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Meagan McKinney

Traicion

Rachel Howland nunca imaginó que el hombre al que le había entregado su


inocencia, su confianza, todo su amor, pudiera traicionarla de una manera tan
cruel y abandonarla a su suerte. Profundamente herida, huye sin mirar atrás en
busca de un lugar donde llorar su soledad y, quizás... elaborar su venganza.
Noel Magnus, uno de los miembros más acaudalados de la alta sociedad, se ha
convertido en un hombre duro e implacable que no duda en aumentar su poder a
costa de lo que sea necesario. Pero cuando sus acciones repercuten sobre Rachel y
la hacen huir, iniciará una feroz persecución para recuperar a cual-quier precio a la
mujer que ama, la que lo significa todo para él... La única mujer cuyas lágrimas le
rompen el corazón...
Secar las lágrimas de una viuda es un acto tremendamente

peligroso para un hombre

Dorothy Dix
Primera Parte

Demasiado frío para dormir solo

 
1

Isla de Herschel, mar de Beaufort, Canadá

Poco antes de medianoche

13 de febrero de 1857

—Noel Magnus... no lo ha... conseguido— susurró el hombre


entrecortadamente. Miró hacia atrás como si esperara que el mismísimo Satanás le
estuviera sonriendo a su espalda.

Sus amigos se apiñaban alrededor de la tabla de madera que hacía las veces
de mesa en la única taberna al norte del paralelo sesenta. Las ásperas manos
deformadas por el hielo aferraban jarras de cerveza casera. No asintieron ni
discreparon. Parecía que se habían quedado paralizados con aquellas palabras.
Esas palabras impronunciables.

—Él no es de los que fallan— murmuró otro. Luego apoyó la oscura cabeza
en las manos y recorrió frenéticamente con la mirada el diminuto cuchitril que se
hacía llamar el Ice Maiden, la taberna de la doncella de hielo —Juró a lady Franklin
que econtraría a su esposo y ha pasado muchos años en el norte buscándolo.
Además, está la recompensa... Ese dulce montón de oro; esa dulce fragancia del
Paraíso. No digas ahora que todo está perdido.

—Este salvaje lugar aún no ha vencido a Magnus. —Un joven con el pelo de
un dorado claro muy corto se agachó desafiante envuelto en una gruesa chaqueta
de caribú.

Nadie prestaba atención a los constantes embates del viento que soplaba con
su voz de barítono contra las paredes de troncos. Unas ominosas placas de hielo
cubrían los dos cuadrados de cristal que hacían las veces de ventanas en verano,
pero ni siquiera eso pareció amilanar al joven; y tampoco los amenazantes
carámbanos que formaban estalactitas desde el alféizar de las ventanas hasta las
tablas de madera del suelo, a pesar de que los postigos exteriores llevaban cerrados
semanas para proteger de la interminable noche a los locos ocupantes de la
taberna.

—Se demostrará que los rumores de su muerte procedentes de Fort Garry


son falsos. Magnus volverá pronto. Nuestra doncella de hielo hará que regrese.
¿Acaso nuestro gran amigo Magnus preferiría una muerte lenta y horrible antes de
volver a ver semejante belleza? —Un último hombre, Alexander Mclntyre, de
rostro viejo y desgastado, se esforzó por observar el oscuro rostro de una mujer al
otro lado de la cabaña.

Era una joven de piel pálida y la única persona presente en la taberna aparte
de ellos, pero no prestaba ninguna atención a la conversación. En lugar de eso,
estaba apoyada en el improvisado tablón que servía de barra y contemplaba
taciturna los pequeños bloques de escarcha que aparecían como si fueran setas por
las rendijas de las paredes.

La doncella de hielo iba vestida como una nativa. Un amauti la cubría de pies
a cabeza; de hecho, llevaba aquella gruesa prenda como si fuera el único tipo de
ropa que hubiera conocido nunca. Unos gruesos leotardos de lana y unas mukluks,
las botas hechas de piel de oso polar típicas del lugar, completaban su
indumentaria junto a la antigua pistola de chispa que llevaba sujeta al burdo
cinturón de piel.

A un caballero inglés no familiarizado con las costumbres del norte


seguramente le habría impactado el aspecto de la joven, pero el desconcierto inicial
se habría visto superado por cierto tipo de embrujo en el que, sin duda, aquella
mujer lo habría hecho caer. El desteñido amauti de ante parecía hecho
especialmente para ella, ya que la prenda era del mismo color que su pelo rubio. La
enorme capucha ribeteada con piel a su espalda también despertaba una especie de
fascinación que afectaba incluso a los allí presentes. La capucha exponía
torpemente sus rebeldes rizos dorados, además de indicar que no estaba casada. El
amauti era una prenda diseñada para que las mujeres llevaran a sus bebés en la
enorme capucha, pero en la de ella no había ninguno y, a veces, a los hombres más
jóvenes que frecuentaban el lugar les gustaba imaginar que una expresión de
tristeza sobrevolaba el rostro de la chica cuando miraba hacia atrás.

En cualquier otra sociedad, a los veintisiete años, soltera y sin hijos, a Rachel
Ophelia Howland se la habría considerado una solterona. Pero, en ese lugar dejado
de la mano de Dios, no había ni un solo hombre en tres mil kilómetros a la redonda
que no estuviera dispuesto a dar una pierna por tener la oportunidad de darle un
hijo a la señorita Rachel.

—Rachel está especialmente guapa esta noche. —William Mark, el joven de


pelo rizado claro, le dirigió una soñadora mirada.

—Mirad. Incluso se ha lavado el pelo. ¿Podéis creerlo? La última vez que yo


vi agua caliente fue en junio. —Iñigo Weekes, cuya sangre española se hacía
evidente en el brillo oscuro de sus ojos, tomó un sorbo de cerveza—. Estoy seguro
de que no se lavaría el pelo por ninguno de nosotros. —Se limpió la boca con la
manga—. Oh, Dios, espero que Magnus no esté muerto. Si lo está, no sólo lady
Franklin se sentirá profundamente decepcionada y se quedará con la recompensa,
sino que no tendremos otra opción que continuar con esta expedición de locos en
busca de su esposo hasta que muramos todos y nos congelemos. Peor aún, si
Magnus no vuelve a aparecer nunca por aquí, la señorita Rachel nos tratará como
si fuera la peor loba rabiosa que haya atravesado la tundra.

Justo entonces, Rachel Howland sacó la vieja pistola de chispa de su padre


del cinturón. Discretamente, como si fuera algo de lo más natural, metió el cañón
del arma en una gran rendija entre los troncos que formaban la pared. Desde el
exterior de la cabaña, se oyó un extraño gruñido al que siguió un raro resoplido.
Cuando sacó la pistola del hueco, el curtido hocico negro que casi había logrado
meterse entre los troncos había desaparecido; en su lugar, ahora se veía la enorme
zarpa de un oso blanco con unas garras del tamaño de los dientes de un tiburón.

—¡Maldita bestia sarnosa! —gritó mientras esquivaba la zarpa que buscaba a


ciegas un objetivo. La golpeó hasta que finalmente desapareció por el hueco. Sin
embargo, el oso polar ya estaba preparado para el segundo asalto cuando ella
metió una botella de whisky de cristal verde en el hueco y dio por terminada la
refriega.

Lo único que se pudo oír después fue el sonido de los dientes del oso contra
el cristal, una extraña especie de música que pronto se vio eclipsada por el aullido
del viento.

De repente, Rachel se detuvo. Sus oscuros ojos azules se volvieron hacia los
cuatro clientes que se arremolinaban alrededor de la mesa de la taberna. Cuando
arqueó una ceja como si les preguntara qué estaban mirando, los hombres,
avergonzados, apartaron la vista.

—Ya hace cuatro semanas que tenía que habernos recogido y habernos
llevado de regreso al barco. Quizá tengamos que aceptar que... ha pasado algo. —
Weekes se acabó la jarra de cerveza con gesto solemne.

Luke Smith, el cuarto hombre en el grupo, asintió.

—¿Recordáis lo que pasó la última vez que estuvo aquí? En todos los años
que lleva en el Ártico, Magnus siempre ha recalado en esta taberna. Pero esa
última vez, el año pasado, cuando el padre de ella murió... ¿Recordáis? La señorita
Rachel estaba tan triste... Parecía que Magnus finalmente cedería un poco; deseaba
tanto verla feliz... Incluso habló de que quizá se casaría con ella y se la llevaría de
este horrible lugar. Nunca lo había visto tan abatido. No, él volvería aquí si
pudiera. Si pudiera, volvería. Lo sé.

—¿Tú crees? —preguntó William Mark con un brillo cínico en los ojos—. ¿Y
tú recuerdas cómo ha estado ella desde esa última visita? Se la ve enfadada. Muy
enfadada. Apuesto a que Magnus no aparecerá por aquí. El año pasado la
abandonó, con promesas de matrimonio y todo, y sabe qué clase de genio tiene
Rachel.

—Está un poco irritable —accedió Alexander Mclntyre—. Lo único que


quiere es regresar a la civilización, casarse, tener hijos. Anhela lo que todas las
mujeres que conozco desean, y todo eso se le ha negado porque su padre era un
ballenero. Luego decidió comprar esta taberna y después se murió aquí mismo, en
Herschel.

—¿Crees que Edmund Hoar podría haber acabado finalmente con Magnus?
—La sombría pregunta pareció sumirlos a todos en el silencio.
Iñigo Weekes miró a cada uno de los hombres reunidos alrededor de la
mesa antes de hablar de nuevo.

—Hace años que Hoar quiere a Magnus muerto. Son enemigos mortales. Y
Hoar ha jurado que encontrará a Franklin antes que Magnus.

—Puede que la tierra haya vencido a Magnus; pero también podría ser que
su viejo enemigo, Edmund Hoar, lo haya abatido al fin.

Mclntyre lanzó otra mirada a Rachel—. Pero yo temo más a una mujer. Una
mujer es capaz de derribar a un hombre como ninguna otra cosa podría lograr. —
Miró a los ojos a los demás hombres—. Magnus vendrá. Es lo único que sé. Si tiene
un corazón en el pecho y no cayó al hielo en Wager Bay como cuentan los rumores,
vendrá. Tiene que hacerlo. Confiad en mí.

Iñigo frunció el ceño.

—Estoy de acuerdo en que Magnus no es de los que se dejaría atrapar por el


hielo. Tiene demasiada experiencia para eso, pero puede que Edmund Hoar le
haya tendido una trampa. Quizá los rumores sean ciertos. Quizá Magnus haya... —
Las palabras de Weekes se vieron interrumpidas por las campanadas del reloj.
Después de los doce toques, la estancia se sumió en un silencio sepulcral.

Cada uno de los hombres lanzó una mirada a Rachel. La reverberación de la


última campanada fue tan fuerte y enérgica que pareció elevarse por encima del
viento y resonó en la pequeña estancia hasta que se volvió ensordecedora. La joven
contuvo la respiración. Tenía los ojos clavados en la puerta reforzada con listones.
La miraba fijamente, como si creyera que si apartara la vista se convertiría en una
estatua de sal.

—Tiene tanta fuerza interior... Si fuera una bruja haría aparecer a Magnus en
este mismo momento —susurró Mark en tono pesaroso.

Iñigo tomó otro largo sorbo y apartó la mirada de la puerta como si lo


perturbara.

—Su padre fue cruel al traerla aquí, e incluso más cruel aún al morirse y
dejarla sola en manos de tipos como Magnus. —Mclntyre bajó la mirada hacia su
bebida. La visión del rostro de Rachel, tenso por la esperanza, le afectó en lo más
profundo—. Alguien más tiene que poder derretir a la doncella de hielo. Otro que
no sea Magnus. A Magnus le gusta demasiado el norte y Rachel se merece algo
mejor.

—Cualquiera de nosotros se la llevaría a casa, pero ella lo quiere a él y sólo a


él —se lamentó Luke Smith.

—¡No quiero a ningún hombre! —le gritó una voz femenina.

Los cuatro hombres se volvieron para mirar a Rachel.

Iñigo se encogió y susurró al grupo:

—Perfecto. La loba de la tundra nos estaba escuchando.

Su aspecto resultaba imponente. El rostro se veía blanco como la nieve bajo


una mata de pelo dorado. El único color que había en ella era el brillante azul de
los grandes ojos, que titilaron bajo la lámpara sólo para nublarse en un estanque de
lágrimas no derramadas.

—Quizá el barco de Magnus se quedó encallado en el hielo cerca de Bath...

—Quizá sus perros no aguantaron el viaje por tierra...

—Nosotros también estamos perdidos, señorita Rachel. Se suponía que nos


tenía que llevar de regreso al barco cuando llegara el deshielo en primavera. Nos
dijo que podríamos quedarnos con la recompensa de Franklin si encontrábamos...

Alexander Mclntyre levantó la mano y los hizo callar a todos. Se levantó y


miró a Rachel.

—Puedes venderle este lugar a Edmund Hoar. Ya sabes que su Compañía


del norte es dueña de todo en Herschel. Véndele la taberna.

—Odio a Edmund Hoar —espetó Rachel—. Es un cerdo ambicioso con alma


oscura. Nunca le entregaré lo que mi padre levantó con sangre, sudor y lágrimas.
—Sus facciones se endurecieron.

—Vete al sur, pequeña. No tienes que quedarte aquí. Cualquier hombre te...
—intervino William Mark.

Rachel reprimió las inminentes lágrimas.


—No conozco a nadie en el sur. Sólo tenía a mi padre y ahora no me queda
nada más que este lugar.

—Véndelo y ve a buscar tu camino. Morirás aquí, Rachel. Oh, puede que


sigas respirando, andando y hablando, pero en tu interior, estarás helada, igual
que el paisaje. —Alexander se quedó mirándola. Se le rompía el corazón por ella.

La joven se dio la vuelta y Alexander escuchó cómo sorbía las lágrimas una
vez, y luego otra.

El oso escogió ese momento para empujar la botella de cristal verde a través
del hueco entre los troncos. La botella cayó al suelo con un fuerte estrépito que les
sobresaltó a todos. Rachel se enjugó las lágrimas, cogió otra botella de whisky
medio vacía e intentó sellar la rendija, pero esa vez pareció incapaz de hacerlo.

Los hombres se levantaron para ayudarla. Fue entonces, en aquel justo


instante, cuando la puerta de la taberna se abrió.

La nieve y el hielo se colaron en el lugar con toda la violencia del viento. La


gran figura de un hombre entró con toda aquella furia y empujó la puerta con el
cuerpo para cerrarle el paso a la tormenta. Cuando todo quedó en silencio, se
apoyó en los listones de madera y dejó que su agotado cuerpo se deslizara hasta el
suelo.

Era Noel Magnus.

La mayoría no lo reconoció. Su rostro estaba casi oculto bajo una capucha de


piel. Como los esquimales, llevaba los ojos cubiertos con una placa de marfil en la
que había hecho dos pequeños cortes para poder ver incluso en medio de una
tormenta de nieve. Su oscura barba estaba cubierta de gruesos carámbanos de
hielo, sobre todo alrededor de la boca, donde su húmedo aliento se había
congelado en cuanto lo había exhalado.

Se quitó la placa de marfil. Sus ojos se veían oscuros y salvajes, como si


hubiera visto demasiada muerte, demasiadas penalidades. Fuera, los perros
empezaron a ladrar y a aullar. Habían olido al oso polar. Por la mañana, serían uno
menos; así era la dura vida del norte. No había segundas oportunidades.

La mirada de Magnus se detuvo en la mujer al fondo de la estancia. Se


quedó mirándola fijamente, luego cerró los ojos exhausto y, finalmente, apoyó la
cabeza en la puerta.
Rachel no dijo nada. Estudió con atención el gran bulto de hielo, una mezcla
de pelaje de caribú y hombre, postrado en la entrada. Despacio, caminando sobre
las silenciosas mukluks de piel de oso polar que cubrían sus pies, se acercó.

Bajo la mirada hacia él.

Alexander McIntyre se quedó inmóvil junto a los otros hombres,


observándola.

Una trémula ternura sobrevoló el rostro de Rachel cuando fue consciente de


que el recién llegado era Magnus. Tenía los ojos aún cerrados, como si estuviera
demasiado cansado para volver a abrirlos, pero incluso desplomado como estaba,
con el rostro cubierto de pelo y hielo, resultaba un hombre verdaderamente
apuesto. Sus cejas eran finas, su nariz grande pero patricia. Y luego estaban
aquellos ojos con esas arrugas provocadas por la risa y los largos y duros veranos
que habían pasado entornados ante el cegador brillo de la nieve. Incluso cerrados
como estaban, eran la clase de ojos que parecían anhelar que una mano femenina
les acariciara las comisuras, la clase de ojos que tentaban a una boca suave y
maleable para que borrara a besos la dureza que había en ellos.

Rachel abrió la botella de whisky y, con una pálida mano, le acarició la


mejilla.

Los ojos masculinos se abrieron. Unos oscuros ojos, del color del jerez
exquisitamente añejo, la miraron. A pesar de la fuerza de la expresión de Magnus,
esos ojos suplicaban piedad. Compasión. Perdón.

—Te he echado de menos. Ha pasado un año —le susurró ella. Sus palabras
tenían toda la suavidad propia de una mujer.

Los ojos masculinos suplicaron aún más.

Pero entonces Rachel se irguió. Estaba hermosa en su furia. Le derramó la


media botella de whisky sobre la cabeza y toda la dulzura de su expresión
desapareció hasta que se tornó tan fría como su apodo indicaba.

—¿Cómo te atreves a volver aquí, bastardo sin palabra? —gritó al tiempo


que las lágrimas volvían a inundar sus hermosos ojos azules.

—Rachel, tienes que entenderlo, yo no te lo prometí exactamente. Y no podía


llevarte conmigo. Ahora mismo el barco está encallado junto a la Tierra Victoria, y
hace casi siete semanas tuve que negociar para conseguir otro equipo de perros —
gruñó Magnus a través de la lluvia de whisky.

—Me prometiste una boda. —Apretó los labios como si ahogara un sollozo.

—Cualquiera de nosotros estaría encantado de casarse contigo. Y lo sabes —


intervino Alexander a pesar de que la prudencia le decía que no se metiera.

—Lo hice lo mejor que pude, Rachel. —Magnus se frotó los ojos empapados
en whisky. Unos ojos rojos y quemados por el viento—. Tienes que creerme. No
podía llevarte conmigo.

—No. No te creeré. No lo haré. —Reprimiendo un sollozo, abrió la puerta. El


viento casi la derribó, pero eso no la detuvo. Sin siquiera preocuparse de ponerse la
capucha, pasó junto a Magnus y salió al blanco y tormentoso olvido.

Rachel cerró la puerta de su cabaña de un golpe y encendió la lampara


rápidamente. A continuación, encendió la estufa. Aún pasaría media hora antes de
que se calentara la diminuta estancia, así que no se quitó el amauti. Acercó las
manos a las llamas y observó impotente cómo una lágrima tras otra caía y
crepitaba sobre la parte superior del hierro quemado de la estufa.

Noel Magnus nunca la amaría de verdad. Si lo hiciera, se habría casado con


ella después de su última visita y la habría alejado de esa vida en la isla de
Herschel.

Pero nunca lo haría. No tenía ninguna obligación de hacerlo.

Y ella no podía obligarlo.

La endurecida realista que había en ella le decía que lo aceptara y continuara


con su vida, pero, en ese momento, le parecía imposible. El dolor, el deseo, aún
ardían en su pecho a pesar del hielo que cubría el mar de Beaufort.

Se acarició las mejillas. En la cabaña helada, las lágrimas se habían visto


reducidas a diminutos trozos de hielo sobre la piel. Era un final adecuado para una
reina de la nieve que prefiriera el frío y la soledad. Pero Rachel Howland no era
así.

Con tristeza, se dejó caer en una desvencijada silla de madera y derritió el


hielo de las mejillas con las palmas de las manos. Tenía los ojos nublados por la
desesperación.

Quizá el problema era que se había centrado en objetivos equivocados desde


que su padre murió. Sin duda, la isla de Herschel era el infierno en la Tierra
durante ocho meses al año, pero había un período de cinco o seis semanas en julio
en el que aquel lugar era bastante habitable, una época en la que las flores
silvestres del Ártico adornaban la tundra y el ciervo almizclero deambulaba por las
colinas. Durante esas semanas, su padre siempre solía llevarla a explorar.
Caminaban por la tundra, recogían bonitas piedras en la costa, y a veces
encontraban una aguja de asta o un hueso tallado con la forma de un hombre,
restos de antiguos pueblos que solían vivir allí. En el Ártico, había visto la imagen
de doscientos mil caribúes cruzando el río Porcupine; había presenciado incluso
los juegos de dos crías de oso polar que hacían que se te derritiera el corazón. No
había muchas mujeres blancas que pudieran decir eso. Rachel apostaría a que
ninguna de las que salían en las revistas de damas elegantes había visto nunca
semejantes cosas.

Un leve fruncimiento de ceño le arrugó la frente. Miró hacia la mesa donde


se encontraba su único ejemplar de Godey’s Lady’s Book. Incapaz de contenerse, lo
cogió y volvió a torturarse.

Las ilustraciones a todo color lo decían todo. Había páginas y páginas de


damas elegantes para estudiar. Con sus cofias de encaje y sus miriñaques, se
sentaban en sofás y charlaban amigablemente, siempre en un lugar lujoso y bonito.
Su imagen favorita era la de una dama que llevaba un vestido de tafetán rosa y
pintaba con esmero el retrato de una niña. A su espalda, se veía a una gran
cantidad de admiradoras, todas ellas igual de bien ataviadas, y al fondo, detrás de
toda la escena, había unas magníficas cortinas de satén blanco recogidas hacia
arriba como si se tratara de la cola de un vestido de novia.

Abatida, se llevó la revista al pecho y se enjugó las nuevas lágrimas. Había


toda una vida ahí fuera que ella sólo podía imaginar. Cuando era niña, recordaba a
su madre con un vestido como los de la revista. Vivía con ella en Filadelfia, en una
casa que contaba con comodidades tales como una alfombra de lana roja y
mobiliario de caoba. Pero a los diez años, vio morir a su madre de fiebre amarilla.
No tenía a nadie más, sólo a su padre, que recorría los fríos mares en busca de
ballenas. Por aquel entonces ella no creía que hubiera nada más romántico. Lo
admiraba tanto...

Su único ejemplar de Godey’s era de 1849. Uno de los marineros que


frecuentaban la taberna se lo había traído sólo un año después de ser publicado. Lo
consideraba casi como una Biblia. Había memorizado los muebles sobre los que se
sentaban las damas, conocía todos y cada uno de los dobladillos de los vestidos, los
botines, chorreras y huecos de las cortinas que adornaban sus páginas. Ni siquiera
las esporádicas macetas de adelfas pasaban desapercibidas para sus ávidos ojos.
Era un mundo que ella conocía en los oscuros confines de su memoria. Estaba lleno
de elegancia y comodidades, y en él podía ver la tierna mano de una madre que
quería a su hija.

Pero ahora sólo existía en su fantasía, impreso en las estáticas páginas de un


papel desgastado. Aún así, lo había tenido en su cabeza durante tanto tiempo que
le parecía real. En algún lugar, había un salón con cortinas de satén blanco y una
dama pintando el retrato de una niña. Tenía que haberlo.

La puerta de su cabaña se abrió de un golpe. Rachel empuñó la pistola y casi


esperó ver al oso en el umbral. Una vez, había visto a un oso polar echar una
puerta abajo con un único golpe de su gran zarpa y sus gruesas uñas.

Pero no se trataba de ningún oso. Era Magnus.

—Fuera. —Levantó la pistola y le apuntó con un ojo cerrado.

Él la ignoró. Cerró la puerta y pasó el pestillo al tiempo que ladeaba la


cabeza en un gesto arrogante. Empezó a desabrocharse la chaqueta.

—¿Vas a dispararme? —le preguntó con brusquedad, sin detenerse —.


Entonces, hazlo. Acaba con el maldito sufrimiento que he tenido que soportar para
llegar hasta aquí.

—¡Maldito seas! No sabrás lo que es el sufrimiento hasta que no te hayan


seducido y luego te hayan abandonado como me ha pasado a mí. El labio inferior
la delató cuando empezó a temblar—. Esa última vez, prometiste...

—Esa última vez llorabas la muerte de tu padre. Estabas asustada, tenías frío
y te sentías sola. Suplicabas consuelo. Sabes lo que te dije, y era cierto. —Su
profunda voz crepitaba por la ira.
Rachel se enjugó bruscamente las lágrimas que caían libremente por las
mejillas ya calientes, pero su enfado se desvaneció convirtiéndose en abatimiento.

—Que amabas el norte. Eso es lo que me dijiste—susurró, casi para sí


misma.

—Eso no es todo lo que te dije —respondió al tiempo que tiraba la chaqueta


sobre la mesa. Sin previo aviso, se inclinó hacia ella, cogió el cañón de la pistola
con ambas manos y presionó la boca del arma contra su corazón. Entonces, la miró
—. Me ha costado dos meses y medio llegar hasta aquí. Diez semanas de hambre,
frío, oscuridad y de oscuros pensamientos implacables. Así que dispárame, Rachel,
porque si me rechazas, no seré capaz de soportar el frío, el hambre y la oscuridad
que me espera antes de llegar a casa.

Un sollozo quedó atrapado en la garganta de Rachel. Lo miró fijamente a los


ojos. No podía dispararle. No cuando lo amaba. Lo había amado en secreto
durante todos los años que él había visitado la taberna.

Bajó la pistola a regañadientes.

—Buena chica —susurró él. Le levantó la barbilla y contempló su rostro—-.


Ahora dame la clase de bienvenida con la que he estado soñando estas últimas diez
semanas. —Bajó la cabeza y le rozó los labios en lo que apenas fue un beso.

Rachel sintió brevemente la fría humedad de la barba donde el hielo se había


derretido, y entonces Magnus retrocedió como si temiera contrariarla.

Como si pudiera hacer tal cosa. Como si pudiera hacerlo cuando ella lo
amaba tanto.

—¿Es ese barco tuyo lo que tú llamas casa? —preguntó la joven con acritud
—. ¿Es allí donde irías si te echara de aquí? ¿De vuelta al Reliance encallado en el
hielo? ¿Por qué lo haces? ¿Por qué amar este lugar cuando podrías tener una vida
de verdad, una casa de verdad en Nueva York? —Levantó la mano y se rozó la
mejilla. La expresión en los ojos de Rachel era distante—. ¿Por qué renunciaría
alguien a la dulzura del viento cálido en el rostro por la violencia de éste? —Sus
ojos se desviaron hacia la gruesa puerta, que gemía ante el asalto del viento.

La mano de Noel, áspera y callosa, sustituyó a la de Rachel. Le acarició la


mejilla, la sien, dejó que un gran dedo perfilara sensualmente sus labios.
—Si no estuviera aquí, en este lugar, no te habría encontrado, mi hermosa y
dulce Rachel. Así que no deberías culparme por amar esta tierra.

—Pero ya me has encontrado. No tenemos que seguir aquí por más tiempo.

Los ojos de Magnus, del color del jerez, se oscurecieron.

—Tengo que encontrar a Franklin. No puedo irme ahora. Estoy muy cerca.

Rachel se alejó de su mano.

—Franklin, Franklin. Lleva desaparecido diez años. Tú llevas casi la mitad


de ese tiempo en el norte y ya están empezando a mandar partidas de búsqueda a
por ti. —Metió la mano por debajo de la chaqueta que había dejado sobre la mesa y
sacó un diario amarillento y destrozado. Eso y su Godey’s eran los únicos objetos
que poseía de la vida real.

Le lanzó el diario.

—Aquí podrás ver por ti mismo el revuelo que estás provocando. Y este
ejemplar ya tiene más de un año.

Magnus leyó el titular del The New York Morning Globe con fecha del 25 de
enero de 1856.

«El editor Noel Magnus ha desaparecido en las heladas tierras del norte. Lady
Franklin llora recordando el último viaje del H.M.S. Erebus de Franklin.»

Con movimientos lentos, Magnus dejó el diario sobre la mesa. No había


ningún rastro de expresión en su rostro, pero Rachel pudo ver la irritación en sus
ojos.

—¿Ves? Incluso tu benevolente lady Franklin te cree muerto.— Estudió las


facciones masculinas, pero no apareció la conmoción ni la sorpresa que había
esperado ver. Parecía no importarle en absoluto que lo creyeran muerto—. ¿Te da
igual que la gente se preocupe por ti?

—Puede que mi fallecimiento salga en los periódicos, pero no tiene


importancia. No hay nadie allá que se esté preocupando por mí. — Se rió. Si había
amargura en su voz, la ocultó bien. Luego, se la quedó mirando y pronunció sus
siguientes palabras con suavidad—: Tú crees que sabes lo que es el frío, Rachel,
viviendo aquí donde vives, pero una casa donde nadie llora tu muerte es mucho
más fría que este lugar.

La joven frunció el ceño y lo miró a los ojos.

—Seguro que hay alguien que te echa de menos. Lady Franklin llora...

—Porque teme que ahora haya un hombre menos buscando a su marido. —


Sonrió.

—Pero seguro que hay alguien preocupado en Nueva York. Debes de tener
familia, Magnus.

Él le pasó la encallecida mano por la mejilla.

—Mi madre se marchó cuando yo tenía tres años. Mi padre no tardó en


hacerme pasar por todas las tribulaciones que ella había sufrido y me educó a base
de órdenes y de latigazos si no hacía todo conforme a su criterio. Solía golpearme
porque decía que deseaba un hijo que fuera lo bastante duro para asumir su papel
y dirigir lo que él consideraba un glorioso imperio. —Hizo una pausa y su rostro se
endureció-—. Así que, aquí estoy, dulce Rachel. Suficientemente duro para dirigir
un imperio ahora que su creador no está, suficientemente duro para capear el peor
viento glacial, suficientemente duro para saber que este lugar es donde deseo estar,
porque tú y mis hombres sois los únicos que lloraríais mi muerte si algo me
sucediera. —Sonrió. Sus dientes eran blancos y perfectos, otra cosa que le
encantaba de él—. Tú llorarías mi muerte, ¿verdad, Rachel?

La joven luchó contra el impulso de abofetearlo. Él sabía la respuesta


demasiado bien y burlarse así de ella era algo muy cruel por su parte.

Adoptando un tono pragmático, Magnus añadió:

—Por otra parte, soy el dueño del Morning Globe y supongo que
probablemente estarán inquietos por quién vaya a heredarlo.
—¿Eres dueño de este periódico? —Rachel se acercó a la mesa para mirar el
diario. Era muy similar a otros periódicos que llegaban a Herschel. El hecho de que
tuviera más de un año no tenía ninguna importancia, porque esa era la antigüedad
mínima que podría tener la publicación más reciente que pudiera caer en sus
manos—. Creía que te conocía bien, Magnus. Cada año, cuando llegabas, papá
siempre te daba la bienvenida con una sonrisa. Te apreciaba, lo sabes. Pero ahora
veo que no sabíamos mucho de tu otra vida. —Se tornó pensativa mientras
contemplaba el diario—. Si eres dueño de un periódico, ¿significa eso que eres un
hombre rico?

La pregunta era ridícula. Que fuera rico o no, era algo que no significaba
nada para la joven. Lo único que deseaba era que se casara con ella y que le dejara
acompañarlo cuando estuviera listo para marcharse. Lo amaba. Esa última vez que
habían estado juntos le había prometido la luna y las estrellas, y ella le había
creído. Pero lo único que él tenía que aportar era una boda.

—¿Ese frío corazón tuyo se derretiría antes si te dijera que soy rico? —Sus
dedos jugaron con los lazos delanteros del amauti de la joven.

Rachel bajó la mirada y se dio cuenta de que se estaba asfixiando con el


grueso chaquetón. De repente, la estufa funcionaba demasiado bien.

Se apartó de Magnus y susurró:

—El año pasado, cuando te dije que te había entregado mi corazón, no te


pedí en ningún momento que me enseñaras tus extractos bancarios, ¿no es cierto?

—Nunca me he aprovechado de ti. Me dijiste que querías casarte y te respeté


por eso. No es propio de ti ser una beata.

—Aun así, no quiero ser una prostituta. Ni siquiera tu prostituta. —


Volvieron a escapársele las lágrimas—. Sólo quiero que te cases conmigo. Lo
correcto es que me reserve hasta que cuente con esa respetabilidad. No suplico tus
promesas. No, las haces con demasiada ligereza. Pero ahora tienes que cumplirlas.
Es lo que mi padre habría querido. Lo sabes. El no me educó para... para... —Con
unas manos temblorosas le apartó las suyas de los lazos de cuero del amauti.

—Me casaré contigo cuando pueda dejar este lugar. Te lo prometí entonces y
te lo prometo ahora. Lo haré.

—Cásate conmigo ahora y llévame contigo al Reliance. He estado en un barco


antes, Magnus, lo sabes.

—La vida es difícil ahí fuera, Rachel. Ya no eres una niña dispuesta a vivir
una aventura a bordo de un barco. Tendrías que venir conmigo como esposa y, si
quedaras embarazada, el viaje sería un infierno para ti. Sería mejor que iniciáramos
nuestro matrimonio en la civilización.

—¿Y dirás eso dentro de diez años? ¿De veinte? ¿Es ésa la excusa que darás
a tus hijos bastardos? —No pudo evitar que su voz sonara con amargura—. Espero
que realmente desaparezcas y acabes como Franklin. Es el final que te mereces.

—No seas tan dura. No puedo soportar que seas dura, Rachel, cuando sé lo
dulce que puedes llegar a ser.

La joven lo miró a los ojos. Eran increíblemente cálidos y expresivos.


Parecían ser capaces de ver los rincones secretos de su alma que siempre había
creído poder ocultar. Ése era el poder que ostentaba sobre ella.

—Quiero ser dulce contigo, Magnus. Sabes que te amo. Te daría todo lo que
tengo por un diminuto anillo de oro. —Empezó a temblar a pesar de que no tenía
frío. Al contrario, estaba empezando a transpirar—. Pero no puedo soportar la idea
de que Nueva York te esté esperando y tú no desees regresar. Tu casa, la de la
bahía de Hudson... No, dijiste que estaba en las orillas del río Hudson... Bueno, si
eres un hombre rico, debe de haber cinco o seis habitaciones en esa casa, todas
vacías, sin alguien que viva en ellas. Una casa vacía sin alguien que pueda apreciar
las suaves brisas. —Apoyó la cabeza en las manos—. Qué blasfemia.

Magnus le acarició el largo pelo rubio.

—Te angustia, ¿verdad? Mi casa está vacía mientras tú sueñas con un lugar
mejor. —Sus palabras se tornaron más reflexivas, más tiernas—. Cinco o seis
habitaciones deben de parecerle una mansión a alguien que ha vivido la mayor
parte de su vida en una sola estancia, ¿no es cierto? —Alzó la mano y le acarició la
sien con los nudillos.

Fue entonces cuando la joven se dio cuenta de que él tenía las manos
cortadas, congeladas y llenas de sangre como consecuencia del largo viaje. Se las
cogió entre las suyas y lo guió hasta la estufa.

—Ven a calentarte, Magnus, iré a por el bálsamo de mi padre. — Con


delicadeza, examinó cada herida como si lo memorizara a él al memorizarlas a
ellas.

—No necesito el ungüento de Howland. Mis manos sólo desean esto como
bálsamo. —Deslizó la palma por el costado del amauti, hacia arriba.

Rachel no se movió. No respiró.

—No —susurró, pero no le apartó la mano.

—¿Recuerdas lo que te dije la última vez? —murmuró él con los labios sobre
su pelo.

—No, no volveré a creer tus promesas vacías. No soy débil. No caeré presa
de esto. No sin casarme.

—Me casaré contigo, dulce Rachel, te lo prometo. Un día serás mi esposa.

—Un día, no. Ahora. —Casi gimió cuando la boca de Magnus le mordisqueó
el tierno lóbulo de la oreja.

—Tengo que encontrar a Franklin.

Era como si le echaran encima un vaso de agua helada tras otro. Rachel se
apartó de él y se llevó los brazos al pecho.

—¿Por qué debes continuar con esa búsqueda? Sin duda, lo único que vas a
encontrar es un montón de huesos. ¿De qué le servirán a lady Franklin ahora?

—No está buscando únicamente los restos de su esposo— gruñó él mientras


se agachaba para desabrocharse las botas de piel de foca—. Mi viaje esconde un
secreto y, si te lo digo, no podrás contárselo a nadie. —Se irguió y empezó a
desatarle el amauti. Parecía que apenas percibiera su reticencia—. Lady Franklin no
está tan enamorada de sir John como podría parecer en la prensa. Al parecer,
cuando su marido se fue, ella le entregó el tesoro familiar. Lo llamaba su amuleto
de la suerte, un precioso ópalo del tamaño de una nuez. Era una rara piedra negra
que consiguió cuando era gobernador de la Tierra de Van Diemen y que regaló a
su esposa. La gema es muy valiosa, pero la historia que la acompaña lo es aún más.

—¿Cuál es la historia? —Rachel jadeó, apenas capaz de creer que él ya le


había desabrochado todos los lazos del amauti.
—La gema está relacionada con diversas tragedias —respondió, bajándole la
prenda por los hombros—. La llaman El Corazón negro. Hay rumores de que
Franklin le quitó la piedra al nativo que se la enseñó y ahora dicen que está
maldita. A los puros de corazón, les traerá gran fortuna, pero a los de corazón
negro, sólo les traerá tristeza y muerte. —La comisura de su boca se elevó en una
sonrisa—. Imagínatelo, mi hermosa niña. Una gema tan grande como tu puño.

Siempre he pensado que cuando regrese a la ciudad, entregaré la pieza a un


museo. El ópalo será mi mayor legado. Sólo piensa en lo que mi periódico podría
hacer si yo encontrara la piedra. Lady Franklin está convencida de que el Corazón
negro acabó con su marido. Cree que descubrió el paso al noroeste como juró que
haría, pero fue la mala suerte del ópalo lo que le arrebató la vida, no esta tierra, y
los remordimientos la consumen.

—Todo eso no es más que una fantasía. No pierdas más tiempo con eso,
Magnus. Piensa en tu casa vacía junto al río... Esa hermosa casa vacía donde el
viento sopla con suavidad sobre tu rostro.

—Nunca pienso en esa casa, Rachel. Aquí arriba, sólo puedo pensar en ti y
en la piedra, esa piedra tan negra como la noche y una llamarada en el centro
similar a un rayo.

La joven lo miró con atención.

—¿Qué aspecto tiene la piedra? —preguntó con el ceño fruncido.

Magnus la besó. La barba estaba seca ahora y Rachel tembló al preguntarse


cómo sería sentir ese áspero roce en un lugar mucho más íntimo.

—¿Qué aspecto tiene, Magnus? —repitió con la mente aturdida por el beso.

—Me dijeron que era casi de un azul de medianoche con un fuego


iridiscente en el centro. Me lo imagino como esa explosión en mi interior que se ha
visto obligada a esperarte, Rachel. —Inclinó la cabeza y le lamió el costado del fino
cuello.

Rachel se estremeció. Despacio, entrelazó los dedos en su pelo y le obligó a


levantar la cabeza. Pesaba el doble que ella y la superaba en altura más de treinta
centímetros, pero la joven había visto cómo las osas protegían sus guaridas en
invierno, así que sabía cómo manejar a un oso como Magnus.
—Dime la verdad. Si encontraras la piedra, ¿qué harías con ella?
¿Regresarías a Nueva York?

—Si encontrara la piedra esta primavera, yo...

—No, no. Si encontraras esa piedra esta misma noche, ¿qué es lo primero
que harías? ¿Regresarías a Nueva York y a tu casa con esas seis estancias vacías?

Magnus le sonrió y le acarició el pelo. Sabía muy bien cómo tratar a las
mujeres. Para la eterna perdición de Rachel, siempre se descubría sucumbiendo a
ese especial tipo de caricia.

—Parece como si supieras dónde está esa piedra. ¿El viejo Howland
consiguió lo que siete barcos cargados de hombres no lograron y encontró al grupo
de Franklin en sus excursiones sin rumbo por la isla?

—Si encuentro esa piedra para ti, ¿me sacarás de aquí de inmediato? Dime la
verdad, Magnus —susurró entrecortadamente—. ¿Te casarías conmigo y me
llevarías a Nueva York en ese mismo instante?

La expresión de Magnus se tornó perpleja.

—Al final, es eso lo que haríamos, pero si la piedra estuviera aquí mismo,
aún tendría que regresar al Reliance. Mis hombres cuentan conmigo. No puedo
dejarles allí para que lleven el barco de vuelta a casa solos.

—Y, después de eso, ¿regresarías a por mí?

Magnus arqueó una ceja. Bajo la luz dorada de la lámpara de aceite de


ballena, su pelo castaño oscuro tenía un reflejo rojizo.

—Después, tendría que llevar el barco a Nueva York para abastecerlo. No


me quedan muchas provisiones. Han pasado tres años desde la última vez que
estuvimos en aquel puerto.

—¿Y después?

—Después, ya habrá empezado el invierno de nuevo. No podré llegar hasta


Herschel a menos que lo haga en trineo. Tendría que hacerte esperar hasta la
primavera, cuando el Reliance pudiera zarpar.
—Estaríamos hablando de un año y medio. Ni siquiera podría verte el
próximo invierno. —Se alejó de él con una expresión melancólica oscureciéndole el
rostro.

—Rachel ¿estás jugando conmigo? ¿Tienes esa piedra? Si la tienes, debes


entregármela.

La joven entrecerró los ojos.

—¿Entregártela? ¿Por qué? Si tuviera esa cosa y te la diera, no volvería a


verte nunca, sin importar tus promesas y que hayas intentado seducirme de todas
las formas posibles.

—Tú quieres sucumbir a esa seducción. En el fondo de tu ser, lo deseas. Así


que, ¿por qué no ceder esta noche?

Rachel posó los puños sobre el pecho masculino.

—Lo deseo, sí. Lo sabes demasiado bien, maldito. Pero lo haré con todos los
beneficios del matrimonio. Del matrimonio, ¿me comprendes? Así es como me
educaron y así es como seré hasta que acabe en la tumba, por muy solitaria y
dolorosa que sea mi existencia.

—Dame la piedra, o lo que creas que es la piedra. Déjame verla ahora


mismo.

—No la tengo —estalló Rachel sin dejar de mirarlo y de contemplar su


apuesto rostro y su amplio, duro, y aun así increíblemente cálido pecho envuelto
en una gruesa prenda de lana gris—. No tengo tu maldita piedra, pero creo que sé
dónde está. Vuelve a por mí con el Reliance esta primavera y te la mostraré.

—No seas niña. No puedo regresar aquí esta primavera para perseguir tus
alocados sueños. Franklin nunca llegó tan al oeste. Habría encontrado el paso
noroeste si hubiera venido alguna vez a Herschel.

—Soy una niña, así que tienes que complacerme. Vendrás a por mí esta
primavera.

—No, no lo haré. Tengo que conseguir provisiones. No pondré en peligro a


mis hombres por intentar llegar hasta aquí por el simple hecho de que tengas una
alocada idea de dónde puede estar la piedra.
Una sonrisa triste aunque triunfal rozó la boca de la joven.

—No vas a dejar nunca el norte, ¿verdad, Magnus? Siempre habrá una razón
para que te quedes aquí. Encontrarás tu maldito ópalo y la historia no será lo
bastante morbosa para el gusto de tus lectores, así que te quedarás aquí hasta que
otra expedición desaparezca en unas circunstancias aún más trágicas. —Miró hacia
el diario depositado caprichosamente sobre la chaqueta—. Puede que incluso sea la
tuya esa expedición. Y, ¿por qué no? El mundo civilizado ya te cree muerto. Por el
simple hecho de quedarte aquí, Magnus, ya ganas más lectores y más dinero. Por
el simple hecho de quedarte aquí y mentirme a mí.

—No te estoy mintiendo. Me casaré contigo, Rachel. Deseo casarme contigo.


Eres la mujer más extraordinaria que he conocido nunca.

—¿ Me consideras hermosa? —Arqueó una ceja y casi esbozó una sonrisa.

—Oh, Dios, sí. Eres hermosa.

—Cómo me adulas, Magnus. Tú, un hombre que no ha visto a una mujer en


casi seis meses. —Miró con tristeza hacia el ejemplar de Godey’s y luego soltó una
amarga risa—. Sin duda, yo, con mis labios cortados y la cara cubierta de hollín,
eclipsaría a todas esas deslumbrantes damas de Nueva York.

Magnus la miró con los ojos llenos de ternura.

—Sí, las eclipsas. A todas ellas.

—¿Has visto mujeres como las de la revista antes? ¿Mujeres hermosas y


desenvueltas, acompañadas por el sonido del suave roce de la seda y el perfume
francés? —Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas—. ¿Y dices que yo, que apesto
a humo de leña y a ante, las eclipso? —Lo apartó de un empujón—. Estás
mintiendo, Magnus. ¿Acaso no tienes conciencia?

—No te miento. Eres perfecta, Rachel. Preciosa. Sueño contigo todas las
noches. Sólo pienso en ti.

La joven se enjugó las silenciosas y frías lágrimas.

—¿Yo? ¿Más bonita que esas mujeres en sus hermosos salones? ¿Yo? ¿Con
las manos quemadas por el viento, los labios cortados y llenos de sangre, y mi
virtud despreciablemente débil que tú debilitas aún más cada año que pasa? No lo
creo.

—Tu virtud está intacta, pero si me la entregaras esta noche, te aseguro que
la protegería y la mantendría a salvo conmigo. Y un día, cuando sea tu esposo,
nada de esto importará.

—Mentiroso —susurró ella sintiendo que su corazón se rompía bajo la


delicada caricia del explorador.

—Basta de charla. Vayámonos a la cama. Estoy seguro de que ahí nos


comunicaremos mejor.

Le tomó la mano con brusquedad, pero Rachel se soltó.

—No, ofrécele tu lujuria a una de las mujeres nativas del asentamiento. Ellas
se tenderán a tu lado sin protestar y te darán todo lo que mereces y deseas.

—Solo te quiero a ti, Rachel.

—Entonces, cásate conmigo —exigió con frialdad.

Magnus la miró fijamente.

—¿Recuerdas lo que te dije la última vez? Estaré contigo y sólo contigo. Y tú


estarás conmigo y sólo conmigo. Nos casaremos cuando llegue el momento.

—Oh, ¿por qué me torturas así? ¿Acaso no soy buena para ti? ¿No lo he
demostrado año tras año rechazando a todos los demás y esperándote sólo a ti? —
Rachel lloró cuando Magnus se sentó en el borde de la pequeña cama y la atrajo a
su regazo para acariciarle los sedosos mechones de pelo con los fuertes y duros
dedos. Era una caricia relajante, pero la joven no encontró consuelo en ella.

—Estás hecha para mí, Rachel, al igual que yo estoy hecho para ti. Mi
destino me encontrará al final —afirmó al tiempo que sus inquietantes ojos del
color del jerez se clavaban en los de ella.

La joven gimió. Se apoyó con delicadeza en su amplio pecho y los labios de


Magnus tomaron los suyos en un profundo beso. Le llenó la boca con la lengua,
pero la joven no se resistió. ¿De qué serviría si ya casi había perdido la batalla?

—¿Es por esto por lo que amas el norte, Magnus? ¿Es por esto? —musitó con
tristeza.

—Amo la violenta belleza de este lugar. Amo el viento y la nieve. El aquí y


el ahora. Pero, sobre todo, amo la idea de pasar contigo las largas noches del
invierno. Sueño con estar tumbado a tu lado cuando hace demasiado frío para
dormir solo.

—Bastardo —Rachel lloró cuando él la hizo recostarse en la cama y la besó


entre los pechos—. Espero que algún día se te congele ese trozo de carne entre tus
piernas del que estás tan orgulloso. Es lo que mereces por planear y organizar de
este modo mi perdición.

Inclemente, él le lamió el sensible hueco que se formaba en su garganta y su


risa hizo que el cuerpo de la joven se tensara.

—Tengo malas noticias para ti, doncella de hielo. La última vez que los
conté, no había perdido ni un solo apéndice de mi cuerpo. —Levantó las manos y
movió los dedos de los pies—. Los veintiuno están todavía en perfecto estado.

—Te odiaré eternamente, Magnus. Si fuerzas esto, me llevaré mi odio por ti


a la tumba. Te lo juro —susurró antes de que la oscura cabeza masculina cubriera
la suya y las palabras se fundieran en el silencio.

Pero, pronto, el fuego en su interior se reavivó. Con un áspero gemido,


Rachel lo apartó y se levantó de la cama.

—Fuera —le espetó sin mirarlo. No se atrevía a hacerlo.

—Fuera hace demasiado frío y tú eres una mujer llena de fuego. No me


hagas dormir en el salón. Muéstrame ese mínimo de compasión.

—Fuera. —Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano—. Tendré una
boda primero o no te daré nada.

—Sólo tú tienes una cama de verdad en kilómetros a la redonda. Si no te


acuestas conmigo, ¿me la dejarías, al menos, para que pueda disfrutar unas
cuantas horas de sueño? —La miró con ojos cansados—. He venido desde muy
lejos.

Rachel le lanzó una mirada dubitativa.


—Bien. Disfruta de esas cuantas horas en una cama de verdad. Pero no me
quedaré aquí. No permitiré que los hombres que quedan en el local especulen
sobre algo que no es verdad. Cuando te despiertes, me acostaré yo. Hasta entonces,
estaré en la taberna.— Cogió su amauti, se lo puso por la cabeza y cerró la puerta
de un golpe tras ella.

Rachel regresó de la taberna y miró al hombre que yacía en su cama.


Magnus estaba sumido en un sueño exhausto. Los pies se le salían de la manta de
piel de oso polar y tenía los brazos extendidos en el colchón donde ella debería
haber estado.

Se había mantenido firme ante sus intentos de seducción, pero, aún así, su
ceño fruncido estropeaba su expresión de satisfacción. ¿Por qué la vida tenía que
ser tan complicada? Amaba a ese hombre. Necesitaba estar con él, pero eso era
imposible a menos que la llevara con él, y no había lugar para una mujer a su lado.

Abatida, se acercó a la burda mesa en la que aún descansaba la revista


Godey's. Pensó de nuevo en su madre y en cómo ella había vestido una vez igual
que las damas de la portada. Sarah Howland había tenido un vestido de falda
amplia con adornos negros en los puños y el corpiño; en ese momento, la joven
podía recordar el vestido de su madre con la misma facilidad con la que podía
recordar su querido rostro. Noel le había dicho que las mujeres aún llevaban
vestidos de seda en Nueva York. Rachel miró la portada de la revista. No podía
reprimir los celos cada vez que pensaba en el hombre que amaba sentado en un
salón de Nueva York y rodeado de unas bellezas como las que salían en Godey’s.

Rachel se preguntaba si su tosquedad o su falta de modales lo avergonzarían


en el mundo real. Quizá era por eso por lo que no se había casado con ella.

De repente se sintió tan angustiada por la idea que descubrió que ya no


podía mirar siquiera la cama en la que él yacía.

No se casaría nunca con ella ni la llevaría de vuelta a casa. Estaba atrapada


en Herschel para siempre.

Se acercó de puntillas a un estante improvisado y abrió una gran caja de


marfil de cuerno de morsa. Volcó el contenido en su mano: una piedra del tamaño
de una pequeña patata. Era negra con toques azules, casi del color del cielo
invernal. Moviéndose en su centro como si fuera una aurora boreal, había un aura
de fuego que la dejaba sin respiración.

El Corazón negro. Aquélla tenía que ser la famosa piedra que tanto
obsesionaba a Magnus. Estaba buscando por todas partes su tesoro, y había estado
allí mismo durante todo ese tiempo. Rachel creía que su padre la había encontrado
hacía mucho tiempo. Le había explicado que había descubierto esa extraña piedra
negra entre los restos de una hoguera, atada a un pequeño fragmento de una carta
escrita en inglés. Su padre no había sabido qué pensar, pero ahora la joven sabía
que tenía que haber sido Franklin quien la dejó. La carta decía que se dejara la
piedra donde estaba, pero su padre no había hecho caso a la advertencia.

Y gracias a Dios que no lo había hecho. Si Noel Magnus no deseaba su


corazón, al menos sabía que deseaba su ópalo. El Corazón negro.

Magnus se movió en la cama.

—¿Dónde diablos estás, Rachel? —gruñó.

La joven metió apresuradamente el ópalo en la caja de marfil y se acercó al


borde de la cama.

—Estoy aquí, mi amor —le susurró.

—¿Pretendes matarme? Me congelaré sin ti a mi lado para calentarme. No


me gusta la idea de convertirte en viuda.

—Para convertirme en viuda, primero tendrías que convertirme en tu


esposa.

Con un rugido, le ciñó la cintura con el fuerte brazo y la atrajo hacia él bajo
la manta de oso polar.

—Detalles, detalles.

Magnus intentó besarla, pero Rachel se tumbó de lado y se puso a pensar.

—¿ Estás soñando con Nueva York otra vez? —masculló él.

La aspereza de su voz la irritó.


—Si te interesa saberlo, te diré que sí. Estoy pensando en la vida que
podríamos llevar allí. Yo podría hacerme cargo de ti y de tus seis habitaciones.
Podríamos llenarlas de niños. Podríamos ser felices.

—Ya soy feliz ahora. Muy feliz —susurró sin dejar de acariciarle el pelo.

—Debe de haber alguien que llore tu pérdida en Nueva York, Magnus. Debe
de haber alguien a quien desees volver a ver.

—No hay nadie. Así que, ¿debo enviarte allí para que me llores? Podrías
hacerte pasar por mi viuda. Sería una gran historia para los periódicos. —Lanzó
una carcajada.

—Hablo en serio. —Le dio un puñetazo.

—Oh, y yo también. —Se rió entre dientes—. Yo también. Estaría bien


aunque sólo fuera para gastarles una broma. El problema es que si te envío a
Nueva York, te echaría demasiado de menos el próximo invierno cuando regresara
aquí. No puedo plantearme siquiera la idea de hacerlo.

—¡El próximo invierno! Falta todo un año para eso. —Su alma sintió el peso
de la angustia—. Te rechazaré en tu próxima visita sólo por principios.

—¿De igual modo que me has rechazado en ésta? —preguntó antes de


deslizarle la lengua por la espina dorsal.

Rachel se apartó.

—¿Crees que no me importas?—inquirió él, deteniéndose—. Si es así, estás


muy equivocada.

—Eres capaz de irte y dejarme durante todo un año; eso dice mucho. Yo no
podría hacerlo. No sintiéndome como me siento.

—Confieso que me resultará más duro marcharme esta vez de lo que lo fue
la última.

—Entonces, no lo hagas.

Su silencio le dio a Rachel la respuesta que esperaba.


—Puede que no esté aquí cuando regreses, Magnus.

—¿Dónde irías, mi amor? Estás tan sola como yo. —La besó en el hombro.

Rachel abrió la boca para replicarle, pero no había nada que pudiera decir.
El tenía razón. No tenía a nadie a quien acudir, y ningún lugar al que ir.

Entonces, de repente, le vino a la cabeza una extraña idea.

La idea en sí misma era un despropósito. Marcharse a Nueva York para


vivir en esas seis habitaciones haciéndose pasar por la... por su... Oh, era una
locura.

Se dio la vuelta y se quedó mirándolo.

Por otra parte, para el mundo civilizado, él estaba convenientemente


muerto.

La perspicaz mirada de Magnus se clavó en la de ella.

—Veo algo inquietante en tus ojos, Rachel —murmuró—. No vas a dejarme.


Nunca. ¿Lo comprendes?

La joven le pellizcó la nariz en un gesto juguetón. Estaba fría, igual que la de


ella.

—Pareces muy feliz. ¿Qué tienes en mente? —Magnus frunció el ceño.


Barbudo y con los ojos oscuros como los tenía, aquel gesto hacía que resultara aún
más imponente.

Rachel se rió. La idea que tenía en mente era una alocada fantasía. Irse y
vivir en su casa vacía en Nueva York haciéndose pasar por su viuda. Cosas así no
se hacían en ese mundo.

Pero no podía quitarse la imagen de la cabeza. Ella, con un vestido negro de


falda amplia, esperando visita en esa espléndida casa junto a aquel río en Nueva
York. Y, además, era imposible que pudiera tener algún problema, porque
probablemente él no regresaría nunca a su hogar. Nueva York sólo era para él un
puerto en el que obtener provisiones para su siguiente expedición. Y en el
improbable caso de que Magnus regresara, ella ya estaría allí esperándolo para
darle la bienvenida con todas sus promesas de matrimonio colgando del cuello
junto a su estimado ópalo.

Aunque, por supuesto, también existía la posibilidad de que descubriera su


plan y se enfureciera.

No le dio importancia a aquella posibilidad. Si bien existían riesgos, ella


tenía la edad y el orgullo necesarios para sentirse motivada. Tenía veintisiete años,
ya estaba fuera del mercado del matrimonio, y eI amor de su vida probablemente
no se casaría nunca con ella.

Había veces incluso que se preguntaba si Magnus evitaba cumplir sus


promesas porque aún guardaba en su mente el recuerdo de alguna de esas bellezas
como las que salían en Godey's. No le resultaba difícil imaginarse que cuando se
cansara de Rachel Howland y del norte, volvería lo más pronto posible a Nueva
York para cortejar a una de sus debutantes.

Estudió el masculino rostro. Las palabras se arremolinaban en su mente y le


rasgaban el corazón.

Cásate conmigo, Magnus. Cásate conmigo y hazme tu esposa. Iré a cualquier lugar
de esta tierra perdida de la mano de Dios contigo. Aceptaré las privaciones y todo lo que
acompaña a esta vida, pero déjame estar a tu lado y ahórrame esta muerte en soledad.

—Rachel, me preocupa que me mires así. Me recuerda a aquella vez que


descubrí a un oso hambriento observándome desde lo alto de una colina.

—Te daré una última oportunidad, Noel. Una última oportunidad de volver
a verme. Llévame contigo cuando te vayas mañana. Llévame contigo y seré tuya
para siempre. Si me dejas aquí, que Dios te proteja.

—Me casaré contigo algún día, Rachel. Lo prometo.

Cásate conmigo ahora, mi amado Noel. Llévame contigo, te lo ruego. No me obligues


a hacer esto. No me obligues siquiera a pensarlo.

Magnus la besó. Su boca obligó a la de ella a abrirse y el beso se hizo más


profundo y ardiente.
Rodó y se colocó sobre ella.

Rachel alzó la mirada hacia él mientras en su interior no dejaba de gritar y


suplicar su amor.

Pero el amor no podía pedirse o exigirse, ni siquiera ganarse. Tenía que


entregarse, y había que hacerlo libremente.

Así que, exteriormente, la doncella de hielo permaneció en silencio.


Segunda Parte

La viuda alegre
2

Isla de Herschel, julio de 1857

— No puedes dejarnos, niña. ¿Qué vamos a hacer sin ti? — protestó Ian
Shanks en el amarradero del Sea Unicom. Se había quitado el sombrero y entornaba
los ojos ante el brillante sol de julio.

—La taberna es tuya, Ian. Te la doy. Yo no volveré —contestó Rachel con un


gran nudo en la garganta.

—Pero ¿vas a entregarme sin más todo el trabajo de tu padre? ¿Qué pensará
de su hija desde la tumba? —Ian señaló con la cabeza las colinas que se elevaban
más allá del amarradero. Allí, en la yerma distancia, había una docena de tumbas;
algunas de nativos, otras de hombres blancos, todas víctimas de la viruela.

—Tengo que buscar algo mejor. —Rachel frunció el ceño y apretó la


pequeña bolsa que contenía todas sus posesiones materiales, Luego, observó con
tristeza las lejanas tumbas—. Creo que lo entendería. Estoy segura.

—Haz lo que tengas que hacer, niña.— Las lágrimas anegaban los ojos del
anciano—. Pero si alguna vez regresas aquí, la taberna volverá a ser tuya. La
seguiré llamando Ice Maiden hasta entonces.

Rachel le dio un abrazo y no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. Ian
Shanks había sido socio de su padre desde que la joven había ido a vivir a la isla de
Herschel. Era un viejo lobo de mar digno de confianza. Había transportado barriles
de whisky, había intervenido en centenares de sanguinarias reyertas y, aún así,
había encontrado tiempo para tallar piezas de madera que representaban
personajes de cuentos de hadas para la aburrida niña que jugaba sus muñecas de
trapo detrás de la barra de la taberna ilegal que su padre dirigía. Echaría de menos
a Ian. Probablemente fuera el único amigo de verdad y mentor que le quedaba en
el mundo.

Sin duda, le había sido más fiel que Noel Magnus. Aquel hombre le había
hecho tantas promesas que luego no había cumplido, que ya no tenía ninguna fe en
él. La había traicionado en demasiadas ocasiones. Cuando se marchó la última vez,
le había dicho que no regresaría a Herschel sin traerle un anillo, pero Rachel no
creyó una sola de sus palabras. Ahora le tocaba a él sentirse decepcionado. Cuando
regresara, si es que lo hacía, ya haría tiempo que ella se habría ido. Sus palabras
vacías y la excusa por la que volvía sin un anillo de compromiso caerían en los
fríos oídos sordos de la tundra y no en los de ella.

—Cuídate mucho —susurró mirando a Ian fijamente.

El anciano le devolvió la mirada con una expresión triste y resignada.

—Vuelve en julio del año que viene, niña. Quiero saber cómo estás. Si no
recibo ninguna carta ni tengo noticias tuyas, iré a buscarte.

Rachel asintió, incapaz de darse por enterada de las lágrimas que bajaban
por sus mejillas.

—Es más de lo que Magnus se ha preocupado por mí. —Sacudió la cabeza


—. No he recibido ninguna noticia suya en los últimos meses. —Se tragó el resto de
lágrimas. Con un movimiento rápido, se recogió la falda y subió por la pasarela
que llevaba al Sea Unicom, un buque de vela.

—Buen viaje, Rachel. ¡Que Dios te bendiga! —gritó Ian.

La joven no pudo responder. Las lágrimas le surcaron el rostro hasta que se


congelaron en la brisa bajo las frías temperaturas del sol de medianoche.

Isla de Herschel, agosto de 1857


 

—Basta, Magnus. Parece como si fueras a nadar hasta el muelle. Ten


paciencia. Hace cinco meses que te fuiste de este lugar, seguro que puedes esperar
quince minutos más. —El capitán Luke Jacob se rió y le dio una palmada en la
espalda a Noel.

Más allá de la goleta Lady Rupert, se erigían las peladas colinas de Herschel.
Aunque aún no había llegado el otoño, la tierra ya estaba en llamas con tonos rojos,
amarillos y naranjas. Incluso los líquenes que cubrían las rocas a lo largo de la
costa habían adquirido colores otoñales: un verde amarillento y un rojo oscuro. De
hecho, ya se había formado una gruesa y ominosa capa de hielo a lo largo de las
grietas entre las sombras en todo el perímetro de la isla, anunciando el tiempo que
se avecinaba.

—Déjame ver otra vez el anillo —le pidió el capitán Jacob cuando el barco
entró en la diminuta bahía. A su alrededor, los hombres trepaban y se aferraban a
las jarcias para dominar las velas del barco.

Magnus le lanzó al capitán una recelosa mirada de soslayo.

—En todos los años que te conozco, Luke, nunca imaginé que fueras un
sentimental.

—No pasa muy a menudo aquí arriba que un hombre llegue a hacer una
propuesta honesta de matrimonio. Con ese anillo, no parece que vayas a casarte
con una nativa. —Miró por encima del ancho hombro de Noel para poder ver
mejor.

Magnus se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó un fino anillo de


oro con tres diminutas piritas.

—Le compraré un anillo de verdad cuando regresemos a la civilización. Esto


es todo lo que pude conseguir en el mercado de Wager Bay. Me dijeron que
pertenecía a la mujer de un predicador. Un nativo se lo quitó y lo vendió a cambio
de whisky.

—Yo no iría contando por ahí esa historia, Magnus. A las mujeres no les
gustan esas cosas. No las consideran románticas.
Noel arqueó las cejas.

—No creo que tú entiendas mucho de eso, viejo solterón. Pero supongo que
tienes razón. No le diré de dónde proviene.

—Buena idea.

—¿No podemos hacer que este barco llegue más rápido al amarradero? —
preguntó Magnus impaciente.

Jacob resopló.

—¿Qué? ¿Y chocar contra el hielo con la única carga de harina, azúcar y licor
que esta gente verá hasta el próximo mes de julio? Antes quemaría mi casa hasta
reducirla a cenizas que dañar a la bella Lady Rupert.

Noel se apoyó sobre la baranda de la embarcación y observó el


asentamiento. La taberna era fácil de localizar. Era, con diferencia, la edificación de
madera más pequeña y, sin embargo, la más concurrida. Los hombres entraban y
salían por la puerta sin cesar, con los ojos puestos en la goleta que se abría paso por
el centro de la bahía.

Frunció el ceño.

—Esperaba que ella saliera a mi encuentro en el muelle, pero no la veo.

Había unas cuantas mujeres entre la multitud, pero todas eran nativas y
llevaban a sus pequeños bebés bien sujetos en el interior de la capucha del amauti
de verano.

—Lo suyo sería que tuviera la gentileza de salir a recibir el barco, ya que su
futuro marido llega en él con un anillo en la mano —masculló Noel.

Jacob meneó la cabeza.

—Tengo que ir a dirigir la maniobra, pero, no te preocupes. Probablemente


esté demasiado ocupada sirviendo a los felices clientes de la taberna. Ahora que ha
llegado una nueva provisión de whisky, seguro que se sienten obligados a
acabarse la antigua lo más rápido posible.

Magnus se rió.
—Sí, supongo que tienes razón.

—Por supuesto que sí —asintió el capitán Jacob con seguridad mientras


tomaba el timón.

—¿Qué diablos quieres decir con que ella no está aquí? —Noel gruñó y dio
un puñetazo en la barra.

Ian Shanks tembló como si fuera un ternero recién nacido.

—Se ha ido, Magnus. Me entregó la taberna y se marchó.

—¿Adónde? —exigió saber.

Detrás de él, los habitantes de la isla, nativos y blancos, permanecían


sumidos en un silencio sepulcral, como si estuvieran viendo al mismo Thor
lanzando sus rayos desde la colina más alta de Herschel.

—Al sur. Embarcó en el Sea Unicom cuando atracó aquí en julio. No sé dónde
se dirigía.

—¡Y un cuerno! —bramó Magnus al tiempo que agarraba a Shanks por las
solapas de la chaqueta—. Sabes dónde fue en el Sea Unicom y será mejor que me lo
digas o esta noche estaré asando tus huesos.

El rostro de Shank palideció.

—Mencionó que se iría a uno de los estados de América. No recuerdo cuál.

—Será mejor que lo escupas o te meteré la mano en las entrañas te arrancaré


la información yo mismo.

—De verdad, no lo recuerdo.

Magnus movió su gran mano y obligó al viejo marinero a abrir la boca.

Aterrorizado, Shanks logró soltarse y presionó la espalda contra la pared


para alejarse de él lo más posible.

—Dijo algo sobre una casa. Algún tipo de casa de la que había oído hablar
en Nueva York.

Estupefacto, Magnus se quedó mirando al anciano mientras todo el mundo a


su alrededor, incluido el capitán Jacob, contenía la respiración.

—¿Dijo que iba a vivir en una casa en Nueva York? ¿Mi casa de Nueva
York?—repitió Noel.

A Ian los ojos casi se le salían de las órbitas.

—Ella no dijo nada sobre ti, eso seguro.

Noel se dejó caer en una de las pocas sillas de madera desvencijadas. Un


profundo pesar y un lejano sentimiento de ira se vieron reflejados en sus duros
rasgos.

—¿Podéis creer la estupidez que ha cometido Rachel? Le hablo de mi casa en


Nueva York y lo siguiente que sé es que es tan estúpida como para pensar que
puede irse a vivir allí en mi ausencia.

Jacob posó una mano sobre su hombro.

—Lo sabes tan bien como yo, aquí, en el norte, la gente hace eso muy a
menudo. Si una cabaña está vacía, existe una ley tácita que permite que cualquier
hombre que necesite cobijo pueda dormir allí. Supongo que ella cree que en Nueva
York ocurre lo mismo.

Magnus apoyó la cabeza en las manos.

—¿Te das cuenta de lo que significa eso? Incluso si mis sospechas fueran
ciertas y estuviera donde creo que está, me es imposible llegar hasta ella. Tu barco
no podrá salir de aquí antes de que lleguen las heladas. Tú siempre pasas el
invierno en Herschel.

—Podrías ir con un trineo tirado por perros hasta Fort Nelson, pero no hasta
dentro de un mes como mínimo. Sería imposible antes de que la nieve cubra el
suelo —intervino Ian.
—Pero, aún así, me llevará meses de ventaja. Meses. —Furioso, Magnus sacó
el anillo del bolsillo de su camisa. Se sentía profundamente traicionado y así lo
reflejaba el brillo de sus ojos—. Iba a entregarle esto. ¡Ladrona mentirosa! Haré que
se arrepienta.

—Se cansó de esperar —susurró Ian como si intentara arreglar la situación.

—¡Se cansó de esperar! ¡Esa pequeña idiota! —Los ojos de Magnus


centellearon—. ¿Cómo diablos va a arreglárselas en Nueva York? No sabe nada del
mundo ahí fuera. Nada. —En un repentino ataque de pánico, se puso de pie y
bramó—: Shanks, ve al almacén de la compañía, trae todas las provisiones de las
que puedas prescindir y consígueme algunos perros. Los mejores. —Bajó la mirada
al anillo barato; a pesar de todo, era un objeto inmensamente raro en el norte—.
Pagaré con este anillo. Ya no lo necesito. No se lo merece. Me ha abandonado y
trata de robarme mi propia casa.

—Magnus, ¿es que no has oído ni una sola palabra de lo que hemos dicho?
No puedes salir de aquí hasta que lleguen las heladas. Incluso entonces, sería una
locura intentar llegar a Fort Nelson en octubre. Te enfrentarás con lo peor del
invierno antes de llegar al sur.

Noel centró su atención en el capitán.

—Pero, ¿cómo se las va arreglar sola en esa gran ciudad? —Su voz estaba
teñida de preocupación y desesperación—. No tiene ninguna protección ni guía.
Podría pasarle cualquier cosa. Puede que nunca la encuentre. Puede que nunca
vuelva a verla. —Dejó caer la cabeza sobre las manos de nuevo.

La estancia se sumió en el silencio.

Nos aseguraremos de que puedas salir de aquí a la primera oportunidad,


Magnus —afirmó Jacob con voz solemne—. A la primera oportunidad —susurró a
aquella cabeza gacha.

Ian y el resto de los presentes en el salón asintieron. Pero, aun nadie dijo ni
una palabra. Nadie se atrevió.
3

Puerto marítimo de South Street

Ciudad de Nueva York

15 de diciembre de 1857

La nueva vida de Rachel empezaba al fin. Todas sus esperanzas y sueños de


un futuro perfecto ya no eran imágenes intangibles en su imaginación, sino la
aterradora y palpable visión de un concurrido muelle en Nueva York.

Había querido regresar a la civilización, lo había soñado y planeado. Su


padre le había enseñado a ser independiente, a no convertirse en la muñeca con la
que un hombre pudiera jugar y luego olvidar. Su huida se debía en parte al deseo
de su padre de que su hija se valorara a sí misma y en parte a la nostalgia que
sentía por el mundo de su madre, un mundo que aún no había olvidado.

Como si se tratara de un tesoro, había conservado en la memoria los pocos


recuerdos de su infancia: la habitación que compartía con su madre en la lujosa
casa de Philadelphia donde trabajaba como cocinera; la ropa limpia meciéndose
bajo una cálida brisa de junio; las rosas floreciendo y vestidos de ese mismo tono
delicado; y finalmente la muerte, la fiebre amarilla, promesas junto a una cama y el
viaje para encontrarse con un padre al que no había visto nunca.

A los diez años, el mundo de Rachel se había desmoronado y se había visto


reducido a poco más que nieve, hielo y el crucial coste de un trago de whisky.
Ahora se había librado de todo eso. Lo único que deseaba era sentir el cálido sol en
el rostro, quizá un nuevo vestido y, por último, un lugar donde vivir y poder
encontrar paz. Un lugar en el que no tuviera que luchar contra la congelación, los
osos polares y, peor aún, las constantes insinuaciones de borrachos que la
doblaban en tamaño.

Pero ahora la civilización que tanto había anhelado se extendía ante ella en
una precipitación incomprensible y tenía que reconocer que el caos la asustaba.
Durante largos minutos incluso sintió una punzada de arrepentimiento por haber
dejado la dura pero predecible tundra helada.

Temblando en la cubierta del Sea Unicom, se obligó a contemplar la nueva


tierra. Los rectángulos verticales de viviendas se extendían más allá de lo que el ojo
alcanzaba a ver. Sus fachadas de piedra rojiza estaban ennegrecidas por el hollín
de cientos de miles de chimeneas de carbón. La ropa andrajosa y gris atravesaba
colgada en zigzag el espacio entre los edificios; las palomas y sus desechos se
adherían a los alféizares de las ventanas. Todo parecía húmedo y frío, insalubre y
deprimente.

No se veía por ninguna parte a las hermosas damas de Godey’s. De hecho, la


población de aquel lugar era más desconcertante que el paisaje. Los muelles
bullían con cientos de estibadores toscos y agentes de aduanas bien vestidos.
Todos parecían ocupados y demasiado importantes como para preocuparse por
una chica temblorosa ataviada con un desgastado amauti de piel que ni siquiera
poseía un miriñaque para llevar bajo la fina falda.

Pero Rachel Howland era una luchadora. Si el implacable norte le había


enseñado alguna cosa, era a sobrevivir. Y hasta el momento todo le había ido bien.

Irguió los hombros, aferró con fuerza la gastada asa de piel de la raída bolsa
donde guardaba todo el dinero que había podido reunir, y finalmente bajó por la
pasarela del barco. El aire olía a sal y a bacalao podrido. Se levantó una ligera brisa
y la salpicó con el polvo de la ciudad. A su alrededor, los hombres la miraron con
atención y su curiosidad fue como una amenaza que brillaba a través de aquellos
duros y mugrientos rostros.
—¿De dónde vienes, mujer? —le preguntó un hombre mientras se le
acercaba con una sonrisa que mostraba una boca llena de encías y de huecos
vacíos.

Rachel retrocedió, pero otro hombre dejo su tarea de pesar pescado y se le


aproximó por la espalda para tocar la gran capucha de su amauti.

—Tienes un aspecto muy extraño. ¿Qué clase de piel es ésta?

—Es piel de foca anillada —tartamudeó mientras se estremecía al sentir su


contacto.

—Nunca había oído hablar de ella. —Se le acercó más.

Rachel se dio la vuelta y se alejó con la esperanza de que su modo de andar


diera a entender que no era una extraña en la ciudad y que sabía perfectamente
dónde iba. Los hombres no fueron tras ella, pero sí la siguieron con la mirada hasta
que torció una esquina para salir de los muelles y empezar a recorrer su primera
calle de Nueva York.

Los sentidos se le llenaron hasta el punto de desbordarla; todo se


magnificaba por la novedad que suponía para ella: el chapoteo de las ruedas de los
carromatos en un charco, el olor del pan procedente de la panadería, los lazos
multicolores en la sombrerería...

Recorrió varias manzanas incapaz de establecer un plan de acción. Los


escaparates de las tiendas la atraían como la ginebra a las prostitutas. Había
soñado con una tierra de fantasía y ahora podía ver que existía tras los brillantes
cristales de las infinitas tiendas de Nueva York. Rollos de seda francesa en añil,
verde y naranja la incitaban a que entrara en una tienda. Cepillos para el pelo de
plata y el olor del perfume de jazmín la atrajeron hacia el interior de otra. También
descubrió que una florista era incluso capaz de convertir el invierno en primavera
cuando pasó junto a su puesto e inhaló la fragancia de un centenar de junquillos
embutidos en cestas.

—Lo siento. Disculpe —repetía sin cesar a los transeúntes que chocaban
contra ella con rudeza y despreocupación.

La gente que había por la calle estaba casi toda compuesta de hombres
ataviados con capas de lana oscuras y sombreros negros, y todos ellos parecían
tener prisa y ser muy importantes. Las pocas mujeres que vio, iban escoltadas por
hombres y le lanzaban miradas ofensivas. Como si fuera basura que pudieran
pisotear con sus refinadas botas de piel.

Se apoyó en el escaparate de una juguetería y examinó la calle. Por lo que


indicaba la señal de hierro forjado sujeta a la lámpara de gas en una esquina, se
encontraba en Broadway, fuera cual fuera esa calle. Otra mujer le lanzó una mirada
asesina, luego se aferró al brazo de su acompañante como si le fuera la vida en ello
y pasó por su lado. Rachel no podía culpar a la gente de que le lanzaran extrañas
miradas. Debía de tener un aspecto chocante en ese mar de prendas de lana, tan
chocante como el que tendrían esas mariposas de la revista Godey’s posándose
sobre lo alto de un iglú.

De repente, un niño y una niña captaron su atención. Estaban vestidos con


ropas harapientas, sucias y remendadas, de la misma tela con la que se hacían los
sacos de arpillera. Rachel supuso que ninguno de los dos superaba los ocho años y
que, debajo de toda aquella mugre, tenían el pelo rubio. Aparecieron por la
esquina y parecían muy interesados en Rachel hasta que se dio cuenta de que eran
los juguetes lo que llamaba su atención.

La joven se apartó del escaparate y les permitió tener una mejor vista. Los
ojos azules de la niña se abrieron de par en par ante el carrusel dorado que giraba
con unos bonitos caballos. El chico parecía decidido a no perder de vista el tren de
madera con una elaborada serie de papeles litografiados en policromo pegados a
los costados. —Quizá si sois buenos, vuestro padre os compre algo de la tienda —
comentó Rachel al niño.

El chiquillo la miró. Sus ojos azul celeste resaltaban en un rostro oscurecido


por la mugre.

—¿Mi padre? Yo no tengo padre.

Rachel asintió comprensiva.

—Yo tampoco. Pero, aun así, estoy segura de que la gente que cuida de
vosotros os comprará algo por Navidad.

Ahora fue la niña la que se quedó mirándola.

—¿Nos comprarás algo tú?

El chico, claramente un vendedor nato, intervino rápidamente.


—Es usted una dama muy hermosa. Se lo agradeceríamos muchísimo.

Rachel se rió. Los niños sonrieron y se acercaron más a ella.

—Ojalá pudiera compraros algo, pero todo lo que tengo en el mundo está
dentro de esta bolsa. —Levantó la raída bolsa de viaje para mostrársela—. Y me
temo que apenas tengo dinero para poder pagar un alojamiento hasta que
encuentre mi casa.

La niña asintió resignada.

El niño, sin embargo, siguió mirándola fijamente. Primero a Rachel, luego a


la bolsa.

Antes de que se diera cuenta, la empujó y salió corriendo. La niña lo siguió.


Había terror y excitación en su rostro. Conmocionada, Rachel bajó la mirada y
descubrió que se habían llevado todo lo que poseía en el mundo.

—¡Eh! —les gritó enfadada. Se levantó la falda y salió disparada tras ellos.
Puede que se hubieran escapado. Seguro que conocían las serpenteantes callejuelas
oscuras que salían de Broadway mejor que ella, pero Rachel era una corredora ágil
con unas piernas en forma gracias a los largos paseos sobre la nieve y la esponjosa
tundra. Además, estaba furiosa, y todo el miedo y la energía acumulados en su
confinamiento en aquel barco durante seis meses estallaron como una bengala.

—¡Gamberro! ¡Maldito niño! ¡Espera a que te lleve de vuelta con tus padres
y deje que te den una lección! —le gritó cuando tuvo al chiquillo sujeto por el
cuello de la camisa.

Le arrebató la bolsa. Aterrorizada, la niña se acurrucó junto a él. Su rostro


era una frágil máscara de miedo.

—¡Puede que me cuelguen por robar, pero no me iré sin hacer ruido! —gritó.

—También tendrán que colgarme a mí, Tommy. No dejaré que te vayas sin
mí —murmuró la niña.

Rachel jadeó.

—¿Colgaros? Puede que vuestros padres os den una buena azotaina, pero
nadie va a colgaros.
—La policía se encargará de que me cuelguen —espetó el chico—. Y
supongo que se alegrarán de verlo.

Lo único que Rachel pudo hacer fue negar con la cabeza. Aquella situación
la confundía. El hecho de que existiese un niño ladrón no tenía sentido para ella.
Todos los niños nativos que había conocido eran extremadamente queridos.
Ninguno de ellos había tenido que robar, ya que sus padres les daban de buen
grado todo lo que tenían.

—No te entregaré a la policía. Sólo dime dónde vive tu familia. Sin duda,
ellos te impondrán un castigo apropiado por robar.

—¿Mi familia?— repitió el niño. Tenía aspecto de estar tan estupefacto como
Rachel.

—La gente que cuida de ti. Si es verdad que no tienes padre, entonces,
¿dónde está tu madre?

—Se fue —respondió el niño con total naturalidad.

—¿No tienes familia? —inquirió Rachel.

—A mi hermana. —Señaló con la cabeza a la niña que se aferraba a él.

La joven los miró fijamente.

—Pero, ¿quién cuida de vosotros? ¿Quién os acogió cuando perdisteis a


vuestra madre? Alguien tiene que cuidaros... Siempre hay gente dispuesta a acoger
a un niño. Debe de haber habido alguien que se hiciera cargo de vosotros todo este
tiempo. ¿Quién lo hizo?

—¿Por qué debería habernos acogido alguien? —El rostro del niño revelaba
verdadera curiosidad.

—¿Por qué? —repitió. Se sentía como si la hubieran abofeteado. Era evidente


que el chico desconocía por completo lo que era la compasión, pero Rachel no
podía comprenderlo. En el norte no había ningún niño huérfano, no existía tal
cosa. Los nativos adoptaban encantados a cualquier niño que lo necesitara y lo
trataban como si fuera un regalo de Dios, del mismo modo que trataban a sus
propios hijos. No parecía posible que en esa tierra de carruseles dorados,
confiterías y riquezas inimaginables, dos niños pudieran pasar sin los cuidados
más básicos.

—Decidme la verdad ahora mismo; debo saber quién cuida de vosotros.

—Nadie cuida de nosotros. Nadie. —El niño respondió con tal dureza y
frialdad en la voz, que para Rachel fue como si le hubiera dado un puñetazo en el
corazón.

—No lo entiendo. No tiene sentido. Decidme la verdad ahora mismo, sé que


alguien debe cuidar de vosotros —susurró sintiendo que se le acumulaban en la
garganta lágrimas de compasión.

—Yo cuido de él —le informó la niña. Su voz apenas era audible por el
miedo.

Rachel los estudió a los dos durante un largo momento. Lo último que
necesitaba en ese viaje era a dos niños aferrados a sus faldas, ya que no estaba
segura de si sería capaz de cuidar siquiera de sí misma. Pero no podría dar la
espalda a esos dos cachorrillos callejeros. No lo habría hecho en el norte, y no lo
haría ahora.

Se irguió y apretó su bolsa con fuerza.

—Enseñadme dónde vivís. Quiero ver cómo os las arregláis en este lugar sin
nadie que cuide de vosotros.

—¿Por qué tendríamos que hacerlo? —le espetó el niño.

Rachel torció la boca en una triste sonrisa. Le gustaba la rebeldía del


chiquillo. Probablemente era lo que le permitía sobrevivir, y ella sabía muy bien lo
que era eso.

—¡Si no me enseñáis dónde vivís, os entregaré a la policía y dejaré que se lo


enseñéis a ellos!

La niña se encogió y el rostro del chico se tornó duro como una roca.

—Bien, se lo enseñaré, entonces. —Tiró de la niña. Los dos empezaron a


caminar sin prisa con Rachel tras ellos.

Tres manzanas más allá, giraron por otra callejuela que aún no estaba
adoquinada. El frío y húmedo barro congelado estaba surcado por huellas de
ruedas de treinta centímetros de profundidad. Al final, había unas escaleras
destartaladas que llevaban a la parte de atrás de un viejo edificio de ladrillo. El
chico las señaló con la cabeza y Rachel empezó a subir por ellas.

—¿Adónde va? —le preguntó.

La joven se detuvo y alzó la mirada hacia la puerta sin pintar en lo alto de


las escaleras.

—Quiero ver dónde vivís. Y con quién —respondió.

—No vivimos ahí arriba. —Le tiró de la falda y señaló de nuevo las escaleras
—. Vivimos aquí.

Rachel bajó. Pensó que debía de haber alguna especie de puerta que daba a
un sótano bajo los escalones, pero, para su consternación, no había nada bajo la
desvencijada escalera aparte de una manta bien enrollada y metida debajo del
primer escalón para que nadie pudiera verla y robarla.

—¿Vivís aquí? —preguntó incrédula.

—¿Nos dejará ir, por favor? ¿No llamará a la policía? —le suplicó la niña.

Rachel miró a la chiquilla que temblaba de frío y miedo ante ella. Lo último
que necesitaba era hacerse cargo de dos niños, pero ahora ya no podía irse. No
cuando había descubierto que su hogar era una raída manta embutida bajo el
escalón.

—¿Cuántos años tenéis? —inquirió con suavidad.

—Siete, creo —respondió la niña.

—¿Y tú? —preguntó al niño.

—AI menos ocho —contestó él diligentemente.

—¿Cómo os llamáis? —insistió Rachel a pesar del dolor que sentía en el


corazón por aquellas dos criaturas.

—Yo me llamo Tommy. —El chico se colocó delante de su hermana como si


quisiera protegerla—. Y ella es Clare.

—¿Tenéis hambre?

Tommy parecía confuso, como si no estuviera acostumbrado a que las


conversaciones fueran así.

—Quizá —dijo precavido.

—Vamos a comer algo. —Rachel examinó la calle. Allí no había nada para
dos niños, sólo barro y los contenidos volcados de los orinales. Era un milagro que
hubieran sobrevivido siquiera.

Salió de la callejuela con paso decidido, pero los dos niños se quedaron
paralizados detrás de ella.

—Vamos. ¿Una comida caliente no hará que os sintáis mejor? —les preguntó
con el mismo tono de voz que hubiera usado para vencer a un zorro blanco de que
saliera de su guarida.

—Pero... le robamos la bolsa —adujo Clare.

—Lo sé muy bien —asintió Rachel.

—Y volveremos a hacerlo si podemos echarle las manos encima —anunció


Tommy, usando una extraña mezcla de educada advertencia y brutal sinceridad.

—Lo comprendo —respondió la joven con resignación.

La miraron vacilantes.

—Entonces, ¿aún quiere que la acompañemos? —preguntó Tommy Su voz


sonó esperanzada, aunque también matizada por toda una vida de constante
decepción y desesperación.

—Sí. Debéis venir conmigo. —Miró hacia esa bulliciosa calle llamada
Broadway, asombrada de que ninguna de todas esas personas que veía tuviera
tiempo ni ternura para dos niños huérfanos—. Vamos. Comeremos bien y luego os
hablaré de la casa en la que vamos a vivir.

Les tendió la mano. En el fondo de su corazón, deseaba dedicarles una


sonrisa amable y cordial, pero algo le decía que no lo hiciera. Dejaría las muestras
evidentes de amabilidad para más tarde. En ese momento, los dos niños
sospecharían de ella y lo último que Rachel deseaba era tener que volver a
perseguirlos por las oscuras callejuelas donde no podría volver a encontrarlos
nunca.

—¿Usted... tiene una... una casa? —balbuceó Tommy.

Rachel asintió.

—Sí. No sé si es lo bastante grande para los tres, pero puedo hacer sitio. Eso
sí que sé hacerlo. Vengo de un lugar muy especial y puedo hacer hueco para
cualquiera. Os hablaré de ello mientras comemos.

Los niños la siguieron cautelosos. La joven mantuvo un ojo fijo en ellos y el


otro en la ciudad que se desplegaba a su alrededor. Era espléndida, sí, pero sus
habitantes no estaban dispuestos a acoger a dos niños hambrientos. No deseaba
odiar su nueva tierra, pero no pudo evitar preocuparse. Si no había compasión
para dos niños en esa ciudad, entonces, quizá fuera preferible el infierno. En el
norte, todo el mundo compartía lo poco que tenía. Era la ley de la tierra y todo el
mundo lo sabía. ¿Cómo podía ignorar toda esa gente un principio humano tan
básico? ¿Qué clase de vida le esperaba allí si eran tan insensibles? ¿Qué clase de
extraño lugar era ese pináculo de la civilización llamado Nueva York?

 
4

Noel la maldijo una y mil veces. Sus juramentos resonaron en cada


kilómetro de hielo y nieve que recorrió a lo largo del camino. Incluso los perros
que se desplegaban en abanico delante de su trineo parecían aullar ante su
desesperación.

Fort Nelson se encontraba a mil seiscientos kilómetros al este y el glacial e


implacable invierno lo dominaba todo. Al ritmo que iba, si no quedaba atrapado
en una fría grieta a cincuenta grados bajo cero, llegaría a Fort Nelson en un mes.
Entonces, si tenía suerte y el tiempo no se volvía demasiado feroz, podría guiar a
los perros a través de la Tierra de Rupert hasta Québec, donde conseguiría
transporte hacia Nueva York.

Pero Rachel le llevaba meses de ventaja. Meses. Meses. Meses...

Soltó un gruñido y los perros aceleraron conscientes del genio de su amo.

Más adelante, dos cadenas rocosas se habían invertido en el horizonte, un


fenómeno típico con el aire saturado por cristales de hielo suspendidos. Harto de la
alucinación, cerró los ojos sin sentir ya el dolor que el frío le provocaba, un dolor
similar al de un millar de agujas que se le clavaran en las partes expuestas del
rostro.

Sólo pensaba en ella.

No había paz para él. Sabía que estaba haciendo un viaje infernal en la peor
época del año, sólo para verse atrapado en Québec hasta el deshielo. También era
muy consciente de que quizá llegara a Nueva York y no la encontrara nunca. No
tenía ninguna garantía de que Rachel lo hubiera logrado. Existía la posibilidad de
que hubiera caído enferma durante el viaje. Quizá un joven marinero en uno de los
muchos puertos en los que el barco hubiera hecho escala podría haberla
convencido de que huyera con él.

También existía la posibilidad de que se hubiera encontrado con


delincuentes. Puede que Rachel Howland hubiera llegado sana y salva al puerto de
Nueva York para verse atrapada por ladrones y asesinos. En ese mismo momento,
podría estar pasando frío y hambre en Five Points, podría estar vendiéndose por
media rebanada de pan rancio.

Su sufrimiento era como un fuego en su interior que le obligaba a seguir


adelante cuando ningún mortal debería ser capaz de lograrlo. Pero él sí lo lograría.
Tenía que hacerlo. Por Rachel. Si alguna vez había dudado de que pudiera sentir
algo por una mujer, nunca más volvería a hacerlo en lo que a Rachel se refería. La
simple idea de que pudiera estar viviendo en la indigencia en las calles de
Manhattan hacía que deseara romperle el cuello a todos los matones de Nueva
York. Así que tenía que seguir adelante. Tenía que encontrarla; salvarla. No
importaba por lo que tuviera que pasar, porque ella corría más peligro que él.
Rachel no podría conseguirlo sin él. No podría.

—¿Otro pastel? —preguntó Rachel a Tommy mientras los tres se


acurrucaban cómodamente en el asiento de piel del tren.

Los dos niños se frotaron las barriguitas llenas y no quisieron comer nada
más de la caja de dulces forrada con papel violeta. Satisfecha, la joven metió la caja
en la bolsa de viaje y la guardó allí dispuesta a sacarla de inmediato si alguno de
los chiquillos quería más.

Fuera, el paisaje helado parecía cubierto por un blanco glaseado y mostraba


un continuo retablo de pintorescas aldeas y granjas que podrían haber sido sacadas
directamente de una litografía de Currier. De vez en cuando, el mozo recorría el
pasillo y ponía más carbón en la estufa ubicada al fondo del vagón. Rachel nunca
había viajado con tanto lujo y a un precio tan razonable, al contrario que en el
norte. Incluso pagando los billetes de los dos niños, aún le quedaba suficiente
dinero para alimentarlos hasta que pudiera conseguir algún tipo de trabajo.

Ojalá la casa de Noel fuera real. Se lo había jugado todo a esa carta. Por lo
que Rachel sabía, la casa podría haberse quemado hasta verse reducida a cenizas.
O peor, podría estar ocupada por alguien a quien Noel no hubiera mencionado.
Entonces, los tres volverían a estar en la calle. Pero si ese era el caso, tendría que
acostumbrarse a aceptar su suerte. Había sido toda una aventura llegar tan lejos
basándose en una apuesta. Si no salía bien, tendría que buscar un trabajo y un
lugar donde quedarse hasta que pudiera conseguir suficiente dinero para regresar
a Herschel y a la taberna. Tras aquella decepción, seguramente moriría como una
vieja solterona helada allá arriba, pero al menos no estaría sola, porque estaba
segura de que Tommy y Clare la acompañarían.

Los tres se estaban convirtiendo rápidamente en buenos compañeros. La


joven descubrió que no era difícil ganarse el afecto de los dos golfillos callejeros. Lo
único que tenía que hacer era alimentarlos con regularidad y prometerles, cuando
empezaban a pesarles los parpados por la noche, que estarían calientes y
protegidos a su lado. Formaban un trío andrajoso y Rachel deseó
desesperadamente tener otra cosa que ponerse para su presentación como viuda
de Magnus que no fuera el desgastado amauti de piel de foca y una falda
remendada. Pero el dinero que había pensado destinar a un vestido nuevo había
volado en una posada para pagar los baños de los niños y poder sacarles los piojos.
No había sido difícil bañar a Clare. La niña había mencionado a una madre que la
había cuidado y que había velado por sus necesidades antes de que la
abandonaran en la calle. Sin embargo, Tommy era otra historia totalmente
diferente. El niño había gritado y se había resistido durante todo el proceso hasta
tal punto que el posadero había acudido en su ayuda. Cuando acabó el infernal
baño, Rachel estaba segura de que Tommy era un niño de la calle y que no tenía
ninguna relación de parentesco con Clare. Era evidente que no conservaba ningún
recuerdo de un padre o de una madre que lo civilizara. Aunque pobres y
harapientos, los niños ahora estaban limpios, bien alimentados y bien descansados.
Lamentablemente, ahora tendría que olvidarse de su deseo de comprar un vestido
nuevo.

—¿Rachel? —Los ojos azules de Clare se asomaron bajo la gruesa manta del
ferrocarril.

—¿Sí? —respondió la joven con una sonrisa en los labios. Aún la asombraba
que bajo toda aquella mugre, Clare poseyera una cabeza de largo pelo rubio propia
de un ángel y una dulce personalidad. Empezaba a sentir un gran cariño por
aquella niña.

—Cuando lleguemos a la casa, si alguien vive en ella, ¿crees que quizá yo,
Tommy y tú podríamos pedir trabajo en ella? De esa forma, podríamos quedarnos
cerca de la casa. Ya sabes, quizá tengan un establo o algún sitio donde podamos
dormir cuando llueva.

Rachel acarició un mechón de pelo dorado que caía sobre la frente de Clare.
—Cuento con que las cosas vayan mejor que eso.

Clare parecía preocupada, como si no lograra creer en sueños.

—No quiero volver al orfanato. No quiero volver nunca.

Rachel la miró confundida, pero fue Tommy quien le explicó todo


finalmente.

—Los dos nos escapamos de St. Vincent’s. Era un orfanato, pero ningún
huérfano podría vivir allí por propia voluntad —aseveró con amargura—. Era un
infierno. No volveremos allí vivos —juró.

Rachel le dio unas palmaditas en la mano. Era el único contacto físico que le
permitiría.

—No, no volveréis. No os preocupéis.

—Pero si no funciona el plan para conseguir la casa —intervino Clare—, aun


así, podríamos quedarnos cerca y...

—¿Y dar vueltas a su alrededor cada día como un puñado de buitres que
esperan conseguir la carroña? —Rachel se rió—. No. Si la casa está ocupada,
tendremos que irnos a otro sitio. Pero lo solucionaré. Encontraremos otro lugar
donde poder quedarnos y algún sitio donde trabajar. Y luego, regresaremos al
lugar del que vengo. No se está tan mal allí. El invierno dura mucho, pero después
llega el verano. De repente, el liquen se vuelve verde esmeralda y se puede salir a
buscar las plumas de los cisnes blancos que cubren la tundra.

—Estás hablando de un país de fantasía, ¿verdad?— la interrumpió Tommy.


La habitual expresión de desconfianza le cubría el rostro. Parecía como si el niño
no pudiera relajarse y aceptar que alguien finalmente cuidaría de ellos dos. No
dejaba de buscar un defecto en el plan o en Rachel, y parecía desconcertarle el
hecho de no haber encontrado ninguno todavía. La joven ni siquiera había sido
consciente de que estaba escuchando su conversación, ya que él también se había
acurrucado bajo la manta del tren, donde los niños echaban cabezadas como
cachorrillos extenuados por el camino.

—No, no es un lugar de fantasía. Es muy real. No siempre es una tierra


agradable. De hecho, el clima es feroz. Pero su gente... —Se le hizo un nudo en la
garganta—. Su gente es buena. De eso podéis estar seguros. Nunca os faltará nada
mientras otro tenga algo para compartir.

—Entonces, ¿por qué no vamos allí ahora? Tengo un mal presentimiento con
esa casa. Es demasiado buena para ser verdad. Nadie tiene casas en las que no
vive. —Tommy frunció el ceño y miró por la ventana. El tren estaba frenando.

A Rachel le dio un vuelco el corazón. Vio el cartel de la estación por la


ventana y deletreó en voz baja: N-O-R-T-H-W-Y-C-K.

El tren dio bandazos y se detuvo silbando. El mozo corrió hacia los escalones
de la parte de atrás del vagón y los pasajeros empezaron a moverse para recoger
sus pertenencias.

Ajena a todo aquello, Rachel no hizo nada. No se movió para coger su bolsa,
ni tampoco ayudó con las mantas que tapaban a los niños. Se quedó mirando el
cartel con letras góticas que anunciaba la pequeña ciudad junto al río Hudson
como si lo estuviera memorizando. La hora de la verdad se acercaba. Lo único que
quedaba por hacer era recoger sus cosas y continuar con su plan, por muy
descabellado que le pareciera de repente.

—¿Lleva algo más de equipaje, señora? —oyó que le preguntaba el mozo.

La joven dirigió la mirada al delgado y arrugado rostro de aquel hombre, y


no pudo hacer nada más que negar con la cabeza.

—Esto es todo —susurró apenas. Un vertiginoso terror la dominó. Había


llegado muy lejos para ver la maravillosa casa de Magnus, pero no parecía
probable que estuviera vacía a la espera de ser ocupada. Sin duda, surgirían
complicaciones con el plan. Había tantas cosas que ella no sabía sobre Magnus, su
casa, y Nueva York... Era lógico que se topara con obstáculos, especialmente
cuando todo había ido tan bien hasta el momento.

—¿Es ésta la casa? —preguntó Clare en cuanto bajó del tren y pisó el andén
de madera. Se quedó mirando la estación y pareció hechizada por los pesados
arcos conopiales que adornaban el edificio, que contaba con una única sala.

—No, creo que esta no es la casa —respondió Rachel. Su mirada, clavada en


la fila de carros y carruajes que esperaban para recoger a los pasajeros, estaba llena
de desesperación.

—¿Qué casa buscan? —Un hombre ataviado con un abrigo sucio del color
del petróleo dejó de forcejear con un baúl y se detuvo para enjugarse el sudor de la
frente.

—Buscamos una casa en Northwyck. —Abrumada, Rachel miró a su


alrededor, al tráfico de carros y a las decenas de pasajeros que subían al tren.

Northwyck no era una casa, era un pueblo. Puede que nunca encontraran la
casa de Noel en aquella multitud de edificios que rodeaban la plaza del pueblo y se
levantaban más allá, en la distancia.

—Sé dónde vive todo el mundo. ¿A quién pertenece la casa? — preguntó el


desconocido.

—A Noel Magnus. —Rachel contuvo la respiración y vio que el hombre


asentía.

—Entonces, buscan la casa Northwyck. —Los miró—. ¿A qué han venido?


¿Tiene esperanzas de encontrar trabajo, señorita?

—Algún día... quizá —respondió la joven con voz vacilante—. Ahora mismo
sólo queremos llegar a la casa. Hemos oído hablar mucho de ella.

—Supongo que el lugar debe de parecer como un sueño para gente como
ustedes —comentó el hombre sin disimular la compasión que sentía mientras
recorría con la mirada sus ropas harapientas y rostros cansados—. Si yo llegara en
vez de salir de viaje, les llevaría en mi carro. —Señaló a la carretera que salía de la
ciudad—. La casa está a menos de kilómetro y medio en esa dirección. No tiene
pérdida. Hay unas verjas de hierro a la entrada.

—Gracias —se despidió Rachel al tiempo que cogía a Clare de la mano.

Con Tommy encabezando la marcha, bajaron del andén y caminaron por el


sendero de tierra lleno de baches y hielo en la dirección que les habían indicado.

—Debe de ser una casa maravillosa —comentó Clare cuando pasaron junto a
elegantes mansiones adornadas con volutas de madera y una gruesa capa de nieve
y carámbanos—. Incluso ese hombre conocía nuestra casa, ¿verdad, Rachel?

—No te alejes demasiado, Tommy—gritó la joven al muchacho cuando éste


se adelantó con impaciencia. De inmediato, volvió a dirigir la atención hacia Clare
y le respondió con aire distraído—: Espero que sí. Espero que sea maravillosa.
Al cabo de poco más de un kilómetro se encontraron con un recodo en el
camino. Los robles, resplandecientes por la capa de hielo que los cubría, les
ocultaban las vistas. Y entonces, sin previo aviso, se encontraron frente a una verja
de hierro baja que rodeaba una casa de cuatro gabletes. La estructura estaba
adornada por unas ventanas acristaladas con altos arcos góticos y dos profundos
aleros sombreados que hacían que pareciera que la construcción se acurrucaba en
la nieve.

Rachel se detuvo en seco y se quedó mirando la casa que se alzaba ante ella.
Se fijó en cada detalle mientras contenía la respiración. Northwyck era mucho más
glorioso de lo que había imaginado. La vivienda debía de tener como mínimo seis
habitaciones, y había dos chimeneas que eran más que suficientes para proteger
del frío a una mujer y dos niños.

—¿Vamos a vivir aquí? —susurró Tommy ante la pequeña verja de hierro.


Por una vez, su expresión de desafío se había vuelto humilde.

—Eso espero —murmuró Rachel, atravesando la verja para acercarse a la


puerta.

Asustada, aunque esperanzada, se tomó un momento antes de llamar.


Mientras esperaba con el corazón en un puño, entonó una silenciosa plegaria de
agradecimiento por cada segundo que pasaba y nadie y respondía. Quizá la casa
estuviera vacía realmente.

—Debería llamar de nuevo—comentó con mucha más confianza de la que


sentía.

Volvió a llamar, esta vez más fuerte.

No hubo respuesta.

Llamó a la puerta hasta que la piel seca se le agrietó y le sangraron los


nudillos, pero nadie respondió. Tommy y Clare la miraron fijamente
preguntándole en silencio qué debían hacer a continuación.

—Si el dueño de esta casa no ha regresado en años y lo creen muerto, es


lógico que no haya nadie. Propongo que entremos y veamos por nosotros mismos
qué ha dejado atrás Noel Magnus.

Los dos niños asintieron.


Con mano temblorosa, Rachel giró el pomo de la puerta. Durante un
segundo, le preocupó que la casa estuviera cerrada con llave y no pudieran
encontrar un modo de entrar, pero la puerta se abrió y giró sobre unas bisagras
bien engrasadas, dándoles la bienvenida a una estancia impregnada por el calor y
el aroma del pan recién hecho.

—¡Maldita sea! —Tommy frunció el ceño mientras se acercaba al hogar,


donde un fuego alimentado con carbón aún resplandecía—. Alguien se nos ha
adelantado. Ahora ya no podremos echarlos de aquí.

Lágrimas de decepción anegaron los ojos de Rachel mientras examinaba la


hermosa estancia. Había un sofá de terciopelo color rubí colocado junto al fuego y
un quinqué de plata para proporcionarle una iluminación adicional. Sobre el
asiento, reposaba una bonita labor sin acabar en tonos de lana lavanda y parecía
que alguien la había dejado a un lado como si fuera a regresar enseguida. Las
paredes estaban adornadas con varias láminas de rosas francesas enmarcadas en
pan de oro y sobre el suelo se extendía una alfombra floral de felpa que cubría
lujosamente todo el suelo del salón. Verdaderamente, era la habitación más
exquisita que Rachel hubiera visto nunca, y por la expresión de asombro y
decepción en los rostros de los niños, era obvio que opinaban lo mismo.

De repente, sonó un reloj en la repisa. Una puertecita en la esfera del reloj se


abrió, salió un monje en miniatura balanceándose y activó una campanita que sonó
cuatro veces. Fascinados, Clare y Tommy se acercaron mientras observaban cómo
la figurita desaparecía tras las puertas de la iglesia en la parle superior del reloj.
Rachel deseó desesperadamente quedarse allí y ver cómo el monje daba las cinco
también, luego las seis y seguir así hasta que pasara el resto de su vida, pero se
hacía tarde y tenían que pensar qué iban a hacer ahora que habían perdido la casa.

Fue entonces cuando oyeron que se abría la puerta y una agradable voz
tarareando.

Rachel se dio la vuelta. Los niños retrocedieron y se aferraron a sus faldas.

—¡Dios santo! —gritó la rolliza anciana que acababa de aparecer.


Conmocionada, echó para atrás el chal que le cubría la cabeza y, sin darse cuenta,
dejó que la pesada y elegante capa que la abrigaba cayera al suelo—. ¿Quiénes
sois? ¿Qué hacéis aquí? —preguntó. Su voz sonaba alarmada, pero no había
verdadero miedo en ella.
—Lo... lo siento mucho —balbuceó Rachel—. Ha habido un terrible error.
No pretendíamos entrar aquí, sólo... sólo... —No pudo acabar.

—¿Sólo qué, querida? —la animó la mujer mientras se sacudía la nieve con
aire ausente de sus rizos grises y estudiaba a los dos niños con la mirada.

—Solo... —Rachel tuvo que recobrar el aliento. El corazón le latía con tanta
furia que se preguntó si moriría allí mismo—. Pensábamos que la casa estaba vacía.

—¿Vacía? ¿Por qué demonios pensasteis eso?

—Porque Noel Magnus me dijo que lo estaba —respondió Rachel vencida.

—¿Noel Magnus? ¿Noel Magnus? ¿De qué lo conoces, niña? — preguntó la


mujer con los ojos abiertos de par en par.

—Del norte. Es de allí de donde vengo.

—Sin duda eso explica tu indumentaria —comentó la anciana con los ojos
brillantes al examinar el abrigo de piel de foca de Rachel.

—Pero está claro que usted llegó primero —reconoció la joven. Y yo acataré
la ley de la tierra.

—¿Qué os ha hecho venir hasta aquí? —inquirió la mujer. Era evidente que
deseaba respuestas—. ¿Habéis visto al señor Magnus últimamente? ¿Podemos
aferramos todavía a la esperanza de que siga vivo?

Rachel descubrió que no podía decir nada. No tenía sentido decirle a todo el
mundo que Noel aún estaba vivo, porque no tenía ningún motivo para creer que
fuera a regresar nunca a Nueva York. Su alma estaba tan estrechamente ligada al
hielo como lo estaba su negro corazón.

—¿Qué te ha traído hasta aquí, niña? —insistió la mujer al sentir el conflicto


en el interior de Rachel.

—Noel me habló de la casa. Pensé que podría venir a vivir aquí, dado que él
ya no la necesitará.

—¿Con qué derecho? ¿Te la legó en su lecho de muerte?


Ese era el momento de la gran mentira, pero ya no le parecía tan mal el
hecho de explicar su falso derecho por la casa ahora que estaba ocupada y ya no
había nada en juego. No conseguiría nada con su historia, excepto salir de allí con
rapidez, así que no dudó en contarla.

—Soy la mujer de Noel Magnus. Pensé que como él ya no necesitaría esta


bonita casa, nosotros podríamos venir a vivir aquí. Verá, él nunca mencionó que se
la hubiera dejado a usted.

A la mujer se le escapó un grito ahogado. Se quedó mirando a Rachel y


luego dirigió la mirada hacia Tommy y Clare.

—¿Puede ser verdad? —murmuró la mujer para sí. Se acercó a Tommy y


colocó las manos sobre su rostro—. ¿Es éste el hijo de Noel? Sí, sí, ahora veo el
parecido.

Tommy miró a Rachel. El chico no dijo nada ante el examen de la anciana,


pero la joven pudo ver su asombro e inseguridad.

—Yo... yo... —Rachel ni siquiera sabía qué decir. No había planeado hacer
pasar a Tommy y a Clare por hijos de Noel y había quedado tan conmocionada
como ellos al oír la conjetura de la mujer.

—¡Nathan! ¡Nathan! —gritó de repente la anciana. Se asomó por la puerta


principal y gritó más alto—. ¡Nathan, ven rápido! ¡Deja los paquetes y ata el carro!
¡No vas a creer lo que ha pasado!

—¡Por Dios, Betsy! ¡Casi consigues que me dé un ataque al corazón! ¡Estoy


aquí mismo, en la puerta! —Un hombre de unos setenta años apareció en la
entrada y se quedó mirando a Rachel y a los niños.

—Nathan, esta es la viuda de Noel. ¡Y estos, su hijo y su hija! ¡No puedo


creerlo! ¡Simplemente no puedo creerlo!

Nathan no se molestó en quitarse la bufanda que le envolvía la cabeza Se


dirigió directamente hacia Rachel, se quitó los anteojos empañados y la estudió con
unos brillantes ojos azules. Tocó la extraña piel de la capucha y dijo:

—Supongo que es usted es del Norte, ¿verdad, señorita?

—Señora, Nathan, señora —le corrigió Betsy.


Rachel no supo qué decir. Todo se estaba desarrollando de una forma que
no había esperado y se le estaba yendo de las manos por momentos. De repente,
deseó con todas sus fuerzas estar en el siguiente tren que saliera de Northwyck.

—Noel nunca mencionó los amigos tan buenos que había dejado aquí —
comentó sin saber cuál debería ser el siguiente movimiento

—¡Vaya! —exclamó Betsy—. Los dos conocemos a Noel desde que nació. Le
queríamos como a un hijo. —La mujer se puso inexplicablemente triste—. Supongo
que no es sorprendente que no hablara mucho de Northwyck. No todos sus
recuerdos eran buenos. Pero ahora su padre está muerto y, por desgracia, Noel
también. —Pareció que Betsy contenía las lágrimas cuando bajó la mirada hacia
Clare y Tommy—. Aunque ahora quizá Northwyck tenga la oportunidad de ver
crecer a una nueva generación. —Se volvió hacia Rachel. —Haremos todo lo que
esté en nuestra mano por ti, querida. Te prometo que lo haremos.

Rachel contuvo la respiración y trató de aprovechar la oportunidad que se le


presentaba.

—Bueno, la verdad es que tengo un problema ahora mismo. Con la casa


ocupada por ustedes, me preguntaba si podrían encontrarnos algún sitio para
pasar la noche. No puedo permitirme una posada muy buena, pero si saben de
alguna habitación en la que los niños y yo podamos quedarnos mientras busco
trabajo…

—¿Trabajo? — le interrumpió Nathan. Su rostro palideció y se vio obligado


a sentarse en el sofá con el mantón, la capa y todo lo demás aún puesto.

—¿De qué estás hablando, niña? No puedes buscar trabajo como una vulgar
fregona. —Parecía como si Betsy estuviera a punto de hacerle un gesto
admonitorio con el dedo.

—¡Tengo que encontrar algo! ¡Nos estamos quedando sin dinero y no


tenemos un lugar donde vivir! —Quizá fuera por el cansancio y la decepción, pero
Rachel no pudo ocultar el pánico en su voz.

—Dios mío, no tienes que preocuparte por esas cosas. —Betsy frunció el
ceño—. No sé lo que ese sinvergüenza te hizo pasar viviendo con los salvajes del
norte, pero aquí no te faltará de nada.

—Tengo que conseguir un trabajo —insistió Rachel—. Los niños y yo no


podemos vivir aquí con ustedes. Lo justo es que se queden ustedes con la casa
porque la consiguieron primero.

—¿Por qué le tienes tanto cariño a esta casa, niña? —preguntó Betsy
finalmente.

—Noel hablaba de ella a menudo. Por eso supe llegar hasta aquí.

Una oleada de compasión y ternura pareció asaltar a la anciana.

—Si Noel habló de alguna casa, era de Northwyck, no de esta casita, querida
mía.

—¿Esta casa no es Northwyck? —Una oleada de esperanza embargó a


Rachel. Quizá aún tuviese la oportunidad de construirse una vida allí.

—Dios mío, no. Esta es la casa del guardés. Teníais que haber seguido por el
camino.

—Lo haremos enseguida —asintió Rachel excitada—. Y nos conformaremos


con vivir allí aunque no sea tan maravillosa como esta casa. Se lo prometo. ¿No es
cierto, niños?

Nathan se levantó. Miraba perplejo a Betsy.

—Será mejor que llevemos a la señora Magnus y a los niños a Northwyck,


Nathan. Les enseñaremos su nuevo hogar. —La anciana hizo un gesto enérgico con
la cabeza para reafirmar sus palabras y recogió la capa que había quedado
olvidada en el suelo.

Todos siguieron a Betsy fuera de la casita y avanzaron otros cien metros más
allá por el camino. De repente, la anciana se detuvo y cogió la fría mano de Rachel.

—Mira hacia el sendero que hay a tu izquierda, querida. Creo que mi casita
no se puede comparar en absoluto a vuestro nuevo hogar.

Rachel se volvió. Por encima de los abedules y los robles, se cernía un tejado
de pizarra salpicado de capiteles de la altura y dimensiones de una montaña. Dio
un paso y miró entre los árboles. En la fachada de la gran edificación, contó seis
plantas, cuarenta ventanas y ocho hombres apartando con palas la nieve y el hielo
de los caminos que salían del patio para carruajes.
Se giró hacia Betsy, incapaz de comprender por qué le enseñaba aquel
enorme edificio y, cuando la anciana habló para responder sus mudas preguntas,
Rachel sintió que la sangre se le helaba en las venas

—Ese, querida mía, es vuestro nuevo hogar, Northwyck.

 
5

—¡Debéis quedaros! ¿Qué mejor lugar que éste para vosotros? No puedes
regresar a ese sitio dejado de la mano de Dios y criar como es debido a los niños.
¿Y qué hay de la escuela? Deben recibir una educación. —Betsy le palmeó la mano
y estudió a la joven como si le preocupara su estado mental.

Sin duda, era una actitud normal, dado cómo se sentía Rachel en ese
momento. O bien estaba viviendo un sueño o se encontraba inmersa en una
pesadilla que ni siquiera el mismísimo Dickens hubiera podido imaginar.

—No, de verdad. Usted no lo comprende. No podemos vivir aquí. No


pensábamos que la casa fuera tan... tan... —Tragó saliva, abrumada por otra oleada
de terror. Nunca, ni en sus más alocados pensamientos, había pensado que se
encontraría en semejante situación.

Noel siempre le había parecido rico con sus interminables expediciones y su


casa vacía y olvidada, pero ahora se daba cuenta de que nunca había sabido lo que
significaba verdaderamente ser rico. Si el salón en el que estaba sentada en ese
momento podía tomarse como referencia de la riqueza de Noel Magnus, entonces,
había sido una estúpida al pensar que podría ir a Nueva York y vivir disfrutando
de una apacible soledad en la casita de campo junto al camino que le usurparía. El
simple hecho de su existencia como señora de Noel Magnus iba a pregonarse a los
cuatro vientos por toda la zona. Ya podía ver los titulares de The New York Morning
Globe: ¡Aparecida la esposa del editor largamente desaparecido! Magnus tardaría un año,
quizá dos, en ver ese titular donde quiera que estuviera, pero sin duda lo vería y,
entonces, regresaría a Nueva York y haría que le sirvieran su cabeza en bandeja.

Recorrió con la mirada el salón al que la habían llevado Betsy y Nathan


cuando había estado a punto de desvanecerse en el borde del camino. Las
ventanas, de más de cuatro metros de atura, estaban cubiertas por cortinas de
terciopelo color bronce y verde. Una alfombra con figuras verdes y de color
borgoña se extendía en amplias franjas por todo el suelo de la estancia, al igual que
en el salón de la casa en Philadelphia que recordaba de cuando era una niña. Pero
incluso el recuerdo de aquella lujosa casa en la ciudad no era nada comparado con
la enorme sala en la que se encontraba sentada en ese momento. Aquella estancia
contaba con veinticinco piezas de mobiliario de nogal negro. Tenía pinturas de
Jean Louis David y un antiguo friso dorado trifolio y cuadrifolio que envolvía la
habitación. Era imposible que ella, Rachel Ophelia Howland, fuera a cometer el
tipo de fraude que la convertiría en ocupante legítima de un castillo.

—Tomemos un té y veamos si ayuda a despejarnos la cabeza— propuso


Betsy cuando una doncella con uniforme negro y delantal blanco entró cargando
una enorme bandeja de plata. La joven colocó la bandeja del té en la mesa que
había ante la anciana, luego lanzó una mirada furtiva a Rachel, que aún llevaba
puesto el amauti de piel de foca, y Rachel no tuvo ninguna duda de que iría
derecha a la cocina para obsequiar a todo el personal doméstico con la descripción
de la nueva señora de la casa.

—Muchas gracias, Annie —dijo Betsy a la doncella. Parecieron intercambiar


unas significativas miradas. Annie señaló con la cabeza la bandeja del té y luego
cerró en silencio las enormes puertas de caoba tras ella.

Rachel empezó a temblar a pesar de que aquella estancia era de todo menos
fría con sus cuatro chimeneas de carbón.

—Incluso si, como su viuda, tuviera derecho a vivir en esta espléndida casa,
no puedo hacerme cargo de ella—aseguró, temblorosa—. No tengo la fuerza para
mantener un lugar de este tamaño limpio. Me llevaría la mitad del año hacerlo.
Pensé que quizá habría una casita que cuidar. Pero esto... —Rachel dejó la frase sin
acabar, desesperada. Delante de ella, Tommy y Clare se habían negado a sentarse o
a tocar nada. Mantenían los ojos clavados en la joven como si en cualquier
momento fuera a gritarles «¡Corred!» y estuvieran listos para obedecer.

—¡Mi niña! Tú no tienes que ocuparte de la casa. Es para eso para lo que nos
tienes a mí y a Nathan. Él es el guardés y yo el ama de llaves. Sabemos cómo
dirigirlo todo y seguiremos haciéndolo si tú deseas que mantengamos el empleo.

—¡Yo nunca despediría a nadie! ¡Nunca! —El pánico la dominó, pero tras
lograr calmarse de nuevo, Rachel añadió—: No, no lo comprenden, no puedo
quedarme aquí. No puedo. Es demasiado. No puedo.

Betsy le ofreció una humeante taza de té hecha de una porcelana francesa


tan fina como el papel.

—No sólo se trata de ti, querida. —Sus brillantes ojos azules se dirigieron a
los niños—. Tienes que pensar en ellos. No pueden vivir como vivíais. Tienen
derecho a una educación y a las cosas que el legado de su padre puede
proporcionarles. ¿Qué derecho tienes a interferir en eso?

Rachel abrió la boca, pero no encontró palabras que la ayudaran. No podía


decir la verdad sobre los niños después de haber dejado que todo el mundo
pensara que eran de Magnus. La ley los perseguiría si intentaba negarles su
«herencia». Para aumentar sus problemas, lo más seguro es que el peso de la ley
cayera con fuerza sobre ella si contaba ahora la verdad y le decía a todo el mundo
que ella y los niños no eran la familia de Magnus. Además, había metido a Tommy
y a Clare en sus planes y ahora, los dos niños, en lugar de dormir debajo de una
fría y húmeda escalera, acabarían en un asilo de pobres hasta que cayeran vencidos
por el hambre y la desesperación.

Parecía que esa pesadilla no tenía solución. No veía salida en aquel


laberinto. Se sentía como una desventurada mosca atrapada en una telaraña que
ella misma había tejido.

—No puedo quedarme aquí —susurró con un hilo de voz.

—Tómate el té, querida. Estás angustiada. Supongo que llegar aquí y ver
cuánto va a cambiar tu vida es una gran conmoción después de dónde has estado,
pero no cambiará a peor, te lo prometo. Yo fui la primera niñera de Noel cuando
nació, mi querido angelito, y velaré porque su mujer y sus hijos tengan una buena
vida aquí a pesar de que él no pudo tenerla. —Betsy volvió a darle unas
palmaditas en la mano. De manera significativa, le insistió—: Ahora sé buena y
tómate el té.

Rachel bebió. Estaba muy dulce. Podría jurar que llevaba un poco de brandy
o alguna otra cosa incluso más fuerte, pero no encontró un motivo para quejarse.
Sin duda estaba angustiada. Quizá con un poco de alcohol en el cuerpo, podría
encontrar el valor que necesitaba para confesar su delito y aceptar el castigo que
merecía.

—¿Te importa que se lleven a los niños a sus habitaciones? Diría que están
hambrientos y me gustaría asegurarme de que les dieran de comer y los acostaran
antes de que se queden dormidos de pie.— Betsy se quedó mirándola mientras
esperaba en silencio su aprobación.

Rachel cerró los pesados párpados un segundo para calmarse y luego se


volvió hacia Tommy y Clare.
—No hay nada que podamos hacer esta noche para arreglar la situación, así
que creo que Betsy tiene razón. Comed algo y dormid bien. Ya solucionaremos esto
mañana. ¿Os parece bien a los dos?

Clare no dijo nada. Se limitó a mirar a Tommy con sus grandes ojos azules,
como solía hacer cuando vivían de su ingenio en las calles.

—Yo y Clare creemos que quizá deberíamos permanecer todos juntos—


anunció Tommy con su dura vocecilla. Acto seguido, frunció el ceño y miró a
Rachel.

—Tommy, cariño.— Rachel le cogió la mano—. Sé que este lugar es


aterrador para todos nosotros y, de verdad... de verdad... —Se le rompió un poco
la voz—. De verdad, lamento este horrible susto que os habéis llevado. Pero lo haré
mejor, y podréis ayudarme si estáis descansados y bien alimentados. Así que
obedeced a Betsy. Confío en ella. —Lo miró a los ojos—. Realmente confío en ella
— susurró.

Tommy asintió.

Betsy tiró de una pesada cuerda con borlas de seda roja. Annie, la doncella,
apareció de nuevo y se llevó a los niños como por arte de magia hacia los
desconocidos confines de la mansión de Northwyck.

Rachel se acabó el té. Sentía los párpados tan pesados que apenas podía
levantarlos.

—Ahora, querida mía, es tu turno. Deja que te lleve hasta tu dormitorio


mientras aún puedas caminar por tu propio pie. —Betsy la tomó de la mano y la
joven la siguió como si se tratara de otra niña.

Sus aposentos eran inimaginables. Festones de un grueso satén azul cubrían


la cama con dosel. El vestíbulo contaba con unos muebles de palisandro laminado
rococó; el vestidor era cuatro veces más grande que la taberna; las paredes estaban
forradas de papel pintado a mano con escenas del viejo París. Rachel apenas podía
creer lo que veían sus ojos.

—He ordenado que te preparen un baño. Mazie dispondrá tu ropa de cama.


¿Me dejas que me lleve esto? —Betsy hizo ademán de coger la bolsa que Rachel
aún aferraba.
—No, por favor. Deje que me la quede conmigo —le suplicó a la anciana.

Betsy se rió.

—Supongo que te da cierta seguridad. Muy bien. Quédatela. Llamaré a


Mazie.

En cuestión de minutos, un ejército de doncellas trajo agua caliente para el


baño. A Rachel nunca la habían frotado hasta dejarla tan limpia. Le lavaron el pelo,
la envolvieron en una bata turca y la instalaron junto al fuego.

Cuando empezó a quedarse dormida, Betsy la convenció finalmente de que


se metiera en la cama. Trepó al alto e intimidador lecho con la bolsa a salvo a su
lado.

La anciana bajó la intensidad de los apliques de gas y salió de la habitación.


Rachel podría jurar que las últimas palabras de la mujer fueron: «Gracias a Dios
que tenemos una parte de ti de vuelta, querido Noel».

Aturdida, exhausta y muy probablemente incluso drogada, la joven se


incorporó hasta quedar sentada e intentó ahuyentar el sueño restregándose los
ojos. Estaba más agotada que nunca, pero ahora que estaba sola, debía pensar.
Rebuscó en su mugrienta bolsa y sacó la piedra. El enorme ópalo negro. El corazón
negro.

Le gustaba sentir su peso en la palma. Había trabajado duro en la taberna


para asegurarse de no tener que venderlo en su largo viaje hasta Nueva York, y
sabía que trabajaría duro en el futuro para conservarlo. Si era cierto que daba mala
suerte, en ella todavía no había tenido efecto. La prueba era aquel dormitorio
digno de una moderna María Antonieta.

Pero no importaba que en realidad sí diese mala suerte. Rachel sabía que no
podría renunciar a la piedra. Tenía que conservarla por si Magnus venía a buscarla
alguna vez. Era su pequeña venganza por su rechazo. Encontraría todo lo que
deseaba cuando finalmente acudiera a su lado, solo que él aún no lo sabía. Quizá
incluso no lo descubriera nunca. Rachel tenía que afrontar la posibilidad muy real
de que él no regresara nunca a Nueva York; que muriera feliz en su amado norte.

Intentó aplastar la maldita piedra con la mano. La idea de no volver a ver a


Noel, de no volver a oír su profunda voz, de no besar sus duros labios, hizo que le
doliera hasta el alma, pero no se le había ocurrido otro modo para intentar
conseguirlo que dejándolo. Si se hubiera quedado en la taberna, lo habría esperado
hasta que le hubieran traído su cuerpo rígido por el frío, o hasta que alguien
llegara con el mensaje de que Noel había decidido, después de todo, regresar a su
odiado Nueva York y no se la hubiera llevado con él.

En el norte estaba destinada a perderlo, pero allí tenía una posibilidad. Si


huía de él, a lo mejor Noel decidía ir tras ella. Y cuando la encontrara, si no la
mataba primero, quizá se diera cuenta de que la amaba.

Y si no volvía a verlo nunca...

Si no lo volvía a ver, le quedaba Northwyck.

Contempló la oscura habitación mientras contenía la respiración. Nunca en


su vida había pensado que pudiera existir una estancia así, con cornisas llenas de
querubines dorados sobre cortinas de satén de un color perfecto para ella, el azul
claro del hielo.

Pero ahí estaba la estancia, junto a cuarenta más igual de espléndidas. Y ahí
estaba ella, acurrucada bajo el edredón,      donde      su corazón deseaba quedarse
mientras su mente le decía que era una locura.

Nadie podría conseguir tanta riqueza con una mentira sin ser descubierto, y
el castigo sería proporcional a la riqueza robada.

Cortadle la cabeza, susurró en voz alta. Sus palabras no la confortaron, pero


tampoco la asustaron. Fue la piedra lo que le dio coraje. No la quería, ni tampoco el
oscuro palacio que era Northwyck. Lo único que deseaba era el amor del hombre
que había elegido, de su amado Noel Magnus.

Pero si él no la quería, entonces, tomaría todo lo que le quedara de él y


aceptaría el castigo de los tres si los descubrían.

Se recostó sobre las almohadas de seda y pensó que debía estar loca. Quizá
la piedra estuviera maldita. Quizá era por eso por lo que ella había seguido ese
absurdo plan. Si llegaba el momento, tendría que pagar por su delito,
probablemente con la mente, el cuerpo y el alma. Pero al menos sus carceleros no
conseguirían su corazón. Por desgracia, ya no lo tenía. Se lo había entregado a Noel
Magnus, y era evidente que él lo había tirado a un lado como habían hecho con ese
funesto ópalo que su padre había encontrado en la tundra.
El corazón negro.

El verdadero corazón negro.


6

Casa Northwyck en el río Hudson, agosto de 1858

—¡Tommy! ¡Clare! ¡Regresad! ¡Tenemos que prepararnos para recibir a


nuestros invitados! ¡Al fin vamos a conocer a la señora Steadman! ¡Por favor, no os
entretengáis!

Rachel se apartó de la cara un mechón de pelo. Los niños estaban al pie de la


colina, casi en el río. Clare ya había empezado a caminar hacia ella y Tommy corría
para alcanzarla. El niño llevaba un barco de juguete en las manos tan alto como él.
Las velas de la embarcación en miniatura se hinchaban con el viento y daba la
impresión de que era una cometa lista para hacer volar a su dueño.

—¿De verdad vas a llevar el vestido rosa, Rachel? —preguntó Clare sin
aliento al tiempo que se dejaba caer en la hierba junto a ella.

La joven lanzó una mirada desdeñosa y burlona a la ropa de luto que había
estado llevando durante casi seis meses.

—Sí. Hoy oficialmente abandono el luto estricto y vestiré de medio luto. No


más negro para mí. Sólo morado. El vestido rosa del que hablas, Clare, en realidad
es de un apagado tono lavanda.

Clare asintió agitando la rubia cabeza. La niña estaba encantadora con un


vestido hecho de capas de muselina en azul pastel y adornado en la cintura con un
lazo de satén de color vino tan ancho como la mano de Rachel. Llevaba el pelo
recogido con pasadores y le caía en ingeniosos tirabuzones por la espalda. Incluso
la forma como se había echado sobre la hierba era delicada y desenvuelta. Clare
estaba convirtiéndose en una joven dama bajo el tutelaje de Northwyck, pero lo
que sorprendía a Rachel era el refinamiento que la niña tenía por naturaleza en su
interior. Con algo de confianza y muchas buenas comidas, Clare había florecido.
Era como si la niña hubiera nacido para estar en esa casa. Rachel casi se
preguntaba si era posible que esa niña de la calle tuviera algún tipo de sangre
aristocrática en sus venas después de todo.

Pero ese no era el caso de Tommy. El chico era tan rebelde como siempre.
Recibía lecciones de elocución y ya no decía «me se» o «haigas», pero su tutor tenía
mucho trabajo con él. A menudo Rachel se encontraba al hombre de veinte años
caminando por el pasillo con Tommy cogido de la oreja intentando una vez más
hacer que el inquieto niño regresara a sus estudios. Ni siquiera en ese momento
Tommy engañaba a nadie. Vestía con el más refinado lino negro, pero el faldón de
la camisa de batista le colgaba fuera de los pantalones y los grandes botones
forrados de satén negro estaban mal abrochados. Era un desastre.

—¡No podemos llegar tarde! —le reprendió Clare.

Tommy jadeaba para recuperar el aliento.

—Yo no llego tarde... Al menos no muy tarde.

Rachel le cogió la mano sintiendo que una extraña alegría burbujeaba en su


interior. Por mucho que deseara regañarle, no podía hacerlo. La vida empezaba a
irles bastante bien. Todo parecía ir encontrando su lugar. Al menos para Tommy y
Clare. Parecían sanos y contentos; un aspecto muy diferente al de los niños
abandonados de ojos grandes que habían intentado robarle la bolsa tan sólo unos
meses atrás. Sólo por ese pequeño triunfo, ya merecía la pena haber llegado tan
lejos en su engaño.

—Vamos —le ordenó Rachel con severidad, tal y como Betsy le había
enseñado que debía hacer cuando le entraran ganas de reír y alentar al niño—. Tú,
Tommy, vas a ser quien más trabajo dé para prepararte. No podemos decepcionar
a la señora Steadman. No hemos recibido invitados en todo el tiempo que llevamos
aquí debido a nuestro duelo, así que ahora no podemos espantar a nuestra primera
visita, ¿verdad que no?

En cuestión de minutos, dejó a los niños en su habitación y se dirigió al


vestidor donde Mazie, su doncella personal, la esperaba con un cepillo del pelo.

—¡Oh, al fin! —exclamó Betsy. Estaba de pie en la puerta con su vestido


recién planchado en la lavandería—. Empezaba a preocuparme. No podemos hacer
esperar a la señora Steadman. Si perdemos su apoyo, perdemos el de todos.

Rachel la miró a través del espejo.

—Sé que sueno terriblemente tonta, pero no entiendo por qué esa mujer es
tan esencial para mi éxito en Northwyck.

—Mi querida niña, no sólo te introducirá en la sociedad aquí junto al río


Hudson, sino también en Manhattan. Y si añades Newport a la mezcla... Sin
embargo, si ella te rechaza, nadie te aceptará. No habrá invitaciones, ni llamadas.
Ninguna razón para coger el carruaje y salir a dar un paseo.

—Es todo tan complicado aquí —se lamentó Rachel con añoranza.—
Deseaba tener amigos, pero no tenía ni idea de que fuera así como se conseguían
en Nueva York.

Betsy suspiró y le dedicó una sonrisa irónica.

—Sé que las cosas deben parecerte muy extrañas después de la vida que has
llevado. Pero debes entenderlo, Rachel, tienes un puesto en esta sociedad. Eres la
señora de Noel Magnus. No hay escapatoria a las obligaciones sociales que implica
el hecho de que seas la viuda rica del heredero de un periódico.

Rachel se tragó la creciente culpa.

—Supongo que lo comprendo, pero realmente siento que ya tengo bastantes


amigos aquí en Northwyck. Todos habéis sido muy amables. De hecho, os cuento a
ti y al señor Willem entre mis amigos.

—Y lo somos, cariño, pero no puedes contar conmigo y con Nathan para que
te introduzcamos en sociedad. Ese es el trabajo de la señora Steadman.

—Pero, ¿y si no tengo ninguna necesidad de que me introduzca en


sociedad?

—La tienes, créeme. ¿Cómo planeas encontrar otro marido si no lo haces? —


Betsy se rió en voz baja—. Entiendo que sintieras devoción por Magnus. Veo en tu
rostro el amor que sientes cada vez que hablas de él. Y por supuesto, no tienes que
volver a casarte. Pero una mujer debe tener sus opciones. Con la señora Steadman
como aliada, tendrás a todo el mundo a tus pies.
—Pero ¿y si no le causo una buena impresión? ¿Y si no estoy a la altura de
todo eso? —reflexionó Rachel mientras se ponía el vestido para el té color lavanda
con la ayuda de Mazie.

—Te adorará igual que nosotros. Sé que no cometerás ningún error.

Esa vez, fue Rachel quien sonrió irónicamente.

—¿Yo? ¿Dar un paso en falso?

—Muy bien, admito que los primeros seis meses no han ido tan bien como
deseábamos. Pero se requería algo de tiempo para superar las diferencias
culturales entre este lugar y ese sitio donde has vivido. Tú no sabías que una dama
no explica cuánto whisky debe servirse en un vaso y la cantidad de cerveza
necesaria para rematarlo. Pero no creas que tu explicación cayó en saco roto; los
mozos de cuadra han seguido tus indicaciones al pie de la letra. Nathan se los
encuentra bebidos todas las noches a las siete.

—Sólo quería ser útil —repuso Rachel, avergonzada.

—Y lo fuiste, mi querida niña. Pero ahora es el momento de empezar una


existencia totalmente nueva y rendir homenaje a Magnus. No te preocupes, sé que
tendrás éxito.

Rachel se quedó mirando su reflejo en el espejo. Llevaba el pelo peinado


hacia atrás, sujeto con pasadores, y el moño de pelo rubio estaba envuelto en una
redecilla de ganchillo negro. El vestido era de seda en un color lavanda apagado
con cinco capas de tela cayendo hasta el suelo sobre la crinolina de crin de caballo.
Ese vestido le habría encantado en cualquier otro tono. Sin duda, era un castigo
justo que todo su vestuario fuera del mismo tono deprimente de muerte y sombras
que el que acababa de ponerse.

—Supongo que ya estoy lista para ir al salón. —Rachel miró a Betsy a los
ojos.

—Estás preciosa, querida. No es el tono de morado más alegre, pero, al


menos, tus vestidos ya no son negros. Sé que la señora Steadman lo aprobará.

Rachel elevó la comisura de la boca en una triste sonrisa.

—Rezo para que funcionen las lecciones de buena educación que me has
dado.

La señora Steadman llegó en un carruaje tirado por ocho pura sangres y sus
correspondientes cocheros de librea ataviados con el azul de los Steadman. Rachel
observó su llegada desde la ventana del salón y luego se apresuró a colocarse en el
rincón en el que Betsy le había indicado que esperara hasta que los recién llegados
fueran anunciados.

—Sus invitados están aquí para presentarle sus condolencias por su difunto
esposo.

—Muchas gracias. Por favor, hágales pasar —le respondió Rachel a Betsy sin
dejar de pensar en lo tontas que eran todas esas formalidades.

La señora Steadman era la mujer más alta que Rachel hubiera visto nunca.
Aunque ella medía un poco más de un metro cincuenta, había superado en altura a
los nativos de Herschel y, a excepción de Noel y de unos cuantos hombres blancos,
a la mayoría podía mirarlos a los ojos. Pero no era el caso de Gloria Steadman.
Aquella mujer la superaba en treinta centímetros con aquel brillante moño de pelo
blanco sujeto con pasadores de caparazón de tortuga. Su vestido de cachemira azul
marino ribeteado en terciopelo negro acentuaba su enorme pecho y, por más encaje
de Bruselas que llevara su camisola interior, ese detalle no podía mitigar semejante
efecto.

El caballero que la acompañaba, sin embargo, no quedaba eclipsado por el


imponente tamaño de la señora Steadman. De hecho, su complexión delgada hacía
que pareciera más alto de lo que realmente era. La expresión en su rostro, en lugar
de ser cordial, era siniestra e intensa. Los reflejos plateados en los rizos negros
indicaban que estaba cerca de los cincuenta años de edad y la elegante chaqueta de
estambre y la corbata de seda verde dejaba claro que no era ningún indigente.

—Señora Steadman, ha sido muy amable al pensar en mí. — Rachel le tendió


la mano y miró a Betsy, que aún debía excusarse.

El brillo en los ojos del ama de llaves le transmitió su aprobación.

—¡Qué pequeña es! ¡Qué frágil! Por el modo en que hablaban de usted,
esperaba encontrarme con una imponente criatura armada con un garrote y lista
para cazar y matar la cena.

Rachel se quedó boquiabierta; parecía que no podía recuperar la compostura


lo suficiente como para cerrarla.

—Señora Magnus, deje que le presente al señor Edmund Hoar. Él es su


vecino y estaba muy ansioso por presentarle sus condolencias por la muerte de
Magnus. Es dueño de la Compañía del Norte y conocía muy bien a su esposo. —La
señora Steadman se volvió hacia el caballero que la acompañaba—. Edmund, te
presento a la señora de Noel Magnus.

Rachel apenas podía creer lo que escuchaban sus oídos y lo que veían sus
ojos. La Compañía del Norte le era tan familiar como el demonio lo era para
Fausto. Conocía cada detalle de la fama de Edmund Hoar aunque no lo había visto
nunca. Él nunca visitaba su reino, a pesar de que todas y cada una de las cajas de
whisky y cada bolsa de provisiones tenía que comprarse a la Compañía del Norte.
Edmund Hoar era la máxima autoridad en una compañía que no le daba mucha
importancia a la extorsión y al flagrante robo a los que sometía a la escasa
población del Ártico para lo más básico en la vida. Y era el enemigo jurado de
Magnus. Por ello, la asombró que pudiera presentarse en Northwyck para ofrecer
sus condolencias a su viuda.

Sin embargo, a pesar de la repulsa que le inspiraba, era consciente de que no


podía mostrarla y le tendió la mano con la palma bocabajo, tal y como Betsy le
había enseñado que debía hacer cuando un caballero la visitara.

Hoar le tomó la mano y le dio un breve beso en el dorso.

—Es un placer para mí conocerla, señora Magnus. —Le dedicó una leve
sonrisa de complicidad—. En todos los años que le conocí, Noel nunca mencionó
que tenía una esposa.

La señora Steadman no le hizo caso.

—¡Por Dios! Noel tenía otras cosas en qué pensar, Edmund. Estaba luchando
contra los elementos y, evidentemente, contra la propia muerte para encontrar a
Franklin. Un hombre no puede tener un final más glorioso que el suyo. Fue un
héroe. —La mujer miró con cariño a Rachel—. Debes ignorar a Edmund, querida.
Era el competidor más feroz de tu esposo.
—Entiendo —asintió Rachel ocultando el hecho de que sabía mucho más
que la pareja recién llegada.

—Juré encontrar a Franklin primero. —Edmund arqueó una oscura ceja—.


De hecho, planeo financiar otra expedición esta primavera ahora que Magnus no
está. Aún llevo en la sangre el ansia de ganar.

—El té se servirá enseguida —anunció Betsy mientras dirigía los ojos de un


modo significativo hacia el sofá.

—Por favor, tomen asiento —les invitó Rachel. A pesar de la conmoción de


encontrarse con Hoar, aún era capaz de seguir el guión social que Betsy había
ensayado con ella.

—Gracias. —La señora Steadman se sentó poniendo el máximo cuidado en


no aplastar su crinolina.

Muy bien. Ahora el cumplido, se dijo a sí misma Rachel.

—Qué espléndido pecho el suyo, señora Steadman. —Antes de que las


palabras acabaran de salir, la joven se llevó una mano a la boca . Quería decir...
prendedor. Es un pájaro, ¿verdad? —se corrigió rápidamente mientras se sonrojaba
y clavaba la vista en sus invitados.

—Sí, está hecho con zafiros amarillos. La pieza encierra en sí misma tanto mi
amor por las joyas como por la naturaleza y las aves en particular. —La mujer
pareció no inmutarse por el error. Sonrió y observó cómo Rachel tomaba asiento—.
Ahora, debes explicarme cómo te las has arreglado durante tu duelo. ¿Has
encontrado todo en Northwyck de tu agrado?

—Oh, sí. Sólo hemos recibido amabilidad. No sé cómo nos habríamos


aclimatado a tantos cambios si todo el mundo en la casa no se hubiera mostrado
tan paciente. Espero que usted también nos obsequie con la misma generosidad,
señora Steadman. Estoy segura de que la necesitaremos.

—¿Cómo están los niños? ¿Podemos verlos? —se interesó la señora


Steadman.

—Por supuesto. —Rachel se volvió hacia Betsy—. Señora Willem, ¿podría


traer a los niños?
Betsy hizo una reverencia y, en cuestión de dos minutos, los niños fueron
presentados con sus mejores galas de muselina y lino. El pelo de Tommy estaba
peinado y bien untado con aceite de Macasar y a Clare le habían frotado el rostro
hasta que había adquirido un tono sonrosado. Parecían dos angelitos; otra mentira,
otro clavo más en el ataúd del engaño.

—¡Qué monos! —susurró la señora Steadman—. Y qué infierno han tenido


que vivir para llegar hasta aquí. ¡Venid, queridos niños! ¡Quiero asegurarme de
que estáis bien!

Tommy y Clare se acercaron a la mujer. El niño mostraba la vieja expresión


de recelo en el rostro, pero la de Clare era de adoración, como si ya estuviera
planeando tener una brillante madrina como Gloria Steadman.

—¿Y de qué murió exactamente Magnus? —murmuró Edmund Hoar


mientras la señora Steadman entretenía a los niños.

Conmocionada, Rachel lo miró. La expresión en el rostro de aquel hombre


era de intenso interés en su respuesta y de evidente burla; estaba claro que no se
había creído el fraude ni por un segundo.

—Confieso que sé tan poco sobre su desaparición y muerte como todos los
demás en Nueva York —respondió con el corazón martilleándole en el pecho. No
había contado con que Magnus tuviera un contrincante que la desafiara, pero
supuso que se lo tenía bien merecido.

—Su muerte se anunció en The New York Morning Globe —replicó Hoar—. Y
dado que el propio Magnus es el dueño del periódico, creo que debo dudar de la
veracidad de todo lo que se publique sobre él en sus páginas.

—¿Qué insinúa, señor Hoar? —preguntó Rachel. Su voz apenas era un


susurro.

—Insinúo... —Se acercó aún más a ella y le susurró al oído—... que Magnus
dejó atrás a una viuda muy hermosa que me temo podría ser vulnerable a ciertos
caballeros si no se la vigila de cerca.

Rachel observó aquellos ojos de un verde pálido, incapaz de ocultar la


turbación en los suyos.

—Aquí en Northwyck no me siento vulnerable en absoluto, señor.


La sombra de una sonrisa sobrevoló los ojos de Hoar.

—Debe perdonarme si asumo la tarea de supervisar su protección. Noel


Magnus era como un hermano del Ártico para mí. Éramos rivales, sí, pero Magnus
sabía que yo quería a Franklin tanto como él y los dos aceptamos con reticencia
respetarnos el uno al otro.

—¿Cuántas veces ha estado en el Ártico, señor Hoar? La isla de Herschel


hacía muchos negocios con su compañía, pero no recuerdo haberle visto nunca.

—Si hubiera sabido que semejante belleza me espetaba en Herschel, hubiera


encontrado un modo de ir hasta allí, pero, aun así, y aunque financié las
expediciones, debo reconocer que, si bien otros hombres son capaces de soportar la
congelación, yo no.

A partir de ese momento, Rachel supo que nunca le gustaría aquel hombre.
Ya era bastante malo que su compañía le chupara la sangre a todos los
establecimientos comerciales del norte, como para que, además, careciera del coraje
para atreverse a vivir sus propias aventuras y, en lugar de eso, contratara a
quienquiera que necesitara el dinero.

—Si puede decirse una cosa de Noel Magnus, es que era un gran explorador.
No tendríamos los mapas que tenemos hoy en día sin su prudente capacidad de
vivir entre los nativos y, por tanto, de soportar el duro clima.

—¿Usted cree que fue un hombre prudente? Quizá perdió la vida buscando
el Corazón negro, un ópalo del color de la medianoche con una estrella brillante en
su centro. ¿Merecía la pena perder la vida por recuperar una pequeña piedra? —
Hoar sonrió con unos dientes demasiados pequeños para su cara—. Por cierto,
tengo entendido que usted conoce bien la piedra, señora Magnus. Se rumorea que
usó esa joya para identificarse como la esposa de Noel.

—Conozco el Corazón negro —respondió preguntándose qué haría él con su


collar si alguna vez lo veía. Betsy había insistido en que se montara la piedra
preciosa en un colgante para que pudiera llevar siempre con ella el legado de su
marido y Rachel no había encontrado modo de protestar.

—Dicen que está maldita —se mofó Hoar.

—Está maldita —convino Rachel con sinceridad. Sin duda, la piedra no


había traído felicidad a su padre y ahora que estaba en sus manos, ¿qué otra cosa
tenía aparte de un corazón negro a juego?

—Yo probaría suerte con él de todos modos —le dijo Hoar mientras le
clavaba una penetrante mirada—. Cualquier cosa que Franklin apreciara, yo
también lo haré.

—Me inclino a pensar que Magnus es la razón por la que realmente valora la
joya —lo desafió.

Hoar se rió.

—Tuvimos varios enfrentamientos, es cierto. Reconozco que no me gustaban


las editoriales que escribía sobre la matanza que cometíamos contra las ballenas
azules en el mar de Beaufort. Pedir a las mujeres que usaran corsés de acero en
lugar de ballenas fue una clara declaración de guerra en lo que a mí concierne.

Rachel recordó las largas charlas con Magnus sobre cómo la Compañía del
Norte diezmaba la población de ballenas azules. Incluso en ese momento, allí en
Northwyck, cuando había tenido la posibilidad de adquirir los mejores atuendos,
había encargado corsés de acero. Las visiones de los enormes cadáveres
arrastrados hasta la orilla en el deshielo de primavera eran suficiente para hacerla
decidirse por el acero. Las ballenas azules eran las criaturas de Dios más grandes
en la Tierra. Le parecía mal que las erradicaran por una cuestión de estética, por
mucho que ella misma hubiera anhelado ir a la moda.

—¡Ah, al fin, nuestro té! —exclamó la señora Steadman sacando a Rachel de


sus pensamientos—. Los niños se quedarán, ¿verdad, querida? Quiero hablarles
del maravilloso baile que he planeado para sacar a su madre del duelo.

—¿Un baile? —repitió Rachel olvidándose de que era ella la que debía servir
el té.

—Sí. Incluso he conseguido que la señora Astor me prometa que asistirá. Eso
hará que te acepten de inmediato y podrás dejar atrás tu terrible tragedia.

Betsy le dio un leve codazo antes de marcharse. Rachel salió de su estupor y


cogió enseguida una taza con un platillo.

—¿Limón? —preguntó. Apenas se oía a sí misma a causa de los muchos


pensamientos que atravesaban su mente. Nunca se había imaginado a sí misma en
un baile, y mucho menos en uno en su honor. El miedo y la alegría casi la
sofocaban.

—No he oído hablar del evento —murmuró Hoar mientras observaba cómo
se marchaba Betsy.

La señora Steadman lo miró.

—Oh, no seas tonto, Edmund. Por supuesto, tú estás invitado. Eres el mejor
partido en Manhattan ahora que Magnus no está. —En esa ocasión, fue el turno de
la señora Steadman para darse cuenta de su metedura de pata—. Oh, por favor,
acepta mis disculpas, mi querida niña. No pretendía insinuar que tu matrimonio
no estuviera reconocido. En absoluto.

—Se lo ruego, no se preocupe. No lo he pensado ni por segundo —


respondió Rachel ofreciéndoles las tazas.

—Nadie puede considerar su matrimonio como no reconocido, seguro que


la señora Magnus tiene el certificado de matrimonio para probarlo. —Hoar la miró
con los ojos entornados.

A Rachel se le cayó la taza a la moqueta y el té se le derramó en la falda.

—Qué torpe soy—susurró—. Dejen que me limpie. Llamaré a la señora


Willem para que traiga otra taza.

—No hay prisa, querida. Por favor, tómate tu tiempo —la tranquilizó la
señora Steadman mientras cogía disimuladamente una pasta de té y se la daba a
Clare.

Rachel volvió a excusarse y salió de la sala, pero antes de que pudiera


alcanzar la escalera, una mano la retuvo por el brazo.

—En serio, si hubiera sabido que Magnus la tenía escondida en Herschel,


habría abandonado cualquier esperanza de conseguir el Corazón negro y me
habría hecho con usted.

Rachel lo miró fijamente.

—¿No querrá insinuar que se rebajaría a cometer un secuestro, señor Hoar?

—Haría cualquier cosa para conseguir lo que quiero. Cualquier cosa—


recalcó.

Un desconocido escalofrío de miedo bajó por la espina dorsal de la joven. Se


había enfrentado a hombres lujuriosos antes, incluso a hombres peligrosos. Pero
Hoar era diferente. Era un hombre con poder. En la isla de Herschel ella tenía el
poder. Era dueña de la taberna y, por tanto, de todo el whisky en la zona. Aún no
había conocido a un hombre que pusiera en riesgo el suministro de licor más
cercano en mil seiscientos kilómetros a la redonda.

Pero Hoar no quería whisky. Peor aún, parecía estar cuestionando su


derecho a estar en Northwyck y sus sospechas podrían demostrarse correctas si no
era cuidadosa en su compañía.

Hoar le dedicó otra de sus sonrisas, una sonrisa falsa formada por esa boca
llena de escalofriantes dientes de muñeca.

Volvió a sentir otro escalofrío que le bajó por la espalda.

—Quiero que seamos amigos, Rachel. —La miró—. Puedo llamarte Rachel,
¿verdad?

—¿Qué es lo que realmente quiere, señor Hoar? —le preguntó en tono bajo
—. No es posible que esté celoso de un hombre que hace tiempo que se encontró
con su Creador...

—¿Magnus muerto? —Se rió—. Como he dicho en el salón, The New York
Morning Globe informó de ello, pero no me creí ni una palabra. El agente que
trabaja para mí en el territorio de MacKenzie me escribió diciéndome que se tomó
una taza de té con Magnus la última primavera, mucho después de que las noticias
sobre su muerte salieran en portada. Así que, mi encantadora Rachel, me temo que
no sólo cuestiono la muerte de Magnus, sino también su matrimonio. —La acercó a
él hasta que su pecho quedó aplastado contra el suyo—. ¿Cómo puede ser que
vosotros dos pudierais casaros cuando no ha habido un predicador en Herschel en
todo el tiempo que yo he suministrado víveres allí?

—Quizá uno escapó a su interés, un interés que, debo añadir, no fue nunca
lo bastante grande como para que pusiera un pie en Herschel. —Se zafó de él.

Hoar asintió.

—¿Es así como será nuestra relación? ¿Llena de controversia? Bien. Aceptaré
el reto siempre que consiga la rendición. —Señalándola con un dedo, añadió—:
Pero recuerda, podría hacer desaparecer todo esto en un abrir y cerrar de ojos si así
lo decido.

A Rachel empezaron a temblarle las manos.

—¿Qué quiere de mí? ¿Es el ópalo lo que quiere? ¿Es ese el precio de este
chantaje?

—Por supuesto que deseo el ópalo. ¿Quién no lo desearía? Pero, aún siendo
extremadamente valiosa, es una fría piedra sin vida. Quizá lo que me resulte más
deseable ahora es poseer el cuerpo que dio placer a Magnus. Encontrar mi propio
placer en su interior. — Le apoyó el dedo en la clavícula y empujó hacia abajo el
tafetán de seda lavanda del vestido hasta que se encontró con la parte superior deI
corsé.

—Yo no soy sólo un cuerpo, señor Hoar. Soy Rachel Ophelia Howland, y no
un objeto que se pueda poseer y luego desechar. — Su tono helado habría
ahuyentado a muchos hombres, pero a Hoar pareció gustarle. Sus ojos brillaron
excitados.

Justo entonces, una doncella entró en el vestíbulo y les hizo una reverencia a
ambos. Rachel aprovechó y subió las escaleras lo más rápido que se lo permitieron
su dignidad y sus faldas. No se atrevió a volver la vista hacia Hoar por miedo a
echar a correr.

Noel Magnus no estaba muerto y Edmund Hoar lo sabía. La tierra y el clima


no habían sido capaces de acabar con su peor enemigo. No, Noel Magnus estaba
muy vivo. Lo sentía en los huesos. Y en su corazón, donde moraba su odio.

Se sentó en una silla de cuero junto al fuego de la biblioteca sosteniendo en


la mano la invitación al baile que se celebraría en honor de Rachel, escrita a mano
por Gloria Steadman.

Quería a Rachel Ophelia Howland. Su deseo por ella hacía que las entrañas
se le tensaran tanto como la primera vez que estuvo con una camarera en la parte
de atrás de una taberna. Al mirar a Rachel durante el breve tiempo en el que
habían tomado el té juntos, había descubierto de repente que era un hombre joven
de nuevo, lleno de vigor y anhelos.

Pero no sólo era la belleza de la joven lo que lo consumía, ni su rebeldía o


inteligencia. Era todo eso y más. Y, sobre todo, estaba el hecho de que hubiera
pertenecido a Magnus, y sólo por eso, aunque hubiera sido tan horrible como una
bruja, con todos sus defectos, seguiría deseando poseerla, porque, en su momento,
había sido codiciada por Magnus. Y Magnus no iba a vencer. Ganaría él, Edmund
Hoar.

Arrugó la gruesa tarjeta en la mano, la tiró a la chimenea de carbón y


observó cómo las llamas se volvían de un furioso escarlata. No la necesitaba. Tenía
grabada a fuego la fecha en su mente. En una semana estaría al lado de Rachel,
guiándola en un vals, planeando el momento en el que pudieran estar solos y
pudiera desabrocharle el vestido de satén para exponer su desnudez.

Sabía que ella intentaría rechazarle, pero no le importaba. Era sólo una
mujer. Una mercancía. No había nadie que luchara por su honor, nada aparte de su
riqueza para velar por su seguridad. Y no planeaba hacerle daño. Planeaba
poseerla. No estropearía su rostro con un moretón como tampoco tiraría el famoso
ópalo a los rocosos acantilados del río Hudson, porque él cuidaba de sus
posesiones.

En silencio, recorrió con la mirada la tenebrosa estancia que era su gran


biblioteca y examinó los tesoros más preciados de su colección. La monumental
pintura de Rubens de María Magdalena que ocupaba toda la pared oeste, la
máscara mortuoria de Napoleón en cera que reposaba dentro de una campana de
cristal y, finalmente, su mayor hallazgo, las hojas del diario de la expedición de
Franklin que se habían encontrado desperdigadas por el Ártico a cientos de
kilómetros de distancia las unas de las otras. Franklin vivió una larga agonía, lo
suficiente como para escribir sobre su interminable descenso a la tumba, pero no
había sido lo bastante exhaustivo en sus explicaciones como para dejar un mapa
claro de su último lugar de descanso. Era el misterio del siglo y él participaba en
una carrera por encontrarlo. Y, sin duda, lo haría antes que Magnus, contando con
el hecho de que el muy bastardo siguiera viviendo y respirando allá arriba, en el
Norte.

Dirigió la mirada al asiento de terciopelo vacío que había junto a él ante el


fuego. Rachel estaría encantadora allí sentada, secándose el pelo junto a las llamas
con la bata de seda obedientemente abierta mientras su dueño valoraba su tesoro.
Magnus debía de apreciarla mucho. De otro modo, no le habría revelado la historia
del ópalo, y mucho menos se lo habría entregado. Cuando su enemigo encontró la
pieza, guardó absoluto silencio al respecto; en caso contrario, sus espías entre los
agentes de la Compañía del norte habrían oído hablar del hallazgo.

Pero ahí estaba ella, ópalo en mano. Una asombrosa belleza que reclamaba
los derechos que se suponía le correspondían como esposa de Noel Magnus.
Edmund podría acabar con ella en cuestión de minutos. El suyo había sido un
matrimonio según las costumbres nativas en el mejor de los casos. Pero, aun así, le
convenía que el resto del mundo la considerara respetable. Era un tesoro mucho
más valioso de ese modo. Además, no deseaba avergonzarla en público. Su
humillación se llevaría a cabo en el dormitorio, donde sólo él pudiera beneficiarse.
De ese modo, vería cumplidos sus más locos deseos y se vengaría definitivamente
de Magnus por engañarlo. The New York Morning Globe debería haber sido suyo
por derecho de nacimiento. Charles Hoar había fundado el lucrativo periódico, y
había sido únicamente la perfidia del padre de Noel lo que los había llevado a la
quiebra. Después, el hijo empobrecido al que los Magnus se lo habían arrebatado
todo, había tenido que abrirse camino en el mundo por su cuenta. El único modo
de recuperar la fortuna familiar después de haberla perdido fue crear la Compañía
del norte. Por eso le resultaba intolerable que Noel escribiera editoriales
incendiarios en el periódico que él debía haber heredado.

Pero había llegado el momento de ajustar cuentas. Al casarse con la hermosa


Rachel, volvería a recuperar el periódico. Tendría la triple satisfacción de
arrebatarle a Magnus su periódico, su hogar y, sobre todo, su esposa.

Edmund podría saborear la venganza como el dulce jugo de una mujer.


Arrastrar a Rachel al lecho conyugal sería el mayor logro. Podía incluso verse a sí
mismo enamorándose de ella, de sus ojos desafiantes y de esa gruesa cascada de
rizos rubios. Y se aseguraría de que nada fuera mal; que todos los acontecimientos
fueran en su beneficio.

Tendría a la esposa de su enemigo en cuerpo, corazón y alma.

¿Y si Magnus no estaba verdaderamente muerto? ¿Y si aparecía para


reclamarla?

Bueno, si Edmund no podía tenerla, preferiría verla muerta.


7

Rachel estaba lista para el baile de los Steadman. Nunca en su vida había
estado tan aterrorizada. A pesar de que pensaba que era un error, se acabó el jerez
que la señora Willem le había llevado para calmar los nervios. Lo último que
deseaba era aparecer en el baile totalmente bebida, pero la idea de encontrarse con
tantos desconocidos, sobre todo con la cabeza llena de instrucciones, lecciones y
etiqueta, y los números de los pasos en un vals, hacía que la joven verdaderamente
se preguntara si podría aguantar todo el evento sin salir huyendo al sonar las
campanadas de la medianoche como Cenicienta.

—Oh, estás preciosa —exclamó la señora Willem en un susurro reverente.

Rachel se volvió y le dedicó una tímida sonrisa.

—Nunca me he visto mejor, pero me temo que es más por el vestido que por
mí misma. —Dio unas palmaditas a la voluminosa falda. Su vestido de fiesta
estaba hecho de satén morado ribeteado con tul fruncido a juego. Una camisola de
encaje maltés cubría la piel que el escotado vestido dejaba a la vista. Envolviéndolo
todo, llevaba un enorme mantón de terciopelo granate con la orilla de armiño.
Rachel no podría haber soñado con semejante ropa en Herschel y ahora la llevaba
puesta de verdad.

—Falta el último detalle. —La señora Willem le entregó un gran estuche de


piel negro.

Rachel lo abrió y sacó el Corazón negro. Ahora que iba montado en una
cadena de oro, el ópalo era el adorno perfecto para descansar entre las sombras de
su escote bajo la tela de encaje maltés.

—Estás perfecta —afirmó Betsy.

Rachel apretó las manos de la anciana.

—Debo darte las gracias por todo lo que has hecho por los niños y por mí.
No podríamos haber sido tan felices estos seis meses si no hubiera sido por toda la
paciencia que has mostrado con nosotros y tu amabilidad. ¿Cómo podría mantener
la cabeza alta ante toda esa gente si no hubieras limado mis toscos modales?

—Tus modales no eran tan terriblemente toscos, mi niña; el problema era


que les faltaba pulirlos un poco después de haber vivido en ese lugar salvaje —la
tranquilizó Betsy.

—Cuando llegué a Nueva York, tengo que reconocer que pensé que la gente
era fría y cruel. No podía comprender su indiferencia hacia los demás. Pero ahora
veo que estaba equivocada al juzgarla tan rápido. Tú me has hecho cambiar de
opinión.

—Lo hice tanto por Magnus como por ti, querida mía. —Betsy se quedó
mirándola con sus cálidos ojos azules—. Lo quise tanto como su madre, pero ella
sólo lo disfrutó tres años. Yo, al menos, tuve la suerte de disfrutarlo durante
mucho más tiempo.

— ¿Murió en otro parto? —preguntó Rachel acurrucándose en el mantón


como si de repente tuviera frío.

Betsy negó con la cabeza y su anticuada cofia de encaje se inclinó


cómicamente.

—No, no. Habría sido una bendición para todos si hubiera sido así. No,
querida, ella decidió huir. El padre de Magnus era un hombre cruel y su esposa no
pudo soportar más sufrimiento. Yo no la culparía en absoluto por lo que hizo si no
hubiera dejado a su hijo de tres años aquí para que soportara la cólera de su
esposo. Noel habría sido muy diferente si no fuera por la crueldad de su padre.

—¿Es por eso por lo que se marchó de aquí y no quiso regresar nunca? —
preguntó Rachel en voz baja. De repente, las piezas del puzzle empezaban a
encajar.

—Con toda seguridad. No puedo culparle. ¿Qué tenía aquí?

—Tenía un magnífico hogar para formar una familia. Lo único que debía
hacer era casarse y establecerse —repuso Rachel mientras se preguntaba si no
estaría desvelando demasiados datos.

—Oh, él no creía que la vida pudiera ser sencilla y apacible. Creo que tenía
miedo de que la mala simiente de su padre estuviera en su interior. Juró que nunca
tendría hijos.— Betsy frunció el ceño como si de repente se hubiera entristecido
profundamente, pero entonces, sin previo aviso, se le iluminó el rostro—. Así que
puedes comprender cuánto nos ilusionó tenerte aquí a ti y a los niños. Fue como si
todos nuestros sueños se hubieran hecho realidad. Magnus, a su modo, regresó a
Northwyck. Y todos vosotros habéis cambiado a mejor este lugar. Me encanta oír
correr y reír a los niños por los pasillos. Es precisamente eso lo que necesitan todas
las casas, no importa lo grandes o pequeñas que sean.

—Sí —respondió Rachel con el corazón encogido. Durante un largo y


silencioso momento, se preguntó qué aspecto habría tenido un hijo nacido de la
pasión de Noel y de la de ella. ¿Habría sido una niña con rizos rubios como su
madre? ¿O habría sido un niño con el oscuro ceño fruncido de su padre? Sin darse
cuenta, soltó un suspiro.

—Pero esta noche no debemos preocuparnos por tragedias, querida. Esta


noche pones fin a tu duelo para siempre, y tu deber es ir a casa de la señora
Steadman y ser la belleza del baile. Nunca se sabe. Esta noche podrías conocer a tu
próximo esposo.

Rachel sintió que el corazón se le detenía. Nunca había pensado en otro


esposo. Era inconcebible para ella encontrar un nuevo amor cuando el hombre al
que quería estaba todavía vivo.

Pero, ¿cómo explicar eso si iba interpretando por ahí el papel de su viuda?

Cerró los ojos un momento para recomponerse. La telaraña de mentiras que


la cubría amenazaba con asfixiarla.

—Vamos, querida mía. —Betsy le sostuvo la puerta abierta—. No hay


tiempo para pensar en el pasado. El carruaje te espera.

Paralizada en su interior, Rachel le dio las gracias y bajó por la imponente


escalera gótica hasta la enorme puerta principal donde la aguardaba el
mayordomo.

La ayudaron a subir al carruaje, y cuando se cubrió los hombros con el


mantón ribeteado de armiño, el vehículo partió en dirección a la casa de los
Steadman.

 
 

—Dicen que era una especie de criatura dejada de la mano de Dios que
apareció en la puerta preguntando por Northwyck.

—He oído que incluso llevaba unos zapatos hechos de piel de oso blanco.
¿Has oído hablar alguna vez de pieles de oso blanco? Creo que se lo inventaron.

—La historia que yo he oído es que su matrimonio se celebró según las


costumbres de los nativos. Los niños son bastante mayores ¿no? Casi demasiado
mayores para que Magnus se casara con ella como Dios manda y luego los
concibieran.

Las risitas ahogadas tras el arco iris de resplandecientes abanicos casi eran
más de lo que Rachel podía soportar. Sabía que hablaban sobre ella y que se
burlaban, pero no le quedaba otro remedio que mantener la cabeza alta e ignorar
su grosería.

Probablemente fuera normal que sintieran curiosidad por ella. Era la viuda
de un hombre muy rico y conocido, y había venido desde tan lejos que ni siquiera
podían imaginarse el lugar del que procedía. Pero muy pocos de los invitados
hablaban realmente con ella y eso le pareció deprimente. Si no hubiera sido por la
gentileza de la señora Steadman, se habría pasado su primer baile escondiéndose
detrás de una columna de mármol para que nadie pudiera contemplar su
bochorno.

—Está preciosa, señora Magnus. ¿Disfruta del baile? —Rachel alzó la mirada
desde su asiento, sorprendida por aquella voz familiar.

Edmund Hoar se cernía sobre ella. Se le veía elegante en su chaleco blanco


de seda y el frac negro, pero la joven apenas pudo ocultar eI hecho de que deseaba
alejarse de él. Aún conservaba vivido en la mente el recuerdo de la conversación
que mantuvieron en el vestíbulo de Northwyck.

—Edmund, será mejor que pongas tu nombre en su tarjeta de baile antes de


que la tenga completa —comentó la señora Steadman desde el enorme círculo de
admiradores que la rodeaban.

Hoar arqueó una ceja.

—Planeo hacer precisamente eso. —Con la atención totalmente centrada en


Rachel de nuevo, añadió—: Antes de ponerme en la cola de sus admiradores,
permítame que le presente a una querida amiga, la señorita Judith Amberly.

Una mujer, rubia y delgada, se adelantó y la saludó con la cabeza. Rachel


sintió que debía levantarse o algo por el estilo. En cambio, le tendió la mano a
modo de saludo y la mujer se quedó mirándola como si fuera un salmonete
muerto, sin hacer ademán de cogérsela.

—La señorita Amberly tiene mucho en común con usted, señora Magnus —
comentó Edmund.

—¿A qué se refiere, señor Hoar? —preguntó intentando ser agradable a


pesar de que había tenido que bajar la mano hasta dejarla sobre el regazo.

—Bueno, usted es la viuda de Noel Magnus y la señorita Amberly era su


prometida. Qué irónico, ¿no cree? En su última visita, le había prometido que se
casaría con ella cuando regresara a Nueva York. ¿Ha visto qué anillo tan bonito
lleva? Se lo regaló él. —Hoar sonrió mostrando sus diminutos dientes—. ¿Cuántos
años dijo que tenía su hijo mayor, señora Magnus?

Las palabras de Hoar fueron como un veneno que se le filtró en la sangre y


mató todo lo que quedaba vivo en sus entrañas.

Aturdida, bajó la mirada hacia el hermoso y brillante diamante que lucía la


otra mujer en la mano izquierda. Judith Amberly era más joven que ella y no
tendría problema en recuperarse de sus decepciones. Pero Magnus le había
regalado un anillo de compromiso. Había entregado a esa rubia delgada y de
mirada dura un anillo con un diamante, mientras que para Rachel sólo había
tenido un puñado de mentiras. En sus pocos viajes a Nueva York, había estado
cortejando a una prometida mientras ella había estado esperándolo durante años.

—Es un placer conocerla, señorita Amberly —logró decir. El dolor que sentía
era demasiado profundo para expresarlo con lágrimas.

—También lo es para mí —respondió la mujer con una expresión tensa en el


rostro.

Hoar parecía disfrutar del encuentro como si fuera un gato que lamiera los
últimos restos de las entrañas de un ratón.

Rachel desvió la mirada. No podía resultar fácil ser la señorita Judith


Amberly. Esperar durante todos esos años a un hombre que nunca llegaría era un
tipo de agonía que ella conocía bien. Pero, por otro lado, que el mundo pensara
que ibas a casarte, sólo para descubrir que tu prometido ya tenía una esposa y dos
hijos, era un dolor que Rachel no podía ni siquiera imaginar.

No obstante, supo que nunca le gustaría Judith Amberly. Nunca. Sin duda,
parecía que Rachel era la que había salido ganando en aquella situación, pero si
alguna vez se sabía la verdad, se vería que ella era la traicionada, no Judith. Noel
aún podría aparecer y casarse con aquella mujer. Sin embargo, ella no contaba con
el lujo de llevar el símbolo de la promesa de Noel en el dedo.

—Veo que no tiene comprometido el próximo vals. ¿Le importaría bailar


conmigo, señora Magnus? —Edmund inclinó la cabeza. Sus ojos brillaban con
perversa diversión.

Rachel no tuvo otra opción que permitirle que la tomara de la mano y la


guiara hacia el centro del salón. Era eso o quedarse a charlar con la señorita
Amberly y dejar que su alma muriera un poco más.

Recorrió la pista de baile con Hoar, pero sus movimientos eran rígidos y
fríos, y se pasó todo el tiempo mirando a las otras parejas en lugar de a su apuesto
acompañante.

Los Steadman no habían reparado en gastos al mandar construir aquella


estancia. El mármol blanco, las pilastras doradas y los espejos de oro eran el
perfecto escenario para albergar los hermosos vestidos de los invitados. Rachel se
había dado cuenta de que las mariposas de Godey's realmente existían cuando la
escoltaron hasta la sala de baile. Había quedado totalmente deslumbrada por los
magníficos vestidos de las damas, que parecían flotar con sus crinolinas. Los
colores iban más allá de los del arco iris en intensos tonos de satén fucsia, verde
esmeralda y azul. Casi se sintió mal con su discreto satén morado hasta que alzó la
mirada y se encontró con la hambrienta mirada de Edmund Hoar mientras la
guiaba por la sala de baile.

De repente deseó que su vestido fuera aún más discreto.

—No has respondido a mi pregunta. ¿Te estás divirtiendo? — le preguntó al


oído a través del ruido de la música y la aglomeración de parejas bailando.

—Sí. La señora Steadman ha sido muy gentil al invitarme.


—¿Invitarte? —Se rió—. Tú, mi encantadora Rachel, eres la invitada de
honor. ¿No lo sabías? ¿Por qué si no se habría asegurado Gloria Steadman de que
te sentaran a su derecha en la mesa con la señora Astor?

—No lo había pensado. Supuse que estaba siendo amable al velar por mi
comodidad. Ella sabe que no conozco a nadie —respondió Rachel.

—Las madrinas de la sociedad como ella no muestran su amabilidad con


cualquiera. La señora Steadman te ha acogido bajo su manto protector porque le
gustas. Aquí hay otras que se han pasado años buscando su favor y nunca tuvieron
la atención que te dedicó a ti cuando fuimos a tomar el té.

Rachel se sintió horrorizada.

—Pero... yo no necesito una atención especial. Nunca la he pedido.

—Puede que no la hayas pedido, pero ahora la tienes, créeme. Y que no te


sorprenda si eso te reporta algunos enemigos.

—¿Eso le incluiría a usted, señor? —Rachel sabía que la pregunta era una
provocación, pero no pudo evitarlo. La franqueza iba con su carácter. La vida
había sido demasiado difícil allá en el norte como para esconderse de la verdad.

Hoar sonrió.

—No, desde luego que no. No sería apropiado convertirme en el enemigo de


la mujer a la que pretendo convertir en mi esposa.

—Ni siquiera me conoce, señor Hoar —replicó Rachel con un tono glacial.

—Sé lo suficiente —repuso él al tiempo que su mirada descendía hasta el


escote de la joven—. El Corazón negro te hace justicia, hermosa Rachel. Me has
dejado sin respiración cuando he visto lo que llevabas colgado al cuello. ¿Dónde lo
encontraste? Según mis diarios, la piedra descansaba en la última morada de
Franklin.

—Mi padre encontró el ópalo —respondió crípticamente—. Si encontró los


restos de Franklin con él, se llevó el secreto a la tumba.

—Estoy seguro de que sabes más de lo que dices —afirmó mirándola a los
ojos.
—Quizá —fue todo lo que le concedió.

—Creo que lo que sucede es que no deseas traicionar a tu marido. ¿Estoy en


lo cierto? —La estrechó más fuerte, casi brutalmente—. Sin embargo, según tú y el
resto de Nueva York, tu esposo está muerto. Así que ¿por qué no decir dónde
encontró tu padre el ópalo, si no es por el bien de Magnus?

Rachel se negó a contestarle.

—Pequeña puta fraudulenta y mentirosa —le espetó entonces Hoar entre


dientes—. Conseguiré esa información de ti antes que Magnus. Prometo que lo
haré.

—Eso podría ser mucho tiempo si Magnus está muerto, tal y como todo el
mundo cree —replicó Rachel.

Hoar sonrió y aflojó su agarre.

—A mí no me engañas, amor. De hecho, estoy ansioso por qué me expliques


dónde está Franklin. —Sus ojos descendieron hasta el ópalo—. Y también ansío
que llegue el momento en el que pueda sostener esa maldita piedra en mis manos
y acariciar su fría belleza.

—¿Y cuándo ocurrirá eso, señor? —se burló Rachel.

Hoar la miró a los ojos.

—Cuando finalmente seas mía; cuando pueda hacer que no lleves nada más
que esa piedra.

La joven se quedó sin respiración. Deseaba replicarle, pero no había negativa


lo bastante fuerte con la que responder al ataque de ese hombre. Sin mediar más
palabras, acabaron el vals y él la guió de vuelta a su asiento sobre la tarima.

—Fredrick Wing está esperando su turno, así que no ocupes todo su tiempo,
Edmund —le reprendió la señora Steadman.

—No se me ocurriría hacer semejante cosa —respondió Hoar antes de


inclinarse y besar la mano de Rachel.

La joven tuvo que reunir todo su valor para no apartar la mano,


especialmente cuando sintió cómo la lengua masculina giraba ardientemente sobre
su piel.

—Hasta muy pronto —se despidió Hoar.

Rachel se negó a responder. Una fuerte inquietud creció en su interior hasta


que se preguntó si vivir en Northwyck resultaría más peligroso que dirigir el Ice
Maiden en Herschel.

—Creo que le gustas bastante —comentó la señora Astor cuando Hoar se


hubo retirado.

—No me conoce —respondió Rachel como si se tratara de un mantra.

—Deja que te dé un consejo, mi querida niña. Su familia tiene los mismos


orígenes que la mía, pertenecemos al grupo de los llamados Knickerbocker. Podría
irte peor... —La conocida madrina de la alta sociedad levantó el abanico para
cubrirse la boca—. Sobre todo, teniendo en cuenta la vulgaridad de tus orígenes.

Aunque Rachel no tenía ni idea de lo que era un Knickerbocker; supo que la


joven la había insultado gravemente. A partir de ese momento, decidió que nunca
le gustaría la señora de William B. Astor, Jr., dijera lo que dijera Gloria Steadman y
el resto del mundo de ella.

—Si el señor Edmund y usted son familia, le ruego disculpe cualquier


insulto que haya podido imaginar en mis palabras. Créame, no deseo crear
problemas.

Tras decir aquellas palabras, Rachel aceptó al siguiente caballero apuntado


en su tarjeta y se dirigió de nuevo a la pista de baile, dejando atrás a la señora
Astor con el rostro tenso por la ira.

—Sin duda, la viuda de Magnus es una mujer independiente — le comentó a


la señora Steadman.

—Tú y yo siempre diferiremos en eso, Caroline. Yo admiro a una mujer con


temple. —Gloria sonrió y abrió su abanico—. En todos los años que hemos sido
amigas, sin duda has tolerado el mío.

—Tú mereces que se te respete. Tu familia es impecable y has triunfado


como anfitriona —repuso la famosa dama de la alta sociedad.
—Ridículo. Yo nunca he hecho ni la mitad de cosas que Rachel Magnus ha
debido de hacer para sobrevivir. Me inclino ante sus mayores logros. —La
expresión de la señora Steadman se volvió taimada—. Si no la aceptas, sacaré a la
luz la historia familiar del nombre Backhouse y desvelaré así el verdadero motivo
por el que insistes en que se te llame señora de William B. Astor, Jr.

A la señora Astor, de repente, le cambió la cara.

—Muy bien. Aceptaré a la chica. Pero insisto en que no haya más


escándalos. Si trabajamos duro, podremos hacer que la gente olvide dónde conoció
a su primer marido y... —La mujer gimió—... que trabajó como tabernera para
ganarse la vida.

—Es lo único que pido. —La señora Steadman saludó con la cabeza a Rachel
cuando esta pasó cerca por la pista de baile con su nuevo acompañante.

—Pero no más escándalos. Ni uno más. Si tengo que dar mi aprobación


social a esa muchacha, debes prometerme que llevará una existencia escrupulosa.

No más escándalos —prometió la señora Steadman.

Cuando el reloj francés del salón marcó exactamente las diez en punto, la
anfitriona se levantó y todos los asistentes al baile guardaron silencio a la espera de
que la señora Steadman levantara la copa al aire e iniciara su discurso.

—Bellas damas y caballeros, bienvenidos a mi hogar —empezó -. He


organizado este baile para que conozcáis a nuestra nueva vecina. Permitidme que
introduzca a la adorable señora de Noel Magnus en nuestra morada. —La señora
Steadman cogió la mano de Rachel y la hizo levantarse de su asiento en la tarima.

Nerviosa, Rachel se quedó al lado de la mujer mientras recorría con la


mirada a los doscientos invitados. No tenía ni idea de que la tratarían tan bien y el
corazón se le llenó de alivio por su aceptación y de terror por la mentira que había
fomentado hasta el momento.

—Si todos alzáis vuestras copas para brindar por la señora Magnus, seré la
primera en beber por su felicidad en su nuevo hogar. —La señora Steadman se
llevó la copa a los labios.

Un largo silencio se impuso en la estancia mientras el resto de invitados


bebía.

Durante todo el tiempo, Rachel estuvo convencida de que podrían oír el


furioso martilleo de su corazón. La avergonzaba ser el centro de atención y era
incluso peor que esa atención tuviera su origen en un fraude. Si hubiera podido
derretirse en esa tarima para convertirse en un charco apenas visible a los pies de
la señora Astor, lo habría hecho.

Pero, de repente, todos los ojos se apartaron de ella para dirigirse a las
puertas del salón de baile. La fuerte voz de un hombre y los ruidos de una refriega
pudieron oírse en el grandioso vestíbulo de mármol y oro que había más allá.

—¡...Esto es por las molestias! —resonó la voz.

Un segundo después, uno de los sirvientes que seguramente había estado


intentando evitar que el alborotador entrara en el salón de baile fue lanzado
bruscamente a través de la puerta.

Rachel se quedó paralizada. No dejaba de repetirse a sí misma que aquello


no podía ser, pero su alma sabía quién estaba en la puerta. La voz profunda, la
aspereza, la fuerza. Lo reconocería en cualquier parte.

Un coro de gritos ahogados se extendió a través de la multitud y, de repente,


apareció un hombre alto en la puerta. La chaqueta de caribú que llevaba se veía
negra por la mugre y sus rasgos estaban casi ocultos por una rebelde mata de pelo
negro y la barba. Con una expresión enloquecida en aquellos ojos del color del
jerez, recorrió la estancia hasta que clavó la mirada en la tarima. En Rachel.

—¡Dios santo! ¿Eres tú, Noel? ¿No estás muerto después de todo? —
preguntó asombrada la señora Steadman.

El recién llegado se abrió paso a empujones entre la multitud. Los invitados


se iban apartando aterrorizados a su paso, como si hubiera un monstruo entre
ellos. Pero la mirada de aquel hombre no se apartó ni un segundo de Rachel.

—¡Tú! —rugió.

La joven no dijo nada. Tenía la voz atenazada por un miedo que no había
conocido nunca antes. Podía sentir cómo cada gota de sangre en su cuerpo le
descendía a toda velocidad hacia los dedos de los pies.

—He venido a por ti. Esposa —le espetó.

Ella deseaba decir algo; huir; protegerse. Pero siguió inmóvil. Ninguna de
sus extremidades cooperó. Lo único que pudo hacer fue devolverle la mirada.

La fiera mirada de Magnus descendió por su cuello.

Rachel pensó que la estaba estrangulando mentalmente, pero entonces se


dio cuenta de que había visto el ópalo.

El reconocimiento y luego otro ataque de ira sobrevolaron el sombrío rostro


masculino. Noel alargó el brazo hacia la piedra quizá para arrancársela del cuello o
para estrangularla con ella si podía.

Entonces, Rachel encontró, al fin, la vía de escape que tan desesperadamente


buscaba. El aire que no lograba llevar hasta los pulmones le ganó la batalla. Gracias
al terror que sentía y al corsé demasiado ajustado, se sumergió en una bendita
inconsciencia y cayó desmayada a los pies de la horrorizada señora Astor.
Tercera Parte

Una guerra sin cuartel

 
8

La mataría. Cuando el doctor finalmente le dijera que estaba lista para


recibir visitas, se acercaría a la cama donde yacía y le rodearía personalmente el
cuello con los dedos. Noel se pasó una mano por el pelo negro recién cortado.
Mientras trasladaban el cuerpo flácido de Rachel al carruaje y la llevaban a casa,
habían avisado al médico de la ciudad para que la examinara y todavía estaba con
ella.

Él mientras tanto había tenido tiempo de bañarse y de hacer que su viejo


ayuda de cámara le recortara la rebelde mata de pelo. Lo único que le quedaba por
hacer hasta que el médico le anunciara que podía ver a la joven era pasear nervioso
y pensar.

El Corazón negro. La muy desgraciada había tenido la piedra todo el tiempo.


Seguramente la había guardado durante años mientras él batallaba contra vientos
huracanados y temperaturas lo bastante frías como para cortar la piel desnuda.
Debía de haberse reído de él cuando llegaba al Ice Maiden arrastrando su cuerpo
casi muerto y hablaba incesantemente sobre su búsqueda de Franklin y de la
legendaria piedra. Y durante todo ese tiempo, Rachel la había tenido en su poder
considerándola una piedra inútil en comparación con el matrimonio y un hogar.

Maldita fuera. Era dueña de la piedra más famosa del siglo y no se había
molestado en mencionarlo. En lugar de eso, lo único que había hecho era no parar
de hablar de matrimonio. Matrimonio. El maldito matrimonio. Estaba loca. Tenía
que estarlo. Rachel Howland no conocía el valor de nada.

Pero, por supuesto, para todos los demás, era él quien parecía estar loco.
Había ido tras ella como un pretendiente enfermo de amor. El gran explorador
Noel Magnus había vuelto a Northwyck hecho una furia; se había exigido a sí
mismo tanto para llegar lo antes posible que no se había bañado ni cambiado de
ropa en todo el viaje. Nunca nadie lo había visto con un aspecto tan salvaje. Pero
cuando Betsy le había informado de que Rachel había llegado a Northwyck de una
pieza y que estaba tan bien cuidada que incluso en ese momento se encontraba en
un baile en su honor organizado por Gloria Steadman, Noel sólo había sentido un
abrumador e inexplicable alivio. No estaba muerta. No estaba abandonada a su
suerte en algún puerto olvidado de la mano de Dios y obligada a prostituirse sólo
para conseguir algo para comer. Estaba viva y la había encontrado. Bueno, casi la
había encontrado. Ella se encontraba en un baile celebrado en su honor como su
viuda, repentinamente muy libre y dispuesta.

Ahí fue cuando le dominó la ira. La ardiente necesidad de sentir su suave


garganta entre las manos. La inflamable necesidad de venganza.

Lamentablemente, la joven había tenido la cobardía de desmayarse y lo


habían dejado solo en las primeras horas de la madrugada para que paseara
nervioso en la biblioteca como un padre expectante.

Justo entonces llamaron a la puerta y Noel la abrió de un tirón.

—Se muestra coherente, pero el médico dice que ha sufrido una gran
conmoción. Intenta no hacer ruido cuando entres —le indicó Betsy.

Noel cerró los puños con fuerza, pero moderó la voz.

—Déjame verla.

Betsy lo guió por las escaleras iluminando el camino con un candelabro de


oro. El médico se reunió con él en el pasillo del piso superior con un frasco en la
mano.

—Está delicada. He intentado darle cocaína, pero ella no ha querido tomarla.


Quizá si usted se lo pide, ceda y tome la medicación. Le iría bien. —El pulcro
hombrecillo le entregó a Noel el frasco y se dirigió a la puerta principal con Betsy.

Una vez a solas, Noel se tomó un momento delante de la puerta antes de


abrirla. La venganza era lo prioritario en su mente. Deseaba vengarse por todo el
engaño, todas las mentiras, toda la angustia que había sufrido. Y tendría su
venganza. Su expresión se tornó fría.

Ella lo había deseado como marido y había querido ese nefasto lugar como
hogar. Quizá debería limitarse a dejar que lo tuviera. Permitir que probara el
infierno de ser una esposa de la alta sociedad; dejar que soportara la tortura que su
propia madre había vivido hasta que escapó.

Permitir que consiguiera su sueño parecía lo adecuado. Esbozó una


inquietante sonrisa. Sí, después de la pesadilla que le había hecho vivir, dejaría que
hiciera su sueño realidad.

Cuando Rachel vio la amenazante figura en la puerta de su dormitorio,


deseó deslizarse bajo las mantas y esconderse. Deseó fingir que si no lo veía,
seguramente no estaría realmente allí. Quizá se marchara. Quizá no la matara
como sin duda merecía.

—Lo siento— estalló con gruesas lágrimas ardiéndole en los ojos—. He ido
demasiado lejos. Al principio pensé que la casita de los Willem era tuya, y cuando
creyeron que yo era tu esposa, fueron tan amables... —Dejó la frase sin acabar
embargada por la nostalgia, pero entonces recobró ánimos y continuó—: Deseaba
tanto que siguieran tratándome así y... y era difícil hablarles de mi mentira, sobre
todo, después de que me enseñaran tu verdadero hogar y me dijeran lo mucho que
deseaban que me quedara. —Se tragó la oleada de pánico que le subió por la
garganta. No serviría de nada; no merecía compasión. Se merecía todo lo que fuera
a hacerle.

—Durante todo el tiempo, tú tenías el ópalo, ¿verdad? Durante todos esos


años que pasé buscándolo, estaba escondido en el Ice Maiden, ¿no es cierto? —La
voz de Noel sonó grave y dura. Como un gruñido.

Frustrada, Rachel dio varias patadas a las mantas que la cubrían.

—Quería enseñártelo. Mi padre lo encontró el verano antes de morir. Pero,


¿qué habría pasado conmigo si te lo hubiera entregado? Aún estaría allá arriba,
muriéndome por dentro, y tú estarías aquí con tu refinado grupo de amigos,
donando la piedra a un museo con grandes ceremonias.

Noel se acercó a la cama, la agarró por la mandíbula con su enorme mano e


hizo que alzara la cabeza.

Rachel lo miró a los ojos. Había olvidado lo musculoso y fuerte que era.
Incluso a pesar de la tenue luz de gas del dormitorio, su aura de poder era
innegable.

Noel se inclinó sobre ella y la joven se dio cuenta de que estaba recién
afeitado. Nunca había visto su verdadera cara, pero en lugar de sentirse
decepcionada por lo que ocultaba bajo el áspero pelo, se sintió mucho más atraída
por él. Poseía un rostro más apuesto y duro de lo que podía haber imaginado.
Incluso en ese momento deseó alargar la mano y acariciarlo. Tenía el rostro del
arcángel Gabriel, con el pelo y los ojos oscuros del demonio.

—He pasado años en el frío y la oscuridad buscando esa piedra. Años.


¿Sabes lo que es eso, Rachel? —Su mano se convirtió en un torno alrededor de la
barbilla.

La joven se zafó de él.

—Sí —siseó. Tenía las mejillas húmedas por la desesperación, no por la ira
—. Sé demasiado bien lo que es esperar durante años algo... algo que no estás
destinado a tener.

Alargó el brazo hacia la mesita de noche. El ópalo estaba allí, donde lo había
dejado.

—Tómalo entonces. Es tuyo —le espetó—. Es un pago más que generoso por
el uso de tu casa durante estos pocos meses. Sólo consígueme un pasaje de vuelta a
Herschel y me habré ido con las primeras luces del alba.

Noel se sentó en el borde de la cama con los ojos resplandecientes de ira.

Rachel trató de alejarse, pero él le agarró las manos y se las sujetó contra las
almohadas. Se sintió desnuda bajo él. El fino camisón de batista no le ofrecía
mucha cobertura, totalmente estirado como estaba sobre los pechos.

—¿Te atreves a pensar que el daño que has causado puede borrarse sólo con
esa maldita piedra? —Zarandeó la cama como si deseara despertarla—. No es ni
una décima parte de lo que me debes por el fraude en que has convertido mi vida.

—Diles que soy una delincuente. Me da igual. No volveré a verlos nunca. —


Luchó contra él para obligarle a que la soltara, pero Noel ni siquiera se inmutó.

—No. Dejar que salieras corriendo de vuelta a Herschel ahora sería


demasiado bueno para ti.

—Entonces, ¿quieres mandarme a la cárcel?— Las palabras le salieron en un


temeroso susurro aunque seguía forcejeando con él.
—La prisión es el lugar que te corresponde —le respondió con frialdad sin
que sus forcejeos le inmutaran en absoluto.

Rachel apartó la vista, pero las sombras que llenaban los rincones del
dormitorio le ofrecían poco consuelo.

—Llevas razón —admitió mientras una lágrima se le deslizaba por la mejilla


antes de que la lucha en su interior se iniciara de nuevo.

—Pero si te envío a prisión, no podré contemplar tu tortura. No podré ver tu


soledad. No podré regodearme en tu desesperación gruñó—. No. Lo que voy a
hacer es darte esta maravillosa vida que has robado. Te dejaré vivir los próximos
meses como mi esposa. Quiero ver si puedes soportarlo.

Rachel le miró fijamente.

—¿Qué quieres decir?

Noel se rió sin que la alegría rozara sus ojos.

—Quiero que sigas interpretando el papel de mi esposa. De ese modo, me


salvaré de parecer un idiota y recibirás el castigo que mereces.

—¿Qué clase de castigo es ese? He hecho amigos aquí en Northwyck. Tengo


a mi disposición todas las comodidades que pueda soñar. ¿Por qué tendría que
sufrir si esto continuara?

—Porque aún no has tenido un marido al que complacer, ¿no es cierto? —le
dijo en un tono inquietante.

Rachel volvió a mirarlo a los ojos. Respiraba entrecortadamente debido a sus


esfuerzos por zafarse.

—¿Qué... qué quieres decir?

—Tú fuiste quien anunció este matrimonio, así que dejemos que
experimentes el dolor que conlleva. Empezaremos por el lecho conyugal. —Liberó
una mano y siguió sujetándole las suyas con la otra. Luego apartó la ropa de cama
y la estudió acariciando su cuerpo con la mirada, un cuerpo que se revelaba al
detalle bajo el fino algodón.
—No, no puedes. Sabes que no lo haré —jadeó ella—. No estamos casados...

—¿Quién dice eso? —replicó con la comisura del labio curvada en una
diabólica sonrisa.

—Lo digo yo —protestó.

—Eso no es lo que afirmaste ante todos en esta ciudad. —Le apoyó la mano
en el muslo y le subió el camisón hasta llegar al íntimo triángulo entre las piernas.

—Te he dado el ópalo y me iré de aquí para no regresar nunca. Puedes


decirles que la conmoción de verte vivo me mató. —Intentó apartarle la mano.

Noel la ignoró. Deslizó lentamente los nudillos por el pecho y jugueteó con
el pezón bajo la fina batista.

—No —jadeó Rachel, luchando por liberar sus manos.

—Como mi mujer, no tienes ningún derecho a decir que no — susurró Noel


contra su pelo mientras le lamía la suave piel tras la oreja.

—Ningún derecho legal, pero sí moral— le espetó la joven. Finalmente,


desesperada, se volvió hacia él y le mordió el labio inferior cuando Noel se inclinó
para besarla.

—Maldita seas— masculló al tiempo que le soltaba las manos haciendo


ademán de alejarla de él.

—Te lo merecías —le espetó Rachel mientras se abrazaba a las almohadas en


busca de protección.

—Debería haber recordado lo condenadamente difícil que puedes llegar a


ser —gruñó como si le doliera el labio.

—Te he hecho una oferta de paz. No puedo... No, no te ofreceré nada más
que eso —aseveró ella al tiempo que cruzaba los brazos sobre el pecho.

Noel la estudió con una oscura y torva mirada.

—Me has convertido en el hazmerreír de todo Nueva York y, aun así,


quieres establecer límites a tu castigo. Dios, he debido perder la razón. No puedo
creer que haya pensado por un momento que merecía la pena regresar aquí por ti.

—¿Por qué has vuelto?— le preguntó finalmente. Necesitaba saberlo—. ¿Fue


porque te cansaste del norte como yo predije? ¿Deseabas una compañía más
refinada? ¿La de una joven llamada Judith Amberly?— Un nudo de angustia le
oprimía el corazón, pero se juró no darle la satisfacción de verla llorar. Había
perdido la guerra. ¿Para qué darle al vencedor alguna satisfacción más?

Noel se puso rígido.

—¿Dónde la has visto?

Rachel se preguntó si lo que querría saber realmente Noel eran todos los
detalles de su prometida, tal y como lo desearía un amante perdido ya hace
tiempo.

—Me la han presentado esta noche en el baile —se limitó a contestar.

Él se pasó una exasperada mano por los rizos recién cortados. La luz del
fuego del hogar de carbón casi apagado iluminaba las duras líneas de sus pómulos.
Verdaderamente, era el hombre más apuesto que Rachel hubiera visto nunca. La
imagen de Magnus del brazo de Judith Amberly era más de lo que podría soportar.

—¿Por qué no me hablaste de ella? —Las palabras se elevaron entre ellos


como una fortaleza de piedra.

—¿Por qué no te hablé de ella? —replicó furioso de nuevo—. ¿Estás aquí


sentada en mi propio dormitorio fingiendo ser mi esposa y me preguntas sobre mi
vida aquí? Es ridículo.

Rachel le observó con detenimiento. ¿Había visto un brillo de culpa en sus


ojos? ¿Se había debilitado su voz cuando había hablado? No podría decirlo. Sólo
escuchó ira.

Justo entonces, llamaron a la puerta. Noel se levantó y abrió.

—¿Qué ocurre? —gruñó.

Betsy estaba de pie en el pasillo.

—El doctor dijo que la señora necesitaba descanso. Sé que ha pasado mucho
tiempo desde que os visteis por última vez, pero debo recordarte que ha sufrido
una gran conmoción. Tiene que tomar lo que el doctor le ha prescrito.

Magnus se volvió hacia Rachel con una expresión en el rostro que le decía
que más tarde se encargaría de ella. Acto seguido, pasó con brusquedad junto a
Betsy y desapareció en la aterciopelada oscuridad del pasillo.

—Lo siento mucho. No pretendía separaros. —La anciana entró en la


habitación. Llevaba la cofia torcida debido a tanto ajetreo.

—No pasa nada —respondió Rachel con tristeza. Seguía con la mirada
clavada en la puerta como si esperara que, en cualquier momento, él regresara a su
lado.

—¿Tomarás un poco de esto? —El ama de llaves levantó el frasco de cristal


azul que el doctor había dejado.

—No, de verdad, no quiero nada. —No quería que la medicina la aturdiese.


Tenía que planear cómo regresar a Herschel y cómo arreglárselas para pasar el
resto de su vida sin Noel.

Se tumbó de lado y se quedó mirando el brillo rojizo del carbón


incandescente.

Betsy se acercó y le acarició el pelo.

—Fue una gran conmoción verlo de nuevo, ¿verdad? Te juro que no podía
creer lo que veían mis ojos cuando entró en el vestíbulo esta noche con ese aspecto
de criatura salvaje. —Soltó una pequeña risa—. Al principio no lo reconocí. Nunca
lo había visto con tanto pelo y tan desaliñado. Pensaba que nos iba a robar, en
serio.

—Oh, Betsy —gimió Rachel. En su angustia, no se había parado a pensar en


ningún momento en cómo le diría a aquella mujer que ella y los niños debían dejar
Northwyck porque eran un fraude.

—No hables, querida. Has sufrido una conmoción realmente grande. Pero
todo va a ir bien ahora. Noel ha vuelto. Ha vuelto— recalcó Betsy como si fuera un
milagro— Recuperarás tu intimidad con tu marido mañana, cuando tu estado no
sea tan frágil.
—Me temo que Noel no está contento conmigo ahora... —empezó Rachel.

—Ha pasado por muchas cosas, querida —la interrumpió la anciana—. Su


viaje hasta aquí ha sido muy duro. De hecho, nunca le había visto tan delgado.
Pero deberías haber visto su cara cuando le dije que vivías aquí y que estabas a
salvo. El alivio en su expresión fue digno de ver. —Suspiró con satisfacción—. Él te
subió aquí en brazos. Según me ha explicado el cochero, no dejó que nadie le
ayudara contigo en casa de la señora Steadman. Ordenó que el médico se reuniera
con él aquí y luego te atendió personalmente.

A Rachel todo aquello le pareció difícil de creer. Pero, por supuesto, él no


querría que muriera. No cuando podría torturarla para vengarse de ella.

—Esa es una historia maravillosa, pero me temo...

La otra mujer parecía no poder dejar de hablar y volvió a interrumpirla.

—Nunca lo había visto en semejante estado. Cuando le dijimos que no


estabas aquí, sino en casa de los Steadman, no pudo esperar a que regresaras. Ni
siquiera se bañó ni comió nada, lo único que deseaba era verte.

Apuesto a que sí, pensó Rachel con amargura.

—Betsy...

—Trajo ese paquete para ti. ¿Lo ves allí? —Señaló con la cabeza un gran
fardo envuelto en piel sobre la cómoda—. Mientras el doctor te atendía, no
pudimos convencerle de que te dejara hasta que no empezaste a despertar. Sólo
entonces se fue a su habitación para bañarse y comer algo. Pero regresó de
inmediato con ese fardo, y cuando le pregunté si debía sacar lo que fuera que había
en su interior, me dijo que era una sorpresa para ti. Que lo había traído desde
Herschel para ti.

Rachel se quedó mirando el gran fardo. Una parte de ella deseaba lanzarse
sobre aquella cosa y abrirla; otra parte más prudente no quería saber lo que había
dentro por miedo a que contuviera más objetos de venganza.

—Tengo que dejarte, querida. Descansa un poco. Mañana será un gran día
para ti. Necesitarás fuerzas. ¿Sabes?, el pobre Noel ha estado tan angustiado por ti
que no ha tenido ni un momento para ver a los niños. —Betsy frunció el ceño—
Dios mío, te has puesto aún más pálida. ¿No quieres tomar algo de tónico del
doctor?

—No, no... —jadeó Rachel al tiempo que su mente retrocedía horrorizada.


Ni siquiera había pensado en cómo reaccionarían Tommy y Clare al día siguiente.
Por supuesto, los echarían a la calle de una patada junto a ella, pero Noel
probablemente aún no supiera nada de ellos. Sería otra terrible mentira con la que
lidiar por la mañana.

—Duerme bien, querida. Piensa en que mañana todo irá mejor —le dijo
Betsy en voz baja antes de salir de la habitación.

Una vez a solas, Rachel no tuvo otra opción que rezar para que la muerte le
sobreviniera mientras dormía. Esa era la única escapatoria posible. De otro modo,
por la mañana, iba a tener la desagradable tarea de presentarle a Magnus a su hijo
y a su hija, dos completos desconocidos para él.

 
9

—Buenos días, señora Magnus —saludó la doncella cuando Rachel entró


con timidez en la sala del desayuno a la mañana siguiente.

—Qué buen aspecto tiene, señora Magnus— comentó el señor Forest, el


mayordomo, mientras le servía el café.

—Sí, ¿verdad? —asintió Betsy mientras reunía al personal doméstico y hacía


que se retirara sin dilación.

Respirando hondo para tranquilizarse, Rachel miró a la bestia sentada frente


a ella en la gran y reluciente mesa de caoba. El aspecto civilizado que ofrecía aún le
chocaba.

No se parecía en nada al Noel de Herschel. Se había desvanecido su clara


obsesión por encontrar a Franklin y ahora estaba totalmente concentrado en ella,
en la ira y la venganza. También había desaparecido la barba y el pelo rebelde. Su
corto pelo negro iba a juego con el color de los pantalones; la austeridad de la
camisa blanca sólo se veía empañada por una corbata de seda verde que debía
haberle anudado un experto ayuda de cámara. Tuvo la extraña idea de que
probablemente sería un gesto de mala educación por su parte haberse sentado a la
mesa del desayuno sin chaqueta, pero no le sorprendió que no le preocupara
ofenderla. Por su mirada torva, parecía dispuesto a estrangularla si tenía la
suficiente consideración como para acercarse hasta el extremo de la reluciente
mesa de desayuno en el que estaba sentado.

—Por favor, no dejes que te haga esperar —le dijo Rachel mirando en tono
de burla su plato de huevos con beicon casi vacío. Noel no dijo nada. Se limitó a
coger la taza de café y a beber su contenido de un sorbo.

Rachel ignoró su espléndido desayuno. No sería capaz de comer ni un


bocado. Alargó la mano para coger la taza de café, pero se dio cuenta de que
temblaba tanto que no sería capaz de sostenerla.

—He venido para darte esto, nada más. —Hizo rodar el Corazón negro hacia
él. El ópalo brillaba como las profundidades del infierno en contraste con el blanco
del mantel. Carraspeó y continuó hablando —Si eso salda la cuenta, sólo pido que
a cambio me des dinero suficiente para el viaje de vuelta a Herschel. No me queda
nada mío. Gasté todo lo que tenía para llegar hasta aquí.

—Te has servido de mi nombre, de mi casa, de mi fortuna — replicó él con


los ojos resplandecientes—. ¿Y pretendes decirme que aún necesitas más?

Una ardiente llamarada de furia surgió en el interior de Rachel. Había hecho


todo aquello porque lo amaba. Ella se lo había prometido todo, pero él no le había
ofrecido nada.

—No. No necesito nada más —respondió en voz baja. Con la mirada fija en
su vestido de lino color lavanda, añadió—: Te enviaré el dinero por estas ropas
cuando lo tenga, a menos, por supuesto, que seas tan despreciable como para hacer
que abandone esta casa totalmente desnuda.

Por la expresión tensa en el rostro de Noel, estaba segura de que aquella idea
se le había pasado por la cabeza.

Incapaz de soportar más, la joven dio media vuelta y se dirigió a la puerta.

—No te he dado permiso para retirarte.

La mano de Rachel se detuvo sobre el pomo de la puerta. Se volvió hacia él y


lo miró a los ojos.

—¿Qué más queda por decir? Te he dado como pago todo lo que tengo en el
mundo. —Se sentía desesperada, sin saber qué hacer con el profundo dolor que le
atenazaba el corazón—. Si eso no es suficiente, lo único que te queda es avisar a las
autoridades para que me encarcelen. Así que, si eso es lo que pretendes, hazlo ya y
acaba con esto. Estoy tan impaciente por irme de este lugar como tú por verme
marchar.

—Pero yo no quiero que te vayas. ¿Acaso no lo entiendes? — Una


maquiavélica sonrisa rozó sus labios Tú quieres que se te imponga un castigo por
tu mal comportamiento. Acaba con esto, esas han sido tus palabras.

—Si es así, ¿por qué no lo haces? —preguntó desafiante.

—Porque no hay bondad en mí, Rachel. No soy un hombre clemente. Mi


venganza no acabará con el rápido golpe de la puerta de hierro de la cárcel o
lanzándote al frío y cruel mundo de ahí fuera sin siquiera las ropas que llevas
puestas. No. Tengo preparadas cosas peores para ti. Mucho peores.

—Entonces, ¿cuál es tu plan? —Se le estaba acabando la paciencia y tenía


que hacer un gran esfuerzo para ocultar el miedo en su voz.

Noel sonrió. El blanco de sus dientes hacía juego con la inmaculada camisa.
Su sonrisa era deslumbrante y, sin embargo, carecía por completo de alegría.

Y, aun así, a Rachel nunca le había parecido más atractivo.

—Si te envío a la cárcel por fraude, pareceré un ingenuo al que han


engañado. Y si te abandono a tu suerte y dejo que el diablo se te lleve, entonces no
tendré un asiento desde el que poder ver tu miseria. —Hizo una pausa y clavó la
mirada en la suya—. Así que serás mi esposa. Interpretarás tu papel y cumplirás
con tus deberes para que todo el mundo lo vea. Lo harás o morirás en el intento.

A Rachel le pareció que la cabeza estaba a punto de estallarle a causa de la


confusión que reinaba en su interior.

—No te entiendo. Eso precisamente es lo que yo he deseado siempre. ¿Cómo


puedes convertirlo en un castigo cuando he luchado tanto por intentar
conseguirlo?

Noel se negó a mirarla a los ojos.

—Porque será una farsa. No será real. No serás mi esposa, pero descubrirás
cómo habría sido adoptar ese papel, del mismo modo que mi propia madre lo
descubrió. Y si completas tu penitencia, surgirá mi mejor lado y te mostraré
piedad. Cuando supliques que te libere de tu cautiverio y te lo hayas ganado, me
ocuparé de que te lleven de regreso a Herschel.

—¿Vas a ser tan deliberadamente cruel? ¿Sólo para demostrar algo? —


Rachel temblaba por la ira contenida.

—Te voy a dar una dosis de verdad. —La voz de Noel se tornó grave y dura
—. La verdad sobre el matrimonio. La verdad sobre Northwyck y la verdad sobre
mí.

La joven le miró fijamente a los ojos. La ternura que había encontrado en


ellos en Herschel parecía haber desaparecido, sustituida ahora por la frialdad de
un oscuro invierno ártico. Necesitó respirar profundamente varias veces para
calmarse lo suficiente y poder hablar.

—No funcionará. Aunque me vea obligada a interpretar el papel de tu


esposa, hay otras complicaciones que no has considerado.

—¿Quieres decir que hay más en este engaño? Me cuesta creerlo, señora
Magnus. —Sus palabras rezumaban sarcasmo.

—Bueno, en realidad, pensaba decírtelo anoche, pero...

—¡Siento interrumpir! —Betsy asomó la cabeza por la puerta de la sala del


desayuno. Su rostro reflejaba la alegría que sentía—. No sería tan atrevida si no
tuviera a dos pequeños visitantes ansiosos.

Rachel abrió la boca para protestar, para detener al ama de llaves, pero era
demasiado tarde.

—¿De qué estás hablando, mujer? —La voz de Magnus retumbó en la


estancia.

—Es un poco prematuro, pero... —empezó Rachel.

—Pero ¿qué? —bramó Magnus al tiempo que tiraba la servilleta sobre la


mesa y se levantaba.

—No creo que sea el momento, Betsy —suplicó Rachel con la vana
esperanza de que la anciana captara el mensaje.

La buena mujer no sabía qué estaba pasando.

—Pero ellos todavía no lo han visto, Rachel —adujo, perpleja—. Y los pobres
angelitos han pensado que estaba muerto durante todo este tiempo. Es una
sorpresa bastante grande despertar y descubrir de pronto que ha regresado, ¿no
crees?

—Estoy de acuerdo y, sin duda, llevas razón, pero, de verdad, ahora no es el


momento —imploró Rachel.

—¿El momento de qué? —Magnus se volvió hacia el ama de llaves y le lanzó


una de sus penetrantes miradas—. ¿Quién quiere verme?

—Tommy y Clare, por supuesto. No te han visto desde hace mucho tiempo.
Pensaban que estabas muerto —explicó Betsy.

—Tommy y Clare —repitió Magnus mientras miraba a Rachel para que le


ayudara a comprender.

—Ahora no es buen momento, Betsy —gimió Rachel.

—Pero ¿cuándo es buen momento para ver a tu padre después de haber


pensado durante mucho tiempo que estaba muerto? No puedo ser tan insensible
como para decir a los niños que su padre preferiría no verlos ahora.

—¿Niños?— espetó Noel—.¿Padre?— Si las miradas pudieran matar, Rachel


habría caído fulminada.

—Sí. —Fue todo lo que la joven pudo decir, casi desafiándolo a que la
atacara.

Noel cerró los ojos como si el hecho de hacerlo le ofreciera una vía de escape,
y los segundos siguientes pasaron lentamente.

—Betsy —pidió entonces Rachel—. ¿Te importaría llevar a los niños al


salón?

—Por supuesto que no, pero... —El ama de llaves se volvió hacia Noel—...
pero ¿cuándo debo decirles que verán a su padre?

Noel parecía a punto de estallar.

—Los veré en breve, pero antes necesito otro momento con mi esposa. —Sus
palabras fueron una amenaza y una maldición al mismo tiempo.

Betsy cerró la puerta sin poder ocultar su confusión.

Sola con él de nuevo, Rachel reunió fuerzas para hablar.

—Intentaba decirte que...

—¿Qué diablos es esto? Tú y yo no tenemos hijos. No los tenemos—


masculló apretando la mandíbula.

—Me los encontré hambrientos en las calles de Nueva York. No podía


dejarlos allí... No en ese lugar tan duro. Así que los traje conmigo para compartir
mi destino con ellos. Era lógico decirle a todo el mundo que eran tuyos. Y ahora, si
no permites que nos marchemos de inmediato, esta farsa se hará aún más grande.

—Cees que has vencido, ¿verdad? Crees que estás más protegida por traer a
dos golfillos de la calle contigo. Pero no funcionará. Aplicaré contigo la ley del ojo
por ojo y el diente por diente. Veremos quién puede aguantar más tiempo antes de
rogar piedad.

—Pero, ¡Noel! —Lo cogió del brazo—. No puedes usar a Tommy y a Clare
en esta guerra entre nosotros. No puedes hacerles daño. No puedes deshacerte de
ellos tan fácilmente como podrías hacerlo conmigo. Son sólo niños. Tommy no
tiene más de ocho años.

Noel se liberó de su contacto como si le quemara.

—Obsérvame.

Desesperada, Rachel corrió tras él cuando entró decidido al salón.

—Por favor —rogó desesperada.

Tommy y Clare parecían preparados para echar a correr y salvar la vida.


Como en los viejos tiempos, la chiquilla se acercó a toda prisa a Tommy, y la cara
del niño asumió la dureza que Rachel había visto ese primer día en Nueva York.

—¡Yo y mi hermana no le hemos hecho ningún daño y nos iremos ahora si


nos deja! —gritó Tommy. Los seis meses de clases de gramática y dicción se
esfumaron debido al terror que se había apoderado de él.

Magnus se detuvo bruscamente, como si algo le impidiese moverse.

Rachel no podría borrar nunca de su mente la imagen de la alta silueta


masculina cerniéndose sobre los dos niños que se encogían contra el muy
civilizado sofá forrado de seda de damasco. El contraste era escalofriante.

—Por favor, Noel —dijo en voz baja a su inflexible espalda—. Soy yo quien
te ha hecho daño. Soy yo quien debería pagar. No ellos. Los niños han disfrutado
del lujo de esta casa, pero sólo durante un breve periodo de tiempo. Y era su
derecho como niños tener esas cosas, así que ¿no puedes perdonarles? ¿No puedes
dirigir tu ira hacia mí en lugar de hacia ellos?

—Nunca ha sido propio de mí tener a niños desatendidos —le espetó con


dureza aún sin mirarla—. Estos dos no pagarán por tus pecados.

Clare y Tommy se desplomaron en el sofá. El alivio se adueñó de sus rostros


como si hubiera pasado sobre ellos un ángel.

—Pero tú no estás libre de mi cólera —aseguró al volverse hacia Rachel—. Y


pagarás el doble. Una vez por ellos y otra por esta intolerable mentira. —Dio un
paso hacia ella de forma amenazante.

—Pagaré entonces —susurró ella sin moverse de su sitio.

—¡No lo hará! —gritó Tommy.

Antes de que Rachel pudiera ver qué sucedía, Tommy lanzó su pequeño
cuerpo hacia Magnus con toda la fuerza de un tren. Por su parte, Clare, con el
rostro pálido y los ojos azules abiertos de par en par por el miedo, corrió detrás de
él, dispuesta a luchar también.

—¿Qué diablos estás haciendo? —gruñó Magnus, levantando a Tommy por


el cuello de la chaqueta.

Clare le dio un cabezazo y Noel la agarró también.

—No dejaremos que la golpees. ¡No dejaremos que la golpees hasta hacerla
sangrar, porque nosotros te pegaremos primero! — Al intentar darle un puñetazo,
Tommy giró como una peonza.

—¿Qué clase de indeseables has recogido, Rachel? —preguntó Magnus con


la voz totalmente calmada mientras Tommy volvía al ataque.

—¡Corre, Rachel! ¡Corre! —gritó Clare mientras su largo pelo rubio se


soltaba de los pasadores y adoptaba el aspecto de un animal salvaje en busca de
sangre.

—No, no, suéltalos, Noel. —Se volvió hacia los niños y les habló con voz
calmada—. No me pegará. No debéis pensar eso.
Con serenidad, hizo que Magnus soltara a Clare y a Tommy, y éstos cayeron
al suelo hechos un indecoroso ovillo. Jadeantes, los dos niños se quedaron
mirándola como si necesitaran asegurarse de que lo que decía era cierto.

—No me pegará. Os lo prometo —les aseguró.

—Si la tocas, te las verás conmigo —gruñó Tommy mirando a Magnus—. Te


lo juro.

Noel se pasó la mano por el pelo. Su expresión era tensa e indescifrable.

Rachel se dio cuenta de que le había visto hacer ese gesto más de una vez
desde que había llegado a Northwyck. Ni toda la tundra helada ni los hambrientos
osos polares habían llevado a Noel Magnus hasta el límite, pero quizá ella sí lo
había hecho.

—¿Estas criaturas se han hecho pasar por mis hijos? —inquirió tenso.

—Últimamente no se habían metido en ninguna pelea. Bueno, hasta ahora


—respondió Rachel a modo de disculpa—. Normalmente son bastante buenos y
pasan el tiempo en el piso de arriba dando clases con su tutor. La señora Willem
también les ha estado dando lecciones. De verdad, han cambiado mucho desde que
llegaron.

—Llama a Betsy y haz que se los lleven arriba con el tutor. — Los despidió
con un movimiento de cabeza.

—No nos iremos sin Rachel. No iremos a ninguna parte sin ella —afirmó
Tommy.

—Eso —añadió Clare.

La joven se acercó a los dos niños asustados y se arrodilló delante de ellos.

—Yo nos metí en este lío y es cosa mía sacarnos. Pero os prometo que no
tenéis que preocuparos por mí. Puedo cuidar de mí misma.

—Entonces, vámonos, Rachel. Salgamos de aquí y marchémonos —suplicó


Clare. Sus ojos aún se veían angustiados por viejos miedos, y cuando alzó la
mirada hacia el alto y enfadado señor de la casa, se llenaron de nuevos temores.
—Me gustaría irme, pero... —La joven miró por encima del hombro a
Magnus—. Pero me temo que él no está preparado para que nos vayamos todavía.
Y le debemos tiempo para que pueda salir del aprieto en el que le hemos metido al
inventarnos que tiene una esposa e hijos. ¿Lo entendéis?

—No queremos verte con la cara llena de moretones, Rachel. — La voz de


Tommy se quebró.

—Eso no ocurrirá, cariño —lo tranquilizó, sintiendo que ardientes lágrimas


anegaban sus ojos—. Desconozco todo lo que habéis visto o experimentado, pero
como os dije desde el primer momento en que nos conocimos, tenéis que empezar
desde cero aquí. Este es un mundo diferente al mundo del que tú y Clare venís. Es
mejor. Mucho mejor. Los hombres no hacen esas cosas a las mujeres aquí en
Northwyck, os lo prometo.

Se volvió hacia Magnus en busca de respaldo y vio que él miraba fijamente a


los dos niños con un brillo de compasión en los ojos.

—El rostro de Rachel es hermoso y no haré nada para cambiarlo. Nunca


pondría la mano encima a una mujer. Nunca—le aseguró a Tommy con firmeza. Su
mirada se clavó en Rachel y añadió—: Por mucho que se me provoque.

—¿Veis? ¿Lo veis? —La joven abrazó a los dos niños—. Sé que es aterrador
el lío en el que os he metido. Pero ahora debéis prometerme que confiaréis en mí.
Pase lo que pase, debéis confiar en que me encargaré de que cuiden de vosotros.
Os dije que lo haría y pretendo mantener mi promesa.

—Pero, ¿y si no puedes, Rachel? —preguntó Clare con voz ahogada.

—Entonces, otros lo harán por mí —afirmó con gravedad—. Betsy no dejará


que os echen a la calle. —Se volvió hacia Noel—. Y puede que haya otros que
intervengan y hagan lo que es correcto.—Retornó su atención a Tommy y a Clare
—. Pero debéis confiar los dos. Es del único modo que podréis curaros y creer.
Debéis confiar. Os lo he dicho siempre. La confianza es lo más importante. Así que
prometédmelo—insistió—. Prometédmelo.

Clare se lanzó a los brazos de Rachel y la joven la estrechó con fuerza.


Tommy, como siempre, se contuvo, pero la tensión desapareció de su rostro y la
dureza abandonó sus ojos.

Rachel se enjugó una lágrima que se le había deslizado por la mejilla


mientras se erguía.

—Ahora, si a Noel le parece bien, quiero que subáis para seguir con vuestras
lecciones. El señor Harkness debe de estar esperándoos para empezar con la clase
de geografía.

Tommy y Clare asintieron y miraron a Magnus.

—Id —fue todo lo que él dijo antes de pasarse la mano por el oscuro pelo.

Cuando por fin se quedaron solos, Rachel tomó la iniciativa a pesar de su


voz temblorosa.

—Quería hablarte de ellos, pero ya había tantas complicaciones que no


estaba segura de cómo...

—No. —Noel alzó la mano y se negó a mirarla siquiera.

—No me importa lo que me pase a mí, pero no puedo dejar que paguen por
esto. Desquítate conmigo, pero no permitiré que ellos sufran. Son sólo niños.

—Eso ya lo veo.

Rachel guardó silencio durante largo rato y finalmente se decidió a hablar.

—Realmente necesito que me ayudes a encontrarles un sitio en algún lugar.


Sé que no pueden quedarse aquí, pero haría cualquier cosa por verlos felices y bien
cuidados. Pagaré cualquier precio, te lo prometo. Soportaré cualquier castigo.

Hizo una pausa y miró a su alrededor mientras buscaba las palabras


correctas para convencerlo.

—Si hubieras visto lo desdichados y escuálidos que eran cuando los


encontré... En sus vidas no había habido nada más que horror y necesidad. No
puedo dejar que lo poco que han tenido desaparezca ahora. —Le temblaba la voz
—. Dejaría que me golpearas hasta sangrar antes que verlos de nuevo en las calles.
Hasta ese punto deseo su felicidad. —Intentó reírse, pero fue un miserable fracaso
—. ¿Qué necesidad tengo de una cara bonita de todos modos? En Herschel, era
sólo un incordio.

—Sabes que nunca te pondría la mano encima —afirmó Noel con severidad
—. Por otra parte, lo sepas o no, hay cosas peores con las que un hombre puede
destruir la belleza de una mujer. Es mucho más cruel destruir su espíritu. —Sus
pensamientos parecían a un millar de kilómetros de distancia.

—Preferiría que me destruyeras antes que hacerles daño. Ningún precio es


demasiado alto. Ningún precio.

Finalmente la miró. Parecía desear alargar el brazo y acariciarle la mejilla.


Levantó la mano, pero luego la dejó caer al costado.

—Vete.

Destrozada, sacudió la cabeza.

—Pero ¿cómo voy a arreglarlo todo para los niños si me voy ahora?

—Me refería a que subieras a tu habitación. No quiero verte.

Rachel soltó un tembloroso suspiro. El odio de Magnus quemaba y hería


más profundamente que un látigo. Su profecía ya estaba haciéndose realidad. Le
había entregado a Noel su corazón hacía mucho tiempo, así que, ¿qué importaba si
magullaba su cuerpo o le pisoteaba el alma? Ya había pagado por sus errores,
porque el primero había sido enamorarse de él.

—Muy bien —susurró—. Seguiré tu retorcido juego si eso hace que mejoren
las cosas. Pero cuando acabe y hayas ganado, cuando hayas tenido tu venganza,
tendrás que arreglarlo todo para que Clare y Tommy vayan al mejor internado de
Nueva York. Cuando regrese a Herschel, quiero saber que algo bueno ha salido de
todo esto... — Fue incapaz de continuar.

—Me encargaré de ellos. —No la miró. Se limitó a decir en tono monocorde


—: Ahora desaparece de mi vista.

Rachel abandonó la habitación llorando.


10

La joven abrió las ventanas para escuchar a los grillos. La noche traía
consigo profundas sombras que empezaban a cubrir el valle. Desde el asiento junto
a la ventana podía ver los campos de Northwyck envueltos en la bruma típica del
atardecer procedente del río Hudson.

El paisaje nocturno encajaba con su estado de ánimo. Apoyó la mejilla


manchada por las lágrimas en el frío cristal y dejó que su mirada vagara hasta el
horizonte. Soñando despierta, se imaginó desapareciendo en la niebla y dejando
aquella pesadilla atrás.

En lugar de eso, estaba prisionera en una situación que ella misma había
provocado. Y lo peor es que no tenía a nadie a quien culpar excepto a sí misma. Lo
había planeado y llevado a cabo. Ahora lo único que le quedaba era el lujo de su
prisión y la cólera de su carcelero.

Cansada, cerró los ojos. A su padre le habían arrebatado el amor a causa de


la extraña plaga de fiebre amarilla que había llegado misteriosamente un verano a
Philadelphia. Para cuando hubieron subido a Rachel al barco que viajaba a
Herschel en otoño, la plaga había desaparecido tan rápidamente como surgió, pero
se había llevado consigo a numerosas víctimas. Como si fuera una ola que
retrocediera de nuevo hacia el mar. Quizá era así como debía ser el amor. En lugar
de preservar el alma, quizá la consumiera y dejara tras sí una víctima lista para
cualquier tragedia que le esperara a la vuelta de la esquina.

No, no podía ser así. Ella se había sentido llena de energía gracias a sus
sentimientos por Noel. Siempre que él llegaba a Herschel, la joven se había sentido
más viva que nunca. Sentía que cada inspiración que tomaba era más profunda,
cada imagen del hielo y la nieve a su alrededor más blanca y más radiante que el
día anterior.

Cada caricia era más ardiente y más deseada.

Abrió los ojos enrojecidos.


Deseaba gritar negando que hubiera sido así, pero no sería cierto. Había
dejado al hombre que amaba porque estaba volviéndose demasiado duro decir que
no. Estaba escrito que su perdición sería Magnus, y ahora, en lugar de criar a un
hijo bastardo bajo la barra del Ice Maiden, estaba en Northwyck haciendo pasar a
dos niños de la calle como los hijos del señor después de haber fingido ser su
viuda, para así poder llevar a cabo el fraude y vivir en paz.

Pero no habría paz para los malvados. Ni tampoco parecía haberla para
aquellos que se atrevían a amar.

Le dio la espalda a los campos cubiertos por el color del crepúsculo para
examinar su prisión. El dormitorio no estaba cerrado con llave. Ni siquiera estaba
cerrada la puerta. La luz de gas del pasillo entraba parpadeante en su habitación.
En teoría, podía marcharse en cualquier momento. Pero no tenía sentido que le
diera vueltas a esa idea. Una cerradura no significaba nada cuando la voluntad y
las circunstancias suponían una esclavitud aún mayor. No había un modo fácil de
librarse de la situación. Si se marchaba, abandonaría a Tommy y a Clare, y ella
nunca haría eso. Y si se llevaba a los niños con ella, Magnus podría seguirle la pista
con mucha más facilidad y convertir sus vidas en un infierno durante muchos,
muchos años.

Así que no tenía otra opción que quedarse, aceptar el castigo y dejar que su
corazón fuera pisoteado de nuevo. Destino cumplido.

Su triste mirada se iluminó al posarse en el fardo de cuero que habían


dejado allí la noche anterior. Le picó la curiosidad. Se levantó del asiento junto a la
ventana, se acercó y cogió el paquete.

Una capa tras otra de piel de caribú lo cubría. Tuvo que desenrollar más de
diez piezas de piel para llegar al preciado centro y lo que fuera que hubiera en su
interior. Apartó una piel, luego otra, pero una sombra en la puerta la hizo
detenerse de pronto.

Magnus estaba allí. Llevaba la misma ropa que en el desayuno, sólo que
ahora un chaleco de seda negra oscurecía el brillante blanco de la camisa. Había un
rastro de cansancio alrededor de sus ojos que Rachel no recordaba haber visto
nunca en Herschel. Las duras travesías de invierno, las noches de mal whisky y los
días de ventisca a temperaturas bajo cero no habían dejado esa marca en sus ojos.
Los ojos de Noel siempre resplandecían con un cálido brillo marrón similar al del
jerez, pero ahora no era así. Ahora parecían permanentemente velados por la
sombra de su furia y desaprobación.

—Te dejaste esto aquí. —Le tendió el fardo.

—Lo traje del norte para ti —explicó él con voz tensa.

—Salí huyendo de allí. ¿Qué podrías haber traído que yo pudiera desear?

—Ábrelo.

Rachel desenrolló las últimas dos piezas de piel y casi se le pasó por alto su
contenido. Envuelto en la última piel había un resplandeciente fragmento de hielo.

Noel se acercó a ella y lo cogió.

—Esto es todo lo que queda del enorme bloque que coloqué en el trineo, y
ya se está fundiendo. En unos cuantos minutos más, habrá desaparecido.

—¿Por qué? —jadeó ella con suavidad.

—¿Por qué? —repitió Noel mientras observaba cómo se formaba un


pequeño charco en su mano. Lo elevó hasta la boca de la joven y deslizó el
fragmento de hielo entre sus labios empujándolo con la palma—. Porque nuestra
vida allá arriba podría haber sido buena, Rachel. Podría haber sido tan dulce como
el agua que bebes ahora.

El trocito se deshizo en la boca de la joven. Lo último que quedaba de la


pura agua del ártico desapareció.

La ira volvió a Magnus con fuerza renovada.

—Pero esa vida tiene tantas posibilidades de existir en este lugar como un
bloque de hielo en junio.

—Yo podría ser feliz contigo en cualquier lugar, Noel. En cualquier lugar. Te
lo dije —le recordó, trémula.

—No. —Sacudió la cabeza con pesar—. Tú me trajiste de vuelta a esta


maldita casa, a este lugar en el que no quería estar. —La alejó de un empujón como
si no pudiera soportar verla—. Has despertado a la bestia que yo deseaba muerta y
enterrada para siempre.
Rachel lo observó marcharse. Noel no miró atrás. Las pieles quedaron
amontonadas en una pila empapada sobre el suelo, mofándose de ambos con su
vacío. El hielo había desaparecido.

—¿Por qué Noel odia tanto esta casa? —preguntó Rachel a Betsy cuando la
mujer acudió para supervisar cómo abría la cama una de las criadas.

El ama de llaves despidió a la doncella una vez hubo completado sus


deberes y giró la llave del aplique de gas. Todas las luces quedaron apagadas
excepto una solitaria vela sobre la mesita de noche.

—Mañana te espera un largo día, cariño. Magnus irá a la ciudad y quiere


que le acompañes —le anunció la mujer.

—Lo sé, lo sé —dijo la joven mientras se metía en la cama—. Pero tampoco


comprendo eso. Noel desea que le acompañe a la ciudad tanto como desea que sea
su... —Cerró la boca. Casi se le escapó la palabra esposa. Betsy todavía no estaba al
tanto de sus artimañas y Rachel aún no estaba preparada para explicárselo. No
cuando el ama de llaves era su única amiga de verdad. Pero, aun así, tendría que
decirle la verdad algún día y quizá sufrir la pérdida de la amistad de aquella buena
mujer.

—Toda esposa debe acompañar a su esposo cuando éste va a someterse a


una operación.

—¿Qué? —jadeó Rachel, convencida de que no había oído bien.

Betsy frunció el ceño.

—Noel va a la ciudad para operarse de algunas viejas heridas. Supongo que


se agravaron con el último viaje.

—¿Qué tipo de heridas?

—Unas más perjudiciales para el corazón que para el cuerpo, me temo.


Cuando el señor era sólo un niño, su padre, en un ataque de ira, le lanzó una
botella de whisky. La botella se rompió y le quedaron algunos trozos de cristal
hundidos en la espalda y el cuello. Ahora quiere que se los saquen y ha encontrado
un doctor que lo hará.

Rachel se abrazó a la almohada y tembló bajo el fino camisón. No recordaba


haber visto nunca ninguna herida a Magnus, pero, en realidad, no lo había visto
nunca totalmente desnudo, ni tampoco él la había visto a ella.

—Así que ese es el terrible secreto de Northwyck. La crueldad de su padre


—musitó la joven para sí misma.

Betsy la tapó con la colcha.

—Había muy poca bondad en ese hombre. Después de que su mujer huyera,
acusó a Magnus de ser un bastardo a pesar de que el niño era su viva imagen. Noel
pagó el precio por todo. Nunca lo culpé de desear marcharse, pero siempre
mantuve la esperanza de que las cosas cambiaran. —La anciana sonrió con dulzura
—. Y ahora han cambiado.

—Yo también quiero que cambien —susurró Rachel cuando la mujer se


disponía a marcharse—. Pero no sé cómo hacer que mejoren.

—Ya lo has resucitado de entre los muertos y lo has traído de vuelta a casa.
Tendrás que tener paciencia, querida, si quieres algo más que eso. —La anciana se
rió—. Ahora, duérmete. Mañana te espera un largo viaje hasta Nueva York.

Rachel apagó la vela y se acurrucó bajo las sábanas. Deseaba dormir,


encontrar un respiro en la dulce inconsciencia, pero su mente iba a toda velocidad.
Nunca se le ocurrió que Noel pudiera haber sufrido en la infancia. Siempre le había
parecido poderoso, más grande y fuerte que cualquiera a su alrededor. Era casi
imposible imaginarlo como un niño pequeño de la edad de Tommy, vulnerable a
la ira de su padre.

Rememoró todas las visitas de Noel a Herschel. Nunca nadie se peleó en el


Ice Maiden cuando él estaba allí. Mantenía el orden a su alrededor sin violencia,
con férreas palabras autoritarias y una voluntad acorde. El miedo a sus represalias
se había extendido como un manto sobre el Ártico, así que nunca nadie se atrevió a
desafiarlo.

Hasta que lo hizo ella.

En la oscuridad, su mirada descubrió que la puerta a su izquierda estaba


perfilada por una luz amarilla. Cuando llegó a Northwyck, Betsy no dudó en
asignarle el dormitorio de la señora de la casa, que estaba justamente al lado de los
aposentos del señor. Rachel defería haberlo imaginado. El resplandor que veía
procedía de la puerta de Magnus. En su dormitorio, la luz aún estaba encendida.

Se levantó de la cama. No sabía por qué se sintió atraída hacia la puerta,


pero una vez allí, se sorprendió al descubrir que el pestillo no estaba echado y la
abrió un poco, sólo unos centímetros. Lo suficiente para alcanzar a ver el
dormitorio anexo.

Noel estaba allí. Le sorprendió que no estuviera en la biblioteca o en


cualquiera de las muchas otras habitaciones de la mansión. En lugar de eso, estaba
tumbado en medio de la cama, vestido sólo con unos pantalones oscuros y
recostado sobre varios almohadones. Olvidada junto a la cama, había una copa de
whisky de cristal tallado. Por su meditabunda mirada fija en el fuego, parecía a
miles de kilómetros de distancia. Quizá de vuelta en el cruel Ártico, donde había
encontrado la paz.

De pronto Magnus se levantó de la cama y cogió la copa. Decidido a que el


alcohol curara su melancolía, la llenó aún más del whisky que contenía la licorera
que había sobre la repisa de la chimenea de mármol.

Fue entonces cuando Rachel vio las cicatrices. Unos horribles surcos blancos
que se extendían por la espalda masculina como el rastro de una estrella fugaz.
Algunas de las gruesas marcas estaban rojas e irritadas; supuso que eran esas las
que le daban problemas. Cualquier vieja herida se irritaría con el implacable frío
del Ártico. Rachel había visto osos de casi setecientos kilos morir por una herida
irrisoria que se había congelado, descongelado, y que finalmente se infectaba y se
llevaba al animal a la tumba. Una oleada de compasión surgió en su interior al
pensar que aquellas viejas heridas habían sido infligidas por su propio padre. El
gran explorador Noel Magnus era como esos magníficos osos, pero caminaba
herido a causa de las crueldades del pasado.

Siguiendo algún instinto nacido en la tierra salvaje del norte, Noel volvió la
cabeza hacia la puerta tras la cual Rachel se encontraba entre las sombras. Estaba
mínimamente entreabierta, pero se acercó a ella decidido a comprobar si realmente
lo estaban observando.

La joven retrocedió cuando la luz inundó su dormitorio y se tapó los ojos


doloridos con el dorso de la mano.
—¿Me estabas espiando? —inquirió con voz dura. Su silueta cubría toda la
entrada.

—No sabía que ésta fuera tu habitación —trató de explicarse.

—Mientes. Estás aquí como mi esposa, así que es lógico que tu dormitorio
esté junto al mío.

Rachel temblaba con la espalda pegada a las cortinas de seda de su cama,


incapaz de evitar que la mirada masculina la recorriera. El fino camisón
prácticamente revelaba todos los detalles de su figura; la estrecha curva de la
cintura, la generosa opulencia de los pechos, las oscuras siluetas de los pezones
duros en el frío aire de la noche.

Magnus parecía contrariado por su fragilidad. Como si lo excitara y le


molestara al mismo tiempo.

—Estabas observándome —confirmó en un tono grave.

—No. Sólo quería saber qué había tras la puerta —insistió mientras le
castañeteaban los dientes.

—¿Has visto cómo me quitaba la ropa? ¿La visión de mi espalda te ha hecho


retroceder? ¿O quieres ver más del hombre que finge ser tu marido? —Se llevó las
manos al corchete que había en la parte delantera de los pantalones y lo
desabrochó.

—¡No! No te espiaba. Por favor, no volveré a hacerlo —le prometió.

Magnus alargó el brazo, agarró el camisón de la joven y la atrajo hacia él.

—Tú y tu decoro, tu casta y pudorosa sensibilidad. Qué ridículo he sido al


respetarte cuando lo único que estabas haciendo era planear robarme.

—¡No! —gritó con la cabeza echada hacia atrás para poder mirarlo—. Yo no
tenía ni idea de que fueras rico. Nunca te robaría, ni a ti ni a nadie. Sólo quería
hacer uso de lo que tú desechabas. Sólo quería lo que tú dejabas...

Magnus la interrumpió con brusquedad.

—Entonces, ¿cómo te atreves a rechazar mis ofertas, incluso las de sexo? Tú,
que no tienes nada ni a nadie. —Bajó la mirada hacia ella mientras con la mano
libre le recorría la curva de la suave mejilla como si saboreara su contacto—.
Deberías haberme agradecido el halago que suponía mi propuesta y luego haberte
abierto de piernas. —Hizo una pausa y la ira surgió con fuerza—. No eres nadie,
Rachel, simplemente diriges una taberna en el fin del mundo. ¿Quién crees que
eres para querer algo de mí?

La joven apartó la cabeza enfadada. De repente, la visión de él fue más de lo


que pudo soportar.

—Puede... puede que no sea nadie. —Su voz estaba llena de resentimiento y
tensa por la furia contenida—. Y puede que no tenga nada. Y que te haya ofendido.
Eso lo reconozco. Pero no dejaré que tomes lo que no te pertenece.

—Si estuviéramos casados, me lo darías siempre que quisiera. Tendría


derecho a tenerte.

—Quizá sí, según la ley. Pero yo no te reconocería ese derecho. Tendrías lo


que yo te diera y deberías ganarte mi generosidad o, de otro modo, no tendrías
nada.

—¿Qué te hace pensar que puedes desafiarme? Podría destrozarte con una
sola mano.

—No te convertirás en tu padre, Noel. Lo sé.

—No sabes nada. No eres nadie. No tienes nada.

Las lágrimas que pensaba que estaban contenidas, de repente, se


desbordaron e inundaron las mejillas de la joven. Los hombros se le hundieron.

—El Noel Magnus que conocí aquellas noches en el Ice Maiden no habría
dicho eso —susurró. Tragó saliva y añadió-—: No puedo negar que lo que dices es
verdad, pero tengo la fuerza que me dio mi madre y las convicciones de mi padre,
y esa es la razón por la que no moriré en tus manos.

Magnus tiró del fino camisón de batista que agarraba con el puño hasta que
Rachel quedó pegada a su torso desnudo.

—¿No lo ves? El hombre al que conocías no es capaz de ser amable en esta


casa de locos.
Rachel alzó la mirada hacia él y lo miró a los ojos.

—Es sólo una casa, Noel. En los pasillos, donde tú ves a tu padre
imponiendo su tiranía, yo veo a Tommy riendo y persiguiendo a Clare—. Alargó el
brazo y le acarició la dura mejilla. Juraría que se relajó durante una milésima de
segundo—. Es sólo una casa. Los recuerdos pueden cambiar. Pueden volverse
dulces si tú lo permites.

—Ellos no son mis hijos y tú no eres mi esposa —masculló.

—Podríamos serlo —susurró Rachel.

Como si no pudiera seguir escuchándola, Magnus le atrapó la boca con la


suya en un beso devastador y le agarró el trasero con las manos para atraerla
contra sí. Su gruesa y ardiente lengua le invadió la boca una y otra vez en una falsa
penetración.

La joven sintió que las piernas le fallaban y se le escapó un gemido de la


garganta. Deseaba apartarse, pero Noel le ofrecía un tentador atisbo de amor, de
seguridad y felicidad. Y deseaba esas cosas. Las deseaba con toda su alma.

Porque no era nadie. No tenía a nadie. Nada.

—Por favor, no —musitó liberándose de su beso.

El no le respondió y dejó caer los brazos a los costados. El camisón que había
sujetado cayó lentamente y volvió a cubrirla hasta los pies.

—Quieres ser mi esposa. —Habló en un tono monótono, aunque la ira aún


se reflejaba en su expresión—. Mañana tendrás tu oportunidad.

—Te mostraré lo buena compañera que podría ser una esposa —le prometió.

Magnus se rió, pero no había alegría en él.

—¿Sí? —se burló—. Yo, en cambio, te mostraré la peor faceta de este falso
matrimonio.

 
El mensaje le llegó gracias a que el mozo de cuadra había hablado de más.
Noel y Rachel irían a Manhattan por la mañana.

Edmund pidió que prepararan su carruaje sin demora. Había planeado una
noche de lectura, pero, en lugar de eso, iría a Nueva York y estaría allí antes de que
ellos llegaran. Sabía qué hotel frecuentaba Magnus. Su amante había tenido
habitaciones allí durante años. Él estaría en el Fifth Avenue Hotel y les daría la
bienvenida con toda la cordialidad de un viejo amigo.

Y si su enemigo apartaba los ojos de su esposa durante un minuto, la


perdería a favor de Edmund o descubriría que era él el afligido viudo.
11

Fifth Avenue Hotel no tenía nada que ver con la pensión llena de ratas junto
al muelle en la que Rachel había pasado su primera noche en Nueva York. El hogar
en el callejón de Tommy y Clare estaba a unas manzanas de distancia. La joven
sabía que los niños debían de haber pasado junto al llamativo edificio de mármol
blanco, pero los dos golfillos nunca podrían haber imaginado los lujos que
escondía aquel lugar.

Magnus y ella compartían una suite con varias habitaciones en la planta baja
que daban a la bulliciosa avenida. La vista era asombrosa. Un flujo continuo de
carruajes, omnibuses y carros obstruían la calle. A las cinco de la tarde, la
congestión era incluso peor. Varios conductores perdieron los nervios al mismo
tiempo y gritaron obscenidades que Rachel habría oído si no fuera por el grosor de
las cortinas y la calidad de los materiales con los que habían construido las
ventanas.

—Supongo que debería sentirme agradecido de que el cirujano llegue tarde


por el tráfico —masculló Noel con una gran copa de whisky en la mano.

Rachel dejó que las cortinas cubrieran de nuevo la ventana.

—Tendrás más tiempo para aliviar el dolor, sin duda. —Lanzó una vacilante
mirada a la copa de whisky—. No deberías preocuparte. Si ese doctor es tan
conocido, sabrá cómo llevar a cabo la operación.

—Si es cirujano, significa que también es un carnicero. —Magnus hizo una


mueca de resignación y levantó la copa.

A Rachel nunca la habían operado, pero había visto los espantosos


resultados en algunos de los marineros y no pudo discutirle el comentario.

Aun así, trató de animarle.

—Al menos no tendrás que ir a un mugriento hospital. Este es un lugar


espléndido para recuperarse. El cirujano llegará pronto. Te curarás y entonces tus
heridas ya no te molestarán en tu próximo viaje al norte.

—Ah, sí. Mi próxima expedición. —Esbozó una sonrisa—. Primero fui hasta
allí para encontrar a Franklin y ahora planeo ir para poder devolverte al lugar que
perteneces.

Rachel se quedó mirándolo en silencio. Se sentía como una maleta perdida.


Magnus no había dejado de lanzarle pullas desde que salieron de Northwyck. Sí,
seguro que la espalda debía de dolerle, pero ella secretamente creía que la usaba
como excusa. En realidad, lo que deseaba era atormentarla y estaba haciendo un
excelente trabajo.

Unos golpes en la puerta anunciaron la llegada del cirujano. Tras él,


entraron tres sirvientes que el hotel había enviado para asistirle. Cargaban una
larga mesa y sábanas. El joven ayudante del cirujano llevaba consigo una bolsa de
piel negra llena de instrumentos.

Sin muchas presentaciones, el cirujano se puso a trabajar. Noel se tumbó


sobre la mesa con la espalda desnuda expuesta a la brillante luz de la tarde que
entraba por la ventana. Una fina sábana era todo lo que le cubría la parte inferior
del cuerpo.

En menos de una hora, el eficiente cirujano tenía a Noel vendado e


incorporado. El paciente había soportado el dolor con sólo uno o dos profundos
gruñidos que anunciaron su agonía, pero en ese momento parecía que le habían
abandonado las fuerzas. Se tambaleó cuando se puso de pie. La sábana se cayó y
Rachel apartó la vista de inmediato. El grueso miembro cobijado entre los fuertes
muslos era mucho más grande de lo que ella había esperado.

Los sirvientes le envolvieron las caderas con la sábana y lo acostaron en la


cama. El láudano y el whisky finalmente estaban venciendo a su constitución de
hierro. Pareció quedarse dormido de inmediato.

—Gracias, doctor—le dijo Rachel al cirujano mientras éste colocaba sus


ensangrentados utensilios en la bolsa de piel que había traído.

—Dejemos que duerma todo lo que pueda. Cuanto menos se mueva, más
rápido se curará. Si se muestra demasiado irascible, envíe un mensaje a mi
despacho y le daré cloroformo. —El doctor se puso el sombrero.

Rachel se acercó a la puerta para despedirlo.


—Volveré dentro de dos días para ver cómo está. Hasta entonces, no deje
que se mueva. —El cirujano se despidió con un movimiento de cabeza, y se
marchó con su ayudante y el ejército de sirvientes.

La bendita quietud que siguió no se vio interrumpida ni siquiera por un leve


gruñido de Noel. Rachel se dirigió al dormitorio y se quedó en la puerta
observándolo. Su respiración era tan silenciosa que se habría preguntado si el buen
doctor no lo había matado de no ser porque podía ver el rítmico movimiento del
pecho.

Se acercó a la cama, se arrodilló junto a él y acarició un rizo de aquel oscuro


y corto pelo. Tenía el rostro relajado, un aspecto juvenil y apuesto, ajeno al
entrecano hombre de hielo que conoció en Herschel.

—Mi Noel —susurró más para sí misma que para él. El sonido de su nombre
en los labios la relajaba. Le proporcionaba paz y alegría a su corazón.

La sangre ya se filtraba por las blancas vendas. El cirujano había sido rápido,
pero había tenido que hundir mucho el bisturí en la carne y Rachel no podía
imaginar la agonía de soportar eso.

—Mi amor —le susurró, acariciándole los firmes labios.

—¿Traigo algo para cenar, señora Magnus?

Sorprendida, Rachel dirigió la mirada a la puerta del dormitorio. Mazie


estaba allí con su habitual expresión ansiosa por complacer.

—No, gracias. Después de todo esto, no creo que pueda probar bocado —
respondió en voz baja para no molestar a Magnus.

—La señora Willem me despellejará si le digo que no ha comido nada


durante su estancia en Nueva York. —Los ojos irlandeses de Mazie se mostraban
suplicantes.

—Está bien. Haz que traigan una bandeja aunque sólo sea para que puedas
decirle a la señora Willem que hiciste todo lo que estuvo en tu mano. —Rachel le
dedicó una sonrisa cansada.

Mazie le trajo una bandeja de plata preparada por el hotel. Había unos
platos de porcelana tapados junto a una tetera y unas tazas.
—¿Le sirvo un té, señora? —le preguntó—. A mí siempre me anima.

Noel escogió ese momento para gruñir.

Rachel negó con la cabeza y acompañó a la doncella hasta la puerta de la


suite.

—Esto será todo por hoy. Muchas gracias por tu atención. Eres siempre tan
amable...

Incluso después de seis meses de trabajo, Mazie aún parecía sorprendida por
su aparente buena suerte.

—Señora, es un placer trabajar para usted. Un verdadero placer. Después de


mi última señora, no puedo agradecerle lo suficiente toda su paciencia y
consideración.

—Tu última señora era una tirana, ¿verdad?

—Me perseguía para pegarme con el cepillo del pelo día y noche. Nunca creí
que una mujer pudiera tener un corazón tan negro. Pero huir a Northwyck me
salvó. La señora Willem, que es una santa, se apiadó de mí y de mi situación, y me
dejó trabajar en la casa poco antes de que usted llegara.

—Entiendo. Antes eras la doncella de una dama. Esa es la razón por la que
eres tan competente en tu trabajo. Siempre me he preguntado por qué ya estabas
en Northwyck nuestra primera noche, aunque no hubiera ninguna dama en la
casa. —Rachel sonrió—. ¿Trabajabas en las cercanías?

—No, señora. Trabajaba aquí, en la ciudad de Nueva York. Pero... —De


repente, Mazie guardó silencio. Nerviosa, añadió—: Si eso es todo, señora Magnus,
creo que me iré ahora. No quiero mantenerla alejada del señor.

Rachel la dejó ir, sucumbiendo repentinamente a la tensión. En silencio,


observó cómo la doncella se marchaba y cerró con llave la puerta de la suite.

Mazie sabía algo que no decía. Rachel deseaba saber qué era, pero
instintivamente supo que no se lo sacaría a la doncella sondeando de ese modo.
Mazie era de las que lo revelaban todo en conversaciones banales y luego uno tenía
que unir todas las piezas para descubrir la verdad. Le costaría algo de tiempo, pero
sabía que, finalmente, descubriría quién era su antigua señora. Lo que ya tenía
claro era que no le gustaría.

Suspirando, miró la bandeja y le dio la espalda. Lo que necesitaba en ese


momento no era comida. Incluso el té le pareció demasiado para tomarse la
molestia.

Su mirada se posó en Magnus, en sus largas y fuertes piernas, y en la prieta


curva de su trasero bajo la sábana blanca. Se acercó a él. Seguía inconsciente, pero
notó que los músculos de los hombros se estremecían, como si tuviera frío y
temblara.

Cogió la manta del sofá cama y se la colocó sobre los hombros, pero incluso
aquel leve peso pareció causarle dolor. Magnus gimió hasta que se la retiró de la
espalda.

Sin embargo, continuó temblando y Rachel sintió como si estuvieran de


vuelta en el Ice Maiden, una vez más en su habitación, regateando por el calor de
su cuerpo.

Despacio, se desabrochó el vestido y lo dejó caer en la alfombra. El corsé fue


lo siguiente, los zapatos después y luego las enaguas. Finalmente, sólo con la
camisola, se metió bajo la manta y se acurrucó junto a él lo más cerca que pudo sin
hacerle daño en la espalda.

Magnus suspiró y se volvió hacia ella como si lo hiciera por instinto.

Rachel se quedó tumbada a su lado pensando en todas las noches que


habían compartido así, los dos anhelantes con una necesidad no identificada que
aún estaba por satisfacer.

—Lo que necesitas, Noel Magnus, es una mujer que te ame. — Le acarició el
duro y apuesto rostro—. Si abrieras los ojos y vieras... —susurró antes de que el
dolor de su corazón se llevara con él las palabras.

Rachel deseó soñar. Quería escapar a relucientes palacios junto a profundos


ríos, a ciudades con calles llenas de flores, a tierras que se extendían verdes y
cálidas hasta el horizonte. Pero no consiguió nada de eso. Se despertó sin haber
soñado y se quedó mirando la ventana revestida por pesados cortinajes que daba a
la Quinta Avenida.

Ya debía haber amanecido. Sentía que había dormido durante días, pero era
imposible saber la hora por el aspecto de la habitación. Las lámparas de gas aún
estaban encendidas y las cortinas de terciopelo color berenjena bloqueaban
eficazmente la luz del día que debería haber entrado.

Tomó una profunda inspiración. Sintió todos sus músculos relajados y se dio
cuenta de que estaba envuelta en una deliciosa calidez. No sabía si sus
extremidades tendrían la fuerza para moverse. Por la noche, Noel había dejado
caer el brazo sobre su pecho y ahora la atrapaba en el interior de un caparazón de
calor y seguridad.

Volvió la cabeza y lo buscó con la mirada para evaluar cómo había pasado la
noche. La estaba mirando fijamente con sus oscurecidos ojos ligeramente turbios
por las drogas.

—¿Estamos en el norte, Rachel? ¿Es por eso por lo que estás tumbada a mi
lado? —susurró. Su voz sonó áspera.

La joven intentó apartarse, pero él le sujetó con fuerza el brazo contra la


cama.

—¿Estás pensando en huir de mí? Hace frío. ¿Qué hombre podría


mantenerte tan caliente como yo? —Unas gotas de sudor le perlaban la frente.

Rachel se mordió el labio inferior atemorizada. Noel ardía a causa de la


fiebre, pero incluso debilitado como estaba, era más del doble de grande que ella y
tenía la fuerza de un buey.

—Duerme, amor mío. Necesitas dormir—lo tranquilizó.

—Entonces, quédate a mi lado. No te vayas —le exigió.

—No, no me iré —lo aplacó mientras sentía que la atraía aún más contra sí.

Sin decir nada más, Magnus volvió a cerrar los ojos y se sumergió de nuevo
en un profundo sueño.

Atrapada, Rachel no tuvo otra elección que cerrar también los ojos y durante
unas cuantas horas más, saborear las licencias que una esposa daría por supuestas.

 
 

Ella no ha salido. De eso estoy seguro. —El sirviente del hotel se encontraba
en la suite de Edmund del Fifth Avenue Hotel. Su mano no estaba extendida a la
espera de una propina, pero bien podría ser el caso. Tenía una expresión tan
impaciente y codiciosa como la de un vendedor de seguros.

—Bien. Quiero que me informes en cuanto salga de la suite — exigió


Edmund—. En el mismo instante en que lo haga.

—Podrían pasar varios días. El señor Magnus tiene fiebre y se dice que su
esposa no se separa de su lado.

—Estaré aquí esperando hasta que deje la suite. Quiero que se me informe
en el mismo instante en el que haga una aparición pública. ¿Está claro? No quiero
errores —gruñó antes de entregar al hombre varios dólares de plata.

—Sí, señor. Me ha quedado muy claro —aseguró el sirviente antes de hacer


una profunda reverencia y retirarse.

 
12

—Qué agradable es sentir el sol de nuevo. —Rachel se rió—. Nunca pensé


que diría esto aquí.

Mazie caminaba con ella por la Quinta Avenida.

—Ha estado confinada en el hotel durante cinco días. He pensado que le iría
bien sentir la luz del sol.

—Me siento más tranquila ahora que Magnus está mejor —comentó Rachel
en voz baja.

Mazie casi resopló.

—Si estar sentado en una silla y gritar órdenes como el peor de los tiranos es
estar mejor, entonces, sin duda, nunca ha podido estar más sano.

Rachel intentó ocultar una sonrisa. Magnus era de armas tomar. Los
sirvientes le odiaban y las camareras huían de él despavoridas. Pero, aun así,
aquella bestia era mucho mejor que el hombre enfebrecido y delirante al que había
cuidado durante los últimos días, cuando ni siquiera el doctor había sabido cómo
contenerlo.

Cinco días de fiebre no eran nada para ese tipo de cirugía, según había
comentado el médico, y aunque Magnus estaba pálido y débil, y mostraba una
abominable disposición para cooperar, su mejoría era claramente visible.

—Al menos se está recuperando. El doctor dice que seguramente podremos


volver a casa en menos de una semana si las cosas progresan tal y como está
previsto —dijo Rachel.

—Sí, puede que sea así, pero no se sorprenda si el señor no se porta bien con
usted. Le pasó a la señorita Harris. Algunos dicen que sufrió unas fiebres y que
cambió por completo. Era un ángel pero, a partir de ese momento, se convirtió en
un demonio.
—¿Es ese su nombre? ¿La señorita Harris? ¿Es esa la mujer para la que
trabajabas? —Rachel sabía que Mazie le revelaría más cosas si no mostraba
ninguna curiosidad, pero no pudo evitarlo. Durante cinco largos días, no había
tenido prácticamente a nadie con quien hablar y ahora deseaba mantener una
conversación con alguien que no estuviera delirando.

Todo un abanico de emociones sobrevoló el rostro de Mazie. Desde el afecto


a la desesperación.

—Oh, señora, por favor, no le cuente a nadie que le he hablado de ella. Me


despedirían si lo hiciera.

—¿Despedirte? ¿Cómo podría ser? —preguntó Rachel mientras paseaban


por la calle veintitrés.

—Oh, por favor, no hablemos de mi pasado, señora. Se lo ruego.


Compadézcase de mí y no lo haga. De lo contrario, me despedirán. Créame.

La temerosa expresión de la doncella no cedió por mucho que Rachel intentó


tranquilizarla.

—No hablaremos de ello nunca más, te lo aseguro, Mazie — dijo finalmente


al tiempo que señalaba con la cabeza la berlina del hotel que las había escoltado en
su paseo.

—Oh, gracias, señora. Gracias. —La doncella parecía destrozada—. No sabe


cuánto valoro trabajar para usted. Se muestra siempre tan amable y considerada...
Sólo deseo complacerla, no disgustarla.

Rachel permitió que el cochero la ayudara a subir.

—Como he dicho, no volveremos a hablar de ello.

Pero durante todo el trayecto de vuelta, a Rachel le quemó la curiosidad con


todo el calor de la fiebre de Magnus. Deseaba saber desesperadamente cuál era el
misterio que envolvía a la señorita Harris. Algo le decía que el tema era difícil y
complicado, y esa era la razón por la que Mazie deseaba mantenerla en la
ignorancia acerca de su antigua señora. Pero también sabía que era fundamental
que conociera todos los conflictos a su alrededor. De ese modo, tenía más
posibilidades de protegerse a sí misma. Y algo le decía que iba a necesitarlo.
 

—¿Conoces a una tal señorita Harris? ¿Es una vecina? —le preguntó Rachel
a Magnus en cuanto se sentaron para comer en la suite.

El se quedó mirándola desde el otro lado de la magnífica mesa de caoba.

—¿Cómo diablos conoces ese nombre? Yo nunca te lo he mencionado.

Por su reacción, Rachel supo que había puesto el dedo en la llaga. Su


curiosidad y miedo se duplicaron.

—Sólo he oído hablar de ella. Tenía curiosidad por saber si vivía cerca de
Northwyck, eso es todo. —Bajó la mirada al exquisito filete semiglaseado que
reposaba sobre su plato, pero se vio incapaz de probar bocado.

—Tu curiosidad no te hace ningún bien —le espetó negándose a mirarla—.


Como insistes en interpretar el papel de mi esposa, te diré que el hecho de
fisgonear por ahí sólo hará que recibas lo que mereces.

Rachel se levantó bruscamente de la mesa. Aquel hombre era imposible. Ni


siquiera podía disfrutar de una comida con él. Enfadada, se dirigió a las ventanas.
La Quinta Avenida resplandecía con una larga hilera de lámparas de gas. Docenas
de carruajes pasaban con las luces encendidas, bamboleándose de lado a lado al
sortear los desiguales adoquines de la calle. Incluso bajo la lluvia era
impresionante ver tanta actividad, tanta gente enfrascada en la aventura de la vida
diaria. Era diferente a la solitaria tundra, donde uno contaba los días tirando
piedras en un cubo, donde uno trataba a un visitante como si fuera tan exótico y
precioso como la realeza.

—Maldita sea —exclamó Noel a su espalda. Oyó el chirrido de la silla y el


quejido de las ruedecitas de la mesa cuando la apartó de un empujón.

—¿Debo llamar para que retiren la cena? —preguntó ella sin mirarlo.

—Sí —siseó él.

Rachel se acercó a la pared y tiró de una palanca sujeta a una campana en la


oficina del conserje. Sabiendo que la llamada procedía de la suite de Noel Magnus,
el conserje haría que se llevaran la mesa y su contenido intacto en cuestión de
segundos.

Cuando el servicio se retiró, la joven aún se encontraba fascinada por la vista


de la avenida, mientras que Magnus merodeaba a su espalda, paseaba nervioso y
rebuscaba en las estanterías de libros, desechando cualquier entretenimiento como
un oso en busca de miel.

—El doctor dice que seguramente podremos irnos mañana si lo considera


oportuno —comentó Rachel—. Tengo muchas ganas de ver a Tommy y a Clare, de
asegurarme que no se meten en ningún lío.

—Son unos sucios huérfanos de la calle y, aun así, tú los tratas como si
fueran tus propios hijos —se burló Magnus.

La joven no estaba dispuesta a discutir con él. Esa noche, no. No cuando
deseaba saber quién era la señorita Harris y por qué su nombre le había puesto tan
nervioso.

—Toda mi vida me he sentido engañada. Mi madre murió de fiebre amarilla


cuando yo tenía ocho años, así que tuve que abandonar la elegante casa donde ella
trabajaba y reunirme con mi padre en su maldito ballenero. Nunca olvidaré el
Shona. Su carga apestaba a sangre de ballena y a vómito. Aunque era el capitán, el
camarote de mi padre era tan pequeño que yo tenía que dormir en el suelo. Hasta
que el Shona no se hundió en el puerto un invierno, no volví a ver una cama de
verdad. Por aquel entonces ya tenía veinte años. —Esbozó una triste sonrisa—. Y
luego, llegó el placer del Ice Maiden y todos los encantos de dirigir una taberna.

Finalmente, se dio la vuelta para enfrentarse a él.

Magnus le devolvió la mirada.

—Sí, por muy atrás en el tiempo que vaya en mis recuerdos, siempre he
sentido lástima de mí misma. —Rió con amargura—. Lástima por mi suerte en la
vida. Tanta lástima que se me ocurrió este insensato plan para hacerme con tu
«casita de campo». Luego llegué a Nueva York, esta gran, terrible y maravillosa
ciudad, y encontré a dos niños viviendo en el lodo debajo de una escalera. —
Extendió las manos abiertas en un gesto de rendición—. ¿No lo ves? Fui una
estúpida por sentir lástima de mí misma. Mi madre y mi padre me querían.
Cuidaron de mí hasta que murieron. Tuve mucha más suerte que Tommy y Clare.
Me dieron una lección de humildad, Noel. Necesito cuidar de ellos, porque ellos, a
su vez, necesitan que yo lo haga, y mucho. ¿No lo entiendes?

—No, no lo entiendo —replicó él con la mandíbula apretada—. Pero has


hecho tantas cosas estúpidas que no me extraña que consideres un deber cuidarlos.

—Si no te gustan los niños, podemos marcharnos cuando quieras. Trabajaré


para conseguir nuestros billetes de vuelta a Herschel si debo hacerlo. Puedes
contar con ello. —Alzó la cabeza en un gesto desafiante.

—Pero entonces, me privarías de mi justa venganza y yo no quiero eso.


Desde luego que no. No cuando me debes tanto que nunca podrás reparar el daño
que has infligido a mi nombre y mi reputación.

—El nombre y la reputación no importan tanto como la comida. ¿Has vivido


debajo de una escalera, Noel? ¿Has corrido suplicando sucio y con frío a través del
mugriento lodo de esta ciudad? No, no lo has hecho. Así que cóbrate tu venganza
conmigo y deja en paz a Tommy y a Clare. La poca fe e inocencia que les queda es
mía, porque yo me gané su confianza. Y ahora moriría intentando cuidar de ellos.

—Esos niños no se lo merecen —masculló él.

—Eres un hombre horrible, Noel. Que el diablo se te lleve, si eres capaz de


hacer daño a un niño.

Magnus guardó silencio durante un largo momento y luego habló con voz
grave y profunda.

—Yo habría anhelado una vida bajo una escalera, en la mugre y el lodo, si
hubiera sabido de su existencia.

Atónita, Rachel lo observó retirarse al dormitorio. Sus movimientos eran


forzados y reflejaban el dolor que sentía.

De pronto, el reconocimiento la golpeó con la fuerza de una locomotora. Allí


estaba ella otorgándole el papel de villano ante Tommy y Clare, cuando él había
alimentado y vestido a esos mismos niños que menospreciaba, cuando su propio
padre le había hecho tanto daño que incluso décadas después tenía que someterse
a cirugía para curar las heridas que le había infligido.

De repente se dio cuenta de lo poco que sabía de él. Era el impresionante


explorador Noel Magnus, el hombre cuyo nombre se pronunciaba en los salones
entre reverentes susurros. Era grande y fuerte, su cuerpo se sentía cálido bajo las
pieles de caribú de la cama de Rachel, pero de su corazón, del niño que había sido
atacado por su propio padre con una botella rota, de ese hombre sabía muy poco.
Era un desconocido.

—Noel, lo siento —se disculpó mientras se acercaba a él y sentía que el


pecho le dolía por alguna emoción sin identificar.

—¿Qué sientes? —le espetó, recorriéndola con la mirada—. ¿Sientes todo el


daño que me has causado? ¿Sientes lo de esos dos infelices de la calle? Deberías
sentirlo.

Se dio la vuelta y se dirigió a su dormitorio.

Ella no deseaba seguirlo, pero algo la obligó a hacerlo.

Al ver que se sentaba en el borde de la cama, se acercó apresuradamente a la


mesita de noche y cogió vendas y ungüento.

—Ven. El doctor dijo que era importante cambiar los vendajes con
frecuencia. Te sentirás mejor si no esperamos a mañana.

—Date prisa en hacerlo.

Rachel se arrodilló a su lado y, despacio, le quitó la tira de lino que le


envolvía el torso. Si le hizo daño, ocultó su dolor con una serie de miradas duras y
una mandíbula apretada.

Su espalda estaba plagada de cortes apenas cerrados. Los bordes de las


heridas estaban inflamados, pero carne rosada, y no del temido color negro, surgía
ante los ojos de la joven cuando las limpiaba.

—Acaba y déjame tranquilo —gruñó Noel cuando ella intentó limpiar la


más grande de las heridas.

—Sí —lo calmó con un nudo en la garganta por la emoción. Le tapó la


espalda envolviéndole el duro torso con una nueva venda de lino.

—Ahora vete —le ordenó cuando acabó.

—Sí —susurró ella mientras dejaba las vendas sucias en una bacinilla y
cerraba la puerta de la mesita de noche. Después se dirigió a la puerta para dejarlo
con sus pensamientos, pero sus palabras la detuvieron.

—Podría haber tenido algo bueno, Rachel. Podríamos haberlo tenido.

La joven se dio la vuelta. Incluso desde el otro extremo de la espaciosa


estancia, pudo ver la amargura grabada en el rostro masculino. Su fe e inocencia
perdidas, el niño herido en su interior, se le clavaron en el alma.

—Aún podemos lograrlo. No todo está perdido —le aseguró en voz baja.
Guardó silencio durante un largo momento y luego añadió—: Lo único que sabía
de ti era que eras un famoso explorador. Llegabas al Ice Maiden como una gran
tormenta de invierno y todo el mundo te aclamaba a tu llegada. —Clavó los ojos en
los suyos y le mantuvo la mirada—. Ahora sé que eres mortal, tan mortal que creo
haber descubierto que eres casi como yo misma. Y debo decir, Noel, que eso me
anima.

—No es mi caso —replicó él con un tono glacial.

Rachel se rió con suavidad.

—Ya lo veo.

—¿Te burlas de mí? —Se levantó con las manos cerradas formando puños.

Sin duda, era lo bastante fuerte como para matarla con un solo golpe, pero
no estaba asustada porque empezaba a conocerlo ya.

—No, no me burlo de ti. Te estoy dando la bienvenida, Noel. Dándote la


bienvenida a la tierra donde el resto de los humanos vivimos y nos las arreglamos,
como tú también aprenderás a hacerlo si lo intentas.

Se acercó a él y, sin previo aviso, le rodeó la cintura con los brazos despacio
y lo abrazó.

Fue la cosa más natural para los brazos de Magnus rodearla y para su mano
acariciarle el cabello. Cuando él la estrechó contra sí, Rachel cerró los ojos y por un
momento estuvo de vuelta en Herschel, creyendo en su promesa de que la haría su
esposa.

Recordó aquella noche en el Ártico cuando sus palabras lo eran todo para
ella. Él le había pedido que se desvistiera y se tumbara desnuda a su lado en la
cama, pero, asustada, Rachel se negó. No obstante, para apaciguarlo, se quitó las
pieles hasta que se quedó tuncamente con la enagua de lino. Luego se había
deslizado bajo las mantas y le permitió que la abrazara y que su miembro de duro
terciopelo le presionara el muslo desnudo.

Habían ido demasiado lejos entonces. No debería haberle permitido más,


pero Noel era un maestro de la anatomía femenina. Le deslizó los dedos entre los
muslos, encontró el sensible clítoris y empezó a acariciarlo con unos dedos firmes y
rítmicos, relajantes en su suavidad.

Enseguida, sintió que se excitaba. Sin embargo, en lugar de apartarlo y


reprocharle que se tomase esas libertades, anheló más y luego mucho más...

Abrió los ojos de par en par. La imagen de ella misma presionándose contra
él con los muslos húmedos por la transpiración y el placer surgiendo en dulces y
lentas oleadas en su interior fue más de lo que pudo soportar. Había actuado como
una estúpida. No sólo le había permitido torturarla, sino que ahora pasaba casi
todas las noches recordando la escena en su mente antes de acostarse hasta que
pensaba que se volvería loca.

Era una tortura exquisita.

Magnus le hizo levantar la cabeza. Sus movimientos eran forzados y era


evidente que aún sentía dolor, pero la besó en la oscuridad, con su pecho cálido y
los fuertes músculos sujetos por el vendaje.

—No, Noel —susurró la joven al tiempo que se apartaba.

El se negó a soltarla. Aunque debilitado por el dolor, era extremadamente


fuerte. Sus brazos se asemejaban a una jaula de acero y por mucho que ella
forcejeara no conseguía liberarse.

Como un fogonazo, Rachel recordó el resto de la noche que había pasado


con él, cómo le había negado su placer, a pesar de que ella había recibido el suyo.
Le dijo que se entregaría por entero cuando él cumpliera su promesa de
matrimonio. Noel le había dicho que era egoísta, pero, aun así, terminó por ceder.

—Haré que cumplas tu palabra —juró entonces mientras los dedos de Noel
desabrochaban los botones de su vestido.
—Puedo hacer que te doblegues. —En la tenue luz, una sonrisa tiró de la
comisura de su boca—. Unas cuantas noches juntos y me suplicarás que no
mantenga mi promesa.

—No habrá ninguna noche juntos jadeó observando cómo su mano le abría
el vestido despiadadamente.

—Olvidas que todo el mundo cree que eres mi esposa. —Continuó con
aquella siniestra sonrisa—. Recuérdame cuando regresemos a Northwyck que
haga que trasladen mis cosas a tu habitación. Creo que duermo demasiado lejos
del dormitorio de mi esposa y me gusta tener a una mujer a mi lado que me
mantenga caliente por la noche.

Con exquisita suavidad, acarició la parte superior del pecho de la joven que
el corsé no podía someter. Bajó la mirada hacia ella con admiración en los ojos por
el prieto satén negro que mantenía sus senos en una jaula de erótico hierro.

—Me gusta este corsé. Es perfecto para ti. Debes conservarlo como recuerdo
de tu «viudedad» y ponértelo cuando te lo pida — le exigió mientras su boca
bajaba hasta la de ella y le daba un profundo beso antes de que los labios
descendieran hasta el pecho, donde su mano había estado acariciándola.

El corazón de Rachel martilleaba con fuerza.

—No puedes tenerlo todo sin la promesa de casarte conmigo.

—Lo podré tener todo cuando me ruegues que rompa mi promesa —le
aseguró al tiempo que sus dedos jugueteaban con los bonitos lazos lilas que
adornaban el borde superior del corsé de satén negro. Sin previo aviso, le bajó
bruscamente el vestido por debajo de las caderas y le recorrió la ajustada cintura
con las manos. Le rozó los hombros con los labios y dejó que la lengua jugara en la
delicada estructura de la clavícula.

—No permitiré que rompas tu promesa. Me acostaré contigo esta noche,


pero será como en Herschel. No habrá nada para ti. Nada —gimió Rachel cuando
las manos de Magnus tiraron de los lazos del corsé. Deseaba resistirse a él, pero el
recuerdo del placer estaba tan cerca como la repentina humedad entre sus muslos.
El corsé se aflojó y la boca masculina cubrió ardientemente el pezón.

Pero la sensatez se impuso finalmente y la joven se alejó hasta el otro


extremo de la habitación, lo más lejos que pudo de él.
—Mantendré mi palabra, Noel. Juro que lo haré.

Él se quedó mirándola con un diabólico brillo en sus oscuros ojos.

—Entonces, asumo el riesgo. Veamos cuántas noches pasan antes de que


haya algo para mí. ¿De acuerdo, esposa?

Un fuerte golpe en la puerta la despertó. Magnus ya estaba incorporándose


y maldiciendo.

—¿Qué ocurre? —bramó mientras impedía que Rachel abandonara la cama


para buscar sus ropas.

—Hay un mensaje urgente para usted, señor. Me ha parecido poco prudente


no entregárselo hasta la mañana. —Era la voz del gerente del hotel.

Magnus se levantó. Ni siquiera se molestó en cubrir su desnudez cuando


abrió bruscamente la puerta del dormitorio. Cogió el mensaje escrito con
brusquedad y cerró de un portazo en las narices del hombre.

—¿Está todo bien? ¿Es de Northwyck? ¿Les ha pasado algo a Tommy o a


Clare? —Rachel no dejaba de retorcerse las manos.

Magnus se acercó decidido al aplique de gas. Abrió la nota, la leyó


rápidamente y luego, exasperado, la arrugó y la tiró sobre el escritorio.

—¿Está todo bien en Northwyck? —preguntó Rachel.

—Todo está bien en Northwyck —asintió Noel.

La joven soltó un suspiro. Fue entonces cuando se fijó en él bajo la tenue y


parpadeante luz del aplique, en los vendajes y en sus largos muslos, que formaban
un marco perfecto para su evidente deseo.

—¿Ya te has rendido, esposa? —le preguntó arqueando una exasperante


ceja.
Rachel apartó la mirada y se giró hacia la pared en una respuesta muy clara.

Pero Magnus tenía sus propias ideas. Se deslizó bajo las finas sábanas
egipcias y se acercó más y más a ella hasta que la joven pensó que tendría que
tirarse al suelo para evitarlo.

Justo cuando estaba considerando hacerlo, él le rodeó la cintura con brazo


de acero, amoldó las caderas a la sensible carne del trasero femenino y la sujetó con
fuerza contra él, desafiándola a que ignorara su erección.

Paralizada, Rachel se obligó a no pensar en nada para evitar que la tentación


la debilitara.

Sin embargo, su mirada no resultó tan fácil de dominar. En la oscuridad,


distinguió la forma del corsé de satén negro y de los lazos tirados sobre el fondo
más claro de la alfombra. El lazo lila que bordeaba la parte superior de la prenda
resplandecía bajo la luz que entraba por un pequeño hueco entre las cortinas.

La visión del corsé la torturó. Pensamientos de liberación le inundaron la


mente mientras la pesada mano que descansaba sobre la curva de su cintura
prometía caricias que no había conocido con anterioridad.

Aun así, sabía que no podía sucumbir; si lo hacía, lo perdería todo. De modo
que cerró los ojos con fuerza y pensó en su hogar; en hielo y nieve, en manos
agrietadas y sangrantes, y en grasa de animales marinos.

A través de todo eso, la mano sobre su cadera y la dureza contra su trasero


siguieron allí.

Le costó mucho tiempo volver a dormirse.

 
13

Rachel pasó junto al trozo de papel arrugado cientos de veces. Lo que


estuviera escrito en la nota no era de su incumbencia, se decía a sí misma. Sin
duda, no había preocupado en lo más mínimo a Noel, porque la había tirado tan
rápidamente como la había leído.

Sin embargo, el mero hecho de que él se hubiera negado a decirle su


contenido la había dejado muriéndose de curiosidad. Noel estaba acabando de
desayunar en el salón mientras ella se había excusado para buscar el resto de las
horquillas que aún estaban desperdigadas entre las sábanas. Era su única
oportunidad de ver lo que ponía en la nota, quizá para descubrir otra faceta oculta
más del hombre al que amaba desesperadamente.

Alisó despacio la pequeña hoja; cada ruido la convencía de que Noel se


abalanzaría sobre ella en cualquier segundo. La habían escrito con tinta gris sobre
un papel color crema.

Cariño:

¡Debo verte! La mera idea de que estuvieras muerto me dejó destrozada. Ahora
anhelo encontrarte en el lugar que te corresponde como mi amo y señor.

Te esperaré toda la noche con brandy y un baño preparado.

Tu querida Charmian
 

Rachel arrugó el papel en la mano. Apenas podía respirar. Estaba atónita. Ya


le había resultado bastante difícil descubrir lo de su prometida, la señorita
Amberly, pero esa mujer llamada Charmian era algo más. Mucho más. Era
evidente que Noel mantenía una relación con ella. Charmian era su amante. Era su
equivalente ártico a una esposa nativa. Charmian había estado interpretando el
papel que Noel había intentado otorgarle a Rachel sin éxito.

—Veo que no necesito explicarte quién es la señorita Harris — comentó


entonces Noel con tono ácido, mirándola fijamente desde la puerta.

En su conmoción, Rachel no lo había oído levantarse de la mesa del


desayuno. Ni tampoco había oído cómo se acercaba al dormitorio.

Extendió el brazo hacia él y le entregó la bola de papel.

—Perdóname. Ya veo que no era asunto mío. —Pretendía pasar junto a él,
pero una caricia en su mejilla la hizo detenerse.

—Si hubiera querido que vieras la nota, te la habría mostrado. No era mi


intención explicarte quién era Charmian Harris, pero ahora supongo que debo
hacerlo...

—No —le interrumpió bruscamente—. No exijo ninguna explicación. No


tengo derecho a ella. No soy tu verdadera esposa; ni siquiera soy tu amante. Si
tienes una, entonces, es asunto tuyo y de ella. No mío.

Rachel trató de dominar sus emociones, pero cuando Magnus hizo ademán
de volver a acariciarle la mejilla, se apartó como si la quemara.

—No fui a verla anoche, ¿no te dice eso algo?

—No quiero saber nada de ella. De verdad —le aseguró Rachel—. Ahora veo
que lo de anoche fue un error. He cometido tantos... —Los ojos le ardían por las
lágrimas de desesperación no derramadas—. Regresaré contigo a Northwyck, pero
luego debo marcharme. No podrás detenerme.

Magnus perdió la paciencia.


—No permitiré que me des órdenes. Charmian Harris era mi amante, pero
no la he visto desde...

—¿Desde cuándo? ¿Acaso no la viste durante tus visitas a Nueva York en los
últimos cinco años? ¿Esos mismos cinco años en los que me visitabas a mí y a mi
padre en Herschel, y me prometías amor y matrimonio? Y luego, venías aquí en
busca de provisiones para así poder...

Consciente de que estaba a punto de perder el control, se acercó a una silla


con aire cansado y se sentó.

—Esta vida que llevas aquí, llena de amantes, riqueza y excesos... Apoyó la
cabeza sobre las manos—. No la quiero. De hecho, no recuerdo haberla querido
nunca. —Porque lo único que he querido es a ti, pensó con tristeza.

—Charmian ha sido mi amante durante diez años. La conocí mucho antes de


conocerte a ti —le dijo con frialdad, sin ninguna muestra de arrepentimiento.

La joven soltó un pequeño bufido cínico.

—Supongo que entonces ella debería estar celosa de mí, porque me pediste
que fuera tu amante mientras aún la mantenías a ella. Y, además, rechazaste su
oferta anoche para quedarte conmigo. —Dirigió la mirada hacia la cama. Ese
delicioso lugar donde había encontrado seguridad y algo que pensaba que era
amor—. Deberías enviarle una nota inmediatamente. Dile que irás con ella
enseguida. —Se levantó de la silla—. Porque te aseguro que no conseguirás
convertirme en tu amante.

—Has venido aquí deseando ser mi esposa —gruñó él—. Bien, aquí tienes
una muestra de lo que supone serlo. Los hombres de mi posición tienen amantes,
Rachel. Judith lo habría aceptado.

—Habría sido una estúpida entonces —murmuró ella.

Magnus la miró con los ojos entrecerrados.

—No entiendes cómo funciona esta sociedad.

—Mi padre estaba en el mar la mayor parte del año y, aun así, se mantuvo
fiel a mi madre hasta el día en que ella murió. Puede que no sepa nada de tu
mundo, pero sé cómo debería ser el amor —afirmó dolida.
—Tu padre era marinero y tu madre cocinera. La moralidad de la burguesía
no tiene nada que ver aquí. Nada en absoluto. Y tú, en tu inocencia, no lo ves —se
mofó.

Rachel se quedó mirándolo impasible.

—Sé cómo debería ser el amor —repitió.

—Y ahora tienes una muestra de cómo es. —La dureza abandonó su


expresión durante un segundo-—. Este no es tu sitio. Pude verlo en Herschel.
Deberías haber hecho caso a mi advertencia. Deberías haberte mantenido alejada
de esas cosas de las que no sabes nada. Deberías haber protegido tus tontas
nociones del amor y haberte quedado lejos.

Le entraron ganas de golpearlo, de meterle en su interior algún sentimiento


a puñetazos y librarlo de esa fría actitud, pero antes de que pudiera pronunciar
una palabra, llamaron a la puerta de la suite. Los dos se quedaron paralizados
cuando la puerta se abrió y un hombre entró en el salón.

—Espero no haber venido en un mal momento —comentó Edmund Hoar al


verlos en la puerta del dormitorio—. He visto a tu sirviente, Magnus, y me ha
dicho que acababais de desayunar. Sólo deseaba ver cómo estabas después de tu
operación. —Sus claros ojos se clavaron en Rachel—. Buenos días, señora. Espero
no haber interrumpido nada.

Rachel guardó silencio.

Noel, sin embargo, lo miró como si fuera a aplastarle la cara con el puño.

—Fuera —le espetó a Hoar sin preocuparse por los modales.

—Asumo que tu animosidad es producto de tus heridas y no de mi


compañía. —Hoar se apoyó en el borde de un escritorio. Rezumaba elegancia con
aquellos pantalones negros y un abrigo verde, y era evidente que él lo sabía—.
Tengo que confesar que he venido a preguntar por el Corazón Negro. Ardo en
deseos de saber por qué no has anunciado a los periódicos dónde lo encontraste,
Magnus. ¿Acaso no era el colgante que vi alrededor del cuello de tu mujer en el
baile?

—No te daré ninguna información —gruñó Noel—. Vete de una vez.


La mirada de Hoar se dirigió una vez más hacia Rachel.

—Mi querida niña, ¿no sabía la terrible piedra que poseía? ¿No hizo caso a
su maldición?

—No temo a ninguna maldición —respondió la joven sin importarle nada.


Su vida estaba más allá del punto de la perdición.

—Quizá debiera hacerlo. La piedra procede de la India. Un rajá la maldijo


cuando su consorte favorita huyó con el sirviente que robó la joya. Se dice que
quien posea el ópalo está destinado a matar aquello que más ame. ¿Cree en esas
cosas, señora Magnus? Porque lady Franklin no. Ella le dio el ópalo a su marido
como un modo de romper la maldición, y ahora está gastando lo que le queda de
su fortuna en encontrar a Franklin con la esperanza de que sus actos no fueran la
causa de su muerte.

Sin poder contenerse, Rachel pensó en su padre, que le dio el ópalo con la
idea de que un día le reportara algo de dinero. Pero ahora, con las divagaciones de
Edmund, se preguntó si él había sido el dueño de la piedra en el momento de su
muerte o si lo había sido ella. Sin duda, no había querido a nadie tanto como a su
padre, y después de que muriera, sólo le quedaba Noel para amar.

—Es inútil que me advierta, señor Hoar. Yo no poseo la piedra. Ahora


Magnus puede hacer lo que desee con ella.

Edmund respiró profundamente.

—¿Es eso prudente, Magnus, ahora que te has reunido con tu adorable
esposa?

Rachel casi hubiera deseado reír si todo aquello no le resultara tan doloroso.
Su vida no corría ningún riesgo. Noel nunca la amaría. En el mejor de los casos,
quizás sintiese cierto afecto por ella. En el peor, era un objeto de deseo inalcanzable
al que no renunciaría hasta que la conquistara.

—Hoar, ¿tengo que recordarte que te he pedido que salgas de esta suite? —
Noel avanzó hacia él, haciendo que Edmund se apartara de la mesa y se dirigiera a
la puerta.

—Pagaré cualquier precio por ella, Magnus. Ya lo sabes —aseveró Edmund.


—El Corazón negro irá a un museo. Anuncié eso cuando salí en mi primera
expedición y pretendo mantener mi promesa. Ahora, buenos días, Hoar. —Le
indicó la puerta y esperó a que el inesperado visitante se fuera.

Una vez solos, Rachel empezó a reír como si hubiera enloquecido. Después,
más calmada, se dio la vuelta con intención de dirigirse hacia la salida de la suite.

—Iré a comprobar que el carruaje está listo para nuestro viaje —comentó.

—Primero me explicarás qué es tan divertido. —Noel apoyó la mano en la


puerta bloqueándole la salida.

Rachel lo miró con los ojos llenos de desesperación.

—Estaba pensando en que es una suerte que te haya entregado el ópalo.

—¿Por qué?

—Porque yo amo a demasiada gente, Noel. ¿No lo ves? —Esbozó una triste
sonrisa—. Demasiadas vidas estarían en peligro si la maldición fuera real y yo
poseyera el Corazón negro. ¡Pero tú! Tú eres perfecto para él. Ninguna maldición
podría afectarte. —El tono de su voz bajó—. Porque no quieres a nadie.

—Entonces, quizá el destino dispusiera que yo encontrara el ópalo de


Franklin —le respondió sarcástico—. Estoy haciendo que el mundo vuelva a ser
seguro.

Como si la guiara una voluntad que no fuera la suya, Rachel elevó una
mano, la apoyó en la mejilla masculina, áspera por la barba, y le acarició con toda
la ternura de la noche anterior.

Asumiría el riesgo de cualquier maldición si me amaras.

Deseó gritarle esas palabras, pero la razón la hizo callar. La maldición no era
real. Franklin había muerto, sí, pero no por un ópalo maldito, sino por una mala
decisión en el peor de los climas del mundo.

 
14

—Señora Magnus, ¿cómo lo ha aguantado? Es usted la comidilla del lugar


con todo lo que ha tenido que soportar durante estas últimas semanas.

Rachel alzó la mirada del mostrador del hotel. Edmund Hoar estaba a su
lado con la misma sonrisa eternamente amable que siempre le dirigía.

—Señor Hoar —saludó sucintamente mientras se volvía de nuevo hacia el


conserje.

—¿Está su marido lo bastante recuperado para viajar? Qué contenta debe


sentirse ante la idea de regresar a casa. —Hoar levantó la mano y se la apoyó en la
parte baja de la espalda, tal y como un esposo haría. Luego le susurró sólo para sus
oídos—: Reúnete conmigo en el mirador del salón de baile del hotel. Tengo cierta
información para ti. Información referente a Magnus.

—Señor Hoar, ¿por qué habría de creer que yo me reuniría con usted en
algún lugar...? —empezó a espetarle con voz dura.

Hoar la interrumpió.

—Magnus está en apuros. En grandes apuros. Temo por su vida.

—¿En apuros? ¿En apuros con quién? —preguntó en un susurro.

—Charmian Harris es una mujer rencorosa. Accedió a ser su amante, pero


que él no la haya ido a ver la ha puesto furiosa. Ella misma me ha dicho que desea
verlo muerto y estoy seguro de que es capaz de llevar a cabo sus amenazas.

Rachel recordó lo asustada que Mazie había estado cuando empezó a


trabajar para ella. Si Charmian Harris era capaz de golpear a una doncella con el
cepillo del pelo, bien podría tomar otras medidas más serias para castigar a un
hombre que la hubiera rechazado.

—Reúnete conmigo en el mirador —repitió él—. De esa forma, podrás


advertirle a tu esposo sobre lo que está tramando Charmian.
Sin saber qué hacer, Rachel observó cómo Hoar se alejaba con paso decidido
después de despedirse con un gesto de la cabeza.

Veinte minutos más tarde, se encontró abriendo la puerta del salón de baile
del hotel. No había luz en aquella sala grande y tenebrosa; las cortinas estaban
echadas, pero los rayos del sol se filtraban por algunos lugares entre el grueso
tejido. Pudo ver el mirador en el lado oriental tras un fantasmal ejército de sillas
cubiertas por sábanas.

—Chica lista. Has venido. —Edmund apareció ante las cortinas de terciopelo
azul que acotaban el mirador.

Rachel no dijo nada, pero tampoco se acercó más.

—Deseas protegerle, ¿verdad? Le amas. —Edmund la miró. La joven juraría


que vio cómo apretaba la mandíbula enfurecido.

—Sólo conozco por terceros el mal genio de la señorita Harris, pero sé que él
se negó a verla anoche. Y tal y como yo lo veo, cualquier acto en su contra es
motivo para una reacción violenta. —Aguardó impaciente la información que
había ido a buscar, pero un sexto sentido le dijo que no se acercara más a Hoar.

—Charmian Harris es conocida por sus rabietas. Los sirvientes la odian. —


Edmund se rió—. Estás ahí de pie, Rachel, con tus ojos tan aterrados como los de
una niña, y aun así, has venido. Por él. — Las últimas palabras fueron como un
insulto.

—Magnus es un hombre poderoso. Puede protegerse a sí mismo. Pero yo no


sé nada de la furia de una mujer y siento que es mi deber asegurarme de que
quede advertido. —Sus palabras eran todo lo que Hoar necesitaba saber: ni más, ni
menos.

—Charmian es una bruja con los sirvientes, una mujerzuela en la cama, y lo


que es más importante, una estúpida incapaz de hacer nada. No está a la altura de
Magnus.

—Entonces, ¿por qué me ha hecho creer lo contrario? —La pregunta era tan
inútil como la ira de Charmian. La única respuesta era que la había atraído hasta
aquel lugar engañada y que no debería haber ido. Sin duda, estaba en problemas.

—Ven a sentarte en el mirador conmigo, Rachel.


La joven dio un paso hacia atrás y estuvo a punto de huir hacia la puerta
cerrada, pero él fue más rápido. La cogió de ambas manos y la empujó contra su
voluntad en la dirección que él deseaba.

—Ven, siéntate conmigo.

La arrastró hacia las negras fauces del interior del mirador. Rachel se resistió
y lo golpeó, pero no le sirvió de nada. Sus finos zapatos resbalaban por el parquet
encerado, jugando a favor de Hoar.

—No le dijiste que ibas a reunirte conmigo, ¿verdad? —Soltó una risita—.
Buena chica. De lo contrario, habría venido él en tu lugar y me habría hecho
comerme su puño. —La lanzó contra la pared y le pasó la mano por el lateral del
corsé—. Y ahora estaría saboreando otra cosa.

—Por favor —jadeó Rachel cuando le deslizó la mano desde la boca hasta la
mejilla—. Yo no tengo el ópalo, si es eso lo que desea. Ahora pertenece a Magnus.
No puedo hacer nada por usted.

—Pero, ¿qué tesoro valora más? ¿A ti o al Corazón negro? —le susurró al


oído.

La agarró con fuerza de la mandíbula e intentó besarla, pero Rachel se


apartó violentamente.

—He descubierto por el servicio que compartisteis la misma cama anoche.


Declinó la oferta de Charmian por ti. Por ti. Así que dime qué prefiere.

—¿Por qué lo odia tanto? Es su rival, lo sé, pero ha habido veces en las que
usted venció en la rivalidad, señor Hoar. Usted es el único dueño de la Compañía
del norte y ha tratado de frustrar los planes de Noel constantemente. ¿No es eso
suficiente?

Edmund la zarandeó con tanta fuerza que Rachel se preguntó si alguna vez
volvería a ver con claridad.

—Él no se quedará con el ópalo y contigo, ¿me comprendes? Así que ¿qué
prefiere?

—¡Prefiere el ópalo! ¡El ópalo, se lo aseguro! —gritó con una voz llena de
humillación.
Hoar la soltó y Rachel se desplomó contra los elaborados adornos dorados
de la pared.

—Tú, maldita niña—susurró jadeante . Te has enamorado de él, ¿no es


cierto? Y apuesto a que tus sentimientos no son correspondidos con la misma
pasión.

Rachel se negó a responderle.

Hoar se rió.

—No te merece, Rachel. —Lentamente, pegó el cuerpo al de ella y la aplastó


contra la pared—. Abandónalo y ven conmigo. Yo te cuidaría bien.

Rachel se esforzó por lograr que la dejara libre, pero todo fue inútil.

—Si lo abandono, no será por alguien como usted. Me iría con un marinero
desdentado y cojo antes que con usted.

Al oír aquello, Hoar la abofeteó con fuerza.

Rachel gimió, pero su desafiante mirada no se apartó ni un segundo de


aquel maldito maltratador.

Al instante, él le acarició la mejilla como si se disculpara.

—No es ningún secreto que te encuentro deseable, Rachel. Quizá podríamos


llegar a un acuerdo...

—Usted sólo me encuentra deseable porque creía que Magnus me deseaba.


Bien, pues se lo diré claro: él desea más el Corazón negro. Ahora que lo posee,
planeo regresar a la isla de Herschel en cuanto logre encontrar el dinero necesario
para que volvamos allí mis hijos y yo. —Finalmente, logró apartarlo.

Hoar retrocedió y la estudió.

—No te creo —insistió.

—Es verdad. Como sospechaba, nuestro matrimonio es una farsa. Él sólo ha


jugado conmigo. Ahora no hay motivo para que me quede en Nueva York.
—Si eso es cierto, puede que hayas salvado tu vida, hermosa niña —siseó él
entre dientes.

Con frialdad, la joven añadió:

—Ahora, si permite que me vaya, apreciaría el hecho de no volver a verlo


nunca, señor Hoar. Porque si vuelvo a verlo, rezará por que fuera la furia de
Charmian Harris la que hubiera caído sobre usted.

Hoar se rió. Aquellos pequeños dientes parecieron brillar en la oscuridad.

—Dices que es mi carácter codicioso lo que me hace desearte, pero ahora veo
que no sólo es eso. Me tientas a doblegarte cada vez que nos vemos.

—No estaré cerca para que pueda intentarlo. —Se dio la vuelta y atravesó el
salón de baile.

—¿Cómo planeas conseguir el dinero para regresar a Herschel? Supongo


que Magnus controla tus ingresos.

—Encontraré un modo —respondió sin mirar atrás.

—Te ha roto el corazón, ¿no es cierto? Y ahora anhelas escapar para curar
tus heridas.

Rachel lo ignoró.

—Podrías estar en el próximo barco que salga del puerto de Nueva York. Yo
podría darte el dinero para marcharte. ¿Me has oído?

La mano de Rachel se detuvo sobre el elaborado pomo de la puerta.

—¿Quieres el dinero para poder marcharte ahora?

—Sería un suicidio quedar en deuda con usted —repuso la joven sin


mirarlo.

—No, nada de deudas pendientes. Tú me haces un favor, y yo te lo hago a ti.


Eso sería todo.

—¿Qué quiere?
—El ópalo.

—Nunca podría conseguírselo.

—Podrías intentarlo.

—Pero... —Rachel cerró la boca. Era una completa estupidez explicar que le
había entregado el ópalo a Magnus y que no le pediría que se lo devolviera. Si lo
hacía, Hoar saldría victorioso en su contienda con Noel—. Lo intentaré —mintió.

Hoar le acarició el brazo.

—Entretanto, espero que reconsideres nuestra relación. Así ambos


podríamos vengarnos de Magnus.

Rachel apartó el brazo. Sin responderle, abrió la puerta del salón de baile y
se alejó de allí.

      

—Estás muy callada. ¿Qué bulle en esa cabeza tuya? —Magnus la miraba
desde el otro lado del compartimento. El tren rodaba a una velocidad constante de
treinta kilómetros por hora. Estarían de vuelta en Northwyck al final del día.

—Sólo estoy ansiosa por regresar junto a Tommy y Clare. Les echo de
menos.

Rachel lo estudió. Estaba sentado rígidamente sobre el asiento de piel


almohadillado sin atreverse a relajarse. Más de una vez le había visto bajar la
guardia y hacer una mueca de dolor al apoyar la espalda en el respaldo del asiento
lujosamente tapizado.

—He avisado de nuestra llegada. Con un poco de suerte, esos dos golfillos
deberían estar allí para reunirse contigo.

El fantasma de una sonrisa rozó los labios de Rachel.

—Está bien que puedas permitirte este compartimento privado, Magnus,


para que nadie en absoluto pueda escuchar tus conversaciones. Esos dos «golfillos»
como los llamas, se supone que son tus hijos.

—Mis hijos no tendrán nada que ver con esos infelices de las calles. —Le
lanzó una oscura mirada.

—Tommy y Clare son brillantes y tan hermosos como cualquier niño que tú
pudieras traer a este mundo, Noel. Y no lo olvides, tus hijos se parecerán también a
su madre, Judith Amberly. Con esa figura suya tan delgada, te dará varios bonitos
insectos palos.

—Vaya —gruñó con una extraña emoción brillando en los ojos—. Suenas
celosa, mi amor.

Rachel volvió la cabeza para mirar por la ventana. No podía refutar lo que le
había dicho. Ella lo había dado todo para ganarse su amor. Sin embargo, con las
mordaces preguntas de Edmund Hoar en el salón de baile del hotel se había dado
cuenta de que sus sueños eran imposibles. Noel Magnus no iba a amarla nunca.
Amaba a su preciado ópalo más que a ella. Ese descubrimiento la había herido en
lo más profundo.

—¿Qué le ha pasado a tu mejilla? Parece como si te hubieran abofeteado. Y


yo, desde luego, no te he puesto una mano encima. — La miró a los ojos.

Rachel se llevó una mano a la mejilla que Hoar había golpeado.

Aún le dolía. Estuvo casi tentada de decirle lo ocurrido en el salón de baile,


pero luego se lo pensó mejor. No serviría de nada. Lo único que conseguiría sería
que Noel fuera aún más consciente de su incompetencia.

—No, no me has pegado. Si alguien me pregunta, alejaré cualquier sospecha


de que pudieras haberlo hecho —dijo con despreocupación.

—Yo nunca te pegaría. Un hombre que pega a una mujer es algo que no
puedo tolerar. Vi a mi padre hacerlo continuamente y creo que podría matar a
cualquier hombre que le levantara la mano a una mujer.

La sinceridad en sus palabras la atravesó e hizo que Rachel se preguntase


cómo se enfrentaría Noel a Edmund si hubiera visto cómo la había tratado.

—Dime, ¿qué te ha ocurrido en la mejilla? ¿Te has caído? ¿Has chocado


contra algo? Me encargaré de que se notifique al hotel si sus habitaciones son un
peligro.

Se produjo un incómodo momento de silencio.

—Fue culpa mía. Por favor, no digas nada al hotel. —Le suplicó con los ojos.

Magnus apartó la mirada.

—Deberías ser más cuidadosa. Si supieras más sobre cómo funciona el


mundo, sabrías que el rostro de una mujer es su tesoro.

Pero más lo es su mente y su corazón, deseó gritar Rachel.

En lugar de eso, dirigió la atención al paisaje que se veía por la ventana.

Tenía que regresar a Herschel. Ni siquiera sus obligaciones para mantener


las apariencias hasta que él los sacara de ese fraude de matrimonio eran suficientes
para hacer que se quedara.

Al día siguiente, Tommy, Clare y ella estarían de vuelta en el tren, y se


dirigirían a Nueva York. No tenía más opciones que dejarlo o traicionarlo con el
obsesivo complot de Edmund Hoar. Y ella nunca lo traicionaría. Ni siquiera para
deshacerse del odiado ópalo. El Corazón negro era mucho más valioso a los ojos de
Noel que el de Rachel, tan lleno de amor.

Finalmente llegaron a las montañas que se alzaban junto a Northwyck y el


tren se meció cuando viró bruscamente en la curva, todo el vagón se estremeció y
Noel cayó sobre el respaldo del asiento. Una expresión de dolor le atravesó el
rostro y soltó una maldición.

Rachel lo observó anhelando aliviar su tormento, anhelando amarlo. Pero él


le lanzó una de sus desdeñosas miradas y ella supo lo inútil que sería su esfuerzo.

No lo traicionaría, así que lo dejaría.

 
15

Rachel cogió un chal de cachemira para protegerse del frío. La suave y ligera
calidez alrededor de los hombros era algo que había empezado a dar por sentado,
pero aquello acabaría pronto.

Sacó la vieja bolsa del armario. El amauti de piel de foca aún estaba dentro,
junto a los mukluks de oso polar. El olor de grasa de oso y sudor la echó hacia atrás.
Parecía imposible que sólo seis meses atrás no se bañara con agua de violetas ni
tuviera vestidos de seda que anunciaran su presencia con el leve susurro de la fina
tela.

—Niña, ¿qué estás haciendo? ¡Cielos! ¿Mazie ha olvidado vaciar la bacinilla


en esta habitación? —Betsy entró en el dormitorio con una jarra de chocolate en
una bandeja de plata. Dejó su carga sobre la mesita de noche y empezó a buscar
por los rincones.

—No es la bacinilla, Betsy —confesó Rachel—Son mis viejas ropas. Las he


sacado.

—Quizá sea hora de acabar con la nostalgia y quemarlas, ¿no crees?

—No... no puedo quemarlas. —Rachel se mordió el labio inferior. Era hora


de confesar sus delitos a su única amiga de verdad. Sólo entonces podría lograr la
ayuda que necesitaba para marcharse—. Tengo que decirte algo, Betsy. Rezo por
que no me odies cuando acabe, pero, hasta entonces, ¿podrías sentarte, por favor?

La anciana se dejó caer en una silla con sus viejos ojos azules abiertos de par
en par por el miedo.

—Me temo que esto no me va a gustar, ¿verdad?

—Lo siento. No puedo hacer bonita la verdad. He estado esforzándome


demasiado por embellecer mis mentiras y debo acabar con esto.

—¿Acabar con qué, querida?


Rachel se quedó mirando a la buena mujer. Había tantas cosas que echaría
de menos de Betsy... Sus amables rasgos, sus bonitas cofias, su incondicional
atención por el confort de todo el mundo. Pero, sobre todo, echaría de menos su
amistad, porque, desde que su madre había muerto, no había sabido lo que era
disfrutar de la preciada camaradería con otra mujer.

—Yo... te he estado mintiendo a ti y a todo el mundo. No soy la viuda de


Magnus. El no se casó conmigo. Fue sólo mi deseo de tenerlo como esposo lo que
me empujó a venir a este lugar, vivir aquí y cometer este terrible fraude. —Se le
escapó una lágrima, pero se la enjugó rápidamente. No estaba dispuesta a que la
emoción mitigara sus crímenes—. Lo hice llevada por la desesperación. Nunca
pensé que Noel regresaría aquí. Se le había declarado muerto y parecía feliz con su
nueva condición de difunto, pero fui una estúpida. Naturalmente, con una
prometida y una amante aquí, al final habría regresado. Ahora veo que no tenía
ningún deseo de casarse conmigo y que había planeado su boda hacía mucho
tiempo con la señorita Amberly.

Betsy se la quedó mirando durante un largo momento. Rachel no sabía qué


esperar; ira, traición, reproches... Desde luego no esperaba que la anciana se
levantara de su asiento y la envolviera con sus brazos.

—Mi pobre niña, abandonada en esa condenada tierra helada y aferrándote


al amor de Magnus cuando él estaría encantado de dejarte allá anhelándolo. No sé
cómo has sobrevivido.

Rachel se sintió como si hubiera bebido demasiado a pesar de que no había


probado ni una gota de alcohol en toda la noche.

—Betsy, quizá no me has entendido. Yo...

—Ahórrate tus explicaciones. Yo sospechaba algo. Sobre todo, cuando


Magnus llegó y ni siquiera recordaba a sus propios hijos. Nada encajaba, pero
ahora todo tiene sentido.

Rachel se sintió terriblemente mortificada.

—Siento haberte engañado. No fue por la riqueza, por la codicia ni nada por
el estilo. Pensé en vivir en su casita de campo con la esperanza de que algún día
viniera a buscarme. No tenía ni idea de que Northwyck fuera una mansión, te lo
aseguro. Y tampoco de que me encontraría con tanta amabilidad por tu parte, por
parte del señor Willem, de Mazie, de todo el mundo.
—Tranquila, tranquila, querida. Estoy segura de que a tu corazón le irá bien
confesar. Y sin duda, esto aclara un misterio o dos, como el asunto de los niños.

Rachel sacudió la cabeza.

—Tommy y Clare intentaron robarme en la ciudad el día que llegué. Estaban


durmiendo debajo de una escalera en un callejón. No podía irme sin más. Pensé
que podría valerme por mí misma en una pequeña casa de campo e imaginé que
también podría encargarme de ellos. Nunca pretendí que esto se me fuera tanto de
las manos.

Betsy se rió.

—¡Cielo santo! ¡Qué historia podréis contarles a vuestros nietos Noel y tú!

—Me alegra tanto que no estés enfadada... No sé qué habría hecho si hubiera
perdido tu amistad. Tu bondad ha significado mucho para mí en estos últimos
meses; y ahora que sabes la verdad, es aún más valiosa.

—Hiciste lo que temas que hacer para sobrevivir. Sin duda, la insensibilidad
de Noel te empujó a hacerlo.

Rachel la abrazó.

—Eso no es excusa. Me equivoqué y me siento muy agradecida de que no te


hayas enfadado conmigo. Si me lo permites, me gustaría escribirte cuando regrese
a Herschel.

—¿Herschel? ¿De qué estás hablando? No puedes irte. —La consternación


de Betsy era sincera.

—Noel quiere que continúe con esta farsa hasta que él pueda encontrar una
salida digna, pero no puedo continuar aquí. Él... — Se le quebró la voz—. Él no
tiene ninguna consideración por mí, y ahora veo que nunca la tendrá. Quedarme
aquí es más de lo que puedo soportar.

—Entonces, no te quedes, cariño. Ve a París durante un tiempo. A Newport.


A la ciudad. Tenemos siete casas repartidas por todo el mundo. Pero no vuelvas al
infierno de hielo del que viniste.

Rachel se enjugó las lágrimas que ahora fluían profusamente.


—No puedo continuar viviendo de su buena voluntad. De hecho, no tiene
nada de buena voluntad para mí. No, debo regresar a casa. Mi padre me dejó una
taberna y puedo volver a regentarla.

—Una taberna. —Betsy se estremeció visiblemente—. No puedes hacer eso.


No te lo permitiré.

—Tengo menos derecho a estar aquí que tú o Mazie. Ni siquiera soy una
sirvienta o una invitada. Tengo que volver al lugar al que pertenezco, al Ice
Maiden. —Rachel cogió las dos manos de la mujer entre las suyas—. Después de
esta confesión sólo tengo una última cosa que pedirte, y te ruego que te apiades de
mí.

—¿Qué es, mi niña? ¿Qué necesitas?

Rachel trató de hallar las palabras adecuadas.

—Vine aquí sin nada. Las últimas monedas de mi padre nos trajeron a los
niños y a mí hasta tu puerta. El ópalo que dije que Noel me había dado, en
realidad, lo encontró mi padre. Me pertenecía a mí, pero se lo he entregado a Noel
como compensación. Ahora no tengo nada. Nada. Y me prohíbe llevarme incluso
las ropas que llevo puestas si huyo y no continúo con esta farsa hasta que él
prepare un final adecuado. Así que debo conseguir dinero. Los niños y yo
podemos llevar harapos, pero tendremos que comer durante el viaje y disponer de
dinero para llegar hasta allí.

—Yo puedo darte el dinero, Rachel. Pero debes dejarme hablar con Noel
antes de hacerlo.

—Si le dices que quiero marcharme, me retendrá prisionera aquí y me verá


morir antes de permitirme interferir más en su vida. — Rachel se quedó sin
respiración. El pánico la invadió.

Betsy la estudió. La compasión brillaba en sus ojos rodeados de arrugas.

—Sé que es un hombre difícil. Sé que maldice, frunce el ceño y se sume en la


melancolía por el simple hecho de estar aquí, en este lugar que alberga tantos
malos recuerdos para él. Pero yo lo conozco mejor que ninguna otra persona en
esta tierra, querida niña. Le quiero como a un hijo. Debes confiar en mí. Tengo que
hablar con él. Intentaré guardar tu secreto, pero debes brindarme esta
oportunidad. Y si veo que es lo adecuado, después de haber hablado con él, os
enviaré a ti y a los niños de vuelta a Herschel en primera clase.

—¿Y si no lo ves adecuado? —susurró Rachel preocupada.

—Entonces, haré lo que él diga. —Betsy se apretó las manos—. Lo conozco


muy bien y sé que los motivos que me dé para que le obedezca serán buenos.

—No puedo quedarme aquí. Por favor, créeme, no puedo quedarme. —


Temblaba por la emoción que la atormentaba—. Sé lo de su amante y lo de su
prometida. Nunca podría amarme. Nunca. Lo veo ahora y no puedo soportar
pensar en él, mucho menos verlo... —Sus palabras se perdieron en el vacío. El
mismo vacío que sentía en su interior.

—Dame algo de tiempo para hablar con él. Luego podrás irte.

—Te lo devolveré —le aseguró Rachel aferrándose a la más mínima


esperanza—. Te prometo que te enviaré el dinero de vuelta lo antes posible. El Ice
Maiden no funciona tan mal, siempre que el barco de verano de la Compañía del
Norte llegue a tiempo.

Betsy soltó una repentina risa.

—Perfecto. Puedes devolvérmelo siempre que Edmund Hoar envíe su barco


para robarte. Qué irónico es todo esto.

Vencida, Rachel se desplomó en una silla.

Betsy le dio unas palmaditas en la mejilla.

—Anímate, mi niña. No has perdido a todos tus amigos. Yo seré tu amiga


siempre, tanto en caso de que Noel quiera que te quedes como en el supuesto de
que permita que te vayas.

—Él nunca lo permitirá. Disfruta torturándome. —Apoyó la cabeza en las


manos.

—Ya veremos —repuso Betsy enigmáticamente antes de marcharse.

 
—¿Puedo pasar? —La señora Willem llamó con suavidad a la puerta
entreabierta del estudio de Magnus.

—¿Qué ocurre? —respondió él al tiempo que se sentaba en una butaca de


piel sosteniendo en la mano una copa de whisky.

—Se trata de tu esposa. Tengo que hablar contigo. —Betsy cerró las pesadas
puertas dobles a su espalda.

Noel empujó otra butaca frente al fuego y Betsy tomó asiento con toda la
comodidad de una vieja amiga.

—Quiere marcharse —anunció la anciana.

Magnus soltó un bufido y tomó otro trago de whisky.

—¿Qué te ha contado?

—Todo. —Betsy frunció el ceño. Profundas arrugas de preocupación


atravesaron su rostro—. Quiere que le preste el dinero para que ella y los niños
puedan regresar a la isla de Herschel.

—No lo permitiré. —Noel miraba con gravedad el fuego.

—¿La amas? —Se inclinó hacia delante y le acarició la ceja con ternura—. No
tengo derecho a preguntar, lo sé. No soy nada más que el ama de llaves de
Northwyck, pero siempre hemos sido más que sirvienta y señor. No tengo hijos
propios y asumí el papel de tu madre cuando la tuya se fue. Nos has dado a mí y a
Nathan nuestra casita. Has sido tan bueno y leal como cualquier hijo lo hubiera
sido. No podría amarte más si fuera realmente tu madre.

Noel se quedó mirándola.

—¿Adonde quieres llegar con todo esto, Betsy? No sé por qué creo que no va
a gustarme.

—Ella te ama, Noel. Lisa y llanamente. Si tú no la amas, muestra un poco de


humanidad y deja que se marche de este lugar. No es bueno para el alma hacerle lo
que le estás haciendo. Pero... —Se detuvo y lo miró fijamente—. Pero yo vi a ese
hombre que llegó del Ártico para encontrarla. Vi el miedo en su rostro cuando
pensó que no estaba aquí, vi el dolor y la tortura a los que había sometido a su
cuerpo para poder llegar hasta aquí rápido y poder acabar con el tormento en su
mente.

Le dedicó una tierna y hermosa sonrisa.

—Sé que ese hombre me quiere, aunque no me lo haya dicho nunca. Así que
me pregunto si debería darle el dinero a Rachel o si i debería brindarle más tiempo
a ese hombre para que pueda expresar lo que yo creo que hay en su corazón.

—Ella me engañó. Vino aquí representando un fraude —masculló Noel.

—Lo sé. Me lo ha explicado todo.

—Entonces, tiene que obedecerme. Está en deuda conmigo.

Betsy se rió.

—Sí, también me ha explicado eso. Pero no estás respondiendo a mi


pregunta, Noel. No estoy preguntando qué se debe y quién merece una
compensación. Te estoy preguntando si necesitas más tiempo. Porque si las cosas
no van a cambiar nunca entre tú y Rachel, entonces sería mejor que dejaras que
siguiera su camino.

Noel apartó la mirada. Sus ojos estaban llenos de ira.

Betsy lo miró, sopesando y evaluando todos aquellos matices que tan bien
conocía.

—El amor es difícil para ti, cariño. Nadie sabe eso mejor que yo. Era a mí a
quien acudías cuando siendo un niño llorabas por tu madre. También fui yo quien
te quitó los cristales de la espalda cuando tu padre te lanzó la botella. De hecho,
todavía me culpo por el incidente. Tú no querías que te enviara a la escuela. No
querías más soledad ni privaciones que las que sufrías en Northwyck; y sobre
todo, no querías dejarme. Eso es lo que te dijo ese miserable. No querías dejarme a
mí, a la despreciable y anónima ama de llaves, y enfadado, te lanzó esa botella y te
causó todas esas cicatrices en la espalda. —Una notable tristeza cubrió su rostro.
Despacio, se levantó de la butaca y se dirigió a la puerta.

Lo miró por última vez.

—No te culpo por estar asustado, amor. Sólo necesito saber si necesitas más
tiempo. Un sí o un no bastará, y actuaré en consecuencia.

Noel no quería responder. Negándose a mirarla, se agarró la cabeza como si


la propia rabia de su padre estuviera en su interior.

Entonces, de repente, siseó:

—Sí.

No tuvo que decir más. Betsy supo al instante lo que debía hacer.

—Pero, ¿ha dicho algo? ¿Necesitaba hablar conmigo? —Las preguntas


parecían absurdas siendo como era la señora de la casa y Betsy el ama de llaves,
pero cuando Mazie llegó para ayudarle a vestirse para la cena, Rachel se subía por
las paredes impaciente.

—No, señora Magnus. Betsy simplemente me ha dicho que era hora de que
le ayudara a prepararse para la cena, igual que cualquier otra noche. —Mazie se
quedó mirando a su señora como si dudara de su cordura.

—No podría comer ahora. No puedo bajar. Por favor, presenta mis excusas.

Empezó a pasear nerviosa mientras Mazie le hacía una reverencia y salía por
la puerta de servicio.

La joven se volvería loca si Betsy no le daba una respuesta sobre el dinero


esa noche. Le era imposible enfrentarse a Noel en la cena cuando en cualquier
momento podría verse sorprendida por la traición del ama de llaves. Rachel no le
guardaría rencor por ello ya que la anciana era leal a su señor, pero podría jurar
que la que consideraba su amiga había comprendido su dolor. Tenía fe en que la
mujer haría todo lo que estuviera en su poder para liberarla del infierno en el que
se había metido. Resignándose a una noche de inquietud, se acurrucó en el asiento
junto a la ventana hasta que la violencia con la que se abrió la puerta la sobresaltó.

—¿No te encuentras bien? —Noel entró en la habitación y se acercó al


armario de caoba tallado con elaborados dibujos góticos para abrirlo con
brusquedad.
—No... no me apetece cenar después del largo viaje en tren — tartamudeó
insegura de él y de su estado de ánimo.

—No seas ridícula. Tienes que comer. —Había una furia apenas reprimida
en sus oscuros ojos—. Mírate. Te estás consumiendo. Pronto no quedará nada de ti.

Volvió a dirigir su atención al contenido del armario.

—Toda la ropa que tienes aquí es negra.

Rachel se estremeció.

—Los vestidos son para una viuda.

—Mañana haz llamar a un modisto —ordenó tajante—. Dile que te quiero


ver con vestidos de los mismos colores delicados que los de las condenadas
revistas que solías leer en Herschel.

La joven se levantó del asiento a la defensiva.

—No tengo previsto quedarme el tiempo suficiente para llevar más vestidos
tuyos.

Los ojos de Noel se entrecerraron.

—¿Qué quieres decir con eso?

Rachel tomó una profunda inspiración y reunió el valor para hablar con
claridad.

—Sólo el ópalo ha compensado más que de sobra cualquier vergüenza o


coste que te haya causado. Edmund Hoar parecía creerlo así cuando me preguntó
por él. Quiere esa piedra a cualquier coste. —Su voz se volvió ronca—. Igual que
tú.

Los ojos de Noel se tornaron tempestuosos y su tono le confirmó a la joven


que estaba al límite del autocontrol.

—¿Cuándo lo viste para discutir el asunto? Sin duda no fue en mi presencia.

—Me hizo la oferta en Nueva York. En el hotel.


Magnus guardó silencio durante un interminable momento.

—¿Qué otras ofertas te hizo?

Rachel apartó la vista. No esperaba que fuera tan directo. El rubor ascendió
por sus mejillas aunque se esforzó para evitarlo.

Noel se quedó mirándola, enfurecido y, aun así, por algún motivo,


contenido.

—Entiendo, entonces, que visitó esta casa mientras yo no estuve. ¿Fue... un


visitante asiduo?

—¿Importa eso? —respondió ella tratando de contener sus emociones—.


Después de todo, no soy realmente tu esposa.

La ira de Noel llegó a su límite. Se acercó a ella, la cogió de los brazos y la


obligó a mirarle.

—Todo el mundo piensa que eres mi esposa. Todo el mundo ha bendecido


esta maldita unión excepto yo. A mí se me impuso a la fuerza.

—Pero ya no. ¡Ya no! ¡Ya te he dicho que voy a irme! Borra los daños, acepta
mis disculpas y dalo por terminado. —Rachel le lanzó una mirada desafiante—. La
farsa ha acabado, Noel. Ha acabado.

—No... ha... acabado —masculló él entre dientes.

La recorrió con la mirada y luego la empujó de nuevo sobre el asiento de la


ventana. Caminó decidido hacia el armario y buscó entre los vestidos hasta que
encontró uno que le pareció bien. Lo sacó y volvió a acercarse a ella.

—Ponte esto. Quiero que estés preparada para la cena en diez minutos o si
no yo mismo te vestiré. —Bajó la mirada hacia el vestido en sus manos, una
exquisita prenda de moaré negro con un encaje del mismo color en el escote.
Alargó el brazo, arrancó el encaje y lo arrugó en sus manos formando una bola—.
Así está mejor. Así es como deberías vestirte para tu marido. Ahora póntelo y no
me hagas esperar.

Horrorizada, Rachel contempló el vestido destrozado. El escote estaba hecho


jirones y ahora era tan bajo que resultaba casi obsceno. —No puedo llevar eso. No
puedo —susurró casi suplicando.

—Tienes... —Noel sacó un reloj de oro del bolsillo—... poco más de ocho
minutos.

Dicho eso, salió de la habitación enfurecido. Rachel escuchó cada firme paso
mientras bajaba las escaleras.

—¿Señora? —preguntó Mazie en voz baja. Su aparición fue como la de un


ángel.

Como si fuera una muñeca de trapo, Rachel se levantó y permitió que la


doncella le pusiera el vestido negro.

 
16

Rachel entró en el comedor privado agradecida por la suave luz de las velas
que ocultaría su vergüenza.

Noel alzó la mirada de la mesa y la estudió brutalmente. Sus ojos la


siguieron cuando atravesó la sala y se quedó de pie junto a su sitio en la mesa.

Un sirviente la ayudó con la silla y luego retiró la tapa caliente que cubría su
sopa.

—Déjanos —ordenó Noel de manera cortante.

El sirviente hizo una reverencia y salió por la puerta de servicio.

Rachel se quedó mirando la sopa de berro como si fuera la peor de las


gachas.

—Come —masculló él.

La joven lo miró a los ojos.

—¿Por qué haces esto? —preguntó sin tocar la cuchara.

—¿Te ofende que pida a mi esposa que lleve otra cosa que no sea la
pudorosa ropa de luto usada para un fraude? —Pronunció cada palabra como si
disfrutara con ellas.

—Ninguna mujer decente viste así. —Bajó la mirada y sintió que la sangre le
subía al rostro. Las oscuras aureolas de los pezones quedaban casi expuestas en el
borde del escote. Ya de por sí, sus pechos eran generosos, pero encorsetados y
apenas cubiertos por un ajustado y amplio escote parecían el doble de grandes.
Mortificada, cubrió su desnudez con la mano extendida.

—Baja la mano —le exigió Noel al instante.

—¿Por qué no me pides que acuda a la mesa desnuda? —jadeó mientras


tiraba del deshilachado borde del corpiño en vano.

—Mi esposa hará lo que yo le diga. Eso es lo que tienes que aprender de
todo esto, Rachel. Al pretender ser mi esposa estás declarando que eres mía, así
que puedo vestirte como me plazca, tratarte como me plazca y disponer de ti como
me plazca. —Un músculo se le tensó en la mandíbula cuando bajó la mirada a su
pecho—. Si me apeteciera tirarte sobre esta mesa, levantarte la falda y tomarte a la
fuerza, como tu marido, tendría derecho a hacerlo. Y nadie, ni tú, ni la ley, podría
evitar que hiciera lo que me viniera en gana.

Hizo una pausa y de pronto apareció una sombra de pesar en sus ojos.

—Yo deseaba algo mejor para ti, Rachel. No quería que vivieras como lo
hizo mi madre. Siempre pensé en cómo conservarte, no en cómo ahuyentarte. No
quería regresar a este lugar. Tú me mantenías lejos de este infierno y ahora me has
atado a él. Has conseguido que los dos acabemos aquí.

—Hay otras clases de matrimonios, Noel. Otros tipos de vida. No estás


destinado a emular la existencia de tu padre aunque vivas en esta casa y sigas sus
pasos.

—Está en mi interior. —Apartó la mirada.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó olvidando su atuendo por el momento.

Noel giró la cabeza hacia ella y sus hambrientos ojos le recorrieron el pecho.

—Porque ahora que soy un hombre puedo comprender el deseo de poseer a


una mujer. Mi padre estaba obsesionado con mi madre, y cuando ella huyó de él,
me acusó de ser su bastardo. No quería tener nada que ver conmigo porque pensó
que si mi propia madre no se quedaba a mi lado, entonces debía de tener
demasiados defectos. Me echó la culpa a mí de que ella se fuera, no a sí mismo. Por
eso me maldijo.

—Ninguna mujer en su sano juicio abandonaría a su hijo, Noel. Si ella se fue,


probablemente se debiera a que había enloquecido a causa de los maltratos. Estoy
segura de que más tarde se arrepintió.

—Nunca lo sabremos. La elegante mujer que fue mi madre murió en un


granero en Nueva Orleans aferrando una botella de ginebra medio vacía.
—Lo siento susurró la joven al tiempo que eludía su mirada.

La mano de Noel se posó sobre la de ella, que seguía extendida cubriendo el


escote.

—Baja el brazo, Rachel. No me hagas pedírtelo otra vez. Deberías sentirte


agradecida por mi paciencia. Mi padre ya te habría arrancado el vestido.

La joven lo miró desolada.

—No me puedo acostumbrar a desnudarme —repuso despacio—. Ya te he


dicho que no puedo exhibirme así. Por favor, deja que coja un chal.

Noel negó con la cabeza.

—Sólo resaltarás más lo que intentas ocultar. —Le lanzó una penetrante
mirada—. Así que baja la mano o lo haré yo por ti.

Con los nervios a flor de piel, la joven se obligó a obedecerle.

—Si esta humillación hace que quedemos empatados en este juego, entonces
que así sea.

—Esto no es un juego. Es una lección. Una lección sobre cómo ser mi esposa.

—¿Y cuál sería la lección si fuera la amante que has deseado que fuera desde
el principio?

—No tendría que darte ninguna lección. Apreciarías mi deseo por ti y yo te


compensaría cubriéndote de riquezas y haciendo que experimentaras un placer
que nunca has conocido.

—Lecciones, juegos, placer y riquezas. Lo has mencionado todo menos el


amor. ¿Dónde está el amor?

—El amor no es necesario.

—Para ti no, pero para mí sí.

Sin más, se levantó y se dirigió a la puerta.


—¿Adonde crees que vas? —le preguntó él repentinamente a su lado.

—No me necesitas, Noel. Tienes a Judith y a la señorita Harris. ¿Dices que te


he obligado a volver y que te retengo aquí para reparar el daño que he hecho?
Bueno, ya no. Los niños y yo tenemos previsto marcharnos en el tren que sale a
primera hora de la mañana. Puedes decirle a todos que me he ido para cuidar de
mi padre enfermo y que no regresaré en algún tiempo. Luego cierra Northwyck y
regresa al Norte. De esa forma ambos dejaremos atrás este episodio.

—¿Cómo planeas financiar tu huida? —inquirió él con una voz suave y


diabólica.

—Alguien va a prestarme el dinero.

—No lo creo. Será mejor que lo confirmes con tu fuente.

Rachel se tragó el nudo de terror que se le había formado en la garganta.

—No creo que se me niegue injustamente.

—No. —Apoyó la mano en su mejilla todavía enrojecida—Aún deseo saber


cómo te hiciste esto. No me gusta que se estropee mi propiedad.

Rachel le dio la espalda, pero él no dejó que se escapara. Su fuerte mano


descendió hasta la clavícula de la joven y recorrió la delicada estructura hasta que
los dedos se deslizaron hacia el escote.

—Lo único que falta es esto. —Sacó el ópalo del bolsillo y lo abrochó en
torno al delicado cuello femenino.

El Corazón negro descansó entre los pechos de Rachel y pareció cobrar vida
cuando se calentó con el fuego de su piel.

—¿Me lo estás devolviendo? —le preguntó.

—¿Para que puedas empeñarlo por tres pasajes de barco a un inferno


helado? ¡Ni hablar!

—Entonces, quédate con él y con su maldición. —Rachel hizo ademán de


quitarse la cadena, pero Noel la detuvo.
—No está maldito. Por cada fatalidad que ha causado, ha aportado también
riquezas a sus dueños. Luis XVI se lo compró a un ladrón que afirmaba haberlo
robado del ojo de un ídolo de la India. El ladrón se hizo rico.

—Y Luis XVI perdió la cabeza en la guillotina. —Rachel se llevó la mano a la


garganta.

—La señora Franklin se lo entregó a su marido como talismán protector.


Pensó que al regalarle la piedra, la maldición recaería en ella en lugar de en su
amado y, por tanto, garantizaría su seguridad en el frío polar.

—Mala garantía, creo yo. Ahora es ella la que llora su pérdida.

—La piedra no está maldita, Rachel. Algunos dicen que sí porque se usaba
en un símbolo religioso que se profanó. —Sus ojos se tornaron cálidos—. Pero
luciéndolo como tú lo haces, no lo profanas, lo exaltas.

—Mi padre me dio la piedra y murió. Era la persona a la que más quería en
esta tierra. Yo sí creo en su maldición. —Bajó la mirada hacia la joya. Deseaba
romper la cadena, lanzarla hasta el otro lado de la sala y ver cómo se hacía añicos
en el fuego.

Noel le acarició con el dedo el borde del escote donde el oscuro pezón casi
asomaba por encima de la seda negra rota. Ella intentó apartarle la mano, pero él
se mantuvo firme.

—Aceptaré la maldición. La aceptaría con todas sus consecuencias, si


lucieras la joya para mí y sólo para mí.

Rachel se pegó a la pared.

—Si debo hacerlo, la llevaré esta noche, pero por la mañana me habré ido.

—Aún no. —Se inclinó hacia ella.

La joven conocía bien la maniobra. Le acariciaría los labios delicadamente


con los suyos al principio, probando, preguntando. Entonces, a la primera señal
apasionada que le indicara que deseaba su beso, desataría su pasión, la estrecharía
contra sí e iniciaría una lenta y elaborada seducción hasta que le forzara a
detenerse.
Se había resistido hasta el momento porque en su interior siempre oía esa
voz prudente que repetía las advertencias de su padre. Él debe casarse contigo. Eres
demasiado buena para ser la marioneta de cualquier hombre. Si te casas, podré morir feliz
sabiendo que estás bien cuidada por un buen esposo.

Pero el consejo de su padre funcionaba basándose en la esperanza, y ahora


que no le quedaba ninguna, no sabía a qué podía aferrarse.

—Estás tan fría como lo estabas en el Ice Maiden —susurró él, acariciándole
la piel del cuello con los labios.

—Sabes qué precio debes pagar por tenerme, Noel, y has rechazado mi
oferta. No dejaré que me poseas —respondió con algo más que un poco de
petulancia en la voz.

Él le acarició la parte superior del pecho con la boca. Rachel conocía bien el
calor de sus besos allí. Era su debilidad. Siempre le había impedido ir demasiado
lejos, pero con cada día que pasaba, su curiosidad, su deseo, se hacían más fuertes.
Cada vez que la tocaba, iban más lejos. Cada vez le resultaba más y más difícil
recuperar el inicio y detenerlo.

—Deja que me vaya —musitó trémula.

Noel sonrió contra la generosa turgencia del pecho de la joven.

—¿Vienes a cenar vestida con este atuendo de prostituta y crees que te


dejaré marchar antes de estar satisfecho?

—¿Vas a violarme? Quizá la ley no te haga responsable, pero tu conciencia


sí.

La besó en la boca, penetrándola profundamente con su dura y dominante


lengua hasta que la joven se quedó sin aliento.

—Te he hecho ponerte este vestido porque me gusta verte como una ramera
—murmuró Noel en su oído, acariciándole el pezón a través del vestido—. Me
gusta imaginarte con ese pelo rubio enredado tras haber hecho el amor, los labios
inflamados por mis besos y las piernas abiertas esperándome. ¿Por qué no puedes
ser esa mujer por una noche? Una noche y te daré un pasaje o una casa. Lo que
quieras.
—Nunca hablas de amor, Noel. Nunca —susurró ella con la respiración
acelerada por sus caricias.

—¿Necesitas amor para sentirte así? Dime la verdad. —Le levantó la falda
para abrirse paso con la mano a través de la enagua y de la ranura abierta de su
ropa interior. Encontró allí la carne trémula que calculadamente había buscado y la
acarició despacio al principio, y luego más y más rápido.

—¡Maldito seas! —gritó la joven al tiempo que cerraba las piernas y lo


apartaba de un empujón.

—¿Cómo te hace sentir, Rachel? —inquirió con dureza al tiempo que la


agarraba de las caderas y la estrechaba contra sí para que sintiera su dura erección
—. ¿Te hace sentirte bien? ¿Deseable? ¿Hermosa?... ¿Amada?

Lágrimas ardientes surcaron el rostro femenino. Hacía que sintiera todas


esas cosas y ese era el motivo por el que no podía tolerarlo.

—Te odio, Noel. Te amé en su momento, pero ahora te odio. —Se zafó de su
agarre. Abrió la puerta, le lanzó una fiera mirada y luego, tapándose el escote con
las manos, corrió a su habitación.

—Tranquila, cariño. Todo irá bien. Ya sé que puede ser un bruto a veces,
pero sólo tú puedes amansarlo. Estoy segura de ello —la tranquilizó Betsy
mientras le acariciaba el pelo.

La anciana había entrado en silencio en el dormitorio y se la había


encontrado tirada en la cama abrazada a una almohada llorando.

—No, no puedo hacerlo. Y lo que es más importante, no lo haré —afirmó


Rachel entre sollozos—. Gracias a Dios que mañana me habré ido de este lugar. —
Cogió la mano a la mujer y se la llevó a los labios—. Muchas gracias por ayudarme
con el dinero. No sé qué haría ahora si no pudiera contar contigo.

Lentamente, Betsy retiró la mano y volvió a apoyarla sobre los largos


mechones rubios que le caían a Rachel por la espalda.
—Pequeña —empezó el ama de llaves vacilante—. No puedo prometerte
que te ayude mañana. Necesito más tiempo.

Rachel dejó de llorar y alzó la mirada.

—No lo entiendo. Necesito irme de aquí. —Le enseñó el ópalo en su cuello


—. Le di la joya de mi padre y sé que vale una pequeña fortuna. No le debo nada, y
a ti te devolveré el dinero. Te lo prometo.

—Te creo. De verdad, te creo. Pero no puedo darte el dinero tan pronto. Eso
es todo. —El rostro de Betsy reflejaba la preocupación que sentía.

Rachel se incorporó y miró fijamente al ama de llaves con los ojos


encendidos y llenos de lágrimas.

—Pero si espero, será demasiado tarde. —No podía dejar de pensar en Noel.
Aquel maldito hombre sabía demasiado sobre seducción, demasiado sobre el
cuerpo de una mujer y demasiado sobre sus necesidades y debilidades. Se la
llevaría a la cama y entonces no habría retorno. No lo dejaría nunca y él habría
ganado.

—Dame más tiempo, Rachel. Sólo un poco más.

Llena de pánico, la joven negó con la cabeza.

—No puedo. No puedo. —Miró fijamente a los amables ojos de Betsy—. Si


tú no me das el dinero, tendré que conseguirlo de Edmund.

—¿Te lo ha ofrecido? Qué propio de él —replicó la mujer con una voz llena
de desdén—. El muy canalla.

—Es Noel quien me hace sufrir. Noel. —Rachel se incorporó—. Yo no deseo


traicionarlo, Betsy, pero no me quedará otra opción.

—Sospechaba que reaccionarías así. —Lentamente, el ama de llaves sacó un


fino montón de viejas cartas del bolsillo de su delantal. Las misivas, de un tono ya
amarillento, estaban atadas con un trozo de cordel desgastado, como si no tuvieran
gran importancia—. Te dejaré con esto para que reconsideres tu necesidad de
marcharte. También debo pedirte que no acudas a Edmund en busca de ayuda.
Noel te odiaría si te aliaras con su enemigo.
Rachel cogió las cartas con el ceño fruncido.

—¿Qué hay escrito aquí? ¿Y por qué Edmund Hoar odia tanto a Noel? Una
cosa es una rivalidad profesional, pero ellos la llevan demasiado lejos.

Betsy se levantó y se limitó a hacer un gesto con la cabeza.

—Creo que si lees las cartas esta noche, encontrarás explicación a muchas
cosas. Entonces, quizá podamos lograr que tengas más paciencia.

Sin más, el ama de llaves salió por la puerta de servicio.

Rachel bajó la mirada hacia las cartas en su mano, poco dispuesta a creer que
pudieran cambiar algo. Desató el cordel sucio y deshilachado, y las esparció sobre
la colcha de la cama. Todas estaban escritas con la misma letra, todas con
matasellos de Nueva York, todas dirigidas al señor Magnus.

Sacó una y empezó a leer:

Navidad, 1830

Señor Magnus:

Me gustaría mucho regresar a casa. Hace un año que me envió a esta escuela y
anhelo volver a ver mi hogar. Es Navidad y también mi cumpleaños. Me gustaría volver a
ver Northwyck. Por favor, señor, si me permite abusar de su buena voluntad, ¿podría coger
el tren para hacerle una visita? Sólo me quedaría un día. Me gustaría mucho ir a casa. Por
favor.

Su hijo,
Noel

Rachel sintió un nudo en el pecho. Volvió a mirar de nuevo el matasellos y


la fecha de la carta. Noel no podía ser mucho mayor que Tommy cuando la
escribió.

Cogió otra y leyó:

21 de junio de 1932

Señor Magnus:

Hoy es el primer día del verano. Me sentiría muy agradecido de ver los campos de
Northwyck en flor. Ha pasado tanto tiempo desde que estuve en casa por última vez que
apenas puedo recordar cómo es. Si se me permite exponer mis razones, señor, me gustaría
mucho ir a casa para felicitarle en persona por comprar The Nueva York Morning Globe. El
director me lo explicó. Me contó que usted había arruinado a Hoar. Si pudiera ir a casa sólo
por ese motivo, no me quedaría mucho tiempo. No sería una molestia. Aunque no he tenido
noticias de ustedes estos años, aún tengo muchas ganas de volver a casa y ver sus
familiares rostros. Por favor, señor.
Su hijo,

Noel

Lágrimas no deseadas le ardieron en los ojos. Cogió otra carta y luego otra.
Y otra. Leyó casi las mismas frases en cada una de ellas.

Por favor, señor, me gustaría ir a casa. Señor Magnus, permítame volver a casa.
Llega de nuevo la Navidad y me gustaría pasarla en casa.

No pudo leer más por el dolor que le hacían sentir. El padre de Magnus
había maltratado y desatendido a su hijo, para luego enviarlo lejos. El hecho de
que le hubiera arrebatado el periódico al viejo Hoar explicaba el origen de las
hostilidades entre Edmund y Noel, pero ninguna de las cartas explicaba cómo un
hombre podía tratar a su único hijo con semejante frialdad.

Tiró las amarillentas cartas sobre la alfombra. Ahora no serviría de nada


acudir a Edmund. No podría conseguir dinero de él después de haber leído esas
cartas. No podía traicionar a Noel de esa forma por muy cruelmente que la tratara.
Su odio hacia Northwyck cobraba sentido ahora. Durante años, había suplicado
que le dejaran volver a casa y le habían ignorado. Cuando su padre murió y pudo
regresar, aquel lugar sólo le había recordado a su padre y todo el dolor que aquello
conllevaba.

Dejó escapar un profundo suspiro. Al otro lado de la habitación, a través de


las puertas dobles que daban al dormitorio de Noel, pudo oírle gritar órdenes a su
sirviente para que lo dejara en paz.

De hecho, quería que todo el mundo lo dejara en paz. Sobre todo ella. Pero
nadie lo amaba como ella. Ni Charmian Harris, ni Judith Amberly. Su amor por él
era absoluto. Era una maldición para ella, y seguramente su camino a la ruina, pero
estaba ahí, en su interior, incapaz de ser negado. Y no podía traicionar a su único
amor con su enemigo.

—¿Puedo entrar, señora? —preguntó Mazie entonces desde la puerta de


servicio.

Rachel asintió.

—La señora Willem ha pedido que le suban esto. Dijo que debía bebérselo
todo. Le ayudará a dormir. Mañana le espera un día muy largo con el modisto.

—Yo no... —Rachel se detuvo. Iba a decir que no necesitaría un modisto,


pero ahora ya no lo sabía. Sin la ayuda de Betsy y la de Edmund Hoar, no iría a
ninguna parte en breve. Cuando bajó la vista hacia el vestido de moaré destrozado
por las propias manos de Noel, supo que no podría ponérselo de nuevo. El resto de
sus vestidos eran una comedia, negros y color lavanda para una viuda, y ese no era
su caso. Ella no era ni esposa ni viuda.

—Gracias, Mazie —respondió, haciendo un gesto para que la doncella le


preparase la cama.

Cuando se lo bebió todo y Mazie la dejó para que durmiera, Rachel apagó la
lámpara de gas y se acurrucó bajo la colcha. Su mente estaba totalmente despierta a
pesar de la leche caliente. El cuerpo le dolía a causa del esfuerzo de mantenerse
erguida durante todo el día en un tren que no dejaba de balancearse y le ardían los
músculos de los brazos después del esfuerzo de empujar a Magnus para alejarlo de
ella, pero la oscuridad de su habitación no la reconfortaba. Delante de ella estaban
los dos finos rectángulos de luz, el perfil de las puertas dobles que daban a la
habitación de Noel. Él estaba levantado. La joven pudo oír cómo caían los gemelos
de la camisa en un platito de porcelana. Uno, después el otro.

Se quedó mirando las puertas mientras se preguntaba qué estaría pensando


y haciendo. Se lo imaginó quitándose la camisa con cuidado para no irritarse la
espalda.
Luego, le tocó el turno a los zapatos.

Uno, dos, oyó los golpes apagados cuando cayeron sobre la alfombra.

A continuación, los pantalones. Tendría que encorvarse un poco para poder


ver los botones del pantalón. Los desabrocharía uno a uno y se quedaría en ropa
interior.

Sus pasos se oían seguros y claros al moverse por la habitación. Rachel


aguardó a que apagara las luces; y así lo hizo. Finalmente, contuvo la respiración
como si anticipara el claro sonido que escucharía cuando se metiera en la cama, el
gruñido de la caoba de la cama bajo su sólido peso.

Pero esos sonidos no llegaron. Sólo se encontró con silencio al otro lado de
las puertas dobles. Silencio y unos funestos pensamientos.

De repente, se oyeron unos pasos que atravesaron la habitación y que se


acercaban más y más a las puertas dobles. El corazón casi se le paró cuando vio
que el perfil de la puerta se oscurecía al detenerse Noel al otro lado.

Si existía un ruido más fuerte que el de la mano de un hombre al apoyarse


en el pomo de una puerta, Rachel no lo había oído todavía. En la tenue luz de su
habitación, no pudo ver cómo giraba, pero se lo imaginó haciéndolo. Sólo sería
cuestión de segundos que viera su silueta desnuda llenando el rectángulo de luz
cuando se quedara observándola desde el umbral.

El corazón le latió con fuerza y se incorporó. Clavó la mirada en las puertas


dobles cerradas mientras aguardaba a que entrara el hombre que amaba.

Se sintió vencida por sus sentimientos. No se resistiría a él. No tenía sentido.


No porque fuera más fuerte o porque se hubiera encargado de que no pudiera
huir, sino porque lo deseaba. La única diferencia entre que él entrara en su
dormitorio y se la encontrara con los brazos abiertos o cerrados para rechazarlo
sólo era cuestión de un juramento de amor y un pequeño anillo de oro. Por muy
pequeñas que esas cosas parecieran, en su mundo eran enormes, y en ese momento
le parecían demasiado grandes para que pudiera seguir aspirando a ellas.

Una lágrima agridulce se deslizó por su mejilla. No lo rechazaría. La había


vencido. Lo deseaba a su lado, abrazándola, convirtiéndola en mujer. Lo amaba, y
esa noche se sentía, repentinamente, demasiado débil para seguir ocultándolo.
El pomo de la puerta giró. Rachel aguardó, pero no sucedió nada. La puerta
no se abrió. En el mejor de los casos, pensó que él ni siquiera tenía la mano
apoyada ya en el pomo. Se había quedado allí de pie al otro lado y las sombras que
interrumpían los finos rectángulos de luz lo delataban.

Entonces, se alejó y los sonidos de las pisadas sobre la alfombra de lana la


dejaron desconsolada.

—Te odio, Noel —susurró al frío perfil de las puertas-—. Te odio —repitió
mientras se hacía un ovillo y deslizaba una mano entre sus muslos como si así
pudiera aliviar la soledad.

 
17

—¿Le gustaría esto a madame, ici? O esto, ¿ici? —El modisto, Auguste Valin,
ya estaba colocando las sedas en su vestidor antes de que Rachel hubiera acabado
el café de la mañana.

Mazie le dijo que aquel hombre había venido desde la ciudad. Como no
había tren nocturno, Rachel supuso que habría viajado con ellos el día anterior en
el mismo tren y que se había quedado a pasar la noche en Northwyck. Magnus,
con su habitual previsión, se había encargado de todo.

—Creo que a madame le sentaría mejor el tul rosa y el azul celeste. ¿No es
así? Y este quedaría maravilloso sobre su hermosa piel y sus rizos rubios. —El
diminuto hombre elegantemente vestido extendió ante ella el más brillante satén
rosa.

—También necesitará varios vestidos más oscuros para que hagan juego con
esto —terció Noel desde la puerta al tiempo que lanzaba algo a Auguste.

El modisto cogió el objeto y contempló el magnífico ópalo negro. Sus ojos


brillaron con admiración.

—Por supuesto. Tengo un tafetán azul oscuro y malva, monsieur. Es el tejido


más novedoso de Francia. ¿Le gusta? —Sostuvo el ópalo ante la seda iridiscente.

—Excelente. Pero quiero otros. Todo un armario lleno. —Magnus saludó a la


joven con un gesto de la cabeza y se sentó en el gran sofá para disponer de un
lugar privilegiado.

Lo único que Rachel pudo hacer fue aguantar estoicamente. Fueron dos
horas infernales en las que Auguste la midió, le ajustó el corsé y la cubrió de telas,
experimentando con toda la gama de colores en seda y fino algodón. Magnus dio
su opinión sobre cada detalle: si el color le quedaba bien, si el escote propuesto la
favorecía o no le hacía justicia.

A Rachel le desconcertó su arrogancia, pero durante toda aquella terrible y


embarazosa experiencia, pensó que Noel tenía derecho a opinar porque era él
quien pagaría los costosos vestidos. Y, probablemente, haría bien en ponerse él
mismo la mitad de ellos, porque ella estaba decidida a no quedarse demasiado
tiempo allí.

El único respiro en la extenuante tarea de satisfacer a Noel Magnus fue


cuando Clare irrumpió en el vestidor y se quedó paralizada ante aquel mar de
telas. Soltó una risita al ver a Rachel casi nadando entre ellas, abrumada por las
opciones y el pequeño francés que revoloteaba a su alrededor como una mosca.

—La niña tiene buen gusto. A bon gout. —Auguste asintió con simpatía
cuando Clare acarició una pieza de brocado del color de las grosellas.

—Sin duda lo ha aprendido de su madre —intervino Magnus desde su


asiento con un tono sarcástico.

Clare se dio la vuelta con los ojos abiertos de par en par. Era evidente que no
había sabido que Noel estaba en la habitación. Incluso con su encantador vestido
de organdí azul estampado, la niña adoptó de nuevo esa expresión callejera,
salvaje y preparada para salir corriendo. Aún la aterraba el señor de la casa.

Rachel se acercó a la niña e hizo que volviera a centrarse en los finos tejidos.
Mientras la pequeña acariciaba nerviosa un rollo de peau de soie dorado, la joven le
lanzó una mirada a Noel, desafiándolo a que volviera a asustar a Clare con otro
comentario mordaz.

—Debe de estar orgulloso, monsieur, por tener una mujer y una hija tan
bellas —se entusiasmó Auguste. Luego, suspiró con placer—. En realidad, nunca
había visto a dos como ellas. Mírelas. Son como dos ángeles de cabellos dorados
caídos de la bóveda de la Capilla Sixtina.

Clare se acercó más a Rachel, no por vanidad, sino por inquietud. No sabía
exactamente de qué estaba hablando Auguste, pero sí que la atención estaba
centrada en ellas.

Para aliviar su miedo, Rachel la abrazó y le sonrió con ternura. La complacía


inmensamente que pudieran tomar a Clare por su hija, porque amaba a esa niña
como una madre lo haría.

—Sí... ángeles caídos... —murmuró Magnus desde su asiento.


Rachel lo miró a los ojos con todos sus instintos preparados para defenderse.

Pero no lo necesitó. Magnus se limitó a mirarlas a ella y a Clare con los ojos
llenos de una extraña emoción.

—Monsieur, ¿podría hacerle a su hija un vestido? —le preguntó Auguste.

Noel se volvió hacia el francés con una irónica sonrisa en los labios.

—¿Tengo al modisto más escandalosamente caro de este lado del Atlántico y


desea hacerle un vestido a una niña de seis años? — Se rió.

Rachel sintió que Clare temblaba a su lado.

—Por supuesto, Auguste. Hazle también a Clare algunos vestidos. Que


madre e hija disfruten al máximo del lujo. —Magnus se inclinó hacia Clare—. Elige
lo que quieras. No puedo prometerte que el vestido te favorezca... —Lanzó una
sutil mirada a Rachel—... porque como tu madre demuestra, alguien como
vosotras sólo puede favorecer al vestido.

Atónita, Clare se acercó con Mazie para examinar las telas y que le tomaran
medidas. Al instante, Auguste empezó a hacer algunos bosquejos.

Como si de pronto se hubiera cansado de todo aquello, Magnus se levantó


entonces para marcharse.

—Si me permites... —le dijo Rachel cuando lo siguió al pasillo.

—¿Sí? —Se detuvo para mirarla.

La joven se echó hacia atrás un rizo de pelo rubio que se le había escapado
de las horquillas durante las pruebas.

—Sólo quería darte las gracias. Clare todavía te tiene miedo, pero nos has
sorprendido a las dos con tu amabilidad.

—A pesar de la miseria de su pasado, la niña hará creer al mundo que es


una princesa con las creaciones de Auguste. Así que, ¿por qué no? Dejemos que
continúe la farsa, ahora que está empezando a divertirme. —Esbozó una sonrisa.

—No puedo pagarte sus vestidos. —Lo miró fijamente—. Pero intentaré
hacerlo cuando regrese al Ice Maiden.

Noel se rió.

—Sus vestidos no son más que una bagatela en comparación con lo que
costarán los tuyos.

Rachel se mordió el labio inferior.

—Nunca tendré el valor para pedirle que los devuelva.

El entrecerró los ojos.

—¿Como tú devolverás los tuyos algún día?

—No sería prudente vestir así para un baile en Herschel. Me temo que lo
único que conseguiría sería que me violaran y congelarme.

Noel la miró fijamente.

—Si debes pagar por sus vestidos, entonces, hazlo ahora, no cuando regreses
a esa maldita taberna.

—¿Cómo podría hacerlo? Sabes que no tengo dinero...

—Aceptaré el pago en la forma de un paseo a caballo conmigo le ofreció—.


Esta tarde a las cuatro.

Rachel abrió los ojos de par en par al tiempo que el rebelde mechón de pelo
volvía a caerle sobre el rostro.

—Eso es poco para compensarte por los bonitos vestidos de Clare, pero me
temo que no podré acompañarte. No hay caballos a bordo de un ballenero y
tampoco en la tundra. No sé montar.

Noel le sujetó el rizo en una horquilla de concha de tortuga y dejó que su


mano se demorara más de lo que Rachel creyó necesario en la suave mejilla.

—Con el tiempo, necesitarás saber cómo hacerlo. Ve a los establos a las


cuatro. Yo te enseñaré. —Retrocedió y la estudió. La calidez que había habido en
sus ojos cuando las había mirado a ella y a Clare volvía a estar en ellos.
—De nuevo, me asombras con tu generosidad. —Lo miró con el ceño
fruncido, como si estuviera viendo un fantasma.

Él se limitó a reírse y luego se marchó.

Allí está el prado del que te he hablado. —Magnus lanzó una carcajada—. Y
también puedes ver El corro de brujas. —Detuvo al pura sangre gris llamado Mars y
señaló en la distancia.

Rachel hizo pararse a la yegua con un leve tirón de las riendas. Le parecía
como si llevara años montando a caballo, y no sólo una hora. Su montura, una
fogosa yegua negra llamada Plutonia, la había intimidado al principio, pero el
animal había sido entrenado con precisión y se mostraba muy sensible a todas sus
indicaciones, así que la joven pronto aprendió a relajarse y a disfrutar del paisaje.

—Tienes razón. Es un círculo. —Hizo que Plutonia se acercara más al prado


en la ladera. El suelo estaba cubierto por violetas silvestres y en medio de ellas
había un gran círculo blanco de setas de seis metros de diámetro.

—Se forma todos los veranos. —Noel esbozó una media sonrisa—. En estas
colinas, cuentan que Rip Van Winkle 1 se durmió en el interior del corro de brujas y
que esa es la verdadera razón por la que despertó años después.

—Casi no puedo creerlo. Nunca había visto una imagen tan extraña. —Hizo
que su yegua entrara y saliera del círculo con cautela.

—¿Tú? ¿Una mujer que ha pasado la mayor parte de su vida bajo la aurora
boreal, dirigiendo una taberna en el fin del mundo? Lo has visto todo. Deberías
estar harta de ver imágenes extrañas. — La contemplaba como si su inocencia lo
sorprendiera.

—No tenemos corros de brujas allá arriba —comentó aún analizando el


extraño círculo desde su montura—. El único lugar místico que hay en Herschel es
el antiguo cementerio de esquimales. Y sólo se cuentan historias de ese lugar
porque siempre hay alguien que se emborracha, tropieza y se encuentra cara a cara
con los difuntos que salen a la superficie debido al deshielo. —Se rió y luego se
estremeció.
—Hay otro lugar que me gustaría enseñarte. ¿Podrás continuar? —le
preguntó. De repente, perdió la alegría.

—Creo que sí. Tu caballo me está tratando bien, tanto que puede que decida
disfrutar de un paseo diario a caballo por Northwyck.

—Bien. Entonces, vamos. —Hizo girar a su montura y atravesó el prado.

Llegaron hasta un camino que se adentraba en el bosque. Se ampliaba y


estrechaba, y Rachel al final se dio cuenta de que era un antiguo sendero en desuso
y que se había llenado de maleza.

—¿Y qué es ese misterioso lugar? ¿Está lleno de gnomos y duendes? —


murmuró medio para sí misma.

—No. Sólo de fantasmas —respondió él haciendo que Mars se detuviera en


un claro.

El sol penetraba entre los árboles reflejándose sobre el claro con rayos
dorados y rosados. Plutonia avanzó poco a poco y pasó por debajo de un arco de
piedra cubierto de hiedra. Rachel alzó la mirada hacia el cielo del atardecer
veteado de nubes. A su alrededor se veían los ruinosos muros de una iglesia de
piedra cubiertos por enredaderas.

—Esto lo construyeron mis antepasados. Data de hace ciento cincuenta años


—le explicó Noel a su espalda.

Rachel alzó la mirada hacia la piedra cuadrifolia llena de musgo y los trozos
de cristales de colores que parecían piedras preciosas aún titilando bajo la luz.
Ahora que sabía qué era aquella estructura, pudo localizar incluso los arbotantes
exteriores del edificio entre los árboles caídos.

—La riqueza de tu familia debía ser enorme para construir una iglesia así
sólo para su uso personal.

Se volvió para mirarlo y vio que Noel la observaba con atención desde la
entrada.

—El nombre de Magnus viene de los conquistadores romanos. Mis


antepasados ostentaron puestos de poder durante décadas en Inglaterra, y luego,
cuando ellos mismos ya eran ingleses, decidieron viajar a un nuevo territorio.
América.

Rachel le dirigió una tierna sonrisa.

—Y ahora a ti América no te parece suficiente. Tienes que gobernar todo el


Ártico también.

—Supongo que no puedo negar quién soy. —Su expresión se tornó dura.

La mirada de Rachel vagó hasta un húmedo rincón de piedra donde se había


construido un banco. Los podofolios alfombraban el suelo como si fueran
nenúfares en un estanque. Los tréboles florecían de las grietas en la piedra y
cubrían un muro con un delicado tono lavanda.

Noel desmontó y ató a Mars a una viga caída. Ayudó a bajar a Rachel y la
joven casi tropezó con la larga falda de montar cuando intentó caminar.

—¿Y qué ocurrió? ¿Cómo se destruyó este hermoso lugar? — preguntó


intrigada.

—Un incendio. Lo provocó mi padre.

Rachel lo miró y él le devolvió la mirada.

—Lo siento —susurró estremecida.

—Mis padres se casaron allí. —Señaló con la cabeza la parte delantera de la


iglesia—. Ese fue el origen de su ira. Después de que mi madre se fuera, no quiso
que existiera ningún monumento que le recordara su unión.

Cuando Rachel se acercó a un montículo cubierto de enredaderas, se dio


cuenta de que la piedra blanca que sobresalía en él representaba un cordero de
mármol tumbado sobre un gran cuenco.

—Esa es la pila en la que fui bautizado. Otro recordatorio del poco juicio de
mi madre y de su traición.

Rachel apartó las enredaderas con las manos enguantadas. Con el mayor
cuidado, acarició al olvidado cordero y alzó la mirada hacia el cielo cubierto por
las vetas doradas y moradas de la puesta de sol.
—En lugar de destruir este lugar, lo único que consiguió fue hacerlo más
hermoso. —Una irónica sonrisa le rozó los labios—. Si yo me casara, lo haría aquí,
bajo la mirada del mismo Dios y su cielo. Estas ruinas sólo sirven para demostrar
lo débiles que somos los mortales.

Noel se quedó mirándola. La emoción en sus ojos era intensa pero


inescrutable.

—Y sin embargo, al regresar aquí, probarías lo fuerte que es el espíritu.

Rachel asintió.

—Exacto.

Él alargó la mano y le acarició la curva de los labios con el pulgar.

—Me temo que a veces no soy tan fuerte —dijo en un susurro ronco.

Su contacto la quemó. Rachel volvió la cabeza y el pulgar se movió hacia la


mejilla, luego bajó al sensible hueco de la garganta donde le latía el pulso.

—Tú eres mucho más fuerte que yo, Noel. A mí Herschel me destruyó —le
confesó. Pronunció las palabras despacio y con dificultad.

—Y ahora que has huido de Herschel, ¿te has recompuesto? — La cogió de


la barbilla y la obligó a alzar la cabeza.

—No —musitó mirándolo fijamente—. Simplemente he aprendido a vivir


así.

Noel la estudió. La luz del sol se redujo a un rayo dorado que caía sobre el
banco cubierto de líquenes. Le agarró la mano y se la colocó allí, como si fuera un
pintor que buscara el escenario perfecto para su tema.

—¿Qué le ocurre a este lugar que me atormenta tanto? ¿Es por el cementerio
olvidado de mis antepasados o por la belleza de lo que fue y ya no es? —Su voz era
como ardiente ácido.

—Ninguna de las dos cosas —respondió ella—. Más bien, es el dolor de lo


que podría haber sido. Tus hijos y los hijos de tus hijos podrían haber sido
bautizados en esa pila y en esta iglesia, pero tu padre intentó destruirlo. —Rachel
lo miró—. Y tú le dejaste.

—No tenía ni cuatro años cuando prendió fuego a este lugar— se defendió.

—No hablo de cuando quemó la iglesia. Hablo de ahora. ¿Por qué lamentar
su pérdida si no necesitas nada de esto? Necesitas una iglesia familiar para casarte
cuando lo haces por amor, pero te casarás con Judith Amberly en una catedral en
Nueva York y toda la ciudad os aclamará aunque luego pases tus noches con la
señorita Harris. —La amargura se desbordó de su interior y no pudo detenerla.

Hizo una pausa y después añadió:

— Olvida este lugar. No vuelvas a pensar en él. —Apartó la mirada. — Y no


te tortures regresando aquí.

Una incontenible oleada de amargura, negra y profunda, cayó sobre ella. Las
ruinas de esa iglesia eran una metáfora de su propia existencia. Aunque volviera a
Herschel, Magnus regresaría a ella de nuevo. Ni la gran señorita Judith Amberly ni
Charmian Harris podrían retenerlo en Nueva York durante mucho tiempo. Iría al
norte con otra expedición en busca de Franklin, aparecería en la taberna y le
recordaría a Rachel lo que no podría tener. La visitaría del mismo modo que
visitaba las ruinas de la iglesia y se lamentaría por todo lo que podría haber
cambiado si hubiera tenido la voluntad de hacerlo.

—Creo que tenemos que irnos. Se hace tarde. Prometí a los niños que les
leería otro capítulo de Swift. —La joven se levantó.

—¿Qué es el amor? —inquirió entonces Noel—. ¿Hiere o reconforta?

Rachel giró la cabeza hacia él. Tenía la mirada fija en ella.

—Yo amaba a mi padre con todas las fuerzas de mi ser. Y cuando murió, se
llevó una parte de mi alma con él. Así que supongo que hiere y reconforta a la vez.
Pero, aun así, es peor no tenerlo. Entonces, tu vida se convierte en un desierto y
mueres de anhelo.

Sin mirarlo, se dirigió hacia Plutonia sin prestar atención a las enredaderas
ni a las vigas caídas por el camino, pero se detuvo bruscamente al sentir un tirón
en el pelo. Con un grito de dolor y sorpresa, se volvió y descubrió a Noel tras ella.

—Se te ha enganchado el pelo en los espinos. Espera. —Le quitó el sombrero


y le deshizo el moño que le sujetaba el pelo a la nuca, luego rompió la rama del
espino y le desenganchó lentamente el pelo.

Noel se cernía con todo el poder de su masculinidad sobre ella, un


espécimen de hombre grande y musculoso, pero sus manos habían sido tan
delicadas como las de un padre al quitarle la rama de espino del pelo.

—Gracias —susurró aguardando a que dejara de mirarla y la ayudara a


subir al caballo.

Él no se movió.

—Crees que te engañé por mi compromiso con Judith y por mantener a


Charmian, pero le equivocas, Rachel dijo en voz baja.

Las palabras salían de su boca como si fueran una catarsis—. Desde que te
conocí, no hubo ni un solo momento en el que no pensara en ti, o te imaginara, o te
deseara.

Su confesión le sacudió el alma. No podía pensar, ni siquiera respirar. Lo


único que pudo hacer fue quedarse mirándolo con todo el amor que sentía.

—Este no es tu lugar, Rachel —le aseguró con la voz endurecida por la


convicción—. Y yo tengo demasiadas responsabilidades para dejarlo atrás. Así que
hice lo mejor que podía hacerse. Apacigüé a mi padre con mi compromiso con
Judith para así poder tener un heredero «aceptable» y mantuve a mi amante feliz
para tener algún lugar al que ir donde mitigar mis deseos por una mujer. Pero
nunca hubo un lugar al que pudiera ir para aliviar mi deseo por ti.

La joven contuvo las lágrimas. No deseaba darle más satisfacciones.

—Entonces, la respuesta a tu problema era simple: casarte conmigo, traerme


aquí. —Soltó una amarga risa—. Me pregunto por qué no pensaste en eso.

—Odio verte en este lugar. —Sus ojos destellaban violencia—. Este no es tu


sitio. Tú eres pura e intachable. No eres una prostituta que se abre de piernas por
otra baratija de diamantes, ni eres una heredera de tres al cuarto que trama con su
madre aumentar los fondos familiares. Eres sencilla y bondadosa, y deseo que te
vayas de aquí si no es demasiado tarde. Antes de que Northwyck te mancille
también.
—¿Por qué obligarme a alejarme de tu lado? No tiene sentido. —Las
lágrimas eran fuego y hielo cuando se derramaron por sus mejillas.

Noel apretó la mandíbula.

—Me atrapaste, Rachel, lo sepas o no. Hubiera ido andando hasta el fin del
mundo por una de tus sonrisas y hubiera muerto feliz en el intento de llegar hasta
allí. Siempre habría velado por tu protección a riesgo de la mía. Habría hecho
cualquier cosa por ti... — Sus palabras se apagaron, como si le doliera cada una de
ellas—. Excepto mancillarte con este lugar y esta vida.

—Este lugar y la vida que llevas aquí pueden cambiar. Con amor, pueden
cambiar. Mira a Tommy y a Clare —le suplicó.

La cogió por los brazos y la atrajo hacia él.

—¿Qué es el amor? ¿Qué es? ¿Cómo pretendes que un indigente entienda lo


que es un festín?

—El amor es esto. —Lanzó un suspiro tembloroso antes de besarlo—. Y esto


—susurró acariciándole la nuca mientras con la otra mano le rozaba la dura
mejilla.

Noel la estrechó con fuerza contra sí. Atrapó su boca y se negó a soltarla. La
besó más y más profundamente hasta que ella gimió por el placer de que su
ardiente lengua la llenara.

—Haz el amor conmigo aquí, Rachel. En este lugar sagrado. Aunque sólo
sea por una vez. —Se quedó mirándola con una expresión dura y triste en los ojos.

Por encima de sus cabezas, la luna había surgido en un cielo azul oscuro.
Rachel esperó demasiado tiempo a tomar su decisión. Noel bajó la cabeza y la
joven observó cómo le abría la chaqueta y tomaba posesión de los erguidos senos
cubiertos por la batista.

Como si estuviera fuera de sí, se maravilló de la negrura de su pelo y lo


pálidos que se veían sus propios dedos recorriéndolo. Noel alzó la mano y
entrelazó los dedos con los de Rachel, mucho más pequeños. Parecían encajar a la
perfección; tanto, que la joven se preguntó si sus cuerpos encajarían tan bien. Los
caballos golpearon el suelo con las pezuñas y las arrastraron en la creciente
oscuridad, pero ella apenas los oyó cuando él la hizo descender a la alfombra de
flores.

La falda se extendió a su alrededor como si los tentara a hacer una cama con
ella.

—Limpia este lugar —le susurró Noel mientras sus manos se encargaban de
los botones de perlas del corsé. Le desabrochó la prenda de satén rosa y sus pechos
surgieron libres. Parecían de alabastro a la luz de la luna.

Sus fuertes manos se llenaron de ella. Rachel echó la cabeza hacia atrás,
incapaz de detenerlo.

La boca masculina se movió sobre el pezón hasta que se endureció bajo la


lengua, luego se movió hasta el otro, ignorando los jadeos y el martilleo del
corazón que sentía bajo la palma. Cuando la joven ya no pudo soportar más la
tortura de su lengua, Noel le quitó la falda y la enagua, e hizo que apoyara la
espalda sobre las exquisitas prendas mientras la adoraba con las manos como lo
haría un pagano con su dios.

—Noel. —Pronunció su nombre en un gesto de aceptación. Su cuerpo y su


alma necesitaban, temían y aceptaban cuando debería haber huido.

Él se quitó las botas, la camisa y los pantalones, y finalmente se arrodilló


entre sus piernas desnudo. El corazón de Rachel latió aún más fuerte ante la
temible visión de su miembro erecto. La recorrió un escalofrío por el dolor que
imaginó que se avecinaba, pero Noel le deslizó la mano entre los muslos y
descubrió que estaba lista para él, deseosa.

La besó en la boca, se colocó con cuidado sobre ella y acomodó las piernas
entre las suyas.

—Rachel, mi amada Rachel —susurró contra uno de sus pezones y


sujetándola debajo de él con las manos—. Límpiame —le pidió antes de besarla en
la boca por última vez y sumergirse en su interior.

El gemido de la joven quedó ahogado por su beso, por su lengua, que la


llenó arriba al igual que su duro miembro lo hizo abajo.

Se meció contra ella en un movimiento lento y calculado, hasta que Rachel se


dio cuenta de que no era dolor lo que sentía sino algo más, algo maravilloso y
apremiante.
—Estoy soñando. Esto sólo puede ser un sueño —murmuró él al tiempo que
le apartaba el pelo de la cara y aumentaba el ritmo de sus embestidas, hundiéndose
en el interior del cuerpo de la joven cada vez con más fuerza.

—No, amor mío. Estamos despiertos —le aseguró ella, haciéndole jadear al
acariciarle la espalda y las tiernas heridas que aún estaban cicatrizando.

Noel no apartó la mirada de Rachel ni un segundo, no titubeó en ningún


momento cuando sus movimientos se hicieron más lentos y sus envites más
rápidos y profundos.

Dos balanceos más sumieron a la joven en un placer devastador. Se aferró a


él con las piernas hasta que Noel se sumergió en lo más hondo de su ser y se
convulsionó con su propio olvido torturado.

 
18

Rachel se durmió en los brazos de Noel. Habían hecho el amor dos veces
más a la luz de la luna bajo las ruinas de la iglesia. Finalmente, sucumbieron al
agotamiento y la saciedad mientras los grillos cantaban a su alrededor y las
luciérnagas iluminaban el bosque con un mágico resplandor.

Cuando la joven despertó, la luna brillaba alta en el cielo de terciopelo


negro. Se mantenía caliente por el abrazo de Noel, pero él se había incorporado
sobresaltado.

—¿Qué ocurre? —susurró, aferrándose a él en busca de calor y algo más.

—Hay un farol. ¿Lo ves? —Señaló al norte. Un débil resplandor surgía de la


distancia, probablemente del valle—. Han salido a buscarnos, no hay duda.
Vamos. Es hora de que salgamos de este lugar.

La ayudó a levantarse y, con un gesto solemne, le entregó el corsé y la


camisola.

Temblando, Rachel se vistió avergonzada de nuevo por su desnudez. Se


preguntó si alguna vez llegaría un momento en el que no se sintiera así delante de
Noel.

—Toma, recógete el pelo. —Ya vestido, él le entregó el sombrero.

—¿Crees que podrás encontrar el camino de vuelta a Northwyck? —le


preguntó mientras la ayudaba a montar sobre Plutonia.

—Encontraba el camino hasta el Ice Maiden cada primavera, así que creo
que podré encontrar mi casa desde el camino de herradura. —Saltó sobre el pura
sangre y alargó la mano para sujetar las riendas de Rachel.

—Puedo manejarla —le aseguró la joven—. Lo he estado haciendo toda la


tarde.

Noel gruñó.
—Lo has hecho muy bien, pero no me arriesgaré a que se asuste por un
mapache. Si tu yegua sale al galope en medio de la noche, tardaría mucho tiempo
en encontrarte.

Rachel no dijo nada. Su falta de fe en sus habilidades como jinete no la


ofendieron. En todo caso, sintió gratitud por el hecho de que se preocupara por
ella. La idea de que lo hiciera le provocó un extraño sentimiento de seguridad que
nunca antes había experimentado.

Cabalgaron en silencio. Las luces de Northwyck les hacían señales titilantes


a través de los árboles. Antes de que Rachel estuviera preparada para enfrentarse a
ello, estaban entregando los caballos a los mozos del establo y caminando hacia la
mansión.

—¡Estaba segura de que los duendes os habían atrapado! ¿Estáis bien? —


inquirió Betsy, saliendo corriendo de la casa junto a Nathan.

—Tuvimos que parar, pero estamos bien. Uno de los caballos empezó a
cojear. —Noel les indicó con un gesto que entraran—. Haz que le sirvan un té a
Rachel y que le preparen un baño. Estoy seguro de que está helada.

La joven siguió al ama de llaves al interior del vestíbulo con los ojos fijos en
Noel. La verdad es que tenía frío y estaba cansada, pero no deseaba ir a su
habitación y separarse de él, ni siquiera por el lujo de un baño. Había demasiadas
cosas que discutir. Todo su mundo se había desmoronado. Necesitaba saber
demasiadas cosas como para limitarse a darse un baño y acostarse.

—Si me lo permites, me quedaré contigo... —empezó a decir.

—No —la interrumpió él—. Estás a punto de sufrir hipotermia. Ve con Betsy
y haz lo que te digo.

Como si le hubieran echado un cubo de agua fría, se quedó mirándolo


fijamente sin comprender su repentino alejamiento.

—¿Me has oído? He dicho que vayas con Betsy.

—Pero a mí me gustaría quedarme con...

Noel volvió a interrumpirla.


—Eres mi esposa. Haz lo que te digo. —Un músculo en su mandíbula se
endureció. Le dirigió una breve mirada y luego apartó la vista como si estuviera
haciendo algo que no le gustara.

Herida, Rachel lo miró hasta que Betsy la cogió del brazo y la ayudó a subir
las escaleras.

—Cielo santo, mi niña, mira las ramitas en tu pelo. Qué experiencia tan
terrible has debido vivir esta noche —le susurró el ama de llaves mientras la
alejaba de Noel.

Rachel no apartó ni un segundo los ojos de él hasta que se encontraron en el


piso de arriba y quedó fuera de su vista.

Amaneció antes de que Rachel volviera a dormirse de nuevo. Dio vueltas y


más vueltas en la cama; se paseó de un lado a otro y miró con atención la luz que
surgía por debajo de la puerta de la habitación de Noel.

No había esperado su frialdad. Había albergado la infantil esperanza de que,


al entregarse a él, estuviera más unido a ella. De hecho, así se lo había parecido
cuando le cogió las riendas de Plutonia para velar por su seguridad. De algún
modo, había esperado regresar a Northwyck y dormir a su lado esa noche.

Pero Noel no había tenido la necesidad de verla, de abrazarla, de sentir su


calidez mientras se dormía. Se había empeñado en hacerla suya y sus deseos se
habían cumplido. Le había demostrado que en su corazón sólo había lujuria por
ella y ahora que su curiosidad y su deseo estaban satisfechos, no tenía más
necesidad de verla.

Hasta la próxima vez que ardiera por ella, por supuesto.

Se dio la vuelta en la cama y luchó contra las lágrimas. Su alma estaba llena
de angustia. Encontró un refugio en el frío y solitario sueño, y soñó con caballeros
caídos. Sus armaduras abolladas y oxidadas, sus monturas atravesadas por las
justas de sus oponentes.

 
19

—E1 señor Edmund Hoar, señor —anunció Betsy en voz baja—. Dice que ha
venido esta mañana para interesarse por su salud. Ha oído que usted y la señora
Magnus se perdieron anoche.

Noel entrecerró los ojos, se levantó del asiento en la biblioteca y se acercó al


fuego.

—Hazle pasar.

Edmund entró en la estancia con una expresión de satisfacción en el rostro y


la vieja animosidad en los ojos.

—¿Estás aquí para felicitarme por no haberme caído del caballo ni haberme
roto el pescuezo? —le espetó Noel sin ofrecerle asiento.

—Si hubiera sido así, entonces el periódico sería mío, ¿no? Se lo compraría a
tu viuda tal y como planeaba hacer antes de tu inoportuna llegada.

—Otro intento frustrado. —Noel esbozó una sonrisa sardónica.

—Ahora que he recuperado la fortuna familiar, planeo arrebatarte el


periódico algún día. —Edmund permanecía de pie junto al escritorio de la
biblioteca, pero dispuesto a acercarse más—. Ya sabes que soy un hombre paciente.
Pero si quieres ahorrarte cualquier tipo de enfrentamiento entre nosotros, estaría
dispuesto a entregarte un cheque hoy mismo.

—Si te vendiera el Morning Globe, sería la sentencia de muerte del


periodismo en Nueva York. Ahórratelo, Hoar. Sácate esa idea de la cabeza. No te
venderé el periódico ni ahora ni nunca. Aprecio a la gente que trabaja bien para mí
y tú lo convertirías en una máquina de explotación de trabajadores de nuevo.

—Entonces, ¿qué te parece si me vendes a tu esposa? Abrió la cartera y dejó


caer varias monedas de oro sobre el escritorio de caoba—. Dile que creo que esto
supera lo que ella me pidió.
—¿De qué diablos estás hablando? —La voz de Noel fue un gruñido grave y
feroz.

—Bueno, acudió a mí en el hotel y deseaba que le hiciera un préstamo. —


Hoar se llevó la palma de la mano a la frente en un fingido gesto de horror—.
¿Quieres decir que no te lo dijo? Qué embarazoso.

—Ella no aceptaría ningún dinero de ti —le cortó Noel.

—Oh, créeme, lo quería. Para huir de vuelta a casa, si no me equivoco. El


precio era un poco más de lo que ella deseaba pagar, pero parece ser que no es feliz
con su marido aquí. Toda esta paz doméstica no es suficiente para ella, supongo.
Echa de menos las bulliciosas peleas de las tabernas.

Noel le sujetó con fiereza por la garganta y lo aplastó contra la mesa.

—¿Para qué has venido? Mi esposa nunca aceptará tu dinero — rugió.

Hoar apenas pudo pronunciar sus siguientes palabras.

—Creo que deberías preguntárselo a ella.

—No necesito hacerlo. —Noel lo empujó contra la mesa—. Será mejor que
tengas cuidado, Edmund. No planeo entregarte el periódico ni a mi esposa.

—Sólo quiero el periódico. A tu esposa ya la tengo.

Estupefacto, Noel se quedó mirándolo.

Edmund se arregló el cuello de la camisa. El odio ardía en sus ojos.

—¿Quién crees que alivió su soledad en estos meses en los que estuviste
ausente? No fue el viejo Nathan.

—No te creo —afirmó Noel tajante, recordando la inocencia de Rachel la


noche anterior—. Debes apreciar poco tu vida al aparecer aquí y decir semejantes
cosas.

—Bien, pregúntaselo a ella entonces. Pregúntale si deseaba pedirme dinero


prestado. Pregúntale si se ha encontrado a solas conmigo. —Una desagradable
sonrisa le curvó los labios—. Adelante. Hazla llamar.
Noel negó con la cabeza.

—No te creo. Nunca te creeré.

—¿Realmente podrías seguir casado con una mujer que te ha traicionado,


Magnus? ¿Tanto la quieres? —Edmund lo miró como si estuviera desesperado por
leer cada matiz, cada emoción que sobrevolaba el rostro de su enemigo.

—Si lo que dices fuera verdad, me sentiría decepcionado, pero ella tenía
motivos para hacerlo. La escucharía y la perdonaría. — Noel le devolvió la mirada
sin dudar.

—¿Tanto significa para ti? —Una expresión de frustración e ira cruzó


brevemente el rostro de Edmund, pero se ocupó de ocultarla rápidamente—.
Claro, es tu esposa. Te casaste con ella. Viniste del Ártico para estar a su lado.

—Sal de aquí y no vuelvas nunca o te pegaré un tiro. He tolerado tu


presencia porque eras un idiota que no servía para nada, Hoar. Pensaste en acabar
conmigo en el Ártico y, sin embargo, he triunfado donde tú sólo fracasaste: he
traído de vuelta el ópalo de Franklin. —Magnus hizo una pausa para darle énfasis
a cada palabra—. Pero ahora que estás dispuesto a batirte en duelo, te lo advertiré
sólo esta vez: acércate a mí y a los míos, y te mataré.

Betsy apareció de pie en la puerta con el rostro tenso por la preocupación.


Era evidente que el tono alto de Magnus la había atraído hasta allí.

—¿Necesita algo, señor? —preguntó mirando alternativamente a ambos


hombres.

—Sí —siseó Noel—. Acompaña a este idiota a la puerta. Y ten en cuenta que
ya no es bienvenido aquí.

—Muy bien, señor —respondió Betsy con evidente alivio.

—No hace falta que me eches a patadas. Puedo marcharme por mi propia
voluntad. —Hoar le hizo un gesto con la cabeza a Noel—. Pero ten cuidado con la
maldición del ópalo. Ten cuidado —repitió en un tono inquietante.

Betsy regresó después de acompañar a Edmund a la puerta.

—Ya se ha ido—anunció, asomando la cabeza por la puerta- . Y si me


permites, te diré que has manejado la situación de un modo admirable. Pensé que
necesitaríamos llamar a las sirvientas para que limpiaran la sangre de las
alfombras.

—Trama algo. Tengo un mal presentimiento. —Noel miraba fijamente el


fuego—. Llama a mi esposa, por favor.

Betsy se quedó mirando su apuesto perfil mientras él observaba las llamas


del fuego.

—Por supuesto. Enseguida.

—¿Necesitabas verme? —preguntó Rachel en un tono glacial mientras


tomaba asiento en la suntuosa biblioteca donde Noel la esperaba.

Había pasado la mañana en su habitación, abatida. Pero ante la llamada


urgente e inexplicable de Betsy, su furia resurgió.

—Sí. —Noel volvió la cabeza y miró al ama de llaves—. Déjanos, Betsy.

La señora Willem cerró las puertas dobles de caoba sin hacer ruido.

—Edmund Hoar ha estado aquí. Dijo que habías estado viéndote con él a
solas. —La expresión masculina no admitía evasivas.

—Siempre está intentando hablar conmigo —reconoció Rachel—. A veces


creo que me sigue para poder estar a solas conmigo.

Él hizo una pausa mientras procesaba la información.

—¿Alguna vez le has pedido dinero? —inquirió.

Rachel se quedó paralizada. De repente, supo a dónde quería llegar con sus
preguntas.

—Nunca le he pedido nada —respondió cautelosa.


—¿Te ofreció dinero? ¿Te tentó con darte dinero para poder hacerse con el
Corazón negro? Eso es lo único que quiere, lo sabes.

La joven respiró profundamente y guardó silencio. Aun sabiendo que era un


error, dejó que sus pensamientos vagaran por la dulce sinceridad de la noche
anterior; por la simplicidad de estar acurrucada en los brazos del hombre que
amaba contemplando las estrellas. Durante un doloroso momento, había estado
convencida de que podría amarla como ella lo amaba, pero ahora, parecía que ese
momento había pasado en un abrir y cerrar de ojos. Noel volvía a calcular su valor
en comparación con el de una fría y dura piedra. Y de nuevo, ella perdía.

—No acepté su dinero —le dijo finalmente.

—Pero te lo ofreció, ¿verdad? E intentaste que Betsy te prestara lo necesario


para escapar, ¿no es cierto?

Temiendo echarse a llorar, Rachel se negó a hacer algún comentario.

Noel se rió amargamente.

—¿En quién voy a confiar si tú conspiras con el servicio doméstico y mis


enemigos?

La joven apartó la vista.

—Después de lo de anoche y todo lo que he hecho para ganarme tu amor,


pensaba que creerías que soy digna de tu confianza.

—Yo, más que nadie, sé de lo que eres capaz de hacer para conseguir lo que
quieres —masculló él.

—Entonces, échame. Dame los medios para marcharme y no conspiraré más.


—Contuvo la respiración a la espera de la inevitable respuesta.

—No seas absurda. Después de lo de anoche, tengo más razones que nunca
para asegurarme de que te quedes aquí.

—No me quedaré si entre nosotros no hay ni confianza ni amor —le aseguró


sin alterar la voz—. Ni siquiera tú puedes obligarme.

—Por supuesto que puedo.


—Si fuera tu esposa podrías hacerlo, pero ambos sabemos que no es así. No
tienes ningún documento legal para demostrar tu autoridad sobre mí. Soy una
mujer libre que puede hacer lo que le plazca.

La dura e implacable mirada masculina la inmovilizó en su asiento.

—Entonces te desafío. Déjame. —Su boca se torció en una desagradable


sonrisa—. Más aún, te desafío a dejar todo el lujo en el que has vivido estos meses
y a regresar al crudo infierno de Herschel.

—He valorado todo lo que eres, Noel. —Le devolvió la mirada sin titubear
—. He visto esta gran mansión, he leído tu bonito periódico, he vivido bajo tu
sombra, tu imponente sombra. Pero a pesar de todo eso, debe haber más en tu
carácter o, realmente, serás pobre. Debe haber amor, respeto y confianza, los
vínculos inquebrantables que protegen un matrimonio. Si no eres capaz de sentir
esas emociones, lo comprendo. Pero no me quedaré por tus lujos, porque son
irrisorios comparados con lo que da la verdadera felicidad.

—Es ridículo que hables de marcharte. No tienes modo de hacerlo. —Se


enfureció—. No permitiré que continúes con esa amenaza vacía.

—No es una amenaza vacía —susurró al tiempo que se volvía para


marcharse.

—Lo es. ¡Ni cuentas con los medios para irte ni deseas dejarme! —Se levantó
de la silla para resultar más intimidante.

Rachel se volvió para mirarlo. El dolor paralizó su expresión.

—He dicho que no puedes marcharte —le ordenó. Sus ojos se veían de un
aterrador negro a causa de la ira.

Rachel se giró y se acercó a la puerta.

Detrás de ella, oyó cómo la botella de fino whisky se hacía añicos contra la
pared.

 
20

—Despertad, pequeños. Despertad. Tenemos que irnos. Vestíos. —Rachel


estaba de pie en la habitación de los niños con un candelabro en la mano mientras
despertaba con delicadeza a Tommy y a Clare.

—Pero, ¿adónde vamos? —preguntó Clare frotándose los ojos.

—Si Rachel dice que debemos irnos, nos vamos —respondió Tommy, que se
despertó al instante. Sus instintos superaban la necesidad por dormir de su joven
cuerpo.

—No queremos tener problemas aquí, ¿verdad? —La joven esbozó una
suave sonrisa—. Pues, entonces, marchémonos antes de que amanezca.

Sacó a la niña del cálido refugio bajo la colcha de satén y la ayudó a ponerse
el vestido que había elegido. Era una prenda de lana demasiado gruesa para el
verano, pero Rachel sabía que necesitarían ropa de abrigo en el mar y no planeaba
quedarse en Nueva York durante mucho tiempo.

En cuestión de minutos, Tommy estaba vestido con ropas de abrigo también


y cada uno de los niños llevaba una muda de recambio envuelta en uno de los
finos chales de cachemira de la joven.

—Ahora ni una palabra —susurró mientras abría la puerta y se deslizaba


por el pasillo.

Guió a los niños por las escaleras del servicio, muy lejos de los aposentos de
Magnus y de su propia habitación, donde había dejado la nota manchada de
lágrimas en la que le explicaba cómo le enviaría el dinero por las ropas que se
llevaban.

—Saldremos por la puerta de la cocina. Luego, iremos andando al pueblo y


cogeremos el primer tren que nos lleve a nuestro nuevo hogar. —Cogió la fría
manita de Clare y se la apretó—. Os dije a los dos que no me iría sin vosotros y he
mantenido mi promesa. ¿Sabéis por qué?
Clare negó con la cabeza somnolienta.

—Porque os quiero. —Respondió con las palabras que tan a menudo decía a
los niños.

—Yo también te quiero, Rachel —dijo Clare como si la frase le saliera con
toda naturalidad.

—Te quiero, Rachel —susurró Tommy demasiado bajo para que la joven
pudiera oírlo.

Pero ella lo oyó de todos modos y sonrió.

—Prepara mi caballo —gritó Noel a Nathan cuando el anciano se presentó


en la puerta del dormitorio del señor.

Todo el servicio estaba alterado con la noticia de que la señora de la casa


había desaparecido. Betsy paseaba por la habitación retorciendo las manos
nerviosa como una partera.

—El jefe de estación dijo que habían subido al tren de la mañana. No saldrá
otro hasta las cuatro —informó Nathan. Su curtido rostro mostraba una mirada de
preocupación.

—El carruaje es demasiado lento. Cabalgaré solo hasta Martindale Depot.


Allí hay otra línea. El tren que sale desde allí me llevará a la ciudad. —Noel se
puso unas botas de montar negras.

Nathan desapareció para dar órdenes en el establo y Betsy ayudó a su señor


a ponerse la chaqueta.

—Sé que los encontrarás. —La anciana frunció el ceño casi hablando para sí
misma—. Si hubiera acudido a mí. Oh, si les pasa algo a esos tres...

—Los encontraré. —Noel se dirigió decidido a la puerta.

—Y no podemos permitir que piense que puede volver a marcharse nunca


—exclamó Betsy con lágrimas en los ojos.

Noel se detuvo en la puerta por un instante. Luego, sin una palabra más,
salió corno alma que lleva el diablo a Martindale Depot.

Rachel se aferraba a las manos de Tommy y de Clare. Temblaba de miedo,


pero no dejó que esa emoción se reflejara en su rostro. Hasta el momento, habían
sido capaces de conseguir transporte canjeando un elegante chal estampado de
cachemir por tres billetes en cuarta clase. Ahora, al bajar en la estación de Nueva
York, vio que la ciudad era de nuevo un lugar desconocido. No contaba con el
exquisito alojamiento en el Fifth Avenue Hotel, ni con un carruaje que la esperara y
el consiguiente ejército de sirvientes y baúles. Ahora sólo estaba ella, los dos niños,
tres hatillos y una pesada bolsa a punto de reventar con la ropa que les aportaría el
dinero necesario para su viaje.

—Tenemos que encontrar Broadway otra vez. Allí tendremos suerte con los
modistos, imagino —comentó con ligereza.

—Está por allí —le indicó Tommy mientras él y Clare corrían delante de ella.
Los niños volvían a encontrarse en un terreno familiar.

—Vaya, gracias, señor. Este debería ser un viaje agradable después de todo
—dijo Rachel cogiendo a Clare de la mano y siguiendo a su fiable guía.

Era tarde. El sol ya se había escondido detrás de los edificios de ladrillos de


cinco plantas que bordeaban Broadway. Pero como un faro en la noche, dos
lámparas de gas ardían dentro de una ventana al otro lado de la calle. Un cartel
pintado en el cristal decía: JONATHAN STOUD - FABRICANTE DE CORSÉS.

—Nuestra salvación. —Rachel agarraba la bolsa con fuerza.

—¿Clare y yo tenemos que buscar un lugar para dormir esta noche? —


preguntó Tommy.

Rachel sonrió ante su refinado acento. El chico sonaba como uno de esos
niños ricos formados por un tutor personal, pero toda la educación en Northwyck
no le serviría de nada en las callejuelas de la ciudad.
—Nada de camas de lodo para nosotros. Conseguiremos el dinero para
nuestros pasajes y algo más. Tengo algo muy especial. Muy, muy especial. Estoy
segura de que nos darán un precio justo por ello. —Les indicó a los niños con la
cabeza que la acompañaran. Entró en la tienda y abrió la bolsa para que el
fabricante de corsés viera lo que había en su interior.

Desde la distancia, un reloj tocó las campanadas de la medianoche.


Broadway estaba desierto a excepción de un carruaje negro que pasó a toda prisa
hacia los muelles. Giró apresuradamente hacia el sur, hacia South Street, y
entonces, de repente, un hombre gritó desde el interior. El cochero tiró de las
riendas. Las ruedas del carruaje dejaron de girar tan bruscamente que hicieron un
sonido similar al del acero cuando roza la piedra de amolar.

El hombre saltó del carruaje y corrió por Broadway hacia el lugar en el que
había gritado que el coche se detuviera.

Allí, en una ventana del fabricante de corsés, como si la fortuna lo atrajera


hacia ella, pegó el rostro al cristal y pudo confirmar con sus propios ojos lo que le
había parecido ver desde el carruaje.

Sí, allí estaba el raro corsé de satén negro adornado con lazos lilas que él
conocía tan bien, recatadamente colocado en la parte delantera de la tienda y
ceñido a un maniquí forrado de lino.

A Jonathan Stoud nunca lo habían despertado en mitad de la noche. Se


usaba a los sastres para esas inconveniencias. En caso de que se produjera una
muerte, sin importar qué hora fuera, se llamaba a un sastre para que empezara a
confeccionar la ropa negra apropiada para la viuda y los hijos. Incluso cuando la
familia del difunto se quedaba sin un penique y desorientada, la costumbre
mandaba que se hicieran un nuevo armario en negro, aunque eso supusiera a veces
tener que escarbar los últimos ahorros para mostrar respeto por el difunto.

Sin embargo, un fabricante de corsés era otro cantar. Nunca había una
necesidad urgente de un corsé. Las medidas debían ser exactas. Las horas se
invertían en coser las ballenas para que formaran largas y sensuales hileras, y en
procurar que la prenda ofreciera la mayor comodidad. Así que el hecho de que un
hombre enloquecido le despertara en mitad de la noche golpeando la puerta
principal de su tienda era un acontecimiento notable que incluso atrajo a los
vecinos a las ventanas.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó el señor Stoud cuando abrió la


puerta y le permitió entrar.

El hombre se lo quedó mirando con los ojos más asombrosos que hubiera
visto nunca. Eran oscuros y no tolerarían desobediencia alguna. Irradiaba poder.
Era alto, musculoso y estaba vestido con las ropas caras de un hombre rico
acostumbrado a salirse con la suya.

—He venido por el corsé. Ese corsé. —Señaló la prenda negra que el modisto
había colocado en el maniquí antes de retirarse a sus habitaciones para pasar la
noche.

—¿Ese? —Stoud estudió nervioso la exquisita creación. Cuando la chica


llegó con él, había quedado asombrado por semejante trabajo. Sin duda era el corsé
más hermoso que hubiera visto nunca. Supuso que tenía que ser obra del modisto
parisino que cosía para gente como la propia señora Astor. Era extraño que la chica
quisiera vender una prenda tan personal, pero supuso que probablemente era la
amante abandonada de algún hombre adinerado que, desgraciadamente, se había
quedado en estado.

Supo desde el principio que no podría venderlo; estaba hecho a medida para
su propietaria y su precio era demasiado alto, pero se lo había comprado de todos
modos porque pensó que seguramente impresionaría a la clientela. Sin embargo,
ahora se sentía avergonzado. No había previsto decirles que no lo había hecho él.

—¿Qué quiere saber de él, señor? Confieso que no lo he hecho yo —añadió


apresuradamente al ver que su esposa entraba en la tienda adormilada mientras se
ataba la bata de lana.

—¿Dónde lo consiguió? —preguntó Magnus.

—¿Dónde? Bueno, una joven lo trajo cuando estaba a punto de cerrar esta
tarde. Deseaba venderlo y no pude evitar admirar semejante obra. ¿Conoce a la
joven dama, señor? —inquirió Stoud, deseando preguntarle si su esposa conocía la
existencia de aquella muchacha.

—Debo encontrarla. ¿Le dijo adónde iba? —Un músculo se tensó en su


mandíbula.

Stoud no se atrevió a negarlo.

—Dijo que iba a South Street para comprar un pasaje y marcharse de la


ciudad por la mañana. Los niños parecían tan cansados que le hablé de una
pequeña pensión cerca del muelle. Un lugar limpio y respetable para los pequeños.
Se mostró muy agradecida. Le pagué y luego se marcharon a pie. —Stoud se
preguntó si estaría perjudicando a la chica al darle esa información a aquel
hombre. Esperó fervientemente que no fuera así, pero no le quedaba otra opción.

—Gracias. Ahora descuelgue el corsé —exigió Magnus—. Lo quiero.

—Pagué un alto precio por él, señor. Espero que comprenda que necesitaré
que se me reembolse el dinero —comentó Stoud mientras su esposa
desenganchaba nerviosa el corsé del maniquí forrado de lino.

—Esto debería cubrirlo. Es más de lo que pagué por él nuevo. —Magnus


dejó un billete sobre el mostrador, cogió el corsé de las manos de la mujer y subió
al coche.

El carruaje salió hacia la pensión, desapareciendo entre la bruma que se


había levantado sobre la ciudad.

—¿Quién era ese hombre? —le preguntó a Stoud su mujer mientras se


ajustaba el gorro de noche sobre la cabeza gris.

—No lo sé. Alguien importante, sin duda. —Bajó la mirada hacia el billete
que el hombre había dejado, convencido de que lo habían estafado. Pero, entonces,
levantó el dinero y lo miró con cuidado a la luz de la vela que aún ardía en su
mano—. ¡Somos ricos! —gritó sin poder evitarlo.

 
21

Había un largo paseo hasta el Dovecote Inn desde la tienda de Stoud. Rachel
estaba cansada y los niños se arrastraban detrás de ella como soldados agotados
recién llegados de la guerra.

—No quedan muchas manzanas ya. Luego disfrutaremos de un rico guiso


caliente y una cama limpia —les animó—. Pero si queréis descansar un poco,
podemos hacerlo. Sé que ha sido un día terriblemente largo.

—Podemos seguir —afirmó Tommy animosamente—. Además, este es


nuestro antiguo barrio. Si nos paramos, puedes estar segura de que nos robarán.

—Por gente como vosotros, ¿eh? —comentó Rachel con una sonrisa de
cariño—. Bueno, eso es mal asunto.

—¡Tenemos que cruzar la calle! —gritó Clare, repentinamente alerta.

—¿Qué ocurre? —preguntó Rachel cuando Tommy cogió a Clare de la mano


y cruzaron a toda prisa.

—Es el orfanato —le susurró Tommy cuando la niña se adelantó—. A ella no


le gusta. No quiere ni pasar junto a él.

Rachel miró al otro lado de la calle, hacia el enorme edificio. Recordó que
Clare lo había mencionado en alguna ocasión, pero el horror en la voz de la niña
no parecía encajar con la mole de piedra rojiza que se levantaba ante ellos. Tenía
cuatro pisos de altura y probablemente lo habrían construido treinta años atrás,
pero ahora las instalaciones estaban abandonadas. Había tablas clavadas en todas
las ventanas y el cartel donde ponía «VINCENT ORFANATO» colgaba medio roto
de una cadena. Otro descuidado cartel pintado a mano decía «EN VENTA» sobre
las tablas que cubrían la puerta principal.

—¿Fue muy terrible vivir en ese lugar? —le preguntó a Tommy en un


susurro para que Clare no pudiera oírla.
—Tuvimos que escaparnos. El dueño nos pegaba todo el tiempo. Nos
moríamos de hambre y trabajábamos dieciocho horas al día en su taller, donde nos
dejábamos la vista trabajando con aguja e hilo para hacer sábanas. —Tommy
estaba pálido y su boca era una fina y sombría línea—. Así que un día le dije a
Clare que viviríamos mejor en las calles. Nos moriríamos de hambre igual, pero no
nos golpearían en la cara ni nos harían sangrar si nuestra cesta no estaba llena de
sábanas con el dobladillo hecho. —Señaló el fantasmal edificio con la cabeza—. Oí
decir que aquel hombre cogió todo el dinero donado para nuestro sustento y huyó.
Después de eso, el orfanato cerró y los niños se esparcieron por las calles. Ahora
está en venta.

A Rachel le entraron ganas de llorar al escuchar su historia. Se volvió para


dirigir una última mirada al desolado edificio deseando poder imaginarlo limpio y
cuidado, con niños felices en las escaleras, bien aseados y sonrientes.

—Vayamos a por ese guiso caliente —le dijo a Tommy al tiempo que le
acariciaba la mejilla.

Clare volvió la vista y su mirada recorrió el edificio del orfanato. La enorme


estructura se alzaba como una sombra siniestra bajo la parpadeante luz de gas.

—Es sólo un edificio, cariño —la tranquilizó Rachel—. Ya no puede hacerte


daño. El mal en su interior ha desaparecido. —Cogió a la niña de la mano y aceleró
el paso.

Apenada, pensó que si Magnus hubiera estado allí, habría podido usar las
mismas palabras con él. Northwyck era sólo una casa. El mal había desaparecido y
la bondad podría haber regresado si él lo hubiera permitido.

—Quiero que la llamen de inmediato —exigió Magnus al somnoliento


dueño del Dovecote Inn.

El hombre se apartó la borla del gorro de dormir de la cara, pero el adorno


volvió a caerle en los ojos de forma insistente.

—Estaban exhaustos cuando llegaron, señor. No sé si podré despertarlos.


—Deje a los niños en la cama. Pero la quiero a ella aquí abajo de inmediato.
—Noel dejó caer varias brillantes monedas de oro sobre el mostrador— ¿Le sirve
esto de incentivo?

El hombre abrió los ojos de par en par. Miró a Magnus, asintió y subió las
escaleras que había al fondo del bar con su descolorido camisón.

—¿Señorita? ¿Señorita? —susurró después de llamar suavemente a la


puerta.

—¿Sí? ¿Qué ocurre? —Rachel respondió a la puerta sólo con la camisola y


un chal. Ni siquiera llevaba el pelo trenzado. Se había sentido demasiado cansada
para hacerlo. Detrás de ella, en la diminuta buhardilla, los niños estaban tumbados
en la única cama profundamente dormidos.

—Un caballero desea verla, señorita. Quiere que baje enseguida.

Rachel se apoyó en el marco de la puerta con una mirada de pánico. Noel les
había encontrado, pero él no poseía la fuerza para detenerla. Su voluntad era tan
fuerte como la de él.

Miró a su espalda, hacia las pequeñas siluetas que respiraban


profundamente bajo la fina manta.

—De acuerdo.

—Gracias, señorita. Me daba miedo mentirle, y usted no me dijo que


esperaba visita. —El dueño del establecimiento le sonrió cansado.

Rachel decidió que era un hombre agradable. No se merecía estar en aquella


incómoda posición. Por su expresión, parecía más asustado que contrariado y
supuso que Noel lo habría aterrorizado con una de sus feroces miradas.

Agarrando con fuerza los extremos del chal, bajó las escaleras detrás del
hombre y entró con él en el bar vacío.

Como esperaba, se encontró con Magnus sentado en una mesa y la mirada


llena de ira.

—¿Desea que me quede, señorita? —se ofreció el tabernero mientras


estudiaba nervioso a Magnus.
—Oh, por favor, regrese a la cama. Siento mucho que le hayan interrumpido
el sueño —respondió. Sonriendo, hizo un gesto con la cabeza hacia Magnus—. Lo
crea o no, el caballero y yo nos conocemos muy bien. Puedo manejarlo sola. Por
favor, no se tome más molestias. Estaré bien.

El hombre le sonrió aliviado. Lanzó una última mirada ansiosa a Magnus y


luego se marchó.

Cansada, Rachel se acercó a Magnus. No tenía ganas de pelearse con él. El


día había sido agotador y aún tenían que conseguir pasajes para un barco por la
mañana.

—Noel —le saludó al tiempo que se sentaba frente a él.

Magnus la estudió con detenimiento. A su mirada no escaparon los


pequeños hombros envueltos en el fino cachemir, ni el pelo rubio enredado que le
caía por la espalda.

—Si has venido para obligarnos a regresar, me temo que has recorrido todo
este camino en vano...

Magnus la interrumpió con brusquedad.

—He venido para hacer un trato contigo. Para hacerte rica.

Rachel casi se cayó del gastado banco de roble. Estaba mentalizada para su
ira, sus manipulaciones, sus demandas. Pero, desde luego, no estaba preparada
para encontrárselo intentando controlar su genio.

—No te entiendo. ¿Has venido hasta aquí para disculparte? ¿Has cambiado
realmente, Noel?

—Quiero empezar con este juego desde el principio...

—No era ningún juego —le corrigió con gravedad.

Noel asintió.

—Ahora lo veo. La ira me cegó cuando llegué aquí y me di cuenta que te


habías hecho pasar por mi esposa, pero, aun así, Betsy os ha cogido cariño a ti y a
los niños. Creo que hay buenos motivos para intentar llegar a un acuerdo contigo y
hacer que regreses.

—¿Nos has cogido cariño tú también? —Su voz sonó lastimera y trémula.

—Yo no nos veo llevando la vida feliz que tú imaginas en Northwyck. Lo


sabes.

Rachel no dijo nada.

—No obstante —continuó Noel—, me gustaría intentarlo de nuevo. Vuelve


y vive conmigo como mi esposa en Northwyck durante un mes. A medianoche del
día treinta, si no puedo aguantar la vida de casado contigo, te dejaré libre. Te
enviaré a donde quieras con una buena dote. De hecho, te convertiré en una mujer
rica sólo si lo intentas durante treinta días más.

Rachel meditó la oferta durante un largo instante.

—¿Y si descubres que no puedes vivir sin mí? —dijo finalmente.

Noel la miró intensamente a los ojos.

—Entonces, te pediré que te cases conmigo, y si decides aceptar,


celebraremos una discreta ceremonia en las ruinas de la iglesia de mi familia.

A Rachel le pareció que el corazón se le paraba en el pecho. Él le estaba


ofreciendo otra oportunidad, y ella deseaba desesperadamente aprovecharla
aunque no estuviera segura de si su alma podría soportar otro fracaso.

—Por supuesto, entiendo que necesites tiempo para pensarlo. —Los labios
masculinos estaban apretados en una fina línea—. No me importa esperar, pero te
pido que mientras consideras tu decisión, me permitas instalaros a ti y a los niños
en un alojamiento más adecuado.

—Sólo te pido que mantengas tu palabra —susurró ella—. Es lo único que


siempre te he pedido.

Las arrugas desaparecieron del rostro de Noel. En lugar de furioso, parecía


aliviado, igual que la noche que la había encontrado en el baile de los Steadman.

—Entonces, vayamos a un hotel mejor donde podamos negociar las


condiciones por la mañana.
—No necesito tu dinero, Noel. Nunca lo he deseado.

El se rió.

—Eso es toda una novedad, teniendo en cuenta lo que me exigieron los


abogados de Judith Amberly.

—¿De qué estás hablando? —preguntó ingenuamente.

—Estoy hablando del millón de dólares que tuve que pagar a la señorita
Amberly por la demanda que sus padres presentaron ante el incumplimiento del
compromiso por mi parte.

—¿Un millón de dólares? ¡No puede ser! —La sangre le abandonó las
mejillas.

—Le pagué hasta el último centavo. Espero que Judith sea mucho más
cordial la próxima vez que la vea, ahora que cuenta con una dote cinco veces
mayor y será mucho mejor partido.

—Nunca había oído una cosa así. ¿El dinero la hizo feliz?

—Mucho, créeme. Y espero hacerte a ti incluso más feliz, ya que el precio


que estableceré contigo será mucho más alto.

Rachel negó con la cabeza incrédula.

—Yo nunca quise dinero. Lo sabes. Esto nunca ha sido una cuestión de
dinero. Se trataba... se trataba... —Le falló la voz—. Se trataba de amor.

—Sí —asintió Noel en voz baja. Sus ojos estaban llenos de un anhelo
indefinible—. Y supongo que es por esa razón por la que, si te dejo ir, te haré
mucho más rica. —Se levantó—. Ahora ve a por los niños. Pueden dormir todo el
día de mañana en tu suite del hotel. Yo hablaré con el dueño de la pensión y os
esperaré en la calle con el carruaje listo.

Rachel se levantó y se ajustó el chal al pecho.

—No traje ropas para quedarnos en Nueva York. Sólo cogí lo esencial. Me
temo que te avergonzaremos.
Noel le sonrió. Alargó el brazo y le acarició la mejilla donde aún podían
verse las marcas de las sábanas.

—Conseguiré todo lo necesario en Valin’s y pediré que lo envíen al hotel por


la mañana. Aunque lo cierto es que, aun vestida con harapos, eres hermosa,
Rachel. Muy hermosa.

Se la quedó mirando durante un largo momento.

Sin querer alejarse de él, la joven se dirigió reticente a las escaleras que había
al fondo del local para despertar a los niños. En cuestión de minutos, tenía a los
dos somnolientos pilluelos acomodados en el asiento de terciopelo del carruaje.
Partieron en medio de la noche después de que Noel hubiera convertido al dueño
del Dovecote Inn en un hombre muy feliz.

Pero antes de llegar a su destino, Rachel vio que pasaban de nuevo junto al
edificio abandonado que había sido el orfanato donde vivieron Tommy y Clare.
Como por instinto, le pidió a Noel que detuvieran el carruaje. Se acercó más a la
ventanilla y pasó varios segundos estudiando la negra estructura del edificio.

—¿Qué ocurre? —preguntó Noel.

Rachel se mordió el labio mientras reflexionaba.

—Si vivo como tu esposa estos próximos treinta días, tendré algún tipo de
asignación para mis gastos, ¿verdad?

—Sí, para lo que sea que creas que necesitas. Pero ¿qué tiene eso que ver con
este edificio en ruinas?

La joven sonrió.

—Me gustaría gastar mi asignación alquilándolo. Tommy, Clare y yo


podríamos limpiarlo y encargarnos de que sea un lugar mejor para niños
abandonados.

—¿Antes era un orfanato? ¿Vivían ellos en este lugar? —Señaló a Tommy y a


Clare, acurrucados como querubines de mejillas rosadas bajo el chal de castor.

—Se escaparon de aquí —asintió ella—. Clare ni siquiera quería pasar por el
mismo lado de la calle en el que estaba el edificio. Me gustaría arreglarlo. El hecho
de que Tommy y Clare lo vean de nuevo como un orfanato, uno agradable y en el
que se impartan valores morales, les ayudaría mucho.

—Supongo que este será el nuevo y caro proyecto que tendré que
emprender. —Noel se recostó en el asiento y dio unos golpes para que el cochero
volviera a ponerse en marcha.

—Puedo hacer mucho sólo con mi asignación —insistió Rachel—. De


verdad, no espero que te involucres en absoluto.

—Tendremos que comprar el edificio, contratar personal, limpiar el lugar...


Va a costar una fortuna.

Rachel se encogió.

—Supongo que tienes razón. Me supera. Pero cuando oí lo abusivo que era
el lugar y lo corrompido que estaba, hasta el punto que se permitió que los niños se
desperdigaran por la calle, quise hacer algo al respecto. Nueva York no debería
tener niños abandonados vagando solos. En el norte, donde la vida es dura, se
cuida de los huérfanos, ¿por qué echan a la calle a los niños aquí, cuando hay tanta
riqueza?

—Porque algunos hacen todo lo que pueden por rechazar la vida. —Noel no
la miró.

Tras esas palabras, los dos se quedaron inmersos en sus propios


pensamientos hasta que llegaron al hotel.
22

Noel se quedó sentado en el salón de la suite del hotel después de que


Rachel y los niños se hubieran retirado a sus habitaciones. Bebía despacio un
whisky mientras contemplaba el corsé de satén negro.

La prenda no era más que una frivolidad en sus grandes manos Sin
embargo, sus dedos se veían atraídos una y otra vez por los diminutos lazos lilas
en la parte superior. Las cintas eran muy similares a Rachel, pálidas, suaves, llenas
de curvas, pero el acero en el interior de aquel envoltorio de satén negro también
era como ella. Nada la doblegaría. Ni siquiera él.

Pasó el pulgar por las prietas ondulaciones de acero y satén. De repente,


metió la mano en el bolsillo de su chaleco, sacó el Corazón negro y envolvió el
ópalo con el corsé negro.

Había tenido la intención de donar la pieza a un museo, pero, por algún


motivo, siempre vacilaba. Le estaba gustando demasiado verlo en el cuello de
Rachel. Nunca olvidaría la imagen de la joven en el baile de los Steadman con la
piedra atormentándolo desde las sombras de su escote.

Fue como una visión después de todos esos meses de infierno helado para
llegar hasta ella. Ahora que su ira empezaba a ceder, y estaba siendo sustituida por
un miedo demasiado real a perderla de verdad, casi podía contemplar la situación
con humor. Qué imagen tan deliciosa, ataviada con su pudoroso vestido morado.
Estaba arreglada y bien cuidada, muy lejos de la imagen que él había tenido en su
mente en la que la veía sucia y vagando por las calles de la ciudad intentando
encontrar una moneda para comer algo.

Lo había puesto en ridículo.

Y ahora podía reconocer que era perfecta para él.

Si al menos pudiera lograr que su pasado no se interpusiera y estropeara


aquella tregua provisional... No sería fácil. Su visión de la vida, de Northwyck, de
la verdadera felicidad, era casi imposible de cambiar.
Aun así, deseaba con todas sus fuerzas que funcionara. Incluso cuando la
había ayudado a meter en la cama a Clare y a Tommy, se había descubierto
preguntándose cómo sería ser su padre, aceptarlos como propios, mimarlos y
educarlos para que pudieran lograr sus metas.

Aquellos sentimientos le eran desconocidos. Tan desconocidos como la


jungla lo era a los esquimales. Pero estaba empezando a pensar, a sentir, y a elegir
opciones diferentes.

Quizá su destino no fuera quedarse solo en ese mundo de riqueza y


aventura. Podría haberse casado con Judith. Ella le habría dado hijos y le hubiera
dado carta blanca para que se fuera al norte tanto tiempo como quisiera.

Rachel era diferente. Hacía que pusiera los pies en la tierra incluso cuando la
aterraba, cuando la ira que habitaba en su interior salía a la superficie, una ira que
era el legado de su padre.

Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento. Quizá la vida no
estuviera a su entera disposición. Quizá era una fuerza aún mayor que el gran
Noel Magnus, una fuerza mayor y más poderosa de lo que lo había sido su padre.

Y quizá, sólo quizá, si confiaba en la expresión de los bellos ojos azules de


Rachel y en la sinceridad de sus palabras, la vida también fuera mucho más
clemente.

—Después de desayunar, ¿quieres que vayamos a ver si compramos ese


edificio? —le preguntó Noel desde el otro lado de la mesa a la mañana siguiente.

Rachel alzó la vista del plato. Los niños ya habían desayunado y estaban
jugando tranquilamente en el salón, demasiado lejos para oír la conversación.

—Podría pedir a mis abogados que busquen al propietario y cerrar el trato


hoy mismo.

—¿Realmente harías eso por mí? —Había cierta vacilación en sus ojos—.
¿Hablas en serio? Sé que será muy costoso...
—Soy el dueño del mayor periódico en todo Nueva York. ¿Poi qué no
debería invertir mi dinero en buenas obras? —razonó él.

—Las buenas obras tienen un precio... —Hizo una significativa pausa—. Y


las buenas obras deberían continuarse aunque sus benefactores regresen a su
hogar. —Lo miró fijamente preguntándose si la habría entendido.

—Crearé un fondo de inversiones. El orfanato continuará en perpetuidad.


Mis abogados lo arreglarán todo.

Rachel esbozó una gran sonrisa.

—Entonces, empecemos cuanto antes. Nunca será demasiado pronto para


los niños que necesiten cobijo.

Noel la miraba como si hubiera caído preso de su hechizo.

—Enviaré una nota en cuanto acabemos de desayunar.

—¡Dejaremos que los niños le pongan nombre! ¡Oh, no puedo creerlo! Al fin
siento que tenía una razón para venir aquí. Algo bueno está a punto de pasar, lo sé.

—Yo también lo sé —asintió Noel en voz baja sin dejar de mirarla.

Rachel apartó el plato y cogió un lápiz, papel y sobres del escritorio.

—Tendremos que montar una habitación con cunas para los bebés.
Habitaciones para los mayores y mucho espacio para jugar. Un aula, habitaciones
para el ama de llaves y los profesores... —reflexionó, mordiendo el extremo del
lápiz.

Noel se rió.

—Pareces una colegiala preocupada por sus exámenes.

—Tuve la suerte de ir a la escuela durante un tiempo —le explicó ella—.


Cuando mi madre vivía, tenía dinero para pagarlo. Asistí durante dos años antes
de que muriera y me fuera a vivir al ballenero con mi padre. —Esbozó una sonrisa
irónica—. Después de eso, mi padre se convirtió en mi tutor. Él no creía en la
educación para las mujeres, pero había poco que hacer en una travesía oceánica
aparte de leer y no le quedó otra elección que continuar con mi educación para que
así no le estorbara.

Noel arqueó una ceja.

—Siempre me pregunté cómo podía ser que supieras leer, sumar y restar
mejor que cualquier capitán de ballenero.

—Todo lo que puedas necesitar saber alguna vez está en un libro en algún
lugar. Una vez comprendí eso, el mundo se abrió ante mí. —Se sacó el extremo del
lápiz de la boca—. Así que debo insistir en que las niñas de nuestro orfanato
reciban la misma educación que los niños.

—No tengo ninguna objeción, pero ya sabes que eso creará controversia.

—Bien. Quizá otros creen otro orfanato para demostrar que nos
equivocamos. Lo más importante es que no haya ningún niño abandonado en las
calles pasando hambre.

—Nunca había visto ese lado tuyo tan compasivo, Rachel.

La joven lo miró con una tierna sonrisa.

—Nunca te quedaste el tiempo suficiente a mi lado para verlo.

—Touché —le dijo tranquilamente sin apartar la vista de ella ni un segundo.

Edmund sacó los valiosos papeles de las fundas de terciopelo y lana hechas
por encargo. Los papeles de Franklin eran su posesión más preciada. Cada uno de
ellos había sido encontrado en la tundra, oculto bajo una pila de rocas que a todo el
mundo le parecía que era un monumento druida o funerario. Y, además, cada hoja
había costado una vida, ya que Edmund había estado dispuesto a pagar una
fortuna a cualquier loco capaz de hacer el viaje al norte y seguir el rastro a los
últimos días documentados de Franklin hasta que, muertos todos sus hombres, el
explorador había salido por su cuenta y había fallecido en algún lugar desconocido
que aún estaba por descubrir.

La expresión de Edmund se endureció. Estaba convencido de que el padre


de Rachel sabía dónde se encontraba el cuerpo de Franklin. El explorador no se
habría separado del Corazón negro, aun estando congelado y delirante. Habría
muerto con aquella cosa colgada al cuello aunque sólo fuera por el detalle
sentimental de que se lo hubiera regalado su esposa justo antes de partir.

Y ahora el ópalo era de Magnus. Rachel también era suya y, con ella,
también lo era la información.

Una oleada de celos lo sacudió. Era raro que él se encaprichara de una


mujer. Sólo tenía dos intereses: Franklin y superar a Magnus. La lujuria la aplacaba
con unas cuantas amantes que satisfacían sus fantasías. Nunca antes había sentido
ese fuego interior que lo consumía cada vez que veía el rostro de Rachel Howland
o pensaba en su expresión cuando la obligó a reconocer que su esposo no la amaba.

Su enemigo no la merecía, como tampoco merecía The New York Morning


Globe; el mejor periódico de todo el país. Su propio padre lo había fundado y luego
lo había perdido en manos de Magnus. Su hijo, Noel, ni siquiera lo apreciaba. El
Globe era simplemente un medio para lograr su locura: explorar el norte.

Para lograrlo antes que él, Edmund se había encargado de conseguir la


mayor parte de los papeles de Franklin. Algunos, sobre todo los últimos, no eran
nada más que fragmentos garabateados de pensamientos inconexos: él amaba a su
esposa, echaba de menos a su perro, se preguntaba si la reina lo honraría tras su
muerte... Pensamientos sin sentido que hacían más llevadera la terrible situación
del explorador.

Pero lo importante era que él poseía la mayor parte de los diarios. Y cuando
Magnus decidió que debía ponerse en marcha para equilibrar la balanza, Edmund
había disfrutado frustrando sus planes con la Compañía del norte, la empresa con
la que había conseguido manipular la vida de todo hombre blanco que se
encontrara por encima del paralelo cincuenta y tres.

Pero ahora, justo cuando su venganza parecía próxima, se preguntaba si a


Magnus le importaba siquiera que fuera él quien encontrara primero a Franklin.
Cada día que había pasado tras el regreso de ese desgraciado a Northwyck,
Edmund había esperado inútilmente el anuncio de los planes de Magnus de
regresar al norte y continuar con la búsqueda; sin embargo, parecía que estaba
demasiado absorto en su última pasión, su hermosa Rachel.

Rachel...
Incluso su nombre le hacía arder en su interior. Si descubría que Magnus la
deseaba realmente, se volvería loco. Era demasiado para él. Poseía demasiada
belleza, demasiada información como para que pudiera pensar sin apasionamiento
en ella.

Pero si Magnus la amaba, él se encargaría de que la perdiera.

Si no podía vencer en la carrera por encontrar a Franklin, se quedaría con la


mujer de su enemigo.

La vida de Rachel pendía de un hilo muy fino... Y estaba escrito que el


perdedor sería Magnus.

Edmund colocó los estropeados trozos de papel en fila sobre el escritorio y


los ordenó cronológicamente lo mejor que pudo. Encima, en la pared, había un
mapa del Ártico. Era inexacto en el mejor de los casos, incluso con la información
más reciente, pero, así y todo, era un mapa. Brillando sobre su superficie había
clavados alfileres con un rubí en la cabeza que marcaban los puntos en los que se
habían encontrado las diferentes partes del diario de Franklin. Un hilo de seda
color rubí señalaba las tortuosas andanzas del explorador a medida que el cerco se
iba haciendo cada vez más estrecho.

Como si marcara el lugar con una X imaginaria, Edmund recorrió con el


dedo los puntos entre York Factory y Fort Nelson. Las últimas entradas del diario
se encontraron allí. Si pudiera confirmar que el viejo Howland había encontrado el
ópalo en ese lugar, sin duda encontraría el cuerpo de Franklin. Estaba seguro de
que se hallaba en algún lugar en el interior de ese círculo.

Y la única guía que podía llevarlo hasta allí era Rachel.

 
23

Rachel se ató el amplio lazo de tafetán por debajo de la barbilla. Se miró al


espejo y quedó asombrada por la transformación.

Los lazos del sofisticado sombrero Fanchon eran verdes, pero, en el interior
del ala, Auguste había ribeteado la pieza con rosas granates para enmarcar su
rostro, y un botón de satén verde sujetaba un abanico de encaje de Alençon a un
lado para rematar la obra de arte.

Ella, Rachel Howland, la dueña del Ice Maiden, no era digna de aquello. No
obstante, sonrió a su reflejo. Aquel maravilloso sombrero aportaba color a sus
pálidas mejillas y un encantador destello que refulgía en sus ojos. Verdaderamente,
el sombrero favorecería a cualquiera que lo luciera. Al fin podía comprender por
qué monsieur Valin era un hombre tan buscado. Cuando la mayoría de modistos
permitían que los accesorios de sus vestidos los diseñaran otros, Valin insistía en
que todo el atuendo fuera diseñado por él. No toleraba que un vestido de organdí
color melocotón se rematara con un sombrero de terciopelo granate de la
temporada pasada. Era un artista en su totalidad; tan bueno escogiendo el
sombrero adecuado como lo era haciendo un bosquejo de un vestido de baile.

Cogió los guantes de encaje, el bolso bordado con cuentas violetas y entró en
el salón para reunirse con Noel.

Él alzó la mirada, pero, si se fijó en el sombrero, no pareció demostrarlo. No


apartó los ojos ni un segundo de su rostro. Durante todo ese día, Rachel se había
sentido como si fuera un arroyo de agua cristalina y él un hombre que muriera de
sed.

—¿Estás lista? —le preguntó solícito.

La joven sonrió.

—Tan lista como podré estarlo nunca para reunirme con media docena de
abogados.
Noel lanzó una carcajada y abrió la puerta.

—Adiós —les dijo Clare furtivamente desde la puerta del salón.

Rachel se acercó a la niña y la abrazó.

—No tardaremos.

—Están en buenas manos, señora Magnus. —La señora Avery, la oronda


esposa del maître, se aproximó a la puerta con Tommy, que miraba en silencio y
con una expresión de desamparo a Rachel.

—Ya hemos llamado a Betsy. Llegará esta noche, os lo prometo. —Rachel


sonrió para infundirles confianza—. Hasta entonces, os prometo que estaréis bien.
La señora Avery ha tenido doce hijos. Sabrá qué hacer con vosotros en el breve
tiempo que yo esté fuera.

—Vuelve pronto —le pidió Tommy entre dientes como si no quisiera que
Noel lo oyera.

Pero Magnus lo oyó y miró al chico con cierta irritación. Finalmente, apoyó
una mano en la parte baja de la espalda de Rachel y la acompañó hasta la puerta de
la suite con un duro gesto en la mandíbula, como si se esforzara por resolver un
problema que no tuviera solución.

El alto y apuesto abogado de pelo gris entregó a Rachel una carpeta desde el
otro lado de la enorme mesa de caoba. Alrededor de la mesa había una buena
cantidad de abogados a cada cual más ansioso por complacer.

—Señora Magnus —anunció el hombre—. Además del título de propiedad y


de la firma de privilegios para las cuentas, puede estar segura de que cada centavo
del fondo de inversión será supervisado por esta firma y que no se producirá
ninguna irregularidad. Gestionamos todos los fondos del Globe, y el señor Magnus
no nos da ni un minuto de descanso hasta que se rinden cuentas de hasta el último
penique. Esperamos la misma diligencia por su parte. De hecho, nos sentiríamos
ofendidos si no nos visitara trimestralmente para que podamos tener el honor de
acompañarla a almorzar aquí en la ciudad. —El distinguido abogado le hizo una
reverencia y luego volvió a sentarse.

Rachel confió en aquel hombre de manera innata. Él y sus hermanos


parecían realmente eficientes.

—Por favor, tómese un momento para repasarlo todo. Les dejaremos solos
hasta que tengan alguna pregunta.

Los abogados salieron de forma ordenada y Rachel se quedó sola frente a


Magnus, que estaba sentado en el otro extremo de aquella brillante mesa de caoba.

—No sé nada de finanzas. Nada. —Se sentía perdida ante aquella carpeta de
piel llena de documentos inexplicables que, en su mayoría, estaban escritos con
largas frases en latín.

—Deja que lo repase contigo. —Magnus se sentó a su lado.

La joven se preguntó si era tan consciente como ella de que tenía la pierna
íntimamente pegada a su muslo bajo la mesa.

Noel repasó los documentos y los leyó con facilidad pasmosa.

—Esto es el título de propiedad del edificio. —Le mostró una hoja de papel
de pergamino con grabados—. Contrataremos una caja de seguridad en el banco.
Podrás guardarlo allí.

Señaló otros papeles, la mayoría muy parecidos.

—Esto establece el fondo de inversión. Te da privilegios exclusivos en las


cuentas. Hay una para la construcción, restauración y mantenimiento, otra para
gestionar el servicio doméstico, y la última es para necesidades especiales, algo en
lo que no hayamos pensado, como atención hospitalaria para los pequeños. —Hizo
ademán de cerrar la carpeta, pero Rachel alargó la mano antes de que lo hiciera y
lo detuvo.

—Hay otro papel ahí dentro —comentó al tiempo que sacaba el documento.

Noel respiró lenta y profundamente. Como si se preparara para una dura


batalla.

—Sí, hay otro. Había esperado poder explicártelo más tarde.


—¿De qué trata? —susurró mientras recorría con la mirada la abundante
letra pequeña.

—Es tu acuerdo.

—¿Mi acuerdo?—inquirió mirándolo fijamente.

—Estemos o no casados, este documento te proporciona fondos para tu uso


personal. Si cumples nuestro acuerdo, a medianoche del día treinta, después de
haber interpretado el papel de mi esposa, te convertirás en una mujer muy rica. —
Le cogió el documento de las manos y lo metió en la carpeta.

—No tenías que hacer eso, Noel. Yo no soy como los padres de Judith
Amberly. Nadie habría ido nunca a llamar a tu puerta en mi nombre. —Le sostuvo
la mirada.

Noel desvió la vista, repentinamente enfurecido.

—A medianoche del día treinta, tanto si nos casamos o seguimos caminos


separados, serás muy rica y verdaderamente independiente. Si el destino decide
que deberías quedarte aquí y casarte conmigo, que así sea. Pero si decides que no
deseas seguir a mi lado, tendrás los medios para ir adonde desees. Nunca volverá a
faltarte el dinero. —Ató la carpeta y la deslizó al otro lado de la mesa.

—Gracias —le dijo en voz baja—. Pero no entiendo por qué haces esto. Soy
yo la que te ha perjudicado.

—Sí. Y me diste el ópalo. —Sacó el Corazón negro del bolsillo del reloj y se
lo entregó—. Quiero devolvértelo. Fue el legado de tu padre para ti.
Probablemente no supiera lo que había encontrado, pero, aun así, él te lo dio a ti y
tienes derechos sobre él. —Soltó una larga exhalación, como si hubiera estado
conteniendo la respiración todo ese tiempo—. No hay nada más que decir.

—Pero esto fue el pago por...

—Las cuentas están saldadas. Por otra parte... —Le dedicó una larga mirada
—. Por otra parte, me gusta cómo te queda.

La joven estudió la piedra que descansaba en su palma.

—Pero, ¿qué hay de la maldición? No quiero que les pase nada terrible a
Tommy y a Clare, ni a... —Se detuvo—. Ni a nadie — acabó con cautela.

Noel soltó un resoplido.

—Las maldiciones son para idiotas. Quieren explicar con una pequeña
piedra las tragedias de la vida. —La tomó de la barbilla y se la levantó para que le
mirara a los ojos—. ¿Crees que esos pequeños infelices que sacaste de las cloacas
estaban allí por una maldición? No. Fue sólo el lado oscuro de la condición
humana lo que les hizo acabar allí afuera; y fue la bondad en tu alma lo que les
sacó de allí.

Cogió el collar y se lo puso al cuello.

—El Corazón negro no está maldito. Miles de hombres blancos han muerto
vagando por la tundra. Sólo Franklin era rico y poseía los suficientes títulos como
para que su desaparición fuera digna de mención. Su final no tuvo nada que ver
con esta hermosa piedra. Además, de igual forma que el ópalo puede cargar con
una maldición, también puede albergar una bendición. Para mí, es portador de la
misma bondad que tú posees en tu interior. La misma que salvó a Tommy y a
Clare de las garras del infierno.

Rachel bajó la mirada hacia el ópalo que descansaba con delicadeza junto a
la hilera vertical de botones de seda verde que le cubrían el corpiño. El fuego
iridiscente verde azulado parecía arder de nuevo en contraste con el color del
vestido.

—Ahora no parece maldita —dijo él con suavidad—. ¿Me honrarás


llevándola?

Rachel lo miró durante un largo momento.

—Sí —respondió finalmente. Por alguna razón sentía como si el fantasma de


su padre se hubiera acercado a ella y la hubiera abrazado con fuerza.

—Entonces, vámonos de aquí y demos un paseo. Te enseñaré cuánto ha


cambiado ya tu orfanato. —La ayudó a levantarse.

La joven le dirigió una mirada de curiosidad, convencida de que él no se


explicaría hasta que no llegaran al lugar donde deseaba llevarla.

 
Rachel se quedó asombrada ante el edificio que en su momento fue el
Vincent Orphanage. En sólo cuestión de unas horas, la estructura en ruinas se
había llenado de trabajadores que daban martillazos y pintaban sin descanso.

—Rachel, quiero que conozcas a Stokes. Fia trabajado en la sombra en todos


los proyectos en los que he estado involucrado. Le dije que quería este lugar en pie
y funcionando en cuestión de unos días y es el único hombre capaz de hacerlo.

Un hombrecillo lleno de arrugas y con serrín en el chaleco de seda negro que


llevaba, se acercó a ellos con rapidez. La sonrisa en su rostro mostraba unos
dientes extraordinariamente bien cuidados.

—Señora, permítame decirle que es un placer conocerla finalmente. Es usted


una leyenda en Nueva York. Conozco a Magnus muy bien. Me gusta considerarme
como el cerebro, si bien no la fuerza física, tras sus exitosas expediciones al Ártico.
Sin embargo, nunca pensé que encontraría la mujer perfecta para él hasta que me
hablaron de su... su... bueno, su extraordinaria llegada. —Tomó la mano que
Rachel le ofrecía, inclinó brevemente la cabeza y su sonrisa se amplió.

La joven se quedó sin habla, esperando que el ajetreo y ruido a su alrededor


disculpara su silencio.

—Si me permite —añadió Stokes—. Los hombres y yo hemos reunido una


modesta cantidad de fondos para ayudar a los pequeños golfillos callejeros. —
Metió la mano en el chaleco y sacó una bolsa de piel llena de monedas—. Me
gustaría entregárselo, señora Magnus, en nombre de todos los que trabajamos
aquí, y sobre todo, en nombre de los huérfanos. —Guiñó un ojo—. Si sacamos a
esos vándalos de las calles, sin duda esta ciudad volverá a ser un lugar más seguro.

Noel la miró con una ceja arqueada en un gesto de burla y susurró sólo para
sus oídos:

—Creo que puedo asegurar que las calles aquí son ya más seguras con dos
menos.

Rachel casi soltó una carcajada, pero se recompuso y cogió la bolsa de


monedas que Stokes le ofrecía.

—Apreciamos mucho su generosidad, señor —le agradeció—. Puedo


asegurarle que me encargaré de que se haga un buen uso de su dinero.
—Gracias, señora. —Stokes sonrió.

—Hablando de vándalos, creo que sería mejor que nos marcháramos. ¿No
estás de acuerdo, esposa? —inquirió Noel al tiempo que le apoyaba la mano en la
espalda.

La joven deseó estrangularlo, pero, después de todo, tema razón. Tommy y


Clare eran unos pequeños vándalos. Sabía que la necesitaban y no quería estar
alejada de ellos mucho tiempo hasta que Betsy llegara.

—Es cierto, debemos marcharnos. Muchas gracias, señor Stokes. Espero que
cuando acabe su trabajo aquí, se reúna con nosotros en Northwyck para cenar. —
Le sonrió gentilmente.

El hombrecillo inclinó de nuevo la cabeza ante ella.

—Sería un honor, señora Magnus.

Tras despedirse, Noel la guió por las escaleras principales y la llevó hasta el
carruaje que les aguardaba. Cuando estuvieron acomodados, Rachel se dio cuenta
de que la miraba fijamente.

—¿Qué ocurre? ¿Hay algún problema? —le preguntó.

Noel estaba sentado a su lado con la rodilla chocando contra la suya cubierta
por la pesada falda.

—Sólo que me deja atónito la facilidad con que la que asumes el papel de
esposa.

Rachel sintió que el rubor le ardía en las mejillas.

—Espero que no haya hecho algo incorrecto al invitar a Stokes a Northwyck.

—No, ha sido un toque de brillantez. Todo el mundo pensará que me he


casado con una mujer gentil y encantadora. No podría pedir más, ni siquiera si me
hubiera casado realmente contigo.

La joven guardó silencio. Las palabras de Noel, por muy halagadoras que le
resultaran en algunos aspectos, hicieron que se sintiera repentinamente triste. Sólo
estaba interpretando el papel de esposa y tendría que recordarlo. Quizá después
de treinta días la situación se volvería real, pero hasta ese instante, debería
recordar que lo único que estaban haciendo era llevar a cabo un experimento.

—Esta noche, cenaremos en el hotel con la señora Astor. Al parecer, está


planeando algún tipo de fabuloso baile en octubre y quiere asegurarse de que
estemos en la ciudad para la ocasión.

Rachel abrió los ojos de par en par.

—Tras la debacle en el baile de la señora Steadman, nunca pensé que


volvería a dirigirme la palabra.

Noel lanzó una carcajada.

—No tienes que preocuparte por nada. Caroline Astor adora el altar del
dinero viejo, y el mío es tan antiguo como el de Petrus Stuyvesant.

Rachel se recostó, pensativa. Le parecía extraño que la invitaran a una cena


para hablar de un baile al que lo más probablemente no asistiría. Faltaban semanas
para que llegara octubre.

—¿Por qué te has quedado tan callada de repente? ¿Qué estás pensando?
¿No te agrada la señora Astor? —Sus labios dibujaron una sonrisa—. En ese caso,
estoy totalmente de acuerdo.

—¿Sabes cuándo será el baile?

Noel se encogió de hombros.

—El veinte de octubre en la Academia de la música, creo.

—Justo lo que pensaba —comentó en voz baja.

El la miró con el ceño fruncido.

—¿Qué pensabas?

Rachel desvió la vista hacia la ventana con la esperanza de animarse con los
escaparates de las tiendas.

—El día veinte de octubre a medianoche se acaba el plazo. El baile de la


señora Astor marca el final de nuestro acuerdo.

Él no hizo ningún comentario, y la joven no supo si se sintió


inexplicablemente aliviada o entristecida por su silencio.

 
24

Rachel miró incómoda a los fríos ojos de la señorita Judith Amberly.

Como era la costumbre para las parejas casadas, Rachel estaba colocada en el
extremo opuesto de la mesa que Noel y tenía que dar conversación a los
desconocidos a su alrededor. Podría haberlo logrado si no fuera por el gélido
silencio de la mujer a la que todo el mundo sabía que habían plantado.

En el otro extremo de la mesa, la señora Astor gobernaba la escena con su


soberbia habitual. Noel estaba sentado a su derecha. Willy B., el marido de la
señora Astor, estaba ausente y había enviado sus disculpas desde el yate en el que
se decía que se encerraba con sus amantes.

Para asombro de Rachel, la madre de Judith estaba sentada en el otro


extremo y se reía alegremente con la señora Astor. Fue la primera vez que sintió
pena por la chica. El dinero de Magnus debía de haber sido el precio de la
vergüenza de Judith.

—Las damas nos retiramos —anunció entonces la señora Astor al tiempo


que se levantaba—. Si nos disculpan, caballeros...

Era el momento que Rachel temía. Ahora que la interminable cena había
concluido, se vería forzada a confinarse con las mujeres en una sala y soportar sus
insultos apenas disimulados.

Los hombres se levantaron mientras las damas cogían sus chales. La cena,
según las normas de Nueva York, tal como Rachel descubrió, era una reunión
íntima de cincuenta personas y se había celebrado en la misma sala de baile donde
Edmund la atrapó. Como si estuviera allí para atormentarla, el mirador
permanecía vacío a excepción del par de sirvientes del hotel que custodiaban la
puerta.

Un doble salón anexo a la sala de baile estaba iluminado con dos


candelabros de gas. Las damas se reunieron en la lujosa sala de damasco rosa y se
sentaron sobre los asientos rococó como si estuvieran exhaustas.
Vacilante, Rachel se acercó a Caroline Astor.

—Me gustaría ir a ver cómo están los niños. ¿Me disculpan?

La señora Astor la miró con un estudiado gesto inexpresivo.

—Por supuesto —concedió mientras daba unas palmaditas a su moño de


lustroso pelo castaño.

—Gracias —susurró Rachel llena de alivio, consciente de que los ojos de


Judith la siguieron hasta la puerta.

Tommy y Clare se acercaron corriendo a ella cuando entró en el salón de la


suite.

—¿Aún estáis levantados? ¡Deberíais estar en la cama! —La joven se rió


cuando casi la tiraron al suelo.

—Acabo de llegar. Qué alegría verte tan bien, querida —intervino Betsy,
acercándose a ella.

La anciana la abrazó y Rachel descubrió que se le habían llenado los ojos de


lágrimas.

—Vamos, vamos, no volveremos a hacer esto —le dijo Betsy mientras le


enjugaba los ojos con el pañuelo veneciano que guardaba en la manga.

—Lo siento. Me preguntaba si volvería a verte algún día —se disculpó


Rachel riéndose de sí misma.

—Yo también, querida. No tienes ni idea de lo preocupados que estábamos


todos. —Betsy frunció el ceño—. Siento no haberte dado el dinero que necesitabas.
Albergaba la esperanza de que el tiempo ayudaría. Si hubiera sabido lo que ibas a
hacer, yo misma te habría dado el dinero para asegurarme de que tuvieras algo.
¡Por favor, te lo ruego, la próxima vez antes de huir y dejarnos a todos
angustiados, dímelo!
—Ya no habrá necesidad de ello —le aseguró mientras acariciaba el pelo
trenzado de Clare.

—Entonces, ¿no volveréis a marcharos? —Betsy bajó la voz—. ¿Él lo ha


hecho oficial?

—Por desgracia, nada ha cambiado. —Levantó la comisura del labio en una


triste sonrisa—. Seguiremos con la farsa del matrimonio hasta el veinte de octubre
a medianoche. Si parece que funciona, lo haremos formal. Si no, me iré a Herschel
con los niños y los fondos necesarios. Noel se ha encargado de ello.

—Oh, no. —Betsy se sentó. Parecía como si la hubieran golpeado—. El muy


tonto. No sabe lo que es bueno para él.

—Quizá no —repuso Rachel con ligereza—. Pero eso también me da la


posibilidad de rechazarlo. Puede que no desee atarme a él, ¿sabes? No se puede
decir que sea el hombre perfecto —añadió con un nudo en la garganta.

La anciana la miró y negó con la cabeza.

—No, no es perfecto. Pero te ama. Y yo sé que tú lo amas a él. Debería estar


agradecido a su suerte e ir en busca de una licencia de matrimonio lo antes posible.
Te necesita, Rachel —le dijo con gravedad—. Estoy segura de que tú sobrevivirías
sin él, pero me temo que, por muy fuerte que sea, a él no le iría bien.

Un opresivo silencio llenó la habitación. Luego, Betsy miró a los niños. Los
ojos se les cerraban de sueño.

—¡Pero qué estoy haciendo aquí de cháchara cuando vosotros dos parecéis
estar a punto de caer desplomados al suelo! Es hora de ir a la cama. Por la mañana
nos iremos a dar un bonito paseo por Washington Square y compraremos algunas
naranjas. —Se levantó y siguió a los niños hasta su habitación, pero, antes de
marcharse, añadió—: Rachel, si necesitas algo, dímelo. Por mucho que adore a
Magnus, confieso que en esta batalla estoy de tu parte.

Las lágrimas volvieron a anegar los ojos de la joven.

—Gracias. Muchas gracias. Pero no se puede hacer nada más. Todo está en
manos del destino ahora.

—Que así sea —convino la anciana estoicamente.


Sin más, se dio la vuelta y acompañó a los niños hasta sus camas.

Rachel salió de la suite sin hacer ruido y regresó al salón de las damas justo
cuando ya estaban recogiendo sus cosas para reunirse con los hombres. En silencio,
aguardó en la puerta para seguirlas hasta la sala de baile.

—Ella lo atrapó. Eso es todo. ¿Cómo puede una mujer así conseguir a
alguien como Magnus si no es en la cama? —comentó la madre de Judith Amberly
en un aparte a Caroline Astor.

Rachel retrocedió y se apoyó en la puerta al escuchar las risitas ahogadas.


Parecía que nadie se había percatado de su llegada. Ahora, con lo poco que había
deseado regresar, aún lo deseaba menos al ver lo abiertamente que la
menospreciaban.

—Los Amberly y los Magnus estaban destinados a unirse — afirmó la


señora Astor con una voz tan imperiosa como siempre—. Nunca dejaré de
sentirme decepcionada por la llegada de esa criatura. Si estuviera vivo, el padre de
Noel le habría obligado a mantenerse fiel a los de su clase.

—Esa mujer no está a la altura de mi hija —masculló la madre de Judith—.


Si el príncipe de Gales viene al baile, tal y como está planeado, y llega acompañado
por varios duques, Judith conseguirá un compromiso mejor del que tenía con
Magnus.

—Por supuesto, querida mía. Tendríamos que habernos encargado de ello


hace mucho tiempo —convino Caroline.

—Aún no sé qué hizo esperar a Judith cuando se le creyó muerto.

—Aguardaba lo que Charmian Harris consigue cada noche — susurró una


de las damas a otra.

—¿Decías, Catherine? —espetó la señora Astor a la mujer.

—Nada, querida. ¿Regresamos junto a nuestros esposos?

Rachel retrocedió para que ninguna de las mujeres la viera allí de pie,
escuchando sus conversaciones.

Rápidamente escribió una nota disculpándose porque se sentía indispuesta


y se la entregó a un sirviente que pasaba por allí. Luego, llevándose con ella sus
sentimientos heridos, se retiró a sus habitaciones.

Una vez allí, sin embargo, descubrió que no tenía sueño. Betsy se había
retirado con los niños; no había nada ni nadie que le diera la bienvenida en el
salón, a excepción de un hogar frío y la botella de whisky de Magnus. Empezó a
pasear nerviosa mientras repasaba mentalmente las palabras de las mujeres una y
otra vez hasta que estuvo dispuesta a correr a por una copa.

—Me han dicho que no te sentías bien —comentó entonces Magnus desde la
puerta. Su alta silueta llenaba la entrada a la suite.

Ella se quedó mirándolo, aún conmovida por su atractivo con aquel chaqué
negro y el chaleco de seda verde.

—Pensé que no tenía mucho sentido que me quedara. No le gusto a la


señora Astor y ella a mí tampoco.

Noel sonrió.

—A ella sólo le gusta la gente que puede ampliar sus aspiraciones sociales.
Aplaudo tu buen gusto.

Rachel asintió y luego se volvió para mirar la fría chimenea.

—Están enfadadas por lo de Judith, como es lógico.

—Consideraban que era la pareja perfecta para mí. Supongo que a algunos
les molestará hasta que ella rescate a algún conde inglés empobrecido de sus
problemas con el juego y presuma de su título ante ellos.

Rachel no hizo ningún comentario.

Noel la observó detenidamente.

—¿Te sientes mal? Estás demasiado callada esta noche.

La joven se encogió de hombros antes de responder.

—Supongo que estoy más cansada de lo que pensaba. Creo que me retiraré a
mi habitación.
—Hice que trasladaran tus cosas a la mía. Ya que vamos a vivir como
marido y mujer estas semanas, pensé que no era lógico que tuvieras una habitación
separada.

—No puedo compartir tu cama. No estamos casados verdaderamente y tú...


tú... —No me quieres, deseó decir.

—Si esto va a ser una prueba, debemos vivir como lo haríamos si


estuviéramos verdaderamente casados y yo tuviera a mi esposa a mi lado. —Su
voz dejó ver su disgusto.

—Entonces, deberías pedirle a Judith Amberly que traslade sus cosas aquí.

—¿Qué tiene ella que ver? —inquirió, confuso.

Rachel se mantuvo firme.

—Fue a Judith a quien cortejaste en tus viajes a Nueva York mientras yo te


esperaba cada otoño en Herschel. Dejemos que ella asuma los riesgos de un
matrimonio de prueba.

—Lo mío con Judith no fue un noviazgo convencional —le aseguró furioso
—. Mi padre la obligó a aceptarme como si se tratara de un compromiso propio de
la Edad Media antes de que yo te conociera. Creo que el nuestro ha sido el
compromiso más largo de la historia. De hecho, ninguna mujer normal habría
esperado tanto a no ser que fuera para hacerse con una gran fortuna.

Era posible que Noel estuviera mintiendo, pero Rachel se inclinaba a creer
sus palabras. Sabía que su padre aprobaba a Judith, pero él había muerto antes de
que Noel llegara a Herschel por primera vez. Sin embargo, ella, cegada por los
celos, nunca había relacionado esos dos hechos hasta ese momento.

Una repentina oleada de alivio la inundó. La traición que había estado


suspendida sobre su cabeza durante meses ahora desaparecía.

—¿Qué está pasando ahora por tu mente? —preguntó Noel—. ¿Sientes acaso
envidia por Judith?

—No, no siento envidia —respondió sin ser del todo sincera.

Judith había tenido todo lo que ella no había tenido: protección, dinero, y
por último, un compromiso auténtico con Noel. Rachel cambiaría todos los tratos y
la hipocresía en su relación con el hombre que amaba por un compromiso, siempre
que tuviera un final más feliz y rápido que el de Judith.

—Hay veces en las que realmente siento lástima por tu antigua prometida —
reconoció de mala gana—. Pero, entonces, recuerdo todo el dinero y toda la gente
que está pendiente de ella y sé que estará bien.

—Tú también estarás bien, Rachel.

Le miró a los ojos y le dedicó una amarga sonrisa.

—Por supuesto que sí.

Frustrado, Noel añadió:

—¿Qué crees que me impedía tomar su mano en matrimonio? Dímelo —


exigió, frustrado.

Rachel negó con la cabeza.

—No tengo ni idea.

—Era el recuerdo de ti esperándome en el Ice Maiden.

—Pero ese recuerdo no te obligó a pedir mi mano en matrimonio, ¿no es


cierto? — La tensión de esas últimas semanas y de la velada le ganó la batalla de
repente. No pudo evitar que la invadiera un profundo dolor cuando pensó en sí
misma esperándolo mientras él se tomaba su tiempo en Nueva York y continuaba
el fingido noviazgo con la mujer que todos consideraban la más adecuada.

Suspiró y se dirigió a toda prisa a su antiguo dormitorio, decidida a dormir


allí aunque tuviera que hacerlo en camisola.

Noel le bloqueó el paso.

—Esta prueba no es una farsa. He dicho que eres mi esposa, Rachel, y tendré
a mi esposa calentándome la cama.

—No lo haré —lo desafió.


La ira convirtió en una máscara de piedra el rostro de Noel.

—Entonces, quizá debería hacerte saborear lo que es la vida de una


verdadera esposa de la sociedad y satisfacer mis deseos en otro lugar.

—¿Con Charmian Harris? —Los ojos femeninos reflejaron la furia que


sentía.

—¿Con quién si no? —le replicó—. ¿No es por eso por lo que un hombre
mantiene a una amante? ¿Para tener a alguien con quien desahogarse cuando su
esposa se pone difícil?

—Si piensas tener un matrimonio así, entonces, estaré encantada de rechazar


la oferta de un compromiso. ¡Y felicitaré a Judith Amberly por haber escapado de
ti!

Noel se quedó mirándola con ojos llameantes.

—Te quiero a mi lado cuando duerma.

—Si quieres a una mujer a tu lado, será mejor que vayas a casa de Charmian
Harris y pases allí toda la noche —le espetó.

El la observó en silencio durante un largo instante con expresión pétrea.

—Que así sea —masculló finalmente antes de coger el sombrero y salir de la


suite con un portazo.

Rachel corrió hasta la ventana y miró por una rendija entre las cortinas. Al
cabo de unos minutos, vio que se detenía un carruaje de alquiler y que Noel se
subía a él con rapidez. El oscuro capó del vehículo se balanceó en su premura por
alejarse del hotel y de ella.

Dejó caer las cortinas de nuevo.

Creyendo que se sentiría mejor, se dirigió a la oscura habitación con la idea


de acostarse. Sin llamar a su doncella, se desabrochó el vestido y el corsé, y se
deslizó bajo las frías sábanas. Pero sus pensamientos se dirigían obsesivamente
hacia Charmian Harris y la imagen de Noel besándola, abrazándola,
desabrochándole el corsé. Cuando el sonido de la imaginada risita de ramera
finalmente superó al ruido del tráfico de carruajes en la Quinta Avenida, la única
opción que le quedó fue sumergir el rostro en la almohada para silenciar sus
lágrimas.

 
25

La falsa modestia es mejor que nada.

—Vilhjalmur Stefansson,

explorador del Ártico

Edmund acarició la capucha de arpillera. Observó la pesada corbata de satén


que había al lado y decidió que sería una buena mordaza. Sobre la mesa también
había un rollo de cáñamo con fibras lo bastante suaves para no dañar la piel, pero
lo bastante fuertes para sujetar a una mujer que se resistiera.

Su plan cada vez estaba más claro. Tenía el barco preparado para zarpar y el
carruaje listo para llevar a su presa hasta el muelle. A bordo ya había un trineo y
perros preparados para llevarlo hasta Franklin. Las duras condiciones del norte no
le darían tregua. No había estado nunca allí, era cierto, pero era el dueño de toda
una compañía que prosperaba abasteciendo a esa parte del mundo. Si un
comerciante de pieles analfabeto podía vencer las dificultades de un viaje al Ártico,
entonces, Edmund podría hacerlo con elegancia y confort. Después de todo, era un
hombre educado y de buena cuna.

Sólo necesitaba que la noche lo encubriera. La planificación lo era todo. No


podía llamar a la puerta de Magnus en Northwyck y pedir que le permitieran
llevarse de paseo a la señora de la casa. Rachel no iría con él. Y, además, por
mucho que ella cuestionara la devoción que su esposo sentía por ella, Edmund
sabía muy bien que debía dejar en paz las posesiones de Magnus.
El hecho de que acosara a la esposa de su enemigo podría significar su
propia muerte y no estaba dispuesto a arriesgarse.

No, tenía que pensar, y sería mejor que lo hiciera mientras el matrimonio
Magnus se encontrara en la ciudad de Nueva York. De ese modo podría llevarse a
Rachel a bordo del barco y zarpar de inmediato sin que Noel se enterara.

Pero el problema era que no conocía sus planes. Los pocos sirvientes de
Northwyck dispuestos a que les llenara los bolsillos con monedas le informaban
rápidamente sobre el paradero del señor y la señora, pero ni siquiera ellos sabían
lo que vendría a continuación. En ese momento, Noel y su esposa se encontraban
en la ciudad, y a Edmund le habían informado de aquel hecho esa misma noche. Se
había enterado tarde y mal.

De pronto un golpe en la puerta le distrajo de sus pensamientos. Un


sirviente se adentró en la estancia y se dirigió a él con una bandeja de plata.

—Acaba de llegar esto, señor. —El mayordomo inglés se inclinó y le entregó


una tarjeta de papel de vitela.

Edmund la leyó, luego echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír. Se había
obrado el milagro gracias a la señora Astor.

Tiró a un lado la invitación a la Academia de Música y se dirigió a su


escritorio para escribir la respuesta. Por supuesto que iría al ilustre baile celebrado
en honor del Príncipe de Gales. Era el acontecimiento social del siglo y cualquiera
que tuviera aspiraciones de contarse entre la élite social asistiría. Nadie que fuera
invitado se atrevería a perdérselo.

Ni siquiera el rebelde Noel Magnus y su hermosa y nueva mujer.

Noel abrió la puerta del carruaje y se quedó de pie en la acera. Conocía bien
aquella casa. La había comprado él mismo cuando Charmian se había cansado de
su casa de campo y de las habitaciones de hotel en la ciudad. Le había convencido
de que los dos estarían más cómodos en su propio dormitorio, y Magnus le había
concedido ese deseo porque ella siempre le había satisfecho los suyos.
La puerta era la misma, pintada con un oscuro y brillante verde en aquella
fachada de arenisca color café. La aldaba era tal y como la recordaba, la cabeza del
león de bronce con el pesado aro en la boca.

Subió los escalones de dos en dos, sintiendo de inmediato la precipitación,


pero, aun así, algo le retuvo. Hacía mucho tiempo que no la veía. La última
expedición a Nueva York se la había pasado reuniendo provisiones y preparando
el barco que finalmente regresaría a Herschel. Esa última vez no había tenido la
paciencia de demorarse en los brazos de su amante. Había deseado continuar.
Regresar...

Cerró los ojos. Había deseado regresar al Ice Maiden. Quedar atrapado de
nuevo por la abrumadora belleza y el deseo de Rachel Howland.

Siempre había sabido que ella no encajaría en su mundo y aquella prueba se


lo estaba demostrando. No quería que estuviera con Charmian y sentía celos de
Judith. Se rió de sí mismo con sarcasmo. Celosa de ambas mujeres y sin ningún
motivo. Su alianza con Judith la había planeado su padre con el obsesivo detalle de
un Niccolo Machiavelli. Noel apenas había tenido dieciocho años cuando se le
había informado que su destino era la escuálida chica de la ciudad de Nueva York
cuyo nombre era lo bastante correcto como para enmascarar las aberraciones de los
Magnus.

Había habido tiempo suficiente para un compromiso adecuado. Noel debía


formarse en los negocios familiares. El viejo Magnus finalmente murió y lo dejó en
paz, pero no sin un lastre; y la carga más pesada era Judith Amberly. Entonces ya
una soltera de la que se hablaba entre susurros y que le presionaba para se fijara
una fecha de boda, fecha con la que podría deleitarse en sus lujos y mirar
diligentemente de soslayo las indiscreciones de su esposo.

El Ártico le atraía tanto como le repelía Nueva York. La abierta tundra


significaba la libertad para su alma atormentada. Los viajes de vuelta a la ciudad
en busca de provisiones se volvieron cada vez más escasos y, al final, cuando supo
que se le daba por muerto, no sintió necesidad de regresar a casa y corregir el
error. Todo seguía funcionando sin él. Las imprentas sacaban los periódicos y su
patrimonio crecía sin parar.

Todo esperaría sin él... Quizá para siempre.

Pero no había sido para siempre porque Rachel se le había adelantado.


Abrió los ojos y se quedó mirando la aldaba que le hacía señas para que
disfrutara con otra.

Maldijo entre dientes, bajó de nuevo los escalones y se subió al carruaje que
aún seguía allí.

—Llévame al hotel —ordenó cuando cerró la puerta.

A su espalda, la casa se fue haciendo más pequeña y finalmente desapareció


entre las otras en la uniformidad del bloque. Pero Noel no miró atrás. No le
importaba. No volvería a verla nunca aunque le perteneciera.

Rachel había logrado que no pudiera estar con ninguna otra mujer. Cuando
cerraba los ojos, estaba siempre ahí, mirándolo con esos ojos infinitamente azules
llenos de esperanza, de anhelo y miedo. No podía apartar la mirada. No le
quedaba otra elección, tendría que rendirse a ella, o enfrentarse a pasar el resto de
su vida como lo había hecho su padre, odiado, enfadado, sin más compañía que su
propia mente enferma que lo llevaba hasta las puertas del infierno.

—Rachel —susurró. Necesitaba sentir su nombre en los labios.

Dio unos golpes en el techo para que el carruaje acelerara, luego se recostó
en el asiento y volvió a imaginarla tal y como la vio en las ruinas de la capilla, con
el pelo revuelto, los labios abiertos en un suave jadeo. Dándole un placer que era
cinco veces mayor que el peso de todo el oro del mundo, porque surgía del amor y
no de la lujuria.

Noel tenía miedo. El fantasma de su padre vagaba en su interior tornándolo


frío cuando debería llorar, tornándolo fiero cuando debería doblegarse. Tuvo
miedo de no poder amar nunca a Rachel como ella lo merecía, y seguramente la
joven no entendería nunca el porqué. Judith y Charmian eran más apropiadas para
él. Su padre le había modelado para que no amara nunca y a ellas les daba igual si
las amaban.

Pero a Rachel no. Rachel exigía sentimientos. Merecía todo lo que un buen
hombre le pudiera dar.

Y de repente, deseó desesperadamente ser ese hombre.

 
 

Rachel sintió la mano en la cadera y el peso de Noel cuando se sentó en el


borde de la cama.

Adormilada, se incorporó de un salto anhelando rodearlo con los brazos y


decirle lo feliz que se sentía por que hubiera vuelto, pero algo la detuvo. Quizá el
terror de descubrir el perfume de otra mujer en sus labios y en sus ropas.

En lugar de eso, se apoyó en el cabecero y se quedó mirándolo con una


expresión acusadora bajo la tenue luz de una vela.

—¿A qué has venido? —le preguntó. Detestó el tono de su voz, detestó la
desconfianza que había en él.

—Yo... —Noel se detuvo sin saber cómo explicarse.

—Por favor, vete —le pidió al tiempo que se pegaba las sábanas al pecho
ocultando la ligera camisola de batista que llevaba.

Noel no dijo nada. Tampoco se movió.

Una desoladora angustia la atenazó. Seguramente nunca lo tendría por


completo. Estaba destinado por la vida que llevaba a dividir sus afectos entre su
esposa y su amante. Para él no era nada alejarse de las gratas piernas de su amante
y luego esperar que su esposa lo acogiera con la misma calidez. Pero ella no
deseaba esa vida. De hecho, ahora entendía cuando le decía que ese no era su
lugar. Quizá nunca lo fuera.

—¿Se reduce a esto? —susurró en un tono trémulo en el que se reflejaba su


tristeza—. ¿Debes venir a por mí aunque ya hayas obtenido satisfacción con otra?

—Rachel...

—Déjame, Magnus.

—No, Rachel...

—Sí. Déjame o cogeré mi dinero y me iré esta misma noche.

Como si sus palabras lo hubieran atravesado, Noel se puso rígido. Luego se


levantó. Su alta silueta se cernió sobre la cama en la que ella se aferraba al cabezal.

Sin previo aviso, alargó la mano y le rozó la mejilla como si la anhelara.


Rachel no se movió cuando su mano la acarició, tranquilizadora en su dulce fuerza.

—No he estado con Charmian. No he podido.

—No te creo. Ella es tu amante. Siempre has tenido otras mujeres... Incluso
cuando me decías que sólo estaba yo. Mientes, Magnus. Mientes, y yo siempre te
creo. —Le apartó la mano y se enjugó las lágrimas.

—Créeme ahora. No he estado con Charmian. Mira la hora. No he tenido


tiempo.

Lentamente, Rachel volvió la cabeza hacia la puerta del salón. Más allá, el
alto reloj de pie estaba a punto de dar las dos. Había estado fuera menos de una
hora.

—Esta vez quizá no pudieras —repuso—, pero habrá otra ocasión, y luego
otra. Mi pasado contigo siempre estará arruinado por Judith; y mi futuro, por
Charmian o por cualquier otra que la sustituya. —Hundió los hombros—. Me
dijiste que no encajaba en esta maldita vida de sociedad. Ahora te creo. Así que
vete, Magnus. Déjame sola. No te quiero aquí.

—El trato fue que vivirías conmigo como mi esposa. Pagué mucho por estos
treinta días. No voy a dejar que se me estafe negándomelos.

Rachel alzó la cabeza para intentar distinguir su expresión en la parpadeante


luz de la vela. El rostro masculino reflejaba una dureza inquebrantable.

—No quiero dormir en tu cama —insistió desafiante.

—¿Por qué? —Noel se inclinó más hacia ella—. ¿Por qué tienes miedo de ser
mancillada por el recuerdo de otra mujer? Te juro por todo aquello en lo que he
creído alguna vez que no he estado con Charmian esta noche. He vuelto porque te
deseaba a ti a mi lado. A ti y sólo a ti.

—No me abriré de piernas cada vez que chasquees los dedos. Eso no era
parte del trato.

Noel hundió el rostro en su delicado hombro.


—Nunca esperaría que lo hicieras. Si me entregas tu cuerpo, deberás hacerlo
de buen grado, con generosidad, con amor, como siempre lo has hecho. No te
forzaré. Nunca lo haría. —Le levantó la barbilla y atrapó su mirada con la de él—.
Pero exigiré que tu lugar esté a mi lado durante estos treinta días. Día y noche. No
transigiré en esto.

Se irguió y la cogió en brazos sin darle tiempo a reaccionar.

—Bájame, Noel —balbuceó la joven.

—Te bajaré, esposa, en nuestra habitación, que es el lugar que te


corresponde.

Su brazo se convirtió en un torno de acero. Rachel se resistió, se revolvió y


forcejeó durante todo el camino a través del salón hasta que la dejó caer en la cama
sin ninguna ceremonia.

—El viejo Magnus del norte ha vuelto. El bárbaro. El bruto — le espetó.

Noel se rió y tiró del nudo de la corbata.

—No quiero dormir contigo —insistió Rachel mientras intentaba alcanzar la


puerta.

Él se interpuso en su camino impidiéndole avanzar. Deslizó la mirada hasta


su rostro y luego bajó lentamente hacia el pecho. Bajo la transparente tela de la
camisola, se distinguían claramente los pezones.

—Te sugiero que regreses a la cama, Rachel. Estoy convencido de que tienes
frío —se mofó desabrochándose el chaleco y tirándolo sobre una silla próxima.

Rachel se abrazó a sí misma sin dejar de buscar desesperadamente una bata.

—Baja las luces, ¿quieres? —le pidió.

—No... —Rachel no pudo acabar la frase.

Noel ya se había bajado los pantalones y la sobresaltó con su desnudez.

Desnudo, con la espalda irritada por las recientes cicatrices y el torso


cruzado por aquellos músculos de acero, parecía un magnífico dios de la guerra. Se
dirigió decidido a los apliques de gas y giró la llave hasta que apenas quedó una
llama.

—Métete en la cama, esposa.

—No —insistió con los brazos sobre el pecho, negándose a mirar su largo y
bamboleante miembro.

—Ven. —La cogió y la estrechó contra él.

Rachel soltó un largo y frustrado gemido e intentó golpearlo, pero Magnus


se mostró insensible a los insultos y forcejeos. Sin detenerse, se deslizó bajo las
mantas arrastrándola con él.

—Buenas noches, esposa —le susurró contra el pelo.

A la joven le entraron ganas de morderlo, pero le fue imposible. Tenía la


frente apoyada en su espalda y la sujetaba con el brazo contra él como si se tratara
de una cadena de acero.

Noel la besó en la parte superior de la cabeza.

Rachel se mantuvo firme aguardando su ataque. Estaba excitado, quizá por


su cercanía, quizá por su calidez. Sentía la presión de su erección en el trasero, pero
él no se mostró amenazante en absoluto. En lugar de eso, la besó en la nuca y se
movió como si se estuviese poniendo cómodo. En cuestión de segundos, su
respiración se tornó profunda y regular. Estaba dormido.

La furia hizo hervir la sangre de la joven. Era un bruto por tirarla en su cama
como si fuera un saco de paja y luego acurrucarse a su lado y tomar su calidez sin
darle nada a cambio.

Decidida a marcharse, intentó levantarse, pero el brazo la sujetaba con


fuerza. Además, le preocupaba despertar al gigante que había quedado relajado
contra su trasero.

Y ella estaba caliente. Tan caliente. Tan deliciosa y seductoramente caliente.

El cansancio se cernió sobre ella como una nube de morfina. Deseaba


mantenerse despierta pero le resultaba imposible. Durante treinta días, su destino
era interpretar el papel de esposa para el hombre que estaba acostado a su lado. El
precio sería un magnífico orfanato que se haría cargo de niños como Tommy y
Clare, y una cuenta en el banco con la que podría librarse de Noel Magnus, de la
isla de Herschel y de cualquier otra cosa que pudiera ser una decepción.

Rodeada por aquellos cálidos, duros y masculinos músculos, se preguntó si,


realmente, no le había tocado la mejor parte del trato. Podría aguantar treinta días.
Entretanto, se haría cargo de su orfanato y demostraría a Noel que ella no era su
marioneta. Por la mañana, prepararía un viaje a París. Había leído sobre la Ciudad
de la luz. O quizá viajara a San Petersburgo o a Roma. Había todo un mundo fuera
del Ice Maiden, y ahora era consciente de que podría verlo todo.

—Duérmete, Rachel, y deja de maquinar—le ordenó él con aspereza a su


espalda.

La joven cerró los ojos con fuerza.

—Te odio, Noel.

Él le besó el hombro, luego se recostó y volvió a dormirse.

—Y te quiero —susurró una vez estuvo segura de que no podía oírla.

 
26

Las semanas pasaron lentamente en Northwyck. Semanas imposibles y de


ensueño que hicieron sentir a Rachel como si estuviera viviendo la vida de otra
mujer.

Stokes llegó en tren y se quedó varios días repasando los cambios para el
edificio. Todas las tardes, Rachel y Magnus pasaban horas en el solárium gótico
bordeado por palmeras discutiendo hasta el más mínimo detalle de lo que se
necesitaría para los niños. Ya se había abierto una parte del orfanato y los
pequeños acudían a él con la esperanza de una comida y un lugar seguro donde
dormir. También se había contratado personal. Desde una cocinera hasta un
médico interno para atender a los niños callejeros que llegaban. Rachel estaba
encantada porque tres huérfanos habían encontrado hogares adoptivos gracias a la
publicidad de las buenas obras de la señora de Noel Magnus.

Las veladas las pasaban con Tommy y Clare junto al fuego. El otoño llegó
pronto, así que la mayoría de las noches cenaban en la biblioteca, donde los cuatro
se sentían más cómodos que en el enorme comedor.

Después de cenar, Magnus había decidido que los niños tenían que aprender
a jugar al ajedrez. Tommy vaciló y prefirió observar prudentemente cómo Clare
aprendía. Pero tras varias partidas, también quiso intentarlo y a Rachel le
complació ver cómo las estrategias callejeras del niño funcionaban con los alfiles,
reyes y peones.

Cuando se hacía tarde, la joven les leía un cuento, normalmente de Scott o


de Dickens, hasta que les pesaban tanto los párpados que no podían mantenerlos
abiertos. Una noche, Clare tomó la iniciativa y se acurrucó en el regazo de Magnus
para escuchar el cuento. Rachel casi se echó a reír al ver la expresión en el rostro de
Noel. Parecía como si una de las muñecas de porcelana de la niña hubiera cobrado
vida y hubiera hecho lo mismo. Claramente incómodo, dejó que se quedara allí
hasta que se le cayó la cabeza sobre su pecho y se quedó profundamente dormida.
Entonces, la levantó con aquellos brazos fuertes y seguros, la llevó al piso de arriba
y él mismo la metió en la cama. Rachel lo observó regresar a la biblioteca y coger a
Tommy, que se había quedado dormido en un sillón. Llevó al niño con la misma
delicadeza y también lo acostó.

—Creo que serías un muy buen padre —le había susurrado mientras él
cerraba la puerta de la habitación de los niños.

Noel se quedó mirándola fijamente y una extraña emoción le sobrevoló el


rostro, una emoción que ella habría jurado que era de indescriptible alivio.

Las noches deberían haber sido lo más difícil, pero Magnus mantuvo su
palabra. Se trasladaron las cosas de Rachel al dormitorio de Noel. Todas las
noches, Mazie la ayudaba a desvestirse en su vestidor y a ponerse un recatado
camisón blanco para dormir.

Noel era un maestro de la circunspección. Lo único que le exigía era que


estuviera a su lado en la enorme cama cuando estaba preparado para apagar la luz.
Acurrucada a su lado dormía más plácidamente que nunca. A salvo y segura.
Esperando y rezando por que el día treinta a medianoche el sueño se hiciera
realidad.

Lo único que empañaba su existencia estaba en la biblioteca. Con casi dos


metros de altura, colgado sobre la chimenea, demasiado grande para la elaborada
repisa, estaba el serio retrato al óleo de Grisholm Magnus. A menudo, Rachel se
asomaba y se encontraba con Noel allí, mirando fijamente el retrato como si lo
atrajera con algún extraño hechizo. Padre e hijo se parecían mucho. El mismo
rostro, la misma constitución grande y musculosa, el mismo ceño fruncido. Pero
los ojos eran muy diferentes. Grisholm tenía unos ojos azules impactantes por lo
claros que eran en contraste con su pelo negro. Noel debía de haber heredado el
color de ojos de su madre, porque los suyos eran diez veces más cálidos que los de
su padre, que eran del color del hielo.

Rachel deseaba con todas sus fuerzas deshacerse de aquel retrato. Era
evidente que no quedaba bien sobre aquella repisa. Los bordes del enorme marco
sobresalían por los cantos del cuerpo de la chimenea. Anhelaba subirlo al ático y
olvidarse de él. Que las generaciones venideras que no conocían al viejo Grisholm
ni podían sentirse afectadas por sus crueldades lo encontraran. Le quitarían el
polvo y se reirían de su simplista antigüedad, afortunados por no tener que sentir
jamás el peso de su presencia.

Pero por mucho que deseara quitar esa cosa de su vista, no sabía cómo
abordar el tema con Noel. Grisholm era su padre. A pesar de todas las emociones
que Noel sentía, la potente emoción del amor estaba mezclada en todas ellas y lo
torturaría eternamente con la idea de lo que debería haber sido, lo que podría
haber sido.

Finalmente, con cautela y prudencia, sacó el tema con Betsy. Las dos mujeres
estaban en la cocina llenando jarrones con crisantemos para animar los pasillos.
Fuera, los niños jugaban en los jardines de la cocina. A Noel no se le veía por
ninguna parte.

—¿Tenemos alguna obra de arte más en la casa, Betsy? He estado pensando


en algún modo de alegrar el salón —comentó mientras llenaba una larga regadera
de cobre.

—No lo sé. Hace mucho tiempo que no miro en la buhardilla. Ni siquiera sé


qué hay allí —respondió el ama de llaves.

—Llevemos esto al piso de arriba y echemos un vistazo, ¿quieres? —Rachel


contuvo la respiración.

Betsy le lanzó una mirada de advertencia.

—Puede que encuentres algunos secretos desagradables. ¿Estás preparada


para eso? Este no ha sido el lugar maravilloso en el que lo habéis convertido tú y
los niños.

—Lo sé —le respondió la joven en voz baja—. Exorcicemos unos cuantos


demonios más, ¿quieres?

Las dos mujeres llevaron los jarrones al descansillo del piso superior. Luego,
Betsy encendió una vela y se aventuraron dos plantas más arriba hasta que
llegaron a la buhardilla.

Las ventanas estaban cubiertas de hollín a causa de las numerosas


chimeneas de la mansión. Probablemente no las hubieran limpiado en veinte años.
La vela les fue muy bien para iluminar los oscuros rincones de las diversas
habitaciones.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Rachel mientras contemplaba una


fila de viejos baúles y mobiliario tapados con telas de lino.

—Ven conmigo —dijo Betsy avanzando con cuidado por el estrecho pasillo
de baúles.

Rachel la siguió. Sentía curiosidad por saber qué tramaba.

La anciana se acercó a un pequeño baúl de nogal envuelto por unas cadenas


que dañaban la fina madera. En una pequeña placa atornillada en la parte superior
del baúl estaba grabado el nombre de la madre de Noel: CATHERINE.

—Este era el baúl de su dote. Cuando se marchó, el viejo Magnus hizo que lo
envolvieran con cadenas y ordenó que lo tiraran al río. —Betsy la miró, su rostro
estaba pálido y parecía bailar con la luz de la chisporroteante vela—. Por algún
motivo, el viejo debió de cambiar de opinión, o los sirvientes lo desobedecieron y
les pareció más fácil esconderlo aquí arriba. Así que, después de todo este tiempo,
aquí está, sin abrir desde que Catherine se marchó para no regresar jamás.

—¿Podemos abrirlo? La cerradura parece oxidada —comentó Rachel


mientras acariciaba la pesada cadena.

—Aunque no lo sabe, Noel tiene la llave. Está dentro del cajón de su


escritorio, sujeta a la cadena del reloj de bolsillo de su padre. Creo que Nathan y yo
somos los únicos en esta casa que lo sabemos.

—Aquí debe de haber cosas maravillosas que Noel podría tener y ni siquiera
sabe que el baúl existe. —Miró a la anciana—. Conseguiré la llave. Veremos qué
tesoros contiene y se los entregaremos a Noel. Será una sorpresa. Estoy segura de
que cree, al igual que el resto del mundo, que todas las pertenencias de su madre
acabaron en el río.

—Sin duda, pero...

Rachel la interrumpió.

—¿Qué hay en aquel rincón? Parece un balancín en forma de caballo.

Se acercó al objeto y lo destapó. En realidad, era un balancín de caballo de


piel con una crin de ñame muy gastada y unas largas patas en forma de arco. Lo
tocó y comprobó que aún se balanceaba.

—Era de Noel. Le encantaba. Se pasaba el tiempo jugando con él. —Betsy


frunció el ceño.
—¿Por qué te muestras tan abatida? Es precioso. —Rachel se volvió para
admirarlo una vez más.

—Ya te lo he dicho, cariño, estás sacando a la luz malos recuerdos. A Noel le


encantaba, pero cuando su padre decidió que era demasiado mayor para montarse
en él, hizo que lo subieran aquí y obligó al pequeño a montar un pony de verdad
en su lugar.

—Todos los niños quieren tener un pony. Noel incluso prometió enseñar a
montar a Tommy —repuso Rachel.

—Sí, pero Noel apenas tenía cuatro años cuando el viejo se presentó con el
animal. Se esperaba que el chico fuera un jinete experto, según Grisholm. Nunca
olvidaré cómo lo ridiculizaba por cabalgar sobre su pequeño caballo de madera.

Rachel miró a Betsy. El ama de llaves tenía los ojos llenos de lágrimas.

La pregunta le salió despacio y con dificultad.

—¿Y qué le hizo su padre?

—Cada vez que el niño se caía del pony, el viejo Magnus cogía su fusta y lo
golpeaba, a veces en la cara, mientras Noel aún estaba tirado en el suelo intentando
recuperar el resuello. Ese maldito hombre lo azotaba sin piedad hasta que volvía a
montar en el animal y lo intentaba de nuevo. Las lágrimas y los gritos no lo
conmovían, te lo aseguro. Grisholm Magnus dijo que era el único modo de
aprender. Quería que el miedo de no lograr montarse de nuevo sobre la silla fuera
mucho peor para Noel que el miedo de caerse. —Betsy hizo una larga pausa
intentando reprimir las lágrimas—. Ni qué decir tiene que mi querido niño
aprendió en un tiempo record. Incluso ahora creo que ese es el origen de su
audacia. El helado Ártico no puede intimidarlo siempre que Grisholm Magnus no
esté allí.

De repente Rachel se sintió derrotada. Toda la alegría y el placer que había


experimentado explorando la buhardilla habían desaparecido. Se sentó sobre un
baúl y se tapó la cara con las manos.

La anciana la abrazó. El olor de su esencia de lilas era reconfortante.

—No debería contarte estas historias. Dudo que Noel quiera que las
conozcas.
—Oh, Dios, Betsy, le amo tanto... Deseo todo lo que sea bueno para él y para
todos nosotros. Pero no sé cómo borrar horrores de tanto tiempo atrás. No sé
cómo.

El ama de llaves le palmeó la espalda.

—Las heridas cicatrizan. La mente puede olvidar aunque no perdone. Dale a


Noel algo bueno en lo que centrarse y no mirará atrás. Estoy convencida de que tú,
Tommy y Clare sois lo que necesita para conseguirlo.

Rachel se levantó y su mirada recayó sobre el inocente balancín.

—Salgamos de aquí. Quizá si encuentro la llave, el baúl de Catherine


contenga recuerdos más felices.

—Es difícil que sea peor de lo que ya tenemos —confirmó Betsy antes de
apagar la vela.

Rachel asomó la cabeza en la biblioteca. Le había costado días encontrar la


oportunidad de estar sola, pero esa tarde, Noel había anunciado que él y Tommy
estarían ocupados. En lugar de dejar que los mozos de los establos trabajaran con
el niño en sus clases de equitación, Noel decidió que debería participar él también.

Tras una comida ligera, Clare se fue al salón con Betsy para practicar con su
labor, y Noel y Tommy salieron a montar. Fue entonces cuando Rachel aprovechó
la oportunidad que le brindaban de estar sola. No quería que la sorprendieran
revolviendo el escritorio de Noel. Su objetivo era la llave del baúl de Catherine aún
sujeta a la cadena del reloj de Grisholm.

Se acercó al gran escritorio, abrió el cajón superior y vio el reloj de


inmediato. Estaba en un rincón, como si no se le otorgara más valor que a las
botellas de tinta vacías que repiquetearon junto a él.

Cogió el reloj de oro, abrió la tapa y, con tristeza, leyó la recargada


inscripción debajo de la tapa:

G Amor para siempre C


 

Volvió a cerrar el reloj como si ocultara la inscripción sobre una tumba. Una
diminuta llave dorada colgaba de la cadena. No pudo sacarla, así que se llevó todo
el conjunto a la buhardilla.

Los goznes de la puerta crujieron en la oscura estancia. Rachel encendió una


vela y la colocó sobre una cómoda próxima. Estaba oscureciendo. Desde allá
arriba, apenas podía ver a Magnus y Tommy cabalgando en el campo.

La llave entró en la cerradura pero no giró. Décadas de abandono habían


hecho que la cerradura se oxidara. Quizá fuera un mal presagio.

Nerviosa, Rachel se tomó unos segundos para calmarse. Luego, insistiendo


con la llave, abrió el baúl finalmente sin saber qué contendría.

No había esperado encontrar un retrato. El baúl no era excesivamente


grande, pero en su interior había una pintura de una hermosa mujer. Llevaba un
vestido de satén morado con unas amplias mangas guateadas que ridiculizaban la
actual moda de llevarlo todo ajustado. Su cabello castaño estaba recogido en la
nuca para luego caer en una cascada de rizos hasta la espalda. Lo más impactante
eran sus ojos, del mismo color del jerez que los de Magnus, que miraban a la
distancia como si estuvieran atrapados por una fascinación lejana en el horizonte.

Sacó el retrato metido a presión y le sorprendió encontrarse debajo con el


vestido de satén morado doblado. Un par de brazaletes de oro a juego adornados
con una docena de piedras color azul lavanda cayeron de los pliegues de la falda.
Al examinar con más atención el retrato, Rachel descubrió que los brazaletes
adornaban las muñecas de la mujer en el extremo inferior de la imagen.

Catherine era la joven en el retrato. No parecía tener más de veinte años.


Rachel sospechaba que ese era su retrato de compromiso, pintado antes de la boda
y del nacimiento de Noel. El marco era un misterio. Era de un estilo más moderno,
hecho de la misma caoba adornada que la mayor parte de la madera en
Northwyck.
De repente Rachel se dio cuenta de algo. El retrato de Catherine estaba
enmarcado con los mismos motivos góticos tallados en la repisa de la chimenea de
la biblioteca. La pieza seguramente se había vuelto a trabajar para colgarla
especialmente allí y adornar los dominios privados del señor con la belleza de su
joven esposa. Cuando lo descolgaron, el viejo Magnus debió de haber colocado su
propia imagen aterradora y poco adecuada para que ocupara su lugar.

La vela chisporroteó y menguó. El tiempo había pasado sin que la joven


fuera consciente de ello. Noel y Tommy estarían volviendo a los establos y no
deseaba que la buscaran. Se le había ocurrido una idea para darle una sorpresa a
Noel.

Desplegó el vestido, se lo pegó al cuerpo e intentó calcular la talla de su


dueña original. Catherine era más alta que ella y tenía unos pechos menos
generosos, pero dado el estilo amplio propio de más de tres décadas atrás, Rachel
sabía que Auguste Valin tendría satén más que de sobra para retocar el vestido y
hacer que se amoldara a su figura.

Cogió los brazaletes y el vestido, y salió de la buhardilla para dirigirse a su


vestidor. Noel no vería aquellos objetos. Al día siguiente haría que se enviara la
prenda a Nueva York y que estuviera acabada antes del baile en la Academia de
Música.

Apenas podía contener los nervios. Una y otra vez se imaginaba la expresión
en los ojos de Noel cuando la viera con el vestido de su madre; el cálido brillo de
apreciación fundiéndose en un mar de ternura y nostalgia. Al resucitar la imagen
de Catherine, expulsaría el terrible fantasma de Grisholm y Noel enfrentaría el
futuro con esperanza y optimismo.

Haría que uno de los sirvientes cambiara los retratos la mañana del baile,
cuando fueran a dirigirse a la estación de tren. De ese modo, la anticipación de su
transformación en Cenicienta esa noche sería mucho más memorable.

Sólo esperaba poder mantener el secreto de la sorpresa el tiempo suficiente


para que Magnus no sospechara nada.

 
27

El caballo llegó con unas campanillas colgando de su crin gris y brincando


en el prado con su grupa moteada y cepillada hasta resplandecer. El animal parecía
el corcel de un príncipe que, de algún modo, hubiera salido de las páginas de un
cuento de hadas.

Los ojos de Tommy se iluminaron cuando caminó alrededor del animal. Un


mozo de cuadra sujetaba las riendas de aquel caballo tan vivaz.

—Noel, es precioso. Simplemente precioso —exclamó Rachel casi tan


atemorizada como Tommy.

—Viene del mejor establo de todo el Estado. Stokes me aseguró que su


pedigrí era impecable. —Noel se mantenía a un lado sin apartar ni un segundo la
mirada de Tommy.

—¿Puedo montarlo ahora? —preguntó el chiquillo.

Rachel observó cómo miraba a Magnus. Por primera vez, vio la alegría de un
niño en su rostro y, de repente, deseó rodear a ambos con los brazos y aferrarse a
la felicidad que surgía de su interior.

—Creo que Noel debería montarlo antes. El caballo parece tener mucho
temperamento.

—Pero yo puedo hacerlo solo. No necesito tu ayuda, Magnus, de verdad que


no —aseveró Tommy con un rastro de aquella vieja dureza en la voz.

Noel se rió en voz baja. Bajo el brillante sol de la mañana, sus dientes
resplandecían blancos. Deslumbrantes.

La joven se quedó sin respiración cuando lo miró.

—Tranquilo. Rachel tiene razón. Tendrás que esperar algo de tiempo.


Puedes encargarte de su cuidado, pero vosotros dos tenéis que conoceros
mutuamente y llegar a un entendimiento antes de salir a galopar al bosque.
—Eso es cierto. Debes tener cuidado, Tommy —intervino Clare. Estaba de
pie casi detrás de Rachel.

Aún no habían pensado en nada para convencer a la niña de que perdiera su


miedo por los caballos. Una vez, durante una pesadilla, Rachel recordaba haberla
abrazado mientras gritaba porque a su madre la había atropellado un carromato.
Parecía probable que fuera así como Clare hubiera acabado en las calles. Sin
embargo, cuando se despertó, la niña no quiso hablar de ello y Rachel no supo
nada más, excepto que Clare se preocupaba sin cesar cuando Tommy cabalgaba,
incluso bajo las instrucciones de Magnus.

Inesperadamente, Noel cogió a Clare en brazos y la levantó. Con paciencia y


suavidad, logró que extendiera la mano y tocara el aterciopelado hocico del
animal. Pero cuando el caballo levantó la cabeza, la niña volvió a sentir miedo y
Noel le permitió que le rodeara el cuello con los brazos mientras se la llevaba a una
distancia más segura.

—Vamos. El señor Harkness os espera en la sala de clases y no deberíamos


hacerle esperar. —Rachel le tendió la mano y Clare la cogió sin dudarlo.

Tommy se mostró mucho más reacio. Se giraba a mirar tanto al animal que a
la joven le costó el doble de tiempo llevarlos del establo a la casa.

—Aplícate en tus lecciones y nos encargaremos de ensillarlo antes de la cena


—comentó Noel cuando los niños empezaron a subir las escaleras.

—Quizá el señor Harkness pueda ayudarte a encontrar un nombre


apropiado, Tommy —añadió Rachel.

—Ya he pensado en uno.

—¿Es digno del mejor caballo de todo Nueva York? —le desafió Noel
afablemente.

—Por supuesto que sí —le respondió Tommy con gravedad—. Voy a


llamarle Magnus.

Rachel sintió que el corazón se le henchía y se quedó estupefacta observando


cómo Tommy seguía a Clare por las escaleras. Tardó un largo momento en mirar a
Noel. Como esperaba, encontró en su expresión sorpresa mezclada con una
extraña clase de tristeza.
—Creo que Tommy ha encontrado un ídolo —comentó en voz baja sin saber
cuál era su estado de ánimo.

Noel se negó a mirarla a los ojos.

—Por supuesto —añadió Rachel—. Los chicos hacen ese tipo de cosas
cuando pasan mucho tiempo en compañía de un hombre al que admiran. Alguien
que les trata con amabilidad.

Los ojos masculinos se volvieron hacia ella.

—Mi padre no era amable.

—Lo sé —susurró.

—Yo lo idolatraba.

Las palabras le salieron con toda la frialdad de una confesión.

Rachel le sostuvo la miraba y recordó las cartas que Betsy le había


entregado. El tono rígidamente educado empleado en ellas siempre le había
inquietado. Noel era demasiado joven para dirigirse a su padre como «señor
Magnus». En ese momento se dio cuenta de que había más en aquellas cartas de lo
que había parecido evidente. Sus sentimientos, incluso entonces, habían sido
mucho más que de simple odio y desesperación. También habían estado teñidos de
amor y adoración.

—No pasa nada, Noel. —Las palabras se le escaparon antes de que pudiera
contenerlas.

El le dirigió una larga e inescrutable mirada y luego se marchó para


enclaustrarse en la biblioteca.

Rachel le vio marcharse con los ojos anegados de lágrimas. Le dolía hasta el
alma por la necesidad de cuidar de él.

Pero supo instintivamente que Noel necesitaba pasar tiempo solo.


Necesitaba organizar sus emociones. Se curaría cuando finalmente consiguiera
desenmarañarlas, como si se tratara de un ovillo de hilos multicolores.

 
 

—¿Dónde está ese chico? No ha venido a cenar y se supone que seguía con
el señor Harkness estudiando aritmética. —Betsy estaba de pie en la entrada del
invernadero—. ¿Está Tommy contigo?

Rachel alzó la vista de la costura ron el ceño fruncido.

—¿Lo ha visto Magnus?

—Sigue encerrado en la biblioteca. Rechazó la bandeja de comida que pedí


que le enviaran a las cinco. No creo que el chico esté ahí dentro.

Al otro lado de las lejanas ventanas, Rachel pudo ver que el sol se ponía. Los
campos de un dorado otoñal se estaban llenando de largas sombras púrpuras.

Dejó a un lado el bordado y se puso de pie cuando le asaltó una terrible


premonición.

—Iré a buscar a Noel. Tengo miedo de que Tommy haya salido y haya hecho
alguna locura con su nuevo caballo.

Betsy tenía mala cara.

—Yo estaba pensando lo mismo. Sí, ve a por Magnus.

Rachel se dirigió a la biblioteca a toda prisa, casi corriendo. Sin apenas


molestarse en llamar, abrió la puerta y se encontró a Noel sentado en su sillón de
piel con los ojos fijos en el retrato de Grisholm.

—Creo que Tommy ha ido a los establos. Lo siento, Noel, pero Betsy y yo
estamos preocupadas por que haya podido escabullirse para montar al nuevo
caballo. Yo... yo tengo un terrible presentimiento...

Noel se levantó de un salto. Dedicó a Rachel un gesto de furia con la cabeza


y se dirigió a los establos con la joven cogiéndose las faldas para seguirle.

Rachel llegó a los establos a tiempo para encontrarse con Noel galopando a
toda velocidad sobre Mars hacia el prado este. En lo alto de una colina pudo ver a
Tommy claramente. Se esforzaba por controlar a su nueva montura, pero, aun así,
se dirigía a toda velocidad hacia una valla que era imposible que pudiera sortear.
—¡Tommy! —gritó Rachel sin aliento.

Magnus alcanzó al caballo y a su jinete. Alargó el brazo y tiró violentamente


de las riendas. El caballo se rebeló ante el duro tirón, corcoveó y Tommy salió
despedido de la silla. Rachel corrió hacia ellos, pero estaban tan lejos que temió no
llegar nunca.

Noel saltó del lomo de Mars y se apresuró a llegar donde estaba el niño
caído.

Tommy se levantó como pudo y se quedó de pie como un bebé de un año


paralizado por el terror. Furioso, Noel se cernía sobre Tommy con la fusta
levantada. La imagen hizo que a Rachel se le erizara el vello de la nuca.

La joven corrió más deprisa, pero esa vez no para cuidar de Tommy, sino
para protegerlo.

Casi había llegado hasta Noel cuando este se dio cuenta de que estaba con la
fusta levantada. Era la imagen de su padre años atrás. Como si saliera de un trance,
se quedó mirando su propia mano, la que sujetaba el látigo, y ni la llegada de
Rachel ni el hecho de que Tommy corriera hacia ella le afectaron. Entonces, como si
le quemara, tiró la fusta hacia un lejano trozo de hierba.

—Oh, Dios, ¿estáis bien los dos? —preguntó la joven con gruesas lágrimas
surcándole las mejillas, tanto por Tommy como por el hombre que amaba.

—Creo que se le ha cortado la respiración —respondió Noel despacio


mientras miraba a Tommy, que tenía los ojos abiertos de par en par y respiraba con
dificultad. Parte de la rebeldía propia del chico había desaparecido.

Rachel lo abrazó fuerte y, en su inquietud por Tommy, no se dio cuenta de


que Noel montaba a Mars y se marchaba como si el mismo diablo hubiera clavado
las espuelas en los costados a su semental.

—¿Adonde ha ido? —inquirió Tommy.

La joven se quedó mirando la silueta del caballo y del jinete cada vez más
pequeña, sin darse cuenta de que aún estaba llorando.

—No lo sé —susurró—. No lo sé.


 

Noel no regresó a la casa hasta bien pasada la medianoche.

Rachel oyó sus autoritarios andares por el pasillo. No había podido dormir.
En lugar de eso, se acurrucó en un sillón de piel en la antesala de la habitación
leyendo junto a la luz del hogar. Sin embargo, la preocupación por Magnus no le
permitía mantener la mente centrada en la página que tenía delante.

Él no la vio cuando entró en la habitación. Con el rostro sombrío y cansado,


se fue directo a su vestidor. Las botas cayeron al suelo con un ensordecedor golpe
cuando se las quitó.

Rachel se levantó del sillón y se aferró a los dos extremos de la bata de seda
violeta. Caminando suavemente por la moqueta, se dirigió a la entrada del
vestidor sin que Noel se hubiera percatado aún de su presencia.

Estaba de pie ante el lavabo de mármol y caoba, vestido únicamente con los
polvorientos pantalones. A través del espejo, la vio detrás de él.

—Creo que te iría bien un baño caliente. ¿Quieres que llame para que te lo
preparen? —le preguntó como cualquier buena esposa preguntaría a su cansado
marido.

—No. —Se lavó el torso desnudo con agua fría. Las gotas brillaron en el
vello del pecho bajo la tenue y parpadeante luz de gas antes de que cogiera una
toalla de lino y se las secara.

—¿Has disfrutado del paseo a caballo? La luna ha salido de nuevo. Casi está
llena —comentó ella con tono despreocupado.

—No me he fijado en la luna. —Tiró la toalla usada a un cubo de caoba.

—Lo siento.

Las palabras cayeron entre ellos como un muro. Él no deseaba compasión;


Rachel lo sabía bien. Pero lo sentía. Sentía lo de su padre, el susto que se había
llevado esa tarde, sentía que incluso no se hubiera tomado el tiempo de alzar la
mirada y contemplar la bonita luna de octubre que jugaba al escondite con las
nubes.

Noel la miró y se fijó en el modo en que se aferraba con las manos a los
bordes de la bata. Se le escapó una risa amarga.

—¿Qué te parece tan divertido? —inquirió ella al tiempo que la esperanza


renacía en su interior.

—Lo ridículo que es todo esto. Tú aquí, en Northwyck. Debería haber


resuelto este asunto hace semanas. Ahora ya podría haber iniciado de nuevo mi
búsqueda de Franklin. En cambio, estoy aquí perdiendo el tiempo.

—Si quieres encontrar a Franklin, puedes hacerlo. Yo te ayudaré.

—¿Ayudarme? — se mofó con desdén—.¿Tú? ¿Ahí de pie, tan temblorosa y


vulnerable? —Su mirada recorrió el cuerpo femenino—. Mírate, cerrándote la bata
como si eso pudiera evitar que cualquier hombre que verdaderamente te deseara te
tomara.

—Puede que físicamente no esté a tu altura, pero lucharía, Noel. Lo haría —


dijo con suavidad y firmeza a la vez.

Él la miró a los ojos. Durante un largo momento no dijo nada.

—Tú encajas más en este lugar que yo, Rachel. —Apartó la mirada—. Yo no
puedo quedarme aquí por más tiempo. No puedo soportarlo.

La joven se acercó a él con el corazón palpitando en su pecho lleno de


miedo. No podía ver cómo Noel acababa con todas sus posibilidades huyendo.

—Mi lugar es a tu lado. Ahí es donde encajo.

—He decidido irme al norte de nuevo. De inmediato. Helará pronto. Con


perros y un trineo, podría estar en Fort Nelson en primavera.

—Dime cuándo partimos —le presionó.

Noel volvió a reírse de un modo inquietante y la hizo echarse a un lado.

—¿De qué me podrías servir?


El miedo a perderlo la había mantenido callada, pero ahora lucharía si tenía
que hacerlo. No podía verlo marchar sin llevarla con él. Todavía le quedaba una
última carta.

—Creo que sé dónde está Franklin.

Magnus volvió la cabeza bruscamente y le clavó la mirada.

—¿Qué? ¿Lo sabes?

—Creo que lo sé. Tiene que estar cerca del lugar en el que mi padre encontró
el ópalo.

—Entonces, ¿durante todo este tiempo sabías dónde lo había encontrado?

Rachel asintió.

—Y durante todo este tiempo me lo has ocultado —masculló él.

—Planeaba decírtelo en nuestra noche de bodas, pero como eso aún está por
llegar, quizá te lo diga ahora.

—Debes hacerlo para que sepa adonde debo ir.

—Te llevaré allí... Después de la medianoche del día treinta.

Noel la observó con los ojos entrecerrados.

—Si estás usando esto para obligarme a proponerte matrimonio, deberías


haberlo hecho antes. Pero incluso entonces, podrían acusarme de que me casaba
contigo a cambio de la información sobre Franklin.

—No quería decírtelo hasta que no supiera si había una posibilidad de que
pudieras amarme. Pero ahora ya lo sé. Que así sea. Lo que tenga que ser será —
afirmó solemnemente.

—Confías demasiado en el destino, Rachel, y el destino puede ser cruel —le


advirtió.

La joven sonrió con dulzura. Se acercó a él, se puso de puntillas y le dio un


beso en la dura línea que formaban sus labios.
—En el fondo de mi alma sabía que estabas hecho para mí. Tiraste el látigo y
entonces supe que no estabas destinado a ser como tu padre. Nunca.

Noel guardó silencio. Un abanico de emociones le sobrevoló el rostro, desde


el dolor y la ira, hasta algo más. Algo intangible e inidentificable, y aun así
maravilloso.

—Puede que lamentes el día que anhelaste ser mi esposa, Rachel —


murmuró al tiempo que le apoyaba una mano en la nuca e inclinaba la cabeza para
besarla.

—Nunca —gimió antes de aceptar su beso como si fuera una mujer


hambrienta.

Despacio, la otra mano de Magnus abrió la fortaleza de la bata, deslizó la


cálida palma por uno de los generosos senos y le acarició el pezón. Sus dedos
juguetearon con él hasta que se endureció y clamó por más.

—Es más de medianoche —le susurró contra el pulso en la garganta—


Tenemos menos de veinticuatro horas para vivir el resto de este trato infernal. ¿Por
qué no nos olvidamos de él?

Rachel sintió cómo le deslizaba las manos por los hombros y le quitaba la
liviana bata de seda. La prenda aterrizó a los pies de la joven formando un
estanque violeta. Si había en su interior alguna otra protesta, habría desaparecido
para cuando le rozó los pezones con los dientes y capturó uno con la boca
haciendo que la sensación la atravesara por entero.

Noel se irguió y volvió a besarla en la boca mientras le presionaba el


resbaladizo pezón con los dedos. Le tomó las manos entre las suyas y la obligó a
desabrocharle los botones del pantalón antes de deslizado por las caderas.
Desnudo, duro y deseoso, la cogió de la mano, la llevó al dormitorio y la acostó de
espaldas. Allí se cernió sobre ella y contempló su desnudez como si hubiera sido
forjada por los ángeles.

—Sueños de ti así me mantuvieron con vida, Rachel. Podría haberme


rendido cientos de veces y haber muerto congelado en la tundra, pero siempre
seguía adelante por la promesa de verte así, como estás ahora. —Apoyó una mano
en la unión entre las piernas y con la otra le acarició la mejilla—. Ámame —susurró
mientras trazaba ardientes senderos con los labios por el vulnerable cuello
femenino.
Aquel tormento fue más de lo que Rachel podía soportar. Su mano la hizo
abrirse bruscamente y después, en algún lugar en la bruma del placer que la
invadía, lo sintió acomodándose entre sus piernas.

—Cuando nos casemos, Rachel, se te exigirá que seas una dama. Muéstrate
como tal con todo el mundo, pero aquí, en esta cama... —La miró a los ojos; su
mirada era oscura y ardiente—. Aquí, exijo que te liberes de esas cadenas. Quiero
oírte gemir de placer. Deseo poseerte por entero y, para hacer eso, exijo que te
entregues de buen grado, totalmente, como yo lo haré. —La penetró ferozmente y
sin previo aviso.

Rachel echó la cabeza hacia atrás, preguntándose si su pequeño cuerpo


podría albergar al de él, pero entonces, sintió cómo le acariciaba los húmedos
pezones con la mano, cómo le invadía y embestía la boca con la lengua, y dejó de
pensar para dejarse llevar por las ardientes sensaciones que él la hacía
experimentar.

La necesidad en su interior aumentó hasta que se descubrió deslizando las


manos por su trasero y aferrándose a él para que la tomara más fuerte y rápido.
Sus envites la tentaron hasta que las entrañas le ardieron con el deseo mientras
sentía que le rozaba los grandes y sensibles pechos con el vello del torso.

De repente, en su mente y en su cuerpo, se sintió como si se deslizara por


una pendiente y gritó consciente de que había llegado al límite.

Si Noel la hubiera dejado en ese momento, se hubiera sentido como si


chocara contra un muro. En cambio, su posesión fue total y absoluta. Con dos
potentes embestidas, la lanzó a una caída libre de placer. Se sintió sacudida por
una oleada tras otra de sensaciones hasta que apenas pudo oírle gemir su nombre.

Después, débil y jadeante, alzó la mirada hacia él, que seguía moviéndose
sobre ella. Sus ojos estaban vidriosos por el deseo insatisfecho. Su expresión se veía
rígida por la intensidad.

Noel le devolvió la mirada antes de besarla con violencia y se sumergió una


vez más en su interior mientras susurraba las palabras que la lanzaron de nuevo al
éxtasis.

—Tómame, Rachel. Tómame para siempre.

 
 

Rachel se despertó a la mañana siguiente todavía envuelta por los brazos de


Noel. El olor de su unión se pegaba a las sábanas como un oscuro perfume. Casi
había amanecido cuando pareció que él logró calmar su deseo. La había tomado
tantas veces que la dejó con un agradable y erótico dolor entre las piernas.

Se liberó de su abrazo, se levantó y se dirigió al vestidor de Noel para coger


la bata. Seguía en el suelo como un charco de un brillante violeta. Los sirvientes
aún no habían subido con el café de la mañana para arreglar las habitaciones.

Se ató la bata a la cintura con el elaborado cinturón de flecos y, sin hacer


ruido, abrió la puerta y desapareció por las escaleras que subían a la buhardilla.

La pintura de Catherine se encontraba torcida en el baúl abierto. Nadie la


había tocado desde la última vez que Rachel había estado allí. La pieza no era fácil
de trasportar por su tamaño, pero la joven bajó con ella un tramo de escaleras tras
otro hasta que llegó al primer piso.

Iba a sentarle bien liberar a aquel lugar de Grisholm. Tocó la campana de


servicio y, enseguida, llegó Betsy a la biblioteca con el tocado de volantes en su
sitio a pesar de la temprana hora.

—¡Dios santo! Qué susto me has dado. Con Noel habiendo llegado tan tarde
anoche, esperaba que los dos durmierais hasta tarde —comentó la mujer cuando
vio a Rachel.

—Tengo una sorpresa para él. —Señaló el retrato de Catherine—. ¿Podrías


llamar a unos cuantos sirvientes? Quiero subir a Grisholm a la buhardilla. Ese es su
lugar.

Betsy se quedó en silencio unos segundos antes de hablar.

—¿Estás segura de esto, cariño? Me pregunto si no estaremos jugando con


un tema que sería mejor no tocar.

—Es imposible que Noel le tenga cariño al retrato de su padre. Me atrevo a


decir que no le molestará que lo retire —repuso Rachel.

El ama de llaves pensó en ello durante un momento. Al no encontrar un


modo de refutar su razonamiento, se marchó y regresó con dos fornidos sirvientes
que se llevaron el horrible retrato como si no fuera más importante que una
gamuza para los muebles.

—Ahora, veamos el retrato de Catherine en su verdadero lugar. —Rachel se


subió a una silla. Cogió el cuadro y lo colgó sobre la repisa de la chimenea.
Quedaba perfecto. Los adornos de caoba alrededor de la repisa también
enmarcaban la pared de la chimenea, pero el retrato de Grisholm los había tapado.
El adorno de madera encajaba a la perfección con el elaborado marco del retrato de
la madre de Noel. El arquitecto de Northwyck había hecho que ambas piezas
encajaran y ahora volvían a estar juntas.

—Cuántos recuerdos... —susurró Betsy desde la entrada con una expresión


de tristeza.

—Antes estaba aquí, ¿verdad? —Rachel alzó la mirada hacia Catherine.


Estaba sentada y parecía muy joven y tranquila. Pero algo empañaba su expresión.
La juventud e inexperiencia la condenarían a ser aplastada por un tirano, y su
rostro, con la palidez de las mejillas y la leve inclinación hacia abajo de las
comisuras de los labios, parecía vaticinar su destrucción—, A pesar de todo, era
realmente hermosa, ¿verdad?

—Lo era. Creo que eso hizo que su hijo la amara aún más. — Betsy chasqueó
la lengua contrariada . La echaba tanto de menos...

—Ahora podrá verla siempre que quiera. —      Rachel se giró hacia la


anciana—. Pero no debes decirle ni una palabra de esto. Quiero sorprenderlo.

—Pero, ¿cuándo planeas hacerlo? Los dos viajáis hoy a la ciudad en tren. El
baile de la Academia de Música es esta noche.

—Había pensado dejar que Noel viera el retrato cuando estuviéramos a


punto de partir. De esa forma sabrá que un Northwyck más acogedor aguardará su
regreso.

Betsy le dedicó una sonrisa irónica.

—Espero que funcione, cariño. De verdad lo espero.

Rachel se acercó a ella y la abrazó.

—Si hubiera justicia, el retrato que hay sobre la repisa sería el tuyo. Tú fuiste
más una madre para él que Catherine. Lo sé. Nadie mejor que tú para ese lugar de
honor, aunque fuera ella quien le dio esos aterradores y maravillosos ojos que
tiene.

El ama de llaves sonrió.

—Me honras, cariño, pero ahora tengo que irme volando. Nathan me ha
dicho que se encargaría de supervisar cómo colocan vuestros baúles en el carruaje
y yo tengo que controlar los cotorreos en la cocina para que os suban con tiempo
las bandejas del desayuno.

—Entonces, deja que regrese al dormitorio. Dame cinco minutos y luego haz
que suban nuestras bandejas.

Betsy le apretó la mano a Rachel cuando esta ya se iba.

—Buena suerte —fue todo lo que dijo.

Rachel se quitó la bata y regresó a la cama. Noel se estaba despertando.


Como por instinto, rodó hacia ella, la cubrió con su pesado y musculoso brazo, y la
atrajo hacia él.

El desayuno llegó unos minutos más tarde. Llamaron a la puerta y Mazie


anunció que les traían las bandejas. Noel gruñó y dos doncellas entraron y dejaron
las bandejas de plata sobre una mesa redonda en el centro de la habitación.

Se marcharon tan rápido como llegaron.

La joven miró por encima del hombro al hombre que amaba. Noel estaba
pegado a su cuerpo con la mirada fija en ella.

—Buenos días, mi hermosa Rachel —la saludó antes de mordisquearle la


nuca.

—¿Cómo ha dormido el señor? —le preguntó con un tono despreocupado,


intentando ocultar la vergüenza que sentía por su desnudez.
Él se recostó sobre las almohadas y se frotó el musculoso torso como un oso
saciado.

—No puedo recordar haber dormido mejor.

—Bien. Porque nuestro desayuno está listo. Es hora de que nos preparemos
para coger el tren.

Noel volvió a rodar hacia ella. Le apoyó la mano en la espalda y empezó a


acariciarle la suave y desnuda piel con los dedos.

—Creo que el desayuno puede esperar. —Le acarició el cuello con los labios.

—El tren a Nueva York, no, me temo —repuso ella en tono práctico.

—Entonces, tendremos que hacer un buen uso del tiempo del que
disponemos —susurró él al tiempo que le deslizaba una mano por el costado y
abarcaba codiciosamente ambos pechos con ella.

—¿Tenemos tiempo? —jadeó, asombrada por su rápida erección.

—Dímelo tú —gruñó Noel diabólicamente mientras le deslizaba la mano


hacia el dulce triángulo entre las piernas.

—No estoy segura —gimió, dejando caer la cabeza hacia delante en su


debilidad.

—En ese caso, déjame que te demuestre lo diligente que puede ser un
hombre cuando se despierta al lado de una hermosa mujer desnuda —le dijo con
suavidad contra su pelo.

Y así lo hizo.

Los sirvientes bajaron los baúles por las escaleras de atrás mientras Mazie
ayudaba a Rachel a ponerse un vestido de viaje azul oscuro con adornos de
pasamanería en seda negra en las mangas y el corpiño.
Noel la esperó en la antesala vestido elegantemente con unos pantalones y
una chaqueta negra.

Rachel esperó a que se encontraran en el vestíbulo de la planta baja para


cogerle de la mano y guiarlo hasta la biblioteca.

Noel se rió y la miró alegre.

—¿Qué es esto? —le preguntó mientras deslizaba un dedo por la trenza


apoyada sobre el pecho de la joven—. ¿Quieres jugar un poco antes de que cojamos
el tren?

Ella le hizo bajar la cabeza y lo besó. Le parecía absolutamente natural estar


con él, reír con él... acostarse con él... Tenían que estar hechos el uno para el otro,
porque ningún otro hombre sería suficiente después de él. Lo era todo para ella y
rezaba para que a medianoche viera que merecía la pena haber mantenido su trato,
y también a ella.

—Tengo una sorpresa para ti, mi amor —le susurró en el oído.

Noel sonrió y la besó. Sus ojos del color del jerez brillaban divertidos.

—¿Y qué es? —le preguntó.

—Mira ahí arriba. Sobre la chimenea. —Rachel contuvo la respiración.

Noel alzó la cabeza y la sonrisa se congeló en su rostro. Entonces, se hizo


añicos como si fuera de cristal y hubiera caído desde una gran altura.

—¿Qué es esto? —inquirió. Su voz fue un susurro de incredulidad.

—Es Catherine. Tu madre.

—¿Por qué está aquí?

—Betsy y yo la encontramos en un baúl en la buhardilla. Deseaba con todas


mis fuerzas deshacerme del retrato de tu padre, así que imagina mi sorpresa
cuando me di cuenta de que este retrato no sólo quedaba bien aquí, sino que había
sido diseñado para estar colgado sobre la chimenea.

Noel se quedó mirando el retrato durante tanto tiempo que Rachel se


preguntó si volvería a hablar. Finalmente, le dio la espalda a la chimenea y se
dirigió decidido hacia la campana del servicio.

—Ve al carruaje, Rachel. Espérame allí.

La joven escuchó las palabras, pero apenas las registró. Repentinamente


insegura, le preguntó:

—¿Qué opinas de mi sorpresa, mi amor?

Noel la miró antes de fijar su atención en los dos sirvientes que se


presentaron en la puerta.

—Bajad ese retrato y quemadlo —les ordenó con frialdad.

Rachel soltó un gritó ahogado.

—No puedes hablar en serio. Ella había desaparecido para ti durante todos
estos años...

Él se giró bruscamente y le lanzó una furibunda mirada.

—¿Qué pretendes removiendo el pasado de este modo? Esa mujer me dejó


aquí para que me las arreglara solo. Era débil y egoísta, y no merece ser llamada
madre. No necesito mirarle la cara más de lo que necesito hacerlo con mi padre.

—Oh, Noel. Lo siento, lo siento mucho —susurró las palabras con un nudo
en la garganta—. Había esperado sorprenderte.

La furia sacudió sus rasgos como un relámpago.

—¿Sorprenderme? Sí, sí que me has sorprendido. Maldita sea. Me has


recordado por qué me fui de este lugar y por qué no quería casarme con Judith ni
con nadie. Con nadie —le espetó con la mirada clavada en ella.

—No puedes hablar en serio —sollozó desesperada mientras los sirvientes


obedecían sus órdenes inexpresivos y quitaban el retrato de encima de la
chimenea.

—¿Cuestionas mi sinceridad? —Su boca se curvó en una fría sonrisa—. Esto


es lo que pienso de ella, de tu idea y de casarse con una ramera como ella en
general. —Cogió el abrecartas del escritorio, se acercó a los sirvientes e hizo jirones
el retrato con una fuerza brutal.

Durante toda aquella manifestación de violencia, Rachel no dejó de protestar


y llorar suplicándole que no fuera tan duro.

—Vamos. No quiero decepcionar a la señora Astor —masculló finalmente


Noel cuando los sirvientes se retiraron con el destrozo que una vez había sido un
hermoso retrato.

Desplomada en un sofá, Rachel alzó la cabeza con el rostro manchado de


lágrimas e hizo un gesto negativo.

—¿De qué servirá que vayamos? No merece la pena.

—Debo mantener mi posición en la comunidad. Tengo una responsabilidad


con el gran periódico que es The New York Morning Globe. Pareces no comprender
la dualidad de mi existencia, Rachel. Anhelo verme libre de esta vida, de este
lugar, y cuando estoy en el norte, logro las dos cosas. Viviendo aquí intenté no
decepcionar al señor Magnus y a mi madre, pero ambos me abandonaron. Lo
único que nunca me abandonó fue mi riqueza y mi posición. Por eso, mientras
estoy aquí, me mantengo fiel a ellas.

Rachel apoyó la cabeza en las manos. Todo había ido mal. Era como si
hubiera encendido unas bengalas y hubiera visto cómo todo por lo que había
trabajado ardía en llamas.

—Por favor, Noel —le rogó—. No pretendía traerte malos recuerdos. Sólo
deseaba sustituir a Grisholm y pensé que te gustaría el cambio.

—Prefiero mirar a Grisholm Magnus. —Un músculo palpitó en su


mandíbula—. Se mantuvo fiel a su carácter. Por muy abusivo que fuera, nunca me
mintió. Nunca me arropó, me besó en la frente ni me dijo que me protegería del
monstruo que acechaba abajo para luego abandonarme en medio de la noche. No,
el señor Magnus nunca me hizo eso. Nunca fue tan cruel.

Rachel había oído demasiado. Se tapó los oídos con las manos, hundió el
rostro en el respaldo del sofá y durante todo el tiempo deseó flagelarse por su error
de juicio.

—Levanta —le ordenó Noel con frialdad—. Nos vamos a Nueva York.
La joven respiró profundamente y con dificultad.

—No puedo.

—Ellos creen que eres mi esposa. No tienes otra elección. Debes ir.

—No puedo, de verdad. No puedo —balbuceó.

Sin previo aviso, Noel la levantó brutalmente del sofá. Con su férreo brazo
alrededor de la cintura, la arrastró fuera de la biblioteca y la sacó de la casa para
dirigirse al carruaje que los aguardaba.

Si Nathan o Betsy vieron la debacle, Rachel nunca lo supo. Se vio empujada


al interior del carruaje, Noel subió a su lado y salieron al galope hacia la estación
de tren.

—Noel, este momento pasará. Comprenderás que no pretendía sacar a la luz


esos horribles recuerdos —susurró con las manos extendidas en un gesto de
súplica mientras el vehículo se balanceaba violentamente—. Un día me perdonarás
y, entonces, seguiremos adelante como teníamos decidido esta mañana.

—Me voy al Ártico, Rachel. Quiero marcharme de este lugar.

—Entonces iré contigo.

Noel la observó con dureza.

—Tu posición está afianzada aquí ahora. No te quiero conmigo


recordándome cosas que quedaron olvidadas hace tiempo como has hecho esta
mañana.

—No... —musitó Rachel incapaz siquiera de llorar.

—Quédate con Northwyck, quédate con toda mi maldita fortuna. —Lanzó


las palabras con amargura—. Sólo quiero ser libre. Quiero alejarme de este lugar y
vivir como un hombre debería vivir. Libre. ¡Libre, maldita seas!

—No me quedaré aquí sin ti —le aseguró entre sollozos.

—Finge que eres viuda como ya lo hiciste. Encontrarás a algún patán por el
camino que te meta en su cama y te dé calor por la noche. Ya no me necesitas. Ni
yo a ti. —Miró fijamente por la ventana.

Rachel se quedó mirándolo en medio de un silencio opresivo con los ojos


llenos de amargas lágrimas sin derramar.

Aquel horrible momento pasaría. Llegarían a Nueva York y en aquel nuevo


ambiente, Noel olvidaría su rencor. Sus palabras no la ahuyentarían, sólo podría
hacerlo él. Y si quería que lo dejara, tendría que meterla él mismo en un barco y
decirle que se alejara de él, porque, de lo contrario, no lo haría.

Se dejó caer en el asiento del carruaje e intentó pensar en todas las cosas
buenas que podrían alejar su mente de aquel horrible error. El baile sería hermoso,
un placer para los sentidos. Beberían el mejor champán y el más rico caviar.
Pronto, esos terribles momentos desaparecían para dejar paso a otros más
agradables y Noel vería que aún la necesitaba, que sus palabras habían sido
producto del momento, que no eran verdad.

Entonces, de repente, le sobrevino otro pensamiento horrible y se sintió


embargada por la desolación.

El vestido para el baile.

Había enviado el vestido de Catherine para que se lo arreglaran para la


ocasión. No tenía nada apropiado que ponerse aparte del vestido de satén morado,
remodelado pero reconocible.

No podría asistir con ese vestido, así que no iría a aquel maldito baile.

—Noel —susurró con una voz rota por las lágrimas—. Me temo que esta
noche no me encontraré bien. Creo que tendrás que presentar mis excusas por
mucho que desees que asista.

Él se quedó mirándola. La ira aún ardía con fuerza en sus ojos.

—Asistirás o sufrirás la mayor humillación de tu vida.

—¿Qué humillación? —preguntó sin desear saberlo, pero consciente de que


era imposible evitarlo.

—Que yo asista con Charmian Harris en tu lugar. Eso debería causar un


buen revuelo.
Rachel sintió que algo moría en su interior. Le dio la espalda y contempló el
paisaje.

Había perdido. No podía negarlo. Había perdido el control de la situación y


lo había perdido a él. Si Noel la había llegado a amar, el sentimiento estaba ahora
enterrado bajo su odio por todo lo que le recordaba a su pasado. Finalmente, había
llegado el momento de retirarse.

 
28

—Señora Magnus, es hora de que la vista para el baile. — Mazie estaba de


pie en el vestidor de la suite del hotel, consternada.

Rachel no dejaba de pasear por la recargada alfombra de lana hasta que


pudo jurar que la había empezado a desgastar. Habían llegado al Fifth Avenue
Hotel a la hora prevista y Noel las había dejado enseguida con la excusa de que
necesitaba hacer algunas compras antes de la fiesta.

Por mucho que Rachel no deseara pensarlo, sabía que iba a ver a Charmian.
Quizá iría allí para encontrar refugio en sus brazos, para encontrar la paz que ella
no le ofrecía. Puede que incluso abrigara la esperanza de que su «esposa» no
estuviera dispuesta a asistir y pudiera montar un escándalo al llevar a su amante
en su lugar.

Se quedó mirando el vestido destinado a marcar su perdición. El satén


morado había sido exquisitamente remodelado con una nueva crinolina y un
delicado encaje de seda morada por encima de la falda. Se habían cortado las
largas y anticuadas mangas hasta transformarlas en la mínima expresión y las
habían adornado con lazos de satén del mismo gris rosado. Representaba un
triunfo de la pericia y el diseño. Auguste se había mostrado eufórico cuando llegó
al hotel para mostrarle el vestido que había adaptado a la moda actual con tanta
maestría y al modisto casi le había dado un síncope cuando le dijo que no podía
ponérselo, que debía encontrarle un vestido adecuado para el acontecimiento
social de la década, y que debía hacerlo en menos de una hora.

Por supuesto, era imposible. Auguste se sintió muy mal al tener que
negárselo, pero no tan mal como ella al pensar que tenía que aceptar sus disculpas
y dejar que se marchara para poder vestirse finalmente para el baile.

—¿Está lista, señora Magnus? —preguntó Mazie en voz baja. La


preocupación en los ojos de la doncella reflejaba la de Rachel—. Las instrucciones
del señor fueron claras. Debía estar preparada a las ocho.

—Lo sé. —Rachel se mordió el labio inferior.


—Antes de marcharse, me dio esta caja. Dijo que usted debía llevar las cosas
que hay en su interior para el baile.

Rachel cogió la caja, levantó la tapa y vio su viejo corsé de satén negro con
los lazos de color lila. Guardado entre las profundas crestas de acero envueltas en
satén se encontraba el Corazón negro.

Se quedó mirando los dos objetos, sintiendo que la ira y la resignación


batallaban en su interior. Por mucho que deseara rendirse no podía permitir que
Charmian Harris se quedara con todo lo que ella había deseado siempre. No tenía
otra opción, debía estar lista a las ocho y probar suerte con la esperanza de que
Noel pudiera olvidar aquello tan horrible que había hecho.

Le entregó a Mazie el corsé negro y le dio la espalda.

Rápida y eficazmente, la doncella le ajustó la prenda hasta que sintió que el


mundo se movía y se desdibujaba borroso.

Noel regresó y se puso el esmoquin antes de que Rachel saliera del vestidor.
A las ocho en punto, cuando las campanas del reloj en la repisa de la chimenea aún
estaban sonando, la joven entró en el salón procurando esconderse entre las
sombras, avergonzada y asustada.

—Déjame verte —masculló él.

Mostraba el mismo mal humor con el que la había fustigado durante todo el
viaje en tren. Sentado como estaba en un sillón con una copa de brandy en la
mano, su imperiosa pose le ordenaba que le obedeciera.

Rachel se colocó delante de él sin ninguna sonrisa o cordialidad. Siguió la


mirada masculina cuando los ojos de Noel abandonaron su rostro y contuvo la
respiración cuando se posaron en el inconfundible corpiño.

—Dios, ¿qué me estás haciendo? ¿Es que quieres volverme loco? —le espetó
girando la cabeza a un lado para no verla.

La joven contuvo las lágrimas.


—Lo siento tanto... No tengo nada más que ponerme.

Noel se levantó enfurecido y lanzó la copa de brandy al fuego.

—Por favor, tranquilízate —le suplicó desolada, acercándose a él.

El negó con la cabeza y la empujó a un lado.

—Coge tu chal. No quiero que lleguemos tarde —gruñó.

Rachel soltó un silencioso sollozo y cogió la capa de terciopelo y armiño que


Mazie le ofrecía. La doncella se encontraba encogida por el miedo en la puerta del
dormitorio.

—Y trae la maldita piedra —rugió Noel.

Mazie entró corriendo al vestidor, le entregó el ópalo a Rachel y luego


retrocedió para ocultarse entre las sombras.

Rachel intentó abrocharlo, pero le temblaban tanto las manos que fue
incapaz. Impaciente, Noel se lo arrebató y se lo colocó en el cuello. Sin embargo, su
contacto fue más delicado de lo que la joven había esperado.

La miró con atención. El ópalo resplandecía entre las dos ondulaciones de


sus pechos, que el corsé sujetaba con fuerza. Durante un breve momento
imposible, Noel alargó la mano y rozó la piedra con el pulgar, acariciando también
su escote.

—Vámonos —masculló aún negándose a mirarla.

Rachel se tragó la desesperación y salió por la puerta que él abrió


educadamente para que ella pasara.

La Academia de Música parecía un lugar en el que habitasen las hadas.


Había pétalos de rosa esparcidos por todas las mesas del banquete y mujeres que
caminaban meciendo las faldas como si fueran campanas fuera y dentro del salón
principal. Los palcos estaban adornados con banderas del Reino Unido y se había
ampliado el escenario para que sirviera como pista de baile. Desde arriba, los
asistentes se fundían en un mar de tafetán y diamantes, y cada mujer iba
acompañada de un hombre ataviado de un formal negro.

En cualquier otro momento, Rachel no habría creído su suerte por


encontrarse entre la élite del país que hacía reverencias al Príncipe de Gales en la
fila de recepción. La Academia de la Música hubiera sido inimaginable para ella
mientras vivía en Herschel. Los deslumbrantes vestidos que veía en ese momento
habrían hecho que las damas de Godies salieran corriendo avergonzadas por su
aspecto lastimoso.

La mejor vestida era la joven dama que había organizado el baile: la señora
Astor. Lucía un adecuado vestido marrón a juego con su pelo castaño oscuro.
Alrededor del cuello llevaba un resplandeciente collar de diamantes que se decía
que había pertenecido a María Antonieta. Con su imperioso porte, la señora Astor
parecía la propia reina en la fila de recepción de pie junto al famoso y poco
atractivo Príncipe de Gales, de apenas veinte años.

—¡Vaya, así que has venido, Magnus! ¿Cómo va la famosa búsqueda de


Franklin? —Un corpulento hombre con unos impresionantes bigotes se reunió con
ellos al final de la fila de recepción.

—Astor, ¿cómo estás? —preguntó Noel mientras aceptaba una copa de


champán para él y otra para Rachel de un camarero.

—Bien. Bien. Mi esposa ha estado ocupada, como puedes ver. —Puso los
ojos en blanco—. Gracias a Dios por el Roustabout, mi nuevo yate. Por cierto, ¿por
qué no vienes a Newport en primavera y damos un paseo por la bahía?

Noel sonrió y Rachel se sintió desconsolada al ser consciente del poder y


atractivo que rezumaba por cada poro de su piel; poderoso, atractivo e
inalcanzable.

—Tendré que posponerlo, Astor. Me iré al norte en uno o dos días.

—¿Qué? ¿Estás loco? ¿Planeas dejar a esta seductora esposa tuya para que se
las arregle sola de nuevo? —William Astor le cogió la mano a Rachel y se la besó—.
¿Cómo estás, querida?

La joven intentó sonreír, pero no pudo vencer la tristeza en su alma.


—Muy bien —respondió con un tono alegre forzado—. Gracias por
preguntar, señor Astor.

—Sería mejor que te quedaras en casa y protegieras a tu esposa, Magnus.


Más de un hombre ha comentado lo encantadora que es. El propio Edmund ha
hecho saber por toda la ciudad lo deseable que la encuentra.

Rachel miró a Noel con la esperanza de ver celos en su rostro. Posesión,


cualquier cosa que pudiera indicar que la pasión que sentía por ella no se había
apagado.

Pero su expresión resultaba inescrutable.

—Edmund apenas puede manejar su compañía y sus expediciones. Así que


dudo que pueda manejar a mi mujer.

Astor soltó una escandalosa carcajada, y su esposa lo fulminó con la mirada


desde su puesto junto al príncipe en la fila de recepción.

—Contaré con que seas el próximo capitán del Roustabout en abril, Magnus
—comentó Astor jovialmente antes de irse.

Sola con Noel, Rachel bajó la mirada y se dio cuenta desolada de que se
había acabado la copa de champán.

Pasó otro camarero y cogió otra copa.

Intentando saborear el champán esa vez, miró a su alrededor y descubrió a


un hombre que la miraba fijamente desde la puerta que daba a las escaleras. Era
Edmund Hoar con un aspecto de lo más elegante, tal y como era habitual en él.

Magnus también lo había visto. Ambos se miraron mutuamente durante una


eternidad antes de que Edmund cediera y desapareciera entre la multitud.

—¡Aquí estás! Dios mío, estás asombrosa con ese vestido, Rachel. ¿De dónde
lo has sacado? Es recatado y fastuoso al mismo tiempo. ¡Caroline está fuera de sí
por los celos! —La señora Steadman sonrió a Rachel como si fuera una vieja tía. Su
vestido era de un encaje amarillo claro que la hacía parecer una valquiria. El
broche en dos tonos de esmeraldas y zafiros en forma de una gran pluma de pavo
real encajaba a la perfección con su corpiño y su estilo.
—¡Y tú, tú, patán! —dijo afablemente a Magnus- . ¿Por qué no has traído a tu
esposa y a tus adorables niños a casa de visita? Estoy bastante molesta contigo.
Regresas de entre los muertos y te encierras en esa magnífica casa tuya como si tú
y tu esposa estuvierais de luna de miel. Tienes muy malos modales. ¡Realmente
muy malos!

Noel volvió a sonreír como si se tratara de un lobo con unos ojos hermosos y
unas seductoras fauces.

—Gloria, aún no has conseguido enseñarme modales y me atrevo a decir


que no lo harás jamás.

La señora Steadman soltó una risita ahogada.

—Si no fueras tan ridículamente apuesto, te habríamos hecho el vacío hace


años y ¡te lo habrías merecido!

Noel echó la cabeza hacia atrás y se rió.

La señora Steadman cogió a Rachel por el brazo.

—Sólo por eso, me voy a llevar a tu esposa. Tengo a varios caballeros a los
que les gustaría pedirle un baile. Tú puedes verla siempre que quieres, así que no
deberías ser tan egoísta.

Rachel permitió que la señora Steadman la arrastrara y volvió la cabeza una


sola vez.

Noel la miraba fijamente.

Sus miradas se encontraron y durante un dulce segundo, la joven casi pensó


que estaba enfadado por el hecho de que Gloria Steadman se la llevara.

Rachel bailó hasta que le dolieron los pies. Si no hubiera sido por las
cuidadosas instrucciones de Betsy, no habría sabido bailar el schotis o el más
escandaloso vals. Pero, aunque el mismo Príncipe de Gales había bailado con ella
dos veces y todos los hombres que la habían acompañado en la pista de baile
habían sido escrupulosamente educados y considerados, anhelaba que Noel la
rodeara con sus brazos. Sin embargo, no se le veía por ninguna parte. Ni
manteniendo conversaciones mundanas con las grandes damas en los palcos que
daban a la pista de baile, ni en los pasillos riendo por una broma subida de tono
con otros potentados de la industria.

Entonces, como Cenicienta, fue repentina y dolorosamente consciente de la


hora. Oyó las once campanadas del enorme reloj francés que resonaron desde el
vestíbulo principal y supo que se acercaba la hora.

Medianoche del día treinta.

Le daba igual la adoración de todos los caballeros que le solicitaron un baile


después de eso, tenía que negarse. Lo único que deseaba hacer era buscar a Noel
entre la multitud. Pero todos los caballeros altos y apuestos en los que estaba
segura que lo reconocía se giraban para decepcionarla. No eran él. Casi parecía
como si hubiera abandonado el baile sin ella.

—Querida, ¿qué ha sucedido? De repente, estás tan callada y solemne que


diría que has recibido la noticia de que alguien ha muerto. —La señora Steadman
detuvo a un camarero y le ofreció otra copa de champán—. Bébete esto. Es
evidente que estás demasiado sobria.

Rachel tomó la copa, pero sin duda no estaba demasiado sobria. La tristeza y
el licor eran demasiado compatibles. En ese momento, aunque se mantenía erguida
y no arrastraba las palabras, supo que iba a necesitar un brazo fuerte que le
ayudara a subir al carruaje para regresar a casa. Y sólo esperaba que ese brazo
fuera el de Noel.

—¿Qué hora es? —preguntó incapaz de ver el reloj por encima de las
cabezas de los asistentes al baile.

—Vaya, es casi medianoche. ¡Cómo ha volado el tiempo! —se sorprendió la


señora Steadman.

Rachel se apoyó en una columna junto a la entrada al salón principal.

—¡Dios santo! ¿Te encuentras mal? —preguntó la señora Steadman.

La joven negó con la cabeza. Físicamente, aunque había bebido un poco más
de la cuenta, estaba bien. Internamente, estaba destrozada.
—¿Debo avisar a una doncella para que te atienda? —insistió la dama.

—No. Por favor, sólo necesito encontrar a Magnus. Pronto será medianoche.
Es muy importante que lo encuentre. Si no lo encuentro a medianoche, tendré que
irme sola. No puedo quedarme por más tiempo.

Con mano temblorosa, se sujetó a la barandilla decidida a subir y buscar en


todos los palcos hasta encontrarlo. Al infierno con su trato. Si decidía rechazarla
ahora que había llegado la hora mágica, tendría que decírselo a la cara y no
abandonarla con el champán en medio de aquel maldito baile, que eran cosas de
las que podía prescindir.

—¿Adónde va esa chica? —preguntó la señora Astor a Gloria Steadman


cuando Rachel subió la escalera que había frente a ellas.

—Oh, tenemos que encontrar a Magnus por ella. La pobre está angustiada.
Dijo que tenía que encontrarlo antes de la medianoche o se iría sola. —La señora
Steadman bajó la voz—. Por su modo de actuar, creo que tenemos otro heredero en
camino.

La señora Astor alzó la barbilla.

—No quiero ningún escándalo aquí, Gloria. No mientras el Príncipe de


Gales esté presente.

—¡Entonces, ve a buscar a Willy B. y dile que lo encuentre!

Caroline Astor frunció los labios pero hizo lo que se le ordenó.

Rachel fue de palco en palco mientras los asistentes se volvían para quedarse
mirando su rostro desolado que recorría la multitud. Sabía que les parecía extraño
que la señora de Noel Magnus vagara por el baile buscando desesperadamente a
su marido. Eso no se hacía entre los de su clase, ya que podía producirse el peor
tipo de escándalo si lo encontraba.

Pero a ella no le importaba. Había tomado demasiado champán y eso le


daba un coraje que normalmente no tenía. Si se encontraba con Noel abrazando a
Charmian en un oscuro rincón de uno de los palcos, se tragaría su horror y
desesperación, y lo aceptaría. Sería libre de buscar un modo de olvidar su
condenado amor por él.

Pero él debía decirle a la cara que no la deseaba, que no la amaba y que


nunca la amaría. Entonces recuperaría su vida y buscaría un modo de sentirse
completa donde pudiera, con Tommy y Clare, y con el orfanato. Nunca habría
nadie más para ella. No podría amar a otro hombre tan completamente como
amaba a Noel, pero aceptaría lo que la vida le ofreciera y lo aprovecharía al
máximo. Porque así era ella. Era Rachel Ophelia Howland, y le diría su decisión a
la cara. No dejaría que huyera como un cobarde. Giró una esquina en un pasillo y
vio una escalera trasera en la que no había ningún sirviente subiendo o bajando a
toda velocidad.

Se dio la vuelta para marcharse, pero de repente una sombra se proyectó


sobre ella. La silueta de un hombre alto y delgado le bloqueó el paso.

—¿Lo has perdido, Rachel? —Era la voz de Edmund Hoar, suave y


seductora.

La joven intentó calmarse desesperadamente, dio un paso hacia atrás y se


apoyó en la baranda de madera barata de la escalera de servicio.

—Déjame pasar, Edmund.

—Mi hermosa Rachel, seguro que ahora ya has acabado con él. Después de
todo, ¿dónde está? Se ha marchado con otra...

Rachel intentó pasar corriendo junto a él, pero Edmund la agarró y la


empujó hacia atrás.

—... otra a la que probablemente esté dándole un delicioso revolcón


mientras nosotros hablamos...

—No.

Edmund la miró casi con ternura.

—Rachel, querida, deja que te sujete. Creo que has bebido demasiado. —Se
llevó la mano a la chaqueta.
A causa del miedo y la embriaguez, la joven no pudo discernir qué estaba
haciendo. Intentó llamar a alguien, a cualquiera que estuviera cerca, pero no tuvo
oportunidad de pronunciar las palabras.

Edmund le pasó las manos por la cabeza y Rachel, aterrorizada, se percató


de que la había amordazado.

Lo empujó, lo arañó, pero no pudo emitir ningún sonido. La aplastó sin


problemas contra la baranda de la escalera y le ató la mordaza con fuerza.

Rachel respiraba rápido y superficialmente, como si fuera un conejillo


atrapado, pero Edmund parecía disfrutar. Le acarició el rostro casi con cariño antes
de que su mano descendiera hasta la cadena que llevaba alrededor del cuello, le
arrancara el ópalo con brutalidad y se lo guardara en el bolsillo.

—Metámosla en un carruaje —le dijo a un hombre que apareció detrás de él


y que iba vestido como un sirviente. Rachel abrió los ojos de par en par cuando vio
que el recién llegado sacaba una capa de mujer con una gran capucha.

Edmund volvió a meterse la mano en el bolsillo. Con un brillo en los ojos


que le indicó que no se engañaba a sí mismo con la idea de que estuviera
confortándola, la besó, quizá en beneficio de su esbirro, quizá en beneficio propio.
Le lamió la mejilla, la garganta y el escote.

Finalmente, volvió a alzar las manos sobre su cabeza y esa vez sujetaba una
bolsa de arpillera. Todo se volvió negro.

Magnus observaba inmóvil cómo la lluvia salpicaba los cristales de la


ventana. Al principio llovía poco, luego arreció. Bajo la ventana abierta, se produjo
un pequeño revuelo en la calle atestada de carruajes cuando los sirvientes y los
cocheros buscaron cobijo en las capotas delanteras de los cabriolés.

Detrás de él, el baile continuaba en todo su resplandeciente esplendor.


Aquella sala de ensayos era muy conocida entre los asiduos a la Academia de
Música. Arriba, en el tercer piso, se sabía que los vividores se encontraban con sus
amantes, normalmente bailarinas de la ópera, mientras sus esposas seguían
sentadas en el palco del piso de abajo, irritadas por la misteriosa desaparición de
sus acompañantes.

Él mismo había disfrutado de uno o dos momentos con alguna bailarina de


gira con la compañía de ópera. Pero, en ese momento, se sentía agradecido de que
el Príncipe de Gales fuera una atracción demasiado importante incluso para los
más licenciosos. De ese modo, la sala estaba vacía y era un oscuro refugio donde
podía pensar.

Esa noche Rachel estaba preciosa. Incluso con el viejo vestido de su madre,
brillaba con un resplandor que no había visto nunca. El ópalo que refulgía entre
sus pechos le daba a su piel un tono rosa porcelana y el pelo rubio recogido en la
nuca le aportaba sensualidad, hacía que anhelara liberarlo y acariciarlo como había
hecho en otras ocasiones.

Noel cerró los ojos. La culpa hacía que se preparara para lo que venía. Había
sido demasiado duro con ella, pero lo del retrato le había sacudido hasta los
cimientos. Pensó que nunca volvería a ver la cara de su madre, que nunca tendría
que revivir las emociones que ella había dejado grabadas en él. Por eso, cuando vio
el retrato, su conmoción había sido absoluta.

Y luego estaba el vestido. Otro error de juicio, pero, aún así, sólo un error.
En realidad, si la veía como los demás lo hacían, tenía que reconocer que estaba
encantadora con él. El color otorgaba un sutil telón de fondo a su pálida belleza. El
corte era impecable, aunque quizá un poco ajustado en el pecho. Auguste Valin
debía de haber sabido que aquello volvería loco a un hombre.

Gloria Steadman también debía recibir su merecido. No tenía derecho a


apartar a Rachel de su lado. Le resultaba catártico tenerla con él incluso cuando
estaba contrariado. Verla alejarse y observar a todos aquellos jóvenes petimetres
haciendo cola para bailar con ella, le había puesto aún más furioso. Ningún
hombre tenía derechos sobre ella. Era suya. Sólo suya.

La lluvia, fría e implacable, le salpicaba en el rostro. Abrió los ojos y se secó


la humedad.

No podía evitarlo; no podría dejarla ir. Aunque se hubiera engañado a sí


mismo pensando que podría lograrlo sin ella, aunque se hubiera hecho creer a sí
mismo que podría aplacar su conciencia culpable convirtiéndola en una mujer rica,
la verdad era que la necesitaba. Era un hombre grande y fuerte que había
conquistado el temible norte, pero cuyo pasado lo había dejado tan herido y frágil
como una copa de cristal. Sin embargo, ella conseguía aliviar las heridas de su
niñez y su mal genio. Le prometía curación sólo si se permitía curarse a sí mismo.
Y ahora sabía que debía permitírselo. Por su bien. Por el bien de todos.

Oyó la campanada de un reloj abajo. Luego otra y otra en una larga


sucesión.

Noel contuvo la respiración. Era medianoche.

Los juegos y tratos habían acabado oficialmente. Las manipulaciones habían


quedado atrás. Tendría que decirle cuánto significaba para él y suplicarle que se
quedara a su lado, o debería enfrentarse al hecho de perderla por no haber sabido
controlar su propio genio.

En realidad, no se la merecía. Rachel había sido paciente cuando él se había


mostrado insoportable; había sido cariñosa cuando él había sido incapaz de
corresponder a su amor. Le había desafiado, consolado, confortado, y ahora le
había hecho caer de rodillas. Había insistido durante todo el tiempo que estaba a
su altura, pero estaba muy equivocada. Rachel no estaba a su altura. Él nunca
podría llegar a ser digno de ella, pero, justo cuando oyó la última campanada de la
medianoche, supo sin ninguna duda que deseaba pasar el resto de su vida
intentándolo.

—¡Magnus! ¡Estás aquí! ¡Todo el mundo te busca! —El señor Astor proyectó
una larga sombra desde la puerta de la sala.

—¿Qué ocurre? —inquirió Noel al tiempo que caminaba hacia el pasillo.

—Al parecer tu esposa se ha marchado sin ti.

Noel se detuvo en seco. Se quedó mirando a Astor como si hubiera


levantado una pistola y le hubiera disparado al pecho.

—¿De qué estás hablando? —exigió saber.

William Astor empezó a farfullar.

—Ha sido de lo más extraño. Le dijo a Gloria y a mi esposa que tenía que
encontrarte antes de la medianoche o no podría quedarse por más tiempo. Y ahora
no se la ve por ninguna parte. ¿Qué crees que se le está pasando por la cabeza?
Noel se apoyó en la pared y se tomó un momento para despejar la bruma de
pánico que le envolvió la mente. Sabía muy bien lo que Rachel había querido decir.
El trato había acabado y había decidido seguir sin él.

Y se lo merecía. Pero era un bastardo persistente y conseguiría otra


oportunidad en cuanto llegara al hotel y le confesara sus sentimientos. En cuanto
pudiera arrodillarse ante ella y rogarle que no lo dejara con su yerma existencia. En
cuanto pudiera llegar a un juzgado esa misma noche y la hiciera suya legal y
definitivamente.

—¡Dios santo, hombre, no tan rápido! —exclamó Astor cuando Noel empezó
a bajar las escaleras a toda velocidad.
29

—Sí, señor. Se acaba de ir. Parecía indispuesta, creo. Se apoyaba en el


hombre que la acompañaba como si temiese caer al suelo. Llevaba el rostro
cubierto por la capucha de la capa. No supe qué más podía hacer por ella aparte de
conseguirle un carruaje de alquiler, y se marcharon.

Magnus miraba al portero como si deseara estrangularlo.

—Traiga mi carruaje de inmediato.

El anciano hombrecillo asintió e inmediatamente chasqueó los dedos a un


chico que corrió hacia la fila de carruajes.

—Estará bien, Magnus —le tranquilizó Astor, aún jadeante por intentar
seguirle el ritmo—. Mi esposa dice que seguramente se sintiera confusa porque
está esperando un hijo. Ya sabes cómo se ponen las mujeres cuando se encuentran
en estado. Al fin y al cabo, tienes dos hijos con ella.

El rostro de Noel se tensó violentamente. Sin decir una palabra más, subió al
carruaje y ordenó que lo llevaran de vuelta al hotel.

—No es posible que no esté aquí. No es posible —repetía Betsy una y otra
vez.

Magnus la miraba fijamente con los músculos de la mandíbula apretados.

La expresión de la anciana era un reflejo del creciente miedo en la de él.

—Estoy de acuerdo en que es una mujer con sus propias ideas, eso es cierto.
Pero aunque tuvierais ese acuerdo y acabara esta noche, incluso si todo fuera mal y
ella te dejara como debería haber hecho hace meses, te digo que no es posible que
no esté aquí.
Betsy se acercó a una puerta, la abrió y alumbró la estancia con la lámpara
de aceite que llevaba en la mano.

Tommy y Clare estaban profundamente dormidos en sus camas, inocentes y


ajenos al drama que se desarrollaba a su alrededor.

—Quizá ella te dejara si la empujaras a hacerlo, pero no los abandonaría a


ellos. Me iré a la tumba convencida de ello.

Noel se dio la vuelta incapaz de mostrar su rostro a Betsy.

—Mi propia madre me dejó. ¿Por qué no debería ella coger el dinero que le
he donado y dejar atrás a dos niños que ni siquiera son de su propia sangre?

Betsy apoyó una delicada mano en su hombro.

—El defecto estaba en tu madre, cariño, no en ti. Te lo he repetido durante


todos estos años y ahora debes creerme. Catherine era superficial y débil. No pudo
soportar a tu padre, y para dejarlo estuvo dispuesta a separarse de ti. Pero Rachel
no es superficial ni débil. Ella no ha abandonado a estos niños por su propia
voluntad, Magnus. No lo ha hecho.

—Entonces, ¿dónde está? —preguntó con una extraña luz cristalina en los
ojos que casi parecía producto de las lágrimas—. ¿Habrá encontrado un amante?

—¿Cuándo podría haberlo hecho? ¿Y dónde sin que los sirvientes o yo lo


supiéramos? —se mofó Betsy.

—Estuvo sola durante seis meses antes de que yo llegara. Por lo que a mí
concierne, podría haberse fijado en cualquiera en mi ausencia. —Se sentó en una
silla y apoyó la cabeza en las manos—. Debes decirme la verdad, Betsy, ¿mostró
interés por algún hombre cuando yo no estaba?

—¡Imposible! Si así hubiera sido, yo lo habría sabido. Te aseguro que ella te


amaba. Nunca miró a otro hombre. Ni siquiera cuando Edmund Hoar apareció e
hizo evidente que deseaba cortejarla, le dirigió una mirada. Lo rechazó y le dijo en
términos muy claros que aún estaba de luto por su esposo.

Magnus se irguió y se quedó mirando a Betsy. Durante varios segundos, se


quedó allí sentado totalmente inmóvil. Su expresión incrédula se tornó reflexiva.
Luego, sin previo aviso, se levantó y se dirigió a la puerta.

—¿En qué estás pensando, cariño? ¿Qué se te está pasando por la cabeza?
Oh, por favor, dime que no es lo mismo que se me está ocurriendo a mí. Por favor,
dímelo para que pueda tener algo que decirles a los niños cuando despierten.

—Franklin —masculló Noel con los ojos oscurecidos por la preocupación y


el tormento.

Volvió la cabeza hacia Betsy y luego salió como alma que lleva el diablo
hacia los muelles, hacia el barco de Hoar, el Arctos, rezando para que aún estuviera
amarrado allí.

—Ha zarpado, señor. Levaron anclas poco antes de las doce y media. —El
solitario estibador señaló los muelles—. Nunca había visto navegar a un barco tan
rápido. Han estado preparándolo toda la noche.

Magnus se agachó y recogió una bolsa de arpillera que habían tirado en los
muelles donde había estado la pasarela para embarcar. Sacó un largo pelo rubio de
su interior y miró hacia el Este en el horizonte nocturno. No se veía ningún barco
bajo la luz de la luna. El Arctos se había ido.

Justo entonces, un carruaje llegó a los muelles. Stokes bajó de un salto, sin
aliento.

—Magnus, he recibido un mensaje que decía que me reuniera contigo aquí.


¿Qué ocurre? —preguntó. Su rostro se veía viejo y arrugado bajo la única luz de
una lámpara de gas que parpadeaba por encima de su cabeza.

—Rachel ha desaparecido —le explicó Noel con la mirada fija en el


horizonte, como si el barco fuera a aparecer si él lo deseaba con suficiente fuerza—.
Me temo que Hoar la ha secuestrado. —Se volvió hacia su empleado—. Eres el
único en el que puedo confiar. Carga todas las provisiones necesarias en mi barco
lo más pronto que puedas. Tengo que tenerlo preparado para navegar hacia el
Norte ahora.

—¿Cómo sabes que se la ha llevado al Norte?


—Creo que Hoar piensa que ella puede llevarlo hasta Franklin. El único
modo de llegar a Herschel en esta época del año es en trineo. Hoar no lo ha hecho
nunca, pero su equipo sabrá que tienen que desembarcar en Halifax y dirigirse
hacia la Tierra de Rupert con perros.

—Conseguiré todo lo que necesitas. Yo te ayudé a organizar las otras


expediciones, ¿recuerdas?

Magnus se volvió hacia el anciano.

—Esta es mucho más importante —confesó con voz grave.

Stokes asintió.

—Removeré cielo y tierra. Zarparás en menos de una hora, amigo mío.

 
30

Rachel estaba sentada en las entrañas del barco. Las aguas del pantoque le
salpicaban desde el timón. Se estremeció envuelta en su capa empapada y forcejeó
inútilmente contra la cuerda que le rodeaba las muñecas. La había atado un
marinero. El barco se elevaba y caía una y otra vez, sorteando las olas del mar del
Norte. Su padre había sido un ballenero, así que ella llevaba el mundo de los
barcos en la sangre y se sintió agradecida de que, como mínimo, los violentos
balanceos de la embarcación no hicieran que se mareara en su avance por el litoral
atlántico.

Sin embargo, una desesperación más densa y negra que la impenetrable


oscuridad atenazaba su alma. La noche que la secuestraron se había resistido
durante todo el camino hacia el barco mientras Edmund bramaba órdenes a su
sirviente. Una vez zarparon, Hoar le había informado que la instalarían en el
camarote del capitán y que tendría que compartir lecho con él.

Afortunadamente, cuando por fin le quitaron la mordaza y Rachel le escupió


directamente en la cara, Edmund la abofeteó y ordenó que la llevaran al pantoque
hasta que cediera.

No había cedido. Ni siquiera entonces, días después, cuando estaba débil


por el hambre y el frío. Prefería la muerte a convertirse en el juguete de un
monstruo. Prefería la muerte ahora que la habían alejado de Noel en la horrible
hora exacta en la que él pensaría que ella habría decidido dejarlo.

Había aceptado que él no iría a buscarla. Noel no sabía que Hoar la había
secuestrado. Estaba segura de que creía que había dejado el baile por su propia
voluntad. Sin duda, podía hacerlo ahora que tenía su propio dinero, y Noel
pensaría que había desaparecido para buscar una vida mejor con alguien menos
difícil.

Había llorado por su desesperada situación durante días. No volvería a ver


nunca a Noel, ni a Tommy y Clare. Llorarían su desaparición durante un tiempo,
pero, al final, los niños crecerían sin acordarse de ella; Noel encontraría una esposa
que encajara en su mundo y en sus cambios de humor, y dejaría de pensar en ella.
Estarían bien, pero ella... Ella estaba destinada a morir sola luchando contra su
captor y susurrando con su último aliento el nombre del amor de su vida.

Se dejó caer sobre las tablas del pantoque empapadas por el hielo y echó la
cabeza hacia atrás desolada. Sus instintos hacían que continuara luchando por
vivir, pero con cada hora que pasaba le resultaba más y más difícil. Espantosos
delirios empezaron a apoderarse de su mente. Pesadillas de Noel casándose con
otra la lanzaban en un torbellino al infierno. Él nunca le había dicho que la amaba.
Su más profundo pesar sería no haber vivido lo suficiente para oírselo decir, y
ahora ya era demasiado tarde. Todo indicaba que no sobreviviría a la pesadilla a la
que la estaba sometiendo Hoar. Estaba destinada a morir, y cada vez parecía más
imperativo que lo hiciera antes de que pudieran infringirle más dolor.

Sin previo aviso, la puerta del almacén se abrió con violencia y la joven vio a
un viejo marinero entrecano de pie en el umbral con una cruel sonrisa en el rostro.

—Vamos, el señor Hoar quiere hablar contigo. —El hombre se agachó para
desatarla, la cogió por el brazo y la empujó delante de él por el pasillo.

Subieron por dos escalerillas. La capa mojada le pesaba y la hacía tropezarse,


pero el viejo marinero la empujaba implacable hacia delante cada vez que se caía.

Finalmente llegaron a una brillante puerta de nogal en la proa del barco. Se


abrió y la lanzaron al interior.

Aterrizó sobre una suave alfombra persa. Cuando alzó la mirada, vio los
revestimientos de madera que cubrían el techo y una gran cama. Todos los
armarios estaban hechos de la misma madera brillante de nogal. Las portillas
estaban cubiertas por unas cortinas rojas que evitaban las corrientes de aire. Junto a
la ventana, había un banco cubierto por la misma lana roja. Edmund Hoar estaba
sentado allí, observándola.

—Me han dicho que no has probado apenas bocado desde que embarcamos
—comentó sin dejar de pelar una brillante y fragrante naranja con un cuchillo.
Cuando acabó, tiró las pieles y el cuchillo a un escritorio de nogal sujeto a la pared.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó ella. Su voz sonó grave y áspera
por la falta de uso. Sin nada de luz entrando en el pantoque no podía saber cuánto
tiempo duraba ya su cautiverio. Incluso en ese momento, le resultaba difícil saber
qué hora era. Las cortinas cubrían las portillas y las lámparas de aceite sujetas a la
pared ardían con fuerza, pero podía deberse a que Hoar quería mantener el calor
en la estancia, no porque el sol no brillara fuera.

—Llevamos navegando una semana. Nos dirigimos a Halifax. —Abrió la


naranja y Rachel casi se desmayó al oler el jugo cítrico y la dulce pulpa. Habían
pasado días desde la última vez que había comido algo decente.

Hoar le ofreció un buen trozo de la fruta.

—Come. Si cooperas, te mantendré bien alimentada.

Rachel se levantó con altivez.

—Si tu plan es hacerme pasar hambre hasta que me doblegue, no valdrá de


nada. Antes de ayudarte prefiero morir. —Alzó la cabeza desafiante, a pesar de
que se sentía mareada y no sabía si podría mantenerse en pie.

Edmund se rió.

—Mírate. —La estudió mientras aplastaba la naranja entre sus pequeños


dientes—Estás calada hasta los huesos, hambrienta, tu elegante vestido se ha
convertido en harapos y, aún así, todavía crees que puedes ganar.

—Nunca te diré dónde está Franklin —le aseguró—. Nunca.

Edmund tragó el trozo de naranja, se levantó del banco y se cernió sobre


ella.

—Mis hombres en la Compañía del norte han descubierto que tu padre sólo
hizo un viaje en los últimos diez años que pasó en Herschel. Fue a York Factory
por gentileza de la Hudson Bay Company para ver si podía comerciar con pieles
de castor traídas de los bosques de Yukon. Así que tuvo que encontrar el ópalo
cerca de York Factory o en Herschel.

—No te diré nada.

Edmund la ignoró.

—York Factory es nuestra primera parada en esta maravillosa gira. Luego, si


no encontramos nada allí, continuaremos hasta Herschel.

—¿Planeas hacer eso en pleno invierno? —se mofó Rachel.


—Tengo suficientes hombres para conseguir llegar sin problemas.

—Morirás.

—Controlo todo el territorio —le espetó Edmund, furioso—. ¿Quién eres tú


para decirme qué puedo y qué no puedo conseguir?

—Necesitarás perros y un guía nativo para que te lleve a cualquier sitio en


ese viaje en diciembre.

—Tengo perros en la bodega del barco y conseguiré más en Halifax.

—¿Y cómo planeas encontrar a Franklin bajo toda la nieve y el hielo? —


Rachel se rió. Disfrutaba ridiculizándolo. Iba a morir en el hielo y, quizá, eso sería
lo justo después de todo.

Edmund se levantó y la agarró por los brazos.

Rachel gimió por la brutalidad con que la trataba, pero se negó a darle la
satisfacción de apartar la mirada.

—Tengo páginas y páginas de los escritos de Franklin que quedaron


abandonados en la tundra —gruñó—. He descubierto cuáles fueron todos sus
movimientos, excepto el último. Los nativos sabrán decirme dónde hallar los
huesos, si es que están ahí fuera, y podrán encontrarlos con o sin nieve. Me
llevarán donde yo quiera en cuanto sepan lo miserable que puede llegar a ser su
existencia si mi Compañía del norte decidiera no hacer su parada de
abastecimiento estival en Fort Nelson.

—¿Por qué quieres encontrarlo? Ya tienes el ópalo... —Lo miró con astucia
—... y la maldición que alberga.

—Lo quiero todo, ¿me entiendes? —La miró con furia mientras recorría
violentamente el contorno de su rostro con la mano—. Grisholm Magnus le
arrebató todo a mi familia, todo lo que ahora sería mío. Veré a su hijo muerto antes
de permitir que salga victorioso con Franklin... o contigo.

Rachel cerró los ojos. No iba a poder aguantar mucho más, pero aún se
mantenía en pie.

—Qué gran ironía. Grisholm Magnus os arrebató cosas a los dos. Me atrevo
a decir que le resultaría divertida tu rivalidad con su hijo y, francamente,
conociendo lo maquiavélico que era, no sé de parte de quién estaría.

—No importa —masculló Edmund—. El arrebató y yo recibiré. Te tengo a ti


y la fama internacional que me llegará cuando encuentre a Franklin. Y Magnus...
Magnus no tendrá nada.

—Te equivocas, Noel cuenta con una gran ventaja sobre ti —le desafió
Rachel.

—¿Cuál? —Le apretó los brazos con más fuerza.

—Él sabe dónde está Franklin. Tú no.

Su repentina inspiración le indicó que lo había sorprendido.

Sonriendo sin ganas, Rachel se zafó de él y se sentó en el banco. Era mentira,


por supuesto. No le había dicho nada a Noel, pero Hoar no lo sabía y esa sería su
venganza.

—Me lo dirás o... —Edmund apretó los labios.

La joven sonrió.

—¿O qué? ¿Me matarás? Adelante, mátame. Me estás matando de hambre,


de frío. Me maltratas... ¿Por qué no matarme? De esa forma, esta agonía acabará y
tú habrás perdido.

Hoar se quedó mirándola con los ojos llenos de furia durante un largo
momento.

—¿No quieres volver a ver a tu amado Magnus? —inquirió finalmente.

Rachel pensó en ello largo y tendido. Su vida no era nada sin Noel, pero
regresar junto a él no cambiaría mucho. No ahora, cuando le costaría demostrarle
que no lo había dejado por su propia voluntad. Si pudiera regresar a Northwyck,
seguramente la echaría, le diría que se había casado en su ausencia y que ya no
tenían ningún futuro juntos. Todo estaría perdido entonces, y la lucha por
sobrevivir y regresar junto a él habría sido en vano.

—No te diré dónde está Franklin —repitió.


Edmund sacó el ópalo del bolsillo de su chaleco y se lo lanzó.

—Si no me lo dices, entonces la maldición caerá sobre ti. Verás morir a tu


amante ante tus ojos y por tus pecados.

El ópalo le cayó sobre la falda. Rachel lo miró y se quedó maravillada de lo


brillante que parecía a pesar de su color oscuro y la tenue luz de las lámparas de
aceite.

—¿Estás dispuesta a ver morir a Noel, Rachel? —le susurró Hoar al oído.

A la joven le entraron ganas de reír, pero ya no le quedaban fuerzas.

—¿Qué podrás hacer en su contra, Edmund, si estás lejos, en el Atlántico


norte, y él en Nueva York?

—Magnus no está en Nueva York. Nos está siguiendo en este mismo


instante.

Rachel alzó la mirada de repente, temerosa de que estuviera bromeando y


que la oleada de esperanza que la recorrió no fuera más que una farsa.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo lo sabes?

Edmund la observó con los ojos entrecerrados.

—Mis hombres han estado avistando un barco durante días. Nos sigue.
Estas aguas son un infierno en esta época del año y ningún otro hombre se
atrevería a seguirnos.

—Noel —susurró Rachel corriendo hacia la portilla.

Levantó las pesadas cortinas de lana para asomarse, pero la noche sólo le
permitió ver las negras aguas que les rodeaban.

—Necesitarías unos prismáticos para ver el barco —se mofó Hoar mientras
bajaba la cortina para bloquear la repentina corriente de aire.

Rachel digirió la nueva información. Por mucho que odiara albergar falsas
esperanzas, la idea de que Magnus acudiera en su rescate le devolvió la fuerza y la
voluntad para luchar. Si no estaba todo perdido, y ella sí le importaba hasta el
punto de haber acudido para salvarla, entonces se aseguraría de estar aún allí
cuando llegara.

—¿Es eso lo único que quieres de mí, las indicaciones para llegar hasta los
restos de Franklin? —le preguntó a su captor.

Hoar gruñó.

—Qué sencillo sería si eso fuera todo. —La atrajo hacia sí y le quitó la capa
empapada.

El vestido de baile de Catherine estaba hecho jirones. El encaje sobre la falda


de satén se había desgarrado y los bordes estaban sucios y rotos. Las pequeñas
mangas abombadas ahora caían deslucidas y el corsé de satén negro que se le
ajustaba hasta el punto de la obscenidad ahora le iba grande debido a todo el
tiempo que lo había llevado y a la falta de comida.

Pero Hoar no parecía reparar en ello. La mirada se le iluminó al contemplar


el corpiño en forma de V y parecía que sus manos se morían por tocar la carne que
aún llenaba generosamente el amplio escote.

Actuando con una rapidez sorprendente, Rachel se giró y cogió el pequeño


cuchillo que su captor había usado para pelar la naranja. La pequeña arma brilló en
su mano cuando retrocedió para alejarse del escritorio.

Edmund se quedó mirando el arma y luego sonrió.

—¿Crees que un cuchillo evitará que te tome?

—Al menos te retrasará —replicó—. Además, planeo salvarme a través de


un trato. ¿Te gustaría hacer un trato, Edmund?

Él no dijo nada, como si estuviera calculando hasta qué punto debería


confiar en ella.

—Te diré dónde creo que está Franklin... Pero sólo cuando lleguemos a
Halifax, no antes. Allí te daré la información y tú me liberarás para que pueda
regresar con Noel.

Hoar bajó la mirada hacia el cuchillo y luego la alzó hacia el rostro de la


joven.
—¿Por qué debería conformarme con la mitad del botín cuando puedo
tenerlo todo?

—Nunca me tendrás. —Su propia mirada descendió brevemente hasta el


cuchillo—. Si debo matarme para mantenerte alejado de mí, lo haré.

Edmund la observó fijamente antes de hablar.

—Suelta el cuchillo, estúpida niña. Tengo todas las riquezas que él tiene.
Incluso más, si puedo aumentar la producción de barbas de ballenas este año. No
te iría mejor con Magnus, te lo aseguro. Dirige tus esfuerzos a complacerme y a
salvar la vida.

—Si tanto te gustan las riquezas, quédate con esto también. — Le tiró el
ópalo—. Ahora lo único que puedes perder es tu dinero.

Hoar frotó la piedra con el pulgar y volvió a guardarla en el chaleco.

—Como desees.

—Entonces, ¿tenemos un trato?

—Ven y nosotros...

Dio un paso hacia ella, pero Rachel alargó el brazo con el cuchillo para
hacerlo retroceder.

—¿Planeas matar a todo el mundo en este barco con ese diminuto cuchillo,
estúpida? Me temo que tu plan es demasiado ambicioso.

—Planeo protegerme y conseguir mi libertad una vez atraquemos en


Halifax.

Rachel miró el escritorio y vio que había una llave sobre la bruñida
superficie. La cogió y avanzó lentamente hacia la puerta para probarla en la
cerradura.

—Nuestra conversación ha llegado a su fin. Piensa en mi propuesta —dijo


cuando comprobó que la llave encajaba—. Pasaré el resto del viaje sola. —Se
apartó de la puerta para que saliera—. Ahora vete. Estoy cansada.
—¿Me estás echando de mis aposentos? —siseó Hoar.

Rachel se echó a reír.

—Estos son los aposentos del capitán y tú nunca has llegado más allá de
Halifax aunque seas el dueño de este barco. —Señaló la puerta—. Vete y piensa
bien en nuestro trato. En cuanto Noel te alcance, acabará contigo sin piedad.

—Tienes demasiada fe en tu amante. Estoy deseando ver cómo sus


debilidades finalmente acaban con él —espetó.

—Él no tiene debilidades —repuso ella con total seguridad.

—Ya veremos. ¡Porque ahora él teme por ti! —masculló Hoar antes de salir.

Una vez estuvo sola, Rachel cerró rápidamente la puerta y guardó la llave
dentro del corpiño para mantenerla a salvo.

Cuando miró a su alrededor, descubrió la gran bandeja de fruta y queso


depositada en el extremo del escritorio. Cogió una naranja, se acurrucó en la cama
y empezó a pelarla. Aquella fruta tema un sabor increíblemente dulce y
maravilloso. Adoraría el olor de las naranjas durante el resto de su vida.

Se recostó sobre las almohadas y cerró los ojos para dormir un poco. Lo
necesitaba. Si volvía a haber esperanza en su interior, quizá podría resucitar a la
Rachel luchadora que dirigía el Ice Maiden con fiereza y una voluntad de hierro.
Ahora que sabía que Noel iba en su busca, podría manejar aquella horrible
situación.

Sobreviviría sólo para que el hombre que amaba la estrechara entre sus
brazos una vez más.

Agotada, se sumergió en un profundo sueño, ajena al ajetreo en la cubierta o


al hecho de que el barco echara el ancla.

La hora de la verdad había llegado, pero Rachel estaba profundamente


dormida, sin saber que el barco ya había llegado a Halifax ni que Edmund se
quedó de pie junto a su cama durante mucho tiempo, después de haber entrado en
el camarote con una segunda llave.

 
31

Rachel no sabía cuántas semanas llevaban con los trineos, pero la luz del sol
estaba disminuyendo rápidamente con cada día que pasaba y el interminable
bosque de oscuras piceas se estaba volviendo menos denso; los propios árboles
eran más pequeños y retorcidos, apenas capaces de sobrevivir al intenso frío que
destrozaba la savia en su interior.

De igual modo que ella estaba destrozada en su interior.

Envuelta en pieles de caribú como el resto del grupo, viajaba sobre el trineo
algunas horas, y entonces, cuando ya no podía soportar el frío y las interminables
sacudidas sobre la gruesa tabla de madera, suplicaba que le permitieran caminar
junto a los perros aunque sólo fuera durante un rato. Los días pasaban y Rachel se
sentía cada vez más desesperanzada.

No había esperado encontrarse con Edmund observándola cuando se


despertó en Halifax. Pensó que la violaría y el terror de esa idea le subió por la
garganta como la bilis, pero el ataque no llegó. Edmund le explicó que tenía prisa.
El barco que los perseguía estaba a pocas horas de distancia y tendrían que salir
hacia la Tierra de Rupert de inmediato.

En los muelles les aguardaba una hilera de carromatos llenos de perros y


provisiones. Viajarían con los carromatos y las mulas tan al norte como les fuera
posible hasta que el hielo cubriera el suelo y pudieran continuar mucho más
rápido sobre los trineos.

Desde entonces, Edmund no la había molestado. El viaje lo agotaba. No


parecía estar de humor para lidiar con ella cuando tenía los pies fríos y sus ropas
estaban cubiertas de nieve. Los días pasaban repletos de agotamiento y necesidad.
Su único paso estaba marcado por el inestimable bulto de víveres y utensilios que
se habían visto obligados a dejar en la tundra un día para mantener el ritmo.

Probablemente acabarían todos muertos y Rachel lo sabía. Edmund Hoar era


un hombre consentido e inexperto. El viaje a través de La Tierra de Rupert era un
desastre en todos los aspectos y aún tenían que soportar lo peor del trayecto hasta
York Factory, donde se encontrarían con vientos superiores a ciento cincuenta
kilómetros por hora y temperaturas que bajaban fácilmente de los cuarenta grados
bajo cero.

En su melancolía, se decía a sí misma que los pocos y breves momentos de


esperanza que sintió en el barco habían sido prematuros. No tenía motivos reales
para creer las palabras de su captor de que Magnus los seguía. Su premura era
evidente, pero Edmund podría estar dándose prisa por un sinfín de motivos que
no eran un amante con instintos asesinos pisándoles los talones. El hecho de que el
viaje fuera diez veces más duro de lo que él hubiera imaginado y que se quejara de
su malestar constantemente era suficiente para hacer que cualquiera se apresurara.

Puede que le hubiera mentido sobre Magnus y ella se lo tenía bien merecido.
De todos modos, Noel había sido sólo un sueño. Ahora que regresaba a la tierra
que odiaba, comprendió que quizás ese fuera su lugar. Había intentado forjar su
destino en Northwyck, pero la naturaleza había tomado el control y parecía
adecuado que muriera en la maldita tundra. Debería morir de frío, de hambre y de
una soledad que jamás había creído posible hasta que se obligó a aceptar el hecho
de que Magnus no había sentido ningún amor por ella y que nunca lo haría.

De pronto, una mano la empujó hacia delante y la sacó de sus ensoñaciones.


Detrás de ella caminaba el mismo marinero de rostro cruel que la había sacado del
pantoque. Había resultado ser muy estricto y exigente. Cada vez que el frío la
hacía sentirse caliente y somnolienta, como una muerta andante, la despertaba de
un empujón y la obligaba a caminar. Por qué motivo, eso ya no lo sabía.
Caminaban sólo para poder encontrar una tardía muerte en otro lugar. Solos.
Como Franklin había encontrado la suya.

Polvo eran y en polvo se convertirían, o quizá en hielo.

Y después, todos desaparecerían.

Magnus hacía avanzar a los perros con dureza, libre de la necesidad de


compañeros. Tenía experiencia en el hielo del norte. Al igual que los nativos, que
habían sido sus maestros, lo único que necesitaba era a sus perros y un cuchillo
para sobrevivir en el infierno en el que la mayoría morían.
Nada lo detenía. Estaba decidido a llegar a York Factory antes que Hoar, ya
que era imposible saber dónde se encontraba la expedición que había salido antes
que él. En las vastas extensiones de bosque que lentamente cedía paso al desierto
de la tundra, la expedición de Hoar podía estar a ochenta kilómetros al este o al
oeste del lugar donde él se encontraba.

Pero el recuerdo de Rachel era suficiente para impulsarlo más y más rápido
de lo que hubiera ido nunca. Varios proveedores habían visto salir al grupo del
Arctos y le dijeron que se dirigía a York Factory. También le hablaron de la mujer
que los acompañaba. Era bella, con el pelo rubio y un hermoso rostro. Pero lo que
más recordaban era que, bajo las pieles, llevaba un andrajoso vestido de baile de
color morado, roto y sucio, sin crinolina.

A Magnus se le paró el corazón al escuchar las noticias. Seguía la pista


correcta, sin embargo, las descripciones de Rachel, delgada y pálida, no le
gustaron. Era un duro viaje hasta York Factory. Una vez allí, sabía que
seguramente quedarían atrapados durante meses. Pero conocía bien al factor de
Hudson Bay y a su encantadora esposa. Cuidarían de ellos todo el tiempo que
Rachel y él necesitaran quedarse para pasar el invierno.

Hoar, en cambio, quedaría enterrado bajo el hielo en breve. Él se encargaría


de ello. Si Grisholm Magnus se encontraba en algún lugar en el interior de su hijo,
estaba allí, en el brillo asesino de los ojos de Noel.

Edmund moriría por lo que había hecho. Había secuestrado a la única mujer
que Noel había amado nunca, a la única a la que había sido capaz de amar.

Y pagaría por ello el precio más alto.

—¡Pararemos aquí! —gritó Hoar en medio de un viento de ochenta


kilómetros por hora.

El cielo estaba oscuro a pesar de que apenas era la hora del té. Los hombres
y los perros formaron un círculo. Se cavaron zanjas y se levantaron las tiendas de
caribú, pero la nieve no era profunda. Contaban con muy poca protección contra el
constante viento y el intenso frío.
Agotada, Rachel ayudó a cavar el agujero donde dormiría. Anhelaba
acurrucarse junto al hornillo de petróleo que el cocinero ya había encendido, pero
no lo haría, porque, para protegerse, se mantenía lo más lejos posible de los
hombres desde que una noche, uno de ellos había intentado meterse en su
improvisada tienda.

Edmund oyó la refriega cuando Rachel luchó contra el violador e hizo que
sacaran al agresor de la tienda y lo mataran de un disparo delante de todos.

Ahora, los hombres la miraban con miedo. Esa era su salvación.

—Ve a por leña —le ordenó Edmund con el rostro iluminado por la brillante
luz del hornillo del campamento.

Rachel abandonó el campamento consolándose con el hecho de que Hoar no


parecía ya el consentido caballero que era. En lugar de parecer descuidado y
masculino con la barba y la piel quemada, parecía enfermo. Le habían aparecido
unas oscuras y profundas ojeras bajo los ojos. Tenía la punta de la nariz cortada
por su inexperiencia con el frío, y la piel en carne viva y negra alrededor de los
bordes, donde se había congelado y descongelado, le producía un dolor espantoso.

Se estaban quedando sin comida y combustible. De nuevo, en su


inexperiencia, los hombres habían encendido el hornillo de petróleo para hacer la
comida rápido cuando se encontraban en el interior de los negros bosques de
piceas. Pero ahora la tundra se aproximaba. Allí prácticamente no dispondrían de
leña y sufrirían por ello antes de llegar a York Factory. Rachel intentó hacérselo
entender, pero Edmund la despreciaba a ella y a todos los años que había pasado
en Herschel. Era sólo una mujer, una estúpida mujer. Y él contaba con los hombres
más duros de Nueva York en la expedición, por lo que viajarían confortablemente.

Sin embargo, el confort era escaso y el frío intenso en ese clima, y Rachel
creía que, en cuanto se acabara el combustible para cocinar la comida, no durarían
mucho tiempo. Ella podría sobrevivir a base de muktuk y grasa de ballena, lo había
comido antes, pero, tal y como revelaban las cartas de Franklin encontradas en la
tundra, estaba segura de que los hombres de la expedición pondrían a prueba los
elementos y morirían de hambre antes de comer carne cruda.

El viento dejó de soplar por un momento y aprovechó la oportunidad para


adentrarse en el bosque de piceas y recoger la leña que pudiera haber por encima
de la nieve. Si le hubieran permitido llevar un cuchillo podría haber cortado ramas
de sauce, ya que esos árboles aún eran lo bastante exuberantes para crecer al nivel
de los ojos. Pero no le permitían llevar ningún cuchillo, otro obstáculo más para su
supervivencia.

En la distancia, escuchó el aullido de un lobo ártico. Detrás de ella, la luz del


hornillo de campaña centelleaba como una estrella que hubiera caído sobre un
campo de hielo. Podía verse a kilómetros de distancia en aquella tierra baja y llana.

Deseando fervientemente escaparse, pero consciente de que si dejaba al


grupo, sería su perdición, continuó con su tarea, alejándose más y más del
campamento. Si hubiera sido una cobarde, se hubiera mantenido más cerca de la
luz. Aún estaban demasiado al sur para que hubiera osos polares, pero los osos
pardos sí solían vagar por esa parte de Hudson Bay. De hecho, se les había visto
buscando comida en medio de la noche y acostumbraban a matar en cualquier
momento. Pero Rachel se negó a sentirse asustada. Aquel respiro lejos de Hoar y
del resto del repulsivo grupo que le acompañaba era suficiente para que le
mereciera la pena aventurarse más lejos y para que se arriesgara a encontrarse con
un oso.

Se detuvo y volvió a escuchar el lejano aullido y los chillidos. Por alguna


razón, el sonido la preocupó. Los lobos árticos generalmente no hacían tanto ruido
en ese momento tan próximo al anochecer. El sonido era más similar al de los
perros de un hombre que estuvieran acomodándose para pasar la noche.

Miró en dirección al ruido y dio varios pasos antes de que la atraparan y de


que una mano le tapara la boca.

—Shhh... —le susurraron al oído—. Tranquila.

La joven no pudo evitar temblar violentamente. Sabía a quién pertenecía


aquella voz, pero en la oscuridad no pudo distinguir ese rostro que tan bien
conocía.

—¿Has venido a por mí? ¿De verdad? —preguntó, conteniendo ardientes


lágrimas que se congelarían en el intenso frío y le dañarían los ojos.

—He estado buscándote toda mi vida —susurró Magnus, abrazándola con


fuerza.

Rachel sintió un indescriptible alivio y se dejó caer sobre él segura de que


nunca sería capaz de volverse a apartar de sus brazos. Se quedaron allí de pie
durante varios minutos en silencio. Cada uno abrazaba el cuerpo cubierto por el
pesado y rígido caribú del otro.

—Vamos. Te daré de comer en mi campamento. Estaremos en York Factory


en menos de una semana y la esposa del factor se encargará de que estés bien
cuidada. —Magnus la cogió de la mano y la guió lejos del campamento de Hoar—.
Los volveremos a ver en York Factory —le explicó—. No quedarán sin castigo,
pero primero me encargaré de que estés a salvo.

En silencio, Rachel le permitió que la llevara hasta el trineo y los perros.


Desde el campamento de Noel, pudo ver el fuego del hornillo de Hoar a varios
kilómetros de distancia. Así era como la había encontrado al fin.

—No podemos arriesgarnos a encender un fuego aquí. Acamparemos más


cómodamente en la colina que se alza a un kilómetro o dos más adelante. —Hizo
que se acomodara sobre el trineo, la tapó con varias pieles de oso polar y volvió a
enganchar a los perros.

—Temí morir durante mi cautiverio. —La voz de la joven sonó débil por el
frío y la indescriptible felicidad. Noel se acercó a ella, se inclinó y le dio un cálido y
profundo beso en la boca—. Pero luché con todas mis fueras para sobrevivir y recé
para que me encontraras.

Aturdida, intentó reírse a pesar de que apenas tenía fuerzas. Noel la estudió
claramente preocupado por su frágil salud, pero Rachel se sentía plena y feliz. Él
había ido a por ella. Ahora todo iría bien. Nada podría hacer que se rindiera, a
excepción de un cuchillo en la garganta.

—¿Me quieres, Noel? —le susurró tan bajo que estuvo segura de que no la
había oído. Hizo una pausa y, al no obtener respuesta, siguió hablando medio
delirante—. Porque yo te quiero. El día del baile iba a reunirme contigo a
medianoche y rogarte que continuáramos...

Deseaba dormir. Repentinamente caliente bajo las exuberantes pieles


blancas, se quedó dormida, pero no antes de escuchar las palabras que resonaron
en el viento del norte.

—Te quiero, Rachel. Te quiero.

 
32

Oh, entonces, detente sobre las pisadas de los heroicos hombres

que convirtieron el amplio desierto en un jardín. Donde Parry

conquistó la muerte y Franklin cedió a ella.

—CHARLES DICKENS

Rachel estaba sentada junto a la estufa en la biblioteca de York Factory con


una taza de estofado de caribú en las manos. Aún se sentía lánguida y débil
después de haber pasado allí varios días, pero estaba recuperando fuerzas
rápidamente.

—¿Te apetece algo más de té? ¿O algunos bollos? —La señora MacTavish,
una anciana escocesa acostumbrada a los rigores del norte, la estudió con una
mirada amable—. El bebé necesita alimento —la reprendió al tiempo que colocaba
otro bollo caliente sobre un plato que había a su lado.

Rachel le sonrió agradecida. Si no fuera por los tiernos cuidados de aquella


mujer y los del propio factor, seguramente habría muerto. Magnus y ella llegaron a
York en un tiempo record. Recordaba a la perfección el momento en que atisbaron
la estación cerniéndose en la distancia. Su alta cúpula fue una grata vista después
de tantas penurias.

Pero, en cuanto llegaron, empezaron los dolores. Una agonía de horribles


contracciones que obligaban a su estómago a ponerse rígido como el hierro. Fue
entonces cuando comprendió que estaba embarazada y el dolor de perder el bebé
de Magnus le pareció imposible de soportar.

Sin embargo, bajo los cuidados de la señora MacTavish, con reposo, calor y
buena comida, consiguió recuperar la salud. Rachel apoyaba la mano en su vientre
todas las noches como si fuera un talismán, como si el hecho de desear que su bebé
estuviera sano, pudiera lograr que se hiciera realidad. Pero las supersticiones y el
miedo la empezaron a dominar. Estaba una vez más en el norte. La vida era frágil;
el camino peligroso. Lo único que tenía a su favor es que allí el coste social de un
bebé bastardo no era el mismo que en Northwyck. Se encontraba entre amigos que
no la lapidarían y que le ayudarían a mantener esa nueva vida tan
desesperadamente deseada en su interior.

—¿Oigo perros? —murmuró al tiempo que se levantaba para acercarse a la


diminuta ventana en la casa del factor.

La señora MacTavish negó tristemente con la cabeza y la hizo sentarse de


nuevo.

—No debes preocuparte. Magnus estará de vuelta lo antes que pueda.

Rachel deseaba llorar, pero no podía gastar energía en ello. En cuanto Noel
vio que empezaba a recuperarse y que no corría peligro de perder al bebé, se
marchó para encontrar a Hoar. La joven le había rogado y suplicado que esperara a
que la expedición llegara a York, pero Magnus estaba impaciente por hacer justicia.
Hoar casi le había hecho perder todo lo que le importaba, le había explicado, y
ahora lo pagaría.

—No debes preocuparte. ¿Quieres leer algo para entretenerte? —le preguntó
la mujer.

Rachel recorrió con la mirada las increíbles estanterías cubiertas de libros


que la rodeaban. Era una biblioteca impresionante de primeras ediciones, desde
Dickens hasta Sir Walter Scott. Todos los libros que habían sido traídos al
asentamiento se habían guardado en la biblioteca de York, remontándose al siglo
XVIII.

Sin embargo, no sentía ningún deseo de leer hasta que Magnus regresara.
Parecía que nada podía alejar su mente de ese tema, hasta que la señora MacTavish
empezó a darle conversación.

—¿Sabías que yo conocía a tu padre? —empezó la anciana mientras se


acomodaba frente a ella en la otra silla Windsor—. De hecho, cuando visitó por
última vez York, hace muchos años, se habló de un compromiso. Bueno, no
pretendo decir que las cosas fueran tan lejos. El regresó a Herschel y yo me marche
a Red River para ejercer de maestra, pero siempre mantuve la esperanza de que él
regresara. — Sonrió a Rachel—. Perdóname. No es mi intención faltar al respeto a
tu madre. Es que siempre le tuve cariño a tu padre y ahora que está muerto y
enterrado, creo que no soy irrespetuosa al contártelo.

—No sabía nada —dijo Rachel con una sonrisa. Siempre le guardaría cariño
a la señora MacTavish después de lo amable que había sido con ella—. Pero creo
que hubiera sido buena para él. En cualquier caso, puede que haya salvado a su
nieto, así que quizá debería considerarla familia aunque no se casara con mi padre.

—Oh, qué amable de tu parte, querida. —Pareció que los ojos se le llenaban
de lágrimas—. No conservo ningún verdadero recuerdo de tu padre. Sólo la carta
de Franklin que guardamos aquí en la biblioteca. De hecho, la he leído entera, cada
línea, sólo por saber que él hizo lo mismo.

—¿Una carta de Franklin? —inquirió Rachel asombrada.

—Sí. Tu padre dijo que no la necesitaba para nada, y el factor Hargrave, que
estaba de servicio aquí, pensó en guardarla en la biblioteca.

—¿Puedo verla? —casi balbuceó Rachel.

—Por supuesto. —La señora MacTavish se levantó y se acercó a una


estantería atestada de gruesos volúmenes. Del interior del Inferno de Dante, sacó
un trozo de papel amarillento—. Dijo que la había encontrado mientras cazaba
renos. Estaba debajo de unas rocas. — Le entregó el papel a Rachel.

El corazón de la joven empezó a latir con violencia. Inclinó la cabeza y leyó


la breve página del diario, escrita con letras largas y débiles.
 

Marzo 1847

Me dirijo al norte, hacia nuestro barco, el HMS Terror. Dejo el Corazón negro para
que su maldición no recaiga más en mí...

Sir John Franklin

Satisfecha, Rachel alzó la cabeza. Su padre había encontrado el ópalo y la


carta bajo un grupo de rocas en las tierras bajas, pero nunca encontrarían a
Franklin cerca de York. El explorador se había dirigido al norte y sus huesos
probablemente descansaran en algún lugar de la vasta tundra. Puede incluso que
su última morada no fuera descubierta nunca.

—Es asombroso, ¿no crees? Ese hombre recorrió un largo camino. —La
señora MacTavish sirvió una taza de té para cada una de un samovar.

Rachel bebió de la taza que le entregó, contenta de que parte del misterio se
hubiera resuelto. Sus pensamientos vagaron hasta Noel, y anheló tenerlo de vuelta.
La tierra se había llevado a Franklin, y el hombre que amaba también era mortal.

Magnus se adentró en el campamento sin titubear. No se veía ningún


movimiento a pesar de que el sol brillaba bajo en el horizonte y las tiendas de
caribú estaban aún sujetas a la nieve. El hedor a excrementos quemados
impregnaba el aire.
Bajó del trineo y el viento se calmó como si lo hiciera en señal de respeto por
los muertos. Los perros de la expedición, cubiertos por completo de nieve, usaron
sus últimas fuerzas para ver quién era el recién llegado. Magnus los ató a su trineo
y les dio de comer trucha ártica congelada. La mayoría de los perros no llegarían
hasta York, pero su grueso pelaje les había ayudado mucho en los días de frío y
hambre.

Exploró las tiendas de campaña y fue encontrando cuerpo tras cuerpo,


acurrucados en el interior, congelados con los rostros pálidos y los ojos cerrados.
Los hombres habían formado un círculo alrededor de un hornillo que hacía tiempo
que se había quedado sin combustible. Sin leña que quemar, habían usado los
excrementos secos que también se habían agotado. El viento había minado
rápidamente el resto de vida que les quedaba sin más energía para mantenerlos
calientes.

Encontró a Hoar en la última tienda.

Magnus se agachó y le sorprendió descubrir que aún estaba vivo y que lo


miraba fijamente con la piel de la cara levantada por la congelación.

—Has venido a por mí —masculló Edmund arrastrando las palabras.

Magnus se quedó mirándolo y, poco a poco, el odio en su expresión se


transformó en compasión.

—Tu obsesión por Franklin al final ha hecho que acabes igual que él.

—Llévame contigo —imploró—. Todavía estoy vivo.

Magnus apretó la mandíbula.

—Tú no habrías mostrado compasión conmigo ni con mi esposa.

—Llévame... llévame... —le suplicó Hoar.

Sus manos, congeladas y convertidas en muñones de dedos negros,


intentaron aferrarse a su enemigo, pero el esfuerzo se llevó con él el último
resquicio de vida. Murió aún aferrado a Magnus con los ojos abiertos de par en par
por el terror de encontrarse con la muerte.

 
Epílogo

Rachel sostuvo a su inquieto hijo en brazos mientras se celebraba la


ceremonia. El conservador jefe del Museo de Nueva York colocó el ópalo en una
caja de terciopelo negro que estaría iluminada constantemente por una lámpara de
gas. Debajo de ésta, había una placa que decía simplemente:

EL CORAZÓN NEGRO.

Una donación del señor Noel Magnus y su esposa.

El capitán Leopold M’Clintock le ofreció a Magnus la llave de la caja. Éste


procedió a cerrarla y luego, a su vez, entregó la llave al pequeño Noel, solo para
que el niño la tirara al suelo al cabo de unos segundos.

El grupo se rió y Clare la recogió para dársela de nuevo a su hermanito.

—¡Vaya día! —comentó Rachel a Noel cuando la rodeó con el brazo para
contemplar su donación.

Llevaban en casa menos de un mes. Por el bien de la salud de Rachel y de su


hijo, la joven había dado a luz en York Factory. Ahora el bebé tenía seis meses e
intentaba agarrarlo todo, sobre todo a su hermano Tommy y a su hermana Clare.

Cuando regresaron a Northwyck, Noel mandó llamar a un sacerdote. Se


dirigieron a las ruinas de la vieja capilla familiar y allí se comprometió por
completo con Rachel. Habían asistido pocos invitados a su matrimonio. Sólo Betsy
y Nathan, Tommy y Clare habían actuado como testigos. El sacerdote vio sus
manos tan rebosantes de oro que incluso consintió en cambiar la fecha de la boda
para que coincidiera con la llegada de los hijos más mayores.

Ahora, por muy milagroso que pareciera, eran una familia.

Magnus se había negado a hablar mucho sobre Hoar o sobre el estado en el


que lo había encontrado, pero a algunos fantasmas era mejor enterrarlos y Rachel
había dejado de preguntar al respecto.

En el museo, aunque el edificio estaba repleto de espectadores y dignatarios,


Rachel se sintió como si no hubiera nadie más a su alrededor. La calidez en la
mirada de su esposo hacía que todo lo demás desapareciese para ella, a excepción
del amor que sentían el uno por el otro. Habían pasado por muchas cosas juntos y
ahora su unión era para toda la eternidad.

—Te quiero —le susurró Noel sonriente.

Balbuceando, el bebé alargó una mano hacia su padre y él lo cogió en


brazos.

Tommy y Clare se quedaron en un rincón del museo, entretenidos con el


relato del famoso capitán M’Clintock acerca de cómo había descubierto la
expedición perdida de Franklin en la isla King William mientras Rachel y Magnus
estaban atrapados en York Factory.

Rachel se volvió hacia su esposo, que miraba con atención al capitán y a los
dos niños.

—¿Sientes no haber sido tú quien encontró finalmente a Franklin? —le


preguntó en voz baja, acariciándole el brazo—. Dime la verdad.

Noel la besó en los labios durante largos segundos delante de la distinguida


multitud de visitantes antes de responder.

—En lugar de los huesos de un hombre muerto, he encontrado la vida. —


Ignorando el decoro, estrechó contra sí con cuidado a su esposa y al bebé—. ¿Qué
más puedo pedir?
 
Notas

[←1]Rip Van Vinkle es el protagonista de un cuento corto de Washington


Irving.

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