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Ficha Técnica
En el ánimo de encontrar una vía que dé cobijo a las diferentes posturas situadas
entre los extremos del materialismo acérrimo y la espiritualidad más desbocada,
se puede insertar este interesante libro que señala una senda, razonablemente
argumentada, para alcanzar tan difícil meta.
La propia Introducción del texto nos aporta los datos de su objetivo y de las
personas a quienes va dirigido.
¿Cuál es el objetivo de las reflexiones que nos propone Feliciano Mayorga? Pues
poner “el acento en la praxis existencial, en la convicción de que prácticas como la
meditación, el respeto compasivo o los rituales aún conservan intacta su
capacidad para ponernos en comunicación con lo divino, agudizan nuestro oído
para aquello que, en el seno mismo del mundo, confiere valor y significado a la
vida”.
¿Cómo conseguirlo? Parte del supuesto de que hay tres ámbitos bien
diferenciados y que, sin embargo, se confunden y entremezclan: lo sagrado, lo
divino y Dios. El espacio de lo divino cuenta con tres direcciones: una hacia
dentro, o vía de la interiorización, de la que pone como ejemplo a la India; una
segunda vía hacia fuera, o vía de la naturalización, cuyo ejemplo sería Grecia; y
una tercera vía hacia arriba, la vía de la elevación, con Israel como modelo.
Así las cosas, Mayorga divide su obra en cuatro partes: la primera, dedicada al
ocaso de la religión; la segunda, a la primera dirección de las tres que surgen del
encuentro con lo sagrado; las partes tercera y cuarta acogen, respectivamente a
las direcciones segunda y tercera. Y termina con unas páginas en forma de poema
sobre el dios muerto y un epílogo acerca de la vida religiosa.
Es curiosa, aunque muy didáctica, la manera en que el autor nos plantea sus
reflexiones: en forma de diálogo, que bien podría pasar como una serie de
entrevistas realizadas por periodistas especializados. Y para ese diálogo escoge a
dos contertulios; por un lado, Glaucón, sofista del siglo IV, amable y
condescendiente, cuyas objeciones y preguntas ayudan al maestro a aclarar su
pensamiento; y, por otro, al también sofista Luciano de Samosata, crítico y
mordaz, escéptico integral y feroz antidogmático. ¿Por qué esta elección? Porque
a juicio de Mayorga representan los tipos básicos de lector, el empático y el
inquisitivo.
Ocaso de la religión
De todo esto, lo más destacable es, sin duda, “la implantación de un credo
materialista a escala global, que excluye como carente de fundamento cualquier
forma de trascendencia o espiritualidad”. Su dogma fundamental es que el
universo material es la única y última realidad, por lo que carece de creador y de
propósito; que el único conocimiento válido es el de las ciencias empíricas; que las
religiones son meras supersticiones; que los juicios de valor de cualquier tipo son
subjetivos fruto de condicionamientos biológicos o culturales; que la libertad es
una ilusión; y que lo mejor que podemos hacer en esta vida es gozarla y disminuir
el dolor.
Mayorga aborda en estas páginas muchas de las cuestiones que forman parte de
cualquier conversación que podemos escuchar. Por ejemplo, cuando se afirma
que todos los sentimientos morales o religiosos se reducen a mera actividad
biológica o neuronal; a esto responde el autor con una pregunta: ¿cómo se puede
determinar cuáles de nuestros contenidos mentales son verdaderos y cuáles
falsos?; haría falta, dice, un observador externo. Otro planteamiento habitual es el
que, pasando de un reduccionismo biológico o neurológico a otro de carácter
social, por el que el valor de, por ejemplo, un ideal se agota en la aprobación de
una comunidad determinada, a lo que Mayorga contrapone varias razones.
Tras analizar algunas cuestiones del posmodernismo, Mayor nos expone aquellos
criterios que debe reunir cualquier propuesta de sentido. Es el primero el de
compatibilidad científica, es decir, que no esté en contradicción con los
conocimientos científicos; le sigue el criterio de certeza, por el que se minimiza el
número de supuestos no demostrables o que exijan fe para ser admitidos; criterio
de trascendencia, por el que se facilita la apertura al misterio, a lo Absolutamente
Otro; criterio de alegría, es decir, que incremente la vitalidad del sujeto, su
capacidad para el gozo y la felicidad; criterio de accesibilidad, lo que quiere decir
que aquello que designemos como sentido o fundamento ha de estar disponible
en todo momento y circunstancia; criterio de solidez, que tenga suficiente
solvencia moral y afectiva para afrontar las adversidades; criterio de dignidad, que
garantiza la autonomía de la persona; criterio de no complicidad con el mal: no
negar, absolver o justificar la crueldad o sufrimiento innecesario; criterio de
afirmación, es decir, que no se sustente en el desprecio o resentimiento contra la
vida; criterio de responsabilidad, no eludir nuestra responsabilidad en la mejora de
la sociedad; y, por último, criterio de universalidad, que tiene en cuenta a todos los
seres sintientes y sus vicisitudes.
En esta primera parte, en que describe el panorama que percibe, no podía faltar la
cuestión que tanto ha atormentado y provocado planteamientos muy diferentes: el
problema del mal y, en consecuencia, de la debilidad del bien. Muchos son los
autores que lo han tratado en la búsqueda de una respuesta; citar, como ejemplos
recientes, las tesis de Manuel Fraijó o las de Torres Queiruga. Mayorga parte de la
base de que este problema es la piedra de escándalo sobre la que se erige
cualquier sistema de creencias. Responde reflexivamente a las preguntas que le
plantean Glaucón y Luciano de Samosata; y aporta una respuesta que desgrana a
lo largo de una serie de páginas que merecen una lectura reposada y que
podemos resumir en sus propias palabras: “no afirmo que existe un Dios
providente, doy por zanjada su muerte. Lo que digo es que se da lo sagrado, que
es una cosa bien distinta”.Y lo hace consciente de que el teísmo, que plantea la
personalidad y trascendencia de lo absoluto; o el ateísmo materialista, que lo
niega; o el panteísmo, que afirma su impersonalidad e inmanencia, se muestran
incapaces de dar una respuesta adecuada a este eterno problema. ¿Debemos,
pues, aceptar el mal tal y como es? Si lo hiciéramos, no podríamos soslayar la
acusación de complicidad y colaboración con él. Desde luego, merecen una
reposada lectura estos planteamientos que, aunque pueden no ser aceptados
como apodícticos, sí suponen una postura razonable y bien estructurada.
De aquí pasa a las implicaciones que conlleva entender la conexión entre religión
y moralidad para la dignidad del ser humano. El valor de un ser humano es el título
que ampara esta cuestión y que reviste especial relevancia en la actualidad,
cuando la persona es discriminada por circunstancias personales, como
nacionalidad, religión o ideología, prescindiendo de su realidad básica, el hecho de
tratarse de un ser humano. Resume así Mayorga su propuesta: “Lo que afirmo es
que el valor del ser humano, lo que entendemos por dignidad, de la que deriva su
estatus inviolable a nivel ético y jurídico, no puede ser concebido si no existe en él
algo tan digno de estima que hasta un Dios tuviera que respetarlo, en el hipotético
caso de que existiera. Ese algo es su moralidad”.
La meditación
Ahora bien, hay que hablar de la conciencia no dual, del nirvana. ¿Qué es el
nirvana? Así lo describe Mayorga: “Es un estado de suprema lucidez y
ecuanimidad, que escapa al orden de las causas y los efectos, que trasciende el
placer y el dolor, y se resiste a toda descripción por conceptos. Es designado
como algo no compuesto, no creado ni producido. Es por ello inmortal y anatman,
no yo, por lo que no puede identificarse con un Dios, tampoco con la aniquilación
del yo o la nada, pues si el yo no existe no puede aniquilarse”. Es un producto de
la meditación; en ella, en la meditación, la atención, la conciencia, se puede
focalizar en lo real, en los fenómenos que aparecen en el espacio-tiempo; o se
puede focalizar en la esencia, el cómo de las cosas; o, finalmente, se puede
focalizar en el valor de los entes, en el esplendor del ser. Y la iluminación se
alcanza en el instante en que nuestra atención logra captar en el aquí y ahora,
mediante un acto indivisible, la totalidad de lo que hay, el conglomerado infinito de
conciencia y presencia, significado y valor del que formamos parte, con el que
somos uno. A partir de aquí, el autor aborda nuevamente el problema del mal
desde el enfoque budista, al que dedica varias páginas, incluyendo algunos
apartados a analizar la postura de Schopenhauer ante el dolor, comparándola con
la del budismo.
Cierra Mayorga esta tercera parte de su estudio con una referencia, sumamente
interesante, a la percepción adánica, entendiendo por tal lo que debió de sentir
Adán al contemplar por vez primera su realidad y la de su entorno. Nos invita a
perpetuar esa sensación, despojando a las cosas de la falsa familiaridad con la
que las observamos, intentando entrar en contacto directo con ellas y no con la
representación que nos hacemos de ellas. Esto entronca con el ansia del existir
tras esta vida, que el autor invita a vivir el momento presente en toda su amplitud,
no solo a lo largo de una existencia, sino a lo ancho de toda su magnificencia.
Los rituales
Es cierto que los dioses han desaparecido, ya no están. El autor nos invita a
superar la fase infantil de una relación con la divinidad considerada
exclusivamente como fuente de salud y protección; y que tiene que aceptar su
responsabilidad para con lo sagrado; es decir: no se trata de proponer un método
que encuentre una salida para el hombre vacío y desesperado, ávido de sentido;
hay que tener muy presente que un Dios ya muerto solo tiene nuestros brazos,
nuestros gestos, nuestras acciones para llegar a ser. “Sin nosotros -concluye- la
belleza no podría ser cantada, ni la bondad realizada, ni la claridad percibida”.
Culmina esta cuarta parte de la obra con un capítulo dedicado al rito como juego
sagrado. Es un apartado complejo, en el que se reclama volver a dotar de sentido
a los ritos, actualmente vaciados de contenido. No solo los rituales tradicionales,
sino con la posibilidad de escoger nuevas fórmulas que estén cargadas de
simbolismo real; el propio Mayorga expone el ejemplo de un rito celebrado por él y
su pareja, que describe como de muy potente, pero que a quienes estén alejados
de sus propuestas dejaría cuando menos perplejos. Luego, partiendo de la base
de que las celebraciones sagradas forman parte del juego, dedica una seria
reflexión sobre esta actividad lúdica que pone en relación algo tan grave y
solemne como los ritos y algo tan liviano aparentemente como el juego, llegando a
describir hasta diez características de este al considerarlo como la matriz de los
rituales. Y, relacionado con este juego, se da el arte, al que concibe como una
manifestación de lo sagrado, algo concebido como manifestación de la energía
primordial, el cosmos vivo, representado en la belleza. Y define como singular y
propio del arte, desde el punto de vista del receptor, el maravillarse, realizando un
intento de explicación, partiendo de este prisma, de la situación del arte actual.
Pregunta nuevamente Glaucón si hay relación entre las tres prácticas a las que se
ha referido en la obra o si pueden ejercitarse de forma independiente. He aquí la
respuesta del autor: “Formalmente son distintas, se han practicado de forma
autónoma a lo largo de la historia y apelan a atributos diversos de la divinidad en
los que se expresa el fondo sagrado del mundo. Pero el respeto compasivo, la
meditación y los rituales conforman una unidad en cierto modo indisoluble y se
potencian mutuamente cuando interactúan. Me atrevería a decir que el valor
espiritual de una determinada religión puede medirse por la presencia en ella de
estos tres tipos de prácticas”. Para Mayorga, un número reducido de estas tres
prácticas ayuda al hombre del siglo XXI a seguir encontrado dirección y sentido a
su existencia. “Siempre que renuncie a su condición de dueño y señor de lo real y
se convierta en canal vivo de la Bondad, la Claridad y la Belleza eternas, que
siguen manando, hoy como siempre, del fondo sagrado del mundo”.
Para concluir
Nos encontramos ante un libro que no es para leer de corrido. Merece una lectura
serena, reposada y reflexiva. A lo que hay que añadir que libre de prejuicios, a fin
de poder llegar lo más adentro posible de las propuestas de Feliciano Mayorga.
Justamente por algo que le empujó a plantearlas, la forma en que el mundo actual
alejado de la reflexión o muy encerrado en los límites del cientifismo, el lector
medio puede encontrar cierta dificultad en aceptarlas, pese a lo magníficamente
argumentadas que se presentan. Una mente abierta es la mejor disposición para
acometer su lectura. Y sirvan como invitación estas líneas que, ciertamente, no
abarcan el amplio panorama del libro, sino que se ofrecen como pistas y llamadas
a adentrarse en sus páginas.
Índice
Introducción
Al dios muerto
Epílogo: la vida religiosa
Notas