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Alejandro Fielbaum S.
El mito de Mariátegui
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La respuesta fascista a la crisis de la representación política liberal es la de la
mitologización de la política, en tanto promesa del restablecimiento de una
comunidad que vuelve a su origen para restablecerse sin pérdida ni fisura. Lacoue-
Labarthe y Nancy despliegan su singular lucidez para describir lo que llaman el mito
nazi, el cual el primero de ellos describe como una posición nacional-esteticista.
Presentando lo común en la obra, antes de cualquier mediación del intelecto o la
técnica, la comunidad busca reencontrarse en el arte antes de la división política,
estableciendo así un nuevo tipo de política. Contra la razón moderna, aspira a un
fundamento previo que restituya la verdad. Su héroe, por tanto, ha de ser quien
pueda dar con esa palabra restitutiva. Es decir, el poeta1.
Contra ello, Mariátegui responde sin metafísica o teleología, y sin pensar esa
carencia como pérdida. Al contrario, describe la apuesta del hombre revolucionario
como de la vivir, en esa indeterminación, peligrosamente (La emoción 13). Parte de
ese peligro incluye el que, quizás, resulta el mayor de los peligros: El de que su
posicionamiento vanguardista, erecto en nombre de la voluntad joven contraria a la
antigua vida, termine siendo un pensamiento cuya orientación de la vida no se
distancie del fascismo. Su inquietante descripción de la época como lucha final es
decidora de ese peligro2.
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Es más que obvio que estas cuestiones han de leerse con muchísimos más textos. En particular, en torno a las
discusiones sobre acerca del héroe y la tragedia, particularmente a propósito de Lukács y la discusión sobre la épica y la
novela, así como sobre las nociones del sujeto y el destino que se juegan en las lecturas de la tragedia griega en buena
parte de los pensadores alemanes del siglo XIX (cfr. Szondi), y que no deja de extenderse hasta las lecturas
contemporáneas de Antígona. En torno a las últimas, muy sugerentemente, Critchley ha propuesto la comedia como otra
forma de finitud a la imperante en lo que denomina el paradigma trágico (112). Si en este último el héroe no puede sino
padecer su finitud al ver su voluntad excedida por su destino, en el cómico la finitud pareciere presentarse como la
ausencia de destino. Y el héroe, acaso, sería quien allí pudiera sobrevivir. La interpretación mariateguiana de la comedia
chaplinesca que comentaremos se deja leer a partir de allí, abriendo la posibilidad de una lectura de su obra que desencaja
un posible marco dialéctico.
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A propósito de estas cuestiones, los acercamientos que se han intentado trazar entre Benjamin y Mariátegui -por
ejemplo, en Quijano (X) o González Echevarría (34) debieran partir considerando la irreductible distancia entre uno y otro
pensador, más allá de sus afinidades epocales, temáticas o estilísticas. Es claro que Benjamin se aleja a toda política del
mito, por revolucionaria que ésta se precie de ser. Así parece haberlo expresado al reprochar a Bataille que su trabajo, en
último término, piensa para el fascismo.
La importancia de la sangre en la figuración de la vida en Mariátegui, y que bien podría contraponerse a la justicia no
sanguinaria que Benjamin piensa en torno cuestión de la vida y la sangre habría de abrir allí un debate de posiciones
difícilmente reconciliables en torno a la violencia, la soberanía y revolución. Es claro que aquello tomar espacio para otro
artículo, si es que no más, pues si se abordase seriamente debiera pasar mucho más largamente por las cuestiones del
teatro, la huelga, el surrealismo o el cine. Las reflexiones sobre la reproductibilidad técnica que intentamos aquí instalar,
evidentemente, se sitúan en esa dirección. Sin embargo, antes de toda premura para hallar paralelos entre una y otra
lectura de Chaplin –como lo hace, por cierto, Kraniauskas (95), precisamente a partir del mito-, huelga remarcar que la
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El mismo Mariátegui reconoce ese peligro, al recordar que las ideas de Sorel y
Bergson que lo inspiran han sido utilizadas por el enemigo (Anti-reforma, 203). Por
ello, debe leerlas de otra forma. Un mito revolucionario del origen no basta para
oponerse al mito fascista del origen, pues ya ha concedido la estructura conceptual
que piensa lo común desde una estrategia fascista. Por ello, son estériles las
tradiciones lecturas de Mariátegui que invocan sus intenciones comunistas para
separarlo del fascismo. Al antiintelectualismo fascista no se le combate con otro
antintelectualismo, por izquierdista que fuese su pasión.
Justamente porque esa lectura es posible es que nos interesa discutirla, y ganar un
Mariátegui renuente a toda teología política. Lo que sugeriremos no debe leerse en
oposición a los más conocidos pasajes de Mariátegui sobre el mito y la vida. Por la
contra, consideramos que estos últimos pueden releerse a partir de algunas figuras
lectura benjaminiana de Chaplin (A look at Chaplin) se orienta hacia rumbos muy distintos de la que presentaremos en
Mariátegui. La vinculación entre risa y esperanza allí tematizada, contra todo inmanentismo, abre un pensamiento
mesiánico de la justicia impensable desde el vanguardismo de Mariátegui que buscamos aquí repensar.
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en Mariátegui que permiten pensar en una repetición sin origen, desde lo cual toda
creación de lo común, por heroica que fuese, ya no podría determinarse
unitariamente en nombre de alguna reunión de lo común, ni ser previa a la
mediación tecnológica que aleja, de sí a sí, a toda presencia. Su politización del
mito, por tanto, no se deja inscribir tan simplemente en la mitologización de la
política, como dejan entrever quienes han leído allí una estetización de la política
(Ibáñez 220) o una filosofía política estética (Von Vacano 4), a partir de un pathos
romántico (Sazbón 45) o dionisíaco (Kohan 139).
Casi al pasar, indica Rama que la elaboración del mito en Mariátegui puede ligarse
al concepto filosófico decimonónico del ideal (151). O sea, de una ley que excede al
sujeto, dada una diferencia que no lo autoriza a pensar menos, sino más. Justamente
porque la realidad no calza con el ideal, puede sostenerse, es que no se ha de buscar
el éxtasis ideal en lo real, sino que se debe suturar cualquier realidad en nombre de
un ideal que excede cualquier presencia. Contra quien se emocionase creyendo estar
ante el ideal, el trabajo de la razón es el de resguardar esa distancia. Mientras el
fascismo afirma el sentimiento alejando la razón, el comunismo ha de razonar con, y
más allá, de los sentimientos, insistiendo en que la emoción, por profunda que fuese,
no asegura la verdad.
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Por ello, Mariátegui objeta el esteticismo fascista con tajante ironía. En particular,
ante la creencia, que dice ver en Marinetti de una reunión inmediata entre arte y
política que suponga la identificación entre justicia y belleza. Por falsa, literaria,
contrapone esa estrategia a una política llena de vida, verdad, humanidad (Aspectos
viejos 58). Dicho de otra forma, a una acción del hombre que asuma la distancia y
necesidad del ideal, en lugar de contentarse con las formas ya existentes. Una
política real, por tanto, es la que asume el mandato de un ideal inalcanzable, y no la
que se oponga a la limitada concreción de una u otra realidad, por bella que pudiera
ser. Por esa distancia, para Mariátegui no basta con cambiar el contenido del mito,
sino su concepción. Si insiste en afirmar el mito es porque le permite pensar, desde
una experiencia distinta a la del cálculo, el carácter ideal de la vida por venir, y con
ello la falsedad de la reunión entre lo presente y lo ideal que establece el mito
fascista.
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vida que exige un arte que la asuma y exceda, instalando sus heterónomos fines
gracias a sus medios autónomos. El arte que no se sustrae de la vida alcanza,
entonces, más que el arte formal. Ética y estéticamente, con la vida, el arte gana. La
constitutiva apertura del arte a la vida es resguarda, al arte, del arte. Por ello, la
modificación a la que aspira, según explicita, es irreductible a sus transformaciones
técnicas (Arte, revolución 18). En particular, ante la experiencia de la guerra que
permite al arte fascista inventar nuevos medios al servicio del viejo mito. Las más
novedosas tecnologías de representación, en efecto, pueden transformar la violencia,
como bien pensaba Benjamin, en espectáculo (La obra 24).
Ante ello, debe lograrse una política de representación de la violencia que, al asumir
la seriedad de lo representado, sea capaz de representarlo de otra forma, sin la
candidez de quien busca abolir la distancia entre la violencia y su imagen. Contra la
morbosa identificación entre la muerte y su imagen, quien conoce esa distancia sabe
que es necesario, para respetar la muerte, es decir, para no olvidarla y para no
olvidar su distancia ante cualquiera de sus imágenes, pensar en otras formas y
contenidos del nuevo mito:
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La gesta de la nueva narración no puede ser la de quien prenda ese fuego, sino la
humanidad que, ante la barbarie, subsiste. La obligación de narrar el desastre, y de
narrarlo de otra forma, clama por un protagonista distinto al de la épica nacional que
celebre el sacrificio militar al subsumir su pérdida en la comunidad nacional. Lo que
Mariátegui rescata de las vanguardias es esa torsión a esas formas tradicionales de la
narración. Sin embargo, considera su experiencia de la desazón como síntoma de
una crisis que, por su limitada situación burguesa, no pueden superar. Les falta
pasar, por así decirlo, pasar de una política del arte a una politización del arte. Y,
con ello, trascender el desgarro individual en nombre de la lucha social. Autores
como Tolstoi o Gorki indican ese camino, a partir de personajes que presentan el
carácter trágico de la revolución, pues llegan ensangrentados a su destino (Elogio
169).
Contra una lectura nacionalista que ahí celebrase la presencia de un nuevo héroe
capaz de dar la vida por la colectividad, Mariátegui rescata que tales personajes
muestren que la colectividad debe ser ese nuevo héroe, capaz de ganar una buena
vida en vez de seguir muriendo. La tragedia revolucionaria, entonces, no es la de la
necesidad del sacrificio individual, sino de excederla. Presenta, por ello, un sublime
proletario. Su experiencia del éxtasis no varía del sublime burgués o nacional solo
por su contenido, sino particularmente por su lógica. Mientras en ellos se
experimenta, respectivamente, el límite de la potencia del sujeto individual, o la
ilimitada potencia de la colectividad por la que el héroe se sacrifica, el éxtasis
proletario muestra el límite de la impotencia individual, y la respectiva importancia
de su alianza colectiva, irreductible a cualquier héroe individual que pudiese
representarlo.
El nuevo héroe, para Mariátegui, ha de ser el trabajador que sabe que su brega no es
la lucha entre las naciones, sino la de las clases que produce, y subsiste, tras las
guerras nacionales. Recién allí puede darse el heroísmo al que Mariátegui aspira,
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siguiendo a Salazar Bondy (319), para hacer la revolución. La presentación de un
héroe colectivo es, de hecho, uno de los tantos logros que Mariátegui lee en la épica
de Barbusse. Explorando los horizontes revolucionarios que la decadencia del
género épico ha abierto, presenta a la multitud obrera como el héroe de su propia
lucha. Del coro pasa, directamente, a una escena que rebosa cualquier figura
individual: “La vieja épica, era la exaltación del héroe; la nueva épica será la
exaltación de la multitud. En sus cantos, los hombres dejarán de ser el coro anónimo
e ignorado del hombre” (Les echainements, 161).
Cinematográfico es uno de los adjetivos que Mariátegui utiliza para describir la obra
que resalta. A partir del emergente arte del cine 3, piensa la chance de una nueva
épica, correlativa a la crisis que la concepción teatral de la tragedia padece ante la
amenaza cinematográfica a la escena tradicional. El propio Mariátegui, en efecto,
señala que el teatro aún se halla en un ciclo realista del que debiera desligarse
(Instantáneas 140). Demasiado analítico, su lentitud resulta intolerable al hombre
contemporáneo. A su lento paso contrapone a la aceleración de la novela surrealista,
cuya composición no lineal es motivada por el tiempo cinematográfico (Los mujics
97), al igual que la del teatro vanguardista (Algunas ideas 187).
Pese a lo último, los medios de producción teatral ven su límite ante la construcción
de una tragedia cuyo héroe fuese el hombre proletario, dado su carácter
internacional. Si la escena clásica de la tragedia piensa en la construcción de un lazo
comunitario gracias a la observación copresencial del héroe que representa al
público, el mito proletario debe invitar al público a la escena, en la multiplicidad de
tiempos y espacios de la clase obrera cuya unidad política es una realidad por
construir, antes que un dato que pudiese surgir de una reunión como la teatral,
limitada a un espacio en el que, por definición, el proletariado internacional no
3
Desde su juventud, pese a sus impedimentos físicos, Mariátegui habría sido un asiduo visitante al cine, según documenta
Núñez. Aunque esto pudiera reducirse a un accidente biográfico, no parece ser irrelevante, considerando la temprana
formación literaria de Mariátegui y los rechazos que el cine no dejó de sufrir, en sus primeras décadas, por parte de la
ciudad letrada latinoamericana.
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puede reunirse. Es gracias a su dispersión, y no pese a su dispersión, es el cine el
arte indicado para la nueva tragedia. Es notable la lucidez con la que Mariátegui
nota su capacidad de reproducirse, al comentar la singular existencia de la diva
italiana Francisca Bertini:
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consultado, en un curioso cuestionario, sobre el héroe de la vida real que gana sus
simpatías, Mariátegui indica su preferencia por figuras contemporáneas de la clase
obrera, mencionando al trabajador de la fábrica o la mina como ignoto héroe de la
revolución (Instantáneas 141).
Si para Mariátegui allí aparece el nuevo héroe es porque piensa al trabajador como
sujeto de la política revolucionaria. Explicita que la reivindicación que sostiene es la
del trabajo, sin importar la zona en la que se realice o la raza de quien lo haga
(Réplica 222). Lo que le importa no es la realidad previa del sujeto que va a trabajar,
sino como, a través del trabajo, se transforma el sujeto y su mundo. Contra la
separación capitalista del trabajo y la creación, aspira a su unidad en el marco de una
nueva experiencia del trabajo moderno, capaz de aprovechar humanamente lo que el
capitalismo torna deshumanizante. Errada considera la opción que, desde rancio
humanismo, opone trabajo manual e intelectual. En este sentido, es en las chances
mismas de la vida moderna en la que el obrero podría emanciparse, liberando tales
medios de los fines del capital: “El destino del hombre es la creación. Y el trabajo es
creación, vale decir liberación. El hombre se realiza en su trabajo. Debemos al
esclavizamiento del hombre por la máquina y a la destrucción de los oficios por el
industrialismo, la deformación del trabajo en sus fines y en su esencia” (El proceso
de la instrucción 154).
Bien describe Florestan Fernandes, en ese sentido, que Mariátegui nota, en los
avances del capitalismo, el crecimiento de la barbarie (17). A propósito de Estados
Unidos, en esa dirección, describe la tensión entre el mínimo de vida y el máximo de
riqueza, desplegada en los distintos tiempos y espacios de la vida. Allí, la ciudad se
transforma productivamente al servicio del capital. Si en la decadente Europa prima
la torre, en la pujante vida estadounidense aparece el edificio, capaz de albergar a la
muchedumbre trabajadora (La torre 28). Al liberarse de ese encierro, la nueva clase
heroica ha de constituir una nueva vida, contra los antiguos mitos de la civilización
burguesa: “La antorcha de la estatua de la Libertad será la última luz de la
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civilización capitalista, de la civilización de los rascacielos, de las usinas, de los
trusts, de los bancos, de los cabarets y del jazz band” (El crepúsculo 83).
La lectura que hace Mariátegui de Chaplin ha sido poco estudiada, más allá de las
indicaciones por el entusiasmo del primero por el cine del segundo (cfr. Castro 201,
Unruh 54), y de algunos comentarios que hemos citado o que pronto citaremos. Sin
embargo, tan breve texto parece crucial para pensar lo que Mariátegui concibe como
un arte crítico, puesto que rescata de su cine la posibilidad de una vida antiburguesa
en el capitalismo industrial. En lugar de imaginar una historia basada en otra
experiencia, es en la experiencia capitalista donde despliega otra imaginación. Como
bien describe Bernabé (126), su carácter bohemio, renuente a la subjetivación
capitalista, le permite mantener un carácter nómade en la ciudad. Sin embargo,
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parece necesario ir más allá de ella para soñar, dentro del deseo capitalista, más allá
de la capital. Y es que la trama de quien se enriquece heroicamente difícilmente
podría haberse filmado dentro del encierro de la torre. Parece necesario el
vagabundeo para entonar, trágicamente, la contemporánea identificación de victoria
y enriquecimiento personal.
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gentleman, ha creado una obra maravillosa de revolución. Tal es el papel del
creador” (110).
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su burguesía manchesteriana y londinense. El clown ilustra notablemente la
evolución de las especies” (Esquema 60).
El clown, en ese sentido, es parte del capitalismo británico que Estados Unidos
supera. Tal como el equino ha sido superado por la máquina (La civilización 101), el
clown posee una deriva similar, al pasar al cine. Chaplin se vale de ese paso a la
reproductibilidad técnica como una ganancia: La de otra forma posible de narrar, y
la de otra forma necesaria de circular. Contra quien pensase la inmersión en la
reproductibilidad técnica como una pérdida de fuerza, para Mariátegui el logro de
Chaplin es el de la intensificación de su singular heroísmo gracias a una creación
que, en cada repetición, gana vida:
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técnica artística del cine. A diferencia de Bertini, recupera la técnica para construir,
en el cine, otro ideal de vida: “Chaplin redime al cine, le restaura su dimensión
humana y le ofrece nuevos mitos, y afirma una nueva posibilidad de trascendencia,
de hablar a y por un público más allá de las diferencias de clase, de idioma o de
posición global” (Clayton 249)
Chaplin, por tanto, no es el nuevo héroe pese al carácter reproductivo del registro
cinematográfico, y de la reiteración de sus errores en una narrativa compuesta desde
medios para fines originalmente circenses, sino gracias a la repetitividad de tales
técnicas. Heroicidad y repetición, por ende, son compatibles en su obra, y
perentorias para gestar un nuevo mito ante el proletariado moderno, que no pierde su
reflexión ante la inmediatez del héroe, sino que, ante su velocidad y osadía, piensa
en la política que debe generar. Sin destino ni violencia, libera a los medios
modernos para indicar la posibilidad que la industria moderna les niega: “Chaplin
alivia, con su sonrisa y su traza dolidas, la tristeza del mundo. Y concurre a la
miserable felicidad de los hombres, más que ninguno de sus estadistas, filósofos,
industriales y artistas” (Esquema 63).
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argumentarse, su heroicidad es imposible. Lo que significa, para Mariátegui, que es
tanto o más necesaria. La velocidad de Chaplin contrasta con un estado de retraso
que no se explica por la falta de modernización sino por su inserción subordinada en
la modernización capitalista. Contra un sustancialismo que pudiera contraponer la
tradición y la modernidad, para Mariátegui la vida histórica instala los cambios que
abre la posibilidad de la revolución por venir. Por ello, Mariátegui no aspira a
concepciones y temas de Mariátegui, sino que incluso las preocupaciones de este último por el indio no dejan de
superponerse al vanguardismo cosmopolita al que no renuncia. Bien describe Terán (Discutir 36), en tal dirección, que en
Mariátegui persiste uno y otro estrato de experiencia, contra una posible lectura de su época en “etapas” que autorizase
pensar al Mariátegui que escribe en Perú al margen, o contra, de lo que conoce y piensa en Europa. Por ello, nos interesa
insistir en una posible lectura cosmopolita de Mariátegui, en contraposición a su recurrente lectura a partir de la identidad.
Esta última estrategia de lectura es tan recurrente que puede hallarse entre autores representativos de distintas disciplinas y
posiciones teóricas. Por ejemplo, Zea lo describe como uno de quienes toman conciencia de la realidad propia del hombre
americana y buscan desentrañar su historia, a partir de la búsqueda en nosotros mismos (177), mientras que Roig describe
en su obra un cosmopolitismo que supone una relación directa con nuestras patrias (123), Moraña señala que logra
sintetizar telurismo y universalismo (Mariátegui 46), y que su concepción puede calificarse, sin contradicciones, como
nacionalista (Literatura y cultura 46), y Mignolo refiere a su epistemología localizada (92). Lo último, evidentemente, no
significa que Mariátegui se cierre al mundo, pero supone la presencia de un lugar de lectura previo a su apertura. Esto es
lo que nos parece problemático, pues para Mariátegui es en esa apertura cuando puede surgir uno, u otro, lugar. Pese a
ello, para Cornejo Polar el pensamiento de Mariátegui disuelve la oposición entre nativismo y cosmopolitismo para buscar
un proyecto nacional y moderno, capaz de conciliar tradición y modernidad (Mariátegui 22). El cosmopolitismo,
entonces, parece una etapa superable, para llegar a lo nacional. El gesto cosmopolita, dice Cornejo Polar, le permite ir
acercándose a sí mismo (Escribir 164, nota al pie 11), sin notar que esa mismidad no es previa al cosmopolitismo, de
forma tal que no puede dejar de nutrirse, infinitamente, de nuevas aperturas: “En el Perú, es inevitable que todo proyecto
nacional aparezca filtrado por la traducción”. ( Melgar Bao 64)
También los especialistas en Mariátegui han tendido a realizar una lectura similar. Es sintomático, en ese sentido, que el
rescate de su carácter cosmopolita, en Chang, sea realizado para contraponerlo a Haya de la Torre (198). El
cosmopolitismo, por tanto, resulta un dato opuesto a la nacionalidad que se rescata. Por ello, cuando se busca pensar a
Mariátegui sin el APRA, se lo considera compatible con la nación. Un buen ejemplo de esta última estrategia puede
hallarse, por ejemplo, en Flores Galindo, quien recuerda que, para Mariátegui, el internacionalismo es la superación
dialéctica, no simple, del nacionalismo (45). En lugar de valerse de ello para pensar en la necesidad de trascender las
fronteras, Flores Galindo lee ahí la necesidad de reforzarlas. Contraviniendo la conclusión cosmopolita a la que llega
Mariátegui, a partir de su lectura de la cultura judía, Flores Galindo recuerda desde ese debate que a Mariátegui le
preocupa el mundo, pero preocupándose porque la revolución se realizase respetando y promoviendo nuestra
personalidad.
Es claro que lo problemático de esa lectura no reside en una supuesta consideración ontológica de Mariátegui acerca de la
cultura, sino porque sus propias reflexiones sobre del desarrollo cultural latinoamericano, como intentaremos mostrar,
impiden pensar en cualquier determinación de lo nuestro desde el respeto por las propias fronteras. Insiste en la necesidad
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refugiarse en un exterior a la modernidad, sino a la modernización que se
contraponga a la rancia vida colonial:
La distancia trazada con cualquier imagen fetichizada del pasado es clara. Contra el
intento del retorno idéntico del pasado, Mariátegui indica que un revolucionario
jamás imagina que la historia se inicia con él, pero tampoco que basta con los
conocimientos previos (El proceso de la literatura 235). Al contrario, el legado del
pasado requiere la politización de un presente para continuar un lazo siempre tenso y
discontinuo. Contra quien rechazase la heroicidad cinematográfica en nombre de las
luchas populares tradicionales, Mariátegui insiste en que es en nombre de esas
luchas es que estas deben estar dispuestas a transformarse a la altura de lo que su
presente exige:
Esa heterogénea dinámica de los traspasos y alianzas entre pasado y presente puede
leerse, desde Mariátegui, a propósito de la literatura peruana. El pensador lee su
desarrollo desde múltiples tradiciones que no se dejan pensar desde unidad simple.
de interiorizar, infinitamente, lo exterior, y no, como se lo suele leer, en la estrategia de exteriorizar lo interior.
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Y es que la tradición nacional peruana, indica Mariátegui, es triple (La tradición
170). Su carácter confuso impide que, en Perú, alguna forma tenga contorno claro y
distinto. Hasta en los nombres, sostiene, la realidad se muestra algo borrosa y
confusa (El proceso de Instrucción 105). Contra una lectura conservadora, esa
indeterminación no es pensada como error o pérdida, sino desde la apertura que
permite la transformación, gracias a las modificaciones que le imprime el contacto
con otra cultura. De ahí que Mariátegui ironice ante quienes piensan la cultura con la
pretensión de una total independencia con Europa, mistificando una realidad
nacional que es parte de la mundial. Ante su particularismo, recuerda que no hay
opción de pensar la filosofía, la maquinaria o incluso el idioma como si se hubieran
producido, exclusivamente, por la población peruana (Lo nacional 36).
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tras la mediación cosmopolita es que podría emerger una cultura nacional que ya no
podría retrotraerse a un origen ya diferido de sí.
Para construir la localidad, entonces, hay que trascender sus límites, en lugar de
refugiarse en ellos. Su ejemplo es la de la poesía argentina de vanguardia su época,
la que Mariátegui rescata, con notable lucidez, por su capacidad de crear,
simultáneamente, desde el arte ultramoderno europeo y un auténtico acento gaucho.
No escoge, excluyentemente, entre una u otra opción. Al contrario, de su bifronte
estatuto lograría crear una poesía tan argentina como cosmopolita (Nacionalismo
106). Si es que no, habría que añadir, argentina por cosmopolita, y viceversa. Por
ello puede entenderse que Mariátegui crea haber hecho su mejor aprendizaje en
Europa, o que rescate la argentinidad de Sarmiento como modo de ser argentino
(Aprendizaje 12). Con lo último, evidentemente, no suscribe a las tesis racistas del
argentino, sino a su insistencia en la infinita reconfiguración de la nación, más allá
de una u otra forma. Como bien destaca Perus, rescata allí el gesto de ir y venir, de
traspasar las previas fronteras (250).
Su eventual autenticidad, por tanto, no remite a la fuente con la que piensa, sino en
la preocupación por el presente con lo que lo lee. En efecto, Mariátegui indica que la
originalidad a ultranza resulta una preocupación literaria y anarquista –en el peor
sentido, claro está, de ambas palabras (Aniversario 246). Lo cual no solo abre la
posibilidad de pensar, por ejemplo, en una comedia chaplinesca en Perú, que
justamente por no imitar literalmente lo ya hecho sea fiel a Chaplin, sino también de
una reflexión que pueda dar cuenta de ella. Su tentativa de construir un aún ausente
pensamiento latinoamericano no se juega, por tanto, en su eventual sustracción de
los idearios extranjeros, sino en la posibilidad de vincularse con ellos de otra forma.
La originalidad de la repetición
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El crítico diagnóstico de Mariátegui sobre la filosofía en Latinoamérica parte
reconociendo que, pese a su decadencia, Europa sigue contando con los mayores
pensadores contemporáneos (¿Existe 24). El pensamiento indoamericano por
construir, por lo tanto, requiere de esa tradición. Contra quienes ven ahí la
imposibilidad de lo nuevo, habría que pensar que justamente por la necesidad de que
su repetición difiera es que habría que ser creativo. Si Mariátegui ha sido original –
como tantas veces se ha dicho, sin sopesar de forma suficiente lo que eso puede
significar- es porque ha leído las letras europeas, pensando, desde ellas, más allá de
ellas.
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América Latina no significa, de acuerdo a lo ya dicho, pensar, estrechamente, para
América Latina. No se trata de llevar el ideal socialista a una realidad indígena
previa, sino de abrir una y otra para gestar un programa inédito. Por así decirlo, su
deber es el de construir un socialismo abierto que asuma la particular lucha indígena,
antes que un indigenismo que no pueda traspasar las fronteras de una u otra tierra.
Tal parece haber sido, en efecto, la tarea de Amauta. Bien describe Terán (Amauta
273) que se sitúa en los complejos bordes de la sutura entre el Viejo y el Nuevo
Mundo. Mariátegui asume, describiendo la publicación, su ubicación liminal. Antes
que una cultura, busca gestar un nuevo estilo (Aniversario 248). Desde ese esquivo
lugar lee el socialismo moderno europeo y la tradición incaica sin limitarse a sus
formas previas, aliándolos en una mixtura inédita. Resalta, de hecho, que el título
del medio que ha fundado proviene de lengua indígena, pero para crearla de nuevo.
Es decir desde una repetición que requiere de su creación, al retornar, con la misma
palabra, en otra lengua, de otra forma. Instala la palabra indígena en un presente que
enrarece, puesto que no aspira a mantenerla en el pasado o a traducirla al presente,
sino instalando la diferencia que altera el pasado y el presente para gestar el futuro
con una heroicidad que ha de leerse sin más destino que la continuación de su
afirmación: “No queremos, ciertamente, que el socialismo sea en América calco y
copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad,
en nuestro propio lenguaje, al socialismo indo-americano. He aquí una misión digna
de una generación nueva” (Aniversario 248).
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requiere de la antigua seriedad de quien se piensa irrepetible. Al igual que la nueva
filosofía, su compromiso con la vida pide, a la razón, la alegría de lo nuevo. Su
destino parece ser, con Chaplin, la comedia.
La risa de la tragedia
“No es cierto que nuestra gente sea alegre. Aquí no hay ni ha habido
alegría. Nuestra gente tiene casi siempre un humor aburrido, asténico y gris.
Es jaranera pero no jocunda. La jarana es una de las formas de su astenia.
Nos falta la euforia, nos falta la juventud de los occidentales. Somos más
asiáticos que europeos. ¡Qué vieja, qué cansada; parece esta joven tierra
sudamericana al lado de la anciana Europa!” (Poetas 23).
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grupos dominantes que lo organizan, es que al intentar resucitar la corona terminan
de aniquilarla, pues la condenan a ser otro de los restos de un pasado que puede
utilizar, sin reverencia alguna, la vida del presente. Y es que lo vivo, para el
vanguardista Mariátegui, resiste al museo: “Los disfraces nos enseñan que el pasado
no puede resucitar sino carnavalescamente. El Pasado es una guardarropía. No es
posible restaurar el Pasado. No es posible reinventarlo. Es posible únicamente
parodiarlo. En nuestra retina, el Presente es una instantánea: el Pasado es una
caricatura” (Serpentinas 129).
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modernamente, de un pasado moribundo cuyos mitos y tragedias ya no pueden más
que generar la risa.
Del paso de reír del carnaval a reír con Chaplin se juega entonces, en Mariátegui, la
posibilidad de una heroicidad que es capaz de crear, desde los deslices de la
repetición del presente europeo y del pasado inca, el marxismo indoamericano
porvenir. Y allí quizás nada se repita tanto como la risa que, por conocer su destino,
es capaz de afrontar su porvenir con alegría.
Bibliografía
24
Tomo 1. La escena contemporánea: “El grupo clarte”, “El imperio y la democracia
yanquis”, “Les echainements”
25
Tomo 12. Temas de Nuestra América: “¿Existe un pensamiento iberoamericano?”,
““Indología”, por José Vasconcelos”
Tomo 13. Ideología y política: “Aniversario y balance”, “Réplica a Luis Alberto
Sánchez”
Tomo 14. Temas de Educación
Bibliografía secundaria
Benjamin, Walter, “A look at Chaplin”. The Yale Journal of Criticism n9: 309–314
26
Torre. México D.F.: Andrea, 1957
27
González Echevarría, Roberto. The voice of the masters: writing and authority in
modern Latin American literature. Texas: University of Texas Press, 1985
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