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Textos para meditar ante el Sagrario

SI OS DIGO
LA VERDAD… Jn 8,46
¿QUÉ HACE Y QUÉ DICE
EL CORAZÓN DE JESÚS
EN EL SAGRARIO?
SAN MANUEL GONZÁLEZ, OBISPO DE LOS SAGRARIOS ABANDONADOS

Lectura del santo evangelio según san Juan 8, 46-59

En aquel tiempo, dijo Jesús a los Judíos: ¿Quién de vosotros puede


acusarme de pecado? Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de
Dios escucha las palabras de Dios; por eso vosotros no escucháis, porque
no sois de Dios». Le respondieron los judíos: «¿No decimos bien nosotros
que eres samaritano y que tienes un demonio?». Contestó Jesús: «Yo no
tengo demonio, sino que honro a mi Padre y vosotros me deshonráis a mí.
Yo no busco mi gloria; hay quien la busca y juzga. En verdad, en verdad os
digo: quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre». Los judíos
le dijeron: «Ahora vemos claro que estás endemoniado; Abrahán murió, los
profetas también, ¿y tú dices: “Quien guarde mi palabra no gustará la
muerte para siempre”? ¿Eres tú más que nuestro padre Abrahán, que
murió? También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?». Jesús
contestó: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. El
que me glorifica es mi Padre, de quien vosotros decís: “Es nuestro Dios”,
aunque no lo conocéis. Yo sí lo conozco, y si dijera “No lo conozco” sería,
como vosotros, un embustero; pero yo lo conozco y guardo su palabra.
Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se
llenó de alegría». Los judíos le dijeron: «No tienes todavía cincuenta años,
¿y has visto a Abrahán?». Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo:
antes de que Abrahán existiera, yo soy». Entonces cogieron piedras para
tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo.
SI OS DIGO LA VERDAD…
(Jn 8,46)
Solos aquí en el Sagrario Yo, tu Jesús, y tú, mi María, y en la
intimidad de estas mis confidencias quiero depositar una queja que mi
Corazón tiene con no pocos de los que me sirven y andan conmigo.

El Evangelio poco tenido en cuenta


¡Hacen tan poco caso de mi Evangelio!
Lo leen, es verdad; lo creen, algunos hasta lo meditan, pero... te
repito, ¡hacen tan poco caso de lo que leen, creen y meditan!
Unas veces salen con que aquello que digo o hago es sólo para
que se lo apliquen los pecadores empedernidos o las almas de elección;
otras, con que aquello es bueno y hacedero de vía extraordinaria, pero
no ordinaria; ora que aquellos hombres y aquellos tiempos eran otros
hombres y otros tiempos; ora me ponen tan lejos en tiempo y en
distancia, que lo cierto es que, porque unos no se tienen por tan malos
o tan buenos, porque otros no se crean llamados a vías extraordinarias
y porque casi ninguno vive persuadido de que sigo viviendo y siendo el
mismo en el Sagrario, mi Evangelio no acaba de entrar en la vida y en
la piedad de muchos hijos míos.
¿Te extraña esta mi queja? ¿No habías parado mientes en esa falta
de Evangelio, no ya de los impíos, como es natural, ni aun de los
cristianos indiferentes, sino de las almas piadosas?
Pues tan justa es mi queja como cierto el motivo que la produce.

Lo conocido que debiera ser

Después de la claridad con que hablé en mi Evangelio, de la


paciencia con que respondía una y muchas veces a las dudas de buena
fe de mis discípulos y hasta alas de mala fe de mis enemigos, de la
publicidad que di a mi vida y a mis milagros y a mis predicaciones...
Después de haber enviado al Espíritu santo, para que enterara del
todo a los que me habían oído...; después de constituir mi Iglesia
infalible e indefectible para que estuviera repitiendo siglos tras siglos
mi palabra al mundo; después de haber creado Obispos y sacerdotes sin
número que fueran «Evangelios» con pies...
Después de haberme quedado Yo mismo en el Sagrario de cada
templo de la tierra todos los días y todas las noches para seguir
haciendo y diciendo mi Evangelio de modo tan maravilloso como
verdadero...
Después de tanto anunciar mi Evangelio, todavía me encuentro
con que los hombres del mundo, ¿qué digo del mundo? ¡de mi casa y
de mi fe!, siguen teniendo paralíticos del cuerpo y del alma incurables
sin traérmelos al Sagrario para que se los cure; deseando mandar para
ser servidos y no servir ellos como Yo mandé y mando; empeñados en
hacerse grandes despreciando el hacerse niños, como Yo me hice y me
sigo haciendo en mi vida de Eucaristía o de Dios abreviado...
¡Me da una pena el ver agitarse en torno mío a los que amo, unas
veces andando a tientas como si estuvieran a oscuras, otras
retorciéndose de dolor como si sus males no tuvieran cura y muchas y
muchas veces mendigando en puerta ajena lo que con sólo abrir la boca
tendrían a raudales en la casa propia!
¡Mendigos de luz, de medicina, de consuelo, de cariño, de
solución con mi Evangelio a un lado y mi Sagrario al frente!
¿Verdad que eso no debía ser?
¿Verdad que es justa, justísima mi queja del Evangelio? Si os digo
la verdad ¿por qué no me creéis?
¿Verdad que puedo seguir repitiendo delante de esos cristianos no
enterados del Evangelio ni conformados con él: si mi Evangelio es la
verdad de ayer y de hoy y de siempre y de todos los hombres, ¿por qué
no lo creéis?, y si lo creéis, ¿por qué no os acabáis de enterar de lo que
DICE mi Evangelio? ¿Por qué no os acabáis de fiar de él?
BENEDICTO XVI

Jesús escucha su voz y la obedece con todo su


ser; él conoce al Padre y cumple su palabra (cf. Jn
8,55); nos cuenta las cosas del Padre (cf. Jn 12,50);
«les he comunicado las palabras que tú me diste»
(Jn17,8). Por tanto, Jesús se manifiesta como el
Logos divino que se da a nosotros, pero también
como el nuevo Adán, el hombre verdadero, que
cumple en cada momento no su propia voluntad
sino la del Padre.
La misión de Jesús se cumple finalmente en el
misterio pascual: aquí nos encontramos ante el
«Mensaje de la cruz» (1 Co 1,18). El Verbo
enmudece, se hace silencio mortal, porque se ha
«dicho» hasta quedar sin palabras, al haber
hablado todo lo que tenía que comunicar, sin
guardarse nada para sí. Los Padres de la Iglesia,
contemplando este misterio, ponen de modo
sugestivo en labios de la Madre de Dios estas
palabras: «La Palabra del Padre, que ha creado
todas las criaturas que hablan, se ha quedado sin
palabra; están sin vida los ojos apagados de aquel
que con su palabra y con un solo gesto suyo mueve
todo lo que tiene vida».[37] Aquí se nos ha
comunicado el amor «más grande», el que da la
vida por sus amigos (cf. Jn 15,13).

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