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Laura Esparza
1ª edición: mayo 2017
© 2017 Laura Esparza
Editado por: Érika Gael
Diseño de cubierta: Alexia Jorques
ASIN: B0719BZ4NY
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Epílogo
Agradecimientos
Sobre la autora
A mis hermanas, Silvia y María,
las mejores compañeras de aventuras que
podría desear.
Prólogo
—APESTAS.
De regreso en cubierta, Blackhawk derramó
un cubo de agua sobre sus botas para limpiar los
restos del vómito con el que su prisionera había
tenido a bien obsequiarle.
—Ni una palabra, Jack.
—¿Significa eso que el camarote de nuestra
invitada no es de su agrado?
—Significa que se marea a bordo de un
barco. ¿Qué es bueno para las náuseas?
—Jengibre.
—¡Eh, Patrick! —gritó al hijo del timonel, un
muchacho que se había embarcado hacía un par
de años y que aprendía el oficio de su padre—.
Di al cocinero que prepare una infusión de
jengibre y tráemela de inmediato.
El chico corrió a cumplir su cometido.
—Qué atento —comentó Jack con una
media sonrisa.
—Ella es una mercancía sumamente
delicada, y prometí entregarla en Tortuga en
perfecto estado.
—Todavía no puedo creer que aceptaras
transportarla, precisamente ahora, con todo lo
que tenemos entre manos.
—La paga era imposible de rechazar.
—¿Y estás seguro de que el dueño de la
mercancía cumplirá con su parte del trato?
—No. Pero si se echa atrás, ya no me
sentiré obligado a respetar mi deuda. Sea como
sea, en cuanto entregue a esa mujer en Tortuga,
volveré a ser el amo de mi propio destino.
—¿Y qué pasará con ella?
—No es nuestro problema. Le he dicho que
forma parte de mi proyecto para hacerme un
hueco en la alianza, pero dentro de tres días
saldrá de mi vida para siempre y se convertirá
en el problema de otro.
—Espero que sea así de sencillo y que tu
plan, como de costumbre, no se tuerza por el
camino.
Blackhawk arqueó la ceja que no llevaba
cubierta por el parche.
—Mis planes son infalibles.
—Pero sabes tan bien como yo que siempre
quedan cabos sueltos, y que son justo esos lo
que, cuando se desata el temporal, consiguen
hundir el barco.
—Aquí tenéis, capitán. —Patrick le entregó
una humeante taza de peltre.
—Justo a tiempo, hijo. El señor Savage
estaba a punto de darme una de sus lecciones
cuajadas de metáforas marineras.
El muchacho sonrió al contramaestre y salió
corriendo. Chico listo.
—Por cierto, ¿tienes el documento?
—¿Qué documento? —Jack se recostó
contra la borda y cruzó los brazos sobre su
amplio pecho.
—Mi carta de libertad. El señor Finnegan
debía entregártela antes de zarpar.
—Dijo que no estaba lista, pero que podrías
disponer de ella en cuanto se hubiera verificado
que la mercancía llegaba intacta a su destino.
—Diablos, Jack, le advertí que no aceptaría
el trabajo a menos que tuviera ese documento
en mi poder.
—Ahí tienes el primer cabo suelto que podría
hacer zozobrar esta nave. Y ahora será mejor
que vayas a cuidar de la mercancía y te
asegures de que se recupera pronto.
—Gracias por tu infinita sabiduría. Por cierto,
bonito pañuelo, muy… colorido.
Jack siempre llevaba su afeitada cabeza al
aire, pero aquella noche la había cubierto con un
trozo de tela de un rojo similar a la sangre.
—Al contrario que tú, no necesito vestirme
de negro para infundir miedo.
—Sí. Eres un pirata aterrador. Pero creo que
te falta algo. ¿No había un loro a juego?
El señor Savage alzó la vista y señaló con la
cabeza un pájaro de vivos colores posado sobre
la verga seca.
—No solo habla —comentó—, sino que
encima muerde.
Los labios de Blackhawk se curvaron en un
amago de sonrisa.
—Cerciórate de que no picotea mis velas.
Mientras se alejaba hacia la cubierta inferior,
oyó a Jack gritar:
—¡Baja aquí, maldito pajarraco!
Y al loro responder:
—Vete al infierno, Jack. Vete al infierno,
Jack.
Blackhawk descendió las escaleras y regresó
al camarote de la señorita Nightingale. Llamó a
la puerta y entró sin esperar respuesta.
La minúscula habitación se hallaba levemente
iluminada por un farol que pendía de uno de los
baos, y su prisionera yacía acurrucada en el
pequeño camastro. Se había quitado el vestido,
el corsé y buena parte de las enaguas, y las
había dejado sobre el baúl. La mirada de
Blackhawk se detuvo en los hombros desnudos,
en la suave curva de los pechos y en la blancura
de la ropa interior.
La reacción de su cuerpo al contemplar la
piel femenina lo tomó por sorpresa. Ella no
estaba revelando nada indecoroso; sin embargo,
su mente había dibujado una imagen tan
perversa como el pecado.
Se arrodilló junto al camastro, dejó en el suelo
el cubo que había traído consigo y le tocó un
brazo suavemente.
—Eh, princesa. Despertad. Os he preparado
una infusión que os ayudará a calmar el mareo.
—Eso no existe —respondió ella con voz
lastimosa, negándose a abrir los ojos—. La
única forma de que se me pase es que hagáis
que el barco deje de moverse.
—Sabéis que eso es imposible.
—Entonces devolvedme a tierra.
Era tenaz. Incluso debilitada por las náuseas,
no perdía la oportunidad de escapar de aquella
situación.
—Tomaos esto y os prometo que os sentiréis
mejor.
Sus párpados se abrieron y lo miró con
aquellos enormes ojos azules que seguramente
habrían puesto al hombre más insensible de
rodillas.
—Y si no funciona, ¿me permitiréis
desembarcar?
—No.
—Entonces largaos y dejadme sufrir a solas.
Le dio la espalda, dando por zanjada la
conversación.
—¿Así que os rendís? ¿Os ofrezco algo que
podría haceros bien y lo rechazáis?
Renuente, lo miró por encima del hombro con
los ojos entornados. Lo estaba evaluando, y al
parecer no le había pasado desapercibido el
doble sentido de sus palabras.
Se incorporó despacio y le quitó la taza de las
manos.
—Es repugnante —declaró tras dar un trago.
—Es jengibre.
—¿Estáis seguro? No sabe a jengibre.
—Bebéosla de una vez y dejad de quejaros.
—Es fácil para vos decirlo. El gran lobo de
mar que jamás se ha mareado a bordo de un
barco.
Blackhawk hizo las prendas de Wilhelmina a
un lado, se sentó sobre el baúl y la contempló
antes de hablar.
—Eso no es del todo cierto. Tomaos la
infusión y os contaré una historia que hará que
os sintáis mejor.
—Odio vuestras historias. Todas terminan
mal para mí.
—Esta no, ya lo veréis. La primera vez que
subí a bordo de un barco tenía siete años.
—¿Siete? Yo suponía que habíais nacido en
uno.
—¿No sois famosa por vuestra afición a las
historias de piratas? Pues me cuesta creerlo,
porque no dejáis de interrumpirme cuando trato
de contaros una.
—De acuerdo, prometo estar callada.
Posó los labios de nuevo sobre la taza de
peltre y lo observó por encima del borde.
—Bien. Como iba diciendo, la primera vez
que me subí a un barco tenía siete años. Nací en
una isla, pero jamás había salido a navegar.
Nunca me gustó el mar.
—¿Un pirata sin agua salada corriéndole por
las venas?
Blackhawk le lanzó una mirada de
advertencia.
—Proseguid, por favor.
—Por última vez: tenía siete años cuando por
primera vez subí a bordo de un bergantín.
Mientras cruzaba la pasarela solo podía pensar
en que si me caía al agua, moriría ahogado,
porque no sabía nadar. Sin embargo, cuando
puse los pies en cubierta y noté el balanceo, me
sentí como en casa. Sentí que aquel era mi
lugar. Cuando zarpamos, iba de un lado a otro
corriendo mientras a mi alrededor la gente
vomitaba por la borda. Me jactaba de ser el
único, aparte del capitán, que no sufría el mal de
la mar.
Ella abrió la boca para interrumpirlo de
nuevo, pero al ver su intempestiva mirada
decidió permanecer en silencio.
—Os alegrará saber que recibí el castigo
apropiado por mi arrogancia. Dos días después
el barco atravesó una tormenta. Una de las
peores que haya sufrido jamás. Las olas
zarandeaban la nave, el agua se filtraba en la
cubierta inferior. Era casi imposible mantenerse
en pie. Fue el viaje más espantoso que recuerdo
haber vivido, porque en el instante en que el
viento comenzó a sacudir el barco, yo empecé a
vomitar. Todo rodaba de un lado a otro. A veces
el barco se alzaba para después caer en picado.
Tardamos casi un día en dejar atrás esa
tormenta, y durante todo aquel tiempo fui
incapaz de mantenerme erguido. No sois la
única que ha pasado por esto, princesa. Todos lo
hemos hecho. Pero, creedme, mejorará.
Ella lo miró con los ojos entornados.
—Una historia preciosa, capitán. Pero…
creo que voy a vomitar de nuevo.
Blackhawk le sujetó el pelo mientras vaciaba
el contenido de su estómago en el cubo y las
arcadas convulsionaban su frágil cuerpo. Se
maldijo en silencio por haberle contado un relato
tan estúpido. Debió haberse inventado algo que
no incluyera barcos zarandeados y vómitos en
alta mar.
—Lo siento —dijo cuando ella volvió a
recostarse sobre la almohada—. Una pésima
elección de historia. Os dejaré para que os
calméis.
Se giró y abrió la puerta para marcharse.
—Gracias, capitán.
—De nada, princesa.
—¿Todavía os mareáis cuando hay
tormenta?
—No, ya no.
Solo había vuelto a sentirse mareado
mientras la observaba dormir acurrucada en
aquella litera minúscula.
Salió al pasillo, llevando el cubo consigo, y
apoyó la frente en el estrecho marco de la
puerta. Comenzó a golpear la cabeza contra la
madera una y otra y otra vez.
Eso no podía estar pasando. Era solo una
mercancía. Un medio para conseguir un fin. En
tres días se desharía de ella.
«Contrólate, maldita sea».
La voz de Jack lo sobresaltó.
—¿No te enseñaron que hay que usar los
nudillos y no la frente para llamar?
Blackhawk se irguió y se dirigió a la
escalerilla de cubierta. Al pasar junto a su
contramaestre, le estampó el cubo y masculló:
—Vete al infierno, Jack.
Capítulo 6
OYÓ UN PORTAZO.
Después, otro.
Otro más.
Y otro.
Cuando llegó al camarote del capitán, la
puerta estaba entreabierta. Nathan permanecía
de pie, con los brazos apoyados en el casco del
barco, a ambos lados del agujero dejado por uno
de los arpones de los hermanos Jones.
Entró y cerró suavemente.
—Largaos.
Wilhelmina no iba a acatar sus órdenes. No
estaba allí para hacer lo que él quisiera. Estaba
allí porque la necesitaba, aunque no pudiera
aceptarlo.
—He dicho que…
—Os he oído. Y, para que no quede ninguna
duda, esta es mi forma de ignorar vuestros
deseos.
Se reclinó contra la puerta y giró la llave en
la cerradura.
—No tenéis idea de lo que…
—¿No? Admito que os resultó muy fácil
engañarme, hacerme creer que erais otra
persona, pero os aseguro que no soy tan cándida
como creéis.
—Dijisteis que vuestro mundo era diminuto.
—Pero me gusta conversar con personas
que han viajado más allá de los confines de la
Tierra. Me encantan las historias que tienen que
contar.
—No parecíais muy interesada en las mías.
—Quizá porque no auguraban un final feliz.
—A veces, princesa, las historias terminan
terriblemente mal.
Nathan abandonó su lugar junto al casco y se
sentó sobre la cama, descansando los
antebrazos en las rodillas y fijando la mirada en
el suelo.
Ella nunca lo había visto como en aquel
momento. El enorme peso que cargaba sobre los
hombros parecía a punto de aplastarlo.
—Yo creo que siempre hay esperanza.
—Sois una ilusa.
—Y vos, un pesimista.
—Ingenua.
—In-… ¿inesperanzado?
«¿Desesperanzado?».
Nathan sonrió. Tenía una sonrisa preciosa.
Wilhelmina estaba ahora a solo tres pasos de él,
porque con cada nuevo insulto se había movido
hasta cubrir la distancia que los separaba.
—Deberíais marcharos e intentar dormir un
poco —sugirió él.
—No tengo sueño.
—No podéis quedaros aquí.
—¿Por qué?
Ahora estaba a solo un paso. Uno más, y se
encontraría tan cerca que podría alargar la mano
y hundirla en ese cabello negro que se moría por
acariciar.
—Porque no hay nada que pueda ofreceros.
Si hubiera dicho cualquier otra cosa, quizá lo
habría dejado solo. Pero iba a demostrarle que
se equivocaba.
Dio el último paso y se colocó entre sus
piernas. Le rodeó el cuello con los brazos y lo
obligó a alzar el rostro para mirarla.
Los ojos de Nathan eran los más bonitos que
había visto jamás. Mirarse en ellos era como
contemplar el mar Caribe: puro, inmenso y pleno
de leyendas.
Le acarició el pelo y susurró:
—Yo sí tengo algo que ofrecerte.
Lo besó con el corazón en la boca,
entregándole todo cuanto albergaba en su
interior. Gimió contra sus labios cuando él
deslizó las manos por su cintura, y se rio cuando
una de ellas se desplazó hacia su trasero.
—No me acostumbro a que me toques ahí —
confesó.
—Tienes que irte.
—Me quedo.
Devolvió la mano de él al lugar donde estaba
antes y la bajó un poco más.
—No puedo encenderme y apagarme a tu
antojo. No podré detenerme.
—No es eso lo que deseo. Esto es lo que
deseo.
Volvió a apoderarse de su boca, con más
ansia esta vez, ofreciéndose por completo,
tomando de él lo que tanto anhelaba, hasta
quedarse sin aliento.
—Vete.
—No.
Y para demostrarle hasta qué punto era
férrea su determinación, se separó de Nathan y
comenzó a desnudarse. Soltó las cintas del
corpiño y lo dejó caer un lado. La camisa que él
le había enviado compartió el mismo destino. Se
deshizo de la falda, de las enaguas rojas que se
había visto obligada a ponerse esa mañana, y
quedó cubierta únicamente por la casi
transparente camisola blanca.
El capitán le sostuvo la mano cuando asió el
borde para quitársela también, pero ella se sacó
la prenda por la cabeza y se exhibió desnuda
ante él, a excepción de las medias de seda que
permanecían anudadas a sus muslos. Lo miró y
se encontró con el mar Caribe en pleno huracán.
—¿Por qué no tienes miedo? —preguntó él,
logrando que su piel vibrara con cada palabra.
—Porque sé que no vas a hacerme daño.
—Claro que te haré daño.
—No es esa clase de dolor la que me asusta.
Además, también me proporcionarás placer,
¿verdad?
Él dejó escapar una sonrisa triste. Wilhelmina
estaba desnuda y Nathan todavía no la había
mirado. No había apartado los ojos de su cara,
como si la estuviera protegiendo incluso de sí
mismo. Nunca había sentido menos miedo.
Nunca había estado más segura. Y nunca había
deseado tanto que la tocaran.
—Última oportunidad —ofreció él.
Wilhelmina se arqueó ligeramente por toda
respuesta.
Y entonces los ojos de Nathan descendieron
por su cuerpo, acariciando cada pulgada de piel.
Sus manos no la habían rozado todavía y, sin
embargo, sentía como si la estuvieran
recorriendo entera. Cuando hundió los dedos en
sus caderas, ella dejó escapar un gemido de
anticipación.
La besó en el vientre y después en la cintura.
Fue ascendiendo por su cuerpo lentamente y,
con la nariz, la acarició entre los pechos justo
antes de lamerla y apoderarse de uno de sus
pezones.
—Ah…
No tenía ni idea de que pudiera sentirse de
esa forma. De que el ardor que percibía entre
las piernas pudiera aumentar aún más mientras
él la torturaba con su lengua. Abandonó el pezón
para centrarse en el otro y después siguió
acariciándola con los labios en las clavículas, el
cuello y, al fin, en la boca, en un beso abrasador.
La envolvió con sus brazos y Wilhelmina se
perdió en ellos. Porque, cuando Nathan la
besaba, no podía pensar, solo podía notar cómo
su cuerpo se tornaba incandescente y clamaba
por una satisfacción que únicamente él podía
ofrecerle.
La tumbó sobre la cama y se colocó entre
sus muslos, acariciándola con las manos, pero
sin abandonar su boca. Ella estaba
completamente desnuda y él todavía llevaba la
ropa puesta.
Le rodeó la cintura con las piernas,
atrayéndolo a su centro, y le arrancó un gruñido
de pura excitación. Trató de quitarle la levita, de
abrirle la camisa, de poder sentirlo piel con piel y
saber si él también ardía en su interior.
Él sonrió contra su boca ante su evidente
muestra de desenfreno.
—Vas a destrozar mi ropa favorita, princesa.
—Entonces desnúdate de una vez.
Obedeció.
Se separó de ella e hizo lo que le pedía. Envió
la casaca al extremo opuesto del camarote. Se
sacó la camisa negra por la cabeza mientras ella
no perdía detalle de sus fuertes músculos
ondeando con cada movimiento. Después se
deshizo de las botas.
Wilhelmina se incorporó sobre los codos para
seguir admirándolo. Todo él era fuerza y poder.
Su piel estaba bronceada por el sol, sus
músculos eran largos y definidos. Su cuerpo era
lo más excitante que había contemplado jamás.
Y entonces se quitó las calzas, y los curiosos
ojos de Wilhelmina volaron hacia su entrepierna.
—Oh…
Así que ese era el gran misterio. Grande, sin
duda. Interesante, también. Extraño.
Atrayente…
—No me mires así.
—Como si tuviera algún control sobre mis
ojos en este momento.
Él le alzó la barbilla y la obligó a abandonar
su escrutinio.
—Podrás examinarlo a tu antojo más tarde.
Ahora hay otra cosa que requiere tu atención.
Le dio un beso suave en los labios antes de
tumbarla de nuevo sobre el colchón. Pero él no
se colocó encima, como había hecho antes. La
aferró por los muslos y tiró de ella hasta situarla
en el borde de la cama.
Después Wilhelmina sintió el aliento de
Nathan entre las piernas antes de que la tomara
con su boca.
—Cielos…
Su cuerpo se arqueó como si hubiera sido
atravesado por un rayo. El placer estalló tras sus
párpados como un fogonazo, y fue incapaz de
contener los gemidos que escapaban de su
garganta mientras él la… saboreaba.
Enredó los dedos en su larga melena a la vez
que en su interior la tensión se hacía más y más
fuerte. Un poco más y explotaría como una bala
de cañón, desencadenando el caos en su interior.
Pero él no la dejó alcanzar ese punto.
Se acomodó sobre ella, todavía perdida en
una niebla densa de deseo insatisfecho, y la
penetró.
El dolor no fue tan intenso como había
esperado, pero, aun así, su cuerpo se tensó y se
aferró al de Nathan como si de esa forma
pudiera calmar la incomodidad que
experimentaba.
—Lo siento —susurró él junto a su cuello.
Y le besó la garganta, el mentón y después, la
boca.
Durante un tiempo permaneció quieto, pero
luego una de sus manos se aventuró hacia el sur
y comenzó a acariciarla justo donde lo
necesitaba.
Cuando el dolor retrocedió lo suficiente,
Wilhelmina se curvó y abrió la boca pidiendo
más. Él la complació con uno de sus
enloquecedores besos y empezó a moverse en
su interior.
Al principio resultó extraño. Pero el roce se
volvió una cadencia que avivó el fuego,
haciéndolo arder con fuerzas renovadas. La
tensión en su vientre se despertó de nuevo,
prometiendo un placer más intenso del que
jamás había sentido.
—Billie…
Su voz le provocó un escalofrío. Era como la
pólvora siseando antes de una detonación. Sus
movimientos se ajustaron. Sus jadeos se
acompasaron. Él estaba en su interior, más
cerca de lo que nadie había estado antes. De lo
que nadie estaría jamás.
Con ese pensamiento, llegó una sacudida, un
goce puro que la recorrió de la cabeza a los pies,
tensando su cuerpo, forzándola a apretarse
contra Nathan como si deseara que el placer
pasara de uno a otro a través de la piel.
La explosión lo arrasó todo y dejó a
Wilhelmina rota en mil y un pedazos.
En medio del caos, notó cómo Nathan salía
de su cuerpo y, con la frente apoyada en sus
pechos, emitía un gemido salvaje. Después, se
dejó caer a su lado con la respiración acelerada,
tanto como la suya.
Ella se giró y se acurrucó contra su costado.
—Vaya… —consiguió articular al fin.
—Sí, vaya.
La atrajo entre sus brazos y Wilhelmina
descansó la cabeza sobre su torso.
—¿Puedo ahora examinar esa parte de ti que
me ha proporcionado tanto placer?
No podía verlo, pero sabía que él sonreía.
Y a eso se reducía todo. A que Nathan
pudiera olvidar durante algún tiempo los peligros
a los que se enfrentaban. A que ella se sintiera
segura y protegida. A que ninguno de los dos
tuviera miedo.
—¿No prefieres dormir?
Se incorporó un poco y dirigió su atención a
ese apéndice que la tenía intrigada.
—Tal vez luego.
Capítulo 19
Fin
Agradecimientos
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