanco crudo bajo la que resulta invisible, excepto en la aureola que se forma al-

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rededor de las luces de mercurio a los costados del puente. del campo, por San Jerónimo Norte, ¿conoce?”. Asiento
Mi compañera toca varias veces la bocina y eso me aleja de con un leve gesto automático. “Lleno de rubios pobres.
“Tiredié” y de los carteles de la Patagonia. Pienso: “Con Raro, ¿no?”, me miró buscando mi asentimiento. “En el
tal que no se acabe la batería”. Pueden leerse, bastante ní- campo había mucha pobreza. A veces, con mis hermanos
tidas, las señales verdes colgadas de los arcos del puente: (éramos ocho, pero quedamos cinco), la única oportuni-
“(Primera flecha ascendente): Santa Fe; (segunda flecha): dad de comer era robar huevos de pájaros en los nidos.
Paraná; (una flecha a la izquierda): Reconquista”. El ca- Después nos fuimos primero a Santo Tomé (unos años
mión delante de la máquina acelera el motor. “Parece que después nos vinimos a Sauce), en la época en que estaban
se mueven”, digo o pienso más o menos esperanzada. Un construyendo el puente a Santa Fe, ahí en la obra mi papá
hombre con un overoll naranja baja de la máquina con dos se conchabó. Pero tomaba. ¿Alguna vez vio alguna foto
banderines y se pone a hacer señas. Detrás de nosotras, del puente viejo sobre el Salado, o le hablaron? Era como
una fila de autos se pierde hasta la avenida. Apenas llue- un terraplén más que un puente, las crecidas lo socavaban
ve. Mi compañera apura la marcha y con una maniobra enseguida, no daba más el pobre. La gente muchas veces
brusca pasa por el estrecho margen entre la máquina, el cruzaba en bote, me acuerdo que querían que pusieran
camión y la veredita del puente. El hombre de los bande- una balsa, como para cruzar a Paraná antes del túnel, ¿se
rines nos insulta. Ella dice: “Al fin”, yo exhalo un suspiro acuerda?, pero al final al terraplén lo dinamitaron para ha-
largamente contenido, y atravesamos el río. cer el puente nuevo, este que está ahora todavía”.
Estamos entrando a Santa Fe. Las calles están como No la escuché más (lo único que quería era llegar a mi
siempre, nunca completamente secas por la humedad del casa), pero la miraba mientras me hablaba: sus ojos claros
suelo, pero se nota que de este lado todavía no ha llovido. oscilaban entre los útiles, la novela —que abría y cerraba
Se respira en el aire, sin embargo, que se aproxima desde con nerviosismo— y los bichos que volaban alrededor
el oeste la tormenta. Vuelve a mi cabeza la historia de Li- del fluorescente. Después se posaron sobre el centro del
dia, que continuaba con el abandono del marido en Santa pizarrón. Yo miré el reloj y pensé que ya no iba a tener
Cruz de la Sierra, la huida del hombre que la había de- tiempo de tomar los exámenes que restaban, según lo ha-
jado sin un peso, después la vuelta a Sauce, embarazada, bía planeado, pero al mismo tiempo me daba no sé qué
más pobre que nunca, los años criando sola a su hijo (al cortarla, se ve que estaba tan sola o que tenía tantas ganas
que por fidelidad le puso el mismo nombre que el gato), de hablar, que le pregunté por qué cuando se vinieron del
el hombre al que conoció en la iglesia y con quien convive campo ella no había estudiado (aunque también lo dije
desde hace algunos años, el trabajo actual como vende- por decir algo). Se rio. “Se ve que usted no conoció a mi
dora callejera, y un par de hijos más en el camino. La saga papá. ‘Las mujeres, en la casa’, decía. Era uno de esos in-
terminaba con el sacrificio de sobrevivir y de estudiar de migrantes duros, de la Selva Negra, ¿le dije? Mi mamá no
noche. “Mi padre era ignorante; nos criamos en el medio se metía. Ahora hace ya como diez años que se murieron

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uno casi después que el otro. Mi mamá hacía una strudel to mis carpetas. El cielo es oscuro y bajo sobre nuestras
que ni le cuento, yo también lo hago pero no aprendí a cabezas; el aire de la noche, pesado. Todavía —pero por
que me salga tan bien como a ella. ¿Sabe cuál es el secre- poco tiempo— no llueve en Santa Fe. Pienso que Lidia no
to? Mamá siempre me decía: Amasar, amasar, hasta que la me explicó para qué se habían ido a Bolivia, por qué eligie-
masa estirada quede tan fina que se pueda leer lo que está ron justamente Bolivia para empezar otra vez después de
escrito en un papel del otro lado (y eso que ella apenas haber fracasado en el sur (porque sus carteles “eran dema-
sabía leer). Y era cierto, viera: la masa de tan fina se volvía siado buenos, no se rompían, y eso fue un error, porque
transparente”. los clientes no tenían necesidad de reponerlos. Después,
El silencio se diluía apenas con las ráfagas, afuera, y encima, se vino una crisis de esas —en este país sucede
el repiqueteo de mi birome sobre la mesa. Apenas sonrió. cada desgracia que uno al final cuando pasan los años se
“Usted podría escribir mi historia”, dijo con un orgullo las confunde—, bueno, el asunto es que nos quedamos sin
triste después de terminar su charla, que ya no era un exa- nada, una mano atrás y otra adelante, como quien dice”).
men sino una confesión. Pensé: Yo ya no podría escribir Como una revelación pude recordar otra parte de su char-
nada. ¿Por qué los alumnos creerán que porque alguien la: “Alguien en el sur nos había contado que en Santa Cruz
enseña literatura tiene que poder escribir literatura? Pen- de la Sierra siempre hay trabajo, y nos fuimos con todo
sé en Horacio y en su vocación trunca, fallida, pensé en lo que teníamos: la ropa de invierno, y el gato”. Sonreí al
él como lo hacía últimamente: sin rencores, solo con una recordar esa parte de la historia, con una mezcla de con-
leve piedad. Se hizo un silencio: “Lo que pasó en Bolivia, miseración y de ternura.
sobre todo, después del último viaje a la Patagonia. A ve- Estoy a punto de llegar a la puerta de mi casa, pero
ces me parece que persigo un imposible, el espejismo de de golpe me detengo. La comodidad que extrañé durante
que todo empiece de nuevo, de cero”. Otra vez el melodra- todo el día y que deseaba más y más a medida que pasaban
ma, pensé, y sin embargo una especie de angustia me obli- las horas de trabajo en las escuelas, ahora es sin embar-
gó a bajar la vista, a dejar de mirar la cara rústica y cansada go lo que me detiene. Los útiles me pesan, los cambio de
de Lidia, que alguna vez había sido joven y, tal vez, había mano, le temo repentinamente al ahogo entre las paredes
sido modestamente hermosa. de mi casa, y ese temor es como una luz que se prende
Mi compañera ahora está contando su rutina triste en un lugar inesperado: no debo entrar, no todavía. Doy
de los fines de semana (¿pero es que ella no lo sabe?), media vuelta y vuelvo sobre mis pasos: quiero seguir, por
y ya llegamos a la esquina de mi casa. Desde ahí, tengo un rato aunque sea, en medio del aire húmedo de afuera.
que caminar apenas media cuadra hacia el oeste; ella vive En la esquina doblo hacia el oeste, camino al kiosco; voy a
unas dos cuadras adelante, para el este, pero primero debe comprar chocolates o una lata de gaseosa, o las dos cosas,
desviarse para ir a la cochera que alquila y allí guardar su algo para comer o beber antes de dormir. Eso es lo que ne-
auto. La saludo, le agradezco el viaje, como siempre, y jun- cesito ahora. Cruzo la calle, faltan dos cuadras todavía. Me

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asalta el recuerdo inesperado de los ojos de Lidia cuando hadas, las torres con almenas de un monasterio benedic-
nos despedíamos: habían recuperado su candor. Me dijo: tino; entramos a conocerlo y a curiosear los dulces y con-
“Pero yo no me quiero quedar acá. Mi marido se quiere servas que preparaban las monjas. El Monasterio, como
ir a vivir a la isla. Yo no estudié para eso. Aparte... a mí el una burla demasiado evidente, se llamaba Nuestra Señora
río no me tira. Será porque nací en el campo“. Hubo un de la Fidelidad.
destello fugitivo en sus ojos transparentes. “Yo me quisie- Apenas llegamos, un viernes por la tarde, golpeamos
ra volver a la Patagonia. Todavía a veces sueño con esos la gran puerta de madera tallada y nos recibió una monja
lugares, con el ruido del viento, con esos caminos que no de rasgos afilados y hábito negro; de modo parco nos indi-
se terminan nunca”. Hizo un silencio. “No sé... Yo todavía có que pasásemos al oratorio, Horacio decidió con discre-
espero que la vida me sorprenda”, murmuró, bajó la vista e ción que se quedaría en las galerías exteriores con los dos
hizo un último gesto, como de disculpa. niños pequeños, entonces solo entramos Marcos, Gloria,
A esta hora no hay nadie en las veredas, solamente van Elvirita y yo. Las monjas benedictinas eran nueve, algunas
errando dos o tres perros. Pienso en el deseo de Lidia; re- muy ancianas y una novicia, demasiado joven y pálida;
cuerdo el viaje a las sierras cordobesas en el que supe que cantaban los salmos del Libro de las Horas, nos dieron a
Marcos sería para mí, a partir de ese instante, el amor. Via- los adultos un ejemplar para que siguiéramos los versos de
jábamos de vacaciones con Horacio y los chicos, y Gloria la liturgia monástica a medida que esas voces agudas y afi-
y Marcos decidieron que nos acompañarían. A Marcos nadas entonaban (“Cantemos sabiamente”, se pedía en el
siempre le gustaron los paisajes serranos, aun ahora su libro) los salmos que correspondían al “Viernes, vísperas”.
proyecto a mi lado es comenzar otra vida en algún puebli- A través de las ventanas se veía el valle iluminado por
to de Córdoba, para —quizás— perpetuar aquellos mo- las luces huidizas de la tarde, en el aire sonaban las voces
mentos en los que fuimos felices, juntos, por primera vez. de ruego y de alabanza como en una ceremonia medieval,
Recuerdo de aquellos días, ahora, no solo la aceptación fuera de ese espacio y de ese tiempo precisos en los que
del amor como una revelación atroz, irrenunciable, sino Marcos y yo nos debatíamos entre el deber y el deseo. Las
un episodio en relación con Elvirita. Habíamos hecho un voces callaban entre salmo y salmo, la luz del valle decli-
montón de excursiones por diques y quebradas en los que naba, fue cuando comprendí el silencio del que Esteban
los chicos juntaban piedras de los arroyos y Gloria y yo hablaba fascinado: la sierra, el aire alto, aquel silencio. Es-
comprábamos artesanías (habíamos conseguido un palo pié en un momento la cara de Elvirita ante la escena que la
de lluvia con el que Julián, apenas un chico, jugó durante congelaba, la eternizaba, quizás, a un estado de candor. La
todo el viaje y que aún hoy reposa en el living de nuestra cara de mi hija, que debería haber sido hermosa, expresa-
casa); Marcos, en tanto, organizaba un viaje futuro para ba la gracia o la sorpresa del único modo que podía: como
escalar el Champaquí. Así fue como, paseando, llegamos un rictus ridículo o como una mueca. En ese instante la
a un cerro en el que se enclavaban, como en un cuento de amé, la odié.

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Aquí la calle está desierta, silenciosa; las bolsas de ba- veces, y tras la verja descubro una silueta. Me asusto un
sura en su lugar, todavía a salvo de los perros; un gato se poco, y en vez de apresurar el paso, me detengo (me pa-
desliza, furtivo, sobre un tapial ennegrecido por la noche. ralizo). La anciana es sin duda la madre de mi compañera
A veces se cierran los postigos, casi a la par de mis pasos, que otras veces vi desde lejos; está sola, quieta, parada al
o se apaga una lámpara en una ventana baja y se enciende lado de un arbusto, y parece que lleva un vestido o una
otra en un piso superior, como esas estrellas que empie- pollera muy larga, oscura, como una campesina del siglo
zan a brillar o que desaparecen en el cielo. Tengo que pa- pasado. El perfume de la noche es una mezcla de olores
sar enfrente de la casa de mi compañera, recién entonces urbanos que surgen del hollín, de los desagües, del agua
me doy cuenta de que ella debe estar todavía en la coche- acumulada en las esquinas, matizados por los perfumes
ra, que es probable que en el trayecto la vuelva a encontrar dulzones de las flores (recuerdo por mis paseos diurnos
y ella se muestre sorprendida de verme ahí. que en ese jardín no solo hay un jazmín del Paraguay, sino
Su casa es antigua, con un jardín con jazmines y una varios que yo llamo ‘de lluvia’ y otros llaman ‘del país’;
pérgola; recuerdo mi propia casa de infancia, en Sauce, la creo que quizás hay también algún jazmín del Cabo). En
esperanzada juventud y los últimos años agónicos de mi esa misma manzana funciona un tostadero de café, y el
matrimonio, sobre todo después del accidente de Elvirita. olor de la molienda —que es demasiado dulce y por mo-
A veces pienso que debería haber hecho algo más que ca- mentos vira hacia el olor a quemado, y ha logrado que en
sarme con Horacio, dar clases y criar a mis hijos; quizás, los últimos años casi no haya podido probar sin asco una
haberme ido a otra ciudad, incluso —tenía razón Euge- taza de café— perfuma la atmósfera violentamente.
nio— conocer la vida en un país diferente. O quizás el tra- La luz de un farolito bajo la pérgola permite vislum-
bajo y la rutina familiar tuvieran algún sentido cuando se brar que la mujer sostiene entre las manos un ramo de
trataba de amor. Pensé en una vida con Marcos, sostenien- hojas alargadas o de flores. Me acerco. Por la luz del jar-
do otra rutina en algún otro lugar, y su apasionamiento al dincito puedo entrever también que el arbusto al lado del
hablarme de vivir juntos un día en la sierra. Cuánto hacía cual está parada, tras el cerco, es la planta de jazmín del
que ya no estaba enamorada de Horacio. Cuando nos mu- Paraguay (verde, blanco y lila), cómplice del perfume pe-
damos a Santa Fe y terminaron las primeras operaciones netrante que inunda ese sector de la vereda. “Señora —
de Elvirita, cuando supimos que estaba fuera de peligro me dice—, disculpe, la molesto”. Tiene un lejano acento
aunque debería someterse a varias operaciones más para italiano; hay un silencio. “¿Quiere jazmines?”. La miro, me
tratar de reconstruir su cara, recién en ese momento pude late el corazón como si estuviera a punto de suceder algu-
mirar hacia atrás: vi esos años de compromisos, de ruti- na cosa trascendente; me parece que tiene los ojos claros,
nas, de pequeñas fobias y de pequeñas culpas como si les pero tal vez lo estoy imaginando, porque en realidad no
hubiesen pasado a otro, no a mí. puedo verlos: la luz del jardín es tenue y el farol de la calle
Miro el jardín distraídamente al pasar, como tantas está demasiado lejos de la casa, sobre la esquina. Estiro

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la mano hasta alcanzar el ramo que me ofrece, y después a mi casa sin tener que pasar otra vez frente al jardín de los
lo acomodo sobre las carpetas. Está húmedo. “Disculpe jazmines.
—repite la mujer—, ¿no le molestan?”. Sonrío y asiento “Está loca”, pienso, mientras me voy para mi casa. Otra
levemente, todavía sorprendida, y al mismo tiempo pien- vez estoy caminando sin llegar todavía adonde cada noche
so que ella no puede estar viendo ni la sonrisa ni mi gesto. tengo que llegar, en el medio de la calle conocida. Entro,
“Estaba esperando que llegara mi hija, que no llega, o que en la casa hay olor a humedad. Los chicos, como imaginé,
alguien pasara para dárselos, pero nadie pasaba. Creo que ya se han acostado, hay silencio en el piso de arriba. Ho-
debe ser muy tarde ahora”. Le digo casi en un murmullo: racio está en la cocina mirando televisión, dejo los útiles,
“Me gustan los jazmines”, y escucho mi voz como si fuera apenas lo saludo. Ceno la última manzana que languidece
ajena (es una voz vacía, susurrante). Enseguida se produce en la frutera, mientras pongo a calentar el agua para ha-
otro silencio, y es un silencio incómodo. En este momento cerme un té. Empieza a llover; Horacio se asegura de que
decido que no voy a ir hasta el kiosco; voy a dar la vuelta y estén bien cerradas las ventanas, le pido que revise aunque
a acostarme pronto, pero con mi ramo húmedo, con olor sea con la vista el cielorraso de nuestra habitación: uno de
a flores. Le agradezco con una voz que sabe que es imper- los vértices coincide con el desagüe de la terraza, durante
ceptible; ella se queda parada en la puerta, a lo mejor sin una de las grandes lluvias recientes el agua se ha filtrado,
ver. No hace ningún gesto que indique que va a entrar. formó una mancha en el techo e incluso despegó una par-
Como lo preveía, llega mi compañera; viene aceleran- te del yeso, que cayó al piso, pegoteándolo. Temo que con
do el paso, seguramente preocupada por la escena que vis- esta tormenta algo parecido vuelva a suceder. Las flores de
lumbra desde la esquina, y me reconoce recién al pararse la vieja se amontonan en un vaso, sobre mi mesa de luz.
al lado de la verja. Se tranquiliza, mira a la madre y con Busco un té negro, pero enseguida me arrepiento y
una indicación suave pero imperativa la hace entrar. Tal elijo uno aromatizado con naranja. Afuera la noche me
vez quiera preguntarme qué hago aquí, por qué no le pedí había sumido en sus olores; quiero irme a dormir con un
que me dejara más adelante si es que iba a otro lado y no sabor distinto en la garganta. Después me quito el ma-
a mi casa, como siempre, pero no dice nada y en cambio quillaje con crema y un pañuelo de papel; masajeo con
esboza, avergonzada, una disculpa: “Ella no está bien”. Lo movimientos circulares las sienes, para que ceda el dolor.
único que se me ocurre comentarle es que menos mal que Frente al espejo me doy cuenta de que, a pesar de que la
de este lado todavía no ha estallado la tormenta. No me edad de Lidia Schulz resulte un misterio, es probable que
contesta; por segunda vez en la noche la saludo, en esta sea más joven que yo. En el momento en que me acuesto
ocasión furtivamente, como si estuviera huyendo, y eso es —Horacio, después de revisar el cuarto, se fue de nuevo
lo que hago: sin mirar atrás, doblo en la esquina. No voy a a ver televisión a la cocina—, la lluvia se vuelve torren-
comprar nada, ni una gaseosa ni chocolates ni nada, voy a cial. Vuelvo a imaginar a Santa Fe como una isla perdida
dar un rodeo a pesar de la hora y del cansancio para volver en un océano inexistente, el pedazo de tierra seguro del

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que, antes de enamorarme de Marcos, nunca me hubiera bordes, pero por suerte no alcanzó a rebalsar durante la
animado a partir. Al fin ha estallado la tormenta. “En esta noche. Los jazmines están mustios adentro de la copa; en
ciudad todo pasa siempre un poco más tarde”, pienso, y un par de días se van a marchitar.
me levanto para cubrir con un trapo de piso y un balde  
el lugar adonde pueden gotear las filtraciones. Pienso en  
Marcos y en mí: “¿Cómo podremos seguir viviendo para  
siempre acá, y así? ¿Cómo soportar el dolor de Gloria y de  
Horacio? ¿Y de los chicos? El escándalo, la malevolencia,  
incluso las leves venganzas si llegara a separarme e intenta-  
ra seguir viviendo en Santa Fe. Las merecidas venganzas:  
la culpa. Es verdadero lo que él me propone: debemos es-
capar a la sierra. Pero cuándo, cuándo. Y cómo hacerlo,  
cómo decírselo a los otros. Cómo convencer a mis hijos.  
O cómo abandonarlos”.  
Ya en la cama, y mientras me voy adormeciendo, re-
suena en mi cabeza (quizás por última vez, porque en la
mañana todo se olvida) la voz de melodrama, la franca voz
gastada de Lidia al despedirse: “Quién le dice: a lo mejor
el pasado no está muerto. O al menos, no está muerto del
todo”. Hasta ahora, hasta la medianoche, hasta el momen-
to presente, había absorbido una cantidad de impresio-
nes, un repertorio de imágenes, de frases pronunciadas,
de palabras más o menos importantes, de miradas sor-
prendidas, desvariadas o indiferentes, pero ignoraba toda-
vía lo que haría con aquello, o lo que aquello haría de mí.
La última imagen tras los párpados no es la de Lidia sino
la de la vieja tras la verja con jazmines. “Está completa-
mente loca”, pienso ya con la conciencia perdida, como
borracha. La gota de agua cae acompasada en el centro del
balde, y produce un ruido metálico y regular; ese sonido
me tranquiliza, y al fin me duermo. A la mañana suena el
despertador a las seis; el balde está lleno de agua hasta los

104 105
DOS
Cruces cierran los campos

El fox era nervioso, delgado, muy cariñoso con Elvira


y con los chicos. Había muerto de viejo hacía unos po-
cos años, aunque a veces me parecía que no había pasa-
do tanto tiempo. Elvira lo criaba desde el fin de su ado-
lescencia, decía; había aparecido en el campo después de
una tormenta. Cómo se había perdido un fox terrier en
la tormenta en el medio del campo no tenía explicación
(quizás hubiera escapado de la zona de quintas), pero lo
cierto es que una tarde apareció cerca de los galpones y
Elvira lo vio correr hacia la galería, empapado, desde una
de las ventanas de la casa; el perro fue a su encuentro, se
acercó confiado y desde aquel día hasta que se murió de
viejo Elvira y el perro fueron inseparables.
No quise comprarle otro enseguida. Tampoco, uno de
la misma raza: en vez de hacerle olvidar al perro muerto
por sus diferencias, otro fox terrier iba a recordárselo por
sus semejanzas: el mismo pelaje duro, el mismo ladrido
cascarrabias. Decidí regalarle un bull terrier: un perro raro.
Era macizo y fuerte, se lo entrenaba para peleas en la épo-
ca en que se permitían, en que eran legales (ahora, me han
dicho, hay en la costa peleas clandestinas). En realidad no
sé bien por qué compré aquel perro de aspecto extraño y

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fama de violento. A los chicos de Sauce les resultaba, casi, ese pensamiento con Elvira, y después ya no tendría im-
un animal desconocido; uno llegó a preguntarme: “¿Pi- portancia) para qué Rebecca había decidido viajar con sus
chón de qué es eso?”. Tenía la cabeza larga, el hocico en becas universitarias por los confines del mundo si no ha-
punta, los ojos separados. Llamaba la atención de veras. cía más que hablar de su esposo que se quedaba mientras
Fui a buscarlo al criadero de los alemanes, sobre la ruta a tanto en South Carolina y emprendía largos y repetidos
Santa Fe. En ese momento todavía no estaba decidido; me soliloquios sobre cualquier tema que la remitiera a su lu-
gustaban unos perros de ojos grises y pelo lustroso, como gar de origen: comidas preferidas, primos lejanos, perros
de felpa, de una raza que se llama weimaraner, aunque yo de familia. No tenía temperamento para viajar e instalarse
en mi ignorancia sobre el tema pronunciaba “güeimarané” en otros países, en otras culturas, que es lo que sin embar-
como, si en vez de un nombre alemán fuera guaraní; esta- go hacía de modo casi permanente.
ba casi decidido a comprar uno de esos ‘perros guaraníes’, En medio de su relato autobiográfico decía que quería
como decía Elvira. Sin embargo, cuando en el criadero el conocer la literatura argentina —ese era el motivo formal
dueño me mostró el bull terrier no sé qué sensación par- de su estadía— pero solo había leído dos o tres autores
ticular experimenté: la fealdad me pareció conmovedora (comprobaría después, asombrado, que tampoco leía a
y hasta simpática, la ferocidad testimoniada por sus oríge- sus compatriotas: ni a Twain, ni a Faulkner, ni siquiera a
nes (“una cruza creada para matar a otros de su misma es- Hemingway) y durante su viaje a Santa Fe se imponía la
pecie”), solo una mentira o un mito. Fue, lo supe después obligación de leer “Amalia” en inglés. “¿Adónde conse-
(me arrepentí toda la vida), un acto de inconsciencia. guiste esa versión?”, le había preguntado, y ella relató que
A Rebecca también le gustaban los perros. Llegó a su marido la había comprado en Nueva York, en una libre-
Sauce cuando celebrábamos el cumpleaños de Esteban, ría de usados.
nuestro hijo menor. Apenas vio al perro, Rebecca dijo Una tarde, sentados en el jardín delantero, cerca de
con su pronunciado acento extranjero: “Cazador de ratas, la pileta, y esperando la caída del sol en la apacible tarde
guardián de ovejas”. No lo tocó, ni le acarició el lomo o la cercana de la costa, repleta de olores y de brisas que llega-
cabeza siquiera. Contó después que, en su corto exilio ele- ban hasta nosotros desde el río Coronda, me dispuse a ser
gido en la Argentina, a quien más extrañaba, después de testigo, una vez más, de aquel gesto impávido de Rebecca
su marido, era a su perro Huck. Huck había sido el cuarto al contar los pormenorizados relatos sobre sí misma. Esta
perro que había tenido hasta el momento: todos ellos ha- vez empezó desde el principio: el mismísimo lugar en el
bían vivido largas vidas; con tono monocorde enumeraba que había nacido.
nombres y particularidades de sus mascotas de infancia y “Minnesota”, dijo, “en una granja”. Su rostro expresó
de adolescencia. Todo era excusa en Rebecca para contar un dejo de nostalgia o de orgullo distraído al mencionar-
su historia. lo. Contó después cómo había transcurrido su infancia:
Muchas veces me pregunté (creo que nunca compartí los animales invadían la vida de las personas, repetía entre

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risas inocentes, los animales (vacas, patos, gallinas, perros, mulaba otra pregunta, pasaba a otro tema velozmente: se
gatos, terneros) eran los que elegían a las personas y no hablaba la mayoría de las veces a sí misma. No me que-
del modo contrario. Por eso le gustaba Sauce, decía, tan daba otra opción más que asentir con la cabeza aunque
cerca de la ciudad de Santa Fe pero a la vez tan aislado me interrogara sobre algo concreto; me conformaba con
y rural. El matrimonio con Michael y la mudanza desde escucharla mientras cebaba mate para mí (ella bebía solo
el norte del país hacia South Carolina habían provocado té) y seguía con la vista el vuelo sinuoso de los pájaros.
algunos cambios domésticos: “En el Este no se cena tan Continuó su monólogo: “Mi hermano más pequeño no
temprano”, decía entre risitas. Pero callaba los pormeno- recordaba a mi abuela noruega. Fuimos juntos durante
res de las más notorias consecuencias de aquel cambio: el día de la memoria de todos los muertos (he recorrido
se apartó de la iglesia luterana a la que desde niña, junto a durante mis primeros años de estudiante los pueblos de
su familia, había consagrado sus devociones y sus rutinas, la frontera norte de México, y vaya si allí honraban a los
y junto a Michael habían decidido no tener hijos para po- muertos)...”.
der, entre otras cosas, viajar por el mundo. -Aquí se celebra en noviembre y lleva por nombre:
Los ruidos sudamericanos, en tanto, invadían nuestras Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos.
cabezas e impedían que entendiera algunas de sus frases, -“¿Ah, sí? En México, sin embargo... Pero vuelvo a
pronunciadas con mesura en un español quebrado por el Minnesota: íbamos con mis hermanos en el día de cele-
acento pero con un mérito: Rebecca podía hablar en esta bración de los muertos a recorrer los cementerios y entre
otra lengua con cierta sutileza de los tonos, es decir, evi- las tumbas al ras de la tierra, mi hermano el más pequeño
tando la sintaxis respetuosa y sin matices característica de confesó que nunca había logrado recordar el rostro de mi
los estudiantes extranjeros. Estábamos sentados uno en- abuela paterna, y eso a mí me había parecido tan cruel e
frente del otro, debajo de un ibirá-pitá que desparramaba increíble —acompañaba con un lento movimiento circu-
por el aire sus flores amarillas, algunas de las cuales que- lar de las manos lechosas  sus palabras— que no he po-
daban enganchadas en el pelo y la ropa de Rebecca antes dido comprender cómo la memoria familiar no funciona
de caer sobre el pasto, sin que ella se diera cuenta. Desde para todos de la misma manera, ¿cómo es, acaso, que mi
alguna casa vecina atronaba el ambiente una cumbia; en hermano el pequeño confesaba ante las tumbas que nunca
tanto, la voz de Rebecca postergaba sin dar excusas el mo- sería capaz de recordar la cara de mi abuela?”.
mento de mi entrevista para su tesis (ese era el motivo por -¿Has visto —pregunté— cementerios de campiña?
el que había llegado desde Buenos Aires a Santa Fe) y con- Dije “campiña” porque a su lado mi idioma se tornaba una
tinuaba hablando amablemente y todo el tiempo sobre sí especie de híbrido que no podía controlar, en realidad es-
misma. taba pensando en camposantos a la entrada de los pueblos
Rebecca preguntaba cosas diversas pero yo apenas al borde de la ruta Santa Fe - Buenos Aires: ‘cruces cierran
atinaba a contestar; ella enseguida, sin escucharme, for- los campos’, como en aquel poema.

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“No, pero he visitado en la ciudad por la mañana, mien- o después de las pérdidas significativas”. Solo pregunté:
tras tú estabas en la librería, el Convento de San Francisco “¿Antes...?”. Ella aclaró: “No solo cuando alguien cercano
y me ha llamado la atención una vitrina con huesos huma- se muere, lo cual sería, claro, el después, sino cuando diag-
nos, ¿eran acaso los huesos de los santos? La exhibición de nostican a alguien querido una enfermedad que lo enfrenta
la sangre católica me produce una especie de admiración con la posibilidad de su muerte: ese es el antes de
y de tristeza y, no te ofendas, también de repulsión. Ah, la pérdida. Para eso también hay que estar prepara-
¿eres agnóstico? Puedo explayarme entonces en lo que he do”. Relató seguidamente la quimioterapia de su pa-
sentido sin temor de ofenderte o de herirte...”. dre, y algunos detalles que habían signado su agonía.
La voz de Rebecca se convirtió en un murmullo anó-
nimo, perdido entre los ruidos del campo: ya no quería es-
cucharla. Solo la imaginé sentada en la plaza del Convento
de los franciscanos, cercada por los mosquitos, los bancos II
rotos y las palmeras quemadas de las últimas manifesta-  
ciones contra el gobierno, en medio del aire húmedo y Eran los últimos días de Rebecca en Santa Fe, la entre-
caliente, leyendo su versión de “Amalia” en inglés. Vaya vista avanzaba a pasos lentos. Los pocos escritores del in-
manera de intentar comprender este país. terior con los que se encontraría durante su estada, entre
En una de las primeras ocasiones en que estuvo en los que me incluía, vivíamos en tres provincias dispersas:
México, dijo, siendo muy joven —y yo pensé en cómo creo que nos había elegido para poder recorrer el país y
les gustan a los norteamericanos las zonas de frontera—, conocer el Litoral, la Patagonia y la serranía de Córdoba.
había asistido a un seminario de ‘Amor incondicional, El Litoral, seguramente, la había desilusionado. Yo había
perdón, pérdidas y desapegos’. Me quedé sorprendido prometido llevarla a Cayastá para conocer las ruinas de
y en silencio. Describió el lugar en el que se celebraban Santa Fe la Vieja pero complicaciones en mi trabajo y la
los encuentros, en el Distrito Federal, y a la gente que enfermedad ocasional de uno de mis hijos impidieron
allí se reunía porque temía enfrentar la vida y la muer- realizar aquel paseo compartido. Lo único que pude ha-
te. “Enfrentarlas con conciencia” (eso, tal cual, me dijo). cer fue contarle la historia de las ruinas del primer asenta-
”Disminuir —aclaró después— el miedo que causa la muer- miento de la ciudad, a menos de cien kilómetros del lugar
te, aprender a vivir, y no a sobrevivir, a vivir intensamente”. actual, a orillas del Río de los Quiloazas (que ahora llaman
Elvira escuchaba el monólogo de Rebecca desde el San Javier, pero me gustó pronunciar ‘Quiloazas’ delante
fondo y dijo seriamente: “Encontrar tu ser interior”. de Rebecca; ella repitió la palabra en voz muy baja, pude
No quise mirarla siquiera. Rebecca en su inocencia no en- leérsela en los labios), ruinas que fueron descubiertas ha-
tendió la ironía. Aunque después pensé: ¿En verdad, Elvira cía solo unas décadas, y el increíble traslado de sus pobla-
lo dijo con ironía? Rebecca agregó: “Aprender a vivir antes dores hacia la ciudad actual, en un éxodo que había demo-

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rado diez años. “Tantos años de marcha —recuerdo que fesó que en sus primeros días en Buenos Aires, antes de
acotó Elvira en aquel momento— para llegar acá” (no es- volar hacia Santa Fe, temía a los mozos del restaurante en
tábamos en Sauce en ese momento sino en el puente que el que almorzaba a diario porque comía sola y le parecía
nos conducía a Santa Fe por una zona de periferia) que los mozos querían aprovecharse de ella; se ruborizó
No notaba que Rebecca experimentara ninguna emo- cuando pronunció estas palabras, y luego se justificó ha-
ción con respecto a la historia o al paisaje (bueno, la patria, blando de la ansiosa espera de Michael, el marido ausente,
para mí, a veces, era una pasión abstracta, a pesar de que detenido en la casa matrimonial de South Carolina.
en aquellos años, recién retornada la democracia, sentía Su prolongada visita era en algún punto una excentri-
aún cierto entusiasmo esperanzado tras los largos años de cidad en nuestras vidas, una posibilidad de cambio de las
la dictadura, del exilio interior). Ella solo había observado rutinas —muchos de nuestros amigos venían a casa con
con relativa curiosidad unas reproducciones de dibujos la excusa de visitarnos pero en realidad era para conocer
de Florián Paucke que teníamos enmarcadas en la sala. Le a “la yanki que estaba de paso por Sauce”— pero también
dije que Paucke había sido un jesuita que había llegado nos agobiaba: sostener las conversaciones, a veces anodi-
con los españoles en el siglo XVIII y que había dibujado nas, cocinar un menú especial, alterar los horarios, tratar
escenas de la vida de los indígenas de la zona y la flora y la de que los niños no nos distrajeran. Elvira decía en esos
fauna: mocovíes cazando yaguaretés, por ejemplo, o fies- días con su vocabulario particular: “Esta situación me tie-
tas en las reducciones, o diversos papagayos de la costa. El ne un poco destemplada”.
resto de su estada en la Argentina, dijo Rebecca, lo pasaría Una noche hicimos un asado entre los amigos de Sau-
en Buenos Aires, alejada de mocovíes y papagayos, pensé; ce para ‘presentar a Rebecca en sociedad’. La silueta en
había alquilado una habitación en un departamento cer- sombra de la glicina se entreveía tras el ventanal de la sala.
cano a la Plaza San Martín para sentirse más protegida; La noche era clara y las flores liláceas, colgantes eran una
la dueña era una profesora de inglés jubilada que rentaba presencia insinuada detrás del vidrio y de la reja. Adentro
cuartos a los turistas. En un hotel, decía, en las ciudades éramos unos diez o doce entre los amigos y los vecinos,
extrañas, se sentía siempre insegura, a pesar de que “ahora y conversábamos en pequeños grupos mientras tomába-
hay democracia —dijo—, antes, en aquel horror reciente, mos vino; todos en general trataban de resultar afables
no me hubiera animado”. Me costaba sin embargo pensar ante la extranjera que había llegado de visita.
en Buenos Aires como en una ciudad extraña, de esas que Los vecinos le contaban a Rebecca —que los escucha-
fascinan y a la vez horrorizan a los norteamericanos y a los ba con una semisonrisa amable que colgaba de sus labios,
europeos: Singapur, Rabat o Tegucigalpa. Desde el Lito- tiesa como un cigarrillo— en esencia la misma historia,
ral, Buenos Aires siempre sería el centro, nunca los már- con las leves variaciones del caso. La historia se centraba
genes como sí lo era para los otros que, como Rebecca, en que en los últimos años esta zona cercana a la costa y
sabían que en verdad vivían en el centro del mundo. Con- no demasiado alejada de la ciudad se había ido poblando

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de a poco pero “tupidamente”, decían, y lo que hacía una campo. Soy un hombre sedentario; en mí, la aventura de
década no era más que un paisaje arbolado y silencioso la existencia destila melancolía: al fin de cuentas, todos
que bordeaba el arroyo ahora se había convertido casi en moriremos solos.
un barrio más de Santa Fe, en un barrio incluso “demasia- En uno de esos atardeceres de verano en los que la hu-
do habitado” para sus expectativas iniciales de aislamien- medad resultaba descabellada, incluso para el clima sub-
to, decían. Pero aun así todos ellos, que se decían artistas tropical de la costa, y Elvira y los chicos cumplían con sus
—eran artesanos—, se sentían todavía cómodos viviendo rutinas en la casa, por ejemplo, cuando Elvira estaba ensi-
junto a sus huertas comunitarias y sus casas con techo de mismada en el patio de atrás, cuidando el jardín, y el bull
paja, horneando cerámica y pregonando el regreso a una terrier se quedaba alejado, contemplándola expectante y
vida más ligada con la naturaleza. no se le acercaba hasta que ella terminaba y volvía al inte-
Mi vida en realidad era monótona, siempre lo había rior de la casa, o bien, cuando Julián, Elvirita y Esteban,
sido, no solo entonces, recuerdo por ejemplo mis años nuestros hijos, jugaban con sus amigos y con animales,
pasados en Santa Fe, cuando salía de la casa natal, la vie- hamacas y pelotas en distintos rincones del jardín, en uno
ja casa de mis padres en el barrio sur para trabajar en la de esos atardeceres ocurrió lo inimaginable, se rompió el
librería o para ir a cualquier parte y el ejercicio de descu- precario equilibrio de lo que habíamos creído era la cal-
brir las cúpulas de las iglesias (Santo Domingo, San Fran- ma, sucedió el horror.
cisco —adonde reposan, según Rebecca, los huesos y la Rebecca, esa tarde, relató anécdotas sobre largas ca-
sangre de los santos muertos—, la Catedral o La Merced) minatas con mochilas pesadas durante un viaje a Irlanda,
recortadas sobre los cielos bajos, justo cuando el aire que la tierra de los antepasados de Michael. De allí, no sé por
viene del río suena como una campanada, me sostenía: la qué sinuosa asociación de pensamiento, pasó a contar
única belleza en esa pobre ciudad eran sus cúpulas y, por cómo en las bodas tenía la costumbre de regalar a sus pri-
supuesto, su río. Con los años fui infiel a las cúpulas y me mas casaderas la recopilación de las recetas familiares en
mudé definitivamente a Sauce, el lugar de nacimiento de un álbum: los postres predilectos de la abuela, las comidas
Elvira, adonde estaba la quinta familiar y habíamos pasa- especiales de alguna tía vieja, los secretos de cocina de su
do los veranos de la infancia junto a Gloria y Eugenio, mis madre, etcétera. Ella misma decoraba los álbumes con flo-
dos hermanos; Sauce y el río eran el último reducto de la res secas, moños y otras artesanías.
belleza posible (o al menos eso creía en aquel momento). Así como casi no miraba al perro, ignoraba a los ni-
Seguí viajando a diario a Santa Fe por las mañanas para ños. Elvira, al principio de la llegada de Rebecca, trataba
atender la librería, que a la tarde quedaba a cargo de Eu- de mantenerlos alejados de nuestras conversaciones, so-
genio –mi hermano se repartía entre el banco y el nego- bre todo a Julián, el hijo del medio, que siempre ha sido
cio — y podía disfrutar entonces desde la siesta hasta la revoltoso, pero después ya no fue necesario, o quizás los
noche de una vida más honda y más tranquila casi en el niños percibían la indiferencia de nuestra visitante; una

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especie de mano anónima parecía llevarlos a jugar a los te geografía sumada a su mapa de viajes por los confines
lugares menos cercanos de donde nos hallábamos conver- del mundo.
sando. Casi no los recuerdo a nuestro alrededor durante Las noches eran interminables junto a Rebecca, espe-
aquellos días, ni siquiera a Esteban, el más pequeño y, qui- cialmente en las sobremesas, cuando Elvira se refugiaba
zás, el más indefenso (o al menos eso pensaba yo antes de en la cocina tras la cena o en el cuarto de los niños, y nos
la tragedia) quedábamos en la sala o en la galería que da al jardín, so-
¿Rebecca habría imaginado alguna vez siquiera una los, contemplados con cierta impaciencia por el bull te-
probable vida junto a Michael, sin hijos, en América del rrier. En la media luz de la galería nocturna, un observa-
Sur? Después del Litoral, le tocaba el turno en su periplo dor entusiasta podría haber comparado el corte del rostro
a las sierras de Córdoba. Allí también entrevistaría a un de Rebecca con el de Ingrid Bergman o al menos con el
poeta perdido, a alguien que, como yo, había publicado de Isabella Rosellini (recordé que una de sus abuelas era
poemas en su juventud y ya nunca más había garabateado escandinava). Claro que a la luz del día cualquiera podía
unas líneas, pero sobre quien obtuviera alguna referen- comprobar que no era hermosa. Al bull terrier también
cia entre antiguos camaradas de Buenos Aires, gente que en esos días se lo notaba nervioso, quizás la presencia de
hacía muchos años había conocido a instancias de Paco otra gente en la casa lo alteraba de algún modo; como los
Urondo. Hacia la casa cordobesa de algún otro poeta ca- niños solían jugar en el patio de atrás con los hijos de los
llado iría y aprovecharía para hablar sobre su árbol genea- vecinos, el perro se alejaba de la casa para acercarse al gru-
lógico y sus avatares familiares al pie de la sierra, como lo po numeroso de chicos y nos dejaba tranquilos en nues-
hacía ahora con Elvira y conmigo en las costas del arroyo tras charlas. A la noche dormía atado en el jardín, como
Ubajay. un perro guardián. A su raza la llamaban “la de los gladia-
  dores” por el coraje y la fuerza; el dueño del criadero me
lo había recomendado como perro de compañía que ade-
   más tenía la capacidad de defender la casa (había en esas
III épocas muchos robos en la zona de las quintas). Rebecca
  contaba, esa noche, durante la sobremesa, que había leído
En esos días yo tenía también mis ánimos destem- a Darwin y a otros viajeros en la Patagonia, sobre todo a
plados, según las palabras de Elvira. No podía leer. Había los ingleses, y que estaba ansiosa por conocer “el sur del
empezado tres o cuatro novelas a la vez y no lograba con- mundo”, dijo. Se decía ansiosa pero su rostro, sin embargo,
centrarme en ninguna. Al final pude leer con cierta conti- seguía resultándome exento de pasión, inexpresivo.
nuidad una de Graham Greene sobre un inglés atrapado Retomé mi relato sobre viajeros ingleses en las llanu-
en el África: nada más alejado de Rebecca, para quien el ras del Litoral: le dije que en esos testimonios, los extran-
Litoral argentino parecía ser solo una anécdota, una agres- jeros se asombraban de la modorra de la gente en la ciu-

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dad colonial durante la siesta, del hecho de que las venta- Después relató cómo los últimos meses anteriores
nas no tuviesen vidrio para que entrara el aire en el verano a su viaje a la Argentina pasaron rápidamente; en me-
agobiante, del gozo —inexplicable para los viajeros— de dio de los preparativos del viaje, su “hermanito” (así
los criollos “holgazanes” refrescándose en las aguas de los lo nombraba) “por fin” se había casado, “hacía mucho
ríos que bordeaban la ciudad. Después hubo un silencio tiempo que estaba organizando la boda y los detalles de la
(Rebecca apenas había sonreído cuando pronuncié la pa- fiesta para la celebración familiar. A pesar de toda la
labra “holgazanes”) y suspiré: “Ah, ingleses”. El bull terrier felicidad y las preparaciones y la esperanza de toda la
ladró en ese preciso momento; reímos. Se oyó la voz de familia el día fue muy duro porque mi abuela materna murió
Elvira, desde el fondo, diciendo que esos perros tenían su inesperadamente la noche anterior. Nosotros sufrimos
origen en Inglaterra, lugar en donde hacía siglos comenza- mucho pero no pudimos cancelar la boda. Algunos días
ron a cruzar diversas razas de terrier para crear un sober- después la enterramos. Para mí es difícil estar tan
bio perro de lucha. Y que si Eugenio estuviera presente, lejos en Carolina del Sur cuando la mayoría de mi
seguramente dictaría cátedra sobre aquello. familia, incluso mi abuelo, vive en el norte, en
Minnesota”. Hablaba como si en ese momento el sur solo
fuera South Carolina y no el Litoral del último país de
Sudamérica.
IV Pensé en mi lugar de pertenencia. En los años de vida
  adulta en Santa Fe, además de mirar hacia el cielo para que
Rebecca contó que en sus viajes a México (como el camino de las cúpulas permitiera la evasión de la tris-
quien señala: “Viajé varias veces allí. Es nuestra barbarie te ciudad, a veces recorría como en un vía crucis pagano
más cercana”) había comprado libros sobre las profecías las iglesias y los museos del barrio sur solo para escapar-
mayas según las cuales —o según sus palabras— los pro- le al tedio, a la cobardía de estar atrapado en esta ciudad
cesos universales, “como la respiración de la galaxia”, dijo, como en una isla; solo para no morir. Como otras veces,
son cíclicos y nunca cambian; lo que cambia es la concien- me acordé de Paco, de su huida, de su intensa vida y de su
cia del hombre que pasa a través de ellos, siempre en un muerte; no sabía aún, en aquellos años de calma y de ce-
proceso hacia la perfección. También anuncian un apoca- guera, que Eugenio, Julián y Elvira, tiempo después, hui-
lipsis, “un tiempo del no tiempo” que terminará dentro de rían a su manera y que yo me quedaría solo.
una década, al que llaman “el tiempo en que la humanidad Rebecca se interesó brevemente por la historia de la
entrará al gran salón de los espejos”, una época de cambios primera fundación de Santa Fe; dije como al pasar que
para enfrentar al hombre consigo mismo, dijo, para que se había quienes pensaban que las historias de los restos ar-
mire a sí mismo, para que elimine el miedo. Otra vez, en queológicos encontrados en las excavaciones podían ser
nuestras conversaciones, el miedo. fraguadas y que se decía incluso que los descubridores de

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las ruinas habían llevado restos apócrifos y habían recons- viajes de ingleses por América, le regalé “La excursión a
truido allá el diagrama de la ciudad vieja siguiendo el de los indios ranqueles” y ponderé a Mansilla ante su igno-
la ciudad actual, diseminando los falsos vestigios. Ante su rancia respecto de la literatura argentina; quise acercarle
expresión de asombro, aclaré que ésos eran solo rumores también el “Facundo”, pero me pareció demasiado para su
que quizás se hubieran generado en la trama de las ene- candidez. Decidí alterar mis hábitos, no regresé a la hora
mistades pueblerinas, pero Rebecca no lo podía entender. de la siesta a Sauce, sino que almorzamos en el centro y a
Tras alguna rápida asociación (impostura, ruinas, otra la tarde, bajo el sol ya despiadado de noviembre, la acom-
vez la barbarie), volvió a hablar de México: “Cuando mi pañé al Museo Etnográfico. Vio los vestigios del pasado
esposo, Michael —a veces decía ‘Michael’ y otras, quizás de la zona, examinó maquetas de la antigua ciudad, pidió
por cortesía de extranjera, decía ‘Miguel’— fue a Guate- conocer la biblioteca. También compró postales que eran
mala y a México por última vez, el verano pasado (a Gua- reproducciones de dibujos de Paucke “para regalar a mi
temala, para liderar un grupo de estudiantes y a México, familia; siempre llevo recuerdos autóctonos de mis via-
para investigar la posibilidad de organizar un programa jes”, ya que le interesó la mirada del extranjero sobre estas
para sus estudiantes durante el próximo semestre), me tierras, y unas cerámicas modernas que copiaban diseños
sentía tan abandonada, tan desvalida: no podía dormir de vasijas y mosaicos antiguos encontrados en Cayastá.
bien puesto que estaba sola en la casa. No quería siquiera Se permitió una ironía: “Presuntamente encontrados en
apagar las luces. ¿Cuándo tú te vas, Elvira se queda aquí Cayastá”, dijo ante mí, remarcando con complicidad el
sola con los niños, en Sauce, o recibe quizás ayuda de al- término ‘presunto’. Atardecía cuando iniciamos el viaje
gunos de los vecinos?”. Pensé que yo ya pocas veces me de regreso a Sauce. Llegábamos a la casa cuando vi que
iba, a veces quizás a Buenos Aires, a las ferias de libros y un tumulto de gente rodeaba el portón de la entrada; se
que a veces alguna vecina traía a sus hijos, amigos de los escuchaban, desahuciados, unos gritos entrecortados. Re-
nuestros, y dormía junto a Elvira y los niños en la casa. beca empalideció. Dejé el auto en la mitad de la calle, bajé
Esa noche estuvimos conversando hasta muy tarde; corriendo en dirección a la casa, las sienes y el corazón
tras la cena salimos a beber al jardín delantero, cerca de la batían, ardían casi por completo fuera de mí. Reconocí
pileta, como refrescó un poco, volvimos a entrar a la sala, la figura de Elvira y la de uno de los vecinos agachados
poco después nos despedimos hasta la mañana siguiente sobre el pasto, muy cerca de la galería, los chicos y unas
y nos fuimos a acostar. Elvira había atado al bull terrier mujeres lloraban en un costado y entre otros dos vecinos
cerca de la galería, como todas las noches. Yo estaba in- —en cuyos rostros apenas reparé en mi desesperación—
tranquilo; me costó encontrar reposo hasta que a la ma- sostenían al bull terrier con la correa. No recuerdo ahora
drugada recién pude dormir. ni a Julián ni a Esteban en el tumulto, confundidos en mi
Al día siguiente, Rebecca me acompañó a la ciudad. memoria con los otros niños, aterrorizados o perplejos.
Compró en la librería dos o tres libros con relatos de Me detuve en seco, ya no corrí, solo avancé con paso

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vacilante hacia Elvira, que no me miraba. El hombre que extrañamente, se reclinó sobre ella y no sobre mí, en busca
estaba a su lado señaló el bulto ante ellos y dijo: “No está de consuelo— Rebecca se movía con solemnidad y con
muerta. Llamamos a la ambulancia pero ahora hay que aplomo, como si ante la desgracia que estábamos viviendo
avisar a la policía”. El bulto entre Elvira y el hombre era hubiera dejado de ser una invitada o un mero testigo de
el cuerpo de Elvirita, nuestra única hija mujer, la mayor paso y se hubiera convertido en un sostén de la familia, en
de los tres niños; pude reconocerla apenas por el vestido, un miembro más de la gente de la casa. Elvira dijo con voz
estaba quieta, desvanecida. Con un egoísmo desesperado entrecortada: “Me voy al Hospital, me voy con ellos” y la
me negué a aceptarlo; fue solo un segundo en que pensé imaginé sosteniendo en el auto el cuerpo herido, agónico
(en que deseé) que no se trataba de ninguno de mis hijos de nuestra hija a lo largo de la ruta, camino al Hospital
sino de alguno de los chicos de Sauce, de los hijos de los de Santa Fe, como en una procesión. Intenté abrazarla;
vecinos de la zona o de los que vivían más allá en el pueblo no quiso. Me miró como por última vez y me dijo con
y venían habitualmente a jugar a la casa. El rostro era irre- un hilo de voz. “Le destrozó la cara” y después me pidió
conocible, estaba partido y ensangrentado; con espanto vi que me quedara con los chicos, que los llevara a la casa
que uno de los costados, una de las mejillas estaba vacía. de una vecina, que avisara a Gloria y que recién entonces
Musité: “Elvira”, refiriéndome a mi hija herida o también me fuera al hospital. Obedecí. Elvira y Rebecca salieron
quizás a su madre, muda y empalidecida, tendida a su juntas por el portón de la entrada, sumidas en el estupor
lado. El hombre cargó a Elvirita en sus brazos; otro, detrás y el desconsuelo, quizás, alcancé a pensar, en medio de
de mí, gritó que no esperásemos a la ambulancia, que él la la confusión del momento, hermanadas en su condición
llevaría con su auto a Santa Fe. Hablaban como si yo no femenina, aunque ese vago pensamiento me resultó des-
fuera el padre, como si yo no estuviese ahí; quizás tenían pués insuficiente y precario ante el dolor, que parecía igual
razón: ellos actuaban porque yo estaba paralizado. Elvira para todos. Algunos vecinos las siguieron; mi hijo menor,
me miró con la boca entreabierta, los ojos azorados: “No se acercó corriendo a mí y se abrazó a mis piernas. Una ve-
pude hacer nada”, repetía, “la nena se tiraba, jugando, so- cina me dijo que se llevaría a los niños a su casa; eso hizo,
bre Julián, el perro salió de no sé dónde, se abalanzó, la incluso se llevó a Esteban, que hasta hacía un momento
mordió, no podíamos sacarlo de encima del cuerpo de El- estaba aferrado a mí. Me pareció que me quedaba solo en
virita, parecía que quería matarla”. Calló. Pensé que estaba el jardín delantero de la casa porque las voces se alejaban
a punto de desmayarse. Nunca pensé que reaccionaríamos igual que los motores, y lo único estridente y cercano to-
de ese modo ante una tragedia. Supuse que Elvira estalla- davía eran los ladridos del perro, que los hombres que lo
ría en llantos, que yo correría a resolver la situación. La habían sostenido hasta hacía un momento ahora habían
voz de Rebecca, cerca de nosotros, señaló: “Tengo las lla- amarrado con la correa a un árbol, como si fuese un poste
ves del auto”. Había aparecido sin que lo notáramos, mo- o una estaca.
viéndose con sigilo, pero ahora, cerca de Elvira —quien, El perro seguía fuera de sí. En mí estalló la furia. Volví

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a desatar la correa, cerré las fauces del bull terrier con una
de mis manos, lo levanté con la otra, la fuerza del pavor
se apoderaba de mí como una vibración en el aire, como UNO
aceite esparciéndose sobre el agua, como luz en las pe- Marienbad
numbras. Fui en dirección a la pileta con el animal a cues-
tas, que se retorcía. Lo metí en la parte profunda, presioné 
su cabeza con fuerza dentro del agua. Su cuerpo se deba-
tió con la fortaleza de la resistencia, con el aliento feroz de
aquel que quiere sobrevivir. Hasta que no pudo más y se
quedó quieto y vencido. Lo solté de a poco, después de
mirar y sostener todavía durante un largo rato su cuerpo Conversábamos sobre el dinero, es decir, sobre la ne-
inerte, que se alejó flotando, tieso, como si estuviera dor- cesidad que cada uno tenía de dinero y también sobre
mido, a través de la superficie del agua. No tuve piedad. qué haríamos si obtuviéramos mucho, hasta incluso de-
  masiado dinero de una buena vez y cómo cambiarían en-
  tonces nuestras vidas, mientras tomábamos un vino rojo
  y amargo con empanadas de pescado de río que habíamos
comprado esa misma mañana en un pueblito de la cos-
ta. Y también hablábamos sobre qué es lo que haría cada
uno de nosotros con tres o cuatro millones de dólares (la
variación argentina exagerada del viejo juego norteame-
ricano de: ¿qué harías con un millón de dólares?). Ya es-
tábamos un poco adormecidos, habíamos entrado en ese
momento de declinación y de letargo en la conversación,
en ese caso, debido al sopor de la siesta, y en ese estado
—o bien cuando me arrastra el insomnio por las noches y
apenas logro entrecerrar los ojos— es cuando me pongo
a extrañar cualquier circunstancia más o menos relatable,
es decir, digna de ser idealizada, del pasado, porque en
realidad lo que me ocurre es que quiero huir de ese espa-
cio y ese tiempo reales que me llevaron al aburrimiento y,
simplemente, lo que deseo es estar en otro lugar, e inclu-
so ese “estar en otro lugar” es doblemente ilusorio, es casi

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como querer estar adentro de una película. Hablábamos su vida anterior, o por lo menos no en los últimos años, y
de vinos de bodegas de Salta y de Mendoza. Horacio nos que incluso durante mucho tiempo estuvo casi postrada,
abrumó con uno de sus largos soliloquios. “A mí me gus- y por supuesto al instante me arrepentí de haberme vana-
ta el Cabernet”, lo interrumpió Laura mientras giraba el gloriado cruelmente, a través de ese acto de falsa piedad,
bastón para intentar levantarse y alcanzar otra empanada. del funcionamiento de mis dos piernas y de mi capacidad
“No, no, yo te la alcanzo”, le dije y se produjo uno de esos de andar por el mundo (y de intentar escalar una ladera
silencios que, a pesar de nuestra amistad de tantos años, del Aconcagua) mientras a Laura le sería imposible tomar
siguen pareciendo eternos y por supuesto inapropiados, en serio aquella cita sobre quién puede ser tan insensato
e incluso Horacio se dio cuenta de que tenía que callar. como para morir sin haber dado, al menos, una vuelta a
Entonces hablamos de películas, y entre Laura y Ho- su cárcel. Tomábamos un vino rojo que había traído Eu-
racio recitaron casi completo, de memoria y con acento genio de su último viaje, era un vino de España: “Rioja. El
exagerado, aquel largo monólogo de José Sacristán en “So- vino rojo y alegre como una revolución”, recitó Horacio.
los en la madrugada” en el que hacía un listado de los ad- “Debe ser bello Madrid”, dijo Laura. “Sin embargo”, dije
versarios: “Julio Iglesias y Gracia Patricia de Mónaco son yo, “a Eugenio la ciudad no le gustó para nada”. “¿No le
de derechas”, y respetaban la traducción de los nombres, gustó Madrid?”, preguntó Laura desconcertada. “Nunca
como lo hacen en España: aquí, en cambio, todos deci- me lo dijo”. Sonó a reproche; yo no sabía que Eugenio to-
mos Grace Kelly (la de “A la hora señalada” o “La ventana davía mantenía vínculos estrechos con Laura, a pesar de
indiscreta”) o Grace de Mónaco (la de las crónicas de la que todos habíamos sido amigos de juventud. Suspiré an-
nobleza europea). tes de aclarar: “Era su primera vez en Europa y creo que
Mezclamos los vinos con las películas: Favio era naci- no me dijo exactamente que Madrid no le gustó sino que
do en Luján de Cuyo, dijimos, y discutimos un poco sobre no lo impactó tanto como otras ciudades, como París, por
“Crónica de un niño solo” y sobre “El dependiente” (Ho- ejemplo, o por supuesto, como Londres”. Reímos: yo ha-
racio sentenció: “Hasta ahora, su mejor película”, y pensé bía remarcado el “por supuesto” por Eugenio desde hacía
en cómo me había conmovido el rostro doloroso de Wal- un tiempo no hacía más que hablar de irse a vivir a Lon-
ter Bidarte) y después, de nuevo, sobre el Cabernet Sau- dres. “Yo siempre recuerdo las películas de Hitchcock“,
vignon, y después, contamos anécdotas sobre un viaje de dijo Laura. “¿”Los 39 escalones” y qué más?”, preguntó
Gloria y de Marcos en el que habían intentado, junto a un Horacio, como disculpándose. Laura agregó a ese otros tí-
instructor y a otros turistas, una breve escalada a una lade- tulos de películas y después tarareó, con una sonrisa triste:
ra del Aconcagua. “Sí —dijo Laura— no sé quién dijo que “Qué se puede hacer salvo ver películas”.
se viaja para recordar”. Y yo pensé con piedad que Laura, Era semana santa y era, todavía, la dictadura. Había-
después de su accidente, no había vuelto a viajar y que en mos elegido refugiarnos en Sauce por aquellos años. Lau-
realidad tampoco lo había hecho demasiado a lo largo de ra estaba de visita por unos días y en la casa reinaba la cal-

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ma porque Elvirita y Julián se habían ido con Gloria y con iban a morir. “La otra tarde volví a ver ‘Sissí’ por la tele,
Marcos a Santa Fe a pasar el día con un programa de di- como en la infancia”, dijo Laura de pronto. “¿’Sissí’ o ‘Sissí
versiones urbano (plaza de las palomas, cine, pochoclo), emperatriz’?”, pregunté. “No sé, la primera”. “Sissí” aclaré.
que a nuestros niños, criados en el campo, les resultaba “La cintura de Romy Schneider era como mi mano”, dijo
fascinante. En tanto, nosotros todavía comíamos pescado, ella. Se oyó de golpe en el medio de la tarde el estruendo
y como ya estábamos en el domingo de gloria en el ora- de una moto y pude escuchar que la puerta enrejada del
torio vecino tenían preparada una procesión. “Precaria”, jardín chirriaba al abrirse. Era el chico que seguramente
dijo Horacio. “Como todo acá”, dijo Laura sonriendo y llegaba para barrer las hojas que cubrían el caminito de
esa sonrisa hizo que su frase no sonase agresiva. Nos ha- entrada. “¿Quién es?”, preguntó Laura cuando lo vio pasar
bíamos instalado en la quinta a vivir cuando quedé em- por el costado de la casa. El mundo exterior (en ese caso,
barazada de Elvirita y desde entonces vivíamos cerca del una presencia extraña) producía en Laura una desazón
río; Horacio viajaba todos los días a Santa Fe, a la librería, evidente. “Es Salvador, el chico que corta el pasto y nos
y yo daba clases en la escuela de Sauce. En aquellos días hace algunos mandados en el pueblo, esas cosas”, le dije
hacía más frío que el usual en esa época, y entonces no enseguida, para calmarla. Horacio salió a la galería y des-
nos daban tantas ganas de caminar ni cabalgar ni andar en pués al patio para hablar con el muchacho e indicarle que
bicicleta, como otros fines de semana, y creo que por eso recogiera las hojas caídas y que cortara el pasto, que había
invitamos a Laura, que exigía por su estado un lugar de surgido incluso entre las baldosas y crecía, anárquico e
reposo (tuvimos en cuenta también que el domingo no interrumpido apenas por unas flores minúsculas, rosadas
estarían los chicos), y nos pasamos los días entre la gale- que el chico llamaba ‘flores de la humedad’.
ría, durante las mañanas soleadas, y el interior, durante las Laura recordó que lo que sí Eugenio le había comenta-
tardes y las noches, conversando, recordando películas, do sobre Madrid era que había visto películas prohibidas
bebiendo y comiendo mientras escuchábamos música en el país durante la dictadura, y que los españoles tenían
diversa. Teníamos libros y teníamos tiempo. Yo siempre la manía no solo de traducir los nombres (como con Grace
tuve inclinación por las novelas, Laura en cambio estaba Kelly) sino de doblar las películas: “Vio ‘La naranja mecá-
leyendo las cartas de Edith Wharton escritas a un amante nica’ el lenguaje era tan ridículo que no se podía concen-
y fragmentos de su diario. El otoño era la estación más trar en la trama, y su vecino de asiento, que era español, le
hermosa en la costa y eso hacía que los días de descan- decía que él en cambio no podía concentrarse si tenía que
so fuesen en especial tranquilizadores: el paisaje, que era ver la imagen y leer el subtítulo al mismo tiempo”. Reímos,
cotidianamente verde, se volvía de un amarillo brillante, “Parece un chiste de gallegos”, dijo Laura, y después habla-
más alegre y más vivo, a pesar de que esas hojas ocres de mos del calor agobiante en el verano de Madrid y del frío
los árboles, sobre todo de los fresnos que bordeaban el intenso en el invierno de Madrid. Recordé otra anécdota
camino de entrada a la casa, fueran las que finalmente se a propósito del frío europeo: “Un invierno Eugenio estu-

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vo en la Selva Negra, en un pueblito en la montaña que ca porque en ese caso debería, por cábala, haber vuelto a
quedaba cerca de Baden Baden”, hice una pausa, “¿cómo ver ‘Hace un año en Marienbad’ y seguramente ahora le
dijo que se llamaba ese pueblito...? Horacio se acuerda de resultaría exasperante”. Dije eso para despertar a Laura de
esas cosas”. Me acerqué a la ventana y casi grité, dirigién- su melancolía porque sabía que era el tipo de comenta-
dome a Horacio: “¿Cómo se llamaba aquel pueblito cerca rio que la hacía estallar (y era una mentira, Eugenio había
de Baden Baden adonde estuvo Eugenio hace poco ... “. mencionado Marienbad pero no había dicho nada sobre
“Bad Herrendalb“, me interrumpió Horacio, sin mirarme, la película). Discutimos un largo rato sobre cine, hasta
y siguió escuchando al chico, apoyado contra el tronco de que yo me empecé a reír demasiado y Laura decidió dejar
un sauce, reconcentrado, al costado de la zona en la que de seguirme la corriente y preguntó: “¿Pero por qué una
habíamos hecho una huerta pequeña, oyendo lo que el película, por qué, digo, lo del pueblito en la Selva Negra
muchacho le decía, algo que nosotros, desde el interior habrá dicho Eugenio que parecía una película?”. Conté
protegido de la casa, no alcanzábamos a entender. “Bueno que había estado en una posada en la que los lugareños
—dije, sirviéndome otra empanada—, Eugenio contaba —y no los turistas— se reunían por las noches para be-
que fue como estar adentro de una película: había poca ber cerveza, comer y cantar canciones en dialecto hasta
gente, pocos turistas, porque ya había terminado la tem- la madrugada mientras afuera nevaba, y que todo parecía
porada de esquí”. “Esquiar”, dijo Laura, “qué raro”. “Nunca en algún momento dirigido por alguien, imaginado pre-
se me ocurriría”, agregué, “pero es lindo como paisaje. Ver viamente por alguien y montado en una escenografía de
desde lejos...”. “Desde lejos”, repitió Laura, haciendo un set”. Laura escuchaba con una atención amable y, segura-
gesto que le arrugaba la frente: “... las figuras con trajes de mente, un interés benevolente y fingido. “Deberíamos ha-
colores que se deslizan sobre una ladera cubierta de nie- ber invitado a Eugenio, así él personalmente nos contaba
ve, como en el comienzo de una de las películas de James todas esas cosas”, dijo, y yo respondí que había viajado a
Bond”. Terminé mi descripción, y añadí: “Bueno, para mí Buenos Aires durante el fin de semana largo. Hasta que
los deportes existen para mirar y no para practicar, si al- de golpe Laura pareció dejar de escuchar, giró la cabeza y
guien me arroja una pelota, por ejemplo, lo primero que observó a través de la ventana a Horacio y al muchacho, en
hago es cerrar los ojos”. Se hizo otro de aquellos silencios. el jardín, parados cerca de la huerta.
“Quisiera volver a ver ‘Los pájaros de Baden Baden’, Enseguida se largó a reír con cierto nerviosismo:
en realidad me encanta volver a ver aquellas películas de “¿Cómo era lo de las acelgas, aquella historia tan terrible
hace una década, y si mal no recuerdo se desarrollaba en de las acelgas?”. Dejó de reír y me miró con ansiedad, fi-
Madrid, en un verano desierto de Madrid”, dijo Laura. jamente. “Tenebrosa, aquella historia tenebrosa”. Entendí
“Sí —respondí, dubitativa, porque no me acordaba muy enseguida a qué se refería pero dejé que me explicara un
bien—. Creo que Eugenio también estuvo esa vez en Ba- poco más; no sé por qué lo hice, quizás porque de algún
den Baden, y no llegó a Marienbad que quedaba muy cer- modo me perturbó el desenfado de su risa. “Aquella histo-

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ria que supieron por el chico que cuida la quinta, que debe beza y volvió a salir. Laura bajó la voz, a pesar de que Ho-
ser este chico que está acá ahora ¿no? Pero qué joven es”. racio estaba otra vez lejos de nosotras. “Escucharía a Chet
“Sí, tiene apenas unos años más que Elvirita, pero desde Baker ahora, ¿tenés algo? —dijo—. Chet Baker me hace
chiquito trabaja. ¿Qué historia decís? Ah, la del asesinato”, acordar a Nando”. Nando había sido, antes del acciden-
dije. “Sí, la supimos por Salvador, que cuenta cada historia te, su marido. Hacía años, esos mismos encuentros en la
de la costa”. “¿Cómo era?”. “Resulta que una mujer mató casita de la costa los hacíamos los cuatro: todos éramos
al marido, lo mató con la ayuda de un sobrino o algo así, amigos (también solían venir Gloria y Marcos, y Eugenio
o no, a lo mejor era el amante. Durante varios días el so- y algunas de sus ocasionales novias). Pensé que a veces
brino (o el amante) estuvo cavando un agujero angosto y también me gustaba volver a escuchar algunas canciones
profundo en el patio y cuando le preguntaban qué hacía, que me recordaban los viejos amores. Me levanté para
explicaba que hacía un pozo ciego. Entonces lo dejaron in- cambiar la música, según su pedido. “A veces cuando es
consciente al marido con un golpe en la cabeza y después de noche —dijo Laura— y me acuerdo de tantas cosas,
lo enterraron de parado para que entrara en el pozo pero cierro los ojos y ¿sabés qué hago?: lo llamo por teléfono.
resulta que todavía estaba vivo”. “Le habrán pegado con la Sé que en el escritorio a esa hora no va a estar y entonces
pala”, dijo Laura. “Sí, seguramente con la misma pala con puedo escuchar su voz en el contestador. Imagináte: una
la que antes hicieron el pozo”. “¿Y después qué pasó?”. “Lo voz impersonal que repite un mensaje, todo previsible.
taparon con tierra (el hombre murió de asfixia) y sobre la Pero yo estoy ahí, sola en la casa en donde alguna vez vi-
tierra removida plantaron las acelgas”. “¿Y cómo los des- vió él, en donde alguna vez él vivió conmigo, recostada
cubrió la policía?”. “Parece que la mujer se puso nerviosa en un sillón o a veces sobre la cama, con los ojos cerrados
y fue a denunciar la desaparición del marido pero no una y las luces apagadas, en medio del silencio de la noche, a
sino varias veces y eso al comisario le resultó sospechoso y veces a lo sumo puede estar sonando Chet Baker como
ahí no más se dio cuenta”. “Y porque la acelga tenía un gus- ahora, y disco su número y me concentro únicamente en
to raro”, dijo Horacio mientras abría la puerta. “Qué asco”, escuchar el timbre de su voz, algunas de esas inflexiones
dijo Laura y se rió otra vez con aquella risa que a veces que la hacen tan particular, trato de oír en esa voz las cosas
me resultaba excesiva: “Con más sexo, sería una película que en otra época me dijo, todo lo que alguna vez Nan-
de…”, empezó a decir Laura. “Chabrol –la interrumpió do me dijo”. Serví otros dos vasos de vino. “Durante tanto
Horacio, y me sorprendió un poco su tono autoritario—. tiempo, postrada, había esperado al menos una llamada
Sería claramente Chabrol, y ‘acelga’ en francés se dice ‘be- de Nando. Pensaba como una heroína de película: “Oh,
tte’ o ‘bléte‘, o algo parecido”. Laura no completó su frase estúpido, estúpido, háblame, ¿no ves que estoy muerta de
inicial, se hizo un silencio. amor?”.
Horacio cambió de tono y me preguntó si había que No esperaba, en ese momento y a esa altura de nues-
darle alguna otra indicación a Salvador, negué con la ca- tras vidas, semejante confesión. Me acordé de una can-

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ción o un poema sobre un amante abandonado: “Paso por porque se pudiera caer de la cuna, entonces, decía, “resul-
tu casa en un atardecer lluvioso...”. Pensé de modo despia- ta que yo soy la madre”, y se reía, a la vez que señalaba al
dado que a Laura en el fondo le gustaba sufrir. Enseguida bebé colgado sobre su vientre prominente y preguntaba:
me supe injusta. Casi nunca hablábamos sobre el presente “¿No parezco embarazado?”. Yo lo veía así, feliz, y pensaba
de Nando, a lo sumo a veces recordábamos anécdotas del ingenuamente en los hijos que debería haber tenido con
pasado que lo involucraban. Él la había dejado hacía años, Laura, pero también con un poco de cansancio descubrí
después del accidente. Los amigos pensamos entonces que después de todos esos años yo también había logrado
que a eso podía hacerlo únicamente alguien que fuera un comprender la conducta de Nando y finalmente lo había
reverendo hijo de puta. Recuerdo sin embargo una con- perdonado.
versación de aquella época en la que Horacio confesó que Se hizo un silencio en el interior de la casa, mientras
entendía la conducta de Nando, cercado y aturdido por el recordaba. En ese momento, Horacio entró y preguntó
cambio en el cuerpo de Laura, en la vida de Laura, some- por qué lo había interrogado antes sobre aquel pueblito
tido al futuro de convivir con una mujer inválida, y que de la Selva Negra y por suerte, gracias a eso, pudimos cam-
lo comprendía perfectamente, eso dijo Horacio en aque- biar de tema, es decir, volvimos a hablar sobre los viajes
lla conversación en el pasado, comprendía perfectamente de Eugenio. “Nunca toqué la nieve”, dijo Laura, “solo la
que Nando la hubiese dejado sola. vi de lejos en la cima de la cordillera cuando estuve una
Ahora habían pasado todos aquellos años en los que vez en el sur, hace muchos años”. Horacio dijo: “Cuando
Laura pareció reacomodarse a una vida diferente mientras pienso en la nieve, imagino el contraste de estar tranquilo
nosotros seguíamos siendo sus amigos y Nando se había y caliente adentro viendo que afuera nieva, como en las
casado otra vez y acababa de tener un hijo. Me lo había películas, cuando viajan en tren, por ejemplo, desde Pra-
encontrado en el pueblo hacía unos meses, en pleno ene- ga hacia Viena, y cruzan unos bosques nevados…”. “Eso
ro. Ese mes en la costa es caluroso, despiadado. Me contó me hace recordar ‘El bosque de los abedules’ “, dije. “O
que había alquilado una quinta para pasar el verano, una cualquier otra película de Wajda”, dijo Laura. A través de
casa no lejos de la nuestra (a eso Laura, seguramente, no la ventana pude observar en ese mismo momento la silue-
lo sabía). Nando traía a su bebé no en brazos sino colgado ta de Salvador que se iba. “¿Cómo, ya se va?”, pregunté.
como en una bolsa de canguros, hacía mucho tiempo que “Sí, ahora es la procesión de la virgen en el río, él es uno de
no lo veía y lo noté un poco encanecido y sobre todo más los que reman en los botes con las flores y todo eso. Viene
gordo pero estaba radiante y me contó que tener un hijo mañana a terminar”. La costa, la vida en la costa tiene esas
le había cambiado la vida y hacía chistes para contrarrestar cosas, pensé, el río es como un camino más, la fiesta de
la emoción o para que yo no pensara que se estaba vol- la virgen comienza con una procesión en las callecitas de
viendo cursi o blando, decía por ejemplo que le daba de tierra y continúa en los botes por el agua, como si nada
comer, lo cambiaba, se despertaba de noche obsesionado cambiase en el trayecto. Laura debe haber estado pensan-

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do más o menos lo mismo porque dijo: “Acá se vive dis- haberlo estado: ya habían pasado los días finales del ve-
tinto el río, no es como en Santa Fe. Acá todo tiene que rano, ya avanzaba el otoño. Tal vez la sequía despiadada
ver con el río”. Entonces yo conté que entre los vecinos de esos últimos meses hubiese tenido que ver con la ma-
hay una mujer joven que conozco porque alguna vez fue duración tardía, con esos higos de marzo, duros y verdes.
mi alumna; me la encontré no hace mucho, me contó que Quizás una próxima lluvia fugaz, que la humedad de esos
había perdido su casa con la última crecida. “¿Sabés lo que días anticipaba, consiguiera al fin que floreciesen las plan-
me dijo?: que entre todo lo perdido (los muebles, la vaji- tas alicaídas, postergadas del jardín, y que los higos ma-
lla, la ropa) había un afiche de ‘Los inundados’ que tenía duraran antes de que el otoño se llevase sus hojas. “Ese
colgado en la pared, y que había alcanzado a ver cómo el gallo canta a cualquier hora”, pensé, y pude escuchar en
afiche primero se había ido flotando a través de la venta- ese instante que las oraciones y los cánticos de la proce-
na y cómo después se había deshecho en pedazos, y que sión se elevaban y llegaban hasta nuestra casa a través del
era el único recuerdo de su abuelo, que había trabajado aire volátil de la tarde, así que entré otra vez porque afuera
en la película y había sido amigo de Birri. Se me ocurrió hacía demasiado frío y las plegarias murmuradas siempre
preguntarle: ¿Tu abuelo no será Pirucho Gómez? ‘Sí, me me han puesto triste. Pensé: “Así son las costumbres de
dijo sorprendida. ¿Lo conoce?’. Imaginate: la película mí- los hombres”.
tica, el director de culto, el actor que era un hombre de Adentro, Horacio estaba recordando algo, alguna ex-
pueblo, nuestro neorrealismo de acá a la vuelta, y otra vez periencia en relación con el río. “Estaba de pie —dijo—
la inundación castiga a esa familia. Parece un guión exage- enfrente de la costa cuando la noche se cerró. Acababa de
rado”. “Los inundados II — El Regreso”, dijo Horacio, con ver caballos salvajes trotando en la isla de enfrente del río,
cierto tono distraído. De golpe tuve frío, Horacio lo notó, una tropilla oscura, marchando al lado del agua, mientras
se me acercó, pude sentir el calor de su mano apoyada en atardecía. Había un caballo blanco también, y mientras
mi espalda. Contemplé una vez más el paisaje a través de oscurecía yo recordaba aquella silueta en movimiento
la ventana. En medio del campo se oyó el estruendo de la y pensaba hacia dónde es que iría”. Calló y bebió. Laura
moto del muchacho que se alejaba; creí escuchar además pareció salir de una ensoñación: “Con Nando nos bañá-
los sonidos del agua, incluso, quizás, de los botes entran- bamos desnudos en el río cuando nadie nos veía, nadá-
do en el río, y también el murmullo de la gente rumbo a la bamos desnudos con la corriente a favor”. También calló.
procesión, en medio de sonidos lejanos de campana. Pero dijo después de un momento: “Creo que éramos fe-
El gallo cantó, marcaba la hora en el medio de la tarde, lices”. Yo comprobé una vez más que Laura había sufrido
que se estaba volviendo demasiado relajada, casi perezo- mucho más que nosotros. Horacio pareció no soportar
sa. Horacio y Laura seguían conversando. Salí al jardín, ese momento de nostalgia y de revelaciones. Se levantó
con lentitud me acerqué a la higuera, cercana a la huerta; y puso otra música, mientras tanto, cambió abruptamen-
los frutos no estaban todavía maduros, aunque deberían te de tema y se volvió sentencioso, irrebatible, como con

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lo de Chabrol: “Viajar es lo contrario de la inmovilidad definitiva del gato porque ella no vuelve a mencionarlo
de la casa, de la rutina, del mismo circuito de gatos reco- en ninguna de las cartas, y ese gato sin destino entre los
rriendo los mismos lugares, el mismo territorio marcado trenes del Africa me desespera”. Horacio se seguía riendo
cada vez”. “Claro, pero eso también tiene que ver con el como si aquello también fuese gracioso. “Resulta que el
río: el movimiento constante, uno no se baña dos veces en compilador vive en Dinamarca, ¿tendré que escribirle una
el mismo río y todas esas cosas”, dijo Laura, que parecía carta en danés para preguntarle?”, dijo Laura.
abstraída. Pensé en el cambio en la vida de Laura, en la No pude dejar de notar que Laura no leía novelas sino
inmovilidad de Laura en esos últimos años y en la canalla- cartas de mujeres a sus amantes. Me sentí inquieta y me
da de estar un poco aburridos en una tarde de otoño en la levanté para mirar una vez más a través de la ventana hacia
costa, hablando sobre viajes y lugares lejanos, hablando de el lado del río, desde donde llegaban mitigados los soni-
esos temas justo enfrente de Laura. Aunque pensándolo dos de la procesión, y esa huida era una forma de no mirar
bien, nosotros con Horacio y los chicos tampoco viajába- a Laura directamente a los ojos. Pensé en todo lo que se
mos demasiado lejos, y los hacíamos en general durante puede ver a través de una ventana, como desde una corni-
las vacaciones de verano, y nunca hubiéramos planeado sa para contemplar desde lejos el mundo o para arrojarse
vivir en Londres, por ejemplo, como lo estaba haciendo hacia él como hacia el vacío. Miré a Horacio en ese mismo
seriamente Eugenio. momento. Nosotros tampoco éramos felices. Laura me
“Hablando de gatos —dije estúpidamente porque observó y pareció entender. Murmuró algo. Creí haber es-
todos sabíamos que de eso no estábamos hablando, que cuchado: “Pero si nadie es feliz”, aunque supongo que en
lo de ‘circuito de gatos’ era otra cosa—, ¿te conté que te- realidad no fue así, sino que dijo alguna otra cosa. Por las
nemos un perro nuevo?”. Reímos. “¿Y ahora dónde está”, dudas, ni en ese momento ni nunca más se lo pregunté. A
preguntó Laura. “Es un cachorro. Los chicos se lo lleva- esa hora —imaginé pensando en la fiesta de la virgen—
ron a Santa Fe, parece de juguete”. “Es tan feo”, dijo Hora- debe tener un color cambiante el río.
cio, “y sin embargo fui yo el que lo compró en el criadero “Si la vida pudiera grabarse en estudios —dijo Lau-
que está en la ruta”. “Es un bull terrier –expliqué—, una ra—, me gustaría este cast: como ‘mi padre’, Kirk Douglas;
raza de perros que en su origen fueron de pelea y que son como ‘mi madre’, Katherine Hepburn…” y antes de que
medio raros, pero que ahora son totalmente domésticos”. pudiera seguir, Horacio dijo: “Qué mezcla”, pero le debe
Laura contó, sonriendo: “Ya que hablamos de gatos, re- haber parecido divertido proponer el elenco de su vida
sulta que estuve revisando las cartas de Karen Blixen en y comenzó a bromear con: ”Amelia Bence como ‘mi pri-
donde cuenta que un amigo le envió un gato por tren has- mera novia’, Olga Zubarry como ‘la señorita de primero
ta su casa en el medio del Africa, pero el gato se extravió y superior’, Angelito Magaña como ‘mi tío Cacho’…”. Nos
nunca llegó en ese tren y después sigue hablando de otra reímos como criaturas; yo continué: “Osvaldo Miranda
cosa y no logro conocer el paradero del gato, qué fue en como ‘el mejor amigo’...”. No daba para más. Laura quiso

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ir al baño, Horacio intentó ayudarla a levantarse: “No, no, cicatrizan, pero nadie puede juzgar ni medir el modo en
está bien, yo puedo”, se defendió ella. Cualquier trayecto, que a cada uno lo lastiman los reveses, la vida, los obstá-
por corto que fuese, para Laura significaba un esfuerzo. culos. Cuando Laura volvió a nuestro lugar de reunión,
Cada noche de las que pasamos en la costa intenté ayudar- seguimos conversando sobre temas diversos. En un mo-
la a bañarse, a desvestirse y a acostarse, a veces aceptaba mento me detuve a observarla en cada uno de sus movi-
mi ayuda y otras no, a Horacio le costaba comportarse de mientos pausados, la vi cuando no sabía que la miraba, la
modo natural ante los ritos cotidianos a los que obligaba espié y recordé cómo era, cómo había sido su cuerpo an-
la invalidez de Laura. En medio de la marcha lenta, apo- tes del accidente, cómo se veía cuando podía moverse con
yada en el bastón, dijo con resolución, como si alguno libertad. Laura había sido hermosa. Pensé una vez más en
de nosotros se lo hubiese preguntado: “Volver a caminar ese cuerpo que había cambiado, que ella finalmente había
con normalidad, no sé...”, con Horacio nos miramos, in- perdido.
cómodos y sorprendidos. “Bueno, en realidad claro que Pasaban las horas. El sol empezó a ocultarse, se disi-
me gustaría estar sana otra vez pero de lo que estoy segura paron las nubes bajas, podía escucharse la quietud silen-
—lo dijo con voz firme—, lo que sé es que no quiero ser ciosa de la tarde, una por una aparecían las estrellas. Allí,
como antes”. Y en ese momento sentí la contradicción y callados, sentimos el viento más fuerte del oeste, del lado
el dolor de esa terrible esperanza, del insoportable dolor. del río, que golpeaba los postigos y disfrutamos de la luna
“Solo quiero que me amen, dijo un director de cine, o leí incipiente que empezaba a brillar sobre la arboleda y que
alguna vez que dijo un director de cine, que a lo mejor era podíamos espiar a través de la ventana todavía entrea-
Fassbinder”, estuve a punto de decir en voz alta pero me bierta. Quizás ya todo había terminado, pero nos quedá-
callé porque por algún motivo me arrepentí. bamos allí sentados y quietos, como esperando algo más
Cuando entró en el baño, Horacio preguntó con voz (“¿Cómo se reconoce a alguien que ha pasado su juventud
cautelosa: “¿Qué pasa, de qué estuvieron hablando?”. “De en un cineclub? Porque ahora, incluso cuando terminan
Nando”, le dije. “No le habrás contado...”. “No”, respondí, las peores películas, no se levanta de la butaca hasta que
porque era verdad que no le había contado nada a Lau- no pasan los últimos títulos y el acomodador comienza a
ra: ni que Nando había tenido un hijo ni que me lo había mirarlo con gesto acusador”, dijo Horacio, pensando en
encontrado en el verano en la costa, muy cerca del lugar nosotros). Contemplé el jardín, miré hacia la huerta: las
en el que estábamos. “Aunque no sé —dije, dudando— si gallinas se habían ido de nuestro patio, siempre regresaban
hacemos bien en protegerla, si no es demasiado”. ¿Nadie le al atardecer al gallinero del vecino, cruzando la callecita, y
habría comentado a Laura en estos años —pensé— que solo rondaban en el aire los zumbidos de algunos insectos
Nando se había casado, que había tenido un hijo, que esta- y en el suelo se destacaban los rastros de las hormigas en
ba feliz? ¿Laura no debería saberlo? ¿Acaso podría ser to- caminitos marcados en el pasto. Afuera había un clima de
davía más desdichada? Hay heridas peores que finalmente calma, de relajado tedio. Adentro, entre las paredes de la

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casa, supe que la noche que recién comenzaba iba a resul-
tar intolerable.
Entonces respiré profundamente y le pregunté a Laura Epílogo
qué prefería comer en la cena y me puse a contar historias
de alguna gente que todos conocíamos, sin mencionar en “El presente silba como una víbora”
ningún momento a Nando, haciendo como que no sabía F. Urondo
nada nuevo sobre Nando, y fingiendo como siempre que,
a pesar de los años, el cambio en el cuerpo y en la vida de 
Laura a mí no me había afectado. Pensé que a veces los
recuerdos —incluso los recuerdos de los otros: el pasado
de Laura, la traición de Nando, la condena de un cuerpo - ¿Cómo es la pampa?
inmóvil desde aquel momento y para siempre— queman - No es tan distinto, esto también es la pampa, solo
como la ira y el presente no destila más que una tenue su- que acá está el río y allá, agua no hay (pienso que la dife-
cesión de pequeñas, de insuficientes alegrías. Ahora mis- rencia está en las cuchillas entrerrianas, no sé por qué no
mo, la posibilidad de estar otra vez embarazada rondaba lo menciono). Le dicen la pampa gringa, pero gringos allá
por mi cabeza. Ni siquiera a Horacio se lo había dicho to- son los italianos, sobre todo, o algún que otro suizo.
davía, aunque estaba casi segura: otra criatura en nuestras - Acá, en cambio, los gringos siempre van a ser los in-
vidas, un hijo más. gleses.
Mientras tanto, espiaba a través de la ventana el ano- Al decir esto, Miguel suspira, como resignado ante la
checer en el campo con una especie de respetuoso temor verdad evidente. El Turco, en la galería de atrás, empieza
a la intemperie y pensaba que la procesión por el río ya a tocar la guitarra.
habría terminado, y hablaba sobre esos temas con Laura, - ¿Vos nunca saliste de Entre Ríos? –le pregunto. En
y elegía el silencio sobre otros, y tenía esos aislados pen- ese momento me doy cuenta de que durante estos años
samientos sobre el paisaje, sobre la procesión y el fin de no habíamos tenido una conversación demasiado perso-
la tarde, hacía todo eso por diversas razones, pero sobre nal. Casi todos lo llaman Maestro, yo solo sé su nombre y
todo porque necesitaba probar que yo nunca sería como que renunció a vivir en la escuela porque había convertido
Nando, que yo era completamente inocente.   la casita destinada al director en un aula más y se había
  venido a vivir a lo del Turco.
- Una sola vez crucé el puente para Uruguay, fui a tra-
bajar unos meses a Paysandú, en una estancia, cuando era
un gurí. La provincia, después, la recorrí entera: Diaman-
te, Nogoyá, Federación —la vieja, antes de que la inunda-

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ran para hacer la represa—, La Paz. Hasta Villa Paranacito Debe ser grande Rosario, toda la ciudad al costado del río.
llegué, estuve dando clases en las islas. En la capital tam- No conozco, y tampoco Santa Fe, eso que cuando fui a
bién viví algún tiempo. Paraná se me cruzó por la cabeza la idea de cruzar el túnel
Por un segundo pienso que se refiere a Buenos Aires, e ir a ver cómo era del otro lado.
pero después dice: - Y, no es gran cosa. Ahora me tira más el Uruguay que
-Es lindo Paraná: el Parque, las barrancas. el Paraná, no sé por qué. Cuando era chico vivía en Sauce
Imagino a Miguel, más joven, asomado a las barrancas Viejo, un pueblito de la costa cerca de Santa Fe, a orillas
como un gato que se fascina ante el abismo. Él interroga: del río Coronda (pienso, y no lo digo en voz alta: los ríos
- ¿Por qué viniste de Rosario? que fueron cercanos siempre me recordarán a Elvira).
- ¿Cómo caí acá? (Se cuela un silencio penoso, un chi- Cuando estaba en Rosario —continúo— me sentaba solo
co pasa en una bicicleta). Yo no soy de Rosario —dije—, en el puerto o en el Parque Independencia, en una parte
estuve ahí en los últimos años, trabajando en el puerto, antigua, en un costado, con pérgolas y un rosedal, sobre
en esa zona hay mucho movimiento. En realidad yo soy todo en los días de verano, aunque me muriese de calor.
de Santa Fe, ahí vivía mi familia, pero me fui primero a (Callo, cierro lo ojos: soy joven otra vez, creo en subirme
Rosario y un buen día crucé para Victoria y me vine a En- a un barco y recorrer el mundo)
tre Ríos, no lo tenía planeado desde el principio. Al final, - Y a tu pueblo, ¿nunca volviste?
como mis padres ya murieron y mi hermano vive afuera, - No. En Sauce nunca pasa nada. (Miguel mira las
me quedé por acá, por la provincia, probando. calles polvorientas. Sé que está pensando: ¿Y acá?). Y en
Iba a contarle que mi hermano Julián vivía en Lon- Santa Fe ya no me siento bien. Los únicos de la familia
dres, pero me pareció demasiado para una primera con- que quedaban eran mi viejo y mi tía, y se murieron hace
versación a solas. Miguel habla ahora con un tono más unos años, uno casi detrás del otro, pero primero mi tía,
solemne, como si el haberle relatado algunas cuestiones porque en mi familia se mueren primero las mujeres.
de mi familia y de mi pasado hubiera creado un clima di- - ¿Y no tenés otros parientes?
ferente entre nosotros; lo intuyo, a pesar de que él no dice Suspiré: —Mi otro tío y mi hermano, que viven en
nada. Londres.
- Yo estudié para maestro en Victoria. Hay un con- Se lo dije. Para que no siguiera preguntando, le conté
vento de los benedictinos, ¿lo viste? Hacen esa jalea real y algunos recuerdos de infancia:
esos licores —las borracheras que me habré agarrado—; - Lo único que tengo para contar de Sauce es que una
atrás del convento hay un cementerio que es solo para los vez se estrelló un avión con contrabando de cigarrillos y
monjes. Lo visitan mucho los turistas. (Asiento con un todos fuimos a ver los restos y las huellas del pasto que-
movimiento de cabeza, un pájaro pasa y tiene un plumaje mado en un campo en las afueras. Eso me causó mucha
levemente azul, canta y es como un beso breve y diurno). impresión, yo era todavía un chico lleno de ideas sobre el

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futuro, ideas como viajar por el mundo (estuve a punto de ocupaban los ingleses y que todos siguen llamando Los
decir: Viajar enloquecidamente por el mundo), pero ese Chalets. En tanto, suena la guitarra del Turco en el medio
día decidí, al menos, no ser contrabandista de la tarde, de espaldas a la costa frondosa y al viejo mue-
Otro silencio, Miguel se sonríe. Por supuesto, no con- lle. Al Turco le gusta arrinconarse en la galería sombreada
té nada más sobre mi familia: y cantar Atahualpa y zambas tristes que a nosotros, a Mi-
- También me acuerdo de una vez, pero yo ya vivía en guel, a mí y a los otros pensionistas (el Turco nos llama
Santa Fe, nos llevaron con la escuela a la plaza para ver a “los huéspedes”), nos llegan a través del aire cortante de la
Borges, que estaba de visita y había dado una conferencia. costa, cuando la voz cargada del Turco se esparce, ocupa
No entendíamos bien quién era, lo veíamos desde lejos, el espacio sin delatar su lugar de nacimiento preciso, en
veíamos a un hombre viejo, Borges siempre fue un hom- medio del sopor de la siesta; él quizás esté sentado en la
bre viejo. Plantó un árbol en el medio de la plaza. primera galería sin ventanas o tal vez, más allá, en las sillas
- ¿Y lo veía al árbol mientras lo plantaba? del fondo del corredor cubierto desde donde se adivina
- No seas cretino, fue en la época en que veía amarillos, apenas el follaje descuidado que rodea la casa. Estamos
a eso lo leí en algún lugar. (Me di cuenta de que Miguel no descansando, Miguel y yo, en unas reposeras en el medio
lo había dicho con ironía sino con ingenuidad). Plantó un del parque del Mess, bajo un sauce, y tras los yuyos altos se
eucaliptus en un cantero. ocultan cascotes y basura. La música va subiendo desde la
- Yo pensé que Borges siempre había sido ciego, es de- piel, desde los poros como si fuese un humo. En tiempos
cir, no sé si ciego de nacimiento pero sí ciego por comple- de la Compañía aquí se alojaban los visitantes menores,
to. (El aire transporta un perfume dulzón, la calma de la “de bajo nivel”, cuentan todavía los viejos en el pueblo,
tarde nos retiene en ese instante, indeciso y lento) ¿Cómo mientras que los ilustres se hospedaban en la Casa de las
será ver solo el amarillo? Acá, ahora, por ejemplo: no ve- Visitas, por ejemplo el Príncipe, ese que no llegó a ser rey
ríamos más que aquellas flores en el suelo, la remera del de Inglaterra porque abdicó para casarse con una divorcia-
chico de la bicicleta, que debe ser uno de los Soria, la cer- da extranjera. Le cuento a Miguel las únicas historias de
veza en el vaso. la infancia que le quiero contar (Borges y los contraban-
No respondo, me quedo meditando sobre la pregun- distas, en mi infancia, habían sido los príncipes, aunque
ta, levanto la vista hacia la copa de los árboles y enseguida en realidad, en la familia, el príncipe había sido siempre
estoy pensando en otra cosa. Miguel se calla, igual que yo, Julián) y él dice que me va a contar la historia del Príncipe
sumido en su candor. El calor derrite los cercos abando- de Gales de visita en Liebig en el veintitantos.
nados por los ingleses, los cercos que rodean lo que ha- - Borges tenía también algo con los ingleses, ¿no?
bía sido el Lawn Tennis y que una vez, imagino, fueron - La madre. No, la madre no, la abuela.
relucientes y altivos, y aquí a nuestro lado vegetan tam- -¿Y escribía en inglés?
bién las ruinas del Mess, en la parte alta de Liebig, la que - Solo me acuerdo de una poesía, de dos: Two English

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Poems. dano ilustre, te dan la pala para la foto, en el mejor de los
-Nunca pude aprender inglés. casos echás el primer puñado de tierra...
- Vos no sos gringo. - Como en los entierros.
- Sí, pero acá, aunque no seas gringo, todos chapu- - Algo así. Das la primera palada, te sacan la foto (se
rrean un poco, sobre todo los viejos (Miguel se levanta guardan en el Museo de la Ciudad y se muestran en unas
para buscar otra cerveza. Me dice desde el fondo, en voz vitrinas las copias de esa foto: Borges, su traje gris y al
más alta): Los gringos no se mezclaban. lado, el retoño de eucaliptus) y al árbol al final lo planta un
- Ni un mestizo —digo—, ni un desliz entre un gringo empleado de la Municipalidad.
y una entrerriana, o al revés. Qué raro. En esta soledad. Hago un silencio. Miguel no dice nada. Sigo pensando
- Antes no era tan solo. en voz alta: — Yo tampoco conocía bien el inglés, a veces
Recuerdo una vez más los cuentos sobre el esplendor lo leía y lo podía traducir, a veces no. Mi hermano Julián sí,
del pueblo cuando lo gobernaban los ingleses: veían los con un diccionario traducimos aquellos poemas, uno em-
estrenos de cine al mismo tiempo que en Buenos Aires, pezaba diciendo: “Te ofrezco calles magras, puestas de sol
en una sala especial, antes de que las películas llegaran in- desesperadas...” (Miguel no puede reprimir una sonrisa.
cluso a Paraná; la biblioteca era la más grande del Lito- Me avergüenzo. Recitar siempre me había producido un
ral, tenía enciclopedias, novelas y la colección completa poco de pudor. Eso implicaba que uno se había estudiado
de Caras y Caretas; los ingleses daban fiestas en el Golf y los versos de memoria, y antes de eso, que esos versos le
en el Lawn Tennis, y viajaban a la capital en un avioncito habían de veras causado una emoción. Recordé —cómo
privado (todavía quedan los restos del hangar, en las afue- no recordar— que mi padre recitaba ante las mujeres de
ras); los criollos obreros que vivían en La Soltería tam- la casa (así las llamaba antes del abandono de una de ellas,
bién tenían sus bailes vespertinos y sus torneos de pesca. mi madre): “De Elvira lo primero que vi, hace tantos años,
Miguel dice, de pronto: fue la sonrisa”; muchos años después, ya siendo un adulto,
- La verdad, no me lo imagino a Borges con la pala. ya de regreso de Londres, leí la versión completa de aquel
Se ve que se había quedado pensando en lo que le poema de Borges que hablaba de Elvira de Alvear: “Todas
conté. las cosas tuvo y lentamente todas la abandonaron... De El-
- ¿Qué sabés de Borges, vos? vira lo primero que vi, hace tantos años, fue la sonrisa y es
- Lo que veía en las revistas cuando era chico. Yo era también lo último”. Mi padre no lo recitaba completo.
chico, Borges era viejo y siempre salía en las revistas. To- - Nunca pude entender el inglés. Leerlo, ni probé.
dos sabíamos quién era, incluso, aunque vos no lo creas, - ¿Quedarán libros en inglés en la biblioteca?
en estos pueblos de mierda. Termino el cigarrito y respon- - No sé, podríamos preguntarle al Rengo. (El Rengo
do con desgano: es el encargado de la biblioteca y de la oficina de Turismo.
- Lo de la pala es una formalidad. Te declaran ciuda- En las vacaciones y durante los fines de semana largos, so-

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bre todo, vienen de visita muchos porteños. Estoy a punto escuchando mientras nosotros, que estamos casi al lado,
de decirle que yo también viví un tiempo en Londres y no lo podemos oír más. A lo mejor el canto se pierde para
que ahí había mejorado el idioma, pero me arrepiento y siempre en estas tierras sin ser escuchado).
cierro la boca). Me quedo pensando: - Se pusieron de acuerdo el Rengo, el padre de Salva-
- En el plano viejo que está en la Comuna figura la bi- dor, el viejo Corelli, creo que estaba el Turco también, sí,
blioteca, pero en otro lado. el Turco seguro que habrá estado, después le podríamos
- Claro, porque antes estaba del lado de la Compañía. preguntar, y varios más había, no sé ahora quiénes eran,
A eso lo sabe bien el Rengo. (El viento del río Uruguay pero había varios (creo que estaba el Paraguayo). Lleva-
debe venir ahora para nuestro lado porque se oye la voz ron dos camionetas en el medio de la noche, una era la
del Turco muy claramente cantando ‘Guitarra dímelo tú’. de Corelli, rompieron la ventana de la biblioteca del lado
De esa canción siempre me había gustado una parte: Los de Los Chalets de los ingleses, y cargaron todos los libros
hombres son dioses muertos de un templo ya derrumbao. en las camionetas y los llevaron a la Comuna, que está de
Solo pienso en esos versos, los recuerdo mientras encien- nuestro lado, en El Pueblo. Los libros ahí quedaron esa
do otro cigarrito, no se me ocurre esta vez recitarlos en noche, los empezaron a acomodar después, en una casa
voz alta en presencia de mi compañero). Porque cuando de al lado, que es adonde está la biblioteca ahora. Los re-
los ingleses cerraron la fábrica y se fueron, vendieron casi cuperaron a todos, y también las revistas. Los ingleses no
todo el pueblo, que era de ellos; afuera del lote solo que- pudieron reclamar porque el edificio de la biblioteca vieja
daron algunas casas porque a los empleados también les era de ellos pero lo que estaba adentro no, eso era del pue-
vendieron las casas de la Compañía en donde venían vi- blo, no lo podían vender, no se lo podían llevar.
viendo, pero bueno, cuando quisieron venderle los libros - Garra entrerriana. Así lo hubiera querido el General.
que había acá a una biblioteca grande o, no sé, a un colec- (Después de decir esto, se me ocurre que me estoy ven-
cionista de Buenos Aires, no se lo permitieron. gando de Miguel por haberse burlado de mí y de los ver-
(El sopor de la siesta es envolvente, como el insom- sos de Borges recitados). Dos generales tuvieron.
nio). - Un general tuvimos: Urquiza. Ramírez fue jefe su-
- ¿Quién no les permitió vender los libros? premo.
- A eso lo sabe bien el Rengo. Bueno, es un secreto a - ¿Del ejército?
voces. No, es la mitad de un secreto. (Miguel se hace el - De la República de Entre Ríos.
misterioso, tal vez, como forma de escaparle al tedio. Qué - Urquiza vivió por acá. Podés creer: todavía no vi el
más podíamos hacer en la tarde de Liebig). Palacio.
- Pero contá —le digo. (El Turco ha dejado de cantar, - Vivió en San José, pero había nacido en el Talar del
o el viento les esquiva a las voces, a lo mejor lleva el canto Arroyo Largo. Ramírez nació por acá, en Concepción,
para el lado del Uruguay, a lo mejor en la costa lo están que en esa época se llamaba Arroyo de la China. (Miguel

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habla como “el maestro”, y con ese convencimiento y esa to volvería al pueblo, aunque sabía que no era cierto. Esa
delicadeza de los entrerrianos que los hace sonar orgullo- fue mi única carta antes de desaparecer por completo; no
sos pero nunca soberbios). le dejaba mi dirección ni mencionaba mis planes futuros.
- Pensar que cuando uno en otra parte dice el General, Había cerrado ya el sobre e iba a llevarlo al correo cuan-
dice: Perón, pero acá no. Bueno, o eso, al menos, era en do decidí romperlo (lo recuerdo como si fuera un suceso
otra época. reciente). Volví a escribir entonces la carta, repetí las pa-
- Pero en la placita están la foto y la placa —dice Mi- labras iniciales pero esta vez le di una dirección inventada
guel. en respuesta a su pedido de saber en qué lugar de Rosario
- La foto no es de Perón, es de Evita. A la placa la leí: estaba viviendo. Esta vez sí la mandé por correo a Santa
‘Pueblo Liebig a la memoria de la inmortal Evita’ ”, o algo Fe. Todos estos años he imaginado su esperanza al escri-
parecido. No hay placa para el Príncipe. birme sus cartas a la dirección que yo había inventado y
- Es que no se lo recuerda bien. Ni siquiera los ingle- su desesperada humillación al no obtener mi respuesta o
ses, cuando estaban. Lo que pasa es que el Rengo cuenta al recibir las cartas rechazadas. Muertos mi padre y mi tía,
toda esa historia del Príncipe adornada para los turistas. vendidas la casa y la ruina en que se había convertido la
Recuerdo que el Turco me había dicho una noche, más quinta, pagadas las deudas, no quería que nada me atase a
aburrido que borracho, algo fragmentario y confuso sobre Santa Fe, ni siquiera el amor. Cuando alguna que otra vez
la historia de una carta que había escrito el Príncipe cuan- la he mencionado ante alguna nueva mujer que me pre-
do subió al barco para irse definitivamente de América. guntaba por mi pasado, y dije que ella se llamaba Amanda
- La carta —digo para que nuestra conversación no se Voces, los otros pensaron que se trataba de una broma, de
desvíe, como al principio, hacia los avatares de nuestras una invención, pero ese era realmente su nombre. Recor-
vidas personales. Solo quiero oír hablar sobre la visita del darla, años después, cuando estoy lejos para siempre, es,
Príncipe y sobre el pasado del pueblo. quizás aún, una forma de desesperación. A nuestro alre-
En mi huida de Santa Fe, hace unos años, también dedor estalla el perfume del verano de Liebig y a lo lejos
hubo una carta. Amanda, mi novia de aquella época, la se pueden ver nítidamente los bajos, las tierras ganadas al
había escrito y me la había entregado antes de mi partida; río adonde vivían los criollos en tiempos de los ingleses y
me pedía con una tristeza que le era propia que no me fue- que desde esa época llaman El Pueblo, con sus calles de
ra, o que la llevara conmigo, me escribía aquellas palabras casas viejas, con esas plantas con flores rosadas en todos
de los amantes que a veces no se pueden decir mirándole los patios y en las veredas, esas flores que llaman azaleas.
la cara al otro, sosteniendo su mirada. Ella, sin dudas, no El chico de los Soria se para al costado del cerco del lado
había podido pronunciar esas palabras frente a frente, y de la calle polvorienta para ofrecernos torta, como la que
yo tampoco hubiera podido decirle las mías. Le contesté venden los fines de semana a los turistas. Muevo apenas
desde Rosario, tiempo después, anunciándole que pron- la cabeza para decir que no. (En estas horas, el calor es

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innombrable). El chico no me saluda a mí, solo a Miguel, diría con aire de misterio: es la mitad de un secreto, es un
le dice: “Chau, maestro”. El sol apenas empieza a declinar. pueblo muerto que revive para las vacaciones y que les
Me dan ganas de esperar que pase el tiempo sin siquiera vende a los turistas su propia agonía detenida en el tiem-
conversar con Miguel, sin oír la guitarra del Turco siquie- po: “Pasen y vean, aquí hubo unos cuantos ingleses ex-
ra, de ir a ver, solo, el atardecer en el muelle viejo o en el plotadores, aquí hubo un falso pasado de esplendor. Hoy
Club de Pesca, adonde el río hace una curva sinuosa y somos nada”. Alguna vez el Turco comentó con un poco
muestra bancos de arena y unas islitas cercanas a las que se de ironía y otro poco de admiración que algunos supie-
puede llegar nadando desde la costa. El Uruguay es un río ron hacer renacer pobremente al pueblo muerto del que
ancho y azulado, a eso creo que lo dice alguna canción: “el todos, en el fondo, querían escapar, y así hoy los turistas
río azul”, o merecería decirlo, el Turco lo debe saber, aun- visitan las ruinas, pescan en el club sobre el río, recorren
que siempre canta canciones cordobesas o tucumanas. la fábrica casi por completo abandonada, los vestigios de
¿Cómo vino a parar el Turco aquí? Yo me vine de Victoria una colonia del Imperio en el siglo veinte, y al anochecer
buscando otros rumbos, llegué primero a Colón y trabajé se alejan para siempre. Nadie veranea dos veces en Liebig.
en un hotel, después, estuve un tiempo en Villa Elisa, en la No hay hotel en el pueblo: los visitantes se alojan en Co-
plantación de eucaliptus (a la memoria de Borges) y vine lón o en las termas del interior y cruzan por Pueblo Liebig
a conocer Pueblo Liebig por curiosidad y aquí me quedé, con una curiosidad de animal acechando a la presa mori-
haciendo changas en lo que queda de la fábrica y cuidan- bunda. Los habitantes se dejan observar, el Rengo cuenta
do la casa de la última inglesa que vive en Buenos Aires y una historia mitad cierta, mitad inventada sobre la buena-
solo viene en las vacaciones, algunos días, para controlar venturanza de la época de los ingleses, sobre el honor de
la casa de té que sus viejos empleados abren para los tu- haber recibido a quien era en ese momento el futuro rey, y
ristas y para comprobar si sus rosas, a las que nombra con al mismo tiempo, sobre la gesta patriótica de recuperar no
distintas palabras en inglés, persisten en el antiguo jardín solo los libros sino el gobierno del pueblo una vez cerrada
(“En lo que más creo es en la luna —dice la inglesa—, la fábrica.
solo podo mis rosas durante la luna menguante, solo hay Por qué decidí quedarme a vivir aquí yo: eso era lo que
que hacerlo bajo la luna menguante para poder librarse de quizás Miguel, que vivió en Liebig buena parte de su vida,
cualquier obsesión”). La inglesa sigue preparando dulces me quería preguntar cuando se abrió la tarde y nos pusi-
y postres que seguramente pasaron de moda en Inglate- mos a beber y a conversar. Por qué Liebig y no el mundo
rra, y cuando habla en inglés usa palabras y expresiones que cuando joven deseaba conocer, y de qué modo resultó
que allá cayeron en desuso desde hace años; para un in- ser Liebig para mí aquel mundo. En realidad, no compren-
glés de hoy ella sería una extraña, los ingleses de acá ya no do muy bien esa respuesta todavía. Aunque la historia de
son ingleses ni tampoco son argentinos ni nada. Liebig, mi familia bien podría contribuir a una respuesta.
un espacio sin tiempo, un pueblo muerto. O como Miguel - Decíme, Miguel, ¿de dónde vino el Turco? (Debí

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preguntar quizás: ¿Qué culpa está expiando para haber que, me lo contó después, alguien había traído alguna vez
elegido este lugar, o cuál es su rencor, o cuál es su secreto?) desde Londres (“Ah, las épocas de esplendor —le gustaba
Miguel sigue observando el cielo que con el correr de decir entre chanzas al Turco ante sus amigos—, la vaca en
la tarde va perdiendo claridad y me cuenta de modo vago el barco y, en tanto, tirar la manteca al techo...”) porque era
que el Turco es entrerriano pero que después de vivir en un abril de lluvias y por la noche, sobre todo, se sentía el
Gualeguaychú “supo andar por Fray Bentos” y que trabajó frío cercano del agua, pero era un frío que sin embargo re-
en la última “época buena” de la fábrica, después se juntó cordaba de un modo vago las noches de verano, quizás por
con una mujer del pueblo, pero la mujer murió joven, de el cielo estrellado, quizás por el olor del Uruguay que pa-
una enfermedad repentina, y el Turco se quedó a vivir en saba flotando, que pasaba olvidando tras él estas costas de
el Mess, pagando como nosotros un alquiler barato a la Liebig. Me acerqué ese día al Turco y le pregunté dónde
Comuna. Yo, que nunca supe bien de dónde venía el Tur- podía comer y, también, con quién tenía que hablar para
co, no le había sentido el acento entrerriano, y a lo mejor conseguir un poco de información sobre el pueblo. Cabe-
por cómo cantaba folklore se me ocurrió que podía ser de ceó, despertándose del todo, me miró de arriba abajo con
alguna provincia del norte. Qué raro, pienso, con Miguel cierta curiosidad y me dijo: “No tenés pinta de turista vos”.
hablamos sobre Urquiza y sobre Ramírez, pero no sue- Le expliqué que era de Santa Fe y que, después de probar
nan de fondo chamamés o chamarritas, y todo lo que veo suerte en Rosario, decidí venir a Entre Ríos, y que estaba
hasta donde alcanzan mis ojos son unos derruidos techos trabajando en Villa Elisa pero que quería seguir recorrien-
ingleses, nada desde mi sillón parece entrerriano. Cuan- do lugares por estos lados. El Turco me hizo sentar, me
do llegué desde Colón, hace cinco, seis años, era el final contó parcamente algunos hechos de la historia del pue-
del otoño; sin embargo, recuerdo, ese día el frío había re- blo y después me invitó a comer “con los otros huéspedes”.
crudecido. Era sábado, pero el pueblo estaba desierto: el Miré la gran casa derruida adonde era invitado; me llamó
clima no ayudaba y era fin de mes, había incluso pocos de un poco la atención que el Turco no dijese, como cual-
los turistas habituales, pescadores. Recorrí el pueblo con quiera: “Vamos a comer” o “Vamos a comer un asado”,
paulatina sorpresa; algo había leído sobre La Forestal, en sino: “¿Por qué no vamos y nos comemos un bife?”, y me
el norte de Santa Fe, pero sobre este pueblo de ingleses pareció que la palabra “bife” delataba en esa frase una vana
a orillas del río Uruguay poco o nada sabía: un antiguo pretensión de complicidad, de hablar con el lenguaje que,
saladero convertido en una fábrica de carne enlatada que según uno imagina, usan los ganaderos, los que son o fue-
durante décadas se exportó hacia Inglaterra. Con el pri- ron los verdaderos dueños de la tierra. ¿Cómo habrán ha-
mero que hablé, el primer día, fue con el Turco. Estaba blado los ingleses de Liebig cuando intentaban el español,
dormitando en el jardín delantero del Mess, cerca de don- con qué palabras simples cada día, cuando salían de las
de con Miguel estamos ahora. Estaba echado en una de oficinas de la fábrica o de sus casas en la zona de Los Cha-
estas mismas reposeras y cubierto con una manta escocesa lets? Miguel, ajeno a mis pensamientos, continúa su relato

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y comienza por fin a hablarme, con parsimonia y sorbo a a la familia. Miguel está narrando la historia de la carta de
sorbo, sobre la carta. En mi familia, recuerdo, hubo tam- Liebig, presto atención, vuelvo a escucharlo. En tanto, el
bién un episodio relacionado con una carta (además de las sol se ha escondido y la brisa es un poco más fresca. La
cartas apócrifas de suicidas que leía mi hermano Julián). cara de Miguel se me va desdibujando de modo paulatino,
Mi abuela contaba que su madre, en Italia, en el pueblo mientras crece la sombra.
natal, recibió la ropa de un hermano muerto en la guerra, - El Príncipe —dice— vino al país en mil novecien-
que había sido conservada en una prisión por algún parti- tos veinticinco y lo llevaron a visitar algunas colonias de
sano, por razones confusas que hoy no recuerdo y que mi ingleses en Buenos Aires, como Temperley, y también a
abuela seguramente tampoco conocía pero decidía igno- varias provincias: Córdoba, Mendoza, Corrientes. Pero a
rar al hacer su relato (o quizás al contar agregaba detalles eso, el Rengo no lo dice. Cuando lo cuenta, parecería que
para que la historia resultase convincente para el resto de el Príncipe vino a la Argentina especialmente para ver a
la familia, sobre todo para la pobre Elvirita y para mí, que los ingleses de la fábrica de Liebig (Miguel se sacude con
escuchábamos expectantes). Tras morir nuestro pariente, una tos nerviosa y breve). De Corrientes lo cruzaron acá,
el compañero hizo llegar la ropa a la familia; entre la vieja adonde estuvo apenas un día y se embarcó para partir di-
camisa raída, el abrigo codiciado por las víctimas civiles de rectamente hacia Inglaterra.
la guerra, en épocas de escasez, y un pañuelo con manchas - Claro —digo de modo desganado, como ante una
borrosas, el muerto había guardado una carta. Mi abuela revelación tardía—de este puerto salían barcos grandes.
nunca explicaba en ese momento del relato dónde estaba (Pensé en el Príncipe, su cara desdibujada como la de
escondida la carta, en qué lugar exacto: si envuelta en el Miguel en la penumbra, caminando por el muelle ahora
pañuelo, si apretujada en un bolsillo del abrigo, o cosida abandonado). ¿Y la carta?
como un secreto en un pliegue de la camisa. La madre de - A la carta la descubrió alguien a bordo del barco...
mi abuela no revisó en detalle la ropa del hermano muer- - ¿Y la robó?
to, lo lloró en cambio con un dolor resignado y lavó la ropa - No, no pudo hacerlo. La copió, a escondidas; no sé
en el arroyo cercano al pueblo. Solo reconoció los restos sinceramente cómo lo habrá hecho.
de lo que había sido la carta cuando, entre la ropa húme- - Algún inglés.
da, encontró el papel casi desintegrado y la tinta apenas - No sé, la verdad, ni siquiera si la carta será cierta, aun-
legible en la que se podían reconocer solo unas letras suel- que el Rengo jura que sí es verdadera. Se la había escrito el
tas. Nunca supo nadie qué escribió el moribundo: alguna Príncipe a la madre, que me parece es esa reina vieja que
confesión, algún recuerdo, alguna intimidad que jamás se- hasta hace poco todavía estaba viva. Hablaba mal del pue-
ría develada. O quizás —en el momento de su muerte la blo. Decía que estaba harto del viaje y que no sabía para
guerra aún no había terminado—, un mensaje que era un qué había tenido que venir, para embarcarse, a este paraje
testimonio, por eso el compañero rescató la ropa y la envió despreciable y perdido, y que más le hubiera convenido

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partir desde el puerto de Buenos Aires. enseguida y Miguel se va, atravesando la cerca delantera;
- Mirá Su Alteza. Poco afecto al deber: por eso renun- imagino que camina hacia una cita secreta. Pienso después
ció. que tengo que preguntarle al Turco algún día si él estuvo
- Abdicó —corrige Miguel. A veces me parece, por presente en aquel acto de reivindicación, aquella noche de
como cuenta la historia el Rengo, y el Turco también, que los libros, si valió la pena, si alguien ha leído alguna vez al-
la carta fue la gota que rebalsó el vaso, que fue lo que más guno de esos libros, si a alguien le importa hoy realmente,
rencor les produjo a los criollos, que odiaron más al Prín- en este pueblo sin ingleses, qué pudo haber escrito el Prín-
cipe que a los jerárquicos de la fábrica, a los que tenían al cipe. Me quedo sentado e intento convencerme de que
lado. solo será por un rato más. Es cuando me doy cuenta de
Pensé: El Príncipe, lejano, fugaz, casi inexistente, era que hace bastante tiempo que la guitarra del Turco dejó
más fácil de odiar. Quizás lo de la carta fue una historia de sonar, es decir que quizás en ese momento, debido a
inventada por los rebeldes del pueblo, por los insurgentes. la ausencia de Miguel y de los demás pensionistas, acabo
- Y también me parece —la voz de Miguel se hace más de quedarme solo en el Mess, anclado en el medio de la
cavernosa y solemne— que lo del robo de los libros, bue- noche, rodeado de estos benditos silencios. Un tedio fir-
no, robo, no, la recuperación de los libros, que pasó cin- me, un sopor helado y nocturno me retiene en mi asiento.
cuenta años después, fue como la última venganza contra Antes de irse, el Turco encendió los pálidos faroles de la
la carta del Príncipe. galería. Recuerdo aquella pregunta sin respuesta de Mi-
Esa frase sentenciosa da fin a la charla. Miguel se le- guel sobre cómo será distinguir solamente los amarillos
vanta, un poco tambaleante por el entumecimiento o por del mundo, y tengo la extraña impresión de estar definiti-
la cerveza, y me dice ya sin la pretensión de revelarme se- vamente hundido en la tierra, y empiezo a creer que ya no
cretos: —Me voy a comer al boliche. tendré ni hambre ni sed, que ya no tendré tampoco deseos
Avanza un vientito fugaz por las galerías. Estoy solo en de conversar con nadie. Es cuando percibo sin atenuantes
la larga noche de Liebig (la luna dice: Dormirás bajo cie- lo que es estar varado en el mundo, lo percibo o lo entien-
lo entrerriano). En los huecos de la pared de ladrillo que do con una especie de crueldad aceptada, y decido que tal
está a mis espaldas, durante el día, suelen esconderse esos vez será lo mejor que me quede aquí, sentado y silencioso
raros pájaros de crestas azules; no sé por qué pienso en en el jardín olvidado, hasta que me descubra la luz de la
este instante que los pájaros ya se habrán ido de la pared mañana siguiente.
hacia los árboles en donde se ocultarán durante la noche.
Pienso también: Es tarde. Me quedo acá, pico algo con el
Turco que, seguro, se va a ofrecer a compartir. O también
puedo acompañarlo a Miguel hasta el boliche para com-
prar un poco de fiambre y más cerveza. Pero no lo decido

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Índice

9. SEIS Underground
41. CINCO La pura memoria
71. CUATRO ¿Esto es el Angelus?
83. TRES Viernes, vísperas
107. DOS Cruces cierran los campos
127. UNO Marienbad

145. EPÍLOGO

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 
 
 
 

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