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El ateísmo sagradoHacia una espiritualidad laic a

Juan Antonio Martínez de la Fe , 11/02/2017

Ficha Técnica

Título: El ateísmo sagrado. Hacia una espiritualidad laica


Autor: Feliciano Mayorga
Edita: Editorial Kairós, Barcelona, 2017
Encuadernación: Tapa blanda con solapas
Número de páginas: 250
ISBN: 978-84-9988-543-8
Precio: 15 euros

En el ánimo de encontrar una vía que dé cobijo a las diferentes posturas situadas
entre los extremos del materialismo acérrimo y la espiritualidad más desbocada,
se puede insertar este interesante libro que señala una senda, razonablemente
argumentada, para alcanzar tan difícil meta.

La propia Introducción del texto nos aporta los datos de su objetivo y de las
personas a quienes va dirigido.
¿Cuál es el objetivo de las reflexiones que nos propone Feliciano Mayorga? Pues
poner “el acento en la praxis existencial, en la convicción de que prácticas como la
meditación, el respeto compasivo o los rituales aún conservan intacta su
capacidad para ponernos en comunicación con lo divino, agudizan nuestro oído
para aquello que, en el seno mismo del mundo, confiere valor y significado a la
vida”.

En efecto, en un ambiente de declive de la religiosidad e, incluso, de la


espiritualidad, como consecuencia de un cientificismo arrogante y exclusivista, ha
de surgir el respeto por otras formas de conocimiento y de sabiduría no sujetas a
sus reglas. El autor nos propone, pues, una nueva forma de vincularse a la
trascendencia, de abrirse a lo Absolutamente Otro; eso sí, mediante la
relativización y depuración de los elementos místicos y dogmáticos que contienen
las diferentes religiones. Su propuesta es que se abre una opción de espiritualidad
laica y universal.

¿Cómo conseguirlo? Parte del supuesto de que hay tres ámbitos bien
diferenciados y que, sin embargo, se confunden y entremezclan: lo sagrado, lo
divino y Dios. El espacio de lo divino cuenta con tres direcciones: una hacia
dentro, o vía de la interiorización, de la que pone como ejemplo a la India; una
segunda vía hacia fuera, o vía de la naturalización, cuyo ejemplo sería Grecia; y
una tercera vía hacia arriba, la vía de la elevación, con Israel como modelo.

Más aún: ¿qué divinidad es la que radicalmente impugnan el racionalismo y el


empirismo? Pues, justamente, aquella de las representaciones, necesariamente
parciales, que los hombres hacemos de lo divino; una representación que se
diversifica en una multitud de credos, iglesias y confesiones. A aquella creencia
incuestionable en Dios, propia de la Edad Media, le ha seguido la realidad de un
teísmo que no pasa de ser una opción, no precisamente destacada, entre otras
muchas, como el propio ateísmo. Algo que no es negativo en sí mismo, pues
permite “el paso de una relación ingenua e inmediata con las instancias que
administraban lo divino (normalmente en su provecho), a otra más problemática y
reflexiva”. La Modernidad liquidadora de todos los dispositivos de sentido ha
dejado al individuo abandonado a su suerte, sin otra estrategia que la distracción
compulsiva para superar el horror al vacío. Una situación que exige nuevas vías
para que existir no sea un sinsentido.

Y ¿para quién escribe el autor sus reflexiones? Lo deja bien claro en la


Introducción: “El presente libro está dirigido a todos aquellos que siguen
formulándose, en circunstancias nuevas, las viejas preguntas sobre la condición
humana y el sentido de la vida y, de manera especial, a quienes opinan que existe
una alternativa entre el ateísmo materialista y la religión tradicional, entre la
concepción científico-técnica del mundo y una visión mística preilustrada”.

Así las cosas, Mayorga divide su obra en cuatro partes: la primera, dedicada al
ocaso de la religión; la segunda, a la primera dirección de las tres que surgen del
encuentro con lo sagrado; las partes tercera y cuarta acogen, respectivamente a
las direcciones segunda y tercera. Y termina con unas páginas en forma de poema
sobre el dios muerto y un epílogo acerca de la vida religiosa.

Es curiosa, aunque muy didáctica, la manera en que el autor nos plantea sus
reflexiones: en forma de diálogo, que bien podría pasar como una serie de
entrevistas realizadas por periodistas especializados. Y para ese diálogo escoge a
dos contertulios; por un lado, Glaucón, sofista del siglo IV, amable y
condescendiente, cuyas objeciones y preguntas ayudan al maestro a aclarar su
pensamiento; y, por otro, al también sofista Luciano de Samosata, crítico y
mordaz, escéptico integral y feroz antidogmático. ¿Por qué esta elección? Porque
a juicio de Mayorga representan los tipos básicos de lector, el empático y el
inquisitivo.

Ocaso de la religión

Es Glaucón quien abre la primera parte del libro, dedicada a El ocaso de la


religión. Preguntas y respuestas se suceden para irnos exponiendo el
pensamiento del autor acerca del sentido de lo espiritual tras la muerte de Dios, el
vacío, el problema del mal, la constitución del universo profano o el sentido de la
vida.

De todo esto, lo más destacable es, sin duda, “la implantación de un credo
materialista a escala global, que excluye como carente de fundamento cualquier
forma de trascendencia o espiritualidad”. Su dogma fundamental es que el
universo material es la única y última realidad, por lo que carece de creador y de
propósito; que el único conocimiento válido es el de las ciencias empíricas; que las
religiones son meras supersticiones; que los juicios de valor de cualquier tipo son
subjetivos fruto de condicionamientos biológicos o culturales; que la libertad es
una ilusión; y que lo mejor que podemos hacer en esta vida es gozarla y disminuir
el dolor.

La religión ha pasado a ser algo personal, alejado del sentido de comunidad y de


adhesión que se acostumbraba hasta hace pocos años.

Todo esto ha dado lugar al universo profano, que se manifiesta en distintos


planos. En el económico, con la entronización del capitalismo como único modelo
válido; en el político, con los representantes del pueblo, a través de los
mecanismos del Estado, defendiendo los intereses de las élites económicas; en el
cognitivo, con la hegemonía del positivismo científico; en el ético, con el
utilitarismo; en el filosófico, con el ateísmo materialista; en el medioambiental,
concibiendo la Tierra como un yacimiento de recursos y depósito de desperdicios;
en el psicológico, entronizando al hedonismo como paradigma de la felicidad; y,
por último, en el social, con el individualismo exacerbado.

En un paso más en el desarrollo de su propuesta, aborda el autor el tema del


nihilismo, de la falta de sentido. Aquí intervienen sus dos interlocutores, Glaucón,
con preguntas dirigidas a conocer, y Luciano de Samosata, con un estilo más
agresivo y directo, como intentando hacer caer en contradicciones al entrevistado.

Parte de la afirmación de que no se puede abordar el problema del sentido sin


conceder significación espiritual a nuestro tiempo; esa carencia de sentido, tan
propugnada hoy en día, es el precio que ha tenido que pagar la modernidad. Nos
mantenemos en nuestra frenética actividad, bien organizada, pero nos falta
responder a la pregunta del para qué, una pregunta para la que la ciencia no tiene
respuesta.

Mayorga aborda en estas páginas muchas de las cuestiones que forman parte de
cualquier conversación que podemos escuchar. Por ejemplo, cuando se afirma
que todos los sentimientos morales o religiosos se reducen a mera actividad
biológica o neuronal; a esto responde el autor con una pregunta: ¿cómo se puede
determinar cuáles de nuestros contenidos mentales son verdaderos y cuáles
falsos?; haría falta, dice, un observador externo. Otro planteamiento habitual es el
que, pasando de un reduccionismo biológico o neurológico a otro de carácter
social, por el que el valor de, por ejemplo, un ideal se agota en la aprobación de
una comunidad determinada, a lo que Mayorga contrapone varias razones.

Tras analizar algunas cuestiones del posmodernismo, Mayor nos expone aquellos
criterios que debe reunir cualquier propuesta de sentido. Es el primero el de
compatibilidad científica, es decir, que no esté en contradicción con los
conocimientos científicos; le sigue el criterio de certeza, por el que se minimiza el
número de supuestos no demostrables o que exijan fe para ser admitidos; criterio
de trascendencia, por el que se facilita la apertura al misterio, a lo Absolutamente
Otro; criterio de alegría, es decir, que incremente la vitalidad del sujeto, su
capacidad para el gozo y la felicidad; criterio de accesibilidad, lo que quiere decir
que aquello que designemos como sentido o fundamento ha de estar disponible
en todo momento y circunstancia; criterio de solidez, que tenga suficiente
solvencia moral y afectiva para afrontar las adversidades; criterio de dignidad, que
garantiza la autonomía de la persona; criterio de no complicidad con el mal: no
negar, absolver o justificar la crueldad o sufrimiento innecesario; criterio de
afirmación, es decir, que no se sustente en el desprecio o resentimiento contra la
vida; criterio de responsabilidad, no eludir nuestra responsabilidad en la mejora de
la sociedad; y, por último, criterio de universalidad, que tiene en cuenta a todos los
seres sintientes y sus vicisitudes.

En esta primera parte, en que describe el panorama que percibe, no podía faltar la
cuestión que tanto ha atormentado y provocado planteamientos muy diferentes: el
problema del mal y, en consecuencia, de la debilidad del bien. Muchos son los
autores que lo han tratado en la búsqueda de una respuesta; citar, como ejemplos
recientes, las tesis de Manuel Fraijó o las de Torres Queiruga. Mayorga parte de la
base de que este problema es la piedra de escándalo sobre la que se erige
cualquier sistema de creencias. Responde reflexivamente a las preguntas que le
plantean Glaucón y Luciano de Samosata; y aporta una respuesta que desgrana a
lo largo de una serie de páginas que merecen una lectura reposada y que
podemos resumir en sus propias palabras: “no afirmo que existe un Dios
providente, doy por zanjada su muerte. Lo que digo es que se da lo sagrado, que
es una cosa bien distinta”.Y lo hace consciente de que el teísmo, que plantea la
personalidad y trascendencia de lo absoluto; o el ateísmo materialista, que lo
niega; o el panteísmo, que afirma su impersonalidad e inmanencia, se muestran
incapaces de dar una respuesta adecuada a este eterno problema. ¿Debemos,
pues, aceptar el mal tal y como es? Si lo hiciéramos, no podríamos soslayar la
acusación de complicidad y colaboración con él. Desde luego, merecen una
reposada lectura estos planteamientos que, aunque pueden no ser aceptados
como apodícticos, sí suponen una postura razonable y bien estructurada.

Tema fundamental también hoy es el del sentimiento de vacío, sobre el que


reflexiona el autor relacionándolo con el tema de lo sagrado, lo divino y Dios. Es
este un bloque fundamental para entender el contenido de la obra. Hay una
tendencia íntima hacia la trascendencia que es el símbolo de un vacío; un vacío
que, como sucede con Heidegger, lleva a la angustia y la desesperación o, como
ocurre con Kierkegaard o Agustín de Hipona, ofrece una senda, aunque sea muy
estrecha, hacia la plenitud. Y se nos plantea una disyuntiva para la que carecemos
de respuesta definitiva, aun gozando ambas posibilidades de suficiente
racionalidad: “¿Es el deseo de plenitud un sueño del vacío, o es el vacío la
nostalgia de una plenitud que de algún modo intuimos como cierta?”

Se analiza también cómo la pérdida de sentido de lo sagrado supone una


disolución del mundo, exponiendo las distintas concepciones del espacio y el
tiempo, adjetivados según por las que se decante el lector, como profano o
religioso. Se ve obligado el autor a definir lo sagrado como lo absolutamente Otro,
siguiendo la línea de Rudolf Otto. Eso sí, con la advertencia expresa de que “en
ningún caso habría que confundir lo sagrado con lo divino, que es el ámbito en el
que lo sagrado se manifiesta, ni con los dioses, que son la expresión
antropomórfica, eterna y diversa en que se revela la divinidad”.

A pregunta de Glaucón, que solicita una clara explicación de la diferencia entre


Dios, lo divino y lo sagrado, Mayorga recurre a una analogía geométrica, en la que
el punto representaría lo sagrado, ya que, en su calidad de tal punto, carece de
dimensiones, es indivisible, por lo que puede producir todas las líneas y
volúmenes. Pues bien, la irradiación de ese punto en tres direcciones,
equivalentes a nuestras tres dimensiones, crea el espacio sagrado, que equivale a
lo divino; por último, las tradiciones espirituales habrían actuado como receptores
que captan la irradiación sagrada y la proyectan en un imaginario que articula una
visión de la divinidad, dando lugar al nacimiento de los dioses y de Dios.

Finalmente, se detiene en la explicación del ateísmo profano y del ateísmo


sagrado, que da título al libro, ya que, partiendo del hecho de que la filosofía es
atea, concluye que justamente lo sagrado adviene en el seno mismo del ateísmo:
“mi convicción es que ello no tiene por qué cerrar un espacio a la religión cuando
es entendida como reverencia ante el misterio del ser, que supera y excede toda
comprensión por conceptos”.
Llega el final de esta primera parte abordando el encuentro con lo sagrado y la
propuesta de las tres direcciones divinas, cada una de las cuales será tratada en
siguientes divisiones de la obra. Lo sagrado se ha manifestado en tres ámbitos; en
el primero, la naturaleza y su actividad son las que representan lo sagrado, hasta
que el hombre se libera de ese dominio con su conciencia, hacia dentro, o hacia la
historia, hacia fuera. La cita es larga, pero refleja la esencia de la propuesta de
Mayorga: “tenemos tres direcciones que el hombre recorrió en la búsqueda de
sentido, en su afán de superar el trauma de la emergencia animal: hacia dentro,
hacia fuera y hacia arriba. Lo que significa una triple apertura: al mundo que está
en torno a mí, al que está dentro de mí y al que está sobre mí. Tres lugares para
encontrarse a sí mismo: la naturaleza, la conciencia y la historia. Cada uno de los
cuales se corresponde con los tres movimientos esenciales de nuestro ser:
extroversión, introversión y sublimación. Que apuntan a tres vértices sagrados: la
Energía, el Vacío y el Bien. De los que se espera la salvación en forma de éxtasis,
serenidad y entusiasmo. Y a los que se accede con tres prácticas sagradas: los
rituales, la meditación y el respeto compasivo”.

Tras exponer cómo su planteamiento no está en contradicción con lo exigido por la


modernidad, a la que, por otro lado, niega su pretensión de clausurar el presente,
lo real, en el seno de la inmanencia, el autor nos ofrece un somero planteamiento
de las tres direcciones que desarrolla en los capítulos siguientes de manera
pormenorizada.

El mandamiento del amor

Y a la primera dirección, La divina bondad: el mandamiento del amor, dedica


Mayorga la segunda parte de la obra, que nos presenta en cinco subapartados. En
el primero de ellos, aborda el problema del fundamento de la ética, ofreciendo
ejemplos de lo escrito sobre este particular por filósofos como Kierkegaard,
Horkheimer o Kant. Intenta dar respuesta, su respuesta, a la posibilidad de
fundamentar una moral universal, planteando la relación entre moral y religión. Un
interesante apartado finamente urgido por los planteamientos que resume Luciano
de Samosata, su interrogador perspicaz.

De aquí pasa a las implicaciones que conlleva entender la conexión entre religión
y moralidad para la dignidad del ser humano. El valor de un ser humano es el título
que ampara esta cuestión y que reviste especial relevancia en la actualidad,
cuando la persona es discriminada por circunstancias personales, como
nacionalidad, religión o ideología, prescindiendo de su realidad básica, el hecho de
tratarse de un ser humano. Resume así Mayorga su propuesta: “Lo que afirmo es
que el valor del ser humano, lo que entendemos por dignidad, de la que deriva su
estatus inviolable a nivel ético y jurídico, no puede ser concebido si no existe en él
algo tan digno de estima que hasta un Dios tuviera que respetarlo, en el hipotético
caso de que existiera. Ese algo es su moralidad”.

Un nuevo apartado, Punto Omega y fin de la historia, podría inducirnos a pensar


que la propuesta de Mayorga se desvía hacia los postulados de Teilhard de
Chardin y su Punto Omega. Aquí, el autor mantiene su línea argumental sobre un
principio moral de carácter universal. Un principio que se resumiría en preservar e
incrementar el autogobierno de los individuos hasta donde ello sea posible y
eliminar el sufrimiento innecesario, algo que deberían de defender todas las
iglesias si quieren ser acreedoras del calificativo de santas; de no hacerlo, serían
blasfemas. Es un principio que se encuentra en evidente contradicción con la
actual globalización, que conduce a desigualdades de todo tipo en la sociedad y
frente a la que es necesario mantener una actitud crítica. Se trata, como se ve, de
un planteamiento utópico, pero para el autor es la meta a alcanzar. ¿Por qué?
“Una sociedad así, basada en el universal reconocimiento de todos los agentes
como libres e iguales, o si se quiere, una república global cosmopolita,
representaría la consumación del espíritu en el tiempo, la divinización del hombre
o humanización de Dios y, en consecuencia, el fin de la historia entendida como el
proceso de búsqueda de un absoluto perdido y al fin reencontrado”.

Un paso más: con rotundidad, afirma Mayorga que la moralidad y su agente, la


persona, son el fin final de la creación. Dedica, así, unas páginas para ofrecernos
su respuesta, muy bien razonada y argumentada, a la cuestión del propósito de la
vida humana en el cosmos. Para él, la emergencia de un sujeto capaz de
determinarse por un principio que el Supremo legislador del mundo prescribiría
necesariamente en el supuesto de que existiera, debe ser considerada como el fin
final del universo y eso, pese a excluir el concepto de propósito. Un muy
interesante apartado que requiere una pausada y reflexionada lectura, al que le
sigue otro dedicado a las virtudes como figuras del amor.

La meditación

Nuestra lectura alcanza, así, la tercera parte de la obra, dedicada a la Segunda


dirección. La divina conciencia: la meditación. Es decir, la vía hacia el interior, que
ya nos anunciara el autor desde el comienzo del libro: la búsqueda de lo sagrado
en el fondo de la psique, en el divino silencio.

En este bloque se aborda el tema de la meditación como sendero hacia el interior.


Nos ofrece el autor algunas reflexiones sobre la dificultad que entraña el meditar,
siendo la primera la incapacidad de detener el flujo de imágenes y pensamientos
que fluye de manera continua e incontrolada por nuestro cerebro. Nos
enfrentamos, así, a la cuestión del ego como sujeto y como sufrido paciente de
todo ese devenir, y a la de la forma de concentrar nuestra atención, bien dentro de
nosotros o bien sobre ese flujo de ideas y sentimientos que nos arrastra,
situándonos entre el pasado, el presente y el futuro: la memoria y los recuerdos de
lo que fue y la inquietud de lo que esperamos que vendrá, confluyendo ambos en
el instantáneo presente. Llega, pues, a la conciencia, que no hay que confundir
con el pensamiento, y la que se alcanza tras un constante y concienzudo
entrenamiento en la meditación.

Ahora bien, hay que hablar de la conciencia no dual, del nirvana. ¿Qué es el
nirvana? Así lo describe Mayorga: “Es un estado de suprema lucidez y
ecuanimidad, que escapa al orden de las causas y los efectos, que trasciende el
placer y el dolor, y se resiste a toda descripción por conceptos. Es designado
como algo no compuesto, no creado ni producido. Es por ello inmortal y anatman,
no yo, por lo que no puede identificarse con un Dios, tampoco con la aniquilación
del yo o la nada, pues si el yo no existe no puede aniquilarse”. Es un producto de
la meditación; en ella, en la meditación, la atención, la conciencia, se puede
focalizar en lo real, en los fenómenos que aparecen en el espacio-tiempo; o se
puede focalizar en la esencia, el cómo de las cosas; o, finalmente, se puede
focalizar en el valor de los entes, en el esplendor del ser. Y la iluminación se
alcanza en el instante en que nuestra atención logra captar en el aquí y ahora,
mediante un acto indivisible, la totalidad de lo que hay, el conglomerado infinito de
conciencia y presencia, significado y valor del que formamos parte, con el que
somos uno. A partir de aquí, el autor aborda nuevamente el problema del mal
desde el enfoque budista, al que dedica varias páginas, incluyendo algunos
apartados a analizar la postura de Schopenhauer ante el dolor, comparándola con
la del budismo.

Cierra Mayorga esta tercera parte de su estudio con una referencia, sumamente
interesante, a la percepción adánica, entendiendo por tal lo que debió de sentir
Adán al contemplar por vez primera su realidad y la de su entorno. Nos invita a
perpetuar esa sensación, despojando a las cosas de la falsa familiaridad con la
que las observamos, intentando entrar en contacto directo con ellas y no con la
representación que nos hacemos de ellas. Esto entronca con el ansia del existir
tras esta vida, que el autor invita a vivir el momento presente en toda su amplitud,
no solo a lo largo de una existencia, sino a lo ancho de toda su magnificencia.

Los rituales

La cuarta parte de la obra se dedica a la Tercera dirección. La divina energía: los


rituales. Tal energía es la que se denomina fisis, conocida con diferentes nombres
en otras culturas; se trata de una fuerza de carácter fluido que engendra y anima
la naturaleza y, aun siendo indefinible, sí puede, sin embargo, ser percibida. Así, el
paso de una actitud egocéntrica a otra mística, que captaría la unidad de todas las
cosas, se produce al entender que cuando pienso en el universo es el universo el
que a través de mí se piensa a sí mismo. Se podría sostener, pues, que la propia
biosfera estaría despertando a la conciencia a través de nuestro conocimiento,
generando una nueva fase de la evolución, la que Teilhard de Chardin denomina
noosfera. Tal fuerza evolutiva de la naturaleza, esa fisis, se puede percibir a partir
de fenómenos fundamentales de la existencia, como la muerte o el amor. Y si
logramos acumular suficiente energía existencial, seremos capaces de elevarnos
a la energía espiritual. Para el autor, en esto consiste el propósito de la vida
humana, en lo que llama tercera dirección: incrementar la cantidad, altura y
riqueza de la energía que fluye en nosotros, haciendo cuanto esté en nuestra
mano para vincularnos a todo aquello que conviene a nuestra naturaleza y
aumenta su potencia; y, por otro lado, evitar aquellas relaciones que debilitan o
disminuyen nuestra energía.
¿Cómo se nombra la fisis? Es lo que se aborda en el texto a través de los mitos
como revelación de lo divino. Siguiendo a Walter Otto, Mayorga define al mito
como el modo en que lo divino se ha revelado a las diferentes especies del género
humano y ha dado forma a su existencia. La función del mito, pues, es fijar
modelos de todas las actividades humanas significativas: sustento, sexualidad,
autoridad, etc. Estas actividades aparecen simbólicamente representadas, por
ejemplo, en las divinidades del mundo clásico; pero es a través de las figuras de la
divinidad como hace su aparición, en el mito, el inconmensurable e inefable Ser
del mundo. Aquí es preciso notar la diferencia entre lo sagrado y lo divino, es
decir, lo radicalmente Otro de lo sagrado, y el mundo mismo como plenitud de
formas divinas.

Es cierto que los dioses han desaparecido, ya no están. El autor nos invita a
superar la fase infantil de una relación con la divinidad considerada
exclusivamente como fuente de salud y protección; y que tiene que aceptar su
responsabilidad para con lo sagrado; es decir: no se trata de proponer un método
que encuentre una salida para el hombre vacío y desesperado, ávido de sentido;
hay que tener muy presente que un Dios ya muerto solo tiene nuestros brazos,
nuestros gestos, nuestras acciones para llegar a ser. “Sin nosotros -concluye- la
belleza no podría ser cantada, ni la bondad realizada, ni la claridad percibida”.

Culmina esta cuarta parte de la obra con un capítulo dedicado al rito como juego
sagrado. Es un apartado complejo, en el que se reclama volver a dotar de sentido
a los ritos, actualmente vaciados de contenido. No solo los rituales tradicionales,
sino con la posibilidad de escoger nuevas fórmulas que estén cargadas de
simbolismo real; el propio Mayorga expone el ejemplo de un rito celebrado por él y
su pareja, que describe como de muy potente, pero que a quienes estén alejados
de sus propuestas dejaría cuando menos perplejos. Luego, partiendo de la base
de que las celebraciones sagradas forman parte del juego, dedica una seria
reflexión sobre esta actividad lúdica que pone en relación algo tan grave y
solemne como los ritos y algo tan liviano aparentemente como el juego, llegando a
describir hasta diez características de este al considerarlo como la matriz de los
rituales. Y, relacionado con este juego, se da el arte, al que concibe como una
manifestación de lo sagrado, algo concebido como manifestación de la energía
primordial, el cosmos vivo, representado en la belleza. Y define como singular y
propio del arte, desde el punto de vista del receptor, el maravillarse, realizando un
intento de explicación, partiendo de este prisma, de la situación del arte actual.

Llegados a este punto, Glaucón pregunta al autor cómo se puede llevar a la


práctica cotidiana esta tercera dirección. En primer lugar, responde Mayorga,
tratando de realizar el máximo de actividades autotélicas, es decir, las efectuadas
por su propio valor intrínseco y no como un medio para un fin distinto; en segundo
lugar, incorporando una serie de rituales a la vida diaria, con el fin de celebrar las
expresiones significativas de la energía sagrada: la noche y el día, las estaciones,
…; y, en tercer lugar, desarrollando la capacidad de focalizar toda la atención en la
energía que irradia cada ente del universo, captando en su irrepetible presencia la
profundidad infinita del mundo.

Pregunta nuevamente Glaucón si hay relación entre las tres prácticas a las que se
ha referido en la obra o si pueden ejercitarse de forma independiente. He aquí la
respuesta del autor: “Formalmente son distintas, se han practicado de forma
autónoma a lo largo de la historia y apelan a atributos diversos de la divinidad en
los que se expresa el fondo sagrado del mundo. Pero el respeto compasivo, la
meditación y los rituales conforman una unidad en cierto modo indisoluble y se
potencian mutuamente cuando interactúan. Me atrevería a decir que el valor
espiritual de una determinada religión puede medirse por la presencia en ella de
estos tres tipos de prácticas”. Para Mayorga, un número reducido de estas tres
prácticas ayuda al hombre del siglo XXI a seguir encontrado dirección y sentido a
su existencia. “Siempre que renuncie a su condición de dueño y señor de lo real y
se convierta en canal vivo de la Bondad, la Claridad y la Belleza eternas, que
siguen manando, hoy como siempre, del fondo sagrado del mundo”.

A un dios muerto. Y un epílogo

Un profundo poema dedicado al Dios muerto cierra la intervención del autor en


este muy interesante estudio, junto a un epílogo dedicado a la vida religiosa. En él,
define a la religión como una acción total e ininterrumpida que nos vincula al
misterio del ser; ¿cómo se realiza esta vinculación? Nos ofrece tres propuestas: 1.
Actuar de un modo excelente, lo divino en la voluntad; 2. Mantener atención plena,
lo divino en la atención; y 3. Vivir en armonía, lo divino en el corazón. Y concluye,
tras una detallada explicación de cada una de tales propuestas: “Estas formas de
temporalidad bien pueden considerarse igualmente formas de experimentar la
eternidad en el instante. Pues de eso se trata, de entender cada instante como un
momento propicio -kairós- donde lo sagrado espera nuestra colaboración para
acontecer”.

Para concluir

Nos encontramos ante un libro que no es para leer de corrido. Merece una lectura
serena, reposada y reflexiva. A lo que hay que añadir que libre de prejuicios, a fin
de poder llegar lo más adentro posible de las propuestas de Feliciano Mayorga.
Justamente por algo que le empujó a plantearlas, la forma en que el mundo actual
alejado de la reflexión o muy encerrado en los límites del cientifismo, el lector
medio puede encontrar cierta dificultad en aceptarlas, pese a lo magníficamente
argumentadas que se presentan. Una mente abierta es la mejor disposición para
acometer su lectura. Y sirvan como invitación estas líneas que, ciertamente, no
abarcan el amplio panorama del libro, sino que se ofrecen como pistas y llamadas
a adentrarse en sus páginas.

La obra no discurre por un discurso continuado, con una ilación ininterrumpida de


la exposición. De manera muy didáctica, Mayorga optó por desentrañarla en forma
de diálogo. Esta fórmula puede, en algún momento, dificultar el acceso a una
concatenación lógica de la exposición, pero tiene la ventaja de una mayor
simplificación, dando, a la vez, la oportunidad de plantear los razonamientos que
objetan sus propuestas, tarea muy lograda, pues el autor recoge las principales
argumentaciones que se le oponen, ofreciendo su respuesta cumplida
satisfacción; y ello, basándose en citas y argumentos de autores destacados sobre
todo en el campo de la filosofía.

En definitiva, se trata de un libro de muy recomendable lectura para quienes


busquen encontrar una reflexión sobre el vacío interior que puedan sentir y la
manera de entenderlo para intentar llenarlo.

Índice

Introducción

Parte I. El ocaso de la religión


1. Modernidad, muerte de dios, desencantamiento del mundo
2. Nihilismo y sentido
3. Existencia del mal, fragilidad del bien
4. La experiencia del vacío, lo sagrado, lo divino y dios
5. El encuentro con lo sagrado, las tres direcciones divinas

Parte II. Primera dirección. La divina bondad: el mandamiento del amor


6. Religión y moralidad
7. El valor de un ser humano
8. Punto omega y fin de la historia
9. El propósito de la vida humana en el cosmos
10. Las virtudes como figuras del amor

Parte III. Segunda dirección. La divina conciencia: la meditación


11. Liberar la atención
12. El nirvana, la conciencia no dual
13. El deseo y el sufrimiento
14. La percepción adánica

Parte IV. Terecera dirección. La divina energía: los rituales


15. Naturaleza y tiempo de la fisis. El eterno retorno del serenidad
16. Nombrar la fisis, los mitos como revelación de lo divino
17. El tiempo de los dioses ausentes
18. El rito como juego sagrado

Al dios muerto
Epílogo: la vida religiosa
Notas

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