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Recreación heroica

Risa, originalidad y repetición en Mariátegui

Alejandro Fielbaum S.

“La vida no readmite el Pasado sino en el carnaval o en la comedia. Únicamente en


el carnaval reaparecen todos los trajes del Pasado. En esta restauración festiva,
precaria no suspira ninguna nostalgia: ríe a carcajadas el Presente.

Iconoclastas no son, por ende, los hombres; iconoclasta es la vida”

(Mariátegui, Serpentinas 129)

El mito de Mariátegui

En su temprano exilio en Europa, José Carlos Mariátegui se nutre de las tensiones


culturales que emergen cuando el sueño de la razón moderna parece culminar para
despertar, y ver que no quedan más que sus peores monstruos. A saber, los que
amenazan incluso la posibilidad de que emerja otro sueño. Es por esto que la crisis,
para Mariátegio, sobrepasa la dimensión económica. Es toda la vida la que se
somete una desazón de incierta resolución, entre la agonía de la decrépita sociedad
capitalista y la nueva vida socialista (La crisis 24). El paso entre una y otra vida, que
el socialismo dogmático piensa desde una dogmática inmediatez, es para Mariátegui
más indeterminado: La crisis abre tanto la chance del comunismo como la del
fascismo.

1
La respuesta fascista a la crisis de la representación política liberal es la de la
mitologización de la política, en tanto promesa del restablecimiento de una
comunidad que vuelve a su origen para restablecerse sin pérdida ni fisura. Lacoue-
Labarthe y Nancy despliegan su singular lucidez para describir lo que llaman el mito
nazi, el cual el primero de ellos describe como una posición nacional-esteticista.
Presentando lo común en la obra, antes de cualquier mediación del intelecto o la
técnica, la comunidad busca reencontrarse en el arte antes de la división política,
estableciendo así un nuevo tipo de política. Contra la razón moderna, aspira a un
fundamento previo que restituya la verdad. Su héroe, por tanto, ha de ser quien
pueda dar con esa palabra restitutiva. Es decir, el poeta1.

Contra ello, Mariátegui responde sin metafísica o teleología, y sin pensar esa
carencia como pérdida. Al contrario, describe la apuesta del hombre revolucionario
como de la vivir, en esa indeterminación, peligrosamente (La emoción 13). Parte de
ese peligro incluye el que, quizás, resulta el mayor de los peligros: El de que su
posicionamiento vanguardista, erecto en nombre de la voluntad joven contraria a la
antigua vida, termine siendo un pensamiento cuya orientación de la vida no se
distancie del fascismo. Su inquietante descripción de la época como lucha final es
decidora de ese peligro2.
1
Es más que obvio que estas cuestiones han de leerse con muchísimos más textos. En particular, en torno a las
discusiones sobre acerca del héroe y la tragedia, particularmente a propósito de Lukács y la discusión sobre la épica y la
novela, así como sobre las nociones del sujeto y el destino que se juegan en las lecturas de la tragedia griega en buena
parte de los pensadores alemanes del siglo XIX (cfr. Szondi), y que no deja de extenderse hasta las lecturas
contemporáneas de Antígona. En torno a las últimas, muy sugerentemente, Critchley ha propuesto la comedia como otra
forma de finitud a la imperante en lo que denomina el paradigma trágico (112). Si en este último el héroe no puede sino
padecer su finitud al ver su voluntad excedida por su destino, en el cómico la finitud pareciere presentarse como la
ausencia de destino. Y el héroe, acaso, sería quien allí pudiera sobrevivir. La interpretación mariateguiana de la comedia
chaplinesca que comentaremos se deja leer a partir de allí, abriendo la posibilidad de una lectura de su obra que desencaja
un posible marco dialéctico.
2
A propósito de estas cuestiones, los acercamientos que se han intentado trazar entre Benjamin y Mariátegui -por
ejemplo, en Quijano (X) o González Echevarría (34) debieran partir considerando la irreductible distancia entre uno y otro
pensador, más allá de sus afinidades epocales, temáticas o estilísticas. Es claro que Benjamin se aleja a toda política del
mito, por revolucionaria que ésta se precie de ser. Así parece haberlo expresado al reprochar a Bataille que su trabajo, en
último término, piensa para el fascismo.
La importancia de la sangre en la figuración de la vida en Mariátegui, y que bien podría contraponerse a la justicia no
sanguinaria que Benjamin piensa en torno cuestión de la vida y la sangre habría de abrir allí un debate de posiciones
difícilmente reconciliables en torno a la violencia, la soberanía y revolución. Es claro que aquello tomar espacio para otro
artículo, si es que no más, pues si se abordase seriamente debiera pasar mucho más largamente por las cuestiones del
teatro, la huelga, el surrealismo o el cine. Las reflexiones sobre la reproductibilidad técnica que intentamos aquí instalar,
evidentemente, se sitúan en esa dirección. Sin embargo, antes de toda premura para hallar paralelos entre una y otra
lectura de Chaplin –como lo hace, por cierto, Kraniauskas (95), precisamente a partir del mito-, huelga remarcar que la

2
El mismo Mariátegui reconoce ese peligro, al recordar que las ideas de Sorel y
Bergson que lo inspiran han sido utilizadas por el enemigo (Anti-reforma, 203). Por
ello, debe leerlas de otra forma. Un mito revolucionario del origen no basta para
oponerse al mito fascista del origen, pues ya ha concedido la estructura conceptual
que piensa lo común desde una estrategia fascista. Por ello, son estériles las
tradiciones lecturas de Mariátegui que invocan sus intenciones comunistas para
separarlo del fascismo. Al antiintelectualismo fascista no se le combate con otro
antintelectualismo, por izquierdista que fuese su pasión.

Para que Mariátegui se distancie de ello, entonces, es necesario que su crítica a la


razón moderna no derive en irracionalismo, sino en otra forma de razonamiento,
abierto a otro tipo de experiencia de la razón, distinta al mito de la razón y al
irracionalismo del mito. Si no existe una opción de que la crítica a lo primero no se
identifique con lo segundo, como deja entrever hace Dussel (45) al sostener que en
Mariátegui el mito está antes que la racionalidad abstracta, o Paris (132) al indicar
que en Mariátegui no hay separación entre el mito y la razón, se puede leer al
peruano dentro de lo peor. Es decir, como un pensador utilizable por el fascismo.
Así, Michael Lowy, autor de una reconocida lectura romántica del marxismo de
Mariátegui, ha intentado desvincularlo del conservadurismo al pensar allí un
romanticismo de otro cuño, sin pensar que la crítica de Mariátegui altera la
estructura conceptual del romanticismo. Describe una mística que termina leyéndose
como cierta metafísica de la presencia comunista, propia de una comunidad que,
como obra, se reuniese concluyentemente.

Justamente porque esa lectura es posible es que nos interesa discutirla, y ganar un
Mariátegui renuente a toda teología política. Lo que sugeriremos no debe leerse en
oposición a los más conocidos pasajes de Mariátegui sobre el mito y la vida. Por la
contra, consideramos que estos últimos pueden releerse a partir de algunas figuras

lectura benjaminiana de Chaplin (A look at Chaplin) se orienta hacia rumbos muy distintos de la que presentaremos en
Mariátegui. La vinculación entre risa y esperanza allí tematizada, contra todo inmanentismo, abre un pensamiento
mesiánico de la justicia impensable desde el vanguardismo de Mariátegui que buscamos aquí repensar.

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en Mariátegui que permiten pensar en una repetición sin origen, desde lo cual toda
creación de lo común, por heroica que fuese, ya no podría determinarse
unitariamente en nombre de alguna reunión de lo común, ni ser previa a la
mediación tecnológica que aleja, de sí a sí, a toda presencia. Su politización del
mito, por tanto, no se deja inscribir tan simplemente en la mitologización de la
política, como dejan entrever quienes han leído allí una estetización de la política
(Ibáñez 220) o una filosofía política estética (Von Vacano 4), a partir de un pathos
romántico (Sazbón 45) o dionisíaco (Kohan 139).

Apresuradamente, tales lecturas, ejemplos de una serie mucho más larga de


comentarios, no despliegan una minuciosa lectura de los textos de Mariátegui,
guardando su valor de la obra en el sujeto que la escribe. Es decir, condenándola al
desuso teórico, en nombre de la moral del autor. Nos parece que la tarea crítica ha de
ir más allá, y leer sus textos, de otra forma, para que no termine cayendo en el
irracionalismo que roza.

Las guerras del arte

Casi al pasar, indica Rama que la elaboración del mito en Mariátegui puede ligarse
al concepto filosófico decimonónico del ideal (151). O sea, de una ley que excede al
sujeto, dada una diferencia que no lo autoriza a pensar menos, sino más. Justamente
porque la realidad no calza con el ideal, puede sostenerse, es que no se ha de buscar
el éxtasis ideal en lo real, sino que se debe suturar cualquier realidad en nombre de
un ideal que excede cualquier presencia. Contra quien se emocionase creyendo estar
ante el ideal, el trabajo de la razón es el de resguardar esa distancia. Mientras el
fascismo afirma el sentimiento alejando la razón, el comunismo ha de razonar con, y
más allá, de los sentimientos, insistiendo en que la emoción, por profunda que fuese,
no asegura la verdad.

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Por ello, Mariátegui objeta el esteticismo fascista con tajante ironía. En particular,
ante la creencia, que dice ver en Marinetti de una reunión inmediata entre arte y
política que suponga la identificación entre justicia y belleza. Por falsa, literaria,
contrapone esa estrategia a una política llena de vida, verdad, humanidad (Aspectos
viejos 58). Dicho de otra forma, a una acción del hombre que asuma la distancia y
necesidad del ideal, en lugar de contentarse con las formas ya existentes. Una
política real, por tanto, es la que asume el mandato de un ideal inalcanzable, y no la
que se oponga a la limitada concreción de una u otra realidad, por bella que pudiera
ser. Por esa distancia, para Mariátegui no basta con cambiar el contenido del mito,
sino su concepción. Si insiste en afirmar el mito es porque le permite pensar, desde
una experiencia distinta a la del cálculo, el carácter ideal de la vida por venir, y con
ello la falsedad de la reunión entre lo presente y lo ideal que establece el mito
fascista.

Contra una posible presencia ritual el mito, la vida moderna revolucionaria ha de


pensar esa nueva elaboración del mito en el terreno del arte moderno. Su defensa del
arte se juega en la idealidad que impone. Cuando Mariátegui refiere a la importancia
de forjar una fantasía que acerque a la realidad no es para mostrar el mundo tal cual
es, como lo hace la ilusión esteticista que deviene irreal, sino para distanciarse de la
experiencia del mundo, a partir de la incalculable experiencia de la diferencia que
permite pensar en otra verdad, incontenible en una u otra obra. Por ello, el
rendimiento del arte no se sitúa en su fundamentación del presente, sino en su
capacidad de indicar lo que resulta tan ausente como imprescindible: “En lo
inverosímil hay a veces más verdad, más humanidad que en lo verosímil” (La
realidad 24).

La potencia de lo inverosímil, siguiendo lo citado, se juega en su capacidad de


distanciar el presente de sí mismo. De ahí que Mariátegui indique la necesidad de
mantener la autonomía del arte. A diferencia de la clausura formalista (El balance
48), que saca el arte de la vida, la vida del arte se juega en su doble vínculo con la

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vida que exige un arte que la asuma y exceda, instalando sus heterónomos fines
gracias a sus medios autónomos. El arte que no se sustrae de la vida alcanza,
entonces, más que el arte formal. Ética y estéticamente, con la vida, el arte gana. La
constitutiva apertura del arte a la vida es resguarda, al arte, del arte. Por ello, la
modificación a la que aspira, según explicita, es irreductible a sus transformaciones
técnicas (Arte, revolución 18). En particular, ante la experiencia de la guerra que
permite al arte fascista inventar nuevos medios al servicio del viejo mito. Las más
novedosas tecnologías de representación, en efecto, pueden transformar la violencia,
como bien pensaba Benjamin, en espectáculo (La obra 24).

Ante ello, debe lograrse una política de representación de la violencia que, al asumir
la seriedad de lo representado, sea capaz de representarlo de otra forma, sin la
candidez de quien busca abolir la distancia entre la violencia y su imagen. Contra la
morbosa identificación entre la muerte y su imagen, quien conoce esa distancia sabe
que es necesario, para respetar la muerte, es decir, para no olvidarla y para no
olvidar su distancia ante cualquiera de sus imágenes, pensar en otras formas y
contenidos del nuevo mito:

“Ética y estéticamente, la guerra ha perdido mucho terreno en los últimos


años. La humanidad ha cesado de considerarla bella. El heroísmo bélico no
interesa como antes a los artistas. Los artistas contemporáneos prefieren un
tema opuesto y antitético: los sufrimientos y los horrores bélicos. El Fuego
quedará, probablemente, como la más verídica crónica de la contienda” (El
grupo Clarte 153).

El arte de las guerras

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La gesta de la nueva narración no puede ser la de quien prenda ese fuego, sino la
humanidad que, ante la barbarie, subsiste. La obligación de narrar el desastre, y de
narrarlo de otra forma, clama por un protagonista distinto al de la épica nacional que
celebre el sacrificio militar al subsumir su pérdida en la comunidad nacional. Lo que
Mariátegui rescata de las vanguardias es esa torsión a esas formas tradicionales de la
narración. Sin embargo, considera su experiencia de la desazón como síntoma de
una crisis que, por su limitada situación burguesa, no pueden superar. Les falta
pasar, por así decirlo, pasar de una política del arte a una politización del arte. Y,
con ello, trascender el desgarro individual en nombre de la lucha social. Autores
como Tolstoi o Gorki indican ese camino, a partir de personajes que presentan el
carácter trágico de la revolución, pues llegan ensangrentados a su destino (Elogio
169).

Contra una lectura nacionalista que ahí celebrase la presencia de un nuevo héroe
capaz de dar la vida por la colectividad, Mariátegui rescata que tales personajes
muestren que la colectividad debe ser ese nuevo héroe, capaz de ganar una buena
vida en vez de seguir muriendo. La tragedia revolucionaria, entonces, no es la de la
necesidad del sacrificio individual, sino de excederla. Presenta, por ello, un sublime
proletario. Su experiencia del éxtasis no varía del sublime burgués o nacional solo
por su contenido, sino particularmente por su lógica. Mientras en ellos se
experimenta, respectivamente, el límite de la potencia del sujeto individual, o la
ilimitada potencia de la colectividad por la que el héroe se sacrifica, el éxtasis
proletario muestra el límite de la impotencia individual, y la respectiva importancia
de su alianza colectiva, irreductible a cualquier héroe individual que pudiese
representarlo.

El nuevo héroe, para Mariátegui, ha de ser el trabajador que sabe que su brega no es
la lucha entre las naciones, sino la de las clases que produce, y subsiste, tras las
guerras nacionales. Recién allí puede darse el heroísmo al que Mariátegui aspira,

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siguiendo a Salazar Bondy (319), para hacer la revolución. La presentación de un
héroe colectivo es, de hecho, uno de los tantos logros que Mariátegui lee en la épica
de Barbusse. Explorando los horizontes revolucionarios que la decadencia del
género épico ha abierto, presenta a la multitud obrera como el héroe de su propia
lucha. Del coro pasa, directamente, a una escena que rebosa cualquier figura
individual: “La vieja épica, era la exaltación del héroe; la nueva épica será la
exaltación de la multitud. En sus cantos, los hombres dejarán de ser el coro anónimo
e ignorado del hombre” (Les echainements, 161).

Cinematográfico es uno de los adjetivos que Mariátegui utiliza para describir la obra
que resalta. A partir del emergente arte del cine 3, piensa la chance de una nueva
épica, correlativa a la crisis que la concepción teatral de la tragedia padece ante la
amenaza cinematográfica a la escena tradicional. El propio Mariátegui, en efecto,
señala que el teatro aún se halla en un ciclo realista del que debiera desligarse
(Instantáneas 140). Demasiado analítico, su lentitud resulta intolerable al hombre
contemporáneo. A su lento paso contrapone a la aceleración de la novela surrealista,
cuya composición no lineal es motivada por el tiempo cinematográfico (Los mujics
97), al igual que la del teatro vanguardista (Algunas ideas 187).

Pese a lo último, los medios de producción teatral ven su límite ante la construcción
de una tragedia cuyo héroe fuese el hombre proletario, dado su carácter
internacional. Si la escena clásica de la tragedia piensa en la construcción de un lazo
comunitario gracias a la observación copresencial del héroe que representa al
público, el mito proletario debe invitar al público a la escena, en la multiplicidad de
tiempos y espacios de la clase obrera cuya unidad política es una realidad por
construir, antes que un dato que pudiese surgir de una reunión como la teatral,
limitada a un espacio en el que, por definición, el proletariado internacional no

3
Desde su juventud, pese a sus impedimentos físicos, Mariátegui habría sido un asiduo visitante al cine, según documenta
Núñez. Aunque esto pudiera reducirse a un accidente biográfico, no parece ser irrelevante, considerando la temprana
formación literaria de Mariátegui y los rechazos que el cine no dejó de sufrir, en sus primeras décadas, por parte de la
ciudad letrada latinoamericana.

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puede reunirse. Es gracias a su dispersión, y no pese a su dispersión, es el cine el
arte indicado para la nueva tragedia. Es notable la lucidez con la que Mariátegui
nota su capacidad de reproducirse, al comentar la singular existencia de la diva
italiana Francisca Bertini:

“Es la única artista que puede trabajar a un mismo tiempo para


millares de públicos. Es la única que puede ganarse una celebridad
relámpago. La artista de teatro necesita, para captarse a un público, llegar
personalmente hasta él. Necesita tener con él un contacto directo. No está por
esto, en aptitud física de dominar a todos los públicos del mundo. Su fama es
una obra de proceso lento y gradual, por mucho que la aceleren con su
velocidad de treinta mil ejemplares por hora los rotativos de los grandes
diarios… La artista cinematográfica, en tanto, posa en la misma escena para
todo el mundo. Su arte no ha menester de traductores, intermediarios ni
exegetas. Nada la separa de la más lejana gente de la tierra. Ni el idioma, ni el
tiempo ni el espacio. En consecuencia, todos los públicos son tributarios
suyos” (La última 196).

Las tragedias del capital

A diferencia de la tradicional noción de un héroe cuya irrepetible acción solo puede


repetirse posteriormente, el surgido del cine aloja la repetición en su origen. Esa
infinita capacidad de desdoblarse abre tanto la posibilidad del verdadero arte como
la de un arte ligado al espectáculo. En efecto, Mariátegui ironiza sobre la misma
actriz al describirla como eterna heroína del amor (Italia 208). Es decir, como un
héroe que rehúye el antagonismo que constituye su vida. Un héroe revolucionario,
por el contrario, debe ser el que presente la vida del trabajador. De hecho, al ser

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consultado, en un curioso cuestionario, sobre el héroe de la vida real que gana sus
simpatías, Mariátegui indica su preferencia por figuras contemporáneas de la clase
obrera, mencionando al trabajador de la fábrica o la mina como ignoto héroe de la
revolución (Instantáneas 141).

Si para Mariátegui allí aparece el nuevo héroe es porque piensa al trabajador como
sujeto de la política revolucionaria. Explicita que la reivindicación que sostiene es la
del trabajo, sin importar la zona en la que se realice o la raza de quien lo haga
(Réplica 222). Lo que le importa no es la realidad previa del sujeto que va a trabajar,
sino como, a través del trabajo, se transforma el sujeto y su mundo. Contra la
separación capitalista del trabajo y la creación, aspira a su unidad en el marco de una
nueva experiencia del trabajo moderno, capaz de aprovechar humanamente lo que el
capitalismo torna deshumanizante. Errada considera la opción que, desde rancio
humanismo, opone trabajo manual e intelectual. En este sentido, es en las chances
mismas de la vida moderna en la que el obrero podría emanciparse, liberando tales
medios de los fines del capital: “El destino del hombre es la creación. Y el trabajo es
creación, vale decir liberación. El hombre se realiza en su trabajo. Debemos al
esclavizamiento del hombre por la máquina y a la destrucción de los oficios por el
industrialismo, la deformación del trabajo en sus fines y en su esencia” (El proceso
de la instrucción 154).

Bien describe Florestan Fernandes, en ese sentido, que Mariátegui nota, en los
avances del capitalismo, el crecimiento de la barbarie (17). A propósito de Estados
Unidos, en esa dirección, describe la tensión entre el mínimo de vida y el máximo de
riqueza, desplegada en los distintos tiempos y espacios de la vida. Allí, la ciudad se
transforma productivamente al servicio del capital. Si en la decadente Europa prima
la torre, en la pujante vida estadounidense aparece el edificio, capaz de albergar a la
muchedumbre trabajadora (La torre 28). Al liberarse de ese encierro, la nueva clase
heroica ha de constituir una nueva vida, contra los antiguos mitos de la civilización
burguesa: “La antorcha de la estatua de la Libertad será la última luz de la

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civilización capitalista, de la civilización de los rascacielos, de las usinas, de los
trusts, de los bancos, de los cabarets y del jazz band” (El crepúsculo 83).

Si la aburrida vida capitalista se desarrolla en la ciudad por objetar, quien busque


otra experiencia ha de buscar ir más allá de ella. En ese sentido, Mariátegui describe
la importancia que adquiere la búsqueda del oro, como tragedia del hombre
contemporáneo (El imperio 86). Su héroe, por tanto, poco podría parecerse al
revolucionario de la cantina europea, superada por el capitalismo estadounidense.
Mariátegui sugiere, por ello, la relación entre la desromantización del movimiento
obrero y la pérdida de la antigua imagen barbuda de la bohemia revolucionaria. Esta
última es reemplazada, en la ciudad moderna, por una estética de mayor urbanidad y
cautela: “La silueta del hombre metropolitano es sobria, simple, geométrica como la
de un rascacielos. Su estética rechaza, por esto, las barbas y los cabellos boscosos.
Apenas si acepta un exiguo y discreto bigote” (La civilización 108).

La figura de Charles Chaplin, evidentemente, puede allí recordarse.

Las comedias del capital

La lectura que hace Mariátegui de Chaplin ha sido poco estudiada, más allá de las
indicaciones por el entusiasmo del primero por el cine del segundo (cfr. Castro 201,
Unruh 54), y de algunos comentarios que hemos citado o que pronto citaremos. Sin
embargo, tan breve texto parece crucial para pensar lo que Mariátegui concibe como
un arte crítico, puesto que rescata de su cine la posibilidad de una vida antiburguesa
en el capitalismo industrial. En lugar de imaginar una historia basada en otra
experiencia, es en la experiencia capitalista donde despliega otra imaginación. Como
bien describe Bernabé (126), su carácter bohemio, renuente a la subjetivación
capitalista, le permite mantener un carácter nómade en la ciudad. Sin embargo,

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parece necesario ir más allá de ella para soñar, dentro del deseo capitalista, más allá
de la capital. Y es que la trama de quien se enriquece heroicamente difícilmente
podría haberse filmado dentro del encierro de la torre. Parece necesario el
vagabundeo para entonar, trágicamente, la contemporánea identificación de victoria
y enriquecimiento personal.

Mariátegui describe el pathos del emprendimiento de Chaplin como el del hombre


común que supera escollos individuales para alcanzar la riqueza individual. Su
heroísmo de Chaplin parece, por lo tanto, algo oblicuo. Lúcidamente, Beigel
describe su lectura como la de un héroe frágil (120). Es decir, un héroe que
difícilmente puede motivar un recuerdo en el que la comunidad se reconozca, pues
no tiene comunidad ni realiza nada memorable. Mas son esas características las que
le permiten erigirse como el héroe moderno, ya que el rendimiento crítico de su obra
pasa antes por quién es el héroe antes que por lo que hace. El contenido de Chaplin
no pareciera ser revolucionario, ya que su tragedia no es la de la brega política, sino
la del trabajo que rehúye de la industria en lugar de enfrentarla. Sin embargo, es en
su despolitización, siguiendo a Barthes (23), en la estampa del pobre, contrapuesta a
la politizada figura del proletario, donde puede residir la condición política de
Chaplin. La exposición del sueño capitalista en un sujeto obrero muestra, en su
impotencia, la necesidad de otro sueño. La tierna soledad que expone indica su
deshumanización y la necesidad de superarla, a partir de la real lucha que habría de
dar la clase trabajadora, al notar la pobreza de la experiencia de quien combate,
individualmente, por el botín capitalista. Con toda su lucidez lo describe Vallejo,
tras destacarlo como puro y supremo creador de nuevos, y más humanos, instintos
políticos y sociales:

“Sin protesta barata contra subprefectos ni ministros; sin siquiera


pronunciar las palabras “burgués” y “explotación”; sin adagios ni morales
políticas, sin mesianismo para niños, Charles Chaplin, millonario y

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gentleman, ha creado una obra maravillosa de revolución. Tal es el papel del
creador” (110).

Renuente a un eventual carácter sublime, la comedia de Chaplin construye una épica


sin héroe ni triunfo. Tras Chaplin, la búsqueda del oro deja de ser la historia de la
libertad del hombre, para transformarse en la comedia de la libertad de un hombre
que muestra que debe haber otra vida para los hombres. La heroicidad de Chaplin,
podría especularse, es la de la valentía de construir un antihéroe, capaz de indicar al
espectador que es él quien debe transformarse en héroe. Mientras las formas
revolucionarias siguen estando más cercanas a la épica que a la novela, forma que
Mariátegui vincula a la vida moderna (El proceso de la literatura 238), Chaplin abre
la alternativa de una nueva forma de narración en la que el nuevo héroe ya no se
deja determinar por las antiguas estrategias del arte, sino que compone nuevos
medios de producción de la representación.

En su imprescindible comentario de la importancia del cine para Mariátegui,


Clayton muestra la importancia que tiene el séptimo arte para pensar la posibilidad
de las mixturas entre unas y otras formas del arte. El cine debe, señala la
comentarista (246), ser parasitario, al punto que puede trascender la división
burguesa de las bellas artes. Así, según Mariátegui, Chaplin se vale de la escena
circense para construir una narración inspirada en el clown. Es decir, de un artista
que, a través de respuestas cómicas, aborda las más serias preguntas, alcanzando lo
que describe como un humor absolutamente serio. En otro texto, de hecho, vincula
el clown al dadaísmo centroeuropeo (El grupo 43). A través del humor, sostiene
Mariátegui, ejerce una lapidaria crítica a la existencia. En particular, en Gran
Bretaña, donde alcanza su máximo desarrollo, a través de nadie menos que Bernard
Shaw: “La Gran Bretaña ha hecho con la risa del clown de circo lo mismo que con
el caballo árabe: educarlo con arte capitalista y zootécnico, para puritano recreo de

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su burguesía manchesteriana y londinense. El clown ilustra notablemente la
evolución de las especies” (Esquema 60).

El clown, en ese sentido, es parte del capitalismo británico que Estados Unidos
supera. Tal como el equino ha sido superado por la máquina (La civilización 101), el
clown posee una deriva similar, al pasar al cine. Chaplin se vale de ese paso a la
reproductibilidad técnica como una ganancia: La de otra forma posible de narrar, y
la de otra forma necesaria de circular. Contra quien pensase la inmersión en la
reproductibilidad técnica como una pérdida de fuerza, para Mariátegui el logro de
Chaplin es el de la intensificación de su singular heroísmo gracias a una creación
que, en cada repetición, gana vida:

“La salud, la energía, el élan de Norte América retienen y


excitan al artista; pero su puerilidad burguesa, su prosaísmo arribista,
repugnan al bohemio, romántico en el fondo. Norte América, a su vez, no
ama a Chaplin. Los gerentes de Hollywood, como bien se sabe, lo estiman
subversivo, antagónico. Norte América siente que en Chaplin existe algo que
le escapa” (Esquema 61).

Chaplin, siguiendo lo citado, es un exceso sin excedente para el capital, abriendo la


chance de otra relación posible entre la vida y la técnica. El capitalismo le teme,
pues su lucha contra el dolor puede traspasarse a las masas trabajadoras, en su
constitutiva variedad de ocupaciones. Mariátegui, de hecho, destaca la transversal
aprobación que adquiere Chaplin. A diferencia de antiguas formas criticas y
presentes formas conservadoras, logra un arte, simultáneamente, masivo y
revolucionario, cercano a la realidad por el distanciamiento que ante ella posee el
espectador que ríe de la promesa capitalista de éxito, y piensa en la necesidad de
otro ideal que no es el de una vida previa a la técnica laboral de la industria ni a la

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técnica artística del cine. A diferencia de Bertini, recupera la técnica para construir,
en el cine, otro ideal de vida: “Chaplin redime al cine, le restaura su dimensión
humana y le ofrece nuevos mitos, y afirma una nueva posibilidad de trascendencia,
de hablar a y por un público más allá de las diferencias de clase, de idioma o de
posición global” (Clayton 249)

Chaplin, por tanto, no es el nuevo héroe pese al carácter reproductivo del registro
cinematográfico, y de la reiteración de sus errores en una narrativa compuesta desde
medios para fines originalmente circenses, sino gracias a la repetitividad de tales
técnicas. Heroicidad y repetición, por ende, son compatibles en su obra, y
perentorias para gestar un nuevo mito ante el proletariado moderno, que no pierde su
reflexión ante la inmediatez del héroe, sino que, ante su velocidad y osadía, piensa
en la política que debe generar. Sin destino ni violencia, libera a los medios
modernos para indicar la posibilidad que la industria moderna les niega: “Chaplin
alivia, con su sonrisa y su traza dolidas, la tristeza del mundo. Y concurre a la
miserable felicidad de los hombres, más que ninguno de sus estadistas, filósofos,
industriales y artistas” (Esquema 63).

Los trágicos pasos del pasado

Hasta lo expuesto, resulta pertinente cuestionar las chances de un héroe como


Chaplin para las luchas populares en Latinoamérica 4. Sin la urbe industrial, puede
4
Es claro que, en este sentido, nos interesa releer la obra que Mariátegui escribe en Perú a partir de su periplo por Europa,
y no a la inversa, como suele hacerse. Con ello, evidentemente, no sostenemos que no hayan modificaciones en las

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argumentarse, su heroicidad es imposible. Lo que significa, para Mariátegui, que es
tanto o más necesaria. La velocidad de Chaplin contrasta con un estado de retraso
que no se explica por la falta de modernización sino por su inserción subordinada en
la modernización capitalista. Contra un sustancialismo que pudiera contraponer la
tradición y la modernidad, para Mariátegui la vida histórica instala los cambios que
abre la posibilidad de la revolución por venir. Por ello, Mariátegui no aspira a

concepciones y temas de Mariátegui, sino que incluso las preocupaciones de este último por el indio no dejan de
superponerse al vanguardismo cosmopolita al que no renuncia. Bien describe Terán (Discutir 36), en tal dirección, que en
Mariátegui persiste uno y otro estrato de experiencia, contra una posible lectura de su época en “etapas” que autorizase
pensar al Mariátegui que escribe en Perú al margen, o contra, de lo que conoce y piensa en Europa. Por ello, nos interesa
insistir en una posible lectura cosmopolita de Mariátegui, en contraposición a su recurrente lectura a partir de la identidad.
Esta última estrategia de lectura es tan recurrente que puede hallarse entre autores representativos de distintas disciplinas y
posiciones teóricas. Por ejemplo, Zea lo describe como uno de quienes toman conciencia de la realidad propia del hombre
americana y buscan desentrañar su historia, a partir de la búsqueda en nosotros mismos (177), mientras que Roig describe
en su obra un cosmopolitismo que supone una relación directa con nuestras patrias (123), Moraña señala que logra
sintetizar telurismo y universalismo (Mariátegui 46), y que su concepción puede calificarse, sin contradicciones, como
nacionalista (Literatura y cultura 46), y Mignolo refiere a su epistemología localizada (92). Lo último, evidentemente, no
significa que Mariátegui se cierre al mundo, pero supone la presencia de un lugar de lectura previo a su apertura. Esto es
lo que nos parece problemático, pues para Mariátegui es en esa apertura cuando puede surgir uno, u otro, lugar. Pese a
ello, para Cornejo Polar el pensamiento de Mariátegui disuelve la oposición entre nativismo y cosmopolitismo para buscar
un proyecto nacional y moderno, capaz de conciliar tradición y modernidad (Mariátegui 22). El cosmopolitismo,
entonces, parece una etapa superable, para llegar a lo nacional. El gesto cosmopolita, dice Cornejo Polar, le permite ir
acercándose a sí mismo (Escribir 164, nota al pie 11), sin notar que esa mismidad no es previa al cosmopolitismo, de
forma tal que no puede dejar de nutrirse, infinitamente, de nuevas aperturas: “En el Perú, es inevitable que todo proyecto
nacional aparezca filtrado por la traducción”. ( Melgar Bao 64)

También los especialistas en Mariátegui han tendido a realizar una lectura similar. Es sintomático, en ese sentido, que el
rescate de su carácter cosmopolita, en Chang, sea realizado para contraponerlo a Haya de la Torre (198). El
cosmopolitismo, por tanto, resulta un dato opuesto a la nacionalidad que se rescata. Por ello, cuando se busca pensar a
Mariátegui sin el APRA, se lo considera compatible con la nación. Un buen ejemplo de esta última estrategia puede
hallarse, por ejemplo, en Flores Galindo, quien recuerda que, para Mariátegui, el internacionalismo es la superación
dialéctica, no simple, del nacionalismo (45). En lugar de valerse de ello para pensar en la necesidad de trascender las
fronteras, Flores Galindo lee ahí la necesidad de reforzarlas. Contraviniendo la conclusión cosmopolita a la que llega
Mariátegui, a partir de su lectura de la cultura judía, Flores Galindo recuerda desde ese debate que a Mariátegui le
preocupa el mundo, pero preocupándose porque la revolución se realizase respetando y promoviendo nuestra
personalidad.
Es claro que lo problemático de esa lectura no reside en una supuesta consideración ontológica de Mariátegui acerca de la
cultura, sino porque sus propias reflexiones sobre del desarrollo cultural latinoamericano, como intentaremos mostrar,
impiden pensar en cualquier determinación de lo nuestro desde el respeto por las propias fronteras. Insiste en la necesidad

16
refugiarse en un exterior a la modernidad, sino a la modernización que se
contraponga a la rancia vida colonial:

“Aquí, debemos convencernos sensatamente de que cualquiera de los


modernos y prosaicos buildings de la ciudad, vale estética y prácticamente
más que todos los solares y todas las celosías coloniales. La "Lima que se va"
no tiene ningún valor serio, perfume poético, aunque Gálvez se esfuerce por
demostrarnos, elocuentemente, lo contrario. Lo lamentable no es que esa
Lima vaya, sino que no se haya ido más de prisa” (Pasadismo 32).

La distancia trazada con cualquier imagen fetichizada del pasado es clara. Contra el
intento del retorno idéntico del pasado, Mariátegui indica que un revolucionario
jamás imagina que la historia se inicia con él, pero tampoco que basta con los
conocimientos previos (El proceso de la literatura 235). Al contrario, el legado del
pasado requiere la politización de un presente para continuar un lazo siempre tenso y
discontinuo. Contra quien rechazase la heroicidad cinematográfica en nombre de las
luchas populares tradicionales, Mariátegui insiste en que es en nombre de esas
luchas es que estas deben estar dispuestas a transformarse a la altura de lo que su
presente exige:

“La tradición es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y


móvil. La crean los que la niegan para renovarla y enriquecerla. La
matan los que la quieren muerta y fija, prolongación de un pasado en un
presente sin fuerza, para incorporar en ella su espíritu y para meter en ella su
sangre” (Heterodoxias 161).

Esa heterogénea dinámica de los traspasos y alianzas entre pasado y presente puede
leerse, desde Mariátegui, a propósito de la literatura peruana. El pensador lee su
desarrollo desde múltiples tradiciones que no se dejan pensar desde unidad simple.

de interiorizar, infinitamente, lo exterior, y no, como se lo suele leer, en la estrategia de exteriorizar lo interior.

17
Y es que la tradición nacional peruana, indica Mariátegui, es triple (La tradición
170). Su carácter confuso impide que, en Perú, alguna forma tenga contorno claro y
distinto. Hasta en los nombres, sostiene, la realidad se muestra algo borrosa y
confusa (El proceso de Instrucción 105). Contra una lectura conservadora, esa
indeterminación no es pensada como error o pérdida, sino desde la apertura que
permite la transformación, gracias a las modificaciones que le imprime el contacto
con otra cultura. De ahí que Mariátegui ironice ante quienes piensan la cultura con la
pretensión de una total independencia con Europa, mistificando una realidad
nacional que es parte de la mundial. Ante su particularismo, recuerda que no hay
opción de pensar la filosofía, la maquinaria o incluso el idioma como si se hubieran
producido, exclusivamente, por la población peruana (Lo nacional 36).

En esa dirección, Mariátegui rescata el gesto modernizante de la embrionaria


burguesía que lidera la Independencia (El hecho económico 81). Con ello,
ciertamente, no desconoce los límites de clase y etnia del proyecto liberal que tan
decisivamente critica. Al contrario, lo que valora es la apertura que brinda a los
nuevos saberes modernos con los cuales, en el futuro, Mariátegui y tantos otros
establecen su crítica. Contra quienes pudieran criticar el supuesto carácter exótico de
la Independencia, Mariátegui enfatiza en que fue al sobrepasar las fronteras que
pudieron imaginar, a partir de la inspiración europea, otra vida en Perú: “Los
libertadores fueron grandes porque fueron, ante todo, imaginativos. Insurgieron
contra la realidad limitada, contra la realidad imperfecta de su tiempo. Trabajaron
por crear una realidad nueva” (La imaginación 37).

La apertura al mundo, de ahí en adelante, condiciona todo prurito de identidad en el


país, desde la indeterminación que surge cuando es más de una la tradición por
releer y abrir. De hecho, Mariátegui indica que la vida nacional se deprime cuando
se ha debilitado el contacto con el extranjero (Lo nacional 38). Su apuesta por gestar
cierta cultura peruana solo puede pensarse en su constitutiva apertura al mundo. Es

18
tras la mediación cosmopolita es que podría emerger una cultura nacional que ya no
podría retrotraerse a un origen ya diferido de sí.

Para construir la localidad, entonces, hay que trascender sus límites, en lugar de
refugiarse en ellos. Su ejemplo es la de la poesía argentina de vanguardia su época,
la que Mariátegui rescata, con notable lucidez, por su capacidad de crear,
simultáneamente, desde el arte ultramoderno europeo y un auténtico acento gaucho.
No escoge, excluyentemente, entre una u otra opción. Al contrario, de su bifronte
estatuto lograría crear una poesía tan argentina como cosmopolita (Nacionalismo
106). Si es que no, habría que añadir, argentina por cosmopolita, y viceversa. Por
ello puede entenderse que Mariátegui crea haber hecho su mejor aprendizaje en
Europa, o que rescate la argentinidad de Sarmiento como modo de ser argentino
(Aprendizaje 12). Con lo último, evidentemente, no suscribe a las tesis racistas del
argentino, sino a su insistencia en la infinita reconfiguración de la nación, más allá
de una u otra forma. Como bien destaca Perus, rescata allí el gesto de ir y venir, de
traspasar las previas fronteras (250).

Su eventual autenticidad, por tanto, no remite a la fuente con la que piensa, sino en
la preocupación por el presente con lo que lo lee. En efecto, Mariátegui indica que la
originalidad a ultranza resulta una preocupación literaria y anarquista –en el peor
sentido, claro está, de ambas palabras (Aniversario 246). Lo cual no solo abre la
posibilidad de pensar, por ejemplo, en una comedia chaplinesca en Perú, que
justamente por no imitar literalmente lo ya hecho sea fiel a Chaplin, sino también de
una reflexión que pueda dar cuenta de ella. Su tentativa de construir un aún ausente
pensamiento latinoamericano no se juega, por tanto, en su eventual sustracción de
los idearios extranjeros, sino en la posibilidad de vincularse con ellos de otra forma.

La originalidad de la repetición

19
El crítico diagnóstico de Mariátegui sobre la filosofía en Latinoamérica parte
reconociendo que, pese a su decadencia, Europa sigue contando con los mayores
pensadores contemporáneos (¿Existe 24). El pensamiento indoamericano por
construir, por lo tanto, requiere de esa tradición. Contra quienes ven ahí la
imposibilidad de lo nuevo, habría que pensar que justamente por la necesidad de que
su repetición difiera es que habría que ser creativo. Si Mariátegui ha sido original –
como tantas veces se ha dicho, sin sopesar de forma suficiente lo que eso puede
significar- es porque ha leído las letras europeas, pensando, desde ellas, más allá de
ellas.

Merced a ese gesto surge, y se prolonga, el marxismo latinoamericano en el que


Mariátegui ocupa un rol tan destacado, a partir de una filosofía orientada desde y
para la praxis. Por ello, recupera la reescritura de Vasconcelos del pesimismo de la
práctica y el optimismo del ideal para sustituir esta última palabra por la de la
acción. Es en ella, la que exige una siempre incierta originalidad, donde podría
cribarse su destino (Indología 82). Como si la tragedia latinoamericana no fuese la
derrota, sino la obligación de actuar con múltiples ideales, a partir de la primera
afirmación de su capacidad de afirmación. Con la esperanza de quien se afirma entre
repeticiones, abre la posibilidad, contra lo existente, de crear: “Todos los grandes
ideales humanos han partido de una negación; pero todos han sido también una
afirmación” (Pesimismo 28).

Se trata, entonces, de afirmar la chance de rescatar, de forma siempre selectiva, los


saberes de un pasado propio y un presente ajeno, y así, poder generar el pensamiento
capaz de orientar al presente propio con la dignidad que este pide al desmantelar la
supuesta certeza de la distancia entre lo propio y lo ajeno, con la atención a la
coyuntura histórica que le exige torcer el marxismo europeo. Como bien describe
Aricó (XLVII), la política revolucionaria de Mariátegui se juega, justamente, en su
atención a la coyuntura para gestar el vínculo entre indigenismo y socialismo,
difícilmente pensable desde la experiencia europea. El punto es que pensar desde

20
América Latina no significa, de acuerdo a lo ya dicho, pensar, estrechamente, para
América Latina. No se trata de llevar el ideal socialista a una realidad indígena
previa, sino de abrir una y otra para gestar un programa inédito. Por así decirlo, su
deber es el de construir un socialismo abierto que asuma la particular lucha indígena,
antes que un indigenismo que no pueda traspasar las fronteras de una u otra tierra.

Tal parece haber sido, en efecto, la tarea de Amauta. Bien describe Terán (Amauta
273) que se sitúa en los complejos bordes de la sutura entre el Viejo y el Nuevo
Mundo. Mariátegui asume, describiendo la publicación, su ubicación liminal. Antes
que una cultura, busca gestar un nuevo estilo (Aniversario 248). Desde ese esquivo
lugar lee el socialismo moderno europeo y la tradición incaica sin limitarse a sus
formas previas, aliándolos en una mixtura inédita. Resalta, de hecho, que el título
del medio que ha fundado proviene de lengua indígena, pero para crearla de nuevo.
Es decir desde una repetición que requiere de su creación, al retornar, con la misma
palabra, en otra lengua, de otra forma. Instala la palabra indígena en un presente que
enrarece, puesto que no aspira a mantenerla en el pasado o a traducirla al presente,
sino instalando la diferencia que altera el pasado y el presente para gestar el futuro
con una heroicidad que ha de leerse sin más destino que la continuación de su
afirmación: “No queremos, ciertamente, que el socialismo sea en América calco y
copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad,
en nuestro propio lenguaje, al socialismo indo-americano. He aquí una misión digna
de una generación nueva” (Aniversario 248).

De acuerdo a lo expuesto, la heroicidad de tal creación no se juega en la ausencia de


repetición. En ese sentido, resulta erróneo señalar que Mariátegui opta por la
creación, antes que por la repetición, en la política o en el arte, como sostienen,
respectivamente Fornet-Betancourt (111) y Goloboff (384). Al contrario, tanto sus
descripciones del lugar de Latinoamérica en la cultura como sus loas a un héroe que
emerge del registro cinematográfico piensan en una creación heroica que emerge del
incesante re-crear de un héroe que, por depositar en el público su triunfo, ya no

21
requiere de la antigua seriedad de quien se piensa irrepetible. Al igual que la nueva
filosofía, su compromiso con la vida pide, a la razón, la alegría de lo nuevo. Su
destino parece ser, con Chaplin, la comedia.

La risa de la tragedia

Parte de la vida colonial, que Mariátegui cuestiona, es la tristeza, propia de quien no


puede afirmarse a sí mismo en la existencia. Nostálgica y pendenciera, la vida
peruana tiende a llantos o riñas de los que no podría emerger héroe alguno. En vez
de afrontar la verdadera lucha que pide el presente, la elude con nostalgia carente de
inventiva. Como la poesía limeña melancólica, antes que trágica es aburrida, propia
de quienes se cansan de no haber hecho nada. Fatigada antes de la aceleración
moderna, y no a causa de ella, la artificial neurastenia del limeño es contrapuesta a
la dinámica de la ciudad europea:

“No es cierto que nuestra gente sea alegre. Aquí no hay ni ha habido
alegría. Nuestra gente tiene casi siempre un humor aburrido, asténico y gris.
Es jaranera pero no jocunda. La jarana es una de las formas de su astenia.
Nos falta la euforia, nos falta la juventud de los occidentales. Somos más
asiáticos que europeos. ¡Qué vieja, qué cansada; parece esta joven tierra
sudamericana al lado de la anciana Europa!” (Poetas 23).

Es cuando manifiesta la falsedad de su alegría cuando, para Mariátegui, más se


muestra el cansancio peruano. O sea, en el carnaval. Alegra ver su falta de alegría,
tan pálida y artificial (Motivos de carnaval 123), pues muestra el carácter moribundo
de lo que la historia ha de superar. Resulta una fiesta predecible y moribunda,
tributaria de un imaginario monárquico. Lo que no saben, y no podrían saber, los

22
grupos dominantes que lo organizan, es que al intentar resucitar la corona terminan
de aniquilarla, pues la condenan a ser otro de los restos de un pasado que puede
utilizar, sin reverencia alguna, la vida del presente. Y es que lo vivo, para el
vanguardista Mariátegui, resiste al museo: “Los disfraces nos enseñan que el pasado
no puede resucitar sino carnavalescamente. El Pasado es una guardarropía. No es
posible restaurar el Pasado. No es posible reinventarlo. Es posible únicamente
parodiarlo. En nuestra retina, el Presente es una instantánea: el Pasado es una
caricatura” (Serpentinas 129).

La alegría del carnaval, para Mariátegui, es la de quienes se apropian ahí de los


signos que le resultan en la vida cotidiana, por ajenos, desconocidos. Por ello, señala
que es la única instancia de educación democrática en Perú: Como si la falsa
democracia liberal necesitara de la exposición de su careta para mostrar su verdad.
Recién ante esa escena el espectador comprende los disfraces con los cuales se
reviste la vida republicana. De ahí que, para Mariátegui, el problema del carnaval no
sea su carácter risible, sino que algunos aún lo tomen seriamente. La nueva vida, por
el contrario, ríe de la anacrónica reaparición que confirma su muerte. Si puede pasar
a ser un espectáculo de contemplación es porque ya no puede mandatar la vida que
transcurre antes, durante y después del carnaval, esa que transforma su oropel en
otro artefacto de entretención. La tragedia del antiguo mito, por tanto, es que no
puede más que devenir una comedia sin héroe alguno que pueda restaurar su antigua
verdad.

Mariátegui pronostica, por ello, un golpe de estado capaz de instalar la figura


republicana en el antiguo trono carnavalesco del rey. Lo cual, claro está, no solo
expresaría lo caduco de sus héroes, sino también la necesidad de superar su gesta. El
último episodio de la decadencia de la democracia habrá de ser, entonces, la
inclusión de las formas republicanas, viejas en la política, en un nuevo carnaval
(Serpentinas 133). Pasada de moda, gana presencia en el carnaval, mientras fuera
del escenario irrumpe la nueva vida, esa que, entre técnicas y repeticiones, se ríe,

23
modernamente, de un pasado moribundo cuyos mitos y tragedias ya no pueden más
que generar la risa.

Mientras el héroe del proletariado moderno se presenta en el cine sabiendo que su


presencia se ha de desdoblar para generar un héroe que actúa después de su cómico
montaje, el orden monárquico sigue presentándose como cuerpo del pasado que
busca, siempre fallidamente, mantener la historia en esa detención. La alegría que
genera su fracaso es experimentada por la comparsa obrera que no necesita un héroe
sobre el escenario, que es capaz de establecer su nuevo mito. Ríe, una y otra vez, de
esa repetición de lo que, compulsivamente, cava y cava su tumba sin heroicidad
alguna. El viejo orden conservador repite lo que hace reír, y el nuevo héroe
proletario ríe de lo que repite su muerte mientras construye, entre repeticiones, la
nueva vida, construyendo un héroe a partir de la observación del antihéroe que
sutura cualquier presencia del mito: Abre con su risa la necesidad de pensar en lo
ideal y de actuar en su nombre, con múltiples técnicas y tradiciones modernas,
releídas desde la apertura latinoamericana al mundo.

Del paso de reír del carnaval a reír con Chaplin se juega entonces, en Mariátegui, la
posibilidad de una heroicidad que es capaz de crear, desde los deslices de la
repetición del presente europeo y del pasado inca, el marxismo indoamericano
porvenir. Y allí quizás nada se repita tanto como la risa que, por conocer su destino,
es capaz de afrontar su porvenir con alegría.

Bibliografía

Textos de José Carlos Mariátegui

(Citados de las Obras Completas editadas por Amauta)

24
Tomo 1. La escena contemporánea: “El grupo clarte”, “El imperio y la democracia
yanquis”, “Les echainements”

Tomo 2. Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana: “Aprendizaje”, “El


proceso de la instrucción pública”, “El proceso de la literatura”

Tomo 3. El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy: “Anti-reforma y


fascismo”, “Elogio de "El cemento" y del realismo proletario”, “Esquema de una
explicación de Chaplin”, “La emoción de nuestro tiempo”, “La imaginación y el
progreso”, “Pesimismo de la realidad y optimismo del ideal”

Tomo 4- La novela y la vida. Siegfried y el Profesor Canella: “Instantáneas”, “La


civilización y el cabello”, “Motivos de carnaval”, “Serpentinas”

Tomo 6. El artista y la época:

“Algunas ideas, autores y escenarios en el teatro moderno”, “Arte, revolución y


decadencia”, “Aspectos viejos y nuevos del futurismo”, “El balance del
surrealismo”, “Italia, el amor y la tragedia personal”, La realidad y la ficción”, “La
torre de marfil”, “La última película de Francesca Bertini”,

Tomo 7. Signos y obras. Análisis del pensamiento literario contemporáneo: “El


crepúsculo de la civilización”, ““Los Mujics”, por Constantino Fedin”

Tomo 8: “La crisis mundial y el proletariado peruano”

Tomo 11. Peruanicemos al Perú: “El hecho económico en la historia peruana”,


“Heterodoxias de la tradición”, “La tradición nacional”, “Lo nacional y lo exótico”,
“Nacionalismo y vanguardismo en la literatura y en el arte”, “Pasadismo y
futurismo”, “Poetas nuevos y vieja poesía”

25
Tomo 12. Temas de Nuestra América: “¿Existe un pensamiento iberoamericano?”,
““Indología”, por José Vasconcelos”
Tomo 13. Ideología y política: “Aniversario y balance”, “Réplica a Luis Alberto
Sánchez”
Tomo 14. Temas de Educación

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