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De próxima aparición en Pasolini transatlántico, ed. Oscar Ariel Cabezas (Santiago: LOM).

El sueño de una cosa: De Marx a Gramsci

Bruno Bosteels

Si se piensa en Pasolini como maestro, por ejemplo, no se puede

evitar la pregunta de si ha sido un mal maestro o un buen maestro.

Gianni Vattimo, "Pasolini cattivo maestro"

El título de la primera novela de Pier Paolo Pasolini, Il sogno di una cosa (El sueño de una

cosa), le viene de una carta de Karl Marx a su amigo Arnold Ruge, escrita en septiembre de 1843

desde Kreuznach. Casi al final de esta carta, la última en una serie de ocho cartas que serán

publicadas en febrero de 1844 en el único número de los Deutsch-Französische Jahrbücher

(Anales franco-alemanes) que los dos jóvenes hegelianos llegaron a editar, Marx escribe lo

siguiente que le sirve también de epígrafe a Pasolini:

Entonces nuestro lema debe ser: reforma de la conciencia no por medio de

dogmas, sino mediante el análisis de la conciencia no clara a sí misma, o que se

presenta bajo forma religiosa o política. Luego será evidente que el mundo ha

tenido desde hace tiempo el sueño de una cosa…


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Aquí, como indican los puntos suspensivos, Pasolini corta el resto de la cita de Marx, que

en su versión completa continúa de la siguiente forma:

… de la que sólo tiene que hacerse consciente para poseerla de verdad. Será

evidente que no se trata de trazar una gran línea mental divisoria entre el pasado y

el futuro, sino de concretar los pensamientos del pasado. Finalmente, será

evidente que la humanidad no está comenzando una nueva tarea, sino que está

llevando a cabo de manera consciente su antigua tarea. ("Cartas cruzadas en

1843," 459-460)

Además de que le permite terminar la frase con las palabras del título de su novela, mi

hipótesis con respecto a este corte es que Pasolini interrumpe la cita de Marx porque, a pesar de

que el pensador alemán afirma no querer proceder por medio de dogmas, la continuación de sus

palabras posiblemente encierra de nuevo el núcleo de un punto de vista dogmático. Y es este

punto de vista típico de cierto marxismo oficial o vulgar que el pensamiento de Antonio Gramsci

le ayudará a entender, si no también superar, al sugerir por ejemplo que la Revolución de

Octubre fue una revolución en contra del Capital, es decir, en contra de la lógica de la historia

expuesta en el gran libro de Marx.

El núcleo potencialmente dogmático que contiene la carta del joven Marx consiste en

pensar que para la reforma intelectual—tarea que el pensador alemán ciertamente comparte tanto

con Gramsci como con el propio Pasolini—bastaría con una toma de conciencia de la realidad de

la cosa, hasta ahora poseída sólo en forma de sueño. Como Marx escribe justo antes en la misma

carta a Ruge:
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La reforma de la conciencia solo consiste en hacer que el mundo cobre conciencia

de sí mismo, en despertarlo del sueño acerca de sí, de explicarle sus propias

acciones. Y la finalidad por nosotros perseguida no puede ser, lo mismo que la

crítica de la religión por Feuerbach, otra que presentar las cuestiones políticas y

religiosas bajo una forma humana consciente de sí misma. ("Cartas cruzadas en

1843," 459)

La implicación es que por debajo de las ilusiones hay una concordancia fundamental

entre la conciencia y lo real, o entre el concepto y la historia. Marx todavía tiene fe en el

movimiento de la historia que a través de una conciencia crítica de sí misma—sobre todo crítica

de su propia mistificación en forma religiosa o política—colmará finalmente la distancia entre el

concepto y lo real. "No le decimos al mundo: 'Termina con tus luchas, pues son estúpidas; te

daremos la verdadera consigna de lucha,'" continúa la carta Marx. Más bien al contrario: "Nos

limitamos a mostrarle al mundo por qué está luchando en verdad, y la conciencia es algo que

tiene que adquirir, aunque no quiera" (ibid.).

Sugiero que este ideal de la necesaria e inevitable fusión entre concepto y realidad (o

entre lógica e historia) es lo que Pasolini, en su poemario Le ceneri di Gramsci (traducido como

Las cenizas de Gramsci, 1957), llamará "el místico rigor de una acción siempre par a la idea" o

también "el idilio entre mundo y mente." Pero justamente es sintomático que a la hora de invocar

este ideal, en el poema "Una polémica en versos" sobre la esclerosis institucional del Partido

Comunista Italiano, Pasolini se lo atribuya a un anónimo interlocutor, tal vez siendo él mismo,

descrito como viejo partisano desilusionado:


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"La hora es confusa, y nosotros como perdidos

la vivimos," me murmurabas amargado,

desengañado de lo que durante diez años

has llevado por dentro, tan claro

que entre mundo y mente había casi un idilio;

Has querido que tu vida fuese una lucha.

Y aquí la tienes sobre los raíles muertos,

aquí, cayendo las banderas rojas, sin viento.

("Una polémica en versos," Las cenizas de Gramsci, 239)

Aquí la historia ya no es directamente portadora del sentido de la lucha política, así como

ésta tampoco se reduce a ser una mera concentración de la instancia económica, organizada en

forma de partido. Al contrario, estas ideas que atraviesan el pensamiento revolucionario de Marx

hasta Lenin serán duramente criticadas no sólo por ser ideas que históricamente habrían perdido

su vigor, como banderas rojas sin viento, sino también por haberse inspirado en un determinismo

de clase profundamente equivocado e ignorante de la complejidad del trabajo de construcción

hegemónica o contrahegemónica de una genuina cultura nacional-popular. Son ideas que, más

que descarriladas, se encuentran sobre raíles muertos. Por eso Pasolini en "Una polémica en

verso" ni siquiera espera ya encontrar una adecuación entre la idea y la acción histórica:
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Como otros compañeros de viaje,

el místico rigor de una acción

siempre par a la idea, no os pido: se paga

esto también con la aridez.

("Una polémica en versos," Las cenizas de Gramsci, 245-247)

Y más tarde, en el último poema de Las cenizas de Gramsci, "La Tierra de Trabajo,"

Pasolini parece ir aún más lejos en su rechazo a la idea del joven Marx sobre el comunismo

como la toma de conciencia del ser social de la humanidad, ni siquiera si se amplía con la luz

interior del corazón:

de pronto cada luz interior, cada acto

de conciencia, parece cosa de ayer.

Si mides en el mundo, con el corazón,

la desilusión, sientes ya que ella no conduce

a una nueva aridez sino a vieja pasión.

("La Tierra de Trabajo," Las cenizas de Gramsci, 265-267 y 269)

De esta forma, entre la inspiración marxiana del título de El sueño de una cosa y los once

poemas que componen el libro Las cenizas de Gramsci—para no hablar de sus obras literarias o

cinematográficas posteriores—, Pasolini habrá aportado toda su melancólica genialidad a una


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izquierda que intenta desesperadamente transfigurar su derrota histórica en la triste virtud

intelectual de una autocrítica permanente, brillantemente puesta en escena como drama interior.

Como escribe Arcangelo Leone De Castris:

De principio a fin, y en Las cenizas… de manera completamente articulada, este

interlocutor imposible del movimiento le dice al movimiento: yo no puedo venir

con ustedes porque soy poeta. La poesía pertenece a otro plano civil. Cualquiera

que sea la forma de mi sufrir, o la metáfora de mi lamento (rabia, escándalo,

cisma, retractación, etc.), éste es el drama que la poesía encarna. Yo soy este

drama. (50)

Desde este punto de vista desencantado, nutrido por la experiencia de la derrota mundial

de la izquierda revolucionaria en la época de la posguerra, ya no se debe querer colmar la brecha

entre la conciencia y lo real, sino que en este intervalo ahora considerado insuperable la nueva

izquierda posmarxista, siempre lista para proclamarse gramsciana y pasoliniana a la vez, sabrá

reconocer su propia finitud.

Aquí es importante evitar la tentación que consistiría en partir de ideas preestablecidas de un

Marx "ortodoxo" o "vulgar" y un Gramsci "herético" para luego proyectar esas imágenes sobre la

obra de Pasolini, donde por magia subrepticia del crítico prestidigitador se encontrarán desde

siempre ya disponibles para el consumo especulativo del lector. Ésta sería una forma de dejar

que la teoría o la filosofía de antemano detenga ya su solución, que luego simplemente bastaría

con aplicar a la realidad empírica. Como dice Marx en su carta a Ruge con respecto a la
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influencia del viejo Hegel: "Hasta ahora, los filósofos habían dejado la solución de todos los

enigmas quieta en los cajones de su mesa, y el estúpido mundo exotérico no tenía más que abrir

la boca para que le cayeran en ella los pichones asados de la ciencia absoluta" ("Cartas cruzadas

en 1843," 458). Una manera de evitar este peligro será ciñéndome a las dos obras de Pasolini que

son las únicas que me propongo analizar, es decir, su primera novela y su más célebre libro de

poemas.

El sueño de una cosa ciertamente no es la primera novela de Pasolini a ser publicada, ya

que sale en 1962 después del éxito controvertido de sus novelas I ragazzi di vita (Muchachos de

la calle, 1955) y Una vita violenta (Una vida violenta, 1959), pero sí la primera en ser escrita.

Con dos partes fechadas en 1948 y 1949, la novela es estrictamente contemporánea al famoso

poema "La scoperta di Marx" ("El descubrimiento de Marx," 1949), el cual marca el punto de

inflexión decisivo en la producción literaria de la inmediata posguerra, cuando Pasolini está de

regreso con su madre en Casarsa, en la zona rural de Friuli en el noreste de Italia. Narra las

historias de tres jóvenes—Nini, Milio y Eligio—con sus ilusiones de la adolescencia aún intactas

antes de ser sistemáticamente frustradas, con sus encuentros y desencuentros amorosos y con sus

luchas ininterrumpidas para salir del hambre y la pobreza. Aunque el traductor al inglés la

describe erróneamente como perteneciendo al género pastoril, la novela más bien combina

elementos de la tradición picaresca con convenciones de la novela de aprendizaje, en un

acelerado proceso de educación al mismo tiempo sentimental y política.

Trabajo, amor y religión constituyen los tres ejes de una imposible triangulación en la

novela. Cada uno de esos ejes, de hecho, lleva al fracaso, a la rutina como otra forma de derrota,

o a la muerte prematura. En primer lugar, dominado por el hambre como en la mejor tradición

picaresca, el mundo del trabajo está lejos de ofrecer la base suficiente para la solidaridad en la
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lucha política por el comunismo. Cuando el Nini y Eligio con otros tres compañeros cruzan la

frontera para probar su suerte en la Yugoslavia socialista de Tito, rápidamente se dan cuenta de

que el hambre es mucho peor cuando todo depende de la burocracia para conseguir los

documentos necesarios para obtener la ración que les corresponde como trabajadores de fábrica.

Sin éxito con las chicas locales y temiendo una muerte tanto más terrible por tener el estómago

vacío, los jóvenes deciden regresar a su país natal, deseosos de una mejor versión de la idea del

comunismo. El Nini, al que un viejo obrero en Italia en dos ocasiones había llamado "moro,"

como el apodo de Marx por tener la piel más oscura, todavía exclama, refiriéndose a los agentes

de Tito:

—El comunismo será hermoso—dijo el Nini—a partir de ahora yo tengo esta

idea, y la tendré hasta la muerte, pero estos hijos de puta…. (El sueño de una

cosa, 57, trad. modificada)

Y un compañero suyo prevé un futuro mejor:

—Cuando la revolución la hagamos nosotros—dijo Germano—, las cosas no

serán como acá. (El sueño de una cosa, 58)

De regreso en Friuli, sin embargo, la causa comunista tampoco corre una suerte mucho

mejor. Y el mayor éxito del Partido, en un pacto histórico verídico, consiste en obligar a los

grandes terratenientes de la zona a contratar a los pobres campesinos desempleados. A pesar del
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entusiasmo que genera este logro entre los jóvenes, ésta parece más bien una victoria pírrica,

mediante la cual los campesinos logran el derecho a su renovada explotación.

En el terreno del amor y la sexualidad, por otra parte, los juegos de seducción y el

homoerotismo de los tres adolescentes invariablemente terminan en el convencionalismo de la

institución del matrimonio heteronormativo, frustrado y abusivo, como cuando el Nini por vez

primera se impone bruscamente a su futura esposa Pía, dejándola para siempre avergonzada, de

él o de su propia debilidad:

Después de haberlo hecho—por la incomodidad no sabía dónde poner sus toscas

manos, habituadas a manipular los elementos de trabajo o a acariciar mujeres muy

distintas a Pía—, el Nini pensó con temor en lo que ella habría podido decir o

hacer. Pero Pía, en cambio, no dijo y no hizo nada. Solo parecía entristecida o

sorprendida, con una profunda expresión de víctima en el fondo de sus ojos

negros. (El sueño de una cosa, 178-179)

La escena es sólo una entre varias que dan un significado un tanto siniestro a la noción

del "sueño" anunciada desde el título de la novela:

Luego, de pronto, entre los árboles bajos apareció un pajarraco gris, grande como

una paloma; se fue volando, como en un sueño.

—¡Un milano!—dijo el Nini, siguiéndolo con la mirada—¡Qué rabia no tener una

honda!
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Ella sonrió, apoyándose apenas un poco en su hombro y mirándolo con

dulce melancolía.

Desde entonces hizo lo mismo, siempre víctima, de él o de su propia

debilidad, y su expresión se hizo cada vez más reservada y dolorida. (El sueño de

una cosa, 179)

Lejos de unir a la juventud en torno a la lucha social, en cuestiones de amor y sexo se

impone el modelo del matrimonio heterosexual, violento e infeliz, por encima de la fraternidad

homosocial entre hombres y mujeres. La cosa no se realiza en el acto sexual, sino que más bien

parece ser un sueño en el sentido peyorativo de una mera utopía cuya posibilidad de realización

se va volando como un pajarraco gris.

Por último, en cuanto a la religión, el tradicionalismo de las familias católicas de la zona

constituye uno de los mayores obstáculos para lograr una fusión entre la lucha política de los

campesinos pobres y el mundo libidinal del deseo y la sensualidad. A pesar de crear un ambiente

propicio para la alegría de las fiestas y las sobremesas, con su intercambio intergeneracional de

risas y opiniones, por ejemplo, en el entorno de los Faedi en la segunda mitad de la novela, en

última instancia es siempre la autoridad paterna la que acaba aplastando las ilusiones de los hijos

y las hijas para unir los deseos del cuerpo con las ideas de la justicia social, o la pasión con la

ideología:

De lo que se trataba era de defender a la iglesia de la vida moderna y el

comunismo, de exaltar la vida de antaño en detrimento de la mala educación y la


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falta de prejuicios de la juventud de hoy, todos los Faedis estaban de acuerdo con

eso, incluso si no eran exactamente unos puritanos. (El sueño de una cosa, 171)

O, como grita Herminio Faedis, uno de los ancianos de la familia, inconsciente del efecto

que causarán sus palabras en una sobrina suya que, al no poder alcanzar que su amor sea

correspondido en la figura del Nini, decidirá entrar al convento de monjas:

—¡Los comunistas—dijo, tirando bocanadas de humo que chisporroteaba como

un tronco húmedo al fuego—, son todos delincuentes, gente que no tiene ganas de

trabajar! … Dime algo: si tú tuvieras una hija en edad de casarse, ¿se la darías a

uno de esos? ¿Eh? ¿A uno como el Nini Infant?—agregó—, ¿se la darías? Dime.

(El sueño de una cosa, 173)

Así, en vez de unir a las familias pobres a partir del núcleo humanista que según Pasolini

podría haber de común entre marxismo y cristianismo, el catolicismo acaba dividiendo a los

ancianos de los jóvenes y los aleja para siempre de sus anhelos tanto políticos como amorosos.

¿Dónde nos deja finalmente este triple desencuentro con respecto a aquel "sueño de una

cosa" prometido en el título y el epígrafe de la novela? Para Marx, recordemos que el sueño tenía

que dar lugar a la realidad, gracias al trabajo de la conciencia humana capaz de apropiarse de su

historia. En cambio, para alguien como Lenin, para quien ya no hay transitividad entre la

posición económica y la estrategia política, sino que se necesita importar la conciencia de clase

desde fuera en función del partido, el sueño tiene valor en sí al proyectar la mirada más allá del
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horizonte de lo dado. Así, en un segmento un tanto extraño de su clásico ¿Qué hacer? Lenin cita

a Dmitri Písarev para justificar el derecho a soñar del militante comunista: "El desacuerdo entre

los sueños y la realidad no produce daño alguno, siempre que la persona que sueña crea

seriamente en su sueño, se fije atentamente en la vida, compare sus observaciones con sus

castillos en el aire y, en general, trabaje escrupulosamente en la realización de sus fantasías.

Cuando existe algún contacto entre los sueños y la vida, todo va bien" (516). Parte de la tradición

marxista-leninista, en este sentido, incluye el derecho a contestar la pregunta ¿Qué hacer? con

un imperativo: "Atrévete a soñar." Lo que pasa es que según Lenin faltan atrevidos en este

sentido en el movimiento comunista: "Pues bien, los sueños de esta naturaleza, por desgracia,

son sobradamente raros en nuestro movimiento. Y la culpa la tienen, sobre todo, los

representantes de la crítica legal y del 'seguidismo' ilegal que presumen de su ponderación, de su

'proximidad' a lo 'concreto'" (ibid.). Para el Pasolini de El sueño de una cosa, sin embargo, la

imposibilidad de lograr la triangulación entre el mundo del trabajo, la sexualidad y la religión

termina dándole al sueño un prestigio inversamente proporcional a la probabilidad de poseer la

cosa misma en la realidad.

Ya vimos cómo el sueño de Nini o Pía se estrella contra las cuatro paredes de la

institución del matrimonio. De hecho, hasta el final de la novela seguimos sin saber realmente de

qué cosa se nos está hablando. A primera vista alude a un deseo de amistad y justicia cuyo

nombre genérico sería el comunismo, pero al parecer esto no es algo que se puede poner en

palabras, ni mucho menos traducirse conscientemente en un programa político. La única

referencia positiva, pero todavía vaga, al significado de "una cosa" aparece en el último capítulo

cuando Eligio, moribundo y delirante en su cama, recibe la visita de su amigo el Nini:


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—Debes curarte, ¿sabes, Eligio?—le dijo el Nini, inclinándose sobre él casi hasta

rozarlo con una mano en la frente; él dijo que sí con la cabeza—. Eh, compañero,

¿no te acuerdas de mí?—preguntó.

Eligio giró de golpe la cabeza hacia él, y murmuró rápidamente una frase

incomprensible, con un esfuerzo tan grande que lo dejó sin aliento, con los ojos

cerrados, y decía que sí con la cabeza, como dando a entender que comprendía

quién era él; luego se quedó mirándolo durante un rato, fijamente; parecía que

algo como una sonrisa nacía en el fondo de sus ojos apagados. De pronto apuntó

un dedo hacia el Nini, pero el brazo volvió a caer enseguida, mientras nuevamente

decía, gimiendo, palabras sin sentido.

—Una cosa—parecía decir—, ¡una cosa!

E indicaba, como guiñando un ojo, algo que sabían bien él, el Nini y

Milio. Pero no hablaba, no conseguía decir de qué se trataba. La tenía en los ojos.

No habría conseguido decirlo ni siquiera cuando estaba fuerte y lleno de vida,

menos lo lograba ahora, que se estaba muriendo. (El sueño de una cosa, 202)

Más que un defecto, este vaciamiento del significado de la cosa tan ansiosamente deseada

sirve para aumentar su atractivo. Y, sobre todo en la obra poética de Pasolini, le permitirá al

autor escenificar una explicación interminable tanto consigo mismo como con el dogmatismo de

la política comunista italiana, Gramsci incluido.

De hecho, si Fernando Bandini es capaz de incluir una presentación general de la poesía

completa de Pasolini bajo el título "Il 'sogno di una cosa' chiamata poesia" ("El 'sueño de una
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cosa' llamada poesía"), es por su vocación para convertir la lucha política en el drama interior de

una sublime mirada poética. Si no puede haber concordancia entre la conciencia y lo real, al

menos habrá una fusión paradójica—sobre todo en el volumen Las cenizas de Gramsci—entre la

poesía y la necesidad de poner en palabras este mismo conflicto irresuelto. Así la expresión del

desacuerdo podrá tomar el lugar de todos aquellos anquilosados deseos de la revolución de

antaño.

La poesía para Pasolini es esa "originaria fuerza" capaz de agotar el misterio de un país

donde la prehistoria y la historia conviven contradictoriamente, sin encontrar todavía la lógica

que pudiera iluminar la verdadera transición de una a otra:

… Ésta es Italia

y no es ésta Italia: juntas

la prehistoria y la historia

que en ella se hallan, convivan si la luz

es fruto de una oscura semilla. ("La humilde Italia," Las cenizas de Gramsci, 111)

Por un lado, en el poema "Cuadros friulanos," Pasolini todavía evoca el idilio que

subyace también a su novela El sueño de una cosa:

uno al lado del otro gritábamos las palabras

que casi incomprendidas eran promesa

segura y expresado amor revelado.

Y luego las canciones, los pobres vasos


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de vino sobre las mesas de la oscura

fonda, los claros rostros de los fiesteros

en torno a nosotros, sus ojos ciertos

sobre los maestros inciertos, las armónicas

desafinadas y la bella bandera en el rincón

con más luz del húmedo cuarto. ("Cuadros friulanos," ibid., 127)

Por otro lado, en la medida que esa Italia humilde hunde sus pies en una prehistoria cuyas

pasiones viscerales no controla, vive todavía más en la inconsciencia que en la conciencia de la

historia humana crítica de sí misma:

En tu inconsciencia está la conciencia

que en ti la historia quiere, esta historia

donde el Hombre no tiene más que la violencia

de las memorias, no la libre memoria…

Y quizá ya no tenga otra salida

que dar a su ansia de justicia

la fuerza de tu felicidad,

y a la luz de un tiempo que empieza

la luz de quien es lo que no sabe. ("El canto popular," ibid., 61)


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Finalmente, es la sabiduría de quien es lo que no sabe la cual aleja al poeta incluso del

ideal que delineaba el autor de los Cuadernos de la cárcel. Lo que era todavía iluminador para el

joven Gramsci, sugiere Pasolini, ya no lo es necesariamente para nosotros:

Tú joven, en aquel mayo en que el error

era aún vida, en aquel mayo italiano

que añadía a la vida por lo menos

ardor, al menos alocado e impuramente sano

de nuestros padres—nunca padre

sino humilde hermano—ya con tu mano delgada

delineabas el ideal que ilumina

(pero no para nosotros: tú, muerto, y nosotros

muertos igual, contigo en el jardín

húmedo) este silencio. ("Las cenizas de Gramsci," ibid., 145)

Es por este motivo por el que Pasolini quiere desentrañar cuánto hay de razón en el

pensamiento de Gramsci, separándolo de cuánto tiene de equívoco:

Y desde este país en el que no tuvo pausa

tu tensión, siento cuánto equívoco—

aquí en la quietud de las tumbas—y al tiempo

cuánta razón—en nuestra inquieta suerte—


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tuviste destilando las supremas

páginas en los días de tu asesinato. ("Las cenizas de Gramsci," ibid., 151-153)

El amor que le tiene Pasolini a Gramsci en este sentido se dobla de un fuerte sentido de

odio y rencor. El mal que lo hiere viene por dentro, ya que es el mal de su propio ser burgués el

que lo une y lo divide a la vez, tan escindido como el mundo alrededor suyo:

… y si se me ocurre

amar el mundo no es más que por violento

e ingenuo amor sensual

así como, confuso adolescente, lo odié

entonces, si en él me hería el mal

burgués de mí mismo, burgués: ¿y ahora

escindido—contigo—el mundo,

no parece objeto de rencor y casi de místico

desprecio, la parte que tiene su poder?

("Las cenizas de Gramsci," ibid., 153 y 155)

En otras palabras, no es que un Gramsci herético sustituya ahora al Marx ortodoxo como

el nuevo ideal del ego de Pasolini. Al contrario, si el poeta de Las cenizas de Gramsci tiende a

hablar desde el lugar de enunciación de su propio ego dividido, es precisamente porque la


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construcción de una hegemonía nacional-popular tampoco es ya sostenible en el mundo de la

posguerra, cuando el compromiso de la resistencia antifascista se ha desgastado y los famosos

exámenes de conciencia sólo producen escándalos:

El escándalo de contradecirme, de estar

contigo y contra ti; en el corazón contigo,

en la luz, contra ti en las vísceras oscuras;

atraído por una vida proletaria

a ti anterior, es para mí religión

su alegría, no su milenaria lucha;

su naturaleza, no su conciencia;

es la fuerza originaria del hombre

que se ha perdido en el acto

para darle la ebriedad de la nostalgia,

una luz poética … ; y más no sé decir

("Las cenizas de Gramsci," ibid., 155 y 157)

Es sobre todo el PCI, el partido que Gramsci ayudó a fundar, el que ha perdido su brújula

al quedarse encerrado en una nostálgica ceremonia sin creatividad alguna:

Está ya viejo el plan de lucha de ayer, se cae

a trozos de los muros el manifiesto más fresco.


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Cegados por la acción habéis servido

al pueblo, no en su corazón

sino en su bandera: olvidas

que en cada institución debe

sangrar, para que no se torne mito,

continuo el dolor de la creación.

("Una polémica en versos," ibid., 243 y 245)

En cambio, aquello que el poeta posee por encima de todo, aunque sea tan sólo bajo la

forma de un sueño, es el "estado absoluto" del "más exaltante de los bienes burgueses," es decir,

la poesía misma:

… Pero en mi condición

desoladora de desheredado,

algo poseo; y es el más exaltante

de los bienes burgueses, el estado

más absoluto. Pero como yo poseo

la historia, ella me posee y me ilumina:

¿pero para qué sirve la luz? ("Las cenizas de Gramsci," ibid., 155-157)
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Tal vez no sirva de nada su luz para el avance de la historia, pero es porque el poeta sabe

que precisamente esta historia—la historia que Marx, Lenin e incluso Gramsci suponen continua

por debajo de la conciencia—se ha acabado:

… Pero yo, con el corazón consciente

de quien sólo en la historia tiene vida,

¿podré alguna vez más esforzarme con pura

pasión, si sé que nuestra historia se ha acabado? (ibid., 173)

Para ser más precisos, lo que supo reconocer Pasolini, veinte años antes de que Louis

Althusser en su conferencia para Il Manifesto en Italia admitiera que el marxismo es finito y

otros veinte años más antes de que Jean-Luc Nancy dijera lo mismo en un capítulo añadido a La

comunidad desobrada, es que la nuestra es una historia finita:

… Ma io, con il cuore cosciente

di chi soltanto nella storia ha vita,

potrò mai più con pura passione operare,

se so che la nostra storia è finita? (ibid., 172)

Con la típica mezcla de lucidez y mordacidad que caracteriza toda esa jerga lacerada de

la finitud acerca de la historia—a la vez finita y terminada—del comunismo, Pasolini es el santo

ideal para una izquierda postmarxista en cuya hoja hagiográfica se podrá siempre recalcar el
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mérito de su afiliación con el nombre de Gramsci. Ofrece un diagnóstico poético irrefutable de la

derrota que globalmente sufrió la izquierda revolucionaria. Es en efecto irrefutable, porque

cualquier intento de refutación inmediatamente corre el riesgo de ser tildado de nostálgico,

metafísico o dogmático, siguiendo las pautas de un discurso cuyos restos se encuentran en la

tumba. Pero entre el sueño de una cosa que se va volando como un pajarraco gris y las cenizas de

los fuegos fatuos de la militancia comunista, también es un diagnóstico que acaba sirviendo de

coartada para una internalización derrotista de la derrota.

Bibliografía

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