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Homilía sobre la narración del Padre Misericordioso: Lc 15, 11-32

¡Que elocuente lo que escuchamos! Esta historia tan conocida, conmueve


más de una vez a quien la escucha. Solemos llamarla la “parábola del Hijo Pródigo”.
Pero me gustaría cambiar el enfoque que hacemos de esta narración. Otro nombre
posible es la “parábola de los dos hijos”, mostrando así las dos posiciones a tomar
ante Dios: el que se arrepiente y vuelve, y el que está pero no con el corazón. Pero
hay un nombre más: la parábola del Padre Misericordioso. ¡Ahí esta el eje! En el
centro se encuentra el Padre. Lugar de partida y de retorno del hijo menor.
Primero recordemos a quién fue dirigida esta parábola. Los publicanos y
pecadores, los considerados “lacras” de la sociedad de aquel entonces, se
acercaban a Jesús para escucharlo. ¡Actitud importantísima escuchar al Maestro!
Pero por el otro lado se encontraban quienes estaban cerrados al mensaje de
Jesús: los fariseos y los escribas, es decir, por un lado quienes se esforzaban en ser
perfectos y seguir las reglas a la perfección, y por otro quienes conocían las
Escrituras de la “a” a la “z”. Los pecadores escuchaban a Dios, y los perfectos
estaban sordos a Él: paradójico. Además, los fariseos y los escribas murmuraban
porque Jesús estaba con los pecadores, y comía con ellos. A estos, Jesús dirige
esta parábola.
Por un lado está el hijo menor, que podemos identificar con los publicanos y
pecadores, que muchas veces, se acercaban arrepentidos a Jesús, pero que habían
tenido una vida “licenciosa” derrochando los bienes que Dios les concedió. Por otro
lado está el hijo mayor, que se puede identificar con los fariseos y publicanos. Eran
quienes “estaban” con Dios, pero al parecer no como “hijos” sino como simples
servidores: “hace tanto que te sirvo”. Pero ambos personajes se encuentran con el
amor de un Padre que quiere hacerlos y verlos como hijos. La actitud del padre con
el primer hijo es profundamente conmovedora. Un padre en la época de Jesús
nunca se hubiera rebajado a la altura del hijo. Este, en cambio, lo ve, sale corriendo
al encuentro de su hijo perdido, lo abraza y lo besa. Si lo ve desde lejos, es porque
este padre angustiado por la ausencia de su hijo, lo buscaba día y noche en el
horizonte con la esperanza de que regresaría. ¡Que grande el amor de este Padre!
Dios es así, nos busca sin desfallecer. Constantemente está oteando el horizonte
esperando que nos acerquemos a Él. No importa que tan pecadores seamos.
Pensemos en este hijo derrochador. Le pidió la herencia que con tanto esfuerzo su
padre había conseguido. No para hacerla producir, sino para gastarla en “pavadas”.
Finalmente la termina de gastar toda, ¡No produjo nada! Tiró por la borda tantos
años de esfuerzo del padre. Luego se va a trabajar con los cerdos. Como saben,
para los judíos el cerdo es un animal impuro. Estar en contacto con ellos
inmediatamente te convertía en alguien impuro a quien nadie podía acercarse. Y
como si faltara más, tampoco sabemos si este hijo volvió arrepentido, o más bien
por simple conveniencia: “¡Cuantos jornaleros de mi padre tienen pan en
abundancia!” Es decir, el hijo menor desperdició todo el esfuerzo de su padre, se
volvió alguien totalmente impuro, y no regresa por amor sino por interés. ¡Un ser
casi repugnante! Pero aún así el Padre se alegra, lo ve, corre, lo abraza, lo besa, lo
viste, le pone un anillo, lo restaura en su dignidad de hijo y le arma una fiesta. ¡Que
amor inmenso! Jesús quiere mostrarnos con esto el amor y la ternura sin límites del
Padre. Nada de nada podrá lograr separarnos del Amor que Dios nos tiene. No
importa que tan “impuro” te encuentres, nuestro Padre siempre te espera en Casa.
La actitud paternal no se reduce solo al hijo menor sino que también se
demuestra en la última parte de esta parábola. Cuando el mayor se enteró de que
su hermano gastador había regresado, y en lugar de un reto había recibido una
fiesta, se ofendió profundamente. Evidentemente, este no sentía mucho cariño y
amor por su hermano. En ningún momento lo llama así sino que “este hijo tuyo”. Ni
tampoco llama a su padre como tal, sino que se pone en el lugar de un servidor.
Pero aún así, a pesar del orgullo de este hijo que se había olvidado de ser hijo, el
Padre sale a rogarle que entre en la fiesta. Otra vez, el padre que se abaja para
acercarse a su hijo. Y luego de las excusas que le presenta, le dice una declaración
hermosa: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo”. Dios nos dice
lo mismo hoy a nosotros. Cuántas veces tenemos recelo de esos “pecadores” de
hoy que se acercan a Dios, y nosotros después de tanto esfuerzo parece que no
obtenemos nada de Él. Si pasa esto, estamos errando el camino. Nuestro Padre
está loco de amor por nosotros y quiere que seamos HIJOS. A ambos es Él quien
los llama HIJOS. Dejemos que este Padre Misericordioso nos reciba así como
estamos. A veces será llenos de impurezas y de pecados materiales como el hijo
menor. Otras como el mayor, llenos de soberbia y pecados espirituales. A veces con
una mezcla de ambos. Pero aún así, el Padre Misericordioso quiere darnos su
perdón y devolvernos el lugar del que nosotros mismos nos escapamos: ser HIJOS.

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